Índice
Prólogo............................................................ Introducción.......................................
1
Mi primera pieza de caza mayor fue un oso negro.......................
2 África
7 14
18
1953.........................................................................
25
1955.........................................................................
100
3 África 3
Índice
4 India
1956........................................................................
183
1957.........................................................................
232
1957.........................................................................
273
1958.........................................................................
281
5 Alaska
6 México 7 Alaska 4
Índice
8 India
1959.........................................................................
312
1959.........................................................................
339
1959.........................................................................
369
1960.........................................................................
375
9 África
10 México 11 Alaska 5
Prólogo “La caza es el origen de la civilización”; tales fueron las palabras con que inició una disertación sobre la caza el notable filósofo y ensayista José Ortega y Gasset. En otra ocasión agregó: “Toda ciencia es de origen deportivo”. Interesante tema al que, a manera de introducción, quiero referirme, aunque sólo sea en forma muy breve. Si nos remontamos a épocas del hombre prehomínido, de hace cerca de 2 millones de años, cuando la caza era totalmente utilitaria y no deportiva como debe serlo hoy en día, encontraremos que la tecnología, la ciencia; la evolución, el progreso y, en fin, toda la avanzada civilización de que disfruta el hombre moderno, descansa sobre cimientos cinegéticos o, mejor dicho, venatorios rudimentarios tan antiguos que casi los hemos olvidado. Antes de abordar los relatos de mis aventuras venatorias, me permitiré hablar un poco sobre esta primigenia actividad que convirtió al hombre en el amo del mundo. La apremiante necesidad de sobrevivir en un medio por demás hostil y peligroso, hizo que el hombre primitivo hiciera uso de su ingenio e inteligencia para dar su primer salto, del árbol a la tierra, convirtiéndose de frugívoro en omnívoro, robusteciendo, de esta manera, su condición física tan elemental para su diaria y nueva actividad que sería la caza mayor. Como frugívoro, se alimentaba de frutos, vegetales silvestres y raíces; debido a esta dieta circunstancial su constitución física era raquítica, muy débil. En consecuencia, no estaba capacitado para ser buen cazador. En tiempos de sequía, cuando escaseaban los frutos y los vegetales, comía gusanos, culebras, lagartijas y otros animales. El salto de frugívoro a omnívoro que dio el hombre primigenio fue de enorme trascendencia, ‘Pasar del régimen alimenticio vegetal a la carne, significó un cambio importantísimo en su vida y en la historia del género humano. Para sobrevivir tenía que cazar animales, chicos y grandes, todos los días durante todo el año, pues como hace 2 mil siglos no había refrigeradores, la carne, producto de la caza, pronto se descomponía. Tuvo que hacer uso de su ingenio creando su primer arma, que fue la piedra arrojadiza, al mismo tiempo que se organizaba en grupos para poder abatir, con menos riesgos, los animales grandes que llamamos de caza mayor. De cierto, fue así como el hombre primitivo dio el primer paso hacia el progreso y a la vida comunal, originado por la necesidad de la fuerza y el número, agrupándose para cazar bestias grandes. Ese cambio de alimentación proporcionó a su organismo las proteínas que contiene la carne, las cuales, unidas al ejercicio que requiere la caza, fortalecieron su débil complexión física, de corta estatura, frente estrecha y huidiza, pronunciadas arcadas superciliares (tan semejantes a las del gorila) para dar lugar, centenares de miles de años más tarde, al evolucionado hombre de Cromagnon, tan semejante ya físicamente a nuestro hombre del siglo XX, y dejando atrás para siempre al primate. A diferencia del hombre, la vida de los animales silvestres poco o nada ha cambiado si la comparamos con la de sus ancestros que vivieron en el periodo pérmico (hace 280 millones de años), si bien se desarrolla en un campo más limitado. En cambio, el hombre da un salto a la planicie y se convierte en cazador. Ese fue el primer
7
PRÓLOGO paso que lo llevó al dominio de todos los seres irracionales de nuestro mundo. El segundo paso acaba de darlo sobre la superficie de la luna y, seguramente, mañana conquistará el espacio cósmico dando así principio a la fantástica era espacial. La evolución del hombre comienza cuando se ayuda con armas tan rudimentarias como la piedra arrojadiza y el garrote, para luego seguir, en escala ascendente, valido de su inteligencia e ingenio, producto de su proceso de pensamiento. De manera que de la selva a la estepa, de vegetariano a omnívoro, el hombre prehistórico aprende a caminar erecto, a cazar, a comer la carne que dará proteínas y fortalecerá su musculatura; a formar grupos con otros hombres semejantes para poder cazar animales grandes, usando utensilios-armas, como cuernos de ciervo afilados y tallados, huesos astillados y puntiagudos, etc. La carne de la pieza cobrada se la repartían como buenos hermanos. Así nació la comunidad en la vida del hombre primigenio originada en la caza. Los pleitos; el crimen, el asesinato, la destrucción, el engaño, el robo, la esclavitud del hombre, vendrán más tarde con la civilización. Por descubrimientos que de la prehistoria nos revelan la Paleontología y la Antropología, podemos considerar, de manera irrefutable, que la primera aportación del hombre en el progreso de la humanidad fue la caza. Estos seres hominizados, hombres ya propiamente dicho, fósiles que vivieron hace más de 500 mil años, como el hombre de Pekín y el de Java, sin mencionar las criaturas prehistóricas —Australopithecus—, descubiertas en fechas recientes por los antropólogos Leakey y que, según ellos afirman, existieron en Kenya, África, hace más de 2 millones de años, fijan en la historia de la humanidad el brote, el paso del instinto al pensamiento reflexivo de que fueron dotados, que equivale a decir el nacimiento de la conciencia reflexiva, mente, pensamiento, intelectualización, inteligencia evolutiva, espiritualización progresiva en la civilización humana. Fue, permítaseme la palabra, el soplo divino que distinguió, que separó definitivamente la especie humana de la
Durante cientos de miles de años el alimento principal del hombre lo constituyó la caza. El mamut fue una de las piezas más perseguidas por los cazadores del Paleolitico Superior; 10 a 20,000 años a.C.
8
PRÓLOGO
En este fragmento de un altorrelieve del Palacio de Nínive, el rey asirio Asurbanapal -668-630 a. C.- utiliza la lanza, el arco y la flecha en la caza del león. especie animal irracional. El cerebro humano ¿no es el instrumento orgánico del pensamiento, de la mente? Los seres humanos ¿no somos formas de composición química dotados de conciencia reflexiva evolutiva? El uso de utensilios y el desarrollo cerebral se estimulan recíprocamente y son la clave de la evolución de la humanidad. Durante cientos de miles de años el alimento principal del hombre fue la caza. Desde su origen ha sobrevivido gracias a esa actividad y a los frutos silvestres que recolectaba. No fue sino hasta hace unos 10 mil años que aprendió a domesticar los animales y a cultivar la tierra, abandonando, en parte, su obligada vida nómada. El ganado y el cultivo, el pastor y el agricultor reemplazarían la recolección y la caza, aunque no totalmente. Somos ambiciosos y codiciosos porque nuestra sangre recuerda los milenios durante los cuales nuestros antepasados tenían que cazar, pelear y matar para poder sobrevivir. Tenían que comer de una sola vez todo lo que les permitía su capacidad estomacal por temor a no poder abatir otro animal el siguiente día. Un hombre solo no tenía la agilidad ni la fuerza suficientes para cobrar un animal grande, tuvo necesidad de agruparse con otros hombres y de esta manera surgieron primero las relaciones familiares, luego las tribus, para más tarde, mucho más tarde, seguir las razas y las naciones. La lucha por la sobrevivencia despertó el ingenio del hombre primigenio para inventar nuevas y más eficaces armas para cazar, puesto que su principal alimento era la carne. Hoy, los 4500 millones de habitantes del mundo no podrían subsistir de la caza, pero debemos aceptar que a ésta se debe el origen del progreso que hemos alcanzado. A la piedra arrojadiza y al garrote habían de seguir otras armas más efectivas, aunque igualmente rudimenta-
9
PRÓLOGO
Un cazador alconero armado con arcabuz. Grabado alemán de 1582. rias y toscas. La lanza de bambú con punta endurecida al fuego, que por cierto todavía en tiempos no lejanos se usaba en el Oriente y en África fue mejorada con una punta de pedernal o de hueso; la honda la utilizaba ya el hombre de Cromagnon hace 30 mil años, lo mismo que el arpón y otras armas como la rama nudosa —knob—, muy en uso todavía entre los nativos de África; el arco y la flecha —que por ser un arma silenciosa todavía se ha empleado en la guerra de Vietnam—, el bumerang, que actualmente usan los aborígenes de Australia; las boleadoras, que desde tiempos remotos simultáneamente han utilizado los gauchos argentinos, los esquimales del Ártico y los aborígenes de África; la ballesta y, en fin, otras diversas armas y trampas. Luego surgió la pólvora y con ella, las armas de fuego. En el siglo XV se inventó el arcabuz; después se perfeccionó en el siglo XVI, y con él pronto quedaron desplazadas las primitivas armas rudimentarias que pasaron, salvo algunas excepciones, a formar parte de lo antiguo en la historia de las armas portátiles producidas hasta entonces por el ingenio del hombre. No fue sino hasta el periodo neolítico, hace unos 10 mil años, que el hombre se entregó al trabajo productivo: cultivar la tierra y domesticar reses, dando origen a la actividad agropecuaria y no solamente a atenerse a los dones ofrecidos por la naturaleza en forma de caza y los frutos silvestres. Así fue como se echaron las bases del progreso y la civilización, después de llevar el hombre una vida tan primitiva como todavía, entre otras tribus, la llevan los bindibúes de Australia, los bosquimanos de África, los fueguinos y otras tribus de Sudamérica y muchas más que aún existen en otros diversos países. Después del periodo neolítico nuestra civilización, particularmente en los últimos cuatro milenios y principalmente en este siglo XX, ha dado pasos gigantescos saltando de los rudimentarios utensilios agrícolas y la cachiporra a la mecanización del campo, a la fisión del átomo y a la era espacial. Tal parece que la caza, ya sea por necesidad o por placer, es una función atávica que el hombre, desde su origen, ha llevado siempre a flor de piel. Tal instinto se ha convertido en un acto consciente tan activo, desarro-
10
PRÓLOGO llado y dramático que, en la búsqueda de mayor emoción en la caza, ha extendido su campo de acción hasta el género humano como presa ideal, puesto que es más peligroso a la par que más inteligente y audaz. Ahora el hombre caza al hombre, y para ello su ingenio no tiene límites. De la piedra arrojadiza dio el inmenso salto a la bomba atómica y otras terroríficas armas que tal vez lo lleven a su propia destrucción. De tal suerte que el destino del hombre está en las manos del hombre. En varias ocasiones se ha atacado la afición cinegética argumentando que el cazador es un sádico carnicero que nada más mata por el placer de matar, y de esta suerte está acabando con la fauna silvestre. Hasta cierto punto tienen razón quienes así piensan, pero: todos los cazadores abusan de la caza -estoy refiriéndome al verdadero cazador por afición-. Por lo tanto, es muy aventurado el criterio arriba citado, porque si se leen estadísticas se encontrará que hay países como los Estados Unidos de América en que en un solo estado se extienden hasta 100 mil permisos para cazar a los venados y no solamente para abatir machos, sino también hembras; medidas éstas que toman las autoridades correspondientes a fin de poder conservar el equilibrio de la población silvestre en relación con la extensión territorial calculada en que habita este animal, evitando así la extinción o sobrepoblación. Aún así, miles de estos cérvidos mueren cada invierno por falta de su alimento natural. En mi concepto, la pavorosa explosión demográfica mundial es la que va invadiendo el hábitat natural de la fauna, que ya no encuentra lugar seguro donde refugiarse. El hombre invade planicies y desmonta bosques para cultivar las tierras feraces, empujando, de esta manera, a los animales silvestres a lugares carentes de pastos. En casi todos los países del orbe se han decretado vedas temporales de caza, limitaciones en el deporte, reservas, parques nacionales, santuarios de la fauna, restricciones, etc., con el fin de que no se agoten o se extingan algunas especies. En cambio, en otras áreas se permite la caza en abundancia, pero, no obstante, es tal la bendita proliferación de algunas especies que son millones y millones las piezas que se cobran año con año, sin llegar a agotarse. Y ¿qué pasaría si se prohibiese totalmente la caza en el mundo? Una idea nos la puede dar el caso de la plaga del conejo en Australia, un caso histórico. Allí hay canguros desde siempre, pero no había conejos; estos simpáticos animalitos fueron introducidos por unos melancólicos inmigrantes, dando lugar a una de las peripecias más dramáticas en la historia de la ecología. En 1859, dos docenas de conejos fueron soltados en una hacienda por dichos inmigrantes; encontraron condiciones ideales para la vida y en tres años se multiplicaron al grado de no caber en los terrenos de la gran hacienda. Durante 20 años su proliferación fue tal que avanzó a un promedio de 112 kilómetros por año. A fines del siglo, es decir, en años, toda la parte meridional del continente estaba saturada, era una verdadera plaga que se calculó en la cifra fantástica de ¡cientos de millones de animales! Los pastos de Australia, naturalmente, se agotaban. Acabar con los conejos no fue tarea fácil; por medio de un veneno común se afectaría al ganado y los animales salvajes. Pero, finalmente, se encontró la forma: contagiándolos de la enfermedad llamada mixomatosis y casi los exterminaron para el año de 1956. En el caso de Australia la mano del hombre y su descuido ocasionaron la calamidad. En cambio, veamos cómo la sabia naturaleza establece un equilibrio de población de animales silvestres, como el lemming del Ártico, que no puede ni sabe nada del uso de las píldoras anticonceptivas. Los pequeños lemmings o ratas del Ártico, forman colonias en las regiones altas de la tundra cubierta de musgos, líquenes y hierbas. Este animalito es tan prolífico que pare hasta 8 veces en el año, de 5 a 6 crías en cada camada, i40 a 48 crías da cada rata al año! Hay ciclos en que abunda tanto que apenas le queda espacio vital para vivir, entonces ocurre un extraño drama: verdaderos ejércitos poseídos de una especie de neurosis en la que pierden toda la sagacidad de que están dotados, emigran comenzando a descender por las laderas, sin que nadie ni nada pueda detenerlos en su camino hacia el mar, a donde sin titubear se arrojan millones de ellos muriendo ahogados en un suicidio colectivo. Este fenómeno se presenta en ciclos aproximados de 10 años; si no fuera así, pasaría en las zonas subárticas con los lemmings lo mismo, o algo peor, de lo que ocurrió en Australia con los conejos, y tal vez hasta invadieran zonas limítrofes del sur, muy pobladas. La rata del Ártico es un caso típico, en el que se ponen de acuerdo la ecología y la madre naturaleza, poniendo cada una lo suyo a fin de que no se extinga una especie y tampoco se propague en grado alarmante. Otro ejemplo de control de la reproducción lo presenta la asquerosa mosca doméstica una entre 83 mil especies, y está en todas partes. Esta odiosa calamidad de insecto es increíblemente prolífico. Reproduce
11
PRÓLOGO una nueva generación cada 10 días, de manera que, teóricamente, una sola hembra que ponga 120 huevos, el número usual en una puesta, habrá dejado una progenie de más de 17 millones de moscas en 40 días; o bien, una sola hembra que ponga 120 huevos, digamos el 15 de abril, teóricamente podría engendrar la vida de la fabulosa cifra de 5.598,720 000.000 de moscas adultas para el 10 de septiembre, o antes, en el mismo año. Pero, afortunadamente, la mosca que llega a adulta sólo vive aproximadamente 30 días. Otra vez, la ecología y la naturaleza han limitado, en diversas formas, su extrema reproducción. Una de ellas es el sinnúmero de enemigos naturales: sapos, ranas, culebras, lagartijas, pájaros, ratones, etc., y otra, la falta de condiciones apropiadas para el desarrollo de los huevos y para que puedan medrar las moscas recién nacidas, así como la muy baja o muy alta temperatura. De no ocurrir esto —según datos científicos—, una docena de parejas de moscas, en un solo verano podría producir progenie suficiente para cubrir a toda Europa con una gruesa capa. He hecho mención de algunos datos estadísticos con el objeto de motivar al honesto cazador deportivo moderno —no al carnicero—, a seguir adelante con su afición, y para que los opositores tengan presente que si se prohibiera totalmente la caza en el mundo, el problema de la sobrepoblación de la fauna silvestre sería fatal, más grave aún que el drama que se vislumbra con la explosión demográfica en el mundo.
Legado cultural del prehistórico hombre cazador Si no hubiese admiradores del arte, los artistas profesionales se morirían de hambre; no habría quién comprara sus obras, pero, afortunadamente, el arte es complemento de la vida pues hace vibrar el alma del hombre. La caza no sólo fue el origen del progreso mecánico de las ciencias, que es como las gradas de la ascensión de la especie humana. Durante casi dos millones de años el hombre prehistórico no hacía otra cosa que cazar, como he dicho antes; sólo poseía un limitado ingenio para inventar y mejorar nuevas y rudimentarias armas de caza, que lo habilitaron en su diaria tarea de abatir animales con mayor eficacia y menores riesgos. Su obsesión era matar animales para saciar el hambre; no podía pensar en otra cosa, porque bien sabemos que para pensar, primero hay que comer, frase ésta muy cruda, pero muy cierta. El hombre siempre mira ha-
Fragmento de hueso de reno grabado con una cabeza de animal. Paleolítico Superior.
cia abajo hurgando la tierra en busca de alimento; no hay inspiración, ni arte, ni romance, ni poesía ni música, cuando el estómago está vacío. Satisfecha esta tan primordial necesidad de llenar el estómago, el hombre prehistórico se dio cuenta de que su mente, ya más evolucionada y reflexiva, estaba dotada de sensibilidad artística ¡Y nació el arte! La pintura y la escultura son arte y son historia; son otra aportación de la caza en el progreso y cultura universal. 30 mil años antes de aprender a cultivar la tierra o domesticar un perro o un caballo, se proyectó el hombre-artista y ¡qué artista! Las pinturas rupestres, las esculturas y grabados que nos legaron el hombre de Neanderthal y el hombre de Cromagnon, son obras de arte que seguramente estaban vinculadas con la vida.
12
PRÓLOGO
Pintura prehistórica de un bisonte. Cuevas de Altamira; España. La pintura, la poesía, la escultura, la música, son creaciones del alma, del corazón, don divino que el hombre sueña despierto, siente y luego plasma, inmortalizando su obra para recreo de la sensibilidad artística y poética de la humanidad. Este sentimiento es una realidad. ¿Quién no se conmueve hasta sentir un nudo en la garganta cuando contempla con los ojos del alma “La Pietá”, de Miguel Ángel? La pintura, como la escultura y la música clásica, honran al artista no menos que aquellos que la sentimos, admiramos y gozamos. De manera que fue el cazador, el hombre prehistórico, quien fijó los cimientos de la colosal pirámide del sublime arte pictórico y escultórico, sin advertir que con sus obras no solo legaba una herencia cultural al género humano sino, a la vez, dejaba motivos tangibles, ricos, bellos y útiles de los que más tarde los paleontólogos, los antropólogos y otros hombres de ciencia, se servirían para interpretar y enriquecer la historia y costumbres de nuestros antepasados. En Europa hay más de 70 cuevas y lugares donde se han encontrado pinturas rupestres, esculturas y grabados en marfil, roca o hueso que son una maravilla. Si en una galería de arte se exhibieran figurillas escultóricas como la Venus de Lespugue –Francia—, o la Venus de Willendorf (museo de Viena), para sólo citar algunas, por su estilo y concepción cualquiera las consideraría como obras de arte moderno y no como esculturas de hace 30 mil años. No menor es la admiración que causan las maravillosas pinturas rupestres, como las descubiertas en las cuevas de Altamira, en Santander –España—.Preciosos legados del cazadorartista prehistórico. Hay dos clases de caza: la caza utilitaria y la caza deportiva. La primera incluye aquellos cazadores, como los furtivos de África o de cualquiera otra parte del mundo: individuos que hacen negocio cazando para vender las pieles, cornamentas y carne; y otros, como los bindidibúes, aborígenes de Australia o los masarwas, tribu de África, que prácticamente viven de la caza, a semejanza del hombre paleolítico de hace más de 20 mil años, cazador por necesidad, cuya dieta obligada era la carne y algunos tubérculos, raíces y frutos silvestres entonces, la caza era totalmente utilitaria, no había aficionados. El segundo tipo de caza es el deportivo. Deporte que por cierto requiere dedicación, estudio, técnica, ética, profunda afición y gran esfuerzo; pero este esfuerzo es voluntario nos brinda placeres únicos, en tanto que la fatiga en el trabajo es un esfuerzo obligado, un deber de familia. La culpable: Eva. ¡Maldición del Génesis! La felicidad, el goce en dicho deporte son más perdurables porque empieza desde que nace la idea, el proyecto, los planes; luego el carteo, la selección del país y el lugar, la espera, prácticas de tiro, ejercicios físicos, estudio, etcétera. Un placer que se disfruta toda la vida y que dura meses cada año. En cambio, otros deportes o juegos, como el de los naipes, son muy fugaces, aburren o cansan. Pero dejemos esto para más adelante.
13
Introducción La cosa empezó así. Tenía doce años cuando por primera vez llegaron a mis manos los famosos libros de aventuras escritos por el novelista italiano Emilio Salgari, que tanto apasionaban a la juventud de mi tiempo. Fascinado por su interesante contenido lleno de incontables peligros, pasaba largas horas entregado a su lectura tratando de reconstruir en mi imaginación todas y cada una de las espeluznantes escenas allí descritas, para retenerlas en mi memoria con mayor fidelidad. Posteriormente, las exploraciones de Livingston a través del Continente Negro, sus fatigosas caminatas por la región del Kalahari, su descubrimiento del Valle de Tonga y el Lago de Ngami y sus penosos esfuerzos por encontrar los orígenes del Nilo a través de ocho largos años de continuo explorar, hicieron que, al conjugarse las experiencias del explorador inglés con las fantasías del escritor italiano, dejaran una honda impresión en el ánimo de aquel muchacho, como era yo, que con su escopeta “hacía sus pininos” de cazador matando patos golondrinos en la laguna de la Hacienda de Tepetongo ubicada en el Estado de México. Yo mismo me las arreglaba para manufacturar mis fulminantes con hojalata y cabezas de fósforos disueltos, ingredientes de una pasta blanda que colocaba en el fondo del fulminante a guisa de sombrerito. Así equipado, todavía oscura la mañana, me acomodaba en mi escondrijo a la orilla de la laguna para esperar a los patos con mi libro de Salgari en las manos y el ansia de cazador en ciernes bien clavada en mi corazón. A esa edad, el frío, por intenso que sea, no se siente; pero cuando se ha pasado de los cuarenta, se aguanta. Después siguió, con el transcurso del tiempo, el tiro a la huilota, la liebre, la codorniz, etc., y no fue sino hasta los veintiún años cuando logré en Michoacán mi primer venado cola blanca, como si esta grata impresión hubiera estado esperando, para complacerme, la llegada a la mayoría de edad. Era un hermoso ejemplar de 9 puntas, que abatí con un “tiro regalado”, como suele decirse en el argot de cazadores. Suerte de principiante en caza mayor. En realidad, fue una casualidad. Me encontraba encaramado en la horqueta de un árbol que se me había señalado como mi “postura” para esperar la arreada. Comía un sabroso mango, cuando por el filo del monte vi al venado bajar con su peculiar trotecito en dirección mía. Al cruzar, a no más de 30 metros, sin soltar de la boca mi mango, disparé, y el animal desapareció de un gran salto. Más tarde lo encontramos muerto. ¡Qué suerte la de este desgraciado novato!, decían mis compañeros al ver tan hermoso ejemplar. La verdad es que al verlo en el monte, fue tan grande mi emoción que ni siquiera me fijé en si era hembra o macho. Más que mis compañeros fui yo el sorprendido al contar las 9 puntas de mi venadote. Desde entonces, se arraigó en mí un deseo más fuerte por la cacería, haciendo que mis actividades cinegéticas se extendieran a gran parte de la República, siempre en condiciones económicas bastante difíciles, lo cual no se convirtió en obstáculo para que, acompañado de algunos aficionados, la emprendiera a pie por esos campos de Dios, con malas armas y un pobre bastimiento compuesto generalmente por harina, frijol, café, azúcar y una botella que hacía las veces de cantimplora. Para dormir, una cobija era suficiente. Y como almohada, cualquier cosa, hasta una piedra, pues ¿qué muchacho no duerme hasta de cabeza después de todo un día de fatiga? Pero toda esa pobreza material en el deporte, era superada con creces por el alegre corazón del verdadero cazador. La caza menor, lo que llamamos caza menor en México, tiene grandes atractivos. Desde luego se disfruta de la charla
14
INTRODUCCIÓN
siempre amena, de la camaradería, de las anécdotas, chistes y mentiras relatadas al calor de la fogata; se conoce mejor a los amigos y se aprende a estimarlos, porque en este tipo de cacerías no hay envidias, ni egoísmos ni esa pretenciosa suficiencia de que suelen investirse quienes, inflados de vanidad, llegan a considerarse grandes figuras de la cacería internacional. Para mí es tan cazador el que va tras de las ánceras, codornices, liebres o venados en México, como el que ha tenido la suerte de disponer de dinero, tiempo y salud para irse a un safari al África Oriental. Durante tres años consecutivos intenté cazar, inútilmente, un borrego del desierto o cimarrón en las sierras de Sonora. Fue hasta mi cuarta cacería cuando lo logré, y no en Sonora, sino en las sierras de Baja California. Tal vez había tenido mala suerte, pero al fin triunfó mi tenacidad. Infructuosas habían sido en los años anteriores mis fatigas escalando como alpinista las escarpadas sierras de Sonora, tales como Sierra del Viejo, El Pinacate, El Chino, Tepopa, La Tordilla,
El autor en una cacería en México de venados cola blanca
15
INTRODUCCIÓN La Pápaga, La Española, Santa María y otras más, en que sólo había visto hembras, crías o algún macho joven de 4 ó 5 años, que jamás colmaron mis ambiciones. Considero que la caza del borrego en Baja California o Sonora, la caza del bura, la del oso en Coahuila, Chihuahua o Durango y la del venado cola blanca en ciertos lugares, pueden considerarse como verdadera cacería típica y dura, donde el cazador tiene la oportunidad de poner en juego sus conocimientos, su habilidad de buen tirador, su tenacidad y su resistencia física. Con ligeras variaciones, el cazador local, el auténtico cazador, siente las mismas emociones, las mismas ansias, la misma desesperación que cualquier cazador internacional, incluyendo riesgos, contratiempos y peligrosos accidentes. Hace algunos años, antes de que se manufacturaran los pantalones impermeables, solíamos ir a cazar patos —a las seis de la mañana y en pleno invierno— a la laguna de Santa Lucía, cercana a Guadalajara, mi hijo Fernando, Fausto Ibarra y yo. Llevados por nuestra afición nos metíamos a los tulares hasta que el agua nos llegaba a la cintura, y no salíamos de ella antes de las diez y media de la mañana, ateridos de frío, sin poder dar paso, pero satisfechos con nuestra sarta de patos. En México, la caza del borrego cimarrón, del bura, del oso prieto y del venado tiene mucho sabor, debido a la improvisación e incomodidades sin cuenta. Además, también se requiere experiencia y conocimientos, digamos para “cortar” la huella de un bura en los desiertos de Sonora, conocer la edad de la huella, si es hembra o macho adulto y según la hora, si dará tiempo para alcanzarlo siguiendo el rastro. Este tipo de caza es tan interesante como el saber huellear un elefante o un gran kudu en África. También allá los “caza¬dores blancos” necesitan de la ayuda de los huelleros nativos de las localidades. En las escarpadas serranías del Desierto de Altar, en busca del borrego cimarrón, siempre se corre el riesgo de dar un mal paso y morir en sus profundos desfiladeros, o romperse por lo menos unos cuantos huesos. Además, como no hay agua se lleva aunque sea en tambos de lámina. Se acampa en cualquier sitio, se suprime el baño, pero, en cambio, el frío, el calor y todas las inclemencias del tiempo se soportan con heroísmo espartano, incluyendo las pesadas caminatas. Los buenos cazadores comienzan jóvenes. Mi hijo Fernando entre dos amigos, Vicente Zuno y Ricardo Arce, en los inicios de su afición cinegética. Sonora, México, 1953.
16
INTRODUCCIÓN
Sin embargo, al cabo de quince o veinte días, se regresa a casa con las manos vacías y solamente con la satisfacción de haber contemplado la imponente majestad de esas elevadas cordilleras, de haber visto alguna hembra con pequeñas crías de escasos dos años y de haber hecho lo imposible por lograr ese trofeo de caza, número uno en México, que afortunadamente en el momento actual se encuentra protegido por el gobierno, lo cual ha hecho que su número aumente considerablemente. Las cacerías que he llevado a cabo en diversas partes del mundo me autorizan a opinar que, en cada continente y en cada región, los sistemas que se emplean son variados, ya se trate de África, Asia o América. Sin embargo, he podido comprobar que la caza en México es de las más genuinas, duras y viriles; es decir, tiene más ambiente, más sabor a cacería, sin excluir el peligro que se corre en la caza mayor de África, la India, el Ártico o los Himalayas. Por esto no debe menospreciarse al cazador mexicano que no ha tenido el privilegio de convertirse en internacional, no por falta de ganas, sino de recursos para intentarlo. Mi idea de ir a cazar al África Oriental empezó a germinar en mi cerebro después de haber tenido la oportunidad de matar mi primer oso negro en Coahuila, durante una gira de inolvidables emociones. Benito Albarrán
17
1 Mi primera pieza de caza mayor fue un oso negro
En 1945, Manuel F. Ochoa, José Espinosa y yo, reci-
terrenos. El tiempo transcurrió en hacer preparativos, cambiar impresiones, obtener informes, etc., hasta que llegó la hora de comer. Un delicioso “cabrito en su sangre” que estos vaqueros saben cocinar con exquisitez, constituyó el platillo principal de aquel suculento banquete que todavía recuerdo agradablemente. Allí pasamos la noche; en la madrugada continuamos la marcha rumbo a nuestro primer campamento, bastante lejano, pues había que recorrer ocho horas a caballo. Al transcurrir cuatro, habíamos dejado atrás los últimos vestigios de ganado cabrío internándonos en el gran Cañón del Orégano, por una estrecha vereda incrustada en una de sus laderas. Ahí la vegetación era exuberante, verde y profusa, con abundancia de encinos cargados de bellotas que tanto gustan al oso. A una señal de don Víctor, que iba a la vanguardia, todos hicimos alto. Se trataba de advertirnos que de ahí en adelante, en cualquier momento, podía presentarse el codiciado plantígrado, objeto de nuestra cacería. En seguida desenfundamos nuestros rifles y caminamos con el ojo alerta. Yo llevaba un 7 mm, belga, que mi querido amigo el general Ignacio Richkarday me había regalado hacía tiempo. Revisé la recámara y crucé el arma sobre la cabeza de la montura. Quince minutos después, una nueva señal de don Víctor nos detuvo. Siguiendo con la vista los ademanes que hacía, pronto descubrimos que en el fondo del cañón, parados en un clarito, estaban unos hermosos venados, machos adultos —nunca, en mis siguientes andanzas, he vuelto a ver un cuadro semejante—. Inmediatamente nos invadió una ansia de tirar. En el
bimos una invitación de nuestro amigo Daniel Farías, de Piedras Negras Coahuila, para ir a cazar osos en los enormes montes de aquella región. Aceptamos de inmediato; señalamos el mes de noviembre como fecha de salida, iniciando desde luego los preparativos correspondientes. Pasamos dos largos días por carretera y cuando llegamos a Piedras Negras, ya Daniel tenía todo listo para la gira cinegética de unos 15 días. Una vez revisado el equipo, compuesto de unos cuantos trastos de cocina, una gran lona en función de tienda de campaña, algunas cobijas y otras zarandajas que acomodamos en un jeep y una camioneta, emprendimos la marcha hacia el Rancho San Miguel, propiedad del latifundista estadounidense Mayer, por una larga serie de brechas mal trazadas que, poco a poco, se iban adentrando en espesura del monte. Todos nos sentíamos felices y entusiasmados en aquella espléndida mañana, principio de una alegre jornada que terminó en la noche. Después de atravesar por la hacienda de El Caballo, de don Andrés Barba González, nos detuvimos en una pequeña aldea cercana para pasar la noche. Al día siguiente, muy temprano, continuamos la marcha. Pocas horas después estábamos en San Miguel, donde ya nos esperaba don Víctor, un mayordomo del señor Mayer y amigo de Daniel, que ya nos tenía listos varios caballos, algunas bestias de carga para transportar nuestro equipo y tres o cuatro vaqueros que, en su doble función de mozos y guías, nos serían de gran utilidad, pues conocían como la palma de su mano aquellos escabrosos
18
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR bestia estaba a una distancia fuera de tiro deportivo, pues había iniciado mi tiroteo cuando lo tenía a unos 800 metros. El oso, asustado, remontó la cumbre del cañón hasta perderse de vista. Entonces dejé de disparar; pero la emoción de haberlo hecho al primer oso salvaje que veía en mi vida todavía la conservo como en aquel mismo momento. —Pero ya vuelve en ti, hombre —me decía Manuel—, estás más pálido que una papa. Seguimos adelante y a medida que avanzábamos, nuestras cabezas se movían de un lado al otro —como lo hacen los espectadores durante un interesante partido de tenis—, tratando de hacer un nuevo descubrimiento. Uno de los compañeros, dominado por su impaciencia, se bajó del caballo para adelantarse a pie, con la esperanza de encontrar otro ejemplar a mejor distancia; pero el resultado fue que nos sintieron otros cinco osos que esa misma tarde vimos fuera de tiro en aquel inolvidable Cañón del Orégano. Esos animalitos, que seguramente habían pasado el día comiendo bellotas en el fondo del cañón, al darse cuenta de nuestra presencia, gracias a su fino oído y mejor olfato, fueron saliendo uno a uno pero corriendo siempre hacia la cumbre, fuera del alcance de nuestros rifles. Y se acabó el día. Al oscurecer acampamos cerca de un arroyo en un paraje hermoso, de olor a pino, de olor a verde. Encendida la leña para preparar la cena, al calor de la fogata surgieron los obligados comentarios sobre los acontecimientos del día y las consabidas lamentaciones por nuestra mala suerte; pero, a decir verdad, lo que ocurrió fue que ninguno de nosotros había cazado osos antes; que ignorábamos sus hábitos, su actitud ante la presencia del hombre y sus reacciones cuan do presiente el peligro. Además, los guías que llevábamos no eran cazadores, sino simples vaqueros que conocían muy bien el terreno, pero no tenían idea de cómo se caza un oso. La ignorancia general fue la causa de nuestro fracaso. Pero algún provecho obtuve de mis observaciones aquel primer día. Cavilando sobre lo anterior, previa consulta con la almohada, resolví llevar a efecto el siguiente plan: a buena hora del nuevo día, Daniel y yo, acompañados por un vaquero que nos serviría de guía, nos iríamos por algún rumbo en busca de los peludos prietos. Dejaríamos los caballos en el fondo de algún cañón y seguiríamos a pie ascendiendo por el monte para dormir en la cumbre, sobre el filo de una cuchilla desde donde pudiéramos dominar el cañón del otro lado —la región se compone de puros profundos cañones—. Ahí, sin hacer ruido, ni movernos, ni hacer fogata ni hacer nada que pudiera denunciar nuestra presencia, esperaríamos a los osos.
“Parados en un claríto estaban unos hermosos venados ... “ acto todos cortamos cartucho preparándonos a disparar. Sin embargo, nadie lo hizo a pesar de la escasa distancia de 70 metros a que los teníamos, porque, como por arte de magia, todos coincidimos en un mismo pensamiento: íbamos a cazar osos, no venados; y si disparábamos, lo más seguro sería que esos peludos se ahuyentaran al oír las detonaciones. Así que, sin decir palabra, seguimos nuestro camino llevando en nuestro cerebro —como una fotografía— aquel hermoso espectáculo, ya muy raras veces visto en México, de varios venados machos a “tiro regalado”. Imagen que nunca olvidaré. A poco andar, encumbramos por un lado del cañón. Yo era el último de la pequeña columna y, por consiguiente, el que mejor veía todos sus movimientos. Con suma atención me entretenía en observar todo lo que alcanzaba mi vista, cuando de pronto, a mi derecha, en el lado opuesto del cañón, vi un bulto negro en movimiento. ¡Era un oso! No supe si los demás lo vieron o no; tampoco hablé, ni grité ni pensé si mi caballo se asustaría con el estampido de los disparos; sólo me concreté a apearme rápidamente y cortar cartucho, empezando a disparar, sin advertir que la
19
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR
En aquella cacería se vieron numerosos osos en el Cañón del Orégano. metros de nosotros vimos que descendía, planeando, una gran parvada de guajolotes silvestres. Corriendo nos dirigimos al lugar y por largo rato los buscamos inútilmente, pues estos animales de carne tan exquisita son muy difíciles de encontrar; en cuanto sienten al cazador, corren con asombrosa velocidad entre la chaparra vegetación del monte, escurriendo el bulto en forma parecida a como lo hacen en tierra las codornices, que en un instante desaparecen en la espesura. De regreso al campamento pregunté a José, nuestro guía, si todo estaba listo para partir. -Ya está todo listo pa’irnos a l’hora que usté mande. Los caballos ya están ensillados —contestó José. ¡Crédulo de mí! Más tarde me había de arrepentir de no haber revisado todo personalmente para estar seguro de su dicho. A la una de la tarde nos pusimos en marcha tan contentos y felices que. tarareamos una vieja canción en el camino: “Yo quiero un médico ... que sea botánico ... y que me dé ánimo ... para-a-a-a-a caminar ... “
Aprobado el plan por Daniel, a la mañana siguiente le hablé a José, uno de los vaqueros que me pareció el más listo, haciéndole esta tentadora oferta: —Hoy irás con Daniel y conmigo en busca de osos y te daré cien pesos por cada uno que nos muestres, lo mate o no lo mate. ¿Quieres? —Hecho, don Benito —respondió José—, de seguro que me haré rico, porque le voy a enseñar muchos osos. —Entonces prepara las cantimploras y un buen itacate para Daniel, tú y yo. La salida será a la una de la tarde. Dormiremos en el monte. —Muy bien don Benito. ¿Sabe?, lo llevaré al Cañón del Loco, donde le aseguro habrá “panino” de osos. Ya verá. El Cañón del Loco adquirió ese nombre, según cuentan, debido a que un cazador se perdió y por ahí lo encontraron tres días después todavía vivo, pero sin armas, sin sombrero, sediento, muerto de hambre, desgarrado y loco de remate. Horas antes de la salida fuimos a hacer un recorrido por las cercanías del campamento. Pronto, a unos 200
20
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR Al cabo de dos horas, siempre metidos en el fondo de los cañones, paramos; dejamos atados los caballos en el lugar conveniente y seguimos a pie con nuestras armas al brazo, algunas cobijas, el itacate y suficiente agua. —Tenemos que encumbrar este monte pa’dormir allá arriba —dijo José señalando la cima—. Al otro lado está él Cañón del Loco que le dije, don Benito -Está bien. Vamos. Empezamos a subir por el monte, que no era muy pesado, y al cabo de una hora casi llegábamos a la cima. En un lugar que nos pareció el mejor para pasar la noche e improvisar nuestro campamento, dejamos todo, excepto nuestras armas, adelantándonos Daniel y yo para echarle un ojo al mentado Cañón del Loco. Al llegar al filo de la sierra nos detuvimos para otear cuidadosamente el lado opuesto y muy especialmente el fondo, sin ponernos precipitadamente al descubierto. De pronto, Daniel, sin poderse contener, gritó: —¡EI oso! —y sin decir agua va, sin más ni más, soltó su primer disparo. Para entonces yo también había descubierto al animal, allá, en el fondo del cañón, como a unos 500 metros, donde claramente se destacaba su negra figura. Nuestros disparos fueron casi simultáneos, pero sólo Dios sabe adónde fueron a pegar nuestras balas, porque el oso, que seguramente había estado ocupadísimo en comer bellotas cuando lo sorprendimos, al oír las detonaciones se atarantó, no supo de dónde le tirábamos, y en vez de huir por el lado contrario para escapar, encumbrando el monte se vino derechito hacia donde estábamos. Imposible suponer que aquella actitud significara una carga de la bestia, porque el oso tiene una vista relativamente escasa y en nuestra posición, semiocultos, no era probable que nos hubiera visto. No obstante, sólo pensé en que se nos echaba encima, tal como lo había leído en un sinnúmero de anécdotas que referían mortales ataques de estos plantígrados, recordados con asombrosa exactitud en aquellos emocionantes minutos que me parecieron segundos. Y como también aún estaba fresco en mi memoria el relato que nos había contado don Víctor, acerca de un oso que en su propio rancho y sin provocación alguna, había atacado y matado a uno de sus vaqueros que cuidaba el ganado en el campo, resulta fácil comprender mi estado de ánimo y la honda preocupación que me embargaba. Para colmo de mi angustia, a los primeros disparos, nuestro guía José, quien rara vez abría la boca, llegó corriendo hasta mi lado para decirme gritando: —¡Ya me debe 100 pesos don Benito! —¡Cállate, desgraciado! Solté mi segundo disparo sin resultado efectivo, mien-
tras el oso seguía corriendo como un demonio fugitivo, siempre en nuestra dirección. Hubo momentos en que se me perdía de vista entre la maleza, pero sólo por un instante pues cada vez lo veía más y más cerca. La boca se me secaba y el corazón parecía quererse escapar de mi pecho. Disparé por tercera vez a pie firme y también erré. Entonces me asaltó una duda: ¿Con cuántos cartuchos había cargado mi rifle? ¿Habían sido cuatro o cinco? En el primer caso sólo me quedaría uno en la recámara. Entre tanto, el oso seguía corriendo, cada vez lo veía más grandote, pero no podía perder tiempo en recargar mi rifle. Así que no tuve más remedio que seguirlo con la mira de mi 7 mm jugándome el todo por el todo. Cuando ya estaba a escasos 130 metros hice mi cuarto disparo, y escuché al mismo tiempo un grito de Daniel: —¡Ya te lo fregaste! Entonces vi cómo se encogió el oso, mordiéndose un costado con el hocico, pero sin dejar de correr. Perdí de vista al animal y sólo oí un bufido que me pareció el agudo silbato de una locomotora. Inmediatamente Daniel corrió cuesta abajo, mientras que yo lo protegía con mi rifle, sin saber si a éste le quedaban cartuchos en la recámara. —¡Ten cuidado, Daniel! —¡Vente, ya te lo echaste! —contestó. El oso era un magnífico ejemplar de hermoso pelaje, todo prieto y adulto. Me sentía feliz. Era el primer animal peligroso que cazaba en circunstancias tan emocionantes. Después de abrir en canal a mi trofeo de caza y calmarnos un poco de la excitación pasada, sentimos hambre y sed. —A ver, José, ¿qué trajiste de bastimento? Anda, holgazán, prepara algo para este cazador de osos —le decía en plan de broma—. Pero, ¿qué es esto?, ¿dos salchichas y tres tortillas de harina para los tres cuando sabías que pasaremos aquí la noche? —Pos, no pensé don Benito; pero de todos modos, usté ya me debe 100 pesos. —¡Otra vez! Ahí están tus 100 pesos, pero no habrá salchicha para ti por descuidado. Si tienes hambre, cómete el oso. Sufrir el hambre y el intenso frío de la noche que pasamos sin más abrigo que una cobija, no importó. Mi mente estaba en el oso que había cobrado. Fui el único del grupo que tuvo esa suerte con los peludos. La emoción, la ansiedad y la desesperación vividas en aquel día; la experiencia obtenida en muchos aspectos y el hecho de sentirme más cazador, habían de decidir, poco más tarde, mi primera gran cacería al Continente Negro, paraíso y sueño de todo cazador que de veras gusta y siente esta afición en la sangre de sus venas.
21
Aquí me place recordar las bellas frases del libro el Conde de Yebes, un aficionado puro en el arte venatorio y cinegético: “Y aquí termina cuanto sé, recuerdo y puedo narrar sobre caza mayor, deporte en el que dudo haya podido nadie superar mi afición y en el que he encontrado, dentro de lo que cabe, compensación a la noche de un día de contrariedad, de preocupación o de amargura, que tan a menudo nos brinda la vida, al pensar en un «mañana» en que, ocupando un collado, pueda escuchar el latido ¹ de la rehala ² o la caracola ³ del podenquero.4 Deporte gracias al cual, y gracias a Dios, encontrándome ya en el segundo viraje de la vida, conservo la salud y las facultades físicas que para practicarlo como yo lo entiendo exige del cazador. “Diario y trofeos que harán sonreír escépticamente al profano, que para ellos no tendrá más comentario, encogiéndose de hombros; que un «¡Bah!, total, unos cuantos
bichos disecados y un diario que a veces parece escrito por un niño y a veces por un loco». Y, sin embargo, ¡qué no representan para mí! Recuerdos que ningún dinero puede compensar; horas que pasaban con desoladora rapidez; unas cuantas amistades entrañables que soportaron la prueba del tiempo; amaneceres y puestas de sol, y el viejo canto de la sierra. Y algún día, cuando baje de ella por última vez, una honda melancolía. ______________________________________________
1. Latido: El ladrido seco y breve cuando el perro va tras la res.
2.Rehala: Jauría o agrupación de perros de caza mayor.
3.Caracola: Caracol de mar que al soplarlo produce un peculiar
sonido con el que se llama a los perros.
4. Podenquero: Encargado y jefe de la rehala. Seguramente
viene de podenco, perro genuinamente español, vigoroso, ágil, que reúne maravillosas condiciones para la persecución de caza mayor dado su instinto, fiereza y velocidad.
El autor con su primera pieza de caza mayor: un oso cobrado en Coahuila, México.
22
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR “Mi mayor satisfacción, lector amigo, sería que sin aburrimiento hubieras llegado a esta última página, si eres un montero4 de corazón, posiblemente no habrás estado de acuerdo en algunos casos; seguramente sí en otros muchos, y quizá, quizá, ciertos puntos de vista los mirarás en lo sucesivo desde un prisma diferente. “Si eres un profano y alcanzaste el final como pasatiempo y por curiosidad, sería posible que este mal pergeñado libro despertara en ti el deseo de empezar, de probar qué es esto de la caza mayor y’ de la sierra. Ojalá te sea para ello mi obra de alguna utilidad. Si así fuera, te haré una última advertencia: para llegar a disfrutar este deporte; para llegar a paladear los mil matices que son motivo de interés y de diversión; para conllevar con estoicismo y sin protesta las penalidades, la adversidad y a veces el tedio, tendrás que ir provisto desde el primer día de un bagaje indispensable, de algo sin lo cual será inútil cuanta buena voluntad pongas por tu parte. Ese algo es una santa palabra que se llama afición. “He querido poner punto final a mi trabajo en uno de los paisajes y ambiente que lo inspiraron y en los que aprendí cuanto acabo de relatar. En lo alto, al aire libre y con la sierra delante. “La tarde muere. Allá abajo, en lo hondo y muy lejos, se sienten las esquilas 6 de la majada,7 que se dispone al reposo. Late un mastín, barruntando 8 a lobo, y su bronco ladrido repercute, rebotando en las cumbres, hasta apagarse a lo largo de la sierra.” ¡¡Caza mayor, y nada menos que en África! Jamás había considerado esa posibilidad que me parecía tan difícil y remota; pues una cosa era ir a cazar osos en Coahuila y otra muy distinta ir a cazar leones, elefantes, rinocerontes, búfalos, leopardos, antílopes, gacelas, etc., entre un mar de víboras venenosas, hormigas carnívoras, insectos y mil calamidades de la selva y los desiertos, donde no sería improbable un encuentro con caníbales que pretendieran convertirme en salchicha. Además, en un clima de calor intenso, de enfermedades tan peligrosas como la fiebre amarilla, mal del sueño y malaria, tan comunes en esas misteriosas regiones en que abunda la superstición, brujería, fetichismo e ignorancia. Así era como entonces me imaginaba África. Pero, i qué sorpresa me estaba reservada al recorrer con mi rifle al hombro diversos países de ese continente, cuyos campos y montes son un vergel, un encanto y un paraíso para el cazador! Empezaron mis preparativos: selección de armas que ordené a la casa Holland and Holland de Lon______________________________________________
5. Montero: Aficionado o profesional a la caza mayor.
6. Esquilas: Cencerros.
7. Majada: Choza donde por la noche se recoge el ganado.
8. Barruntando: Venteando, presintiendo un lobo cerca.
dres, municiones, equipo, cámaras, binoculares y todos los arreos indispensables en este tipo de safaris. En práctica y en teoría me ilustré estudiando una amplia selección de más de 80 libros, entre los que se distinguen los escritos por muy famosos cazadores, tales como: Bell, Selous, Percival, Akeley, mayor Gerald Burrard, Dumbar Brander, Pigot, R. Lydekkey, Conde de Yebes, Diálogos de la Montería e Historia de la Montería en España (que son un vademécum para el cazador), por el Conde de Almazán; el de R. G. Burton, el de Douglas Carruthers, Pitman, H. Z. Darrah; el del Maharajá de Cooch Behar, el de Basset Digby, y los de Jim Corbett. Todos estos libros son de lo mejor que he leído o, mejor dicho, estudiado. Tratan épocas pasadas, cuando no había tan buenas armas como las modernas y menos aún las comodidades en el campamento y los transportes que nos ofrecen, a muy alto costo, los outfítters actuales. No menciono los libros modernos porque los encuentro con un 75 por ciento de ficción y sólo un 25 por ciento de verdad; muy exagerados, escritos para la taquilla. Algunos de sus autores señalan peligros inminentes, y se asustan hasta de su propia sombra, mientras que otros se revisten de un valor tan temerario que parece majadería. Hay otros que escriben libros sensacionales sin haber cazado en su vida ni siquiera una liebre, como es el caso que pude comprobar en mi segunda cacería en la India. Se trata de Anderson, quien escribió un libro taquillero titulado Nueve devoradores de hombres. El autor vivía entonces en Bangalore, y todos los tigres que ha matado, según su libro, sólo han sido producto de su fecunda imaginación. Muy bien documentado, pero saturado de una extraordinaria fantasía. Se deduce que este novelista se inspiró en los libros de Jim Corbett, pero se sobrepasó cazando tigres de Bengala desde su escritorio. Su obra es de las que ponen los pelos de punta a los profanos, ya que todos los nueve tigres devoradores de hombres que dice haber matado, agonizan en sus brazos salpicándolo de sangre, confundiéndose los bigotes del tigre con los del cazador. En mi concepto, de lo moderno sólo se destaca el libro The Great Arc of the Wild Sheep, escrito por James L. Clark, que es un verdadero texto para el cazador de borregos. y también los relatos de E. T. Gates, en su libro A Trophy Hunter in Asia. Es justo mencionar los libros escritos por mexicanos. Lamentablemente muy pocos, pero los he leído con sumo interés; además, sus autores, son cazadores internacionales y amigos míos. Ellos son: Pablo Bush Romero, Diego G. Sada, Dr. Teódulo Manuel Agundis y Andrés G. Sada.
23
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR El presente libro, que es una narración, un relato de mis andanzas venatorias, no trata sobre encuentros terribles, si acaso refiere unos cuantos sustos, así como también encierra más de unos cuantos momentos de peligro, cosa natural, puesto que se trata de caza mayor, y ésta supone enfrentarse con animales peligrosos. Más bien, mi intención al escribirlo es que el aficionado que por primera vez traspase nuestras fronteras en pos de ese anhelo de caza mayor, encuentre en esta lectura algo útil, producto de mis observaciones y experiencias. En cuanto al cazador internacional que tal vez lea estas páginas para hacer comparaciones —que siempre es bueno— o por mera curiosidad, le servirá para volver a vivir los recuerdos, lances, lugares, terrenos huelleados, costumbres que observó, y los incidentes, chuscos o graves, que le ocurrieron mientras se entregaba con todo entusiasmo a este viril deporte. Recordará la alegría, satisfacción y exaltación desbordantes experimentadas en los momentos en que cae, víctima de certero disparo, aquella pieza que costó tanto esfuerzo, largas caminatas y copioso sudor. También, en su interior, recordará el desaliento, mortificación, sabor amargo y pesadumbre que se apoderan de nosotros cuando erramos limpiamente el tiro o se nos va “panceado” algún animal, al cual hay que seguir y
rematar, porque así lo exige el pundonor del cazador, quien hará lo imposible por evitar el sufrimiento del pobre animal acabando sus últimos momentos o días en las mandíbulas de hienas y chacales. Recordará las largas horas de las noches que pasó en la jungla indostana, en espera de su tigre de Bengala, con su temor, muy suyo, a flor de labio, sin más testigo que Dios. Sólo la bendita aurora, el cielo y la selva en el amanecer, podrán testimoniar la amplia sonrisa de satisfacción que se dibujó en sus labios cuando contemplaba, tendida a sus pies, la pieza por largos años soñada; la respiración profunda al recibir en la frente el tibio beso de la mañana, que vuelve la calma y la tranquilidad a su corazón. Recordará fracasos, sustos y carreras; sed y hambre; frío a temperaturas bajo cero y el calor intenso del desierto; fatigas, desaliento; éxitos que saben a gloria y pesadumbre por el animal que se fue herido. No obstante los penosos recuerdos que (si los tuvo) paulatinamente irán surgiendo a medida que avance en la lectura de estas páginas, estoy seguro de que pronto los olvidará, para, en su lugar, volver a pensar en la organización de su próximo safari, tal como sucede a los toreros que no acaban de sanar de una cornada, cuando ya están pensando en la fecha de reaparecer en los ruedos. Al fin y al cabo, ¿qué son los recuerdos sino la recompensa de la caza?
24
2 Africa 1953
Safari es una voz swahílí derivada de la palabra árabe safara, que significa viajar. Pero a partir de la década de los sesenta se han popularizado tanto los safaris venatorios africanos, que hoy en día se le da a la palabra el sentido amplio de cacería. De manera que para estar a la moda haré uso de este término en mis narraciones. Pasaré por alto múltiples preparativos para sólo hacer mención de armas y municiones: llevé 4 rifles de diversos calibres, un .465/500, un .375, un .30-06, y un .22 Hornet. En municiones me excedí, pues aunque el lector no lo crea, llevé la friolera de 5,520 cartuchos de diversos tipos, calibres y peso. Típico de principiante. Cuando al llegar a
Nairobi vieron ese enorme cargamento, los guías no soltaron la carcajada porque la tradicional cortesía de la familia inglesa se los impidió; pero si esto hubiese ocurrido en México, todavía a la fecha estarían desternillándose de risa. Sin embargo, uno de los cazadores profesionales no se aguantó y comentó: —Caray, traes parque como para acabar con la rebelión de los Mau-Mau que tanta guerra nos están dando. En cambio, elogiaron mis magníficos rifles nuevecitos, que hacía más de un año había ordenado a la firma Holland and Holland de Londres y, en verdad, ¡qué preciosidad de armas, qué balance, qué precisión y qué esbeltez!
25
ÁFRICA - 1953
Llegamos a Entebbe, escala obligada a Nairobi.
El .30-06 parecía más bien un rifle .22 por lo delgado y fino del cañón. Todavía, después de 25 años de uso, conservo con cariño estas armas. Una fría mañana del 12 de diciembre de 1953, iniciábamos mi compañero José L. Espinosa y yo, el primer escalón de un viaje aéreo de 20 mil km para llegar a nuestra base, Nairobi, ciudad que entonces era el punto de bienvenida de los cazadores que visitaban África Oriental. Hoy es la capital de Kenya. Aproveché la obligada escala en Nueva York para visitar el Museo de Historia Natural. Todo un día pasé estudiando los animales que más me interesaban, principalmente las bestias peligrosas y el lugar vital en que colocaría la mira de mi rifle. También llamaron poderosamente mi atención los magníficos bronces del gran escultor y cazador Akeley. Carl Akeley ideó el proyecto del Museo de Historia Natural de Nueva York. Acompañado de pintores-artistas como Leigh y Jansson, quienes plasmaron en fotografías y pinturas los panoramas y grupos de animales, absolutamente en su ambiente natural, dio cima a su sueño, después de cinco viajes al Continente Negro y 17 años de arduo trabajo. Finalmente, como para dar más brillo a su obra, murió agotado por el esfuerzo; sus restos yacen en sencilla sepultura en las faldas del Monte Nikeno, en Kivu, ex Congo Belga, lugar que, según su propia expresión, era el manchón más bello y primitivo de África. Actualmente, ese lugar es el más grande santuario (área protegida) del gorila.
Tal vez haya en el mundo museos de una variedad más extensa, como el del Duc d’Orleáns, de París, el cual desluce mucho por su falta de acondicionamiento, su antigüedad y el trabajo imperfecto de taxidermia, puesto que entonces no estaba tan adelantada como actualmente. Sin embargo, es admirable el gran número de piezas que, en su largo historial, logró abatir ese empedernido cazador, a quien seguramente nadie ha igualado en el mundo. Lo que más admiré fue el magnífico borrego de Marco Polo, disecado de cuerpo entero, atacado por un leopardo de las nieves. Hace años ningún otro museo del mundo exhibía este raro animal. Para volar a Nairobi abordé en Roma uno de esos jets Comets ingleses, de 34 pasajeros. Tengo entendido que fueron los primeros aviones comerciales impulsados a chorro. Eran una novedad por su velocidad y la eliminación de hélices, pero trágicos. Volamos a 35 mil pies de altura, a una velocidad de 720 kph. Sin embargo, no me sentía tranquilo. De los 25 Comets que se habían puesto en servicio, 4 habían ya explotado desintegrándose en el aire, sin descubrir la causa. Pocos días después de mi vuelo, explotó el quinto avión cerca de la isla de Malta y se suspendieron los vuelos, sufriendo Inglaterra un gran desprestigio en el transporte aéreo. Más tarde, los investigadores encontraron que la causa de la desintegración se debía a “fatiga metálica”. Hicimos nueve horas de Roma a Entebbe, casi la mitad del tiempo que normalmente se hacía en aviones de hélice. Ahora, en 1972, cuando he volado ya en los fa-
26
ÁFRICA - 1953
mosos Jumbos 747, construidos hasta para 500 pasajeros, con todo confort, me pregunto sobre las maravillas que en un futuro próximo veremos en el transporte. Llegué a Entebbe, tierra africana oriental, paraíso de cazadores, buenos o malos, nobles y plebeyos; unos principiantes y otros experimentados; unos firmes y entrones, otros correlones; pero al fin y al cabo con poca o mucha afición; unos por presunción, otros porque son cazadores de corazón. Todos los que no han pisado esas tierras suspirarán todavía durante algún tiempo en probar sus armas y habilidad en ese socorrido manchón de la Tierra, en donde se encuentra la más abundante y variada fauna del mundo. Al abordar nuestro avión que había de llevarme de Entebbe a Nairobi, me encontré con un extraño grupo de compañeros de viaje. Había negros de origen egipcio, otros de nasales anchas como los de la Costa de Oro, hindúes, holandeses, ingleses de rubio bigote, y otros. Me sorprendió ver a todos, a excepción de los negros, armados de pistolas y metralletas. Hasta las mujeres llevaban sus revólveres al cinto. Desde luego, deduje que el motivo era la rebelión de los Mau-Mau, que al grito de ¡Uhuru! (Libertad) y iFuera blancos!, buscaban su independencia y emprendieron una terrible y sangrienta guerra de guerrillas dirigida contra el europeo que les había despojado de sus mejores tierras, las cuales ahora reclamaban por medio del terrorismo y la matanza, sin respetar mujeres ni niños. Ya en Nairobi, por la tarde nos presentaron en el Hotel Norfolk a Bill Jenvey, un australiano flaco, seco y fuerte que sería nuestro cazador blanco; a Walter Jones, un muchacho americano de Alabama, asistente de Jenvey y a un fotógrafo, súbdito inglés, que habíamos contratado para filmar todo el safari. Este fotógrafo murió ahogado años después en el río Congo mientras filmaba. Cambiamos impresiones con aquel grupo e hicimos planes indicándoles los ejemplares de la fauna que más nos interesaban. Enterados, se retiraron para hacer preparativos y partir al día siguiente.
