Reflexiones sobre la autonomía de la arquitectura: una crítica de la producción contemporánea

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Criterios, La Habana, nº 31, enero-junio 1994, pp. 259-267

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eflexiones sobre la autonomía de la arquitectura: una crítica de la producción contemporánea* Kenneth Frampton

Excepto en lo que respecta al axioma de que nada puede ser considerado autónomo en un sentido absoluto, es difícil saber cómo iniciar un discurso sobre el tema de la autonomía arquitectónica. Entre los muchos aspectos de la empresa cultural, se puede afirmar que la arquitectura es, en realidad, el menos autónomo, obligándonos a reconocer la naturaleza contingente de la arquitectura como práctica. Una de las paradojas de la vida cotidiana es que, aunque la realidad ejerce presión sobre nosotros desde todas partes, tendemos a pasar por alto sus efectos, especialmente cuando ocurre que éstos no satisfacen nuestros prejuicios ideológicos. A pocos arquitectos les interesa recordar que sólo el 20 por ciento de la producción total en la esfera de la construcción en las sociedades desarrolladas está sujeto al asesoramiento de su profesión, de modo que la mayor parte del ambiente hecho por el hombre escapa a nuestra intervención creativa. Este inquietante hecho significa que hemos de reconocer lo limitado del dominio en que se nos pide que operemos, y, al hacerlo, deberíamos reconocer que hay una enorme diferencia entre la arquitectura como acto crítico y la construcción como una actividad banal, casi metabólica. *

«Reflections on the Autonomy of Architecture: A Critique of Contemporary Production», en: Diane Ghirardo (ed.), A Social Out of Site Criticism of Architecture, Seattle, Bay Press, 1991, pp. 17-26.

© Criterios, La Habana, 2006. Cuando se cite, en cualquier soporte, alguna parte de este texto, se deberá mencionar a su autor y a su traductor, así como la dirección de esta página electrónica. Se prohibe reproducirlo y difundirlo íntegramente sin las previas autorizaciones escritas correspondientes.


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Como es bien sabido, el surgimiento de la arquitectura como práctica individual consciente de sí misma es inseparable del ascenso de la clase burguesa en la segunda mitad del siglo XV. El origen de nuestra noción del diseño arquitectónico como un proceder específicamente moderno, innovador, no tradicional, no puede ser hallado remontándose más allá de ese momento en la historia, cuando las primeras señales de la división del trabajo y la disolución de la cultura gremial anterior a la alfabetización son perceptibles en los métodos mediante los cuales Brunelleschi erigió la cúpula sobre Santa Maria del Fiore en Florencia. Estamos en deuda con Giulio Carlo Argan por su observación de que éste es precisamente el momento en que las así llamadas artes liberales adquieren su ascendente sobre las artes mechanicae y en que el ascenso del arquitecto/artista individual, como un protoprofesional, causa el correspondiente descenso de la estatura de los maestri o maestros artesanos. Esta condición se refleja en el hecho de que, aunque la catedral genérica y el cobertizo cotidiano eran empresas marcadamente diferentes dentro de la cultura gremial, parece haber existido una continuidad simbiótica en la visión medieval del mundo que servía para unificar la producción entera de una civilización basada en la agricultura. Esta continuidad es evidente en el hecho de que el granero y el templo surgieron del mismo género de producción artesanal. No es probable que sea una casualidad que los dos cismas que aquí nos conciernen ocurran al mismo tiempo, es decir, que el trabajo se vea dividido precisamente en el momento en que se hace posible distinguir entre arquitectura y construcción y cuando se hace necesario discernir entre el arquitecto, por una parte, y el maestro albañil, por la otra. Es importante notar que este cisma es acompañado por el proceso de laicización. Este parece haber sido uno de los requisitos, por así decir, para el surgimiento de la ciencia empírica y para el ascenso de la nueva clase tecnocráticacum-mercantil. El resucitador decimonónico del gótico, A. W. N. Pugin, seguramente estaba justificado cuando sostenía su polémica opinión de que el Renacimiento representaba exactamente el punto en que valores exclusivamente económicos y productivos comenzaron a usurpar el puesto del espíritu; o sea, el momento en que el homo economicus substituye al homo religioso. Cohibido y esquizofrénico, el Renacimiento apenas creía en su propia ideología. Es ya historicista en su dependencia de la autenticidad espiritual del mundo antiguo. La autonomía hipotética de cualquier práctica dada está relativamente delimitada por el contexto sociocultural en que esa práctica se desarrolla. El