Ya cayendo la tarde y por la noche, me dediqué a conocer un poco la ciudad, que para entonces ya contaba con una población de 150 mil habitantes (hoy tiene 500 mil), modernas calles pavimentadas, gran movimiento comercial, diversiones, cines, clubes nocturnos, muy buenos restaurantes, etc. Daba la impresión de una ciudad en jauja, una región próspera que me hizo recordar las frases de Lord Delamere, fundador de Nairobi por el año 1898, quien al informar al gobierno de Londres respecto de la bondad de las tierras africanas entre otras cosas decía: “En cuanto a cultivos en estas fértiles tierras, el principal problema no es saber qué es lo que se puede cultivar con éxito; sino qué es lo que no se puede cultivar.” En verdad, son tierras tan pródigas que todo lo dan en abundancia y son, precisamente, de las que el “europeo”, como llaman al hombre blanco de cualquier raza, había ido despojando al negro nativo, al aborigen y verdadero dueño de ellas, dando lugar a la rebelión de los Mau-Mau, constituidos casi totalmente por la tribu kikuyu, cuya población se calcula en cuatro millones, encabezada por su jefe Jomo-Kenyatta que a la postre fue el primer Presidente de la República de Kenya. Se notaba temor, inquietud y agitación en todo Nairobi: en los cines, en los comercios, en las calles, se veía a todo hombre blanco, mujeres y niños, portando armas de fuego. Era usual ver en los restaurantes a la clientela sentada a la mesa con su arma automática junto al plato. Y si esto pasaba en Nairobi, había que ver el terrible drama que se agitaba en el campo. Casi todos los días se leía en la prensa información sobre hechos sangrientos, como el de que una partida de Mau-Mau había asaltado talo cual rancho propiedad de algún blanco, acabando a machetazos con toda la familia y prendiéndole fuego a la casa. Así fue como conocí Nairobi. No es posible en unas cuantas páginas contar la historia de la rebelión Mau-Mau, así que sólo me referiré, brevemente, a la causa, al origen. Los primeros hombres blancos que se establecieron en territorio de los kikuyu fue un
27
ÁFRICA - 1953 grupo que trabajaba para la British East Africa Company en 1890, seguidos de inmediato por misiones cristianas. Los ingleses se apropiaron de las mejores tierras y ocuparon como peones asalariados a los antiguos dueños, negros nativos. El mísero salario, las humillaciones, los castigos, la privación de su libertad, el maltrato, etc., crearon el resentimiento y odio contra el blanco opresor. Dicha situación se agravó por la falta de tacto de los misioneros, quienes abruptamente pretendieron acabar con las creencias, ritos, fetichismo, paganismo y costumbres tradicionales, muy arraigadas en los nativos. En 1922 nació el pensamiento Mau-Mau, se fortaleció el espíritu de Uhuru y llegó a su punto álgido en los años de 1953 a 1954 el movimiento libertario para, finalmente, al grito de Harambee (Luchemos todos juntos), obtener su independencia en diciembre de 1963. Creencias, religiones y costumbres tradicionales de los pueblos, por paganas y absurdas que nos parezcan, son dos sentimientos sumamente peligrosos de atacar en cualquier país del mundo, por más primitivo que éste sea. Se requiere educación, comprensión, tacto, convencimiento y mucho tiempo para remodelar la mente de un individuo, y mucho más tiempo aún para catequizar a un pueblo; nunca debe olvidarse que para llenar la cabeza con nuevas ideas es necesario llenar primero el estómago. Y de esto se olvidaron siempre los conquistadores al colonizar y explotar las tierras por ellos invadidas. Sin pan, no hay religión, ni fe, ni patriotismo, ni honestidad, ni poesía, ni meditación; tal vez sólo un poco de amor y conmiseración familiar en el sufrimiento. Buda se iluminó no en el ayuno ni el martirio, sino en la meditación y el éxtasis. ¡Cómo se goza la primera cacería en África! La variedad de animales era tan grande, que todos los días regresábamos al campamento con alguna pieza. El 30 de diciembre inicié mi safari partiendo de Nairobi por la carretera, única en esa época, que comunicaba con Mombasa, puerto principal en el Océano índico. En el trayecto nos detuvimos a observar un campo de concentración de los Mau-Mau aprisionados por las fuerzas inglesas. Las grandes cercas de alambre de púas vigiladas por guardias bien armados me hicieron recordar los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Al pasar Sultana, tomamos por una brecha y acampamos en un lugar situado a 100 kilómetros de Nairobi, convenido para reunir a toda nuestra servidumbre integrada por 17 nativos. Unos ya nos esperaban y otros iban llegando poco a poco. Entre estos últimos, ya oscureciendo, llegó uno un tanto agitado; se acercó a Bill, nuestro cazador blanco, y hablando agitaba los brazos, señalando los cuatro puntos cardinales, como
Creencias, ritos, fetichismo y costumbres tradicionales se encuentran muy arraigadas en los pueblos africanos.
28
ÁFRICA - 1953
“El 30 de diciembre inicié mi primer safari partiendo de Nairobi. por carretera ... “
Selengai: Primer campamento
si quisiera indicar algún lugar preciso; su rostro, manifiestamente descompuesto, denotaba miedo, pánico. No aguanté la curiosidad, y puesto que no entendía el dialecto, me acerqué a Bill y le pregunté: —¿Qué es lo que trata de explicarte? —Nada, sencillamente dice que estamos rodeados de Mau-Mau. —¿ Y lo dices con tanta calma? ¡Tal vez corremos peligro! Oye, ¿no sería mejor levantar el campo e irnos con nuestra música a otra parte? —Es tarde y no creo que corramos peligro, porque nunca se ha dado el caso de que los kikuyu ataquen a los safaris. —Pero siempre hay una primera vez. Podríamos ser esos primeros para apoderarse de nuestras armas. —Bueno, en tal caso estaremos preparados tomando las precauciones necesarias. No me convenció Bill, pero ya no discutí más recordando la flema y estoicismo de los ingleses que causó la admiración del mundo en el bombardeo que sufrió Londres en la Segunda Guerra Mundial. No pude dormir en toda la noche pensando en los MauMau y en los leones. ¿Empezaría mi safari matando un negrito? ¡Eso no! Al día siguiente, antes de clarear el día, ya estábamos levantados. Tomamos un té y nos marchamos.
La gacela de Grant (Gazella granti) Era una mañana de sol radiante, clara, hermosa, con una temperatura ideal de 20 grados. Me sentía optimista. La noche había quedado atrás y los Mau-Mau también. Físicamente, como en mis mejores tiempos, resistiría cualquier caminata por dura que fuese. Mi corazón cantaba. No tardamos una hora en descubrir los primeros animales: kongonis, jirafas, avestruces, wildebeast y otros. Mis ojos bailaban de gusto contemplando ese panorama; el índice de mi mano derecha me hacía cosquillas esperando el momento de descubrir una pieza que ameritara cobrarse. —Oye, a mí ya me anda; qué, ¿no empezamos ya? —pregunté a Bill. —No podemos. Estamos en una Reserva Nacional, contestó. Antes del mediodía llegamos al lugar de nuestro primer campamento: Selengai. En un santiamén nuestros negritos pararon las tiendas dobles de campaña y acomodaron catres, colchones ligeros, mosquiteros, mesas, sillas, un tripié con el lavamanos, y al fondo, una división de lona que separaba una especie de baño, con una tina de lona. Todo esto hacían unos, mientras que otros cortaban
29
ÁFRICA - 1953 leña, preparaban la cocina, traían agua, etc. Sólo faltaba un Rolls Royce para sentirme como una maharajá hindú. Ese campamento con 17 negros a nuestro servicio era mucho lujo para mí, acostumbrado a las sufridas pero muy sabrosas venadeadas de México, en donde muchas veces una cobija, azúcar, café, frijoles y harina formaban mi equipo y vituallas. ¡Qué distinto en África!, donde hasta un perfumado jabón francés le ponen a uno y ropa limpia todos los días. En favor dé estos outfitters diré, también, que ese confort de comer y dormir bien son la base para aguantar dos meses en safari. Antes de hacer las imprescindibles prácticas de tiro, me dijo Bill: —Veré a qué tipo de cazadores perteneces tú, porque aquí los tenemos catalogados en dos clases: el tirador de stand, que midiendo previamente el aire, la luz, la velocidad de la bala, su trayectoria y distancia, rompe un huevo a 200 metros; y la otra clase es el práctico cazador de campo que tiene la suficiente serenidad y buen pulso para aguantar y parar la carga de un león a diez metros. —Eso está por verse —contesté—, pues yo también quiero convencerme dé en qué se funda la fama de ustedes, los famosos cazadores blancos. No quedé mal en las prácticas de tiro. luego abordamos él carro de caza, un Bedfor, muy amplio y nuevo, que
bautizamos con el nombre de “calandria”; en él siempre iríamos Bill, su asistente Walter, mi compañero Espinosa, dos negros portadores dé armas, a la vez que experimentados huelleros, y yo. En todo safari, por sistema, se empieza por cazar piezas chicas, como antílopes, para que el guía o cazador profesional pueda apreciar las reacciones, experiencia y puntería del cazador aficionado. El sistema es bueno, porque el solo hecho dé ir por primera vez a cazar én tierra africana emociona de tal manera, que no se es el mismo tomo tirador qué en su propia tierra. Es conveniente irse familiarizando Con el ambiente, adquiriendo confianza, cazando pieza no peligrosas, antes dé enredarse a tiros con un león o un búfalo. No es igual cazar venados en México que cazar en África, donde lo mismo puede saltar un pequeño dik dik (antílope no más grande que una liebre), que aparecer un elefante o un rinoceronte. Vimos una buena parvada de francolines (gallináceas parecidas a la perdiz). José y yo tomamos rápidamente las escopetas disponiéndonos a tirar desde la “calandria”, pero nos detuvimos al oír un grito de Bill: —iNo, no tiren! –decía—. ¡Está prohibido desde el carro, no importa que sea contra francolines! A ese extremo se observaban en la década de los cincuenta las reglas de caza en África Oriental.
Mientras se levantaba el campamento , me puse a revisar cuidosamente las armas.
30
ÁFRICA - 1953
José se bajó del carro, anduvo un poco y volvió con cuatro de estas aves, que por la noche saboreamos con placer. No habíamos caminado 10 kilómetros, cuando con los binoculares descubrimos una gacela de Grant, solitaria, en campo abierto, llano, con sólo un raquítico arbolito aprovechable para cubrirse y acercarse a razonable distancia de tiro. Me tocaba el turno. Estudiamos el terreno y me dijo Bill: —Necesitamos carne para nuestros hombres pues de otra manera no están contentos; así que toma tu .30-06 y no vayas a fallar. —Mira, esta gacela seguramente nos va a descubrir, porque no hay modo de arrimarnos sin que nos vea; pero para que tú logres ponerte a tiro vamos a proceder de la siguiente manera: dejamos aquí la “calandria”, seguimos a pie en línea recta en formación india, sin agacharnos, hasta llegar a unos 350 metros del animal, que para entonces ya nos habrá descubierto. Si no ha huido cuando lleguemos a ese punto, tú te tiendes en el pasto y Kasimwita —su portador de armas— y yo torceremos a la izquierda en ángulo recto, alejándonos de la gacela. Ésta, seguramente nos seguirá con la vista, dando oportunidad de que te aproximes, cubriéndote con ese arbolito que ves allá y que formará una línea recta entre tú y la gacela. Tal vez llegues hasta el arbolito sin que te vea, y si lo logras, desde ahí puedes tirar. Tomé mi .30-06, corté cartucho, puse el seguro, revisé las miras y emprendimos el acecho. Pronto nos vio el animal, pero no se movió, y seguimos caminando. Cuando estábamos a unos 350 metros dio muestras de inquietud moviendo las orejitas sin quitarnos la vista. Al llegar al punto convenido me tendí en el pasto, siguiendo adelante Bill y Kasimwita, cortándose por el lado izquierdo. No me moví hasta que se alejaron un poco. Estiré el cuello y observé que la gacela, con curiosidad, los seguía con la vista. Como afortunadamente los animales no saben contar (¿o
sí?), no se dio cuenta que en el grupo faltaba uno. Entonces, agachándome lo más posible, empecé a caminar con todo cuidado de no pisar una vara seca, que al quebrarse denunciaría con el ruido mi presencia echándolo todo a perder. Así llegué al arbolito, y la gacela, habiendo ya perdido de vista a mis compañeros, se puso a pacer tranquilamente, dándome tiempo de normalizar mi agitada respiración para hacer un tiro con toda calma. Normalmente el tiro era fácil. La distancia era aproximadamente de 180 metros. Mi respiración se normalizó, pero el corazón me daba más brincos que un canguro. Sentí la misma emoción que cuando cacé mi primer venado. No había ningún peligroso animal a la vista, estábamos solos la gacela y yo, en campo abierto, y en cuanto a las víboras, ni siquiera me acordaba de la terrible mamba ¡No!, la causa de mi excitada emoción era realizar mi primer disparo en tierra africana, el temor de errar el tiro haciendo el ridículo frente al fantasmón de los famosos cazadores blancos. Me dispuse a tirar rodilla en tierra. Contuve mi respiración y oprimí suavemente el gatillo. El grano apuntaba a la paleta, pero desgraciadamente la bala hizo impacto en la mano izquierda. Sorprendido, sin explicarme el por qué, inmediatamente disparé mi segundo tiro, que erré limpiamente. El animal, tan sorprendido como yo, corría hacia la izquierda cuando disparé por tercera vez. La gacela, como todo animal curioso, se detuvo mientras preparaba mi cuarto tiro haciéndome cruces de qué era lo que me pasaba. Desesperado, confundido, apretaba los dientes y maldije a la pobre gacela. Yo, que había hecho tantas y tan diversas prácticas de tiro estaba errando en forma que daba compasión. Me sentí de tal manera aturdido que la sangre se me iba a la cabeza, como cuando le “matan” a uno un “full mayor” con una “flor imperial” jugando al póker. Revisé la mira de mi rifle, la encontré correcta y dejé ir mi cuarto disparo. Oí el impacto de la bala (cosa peculiar en África), pero el animalito no cayó, se quedó parado. Repuse la carga del maga-
31
ÁFRICA - 1953 zine, disparé el quinto, y esta vez, afortunadamente, cayó fulminada la infeliz gacela. Al revisar al animal, vi que tenía un balazo en la mano izquierda, otro en la panza y un tercero en el corazón. Me sentía tan desilusionado de mi pobre actuación que al llegar mis compañeros le dije a José: —Anda, dame una patada en el trasero, que es lo menos que merezco. —No es para tanto —intervino Bill— no te preocupes, eso le pasa a la mayor parte de los que vienen al África por primera vez. Ya verás cómo mejorarás en tus próximos tiros. Lo importante es no dejar ir una pieza herida. —Si no hay patada, entonces denme un trago, aunque sea de cicuta. i Maldita sea! Palabras de consuelo me calmaron un poco, pero no me convencieron. En mi interior pensaba: “Si tan mal lo he hecho con un pobre e inofensivo animalito, ¿qué pasará al enfrentarme con un elefante o un búfalo que aguantan tanto plomo?” Esa noche, aunque cacé la gacela, no dormí bien. La forma de acechar el animal fue mi primera lección en África. En México no procedemos así cuando cazamos venados y hablando con franqueza, raras veces nos ocupamos de un huelleo, a menos que se trate de un bura o un borrego cimarrón en las sierras de Sonora. Al venado lo campeamos, lo cazamos en arreadas y muchos lo lamparean. Esto último es absolutamente criticable por antideportivo. En cambio, en África se le toma verdadero interés y sabor a lo que llaman caza menor, pues es tan grande la variedad de antílopes y gacelas que resulta muy interesante el huelleo, un verdadero arte en el cual aun los profesionales, con bastante frecuencia se ven en apuros y tienen que recurrir a los nativos, huelleros especializados, unos verdaderos sabuesos con negra piel humana. Aun cuando se tenga amplia experiencia, es fácil confundir una huella. Por ejemplo: la del gran kudu, la del sable real y la del roan son muy parecidas en su forma y tamaño. Además, es indispensable conocer sus hábitos para saber en qué terrenos y a qué hora es probable encontrarlos. Conocer la edad de una huella y, de acuerdo a su profundidad y tamaño, definir si es hembra o macho, estimando, asimismo, su peso, dará la conclusión de si se trata de un real trofeo de caza, que valga la pena sudar para encontrarlo. En cambio, en la caza mayor no se puede confundir la huella de un elefante con la de un rinoceronte, o la de un león con la de un leopardo; pero tiene a su favor el gran atractivo del peligro para el cazador que va en busca de las fuertes emociones. El cazador que va a cualquier parte de África, estará obligado a contratar un guía profesional registrado como tal y con licencia del Departamento de Caza. Esta medida se ha tomado no para proteger la vida del visitan-
te, como mucha gente cree, sino para observar las reglas de cacería evitando abusos y, desde luego, también para asistir al cazador en todos los servicios durante el safari. No se permitía disparar desde el carro de caza. Debía uno alejarse de éste por lo menos 200 metros. No estaba permitido matar animales que estuviesen a menos de 500 metros de un aguaje. No se permitía cazar de noche, es decir, lamparear. Tampoco puede cazarse en Parques Nacionales, Áreas de Reserva, etc. De manera que, no obstante la abundancia de ciertas especies de animales, son muchos los miles de kilómetros que hay que recorrer y tener muy buena suerte para encontrarse con un buen kudu, un sable, un elefante con colmillos de más de 35 kilos por lado, un león con melena, aunque no sea negra, y muchas otras especies que ya escasean. Hace 25 años, un cazador obtenía licencia para cazar 4 leones en Kenya o Tanzania (Tangañica); hoy sólo se le permite uno, y pocos son los que logran encontrarlo. En mi primer safari africano recorrí 6 770 kilómetros en jeep; en el segundo, un año después, mi recorrido fue de 9600. A la fecha tengo en mi haber nueve safaris en África y todavía faltan en mi salón de trofeos algunas especies de ese continente. Esto dará una idea al lector de que no es tan fácil, como algunas personas creen, lograr una buena colección de trofeos de caza, no comprados, sino cazados por el dueño aficionado. En verdad, creo yo que toda una vida es insuficiente para abatir todo lo mejor de la fauna mundial. Pero volvamos a los antílopes. En el huelleo y el acecho a estos animales he encontrado el verdadero sabor, la verdadera esencia de la caza. Es donde el hombre pone a prueba su habilidad como cazador, como tirador, su afición, su experiencia y saber, su resistencia física, su tenacidad y su cerebro contra la astucia, el instinto y los agudos sentidos de estos animales que siempre están alertas, porque su vida siempre está en peligro. No cesan de perseguirlos sus implacables enemigos: la bestia y el hombre. Al día siguiente hice algunas prácticas de tiro con mi .30-06 que tan mal parado me había dejado con la famosa gacela y luego abordamos la “calandria”. Son un encanto esos campos africanos, muy especialmente por las mañanas, cuando se respira profundamente el aire fresco y puro, que llenan los pulmones y el espíritu de esperanzas cinegéticas para el día que empieza. No pasa media hora sin que se descubra alguna especie de la abundante fauna: francolines, huilotas, codornices, gallinas de Guinea, un dik-dik que nos salta como liebre a 10 metros de distancia, una partida de “thomis” moviendo alegre e incesante su cola, y así sucesivamente. Salió a escena un grupo de jirafas del tipo común. ¡Qué bello espectáculo! ¡Qué señorío y qué arte de estos ele-
32
Ă FRICA - 1953
Mi primera pieza cobrada en Ă frica: una gacela de Grant.
33
Ă FRICA - 1953
Una embajada protocolaria de los masai visita el campamento.
“Partida de thomis moviendo alegre e incesantemente su cola ... “
34
ÁFRICA - 1953
gantes animales, que en mi diario merecieron el título de Ladíes del reino africano! —Oye Bill, ¿por qué no les tiramos? —Está prohibido —contestó—. Se necesita un permiso del District Commisíoner de Garissa. Cuando pasemos por ese pueblo trataremos de obtenerlo. —Pero, ¿no tenemos ya licencia general? —En efecto, la tenemos, pero un D. C. —Comisario de Distrito, que en tiempos del coloniaje inglés tenían facultades y mando semejantes a las de un gobernador de Estado—, es soberano, y a éste de Garissa le simpatizan mucho las jirafas y las protege; no permite que se cacen, aunque el cazador, como en tu caso, tenga una licencia general. Seguimos adelante. El campo estaba verde, fresco, apetitoso, y yo movía incesantemente la vista a todas lados tratando de descubrir algún animal que ameritara cazar. No tardamos mucho en descubrir una manada de cebras que con los binoculares, por la distancia, más bien parecían caballos tordillos, es decir, se veían blancos. En el carro de caza estaba dispuesto una especie de armero, de tal modo que rápidamente podía tomar cualquiera de mis rifles.”i .30-06!” —gritó Bill—, posesionándose de su carácter de cazador blanco. Bebi, un portador de armas, revisó y puso inmediatamente un rifle en mis manos ya cargado; pero siempre, por sistema, antes de empezar a caminar reviso personalmente el arma que he de usar. Así lo hice. —Aquí dejamos el carro, indicó Bill, y que Bebi nos siga a distancia con tu rifle .465, “por si las moscas”, pues nunca sabe uno lo que pueda ocurrir una vez que se empieza a caminar ni el animal que inesperadamente pueda surgir de cualquier parte. Me sentía inseguro, dudoso, recordaba lo mal que lo había hecho el primer día de caza; pero recordaba también
que en el cine presentan las cebras como una presa tan fácil que me tranquilicé un poco. Empezó la caminata y media hora después nos encontramos a 250 metros de las cebras, pero ya nos habían descubierto. Todas veían para donde estábamos, cosa natural en un animal silvestre. Me adelanté un poco y con los binoculares seleccioné la que me pareció la mejor del grupo. Dicha selección estriba en que el animal tenga la piel más bonita, fondo muy blanco con rayas muy negras, Las jovenes tienen las rayas cafés y las que están viejas tienen rayones, cicatrices dejadas por las zarpas de un león al perseguir a su víctima que no logró abatir en su veloz carrera por salvar la vida. La cebra es un animal muy matrero, difícil de arrimarse a menos de 200 metros. Siempre anda en grupo, lo cual, dificulta más la situación, porque si el tiro no fue bien colocado huye confundiéndose con sus compañeras, haciendo punto menos que imposible un segundo disparo. Habrá que seguir al animal herido hasta que se separe de la manada para poder rematarlo. Hay casos en que tendrá que caminarse todo un día, dependiendo de la gravedad de la herida. Seguramente, el lector sabrá lo que significa la tediosa tarea de seguir a un animal “panceado”. Afortunadamente no me ví en ese caso. Medio nervioso me arrimé, seleccioné la pieza, apunté a los hombros y disparé. Oí el impacto de la bala y el animal corrió, pero sentí gran alegría al verlo caer después de correr unos 40 metros; seguí apuntando con la mira de mi rifle por si se levantaba, para poder hacer un segundo disparo con más o menos efectividad. Esta práctica la he seguido siempre porque resulta muy razonable, contraria al sistema de algunos cazadores que después del primer disparo, si el animal cae, aunque sea de rodillas, corren hacia él, cuando muchas veces sucede que si el lugar del impacto no fue vital, el animal se recupera, se levanta y corre. Entonces, el cazador, agitado por su precipitación, altera su pulso y la respiración, y en esas condiciones, lo
35
ÁFRICA - 1953
“Seleccioné a la pieza , apunté a los hombros y disparé...” más seguro es que hará disparos con pocas probabilidades de hacer blanco. En mi concepto, después del primer tiro, es mejor seguir con la mira fija sobre el animal hasta estar más o menos cierto de que el disparo resultó bien colocado y la pieza no se levantará, y si lo hace, surgirá el preciso momento de hacer el segundo tiro, con buen pulso y respiración normal. Esta vez mi actuación me infundió confianza para mejorar mis tiros en los siguientes días. Aquella noche, nuestro cocinero Matteka nos preparó una gran cena con sopa de gacela de Grant y un exquisito guisado de francolín. Más tarde, tuvimos un concierto de histéricas carcajadas de hienas, acompañadas por los aullidos de chacales. Estas serenatas, que por cierto me gustan, habían de repetirse durante casi todo nuestro safari, noche tras noche, a tal grado que hubiera extrañado si alguna vez nos faltaban a la cita. La lógica presencia de estos animales se debe al olor de la carne muerta. Los atrae y esperan a que se levante el campamento para aprovechar los desperdicios. A ellos y a los buitres se les llama, con razón, los barrenderos de los campos y las selvas; son cobardes, pero cuando una hiena está muy hambrienta, se atreve a invadir un campamento.
Al otro día, a las cinco de la mañana, me despertó una voz que decía: —Yambo Bwana, Chai. Brinqué de la cama sorprendido; enredándome en el pabellón contra los moscos cuando trataba de alcanzar mi rifle. El hombre que había hablado dio un grito y después se oyó el ruido de algo que caía al suelo. Ya con el rifle en la mano y cortando cartucho, salí de la tienda con evidente temor, decidido a echar bala, pues, seguramente, pensaba: “son los Mau-Mau que nos asaltan”. A esa hora todavía estaba oscura la mañana, y poco faltó para que cometiera un asesinato al toparme con un negro, a quien a tiempo reconocí como mi ayuda de cámara (en los safaris africanos todo cazador tiene un sirviente que se ocupa del aseo en general, ropa limpia, baño, etc.). Solté dos o tres palabrotas en español (son más sonoras que en otro idioma), y el pobre, sin entenderlas, se quedó inmóvil y mudo. Sucede que es costumbre en los campamentos que un negro, el valet o el boy como allá los llaman, despierte a su jefe todas las mañanas con una taza de té, costumbre muy inglesa. Obedeciendo estas órdenes el sirviente me llevó el té y pronunció, para despertarme, la consabida frase de
36
ÁFRICA - 1953 Yambo Bwana, Chai, que en el idioma swahili significa: “Buenos días, jefe. Aquí está su té.” Pero como no entendí lo que decía, hice aquella escena chusca, que después provocó la risa general en el campamento. La cosa que había caído al suelo era la charola con la taza del té. Aclarada la situación, empecé a vestirme. Desde ese día en adelante tendría que levantarme siempre oscura la mañana. Mientras me acostumbraba, llegué a odiar la chillona vocecita del boy, porque a veces hubiera deseado levantarme a las nueve o diez, pero esos safaris son muy caros y las mejores horas de caza son siempre las mañanas y los atardeceres. Por lo tanto, habría sido un lujo muy caro quedarme en cama durmiendo siestas de dos mil pesos. Así que diariamente tomaba un desayuno ligero y me subía al carro antes de salir el sol. La mañana era muy fría, pero de suerte, antes de entrar a un terreno salpicado de arbolillos, arbustos y alfombrado de crecido y verde pasto, descubrimos huellas del gerenuk. Nos bajamos del carro, tomé mi .30-06 e iniciamos el huelleo. —Si ves uno de estos animales apunta bien. No olvides que se ven altos y larguiruchos, pero el grueso de su cuerpo apenas es de unas 12 pulgadas en línea recta del lomo al borde de la panza —me advirtió Bill. —Pierde cuidado, lo tendré presente—. Una hora más tarde tenía ante mí tres de estos esbeltos y muy bonitos animales, único antílope de cuello tan largo que cariñosamente se les llama “pequeñas jirafas de la selva”. El terreno se prestaba para poder arrimarme sin ser advertido. Pude colocarme a 100 metros de uno de ellos, a tiro regalado, como decimos en México. Rodilla en tierra, disparé y casi al mismo tiempo de oír la detonación y el impacto de la bala, cayó el gerenuk como partido por un rayo. La bala había dado en la espina. Aunque fue, como digo antes, un tiro regalado, me dio satisfacción el abatir limpiamente esa pieza. Al mediodía descubrimos a distancia un eland macho adulto, buen ejemplar, que desde luego me dispuse a cobrar. Es entre los antílopes el más grande del mundo, tal vez sólo superado en peso y tamaño por su pariente el eland gigante, que cinco años más tarde abatí en África Ecuatorial Francesa (hoy República Centroafricana, Congo, Gabón y Chad). La carne de este antílope, que bien pesa 500 kilos, es de sabor exquisito, muy limpia y parecida a la de res. Si lograba doblar aquel bicho tendríamos carne suficiente para hacer felices, por unos días, a los 17 glotones negros a nuestro servicio, tipos éstos que de una sentada fácilmente devoran dos kilos de carne cada uno, aunque por la noche vayan a suplicarle a su bwana les dé algo que
El generuk es un antílope que se distingue por su aristocrático y largo cuello. alivie su dolor de barriga. Con la ayuda de los binoculares aprecié que los cuernos no tenían defecto alguno y procedí a estudiar la forma de acercarme. El terreno era abierto, con poca vegetación, unos pocos arbolillos y matojos. Para un animal tan grande resolví usar mi rifle .375 con bala de 300 granos. El aire no me favorecía; temeroso de que me venteara, decidí tirar a 200 metros. Desgraciadamente, ¡otra vez erré el tiro! Sorprendido, el animal trotó un poco alejándose para después ir aflojando el paso hasta que finalmente se detuvo, poniéndose tranquilamente a pacer. Esto facilitó mi tarea de arrimarme, la cual logré sin dificultad; apunté a la paleta y oprimí el gatillo. Oí claramente el impacto de la bala que dio en el blanco, pero el eland dio un enorme salto, corrió unos 50 metros y volvió a detenerse en el momento que, sin moverme del lugar, disparé, y el animal se desplomó.
37
ÁFRICA - 1953
El autor con buen ejemplar de generuk. Al aproximarnos encontré que el segundo tiro había atravesado el pescuezo, pero un poco bajo, y el tercero dio en la paleta. El animal me pareció enorme. Sus muy buenos cuernos que acababan en agudas puntas de marfil midieron 23 pulgadas. Después de tomar algunas fotos, nuestros desolladores que no cabían de gusto pensando en la comilona que darían ese día, se entregaron contentos, hasta cantando como unos chiquillos, a la tarea de quitar al copina a mi tercera víctima. De regreso al campamento vimos otra vez avestruces, jirafas, gerenuk, wildebeast, etc. ¡Un paraíso! Es un placer ver todos los días tanto animal en un ambiente de libertad, de sol y abundante comida, sin tener que trabajar ni pagar impuestos y obedecer órdenes. Son más libres que un beduino. En mi diario anoté este bonito día de caza, aunque distaba mucho de sentirme satisfecho con mi mala punte-
ría. Lo mismo le estaba errando a los animales pequeños como a los grandes, no obstante que este día había estado sereno al disparar. El 4 de enero, siguiendo la costumbre, salimos temprano y como a las 8 de la mañana descubrimos una manada de wildebeast, antílope que abunda, de cierto parecido a un torete con cuartos traseros muy caídos. Este animal no me dio mayor trabajo abatirlo con dos tiros a 200 metros. Luego nos servimos de este bicho como carnada para leones, y valiéndonos de un cable lo arrastramos por un largo tramo, haciendo un círculo en medio del cual había un árbol grande donde lo colgamos a conveniente altura para evitar que las hienas, que siempre aparecen como por encanto, se lo acabaran antes de llegar los leones. En ese día fue todo lo que cacé. De regreso al campamento vi los primeros rinocerontes, pero resolví no seguir-
38
ÁFRICA - 1953 los porque sus cuernos apenas medían unas 12 pulgadas. El 5 de enero fue un día duro. A las cuatro de la madrugada me despertó el boy con su canción de todos los días: Yambo Bwana, Chai. Me vestí apresuradamente, revisé mis armas, municiones, etc., y me subí al carro. No tardamos en llegar al lugar en que colgamos la carnada para los leones. A regular distancia inspeccionamos con los binoculares el terreno sin descubrir nada. Para evitar hacer ruido abandonamos la calandria y con mi .375 al hombro empezamos a caminar. Como se suponía, sería la primera pieza peligrosa a la que me iba a enfrentar, y era natural que me embargara gran emoción. A cada rato tendía las manos para ver si me temblaban, pero a pesar de sentirme un poco nervioso, mi pulso era firme. Bill, quien conocía mejor el terreno, iba delante, lo seguía yo, y mi portador de armas hacía cola. Después de caminar un poco, reconocí el lugar. Ya estábamos cerca. Bill y yo nos trepamos a un árbol para dominar mejor el campo. Desde ahí descubrimos el árbol y la carnada, pero ni rastro de leones. Seis hienas que habían devorado ya parte del antílope daban prodigiosos saltos por alcanzar los restos. Sentí cierto desaliento porque ya me había hecho el ánimo de vérmelas con el rey de la selva, no obstante mi hasta entonces regular o mala puntería con bichos inofensivos. ¡Qué ajeno estaba de que todavía habían de pasar 35 días para ver el primer león! Yo que pensaba que en África se tropezaba uno con estos magníficos gatos que tantas páginas han llenado en los pasajes de la historia. Seguimos campeando sin encontrar leones. Ya en la tarde, tiré y erré a una cebra. “¡Qué diablos! ¡Esto es el colmo! ¿Qué me pasa? ¿Por qué no soy un campeón de tiro, pero tampoco soy un maleta?” Seguramente algo anda mal en el telescopio de mi rifle. Tal vez algún golpe. Opté por quitárselo y servirme de la mira abierta. Seguimos la misma manada de cebras, y sin seleccionar, puesto que serviría de carnada, puse el grano de mi .30-06 en el pecho de la más cercana que estaba a 150 metros y, al fogonazo, vi cómo cayó fulminada. ¡Ese tal por cual telescopio tenía la culpa! Mejor dicho, la tenía yo por no verificar la retícula con más frecuencia. Para no cansar al lector, le diré que repetimos con esa cebra la misma operación que con el antílope del día anterior, cambiándole el platillo a los leones. Escogimos un pintoresco lugar para comer y después de una ligera siesta a pierna suelta, seguimos campeando hasta que se ocultó el astro que llamamos “la cobija de los pobres”. De regreso, un baño caliente me dejó como nuevo; luego me tomé un jaibol al calor de una acogedora gran fogata, mientras Bill me hablaba de sus planes de caza para
El eland es el antílope más grande del mundo. el día siguiente y me contaba anécdotas de su vida de cazador blanco. Esos ratos de campamento, después de un día movido, bajo un cielo tachonado de estrellas, al calor de la fogata a campo abierto, descansando de una fatiga placentera, escuchando sabrosas pláticas amenizadas por los aullidos de hienas y chacales, son la sal y la pimienta de las cacerías. Bill, quien tenía ya ocho años como cazador profesional en East Africa, me contaba pasajes de safaris en los que habían actuado conocidos cazadores mexicanos tales como Manterola, Jorge Pasquel y su grupo, en el que figuraba mi estimado amigo el doctor Teódula Manuel Agundis, quien, ciertamente, salvó la vida del cazador blanco Eric Rundgren, cuando un leopardo herido saltó sobre él con tal rapidez y violencia que no le dio tiempo ni de encarar su rifle. La terrible bestia destrozaba sus carnes en el momento que el doctor Agundis, el compañero más cercano, acudió en su ayuda. Al verlo, el leopardo soltó su víctima para lanzarse sobre el doctor, quien, con certero y afortunado disparo, liquidó a la fiera. Años después, en 1965, cazaba yo en Bechuanaland (país que hoy se llama Botswana) y ocupaba los servicios de Eric Rundgren, quien una noche en el campamento, al calor de la fogata, del jaibol y la botana de pechuga de avestruz al pastor, me contó que era evidente y cierta la oportuna intervención del doctor Agundis. Tomó un trago y me mostró las cicatrices que el leopardo le dejó en su cuerpo. También me platicaba Bill de Diego G. Sada, amigo y compañero de caza en el Ártico; de otro amigo, Juan Sal-
39
ÁFRICA - 1953
“La hiena es un animal marrullero, cobarde, de finísimo olfato ... “
gado, de Toluca, y otros más. Según las pláticas de Bill, todos los cazadores tuvieron puntos buenos y malos. Lógico y natural, fallas que todos tenemos en cualquier deporte, no sólo los que somos aficionados sino también los profesionales. No creo que exista un solo veterano cazador que no haya errado el tiro alguna vez en su vida, o dejado, muy a su pesar, un animal herido en la selva, o que no haya cometido errores en alguna forma. Como no soy una excepción, por ética deportiva, prefiero narrar hechos exitosos. (Aunque conservo en mi archivo documentaciones tan preciosas como la cacería relatada hora por hora, día por día y error por error que el famoso cazador y articulista Jack O’Connor cometió en su shikar de 1955 en la India. El relato en cuestión está escrito por Mukerji, guía de O’Connor, consta de 20 páginas y es divertido leerlo si se compara con el artículo escrito en el Outdoor Life, de noviembre de 1955.) El mencionar lo anterior no lleva un espíritu de crítica, sino el consuelo para cuando los principiantes cometan un error. Pero volvamos a mi carnada para leones. Aquella noche dormí feliz, arrullado por la ineludible serenata de las hienas. Al día siguiente, temprano, fuimos a ver la carnada, pero no hubo suerte con los leones; ahí estaban las hienas y, aunque es un animal que me repugna, pensé que no estaría mal llevarme una piel para mi colección. Resolví tirarle a un par que estaban a buena distancia, eran del tipo moteado, mucho más grande que las rayadas que se ven tanto en África como en la India. La hiena es un ani-
mal marrullero, cobarde, de finísimo olfato, que huele la carroña a gran distancia y parece tener la inteligencia de seguir al cazador o al león que algo le dejarán que comer —como las gaviotas y los tiburones que suelen seguir a las embarcaciones en el mar—.Al minuto de haberse matado un animal, aparecen como por encanto. Hay veces que son tan atrevidas —no valientes—, que una manada suele atacar a un león, si éste es ya muy viejo, está enfermo o se encuentra mal herido, incapaz de defenderse. Sus mandíbulas son tan poderosas, que son capaces de romper un brazo de una tarascada. El pasto era alto; sólo se veía la cabeza, el cuello y parté del lomo. Tres tiros a pie firme fueron suficientes para liquidar las dos piezas. Ordené a los desolladores que quitaran la copina de una, obedeciéndome de muy mala gana. ¡Y a fe que tenían razón de no querer tocar esas cochinas bestias!, porque al acercarme hasta se me enchinó el pellejo al observar esos ojos vacíos, saltones, ígneos, sin expresión, más propios de un demonio o de un condenado sacado del fondo del infierno. Haciendo mil gestos, rechinando los dientes y maldiciendo su oficio y a su bwana que los obligaba a ese sucio trabajo, los dos peladores terminaron su tarea. Un refresco fue su recompensa. Transcurría el séptimo día del safari. Decididamente mi puntería iba mejorando; un tiro de frente a 200 metros dio buena cuenta de una gacela de Thomson, simpático animalito que nunca deja de mover su cola como un rehilete, y que por ello se distingue con facilidad. Cariñosamente se
40
ÁFRICA - 1953 le llama “thomi”; es una de las especies más abundantes. Se le encuentra en grandes manadas en las llanuras de la mayor parte de África Oriental. Su carne es deliciosa. Anoche, con gran alegría, oí rugidos de leones muy cerca de nuestro campamento. Clareando el día salimos en busca de las huellas que encontramos a escasos 100 metros. Habían ido a beber agua en un charco cercano; seguimos el rastro, pero no los encontramos. Continuamos campeando todo el día, bebiendo el placer de la inquietud y sensaciones que continuamente nos brinda África, ya sea en campo abierto o en la selva, porque nunca sabe uno en qué momento le saltará al paso cualquier animal peligroso o inofensivo. Esa mañana, a falta de leones, otro “thomi” fue la víctima. Me regocijé un buen rato, porque le tiré al estilo México, es decir, dándole gusto al dedo como cuando se venadea de loma a loma con la pieza a toda carrera, *sólo que en vez de loma me tocó terreno plano. La
gacela corría y se atravesaba a unos 200 metros cuando disparé el primer tiro que fue bajo, pero el segundo dio en el codillo, cayendo el animal como una liebre. Por suerte la acción fue filmada por Jack nuestro fotógrafo y salió muy aceptable. En efecto ya estaba tirando en mejor forma.
* Debe saber el lector que en esa época, en África no se permitía tirarle a un animal que estuviera corriendo, a menos que estuviese herido. El motivo o razón es evitar “pancear” un animal al que, después, ajustándose al reglamento de caza deberá seguirse hasta conseguir rematarlo, lo cual bien puede, llevarse todo el día. Sí se abandona el animal herido, será un punto malo y reprochable en la cartilla del cazador blanco. Yo estoy de acuerdo en ello, porque hay más sabor, habilidad y arte en el acecho que pone al cazador a 100 metros de la pieza, que un buen tiro a 400 metros.
Aunque se campeó todo el día no encontramos leones.
41
ÁFRICA - 1953
Los wakambas realizaron un gran espectáculo de danzas africanas.
Danza de wakambas
muy bien, y me preguntó si me gustaría verlo, pues era fácil arreglarlo por poco dinero. Me acordé de la danza de la tribu watusi que se presenta en la película Las Minas del Rey Salomón y acepté inmediatamente. Al día siguiente todo estaba listo. Nuestro fotógrafo, sintiéndose un Cecil B. de Mille, no se daba reposo instruyendo a los danzantes sobre ciertos puntos técnicos, para que la filmación, que además tendría sonido, resultara buena. Después de algunos ensayos dio principio el acto que, en realidad; me dejó no admirado, pero sí sorprendido. Quince jóvenes, ellos con un calzón corto y ellas con una minifalda por toda indumentaria, danzaban al compás de un grupo de tamborileros que tocaban y cantaban a la vez ese sonsonete típico, que tanto hemos oído en películas de ambiente africano. El ritmo era perfecto; las danzantes agitaban incesantemente sus gráciles y juveniles cuerpos imprimiéndoles movimientos lúbricos y rituales, difíciles de interpretar si se desconocen los sentimientos religiosos y costumbres de esas tribus. Hoy, el Rock and RolI tan de moda en gran parte de nuestro mundo civilizado es sólo una burda imitación de los movimientos de aquellas danzas autóctonas de negros primitivos. Y digo burdas, porque nuestras chulas güeritas y nuestros melenudos hippies
Abandonamos nuestro bello campamento de Selengai. No sé si al lector le ocurra lo mismo cuando sale de cacería, pero a mí me pasa que me encariño mucho con los campamentos. Da lo mismo que sean lugares floridos, de exuberante vegetación, que desérticos, áridos o montañosos; es algo que perdura en mi mente como una fotografía plena de detalles. Siempre encuentro un encanto e interés en las cosas y panoramas que me rodean, incluyendo privaciones e incomodidades. Creo que el que ama la Naturaleza siempre hallará en ella belleza y encanto, la razón de la vida. Ahí se está más cerca de la verdad, de lo primitivo y de Dios. Levantamos el campamento y nos dirigimos al río Tana, famoso por la abundancia de elefantes que en la época de secas concurren a deleitarse con sus frescas aguas, pues en esa parte de África no existe, como en otras partes del mundo, invierno y verano, sino que se distingue por época de lluvias y época de secas. En nuestro camino nos detuvimos en la aldea de Mutha, habitada por la tribu wakamba, a la que pertenecía la mayor parte de los hombres a nuestro servicio. Bill me dijo que la gente de ahí sabía danzar
42
ÁFRICA - 1953
A las orillas del río Tana se instaló el nuevo campamento. carecen totalmente del sentido del ritmo que el negro lleva en la sangre, y la sangre es el corazón. Terminó esa parte del espectáculo y siguieron los hombres, con una sucesión de ejercicios acrobáticos, desarrollando tal agilidad que me dejaron pasmado. Cada uno trataba de superar al anterior en su número, haciendo prodigios en el aire. La exhibición, que duró dos horas, me dejó más que satisfecho; pedí a Bill que ajustara el pago. Este llamó al jefe de la aldea y después del regateo convinieron en 90 chelines, equivalentes, en aquella época, a unos 140 pesos mexicanos. Mientras nos preparábamos a seguir nuestro viaje, volteé a ver todo el grupo de danzantes, hombres y mujeres, que estaban en circulo. —¿Qué es lo que hacen ahora? —pregunté a Bill. —Con el dinero que les diste compraron de inmediato dos vacas, una para las mujeres y la otra para los hombres. Ya las mataron y las están destazando para hacer el reparto. —¿No sería mejor que se compraran alguna ropa que cubriera su desnudez? —No seas. .. tarugo. Para esta gente la carne es una golosina insuperable y en ella gastan cuanto centavo cae
en sus manos. La filmación resultó aceptable; de vez en cuando vuelvo a disfrutar en la pantalla este grato recuerdo.
Campamento en Bura Nuestro segundo campamento estaba en uno de los lugares más bellos, que por cierto lleva el curioso nombre de Bura, igual que el nombre de nuestros magníficos cérvidos de Sonora; denominados buras o buros. Paramos en las márgenes del río Tana, de corriente permanente. Nace en el Monte Kenya y desemboca en Kipini, en el Océano Índico, a unos 200 kilómetros al norte de Mombasa. En la parte que acampamos; el río tiene una anchura de unos 200 metros y sus márgenes se adornan con abundantes platanares que tanto gustan a los elefantes. Todos los días por la tarde, después del trajín, disfrutábamos con placer ese espectáculo, ya que no del agua debido a la abundancia de cocodrilos. A la mañana siguiente salimos en busca de tembos, como se llama en swahili a los elefantes. No tardamos en descubrir las primeras huellas. Qué enormes me parecieron y ¡qué grandes también las defecaciones! Sentí gran
43
ÁFRICA - 1953
El autor en busca de elefantes.
emoción e inquietud al recordar lo peligroso que es este inteligente paquidermo. Más tarde, corroboré el respeto que le tienen los cazadores blancos quienes, con sobrada razón, lo consideran el rey de la selva, aunque su cabezota no tenga la bella melena que adorna la majestad del león. Debo advertir al lector que hasta ahora, según sé, el elefante africano no ha sido domesticado; en cambio, a su dócil pariente, el elefante asiático, lo hemos visto actuar con suma maestría en los circos, así como desempeñar arduas tareas de trabajo en los campos de Asia. Nunca se ha visto trabajar, ya sea en circos o en el campo, a un elefante africano (no es tan tonto). Este enorme animal, de prodigiosa memoria, cuando es adulto pesa de cinco a seis toneladas, puede caminar hasta 100 kilómetros en un día, y es tan resistente al plomo que sólo hiriéndole en el cerebro puede caer de un solo balazo, siempre y cuando la bala sea de alto poder, pues si el disparo se hace con la bestia de frente, la bala tiene que penetrar no menos de 12 pulgadas en la osamenta para llegar al cerebro. Una bala de punta suave no serviría, pues no tiene la suficiente penetración. Además, el tiro al cerebro deberá ser muy preciso, porque aunque la cabeza es enorme, el área para hacer blanco es muy reducida; ya sea de frente o lateralmente apenas mide unas seis pulgadas de diámetro, el resto es hueso muy resistente y masivo, necesario para soportar el peso de sus grandes colmillos. La parte superior del cráneo sólo contiene aire. Los elefantes que utilizaron en las guerras Alejandro, Pirro y Aníbal procedían de la India. Pirro los usó en la
batalla de Heráclea contra Roma. Alejandro el Grande los empleó en sus batallas de conquista en Asia, llevándolos de la India hasta Alejandría; Aníbal los trasladó de Cartago a España por mar, y de ésta se dirigió a atacar Roma. En Cartago, uno de los castigos era echar los penados a los elefantes, matadores de hombres, bestias amaestradas para ese objeto. De manera que los tres conquistadores usaron en las batallas elefantes asiáticos. De la India fueron llevados a Alejandría, de ésta a Cartago y de ahí a España. Alejandría y Cartago están en África; de ahí que algunos escritores suponen que los elefantes mencionados eran africanos, pero no hay lugar a discusión. El elefante debe cazarse a una distancia no mayor de 20 metros y apuntarle al cerebro solamente, cuando el animal esté parado, quieto; de lo contrario, será mejor y más seguro tirar al corazón. Si el disparo es al cerebro, debe tenerse conocimiento de su anatomía para calcular el ángulo de tiro. Después de esto se requiere buen pulso y serenidad. Asimismo, el cazador deberá tener en cuenta la dirección del aire para el caso de una retirada precipitada, pues si yerra el tiro y el elefante se le echa encima, la única posibilidad de salvarse es correr “cortando el aire”. Recuérdese que los elefantes tienen mala vista, pero su fino olfato les es de gran utilidad. O bien, si está usando un rifle de dos cañones, hacer un segundo disparo con mucha suerte, porque ya para entonces el elefante estará en movimiento y habrá muy pocas probabilidades de un tiro certero al cerebro. Será mejor que su segundo tiro lo dirija al corazón. Por otra parte si corre en línea recta, el gigan-
44
ÁFRICA - 1953
Los “cazadores blancos” consideran al elefante el rey de la selva.
45
ÁFRICA - 1953
Un buen ejemplar de óríx tesco paquidermo lo alcanzará en un santiamén porque es más rápido, y si se trepa a un árbol, lo bajará con facilidad. He hecho estas consideraciones para casos en que se enfrenta a un elefante solitario. La cosa se complica más cuando hay que cazarlo en grupo, como me ocurrió en mi segundo safari africano. Pero esto lo relataré más adelante. El 12 de enero vi los primeros gigantes; a mi mente acudieron los peligros inmersos en la caza de esta gran bestia que recuerda épocas prehistóricas. Como a las diez de la mañana nos encontramos con una manada de unos 40 animales, entre hembras, machos y totos (como llaman a los críos). El aire nos era favorable. Se me iban los ojos viendo pasar tantas moles de carne, hueso y marfil. Pensé si se trataba de una de esas migraciones que de alguna parte de la costa llegan de vacaciones para calmar su sed en el anchuroso río Tana. En tan gran manada de elefantes no vimos un solo macho con grandes colmillos. Tuve que conformarme con
verlos pasar y filmé un poco el espectáculo. La mañana siguiente se nos fue sin ver huellas ni tembos. Las caminatas eran duras y el calor muy intenso. Sudaba a mares, pero el día se alegró un poco cuando descubrimos un par de gerenuk. Para cubrir mi licencia me faltaba uno, que abatí sin dificultad. Un corto acecho, un tiro afortunado al cuello y punto. Pero así como este bonito animal me fue fácil, al otro día me había de tocar un antílope tan difícil, que me hizo sudar la gota gorda.
Órix (Oríx gaclla callotis) A las 5.30 a.m. ya estaba despierto; con las manos cruzadas en la nuca pensaba lo que la suerte me depararía ese día, cuando me despertó el sirviente con el té de rigor. Me desperté, y después de un jugo de toronja y un abundante plato de avena nos subimos a la “calandria”. —¿Qué tienes planeado para cazar hoy? —pregunté a Bill.
46
ÁFRICA - 1953 —Elefante —fue la respuesta. Hasta las 10.30 de la mañana los buscamos sin éxito. Pero África Oriental es tan pródiga en la cacería que cuando va uno por primera vez, dispuesto a tirarle a cuanto bicho se le pare enfrente, para regresar a casa con una buena colección de especies, muy pocos días volverá el cazador al campamento con las manos vacías, desquitándose así del alto costo de los safaris. A las 11, descubrí con los binoculares un par de animales parados bajo la sombra de unos arbustos: eran un órix y un antílope de Hunter, dos importantes especies de la fauna africana. Tomó Bill sus prismáticos, y después de echarles un vistazo me dijo que los dos animales eran machos y con buenos cuernos. Debe saber el lector que los órix, tanto el macho como la hembra, tienen cuernos, y a la distancia sólo se distingue el sexo por la mayor corpulencia del macho y los cuernos que siempre son más gruesos, Estudiamos desde luego el acecho, que al principio me pareció fácil. El terreno era plano, salpicado de matorrales y huizaches. El sol estaba ya alto y el calor era sofocante. Revisé mi .30-06, con los binoculares al cuello, me fajé al cinto una cartuchera de diez tiros y ¡listo! Con Bill iniciamos
el acecho. Nos pareció la cosa tan sencilla que ni siquiera nos llevamos a mi portador de armas. Nos fuimos solos. Bill iba adelante y yo le seguía en fila india. Agachándonos y cubriéndonos con los huizaches y matorrales pudimos aproximarnos hasta 300 metros. Nuestro propósito era colocarnos a 100 para asegurar la pieza. El lector puede pensar que 300 metros no es mucha distancia para tirar a un antílope del tamaño de un órix, que bien pesa 160 kilos. Es frecuente tirarle a la cabra y al borrego silvestre a mayores distancias, pero precisamente el sabor de la caza, y muy particularmente en África, está en el acecho: aproximarse lo más posible al animal y abatirlo limpiamente de un tiro bien colocado. De esta manera se pone a prueba la habilidad del cazador, sin exponerse a herir la pieza y perseguirla durante horas para, tal vez, acabar por abandonarla perdiéndose un buen trofeo y dejándonos un sabor a cobre en la boca y pena en el corazón. Es mucho más satisfactorio -recuerdo inolvidable-, doblar un animal con un buen tiro a 100 metros después de un difícil acecho, que obtener el mismo éxito con un tiro incierto a 400 metros. Tanto los órix machos como las hembras, tienen cuernos.
47
ÁFRICA - 1953 Esto último es como recibir un beso a control remoto. Pues bien, cuando estábamos a 300 metros los dos antílopes nos vieron o sintieron, porque primero corrió el antílope de Hunter y luego el órix. Para entonces ya empezaba yo a sudar. Sin dirigirnos una palabra, continuamos caminando en la dirección tomada por los dos animales, que ya estaban fuera de la vista. Una hora más tarde sudaba a chorros, estaba arrepentidísimo de no haber llevado agua. Tuve que conformarme con un limón, que en los safaris acostumbro llevar en la bolsa. A falta de limón es bueno una piedrecita en la boca para hacer funcionar más activamente las glándulas salivales. En ese momento volvimos a ver al órix. Tomamos más cuidado en el acecho; cubriéndonos con los matorrales y sinuosidades del terreno primero, y después caminando en cuclillas con el rifle cruzado en las piernas, nos acercamos poco a poco. ¿Alguna vez, lector, has probado caminar en cuclillas, digamos, siquiera unos 100 metros? Pues hazlo por curiosidad a pleno sol y con temperatura de 40 grados centígrados y verás que tiene su gracia, y si además pasaste ya de los 40 años, tiene más gracia todavía. Ya no pretendía los 100 metros, me conformaba con 150. Ya estaba casi a tiro cuando el antílope, ya avisado, emprendió la carrera. ¡Qué desaliento! “Pero si esos animales son más desconfiados que un banquero”, dije a Bill. Creí que dejaríamos la cosa por la paz, pero mi guía es un australiano muy terco, y también por mi parte, ya picado, seguimos adelante tras la huella. El calor era insoportable a mediodía y sabíamos que el bicho pronto buscaría una sombra para echarse. Pero el animal tenía el diablo, porque hubimos de caminar otra hora, sudando, con la boca más seca que una lija y sin agua. Volvimos a verlo. Otra vez tuvimos que caminar no menos de 200 metros, en cuclillas y a ratos de rodillas, para variar. Ya no podía ni con mi alma. Todo me estorbaba, rifle, binoculares, cartuchos, todo pesaba el doble, y ¡qué calor! El sudor me escurría a chorros por todos lados: de la frente a las cejas, y de éstas a las pestañas haciéndome ver borroso el panorama. Los anteojos solares se opacaban con el vapor producido por el sudor. De muy buena gana hubiera abandonado el acecho, pero pudo más mi afición y mi amor propio ante ese animal y ante aquel australiano, flaco y seco como ‘un charal, que no tenía nada que sudar. No había remedio; otra chupadita al limón y ¡a caminar, como los peregrinos que van a pagar una manda a San Juan de los Lagos, haciendo largas caminatas, martirizando su cuerpo lleno de cilicios! Por fin logré arrimarme a unos 150 metros. Estaba tan agitado que no creí pudiera hacer blanco ni sobre un ele-
fante. No había algo donde apoyar el rifle para asegurar más el tiro. Temía que otra vez se me fuera la pieza. Jadeando, con la lengua hasta el pecho y esperando un milagro, me dispuse a tirar rodilla en tierra. El animal estaba atravesado. Traté de fijar el grano del rifle en la paletilla, pero mi estado de agitación era tal, que la mira bailaba arriba y abajo del cuerpo del órix, menos donde me proponía. Contuve un instante la respiración y oprimí el gatillo. En lugar de oír el esperado impacto de la bala, oí a lo lejos el silbido de ésta como cuando se ha rozado una roca. Comprendí que había errado limpiamente. El órix corrió y desapareció en la maleza. Sin embargo, por mera costumbre en cacería, fuimos a inspeccionar aquel lugar en que había estado el antílope cuando le disparé. No encontramos rastro de sangre. Seguimos la huella y ¡cuál no sería mi alegría y sorpresa al descubrir, después de caminar unos 100 metros, al órix bien muerto! ¡Qué satisfacción sentí en ese momento! —Oye, pues ¿adónde le apuntaste? —preguntó Bill. —Al pescuezo, menso, ¿qué no ves el tiro? —contesté. La verdad es que, dadas las condiciones en que disparé, fue una casualidad. La bala atravesó el pescuezo y siguió, por eso la había oído silbar. Se realizó el milagro. Dejamos el antílope para regresar por él en el carro de caza. Al llegar a éste lo primero que hizo el fotógrafo fue tomar una instantánea que cada vez que la miro, me recuerda a ese endemoniado órix que tanto trabajo me dio. En la foto se pueden observar dos cosas; la camisola empapada de sudor, pegada a mi cuerpo y la cara sonriente y feliz del cazador. El cansancio había quedado con el órix muerto. No obstante la fama de que goza el río Tana por la abundancia de elefantes que llegan a beber en sus aguas, nosotros seguíamos sin suerte. Vimos muchas huellas, enormes y abundantes defecaciones por todos lados, pero ni un rastro fresco que invitara a seguirse. Con excepción de aquella manada que observamos el primer día cerca del campamento, no vimos más. Un elefante con grandes y pesados colmillos no es fácil de encontrar, pero eso no fue motivo para impacientarme. Nota en mi Diario: El 15 de enero nos levantamos como de costumbre muy temprano, en busca de elefantes. Me doy cuenta que me he familiarizado mucho con el ambiente de África. Mi vista ha aprendido a descubrir con rapidez la silueta de los animales a distancia. En cuanto a huellas, ya me es fácil descubrir algunas desde la calandria, cuando ésta corre despacio a campo traviesa. Pronto estoy adquiriendo buena experiencia. Ese día aprendí a no confiar la seguridad de mi propia
48
テ:RICA - 1953
El テウrix que me hizo sudar a chorros.
A las orillas del rテュo Tana llegaban a beber gran cantidad de elefantes.
49
ÁFRICA - 1953 la cabeza a verme. Le señalé al rino, pero otra vez movió la cabeza indicándome no tirarle. “¡Qué bárbaro!, pensé,¡esto es el colmo! Antes fue un puerco, pero ahora se trata de un señor rinoceronte.” De muy mala gana seguí adelante echándole una última ojeada a aquel corpulento paquidermo que tan espontáneamente se me había presentado y… una palabrota muy mexicana para Bill salió de mis labios, sin poderme contener. Bill no entendió. Minutos después entramos en un terreno donde la vegetación era más densa. Bill empezó a caminar más despacio y dio instrucciones al huellero para que se pasara adelante y dirigiéndose a mí dijo en voz baja: —Ponte alerta. El huellero seguía muy atento el rastro, mientras que Bill probaba continuamente la dirección del viento; todos escudriñábamos la selva esperando a cada momento descubrir un tembo. Es notable la educación y experiencia que en materia de safaris tienen estos nativos, muy particularmente los de la tribu wakamba. Como van descalzos y prácticamente desnudos, no hacen el menor ruido al andar por entre la maleza, y parecen mudos, no chistan una palabra, todo lo expresan a señas o silbidos cuando saben que la presa buscada ya debe estar cerca. ¡Qué contraste con nuestros comadreros rancheritos de México que no paran de hablar! —Mire, don Benito — me decía uno en cierta ocasión en que andaba cazando venados—, cerca de aquel palo seco, hace tres años mató don Juanito, que en paz descanse, un machote padre, con unas “horquetas” que no me alcanzaban los brazos pa’medirlas! “Ya cállate, hombre, que puedes asustar a los venados.” —Hummm ... , patrón, no se preocupe, que aquí hay “panino”, ya lo verá. Pero déjeme contarle lo que pasó con don Mario cuando el año pasado se perdió en la Capilla de Guadalupe. “Cállate el hocico o te regresas al rancho. ¡Ya!” Pero mejor volvamos al elefante. El huellero se paró apuntando con la mano un denso lugar de la selva. Quité el seguro de mi rifle echándole un vistazo a las miras; me sentí excitado, me brincaba el corazón, los nervios en tensión, la mirada fija, pero no veía nada. Debió haber pasado un minuto cuando descubrí un elefante quieto, parado entre el breñal, frente a nosotros. —¿Qué tal están los colmillos? —pregunté a Bill que, en cuclillas, observaba con los prismáticos. —No sé —contestó—. No puedo verlos bien. Acerquémonos más para apreciarlos. Nos aproximamos hasta unos 40 metros. Para entonces ya los dos huelleros que llevábamos se habían quedado muy atrás. A esa distancia veía muy bien al tembo, pero no los colmillos al estorbo de la breña, ni con el uso de los
“A unos 80 metros descubrí un rinoceronte ... “ vida al experimentado cazador blanco en momentos difíciles; más tarde, en otras cacerías, había de comprobar que estos profesionales, lógicamente, temen el peligro igual que cualquier aficionado y suelen correr asustados como un tímido novato. Como a las 10 de la mañana encontramos una huella de elefante que, a juzgar por su tamaño, debía de ser un buen macho. Dejamos la calandria y seguimos a pie con nuestras armas listas. En fila india seguía yo a Bill, y detrás, mi portador de armas cargando mi rifle cuate .465/500, con el que tanto me había de encariñar con el tiempo, por los buenos tiros que con él hice sobre animales peligrosos. Un huellero más iba a la cola. De repente Bebi me tocó el hombro señalando a mi izquierda con el dedo. A no más de 100 metros estaba un gigantesco wart-hog (jabalí o facoquero), con unos colmillos tan grandes que parecían los cuernos de un torete. Me lamí los labios pensando en los chicharrones que de él haríamos, sentí cosquillas en los dedos y . . . nada, que me aguanté las ganas de tirarle, porque me dijo Bill —¿Prefieres eso a un elefante? Moví la cabeza negando y seguimos caminando. Poco después encontramos heces del elefante que íbamos rastreando. Estaban muy fresquecitas, tibias, casi calientes. Debíamos estar cerca. De las manos de Bebi tomé mi rifle de alto poder echándomelo al hombro. Así, caminaba estirando el cuello y alargando la vista por todos lados, cuando a mi izquierda, muy cerca, a unos 80 metros, descubrí un rinoceronte. Era el primero que veía y sentí como un toque eléctrico en el cuerpo. Di un ligero silbido que hizo detenerse instantáneamente a Bill volteando
50
ÁFRICA - 1953 binoculares podíamos calcular el peso aproximado. En eso nos concentrábamos, cuando inesperadamente el elefante dio unos cuantos pasos violentos al frente, como si iniciara una carga; Bill por su lado y yo por el mío echamos a correr como alma que lleva el diablo. Después de unos 50 metros me paré y volví la cabeza. El elefante no había dado un paso más. Pronto descubrí a Bill, de no sé dónde venía a reunirse conmigo, pero a los dos negros parecía que se los había tragado la tierra. ¡Así es el respeto que infunde el elefante cuando da un paso al frente con las orejas y la trompa echadas hacia delante! Ya completamente al descubierto vimos que los colmillos del paquidermo no pesarían más de unos 30 kilos por lado, y yo los quería de más de 50. Nos alejamos. ¡Lástima de rinoceronte y lástima del jabalí a los que no les tiré, pero así es la cacería! Buen provecho saqué de ese incidente. Me hizo pensar que en el futuro, en momentos de peligro, sólo debía confiar en mis piernas y mi rifle. Es un error suponer que el cazador blanco es un ángel guardián del cazador amateur. No, querido lector, también ellos le tienen cariño al pellejo, son humanos, cometen errores, sienten el miedo, se po-
nen nerviosos, corren del peligro y yerran los tiros. Desde luego que también suelen ser valientes, pero no temerarios, porque eso es una estupidez. Bill, que estaba catalogado como uno de los mejores cazadores profesionales, ni siquiera se acordó de decirme ¡córrele!, en aquel momento que creímos peligroso. Tristones, regresamos donde estaba la “calandria” y nos fuimos en dirección a un rumbo donde alguien le dijo a Bill que tal vez encontraríamos el antílope de Hunter, especie rara y escasa, próxima a la extinción.
El raro antílope de Hunter Según me informaron, este antílope sólo se encuentra en un área reducida de Kenya, que era precisamente por donde andábamos. Fue algo accidental y de mucha suerte encontrar uno de estos ejemplares. Después de dejar al elefante anduvimos en el vehiculo hasta eso de las 4 p.m. Caminábamos sin rumbo, fuera de rodada, a campo traviesa, cuando Bebi, que iba en el capacete del carro como vigía, dio dos golpes, señal convenida para detenernos porque algún animal estaba a la
Pude cobrar un buen ejemplar de antílope de Hunter.
51
ÁFRICA - 1953 Nota de mi Diario: Tenemos ya 3 semanas de safari; hemos recorrido 2500 km. Me siento un poco desalentado en cuanto a animales peligrosos. Sólo he visto el rinoceronte y los elefantes que ya referí. Esto tiene que cambiar. ¡Y cambió! En tremendas luchas, leones han sido muertos por búfalos y búfalos por leones. Los rinocerontes, tan estúpidos como peleoneros, tienen entre sí encuentros a muerte. No hay rinoceronte adulto sin grandes cicatrices en su piel. El leopardo tiene enemigos tan formidables como el baboon, que en grupos se defienden atacando. Pero el único enemigo del elefante es el hombre. Ningún animal se atreve a atacarlo; entre su especie da muestras de llevar una conducta de ejemplar armonía familiar y social. En cuanto a la peligrosidad de los cinco grandes de África, las opiniones de los cazadores blancos están siempre repartidas, aunque más inclinadas, según mis datos personales, a la siguiente escala: elefante, búfalo, león, rinoceronte y leopardo. Por supuesto, mucho depende de las circunstancias del lance y de cómo le ha ido a cada uno en la fiesta. Cuando un leopardo está herido, se le considera más peligroso que todos los demás. Sin embargo, cada uno de estos brutos tiene su lado flaco. El gigantesco elefante tiene buen oído y finísimo olfato. Fácilmente ventea al hombre a 1 kilómetro de distancia, pero en cambio, es tan miope que a 40 metros no sabe distinguir entre un individuo y un matojo, si el individuo permanece inmóvil. Por la mañana o por la tarde ve mejor que al mediodía. El búfalo es una bestia potentísima que aguanta mucho plomo antes de caer; por la conformación caprichosa de sus cuernos lleva bien protegido el cerebro. Animal inteligente, aunque no tanto como el elefante, con muy buen olfato, vista y oído. Tiene una particularidad: siempre lleva la cabeza de tal manera echada hacia atrás que deja completamente al descubierto el pecho, para un tiro fácil al corazón. Eso sí, cuando un búfalo se decide a cargar, lo hace en forma tan determinada que en el lance muere él o muere el cazador. El león. Su majestuosa y gran nobleza le ha valido el título de “Rey de la Selva”, cuando en realidad sólo es un virrey. En la India no ha podido prevalecer; el astuto y poderoso tigre de Bengala los ha desalojado. Hace unos 60 años, Percival, famoso cazador, hacía remesas de cachorros desde África para su procreación, pero no dio resultado. Hoy sólo existe una reducida reserva en la región selvática de Gir Forest. Es valeroso, noble, seguro de sus formidables garras que lo hacen confiado. Tiene cualidades que lo pierden; cuando huye ante la presencia del hombre, siempre lo
Uno de mis mejores huelleros pertenecía a la tribu Wakamba. vista. —.30-06 —dijo Bill, al tiempo que saltaba del carro. Yo también salté tomando el rifle y cortando cartucho inmediatamente. Nos internamos en el monte. —¿Qué animal es? —pregunté ansioso. —Hunter’s —me contestó Bill. Nos fuimos metiendo en el monte a paso veloz, casi corriendo, y después de unos 15 minutos se paró Bill bruscamente señalando con la mano aquel raro animal que estaba parado a no más de 80 metros. Las circunstancias ameritaban un tiro rápido, a pie firme, y así lo hice, pero ¡oh, Dios mío!, ¡erré el tiro limpiamente! El antílope, sorprendido, se quedó parado. Nunca lo hubiera hecho, porque un segundo disparo, muy rápido y preciso, al codillo, cortó la vida del animalito en forma instantánea. ¡Qué pena si se me hubiera ido, porque no he vuelto a ver otro!
Tembo-Campamento en Lein Cae mi primer elefante
52
ÁFRICA - 1953
En opinión de los cazadores blancos, el elefante y el búfalo son los dos primeros animales peligrosos de África.
53
ÁFRICA - 1953
Al león corresponde el tercer lugar en la lista de los animales peligrosos. hace con un trotecito digno y decoroso, pero generalmente se deja acercar sin inmutarse. Ese es su punto débil. En cambio, cuando tcarga, es tan terrible, decidido y tan rápido, que se ha calculado que cubre 100 metros en cinco segundos. El cazador lo sabe, y por eso debe precisar bien su primer tiro al corazón. El rinoceronte. Este paquidermo de tonelada y media, con imponentes cuernos, de un corte y aspecto que no encajan en nuestro siglo, sería muy temible si no fuera un payaso farolón que provoca risa. Posee buen oído y olfato,
pero es tan pobre de vista como el elefante; por ello, el cazador puede, con viento favorable, acercarse sin mayor dificultad a 20 metros, para asegurar la pieza con un tiro bien colocado. Cuando un rinoceronte ataca, un simple rozón de bala lo detiene invariablemente. Da media vuelta, corre un poco para uno u otro lado y muy frecuentemente vuelve a atacar, pero si esto ocurre, ya el cazador tuvo tiempo de estar listo para su segundo disparo. El leopardo. En mi concepto, este peligroso gato no tie-
54
ÁFRICA - 1953
El cuarto lugar es ocupado por el imponente, pero miope rinoceronte. ne lado flaco, a no ser su peso, cuyo promedio aproximado es de 55 kilos; si pesara lo que un león, sería el invencible campeón de todos los félidos. Su olfato, como el de todos los gatos, es más bien pobre; tiene buen oído y vista prodigiosa. Animal muy valiente y astuto, lucha terriblemente hasta morir; es audaz, y su fuerza, considerando kilo por kilo, no la igualan el león o el tigre de Bengala. Herido, siempre ataca, y lo hace tan inesperada y velozmente, que no da tiempo al cazador ni de encarar su rifle. Sin embargo, el hombre tiene posibilidad de salvarse, si es fuerte
y tiene presencia de ánimo. Este fue el caso del famoso cazador para museos Carl Akeley, un día del año 1926, en que fue atacado por un leopardo hembra de 36 kilos que había herido en una pata. La anécdota dice así; “La tarde moría. Había rastreado a la bestia hasta un pequeño islote en un río. No era más que una pequeña sombra obscura cuando la descubrí a no más de 27 metros. Disparé. Se me echó encima y en un instante tenía yo en mis brazos a un demonio que me mordía y clavaba sus garras. Tenía clavadas sus mandíbulas en la parte superior
55
ÁFRICA - 1953
El leopardo tiene el último lugar entre los “5 grandes”. de mi antebrazo derecho. Con mi mano izquierda le agarré la garganta. Cada vez que aflojaba un poco las mandíbulas para morder otra vez, yo jalaba un poco mi brazo corriéndolo una pulgada más o menos. Finalmente me mordía la muñeca de la mano entonces le metí ésta dentro del hocico. Afortunadamente sus patas traseras colgaban tan bajo que no podía clavarme sus garras en el vientre. “Concentrándome, sangrando y pujando hice uso de cada onza de energía en un supremo esfuerzo por cortarle la respiración. La fiera seguía tan fuerte como nunca y yo perdía la esperanza. Los dos caímos a tierra, yo encima. Coloqué mis codos en sus sobacos abriendo de tal manera sus antebrazos de modo que no pudiera herirme con sus garras. Entonces encogí mis rodillas, las puse sobre su pecho y presioné. Una de sus costillas tronó. La bestia aflojó ligeramente. Seguí apretando y otra costilla tronó. Sentí que se iba debilitando y surgió la esperanza de que tal vez pudiera yo ganar. Empujé mi puño más dentro de su garganta. Poco a poco el animal dejó de luchar. Me puse de pie, le clavé mi cuchillo y la batalla acabó. “De regreso al campamento los amigos me inyectaron solución antiséptica en mi brazo mal herido. Pronto me puse bien y pude salir avante en esa lucha gracias a mi
fuerza y juventud.” Años después C. Akeley murió, enfermo y agotado, en el Congo Belga y fue enterrado en las faldas del Monte Mikeno a 9 000 pies de altura. Aquí cabe citar el siguiente pensamiento: “La Naturaleza da al tigre la fuerza de sus garras; al águila la de sus potentes alas; a la gacela la defensa de su agilidad, pero no reúne todas estas cualidades en un mismo ser. Siempre a una fuerza corresponde una debilidad.” Volvamos a mi relato. Levantamos nuestro campamento de Bura y nos fuimos rumbo a Garissa, una pequeña población cabecera de Distrito. La mente de Bill le anunciaba que ya era tiempo de enfrentarnos con alguno de los cinco grandes, decidiendo empezar por el elefante, el más peligroso, Allí, mientras cargábamos gasolina y nos proveíamos de algunas vituallas, Bill platicaba entusiasmado con un somalí. Después de un buen rato regresó al carro y me comunicó: —Vamos a ir a un lugar muy lejano en busca de elefantes. El individuo con quien platiqué conoce bien el terreno e irá con nosotros. —¿Por dónde queda eso? —interrogué.
56
ÁFRICA - 1953 —Pues ... , rumbo a la costa del Océano índico, cerca de la frontera con la Somalia Italiana. —Pues vamos, que no en balde hemos recorrido medio mundo. —No te arrepentirás —continuó—, aunque no conozco el lugar, sé que hace por lo menos seis años que ningún cazador se ha aventurado por aquellos rumbos. Cuando todo estuvo listo, nos subimos al vehículo y emprendimos el viaje seguidos del camión de cinco toneladas que cargaba con el campamento y nuestros 17 negros. Todo ese día seguimos rumbo al este, por una extensa llanura de altos pastizales; zona completamente desértica, sin agua, sin animales ni aldeas o chozas. Nos oscureció, y tuvimos que dormir a campo raso. ¡Noche negra y silenciosa cubierta por un cielo bajo, tachonado de estrellas! Esa noche no dormí muy tranquilo. Era la segunda que pasábamos a campo abierto, sin tienda. Antes de cenar, la plática había versado sobre la audacia de las repugnantes y hambrientas hienas que, en ocasiones, se atreven a penetrar en los campamentos atacando a mordiscos al cazador dormido. Tal vez sea cierto, pues acabo de leer una noticia en la prensa del 19 de mayo de 1961, que en la India las hienas habían atacado y devorado a 12 niños, que a causa del intenso calor, dormían fuera de sus casas. En cuanto clareó el alba tomamos un té y continuamos nuestro camino. No había brecha o algo parecido; más que una cacería, aquello parecía una expedición. Como a las 10 a.m. nos encontramos a unos somalíes de aspecto nómada, que seguramente se mudaban de lugar. El cuadro era impresionante: dos hombres, una mujer
y un niño de 7 años, en dos camellos y cuatro vacas cargaban una tienda y todos sus pobres menesteres. Todos caminaban a pie. Los interrogó uno de nuestros negros que entendía su dialecto; íbamos en buena dirección hacia la costa del Océano índico, a nuestro destino; pero ellos llevaban dos días de camino sin tomar un trago de agua. Lo único que buscaban esos miserables era encontrar, no importaba el lugar, un charco de agua donde establecerse por algún tiempo. ¡Pobre gente! El esquelético chamaquito, de semblante triste como el de un huérfano pobre, me conmovió. Traté de alegrarlo dándole unos chocolates y suficiente agua con la que todos calmaron su sed. El niño no sonrió ni me dio las gracias, simplemente tomó lo que le ofrecí. Se fue el día sin detenernos más que el tiempo necesario para almorzar. Ya entrada la tarde el panorama cambió: la vegetación era diferente, aunque el terreno seguía plano y desértico. Empezamos a descubrir las primeras defecaciones y huellas de elefantes. Se alegró mi corazón, aunque me preocupaba la ausencia de agua. Sin embargo, bien sabía yo que el elefante no se aleja del agua más de 15 a 20 km. Más adelante, el terreno se volvió boscoso, parecido a alguna de las huastecas de México; sólo que donde íbamos, toda la vegetación era de espinos, incluyendo las típicas acacias y los desgarradores wait-a-bit (espinos que llamábamos “uñas de gato” o “espérame tantito”). Finalmente, ya pardeando la tarde, llegamos a una pequeña aldea, integrada por unas cuantas chozas y un
Para los miserables nómadas, el agua es la vida.
57
ÁFRICA - 1953 charco de agua achocolatada, que era la única fuente de vida de sus pobladores. Después de cambiar algunas palabras con los nativos del lugar, nuestro cazador blanco llegó a la conclusión de que ese era el sitio para acampar y buscar los elefantes. De todos los campamentos, éste fue para mí el de aspecto más triste y desolado. Armamos nuestras tiendas bajo una gran acacia; nuestro magnífico cocinero Matteka tuvo que conformarse con instalar la cocina en un chaparral que apenas la protegía del sol. Lo primero que hice fue decirle a Bill: —Oye, aunque tenemos un buen filtro, te advierto que no tomaré agua de ese charco sucio. —No te preocupes —contestó—, todavía tenemos dos tambos llenos de agua muy limpia que traemos desde Garissa. —Bien, pues hay que cuidarla y reservarla para nosotros. Enero 19. Tomamos el té a las 6 a.m. y acto seguido nos subimos a la calandria en busca de elefantes. No tardamos en encontrar huellas en abundancia, pero ninguna importante. En Lein, que así se llama el lugar de nuestro campamento, no hay más animales silvestres que los elefantes. Ninguna otra especie vimos en los nueve días que estuvimos ahí. Pasó la mañana sin resultado alguno, y regresamos al campamento. Por la tarde, llegó el somalí que encontramos en Garissa informándonos, muy emocionado, que había encontrado una enorme huella. Como era la 1 de la tarde, calculamos que era la hora de la siesta de los paquidermos y, seguramente, no se moverían sino hasta las 4 p.m. del lugar localizado por el huellero. De inmediato abordamos el carro y partimos. Al llegar al lugar donde encontramos la huella, abandonamos el carro y empezó el rastreo. El terreno estaba cubierto de una gruesa capa de arena, algo muy parecido a los campos del sureste de Angola o de Bechuanaland (hoy República de Botswana). Entramos en un chaparral muy cerrado, lleno de espinos y con un sol que quemaba. La arena hacía nuestro andar silencioso y muy pesado. El grupo se componía de mi compañero J. L. Espinosa y yo, como cazadores amateurs; Bill, como profesional; Walter Jones, como auxiliar de Bill en entrenamiento para su carrera de cazador blanco; Jack, el fotógrafo y tres huelleros. Espinosa llevaba un rifle cuate calibre .470 y yo, mi .465/500 de dos cañones. Al empezar el rastreo, mi compañero y yo echamos un volado, quien ganara, tiraría al primer elefante. Espinosa lo ganó. A mí me tocaría la se-
gunda tanda. De todos modos seguiríamos juntos en los huelleos. Después de una hora y media de dura y rápida caminata, bajo un sol calcinante y esa maldita “uña de gato” que a cada paso pinchaba nuestras carnes y nos hacía detener para desengancharnos, encontramos los primeros excrementos, muy grandes; exteriormente presentaban ya la oxidación característica debido a los efectos del sol, pero al partirlas, por dentro estaban brillantes, amarillas, olorosas y un poco tibias. ¡Qué entusiasmo sentimos todos! No hacía más de media hora que ese elefante había hecho allí “su gracia” y, parecerá exageración, pero tratándose de heces, el cazador experimenta tal placer y gusto con el aspecto y el olor que denuncian la proximidad o lejanía del animal, que de habérsele ocurrido a R. Kipling, seguramente hubiera escrito un poema sobre el tema. En efecto, el cazador no tiene empacho en partir y palpar los excrementos de los animales para conocer su frescura y determinar cuánto tiempo atrás fueron efectuadas. Se diría que se adelanta, saboreando en sus manos la pieza con la que se enfrentará en horas o minutos. Ciertamente, el mejor indicio de la proximidad de un animal no es la huella de la pezuña, sino el estiércol, que constituye un libro abierto para el cazador experimentado. Caminando en fila india seguíamos atentamente el rastro. A la media hora, encontramos un elefante y luego otro, pero ninguno de ellos era el ,que seguíamos. Me pareció increíble la aparición y desaparición de esos fantasmas que, no obstante su gigantesco volumen y peso, hicieron en el chaparral menos ruido que un gato sobre una alfombra. Comprendimos que ya debíamos estar muy cerca; empezamos a probar continuamente la dirección del aire procurando tenerlo siempre “pico al viento”. No sé por qué en África cambia a cada momento. De repente oímos el fuerte ruido de una rama que seguramente había truncado un elefante: ¡nuestro tembo! Inmediatamente nos pusimos alerta, dejando a los huelleros atrás. Espinosa y Bill se fueron por un lado, y yo por el izquierdo, acompañado de Walter. No podíamos localizar al tusker (colmilludo) rondábamos dando semicírculos. Las manos me sudaban. De pronto, se apareció frente a mí surgiendo del breñal como por encanto, como un espejismo, o como se presenta a veces una lejana amistad largo tiempo esperada. Creo que a pesar de su miopía, nos vio porque se paró de golpe. En voz muy baja me dijo Walter: —Freeze —(término del argot cinegético que significa: “quedarse absolutamente inmóvil”, confundiendo de este modo a un animal; de otra manera, con el menor movimiento descubre al cazador y lo atacará, o bien
58
ÁFRICA - 1953 dará media vuelta). Espinosa y Bill estaban a mi derecha, a unos 20 metros, pero era tan espeso el monte, que no nos veíamos; tampoco veían al elefante, aunque sabían que no estaba lejos. y yo no podía avisarles que lo tenía frente a mí. Más de dos minutos tuve a unos cuantos pasos, a tiro fácil, aquel majestuoso rey de la selva. Quietos los dos. Sus colmillos eran gruesos y enormes, ¡estupendos! Exactamente me encontraba frente a ese gigante tal y como lo había soñado: a 20 metros, cara a cara, quieto, con la cabeza baja, vertical, posición ideal, preciosa para un tiro al cerebro. Con gran emoción me quedé contemplando aquella mole, tracé el punto de impacto imaginando una línea de ojo a ojo, tres pulgadas arriba: sí, por ahí penetraría la bala y llegaría al cerebro. Solamente mi rectitud y espíritu deportivo contuvieron mis inmensas ganas de fusilar aquel acorazado de la jungla, el cual, cansado de esperar el lance, tranquilamente, paso a paso, cruzó delante de mí hacia su destino. ¡Mala suerte la de haber perdido ese volado!, mala suerte, porque desde entonces, en 9 safaris africanos que tengo en mi haber, han caído 7 elefantes y no he vuelto a ver uno con tan buenos colmillos como aquél. Tal vez en algún otro safari tenga mejor suerte. Desde entonces, nunca he vuelto a jugar volados ni de a centavo. Seguí sin moverme. Instantes después, oí dos disparos. Entonces corrí a mi derecha, en dirección a Espinosa, en el momento que él hacía un tercer disparo en ángulo difícil cuando el gigante se alejaba a paso veloz perdiéndose en el chaparral. El primer tiro de Espinosa fue dirigido al cerebro, pero con mala suerte, y los otros dos, a donde pudo, dadas las circunstancias; sin embargo, ninguno hizo impacto en lugar vital. Luego vino lo bueno, la dura y difícil tarea de rastrear un animal tan inteligente y resistente como es el elefante. En África no se abandona así como así a un animal herido. Por una parte, lo exigen los reglamentos de caza, y por la otra, el amor propio del cazador amateur. i Ni hablar! Primero corriendo y después caminando muy aprisa, seguimos a la bestia herida hasta ocultarse el sol. Entonces, Bill decidió que era inútil seguir de noche. Lo mejor que podíamos hacer era que él y Espinosa, con los tres huelleros, seguirían el rastro hasta donde los sorprendiera la oscuridad y dormirían sobre la huella para seguir en cuanto amaneciera. Jack, individuo de 90 kilos, se sentía agotado. Como usaba pantalón corto, las piernas le sangraban por todas partes, consecuencia de las caricias que había re-
Los elefantes fueron los únicos animales silvestres que vimos en Lein.
cibido de la “uña de gato”. Mejor sería que regresara al campamento, y como no tenia arma yo debía acompañarlo el camino. Al día siguiente, enviaríamos agua y alimentos con un negrito que seguiría la huella hasta encontrar a los dos cazadores. Así lo hicimos. Mi regreso al campamento no fue fácil: sin agua, sin huellero, cansados y de noche, pero llegamos. Toda la mañana del día siguiente la pasé impaciente, en espera de conocer los resultados. Por la tarde se presentaron en el campamento con “caras de Pascua”. Habían dormido sobre las huellas y tan pronto amaneció, reanudaron el rastreo caminando, hasta el mediodía cuando volvieron a ver a su deseada víctima, pero no fue fácil acabar con ella; aguantó mucho plomo: 11 tiros del rifle cuate de alto poder. La fatiga y la tarea valieron la pena, pues los colmillos de la formidable bestia pesaron 118 libras uno y 132 el otro. El esfuerzo de Bill le costó una bronconeumonía; Espinosa cumplió como cazador, no se rajó. Estábamos en terreno casi virgen y me sentía espe-
59
ÁFRICA - 1953 mismo. ¿Por qué no harían antes sus necesidades? y ya por la noche, llegaban los camellos que se eternizaban en el agua, haciendo un ruido atroz con una especie de gruñido, mezclado con rebuznido y tos. Esa era la vida de aquellos miserables somalíes: camellos, reses, borregos; vivir a la orilla de un charco hasta que éste se secara y luego emigrar, buscar otro charco. Vida nómada, tal vez peor que la del tuareg del Sahara. Para esa gente la escuela es la naturaleza; las hierbas, su farmacia; su médico, el hechicero, el chamán, y la religión, el fetichismo, la idolatría, la brujería. Allí no ha llegado el islamismo ni misioneros de religión alguna. A cambio de tantas privaciones, tienen algo muy valioso, que aman, algo por lo que luchan y mueren los hombres de todas las razas y todos los pueblas. ¡Libertad, plena libertad! Nota en mi Diario: Bill se siente un poco enfermo. Tiene temperatura de 38 grados, cree que es consecuencia de la fatiga que aguantó siguiendo al elefante herido; cometió la imprudencia de quitarse la camisola y caminar así durante horas bajo el sol intenso. Siendo yo el único merolico de cabecera le prescribí cloromicetina, pero creo que debí darle aureomicina, puesto una lavativa, o qué sé yo. Los días pasaban y no veía la hora de encontrarme con mi elefante. Casi todas las noches soñaba con un tiro perfecto al cerebro de un monstruo de elefante, con colmillos de una tonelada por lado. Pensando en que la situación se pondría problemática si Bill empeoraba, le sugerí que en vez de salir un solo hombre en busca de la huella deseada, contratara a otros tres nativos del lugar, ofreciéndoles cien schillings al que nos mostrara el mejor indicio y que mandáramos un huellero por cada uno de los cuatro puntos cardinales. Mi sugerencia era lógica y práctica; con un costo de 100 schillings para mi, que gustosamente hubiera pagado 1 000, la cosa podría resultar bien. Pero la dignidad, el orgullo profesional de nuestro cazador blanco se sintió ofendido; me contestó lacónicamente: —Estamos haciendo lo mejor que podemos. —De buena gana le hubiera prescrito arsénico en ese momento a mi paciente. Y así perdimos otros dos días. Viendo cómo volaba el tiempo, cada vez me sentía más nervioso e impaciente. Finalmente, Bill, reconociendo su error, resolvió poner en práctica mi plan, y cuatro negros salieron por diferentes rumbos en busca de mi elefante. Son diferentes los sistemas que se siguen para “cortar una huella”; si el terreno lo permite, puede uno buscarla trepado en el jeep haciendo amplio recorridos en corto tiempo; pero en nuestro caso, sólo era posible a pie. Para no cansar al lector, le diré que se envían los huelleros: al encontrar un rastro marcan el lugar. Cuando regresan al
Nuestro huellero somali.
ranzado, tal vez también me tocara un buen elefante. El huellero somalí que se nos unió en Garissa, salía muy temprano en busca de huellas grandes; así vi morir cuatro días, sin resultados. La despensa estaba casi agotada, sin vegetales ni jugos cítricos. Nos vimos obligados a comprar carneros a los nativos, para alimentarnos. Todos los días nos comíamos uno y ya apestábamos a borrego. Yo creo que si nos hubiera venteado un león, nos come. Con profunda preocupación, veía cómo la buena agua de los tambos bajaba de nivel. Con angustia, pensaba si tendría que apagar la sed en el indecente charco que ya he descrito, fuente de vida de toda la aldea, de hombres y bestias. Todas las tardes, contemplaba el espectáculo de ese charco con la angustia del que espera un castigo. Desde las 5 p.m. empezaban a llegar las mujeres llevando sus cántaros en la cabeza. Se metían hasta la mitad del charco y, con la palma de sus manos, golpeaban el agua para alejar la lama verde acumulada; acto seguido, bebían, se refrescaban la cara, llenaban los cántaros y regresaban a sus chozas. Más tarde, llegaban el ganado vacuno y lanar, que además de beber a placer, a los muy... cochinos se les antojaba. defecar ahí
60
ÁFRICA - 1953
El ruido que hace el elefante rompiendo las ramas para comerse las hojas, ayuda a localizarlo en la espesura del monte. campamento o al sitio en que el cazador espera, lo guía. Una vez en el lugar, se estudia la importancia, dimensiones y edad de la huella. Si en apariencia es buena, se emprende el rastreo hasta encontrar al paquidermo. Sólo entonces, se sabrá si sus colmillos son aceptables. En mi safari de Angola encontré una huella que midió 61 centímetros de diámetro. Aun siguiendo este sistema, son muchas las largas, fatigosas e inútiles caminatas que tendrá que aguantar el cazador, antes de encontrarse con su deseado trofeo de caza. Uno de los huelleros regresó al campamento a las 9 a.m. con la noticia de haber encontrado un rastro. Inme-
diatamente abordamos el carro, media hora después lo abandonamos para seguir a pie. No habíamos caminado una hora, cuando encontramos otro huellero con la noticia de otra buena huella. Mi plan estaba dando resultado. Bill, que sabía varios dialectos, habló un buen rato con los dos nativos y resolvió que siguiéramos la señalada por el primero. Dirigiéndose a mí, preguntó: “¿Listo para una larga caminata?” —Desde luego, hombre, caminaré todo el día si es necesario —respondí. Caminamos otras dos horas bajo un sol inclemente, sofocante, sobre un terreno arenoso y pesado, pero casi
61
ÁFRICA - 1953 plano. Acacias, arbustos, espinos, breña y otros variados árboles componían la flora del lugar. Ni el calor ni la caminata me importaban, no sentía el cansancio. Siete días había esperado ese momento. Caminábamos todo el grupo en fila india. Sólo nos deteníamos para examinar alguna huella que ocasionalmente se cruzaba con la que seguíamos. El monte era cada vez más denso y nos obligaba a ir más despacio. Se detuvo Bill: unas heces muy frescas, que todos examinamos, denunciaban la proximidad del tembo. Estaba brillante y calientita. Yo observaba y aprendía. Bebi puso en mis manos mi rifle cuate cargado con balas sólidas de 480 granos; revisé el arma levantando la mira para un tiro corto y seguimos caminando. Bill por delante, lo seguía yo y luego el resto del grupo. Se detuvo Bill para decirme en voz baja: —Espérame aquí, voy a ver si de veras sus colmillos son grandes. —No tardó en regresar informándome que no había visto uno, sino tres elefantes, pero que los colmillos del mejor no pesarían más de 80 libras por lado, y que él deseaba algo mejor para mí. Era la hora de la siesta de los elefantes, las 12, y no se moverían durante 4 horas. Por lo tanto, teníamos tiempo para ir a ver al elefante que había localizado el otro huellero y estimar el peso de sus colmillos. Cuando Bill me exponía el plan a seguir, lo noté fatigado; era evidente que no se sentía bien. Se tendió en el suelo. Luego mandó a dos huelleros nativos a localizar al elefante y nos informaran si los colmillos pasaban de las 100 libras por lado. Debimos haber ido Bill y yo; los nativos siempre exageran el peso, sólo se guían por el tamaño y olvidan la masividad del marfil y la edad del animal. A los 45 minutos, regresó uno de los experimentados hue lleros informando que había visto al elefante; era un monstruo que arrastraba los colmillos y que no podía con ellos, seguramente era un récord. Aquel nativo gesticulaba señalando la medida de los colmillos con 6 antebrazos, esto es: seis tantos del codo a la punta de los dedos de un hombre. Ya se imaginará el lector mi entusiasmo al traducirme Bill aquel informe. Inmediatamente nos pusimos en marcha, calculando que en 20 minutos estaríamos en el lugar. Después de 15, encontramos al otro huellero, quien dijo que el paquidermo estaba cerca. Bill y yo nos adelantamos. Es costumbre de los elefantes romper con su trompa una gruesa rama de árbol, para una vez caída, comerse las ramitas tiernas; el ruido que produce la rama al quebrarse, en el silencio de la selva se oye tan fuerte como un disparo de rifle. Eso fue lo que oímos y ayudó a localizar
más o menos al elefante, pero al probar la dirección del viento, nos dimos cuenta que era desfavorable. No debíamos seguir en línea recta, tendríamos que dar medios círculos para cortar el viento y buscarlo hasta toparnos con él. La maleza era sumamente cerrada, no veíamos a más de 15 metros. Si el tembo nos venteaba o nos oía, ¡adiós mi elefante! Sólo podíamos guiarnos por el ruido de las ramas que quebraba, o por el ruido de sus intestinos, increíblemente sonoro en el proceso de la digestión. Por fin, después de un buen rato de caminar, procurando no hacer ruido; logramos verlo un instante, sin poder apreciar el grueso y largo de sus colmillos. El corazón me dio un brinco. La situación era por demás peligrosa. La bestia seguramente nos había sentido; el viento cambiaba de dirección con increíble frecuencia dificultando más nuestro acecho. Dando vueltas por aquí y por allá, logramos verlo y perderlo dos veces más. El momento era verdaderamente excitante; yo creo que tanto como el que siente el ladrón que roba un banco. Era probable que hubiera más de un elefante, y este pensamiento nos hacía voltear para todos lados en aquel laberinto. Mi lengua seca se me hacía nudo, las manos me sudaban y el corazón latía a 100 por minuto. Bill y yo caminábamos apenas separados unos cinco metros, uno al lado del otro; él, a mi izquierda. De pronto oí mi nombre. —¡Beni ... Beni ... ! —así me llamaba Bill. Di un salto a la izquierda, mirando para donde él tenía la vista fija, como perro de muestra. De momento sólo advertí que se movían los huizaches; luego, una enorme cabezota y después, casi todo el cuerpo del gigantesco animal que, a 20 metros, venía de frente derecho adonde estábamos. No sé si sería una carga o simplemente un encuentro accidental frente a frente, pero sí creo que en ese momento nos vio. Fue cosa de segundos: levantó a trompa, tendió hacia adelante sus enormes orejas como aspas de molino holandés y apretó el paso. En ese instante dejé ir mi primer disparo a la cabeza. ¡Qué error! Al recibir el impacto, que alcanzó el cerebro, el elefante dio una rápida media vuelta a su izquierda y recibió mi segundo tiro, que dirigí al codillo. Luego oí un disparo de Bill cuando ya la bestia se perdía de vista en la espesura. Lo seguimos corriendo a más no poder. En la media hora que siguió, lo vi dos veces, y le disparé 4 tiros. Para entonces, Bill, Walter, Espinosa y yo íbamos tras del elefante disparándole. Aquello parecía una revolución contra fantasmas o una feria de pueblo, como dijera más tarde mi compañero Espinosa. Finalmente, el pobre bruto cayó abatido por 11 impactos. Por si fuera poca mi mala suerte, los colmillos, aunque
62
ÁFRICA - 1953 largos, simétricos y bonitos, sólo pesaron 66 y 64 libras cada uno . Todo salió al revés. Había soñado con un tiro perfecto al cerebro en un encuentro como el que tuve con el elefante que le correspondía a Espinosa. Tenía confianza en mi pulso, me sentía seguro y a la hora de la verdad ... , bueno, las circunstancias fueron adversas, pero reconozco que cometí el error de dirigir mi primer tiro al cerebro, en lugar de hacerlo al corazón, como era lo indicado. Cosas de principiante. De cualquier manera, obtuve buena experiencia de este mi primer encuentro con una bestia peligrosa: 1) porque fue emocionante el encuentro; 2) porque a partir de
ese momento advertí a Bill y a los demás que por ningún motivo aceptaría en el futuro ayuda para abatir mis animales, y que no reconocería como mío cualquier animal al que otro individuo le disparara. Tenía yo razón. Me sentía mortificado y molesto por la ayuda que no había solicitado para matar mi primer elefante. Esto nunca se repitió en mis siguientes safaris, con animales peligrosos o no. A partir de esa fecha, siempre, en toda cacería, ha sido mi primera condición para con los guías, lIámenseles cazadores blancos o shikaris no disparar sus armas sobre una pieza mía. Repito: —¡Jamás he vuelto a echar volados ni de a pellizco!
Después de un encuentro emocionante, cobré mí primer elefante africano.
63
ÁFRICA - 1953
Los colmillos del “tembo” fueron largos y simétricos.
64
ÁFRICA - 1953 Cómo se ejecuta la “cacería silenciosa”
sus perseguidores. Pero los agudos y finos sentidos tanto del kudu como del bongo, superan a todos juntos; esas facultades son las que debe superar la inteligencia y astucia del hombre, así como su experiencia y conocimiento del buen cazar. Para el cazador experimentado la mala suerte es muy relativa, porque él sabe “dónde duermen las huilotas”. Aquí va un ejemplo que considero de útil enseñanza para el cazador principiante: Supongamos que cuatro individuos emprenden lo que debe ser una cacería silenciosa. Los cuatro salen sin guías, en diferentes direcciones del monte. El primero regresa al campamento sin haber visto ni oído hada. El segundo dice haber oído, una o dos veces, el correr de un animal al pisar la hojarasca, pero sin lograr ver nada. El tercero vio un gran macho con enorme cornamenta, pero iba corriendo y muy distante; hizo un disparo rápido y erró el tiro. Este se disculpa argumentando que cualquiera puede errar un tiro, cuando todo lo que vio fueron los cuartos traseros de un animal que, Como relámpago, se perdió metiéndose en la espesura. El cuarto es el último en regresar al campamento, pero cargando en los hombros un buen ejemplar. En efecto, él sí logró un tiro regalado a 30 metros. El primer individuo no vio ni oyó nada, porque denunció su presencia a todos los animales, con tanta anticipación que huyeron antes de llegar a la distancia en que se puede oír el ruido de las pezuñas. El segundo fue más precavido; logró acercarse más denunciando su presencia cuando estaba a una distancia en que pudo oír cuando el animal corrió. El tercer individuo tuvo aún más éxito: dio la alarma, cierto, pero sólo cuando ya estaba cerca del animal, al cual no había descubierto hasta que éste empezó a moverse. El cuarto cazador, en cambio, nunca denunció su presencia completamente. Descubrió al animal antes de que éste lo viera a él, logrando así un tiro fácil a 30 metros, ante el animal parado. Así es como se ejecuta la “cacería silenciosa” ver al animal antes de que éste descubra la presencia del cazador. Los cérvidos y los caballos no saben distinguir los colores. Todo lo ven gris, en matices que van del claro al oscuro. En un pastizal un cazador experimentado puede acercarse bastante a un animal, si éste está solo; el cazador caminará sin hacer ruido cuando el animal se agache a comer, y deberá quedarse inmóvil cuando la pieza levante la cabeza para ver “si no hay moros en la costa”. Verá al cazador, pero como éste está inmóvil, acabará por no hacer caso y volverá a pacer tranquilamente. En una ocasión,
Se enferma el cazador blanco
La enfermedad de Bill resultó ser neumonía y malaria. Esto alteró todo nuestro plan de caza. Estaría 10 días en un hospital de Nairobi. Mientras tanto, nos fuimos no muy lejos de Nairobi, fungiendo Walter como guía. Buscaríamos el gran kudu, ese magnífico antílope que tanta guerra había de darme. Pasamos Arusha, el Lago Manyara y acampamos cerca de M’Bulu, a 480 km de Nairobi. Vimos gran cantidad de animales pero sólo dos kudus hembras. Al menos disfrutamos del bellísimo encanto del clima, la fauna y la vegetación, que es un edén, una gloria. Empezamos desde Arusha, población rodeada de tupido follaje y plantíos de café; al fondo, el majestuoso Monte Kilimanjaro por lado, y por el otro, el exuberante Monte Meru. Esto permitía al viajero una contemplación singular durante las tardes africanas. No puede pedir más un espíritu que guste de la naturaleza: abundante fauna a la vista, temperatura agradable de 1 000 metros de altura sobre el nivel del mar y dos olímpicos montes coronados por crepúsculos tan radiantes como los de octubre en México. Fueron días desperdiciados en busca del kudu, por terrenos muy rocosos, boscosos y de tupida maleza, como son generalmente los terrenos en que habita ese antílope tan arisco, cuyos finísimos sentidos sólo son aventajados por el bongo. Largas e infructuosas caminatas, en que sólo vimos otras especies a las cuales no tiramos por temor de ahuyentar a los kudus. Años más tarde, con la experiencia de otros safaris, recordaría la forma miserable en que perdimos aquellos días tras de un animal tan escurridizo. Muchos errores cometimos en esa ocasión, por seguir un método completamente equivocado. Prácticamente sólo aplicamos a medias una de las tres precauciones que deben observarse en lo que lIamamos cacería silenciosa, la cual es el método a seguir en el acecho o huelleo de un gran kudu y otros animales. Sólo cuidamos de la dirección del viento; pero nuestro caminar fue rápido, directo y ruidoso, en lugar de ser lento, en zigzag y silencioso. Todos los félidos tienen pobre olfato y agudos el oído y la vista; algunos osos, pobre la vista y finos el olfato y el oído; lo mismo ocurre con el elefante y el rinoceronte. Pero las gacelas, los cérvidos, los borregos y las cabras silvestres, el búfalo y otros animales, tienen bien desarrollados estos tres sentidos, los cuales constituyen las armas con que los dotó la naturaleza para poder sobrevivir, burlando a
65
ÁFRICA - 1953
El autor en uno de los pueblos africanos que pasó durante su primer safari. durante dos minutos, tuve como a 10 metros, frente a mí, un chital hembra en la India; como dos tontos nos veíamos fijamente, sin pestañear; cuando intencionalmente moví muy ligeramente la cabeza, el cérvido dio un resoplido y voló como alma que se lleva el diablo. Hay animales que pueden ver, oír o ventear al hombre a varios kilómetros de distancia; algunos, tan curiosos como el caribú, se acercan, en tanto que otros, tan ariscos como el addax, el bongo, el springbuck, el berrendo, los borregos y otros, huyen a la menor sospecha de peligro. Así pues, debido a múltiples errores cometidos en ese mi primer intento, no logré cazar el kudu mayor. Regresamos a Arusha y ese mismo día, en la tarde, llegó Bill, bastante mejorado.
terrestre originada por terremotos. Nace en Siria, en las tierras bíblicas del Valle del Jordán, y después de un recorrido de 6 400 kilómetros, cruzando una gran parte de África, va a morir en Mozambique, a la altura del delta del río Zambeze, al norte de Beira. Tiene zonas tan amplias que llegan a los 80 kilómetros de ancho. En su trayectoria cruza el Mar de Galilea, el Mar Muerto, el Mar Rojo, el Golfo de Aden, el Lago Rudolf, el Nyasa, el Lago Manyara, el inmenso y famoso cráter Ngorongoro, el Lago Tangañica, y en sus valles abriga enormes y extensas llanuras, desiertos, selvas, bosques y profundos barrancos y desfiladeros, como la Garganta de Olduvai, en la cual se han descubierto interesantísimos fósiles del Homo habilís (homínido o prehombre), que vivió en esas tierras hace 1 750 000 años. Ahora sigamos con el safari. Dos llantas nuevecitas se nos tronaron en ese pedregoso y difícil camino. Pasamos el pueblo de M’Bulu, y poco después llegamos a un hermoso lugar que me pareció virgen como un edén; no había en todo aquello una sola rodada de jeep o camión que denotara el paso de algún safari reciente. Acampamos bajo frondosos árboles, a las orillas de un arroyo. El lugar se llama Yiada. Cuando Espinosa mató su elefante, convenimos en
Yiada: Campamento de la suerte
Reanudamos alegremente nuestro safari partiendo rumbo al sureste. Pasamos la noche cerca del famoso Lago Manyara y a la mañana siguiente continuamos adelante. Por un pésimo camino empezamos a entrar al gran Rift Valley. Merece la pena hablar un poco de ese valle. Se trata de una inmensa grieta, una depresión en la corteza
66
ÁFRICA - 1953
Un costado del Rift Valley; al fondo el lago Manyara.
que él tiraría a cualquier animal que deseara, pero a mí me tocaría el primer león. Según Bill, ahora estábamos en terrenos de ese bicho. A los 15 minutos de haber salido vimos los primeros thomis, impalas y wildebeast. El terreno era abierto, limpio, con pasto corto y fresco; un claro de unos 30 kilómetros de largo por unos 8 de ancho, rodeado de bajos lomeríos adornadas por el verdor de una tupida arboleda. No había mosquitos ni la temida mosca tse-tsé. Descubrimos un rinoceronte solitario en la planicie. Le tocaba tirar a mi compañero. Después de probar la dirección del viento, que era favorable, nos bajamos del carro para aproximarnos a pie, en línea recta, sin agacharnos ni evitar que nos viera, puesto que, como ya dije, es un animal miope, por lo tanto, sólo debíamos procurar no hacer ruido. Espinosa y Bill se adelantaron hasta ponerse a 30 metros. El paquidermo de tonelada y media empezó a inquietarse moviendo las orejas, como un caballo pajarero cuando nota que algo asoma detrás de una cerca de piedra. Seguramente había sentido la proximidad de los cazadores. En ese momento soltó Espinosa el primer tiro de su
rifle cuate. Al recibir el impacto, el rino se revolvió para uno y otro lado, como si no supiera qué hacer ni para dónde correr; mientras tanto, recibió dos tiros más. La bestia se quedó como el toro de lidia después de recibir una estocada mortal. Un tiro más y otro de gracia acabaron con él. El espectáculo fue movido e interesante. Siempre hay peligro y emoción con estos grandes payasos de la fauna prehistórica. De regreso al campamento vimos una manada de gacelas thomis. Necesitábamos carne para la cazuela. Decidí tumbar una. En terreno tan abierto pronto nos vio la manada, y no pudiendo arrimarme más, resolví tirar, rodilla en tierra, sobre la más cercana que estaba a unos 250 metros. Erré mi primer tiro y seguí disparando cuando el animalito se alejaba a todo correr; finalmente, cayó como a 370 metros con mi séptimo disparo. Jack filmó la acción. Bill se mostró molesto. Los cazadores blancos protestan por esta forma de cazar y tienen razón. Según ellos, si se yerra el primer tiro y el animal corre, no se debe seguir disparando (me estoy refiriendo a animales no peligrosos), sino acecharlo, acercándose lo más posible para un tiro fácil y seguro. Correcto; pero esta vez yo seguí dándole gusto, no a Bill, sino al dedo.
67
ÁFRICA - 1953 Más carne: acompañado de mi portador de armas nos fuimos tras de la misma manada. Una hora después, cayó un segundo thomi con un tiro limpio a la espina, a una distancia de 200 metros. ¡Bonito tiro. Me saqué la espina que me dejó el otro, pero no hubo filmación! ... ¡Ese holgazán de Jack! Me sentía contento y esperanzado en que la suerte cambiaría: pensaba en que llevaba 42 días de caza y no había visto un león ... ¿Qué jijos pasa en África?, ¿dónde están esos bichos? Esa tarde obtuve una buena experiencia que comprueba el hecho de que, en África, una vez en el monte o en el campo, nunca sabe uno qué animal le va a saltar; lo mismo puede ser una gacela que un león, un búfalo o cualquier otro de los cinco grandes. Por lo tanto, si se va en pos de caza menor, como me pasó esa tarde, debe irse acompañado de un portador de armas que llevará al hombro un arma extra de grueso calibre, como un rifle cuate .470 o un 465/500. Esto es lo indicado. Después de una hora de andar por los lomeríos buscando huellas de rinoceronte infructuosamente, descubrimos un grupo de cebras en un claro. Mataría yo una para carnada de leones. Bill me aseguraba que por ahí debía haber. Aunque las cebras son muy ariscas, seguramente por lo muy perseguidas que se sienten por leones y cazadores, el terreno se prestaba para un regular acecho y asegurar la pieza de un tiro. Así que me adelanté solo y confiado; Bill y los demás quedaban a la vista entre la arboleda. Protegiéndome como pude, aprovechando arbustos y las sinuosidades del terreno, logré colocarme cerca de 150 metros de la cebra más cercana. Esta vez no tenía que seleccionar la de mejor piel, pues sólo serviría de carnada. Estaba concentrado, con la vista fija en mi víctima, sin observar los terrenos cercanos; calculé la distancia, quité cuidadosamente el seguro de mi .30-06 y rodilla en tierra encaré el rifle apuntando a la paleta del animal, oprimí el gatillo y oí el peculiar “pac” al impacto de la bala. La cebra se desplomó, y como la vi pataleando, me adelanté para darle el tiro de gracia. No había avanzado 50 metros cuando oí que tocaban el claxon del carro de cacería: era Bill que me estaba observando con los binoculares. De pronto no entendí la actitud de Bill, pero tal vez mi instinto de cazador lo indicó. Volví la vista y allí, a mi izquierda, metido entre unos arbustos, a unos 100 metros, estaba parado como si me espiara, un rinoceronte. Ya no intente rematar la cebra, ni podía adelantarme a matar el rino con un .3006. Me quedó quieto, esperando a Bill, que seguramente llegaría a mí con el rifle .465/500. Así fue; pero sólo para decirme que olvidara el rino, que sus cuernos eran muy
chicos. —Bueno, entonces vamos por la cebra —repliqué. Habíamos dado unos cuantos pasos cuando me sorprendí al ver a la cebra levantarse y correr. Sin hacer más caso del rino, hice un tiro rápido, tan afortunado, que la tumbé por segunda vez para no levantarse más. El rinoceronte desapareció. Anotación en mi Diario: He venido sufriendo un catarro muy molesto. No se me quita. Los ojos me lloran continuamente dificultando la visual al disparar mi rifle. La conjuntiva de mí ojo derecho está inflamada. Sólo dispongo de una solución de Optrex. Estoy muy preocupado porque este malestar puede echar a perder mi cacería.
Simba: Leones Cae mi primer león Ya me había familiarizado a la lúgubre serenata de las hienas y los chacales y hasta me era agradable. Donde hay hienas hay leones. Salimos a las 6 a.m. con un amanecer frío pero precioso. Como de costumbre cuando salimos temprano, tomé un poco de café, corn-flakes con plátano y ¡fuera! Al subirnos a la “calandria” me dijo Bill que iríamos a echarle un ojo a la carnada de la cebra que había yo matado el día anterior. Por toda contestación crucé los dedos de ambas manos. Pronto empezamos a disfrutar la presencia de los thomis, impalas, cebras, avestruces, y luego nos detuvimos en un lugar que habíamos determinado, desde donde trepándonos sobre el capacete del carro, se podría observar, con ayuda de los prismáticos, el lugar y el árbol en que colgamos la carnada para ver si había velorio y cena de leones. Lógicamente el terreno era propicio para que por ahí merodearan leones. Para esa realeza de la fauna había abundantes animales, agua y buen clima: almuerzo, comida y cena al alcance de un zarpazo. Pensará el lector que habiendo tanto animal, presa natural de los félidos, para qué o qué objeto tiene el colgar una cebra como carnada. Bien, será que el león es un bicho muy perezoso y el atrapar una gacela, un antílope o una cebra no es tan fácil como puede suponerse. La defensa de la gacela o el antílope está en su agilidad para escapar, y el león, por su holgazanería, no es capaz de correr más de 100 metros tras de su presa; si en esos 100 metros no la alcanza, la abandona. Tampoco las cebras son fáciles; además de su velocidad suelen agruparse y defenderse con sus poderosos cascos. En mis cacerías,
68
ÁFRICA - 1953 he visto muchas cicatrices de zarpas de león en los flancos de las cebras que escaparon de su perseguidor. Sobre otros animales grandes, como el búfalo, sólo se atreve cuando está muy hambriento y no encuentra otra presa. Aunque muy valiente, el león bien sabe que al atacar él solo a un búfalo, va arriesgando su pellejo en un duelo en el que cualquiera de los dos contendientes puede morir. Han habido hallazgos del esqueleto de un búfalo al lado del de un león. Es evidente que a todos, hombres o bestias, nos gusta lo fácil, y al león, lejos de rebajarlo a la categoría de chacal, también le gusta lo fácil; cuando se cruza con una fresca huella de sangre la sigue despacio hasta encontrar al animal. Cuando ve revolotear en círculo buitres en el aire, sabe que ahí hay carne y trota ligero hacia el lugar. Después de matar el día anterior la cebra, que es un plato favorito del león, la abrimos en canal y la arrastramos con el carro dando un gran círculo de varios kilómetros alrededor de un árbol que habíamos escogido y la colgamos a una altura conveniente, de tal modo que las hienas apenas alcanzaran las patas, y que al león, por ser más alto, le fuera fácil llegarle a los medios y cuartos traseros. Alrede-
dor del árbol dejamos un espacio libre que a distancia nos permitiera descubrir al felino; después estudiamos la línea de tiro, por la cual pudiéramos acercarnos sin ser vistos. La dirección del viento no tenía mayor importancia debido a la pobreza de olfato de todo gato. Así las cosas, llegamos esa mañana a un lugar en que paramos el motor de la “calandria”, Bill y yo nos subimos al capacete para observar con los binoculares. Descubrimos la carnada, pero no vimos leones. Sin embargo, seguimos buscando entre las cercanías del árbol, cubiertas de pasto alto. Sin dejar de ver, me dijo Bill: —Por ahí está una hembra adulta y un cachorro de tres años. —¿Dónde? —pregunté ansioso, pues todavía no descubría nada. —A la izquierda —contestó. Pronto descubrí a la reina y a su gallardo príncipe. —Bueno —le dije—, acerquémonos más, son los primeros que encontramos en 40 días y quiero verlos de cerca. Estábamos como a 250 metros, y para ajustarnos al reglamento de caza, abandonamos el vehículo, tomé el rifle Los leones sólo se atreven a atacar al búfalo cuando están muy hambrientos.
69
ÁFRICA - 1953
El poder y la velocidad que posee el león cuando se decide a cargar, representan un gran peligro para el cazador. .375, cerciorándome antes que lo tenía cargado con balas de 270 granos con punta suave, y nos encaminamos con el debido cuidado en un acecho. Cubriéndonos con algunos arbustos, llegamos a unos 150 metros. Entonces pude admirar, ya sin la ayuda de los binoculares, a la madre y al cachorro, que no me pareció tan chico. Jack filmaba con la cámara de 16 mm. Recreaba mi vista observando aquel cuadro familiar, cuando lento, con paso señorial, como quien no tiene prisa, surgió por el lado izquierdo la figura de un señor don León. ¡Un brinco de mi corazón me anunció que allí estaba mi simba que tanto anhelaba! ¡Qué majestuosidad, gallardía y señorío! Dijérase que a ese monarca sólo le faltaba el cetro, puesto que la corona ya la lleva en su dorada melena y la espada, en sus poderosas zarpas. ¡Qué impresión tan distinta es ver un león en plena libertad, a esos pobres payasos cautivos de circo! —Mira —me dijo Bill— no será una melena negra, pero ese caballero no está mal, ¿quieres tirarle? —¡¿Qué?!, vaya una pregunta. Lo de cabellera negra déjalo para Agustín Lara ... ¡Vamos ya! Tragué saliva y levanté los binoculares para ver a mi presunta víctima. Bonito espectáculo. El papá, la mamá y el hijo, dueños de su gran hacienda, sin problemas pecuniarios, se dirigían a la mesa que les habíamos servido, al parecer ya habían comido y regresaban por el postre, porque todos iban calmadamente hacia la carnada. Primero llegó el rey, se levantó sobre sus patas traseras y de un zarpazo arrancó media docena de costillas. Se alejó dos metros y se echó a comer, tan confiado y ajeno a que por
ahí andaban unos cazadores, que ni siquiera volteaba a los lados, como lo hacen el cauteloso tigre de Bengala o los leopardos, temerosos de la presencia de su enemigo número uno: el hombre. —Vamos ya —repetí a Bill. En esos momentos pasaron por mi mente muchos dramáticos pasajes que había leído en numerosos libros de caza. Sabía que el león es tan terrífico cuando ataca, tan veloz, que en cinco segundos cubre 100 metros, es decir, que el cazador apenas tendrá el tiempo suficiente para hacer dos disparos; que un zarpazo basta para mandar a uno al otro mundo y un tiro a la cabeza es un blanco difícil, porque no tiene frente. Me acordé de cómo empieza uno de los libros: “J. P. Whorter, un minero, vino al África a caza mayor. Una mañana de septiembre se encontró de pronto cara a cara con un león. Whorter, un excelente tirador y tan frío como un pedazo de hielo, se llevó el rifle al hombro, apuntó su mira perfectamente en el blanco... pero cometió un «pequeño error»: segundos después estaba muerto, con los colmillos del león clavados en el cráneo. “El error de Whorter fue el de la ignorancia. Él apuntó al centro del magnífico mechón que forma la cabeza del león y exactamente ahí pegó la bala, dio precisamente en el centro del blanco. Pero Whorter ignoraba que un león prácticamente no tiene frente; que el pelo en su cabeza no es más que pelo.” Sabía yo que cuando se le tira a un león que está acompañado de su consorte y cachorros, la leona casi siempre atacará, y en mi caso había papá, mamá y cacho-
70
ÁFRICA - 1953
rro... además, probablemente, habría más leones por ahí. ¿Adónde le apuntaría al león? Percival prefería el tiro a los hombros; pero siendo tan gran cazador, en una ocasión erró limpiamente un tiro a un león a menos de 30 metros. Selous, otro gran cazador, prefería el tiro al corazón. Bien, pues ya veré en el momento, depende de la posición del animal. Un grupo de huizaches nos permitirá arrimarnos hasta los 100 metros sin ser vistos, pero previamente debíamos organizarnos. A unos 30 metros, antes de los huizaches, se quedó Jack con uno de los portadores de armas para filmar la escena con telefoto Examinamos el terreno, ya no vimos a los leones. ¿Qué pasó, dónde están? Es increíble cómo un león puede ocultarse y perderse de vista en un pastal que apenas cubriría a un jabalí. Era preciso tener localizados a los tres felinos antes de aproximarnos. Finalmente vimos al simba arrimarse a dar otro zarpazo a la carnada. Ya no vacilamos. Desde allí empezamos a escurrirnos a gatas, como lo hacen en el cine los comandos, sin enderezarnos para ver hasta que llegamos al grupo de espinos. Para entonces, ya llevaba la boca bien seca y los nervios en tensión. Bill iba delante, lo seguía yo y detrás, mi portador de armas. Bill se enderezó cuidadosamente, sin hacer movimientos rápidos, y volteando me dijo a señas que estaba el león. Se escurrió para dejarme el campo libre, y entré en acción. Le eché un vistazo al seguro y a las miras de mi .375 pidiendo mentalmente a todos los santos no errar el tiro. Empecé a tomar mi posición. Descubrí al macho en posición de atravesado. ¡Qué bueno! Apuntaría al corazón o a los hombros. También vi al cachorro, a 8 metros del león, pero por ningún lado veía a la leona. Decidí un tiro al corazón. Mi rifle tiene una mira fija abierta en V para distancias de 50 a 200 metros y otra plegadiza para 350. Este tipo de mira abierta es mi favorita para la caza de animales peligrosos a tiro corto; la visual es mejor que con otros tipos de
miras. El telescopio no es indicado en estos casos y menos aún si el terreno es boscoso o en altos pastizales, porque debido a la percusión del arma al ser disparada, se pierde de vista momentáneamente al animal y para volverlo a encontrar rápidamente, hay que ver sobre el telescopio. i Imagínese el lector una carga en tales momentos! El grano de mi rifle estaba ya rasante en el corazón de mi simba, apuntando un poco alto para mayor seguridad. (El león es uno de los pocos cuadrúpedos que tienen el corazón relativamente alto.) Contuve la respiración y oprimí el gatillo. La fiera dio un salto vertical, y yo di otro hacia mi derecha, para salir de aquel breñal que sirvió de escondite y ver mejor el área. Corté inmediatamente cartucho, y con la vista ávida veía saltar al león en su angustia de muerte. Busqué a la leona con su cachorro y con gran alivio los vi alejarse en el pastizal. El león dejó de saltar, cosa que había hecho en el mismo lugar. Dejamos pasar uno o dos minutos y luego nos fuimos acercando cautelosamente. Para mí, como principiante, éste fue el momento más peligroso, porque el simba se perdía en el pasto alto, por lo tanto, no podíamos saber si estaba herido o muerto. Había leído que ya sean leones o tigres, siempre rugen en forma imponente al sentirse heridos. Mi león fue muy macho, no se quejó. Hay en África un proverbio que reza: “El león muerto es el que mata al cazador.” Cierto, tiene su razón de ser. Nunca debe un cazador arrimarse descuidada o imprudentemente a un animal peligroso que se supone ya muerto. Debe uno acercarse con cautela, por los cuartos traseros y con el rifle listo. Si hay duda debe, inclusive, arrojársele una piedra. Un rozón de bala en el nacimiento de la cabeza o en una de las proyecciones de la espina puede producir un shock pasajero que deja al animal aparentemente muerto por unos momentos, pero acaba por reponerse fácil y rápidamente ataca al cazador. El lector, si es cazador, habrá oído historias de venados muertos que han saltado fuera de la camioneta cuando eran llevados al campamento.
71
ÁFRICA - 1953
Mí primer león africano. Cayó después de 40 días de safari con un tiro al corazón.
72
テ:RICA - 1953
Cheetah hembra con sus crテュas. Se le considera el cuadrテコpedo mテ。s veloz del mundo.
73
ÁFRICA - 1953 tarda sólo dos segundos en alcanzar los 70 kilómetros por hora. No hay automóvil que alcance dicha velocidad en los mismos dos segundos desde el arranque. La larga cola le sirve, como a todo félido, de balance y contrapeso, permitiéndole cambiar de dirección con la misma facilidad que una liebre da zigzags cuando es perseguida. Musculoso, ágil y aerodinámico como un galgo, sólo pesa unos 60 kilos; su altura es de 75 centímetros y mide dos metros de la nariz a la punta de la cola. Su cabeza se antoja pequeña en relación con el cuerpo. La hembra da a luz sólo una vez cada dos años, y de cinco crías que tiene en cada camada, sólo dos o tres llegan a la edad adulta. Su anatomía, altamente aerodinámica, está hecha para correr: es mitad galgo, mitad gato; es un sprinter. A diferencia de los demás félidos, incluyendo el gato doméstico, sus uñas no son retráctiles, condición necesaria para el inicio de la carrera; digamos, así como un corredor usa calzado con spikes para agarrarse mejor en la pista, así el cheetah necesita de sus uñas desde el arranque para, en unos cuantos y prodigiosos saltos, alcanzar a la también veloz gacela. Su método de caza es: primero descubrir la pieza, luego acechar, después correr a toda velocidad tras su presa, darle un zarpazo en los cuartos traseros para tumbarla, y acto seguido, sujetar a la víctima con sus agudas uñas, lanzarse al pescuezo y matarla estrangulándola con sus fauces. Es tan listo este bicho cazador, que durante el estrangulamiento permanece tendido a lo largo del lomo de su
Así pues, cuidadosamente, como quien camina sobre un campo sembrado de minas, con el temor a flor de piel, llegamos hasta la noble víctima, que ya estaba definitivamente muerta. Mi tiro dio exactamente en el corazón. Hasta entonces no me volvió el alma al cuerpo. Bill me felicitó por haber abatido limpiamente al león, y yo, sin poder contener mi alegría, di un beso a mi rifle que tan bien se había portado en su estreno contra animales peligrosos. A la fecha, son muchas las piezas que de un tiro han caído con ese rifle, incluyendo el gigantesco gaur de la India. La filmación que tomó Jack no fue buena, pero sí aceptable. Se comprende, pues estaba nervioso.
El cheetah o guepardo (Acinonyx jubatus) Este felino es completamente diferente en anatomía y hábitos a sus parientes los felis-pardus, en las cinco o más variedades que existen. El cheetah es cazador diurno, esencialmente de las planicies. Sus madrigueras favoritas son los lomeríos rocosos desde donde puede dominar los campos abiertos, que son su terreno de acción. Se le considera como el cuadrúpedo más veloz del mundo que, en su usual sprint, cuando corre tras de su presa, desarrolla una velocidad hasta de 110 kilómetros por hora, aunque pronto se agota debido al gran esfuerzo. Abalanzándose
La naturaleza ha dotado al cheetah de un cuerpo aerodinámico, capaz de desarrollar altas velocidades en pocos segundos.
74
ÁFRICA - 1953 víctima, evitando, de ese modo, la posibilidad de ser herido por las pezuñas, cuyas bordes —en variados cérvidos— son tan afilados y agudos como un puñal. Tiene una desventaja: debido al gran esfuerzo de su carrera, se agota pronto. Si no alcanza a su presa en 250 metros, la abandona sin hacer un segundo intento. El rápido agotamiento o la fatiga después de un violento esfuerzo, es natural en todo ser viviente. Un corredor de los 1 000 metros no desarrolla la misma velocidad que el, sprinter de los 100 metros. Las palpitaciones del corazón de éste aumentan considerablemente más de prisa que las de aquél. Un conejo, con una pulsación de 200 por minuto (que es normal), no puede correr tan lejos como una liebre, cuyo pulso normal es de 70 pulsaciones. Para mejor comprensión del trabajo del corazón y pulmones, cuando ambos órganos son sometidos a presión, basta el siguiente ejemplo: el murciélago, cuando está en plena actividad, volando, su respiración es de 8 veces por segundo, con pulso de 180 por minuto; en cambio, cuando está en absoluto reposo, dormido, su temperatura baja considerablemente, su pulso, que era de 180, baja ¡a 3 por minuto!, y su respiración que era de 8 veces por segundo baja ¡a 8 por minuto! Algo semejante ocurre con todos los animales que hibernan, resultando de ello un mínimo gasto de energías. El cheetah es nativo de África. Los acaudalados rajás de la India solían importarlos y amaestrarlos como cazado-
res. Intentaron su reproducción, pero esto ni en la India ni en Europa dio resultados. Es lamentable que este animal, el más veloz de todos, sea también uno de los sentenciados a extinguirse totalmente. Por causas desconocidas, este bicho no procrea en cautividad. Se cree que tiene un fuerte instinto territorial parecido al rinoceronte blanco, que requiere de una especial naturaleza de terreno con un amplio espacio de unos 10 kilómetros cuadrados. A diferencia de otros leopardos (sus primos), el cheetah no gusta de la carroña; necesita carne fresca y limpia; requiere ejercicio fuerte y es un cazador solitario, no montonero como nuestros pandilleros o como con frecuencia proceden las leonas. Si la madre muere, las crías morirán de hambre si no han llegado a la edad de dos años, a la que por regla general ya han sido enseñadas a cazar por sí solas. Después de estos breves datos sobre la naturaleza de este interesante felino, relataré el que me tocó en suerte cazar y que por cierto no alcanzamos con nuestra “calandria” en un terreno llano. La mañana del 15 de febrero la pasé en el campamento descansando de mis ojos y mi catarro. Me divertí observando a unos monitos que no cesaban de jugar, saltando de rama en rama por los árboles inmediatos a mi tienda, y en ocasiones, aventurándose hasta casi poder tocarlos
La mañana la pasé descansando en el campamento.