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que esta limitación por obra de la sociedad sea aparentemente mayor en la arquitectura que en cualquier otro arte, sugiere que deberíamos distinguir con precisión entre la esfera de la arquitectura y la esfera del arte. Es preciso notar que, a diferencia de todas las otras formas de las así llamadas bellas artes, la arquitectura se mezcla con lo que el fenomenólogo Edmund Husserl identificó como el mundo de la vida, y es esta condición irreducible la que le fija límites obvios a la autonomía del campo. Es decir, la arquitectura es tanto un discurso cultural como un marco para la vida. Podríamos decir, forzando la terminología marxista, que es tanto supraestructura como infraestructura. Esto último quiere decir que la sociedad se apropia de la arquitectura de una manera que difiere categóricamente de como se apropia del arte. En su apreciación del arte, la sociedad procura preservar la esencia intrínseca, inalienable, de la obra de arte en su condición original. Además, después del período medieval, la sociedad codicia la firma individual. (Es interesante la coincidencia de que los términos para negocio (firma) y firma vengan de la misma raíz.) En la arquitectura, por el contrario, la sociedad tiende a transformar la originalidad subjetiva de la obra mediante el proceso de apropiación. La arquitectura, en todo caso, no tiene el mismo status icónico o fetichista que el arte, ni es posible, a pesar del surgimiento del arquitecto estrella, darle a la construcción de firma un status artístico comparable. La idea de la apropiación nos devuelve a la doctrina pasada de moda del funcionalismo, aunque está distante de la idea de un ajuste ergonómico perfecto o de cualquier idea de que existe una relación causal directa entre forma y conducta o de que una construcción dar cabida a una sola pauta de uso fijada de manera absoluta. El arquitecto holandés Herman Hertzberger no se propone semejante ajuste. Su idea de lo que es apropiado y abierto a la apropiación es más bien genérica e institucional que reductivamente funcional. Aparte del inquietante cisma establecido en toda la cultura postgremial entre la proyección y la realización de la forma construida, la práctica arquitectónica ha sido socavada lenta y subrepticiamente en el curso del presente siglo por la creciente privatización de la sociedad. La arquitectura se ha visto forzada a sostener su discurso propio en una sociedad en la que el dominio público apenas existe y en la que la continuidad del mundo de la vida como depósito de valores se vuelve cada vez más inestable. Es obviamente difícil sostener la legitimidad de la arquitectura en una sociedad que constantemente está siendo arrollada por las innovaciones de la tecnociencia,