75
ÁFRICA - 1953 con la mano. Por la tarde, una tarde fresca y hermosa, no aguanté las ganas de salir a campear. Después de media hora de trayecto en el carro, nos detuvimos a otear la planicie con los binoculares. Mi portador de armas también observaba, pero a ojo pelón. Después de unos minutos señaló algo a lo lejos extendiendo el brazo, a la vez que pronunciaba unas palabras en swahili, de las que sólo entendí: Kido-o-o-go. .. kido-o-o-go (Peque-e-e-e-ño... pequee-e-e-ño). —¿Qué dice éste? —pregunté a Bill—. Éste cruzó unas palabras con el negrito y después de observar con los prismáticos me dijo: “Pues que allá, bajo aquel árbol solitario está algo que parece una leona o un cheetah”. Nos aproximaremos en la “calandria” para ver mejor. Como ya he indicado, aquella extensa llanura estaba circundada por terrenos arbolados, más o menos densos. Después de correr un trecho nos detuvimos, pero en ese momento el bulto, que ya sin ayuda de los binoculares veíamos bajo el árbol, salió corriendo como una flecha.
—iChuiii. .. chuiíi... kubua! (leopardo... leopardo ... grande) —exclamó Bebi. Inmediatamente vimos que era un cheetah que corría como un galgo; Bill torció la dirección del carro y pisando todo el acelerador corrimos, primero en un ángulo de 45 grados y después, paralelamente con el leopardo, que volaba como un demonio a 100 metros de nosotros. —¡Va corriendo hacia el monte para protegerse! —decía Bill. Entendí la situación. Ya tenía en mis manos el .30-06 creyendo que, por esa vez, romperíamos el reglamento de caza permitiéndoseme un tiro rápido desde la “calandria”. Pero no, la intención de Bill era otra; llegar a la arboleda antes que el bicho, bajarme y disparar. Eso de tirar desde el carro, .. ¡definitivamente, no! Naturalmente que el cheetah le ganó al vehiculo. Llegó primero y le perdimos de vista. Pero entonces el cazador blanco aplicó sus conocimientos. Bill sabía que el felino había hecho un gran esfuerzo; que estaría extenuado, fatigado; que le faltaría el aire y necesitaría unos momentos
El autor con un cheetah. Hoy está totalmente vedada su caza.
76
ÁFRICA - 1953 de reposo para normalizar su alta presión, y por lo tanto no debía estar lejos de nosotros. Estaría por ahí, en cualquier lugar, echado en algún matojo recuperándose. Nos bajamos del carro de cacería, corté cartucho y caminamos un poco. De pronto, como una liebre, saltó el leopardo a no más de 80 metros. Sin pensarlo un instante, hice un rápido disparo al descubrirlo. La bala pegó en el blanco. El bicho se detuvo un momento, pero no cayó. No disparé más porque el tronco de un árbol lo cubría. Sólo veía una parte de los cuartos traseros. Seguí apuntando, esperando, sin moverme. Unos instantes después, el bicho herido dio un gran salto a mi derecha, a tiempo que una segunda bala salió de mi rifle. Erré limpiamente el tiro y se nos perdió la fiera. Seguimos el rastro de sangre. Después de un buen trecho, nos detuvimos para escudriñar el terreno con los gemelos. Esta vez fue Bill quien lo descubrió; allí, a 30 metros, echado, cubriéndose con unos matojos, estaba el pobre cheetah quieto, sin moverse; tal vez no podía o confiaba que sin moverse, pasaría desapercibido; como suele pasarnos con la codorniz, que para levantarla, casi nos tropezamos con ella. Trabajo me costó descubrirlo para darle el tiro de gracia, a fin de que no sufriera más. Mi primer tiro, naturalmente, fue trasero debido a las
circunstancias y a mi inexperiencia; pero creo que aún para el mejor cazador no es un tiro fácil en terreno arbolado sobre un animal tan veloz, adelantar, digamos un metro, el grano del rifle. Lo logré y no en mala forma y eso me dejó satisfecho.
Cae mi primer rinoceronte (Diceros bicornis) Antes de comenzar este capítulo, es conveniente decir lo mucho que en Paleontología puede escribirse sobre este fósil viviente que hace 60 millones de años pisa la faz de la tierra. Su historia y metamorfosis entre los mamíferos del reino animal es tan interesante como la del caballo, si bien tan útil como éste lo ha sido al hombre. Sin embargo, la ignorancia de muchos pueblos, particularmente orientales, han adjudicado tantas virtudes mágicas y medicinales a sus cuernos y a otras partes de su cuerpo voluminoso y rechoncho, que lo han convertido en víctima de una persecución tan inmisericorde y tenaz, que dos de las cinco variedades de rinocerontes que existen, están a punto de desaparecer. En Europa se creía en la existencia del mitológico unicornio, al cual poetas e historiadores daban la forma de un pequeño caballo con un largo y delgado cuerno nacido de la frente. Refiriéndose al imaginario animal, dice Cervantes: “ ... hizo dar (la reina Isabel) cantidad de polvos de unicornio, con otros nuevos antídotos, que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades”. La verdad es que en esa época, el unicornio imaginario era confundido con el rinoceronte, unicornio oriental o bien con el narval marino (cetáceo, cuyo macho tiene en la mandíbula superior un largo diente, como un florete de más de dos metros de largo) De una u otra forma se dio vuelo a las supuestas virtudes del cuerno del rinoceronte, alcanzando tal popularidad, que todavía subsiste en gran parte de Asia. La alegoría cristiana adoptó el unicornio: “criatura invencible, como símbolo de castidad inquebrantable. No podía ser cazado más que por una virgen”. El cuerno, reducido a polvo, se usaba en Europa contra espasmos, pestes, rabia y piquetes de víboras y escorpiones. En Asia, las virtudes mágicas del cuerno y partes del cuerpo del rinoceronte son más variadas: un cuerno convertido en taza determinaba la presencia de los venenos en los líquidos. Los ricos hindúes conservaban sus copas de cuerno; según ellos, los protegían no sólo contra venenos sino de enfermedades.
El rínoceronte es sumamente agresivo. Una hembra con su cría atacando el jeep.
77
ÁFRICA - 1953 Para ellos, la sangre tiene la facultad de facilitar la partida del alma en el trance de la muerte y propiciar su viaje al otro mundo. La orina se usa como antiséptico y talismán contra las enfermedades, las ánimas en pena y los demonios. A las vísceras, la piel y ciertos huesos, así como al contenido de la panza, se les atribuyen propiedades farmacéuticas. El cuerno se alquila a las mujeres embarazadas para aliviar los dolores del parto. El agua donde se ha remojado un cuerno es un elixir, se considera eficaz remedio contra afecciones respiratorias, contra heridas y como analgésico. Pero sobre todo, la enorme demanda que en Asia tienen los cuernos de rinocerontes, se debe a las propiedades afrodisíacas que se le atribuyen. En algunos lugares de Asia, como Calcuta, se ha llegado a pagar el cuerno de rinoceronte al precio equivalente a la mitad de su peso en oro; en consecuencia, la demanda y el comercio ilegal internacional proveído por el cazador furtivo, ha reducido en forma alarmante el número de rinocerontes en las cinco variedades o subespecies, dos africanas y tres orientales (de India, Java y Sumatra). De éstas, la más próxima a la extinción es el Dicerorhinus sumatrensis. En casi todo el continente africano se ha prohibido la caza de este paquidermo, pero el fatídico cazador furtivo sigue muy eficaz. A la fecha, acompañado por mi hijo Fernando, hemos abatido siete rinocerontes, y he visto muchísimos más sin encontrar uno solo que no esté marcado con enormes cicatrices de 30 a 40 centímetros como resultado de sus frecuentes combates con los de su especie, y no son pocos los casos que se relatan de encuentros, en grupos de tres o cuatro, en los que todos sucumben en una lucha prolongada, de varias horas. No obstante su gran tamaño, es muy ligero y puede girar como un trompo. En una ocasión, íbamos por las playas del Lago Manyara, cuando descubrimos una hembra con su cría. Como estaba prohibido matar hembras, se nos antojó torearla desde el jeep, arrimándonos hasta unos 20 metros. Seguramente el ruido del motor la asustó, porque empezó a correr; la seguimos paralelamente, emparejándonos, y así pude comprobar que desarrolló en su carrera una velocidad de 40 km por hora. Tres veces intentó embestir el carro aproximándose hasta unos dos metros. Mientras Jack me sujetaba por el cinturón para no caerme, filmé la acción, que resultó bonita e interesante. En la caza peligrosa los riesgos disminuyen un 90% si el cazador conoce a fondo la anatomía, hábitos y reacciones de los animales que pretende abatir. Si a esto añade
La desmedida caza del rinoceronte se debe principalmente a las propiedades curativas y afrodisíacas que se atribuyen a su cuerno. y se ajusta a los principios fundamentales del deporte, no será fácil que sufra un percance, si bien, de diez veces, habrá una en que alguna bestia reaccione en forma diferente. Pero en todo caso, lo fascinante de este deporte es eso: enfrentarse al peligro, pues como quiera que se le pinte, bajo la piel el hombre de nuestra era espacial sigue siendo una mitad del hombre paleolítico. Aquí cabe anotar algunos rudimentos para el cazador principiante: el rinoceronte, ese miope paquidermo de imponente estampa prehistórica, cuando descubre alguna cosa extraña, sea lo que fuere, se confunde, se aturde, es intensamente curioso, se pone nervioso, incierto, desafiante; no sabe qué hacer, primero parece sorprendido, mira fijamente, mueve las orejas, inicia un trotecito muy peculiar hacia el objeto levantando la cola como periscopio o como lo hacen los jabalíes africanos; se para, ve, vuelve a trotar, se detiene moviendo la cabeza a uno y otro lado para ver mejor, pues su cuerno le estorba la visibilidad. Finalmente, cuando ya está a unos cuantos pasos del objetivo de su inquietud y ese objeto es un hombre, un sonoro grito o el
78
ÁFRICA - 1953 simple agitar los brazos lo hacen dar media vuelta y huir al trote, en círculo, para volver a arrimarse, repitiendo sus payasadas que mueven a risa; si entonces decide atacar, lo hace a galope tendido resoplando estruendosamente con la cabeza baja en posición de embestir. En tales momentos, un tiro en cualquier parte del cuerpo lo parará; entonces dará media vuelta, girará en redondo o se alejará un poco para volver a la carga. De cualquier modo, dará tiempo al cazador para disparar su segundo cañón. Cabe sugerir que para el elefante, el búfalo o el rinoceronte, el rifle más adecuado es el cuate de dos cañones y gran poder. Deben usarse balas sólidas y cartuchos frescos. Va la vida de por medio. Debido a la fuerte patada de estas armas, se requieren (si se tiene buena práctica) dos segundos para hacer el siguiente disparo. Es aconsejable también el colocarse entre los dedos de la mano izquierda dos cartuchos de repuesto, con el objeto de recargar más rápidamente el rifle. Cualquiera de estas tres grandes bestias puede correr casi 100 metros con una bala en el corazón. De los siete rinocerontes que, como ya dije, hemos cazado mi hijo Fernando y yo en África, solamente uno, en Angola, cargó decididamente sobre nosotros, desde que nos vio. En el capítulo del safari en aquel país relato el caso. Ahora volvamos a la caza de mi primer rinoceronte: A las once de la mañana descubrimos una huella que, desde luego, seguimos, a sabiendas que en una hora más tomaría su siesta; no iría lejos y, efectivamente, así fue. Caminábamos despacio, yo seguía a mi portador de armas que de pronto se detuvo diciendo: —Huko, faru. (—Ahí, rinoceronte.) —¿Kubua? (¿Grande?) —le pregunté en mi mal swahili. —Ndio, bwana, misuri (—Sí Jefe, muy bueno.) Sólo entendí lo de bwana y misuri y ya no esperé mas. El rino estaba parado de frente, bajo la sombra de un grupo de huizaches, y probablemente nos vio cuando llegamos a 25 metros, pero no se movía. Puse rodilla en tierra para asegurar más un tiro al corazón y apuntando, esperé un momento a que saliera al descubierto, pero no lo hizo; temeroso de que se me fuera, solté mi primer disparo. El gran bruto, herido, se revolvió en círculo dándome tiempo a un segundo tiro al hombro, cayendo de rodillas en la misma forma que se echa un toro. Probablemente ya estaba muerto, pero por las dudas, acercándome más, le di el tiro de gracia. El cuerno delantero midió 18 pulgadas de largo. Así, sin mayor peligro ni gran emoción, cayó mi primer rinoceronte. En los subsiguientes busqué y encontré más
emoción. Es una lástima que este paquidermo, uno de los muy pocos representativos de la fauna prehistórica, tienda a extinguirse. En varios países de África se han dictado leyes que vedan la caza, pero ahí sigue haciendo de las suyas el fatídico cazador furtivo, para quien no hay leyes ni reglamentos. El abuso de esos individuos no se ha podido evitar debido a la deficiente vigilancia de tan vastas extensiones territoriales. Como ya he dicho, la causa de la intensa persecución de este animal no es el aprovechamiento de su carne ni de su piel, sino de sus cuernos, a los que —principalmente el pueblo hindú— atribuye poderes afrodisíacos, ignorando que la composición de esos cuernos no es otra cosa que una masa de fibras córneas, largas y paralelas, tan compacta, tan comprimida, que tiene la consistencia de los cuernos de un toro. Y claro... ¡15 millones de niños nacen anualmente en la India! Será lamentable que se extinga esta interesante especie como se han desaparecido el mamut, el uro, el tigre sable, el lobo monstruo, el castor gigante y muchos otros que en tiempos remotos poblaban el mundo, particularmente Europa, Asia y el norte de América. Entre los palentólogos se han sustentado diversas teorías sobre la extinción de una gran parte de la fauna prehistórica; se explica su muerte debido a un repentino cambio de clima que afectó la estación de apareamiento produciendo una mortal esterilidad (como ocurre actualmente en cierta escala de reproducción con algunas aves migratorias cuando se alteran las estaciones del año, como la escasez de lluvias), o simplemente, por efecto de un crudísimo invierno. Pero en los últimos años, los científicos naturalistas sugieren que no fue el frío intenso sino la intensa caza la que extinguió a numerosas especies. En contraposición a la causa del frío, Paul Martin dice: “Tanto en Norteamérica como en otros países la evidencia de la extinción en gran escala corresponde a un evento, a una causa y esa causa fue el arribo, la invasión de cazadores prehistóricos.” y señala que: “la extinción de las grandes bestias no fue debido exclusivamente al frío que produjo la última glaciación, que los más grandes cambios de clima ocurrieron casi al mismo tiempo en todo el mundo y la desaparición de las especies no fue general”. Así por ejemplo, la jirafa de grandes cuernos desapareció de África hace más de 40 mil años; el rinoceronte gigante y peludo (Dipotrodon) y el canguro gigante se extinguieron en Australia hace unos 14 mil años. En Europa y Asia el rinoceronte peludo y el mamut se extinguieron hace 13 mil años. (En la India quedan unos pocos rinocerontes unicornios, únicos en el mundo en estado silvestre.) Sin embar-
79
テ:RICA - 1953
Rinoceronte negro cobrado en mi primer safari africano.
80
ÁFRICA - 1953
go, la extinción del hipopótamo pigmeo en Madagascar, ocurrió en el curso de los últimos mil años. No hace mucho que todavía los nativos africanos encerraban en grandes círculos de fuego numerosas manadas de animales, matando con esta técnica mucho más de lo que necesitaban para comer y vestir. Sin remontarnos tanto en el tiempo, a fines del siglo pasado, estuvo a punto de extinguirse el bisonte americano. Se calcula que en las praderas pastaban más de 50 millones de estas reses, y hoy sólo se les ve en parques nacionales y cotos. La escandalosa carnicería ocasionada por los cazadores que perseguían a estos animales para aprovechar más las pieles que la carne, estuvo a punto de hacerlos desaparecer por completo en la década de 1880. Para el año 1900, sólo quedaban 20 bisontes. En la India, entre el comercio de pieles y los cazadores mercantilistas, están acabando con el tigre de Bengala; lo mismo pasa en África con el leopardo, desde que se pusieron de moda los abrigos de pieles de este bello bicho. De manera que no es el cazador deportivo sino el mercantilista, el comerciante que trafica con pieles finas y decorativas, el culpable de las matanzas. Menos mal que todavía abundan especies de piel poco atractiva pero de cornamenta de un alto valor deportivo y que son el trofeo por el cual, los aficionados a la caza, emprendemos costosos safaris y largos viajes en busca de una rara especie en los lugares más remotos y escondidos en el mundo, alejados de toda civilización.
ros nocturnos, el rugir de leones, el aullar de chacales, los alaridos de hienas y mil ruidos extraños contrapuestos al desierto, donde es tal el silencio, que se oye el pasar de una sombra. Salimos con el propósito de buscar búfalos, de los que ya en días anteriores habíamos visto algunas huellas. Como de rutina, el campo abundaba de animales que no nos interesaban. Corríamos por la planicie usando de vez en cuando los binoculares con la esperanza de descubrir en los Iinderos de los montes alguna pieza de interés. Así pasaron 3 horas, cuando la voz de Jack se dejó ir: —¡Alto! Allí, entre aquella manada de kongonis hay algo. El carro se paró. Tomé los binoculares y a un kilómetro, entre el grupo de kongonis, vi un animal que se distinguía por su color oscuro en contraste con el alazán de sus compañeros. Bill, quien también observaba, me dijo: -Es un roan macho y parece muy bueno. —Pues vamos a cazarlo —repliqué. El campo era completamente abierto, con un pasto muy tupido que me daba a la cintura; por lo tanto creí que tendría que arrimarme arrastrando, pero Bill pensó de otro modo, y al final dio resultado. Cuando se trata de acechar a un animal que está en manada, la cosa no es fácil, porque unos animales pacen mientras que otros vigilan; además, habrá que estudiar la forma de separar la pieza elegida y disponerse a un tiro largo. En esta ocasión me socorrió la suerte. Primero, porque no era terreno para el roan, éste era un entrometido; su terruño estaba al oeste del Tabora, es decir, a 1 000 kilómetros de donde nos encontrábamos. Y segundo, por ser un buen macho adulto, por lo visto muy “corrido”, pues para confundirse se había mezclado con una manada de kongonis, especie de antílope que por su gran abundancia, es poco perseguido por los cazadores. Resolvimos que acecharía este antílope en forma parecida a la primera gacela que abatí, sólo que esta vez no había arbustos para cubrirse y tenía que tirar a pie firme. Así las cosas, abandonamos el carro y caminamos
El roan (Hippotragus equinus langheldi) El arroyo que se encontraba junto a nuestro campamento se estaba secando. Muy pronto toda la fauna del lugar emigraría sabe Dios adónde. Las noches eran frescas y alegradas deliciosamente por el canto de los pája-
81
ÁFRICA - 1953 un buen trecho en línea recta. Al llegar a los 400 metros toda la manada inquieta nos veía fijamente; sólo veíamos las cabezas y los lomos de los animales y entre ellos el manchón oscuro del roan. Ahí se separaron Bill, Jack y mi portador de armas caminando en ángulo, sin agacharse, para atraer la atención de la manada. Me tendí en el suelo quedándome quieto hasta que ellos se alejaron unos 800 metros; pero antes, se me ocurrió pedirle a Jack que me dejara el tripié de la cámara de filmar pensando que tal vez sería útil para apoyar el rifle y disparar con más probabilidades de éxito, ya que no sería posible arrimarse mucho. Empecé a caminar con dificultad agachándome un poco; todo me estorbaba, el tripié, los gemelos, el rifle. De vez en cuando me enderezaba para observar mi pieza. Toda la manada tenía la mirada fija en mis compañeros, pero ya se iban alejando demasiado. Pronto la manada no les haría más caso y tal vez sería yo descubierto. Este pensamiento y los 1 000 kilómetros que tendría que caminar para encontrar otro roan, me decidieron a tirar cuando me encontraba a 300 metros. Paré el tripié en la mejor forma
que pude, apoyé mi .30-06 y apunté muy por encima de la paleta del roan, que muy lentamente caminaba atravesado. Lo veía tan negro y tan grandes los cuernos, que por un momento dudé si sería roan o sable. Adelanté muy poquito la mira y disparé. El animal dio la estampida. —¡Le erré! —fue mi primer pensamiento. Corté cartucho inmediatamente, y me dispuse a dejarle ir otro plomazo en el momento en que desaparecía en el alto pasto. Corrí al tiempo que mis compañeros hacían lo mismo, y los kongonis, alarmados, se ocultaban en el monte. ¡Oh, alegría! Mi víctima había caído bien muerta después de correr 50 metros. ¡Qué animalazo! Sólo había visto cabezas de roan en los museos, pero no me los imaginaba tan grandes, con más de 250 kilos. Estaba sorprendido y feliz, pues además resultó un magnífico ejemplar con cuernos que midieron 29 pulgadas por lado, entrando en la medida récord de África Oriental. ¡Buena idea la del tripié!, y además Jack filmó bien la escena. Para redondear el día, aquella tarde abatí de dos
El autor con un ejemplar de roan cuyos cuernos entraron en la medida récord.
82
ÁFRICA - 1953
tiros una cebra.
menos que se pusiera a descubierto. Varias veces estuve a punto de oprimir el gatillo en el preciso momento en que se cruzaba una hembra o un crío. La manada caminaba lentamente y comía. Dos veces me alejé dando medios círculos, buscando y esperando el momento, que bien aproveché, disparando rodilla en tierra a no más de 120 metros. El impala cayó en sus propias huellas. Los cuernos midieron 29.5 pulgadas entrando en la medida récord. Todavía era temprano, tomamos un refresco, un cigarrillo y seguimos campeando. No pasó media hora cuando encontramos otra manada de impalas, tan numerosa como la anterior y hasta creí que era la misma, pero pronto me di cuenta de que en ésta había también un macho, uno solo, tal vez tan bueno como el ya cobrado. No quiero cansar al lector describiendo el acecho. Pude arrimarme a unos 100 metros y muy confiado en la corta distancia y la buena forma en que tumbé al otro, hice un disparo precipitado, a pie firme —¡me sentía tan seguro!—. Oí el impacto de la bala que ¡maldita sea!, fue a dar no a la paleta ni al corazón, sino a la panza. El pobre animal corrió confundiéndose con la manada, sin darme tiempo a un segundo disparo. Ni siquiera lo pensamos, fuimos al jeep por una cantimplora y a seguir el rastro. En mi interior me sentía mortificado, ¡un tiro tan fácil y “pancear” ese macho! El impala herido no tardó en separarse de la manada, actitud típica de todo animal que se siente herido. Media hora habíamos seguido el rastro caminando aprisa cuando, inesperadamente, se presentó a nuestra izquierda, a unos 50 metros, un rinoceronte que nos pareció mal intencionado. —¡AI árbol, .. al árbol! —me gritó dos veces Jack, pues sabía que sólo teníamos un rifle .30-06 con balas de 150 granos, poco plomo para hacerle frente a ese bruto paracaidista. Al grito de Jack, el rino se nos echó encima, mientras trepábamos a los árboles con la agilidad de un mono; no
Impalas (Aepyceros melampus rendilis) Seguramente el lector habrá visto alguna película de cacería africana, en la que figuran una manada de estos ágiles y graciosos antílopes. Cuando se les asusta, emprenden la carrera dando unos prodigiosos saltos que alcanzan una altura de tres metros por seis o siete de largo. Es un maravilloso espectáculo, tal vez el más bonito que nos brinda la fauna; tuve la oportunidad de filmarlo y todavía gozo cada vez que se me antoja pasar en la pantalla aquel grato recuerdo. Disfruto al recordar la forma en que cacé un par de estos ejemplares cuyos cuernos entraron en la medida récord. Contaré lo que sucedió ese día debido a un error que cometí y que pudo traer malas consecuencias. Para aprovechar mejor el tiempo, Bill se fue con Espinosa en un jeep y yo en otro, acompañado de Jack, quien haría el papel de fotógrafo a la vez que de cazador blanco. Cada uno tomó rumbo distinto. En África se le llama caza menor a las gacelas, antílopes, cebras, etc., y caza mayor a los cinco animales peligrosos: león, leopardo, elefante, búfalo y rinoceronte. Yo salí en pos de caza menor. Toda la mañana se nos fue sin ver nada que ameritara cazar, pero por la tarde cambió la cosa. En un paraje de tupido follaje nos encontramos a un grupo de unos 50 impalas. Los observamos detenidamente con los binoculares: en aquella manada había hembras, críos y machos, destacándose un hermoso ejemplar de grandes cuernos, simétricos, de puntas paralelas y muy abiertas. Bien, sólo que necesitaría de tiempo y paciencia para cobrarlo; esperar el momento en que se separara de la manada, o al
83
ÁFRICA - 1953 sé cómo hizo Jack, que bien pesaba 90 kilos, pero se subió. El paquidermo desconcertado, se detuvo a unos 10 metros; luego, aturdido por nuestros gritos, dio un fuerte resoplido y se alejó. Aquel pequeño incidente nos advirtió del descuido en que incurrimos al no llevar un arma de alto poder. Analizamos la situación; según el reglamento de caza no debe abandonarse una pieza herida a menos que la noche sorprenda al cazador. Por una parte, era expuesto internarnos más en el monte sin contar con otro rifle y por otra. .. i caray!, el impala ese era un bonito ejemplar, amén de que a todo aficionado le debe mortificar el dejar una pieza herida. Solución: Jack regresaría al jeep por mi rifle .465/500 y yo lo esperaría sobre el rastro del impala. Después de una hora de seguir el rastro, volví a ver
al antílope, pero sólo un instante, entre los matorrales, sin darme tiempo a encarar mi rifle. Seguimos adelante. Es increíble la resistencia de ciertos animales africanos. Conforme caminábamos, encontrábamos pedacitos de costillas, sangre, trozos de grasa e intestinos; el impala se estaba vaciando, pero no se paraba, Finalmente, después de horas de rastreo, lo volví a ver en un clarito, ya a punto de perderse en la tupida maleza. Un tiro rápido de mucha suerte dio en el blanco acabando con aquel infeliz; de haber fallado ese tiro, probablemente hubiera muerto atacado por las odiosas hienas, pues ya para entonces la tarde iba muriendo. Me sorprendió Jack cuando me dio un abrazo, a la vez que con cara sonriente, como la de un niño, me decía: — Te felicito, me has salvado de la vergüenza de regresar al Un buen impala macho acompañado de varias hembras.
84
ÁFRICA - 1953 campamento dejando un animal herido. Más alegría nos dio cuando medimos los cuernos, que dieron 28.5 pulgadas, Diríase que los dos impalas eran gemelos. Dos errores cometí aquel día, de los cuales obtuve buena experiencia. Primero: no precipitarse, no confiar demasiado en la buena puntería, siempre el primer tiro es el que cuenta; si está uno agitado y las circunstancias lo permiten, debe esperar a normalizar la respiración; si hay un árbol cerca, servirse de él apoyando el arma para precisar el tiro; si no hay árbol, rodilla en tierra, o sentado o pecho en tierra. Sólo en última instancia debe tirarse a pie firme. Recuerde el cazador que está en la selva y no en un stand de tiro. Hay importantes especies que solamente las verá y tendrá a distancia de tiro, una vez en la vida; si falla el disparo, se tirará de los cabellos el resto de sus días culpando a su mala suerte. El buen cazador debe acercarse lo más que pueda a la pieza y liquidarla limpiamente, de un solo tiro. Esta vez me precipité disparando a pie firme, confiado en lo fácil que pegué al primer impala. Segundo error: internarnos en el monte siguiendo a un animal herido, sin llevar un arma de repuesto de grueso calibre. Aquella noche, después de un buen baño y cenar unos exquisitos filetes de impala, mandé llamar a nuestro cocinero Matteka, para que nos contara algo de su vida. Matteka era un individuo de 45 años, con una gran experiencia de cocinero, en cuyo oficio había servido a una gran diversidad de cazadores de todo el mundo, unos plebeyos, otros nobles, príncipes, rajás, condes y fabricantes de salchichas o magnates petroleros. —Oye Matteka —interrogué—, ¿qué vas a hacer con el dinero que estás ahorrando en este safari? —Pues voy a comprar otra esposa. —Pues ¿cuántas tienes, hijo de Barba Azul? —Nada más cuatro. —Y ¿no te bastan? —No, porque mi ganadito va aumentando. La razón que exponía me pareció un tanto extraña, aunque algo sabía de los motivos que tiene el negro africano para tener varias mujeres; según la religión islámica el hombre puede tener hasta cuatro esposas vivas bajo el mismo techo, (Mahoma tuvo nueve.) Sin embargo, los motivos africanos son poco conocidos en el mundo exterior. Cierto que existe la poligamia entre los nativos de gran parte de África, pero no como lo entiende o supone el europeo, el americano o cualquier raza y país en donde se considera un delito. No, en África, cuando un nativo adquiere una quinta o sexta esposa, ha comprado un par de brazos que le hacen falta para atender los quehaceres do-
mésticos, o para cuidar el ganado o para ayudar a cultivar la tierra. A mayor número de vacas y chivas, mayor número de mujeres para cuidarlas. Una esposa joven vale 50 chivas, 6 vacas y 300 schillings; pero si la mujer resulta una holgazana, el marido tiene derecho a devolverla y recuperar lo que por ella pagó. El hecho de pagar por una esposa tiene una justificación práctica y razonable. Los padres de la novia pierden dos brazos que trabajan y justo es que, a cambio, reciban una compensación en efectivo y en producto. También en el mundo civilizado hay razas y religiones (como la judaica y la islámica) en las que, ya sea por tradición o por ley, para que una mujer llegue al altar deberá aportar una dote o no hay boda. Preguntará el lector por qué en África no contratan peones en lugar de comprar esposas. Es que en el campo, en gran parte de África, no los hay. Todos tienen su ganado que cuidar, tierras propias que cultivar o trabajan en las ciudades. El hambre está en Asia, no en África. El negro africano andará medio desnudo por el calor, por costumbre, o más bien porque no se le ha incorporado a la civilización, pero tiene el estómago lleno. Considerada bajo su aspecto real, resulta entonces que la poligamia en esa parte del mundo no es tan inmoral como se la pretende juzgar. En Tangañica (hoy Tanzania), en 1954 había siete millones de cabezas de ganado vacuno y gran parte de él era propiedad de negros nativos.
¡Tres días de gran emoción!
Cae mi primer búfalo y mi segundo rinoceronte Los dos días siguientes no fueron de mayor importancia; un doblete de cebras y otra gacela de Grant. Con cierta tristeza nos alejamos de aquel lugar. El arroyo que corría a un lado del campamento, en donde tan sólo unos días antes disfrutáramos a placer bañándonos en sus cristalinas aguas, ya estaba seco. Era tiempo de irnos. Regresamos por la misma ruta pasando otra vez por la escarpadura del Rift Valley. Nos detuvimos en la cima para admirar y contemplar el panorama de lo que hoy es un Parque Nacional bellísimo, que abarca el Lago Manyara y el enorme y famoso cráter volcánico, santuario de la fauna: el Ngorongoro. Desde la altura, dominábamos la alta escarpadura seguida de una ancha franja de tupida jungla, y luego se extendía la playa en la que crecen cerrados tulares bañados por las frescas aguas del Manyara. Bello lugar para inspirar el pincel de un paisajista. A lo lejos, se extendía el lago circundado en el lado norte por una extraña y ancha franja de color rosa, producida por los
85
テ:RICA - 1953
El autor con un magnテュfico ejemplar de impala cuyos cuernvos entraron en la medida rテゥcord.
86
ÁFRICA - 1953
Contemplando el fabuloso panorama que se extiende a nuestros pies. millones de flamencos que han escogido ese paradisiaco lugar como propiedad feudal. Las aguas del lago son tan salinas que no permiten se desarrolle más vida que la de las algas y otros pequeños organismos con los cuales se alimenta el flamenco. Cuando alguien los asusta, levantan el vuelo oscureciendo el cielo con una nube color rosa en lento movimiento. ¡Espectáculo maravilloso de un crepúsculo animado, lleno de vida! La playa es angosta; por un lado la cubren extensos carrizales que forman un muro impenetrable, y por el otro, la jungla, una faja de uno o dos kilómetros de ancho, limitada por la alta escarpadura en la que hay partes inaccesibles. Es uno de los costados del Rift Valley, un pedazo del paraíso no sólo para el cazador, sino también para el trotamundos que gusta de la contemplación de lugares hermosos, embellecidos por su clima, flora y fauna. Ese lugar se llama Mto-wa-mbu. Instalamos nuestro campamento en medio de una exuberante selva de altísimos y frondosos árboles en los que viven, columpiándose y jugando todo el día, grupos de monos. A unos 100 metros tenemos nuestro baño: una cascada que forma un río de aguas cristalinas y frescas. Todos los días disfrutábamos de una deliciosa zambullida al regresar de las largas caminatas mañaneras. El Ngorongoro, el lago y la selva forman un pedazo del Rift Valley,
tan bello, tan único y tan rico en su fauna que bien valía la pena haber sido cantado en los poemas de Kipling o descrito por una pluma como a de Milton en su Paraíso perdido. Hoy, toda esa área es un Parque Nacional. ¡Qué bien hizo el gobierno en tomar esa disposición!, y qué suerte la mía en cazar en ese lugar antes de prohibirse!; porque en ese manchón divino, en esa faja de tierra selvática fue donde pasé unos de los días más emocionantes de mi primer safari de altura en el Continente Negro. A las 6 de la mañana nos fuimos en carro por a orilla del lago, para contemplar los millones de flamencos y después buscar alguna manada de búfalos. Bill sabía que por ahí encontraríamos algunas de esas enormes y temibles bestias. De los cinco peligrosos de África, el búfalo era el que más me preocupaba enfrentar, debido a los numerosos lances trágicos que había leído o me habían contado. Un animal sanguinario, bravo, una bestia que, como se dice en el argot de caza, “aguanta mucho plomo”, cuya ancha y resistente cornamenta le sirve de coraza contra tiros dirigidos al cerebro; de buen oIfato, vista y oído; cuando ataca sólo la muerte lo detiene, y si queda herido, suele emboscarse en la maleza preparando una celada al cazador. Entonces se invierten los papeles; quien acecha es la bestia, con tal astucia, que en no pocas ocasiones ataca
87
ÁFRICA - 1953 sorpresivamente por la espalda al cazador, cuando éste supone que su presa debe estar por ahí, adelante, a 50 Ó 100 metros.
La mosca Tse- Tsé Anduvimos a campo abierto, con el lago a nuestra izquierda y la jungla a la derecha, más de dos horas sin ver más que jirafas, impalas y wildebeast. Al pasar por un tramo angosto, sentí un piquete en la espalda seguido de otro y otros más en las costillas. Creí que seguramente se me habían subido algunas hormigas; Bill vio que metí la mano bajo la camisola de caqui, buscando aquellos bichos que me molestaban, y me dijo simplemente: —tsé-tsé (moscas de esa especie); de todos modos, seguí buscando sin encontrar nada. Entonces repuso Bill: —No trates de agarrarlas, pican a través de la camisa. No acabó de decirlo cuando el número de picaduras se multiplicó, de tal manera, que los manotazos llovían por todos lados. Aquello parecía una jaula de locos. Algunas veces el manazo caía sobre la mosca, pero al levantar la mano seguía volando, como si se le hubiera hecho una caricia. Sus alas son tan resistentes que les sirven de escudo de modo tan efectivo que para matarlas hay que destrozarlas con los dedos; todavía así, me sorprendí al ver en mi safari del año siguiente a mi hijo Fernando que después de agarrar una mosca, le arrancaba la cabeza, la soltaba y el insecto seguía volando. En los lugares en que hay esta mosca contaminada con el virus del mal del sueño, no sobreviven los animales domésticos. Un piquete a un caballo es suficiente para que muera en pocos días; lo mismo le sucede a un perro o un asno. Por eso, en muchas partes de África, no hay estos útiles animales domésticos. En épocas pasadas, cuando los safaris se transportaban a pie o en carretas tiradas por bueyes y los cazadores iban en caballos, si se sospechaba que pasarían por una zona de tse-tsé, embadurnaban con estiércol fresco a los animales para salvar la situación. El estiércol era y es, que yo sepa, el único repelente efectivo contra esa calamidad. Hay unas 22 especies o subespecies de tse-tsé, y todas ellas pueden ser contaminadas por el virus. Si una de esas moscas contaminadas pica a un hombre, otras, que posteriormente lo piquen, contraerán el mal. Afortunadamente, este insecto es muy lento para clavar su aguijón, circunstancia favorable si el cazador va provisto de una buena cola. de cebra o de algún otro animal. para ahuyentarlas antes de que piquen. La mosca tse-tsé es un poco más grande que la mosca común, pero a diferencia de ésta, la temible chupadura
En el lago Manyara anidaban millones de flamencos. transmite la tripanosomiasis o enfermedad del sueño, que ataca por igual ál hombre y a los animales domésticos. Más de una tercera parte del continente africano está plagado, y han habido ocasiones en que la enfermedad ha diezmado poblaciones enteras en una sola epidemia, encontrándose esta mosca en la tupida vegetación, generalmente cerca de lagos y ríos. Cuando no hay epidemia sólo una de cada mil es portadora del mal; creo que en mis safaris me habrán picado más de ese número, pero he tenido suerte. Es difícil un oportuno tratamiento médico en una persona infectada, pues, en un principio, ni siquiera se experimenta malestar alguno y, en ocasiones, pasarán meses antes de sentir los síntomas que se manifiestan con ligeros dolores de cabeza, accesos de fiebre o hinchazón de las glándulas del cuello; sigue la falta de apetito y el letargo; la enfermedad va invadiendo el sistema nervioso central. El enfermo adquiere una expresión de pesar, que se debe al embotamiento del cerebro; va debilitándose, enflaqueciendo notablemente hasta quedar reducido a un esqueleto. En el curso de mi safari en Botswana (1965), John, cazador profesional, se desplomó a tierra quedándose profundamente dormido; tres semanas antes lo habían picado las moscas. El único alimento de dicha mosca es la sangre, y para
88
ÁFRICA - 1953
Pasamos un control para la mosca tse-tsé. obtenerla ataca a todo animal vivo, a excepción de algunas especies silvestres. A semejanza del murciélago, se aparea una sola vez, en la cual queda fecundada permanentemente. No aova, sino que cada 10 a 12 días deposita en el suelo una larva. Ésta se introduce en la tierra y a las pocas horas cría una recia especie de caparazón. Pasados más de 30 días, la ninfa madura y una tse-tsé, perfectamente formada, se abre camino a la superficie. Hasta hoy en día no se ha encontrado forma efectiva para acabar con este insecto tan terrible. Sin embargo, recientemente, se descubrió una vacuna preventiva y curativa, que se llama Pertamidine isethionati, fabricada por Mayo Boker Ltd., Inglaterra. Desconozco su efectividad. Según el Antiguo Testamento, parece ser que esta mosca fue una de las siete plagas que azotaron a Egipto por mandato de Dios, como castigo por no haber oído el faraón Ramsés II la petición de Moisés de dejar libre a su pueblo. Hasta aquí la tse-tsé, ahora volvamos a la caza. Insté a Bill para que abandonáramos aquel lugar ya insoportable. Un poco adelante descubrimos con los binoculares unos búfalos, a la orilla de la selva. Estaban lejos. Para acercarnos, era necesario dar un rodeo a pie, sin que nos vieran. Así lo hicimos, y hasta entonces iba a conocer lo que es un verdadero thick-bush, esto es, la verdadera jungla, esas espesuras tan cerradas de todo tipo de vegetación, que apenas se ve a 20 metros. No bien habíamos penetrado
caminando en fila india, cuando, a muy corta distancia, apenas distinguí en la maleza un animal que cruzaba y luego otro que seguía al primero: dos manchones amarillentos. —¡Simba! (león) —dijo a media voz mi portador de armas, quien iba detrás de mí, a la vez que me alargaba mi rifle cuate entre el brazo derecho las costillas. Nadie habló ni avanzó un paso. Bill se quedó inmóvil como una estatua, Espinosa dio un salto a la izquierda, Walter y el huellero, quietos también, mi portador de armas y yo nos pegamos a un árbol; todos con los rifles listos y la mirada penetrante en aquel lugar. Eran dos leones que pasaban sin siquiera voltear a vernos, pero desde ese momento comprendí que cualquier mal rato podía presentarse. Ya no solté mi rifle. No habían pasado cinco minutos, cuando oímos un trompetazo de elefante, tan cerca, que otra vez nos pusimos en guardia. Ese sí nos había sentido y se alarmó. Oímos el ruido que hizo al destrozar alguna rama, pero nunca lo vimos. Momentos después oímos el acelerado trotar de otro animal que se alejaba. No supimos lo que era. Con los nervios en tensión, dirigíamos la vista por todos lados. Me sudaban las manos. Por poco doy un grito cuando hubo un momento en que a mi izquierda, a no más de 10 metros, un bulto negro que había permanecido quieto entre el breñal partió a la carrera dándome un buen susto. Era un búfalo macho que había pasado inadvertido para
89
ÁFRICA - 1953 mis compañeros que iban delante. Si en vez de correr en otra dirección, se nos echa encima, seguramente alguien la hubiera pasado mal, pues no hubiéramos tenido tiempo de encarar el rifle. Todo lo anterior ocurrió en un trecho de 1 000 metros. Seguramente estábamos ya cerca del lugar en que vimos al grupo de búfalos, porque empezamos a torcer por la izquierda. Bill nos advirtió que procurásemos no hacer ruido y, muy especialmente, que cuando tuviéramos a la vista un animal, si él nos decía ¡Freeze!, con ello indicaba guardásemos absoluta inmovilidad. Y en efecto, la indicación fue acertada, porque minutos después oímos un tropel como si fueran los cascos de un regimiento de caballería; Bill dijo ¡Freeze!, y nos quedamos a la expectativa, con la boca un poco seca por las emociones pasadas y moviendo solamente los ojos. Frente a nosotros había un clarito que terminaba en una vereda de animales. El tropel que oímos era una manada de búfalos. Nos replegamos a la derecha, para escondernos un poco en el follaje y esperamos. Primero vimos unos cuernos en el fondo del claro. Era un búfalo hembra, luego otra y otra y muchas más. Se detuvieron antes de cruzar aquel terreno abierto, igual que lo hacen todos los animales silvestres y los experimentados cazadores, para ver si “no hay moros en la costa”. Luego siguieron acercándose a nosotros, hasta llegar a unos 70 metros. En ese momento alguien se movió, y al igual que el
aviso de un corneta a su escuadrón ordena un movimiento, toda la manada a un tiempo inició desenfrenada carrera por su derecha. ¡Qué bueno! Porque yo no sabía ni podía preguntar lo que haríamos, o qué pasaría si seguían arrimándose. Toda la manada, que serían unas 30 hembras, se fueron, y a mí me volvió el alma al cuerpo porque . . . bueno, una, dos o tres bestias como quiera, pero, ¿qué tal una estampida sobre nosotros? ¡Ese Bill sabía su oficio! Como yo sabría más tarde, con la experiencia que da la práctica, es más peligroso el búfalo solitario que en manada. En ésta, muchos animales actúan como las chivas, a donde brinca la primera brincan todas. Después de algunos rodeos, descubrimos los machos que buscábamos. Eran tres. Los examinamos. Dos eran buenos. Estaban en terreno abierto, en la llanura que daba a la playa, pero dando un corto rodeo, metiéndonos otra vez en la jungla, podríamos colocarnos a unos 80 metros, o menos, y desde ahí tirar. Le tocaba disparar primero a Espinosa, y si yo tenía oportunidad, tiraría después de que cayera su búfalo. Pasaron los momentos de tensión que preceden al primer disparo, como ocurre en un combate a los soldados que lo inician formados en la línea de fuego. Espinosa escogió el búfalo de la derecha. Hizo su primer disparo e inmediatamente el segundo; los dos dieron en el blanco,
“El tropel que oímos era una manada de búfalos ... “
90
ÁFRICA - 1953
Mi primer búfalo africano cayó con un tiro casi a 200 metros.
pero la bestia no caía. Mientras tanto, ya estaba yo rodilla en tierra apuntado al mío, que, sorprendido, empezaba a alejarse deteniéndose y volteando de vez en cuando para ver qué pasaba a sus compañeros. Viéndome en posición de tiro, me gritó Bill que no fuera a disparar, hasta que Espinosa rematara su víctima. Un tercer tiro de mi compañero Espinosa dejó al búfalo tambaleante, como un toro de lidia después de recibir una estocada mortal, y un cuarto tiro, el de gracia, lo hizo morder el polvo. —¿Puedo tirar?.. ¿ Yaaa? -grité, sin poder contener mi impaciencia. —Ya está lejos, pero ... —respondió Bill, sin terminar la frase porque no le di tiempo. Mi búfalo estaba más o menos a 200 metros, viéndome de frente, un poquito cruzado a su izquierda, pero en todo aquel trajín, que duró menos tiempo del que he tomado para contarlo, ,lo había seguido con la mira de mi rifle cuate, el cual apuntaba en ese momento a la base del pescuezo. No esperé más y oprimí el llamador. No sé cuál fue más grande, si mi alegría o la sorpresa que recibí ver
desplomarse a esa gran bestia, como si la hubiese fulminado un rayo. Ya puede imaginarse el lector el gusto que me dio, después de haber pensado tanto en lo difícil que me sería abatir al poderoso animal. Mi gusto fue mayor cuando me dijo Jack que había filmado la escena. Mientras los dos huelleros se ocupaban de quitar las copinas, nos fuimos a la sombra de un árbol a esperar la “calandria”, que no tardaría. Así pasó una hora, que aprovechamos para tomar un refrigerio. Para entonces, los buitres habían dado buena cuenta de toda la carne. No quedaban más que los pelones esqueletos de los dos búfalos. Más por costumbre que por curiosidad tomé los prismáticos y, allá lejos, descubrí más búfalos. Como mi licencia me autorizaba dos, Bill y yo resolvimos echarles un vistazo. Esta vez nos fuimos por la orilla de la selva y sin tropiezo nos acercamos bastante. El grupo estaba al descubierto y pudimos observarlos a placer. Desafortunadamente no había un solo ejemplar bueno. Ya nos disponíamos a regresar, cuando vimos que a
91
ÁFRICA - 1953 200 metros salía de la jungla un rinoceronte macho, de no malos bigotes. —¿Vamos? —me dijo Bill. —Pa’pronto —contesté sin vacilar. Examiné mi rifle, quité el seguro y empezamos a arrimarnos. Recuerde el lector que esos paquidermos tienen mala vista, pero buen oído y buen olfato. El aire nos era favorable. Sólo debíamos evitar hacer ruido. Después de mi éxito con el búfalo, me sentía confiado. Sin embargo, cuando ya estaba a 30 metros y consciente del peligro, la adrenalina circuló abundantemente y la tensión se presentó. Todos los animales, cuando están vivos y en movimiento, nos parecen más grandes. Un león muerto pierde toda su fiereza y su noble rango. Más bien inspira lástima. Cuando la bestia sintió mi presencia y empezó a inquietarse girando las orejas y moviendo la cabeza para ambos lados, tratando de localizar el motivo de su inquietud, me vio de frente, dio unos pasos y se oyó mi primer disparo que la paró en seco; se revolvía en círculo en el instante que recibía mi segundo tiro, el cual dio en el hombro. Cayó resoplando como una locomotora. No hubo necesidad del
tiro de gracia. Otra tonelada y media de carne para los buitres, barrenderos de la selva. De regreso al campamento sufrimos otra vez las acometidas de la mosca tse-tsé, pero ya no les hice el mayor caso; sólo me regocijaba con el éxito que, como principiante en caza mayor, había tenido aquel día inolvidable, pleno de angustias y emociones. ¡Dos animales grandes y peligrosos abatidos limpiamente con tres tiros en un día! Recordé también, haciendo comparaciones, el fracaso con mi primera gacela y mi primer elefante. Son gajes del deporte. Al día siguiente me levanté tarde saboreando todavía mi actuación anterior. Salí con Walter a cazar un wildebeast para carnada de leopardo. Una hora después estaba cumplida mi faena. Encontramos a uno de esos toretes mal encarados y de hocico aplastado, tan feo, que no sé por qué me recuerdan a un amigo mío a quien mucho estimo. Lo encontramos solitario en un campo abierto, salpicado de esos típicos hormigueros que abundan en África, los cuales en su mayoría son de tierra roja, algunos de ellos tan grandes como una choza y los más chicos a la altura de un metro, en forma de pilón. Fue un acecho fácil, cubriéndome con los hormigueros. Un tiro con mi rifle .30-06 corto la
Los buitres se dieron un banquete con los despojos de los búfalos.
92
テ:RICA - 1953
Un buen ejemplar fue mi segundo rinoceronte. BilI se acerca para comprobarlo.
93
ÁFRICA - 1953 vida del antílope. Muerte inútil porque el bicho nunca probó la carnada. Una noche lluviosa nos hizo perder un día, pero al siguiente, la primera víctima fue un wart-hog, ese jabalí africano de tan enormes colmillos para un cuerpo tan chico, casi pelón y con unas gigantescas verrugas en la cara, que lo convierten en un animal de pesadilla. A pesar de lo feo no impone temor, como el gigantesco jabalí europeo, o como el no menos grande de la India que tuve la suerte de cobrar en mi segundo shikar en ese lejano país. Fue un tiro fácil. Primero pasó una hembra, a la cual seguían tres simpáticos jabatillos, todos trotando con la cola parada como un periscopio. Después descubrí al papá, quieto, observando a su familia en medio de un zacatal. Minutos después, le quitábamos la copina, y hoy adorna un muro en mi salón de trofeos. Al mediodía estábamos bajo la sombra de una acacia, cuando me dijo Bill: —¡Mira! A mi espalda aparecieron cuatro cebras, a unos 200 metros. Empezaron a correr, pero no huyendo sino dando un ligero rodeo, seguramente para reunirse con otro grupo. No tenía a la mano más que mi pesado rifle .456/500. Lo tomé, sin perder tiempo, y disparé a la que me pareció mejor. El tiro resultó un poco trasero, pero alto. Creo que se debió a que a tal distancia, una bala de 480 granos como las de mi rifle, es lenta, sólo desarrolla una velocidad de 2 200 pies por segundo. Erré un segundo tiro, pero el tercero dio en el nacimiento del pescuezo. Fue tan fulminante la muerte de ese animal, producida por una bala de tan gran potencia, que cayó como una roca. Ni siquiera alcanzó a estirar las patas, que es lo usual. Jack filmó parte de la acción.
que ha dispuesto todo aquello para el recreo del hombre. Había algunos nubarrones que amenazaban lluvia en un cielo de azul turquesa, pero más tarde aclaró el día. Respirando hondo y lleno de entusiasmo, me subí al carro de cacería para ir hasta las faldas de unos montes muy tupidos. —Vamos a lo alto de esas cumbres en busca del kudu menor —dijo Bill—, estoy casi seguro de encontrarlo. El lugar es propicio. Este animal y su hermano mayor son los antílopes, a excepción del bongo, más difíciles de seguir y acecharse en toda África. Después de encontrarse la huella deben tomarse infinitas precauciones. Debe practicarse el acecho silencioso que ya he explicado antes. Ese antílope ve y oye a dos kilómetros de distancia. Tiene magnifico olfato y habita en montes rocosos de abundante breña. Una de sus muy usuales defensas consiste en meterse en el más tupido monte guardando completa inmovilidad, de modo que el mimetismo del color de su piel con el breñal lo hacen muy difícil de descubrir, aún a 50 metros de distancia. El cazador suele toparse con un kudu a 100 metros cuando menos lo espera. Por eso se le llama el “fantasma de los bosques”. Cazar un kudu tiene tanto mérito como cazar un borrego en Sonora o en las Rocallosas de América. Abandonamos la “calandria” y empezamos a escalar el monte. Sólo íbamos Bill, dos huelleros y yo. Después de media hora, descubrimos una huella fresca de kudu menor que nos pareció muy buena, pero no la seguimos. Aquí aplicó Bill sus conocimientos y experiencia. En lugar de ir tras la huella seguimos de frente, y 40 minutos después, llegamos a la cima que remataba en una meseta rodeada de otros montes que daban forma a tres cañones muy próximos. Un buen rato anduvimos por ahí cargándonos por el lado izquierdo, suponiendo el lugar por donde era probable se había embarrancado el antílope. La consigna era caminar como sombras, sin hacer el menor ruido, sin chistar palabra, escudriñando el terreno con tal atención como cuando se penetra en una cañada en la que el enemigo pudiera sorprendernos. Da gusto ver cómo se ejecuta un buen acecho por cazadores experimentados, principalmente esos negros, con facultades e instinto de un perro podenco. Nos aproximamos a una profunda barranca que debíamos otear. Con grandes precauciones, casi arrastrándonos, con el sombrero quitado y pegados a las rocas, nos fuimos asomando al borde del barranco cubierto de breña y altos árboles. Luego, vino el uso de los binoculares. Todo movimiento debía ser lento, para no ser descubiertos. También el buen uso de los prismáticos es importante. Para
El Kudu menor (Strepsiceros imberbis austarlis) Cae mi segundo búfalo Era una mañana fresca que olía a tierra mojada y toda la vegetación estaba bañada y limpia por la lluvia del día anterior. Una de esas mañanas en que todo es optimismo, no nos duele nada y nada nos preocupa, y contemplando el cielo y el campo, vino a mi mente un párrafo que leí en algún libro: “Son los tesoros con que la naturaleza regala a los sentidos del hombre en estas tierras, en estos campos que más bien parecen un cielo abreviado. Gratísimo bienestar con que la primavera ahuyenta la tristeza.” Una de esas mañanas sonrientes, color de rosa, engalanadas por el rocío y los alegres trinos que los pájaros elevan al cielo como una plegaria, dando gracias a Dios
94
ÁFRICA - 1953
Es muy dificil localizar al kudu menor entre el tupido breñal.
escudriñar un lugar deben fijarse sobre cualquier roca o cosa, luego, mover la vista rebuscando metro por metro toda el área focal que abarcan; luego se cambia la posición al área siguiente, como una cámara fotográfica, y así hasta cubrir todo el terreno. Los prismáticos deberán estar siempre fijos. Estuvimos media hora sin descubrir nada. Entonces mi portador de armas, que estaba a cinco metros de mí, arrastrándose silenciosamente, se acercó y sin decir una palabra me hizo un ademán con la mano señalando un lugar en la barranca, como diciendo: Ahí ... ahí está. Lo primero que hice fue revisar mi rifle, arrastrándome seguí al huellero y Bill hizo lo mismo hasta llegar al borde. Apenas asomando la cabeza volvió a señalarme un lugar con el dedo índice. Miré fijamente, después usé los binoculares. No descubrí nada. .. ni estaba cierto de qué era lo que el sirviente había visto. ¡Cómo no hablaba! “¿Será kudu o algún otro animal? —me preguntaba yo ¿un bushbuck, por ejemplo? ¿Cómo es posible —pensaba— que a simple vista haya descubierto algo este prieto tal por cual, que yo no puedo ver ni con la ayuda de los binoculares?” La razón es que estos nativos tienen doble capacidad visual que el hombre que vive en las grandes ciudades. Están acostumbrados y saben descubrir la silueta o los cuernos de un animal en cualquier ángulo dentro del breñal.
Allí, después de mucho buscar, descubrí la figura helicoidal de unos cuernos que se confundían con el varejonal reseco. Luego vi la cabeza, y nada más. ¡Era el kudu menor y estaba a 100 metros! Quieto, quietísimo, sin pestañear, veía hacia nosotros. Tal vez nos había visto o su instinto le advertía de una posible amenaza. Me impacientaba no poder descubrir su cuerpo para colocar un buen tiro en parte vital. Resolví tirar al pescuezo, a lo poco que de él veía. Era un tiro aventurado, pero no esperé más. Apoyé el rifle sobre mi sombrero de fieltro, apunté cuidadosamente, contuve la respiración y oprimí el llamador. El animal apenas se movió, pero fue lo suficiente para que viera yo medio cuerpo. Un segundo tiro rápido y afortunado hizo desplomar en sus propias huellas a aquel raro antílope. Mi primer disparo dio en el nacimiento de los cuernos y no lo tumbó, pero seguramente quedó atarantado por el impacto y por eso no se movió. El segundo tiro dio en el corazón. A la fecha no he vuelto a ver otro kudu menor, de tamaño aceptable, en mis safaris africanos. Ese fue otro de mis días de suerte. Después de abatir el antílope, me esperaba una experiencia muy emocionante. Seguimos caminando por la meseta, y después de un rato, nos detuvimos a comer un ligero refrigerio a la orilla de un claro de unos 80 metros de circunferencia. Otra vez vi
95
テ:RICA - 1953
Despuテゥs de un largo y fatigoso huelleo pude cobrar este ejemplar de kudu menor.
96
ÁFRICA - 1953 a mi huellero parar la oreja. Ese negrito nunca se distraía, siempre estaba atento a su trabajo, que evidentemente le gustaba. Percibí un ruido que, por mi inexperiencia, no podía imaginar lo que era. —M’bogo, mingui (Muchos búfalos) —dijo Bebí. Rápidamente nos replegamos al monte quedando frente a nosotros el claro ya mencionado. —Es una manada de búfalos —dijo Bill—, vienen de allá abajo, vamos a quedarnos completamente quietos y a esperarlos. Si tienes oportunidad, tírale al mejor, pero hasta que yo te diga. Lo importante es no moverse, sino hasta que estén muy cerca. Ya para entonces, Bebi me había dado el rifle .465/500 a cambio del .30-06 que yo llevaba. El ruido que hacía el tropel de la manada era a cada momento más y más notable. Tomé posición de rodilla en tierra y me preparé. Aquí tuve un descuido con las miras de mi rifle, que más adelante explicaré, pues en otras circunstancias pudo ser de consecuencias fatales. Aquel ruido de pezuñas se hizo más fuerte. La espera fue para mí de alta tensión, tal vez como cuando se aguarda un ataque a la bayoneta. Pronto aparecieron los primeros cuernos seguidos de una gran cabeza negra, luego otros y otros y muchos más; así hasta sumar, según mis cálculos, unos 40 de esos toros salvajes. Todos avanzaban de frente, como en línea de fuego. (¿Se animaría algún torero a lidiar un bicho de éstos?) Lo ancho de aquel frente poderoso, imponente, negro, como una mala noche, con 80 lanzas en la cabeza y muchas toneladas de fuerza y energía terribles, convertida en músculos, detuvo por un momento su carrera al entrar en el claro. Luego, continuó su avance ya no al trote sino al paso. Estaba yo tan emocionado que ni tragaba saliva. Si aquellas bestias desencadenaban una estampida, alguno de nosotros acabaría ensartado y otros hechos papilla, embarrados en el suelo. A pesar de esos negros pensamientos que me habían secado la boca, ya había escogido mi víctima: era un macho prieto que iba al frente, ancho, grandote, con una cornamenta que destacaba sobre los demás. Sólo esperaba el aviso de Bill para disparar. Ya estaban a 60 metros, luego 50 ... , 40 ... “!Esto es un suicidio!” pensé. —¡ Dispara! —dijo en ese instante Bill. Pegué la mejilla al rifle para apuntar a mi víctima. “!Pero qué pasa! ¿Por qué no veo bien el grano de mi rifle?” Prácticamente disparé encañonando. Al primer disparo toda la manada, sorprendida por la detonación, volteó a su derecha, como si se hubiese puesto de acuerdo. En
esos momentos me olvidé del peligro, estaba concentrado en mi víctima. Hice otros tres disparos rapidísimos, de los cuales dos hicieron blanco y uno resultó alto. A ese cuarto tiro la bestia, bramando, se dobló sobre sus rodillas, mientras el resto de la manada se alejaba en la espesura del monte. Rematé al búfalo con un tiro tras de la oreja. ¿Qué había pasado con las miras de mi rifle? ¿Por qué no encontré el grano en el momento culminante? Una distracción, un descuido y una lección. El .465/500 es un rifle cuate hecho a la orden por la casa Holland and Holland de Londres. Tiene dos cañones cuyos mecanismos funcionan separadamente, como si fueran dos rifles en uno. Es un arma hecha especialmente para la caza peligrosa. Se “quiebra” automáticamente. Tiene extractores automáticos que ayudan a recargar con más rapidez. Es propio para usarse a cortas distancias, la máxima debe ser de 200 metros. Tiene un grano delantero como todos los rifles, y detrás de éste una mira plegadiza de marfil, más grande que la primera para, en su caso, servirse de ella en noches de luna. Un poco atrás de medio cañón tiene dos miras plegadizas en V, una para tiros de 50 a 100 metros y la otra para 200. Más atrás, casi a la altura de la recámara, tiene otra mira, también plegadiza, para usarse como “mira de recibir”. Sólo puede utilizarse ésta cuando las dos miras delanteras en V están plegadas, de otra manera no se ve el grano ni puede verse el blanco con precisión. Pues bien, sucedió que cuando oímos el tropel de los búfalos que iban cuesta arriba, Bebi puso en mis manos el .465/500 dándole yo el .30-06. Revisé la carga del rifle, vi que la mira para 100 metros estaba levantada y puse dos tiros de repuesto entre los dedos de mi mano izquierda, para recargar con más rapidez después de los dos primeros disparos. Todo parecía estar correcto, pero resultó que cuando encaré el rifle para apuntar al búfalo seleccionado ¡no encontré el grano! Felizmente, me controlé y disparé encañonando, como si el rifle no tuviese miras. De cuatro disparos tres dieron en el blanco, errando uno. Todos los impactos fueron altos, naturalmente. ¿Qué había pasado con las miras? Pues que no me di cuenta que la de recibir estaba también levantada. Podía ver la mira en V, pero no veía el grano. Es oportuno recordar lo cuidadoso que era W. D. M. Bell con sus armas. Ese famoso gran cazador del siglo pasado y principios de éste no sólo las limpiaba personalmente, sí no que en su rifle probaba cartucho por cartucho antes de salir al campo. Es aconsejable que todo cazador proceda en la misma forma, principalmente cuando se va por caza peligrosa. A Selous, ese otro admirable cazador de la misma época, le pasó lo siguiente: En esos tiempos se usaban unos
97
ÁFRICA - 1953
Un día de suerte; poco después de cobrar el kudu abatí mi segundo búfalo. rifles fabricados por Isaac Hallis, de Birmingham, Inglaterra; de un solo cañón, liso, como de escopeta, que pesaban 14 libras y se cargaban por la boca con una posta que pesaba 128 gramos (no confundir con granos), calculando la pólvora negra que se usaba, por lo que cabía en el hueco de la mano. Siempre cargaba él con uno de esos rifles, y su portador de armas con otro de repuesto. En una ocasión tomó el rifle de manos de su ayudante, y al disparar voló el arma partida en dos y él cayó al suelo con la cara destrozada. Sucedió que, sin saberlo, su ayudante había puesto doble carga en aquel rifle-escopeta. Febrero 27 de 1954. Aquí termina mi primer safari africano. El cazador que de veras siente la afición, siempre se quedará con el deseo de volver. Yo me quedé picado, tan picado, que al escribir estas líneas para la tercera edición de mi modesto libro van transcurriendo numerosos años
de constantes safaris y shikaris, sin dejar en blanco uno solo. El primer safari internacional es el que más sabor deja, porque se le tira a todo bicho que se le pare enfrente. Causa emoción el hecho de encontrarse en tierras ajenas con fauna, flora y gente también extrañas. En éste mi primer safari adquirí una gran experiencia, creo que dos meses de caza en África equivalen a 10 años de caza en México. Se aprenden principios básicos tan importantes e interesantes que pueden considerarse como un arte: saber distinguir una huella y su edad entre tan gran variedad de animales; analizar igualmente los excrementos, los hábitos, según las épocas del año; el ángulo de tiro dependiendo de la posición que guarda un animal para colocar la bala en el lugar vital; distinguir la silueta entre el breñal; el acecho adecuado procurando arrimarse lo más
98
ÁFRICA - 1953 posible a la presa para asegurar un buen tiro; la ventaja de no precipitarse para no correr el riesgo de “pancear” la pieza y meterse en dificultades; la cualidad del acecho silencioso; la importancia de permanecer inmóvil en algunos casos, y muchos otros detalles de gran utilidad en el buen cazar. Asimismo, me he dado cuenta de la armonía familiar en que viven muchas especies, la cual bien pudiera servir de ejemplo a la humanidad, pero también advertí la crueldad de la jungla. La ley de la selva: matar para vivir. El león, como el leopardo, han de sacrificar una victima cada tercer día; y los perros salvajes, esos terribles carniceros, peores que el lobo, los más crueles que existen, acechan constantemente, desde el pequeño oribí hasta la jirafa de dos toneladas. Solamente el elefante, ese verdadero rey de la selva no tiene enemigos. No hay quien se atreva a atacarlo. Suya es la selva infinita. .. ¡Ah, sí! ... Sí tiene un enemigo, uno solo, y sabiéndolo, huye de él como de la peste; ese único enemigo es el hombre, e inteligentemente se aleja como si tal vez se diera cuenta de que ¡donde está el hombre no hay paz!