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por el cambio demográfico y por los cada vez más intensos ciclos de producción y consumo que la constante modernización sirve para mantener. Careciendo de una raison d’être colectiva, la arquitectura tomó primero una dirección y luego otra, en un esfuerzo por legitimarse y poner su práctica en conformidad con el discurso dominante, fuera éste la ciencia aplicada como el principio de realidad o el arte aplicado como compensación psicosocial. El primero de estos impulsos, sin duda, explica en parte el ascenso de los métodos del diseño ergonómico-cum-logarítmico a principios de los años 60 y las tentativas bastante radicales de convertir la arquitectura misma en una forma de práctica tecnocientífica. Me estoy refiriendo, desde luego, a la manera en que las principales escuelas británicas y estadounidenses de arquitectura —la Bartlett School en la Universidad de Londres, en el primer caso, y la facultad de arquitectura de la Universidad de California en Berkeley, en el segundo— cambiaron de nombre en los años 60, y de escuelas de arquitectura pasaron a llamarse escuelas de diseño • ambiental, abandonando así implícitamente las viejas connotaciones burguesas, elitistas, jerárquicas, de la arquitectura y afirmando, en cambio, tener el objetivo más amplio de ocuparse del diseño supuestamente científico del ambiente como un todo. El hecho de que después la Bartlett School haya readoptado su anterior denominación de escuela de arquitectura, dice mucho sobre el péndulo de la moda ideológica y la resistencia intrínseca de la arquitectura como artesanía. La angustia y la envidia han acompañado tales oscilaciones pendulares cuando los arquitectos han tratado de justificar su modus operandi aparentando ser científicos o, en vez de eso, representando la arquitectura como si fuera una de las bellas artes, claramente reconocible. Se puede hablar, quizás, de envidia de la ciencia en el primer caso y de envidia del arte en el segundo. Podemos considerar al último Buckminster Fuller como un caso característico de envidia de la ciencia, y muchos de los arquitectos contemporáneos, de Frank Gehry a Peter Eisenman, sólo parecen alegrarse mucho de que su obra esté clasificada como arte. En verdad, ambas maniobras legitimadoras pueden ser detectadas en la carrera de Eisenman, en la que hay un notable desplazamiento, de la envidia de la ciencia de la teoría inicial, con su dependencia de la lingüística estructural, a la envidia del arte de su obra más reciente, en la que la crítica justificatoria recurre a la literatura y la filosofía. También se debería notar que hay un hilo semiótico que unifica la carrera de Eisenman, aunque esto apenas cambia la naturaleza de su intento de justificar su peculiar práctica mediante referencias extra-ar-


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quitectónicas, sean éstas categorías científicas como la geometría fractal o los propósitos supuestamente subversivos del vanguardismo reciente. En cualquiera de los dos casos, se niega ampliamente la posibilidad de que la arquitectura sea un discurso esencialmente tectónico o institucional. Es lícito afirmar que, a diferencia de la ciencia o del arte, la práctica arquitectónica prefiere la estasis al proceso y que tiende, aunque sea débilmente, a oponer resistencia a la fungibilidad del mundo industrializado. Desde este punto de vista, las recientes apelaciones a la ciencia y al arte pueden ser consideradas como sutiles esfuerzos para ajustar la arquitectura a las categorías dominantes de un mundo totalmente privatizado y orientado a los procesos. Este estado de cosas ha producido extrañas convergencias. Para un radical de hoy como Daniel Libeskind, las instituciones del mundo de la vida contemporáneo han de ser evitadas porque están contaminadas por una realidad política y ética totalmente indigente. Se puede descubrir un sentimiento similar en la postura de Leon Krier, aunque los recientes flirteos de Krier con la práctica parecen negar la negatividad total de su anterior afirmación de que no construyo porque soy un arquitecto: soy un arquitecto; por lo tanto, no construyo. Hoy día, mientras Libeskind proyecta obras neovanguardistas como si no fueran nada más que colosales piezas de escultura, Krier nos invita a regresar a una petrificada manera neoBiedermeier, como si sólo semejante orden moderado, clásico, todavía encarnara la esencia de una cultura estrictamente arquitectónica. Es sintomático de los tiempos el hecho de que ambos arquitectos le deben en cierta manera su ascendiente al renacimiento de la representación dibujada, porque, aunque los dibujos siempre han desempeñado un papel fundamental en la práctica arquitectónica, hay convergencia hoy día entre el renacimiento del dibujo y la reivindicación de la arquitectura como si fuera una rama de las bellas artes. La crisis socioeconómica que acompañó a la arquitectura en los años 70, fue superada en parte por obra de la proposición de que la arquitectura de calidad todavía podía ser continuada en la forma de representaciones dibujadas que serían prontamente apreciadas y consumidas por el mercado del arte. El manierismo de salón que acompañaba a todo esto es muy revelador. Se nos recuerda, a propósito de nuestro ejemplo, la exposición del Instituto de Arquitectura y Estudios Urbanos titulada La idea como modelo, para la cual Eisenman produjo un modelo tridimensional, isomórfico, axonométrico, de una de sus casas en el cual lo axonométrico, como el cráneo en el cuadro Los embajadores de