RESULTADO DE LA CACERIA Animales cobrados 2 gacelas de Grant 1 eland 2 wildebeast 2 gerenuks 2 órix 2 hienas 4 cebras 4 gacelas de Thomson 1 antílope de Hunter
3 impalas 1 roan 1 kudu menor 1 wart-hog 1 elefante 1 león 2 búfalos 2 rinocerontes 1 cheetah
Total: 33 piezas. Más los animales que abatí para carnadas y para la cazuela: francolines, codornices, huilotas, gansos egipcios, gallinas de Guinea y avutardas. Ya puede imaginarse el lector los exquisitos platos y las comilonas que tuvimos con tal variedad de aves, gacelas y antílopes, que tan bien sabía cocinar nuestro experto Matteka.
Duración del safari: 60 días efectivos. Recorrido en jeep: 6 770 kilómetros.
99
3 Africa 1955
Ni un safari, ni dos ni tres, sino toda una vida será necesaria para formar una colección de trofeos de caza, no comprados sino cobrados por el rifle del cazador. No es un trabajo; es una felicidad sentir profundamente la afición venatoria. Tan pronto termina un safari, ya se piensa en el siguiente. Se trata de un placer latente que mantiene nuestra mente siempre ocupada. Ese sabroso lapso de meses que transcurren entre una y otra cacería abarca: sueños, libros de grandes cazadores, planes, prácticas de tiro, información, la espera de la época adecuada, cacerías locales y ejercicios para estar en forma preparándose para lar-
gas caminatas, abundante correspondencia con los guías y contratistas para ajustar condiciones, cámara, material fotográfico, ropa adecuada y otras tantas cosas que mantienen al cazador con un dulce sabor de esperanza en el corazón mientras llega la hora. Se requieren años de espera para cazar algunos ejemplares raros. La obtención del permiso, el país, la estación, la situación económica, la salud, etc., son problemas por resolver. Durante muchos años he tratado inútilmente de obtener un permiso para cazar en Rusia un tigre siberiano; o en Angola un sable real gigante. Y si obtuviera esos per-
100
ÁFRICA - 1955
El autor en el aeropuerto de Nairobi. Comenzaba el segundo safari africano.
misos, todavía haría falta la buena suerte de poder llegar a ellos viéndolos en la mira de mi rifle. Los tiempos cambian y se pierde un poco la dignidad de la caza, en comparación con otras épocas ya olvidadas. En tiempos pasados, los preparativos llevaban años. Para un safari africano de 6 meses se necesitaban 100 negros para los servicios y 60 burros, o una larga caravana de carretas tiradas por bueyes. ! Imagínese la tarea del cazador para alimentar a tantos hombres por un largo tiempo! Pero, ¡qué paraíso era entonces el Continente Negro para un espíritu de aventura y grandes emociones! Abundantísima cacería, sin límites, en un ambiente primitivo y bárbaro, donde el canibalismo y otras costumbres, tales como el fetichismo y el tabú eran comunes, los hechiceros, los brujos, los ritos salvajes, el misterio y las tierras vírgenes. Karamojo mató 19 elefantes en un día. Selous mató 200 búfalos y 17 leones en 4 años; Rainey, trece leones en un día. ¡Grandes cazadores! Algunos usaban rifles calibre 4, más propiamente dicho pisponeras que se cargaban por la boca del cañón, usando pólvora negra y pesadas postas de plomo endurecido con zinc y mercurio. El disparo con esas armas formaba una nube delante del cazador, y éste no sabía el resultado de su tiro, a menos que saltara a
un lado. Pues bien, con esas rudimentarias armas, cuya velocidad de bala no llegaba a los 2 mil pies por segundo, mataban elefantes, búfalos, rinocerontes, leones y leopardos. Muchas veces, en la carga de alguna de estas bestias feroces, el cazador salvaba el pellejo dando un ágil salto a un lado, en el momento en que el animal, no viendo al hombre, arremetía sobre la nube de humo producida por el disparo. ¡Qué tiempos aquellos! Pero yo llegué medio siglo más tarde. Todavía hace unos 20 años, en Kenya, la licencia de un cazador autorizaba cuatro leones, dos rinocerontes, 12 cebras, y así por el estilo. Hoy, en algunos países africanos, sólo se autoriza un león, pero hay que buscarlo con la linterna de Diógenes. En un futuro próximo, muchas de las especies más importantes sólo se podrán encontrar en cotos de caza comercializados; pero esto ya no es cacería. La explosión demográfica, el gran número de cazadores y el furtivo, invaden los terrenos de la fauna, que en otros tiempos fueran un paraíso de los animales silvestres, libres, alejados de toda civilización. Prácticamente ya no hay tierras ignotas. Esa ilusión ya no existe, salvo en las regiones siberianas, chinas o de los Himalayas. La población mundial de 500 millones de hace tres siglos, es hoy
101
ÁFRICA - 1955 superada por un solo país: la India -por no mencionar a China-, país pobre, donde la fauna ya agoniza. La caza del tigre de Bengala está vedada permanentemente. Sólo quedan unos 600 en todo el país, mientras que hace unas cuantas décadas un solo cazador, el Maharajá Surguya —a quien en 1956 conocí en mi shikar en la India—, tenía en su haber más de 1 000 tigres de Bengala y otras tantas panteras. Por lo tanto, amigo cazador, ¡apúrate!, si deseas que en tu salón de trofeos luzcan algunas especies raras. En los primeros días de agosto de 1955 inicié mi segundo viaje africano, acompañado por mi hijo Fernando, quien entonces tenía sólo 15 años, pero ya desde la edad de 7 me acompañaba a tirarle a las huilotas con su escopeta .410. Buen compañero. Para 1961, después de cuatro safaris internacionales, ya estaba cuajado como cazador y también se había revelado como un buen escopetero. Acababa de ganar un campeonato estatal con la hazaña de romper nada menos en skeet 100 discos de 100 tiros. Esta vez había hecho arreglos para un safari especial. Bill tenía instrucciones mías para que durante un mes, an-
tes de nuestro arribo, hiciera un largo recorrido de reconocimiento en lugares remotos, poco trillados por cazadores. Nuestro objetivo principal eran el gran kudu y el sable real. Llegamos a Nairobi y al día siguiente alquilamos una avioneta para volar los 1 000 kilómetros que nos separaban de Tabora, pueblecito donde nos esperaba nuestro ya conocido cazador blanco, Bill Jenvey, con todo listo para iniciar nuestro safari. En el vuelo tuvimos oportunidad de contemplar una enorme extensión territorial de caza. Cruzamos el gran Rift Valley y vimos el Lago de Tangañica que tiene 710 km de largo. África es pródiga en ríos, lagos y desiertos. Cuenta con el río más largo del mundo: el Nilo, con 6700 km; el Lago Victoria, tercero del mundo en extensión; los ríos Congo, Zambeze y Ubango. Bellas cataratas como las Victoria. Desiertos como el del Sahara, que es el más grande del mundo (9 millones de km2), etc. En Tabora debíamos obtener nuestras licencias de caza para Tangañica, y Fer —así llamaré a Fernando—, se sentía muy preocupado porque a los menores de edad no se les permitía la caza mayor, es decir, que no podría cazar ninguno de “los cinco peligrosos de África”. Pero el
De nuevo admiraba las llanuras africanas llenas de caza ...
102
ÁFRICA - 1955 dinero obra milagros; también por allá opera la mordida, de modo que hubo arreglo. Al llegar a las oficinas del Departamento de Caza, Bill se acercaría a la ventanilla, yo lo acompañaría y Fer permanecería sentado para que no se notara su corta edad. Luciría una cazadora, paliacate rojo al cuello, sombrero gacho y el cigarro en la boca, aunque no fumaba. El empleado oficial le echó una mirada y autorizó el permiso. Después me dijo Fer que toda la noche anterior había rezado para obtener el permiso. Tal vez San Eustaquio hizo el milagro y no las diez libras esterlinas que di para la “mordida”.
distancia, que calculé de 200 metros. De las dos cebras escogí la mejor. Apoyé el rifle sobre el hormiguero. Apunté a la paletilla del animal que estaba medio atravesado en un ángulo de 45 grados y oprimí el llamador. Sonó el disparo y se me nubló la vista, ¡no veía ... ! Había recibido un patadón del telescopio en el ojo. Medio atarantado, lo cerré y me limpié con el pañuelo. Luego vi con el ojo izquierdo que tenía sangre. Lo primero que pensé fue que sería el fin del safari. Traté de probar qué tan seria era la cosa: cerré el ojo izquierdo y con el derecho busqué la cebra. Primero vi borroso el panorama, pero pronto se aclaró un poco para descubrir que la mula esa se alejaba evidentemente herida ... i Eso sí que no! Encaré mi rifle y a través del telescopio vi mejor. Erré un segundo tiro y al tercero cayó. ¡Qué bueno! ... la caza seguiría ... gracias a Dios. Resulta que el telescopio de mi nuevo rifle era más largo que el Lyman-Alaskan del otro, al cual estaba acostumbrado; seguramente olvidé ese detalle en los momentos de emoción y acerqué demasiado el ojo al lente, con las consecuencias ya dichas. Afortunadamente, la herida estaba exactamente bajo la ceja, rompiendo el párpado. Esta experiencia se repitió sólo una vez más, debido a mi concentración sobre otro objetivo. Pero en adelante encontré la manera de evitarlo así: cuando apuntaba a un animal, bajaba y levantaba la cabeza para medir con el ala del sombrero, en un instante, la distancia entre el telescopio y el ojo. No tiene chiste esta maniobra, pero es práctica.
Campamento en Iswangala El 2 de septiembre llegamos a nuestro primer campamento y al siguiente día salimos a cazar algo para la cazuela. Lo primero que se nos presentó fueron 4 gansos egipcios que aterrizaron en un manchón de pasto alto, muy verde. —¡Ahora ... Fer, aquí vas a ejecutar tu primera faena! Fer no se hizo llamar dos veces. Tomó la escopeta que su portador de armas, de nombre Pita Kasimwita, ya tenía preparada. Pita y Bill se bajaron del carro para acompañarlo. Se fueron caminando hacia donde habían bajado las ánceras que el crecido pasto impedía ver. Fer iba delante tanteando el terreno. Pronto se elevaron los 4 gansos, pero sólo para caer con un doblete de Fer y otro de Bill, quien también llevaba escopeta. Así que los dos gansos fueron las primeras víctimas de Fer en África, detalle que causó buena impresión entre nuestro servicio de negros que, en el campo, se comportan con la sana alegría de un niño. Sonriendo, hacían comentarios, en su idioma swahili, del comportamiento de su bwana-kidogo (pequeño jefe). Nuestras licencias de caza costaron 19 mil pesos y había que desquitarlos; así es que tomamos un frugal almuerzo y trepamos al carro. Descubrimos unos oribis, pequeños antílopes de carne exquisita, y después de un correcto acecho, Fer se despachó uno. Erró el primer tiro, pero al segundo lo dobló. Poco después yo cobré un topi, y ya de regreso al campamento vimos unas cebras que al tirarles por poco me cuestan un ojo de la cara, echando a perder toda la cacería por un olvido o descuido mío: eran dos cebras. Me bajé del vehículo e inicié el acecho llevando mi nuevo rifle .30-06 equipado con un telescopio alemán. El terreno estaba salpicado de acacias que me servían para cubrirme, y así fui acercándome a esas matreras mulas de camisón rayado. Escogí una línea donde se levantaba uno de esos típicos hormigueros —comejeneras muy altas—, que abundan en África, y al llegar a ese sitio ya no podía acercarme más sin ser visto. Me dispuse a tirar desde esa
Un sable real récord (Hippotragus niger) Desde siempre se ha discutido qué antílope africano merece el título de ser el más hermoso, si el gran kudu, el sable real o el bongo, sin llegar a una conclusión, ya que las tres especies son magníficos ejemplares de la fauna africana y cada una se adorna y embellece con muy particulares características. El sable tiene señorío, majestad, grandeza, porte; hasta el color de su pelo prieto azabache es más bonito. En cuanto a cuernos, no sabría a cuál dar mi voto. Los tres son muy diferentes a la vez que grandes, caprichosos y bonitos. De los tres, el de cuernos más cortos es el bongo, pero al mismo tiempo es el más codiciado por ser el más escaso y el más difícil de encontrar. Estábamos ya en terrenos del sable real y el gran kudu, dos trofeos muy codiciados y difíciles de encontrar por su calidad, descubriendo que lo que sí abundaba era la mosca tse-tsé. Para defendernos un poco de estos molestos insectos nos proporcionamos unas colas de órix sujetas a un mango de madera, con las cuales nos las quitábamos
103
Ă FRICA - 1955
Fernando en el campamento de Iswangala.
Buen debut de Fernando en Ă frica. Un doblete de gansos egipcios que fueron a la cazuela.
104
ÁFRICA - 1955
Un respetable wart-hog, cobrado por Fernando.
del cuerpo. Todo el santo día hacíamos uso de esas colas tan útiles. De pronto descubrimos con los gemelos un grupo de sables; eran seis hembras y un macho que se distinguía por sus largos cuernos y piel oscura, casi prieta. Nos acercamos a prudente distancia para observar y calcular las dimensiones de los cuernos, que me parecieron aceptables, pero según Bill sólo medirían 41 pulgadas, si acaso 42. Según yo, que no quitaba la vista de tan gallardo animal, los cuernos pasaban de medio círculo, media vuelta; y debían medir más, pero no obstante el uso de los prismáticos, son tan agudas y finas las puntas que no acertaba a definir su tamaño. Tenía ganas de tirarle a ese lindo macho, pero como mi licencia sólo autorizaba un ejemplar, resolví ajustarme al criterio de Bill. —No es muy bueno —me dijo—, yo creo que encontraremos algo mejor. —De acuerdo —respondí—, vámonos. —Nos alejamos en el carro, sin dejar de voltear a ver el antílope que permanecía con la mirada de una novia triste que se siente abandonada.
Seguimos por la selva sin encontrar nada importante, hasta llegar a una planicie tediosa, sin árboles. Allí se nos presentó una familia de wart-hog: el padre, la madre y tres crías. Con la ayuda de los prismáticos vimos que el macho tenía muy buenos colmillos. —Ora Fer, échate ese macho que parece muy bueno. Al bajarse Fer con su .30-06 en la mano, la familia emprendió la carrera. —¡Súbete! —le grité— vamos en el carro a tratar de cortar al macho, y cuando estemos a tiro, te bajas y disparas. No sé cómo aceptó esto Bill, pues no estaba permitido por el reglamento de caza. Pisó con firmeza el acelerador y me quedé sorprendido de la velocidad del jabalí, que finalmente cortamos. Según cálculos, sirviéndonos del velocímetro, ese jabalí verruguiento, a pesar de sus cortas patas, desarrolló una velocidad de unos 50 kph, pero eso no salvó su vida. Fer iba listo, y cuando estuvimos cerca frenó bruscamente Bill, saltó Fer y falló su primer tiro, pero el segundo dio en el blanco, aparentemente un tiro trasero a medio cuerpo. Como el animal iba huyendo, el tiro que
105
ÁFRICA - 1955
El señorío del sable real; uno de los más hermosos antílopes africanos.
106
ÁFRICA - 1955
El autor con un magnífico ejemplar de sable real. Sus cuernos entraron en la medida récord. parecía trasero alcanzó la aorta y el jabalí se desplomó. Los colmillos midieron 10 pulgadas. Tomamos algunas fotos y seguimos adelante. No encontrando nada más importante a qué tirarle, resolvimos regresar al campamento. ¡Sorpresa! Volvimos a encontrarnos con el sable real. Supongo que era el mismo. Lo acompañaban dos novias. Ya no me aguanté. —Párate, voy a tirarle —ordené a Bill. Bill no protestó y paró el carro. Estábamos a unos 600 metros. Bajé con mi .30-06 y me puse en cuclillas, mientras Bill se alejaba en ángulo para distraer a mi presunta víctima, que ya nos había visto y caminaba despacio, acompañado por sus dos hembras y volteando con frecuencia a ver el carro. Me fui acercando ocultándome con los árboles y hormigueros que había en abundancia. Creo que fui descubierto al llegar a los 200 metros, porque el antílope ya no seguía con la vista en dirección del carro que, además, para entonces había desaparecido, sino que estaba parado, mirándo-
me. Sus compañeras se iban alejando al paso. Decidí tirar desde ahí: en el hormiguero y sobre mi sombrero apoyé el rifle, apunté al nacimiento del cuello del animal que estaba de frente y oprimí el llamador. Oí claramente el impacto de la bala, ese peculiar sonido tan grato al oído del cazador y el soberbio antílope cayó fulminado. Al llegar, lo primero que hizo Bill fue sacar su cinta de medir y empezó a contar ... 41 ... 42 ... 43 ... 44 ... 45 ... Con ansiedad y regocijo veía yo alargarse la cinta y los números, con la misma alegría que un prestamista cuenta un fajo de billetes calculando los intereses, La cuenta siguió. .. i46 pulgadas y cuarto! —¡Es un récord! —gritó entusiasmado Bill. Por primera vez en ese safari recibí la felicitación de mi flemático cazador blanco. Tomamos las fotografías de rigor, filmamos un poco, y más tarde ordené a mi taxidermista disecar de cuerpo entero ese magnífico ejemplar que hoy luce en mi salón de trofeos de caza. La muerte de este sable real fue limpia, no sufrió. El tiro
107
ÁFRICA - 1955 partió la aorta y siguió a lo largo del cuerpo. Efectivamente, las medidas igualaron las del récord de África Oriental de esos años. En el museo Stomeham de Tangañica -hoy Tanzania- está el ejemplar que era el récord, sin la fecha ni el nombre del cazador que lo cobró. No fue sino hasta dos años después (1957), en que J. Lanpher cobró un ejemplar cuyos cuernos midieron 47 pulgadas y un cuarto, que es el récord actual de esa región de África. De esta suerte, mi sable corresponde al segundo lugar. Posteriormente Fer tumbó un sable en nuestro safari de Angola Portuguesa en 1960, con cuernos de 43 pulgadas; yo cobré otro más en Botswana en el safari de 1965, con cuernos que midieron, respectivamente, 45 pulgadas uno y 44 ¾ el otro. Ambos entran también en la medida récord. Fue un error de Bill el subestimar las medidas de los cuernos cuando vimos aquel sable. Si no hubiera sido por mi resolución no cobro tan buen ejemplar. Así caen muchos récords en el mundo. Los cazadores blancos no son infalibles.
del león. La colgamos de un árbol en la forma acostumbrada y regresamos al campamento. Por la noche, volvimos a tener serenata y a la madrugada fuimos en su busca. Esta vez tuvimos mejor suerte. A distancia conveniente abandonamos el carro y desde lo alto de un hormiguero, que dominaba el campo, nos pusimos a observar con los prismáticos el árbol donde colgamos la cebra. Desde luego nos dimos cuenta de que el simba había tenido una gran cena, porque sólo quedaba la mitad de la carnada. Cosa curiosa, no veíamos leones, hienas ni chacales. Metro por metro escudriñamos el terreno sin descubrir nada. Sin embargo, sabíamos que por ahí cerca debían estar los leones cuidando su despensa. Es costumbre del león que después de hartarse, va a tomar agua y regresa a cuidar que las hienas o los buitres no acaben con los restos de su presa. Generalmente, ya satisfecho, se aleja 15 a 20 metros echándose a la sombra de un árbol o entre la maleza. Si algún depredador intenta comer de su plato, se levanta y a zarpazo limpio aleja al intruso. Trepados en el carro resolvimos buscar a los leones. Esta vez solamente íbamos Bill, Fer, mi portador de armas, un hábil huellero de nombre Matengue y yo. Empezamos a ver el terreno haciendo un gran círculo; cada matojo era tan escrupulosamente inspeccionado, como se revisa en la aduana a un sospechoso de contrabando. Descubrimos el primero: estaba entre los matorrales, sentado; nos concedió una mirada despectiva, indiferente y volteó a donde estaban los restos de la cebra. Lo primero que se examina en un león es si tiene una larga melena, lo cual es raro; sólo la tienen los leones en cautiverio, porque el león libre y sano deja gran parte de su linda cabellera entre la breña cuando corre persiguiendo su presa. El que teníamos ante nosotros era ya un macho de cinco años, pero de melena escasa. —Vamos a buscar al otro —indiqué a Bill. Seguimos en círculo y no tardamos en encontrarlo. Estaba echado sobre sus patas traseras y las delanteras hacia el frente, como se echan los perros o como generalmente se esculpen los leones. Nos paramos a 50 metros de él para examinar la melena. —No está mal —dijo Bill— es más o menos como el que cazaste el año pasado. —Bien —fue mi respuesta. —¿Quién de los dos va a tirarle, tú o Fer? Resolví que tirara Fer. —Bueno, entonces nos retiraremos 200 metros para ajustarnos al reglamento de caza —indicó Bill. ¡Otra vez el reglamento! Este flaco insípido debería haber visto cómo mató mi amigo Macías en Tala, Jalisco, un león enjaulado durante una función de circo. El motor del carro estaba parado; lo echó a andar Bill,
Leones: Campamento en Rungwa Después de cobrar mi sable levantamos el campamento alejándonos más de la civilización. Todo el día viajamos sin encontrar una sola aldea, y por la noche llegamos a un lugar aceptable para acampar. Por la mañana hicimos un reconocimiento, pero sólo encontramos un waterbuck que Fer mató de un tiro fácil, lo cual lo llenó de optimismo. Por la noche dormíamos tranquilamente cuando nos despertaron fuertes, sonoros e imponentes rugidos de leones. Ni el tigre de Bengala, ni el elefante, ni el leopardo ni ningún animal peligroso emite un sonido tan potente, pavoroso y terrífico como el rugir de un león. Cuando un león ruge, la selva calla, como si tal rugido fuese un “toque de queda”. —Oye, pap —me dijo Fer— ¿no crees que están muy cerca? —Tal vez —contesté— nunca se sabe; porque el león es un poco ventrílocuo, lo mismo se oye como si estuviera a un kilómetro que a 100 metros. Después de un rato se fueron los leones y nos dormimos profundamente. (En África está terminantemente prohibido cazar de noche.) Al siguiente día encontramos las huellas a 50 metros del campamento. Tomamos un ligero desayuno y fuimos a buscarlos, No los encontramos, pero seguramente volverían atraídos por la carne del antílope que Fer había matado, Por lo tanto, nos dedicamos a buscar un animal que sirviera de cebo. La víctima fue una cebra, plato favorito
108
ÁFRICA - 1955 —¡Tírale, Bill ... tírale! —grité. —¡Córrele ... , vente! —grité también a Fer temiendo una carga del león. Solté la cámara y tomé mi rifle. Bill no disparó, y el animal se alejó al trote. El pobre muchacho estaba apenadísimo... A 50 metros había errado limpiamente el tiro. Comprendí que en parte yo había tenido la culpa. No le advertí que estaría protegido desde el carro, y por otra parte ese león era el primer animal peligroso que nos salía al paso. Fer no tenía experiencia ni había visto antes cómo se mata una fiera. En adelante, lo mejor sería que primero me viera actuar para infundirle confianza. Lo consolé cuanto pude, pero estoy seguro que esa noche no durmió.
Cuatro días más en busca del gran kudu Recordemos que durante todo un mes, antes de iniciar este safari, Bill hizo un detenido reconocimiento de la región, informándose aquí y allá para localizar un gran kudu tan difícil de verse. Cientos de cazadores que van a Kenya y Tanzania han logrado abatir una gran parte de las especies del lugar, menos uno de estos antílopes, o un elefante cuyos colmillos excedan de las 100 libras por lado, o un sitatunga, o un león de larga melena negra. Han habido cazadores tenaces que han emprendido 3 ó 4 safaris africanos con el especial propósito de cobrar un kudu, sin lograrlo. Yo mismo hube de esperar hasta mi cuarto safari para encontrarme con este fantasma. Pero también hay cazadores de tan buena estrella, que en su primera cacería lo abatieron. Tal es el case de mi buen amigo Juanito Salgado, de Toluca. Este antílope tan deseado y perseguido, tiene grandes facultades físicas que lo protegen de su enemigo número uno: el hombre. No obstante su gran alzada que pasa de metro y medio, de sus grandes y hermosos cuernos de forma helicoidal y de peso de más de 300 kilos, es sumamente difícil de ver. El pelo de su piel color de pasto seco, café-gris, estriado por 9 ó 10 líneas blancas, y la total inmovilidad que guarda (como un perro de muestra) dentro del breñal, cuando sabe que el enemigo está cerca, lo hacen prácticamente invisible. Pero una vez descubierto, esa quietud hace de él un blanco fácil, como un hombre que va a ser fusilado en el paredón. Dotado de un maravilloso oído que complementan dos grandes orejas como radares, oye la proximidad de un cazador a 1 000 metros; la finura, la aguda sensibilidad de su vista, así como su olfato, no se quedan atrás. Por si estas facultades fuesen pocas, el gran kudu es más bien noctámbulo, permanece
Un león con buena melena. Generalmente dejan gran parte de ella en el breñal. Mientras tanto, el león volteaba despectivamente a vernos de vez en cuando, sin concedernos la mayor importancia, sin preocuparse, como si adivinara lo que iba a suceder, muy dueño de sí mismo, como suelen conducirse algunos animales mientras no se baja uno del carro. —Toma el .375, bájate y tírale desde ese matojo —dije a Fer. Estas palabras no se le van a olvidar durante toda su vida. Tomó el rifle y al bajarse por detrás del carro, procurando no ser visto por el león, se persignó, igual que lo hace un boxeador al iniciar un encuentro, o como un clavadista antes de tirarse desde un trampolín. En ese momento me di cuenta de que Fer tenía miedo, un miedo natural. El no sabía que Bill lo protegería con su rifle, y pensó que el rey de la selva en 2 ó 3 segundos podría estar sobre él. Sin embargo, se enfrentó a la situación sin protestar. Nos preparamos, empecé a filmar, oí la detonación y a través de la lente vi cómo el león dio un salto vertical cayendo parado.
109
ÁFRICA - 1955 de día metido, parado o echado entre la maleza. Por todo esto se ha dado en llamarle el “fantasma de los bosques”, porque algunas veces descubre el cazador cuando menos lo espera. Entonces, suele ocurrir que el cazador se precipita y falla el tiro, un tiro regalado; se tire de los pelos y maldiga su mala suerte. Tanto le han ponderado al kudu, tanto han exagerado su importancia y tantas historias ha oído, que se siente muy infeliz de regresar a su país sin uno de esos ejemplares. Entonces, en el momento culminante, cuando inesperadamente descubre aquella escultura viviente, lo invade lo que en el argot venatorio llamamos “fiebre de venado”; se queda paralizado, acalambrado, o se olvida de quitar el seguro al arma y finalmente falla el tiro perdiendo la oportunidad. 20 años después seguirá contando el caso, maldiciendo a su nervio simpático, o a cualquier otro nervio que según él tuvo la culpa. Decía que 4 días más insistimos en buscar el kudu. Sólo habíamos visto un par de hembras y dos machos jóvenes. Bill se tiraba de los pelos: “Pero Beni —decía— si no hace 15 días que los vi aquí ... no uno sino varios, pero estos desgraciados negros los han ahuyentado quemando los pastos. Cuando vine no estaban quemados.” Efectivamente, cada año, antes de iniciarse las lluvias, queman los pastos de media África para limpiar y fertilizar con las cenizas la tierra en la que pronto se verán los renuevos necesarios para el ganado. Sin embargo, el último día que pasamos en ese campamento tuve una oportunidad de oro, que echó a perder nuestro cazador blanco. Temprano estábamos ya en el campo, pero a las 10 se rompió una muelle del carro. En una hora quedó cambiada. En ese lapso me alejé un poco, acompañado de mi portador de armas, y a los 30 minutos me topé con un espectáculo que pocas veces se ve en Tanzania: en una lomita ligera, salpicada de arbolillos delgados, descubrí una manada de sables. Eran 8 hembras y un gran macho. ¡Qué cosa más linda era aquello! Lástima que Fer se había quedado con Bill y yo había cubierto ya mi licencia con el sable cobrado días antes. Me contenté con filmar la escena. El carro estaba dando lata, pues a poco andar tuvimos que volver a parar. Entusiasmado por los sables que había visto dos horas antes, llamé a Fer y a mi sirviente Kasimwita. Tomamos los rifles, y mientras Bill arreglaba el carro nos alejamos por una brecha. No habíamos caminado 200 metros cuando, por costumbre, me asomé cautelosamente a una hondonada, con el deseo de ver si descubría algo, pero, ¡qué sorpresa! ... a unos 300 metros, en el fondo del valle, casi limpio de árboles, estaba parado un kudu macho, adulto, con unos cuernos de dos y media vueltas en espiral, cuyas puntas terminaban hacia fuera y segu-
ramente medirían más de 55 pulgadas. Lo acompañaba una hembra. Inmediatamente me dejé caer, para asomarme con más cuidado y buscar la forma de acercarme un poco. Imposible. La hondonada era un pastizal limpio, con sólo tres árboles junto a los que estaban los kudus; yo me encontraba en la altura, al borde. Tendría que bajar y, de hacerlo, sería visto. Resolví arrastrarme unos 30 metros, hasta donde terminaba un grupo de arbolillos, para de ahí tirar pecho a tierra. Fer y Kasimwita permanecían echados sin chistar palabra. En tanto, yo me arrastraba como una víbora y pensando: “¡Ay... Dios. . . !, que no se me vaya. .. que no se me vaya. En eso oí una voz que me cayó como bomba: —¿Qué estás viendo Beni? —Era Bill, ¡mal haya la estampa de este flaco infeliz! que sin ninguna precaución se acercaba hablando en voz alta, no obstante ver nuestra actitud de manifiesto acecho. Ya puede imaginarse el lector cómo me sentiría, y obviamente al instante la pareja de kudus emprendió la carrera. Tres horas después todavía seguíamos inútilmente las huellas. Al día siguiente levantamos el campamento para irnos al próximo. Ya en camino, cuando menos lo esperábamos, vimos a la distancia, entre los árboles, pastos quemados y cenizas, una silueta negra. ¡Era un sable real! Examinamos los cuernos, que no eran tan buenos como los del que yo cobré, pero tal vez no se nos presentara otra oportunidad. Por lo tanto, Fer resolvió tirarle, se bajó con Bill e iniciaron el acecho logrando colocarse a 150 metros. Un buen tiro de Fer liquidó el hermoso antílope.
Campamento en IlIunde Cae un león bajo el rifle de Fernando Nos dirigimos hacia el oeste, a una región remota, muy poco frecuentada. Por la tarde, abandonamos la brecha que habíamos seguido todo el día y nos internamos por un terreno difícil. El caminar de los vehículos era lento y molesto, pero lo desconocido siempre es atractivo. Dejamos atrás el camión y aceleramos porque ya se nos hacía tarde. Ya oscuro, nos detuvimos en un paraje cuyos contornos no pude apreciar por la falta de luz. Según Bill, éste era un lugar ideal para cazar buenos elefantes, leones y otras especies. Dormí tan bien esa noche que al amanecer, a pesar de la flojera que invade a uno cuando está en la cama calientito, recibí con agrado la canción de: Yambo, Bwana, Chai. Ya en el carro, pronto me di cuenta de que estábamos en terrenos muy solitarios; no había ni una aldea ni se veían rodadas de otros vehículos. El campo era montoso, tupido
110
テ:RICA - 1955
El portentoso sentido del oテュdo que posee el gran kudu, hace de este trofeo de la fauna africana una pieza sumamente difテュcil de cobrar.
111
ÁFRICA - 1955 de acacias (en África hay unas 32 variedades de acacias) y felizmente no había mosca tse-tsé. A las 11 a.m., a la orilla de un claro, descubrimos que cruzaban lentamente un par de elefantes. Nos bajamos del carro con los rifles listos, arrimándonos para apreciar los largos colmillos de verde marfil —debe saber el lector que hay elefantes con colmillos de marfil verde, amarillo o blanco, según la edad del paquidermo y la región que habita—. Después de nuestras observaciones Bill calculó que no pasaban de 75 libras por lado, lo cual era muy poco. Teníamos que encontrar uno que superara las 100 libras. A mí me parecían satisfactorios los que tenía a la vista a tiro fácil, pero en región tan virgen, tal vez la señora suerte nos brindara algo superior. No vimos más elefantes, pero por la tarde, en la falda de
un monte ligero observamos dos búfalos. Recordé que los búfalos solitarios son los más peligrosos y tan pronto los vi, pensé que esa era la oportunidad para que Fer presenciara la caza de un animal tan temible. Al enfrentarse a un animal peligroso se deben tomar las precauciones debidas, teniendo presente las tres principales causas que motivan los accidentes fatales: la imprudencia, la ignorancia y el descuido. El arranque de un búfalo es tan rápido como el de un toro de lidia y pesa el doble. Puede correr 100 metros con un tiro en el corazón. Es inteligente, poderoso y sanguinario. La distancia prudente para cazarlo debe ser de 60 a 80 metros, según la ocasión; a esas distancias se asegura mejor el tiro a las partes vitales deseadas. Para mí, los lugares de preferencia son el corazón, si el bruto
Este hermoso sable real cayó con un tiro de Fernando a 150 metros.
112
ÁFRICA - 1955
está de frente, o a los hombros si está atravesado. En el primer caso debe apuntarse a la parte alta del pecho, no precisamente al corazón que está en la parte baja, sino a la altura del nacimiento de las grandes arterias para mayor seguridad y efectividad de tiro. En el segundo caso, la bestia puede caer por shock o, por lo menos, se le romperán los huesos de los hombros impidiéndole rapidez en el ataque. En ambos casos deben usarse balas de punta sólida y, de ser posible, con rifle cuate de gran poder. Los búfalos han causado más muertes que los leones, y casi todas han sido ocasionadas por animales heridos. De ser posible, el cazador procurará estar siempre cerca de un árbol para treparse a él en caso de fuerza mayor. Creo que es más peligroso seguir a un búfalo herido que a un león en las mismas condiciones. Éste siempre gruñe cuando siente al cazador cerca; en cambio, el búfalo se embravece, se encoleriza y si no ataca de inmediato corre a emboscarse; luego acecha al cazador y carga sobre él como un rayo, cuando su enemigo está a muy corta distancia. Otra ventaja del tiro a los hombros es que hace un blanco considerable. Ese lugar es mi preferido en casi todo animal, pues si por la excitación natural del momento el tiro resulta alto, podrá interesar la espina; si resulta trasero, puede dar en los pulmones y si es delantero puede quebrar el pescuezo. Fer se ocuparía de filmar la acción, Bill y yo nos adelantaríamos. El aire era favorable y los árboles permitían un acecho fácil. Sólo nos cuidaríamos de no pisar hojas o varas secas que pudieran producir ruido. Como siempre me ocurre, cuando estoy ya frente a un animal peligroso, sentía la boca seca y una sensación tal en todo el cuerpo inexplicable con palabras ... tal vez sea algo así como la que siente un novio cuando está de rodillas ante el altar esperando del sacerdote esa frase que ha de cambiar toda su vida: “¿Acepta usted por esposa a Fulana de Tal?” ...
¡Nunca he visto a un novio sonriente en esos precisos momentos y menos aún a los consuegros! Ya cerca, cuando estaba a 100 metros, me aseguré de que la mira de mi rifle para tiro corto estuviera correcta, el seguro quitado y dos balas sólidas en los cañones. Coloqué dos más entre los dedos de mi mano izquierda, como si fuesen cigarrillos, y seguí avanzando hasta llegar a 50 metros. Los dos bichos estaban atravesados y al parecer no me habían visto ni sentido. Escogí el de la derecha, que me pareció el mejor; puse rodilla en tierra y apunté a la paleta, oprimí el llamador y oí el impacto de la bala. El enorme animal dio tres pasos y dobló las rodillas incorporándose inmediatamente, dio unos cinco pasos más y cayó mordiendo el polvo al recibir el segundo tiro de mi .465/500. Así de breves son muchas veces estos estelares, emocionantes y grandes momentos en la vida del cazador. Hay cacerías, como la del oso polar o el argali y muchísimas otras raras especies, que requieren largos meses y en ocasiones años de espera y preparación, mucha correspondencia, volar de 20 a 40 mil kilómetros, trasladarse a climas ardientes de 50 grados C, o bien a otros, a 20 bajo cero, sudando frío, caminando con el moco colgando y los ojos llorosos, para con suerte, después de un mes de friega, disparar dos tiros en tres segundos y volver a casa. A la mañana siguiente, Fer se quedó en el campamento debido a una fuerte urticaria que le brotó en un pie y le molestaba al caminar. Bill y yo seguimos buscando mi elefante. Vimos un par de leones a regular distancia. No los molestamos. Ahora era la oportunidad de que Fer se “sacara la espina” que le quedó cuando falló a su primer simba. De inmediato regresamos al campamento. —Ahora, bwana kidogo, ven a matar tu simba para curarte el pie con sebo de león. —¿De veras, pap? ¿Dónde está? —contestó Fer.
113
ÁFRICA - 1955 —Muy cerca de aquí. Ven, vamos. Son dos. Tal vez yo pueda tirar al otro. Nomás ten calma y le apuntas bien. En un santiamén estuvo listo y regresamos al lugar. Conociendo lo perezoso que es el virrey de la selva y considerando la hora, sabíamos que los volveríamos a ver. Efectivamente, ahí, en un pequeño promontorio que más parecía un hormiguero, coronado por dos arbustos y cubierto de zacate corto, estaba esperando su destino uno de ellos. No estaba su compañero en los contornos que revisamos. El felino estaba sentado sobre sus patas, de igual forma como se sienta un perro cuando ve comer a su amo con la esperanza de recibir un mendrugo; con las manos tiesas y firmes, la cabeza erguida y la mirada tranquila, como corresponde a su real linaje. Parecía como si el pequeño montículo fuera su trono, y los dos arbustos, sus guardianes. El viento favorable facilitaba el acecho. Nos acercaríamos de frente y yo filmaría la acción. —Mira Fer, vas a tirarle desde unos 50 a 60 metros; para evitar hablar, cuando te toque el brazo y veas que me detengo, tú avanzas cinco pasos más y desde ahí disparas. El objeto de quedarme un poco atrás es para captar la acción poniéndote a ti y al león dentro de la lente. En la posición que guarda, debes apuntar con tu mira rasante, exactamente unas dos pulgadas debajo de la barba, y después del primer tiro ni te detengas como con el otro león que se te fue. Corta cartucho y déjale ir el otro plomazo. —Muy bien pap, verás que esta vez no se me escapa, ¡qué caray! —contestó Fer. Tomó el rifle .375 que ya estaba cargado. Otra vez se persignó; pero en esta ocasión ya no fue por miedo sino rogando a Dios colocar un buen tiro. Nos fuimos adelantando hasta cumplirse mis instrucciones. Me detuve. Fer avanzó cinco pasos y se dispuso a tirar, mientras el león seguía tan sereno como si supiera que lo estaba filmando. Oí la detonación y vi a través del visor al noble animal dar un salto vertical desapareciendo tras el montículo. Dejé de filmar. La forma en que dio aquel salto era señal inequívoca de que estaba bien “tocado”. Esperamos unos momentos, con los rifles listos y la mirada tensa, después, dando un corto círculo, nos fuimos acercando. Atrás del montículo estaba el simba bien muerto. El muchacho no cabía de gozo “¡te lo dije pap, le di en la mera chapa! ... “ Efectivamente, el tiro fue tan bien colocado que después del brinco; más que correr, la bestia rodó por el montículo. Menudearon las fotos, los abrazos y las felicitaciones. Siempre que regresábamos al campamento la servidumbre curiosa rodeaba el carro para ver la cosecha del día. Esta vez, en cuanto vieron al león, alegres como unos chiquillos, levantaron en hombros a Fer, le dieron un refresco y lo pasearon por el campamento haciendo palmas
con las manos a guisa de aplausos, acompañados de un sonsonetito monótono, muy africano, que dice: Kabubi — Kabubi — Kamwisho — Kabubi — Kabubi — Kabwana — Mkubwa — Aliwa — Simba — Kabubi — Kabubi Kamwisho. En resumen, toda esa palabrería quería decir que el gran jefe había matado un león. Actualmente ese acto resulta un tanto teatral; pero en tiempos no lejanos, cuando abundaban los simbas, era tradicional entre la tribu masai cada vez que un nativo abatía, con su larga lanza, al felino, azote del ganado. Tres días más duramos en aquel campamento, y fue curioso que durante las tres noches el otro león fue a rugir muy cerca de nuestro campamento. ¿Sería que iba a velar a su hermano? ¿Amor fraternal? Sea lo que fuere, tal actitud me hizo reflexionar en la naturaleza de los sentimientos de que pueden estar dotados los animales. ¡Sabemos tan poco! En vano buscamos mi elefante durante varios días. Sólo vimos hembras y machos jóvenes. La situación en cuanto a alimentos andaba mal; la carne fresca y los indispensables vegetales estaban casi agotados; la comida se reducía a enlatados; ya no había frutos cítricos, ni concentrados, y para remate, sólo uno de los huelleros conocía aquella región. Era tiempo de cambiar de campamento.
Campamento en Chada Todo el día lo pasamos en el carro, por terreno plano y monótono. En la tarde cambió el panorama: verde follaje, gigantescos baobabs —árbol muy corpulento típico de África—, acacias, pastos verdes y hasta unas palmeras que marcaban los límites del Lago Chada, que en esa época estaba casi seco. No debe confundirse este pequeño lago de poco fondo con el famoso gran Lago Chad, que está en África Central, limitando las fronteras de las Repúblicas de Nigeria, Camerún, Níger y Chad. Antes de llegar al lugar en que habíamos de acampar, vimos un grupo de elefantes que, aunque tenían los colmillos muy chicos, nos entusiasmaron.
114
テ:RICA - 1955
Un buen leテウn cazado por Fernando en su primer safari.
115
ÁFRICA - 1955
El autor ante un gigantesco baobab, cerca del nuevo campamento en Chada.
Estos paquidermos son siempre motivo de admiración. La primera mañana, al salir de mi tienda, lo primero que vi fue una faja negra y una polvareda allá, en el centro del lago seco. —¿Qué es aquello, Bill? —pregunté. —Búfalos. Búfalos —fue la respuesta. —¡Cómo! —exclamé, en tanto enfocaba mis prismáticos. i Pero qué barbaridad ... ! ¡ Nunca había visto tan grande cantidad de estos bichos carboneros! Eran tres manadas, que sumaban no menos de tres mil animales. No me cansaba de observar y contemplar sus movimientos, así como no se cansa uno de contemplar las olas de un mar tan bravío —Bueno, faltan tres búfalos para llenar mi licencia;
aquí tenemos para eso y más —dije a Bill. —Sí, pero se necesita paciencia. Ahí donde están es una reserva, y para cazarlos necesitamos esperar a que crucen esa línea de palmeras que es allá, a tu izquierda y a tu derecha, o bien, hasta que se internen en aquel monte del fondo. —Pero hombre —repliqué— si estamos solos. El pueblo más próximo está a 150 km. Aquí no nos verán ni los ángeles. —Es el reglamento de caza ... —¡ Flaco tal por cual! También en México tenemos nuestra Ley de Caza y Pesca, pero ... ¡qué lindo es México! Pasaron dos días sin presentarse la oportunidad de cazar los búfalos. Todos los días nos alejábamos en busca
La línea negra en el centro del lago seco, la formaban grandes manadas de búfalos.
116
ÁFRICA - 1955
Un magnífico roano cobrado por Fernando.
de otros animales. Nuestros negritos necesitaban carne; la de un antílope duraba muy poco las caminatas eran largas; diez horas mínimo en jeep y a pie. De las 10 a.m. en adelante el calor era intenso, el terreno muy polvoriento y los árboles y los pastos estaban quemados. No había brechas ni más veredas que las de los animales. Siempre regresábamos al campamento molidos, cansados y cubiertos de polvo y ceniza. El baño y el agua fresca con jugo de limón o squash, un concentrado dulce de frutas muy usual en África, eran una bendición. Sin embargo, los días no pasaron en blanco. Fer mató un buen roan, a 150 metros, con un tiro al codillo. El antílope corrió 50 metros y cayó. Otro día cobró un kongoni corriendo, 2 tiros a 140 metros lo doblaron. Por mi parte cobré un kongoni, un waterbuck y un wart-hog. También tuvimos una emocionante experiencia que nos puso los pelos de punta y el corazón en el cuello: todas las mañanas nos arrimábamos a la reserva para observar las grandes manadas de M’bogos, con la esperanza de que algunos cruzaran la línea límite para poder cazarlos. .. pero no lo hacían. Tal parecía que conocieran los límites de su feudalismo; pero una mañana se descolgó una partida, que calculé de unos 200. Nos ocultamos detrás de unos
árboles y... ¡Ahí vienen... ahí vienen! —i No se muevan! —gritó Bill. Yo veía que se nos echaban encima, ya estaban muy cerca, pude darme cuenta que en toda la manada no había ni un macho, sólo hembras. No era una estampida, pero venían a trote ligero. Me acordé de lo peligroso que es moverse en tales momentos y aguantamos la parada llevándonos el gran susto. Toda la manada pasó a 15 metros de nosotros, probablemente sin advertir nuestra presencia. Si se les ocurre desviarse un poco, no sé lo que hubiera sucedido. Este caso y el otro en las cercanías del Lago Manyara me convencieron de la efectiva protección que, en ciertas circunstancias, significa la absoluta quietud. Recuerde el lector al “Tancredo” de los ruedos taurinos, que a media plaza, parado sobre un cajón, esperaba al toro de lidia y rarísima vez era embestido. —¡Oye —dije a Bill— si haces esto para probar nuestro comportamiento, no vuelvas a repetir el chiste! —Bueno —contestó sonriendo. Por la mañana, andábamos un poco alejados cuando vimos dos búfalos solitarios. —¿Quién va a tirarles? —preguntó Bill, sin dejar de verlos.
117
ÁFRICA - 1955 —Fer —contesté—.Tírale con el .375. Confiado en la categoría de Bill, no me ocupé de observar si los cuernos de los búfalos valían la pena. El acecho no era difícil. Las bestias estaban en terreno plano y arbolado. Con la emoción natural, Fer se fue acercando hasta 120 metros. Tiró al nacimiento del cuello, y él animal corrió unos cuantos metros; cayó de rodillas levantándose inmediatamente; Bill y Fer corrieron tras de él, mientras yo filmaba la escena. Cuando Fer estaba a 40 metros, el búfalo, muy mal herido, volvió a caer recibiendo otros dos tiros. Al acercarme a tomar más fotos, me di cuenta de que el M’bogo era un pobre animal viejo, con un cuerno mocho y el otro apenas medía 32 pulgadas. Sentí tal disgusto, que no quise ni que quitaran la copina. No queríamos nada de aquel animal. Tuve una seria discusión con Bill por el error que cometió cuando le dijo a Fer que tirara al búfalo de la derecha, en lugar del de la izquierda que era un buen ejemplar. Después vino el desquite cuando Fer mató su segundo búfalo. Un magnífico animal, grande, prieto ,adulto, con un par de simétricos cuernos que midieron 45 pulgadas. Pero antes, para darle sabor a la caza de estas formidables bestias, insertaré una anécdota real. Era un safari en el que Roberto figuraba como el cazador blanco, Smith como aficionado, y un cafre —perteneciente a una tribu de mente obtusa de Sudáfrica—, como portador de armas. Roberto lo cuenta así: “Una tarde Smith le dijo a Mao —nombre del cafre—, que sacara el rifle pesado y lo limpiara. A la mañana siguiente, cuando el sol empezaba a calentar fuerte, un búfalo fue a echarse a dormir la siesta a la sombra de un moyela —tipo de árbol—, que estaba a unos cien metros del campamento. Smith leía un libro, mientras yo escribía un artículo. Jim, mi cocinero, me tocó el hombro diciéndome: «Mao tomó el rifle». —Levanté la vista apenas a tiempo de ver que aquel idiota descastado metía un cartucho en la cámara del poderoso rifle .450 de Smith. Le grité que se detuviera, porque es costumbre que ningún nativo debe tomar las armas de un blanco, sin previo permiso. Mao no me hizo caso y corrió hacia el búfalo. Tomé mi rifle y me fui tras él. Se encontraba a unos 35 metros cuando el búfalo se levantó. Mao apuntó con rapidez y disparó. El arma emitió un sonido raro y sonoro. Mao voló por el aire cayendo de cabeza, golpeándose brutalmente contra el suelo. La boca de los cañones —rifle cuate— del .450 apuntaron por un momento al cielo y girando después cayó por tierra. “El búfalo se fue trotando, sin la menor herida. Mao trató de ponerse de pie gritando como una gallina asustada. Su piel oscura palideció tomando un tinte como de barro sucio. La sangre corría por nariz y boca. Un ojo se hinchaba a gran prisa. Con voz trémula y asustado gritaba:
—¡Olvidé la grasa en los cañones ... olvidé la grasa! “Curamos al cafre y todos los muchachos del campamento reían a más no poder. Yo también reía. “Inesperadamente alguien gritó. Volví la cabeza y vi al búfalo que venía como una locomotora. Apenas tuve tiempo de hacer un disparo rápido con el rifle desde la cintura y evadir la embestida. Se siguió hacia Mao. Mao se puso de rodillas como si rezara. El búfalo le corneó bajo aventándolo por los aires. Mao dio contra el suelo. Hice un disparo al cerebro, pero antes el bruto enterraba un cuerno en el cuello del infeliz. Un examen rápido nos mostró que el primer topetazo había matado a Mao, no la cornada en el cuello.” Esta anécdota es un caso típico de estupidez, así como pone de manifiesto el cuidado con que debe andarse en la selva africana. Siempre, aun en el campamento, debe tenerse un arma al alcance de la mano y revisarla, si es que no se ocupó personalmente de limpiarla, que es lo mejor. Volvamos al segundo búfalo que mató Fer, pero. .. mejor insertaré aquí las anotaciones de su propio Diario: Acabando de salir del campamento se nos cruzaron 3 búfalos y me tocaba tirar a mi segundo y último según mi licencia. Los miramos con los gemelos y vi que uno de ellos podía tener cuernos de más de 40 pulgadas. Nos bajamos del carro, yo con el rifle .375 y BiII con un .465/500, un huellero con otro rifle y mi papá con la cámara de filmar. Yo estaba muy calmado, aunque con mucha emoción. Los seguimos unos 20 minutos corriendo, luego en cuclillas, arrastrándonos, en todas formas para podernos poner a tiro, y a unos 60 metros se paró mi M’bogo de lado, me senté en mi sombrero; le apunté al mero codillo, jalé al gatillo y dio un bramido. .. Corrió, igual que yo, pero ya no en dirección contraria como me pasó con el primer león, ahora lo seguí, y como a unos 40 metros se paró, le volví a tirar y mientras cortaba cartucho, se fue ladeando hasta que cayó. Al acercarme, lo hice por la cola por si quería levantarse no me pasara nada. Los dos tiros los pegué a 2 pulgadas de separados, y los cuernos midieron 45 pulgadas. Efectivamente así fue. El muchacho de 15 años, que apenas podía con el rifle .375, se iba cuajando como el buen cazador que sería con el tiempo y la práctica. Al otro día fue mi turno. Después de andar toda la mañana y parte de la tarde sin cazar nada, nos internamos en un terreno árido y prieto, resultado de árboles y pastos quemados. Ya nos disponíamos a regresar al campamento cuando vimos unos kongonis. -”Anda, Fer, tírale a uno, necesitamos carne.” Un bonito acecho, luego un tiro a 140 metros y otro a 180 cuando el animal corría, y asunto terminado. Al tiempo que vi caer al kongoni, con el rabo del ojo, a mi derecha, vi unos bultos negros que se movían a unos
118
ÁFRICA - 1955 500 metros de nosotros. i Eran búfalos! No los descubrimos antes porque estaban quietos y se confundían con los pastos quemados. Ya era tarde, y en África se observa el reglamento de caza: no debe tirarse a un animal cuando faltan ya 15 minutos para las 6 p.m. Esta disposición obedece a que quedaría poco tiempo de luz a un cazador para seguir a un animal que hiriese a esa hora. Eran las 5, y debíamos darnos prisa. Después de estudiar la dirección del viento, seguimos en fila india, en cuyo frente iba, completamente desnudo, Kasimwita, mi prieto portador de armas, quien se confundía con el pasto y los palos quemados. Tomé mi .465/500, y con toda cautela nos fuimos arrimando. Me preocupaba el hecho de que si a esos brutos se les ocurría una carga, tendríamos pocas probabilidades de salvarnos en un campo tan abierto; en todo caso seríamos tres cazadores, incluyendo a Fer, con-
tra tres bestias. Cuando estuvimos a 100 metros, escogí el mejor de los tres búfalos y, rodilla en tierra, hice el primer disparo a los hombros. Con el impacto, los tres bichos corrieron. El herido se detuvo a los 40 metros, dio media vuelta, no sé si para cargar o simplemente para ver a su enemigo. Aproveché ese momento para soltar mi segundo tiro. La bala fue a alojarse en el pecho del animal, que cayó pataleando para no levantarse más. De esta manera quedó cubierta nuestra licencia, que autorizaba 4 búfalos. De los 4, el mejor fue el segundo, cobrado por Fer, con cuernos de 45 pulgadas. (Cuando hago uso de mi rifle cuate .465/500 que tiene, como las escopetas, dos gatillos, siempre, por precaución, disparo primero el cañón izquierdo, que corresponde al llamador trasero y después el derecho, correspondiente al llamador delantero. Procedo en esta forma porque pudiera ocurrir que, con la excitación del
Los cuernos del segundo búfalo de Fernando midieron 45 pulgadas de abertura.
119
ÁFRICA - 1955
En este segundo safari africano se vieron gran cantidad de búfalos.
a 20 metros
momento, si jalara primero el llamador delantero, como es costumbre, podría tirar de los dos simultáneamente, con las consecuencias imaginables; seguramente que la tremenda “patada” echaría por tierra a cualquier cazador por robusto que fuese; pues posiblemente equivale a la que producen 4 tiros simultáneos de una escopeta calibre 12 con cartuchos de carga fuerte). Para entonces, ya se habían terminado las frutas y las verduras. No había ni cebollas. Bill y Fer tenían la lengua más blanca que la cal, por lo cual comprendí que sin vitaminas pronto caerían enfermos. Esa situación nos obligó a cambiar los planes de seguir más al oeste internándonos en territorio muy alejado de la civilización. Al día siguiente levantamos el campamento. Por la mañana, como era costumbre, lo primero que hicimos fue buscar huellas cerca del campamento. No caminamos mucho. ¡Ahí, a 10 metros de nuestra tienda, descubrimos huellas frescas de dos leones que nos habían visitado por la noche! Ese mismo día, por la tarde, llegamos a Mpanda, población pequeña, y al día siguiente tomamos rumbo a Tabora. Nuestro propósito era acampar en ruta a Nairobi, donde nos reabasteceríamos de las vituallas necesarias para seguir adelante con nuestro safari de dos meses.
Todo el día corrimos en el carro por brechas regulares. A las 4 p.m. descubrimos las huellas de un elefante que había cruzado el camino. Nos detuvimos a examinarlas y resultaron frescas y grandes. A 200 metros escogimos un lugar para pasar la noche; luego, Bill y yo tomamos nuestros rifles y, seguidos por el portador de armas, Matengue, fuimos tras de la huella del tembo. Considerando que Fer debía sentirse cansado, le dije que se quedara. Más tarde me arrepentí, porque hubiera filmado una escena bonita e interesante. Para no fatigarme durante el huelleo, le di a Matengue mi rifle. Pronto volvimos a dar con la huella. Nos internamos en un terreno plano, boscoso, con pastos quemados. Ya era tarde, debíamos apretar el paso, cosa fácil porque con el pasto quemado podíamos distinguir fácilmente la huella a 50 metros, de modo que no perdimos el tiempo. Después de 40 minutos, encontramos el primer excremento —los elefantes defecan cada 40 ó 50 minutos—; estaba fresquecito, tibio, de un color amarillo-café, tan brillante como un topacio. ¡Qué gusto me dio! ¡Ya estábamos cerca! Apretamos más el paso, pues no me sentía cansado. Diez minutos después, lo vimos caminando tranquilo, cadenciosamente, balanceando la cabezota a uno y otro lado, como es usual en ellos, tal vez para ver un poco atrás. Eso nos dio la oportunidad de apreciar el tamaño y
Cae un elefante de un tiro 120
ÁFRICA - 1955 grosor del colmillo izquierdo. —Lo siento mucho, no pesan más de 60 libras —dijo Bill después del examen. —Es mi última oportunidad de cazar otro elefante en Tangañica, y voy a aprovecharla —contesté. Efectivamente, ya íbamos a abandonar ese territorio y yo sabía que no vería más elefantes. Además, el permiso para cobrar uno en Tangañica me había costado 2 550 pesos, lo matara o no, y no regalaría esa buena cantidad. De las manos de Matengue tomé mi rifle .465/ 500, lo cargué con bala sólida de 480 gr, revisé las miras y avancé de prisa. “Ya te diré en qué momento tiras” —me instruyó Bill. Yo realmente no adivinaba cómo le haríamos, pues el elefante seguía caminando, presentando como único blanco los cuartos traseros. Por lo menos debía tirar al paquidermo atravesado; pero aquí entraron otra vez la experiencia y conocimientos del cazador blanco. Nos acercamos hasta llegar a 50 metros, luego de 40 a 30; ya se me hacía bueno y Bill no me daba la señal convenida. Mientras tanto, yo “me hacía cruces” pensando sobre el lugar donde colocaría el grano de mi rifle. Calculaba en el nacimiento de
la cola, con la esperanza de alcanzar la espina, o bien el “Tendón de Aquiles”, de una de las patas estábamos ya a 25 metros y cuando llegamos a los 20. . . iElephant! —gritó Bill. El elefante se paró de golpe, como si entendiera su nombre, y nos detuvimos. Comprendí al instante el ardid de Bill y me preparé a disparar encarando mi rifle. El gigante, curioso, empezó lenta y tranquilamente a voltear por el lado izquierdo, seguramente para cerciorarse del por qué de aquel grito. Lo seguí con la mira del rifle y cuando estuvo completamente atravesando, tracé una línea imaginaria entre el ojo y el oído, en la sien, unos 15 centímetros arriba de la línea sería el blanco preciso, y ahí puse rasante la línea contuve la respiración y oprimí el lIamador . . . El animalazo dio un solo paso y cinco toneladas de peso cayeron con estruendo hacia delante y luego a un lado. Fue un tiro perfecto al cerebro y no hubo necesidad de dar el de gracia. Después de tanto plomo disparado sobre mi primer elefante del año anterior, me quedé sorprendido de mi buena puntería. No es para menos, porque después de una rápida caminata, la emoción y nervosidad naturales ante el rey de la selva, verlo caer de un solo tiro bien colocado,
Transporte colectivo en Mpanda, pequeña población que pasamos al cambiar de campamento.