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Holbein, sólo podía ser percibido desde un punto de vista particular. Esos gestos sutilmente interrelacionados, estimulados por el expansivo auge de los media, evaden, en mi opinión, la cuestión de la autonomía arquitectónica en un sentido más fundamental, es decir, la cuestión relativa a qué pertenece intrínsecamente a la arquitectura y no a las otras artes. Evidentemente, la arquitectura no puede ser reducida a la representación arquitectónica en ningún nivel, ni se la puede hacer pasar por escultura en gran escala. Al intentar proponer un modelo hipotético de la práctica arquitectónica que esté más allá de las peculiaridades de cualquier estilo específico, podemos decir que la autonomía de la arquitectura está determinada por tres vectores interrelacionados: tipología (la institución), topografía (el contexto) y tectónica (el modo de construcción). Se debería notar que ni lo tipológico ni lo tectónico son elecciones neutrales en este respecto, y que lo que se puede llevar a cabo con un formato y expresión, apenas puede ser realizado con otro. Haciendo un balance, el parti formal es de mayor importancia que el tectónico, porque, obviamente, la selección del tipo como el orden espacial básico tiene un impacto decisivo en el resultado, por más que pueda ser elaborada la sintaxis construccional en el curso del desarrollo. La primacía del tipo quizás se hace más evidente en la diferencia básica entre construcción y arquitectura: porque, mientras que la construcción tiende a ser orgánica, asimétrica y aglutinante, la arquitectura tiende a ser ortogonal, simétrica y completa. Estas distinciones no serían tan cruciales si no fuera por el hecho de que la construcción y la arquitectura tienden a favorecer la acomodación de diferentes especies de forma institucional. La arquitectura orgánica perseguida de diversas maneras por arquitectos como Frank Lloyd Wright, Richard Neutra, R. M. Schindler, Erich Mendelsohn, Eileen Gray y Alvar Aalto, nos proporciona testimonios suficientes en cuanto al potencial de lo que Neutra denominó la cultura biorrealista de la construcción. Por la misma razón, en la obra de Ludwig Mies van der Rohe, Giuseppe Terragni y Le Corbusier se puede hallar una arquitectura moderna inspirada ampliamente por lo clásico. Es obvio que nuestras instituciones de poder tradicionales han sido materializadas tan frecuentemente en forma clásica, que sólo con dificultad se puede hacer que el clasicismo represente y encarne especies más informales e hipotéticamente más democráticas de agencias cívicas. En este respecto, podemos considerar que el ayuntamiento de Aalto en S“yn“tsalo, Finlandia, aloja una sede de gobierno de una manera particularmente informal,


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de modo que el mismo presenta y re-presenta la institución de una manera íntima y accesible. La arquitectura está vinculada fundamentalmente a la forma institucional en modos que hoy día se entienden poco porque la sociedad contemporánea se ha privatizado tanto. De la escala micro a la escala macro, nos hemos vuelto poco diestros como sociedad en distinguir entre espacio privado, espacio público y espacio semipúblico, y esta carencia de una percepción común en términos jerarquicos ha tenido un efecto brutalizante en la arquitectura contemporánea. La estetización del último modernismo como una estrategia compensatoria se vuelve claramente evidente en este punto, puesto que, independientemente de si las afinidades estilísticas son neotradicionalistas o neovanguardistas, el resultado tiende a ser el mismo, esto es, que la arquitectura es reducida cada vez más a un asunto de apariencia superficial, es decir, que es valorada exclusivamente como un marco situacional conveniente antes que como un valor cultural en sí misma. En otras palabras, la construcción moderna de los últimos tiempos parece estar a menudo totalmente despojada de toda sustancia sociosimbólica articulada, aunque todas las funciones necesarias estén dadas para ello. El hecho de que la institución cívica ha devenido una entidad frágil a fines del siglo XX, se hace demasiado evidente en el nivel de la arquitectura, particularmente cuando el museo surge como la última construcción pública de nuestro tiempo. Como templo substituto o res publica simulada, el museo ha devenido el dominio compensatorio de nuestro espíritu totalmente laico, suburbanizado; el último vestigio despolitizado, por así decir, de lo que Hannah Arendt una vez llamó el espacio de aparición pública. Es un signo de nuestros tiempos el hecho de que el despliegue estético ha llegado a ser utilizado como una forma de empaquetado hasta tal punto que a menudo se apela a la arquitectura para suministrar nada más que un conjunto de imágenes seductoras con las cuales vender tanto la construcción como su producto. Y mientras lo estético bien puede ser considerado como el cuanto abstracto, autónomo, autorreferencial, de la forma del último modernismo, lo vernáculo nos devuelve a los orígenes antropológicos de la construcción y a aquel momento a mediados del siglo XIX en que el arquitecto alemán Gottfried Semper formuló una nueva base teórica para la arquitectura sobre los fundamentos de los orígenes antropológicos de ésta. Mediante su visión transcultural del mundo, Semper procuró construir un marco teórico que fuera capaz de trascender el impasse idealista del eclecticismo.


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La teoría cuatripartita de Semper como está contenida en su ensayo Los cuatro elementos de la arquitectura (1852), todavía constituye un modelo válido con el cual bosquejar la autonomía relativa de la arquitectura hoy día. En la medida en que los cuatro elementos de Semper constituyen una ruptura categórica con la tríada vitruviana clásicamente humanista de firmeza, comodidad y deleite, sus categorías pueden ser utilizadas como medios para delinear el campo de acción de la práctica contemporánea. Estoy aludiendo, desde luego, a su reelaboración del paradigma de la choza primitiva, en los términos de una exposición antropológica que él vio en la Gran Exposición de 1851. Semper fue capaz de ver el futuro al darse cuenta de que la choza genérica comprendía los siguientes componentes: 1) un terraplén, 2) un hogar, 3) una armazón y un techo, y 4) un tabique [screen wall]. Fue particularmente sensible al último componente a causa de las connotaciones etimológicas de la palabra pared [wall] en alemán, en el que se ha de distinguir entre una pared ligera, como de mimbre, conocida por el término die Wand, y una pared pesada, de mampostería, designada por el término das Mauer. Los cuatro elementos de Semper dan origen a todo un discurso del que podemos decir que se expresa en términos de pesado vs. ligero. Así, la armazón, el techo y el tabique que cerca son elementos estructurales ligeros que tienden a lo inmaterial, mientras que el terraplén y el hogar, juntos, encierran el rudimentario nexo institucional de la obra. En el mégaron griego, consistente en un solo espacio celular con una puerta en un extremo, se puede considerar que el terraplén está levantándose en la forma de mampostería pesada, soportadora de una carga, mientras que lo ligero se retira correspondientemente, por así decir, para formar las vigas que se extienden de una pared a otra, soportando un techo plano o de poca inclinación. El hogar está encerrado dentro de las cella del mégaron. Entretanto, las paredes resistentes establecen la forma del lugar de la residencia; cuando este temenos encierra un templo, el límite sirve para separar las cella del mundo profano más allá de las paredes. La interacción de la naturaleza con la cultura en la arquitectura se manifiesta, ante todo, a través de los efectos de la gravedad y la luz. La estructura resiste y, a la vez, revela el impacto de la gravedad en su forma, mientras que la luz revela, por así decir, la naturaleza intrínseca de la estructura. Aún más importante, desde un punto de vista institucional, la luz puede asumir una significación jerárquica, en la que la oscuridad es asociada con la privacidad del mégaron y la luz viene a ser asociada con el