121
ÁFRICA - 1955 a pie firme, en un círculo de no más de 18 centímetros, es para llenar de satisfacción a cualquier aficionado a la caza mayor. Si en estos lances no se emociona el cazador será porque tiene atole en las venas. Al examinar los colmillos encontramos que eran cortos, pero gruesos, macizos, como corresponde a un elefante adulto, mejores de lo que supusimos. Sólo pude ver entero el colmillo izquierdo, pues el derecho se clavó en la tierra al desplomarse el animal y sólo se veía una parte. Como ya era muy tarde, dispuse que al día siguiente los desolladores se ocuparan de quitar los colmillos, tarea que se lleva dos horas. Feliz y contento regresé al campamento, sintiendo no haber podido filmar la limpia muerte del elefante, rey de la selva. Un tiro preciso al cerebro, que tanto había soñado: la distancia a 20 metros me llenaba de satisfacción. Qué disgusto tan grande sufrí cuando, al día siguiente, regresaron los desolladores mostrándome los colmillos: uno de ellos, precisamente el que se clavó en la tierra, estaba mocho. El colmillo entero pesó 55 libras y el otro 60. Pero en fin, el acecho y la forma de abatir al paquidermo
Cuando el elefante se encuentra de perfil, un disparo al cerebro es lo más seguro. fueron inolvidables.
Tormenta: Ataque de abejas en brama
Los desolladores quitando los colmillos a mi primer elefante abatido en este safari.
122
Seguimos nuestra ruta hacia Tabora. El panorama era
ÁFRICA - 1955 monótono y aburrido; bajos lamerías sinfín, con millones y millones de arbolillos delgados, raquíticos, aunque verdes, denominados miombos. Como a las 11 a.m. nos detuvimos a la orilla de la brecha. Nos sentamos a comer unos sandwiches y minutos después llegó el camión de 5 toneladas, con todo el campamento y los 17 negros de servicio. Daba las primeras mordidas a mi bocadillo cuando sentí un piquete en el brazo. Creí que era una mosca tse-tsé, y al recibir otro piquete ¡Abejas! ... —gritó Bill. Los dos nos paramos de un brinco como movidos por un resorte. En cosa de segundos recibí más de 20 picaduras, e inmediatamente corrí hacia el carro para proteger a Fer que ahí se había quedado sentado. Los aguijones de esos insectos parecían puñales que laceraban nuestro cuerpo, atravesando la camisola, el pantalón y la cabellera. A manazos nos defendíamos, como locos, de aquel enjambre que se nos había echado encima. —¡Vámonos! -grité a Bill. El carro arrancó y poco después, ya fuera de peligro, nos paramos otra vez. Todos teníamos grandes chichones en la cara y en el cuerpo. Uno de los negros ya tenía un ojo completamente cerrado. Nadie reía.—Es la segunda vez que me pasa esto en 8 años —decía Bill— y prefiero enfrentarme a una estampida de búfalos que encontrarme con un enjambre de abejas. Menos mal que los piquetes se repartieron entre todos los negritos y nosotros, pues si hubiéramos estado solos, yo creo que nos matan.
un trofeo de categoría, y el día auguraba que mis deseos serían cumplidos. En efecto, después de recorrer 50 km llegamos a una planicie que nos gustó. Los primeros en darnos la bienvenida fueron unos roanos, tan bonitos, que me tentaron; un poco más adelante levantamos nuestra tienda. Más tarde seguimos, llevándonos a los dos huelleros, Matengue y Kasimwita. Después de un recorrido de media hora, colocamos el carro sobre un enorme hormiguero para dominar mejor el terreno, y empezamos a usar los binoculares. Muy lejos a mi izquierda, distinguimos, echados sobre un pequeño montículo, a toda una familia de leones.” Ahí te espera ese caballero” —dijo Bill—, y arrancamos. El campo era completamente abierto, con pasto alto; unos cuantos hormigueros grandes salpicaban la llanura. No había otra forma de cubrirnos para el acecho más que esos hormigueros, los cuales, por fortuna, eran gigantescos. Nos acercamos un poco para pasar mejor revista a la familia. El montículo no tenía más de unos dos metros de elevación, la cima adornada de unos pocos arbustos que daban sombra al león, a la leona y a tres cachos de unos tres años. Todos estaban echados, presentaban un cuadro muy bello del reino animal, digno del pincel de un Delacroix.
“¡Cuatro y medio metros midió cada zancada! ... “
Campamento en Lungwa En este nuevo campamento el primer día cobró Fer un wart-hog, y yo un topi, para la cazuela. Después, duramos tres días buscando el gran kudu, sin tener éxito. En cambio, tuvimos que soportar los piquetes de la mosca tse-tsé, el intenso calor y las fatigosas caminatas. Decidimos alejarnos por poco tiempo del campamentobase, llevándonos una tienda volante para visitar un lugar muy socorrido por diversas especies de animales. Todavía no clareaba el alba cuando salimos. Era una mañana fresca, limpia. El rocío pendía de las agujas del pasto como diamantes en un fistol. La maleza perfumaba el viento; saltando alegremente empezaron a surgir los gráciles thomis, moviendo incesantemente su colita. Unos avestruces cruzaban por nuestro camino, los asustamos tocando el cláxon y emprendieron una desenfrenada carrera. Entonces se me ocurrió pararnos para medir la dimensión de cada zancada. ¡Qué bárbaros! ... ¡cuatro y medio metros midió cada zancada!, su velocidad llega a 65 kph Y su estatura es de 2.50 m, de la cabeza a las patas. Vimos otros animales, pero no nos detuvimos. Buscaríamos
123
ÁFRICA - 1955 Allá, a la derecha, había un enorme hormiguero desde el cual podría tirar; la distancia de allí a los leones no sería de más de 80 metros. Para llegar, sin ser advertidos, haríamos un rodeo y, cuando estuviésemos en línea detrás de dicho hormiguero, saltaríamos del carro Bill, Matengue y yo, mientras Kasimwita y Fer seguirían alejándose, llamando así llamando así la atención de la familia real con el ruido del motor. Quise llevarme a Fer conmigo, pero Bill se opuso considerando que la situación podría presentarse muy peligrosa. Argumentaba que estábamos en campo muy abierto; que tuviera yo presente que en caso de una carga, tendríamos que enfrentarnos a cinco bestias, entre ellas una leona, la cual, sin titubear, daría la vida defendiendo la de su rey y los príncipes. Me convenció. Revisaba la carga de mi rifle .375 cuando me dijo Bill: —Oye, ¿por qué no le tiras con el .30-06? Has estado tirando muy bien con ese rifle. Por unos momentos lo pensé: “¿Cazar un león con bala de 180 granos cuando lo indicado es el .375, con bala de 270 granos punta suave?, en fin, probaré, aunque no sé el por qué de la sugerencia de este flaco”. Era tan bonito y grandioso el espectáculo de esas bestias libres, dueñas de su inmenso país salvaje, que por un momento sentí pena cortar la vida del jefe de la familia. Ejecutamos el acecho como lo habíamos planeado; cuando pasamos detrás del hormiguero, saltamos del carro, y Fer siguió adelante. En fila india, agachados, sin hacer el menor ruido, caminamos lentamente hasta el lugar. Debía trepar y asomarme con mucho cuidado sobre el hormiguero de dos y medio metros de alto, tarea que me dio trabajo, porque estaba pelón y resbaladizo; para no caer tuve que apoyar los pies sobre los hombros de Matengue. Los cachorros eran ya unos “hombrecitos”. Un león es completamente adulto y maduro a los 5 años; los cachorros que tenían 3, se confundían con la leona. Todos estaban echados, con la vista fija en dirección al carro en el cual se alejaba Fernando. Afortunadamente, ninguno de la familia estorbaba mi línea de tiro hacia el león, que estaba un poco atravesado. Debía estudiar muy bien el ángulo de tiro para interesar la parte superior del corazón o la espina; la cola de la fiera daba a mi lado izquierdo y la cabeza, al derecho. El grano de mi rifle debía apuntar rasante y preciso al borde anterior de la paletilla derecha. Bill se había trepado como un gato y estaba a mi lado. La distancia era de 80 metros; me dispuse a tirar en tan incómoda posición, apoyé el rifle sobre el hormiguero, apunté muy cuidadosamente y oprimí el llamador de pelo ... ¡Confusión ... ! Me pareció que en un instante todas las bestias se pusieron de pie, corté cartucho y poco faltó para disparar por segunda vez, pero me detuvo la voz de Bill ... —¡No tires! ¡Ya lo
mataste! —¿Qué? —¡Que ya lo mataste, hombre! Entonces vi que detrás de los cachorros, que estaban de pie, seguía echado el león agonizante, mordiéndose una garra —sucedió que con la percusión del tiro, por un instante se me borró la imagen del cuadro, y con la excitación del momento creí que la leona era el león, el cual se había puesto de pie, y yo me disponía a disparar cuando Bill gritó—. En ese preciso momento la leona se dio cuenta de nuestra posición, seguramente por las voces de Bill, o porque ya sin precauciones, asomábamos hasta el pecho; el caso es que arrancó como un rayo en dirección nuestra deteniéndose, no sé por qué, a unos 40 metros, pero evidentemente en posición de lanzarse sobre nosotros; esto es, con el cuerpo contraído, apoyándose en las patas traseras y gruñendo imponente y amenazadora, síntomas todos para dar el primer gran salto, y en tres de esos saltos la tendríamos encima. —He dicho que por sistema, después de un primer tiro, sigo en posición, sin moverme; esta vez no fue una excepción, sólo que en lugar de seguir apuntando al león lo hice sobre la leona. Lo de menos hubiese sido disparar a esa furiosa reina cuando se detuvo; tal vez el detenerse salvó su vida, o la de alguno de nosotros. El hecho es que no disparé porque mi licencia de caza autorizaba sólo un león. Todo fue cosa de segundos. Cuando la fiera detuvo su carrera Bill gritó: —¡Cuidado, está furiosa! Entonces bajé el grano de mi rifle haciendo un disparo a dos metros delante del animal. El tiro levantó el polvo, y la bestia dio media vuelta trotando hacia donde estaban sus cachorros ... Otros tres, disparos cerca de las patas, y todos huyeron. ¡Qué alivio! Nos acercamos al león que estaba ya muerto. La bala, bien colocada, fue a alojarse exactamente en la médula; eso explica que no se haya movido, simplemente había quedado paralizada y segundos después murió. Un tiro en cualquier otra parte que no sea la espina, hace que, invariablemente, al sentirse heridas, estas fieras den un gran salto vertical, y si falla uno limpiamente el tiro, se ponen inmediatamente alertas para el ataque o para huir a trote lento. Nunca huyen a la carrera, no es propio de su noble rango. Aunque tuve la suerte de colocar bien mi tiro, de ninguna manera es recomendable usar un .30-06 sobre leones o tigres de Bengala, félidos que pesan de 220 a 250 kilos de puro músculo, elasticidad, fuerza, rapidez y decisión en el ataque. Ese día fue de suerte. Seguimos campeando y pronto dimos con una numerosa manada de cebras. Como me sentía muy satisfecho con el león cobrado, quise que Fer disparara con las mulas rayadas: —Ora Fer —le dije—,
124
ÁFRICA - 1955
“Tres disparos cerca de las patas y todos huyeron ... “
Con un tiro bien colocado de mi .30-06 cayó el león; pero no recomiendo este calibre para los grandes felinos.
125
ÁFRICA - 1955 dale gusto al dedo sobre las mulas. Todavía nos quedan cinco en nuestras licencias. Aquello fue una masacre, pero no tan fácil. Resulta que en las planicies africanas, cuando calienta el sol — de 11 a.m. a las 3 p.m.—, se forma en los campos una exagerada reverberación que hace difícil precisar los tiros. A los animales, aunque estén parados, se les ve danzar como fantasmas, como si padecieran el “mal de San Vito”, o como animales gelatinosos, unas veces se ven alargados, temblorosos y ondulantes; otras, con las mismas características, pero muy altos, como si flotaran. Además, la misma reverberación dificulta calcular bien la distancia por falta de puntos de referencia. Fer mató 4 cebras de un tiro cada una. La primera cayó a 250 m y las otras 3 entre 200 y 250. El muchacho se sentía feliz, y yo, como padre, también disfrutaba de su alegría —cazar en compañía de los hijos es un doble placer—. Cerramos el día con una cebra que cobré de dos tiros. Aquello era un tendedero de animales. Todos nos dedicamos a quitar as copinas, para regresar cuanto antes.
Aparentemente, la víbora ataca sin provocación, pero esto lo hace cuando el individuo está casi con el pie sobre ella. Ninguna lo hace cuando el individuo está a distancia. De esta manera, el cazador, como el pescador, son los más frecuentemente atacados. Las presas naturales predilectas de estos reptiles son los animales de sangre caliente, como los conejos, las liebres, las ardillas, las ratas, etc., pero también gustan de los sapos, las ranas y hasta de comerse unas a otras. En una ocasión presencié en África cómo una víbora se engullía enterita a otra, un poco más chica. Pueden tragarse cuerpos más voluminosos que los propios gracias a la particularidad anatómica de sus mandíbulas inferiores, que prácticamente son dos huesos unidos en sus extremidades por un ligamento muy elástico. Cada lado de la mandíbula puede trabajar, funcionar y dislocarse separadamente. No necesita más de una comida cada 10 ó 15 días, tiempo que dura la digestión del animal que se han tragado. Una boa puede engullir con facilidad un cuerpo de 17 kilos. Durante la digestión se refugian y enroscadas permanecen en una especie de letargo hasta que su organismo requiere nueva dosis de alimento. La variedad de especies en África es enorme. Tan sólo en Kenya se han registrado 21 especies, y de éstas, sólo el piquete de dos pueden considerarse potencialmente mortales: las mambas y las cobras. La mamba negra y la verde son las más grandes y temibles de las cuatro especies que se conocen. Ataca con excepcional rapidez —40 kph, más veloz que el hombre—, y el veneno es tan mortal que, a la fecha, no se sabe de alguien que haya sobrevivido más de una hora a la mordedura de una mamba negra. En el sur de África los nativos zulúes la llaman murítí-wa-Ie-su, que significa la “sombra de la muerte”. Para que el lector tenga mejor idea de lo peligroso que es la famosa mamba negra, relataré una breve anécdota: Oom Paul Krüger, Vicepresidente de la República del Transvaal, cuenta que un día iba capitaneando una patrulla contra los ingleses cuando una mamba negra saltó entre sus hombres. Mordió a tres. Después se regresó y mordió a dos perros que la perseguían. Los tres y los perros murieron. La mamba logró huir.
Víboras Hablemos ahora un poco sobre las víboras, tema por demás interesante y del que todo cazador debe tener algunos conocimientos, ya que estos reptiles causan más muertes que cualquier otro animal peligroso. Quien no se haya internado en las selvas africanas, asiáticas o americanas, sólo a través de artículos o novelas espeluznantes, puede darse una idea de ese peligro siempre existente y sorpresivo. El cazador, o el simple caminante, están expuestos en cualquier momento a tropezar con una cobra en la India o una bush master en Brasil, una cascabel, o alguna de las muchísimas especies venenosas que existen. Las víboras carecen de oídos; los órganos que le sirven como tales son el largo vientre y la lengua. Con el primero, las vibraciones le anuncian la proximidad de un peligro, y con la segunda “oye”, o más bien detecta. Por eso casi siempre tiene la lengua fuera del hocico, como una antena detectora, cuando están despiertas. Los dos sentidos son agudísimos. La víbora, como casi todo animal, huye del hombre. Sólo ataca sin ser provocada en la época del celo, o cuando acaba de cambiar de piel —algunas cambian de piel cada año más o menos, y otras mudan tres o cuatro veces al año piel y colmillos—. Cuando ya no caben en la piel, porque su cuerpo crece, el proceso de ese cambio de vestido les resulta muy doloroso y se tornan irritables. Dicho proceso dura unos diez días.
La cobra de África Las únicas víboras de África que tienen la particularidad de escupir su veneno son: la cobra de cuello negro (naja), y la ringhals de Sudáfrica. Estas dos especies proyectan su veneno en dos hilos, a través de un conducto localizado cerca de la punta de sus colmillos, con alcance de 2 metros. El blanco son los ojos del individuo, y su puntería es tal que difícilmente fallan. El efecto del veneno es dolo-
126
ÁFRICA - 1955 rosísimo y con frecuencia se sufre una ceguera temporal o una molestia permanente. La cobra de la India La naja-naja es la única verdadera cobra en la India, mientras que en África hay cinco especies. La naja-naja se distingue por sus espectaculares manchas en negro y blanco que tiene en la parte trasera de su expansible capucha. Hay también la king cobra, pero ésta pertenece a un diferente genus (Ophiophagus hannah), que como su nombre lo indica, es una víbora comevíboras; en tanto que la naja-naja se alimenta de ratas, sapos y otros batracios de sangre fría. El jabalí, el pavo real, el ratel y algunos gatos salvajes, como el civet, la atacan y se la comen. La najanaja es sagrada en la India. Se le llama nulla pambu —la “víbora buena”—, por ser una manifestación del dios Shiva. Huye de la presencia del hombre y sólo ataca cuando es acosada. En la India actualmente mueren más de 10 mil individuos por piquete de víbora; pero la mayor parte no es debido a las cobras sino a otras especies, principalmente a las viperinas, que por lo general no huyen, y fácilmente las pisa uno si no hay precaución. Viven hasta 20 años. Ponen de 10 a 20 huevos e incuban en 2 meses. Las viperinas Las dos más peligrosas de este grupo son la puf adder y la gaboon viper. Ambas son particularmente peligrosas, porque a diferencia de otras, que huyen al advertir el peligro, éstas se quedan completamente inmóviles, confiadas en su excelente camuflaje dando una probabilidad para que el hombre sea atacado al pisarlas.
La africana mamba negra, es una de las víboras más mortíferas del mundo .
Víboras de América Los animales más peligrosos de este continente no son los osos grizzlies, ni los polares, ni los lobos, ni los jaguares, ni los pumas, sino las víboras, particularmente las más venenosas y comunes, como las coralillos y las cascabel. En conjunto, la variedad pasa de 30; entre ellas están la mocasín, la cabeza de cobre, la nauyaca, la bushmaster del Brasil, y otras. Dejamos a un lado la gigantesca anaconda, no venenosa, aunque sí peligrosa constrictora. El crótalo más conocido es la cascabel; hay 26 variedades, y sus víctimas, según estadísticas, suman de 6 mil a 7 mil anualmente en Norteamérica; sin embargo, gracias a la inmediata atención médica y auxilios de emergencia, es baja la cantidad de casos fatales. En Brasil, el número de
Cobra gigante de la India. De las especies venenosas, es la de mayor tamaño.
127
ÁFRICA - 1955 Los orificios de las fosas nasales, situados en el hocico, inmediatamente encima de la boca, sirven al sentido del olfato, que es muy semejante al del hombre. Esta serpiente puede olfatear, además, valiéndose de la larga lengua bífida, en la que, al sacarla y agitarla recibe las partículas olorosas que flotan en el aire y las transmite a las pequeñas cavidades del cielo de la boca, de donde pasan al cerebro convertidas en impresiones olfativas, lo mismo que ocurre con la mucosa nasal del hombre. La anaconda y la boa La anaconda del Amazonas y la pitón (boa) de África son las serpientes más grandes que existen. Su longitud alcanza hasta 10 metros. Por fortuna, las dos son constrictoras, y su mordedura no es venenosa, aunque la de la anaconda casi siempre produce gangrena. Sin embargo, por su tamaño, son fácilmente descubiertas por el cazador, evitando de esta manera el peligro que le amenaza. Tratamiento para el piquete de víbora
La víbora de cascabel causa anualmente gran número de víctimas en el Continente Americano.
Lo que debe hacerse y lo que no debe hacerse en el tratamiento emergente en el campo. ¿Con qué velocidad llega el veneno de una víbora que picó en una pantorrilla, al hígado, al estómago, a los pulmones, al corazón y al cerebro? Los últimos estudios señalan dos horas para que el veneno, llevado por la linfa y la sangre, llegue gradualmente a los órganos vitales. La carrera es más lenta de lo que antes se suponía. Después de dos horas sólo un 20% del veneno se ha escapado del área de la mordida y llegado al corazón, al pulmón y al cerebro. Eso no es suficiente para matar. Por supuesto que estoy refiriéndome a las víboras de América, particularmente a la cascabel, que es la más abundante y común. Hay otras como la mamba africana cuyo veneno es activísimo y, de hecho, mortal. La víctima de una mordida tiene muchas probabilidades de sobrevivir si se atiende de inmediato, y aún después de una o dos horas si se logra extraer el resto del veneno que ha quedado en el área local del piquete.
víctimas al año llega a 30 mil. La cascabel es una serpiente tímida, le falta inteligencia para ser astuta. El número de piezas que componen el cascabel no indica la edad del reptil, como comúnmente se cree, ya que cada vez que cambia de piel se le agrega un cono a la sonaja. En experimentos de laboratorio se han observado casos en que se les corta la cabeza, y separadas del cuerpo algunas fueron capaces de morder un palo e inyectar su veneno. Hubo también casos en que después de 6 horas de haberlas decapitado, los cuerpos se retorcían al hurgarlos y el corazón continuaba palpitando por espacio de un día y, con frecuencia, hasta dos. Raras veces sale a vagar con temperaturas inferiores a 18°C; en la de 7°C escasamente puede moverse. Inverna igual que otros animales. La temperatura que más le conviene es la de 26 a 32 grados. La de 38°C, le es dañina y la de 43, mortífera. La vista de estos reptiles es aguda, pero su campo visual muy limitado. Son, en cambio, sensibles en extremo a las vibraciones del suelo. De ahí que, por lo común, cacen al acecho. Aunque carecen de oídos, dos pequeñas fosas faciales, provistas de nervios muy sensibles al calor, les permiten atacar certeramente, aun en medio de la oscuridad, a los animales de sangre caliente.
Lo que DEBE hacerse Es aconsejable llevar en la bolsa del botiquín unos pequeños cartuchos de hule que adentro tienen una hojita esterilizada, sirve de bisturí, y un frasquito que contiene antiséptico para aplicarse en el área donde se harán las
128
ÁFRICA - 1955 incisiones. Se llama Cutter Snake Kit. En safaris largos es indispensable contar, además, con un equipo de antiveneno. Siga estas instrucciones en caso de una mordedura: 1) Evite esfuerzo y agitación; siéntese y cálmese; no corra, camine despacio, no pierda la cabeza, el pánico puede ocasionar un shock. 2) Mate la víbora, si es posible, y IIévela consigo para identificarla más tarde. 3) Entre la picadura y el corazón aplique un torniquete plano, como un pañuelo, un cinturón o una tira de camisola; pero no tan apretado que paralice la circulación de la sangre. Esto puede producir una gangrena. Si la mordedura es en una pierna o en un brazo, aplíquese. el torniquete dos o tres pulgadas arriba del piquete; manténgase sobre la hinchazón pero, repito, no tan apretado; déjese de modo que se pueda meter un dedo debajo, sin forzarlo, así puede
vaja en una llama; haga una incisión recta, que conecte las dos marcas de los colmillos; la incisión debe extenderse un cuarto de pulgada más allá de cada puntura y tener la profundidad de un cuarto de pulgada, pero no invada los músculos, tendones o nervios. No haga incisiones cruzadas. 5) Exprima con los dedos suavemente el veneno de la incisión, durante unos 20 ó 30 minutos, o el tiempo que tarde la víctima en llegar al doctor. No succione con la boca, aunque el veneno que con ella se absorbe no es peligroso, pues pronto es neutralizado por los jugos gástricos del estómago. 6) No tome alcohol ni cauterice las heridas. 7) El antiveneno puede administrarse en el campo, en caso de emergencia, pero las instrucciones contenidas en cada paquete deben observarse estrictamente y el requisito de la prueba alérgica de la piel deberá haber sido negativa. 8) Lleve a la víctima al hospital o al doctor lo más rápido posible, pero con calma de su parte. Debe tenerse presente la posibilidad de alergia al suero “sangre de caballo”. El eminente especialista doctor Snyder precisa que además del suero antiviperino, se debe remover quirúrgicamente un disco elíptico del tejido de una pulgada alrededor de cada punto. Lo que NO DEBE hacerse 1) El brazo o pierna de la víctima no debe ponerse en hielo directamente ni menos por mucho tiempo. 2) No aplique un torniquete muy ajustado ni lo esté poniendo y quitando como lo sugieren algunos. Un torniquete muy ajustado en vez de ayudar perjudica, porque en realidad “ordeña” el veneno hacia dentro del cuerpo. 3) No succione la herida con la boca ni con los bulbos de hule incluidos en los Cutter Snake Kit que venden las farmacias, es mejor hacer la incisión y exprimir. 4) No tome alcohol, es nocivo. Cualquier tipo de aguardiente, así sea coñac “Napoleón” o whisky, hace que el veneno penetre y circule más rápidamente en la sangre. 5) No corra, cálmese. Después de sufrir una mordida, el correr resulta más dañino que el ingerir alcohol, pues en una hora un 45% del veneno será absorbido en la circulación. En Butantan, Brasil, se preparan los cuatro siguientes sueros: 1. Suero antilaquésico contra la víbora Lachesis Muta. 2. El antielapídico contra las coralillos —hay 30 especies en Centro y Sudamérica—. 3. Suero anticrotálico contra la de cascabel —hay unas 25 especies en Norteamérica incluyendo México—. 4. Suero antibotrópico contra todos los tipos de Bothrops, como la jaráraca de Argentina y Brasil.
Forma correcta de hacer la incisión para tratar la mordedura de una víbora.
dejarse por una hora, sin perjuicio y no debe quitarse cada 15 minutos como lo aconsejan muchos manuales. 4) Esterilice los puntos de impacto de la mordida aplicando el desinfectante que hay en el cartucho del Cutter Snake Kit mencionado, o con alcohol; esterilice el escalpelo o na-
129
ÁFRICA - 1955 Después de una mordedura de serpiente, el corazón, los pulmones, los riñones y los sistemas nervioso central y vegetativo, así como el metabolismo sanguíneo, son inundados por toxinas de enorme actividad destructiva. Los mejores sueros sólo pueden neutralizar los componentes tóxicos que se hallan todavía sin fijar en la sangre. Así se explica que al cabo de 4 a 6 horas resulte inútil toda medida de auxilio en caso de mordedura de una serpiente de cascabel. Por consiguiente, hay que inyectar el suero lo más rápidamente posible. La inyección se aplicará de una sola vez por vía intravenosa, con cuidado y lentamente, si es necesario diluyendo el suero con solución salina fisiológica. En África: el South African Institute for Medical Research, de Johannesburg, produce un suero que se llama Tropical Polyvalent Antivenom que parece muy eficaz contra el piquete de diversas víboras. Por brevedad no he hecho mención de las terribles consecuencias que puede sufrir una víctima de piquete de víbora por un tratamiento equivocado, que puede aumentar el peligro o, por lo menos, perjudicar los tejidos. Sobrevivir al ataque de una víbora venenosa depende de cómo proceda, tanto la víctima como sus compañeros. Y, amigo cazador, cuídate muy bien de inspeccionar el lugar que escojas en la sierra para satisfacer tus necesidades fisiológicas mayores. Sería terrible y complicado si una cascabel te pica en una nalga, porque... ¿dónde y cómo te aplicarían un torniquete tus compañeros? Un día, una mamba me dio el susto de mi vida. Ya había oído que en África mueren más individuos por piquetes de víbora y ataques de cocodrilos que por ningún otro animal. Acabábamos de llegar a nuestro campamento. Por la mañana no hubo programa de campear, porque Bill se ocupó en arreglar algunos desperfectos del camión que estaba dando lata. Ya entrada la mañana resolví salir con Fer y Matengue en el carro de caza. No nos alejaríamos mucho, sólo quería cazar un impala o algún otro antílope para la cazuela. Una hora más tarde descubrimos 3 impalas, entre los cuales había un macho que me pareció bueno. Fer y yo bajamos del carro para iniciar el acecho, que no me pareció difícil en un terreno bien arbolado. El huellero Matengue esperaría en el carro. Cuando ya estábamos a distancia de tiro los animales nos sintieron y corrieron. Los seguimos y a los 15 minutos los volvimos a ver; otra vez el acecho y otra vez corrieron. Ya picado, queriéndome convencer de que para cazar no me hacía falta el cazador blanco, seguimos una vez más tras los impalas que pronto tuvimos a la vista. —Esta vez no se me escapa —le dije a Fer, vente a unos cinco pasos atrás de mí—. Ya estaba a tiro tras de un árbol; el impala de frente, nos veía o trataba
de vernos. Empecé a levantar muy lentamente el rifle e iba a apuntar cuando oí un g rito de Fer. —i Pap ... ahí está una víbora ... ! Instintivamente volteé a mi izquierda y a unos 8 metros vi una mamba verde en el pasto. —¡Córrele ... es una mamba! ¡grité a Fer. Los dos corrimos a más no poder, sin hacer más caso del impala. Afortunadamente la mamba también corrió, pero en dirección contraria, que si se le antoja atacarnos tal vez no estaría escribiendo estas líneas. En tales casos, en que hay pánico, un rifle de poco o de nada sirve contra una víbora tan veloz, que mide sólo dos metros y no es más gruesa que un embutido de salami. Volvimos al carro y más tarde, a falta de impala, Fernando abatió una gacela de Thomson.
Dos rinocerontes en 4 días Nuestro nuevo campamento se encontraba cerca de las Planicies de Serengeti, de clima muy agradable y no había mosca tse-tsé. El primer día cayeron dos buenos impalas: uno por el rifle de Fer y otro por el mío. El terreno presentaba grandes claros y lomas boscosas, en las que aseguraba Bill encontraríamos rinos. Y no se equivocó. Al segundo día, después de caminar unas tres horas, vimos el primer paquidermo. Estaba parado entre el follaje ligero. Cargué mi .465/500 con balas de punta sólida, y Fer preparó la cámara para filmar la acción. El terreno, el aire, la luz, todo estaba tan especial, tan a propósito, como si fuera un estudio de Hollywood. El hecho de haber cobrado ya dos de estos bichos en mi safari anterior, otros tantos que había visto cazar y, además, lo mucho que había leído sobre sus hábitos y reacciones, me infundieron la confianza suficiente para arrimarme lo más posible para que Fer filmara una interesante acción. Le di instrucciones para que se colocara un poco atrás de mí tomando el ángulo correcto al filmar la escena. Así las cosas, empezamos a caminar sin agacharnos ni tratar de ocultarnos, puesto que sabíamos de la miopía de esos brutos. Sólo cuidamos de no hacer ruido. Cuando estuvimos a 50 metros, seguramente el rino oyó nuestros pasos, porque dando media vuelta se quedó mirándonos de frente tratando de descubrir el origen del ruido. Seguimos paso a paso, sin precipitación, como lo hacen en las películas los vaqueros del Oeste al enfrentarse en la calle en un duelo a pistola. Llegamos a 40 metros. El rino se inquietó, movía las orejas, pestañeaba, resoplaba, levantó la cola como periscopio y empezó a caminar hacia nosotros. Nos detuvimos, pero él siguió caminando. Oí que Fer empezaba a filmar. El rino también oyó el ruido y apretó el paso ... ¡Qué estupenda sensación me invadía
130
ÁFRICA - 1955 viendo a ese bruto de tonelada y media que venía a encontrarse con su enemigo y con la muerte! Lo tenía ya encañonado; pero como traía la cabeza baja me obligó a poner rodilla en tierra para poder apuntar al corazón. Aguanté esos momentos supremos tan excitantes, tan únicos en la vida de los que andamos en busca de las fuertes emociones. Cuando estuvimos a 20 metros oprimí el llamador, y al recibir el impacto, la bestia se revolvió dando un resoplido, como el que hace una ballena cuando sale a la superficie del agua a respirar. La falla de un fulminante en esos momentos decisivos o cualquier torpeza del cazador pueden ser de serias y aún de fatales consecuencias. Al recibir un segundo plomazo, que le dio en los hombros, la bestia salió disparada por la derecha ... , lo seguimos y a poco andar lo encontramos bien muerto. Ese robusto y poderoso rinoceronte había corrido 50 metros con el corazón destrozado y completamente rota una paletilla. La filmación resultó
muy aceptable. Otro día le tocó el turno a Fer y el caso fue interesante, porque tuve la oportunidad de observar un rastreo muy difícil, largo e inteligente desempeñado por esos maravillosos huelleros de la tribu wakamba. Además, Fer, que por su corta edad y mediana complexión física, no podía pulsar el pesado rifle de gran poder, tendría que tirar con el .375. A las 10 a.m. cortamos una huella fresca que seguimos a pie. La dirección del viento nos daba de frente y al llegar a una corta loma circular, muy boscosa, vimos que la huella, seguía por el lado izquierdo; supusimos que iba a dar un rodeo para luego seguir la dirección recta, por lo cual se nos ocurrió desviarnos por el lado derecho, cortando de este modo el aire, con probabilidades de encontrarnos frente a frente con el paquidermo. Dimos la vuelta, pero el bicho nos ganó y tal vez nos sintió, porque al reencontrar la huella nos dimos cuenta de que la res ya no iba al paso
El rino se nos vino encima rápidamente.
131
ÁFRICA - 1955
El poderoso rino recorrió 50 metros con el corazón destrozado.
lento sino al trote. Juzgando la hora —10.30 a.m.—, dedujimos el tener que disponernos a seguir un largo huelleo en terreno difícil. La deducción se basaba en que estos animales, cuando van a beber agua, ya sea por la mañana o en la tarde, generalmente siguen una vereda que los lleva por la línea más corta hasta un río o un aguaje. Esas veredas son muy profundas y bien marcadas, trazadas por ellos mismos con el ir y venir, y cuando van al agua, nada ni nadie los detiene o aparta de la vereda; en cambio, cuando ya han calmado su sed y el intenso sol deja sentir los abrazadores rayos sobre sus lomos, buscan la sombra de la espesura siguiendo cualquier dirección para dormir su siesta en lugar seguro, fresco y sin intrusos que los molesten. Este rino que seguíamos seguramente dirigía sus pasos a un lugar protegido dentro de la selva, de difícil acceso, sobre todo si nos había sentido. Lo que hacía complicado el rastreo no eran tanto lo boscoso del terreno como la abundancia de hojarasca seca que cubría la tierra, haciendo imposible el evitar hacer ruido al caminar, pero sabiendo que la bestia iría lejos, no nos preocupó. Los dos wakambas encabezaban la columna. El resto los seguíamos caminando aprisa; pero llegó un momento en que los dos nativos perdieron la huella en terreno muy duro
y cubierto de hoja.’ Uno de ellos se paró donde perdieron el rastro, mientras que el otro se alejó un poco dando un medio círculo para buscar la huella en tierra más blanda. No la encontró. Volvió adonde estaba su compañero. Desanduvieron unos 20 metros el camino que habíamos seguido. Entonces empezaron a clavar estacas sobre cada huella y así pudieron descifrar la velocidad a que caminaba el paquidermo y la dirección que seguía. Después se subió uno de ellos a un árbol alto para examinar la configuración del terreno, como lo hiciera un estratega militar sobre el campo de su próxima batalla. Ya no buscaron más la huella. Siguieron adelante sin clavar la vista en el suelo y, después de unos 500 metros, volvieron a encontrar la huella en terreno más favorable. Para seguir el rastro de un animal, en otro lugar que no sea África, hay muchos indicios que para el cazador experimentado son como un libro abierto, tales como la marca de la pezuña, una ramita quebrada y fresca, una piedra desprendida de su lugar, la orina, los excrementos, los pastos doblados o quebrados, etc.; pero en la fauna de África son tantas las diversas especies y tan abundantes, que cuando se sigue una huella suelen, con frecuencia, cruzarse otras muchas y cualquier animal puede desprender de su lugar una piedrecita o quebrar una ramita. En
132
ÁFRICA - 1955 nuestro caso, lo efectivo era la huella completa de la pezuña del rino, la cual se parece a un casco por lo compacto de su estructura, pero es en realidad, una pata con tres dedos, tan ligados y unidos entre sí como lo está la pata del elefante. El caballo actual tiene patas completamente transformadas, mientras que su antecedente prehistórico, el eohipo, que vivió en el Periodo Eoceno hace 40 millones de años, tenía cuatro dedos útiles y uno atrofiado en cada una de sus patas delanteras, y en las posteriores, tres dedos completos y dos ya en desuso. Sus piernas eran parecidas a las del perro, y su tamaño era apenas un poco más alto que un gato doméstico. Seguimos huelleando perdiendo y volviendo a encontrar el rastro. Yo gozaba viendo trabajar a los dos wakambas como a dos arqueólogos empedernidos. Para el mediodía nos encontramos ya en monte muy cerrado. Matengue se había adelantado un poco, a fin de evitar que, yendo todos juntos, el ruido fuese mayor. Ya debíamos estar cerca. Fer iba alerta con el rifle .375 en las manos. No sé si estaba nervioso porque no se le notaba. De todos modos ya tenía en su haber dos búfalos y un león. De pronto vimos a Matengue señalarnos un punto con la mano y acto seguido se sentó en cuclillas, con la mirada fija en aquella dirección. Fer tomó su posición adelantándose sin precipitación. Procurando no hacer ruido, lo seguí con la cámara lista para filmar la acción. El hecho de haberse sentado Matengue en cuclillas, para ocultarse, indicaba que el rino, aunque miope, debía estar muy cerca. En efecto, al llegar a donde estaba el huellero tuvo que señalar con el dedo el lugar. El magnífico paquidermo —cuya caza actualmente está sumamente limitada y es muy probable que pronto sólo lo veamos en los parques zoológicos— estaba echado. Nos acercamos a 17 metros y apenas se le veía el lomo. Estaba atravesado, tal vez dormido, y debíamos despertarlo para que se levantara y Fer colocara en un área vital el tiro. Le dije que tirara a los hombros tan pronto se levantara el animal; intencionalmente hicimos un poco de ruido. La bestia se levantó y dio un fuerte resoplido al recibir la bala, luego dio dos pasos a la derecha en el momento en que Fer le soltaba el segundo disparo, que dio en la paletilla. El animal se detuvo y se fue ladeando poco a poco hasta caer. Con las precauciones debidas nos fuimos acercando, y a 4 metros recibió el tiro de gracia, ya no necesario. Todo resultó bien, menos la filmación debido al tupido follaje del lugar. Ese día fue abundante en caza y hubo mucho trabajo para nuestros buenos desolladores Nituka y Mouki, dos viejos, más diestros con el cuchillo que un cirujano. Utilizaban cinco o seis cuchillos diferentes cada uno. Lo más delicado es quitar limpiamente toda la piel de la cabeza,
Fernando con Kasimwita, el magnífico huellero wakamba.
sin lastimarla y sin dejar traza de carne; ojos, orejas, nariz y labios son lo más difícil. Más laborioso aún es sacar los huesos de las compactas y complicadas patas del elefante, del rino o del búfalo sin cortar la piel a lo largo. Por la tarde Fer tumbó un thomi que corría y yo cobré una cebra y un eland que ameritó tres tiros de mi .30-06. ¡Cuatro piezas cobradas en un día y dos de ellas trofeos de primera! ¡Qué sabroso es darle gusto al dedo sobre animales de categoría! Por la noche le di a Kasimwita —sin que lo viera Bill— un jaibol en premio a su buen comportamiento, como un huellero que se las sabe todas. Digo que le di su trago a escondidas, porque durante un safari a ningún negro del servicio le está permitido tomar alcohol, ni siquiera una cerveza.
Inigualable resistencia de los negros
133
ÁFRICA - 1955 El targui, es un genuino nómada, ex bandolero, fantasma e hijo del desierto; pertenece a la tribu tuareg, de la que tantos hechos temerarios y heroicos se han escrito y novelado, por sus innumerables encuentros sangrientos con la Legión Extranjera Francesa. Este perenne habitante del desierto lleva siempre protegido el cuerpo con el gandurah —una especie de largo camisón sin mangas—. También lo usan los árabes, beduinos del desierto, pero con mangas. Protegen la cabeza con el shesh o litham , un largo velo de tres metros que usan como un turbante para protegerse del ardiente sol y de las tempestades de arena, y les cubre parte de la cara. Para protección de los pies usan nails — especie de huaraches. En la India, el más pobre, aún el infeliz descastado, tiene ropas con qué cubrir su desnudez, con excepción del sadhu —asceta, a quien comúnmente se le llama yogi—, quien sólo usa un taparrabo por indumentaria. En el Ártico el esquimal se protege del frío con pinto-
rescos y abrigadores atuendos que incluyen la parka — pantalón— y muck-Iucks —botas—, todo confeccionado con finas pieles de foca, nutria, lobo, reno, oso, etc.; inigualable indumentaria con la que pueden resistir cómodamente temperaturas de 40 grados centígrados bajo cero. Pero al negro africano no le afecta tanto el calor como el frío. De hecho están constituidos para resistir todas las inclemencias del duro continente. En el curso de mis numerosos safaris, he convivido con ellos largos meses, los he observado y me ha sorprendido la increíble resistencia física que muestran en el campo. Por toda indumentaria usan un pantaloncillo corto, y aguanta el frío bajo cero y el calor de 50°C, en pleno campo abierto. Ningún hombre blanco ha podido adaptarse ni acostumbrarse a soportar ese ardiente sol del mediodía, sin cubrirse la cabeza y el cuerpo. El negro, sí. Al verlo caminar, bajo un sol vertical que chamusca, con su espalda y cabeza desnudas, da la impresión de que se va a achicharrar. Hasta parece que
Después de un prolongado e inteligente huelleo, Fernando Iiquida desde 15 metros a su primer rinoceronte negro.
134
ÁFRICA - 1955
Guerreros masai de cacería. La resistencia que desarrollan en el campo es sorprendente.
humea, que reverbera, y sin embargo, él camina, trabaja, ríe, canta y aguanta, mejor dicho, aguantaba los malos tratos que diariamente le prodigaba su amo, el hombre blanco. Está en su medio como el pez en el agua. En el trabajo es incansable, me refiero a los safaris. Por la mañana, sale en ayunas, hace largas caminatas bajo un calor intenso, se pasa todo el día sin comer y apenas toma agua. Pero, eso sí, por la tarde, al regresar al campamento come y bebe a toda tripa, carne, masa cocida y chile. ¡Qué estoicismo e indiferencia la de esos hombres al dolor y al sufrimiento! Hambrientos, sedientos, cansados, lastimados o heridos en alguna forma, nunca se quejan. Sólo recurren a su bwana cuando les duele la barriga por haberse dado un atrancón de dos kilos de carne en una sola sentada. Tal parece que la bondadosa y sabia naturaleza ha sido espléndidamente generosa con esta raza, dotándola de una salud y complexión física envidiables: gran resistencia, magnífica vista, dentadura perfecta, piel tersa, gruesa y profusamente pigmentada para que no la hieran los rayos del sol. Su sistema nervioso también es extraordinario; nada los hace perder el apetito o el sueño, así se queme su choza, o se le muera un hijo o una de sus mujeres. Y por si esto fuese poco, también poseen una gran alegría de vivir. Ya lo dije en otra parte: “El negro de África es más feliz que el negro de América.” Muchas veces he pensado si será justo y atinado el pretender incorporar a la civilización —?—, al ruido y al esmog a esas tribus que todavía tienen el don de gozar de las cosas sencillas de la vida. El último día en ese campamento lo cerramos con “broche de oro” ,cobrando mi segundo rino, un macho con cuernos
de 19 pulgadas.
Campamento en Uaso Nyiro Después de pasar un mes de safari en Tangañica, partimos para el norte de Kenya en busca de la jirafa reticulada y la cebra de Grevy. Al pasar por Nanyuki, población en la que por esa época se consideraba el cuartel general de los rebeldes Mau-Mau, me admiró su exuberante vegetación y bellos paisajes, sólo comparables al área del Lago Manyara. Cielo, agua, clima y ricas tierras componen ese paraíso que está enclavado entre el Monte Kenya y la cordillera del Rift Valley. En belleza, bien puede compararse con algunos lugares del estado de Michoacán, México, o con otros del Japón. Además, son tierras muy ricas en su variedad de verduras, frutas y maderas. Densos bosques, inmensos plantíos de té, platanares, cafetales, flores, etc. La tierra roja olía como la de los campos de Jalisco después de una buena lluvia. Al pasar por Nanyuki no me sorprendió ver a todos los blancos armados: hombres, niños y mujeres, todos, con pistola fajada a la cintura o con su rifle automático al hombro. Sólo nos detuvimos a tomar una cerveza de marca “Tusker”, tal como se llama popularmente en África al elefante. Seguimos rumbo a Isiolo; pero el carro empezó a fallar y nos detuvimos en el camino. Pardeaba ya la tarde cuando vimos que en sentido contrario venía un jeep con Lawrens y otro individuo. Los dos eran cazadores blancos. Hasta entonces supe que por ahí, muy cerca, estaba filmándose la película “Safari”, en la que figuraba como primera estrella Víctor Mature. Nos fuimos, curiosos, al
135
ÁFRICA - 1955 campamento de la filmación, que más me pareció un circo: había más de 100 tiendas de campaña, un sinnúmero de grandes camiones, jeeps y camionetas. Fuimos a cenar a uno de los muchos y grandes comedores —carpas de lona de 30 metros— Allí estaba la plana mayor: camarógrafos, técnicos, maquillistas y más de diez cazadores blancos que habían sido contratados para proteger de un posible ataque de fieras a los actores, durante la filmación. Mature ya no estaba. No sé si sería broma, pero uno de los cazadores profesionales me dijo que todos los días lo llevaba y lo traía una avioneta a Nanyuki, donde pasaba las noches, porque los alacranes le daban pánico y presentía el ataque nocturno de un rinoceronte a su tienda. ¿Será cierto? . . . ¿Pues no se le ve tan valeroso y tan hombre en los filmes? El caso es que los cazadores blancos hacían mofa de
él. No les simpatizaba, y lo consideraban cobarde, porque, estando en los campos africanos, nunca salía a cazar siquiera un inofensivo dik-dik. Ahí estaba el “doble” de Víctor, a quien pagaban 50 dólares por cada tiro que un experto colocaba a un metro de distancia de sus pies en uno de los pasajes del argumento. Me divertí. No esperamos al actor principal, nos dieron otro carro de cacería y por la mañana seguimos rumbo al norte. Después de unas horas llegamos a las márgenes del río Uaso Nyiro, que nace en el Monte Kenya, dando en su trayectoria vida a los famosos Pantanos de Lorian. Fijamos nuestro campamento cerca del río. Desde nuestro campamento de Illunde habíamos recorrido más de 1 300 km para llegar a este paraje que está a 300 km de Etiopía. El terreno es reseco, quebrado, pedregoso; la flora es pobre, casi solamente acacias y espinos; lo único que alegraba el panorama era el río. La región está habitada por la tribu sambukí, físicamente parecida a la masaí. Vive exclusivamente del ganado vacuno y cabrío. No cultivan la tierra. Tampoco la variedad de la fauna era notable: gacel de Grant, cebra común y la jirafa reticulada que era nuestro objetivo. Ésta es la más bonita por su color café, más fuerte que el de la jirafa común; es muy arisca, no se deja arrimar fácilmente y, como su altura llega a pasar de los cinco metros, el acecho es difícil porque a distancia descubre al cazador.
La única riqueza de la tribu sambukí, es el ganado.
La jirafa reticulada Este elegante animal gigante hace muchos millones de años ostentaba una cornamenta tan grande como la de un caribú de Alaska, tiene una piel tan gruesa como la de un rinoceronte. Para tratar debidamente la piel, hay que rebajarla a puro cuchillo, por lo menos la mitad de su grosor, a efecto de facilitar la penetración de la sal que evitará el “calentamiento”, en tanto llegue a manos del taxidermista. La tarea de adelgazar requiere más de un día, a cargo de cuatro expertos desolladores. La jirafa es un animal inofensivo, aunque sus largas extremidades rematan en pezuñas, tan poderosas y resistentes, que podrían matar a un león de una patada bien puesta. El primer día de caza vimos a distancia tres de estos bellos animales. Uno nos pareció bueno, y no tardamos más de una hora en ponernos a tiro. A 120 metros disparé con mi rifle .375 usando bala sólida de 300 gr. El impacto dio en la paleta, el animal corrió; luego un segundo tiro rápido y cayó. Al siguiente día salimos, ya tarde, dando tiempo a que
136
ÁFRICA - 1955
los desolladores terminaran de salar bien la piel de la jirafa. Un descuido, un trozo de carne que se deje adherido, produce un agujero; si se expone al sol, puede recalentarse y echarse a perder, se le cae el pelo. Por la tarde, cobré la segunda jirafa que autorizaba mi licencia. Ésta me dio menos trabajo que la primera: un tiro al codillo a 60 metros fue suficiente. Tengo entendido que hoy en día, en ningún país de África se permite cazar la jirafa reticulada. Aquella misma tarde, Fer hizo un bonito tiro sobre una gacela de Grant, de piel sedosísima y cuernos muy simétricos. El tiro fue preciso al codillo, a una distancia de 200 metros. ¡Qué sabor tan grato dejan esos tiros que producen una muerte instantánea, limpia, sin que sufra el animal! Pero, en cambio, yo metí la pata errando limpiamente. Ni siquiera un rozón de bala cuando disparé a otra gacela ese mismo día; no sé lo que me pasó, pues el animalito estaba a no más de 120 metros. Apunté calmadamente rodilla en tierra a la gacela parada y, sin embargo, le erré. Me molesté tanto conmigo mismo, que ni intenté un segundo disparo. Como decía Bill, para conformar a uno cuando yerra el tiro y se le va la pieza o cuando un acecho no dio resultado: “No era su día”. Pero ... ¡vamos! ... todo cazador tiene su “mal cuarto de hora”. En mis andanzas venatorias he visto a más de tres cazadores blancos profesionales errar lastimosamente no uno sino 8 y 10 tiros, a relativamente cortas distancias. Yo no creo que haya cazadores que nunca fallan o que nunca cometieron un error.
¡fácil!, y no cayó sino a los 350 con mi cuarto disparo. Tiré mal, seguramente estaba jalando el llamador, pero lo importante es que cayó. Ese fue el último día en el campamento de Uaso Nyiro.
Campamento en M’Bala-M’Bala ¡8 elefantes con colmillos de 90 libras por lado! El día 13 partimos rumbo al sureste, con intención de pasar por Garissa y de ahí seguir hacia el este para buscar mi tembo, cerca de la frontera con la antigua Somalia Italiana, área desértica, donde el año anterior cacé mi primer elefante. Todo el día corrimos por brechas infames y ya pardeando la tarde torcimos a la derecha, para buscar un lugar donde acampar y pasar la noche. Ese sitio se llama M’Bala-M’Bala. No había ni una manyatta o choza ni habitante alguno, simplemente se llamaba así, igual que si se dijera “el cerro del 4 o barranca honda”. A corta distancia estaba el famoso río Tana, que tendríamos que cruzar para entrar a una extensión grande de terreno muy fértil y selvático, casi circundado por las aguas del río. El siguiente día de caza dejó tan hondas e imborrables impresiones que todavía hoy, después de tantos años, vuelvo a recordarlas tan vivamente y tan frescas como si fuese ayer. Mucho aprendí de caza en ese largo día en que abatí el mejor de los 6 elefantes que he cobrado hasta ahora. Hubo muchos sustos y carreras; empleo de grandes conocimientos de caza; inteligente acecho y huelleo; largas caminatas; impaciente espera; peligro a cada paso. En fin, todo concurrió para considerar ese como uno de los días pletóricos de gran tensión que he vivido en mis numerosos safaris. Durante una cena improvisada Bill me expuso el plan de caza: saldríamos antes del amanecer; luego cruzaría-
La cebra de Grevy Me costó trabajo el acecho a este animal porque es matrero y desconfiado como todas las cebras, pero más trabajo me costó abatirlo. Empecé a tirarle a 200 metros,
137
ÁFRICA - 1955 mos el río en uno de esos primitivos cayucos, hechos de un solo tronco de árbol, que por cierto son muy largos y angostísimos. Puesto que ese día constituyó un interesante episodio en la caza de elefantes, me referiré un poco a los hábitos, hechos y costumbres de estos enormes paquidermos, el mamífero terrestre más grande, la bestia a la que todo experimentado cazador considera como el verdadero rey de la selva, ya sean asiáticos o africanos. Hasta los escritores, algunos tan famosos como Rudyard Kipling, nutrido en su amor a la naturaleza y profundo conocedor del ambiente, en su famoso Libro de la Selva da esa categoría no al tigre de Bengala ni al león africano o asiático, sino al elefante. Generalmente se tiene muy ligera noción de lo que es un elefante africano en estado libre, en su ambiente salvaje. En los circos, sólo se ve al asiático, que es domesticable, más dócil y muy útil al hombre en sus arduas tareas del campo. Tanto Darío lll, como Alejandro el Grande, Pirro ll, rey de Epiro, y Aníbal el Mago —este último que hace 22 siglos consumó el milagro, la inconcebible hazaña de, en 15 días, cruzar los Alpes con todo su ejército, que incluía 80 elefantes amaestrados para la guerra—, usaron en sus batallas elefantes asiáticos domesticados y entrenados para tal fin. A los elefantes africanos sólo se les ve en la jungla, ni siquiera en los parques zoológicos, y que yo sepa, nunca se ha domesticado, si bien, ya se está intentando en África con los pequeños. Este rey no soporta la vida en cautiverio. Es un digno descendiente de sus pre históricos antepasados: el mastodonte, el mamut y tras especies de proboscidios que poblaron la tierra desde hace 25 millones de años. He aquí algunas de las particularidades y característi-
cas de estos paquidermos. a) Cuando el calor es muy intenso y la bestia se encuentra lejos del agua, introduce la trompa en la boca, saca agua de su estómago y se da n duchazo en el lomo para refrescarse. b) Bebe gran cantidad de líquido dando sorbos de litros y se come 200 kilos de pastos, ramas de árboles, raíces y frutas, cada 24 horas. Es muy goloso, le encantan los elotes, las calabazas, los plátanos, etcétera. Por eso, cuando cae sobre un plantío, acaba con él dejando al pobre dueño en la calle. c) Es el único cuadrúpedo del Reino Animal que propiamente tiene 4 rodillas, una en cada pata. Esa cualidad anatómica le da aptitud para trepar sin dificultad por cualquier escarpadura o pendiente, sin constituir un obstáculo su enorme peso. d) Tiene un olfato tan fino que puede ventear al hombre a un kilómetro y, a semejanza del perro, puede captar su rastro. e) Defeca normalmente cada 45 minutos, lo cual es un útil indicio para el cazador que va siguiendo la huella, pues por la temperatura del estiércol, su dureza, oxidación y aspecto puede calcularse la distancia o tiempo que lo separa de la pieza. f) Los Gow-birds son unos pájaros blancos que siguen a los elefantes posándose en los lomos, para cazar a las gigantescas “moscas del elefante”, las sabandijas y otros insectos que llevan pegados a la piel. Cuando una rama roza el lomo de un tembo, los pájaros levantan el vuelo en espiral y vuelven a pararse en el lomo del animal. En selvas muy densas, donde el cazador no puede ver a más de 20 metros, esos pájaros denuncian la presencia del paquidermo cuando levantan el vuelo. Estos pajarillos son una
Jirafas reticuladas en Kenya.
138
テ:RICA - 1955
Cebras de Grテゥvy en un abrevadero. El autor con un bonito ejemplar de cebra de Grテゥvy.
139
ÁFRICA - 1955 bendición para los elefantes, diría yo que son el San Jorge bendito que los libra un poco de esa molesta comezón. Lo mismo ocurre con los tíckbirds —pájaros garrapateros—, que invariablemente llevan sobre el lomo los rinocerontes. g) El insecto más pernicioso es “la mosca del elefante”: mide poco más de dos centímetros y está dotada de una lanza formidable. Son el mayor tormento del elefante, ya que su piel gruesa está llena de pequeños vasos sanguíneos y nervios. Para protegerse de esos terribles insectos, se bañan con lodo. Cuando éste se seca, se endurece y resquebraja sobre la piel, siendo muy difícil de ser penetrada por la mosca. Cuando no hay lodo, se dan baños de arena haciendo uso de su trompa, para alejar a los bichos que tanto les mortifican. h) Su vista es deficiente; en pleno día, con sol, fácilmente confunden a 25 metros la silueta de un matojo con la de un hombre, si éste no se mueve. Ve un poco mejor al amanecer o ya pardeando la tarde. i) Su apego a la vida, o su enorme resistencia a las balas, es formidable. Para una mejor comprensión inserto una anécdota real, un pasaje que relata en su libro uno de los más grandes cazadores de todos los tiempos, F. C. Selous. Traduje este capítulo sintetizándolo un poco, para no cansar al lector, sobre el plomo que aguantan los elefantes. “El mejor elefante —una hembra— que tenía dos blancos y largos colmillos estaba de frente, muy cerca de mí; así que avancé cautelosamente hacia un árbol que distaba 30 metros de ella, encaré mi rifle, apunté al pecho librando un lado de la trompa que llevaba caída y disparé. Dando un berrido, dio media vuelta y corrió a reunirse con el resto de la manada. De manos de Hellhound —su portador de armas—, tomé mi otro rifle * disparando mi segundo tiro a las costillas, y la seguí a la mayor velocidad que pude hasta colocarme a 45 metros del grupo de elefantes. Para entonces ya mis dos rifles estaban cargados. El animal que había herido no daba muestras de estar muy afectado, apenas podía distinguirlo entre los demás. Como estaba en dirección contraria, hice mi tercer disparo apuntando a los flancos, a 12 pulgadas arriba del nacimiento de la cola. El paquidermo cayó a tierra, pero al instante se levantó y caminó despacio, con la cabeza levantada y la cola tirante. Por su actitud, creí que quería cargar. Tomé mi otro rifle, y corriendo hasta llegar a 20 metros le grité para que volteara y poder disparar al costado, pero en lugar de proceder así bajó la cola y la cabeza y apretó el andar. Corrí en ángulo y dejé ir mi cuarto tiro apuntando a las costillas, pero sólo sirvió para que acelerara más el paso. Después siguió una larga persecución, muy. fatigosa, por el terreno arenoso y el sol calcinante; pero la bestia sólo dio muestras de
aflojar un poco. Otros dos balazos en los costados y, por fin, dejó de caminar en línea recta; torció a un lado dándome oportunidad de cortar terreno, y cuando la tuve cerca y atravesada, le disparé, haciéndola caer, en apariencia, tan definitivamente que creí mi bala le había roto los hombros. Al acercarme empezó a luchar tan desesperada y resueltamente que casi logró sentarse con la cabeza levantada. Esperé a que cayera de lado y cuando lo hizo, puse el cañón de mi rifle entre las dos orejas, 6 pulgadas atrás de la cabeza y disparé. Esta vez se quedó perfectamente quieta. Arosty —su segundo portador de armas—, me advirtió que la elefanta todavía boqueaba. Tomé mi rifle y otra vez disparé atrás de su cráneo, muy cerca de donde se une con las vértebras. Esta vez coloqué la boca del cañón a una pulgada de la piel y el humo de la pólvora salía en espiral por el agujero producido. “Dando por bien muerto al animal, fui a sentarme junto a él recargando mi espalda en su cabeza, descansé así 15 minutos, durante los cuales permaneció tan quieta como una tumba. Como ya era muy tarde, regresamos al campamento y llegamos cuando ya el sol se ocultaba. La distancia no era más de 4 kilómetros. “Tan pronto amaneció, volvimos para quitar los colmillos —tarea que dura dos horas—. No tardamos mucho en llegar al lugar, pero ¡Oh! . . . , ¡qué gran sorpresa y horror se apoderaron de mí cuando, en vez de encontrar el voluminoso cuerpo y los blancos colmillos, encontré solamente las huellas de las patas impresas en la arena y un gran charco de sangre! Aunque no podía creer lo que veían mis ojos, el hecho era evidente, ahí estaba. La elefanta, ¡después de haber recibido nada menos que siete balas de 4 onzas en el cuerpo y dos tras de la cabeza, se había levantado y huido en la noche! Se dice que la verdad es más extraña que la mentira, y ciertamente, esta anécdota mía es muy extraña. Sin embargo, es absolutamente cierta en todos sus detalles. “Sólo me resta decir que inmediatamente tomé seguí la huella hasta que se ocultó el sol; y de haber llevado agua, la hubiera seguido 10 días más.” Hasta aquí la increíble anécdota de ese famoso cazador. Y ahora que el lector está más familiarizado con lo que es y significa un elefante africano en el arte venatorio, volveremos al relato de mi cacería tras de ese bicho en M’Bala-M’Bala.
• En esa época usaban rifles de baqueta, que como las escopetas pisponeras, se cargaban por la boca del cañón con postas endurecidas con estaño y zinc de 4 onzas y pólvora negra, las cuales al disparar formaban una nube de humo impidiendo al cazador ver de inmediato el resultado del tiro.
140
ÁFRICA - 1955
Por su gran poder y sentido, el elefante es la caza más peligrosa de África.