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espacio de la aparición pública —el ágora. Tanto el temenos como el ágora dependen, en primer lugar, del contexto topográfico, es decir, de la marcación del terreno, que, para el arquitecto italiano Vittorio Gregotti es el primer acto de creación del mundo, coextensivo, por así decir, con el nudo primordial de Semper como la primera juntura tectónica. Se podría decir que las más profundas raíces de la autonomía arquitectónica se hallan aquí: no en la tríada vitruviana de saber tradicional clásico, sino en la mucho más profunda y más arcaica tríada de terraplén (topografía), construcción (tectónica) y hogar (tipo) como la encarnación de la forma institucional. Esos tres aspectos permiten la articulación estructurada de la obra cuando pasa de pública a privada y de sagrada a profana, o de la naturaleza cuando es mediada por la luz, la gravedad y el clima dentro de la tectónica de la forma realizada. Desde alrededor de 1750, la especie humana se ha visto abrumada por la transformación demasiado rápida de las condiciones materiales y éticas básicas y por el impacto continuamente creciente de la técnica tecnocientífica. Estos dos procesos interrelacionados han moldeado el mito moderno del progreso. Desde que empezó el siglo, la devoción ciega a la tecnología ha sido mediada, si no mitigada, de algunas maneras. De la escultura de Brancusi al teatro de Appia, de la filosofía de Heidegger a la arquitectura de Barragan, lo arcaico llega a ser reivindicado como elemento de contraste con la idea de progreso. Esta calificación crítica no depende, sin embargo, de un rechazo categórico de la tecnología o de la aceptación de alguna expresión particular. Sin embargo, a diferencia del futurismo, lo autoconscientemente arcaico se niega a considerar la tecnología avanzada como trascendental en sí misma. Quizás esta compleja doble calificación nunca ha sido expresada de una manera más sucinta que por Aldo van Eyck cuando escribió que lo que los anticuarios y los tecnó“cratas tienen en común es una actitud sentimental hacia el tiempo, pues los anticuarios son sentimentales en lo que concierne al pasado, y los tecnócratas, en lo que concierne al futuro. La insistencia de Van Eyck en la prioridad del presente no implica ningún retorno ficticio al pasado, ni presupone un repudio categórico de la técnica moderna. En vez de eso, equivale a una visión crítica en la que tanto las tecnologías modernas como las arcaicas pueden ser aceptadas y mezcladas entre sí sin ser fetichizadas. Semejante actitud no implica necesariamente una posición cultural reaccionaria, porque procura una elaboración apropiada de las condiciones presentes de una manera que sea capaz de sostener el mundo de la vida en


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toda su riqueza, sin desear apropiarse en forma exclusiva de la significación de este mundo dándole la máxima importancia a la tecnología o a la estética. Semejante actitud desafía todas nuestras ideas de creatividad ampliamente aceptadas, hasta tal punto que nos veremos obligados a reconocer que mucho de lo que pasa por originalidad en nuestro tiempo viene a la existencia no tanto por exuberancia poética como por competitividad. Detrás de nuestra preocupación por la autonomía de la arquitectura se halla una angustia que se deriva en gran medida del hecho de que nada podría ser menos autónomo que la arquitectura, particularmente hoy día, cuando, a causa de la dominación de los media, hallamos cada vez más difícil llegar a lo que queremos. En tales circunstancias de escepticismo, los arquitectos a menudo se sienten forzados a realizar actos acrobáticos para asegurarse la atención. Al obrar así, tienden a seguir una sucesión de tropos estilísticos que no dejan sin consumir imagen alguna, de manera que el campo entero se ve inundado de una infinita proliferación de imágenes. Esta es una situación en la que las construcciones tienden a ser diseñadas cada vez más en atención a su efecto fotogénico que en atención a su potencial de experiencias. Los estímulos plásticos abundan en un frenesí de iteración que le hace eco a la explosión de información. Vamos a la deriva hacia ese estado entrópico que Lewis Mumford describió una vez como una nueva forma de barbarie. Entretanto, la ideología de la modernidad y el progreso se desintegra ante nuestros ojos y el inminente desastre ecológico de la reciente producción industrial es ostensible en todas partes. Sin embargo, no existe ningún imperativo lógico de que estas condiciones exijan una expresión artísticamente fragmentada, sobreestetizada, en el campo de la arquitectura. Al contrario, se puede argüir que semejante nivel de disyunción requiere, y hasta exige, una arquitectura de tranquilidad, una arquitectura que esté más allá de las agitaciones del presente momento, una arquitectura que nos devuelva, a través de la experiencia del sujeto, a aquel breve momento ilusorio tocado por Baudelaire, a aquel instante evocado por las palabras luxe, calme, et volupté. Traducción del inglés: Desiderio Navarro


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