141
ÁFRICA - 1955 De acuerdo con lo planeado, oscura la mañana, nos levantamos, y al ver Bill que Fer se alistaba revisando su rifle y cámara de filmar, me dijo: —Fer no puede ir. —Pero, ¿por qué? —le pregunté. —Porque esta caza va a ser muy peligrosa y no quiero cargar con la responsabilidad de un posible y fatal accidente. Es más, ni siquiera puedes llevar la cámara de filmar. O filmas o cazas; esta vez no podremos hacer las dos cosas. Sólo iremos tú y yo, acompañados con dos de nuestros mejores huelleros. —Pero hombre, Bill, ¿tan seria crees la aventura? —Tan seria, que si te empeñas en que vaya Fer tendrás que firmarme un papel en el que certifiques tu absoluta responsabilidad sobre el muchacho. Con tales argumentos, después de reflexionar un poco, pensé que se trataba de cazar un solo elefante y, por lo tanto, no tenía objeto correr mayores riesgos exponiendo a Fer. Con tristeza para él y pena en mí, resolvimos que se quedaría en su tienda de campaña. Dejamos el campamento y nos metimos en la maleza dirigiéndonos al río Tana. Kasimwita iba por delante alumbrando el camino con una lámpara de mano. Caminamos un kilómetro, y entonces vimos el ancho y majestuoso río; ya empezaba a clarear la mañana. Los cuatro que formábamos el grupo, nos las arreglamos para cruzar el río en un solo viaje, abordando un angostísimo cayuco, de apenas medio metro de ancho. Cuando ya íbamos a mitad del río, la aurora nos recibió iluminando un paisaje bellísimo. Todo el cielo estaba tan rojo como si fuera el reflejo de un inmenso incendio de toda la selva africana. Instantes después, en el horizonte, semejante a una enorme bola de fuego, empezaba a asomar con timidez la cara del sol. El cielo rojo y las exuberantes riberas del río se reflejaban en las aguas del Tana haciendo más grandioso aquel maravilloso escenario. Agua y cielo envueltos en rojo. Un zangoloteo del angosto y primitivo cayuco me sacó de aquella contemplación. Para los que ya están acostumbrados, serán seguras y fáciles las travesías en esas frágiles canoas, pero para quien, como yo, lo hace por primera vez, no dejará de preocuparse sabiendo que si se voltea, lo menos que puede ocurrirle no será una simple mojadita, sino que su honorable persona puede ser partida en dos por cualquier glotón cocodrilo de los muchos que abundan. Semisentado en cuclillas, con el rifle atravesado, trabajo me costó guardar el equilibrio. Francamente me sentía muy intranquilo con el balanceo y sólo me calmé al llegar felizmente al lado opuesto. Al pisar tierra, revisamos nuestros rifles e inmediatamente nos internamos en la muy densa espesura. Tomamos las precauciones posibles para no ser sor-
prendidos por algún elefante. Encabezaba la fila india el huellero Kasimwita, quien se ocuparía de clavar la vista en busca de una huella fresca y grande; seguía Bill, luego yo, con mi rifle listo, y Matengue, el otro huellero, cerraba la columna caminando unos 30 metros atrás de nosotros, para cuidar nuestra retaguardia y avisarnos de la aproximación de algún paquidermo con intenciones de atacar por la espalda. Aquella selva parecía el típico mundo de los elefantes. No podíamos ver a más de 10 metros. Con frecuencia nos deteníamos para escuchar algún ruido. El caminar era muy difícil debido a lo cerradísimo de la jungla, pero pronto nos dimos cuenta que lo mejor era seguir por las veredas que habían formado los propios elefantes en su continuo ir y venir. Esas veredas parecían más bien túneles dentro de la vegetación selvática, tan bien cortados que cualquiera imaginaría que habían sido trazados por la mano del hombre, si no fuese por tanto vericueto y por lo apisonado del terreno en el cual se confundían centenares de huellas de elefante. Después de dos horas de un andar lento y cauteloso, el rifle cuate me pesaba una barbaridad; a cada momento veía las miras por si se atoraban en alguna ramita. Estos rifles cuates, diseñados para caza peligrosa, carecen de bandolera, no por descuido del fabricante, sino por considerar un posible atorón en una rama o vara, en los momentos culminantes en que puede ir la vida de por medio, o bien por la misma causa, echar a perder un laborioso huelleo o un acecho cuando se está próximo a la pieza. En las tupidas selvas siempre va uno apartando con la mano las ramas, telarañas, espinos o pastos altos, en fin, abriéndose paso, unas veces agachándose y otras a gatas, cuidando siempre del rifle, agudizando el oído y la vista en la espesura, donde se espera descubrir de un momento a otro la pieza que se busca. Muy importante es ver dónde se pisa, pues el tropezar con una mamba puede significar la muerte en unos cuantos minutos. A las 9 de la mañana, se detuvo de pronto Kasimwita señalando a su izquierda con la mano. ¡Era el primer elefante! Allí estaba el tembo, metido en la espesura, a 30 metros de nosotros, pero apenas si podíamos distinguir un gran manchón oscuro, como una sombra entre el verde follaje. Estábamos en cuclillas tratando de descubrir la cabeza y calcular el peso de los colmillos, cuando el mismo Kasimwita, que ya se había hecho a un lado, me tocó el hombro —en esos momentos de caza nunca se habla—, señalando en distinta dirección, ¡otro elefante! Segundos después, oímos el crujir de una rama que quebraba. De este segundo elefante ni siquiera su sombra pudimos ver, sólo sabíamos que estaba muy cerca por el ruido que pro-
142
ÁFRICA - 1955 ducían las ramas que quebraba para comer las tiernas puntas de los árboles. Todavía no se decidía cuál trataríamos de descubrir cuando oímos, sin poder ver, que el primer elefante se aproximaba. Sin pensarlo, desanduvimos el camino, siempre probando la dirección del viento y viendo para todos lados. Inesperadamente fuimos a dar con otro elefante ¡frente a frente y a no más de 10 metros! Fijó su mirada en nosotros, echó las orejas adelante y tendió la trompa. Al ver esa actitud de muy probable ataque, nuestros dos huelleros no corrieron sino volaron, agilísimos, a pesar de las dificultades del terreno. –¡Corre! —me gritó Bill. Yo también volé... Los dos volamos... Después de correr unos 50 metros, nos detuvimos, sólo para ir a dar con otro elefante que también estaba muy cerca, pero quieto. Torcimos el rumbo metiéndonos por otro túnel y ... otro más ... 5 eran con éste, que también nos hizo correr. Todo pasó en menos tiempo que el transcurrido para escribir este pasaje. Finalmente, nos detuvimos en un clarito de la jungla. Bueno, al menos ahí podíamos ver a unos 40 metros. Recuerde el lector que no teníamos mas caminos andables que los túneles-veredas formados por los mismos elefantes, pues la selva era impenetrable: árboles de todos los tamaños, breña, matojos, espinos, arbustos, maleza tupida, en fin, lo que es una selva virgen. Los dos huelleros se habían esfumado. Cuando nos detuvimos respiré profundamente, sudaba frío, tenía la boca seca; estaba agitado y jadeante. Atemorizado, seguía viendo por todos lados y traté de calmar mis nervios con un cigarro, que prendí por la boquilla.,. ¡Bah! ... lo tiré enojado. No hablábamos una palabra, nuestra mente estaba todavía con los elefantes. Cuando volví la cabeza para ver a Bill le dije: —¿Qué pasa, mi cazador blanco? Estás más pálido que un muerto. —Es que no te has visto tú —me contestó —mejor alejémonos de aquí porque esto está color de hormiga y es muy peligroso. Prácticamente estamos rodeados de elefantes. Unos los hemos visto y otros solamente oído, pero todos muy cerca. Hemos tenido mucha suerte en no haber acabado alguno de nosotros aplastado por sus patas o cogido con la trompa y arrojado contra un árbol. ¿ Ves por qué no quise que viniera Fer? Este lugar es muy bueno para elefantes, pero pocos son los cazadores que se animan a penetrar en la selva. Bill tenía razón. ¡Vaya si la tenía, después de los sustos que tuvimos en unos cuantos minutos. . .! Después de esos cinco elefantes sólo Dios sabe cuántos más habría por ahí.
Cruzamos el río rana al amanecer. , . Mientras hablábamos, todavía jadeantes, no dejabamos de estar muy alertas fijando la vista en la selva temerosos de más inesperados encuentros con los tembos. En eso oímos un ligero ruido que nos hizo poner en guardia: eran los dos huelleros que habían seguido nuestra pista. Ya todos reunidos tomamos por otro túnel, caminando en el mismo orden que habíamos empezado. Quien no haya cazado elefantes no podrá tener idea de su increíble caminar silencioso, aún en la jungla más cerrada. Increíble porque, no obstante su gran peso, volumen y tamaño, hacen menos ruido que un gato; aparecen y desaparecen como fantasmas, como si pisaran sobre una gruesa alfombra. Tal vez les ayude la facultad que tienen de contraer y dilatar la flexible planta de sus patas cuando caminan, pero ¿y su volumen?, ¿y su gran altura? Se explica por qué, cuando da uno con un elefante cuya huella ha seguido en la selva, primero se oye y después se ve. Cuando el experimentado cazador sabe que ya debe estar muy cerca de su ansiada presa, camina lentamente, con el mayor sigilo y cuidado se concentra y agudiza más el oído que la vista. Se detiene a ratos para escuchar, igual que se procede cuando se
143
ÁFRICA - 1955 busca un bongo en su echadero; se respira con la boca abierta para evitar el ruido que el aire produce al pasar por las fosas nasales, y además porque cuando se respira por la nariz, se entorpece un poco el oído. El ruido que oirá el cazador no será precisamente el de los pasos de la bestia, sino el de los intestinos, producido por el proceso de la digestión, o bien por el de una rama de árbol que quiebra para comerse las puntas tiernas o también el ruido que hace al caer el estiércol cuando está defecando. A poco andar, el huellero que iba adelante regresó corriendo, a tiempo que oíamos el ruido de la carrera de un animal. Era un búfalo. Eso dedujimos por el golpe firme y seco de las pezuñas, pues nada vimos. Más tarde, dimos con un arroyo seco. Tal vez un brazo del mismo río Tana. Tenía unos 30 metros de ancho, limitado en ambos lados por bancos de metro y medio de alto. En medio del arroyo había un charco, y en el charco, tres grandes elefantes; unos bebían agua mientras otros se bañaban sirviéndose de la trompa como una ducha. Calculamos que dos de ellos tenían colmillos de más de 80 libras por lado y el tercero bien podía pasar de las 100. Estábamos en el borde del arroyo, a 100 metros de distancia, disponiéndonos a estudiar la forma de cómo acercarme para liquidar al mejor, pero resultó que la dirección del viento era desfavorable; tendríamos que cruzar el arroyo para disparar desde el otro lado, pero precisamente por ahí habían llegado, y era probable que me topara con otros que vinieran en camino a reunirse con sus camaradas. Decidimos esperar a que cambiara de dirección el viento o a que los elefantes cruzaran el arroyo en dirección nuestra. Bien pensado, porque al poco rato llegaron por el mismo lado otros dos paquidermos y minutos después tres invitados más: ¡8 en total!, ¡Y el más pobre con colmillos de más de 80 libras por lado! ¡Qué hermosura! Aquello parecía un concurso. ¡Más de 1 300 libras de blanco marfil en 16 colmillos! Espectáculo inolvidable; jugaban, se bañaban, bebían y se revolcaban cubriendo de lodo sus enormes cuerpos cenizos. Pensé en los 7 tediosos días que había batallado el año anterior en Lein, para cobrar un humilde tembo, con colmillos de 66 y 64 libras. Seleccioné el mejor, un machote oscuro, gigantesco, maduro, sin ser viejo, con un par de largos, simétricos y blancos colmillos. Pero el problema del viento seguía. —Mira .. , ya empiezan a moverse caminando hacia este lado —dijo Bill. Tres se desprendieron del grupo, y entre ellos el seleccionado. Nos metimos un poco a la selva dando un medio círculo para arrimarnos y esperamos tras de un árbol caído, que hasta de mampuesto me serviría. Mi elefante, como un suicida, fue el primero en llegar, y como si obede-
ciera una orden del destino se paró a 30 metros de mí, en un clarito que lo hacía lucir de cuerpo entero, atravesado, quieto, como en pose para un retrato. Ya estaba ansioso y me disponía a disparar apuntando al cerebro cuando, en bajísima voz me dijo Bill: —Espera, primero me asomaré para ver si al arroyo ha llegado otro mejor. Se deslizó por mi derecha y a poco regresó. No, no había otro mejor; pero, mientras tanto, el que tenía yo enfrente, a tiro regalado, fácil, se cansó de esperar y se alejó internándose en la selva. Mostré mi disgusto a Bill. Ahora tendríamos que buscar un nuevo rastro o seguir el de ese elefante que del grupo sería el único que pasaría de las 100 libras cada colmillo. Optamos por lo primero internándonos otra vez en la espesura, por el laberinto de los túneles vivientes, frondosos, verdes. Mientras caminábamos, iba cavilando y renegando contra Bill: primero, allá en Tangañica, habíamos desperdiciado los dos elefantes de verdes y largos colmillos de 70 libras, para después tener que conformarme con uno que apenas llegó a las 66, y de remate, con un colmillo mocho. ¡Y ahora desperdiciamos la bella oportunidad con uno que tal vez pasaría de las 100 libras! Me sentía realmente molesto. Quizá ya no se presentara otra oportunidad y, de ribete, el calor se dejaba sentir ya muy fuerte en aquel aire sofocante de los túneles. Era un calor húmedo y pesado, parecido al que siente cuando se interna uno en las marismas de la costa de Nayarit, o en las junglas de la Huasteca veracruzana en los meses de verano. “¿Por qué me pasará esto a mí? —pensaba—. ¿Por qué le hice caso a este flaco desgraciado que mejor hubiera hecho en quedarse con sus canguros allá en Australia?” Un pissst. . . , de Matengue, que encabezaba la fila india me sacó de mis cavilaciones; pero no señalaba un elefante que fue lo primero que imaginé y busqué inmediatamente con ávida vista, no, lo que señalaba era un enorme reptil pitón que cruzaba el túnel. Un ¡híjole!, muy feo, con mezcla de imprecación y miedo, se me escapó de la boca. Miedo por la sorpresa, pues bien sé que esos constrictores no son venenosos y por regla general no atacan al hombre. El pitón era gruesísimo, no pude apreciar el largo porque sólo vi parte, pero algunos de estos reptiles suelen medir hasta 10 metros. Seguimos caminando durante una hora; luego volvimos a ver tres elefantes más, pero ninguno con colmillos de más de 90 libras. Las huellas del que pretendíamos seguir se habían confundido con otras mil y no lo volvimos a ver. Eran las 12, lIevávamos 7 horas de andar, pasando mil sustos, con un calor ya intenso, pegajoso, sofocante;
144
ÁFRICA - 1955 estaba rasguñado, me sentía cansado y hambriento; el peso del rifle se había quintuplicado; los pies, cubiertos con gruesos calcetines de nylon y botas de 9 pulgadas, los sentía como si estuvieran dentro de un horno. Así llegamos a un gran claro, con pastos y árboles quemados, en donde encontramos a un nativo que cargaba un gran racimo de plátanos. Me fui sobre los plátanos, mientras Bill hablaba con el negro. Seguimos caminando en compañía de aquel individuo hasta llegar a un pequeño arroyito de agua muy fresca y cristalina. Ya era hora de tomar un descanso. ¡Qué sabrosura sentí al hundir mis vaporizantes pies descalzos en aquella agua bendita! Refresqué mi cuerpo y más de 4 plátanos cayeron en mi resentido estómago, más vacío que el de un perro de gitano pobre. —Oye, Bill, ¿no crees que por hoy ya hemos pasado bastantes sobresaltos y caminado mucho? ¿No será mejor
regresar al campamento y volver mañana? —Mira —me replicó— hasta hoy nos está permitido cazar en estos lugares, mañana ya no, porque se declarará ésta como zona de reserva. Además, este negro me dice que por aquí anda un elefante, con unos colmillos tan grandes y gruesos que a la hora de la siesta tiene que apoyarlos sobre un brazo de árbol para descansar. También dice que su huella es inconfundible por lo grande y porque arrastra la pata delantera derecha; él nos mostrará la huella, así es que si quieres tu tembo debemos seguir. Con tales argumentos, que levantarían del sepulcro a cualquier cazador de elefantes, por toda contestación procedí a vestirme y calzar mis magullados y pobres pies. Ahora caminábamos sobre las cenizas de un monte quemado. A las 12.30 encontramos la huella que nos mostró el nativo. Efectivamente, era muy grande, la planta de Elefante saliendo de tomar agua en un pantano.
145
ÁFRICA - 1955 la pata delantera midió 54 centímetros de extremo a extremo, y se veía claramente que una de ellas la arrastraba al caminar. Seguimos la huella saliendo del monte quemado para volver a entrar a la verde selva. Después de una hora sudaba a mares, un hilillo goteaba por mi nariz continuamente. Calor saturado. Sólo sentía un ligero alivio con un traguito de agua caliente que de vez en vez tomaba de la cantimplora. Al fin descubrimos un excremento fresquísimo; el animal no podía estar lejos. Sería cosa de algunos minutos para alcanzarlo. Era la hora de la siesta y seguramente estaba ya en su “Petit Trianon” selvático. Aquella pata que arrastraba hacía inconfundible la huella. Se me quitó la sed y el cansancio. Súbitamente todo mi cuerpo se sacudió; se agudizaron la vista y el oído; los nervios, tensos; concentración y rapidez de pensamiento, inquietud, ansia y temor; temor de perder la presa. Mi mano derecha apretó mi rifle cuate y una ligera corriente eléctrica me invadió. Conocía que en selva tan cerrada tendría que tirar a cortísima distancia. Revisé las miras y la carga del rifle. En estos casos el cazador debe ser cauto y aplicar todos sus conocimientos y experiencia. Sabíamos que probablemente a la hora de la siesta —de las 12 a las 4 de la tarde—, encontraríamos al tembo en lo más intrincado de la selva. Caminamos tan silenciosamente como unos gatos, deteniéndonos con frecuencia para escuchar cualquier ruido del animal, como el pajuelazo que producen sus gigantescas orejas cuando se abanica, el sonido de las defecaciones al caer o el fuerte ruido de los intestinos en su constante labor de alquimia para digerir los 200 kilos de hierbas que se come al día, o bien, el fuerte ruido, como una detonación cuando quiebra una rama de árbol. Primero oír y después ver. Estos son los principios básicos en selva muy tupida. De otra suerte, si cualquier ruido extraño o el viento impregnado del sudor del cazador llega a estas fantásticas bestias, las pone alerta, y entonces dos cosas pueden ocurrir: que la bestia huya precipitadamente, o que el cazador reciba la tremenda sorpresa de un encuentro tan cercano, que verá las patas del tembo como columnas de un templo. Pero ahí estaban nuestros buenos huelleros que siempre van descalzos y mi cazador blanco con más experiencia que yo. Recordé cómo estos negritos cazaban elefantes en el siglo pasado. Su técnica, por demás primitiva pero ingeniosa, era la siguiente: un experimentado, sereno y frío cazador se armaba de un hacha de hoja grande y bien afilada, fabricada para tal propósito. A la hora en que el elefante disfrutaba de su siesta, el hombre llegaba sigilosamente por detrás, y con toda su fuerza dirigía un tremendo hachazo a una de las patas traseras, a unos 30 centímetros del suelo, lesionando el “tendón de Aquiles”. Si
el hachazo llegaba al tendón, el pobre animal se quedaba inmóvil, sin ánimos para luchar. Una vez incapacitada la bestia, el cazador la remataba a lanzazos. Por otra parte, si el hachazo no era guiado con tino o con suficiente fuerza para lesionar el tendón e incapacitar al elefante, aquél recibía tal sorpresa, que lleno de terror salía disparado, sin detenerse a investigar lo ocurrido. Tal vez el elefante, por su gran peso y tamaño, es el único cuadrúpedo que no puede caminar en tres patas; por ello se explica lo referido. Ordenamos el acecho con todo cuidado. El viento era favorable, y al poco andar oímos el estallido de una rama. Debía ser cerca porque se oyó como balazo, pero no vimos nada. Sólo la punta de un árbol se movía. Nos detuvimos. Bill ordenó a Matengue que subiera a lo más alto de un árbol, para localizar al elefante. El negro se subió con la rapidez de una ardilla y, desde lo alto, con cara sonriente y mostrando sus blancos dientes, nos hizo una seña con las manos. ¡Había no uno sino 4 elefantes! Se bajó Matengue y subió Bill al árbol, luego seguí yo. Todos estuvimos de acuerdo en que entre los 4 paquidermos estaba el renco que habíamos huellado y, efectivamente, tenía un par de magníficos colmillos. Se me hizo “agua la boca”, sentí que hormigueaban las manos, ¡al fin había llegado tan deseado momento! Pero ahora se presentaba un problema:. los 4 elefantes estaban en un claro de la selva que mediría unos 22 metros de diámetro, limitado por un muy denso follaje, árboles chicos y grandes, breña y espinos. En medio del claro había un grande y frondoso árbol, bajo el cual estaban los 4 gigantes. El mío se encontraba en el centro, al lado derecho del árbol, con la cabeza en nuestra dirección; el segundo estaba a la izquierda dándonos la espalda; el tercero a la derecha y el cuarto adelante del mío. Los dos últimos también veían hacia nosotros. El viento corría cruzado; de derecha a izquierda, de manera que el único lugar por donde podríamos arrimarnos y poder ver era por el lado izquierdo, haciendo un rodeo, porque por el lado derecho nos denunciaría el viento antes de llegar, y por el frente nos estorbaba un elefante. Optamos por lo primero. Debíamos ir con cuidado porque había mucha hojarasca. Nos quitamos las botas para hacer menos ruido, y dejamos a uno de los huelleros trepado en el árbol para que siguiera observando. Empezamos a caminar, agachándonos y, a veces, arrastrándonos al pasar algún trecho bajo y difícil. Cansado y sudando a chorros seguía yo, detrás de Bill, oyendo de vez en cuando los gruñidos intestinales de las bestias. Probamos constantemente la dirección del viento. Con frecuencia secaba en el pantalón el sudor de la mano derecha. Apreté el rifle con el que tanto me he encariñado; lo sentí y acaricié con
146
ÁFRICA - 1955
En un claro de la selva se encontraban os cuatro elefantes ... la mirada, como a una cosa viviente que muy pronto, con su vibrante voz de trueno, diría la última palabra, que sería la sentencia de muerte en aquella emocionante aventura. Calculando qué ya deberíamos estar en la dirección correcta, nos aproximamos al claro y pronto vimos en la espesura un manchón, una sombra grande que no podía ser otra cosa que un elefante. Con la boca seca, la tensión natural y concentrados mis sentidos en lo que tenía enfrente, seguimos caminando a gatas, hasta ponernos a 15 metros. Entonces pudimos darnos cuenta que el elefante que teníamos a la vista no era el seleccionado, era el que habíamos visto a la izquierda. Probablemente nos había sentido, porque había cambiado de posición. Ahora tenía la mirada fija en nuestra dirección. Entonces empezó a levantar la trompa para detectarnos, y echando las orejas hacia adelante dio un paso al frente. Al instante corrimos lo más silenciosamente que pudimos, volviendo a nuestra primera posición. El paquidermo no nos siguió. Al llegar, el negro que permaneció en lo alto del árbol, nos dijo a señas
que ahí seguían los 4 elefantes. ¿Qué hacer? Resolvimos esperar a ver si mi tembo cambiaba de posición. Así transcurrió una larguísima hora. Ya eran las 3 de la tarde y seguramente a las 4 terminarían su siesta y empezarían a vagar sin rumbo. Entonces sería más difícil acechar mi elefante entre sus tres compañeros. Afortunadamente, en ese momento se durmió el ángel guardián de mi tembo, y éste se movió al lado izquierdo. Así nos lo comunicó Matengué desde lo alto del árbol, con una sonrisa en los labios. Inmediatamente nos pusimos en movimiento, otra vez por el camino ya conocido, más seguros del lugar por donde debíamos arrimarnos. Infinitas precauciones tomamos hasta llegar a 25 metros. Desde ahí pude ver a mi codiciada presa. Estaba de frente. Nos adelantamos 5 metros más para localizar la posición de los otros 3. 2 nos daban la espalda y el otro estaba también frente a nosotros. El follaje no me permitía ver bien a mi víctima. Me adelanté y Bill se quedó atrás de mí. Estaba yo a 15 metros .. ‘ “Un poco más —pensé—, esta rama estor-
147
ÁFRICA - 1955 ba la línea de un tiro al cerebro y es preciso que este gigante caiga de un solo tiro, como cayó aquel otro del colmillo mocho”. Pensaba también en lo que harían los otros tres. La situación me pareció evidentemente peligrosa. Si en el momento de la detonación, en su aturdimiento, venían en mi dirección esas 25 toneladas de energía salvaje, sería muy dudoso que lograra salvar el pellejo. Finalmente, me detuve cuando estaba a 12 metros. El rey de la selva estaba, como un filósofo o como un yogi en meditación, con la cabeza agachada y la trompa colgando. A esa distancia veía las patas inmensas, como dos chimeneas de una fábrica. Me olvidé de todo, sólo pensé en el tiro al cerebro. También me olvidé del miedo. Puse rodilla en tierra, encaré mi rifle y empecé a apuntar. Tomando en consideración lo grande y cerca que estaba el animal, debía trazar una línea imaginaria de ojo a ojo, y exactamente en el centro, 3 pulgadas abajo de esa línea, colocaría mi tiro. Si erraba al cerebro no tendría tiempo de un segundo disparo, y tendría un animal herido en terreno extremadamente difícil para rastrearlo. Me encomendé a mi buena estrella y a San Benito de Palermo, que fue tan afortunado, y oprimí suavemente el llamador de mi rifle. El gigantesco paquidermo dio un paso adelante y, al intentar dar el segundo, cayó de rodillas estirando la trompa como si quisiera detectar o alcanzar a su enemigo antes de morir. Mi tiro fue certero. Apenas me di cuenta de cómo, afortunadamente, huyeron los otros tres elefantes. ¡Bendita suerte! —¡Te estás volviendo un experto! —exclamó Bill entusiasmado. Me sentí halagado con el elogio, pues en ese safari ya tenía en mi haber dos elefantes cobrados de un tiro, en posiciones diferentes cada uno. Es realmente excitante, emocionante, ver caer como una liebre a uno de estos gigantescos reyes de la selva. Tal vez la misma y emocionante sorpresa sintió el bíblico David cuando vio que se derrumbaba Goliat al recibir en la frente el impacto de una piedra arrojada por su honda. Los colmillos pesaron 100 libras el derecho y 102 el izquierdo. Muy buenos, pero lo más importante fue el trabajo, la técnica y la experiencia aplicados en la persecución de este tercer elefante que cacé en mi segundo safari africano. Matengue se dirigió corriendo al campamento, para informar a Fer y que éste viniera a ver mi trofeo de caza antes de quitarle los colmillos y también para tomar las fotografías de rigor. Fer llegó a las 5 p.m., con luz apenas regular para tomar las fotos. Así transcurrió aquel día, uno de los más inolvidables en mis safaris; 13 horas de grandes sustos, emociones, carreras y fatigas.
Campamento en Kilundi Cae un órix de un tiro a 470 metros En mi licencia faltaba este bello antílope cuya cabeza está adornada por dos largos, rectilíneos y puntiagudos cuernos, como dos floretes. Era el trofeo que buscábamos; ese día, por la tarde, en una llanura muy abierta, descubrimos con los binoculares, a gran distancia, un grupo de 5 animales. Nos aproximamos hasta 1 000 metros y examinamos el terreno para planear el acecho, que por cierto se presentaba muy difícil. A la mitad de la distancia, es decir, a 500 metros, había un baobab —árbol muy corpulento—, y nada más. Todo el resto de la planicie estaba pelona, con pastos de mediana altura. Además, a nuestra izquierda, a 400 metros de nosotros y 600 de los órix, había un eland hembra, a la orilla de un charco de agua. —Bueno —me dijo Bill—, ahora ya tienes alguna experiencia, a ver cómo cazas sin mi ayuda a uno de esos caballeros . . . Te apuesto 10 dólares a que no lo logras. —Hecho, van los diez dólares —fue mi contestación. Me fui por el lado izquierdo. Sabía que era probable que el eland se asustara, y si éste corría a reunirse con los órix, adiós mis 10 dólares; pero correría el riesgo. Cuando llegué a 50 metros del charco, el animal estaba descuidadamente tomando agua, y al acercarme a 30 metros, levantó la cabeza llevándose un gran susto al verme. Quizá eso me ayudó. La sorpresa no le dio tiempo más que para correr, afortunadamente en dirección opuesta a los órix. Seguí caminando cubriéndome siempre con el grueso baobab hasta que llegué a él. Observé con los prismáticos, y los animales no se habían movido, pero no podría avanzar más sin ser descubierto. Calculé la distancia entre 450 a 500 metros y decidí tirar desde donde estaba. Esperé a que se normalizara totalmente mi respiración, busqué una saliente del árbol donde apoyar el rifle y adapté a seis poderes el telescopio de mi .30-06, cuya retícula estaba alineada para tiro a 200 metros con una bala de 150 granos. El viento era cruzado, pero moderado. Empecé a apuntar al animal que me pareció el mejor, coloqué la mira por encima del lomo un tanto igual que la anchura del cuerpo del animal; contuve la respiración y oprimí con toda suavidad el llamador. Con la detonación, corrió el grupo de antílopes. Segundos después oí cómo se acercaba el jeep desde donde había estado observando Bill, con los binoculares, mi actuación. “¡Vengan mis 10 dólares! —dijo extendiendo la mano—, ¡no le pegaste!” Pero Kasimwita, ese formidable huellero con mirada de halcón, me dijo gritando y haciendo ademanes que fuéramos a ver el lugar donde habían estado los órix. Nos subimos al carro y llegando al
148
テ:RICA - 1955
Nuevo traslado de campamento con todo el personal del safari.
Fernando con el segundo elefante abatido por el autor.
149
ÁFRICA - 1955 necesario acompañarnos. Nos escurrimos por el breñal para que no nos vieran esos matreros animales hasta llegar al borde del río, por la parte más cercana. Las cebras estaban a 200 metros, de modo que si nuestro primer tiro no era de efecto inmediato, tendríamos tiempo de hacer hasta tres disparos antes de que se internaran en la breña. Fer escogió la de la izquierda, y yo la otra. Disparamos simultáneamente y nuestros tiros dieron en el blanco; pero ninguna cayó, Volvimos a disparar cuando huían, y Fer tumbó la suya, mientras que la mía necesitó de un tercer tiro, cuando ya estaba a punto de llegar al otro lado del río. Esas fueron las dos últimas piezas que cobramos en el safari; pero faltaba la despedida, que fue maravillosa. Después de un buen baño de agua caliente, nos fuimos en pijama a disfrutar de la imprescindible fogata y de la plática bebiendo un buen jaibol. Bill que es abstemio, se tomó un refresco y Fer, otro. Después de un rato, oímos la voz de nuestro cocinero Matteka: —Chakula.a.a.a Tayari . . . —La cena está lista—nos gritó en swahili. La cena fue exquisita, principalmente unos filetes de impala empanizados, adornados con col y papas fritas. Estábamos a media cena cuando llegó Masira, nuestro mesero, siempre limpio y ataviado como un turco, con un blanco camisón sujetado a la cintura por un ancho cinturón de una tela verde y un fez también verde. Le dijo unas palabras a Bill, de las cuales sólo entendí una: simba —león—. Bill “pelaba los ojos” mientras escuchaba, y yo, intrigado, pregunté: —¿Qué dice éste? —Pues, .. ¡que allá está un león en la cocina! —¿Qué? —exclamé saltando de mi silla. Bill repitió la frase y también se levantó. Había visto tan calmado a Masira, como si en lugar de un león hubiese recibido la visita de una de sus cinco mujeres. Rifle en mano, nos dirigimos a la cocina, si así se le puede llamar a un montón de cajones, mesas improvisadas con varas y muchos trastos. Dicha cocina estaba instalada bajo un grande y frondoso árbol, a 20 metros de la tienda-comedor. Naturalmente que no encontramos al simba, pero quise cerciorarme del cuento y busqué las huellas. Efectivamente, allí estaban claras y bien marcadas.El león había tenido la osadía de llegar hasta la cocina y en los bigotes de toda nuestra servidumbre, llevarse una pierna del impala que había matado Fer. Todos reían a mandíbula batiente, mientras nosotros escudriñábamos las tinieblas con las lámparas de mano. El chiste no paró ahí, porque más entrada la noche regresó el león con toda su familia, a brindarnos una in-
En un llano se encontraban 5 órix ...
lugar, cada quién por su lado buscó algún rastro de sangre que me devolviera mis 10 dólares. Otra vez Kasimwita, sonriente y gustoso gritaba en su idioma swahili: ¡¡Hapa ... , hapa, amekwisha kufa!! —¡iAquí, .. , aquí está muerto!! Corrí a su encuentro y vi al negrito inclinado sobre el órix. El tiro dio en el cuello matando al animal instantáneamente. Yo, sinceramente, había apuntado muy alto, a los hombros. Tal vez el viento cruzado desvió la bala y fue a alojarse en el lugar indicado. Después, medimos la distancia desde donde disparé; era de 469 metros. Lo curioso fue que Bill no viera con los binoculares la caída del antílope. Por mi parte, creo quedar disculpado de tampoco haberlo visto debido a la percusión del disparo, pues cuando se usa telescopio, momentáneamente se pierde de vista el objetivo. De cualquier modo, fue uno de esos tiros que llenan de satisfacción; me llevé, además, un buen trofeo y 10 dólares de ribete.
Un león en la cocina Serenata de leones Estamos otra vez en nuestro ya conocido campamento de Selengai. La brevedad de tiempo en que cobré el elefante, para el cual tenía destinados 15 días, nos dejaba un margen de seis días sin nada más que cazar que dos cebras y un impala, para cumplir con nuestras licencias. El primer día, por la mañana, Fer liquidó sin dificultad un bonito impala de simétricos cuernos. Por la tarde, encontramos dos cebras solas en el centro de un río seco; Fer y yo nos bajamos del vehículo e iniciamos el acecho. Esta vez nos fuimos sin Bill ni huellero. Nuestro cazador blanco ya nos tenía confianza y no creyó
150
テ:RICA - 1955
Las テコltimas dos piezas cobradas por Fernando en el safari fueron una cebra y un bonito impala.
151
ÁFRICA - 1955
olvidable serenata que empezó con un coro en do mayor. Como a las 11 de la noche me despertó el primer rugido, que me pareció venir de una distancia muy cerca por lo fuerte y sonoro; luego oí otro y otro más y de inmediato, con breves lapsos, siguió toda la familia real. —Fer ... ¿los oyes? —Sí, pap, parece que los tenemos muy cerca. La serenata siguió en todo su apogeo. No podíamos precisar si eran tres, cuatro o más simbas, pero los rugidos se oían retumbar imponentes, sonoros, terribles, ensordecedores como truenos de tempestad; parecía que hasta se cimbraba la tierra. Impresionante, pero para mí tan agradable como una canción de cuna. Ningún cuadrúpedo emite un sonido más trepidante y terrífico. El resto del reino animal había callado; las aves canoras, el chacal, la hiena, los ladridos de las cebras, los gruñidos de los rinocerontes que pelean, el pájaro ametralladora, el pájaro reloj. Todo, todo callaba, como si aquellos rugidos significaran un “toque de queda”. Quisiera poder describir con palabras aquella sinfonía brutal: primero se elevaba y se elevaba . . . para después caer y caer, y finalmente apagarse en una especie de lamento de un ser que se arrastra jadeante y exhausto. Dos horas duró la serenata. Tuvimos tiempo de sobra para contar las emisiones entrecortadas de cada rugido. Primero son dos rugidos suaves y le siguen tres muy sonoros, los más hermosos, para acabar con otros 20 que más que rugidos son como fuertes gruñidos mezclados de una tos que va decreciendo hasta apagarse en una tos asmática y cascada. Veinticinco emisiones o sonidos, en total, componen un rugido del león adulto. Hubo un momento en que se acercaron tanto a nuestra tienda, que salté de mi cama, tomé una lámpara de baterías y salí a verlos. Cuando me di cuenta ya estaba Fer a mi lado con el rifle de gran poder en sus manos. Los bus-
camos y pudimos ver un macho a 40 metros, precioso, sus ojos se veían como de fuego, entre verde-azul y oro incandescente, más bellos que los de Elizabeth Taylor cuando tenía 20 años. Se pusieron de acuerdo y fueron perdiéndose en las sombras de la noche. ¡ Noche oscura, noche inolvidable, noche africana en toda su majestuosidad! Ya en la cama, con la cabeza en la almohada, pensaba en que seguramente existe entre los animales un lenguaje, aunque tal vez más limitado que el de los bosquimanos de África u otras tribus aborígenes como las de Australia. Si se les observa con atención, nos damos cuenta de que son más inteligentes de lo que suponemos, pero quizás su instinto sea más fuerte que su inteligencia, pues carecen de la reflexión, don exclusivo del género humano. Los animales no sienten ni conocen el miedo.Huyen del hombre por instinto. El humor del hombre percibido por su sensible olfato es como una cosa extraña en su medio ambiente, y su instinto los pone alerta contra una posible amenaza desconocida. No puede ser miedo, porque sencillamente no tienen conocimiento de la muerte. Huyen del peligro por instinto y siempre están alerta, Sienten el dolor de una herida causada por arma, o por un mordisco o cornada; pero no saben que van a morir. El toro de lidia, tal vez la bestia más brava, manifiesta en el redondel su agresividad contra el picador, el capote o el hombre, embistiendo al primer torero que se le para enfrente, sin hacer caso del estoque que ha de clavarse en su corazón; el rinoceronte que lucha a muerte contra sus semejantes; el borrego salvaje de las montañas que sintiéndose acosado, acorralado por el cazador, se arroja desde el borde del alto reliz para estrellarse en el fondo; el leming, o rata del Ártico, que colectivamente emigra de la tundra para lanzarse al mar en busca de algo desconocido y acaba muriendo ahogado, Todos estos y muchos otros acontecimientos ex-
152
ÁFRICA - 1955 traños al hombre me hacían pensar en que los animales no tienen conocimiento de la muerte y, por lo tanto, tampoco se suicidan y menos aún en masa. Tal vez así sea. Pero luego se dan unos casos como el de los elefantes viejos o enfermos que parece supieran que sus días están contados, alejándose de la manada se aíslan, no quieren testigos en su dolor, cual corresponde a su noble estirpe de señores patriarcas y amos de la selva y mueren en la soledad, a la orilla de un río. Un tigre de Bengala herido puede vivir 15 días sin comer, pero no sin beber agua, entonces el cazador lo encontrará, con toda probabilidad, cerca de algún aguaje. El tigre buscará el agua para calmar su fiebre y refrescar sus heridas como procedería cualquier ser humano. ¿Sabe que puede sobrevivir o morir? El león africano, ese otro noble de la jungla, también muere solitario, y muchas veces, cuando ya está viejo, sin dientes ni agilidad para la caza, acaba sus días en las fauces de las insaciables hienas, que ya no le temen ni respetan porque saben que está incapacitado para defenderse, Triste fin de animal tan magnífico y noble. Pero así es la ley de la supervivencia en la selva. ¿Ha pensado alguna vez el lector en el prodigioso, el maravilloso sentido de orientación de los animales? Hasta ahora sigue siendo un misterio, sólo existen teorías, pero que ningún ornitólogo o zoólogo ha podido descifrar. El cocodrilo nace en su nido de arena cerca del río, cuando rompe su cascarón, mide poco menos de 15 centímetros, e inmediatamente se dirige al agua sin ayuda ni dirección de sus padres; siempre, invariablemente, dirige sus pasos hacia el agua, nunca en sentido contrario, pues significaría su muerte, a pesar de que al nacer queda pegado en su vientre un pedazo de cascarón con suficiente alimento
para tres días, término en el cual ya estará capacitado para buscar alimento por sí solo. Cuando se seca un río, estos reptiles emigran en masa cruzando valles y montes en línea recta, sin titubear ni detenerse ante ningún obstáculo, hasta llegar a otro río, charco o lago, meta que muchas veces estará a muchos kilómetros de distancia del punto de partida. ¿Cómo saben dónde encontrar el agua? ¿Acaso es su instinto omnisciente que los guía? Las grandes migraciones del caribú en las regiones subárticas es otra maravilla: año con año hacen un recorrido de miles de kilómetros para llegar a su “casa de campo”, donde encontrarán buenos pastos y benigno clima. Los cuadrúpedos al fin y al cabo están en tierra firme, pero ¿y las migraciones de las aves? La golondrina, el chorlito, el ganso, los patos y otras muchas aves migratorias. Algunas de éstas emprenden año tras año una larga travesía de miles y miles de kilómetros cruzando océanos y continentes sin descanso; volarán sin perderse, lo mismo de día que de noche, como la golondrina, que todos los años vuela de polo a polo, más de 35 mil kilómetros de travesía. Cuando se trata de cruzar los mares, es cosa fácil orientarse por la luz o la dirección del sol, pero ya sea de día o de noche, cuando abajo todo es oscuridad en un mar tempestuoso y arriba cúmulos de borrascosas nubes cubren el cielo, ¿cómo pueden orientarse? Es interesante, ¿verdad? Para terminar este capítulo diré que con vivir tan sólo unos meses en el corazón de la selva, habría material suficiente para llenar las páginas de una obra) sobre el tema; pero no es ese el objeto de este libro. Sólo a grandes rasgos he intentado, querido lector, sentar aquí un ligerísimo bosquejo de los grandes misterios y maravillas que la pró-
Nuestro cocinero Mateka, siempre listo para preparar unos buenos filetes de impala.
153
ÁFRICA - 1955
El autor en Amboseli. Al fondo el majestuoso Kílimanjaro.
diga naturaleza brinda a los sentidos de aquéllos que la buscan y saben amarla.
ría en la India. ¡Ah!. . . pero esta vez se trataba de abatir al félido más grande, más astuto; más hermoso y más temido de la fauna mundial; el Tigre Real de Bengala. Para entonces ya me había documentado leyendo los libros del famoso cazador Jim Corbett, empezando por el primero de ellos. Las fieras cebadas de Kumaon, que me había dejado profunda impresión. Además, también había
Amboseli Nuestro safari había terminado. Empacamos nuestros rifles y partimos hacia Amboseli, primoroso Parque Nacional que actualmente ha cobrado mucha fama turísticamente. Allí pasamos tres días descansando y filmando un poco. Así dimos término a mi segundo safari africano, pero ya desde nuestro último campamento estaba dando forma a mi primer shikar —cacería— en la India, hacia donde pensaba partir en diciembre del mismo año. Un adiós desde nuestro campamento, donde todas las tardes veíamos morir el sol que bañaba con multicolores matices las blancas cumbres del Kilimanjaro. TOTAL DE PIEZAS COBRADAS: Fernando
22
El autor
32
Recorrido en vehículo: 9 600 kilómetros Después dé mi segundo safari africano; en 1955,me sentí un poco más cazador, más “cuajado”. Comprendí que esté magnífico deporte de todos los tiempos, de todas las razas y universal, no me dejaría por muchos años, hasta que mis piernas y pulmones, debilitados por el tiempo y el esfuerzo; me obligaran a colgar, con tristeza, mis armas, Estaba entusiasmado. Todavía no abandonaba Nairobi, Kenya cuando tenía todo planeado para realizar una cace-
154
El autor con un cheeta cazado en Ă frica en 1954. Hoy la caza de este felino estĂĄ prohibida.
El autor con un buen addax que cazó en el Chad, África, en 1959.
El impresionante tamaño del oso Kodiak cobrado por Benito Albarrán en Alaska.
Guerreros Moran pertenecientes a la tribu masai en Kenya, interpretando una danza.
AcompaĂąado de Fernando contemplo uno de los primeros elefantes que abatĂ en Ă frica.
MagnĂfico gran kudu; el mejor de los 4 que abatimos Fenando y yo en Angola en 1960.
De un certero tiro de Fernando cayó este sable real en Angola. Sus cuernos entraron en la medida récord.
Los impalas están siempre presentes en la mayoría de los terrenos de caza africanos.
Esta es una de las 2 panteras que abati贸 el autor en la India durante su tercer shikar en 1962.
Con mi hijo Fernando y el soberbio oso polar cobrado en el Ă rtico en 1963.
Cazando en Kenya en 1964 encontré a estos dos hábiles cazadores furtivos llamados comúnmente “poachers”.
El león de Loita. Siempre recordaré al “melena negra” que tuve que dejar ir por haber abatido primero el ejemplar de la fotografía.
Una manada de los feroces perros salvajes africanos.
El autor con el mejor elefante abatido en Bostwana en 1965. Los colmillos pesaron 88 libras uno y 90 el otro. Debido a la escasez de agua, los elefantes llegaban en grandes cantidades a beber en los pequeĂąos charcos que todavĂa conservaban el preciado lĂquido. Botswana, 1965.
En las pantanosas aguas del rĂo Chobe en Bostwana cobrĂŠ este bonito sitatunga.
En las ilustraciones se aprecian los magnĂficos cuernos de un gemsbuck y de un sable real cazados por el autor en Botswana en 1965.
Gerardo fue el primer cazador mexicano que cobr贸 un argali en Mongolia.
La formidable cornamenta del mejor argali abatido en Mongolia en 1966 es mostrada por Fernando. La base de los cuernos midi贸 53 cent铆metros de circunferencia.
El autor con un argali del Medio Altai, Mongolia, 1968.
Fernando con un soberbio borrego cazado por ĂŠl en Mongolia. A su lado el camarada Chimd con cachucha y saco negro, indumentaria que los universitarios mongoles no se quitan ni en el desierto.
N贸tese la masividad de la cuerna de este estupendo argali que cac茅 en Mongolia en 1968.
DespuĂŠs de 54 dĂas de dura brega en las selvas de Zaire, Benito logra tumbar este bongo, especie considerada el trofeo No. 1 de la fauna africana.
El autor y sus hijos Benito y Fernando listos para buscar al bongo. Zaire, 1971.
Cecilia y yo admiramos el par de borregos uriales abatidos por Fernando en las montañas de Elburg, Irán, en 1973.
Fernando con un buen ejemplar de ibex asiático. Los Pamires, Afganistán, 1972.
El rinoceronte blanco es el paquidermo al que sólo el elefante supera en peso y tamaño. Este ejemplar cuyo peso se aproxima a las 2½ toneladas fue cazado por el autor en 1973 en Sudáfrica.
TambiĂŠn en SudĂĄfrica y durante la misma cacerĂa en 1973, Fernando logra este ejemplar de nyala.
Fernando caz贸 en Montana, E.E.U.U., en 1974, un estupendo elk de 14 puntas.
Nuevamente en Mongolia en 1975, ahora en el Gran Altai,felicito a mi hijo Gerardo por su ĂŠxito al cobrar este portentoso argali.
Bien puede sentirse Fernando orgulloso con este borrego Azul, trofeo que muy pocos cazadores han logrado y que él logró abatir después de una dura cacería en 1977 en Nepal.
En medio de la neblina, Fernando posa con esta magnífica cabra hispánica de la sierra de Gredas y que entró en la categoría de “medalla de plata”, España 1978.
Otro buen ejemplar de la fauna ibérica es este jabalí cazado también por Fernando en 1978 en España.
Siguen los éxitos de Fernando en España, este muflón entró en la categoría de “medalla de Oro”.
La fauna de alta montaña sigue siendo un reto para Fernando, que cobró este buen borrego Bighorn en 1978 en Canadá.
Continúan afirmándose los éxitos de Fernando como cazador internacional. Este ejemplar de tur Daghestan lo confirma. Ameritó “medalla de Plata” y fue abatido en las montañas del Cáucaso en la U.R.S.S. en 1979.
Con satisfacción pero no sin melancolía, contemplo estos dos trofeo logrados por Fernando en España en 1981, un gamo y un magnífico ciervo “medalla de Oro” que fue cazado con toda la mejor técnica venatoria .
4 India 1956
leído libros de otros grandes cazadores de la vieja guardia, de la buena época del Arte de la Montería, de la época dé la pólvora negra. Libros en los que aquellos cazadores relatan, sin’ exageraciones los peligros y las experiencias de sus numerosas cacerías en las exuberantes junglas de la India; época en la que, según estadísticas había más dé 100 000 tigres y el doble, de panteras. Hoy, totalmente vedada la caza, se calculan subsisten solamente poco más dé 1 000 tigres. Éramos tres los cazadores que desde la tierra azteca emprendíamos el largo viaje él día 1° de febrero de 1956, para iniciar nuestro shikar en las apretadas selvas de Madyha Pradesh, el estado más grande, situado en el
corazón de la India. Mientras yo me encontraba en África cazando con mi hijo Fernando, ya uno de mis compañeros había iniciado correspondencia y contratado los servicios del contratista y guía, coronel retirado, S. A. H. Granville, súbdito inglés, casado con una mujer hindú. En la escala que hicimos en París estaba nevando, y pesqué un catarro que no me dejó hasta días después de llegar a Bombay. En París abordamos un avión Constelation de la Air India, que haría escala en Beirut. Volábamos sobre Atenas cuando noté que uno de los motores del ala izquierda no funcionaba, lo habían “perfilado en bandera”. Seguimos adelante, volando a baja altura hasta llegar felizmente a Beirut, pero no podíamos continuar a Bombay; se nos comunicó que
183
INDIA - 1956 tendríamos que esperar otro avión, el cual llegaría en 30 horas. Al día siguiente, a las 7 de la mañana, abordamos el avión para seguir adelante; ya estábamos en la pista listos para despegar cuando me di cuenta de que taxeando, el avión volvía al lugar de estacionamiento; el capitán había notado que “algo” andaba mal en uno de los motores. ¡Otra vez a esperar! Ya me sentía nervioso y me daba mala espina el seguir volando en aviones Constelation; aunque sin consecuencias que lamentar, ya habíamos tenido dos contratiempos en el viaje y ahora se presentaba la posibilidad de un tercero. Pensaba en cambiar de línea, pero dos horas después nos volvieron a llamar para subir a bordo; partimos, y llegamos sin más novedad al día siguiente a Bombay. En estos momentos que escribo mis narraciones, pienso y lamento profundamente el drama, la violencia del hombre y las poderosas armas con las que está aniquilando, destrozando a Beirut, ciudad muy bella y de gran historial en épocas remotas. Durante mi corta estancia en Beirut, me fui a sentar en una banca de los jardines de la gran Universidad, para contemplar su belleza arquitectónica. A este centro de estudios concurrían estudiantes de 21 diferentes razas del mundo. A mi mente acudieron gloriosos hechos militares que en tiempos pasados afrontó el país, así como su fecunda aportación cultural al mundo. Cuando los fenicios la fundaron hace 5 000 años, Beirut llevó el nombre de Berito. Estratégicamente situada al borde del mar Mediterráneo y protegida su espalda por los bíblicos Montes Sagrados de los Cedros de Líbano, fue un punto importantísimo para los fenicios en su prodigiosa expansión en gran parte del mundo antiguo. Ese pequeño país del Líbano fue cuna de la escritura alfabética, con lo cual aportó los primeros fundamentos de la cultura mediterránea, que más tarde serviría de cimiento a la civilización europea, pues según la historia, Europa fue el nombre de la Princesa de Sidón, antigua capital de Fenicia (hoy Saida), ciudad marítima, de donde proviene el nombre del continente europeo. La primera Universidad del Líbano fue fundada en Beirut en el siglo Il de nuestra era; ahí se abrió la primera Escuela de Derecho y de ella surgieron Ulpiniano, Gallo y Papiniano, célebres jurisconsultos que partieron hacia Roma a impartir sus enseñanzas. Así, pues, fueron estos tres geniales maestros de Beirut los iniciadores de la Escuela de Leyes europea. Lo mismo que en los habitantes de todos los países del globo, por las venas de los libaneses corre una mezcla de sangre de muchas razas; pero antes de Mahoma, antes de iniciarse el Imperio Árabe, la población del Líbano era en su mayoría fenicia y aramea, o sea del mismo origen
que los árabes, aun cuando ya había sentido el yugo de los persas, los griegos, los romanos, los cruzados —en los siglos XII y XIII, después de los árabes—, a través de su larga historia. Actualmente, como dice Magib Dahdah, son “simplemente libaneses, así como los norteamericanos son simplemente norteamericanos”. Por la tarde me fui a caminar un poco por las calles de la ciudad, atiborradas de una mezcla de camellos y Mercedes Benz; en aquellos años casi todos los taxis eran de esa marca; los gritos del muezzin que desde lo alto del minarete de la mezquita llamaba a la oración, se confundía con el estridente sonar de los claxons. Hubiera deseado permanecer más tiempo en Beirut, pero. . . El día 21 de febrero de 1956 aterrizamos en el aeropuerto de Bombay, ya estábamos en la mística tierra de Buda, de Gandhi, de Rudyard Kipling y de Rabindranath Tagore, el luminoso cerebro, el Goethe de la India. Nota de mi Diario. Dos horas de papeleo para entregarme mi equipaje. Me hospedé en el hotel Taj Mahal. Mis primeras observaciones del pueblo son muy deprimentes: miseria extrema, mucho pordiosero inválido o tullido; todo sucio. Sigue el papeleo burocrático para obtener los permisos para usar mis armas; he firmado 20 formas diferentes. No he podido dormir bien, y el catarro que pesqué en Paris no me abandona. He hecho amistad con el doctor J. L. de Souza, descendiente de los portugueses que invadieron parte de este país en 1498. Este doctor resultó ser un buen cazador, tan bueno que es igual dé mentiroso que los cazadores de mi tierra; me dice que un Tigre de Bengala es capaz de cortar de un zarpazo un cable de alambre de una pulgada de grueso, por lo cual deduje que como ignorante y mentiroso “se voló la barda”. Mi primera compra fue una daga antigua y dos figurillas de madera tallada que representan a Monk, dios del Ayuno y la Meditación, un tipo desnudo y más esquelético de lo que fue el gran Gandhi, pero de expresión muy feliz. El día 28 abordamos un tren que nos llevaría, en 17 horas, a Jubbolpore (hoy Jabalpur), población del estado de Madhya Pradesh, donde nos esperaba Granville. En el trayecto observaba con curiosidad e interés los espesos montes, los trigales y los monos sagrados que en cada estación, invariablemente, se encontraban cascareando y recibiendo de los pasajeros frutas y golosinas; monitos muy mansos, graciosos y simpáticos, hijos del dios Hanuman, según la religión hindú. Siguieron más firmas. Al llegar a Jubbolpore nos presentamos de inmediato ante el jefe de policía. El hecho
184
INDIA - 1956
Encantadores de serpientes en la superpoblada India.
de portar armas de fuego obligaba a llenar unas formas “A”, sin las cuales nos exponíamos a cinco años de cárcel. Al día siguiente partimos en un jeep hacia nuestro primer campamento. Antes de entrar de lleno en materia de cacería, considero conveniente ambientar al lector, aunque sea muy someramente, en lo referente a religión, costumbres y puntos de vista de los hindúes respecto a la vida. De esta manera, tal vez encuentre un poco de más sabor en el contenido de este libro ya que, en mi opinión, la sabiduría y el encanto de viajar consiste no solamente en ver, sino en vivir, en sentir el ambiente del lugar. Así pues, haciendo una amal-
gama de lo que he leído y observado en mis viajes a ese misterioso y lejano país, volcaré en unas cuantas páginas algunos comentarios, procurando enredarme lo menos posible, pues el concepto de la vida y de la muerte de los hindúes es sumamente complejo. En esta mi primera cacería asiática, la población de la India sumaba 373 millones de habitantes; pero como cada año aumenta 15 millones, de seguir ese ritmo, para el año 2000 la población será de ¡ 1 000 millones de almas!, problema terrible para cualquier país del mundo y, sobre todo, para la miserable situación económica y educacional de la India donde el 30% de la población es campesina.
185
INDIA - 1956 Esa inmensa sobrepoblación ha sido la causa de que los tigres y las panteras se hayan vuelto las fieras más astutas, audaces y peligrosas. Los campos y selvas vírgenes que antaño fueran paraíso de cérvidos, fieras carniceras y demás especies de la fauna local, han sido y siguen siendo invadidos por el hombre y el arado que cultivan la tierra para producir alimentos y no morir de hambre. A causa de esta necesidad, lógicamente, la fauna se va acabando, se va extinguiendo. Otra de las causas de esta triste situación ha sido el abuso de la caza y, principalmente, el mercantilismo de tan bellas pieles. Sucede lo mismo que en África con las pieles de leopardo. Los pocos tigres y panteras que sobreviven, a falta de su presa natural, con increíble audacia se atreven a merodear hasta las mismas puertas de las aldeas atacando al ganado del campesino, y tal vez, en un futuro próximo, encontrarán que el hombre es una presa más fácil que un venado. Siempre ha habido fieras devoradoras de hombres; afortunadamente en la década de los setentas, Indira Gandhi, la entonces Premier del país, tuvo la feliz idea de vedar totalmente y por tiempo indefinido la caza de tan hermosa fiera como es el tigre Real de Bengala, y será probable evitar la extinción de especie tan importante.
dú y de su filosofía, toda vez que las religiones, al fin y al cabo, han sido el principio y origen de las culturas y civilizaciones del mundo. Quien viaje a la India con el exclusivo propósito de divertirse, pronto saldrá corriendo, a menos que sea un cazador de veras aficionado, tenaz y obstinado que va en busca del temido Tigre Real de Bengala. La India no debe considerarse como un país de recreo, turístico y cultural como lo son, por ejemplo, Francia, Italia, España, etc., donde se mezclan el frívolo placer físico con los propósitos culturales; más lo primero que lo segundo. En cambio, si se va a la India con propósitos espirituales y de estudio, se encontrará abundante material para permanecer ocupado durante años. En 1969 emprendí mi segunda cacería a la India. Viajaba de Bombay a Bangalore en un incómodo tren que en lugar de literas, tenía sólo unas anchas bancas de dura madera y una delgada colchoneta hecha rollo. En el mismo vagón viajaban dos distinguidos caballeros hindúes; uno de ellos trató de iniciar una conversación conmigo en la siguiente forma: —Señor: si no es una indiscreción, ¿quiere decirme de qué país procede usted? —De México, señor, a sus órdenes. —Y. . . ¿Cuál es el objeto de su viaje? —Pues ... cazar un tigre de Bengala —contesté sonriente, creyendo que mi propósito le parecería interesante y sugestivo.
Religión, filosofía y costumbres hindúes
Expondré primero algunos conceptos de la religión hin-
En la India la tremenda expansión de la población campesina, ha contribuido definitivamente a la extinción de gran parte de la fauna.
186
INDIA - 1956 —¡Ah!. . . Yo creí que su viaje obedecía a propósitos espirituales —replicó despectivamente. Ahí terminó la conversación y durante todo el viaje, que duró 14 largas horas, aquel individuo no volvió a dirigirme la palabra. Posiblemente él estaba persuadido de que alguno de sus antepasados —según los preceptos de su religión— pudiera haber reencarnado en un tigre y tal vez yo fuese el criminal que había viajado medio mundo para darle caza. Con esos pensamientos casi me sentía un presunto asesino y no dormí en toda la noche. Para algunos, el brahmanismo o hinduismo es un museo de creencias o una miscelánea ritual. Sin embargo, China y el Japón, el Tíbet y Tailandia, Burma y Ceilán, miran a la India como su hogar espiritual, puesto que fue cuna no sólo del hinduismo sino también del budismo. El hinduismo se conoce como la religión más antigua del mundo. El pensamiento y las experiencias espirituales surgieron hace más de 4 000 años. Actualmente tres son las religiones predominantes en el país, que en orden cronológico a continuación señalo: brahmaismo, budismo e islamismo. De las tres, sólo el islamismo ha sido importado; aunque Santo Tomás uso los cimientos de la cristiandad en la India, no es sino hasta años recientes cuando el cristianismo nestoriano —doctrina del Patriarca Nestorio, siglo V . C.— se va extendiendo por el sur del país. En la actualidad se estima que hay más de 6 millones de cristianos, incluyendo todas las derivaciones; dentro del hinduismo se venera a Cristo como la décima reencarnación del dios Vishnu y se predica el Sermón de la Montaña. En la parte norte del país ha tomado gran impulso el islamismo, consecuencia de la invasión musulmana y muy especialmente porque en esta religión no existe discriminación racial ni de castas —como ocurre en el hinduismo y el budismo—, por lo cual el paria y los intocables encuentran un consolador refugio espiritual.
Del hangul o ciervo de Kashmir, en 1974 quedaban solamente 150 ejemplares vivos.
ron la India y destruyeron hermosos templos y esculturas, los hindúes los aceptaron de buena gana como una secta más, y su profeta Mahoma figura entre los venerados hombres sagrados. Es tan compleja la religión hindú y muestra tal capacidad para absorber ideas adaptándolas y acondicionándolas, que en lugar de luchar contra el budismo, en el siglo VI a. de C. agregaron a Buda en su larga lista de dioses y aceptaron ciertos conceptos de su doctrina. A través de milenios, el hinduismo ha resistido a la influencia religiosa de innumerables razas que han invadido su territorio, empezando por los arios, luego los persas, a quienes el país debe su nombre, ya que penetraron por el Punjab, frontera noroeste por donde desciende el río Sindhu —el Indus— y llamaban hindú a la gente que habitaba al sur del río. Después han seguido las invasiones de macedonios, ingleses, portugueses, escitas, árabes, france-
Preceptos Los siete preceptos de la religión brahmánica son: 1. Pureza; 2. Dominio de sí mismo; 3. Separación —la materia del espíritu—; 4. Verdad; 5. No violencia; 6. Caridad, y 7. La más profunda compasión de toda criatura viviente. También existe la Trinidad —para ellos Trimurti—: Brahma, el creador, en el centro; Vishnu, el conservador y salvador, a su izquierda y Shiva, el destructor y renovador, a su derecha; además, el Panteón sagrado comprende la friolera de 30 millones de dioses, considerándolos como los infinitos aspectos de Brahm, el Espíritu Eterno. A pesar de que en el siglo XI los musulmanes invadie-
187
INDIA - 1956
El templo hindú de Kandariya Mahadeo, en el norte de Madyha Pradesh. ses, afganos, mongoles, etc. Sólo el Islam ha penetrado en forma sensible, aunque en la práctica he observado que el hinduista y el budista no quieren al musulmán, y viceversa. El hinduismo es muy difícil de definir como una religión con sus propios dogmas y credos. Yo me aventuraría a opinar que más bien parece una religión sincretista. El hinduismo está budaizado, y el budismo está brahmanizado. De por sí es una religión muy compleja, y si se agrega que en la India se hablan más de 800 lenguas y dialectos, y lo incomprensible de sus 3 000 subcastas, el lector o viajero podrá tener una idea del por qué considero a ese país el
más misterioso del mundo. El hinduismo se ha descrito como una forma de vivir que contiene múltiples sendas que conducen o guían al acercamiento hacia Dios; cada quien, de acuerdo con su nivel cultural, interpreta esa forma e vivir. En mi tercera cacería en la India en 1962, tuve conocimiento de la existencia de un templo de ratas sagradas, había 15 000 Y el pueblo practicaba un rito, que no precisamente aprendieron de los sagrados Libros Védicos, sino que surgió de mentes ignorantes y supersticiosas; pero lo curioso es que las autoridades lo permiten. Cosas de la
188
INDIA - 1956 India. El hecho lo detallaré más adelante. Sin embargo, el país progresa, sin perder su carácter ni dejar de ser un país de contrastes. Por una parte, tiene 80% de analfabetos; se utiliza todavía el arado egipcio; hay miseria, hambre, enfermedades; el estiércol es el principal combustible en la vida rural; el opio de su extrema ignorancia es el lastre del complicadísimo sistema de castas que encadena sus brazos. Sólo en la India he visto que los grupos de nómadas gitanos recorran el país a pie, descalzos y, algunas veces, en pequeñas y rústicas carretas tiradas por bueyes. Por otra parte, cuenta con 28 universidades, 800 colegios de enseñanza superior y muchos institutos de enseñanza técnica. También tiene centros de laboratorios de energía nuclear y una refinería de petróleo crudo. La industria se ha desarrollado a grandes pasos en sus 32 años de independencia, pero estimo que su problema número uno es y será, por largo tiempo, su inmensa natalidad. Dar casa, vestido y sustento a una población que cada año aumenta 15 millones es un gran problema para el gobierno de cualquier país del orbe. Volvamos a la religión. Para el religioso hindú, Dios es todo lo existente: el cosmos, el mundo, la humanidad, todo. La salvación consiste en desechar la ilusión del individualismo, del yo personal, del ego, llegando al convencimiento de que la humanidad y todo lo existente en el mundo es parte del Divino Unico. “Cuando llegamos a esa realidad —dice el ortodoxo brahmin— entonces nos acercamos a Brahma, perdiendo nuestros egos e individualismo, así como los ríos pierden su nombre y su forma cuando al final llegan al océano. Los infinitos dioses que emergen del Dios Unico son como el calor que emerge de la llama. El calor no es la llama y, sin embargo, proviene de ella; sin ella no puede existir.” Ramkrishna, gran reformador —1886— de la religión, proclamó que todas las religiones son verdaderas, constituyen simplemente diferentes caminos que llevan a un mismo punto. Estudiando diversas religiones a veces se pregunta uno hasta qué grado tendrá razón este filósofo y sabio hindú. De otra manera, cabría indicar que el obcecado o el fanático reflexionaran sobre el siguiente aforismo: “Las flores de mi jardín son sembradas por la mano de Dios, mientras que las hierbas del jardín de mi vecino fueron plantadas por el demonio y, por lo tanto, debemos destruirlas.” Padre Nuestro. Así empieza la plegaria que Cristo enseñó en el Sermón de la Montaña. ¿ Ha reflexionado algún católico en el profundo, sublime y tierno sentido de estas dos palabras? Que yo sepa, en ninguna otra religión se considera al creyente como hijo de Dios, ni siquiera en el judaísmo. Y sin embargo, de los mil y tantos millones de
cristianos que hay en el mundo, qué pocos cumplen, siquiera a medias también, por lo menos con la mitad de los Diez Mandamientos. Pero dejemos a un lado esta religión, pues no es objeto de este libro el juzgar a sus devotos. He aquí un condensado de la áurea regla de las más importantes religiones y normas o sistemas filosóficos. De manera asombrosamente semejante tratan el mismo tema los libros sagrados de las siguientes religiones. Cristianismo: —pongo en primer término esta religión, tal vez por el hecho de considerarme yo mismo cristiano—. “Haced vosotros con los demás hombres todo lo que deseáis que hagan ellos con vosotros; porque ésta es la suma de la ley y de los profetas.” San Mateo 7:12. Brahmanismo: “Todos tus deberes se encierran en esto: Nada hagas a otros que te dolería si te lo hicieran a ti.” Mahabharata 5,1517. Budismo: “No ofendas a los demás como no quisieras verte ofendido.” Udanavarga 5.18. Taoísmo: “Sean para ti como tuyas las ganancias de tu prójimo y como tuyas sus pérdidas.” T’ai-Shang Kan- Ying P’ien. Confucianismo: “¿Hay alguna máxima que uno deba seguir toda la vida? Ciertamente, la máxima de la apacible benignidad: lo que no deseamos que nos hagan, no lo hagamos a los demás.” Analectas 15,23. Judaísmo: “Lo que no quieras para ti, no lo quieras para tu prójimo. Esto es la Ley; lo demás sólo es comentario.” Talmud, Shbbat 31a. Islamismo: “Ninguno de vosotros será verdadero creyente, a menos que desee para su hermano lo mismo que desea para sí mismo.” Sunnah. Zoroastrismo: “Sólo es bueno el hombre que no hace a otro lo que juzga que no es bueno para sí mismo.” Zaratustra. Zaratustra fue el reformador de la religión persa hace 26 siglos; todavía, en el norte de la India, existe una secta de esa religión que la forman los parsis, nombre dado a los descendientes de los antiguos persas. Vacas sagradas
189
INDIA - 1956 malas, que yo sé que son un mal, jamás lo haré con las que ignore si tal vez serán un bien.” Cuando el hindú siente que ya está cerca de la muerte, su primer pensamiento es irse a la santa ciudad de Benarés, donde, después de bañarse en las sagradas aguas del río Ganges, el río de la fe, quedará libre de todos sus pecados y tranquilamente esperará la muerte. Hay frecuentes casos en que individuos, después de bañarse, se sientan en los ghats —escalinatas que bajan hasta el nivel del río— y sin tomar alimento alguno esperan serenamente mente la muerte. Después de ser incinerados en piras que se levantan en plataformas expresamente construidas a los lados de la gran escalinata, las cenizas son esparcidas en las aguas del río sagrado. Una muerte un tanto parecida, pero por diferentes motivos —hace años, cuando no existía la comunicación por aire—, les esperaba a los esquimales que habitaban la parte más septentrional del Ártico. Cuando llegaba la larga noche ártica, y con ella el hombre por falta de caza, todo hombre o mujer, viejos o tullidos, que constituían una carga inútil para la comunidad, eran alejados del iglú y abandonados en la tundra, para morir congelados en unas cuantas horas. Como dije antes, el hinduismo es más bien una forma de vivir que una forma de pensamiento. Mientras por una parte concede una absoluta libertad en el mundo del pensamiento, en la vida diaria se ajusta a un estricto código. El teísta y el ateísta, el escéptico y el agnóstico, todos pueden ser hindúes si aceptan el sistema de vida y cultura hindú. El hinduismo no insiste en una conformidad religiosa, sino en una actitud espiritual y de ética en la vida. Según la doctrina Brahman y de acuerdo con el nivel intelectual del hombre, el religioso se cataloga en la escala siguiente: en el grado más alto está el que cree en el Absoluto —Dios—, en segundo lugar los que veneran a su dios personal; siguen los que veneran a los hombres sagrados, encarnados como Buda, Rama, Krishna e incluso Cristo; después los que veneran a sus ancestros, deidades y sabios, y al final están los más bajos, los que veneran ríos, animales y espíritus, esculturas de ídolos y dioses simbólicos. Las deidades de algunos hombres están en los cielos y las de los niños son imágenes talladas en madera o piedra; pero el sabio encuentra a Dios en su propio ser. “El hombre de acción encuentra a su dios en el fuego, el hombre sensible lo encuentra en su corazón y el ignorante de mente débil lo encuentra en el ídolo; pero el fuerte de espíritu encuentra a Dios en todas partes. El profeta, el vate, ve al Ser Supremo en sí mismo y no en imágenes.”
Los hindúes logran su purificación al bañarse en las sagradas aguas del río Ganges.
La devoción por la vaca tal vez proviene de que en toda la historia el hindú ha dependido mucho de ése animal, porque tira del arado y la carreta, da leche y se utiliza $U estiércol, que todavía en la India es el principal combustible en las zonas rurales. Consumir carne de res es un sacrilegio. “Todo aquel que mate ... vacas —advierten las Escrituras— se pudrirá en los infiernos durante tantos años como pelos haya tenido la vaca en su cuerpo.” El ganado vacuno en la India es tan sagrado como lo es la palmera datilera en el desierto árabe. Mahoma advertía que era mayor crimen derribar una palmera que asesinar a un hombre. El más grande acontecimiento en la vida hinduista es la muerte, porque representa, tal vez, el fin de una larga cadena de reencarnaciones, que es su meta. Deliberadamente he dicho “el más grande acontecimiento” y no la más grande tragedia o drama, pues tal parece que el hindú tiene de la muerte el mismo concepto físico que Sócrates expusiera en su defensa ante el jurado ateniense, con las siguientes palabras: “Pues nadie sabe si la muerte acontece ser para el hombre el mayor bien de todos; y a pesar de ello, se la teme como si se supiera que es el mayor de los males, Y si bien temeré siempre y huiré de las cosas
El budismo. 563 a. de C.
190
INDIA - 1956
Estimo que el budismo debe ser en importancia la segunda religión de la India, ya que el islamismo sólo predomina en el norte del país. El budismo es hijo directo del brahmanismo, del cual recibió una amplísima herencia en conceptos y ha desarrollado en el mundo oriental una gran influencia religiosa por ser menos rígida. Actualmente pasan de 500 millones sus adeptos; es la religión predominante en Burma, Tailandia. Tíbet, Cambodia, Laos, Ceilán (hoy Sri Lanka), Japón, Corea y también se practica en China. La vida religiosa de Buda fue de lo más sencilla, pero la mitología, la fantástica y fertilísima inventiva de los hindúes han forjado, después de muchos siglos de su muerte, una milagrosa leyenda de su nacimiento que dice:
músicas celestiales llenaban los oídos, el niño salió del costado derecho de la madre sin mancha alguna, lleno de ciencia y del recuerdo de existencias anteriores. “La reina Maya, habiendo sido juzgada por los dioses demasiado sagrada para que ningún niño naciera de ella, fue llevada a su paraíso al cabo de siete días. “EI príncipe —Buda—, que recibió el nombre de Siddharta Gautama, creció aventajando a todos los de su edad en deportes y ciencias. Hijo de aristócratas pertenecientes a la segunda casta —la de los guerreros—, pasó su juventud en el lujo y esplendor. Sus padres tenían tres palacios: uno para el invierno, otro para el verano y otro para el temporal de 4 meses de lluvias. A pesar de tanto lujo y felicidad doméstica, Gautama no se sentía satisfecho y un día se le ocurrió salir para conocer el mundo fuera de los muros de sus palacios. Ese fue el primer peldaño del nacimiento del budismo. Para entonces tenía 29 años. Tres veces abandonó brevemente sus palacios para mezclarse con su pueblo donde encontró el espectáculo de un hombre anciano, el de un hombre enfermo, el de un asceta y el de un muerto. Gautama regresó a sus palacios profundamente mortificado. Entonces, una noche, con ese espíritu de renunciación hindú, abandonó palacios, a su mujer y a su hijo, para correr el mundo como un mendigo. Se rapó la cabeza y cubrió su cuerpo con el azafranado ropaje de los monjes.
Bodhisattva Un arcángel —un bodhisattva —se conmovió por los sufrimientos de los humanos. Con objeto de salvar a todos envió bajo la forma de un elefante —los elefantes también son sagrados—, su reflejo terrestre al seno de la reina Maya, esposa del soberano de los sakyas. Suddhodano, padre de Buda, perteneciente a la noble casta guerrera de los kchatryas. “Maya, que practicaba un riguroso ascetismo y, aunque casada, no era más que nominalmente la mujer de Suddhodano, tuvo una extraña premonición; tan extraña, que no pudo aclarar en la narración que hizo si había sido un sueño o una realidad. Se sintió elevada en una nube a los cielos, transportada a un palacio encantado y, finalmente, vio que se le acercaba un elefante rosado. Con un colmillo, el divino paquidermo perforó el costado de Maya sin hacerle sentir ningún dolor, El arcángel acababa así de insertar su reflejo terrestre —el futuro Buda—en el cuerpo de una mujer que había sida ya ¡quinientas veces su madre! “EI nacimiento tuvo lugar después de diez meses de gestación. Mientras del cielo caía una lluvia de flores y
“Gautama salió en busca de la verdad, buscó y buscó por largo tiempo tomando contacto con los monjes, probó la mortificación de la carne y el ayuno hasta casi la inanición; con los eremitas que practicaban el ascetismo aprendió a no moverse, a contener la respiración; con un yogi de la secta Sankhya conoció la vanidad de las maceraciones, comprendió que no es por el dolor del cuerpo ni por el control de los sentidos como se adquiere la virtud.
191
“Entre los sacerdotes brahmanes que enseñaban la
INDIA - 1956 busca del Atman —es decir, el sí mismo en el hombre y el sí mismo en el Universo—. «Quien alcanza el Atman se hace insensible al dolor, indiferente a todo: vence las penas del corazón, para él no hay ya ni padre, ni madre, ni vedas, ni vida, ni muerte, ni dioses; se une, se funde hasta la identificación con el Brahman; cuando el ser constata que él ya no es más que uno con el infinito, entonces es cuando viene la felicidad, cuando se impone la redención de su naturaleza pasajera y de eternos renacimientos», no encontró más que creencias complicadas, frases ya hechas, en las que no había corazón. “Dejó a los sacerdotes pensando que era en sí mismo donde encontraría la verdad. Tomó el camino de la ciudad de Gaya, no sabía a dónde iba, pero adivinaba que se aproximaba al Árbol de la Ciencia. Cuando cayó la noche se detuvo al pie de una higuera, presintiendo que había llegado. Allí esperaría firmemente hasta recibir la iluminación divina”. “«Aunque se seque mi piel, aunque mi mano se marchite, aunque mis huesos se disuelvan, mientras no haya podido penetrar en la ciencia no me moveré de este sitio». Así permaneció 49 días sentado bajo aquella higuera; intensamente concentrado, exprimía y torturaba fuertemente su pensamiento. Mara, el demonio de las pasiones, trató de tentarlo con riquezas y placeres mundanos y no lográndolo, acudió al temor atacándolo durante siete días con lluvias torrenciales, un huracán glacial se abatió sobre la tierra y las tinieblas ocultaron al cielo. A despecho de Mara, Mucilinda, rey de los Nagas en la Mitología Brahmánica, elevó al Sabio en sus anillos por encima de las aguas y extendió sus siete cabezas para protegerle de la tempestad. “Luego, vuelta la calma y derrotado Mara, soltó sus anillos y tomó la figura resplandeciente de un joven que adora al Bendito.” Fue entonces cuando Siddhartha Gautama alcanzó la iluminación, después fue seguido por el pueblo que empezó a llamarlo el Buda o “El iluminado” o “El Perfecto”. El budismo había nacido. Según el budismo, por medio de la virtud y el amor todo individuo puede alcanzar la salvación suprema que es el Nirvana, es decir, el aniquilamiento del individuo, el fin del ciclo de reencarnaciones Doctrina Puede decirse que la esencia del budismo se sintetiza en “Las Cuatro Verdades” y la “Rueda de la Ley”. Esta última es el símbolo del budismo, sus ocho rayos representan las
El arte de la India está representado por esta graciosa bailarina del templo de Sachí.
192
INDIA - 1956
Alto relieve de Buda en la tradicional posición de “Parinirvana”. Templo de Avanta; India ocho sendas que conducen al Nirvana, el equivalente a la “Gloria Eterna” en el cristianismo.
la sed de existir, la sed de placeres que experimentan los cinco sentidos exteriores y el sentido interior, e incluso la sed de morir. “¿Cuál es, oh monjes, ese camino del Medio que el Tathagata ha descubierto, que abre los ojos del espíritu, que conduce al reposo, a la ciencia, a la iluminación, al Nirvana? “Aprended en primer lugar qué está justamente entre el ascetismo y la vida mundana. Sabed enseguida que es un camino de ocho ramas, que se llaman:
La Rueda de la Ley “La Rueda de la Ley” la reveló Buda en su Sermón de Benarés ante un numeroso grupo de monjes que lo rodeaban: “Oh monjes, aprended que toda existencia no es más que dolor, como la muerte, como la unión con lo que no se ama, como la separación de lo que se ama o la imposibilidad de satisfacer un deseo . . . En este dolor universal está
193
INDIA - 1956
Fe Pura Resolución Pura Lenguaje Puro Acciones Puras Vida Pura Aplicación Pura Memoria Pura Meditación Pura”.
lo relegó injustamente a un bosque. Quiso irse solo, pero su fiel esposa Sita insistió en seguirlo. Posteriormente Sita fue raptada por el demonio Ravana, símbolo de la lujuria y la concupiscencia, y se la llevó a Ceilán. Rama formó un gran ejército con la ayuda del dios Hanuman —dios de los monos— que simboliza la lealtad. Los monos de Hanuman construyeron un terraplén desde la India a Ceilán, sobre el cual pasaron los ejércitos que habrían de combatir a Ravana rescatando a Sita. Por ello, particularmente los hindúes, en gratitud a Hanuman, consideran, todavía en la actualidad, sagrados a los monos y les permiten vivir libremente y comiendo las frutas en los templos. Para los hindúes, Rama, que siempre obra con rectitud y nobleza, es el hombre ideal, y Sita, la mujer ideal. Todos quisieran morir con su nombre en los labios tal como lo hizo Mahatma * Gandhi: “Ai Ram, Ai Ram.” -”Oh, Rama; Oh, Rama.” Palabras que algunas veces el pueblo escribe con flores sobre el sencillo monumento conmemorativo en Nueva Delhi. A los conceptos Védicos, Buda agregó: “La causa del dolor es el deseo en todos sus aspectos y la falta de dominio de sí mismo. Quien se abandona a un deseo llega a ser su esclavo y no piensa más que en las satisfacciones sentidas.”
A los 80 años Buda murió de una indigestión. A su lado lloraba Ananda, su pariente y discípulo amado. El maestro levantó un dedo reprobador: “¿Cómo, con todo lo que te he enseñado, puedes todavía sentir dolor? ¿Es, pues, tan difícil para un hombre desembarazarse de todo sufrimiento? No te dejo abusar, Ananda. La vida es una larga agonía, no es sino dolor. Y el niño tiene razón de llorar desde que nace. Esta es la Primera Verdad. “La Segunda Verdad es que el dolor no viene más que del deseo. El hombre se liga locamente a las sombras, se encapricha de sueños, planta en medio un falso Yo y establece alrededor un mundo imaginario. “La Tercera Verdad es el cese posible del dolor. “Pero escucha bien esta Cuarta Verdad que es la Vía de Salvación en ocho caminos. Vela primeramente en el Karma —hado o destino, principio de la continuidad. En otras palabras, para que el espíritu del hombre pueda llegar a fundirse con el Espíritu Universal, los pensadores hindúes miran la transmigración de las almas a través del Karma. Karma significa literalmente «acción u obra»—. Luego, no tengas más que sentimientos libres de malevolencia, de avidez y de cólera. En seguida, vigila tus labios como si fueran las puertas de un palacio habitado por un rey: no debe salir por ellos nada impuro. Y, en fin, que cada una de tus acciones ataque a una falta, que ayude a un mérito a crecer. Estos son los cuatro primeros caminos. “Mirad el cuerpo de Tathagata: Todo lo que es compuesto está destinado a la destrucción ... Perseguid vuestra meta en la sobriedad.” La fe en las reencarnaciones y la mitología brahmánico-budista, así como el precepto de la no violencia, dieron origen a la creación de los diversos animales que se consideran sagrados. A continuación transcribo la historia épica más popular en esas religiones: Vishnu, dios del amor, tomó forma física para vencer al mal. Ha tenido 9 reencarnaciones, siendo las más importantes la de Rama y la de Krishna. La próxima, que será la de Kalki, está cedulada para el año 425 000. Rama -dios que actúa con rectitud y nobleza era heredero al trono de un reinado, al norte de la India. Su padre
Las castas Las castas y las subcastas son un tema tal vez más complejo e incomprensible que las religiones de la India; para no extenderme demasiado en asuntos ajenos a la cacería, objeto principal de este libro, trataré de ser lo más breve posible. Se atribuyen dos orígenes a las castas: Uno, el más antiguo, es dogmático, y el otro es histórico. El dogmático comprende cuatro castas y viene del himno a Purusha, el dios que del vacío, del espacio, formó la Creación. Cuando los dioses prepararon un sacrificio, escogieron a Purusha y lo dividieron: de la boca surgieron los brahmines, de ambos brazos, los guerreros; de sus muslos, los mercaderes, y de sus pies, el obrero o campesino. Así se formaron las cuatro castas principales en su orden jerárquico. Cada casta forma una profesión rigurosamente limitada a sus ocupaciones hereditarias. La primera es el brahmin, o sea el sacerdote. La segunda el jatria o el guerrero; ya desaparecido la sustituye el rajputa, casta descendiente de maharajás y guerreros, militares aristócratas que durante cuatro siglos dominaron Rajastan. Rajputa significa * Mahatma significa: Gran Alma.
194
INDIA - 1956
La población de la India se encuentra dividida en más de 3 000 castas.
rán para la India y su gobierno el problema número uno, porque envuelven aspectos tan variados y complicados como el racial, el político y el social. En la práctica me he encontrado Con que teniendo siete sirvientes en mi campamento, ninguno daba grasa a mis botas porque “su casta no se lo permitía”. El que lavaba mi ropa no podía tender mi cama “porque su casta no se lo permitía”. El guía serviría exclusivamente como tal, pero al abatir con mi rifle algún animal no sería él quien se ocupara de desollarlo, y así sucesivamente. El herrero, el dependiente de un comercio, el lechero, el encantador de serpientes, el peluquero, el sastre, el zapatero, etc., cada uno pertenece a diferente casta y no desempeñará otro tipo de trabajo que el que heredó o el correspondiente a su casta. EI mohout que guía a su elefante montado en el cuello durante una cacería, o realiza otras tareas, heredará a su hijo el mismo trabajo. Hay muchos casos en que un elefante ha sido educado y guiado durante su vida por el mohout padre y después por el hijo y después por el nieto, cuando los primeros han muerto. Cada subcasta tiene su propio código y su tradición. Cada una tiene un propósito y función social. Cada subcasta o grupo considera su tipo de trabajo como una vocación. En este orden, el más beneficiado y a la vez quien lleva el peso de mayores responsabilidades es el brahmin, cuya función específica es preservar la paz y el orden, sin que ello quiera decir que tenga carácter alguno dentro del sistema político o administrativo del país. Sin embargo, lo sostiene el Estado y por lo tanto, asegura su subsistencia. Actualmente, cualquier estudio sobre las castas reve-
hijo o pariente de un rey; su código era: Valor, Cortesía y Honor. La tercera, el vaichia, o sea el mercader o industrial. La cuarta, los sudras, es decir, los campesinos y agricultores. Los desdichados intocables son los descastados. Con el transcurso del tiempo, “casta” marcó también una división de labores de trabajo en la comunidad. Más tarde, por muy complejas razones; de las cuatro castas originales surgieron subdivisiones, a tal grado que a la fecha existen en la India 3 000. Sin embargo, para el hindú religioso casta no es esencialmente una condición social o económica. Es la función del Karma y la reencarnación. La sociedad de castas se divide en méritos obtenidos en vidas anteriores, en reencarnaciones pasadas. “Las injusticias humanas son el resultado de la actuación de los hechos del hombre. No son el resultado de la acción de los dioses.” Por ejemplo: un brahmin voraz, codicioso, puede, teóricamente, reencarnar tan bajo como en un puerco. Y, por otra parte, el brahmin puro se considera tan cerca de Dios que se sentiría manchado con tan sólo el roce de un intocable. El otro origen, el segundo, se atribuye al lejano tiempo en que los arios, de cutis claro, invadieron el valle del río Indus, de donde la India tomó su nombre. Casta —en sánscrito varna— significa color. Los arios impusieran su autoridad sobre los hombres de color oscuro, que eran los invadidos, los indostanos. De ser así, entonces la síntesis de casta surgió como una organización de diferentes tipos étnicos. De cualquier manera, las castas y subcastas son y se-
195
INDIA - 1956 la la complejidad de la institución. Hay castas de muchos tipos: la tribal, la racial, la sectaria, la ocupacional, etc.; algunas son de origen migratorio. Cuando miembros de una casta antigua emigran a otra parte del país, se convierten en una nueva casta. Es una condición de honor social para cada miembro casarse con uno de su misma casta; una mujer perteneciente a una casta inferior rehusaría casarse con un individuo de otra casta foránea, aunque fuera de clase superior. Ya me referí antes a los dos orígenes que se atribuyen a las castas; pero lógicamente se inclina uno a la que se refiere al color. Lo dice claramente la palabra sánscrita varna. Si echamos un vistazo a la historia de la India nos damos cuenta que ha sido objeto de una invasión tras otra. Incluso en el principio de su historia fue poblada por diversos grupos raciales, tribus aborígenes de piel oscura, como los dravidianos; los mongoles de piel amarilla y los arios de piel clara. Después siguieron los persas, los griegos, los escitas, etc. De todas esas razas, algunas se establecieron para siempre. Como se ve, esa mezcla de las castas en realidad se ha convertido en costumbres. Pero estas costumbres hereditarias van cambiando paralelamente con los adelantos modernos. El trabajo, que antes se desempeñaba con satisfacción y orgullo individual ahora se ha mercantilizado, y el obrero o el demócrata, en lugar de la meditación mística, buscan un escape en los cines y otras diversiones. Decía Rahdakrishnan, adelantándose a la época en que el gobierno de Nehru estaba pugnando por disminuir el alto porcentaje de analfabetos: “El mejoramiento de la naturaleza humana es la meta de todo esfuerzo, aunque ello, ciertamente, requiere indispensable mínimo de confort a que todo trabajador tiene derecho.”
al conocimiento de Dios, y para ello observa una vida disciplinaria sistemática y metódica, con la cual obtendrá un cuerpo sano que lo habilite para sus largas prácticas de concentración y meditación místicas y filosóficas. El verdadero yogi lleva una vida rítmica, sana, saludable, sin la cual no tendrá la serenidad, la tranquilidad y calma que son indispensables para la meditación. En otras palabras, sin el régimen alimenticio y los ejercicios físicos, no podrían alcanzar el éxtasis divino y supremo a que llegan cuando, olvidándose de sí mismos y del mundo entero, se unen espiritualmente a Dios. Cuando un yogi se halla en el más alto grado de la meditación, cuando se ha desprendido de toda sensación de percepción, es cuando está más allá de la familia, de su casta, de su país, de su devoción religiosa, del bien y del mal, del tiempo y del espacio; así es como se olvida de sí mismo porque está con Dios. No es posible en unas cuantas páginas explicar la larga preparación física y espiritual, ascética y de estudio que necesita un hombre para llegar a considerarse un verdadero yogi. Sin embargo, para que el lector tenga una ligera idea, se estima que tan sólo para aprender a llegar a un alto grado de meditación cercano al éxtasis, se necesitan por lo menos 10 años de consagración, de aplicación y estudio. Un yogi no debe sentir frío, ni calor, ni sed, ni hambre ni deseo alguno; ni siquiera el deseo de la perfección. El Mahatma Gandhi, ese gran hindú que en 1947 logró por medios pacíficos la independencia de su país esgrimiendo una sola arma, el precepto de la no violencia, era un yogi, un mártir que murió asesinado por un fanático extremista que lo culpó de haber permitido la independencia de Paquistán. Sin embargo, a pesar de su ascetismo y vida ejemplar, los ortodoxos no lo han considerado como un hombre sagrado por el hecho de haberse mezclado en el nacionalismo hindú y, por consiguiente, en asuntos terrenales. La meta del yogi hindú es la salvación de su alma, pero en un precepto diferente al del cristianismo, pues aquél considera salvar su alma cuando termine la cadena de reencarnaciones mediante una vida, actos y pensamientos puros. Sus alimentos son esencialmente los vegetales cocidos, frutas, nueces, arroz, leche fresca, pan integral, mantequilla clarificada que se toma de los búfalos domésticos, queso, frijoles, garbanzos, papas, etc. El régimen alimenticio, acompañado de una educación física y mental, conduce a la sensación o satisfacción de la alegría de la vida y no solamente a la conciencia de que nada más existimos. Practicar el yoga únicamente en la parte relativa a ejercicios físicos, olvidando la parte ortodoxa, la parte místico-
El yoga He querido referirme a estas prácticas, aunque sea muy brevemente, porque en México y en otros países han surgido clubes “donde se enseña el Yoga”. Las personas que concurren a tales clubes lo hacen con el propósito de adelgazar y lograr el endurecimiento de los músculos. Indudablemente conseguirán su objetivo si perseveran en los ejercicios y si se ajustan al régimen alimenticio que debe seguirse, aunque desconozcan el verdadero origen, principio, objeto y significado de la palabra. Aquel que practica el Yoga en la India es un yogi, un sadhu, cuyo significado es “aquel que ha renunciado”. Es una vida de disciplina atlética y ascética. El sadhu es un hombre, o mejor un santón consagrado en cuerpo y alma
196
INDIA - 1956
religiosa, o en otras palabras, la parte espiritual-mental, es practicar el yoga a medias, aunque de todas maneras es útil, puesto que se sigue un régimen que fortalece el cuerpo tornándolo resistente, y tal vez quien así practica el yoga llegue a dominar —hasta cierto punto— con su mente la materia; pero estará muy lejos de considerarse un sadhu. En resumen, la finalidad de las prácticas físicas del yoga es crear un cuerpo perfecto y conservarlo dentro de la disciplina reduciendo las manifestaciones de su existencia en el mundo de la materia a un mínimo. Mientras que el verdadero objetivo del yoga, el que practica el sadhu o el ortodoxo brahman, posee una finalidad completamente espiritual. . El cazador que siempre va en busca de los lugares más remotos y recónditos del mundo con el propósito de cazar las más raras piezas para su colección, tiene la gran oportunidad de convivir con las tribus y razas más primitivas y salvajes que existen, observando sus extrañas y misteriosas costumbres que muchas veces lo dejan pasmado al comparar su orden de vida con los centros y países ultramodernos, cultos, civilizados, donde existe todo el confort deseable e imaginable; pero donde también existen, desgraciadamente, una gran indiferencia y crueldad humanas. En la India mueren anualmente 40 000 individuos por piquete de víbora. Se hablan 845 idiomas y dialectos. Desde los Himalayas hasta el sur, hasta Mysore, la fauna comprende 82 especies y subespecies de cuadrúpedos de interés cinegético. Naturalmente que muchos de estos animales son rarísimos y difíciles de encontrar. La población aumenta de 12 a 15 millones de almas cada año. Casi ninguna aldea o rancho tiene gallinas, puercos, flores o plantas decorativas.
en un viejo Land Rover, que nos había de llevar a nuestro primer campamento siguiendo por una brecha en mal estado. El viaje fue molesto por el frío intenso que se dejaba sentir, particularmente en mi nariz, morada por el catarro que seguía acompañado de fuerte dolor de cabeza. Pero no impedía el que con ávidos ojos observara el tipo de terreno que recorríamos. Esa parte del estado de Madyha Pradesh, tal vez sea la zona más bonita de “Las Provincias Centrales” de la India, por sus hermosos montes selváticos, donde abunda el espigado árbol que lleva el nombre de sal. Mesetas, arroyos, montes y vastos pastizales; todo verde. Clima ideal cuando el sol calienta en tiempo de invierno; y por si fuera poco, no había bichos que molestaran a uno, como ocurre en nuestras tropicales costas de México o en África, donde son un martirio y motivo de constante preocupación las temibles moscas tse-tsé, los alacranes, las dañinas hormigas safari, la güina, el pinolillo, la conchuda, el mosco, las moscas, el jején y tantos insectos más que hacen del cazador el deportista más sufrido y aguantador. Serpenteaba el viejo vehículo entre los montes, mientras yo daba vuelo a mis pensamientos haciéndoseme agua la boca. —¡Mira Benito —decía mi compañero Silvano—, un pavo real silvestre! —¡Qué hermoso! —le contesté—. Dicen que son un plato exquisito, ya tendremos oportunidad de probarlos; ahora no me siento con ánimos de matar ave tan bella sólo por probar su carne; en todo caso lo intentaré con una hembra. ¡Pobrecitas! ¡Qué inferiores y qué acomplejadas se les ve al lado del majestuoso y presuntuoso macho! Ni siquiera saben cantar, chillan como la corneta del antiquísimo automóvil de tío Cleto. Sólo me hablaba y sólo me contestaba, pues todos íbamos atentos al panorama. El pavo real fue introducido en Europa en el año 331 a. de C. por Alejandro el Grande, quien quedó tan impresionado por su belleza que lo consideró el mejor recuerdo de su conquista de la India. El canto de este pavo es claro: pi-
Primer Shikar Después de un frugal almuerzo abandonamos Jubbolpore
197
INDIA - 1956
El Tigre Real de Bengala, seĂąor de las selvas de la India. Su ataque es rĂĄpido y preciso.
198
INDIA - 1956 au. . . pi-au, y ronco cuando está alarmado: konk ... konk, que de paso anuncia al cazador la cercana presencia de algún carnívoro, como el tigre oel leopardo. Supkhar es una posada o “casa de descanso”; construcciones que durante el dominio británico el gobierno edificó en lugares estratégicos del país, con el objeto de que, como terminales o postas, sirvieran de cómodo alojamiento a los fatigados oficiales del ejército inglés, o comisionados o empleados forestales, etc., a su paso por esos contornos; y ahora que el país es independiente, se utilizan para diversos fines. Sherley Granville, nuestro contratista; había solicitado esas y otras posadas para alojar a sus cazadores de México. Era una casa con 4 recámaras, de las cuales nosotros ocuparíamos 2; otro cuartito que servía de baño; un amplio comedor, cocina y terraza con una admirable vista que dominaba hermosos valles y montes. Todo era verde en derredor. Me sentía feliz a pesar de mis fieles catarro y dolor de cabeza. Al parar nuestro jeep ya nos esperaba en la terraza la esposa de Sherley, una hindú de 45 años, que resultó ser una muy buena cocinera y tal vez mejor cazadora que su marido y más conocedora de los hábitos y astucia del tigre Real de Bengala, También estaba allí George Holland, un ex-capitán del ejército inglés, que actuaría como nuestro segundo guía, y su esposa, una inglesa de voz chillona; entrometida en toda conversación como peluquero de barriada; pero al menos era útil para, sin pretextos, desollar un animal. La organización y los servicios estaban muy lejos de parecerse a la de los contratistas de África. En ese aspecto; el cazador internacional que por primera vez se aventura en la India, se decepcionará en los primeros días, y después ... también; así le ocurrió al cazador y articulista norteamericano Jack O’Connor, a mí y, quizás a muchos cazadores. Pero en los viajes subsecuentes se adapta uno y se aguanta, pues SU majestad el tigre rayado merece cualquier sacrificio. Para transportarnos sólo contábamos con el viejo Land Rover y con una camioneta más vieja todavía. Las dos señoras harían de desolladoras Y también las veces de cocineras, recamareras y consejeras. Teníamos dos malos choferes hindúes y dos mozos cristianos que servían para todo quehacer. El reducido grupo que nos dio la bienvenida parecía muy animado; en sus caras se reflejaba la alegría y el entusiasmo, tal vez pensando en las rupias que se ganarían. La señora de Holland, quien más que hablar chillaba con voz de ardilla, dijo: —Bienvenidos ... ¡Ayer y anteayer... un tigre y una pantera —tragaba saliva para continuar— han matado 2 bodas —búfalos domésticos de un año— que pusimos de carna-
da! Aspiró aire como si se estuviera asfixiando y continuó: —Las huellas de las zarpas son tan grandes como las patas de un rinoceronte; seguramente el tigre será un récord mundial. Ya se imaginará el lector la alegría que invadió mi espíritu de cazador. Las palabras de la señora Holland, la exuberante jungla que acababa de cruzar por el camino, la confortable posada que serviría de campamento y, al parecer, la abundante fauna del lugar, me hicieron pensar en un feliz, emocionante y prometedor shikar. Mi viaje hasta el otro lado del mundo valía la pena. Nuestro campamento, construido en una meseta, dominaba una gran extensión de cañadas y verdes montes por el lado este, formando en conjunto un panorama tan bello, tan verde y azul y tan silencioso, que hasta el individuo más prosaico no resistiría el deseo de la meditación, la poesía y el canto. Una vez alojados y después de un breve descanso, platicamos un poco para acordar quién iría a cazar el tigre y quién a la pantera. Uno de mis compañeros, Montaño, probaría suerte con el tigre, y Silvano, con la pantera; yo me quedaría en el campamento renegando de mi mala suerte. i El maldito catarro! El tipo de cacería que iba a practicar en la India, tan diferente al de África, es simplemente imposible para un individuo acatarrado; cualquier estornudo o tos, o el más ligero ruido, echaría a perder largas horas de impaciente espera en el machán. No tenía más remedio que esperar y aguantar.
El Tigre Real de Bengala Sus hábitos Antes de cazarlo hablaremos un poco sobre este tigre, para familiarizar al lector con el ambiente y que no le ocurra lo que a muchos cazadores que han juzgado poco deportiva la forma de cazar al félido más grande del mundo. Actualmente se considera que el lugar de origen del tigre es Siberia, y que seguramente el tigre Siberiano, lo mismo que el tigre Real de Bengala y otros de Indonesia, son descendientes del prehistórico Tigre-Sable, que vivió en el periodo pleistoceno, hace de 200 a 400 mil años, en Europa, Sudamérica y otros lugares como la inmensa estepa siberiana, Norteamérica, etcétera. Su nombre científico es Smilodon; sus terribles colmillos medían hasta 15 centímetros fuera del maxilar; su cuerpo era más grande que el de cualquier félido de hoy; sus zarpas medían 20 centímetros de ancho, comparadas con las del tigre de Bengala cuyo promedio es de 13 centí-
199
INDIA - 1956
Después de comer y beber agua, una buena siesta bajo la sombra. metros. En la actualidad, el tigre más grande y hermoso es el Siberiano. Sus colores son muy vivos, su pelaje muy largo debido a las regiones de clima muy frío donde habita, igual que ocurre con el leopardo de las nieves que habita en las montañas de Cachemira y otros lugares asiáticos. Pero me parece un poco extraño que la influencia ecológica afecte el pelaje del leopardo de las nieves, el cual adquiere un color muy pálido, casi blanco, en tanto que el pelaje del tigre siberiano, no obstante que habita en las nieves de la taiga rusa, tiene una piel color alazán tostado, muy vivo, con rayas muy negras. ¡Precioso! En tiempos lejanos el tigre habitaba en gran parte del Continente Asiático, India, Indochina, Malasia, etc.; se le encontraba en el Cáucaso, en China, Corea, Burma, Manchuria, Mongolia, Península Malaya, etc. En la Biblia se mencionan leones y leopardos, pero no se mencionan los tigres, seguramente porque no los había en el Cercano Oriente. El tigre siempre ha sido la presa más codiciada de los cazadores ricos y poderosos de la India, como también lo ha sido el león asiático que estuvo a punto de extinguirse, ambos víctimas de reyes, príncipes, maharajás, súbditos oficiales y comisionados ingleses de alto rango y gente acaudalada. Indiscutiblemente, el tigre ocupa un lugar preferente entre los trofeos de caza muy importantes de la fauna mundial. Es una fiera imponente y peligrosa, a la vez
que posee una hermosa estampa. Quien tiene la suerte de ver un tigre libre en la selva virgen, no olvidará que estos bichos han devorado a miles de gentes. En mi particular opinión, creo que el tigre es más peligroso que el león africano; el tigre es un “señor cazador”; de eso vive, acechando y matando, siempre solo, sin ayuda, sabe y puede disimularse entre la vegetación boscosa, pues lo favorece su piel rayada. Es asesino por naturaleza, está dotado de tremendos colmillos y poderosas zarpas. Los elefantes y rinocerontes tienen una fuerza superior, pero no son carnívoros, además, son de vista muy pobre, en tanto que el oído y la extraordinaria vista del tigre se consideran de lo mejor entre la fauna mundial. En el ataque es más rápido, preciso y exacto que el elefante, el rinoceronte o el búfalo. Es sumamente cauteloso, desconfiado y astuto; es un gran nadador, prefiere la sombra, los lugares boscosos o los altos pastizales; lo molesta el sol, por lo cual su hábitat ideal son las densas selvas como las de la India y Nepal; necesita tomar mucha agua dos veces al día, más que el león, éste prefiere las planicies y el calor —la lluvia lo pone de mal humor—; es más nocturnal que el león y menos ruidoso. El tigre es una fiera muy limpia, antes de empezara devorar a sus víctimas les abre el vientre y les saca los intestinos, la vejiga, etc., sin estropear partes como el corazón, el hígado, los riñones, etc. —que con gusto ha de comer—, igual que lo hiciera un cirujano. Siempre empieza por comer los cuar-
200
INDIA - 1956 tos delanteros; después, cuando ya ha llenado su barriga, viene el manicure: en el primer árbol de gruesa corteza que encuentre se limpia la carroña que ha quedado en las uñas, rasca la corteza con tal energía que deja marcadas profundas incisiones, que al verlas —como me ha tocado en suerte—, de inmediato se piensa en el terrible peligro de encontrarse al alcance de tan poderosas zarpas. Después se retira a beber agua y luego a su cubil, a reposar el banquete y a esperar el llamado del chital o del sambar al caer la tarde, para la diaria tarea de cazar, matar para vivir. Imita a la maravilla el llamado de algunos venados, para atraerlos y de un salto echárseles encima. Como todos los félidos, tiene escaso olfato, extraordinario oído y magnífica vista para distinguir a considerable distancia una probable presa. Pero ante la debilidad de olfato, tiene, en cambio, un maravilloso sentido de localización para regresar al lugar de su víctima y acabar de devorarla si los buitres no se anticiparon. Una vez al año busca y vive 15 días con una hembra, a quien no volverá a ver. Abandona a la tigresa antes de parir; nacen de 4 a 6 cachorros ciegos, que pesan no más de 1 kilo y medio cada uno. Son muy limpios, como todos los gatos, y gustan del baño en la época de calor. La madre lame cuidadosamente a sus crías todos los días, lo cual activa la circulación de la sangre del cachorro y fortalece sus músculos; los cuida celosamente, los alimenta, les enseña a cazar y los abandona cuando terminan su “bachillerato” a los 2 años de edad. A los 5 años, al igual que el león africano, ya son adultos, en completo desarrollo; entonces, lo mismo que el hombre a los 20, empiezan a engrosar, a ganar peso y, “se supone” que en plena libertad en la selva, vive hasta 20 años, pero en realidad es difícil saberlo, y tampoco se debe tomar como base los años que vive un tigre en cautiverio. Un tigre puede trepar a un árbol con la misma facilidad que lo hace un león; a éste, en una ocasión lo he visto en África sentado sobre la copa de la típica acacia. El Tigre Real de Bengala tiene hábitos feudales o de “paracaidista agrario”; se apodera de una área de terreno, y con el peculiar humor que segrega, marca los límites de su dominio y no permitirá intrusos de su linaje. Es un cazador tan solitario como lo es el leopardo. En Assam vive libremente en una reserva el gigantesco, prehistórico y raro rinoceronte asiático o unicornio, muchísimo más grande que el rinoceronte común africano, a la vez que más imponente; pero aunque estuviera permitido cazarlo, bajo el punto de vista deportivo no tendría la supremacía sobre el tigre. En África he abatido rinocerontes a 15 metros de distancia y elefantes a 12 metros, y me han sudado las manos, se me ha secado la boca y palpita-
Los contados rinocerontes asiáticos que existen todavía, se encuentran totalmente protegidos. do más fuerte el corazón; pero ha sido mucha, muchísima más grande la emoción sentida al disparar mi rifle sobre un tigre a 16 metros, encontrándome solo en una selva densa y oscura. No siendo oriundo de la India no sé por qué se le llama tigre de Bengala, toda vez que algunos escritores versados en la materia, suponen que emigró de Asia Central procedente de Siberia. Probablemente tal suposición la basan en el hecho de que en el sánscrito, antigua lengua clásica de la India, no existe una palabra para denominar al tigre. Marco Polo viajaba por esas tierras —siglo XIII—refería cacerías de tigres y leones, abundando más estos últimos. El hecho de que en la actualidad solamente exista en la India una reducida reserva de leones, en el Gir Forest, demuestra que el tigre ha superado al león asiático por su mejor adaptación, aguda astucia, fuerza y poder. Lo más probable es que el tigre llegó a la India procedente de China, Mongolia y Siberia. En el primer cuarto de este siglo, el gran cazador Selous envió leones africanos a la India, con el propósito de enriquecer la fauna de este país con tan importante félido; pero no dio resultado. África es para los leones, y Asia,
201
INDIA - 1956 para los tigres. Es indiscutible que el tigre es el gato más hermoso, peligroso y astuto de la tierra. El leopardo lo sería también, si no fuese por su menor peso, inferior en más de un 60%. La medida récord mundial del león africano es de 9 pies con 9 pulgadas, medido “entre estacas”. Se asegura que el tigre siberiano mide hasta 12 pies, y según A. A. Dumbar Brader, el tigre récord de la India midió 10 pies con 5 pulgadas. Pero en la India era costumbre medir estos félidos siguiendo las ondulaciones del cuerpo, por el lomo y la cabeza hasta la punta de la nariz. Este procedimiento, comparado con el de “entre estacas”, daría 10 pies con 2 pulgadas, 5 pulgadas más largo que el león. Medir un animal “entre estacas” significa tenderlo recién muerto en el suelo con las patas hacia arriba, estirando de la cola y de la cabeza para que dé todo lo largo; se clava una estaca rozando la punta de la nariz y otra al extremo de la cola, se aparta el animal y se mide la distancia entre las dos estacas. Esa será la medida correcta, pero no la de medir el animal por el lomo siguiendo las ondulaciones del cuerpo y haciendo, muchas veces deliberadamente, presión con los dedos sobre la peluda y blanda piel, con el falso fin de ganar dos o tres pulgadas. He dicho que el tigre es el felino más peligroso del mundo y lo confirma el hecho de que mueren más personas al año o en 10 años, atacadas por tigres en la India, que atacadas por leones, búfalos, elefantes y leopardos en África, durante el mismo lapso, contribuyendo a esto tal vez la densa población de la India y la escasa fauna, presa natural del tigre. El cazador que se interna en la selva siempre pensará, con sobresalto e inquietud, en la posibilidad de ser atacado por un tigre devorador de hombres. También en África hay leones devoradores de hombres; pero son casos rarísimos, como el de “Los leones de Tsavo”, una pareja de felinos extraordinariamente astutos, asesinos y con una inteligencia tan sorprendente para acechar y matar hombres, como no ha habido otro ejemplo en la vida de los animales salvajes. Vale la pena que el lector conozca la historia sintetizada de estos terribles carniceros.
Durante 9 meses estos insaciables monstruos impusieron una era de terror en Tsavo y sus contornos, a tal grado que los trabajos se paralizaron temporalmente. Partiendo del puerto de Mombasa se habían tendido ya 208 km de vía hasta el lugar llamado Tsavo, cuando el coronel J. H. Patterson llegó para hacerse cargo de los trabajos. Todo parecía caminar bien, hasta que dos trabajadores desaparecieron misteriosamente. Alguien informó que los dos individuos habían sido arrastrados fuera de sus tiendas y devorados por los leones, pero Patterson no creyó “el cuento”. Una mañana fue despertado por un hombre, quien llegó corriendo a informarle que un enorme león se había llevado a uno de sus capataces, llamado Unga Singh. El coronel tomó su rifle, corrió al lugar del acontecimiento y comprobó que el caso era verídico; las huellas de las zarpas del león estaban muy claras en la arena. Uno de los compañeros de la víctima contó a Patterson lo ocurrido en la siguiente forma: “Sahib —patrón en hindú—, dijo, estaba yo acostado junto a Unga Singh, que dormía, cuando por la puerta de la tienda asomó la cabeza de un gigantesco león. Casi dejó de latir mi corazón cuando lo vi junto a mí, que por el pánico había quedado paralizado, sin poder moverme. Primero fijó la mirada en mí y después en Unga Singh; luego, por gracia de Dios, con sus grandes mandíbulas agarró por el pescuezo a mi compañero en lugar de este pobre esclavo. El infeliz gritaba: ¡charo!, ¡charo! —¡suéltame!, isuéltame!—; y luchó apretando con sus brazos el cuello del león; pero la enorme fiera lo arrastró y se lo llevó, mientras yo permanecía paralizado por el terror, escuchando los gritos y la terrible lucha que continuaba afuera. Pero ¿qué probabilidad tenía de salvarse mi compañero luchando contra un león?” Patterson, cargando con su rifle, siguió las huellas y descubrió que eran dos los leones que habían visitado el campamento. El rastro se perdió en un área rocosa. Casos como el descrito se sucedieron con frecuencia. Patterson, con su rifle calibre .303, trepado en árboles situados en lugares estratégicos, esperó infinidad de noches para descubrir y matar a los leones; otras veces siguió los rastros siempre sangrientos, en otras llegó a esperarlos cerca de las recientes víctimas, que medio devoradas habían sido abandonadas, con la esperanza de que las fieras volvieran a terminar su macabro festín. En fin, Patterson probó todos los medios posibles, incluyendo ingeniosas trampas, para abatir o atrapar esas endemoniadas fieras. El campamento era inmenso, se extendía más de 10 km a lo largo del trazo de la vía, para dar cupo a los 2 500 peones que trabajaban; esto facilitaba el ataque de los leones, que ejecutaban siempre en diversos puntos. Parece que adivinaban dónde y en qué lugar acechaba Patterson, para
Los feroces leones de Tsavo Cuando el visitante del Field Museum of Natural History de Chicago se detiene a contemplar la vitrina donde se exhiben disecados en tamaño natural los dos feroces leones de Tsavo, le parecerán increíbles las circunstancias y la forma en que éstos dos brutos devoraron a 135 empleados y peones hindúes y africanos que trabajaban en la construcción de la vía del ferrocarril de Mombasa-Nairobi.
202
INDIA - 1956
La presencia física de los leones de Tsavo no es precisamente impresionante, sin embargo, entre los dos mataron a 135 personas. escoger su víctima en otro muy distinto y lejano. Se levantaron bomas— altos y gruesos cercados circulares, como corrales, construidos con recios espinos muy comunes en las aldeas africanas para protegerse de las fieras—, alrededor de los campamentos y tampoco dieron resultado. Sin hacer el menor ruido, los leones los perforaban o saltaban sobre ellos; tal vez a eso se deba que esos leones, ya disecados en el Museo de Chicago, están sin melena, tan pelones que se ven ridículos. Debe tenerse presente que la selchva que rodeaba a Tsavo era sumamente cerrada, un varejonal tupido, un chaparral imposible. En terreno de esa naturaleza ‘resultaba inútil el acecho siguiendo el rastro de día, y por más cuidado que pusiera el cazador, no evitaría hacer ruido al pisar cualquier vara al ir abriéndose paso, produciendo la alarma consiguiente. De esta suerte, todas las ventajas estaban en favor de los leones, más aún tratándose de tan extraordinarios devoradores de hombres. Estos leones adquirieron tal confianza en sus ataques, que ya nada los detenía. Los peones se turnaban por la noche para hacer un infernal ruido con botes, prender fogatas permanentes; dar constantes gritos; cerraban sus tiendas
de campaña, disparaban escopetas al aire. Todo resultaba inútil, las víctimas se sucedían con regularidad trágica, dramática. A veces anunciaban con sonoros rugidos su visita, a semejanza del fúnebre redoble de los tambores cuando, en la época de la guillotina, la víctima era conducida hacia su verdugo. Cuando los rugidos se oían cercanos, por todas partes se dejaban oír los gritos de pánico: —¡Khabar dílr, bhalcon, shaitan ata!— ¡Cuidado, hermanos, que ahí viene el diablo! Era tal la audacia de Ios dos felinos, que después de matar a sus víctimas sólo se alejaban unos cuantos metros dentro del breñal para devorarlas. Muchas veces, Patterson podía oír desde su tienda el ruido que producían las tarascadas y el tronar de huesos rotos. Entonces disparaba su rifle o escopeta en la dirección supuesta, pero nunca hizo blanco. Los disparos, lo mismo que el batir de los botes de aceite vacíos, de nada servían; los leones seguían imperturbables su cena macabra como si se sintieran invulnerables. Dice Patterson: “Nunca en mi vida he experimentado mayor tensión nerviosa ni mayor desesperación como cuando por las noches oía cada vez más cerca y más fuertes los siniestros rugidos de esos monstruos, rugi-
203
INDIA - 1956 dos que invariablemente anunciaban la sentencia de muerte para alguno de nosotros antes del amanecer.” Primero uno de los leones atacaba, mientras el otro permanecía en el breñal, pero a medida que cobraron más confianza los dos atacaban a la vez, llevándose cada uno su víctima. El terror se generalizó de tal modo que todos los peones que habían sido traídos de la India para esos trabajos acordaron abandonar el lugar. —Fuimos contratados para trabajar —decían-, no para servir de carne a los leones. Y se paralizaron totalmente los trabajos del ferrocarril. Los pocos empleados que quedaron se ocuparon en construir “chozas a prueba de leones”. Después de unos días llegó a Tsavo una escolta de soldados hindúes, bajo las órdenes del superintendente de policía, Mr. Farguhar, para ayudar a exterminar esos leones, cuya fama había llegado hasta Londres. Todo intento fue inútil. La intuición diabólica de esas fieras para eludir los puntos donde se apostaban los cazadores, era superior a la inteligencia y estratagemas de los hombres que pretendían acabar con ellas. Debo advertir que Patterson no era un cazador experimentado, cometió muchos errores, no aplicó en muchos meses un plan adecuado que pusiera fin a esos asesinos dándoles muerte; pero finalmente se le ocurrió una batida un día en que uno de los leones estaba más o menos localizado. Se parapetó entre la densa maleza detrás de un alto hormiguero que tenía al frente un claro; y esperó, mientras un buen número de hombres formados en semicírculo lentamente se aproximaban haciendo un ruido infernal, golpeando botes y gritando. La fiera no tardó en salir, Patterson la descubrió y serenamente esperó siguiendo a la bestia con la mira de un rifle que le habían prestado, de más alto poder que su rifle ,303, y cuando el león estaba a cinco metros de distancia oprimió el gatillo y el arma ¡no disparó! Inmediatamente lo descubrió la fiera, dio un salto y desapareció. Seguramente no atacó debido a su inquietud por el ruido que hacían los batidores. El hecho de no haber probado antes un rifle prestado demuestra que Patterson había cometido un grave error de novato en cacería; pero para los supersticiosos trabajadores lo ocurrido había sido obra del demonio, protector de las fieras. Al fin murió el primer devorador de hombres. Patterson puso de carnada un burro en lugar estratégico, se acomodó en un machán construido en lo alto de un árbol cercano y esperó. Por la noche la fiera cayó en la trampa, y un tiro afortunado puso fin a su cadena de víctimas. Días más tarde, cayó el segundo. Como sólo quedaban unos cuantos hombres en el ahora bien protegido campa-
mento, el león no tenía mucho de donde escoger su víctima. Patterson siguió día tras día su sistema de subirse a un árbol rodeado por un buen claro, con sólo unos cuantos matojos alrededor, por donde tenía la esperanza que alguna vez entrara su enemigo mortal. Una feliz noche, profusamente iluminada por una luna llena, la fiera asesina hizo su aparición. En esta ocasión Patterson había llevado como compañero un hindú llamado Mahina. Estuvo de guardia hasta las 2 a. m. y luego tocó su turno al hindú. Patterson había dormido apenas una hora cuando un presentimiento lo despertó; pero no había novedad. No muy satisfecho, se disponía volver a dormir cuando le pareció que algo se había movido entre los cercanos matojos. Pronto descubrió que no se equivocaba. ¡El devorador de hombres los acechaba cautelosamente! Como experimentado cazador de hombres, lentamente se acercaba cubriéndose y escurriendo el bulto como una sombra entre los matorrales. Cuando estuvo a 10 metros, Patterson disparó su .303* apuntando al pecho de la bestia, pero no cayó, dio un feroz rugido desapareciendo de un salto. Patterson, seguro de que había dado en el blanco, esperó a que amaneciera; luego, acompañado de Mahina, quien iba armado con un rifle “Martini”, y por un huellero nativo, siguieron el rastro de sangre que no tardaron en encontrar. Habían caminado 400 metros y entonces se dejó oír un terrífico rugido a corta distancia. Escudriñando entre la breña, descubrió Patterson a la fiera, la cual, furiosa y mostrando sus colmillos, miraba y gruñía en su dirección. Apuntó cuidadosamente y disparó. Instantáneamente cargó el león en forma decidida, pero un segundo tiro lo hizo rodar, pero se levantó inmediatamente y renovó la carga; un tercer tiro no hizo aparentemente efecto alguno. Entonces Patterson estiró la mano buscando el rifle que traía Mahina, pero, horrorizado, se dio cuenta de que el hindú ya había huido y se había trepado a un árbol. Afortunadamente, una de las balas había roto una pata delantera de la fiera, dificultando así su carrera y dándole a Patterson la oportunidad de treparse al mismo árbol en que estaba Mahina. El león llegó tarde; imposibilitado para trepar al árbol, huyó rengueando hacia el breñal. Para entonces ya Patterson tenía en sus manos el “Martini”, con el cual hizo un efectivo disparo que esta vez hizo caer a la fiera. En seguida se acercó, pero cuál no sería su sorpresa y gran susto al ver que de un salto, el maldito león se puso en pie intentando una vez más la carga; pero un tiro en el pecho y otro en la cabeza dieron definitivamente muerte al temible león, que cayó a escasos
• El .303 es un rifle inglés en el que Se usaban balas de 215
granos.
204
INDIA - 1956 cinco metros de su vencedor. Como he dicho antes, el caso de los devoradores de hombres de Tsavo fue único, insólito en toda la historia de las tragedias en las selvas de toda África. En cambio en la India, desde hace siglos y todavía hoy, siguen a la orden del día los tigres y panteras devoradores de hombres, igualando en astucia e inteligencia a los leones de Tsavo y superándolos en número de víctimas. ¡Y en qué forma! Allá no es una fiera ni dos, sino se contaban por cientos, todavía en tiempos recientes. Una sola tigresa mató 434 seres humanos. Un tigre, en el término de cinco años, mató a 64, y se sabe de muchos tigres cuyas víctimas se cuentan por cientos. Pero la gente de campo en la India está tan acostumbrada y obligada a vivir entre tigres y panteras, que resignadamente todo lo comparte con esas temibles fieras, su ganado y sus vidas, con una indiferencia asombrosa. Tal vez esa indiferencia a la vida y a la muerte se deba a su religión y a la mísera existencia que los oprime.
Cómo se caza el tigre Hay tres sistemas para cazar el tigre de Bengala, según la topografía y la flora. En las selvas y montes muy cerrados generalmente se acostumbra el machán, una ligera plataforma que se arma con ramas, arriba de un árbol a una altura no mayor de cuatro metros, en la cual se encarama el cazador a esperar pacientemente y por muchas horas su presunta víctima. Se estudia el terreno y se buscan huellas frescas de tigre por las brechas que dejan las carretas, o bien por las veredas formadas por el ir y venir de campesinos o animales; una vez localizadas las huellas, se atan en lugares estratégicos cuantos katras —búfalos domésticos de más o menos un año— sean necesarios, según el número de huellas y veredas por donde merodea la fiera; siendo a veces necesario utilizar de 5 a 8 búfalos. Todos los días, a hora muy temprana, van uno o dos peones a revisar las carnadas; si el tigre mató y comió parte de un búfalo el peón va al campamento a informar a los cazadores, quienes, acompañados por el guía y algunos nativos, se dirigen al lugar; se escoge un árbol que esté a no más de 20 metros de la carnada y se arma el machán. Se abandona el lugar, y a las 4 de la tarde el cazador se trepa a esperar al tigre que volverá por su cena, si es que vuelve, a las 6 p.m. o más tarde. Cuando no haya un árbol estratégico y conveniente, se construirá muy cerca del búfalo en tierra firme, a unos 20 metros, un escondite hecho con ramas, que servirá de parapeto al cazador para que no lo advierta la fiera al acercarse.
Elefantes hindúes con sus “mohout”, listos para emprender la caza del tigre.
Este sistema es muy emocionante y peligroso, si se toma en cuenta que el cazador estará solo, de noche, en una selva oscura. Otra forma de cazar al felino son las arreadas, batidas, un tanto parecidas a las que acostumbramos en México para cazar venados, pero que solamente se pueden practicar en montes o terrenos abiertos, o en montes con claros, donde el cazador pueda descubrir su presa a corta distancia y así colocar un buen tiro. . La tercera forma se ejecuta con elefantes, en los extensos pastizales que cubren la altura de un hombre. Los lugares más frecuentados son Meerut, el Narai y el Terai. Primero se localiza el o los tigres, luego se forma una línea de batidores a pie, estratégicamente situados, para que los felinos no se escurran y escapen; los batidores caminan haciendo ligeros ruidos, como si aplaudieran con las manos, o bien golpeando dos palitos uno contra otro. En el extremo opuesto, los cazadores, trepados en elefantes guiados por expertos mohouts que van montados sobre el cuello de los paquidermos, inician la búsqueda a campo traviesa, hasta encontrarse con los tigres. Los disparos,
205
INDIA - 1956 el rastro de sangre o el pasto que a su paso dejó abierto el tigre, hasta encontrarlo y rematarlo. De cualquier manera, de día o de noche, en machán, a pie firme o sobre elefantes, la caza del tigre, de ese bellísimo gato, el más grande y peligroso del mundo, es emocionantísima.
¿Cuál animal salvaje es el más peligroso? Este tema siempre ha sido muy discutido; las opiniones, en lo que se refiere a los cinco grandes de la fauna africana, son muy encontradas. Para algunos, es el elefante; para otros es el león, o el búfalo, o el rinoceronte o un leopardo herido. En mi concepto, metiendo también la cuchara, todo depende de las circunstancias y los casos con los que se haya enfrentado el cazador, y de ahí su opinión muy personal, pues por algo en África a los animales que acabo de mencionar, se les llama “los cinco peligrosos”. Todos ellos han tenido en su haber víctimas humanas. En la India es diferente; haciendo un poco a un lado al elefante, que sin discusión, no es tan temible como el africano, el tigre es el amo. Ni el enorme gaur, ni el búfalo salvaje, ni la pantera ni el oso sloth pueden o deben comparársele en peligrosidad. El búfalo salvaje es muy escaso en la India Central y huidizo a la presencia del hombre, y además está vedada su caza; solamente se permiten unas pocas licencias en la región de Assam, que es donde existe la mayor reserva. En cuanto al gaur, ese hermoso y gigantesco toro, el más grande del mundo entre los salvajes, también es muy escaso. El gaur, sladan o bisonte, como también se le llama, sí es peligroso y difícil de abatir al primer tiro, debido a su gran corpulencia y enorme resistencia a las balas; siendo los animales solitarios los más peligrosos. El oso sloth es una bestia más o menos del tamaño del oso negro de México o de Alaska, y se le considera temible entre la fauna asiática muy capaz de enfrentarse a un tigre en comprometidas circunstancias y por regla general no ataca al hombre. El leopardo o pantera, como se le llama en Asia; es sumamente peligroso cuando está herido; una fiera astuta, ligera, audaz, valiente, cazador solitario y, considerando kilo por kilo, más potente que el tigre; pero su peso máximo no excede los 70 kilos contra 250 del tigre. En un encuentro cuerpo a cuerpo con una pantera herida; el cazador, si es muy fuerte, conocedor de estos félidos y con la suficiente entereza y presencia de ánimo, tal vez salvará el pellejo, si bien pasará unos meses en el hospital; como ocurrió al cazador Akelley en África, en el encuentro que tuvo con un leopardo al que hirió en una mano. Con el tigre de Bengala,
El gaur es uno de los animales más poderosos de la fauna asiática.
debido al alto pasto, tendrán que hacerse muy rápidos y a corta distancia. Otro de los estilos de cazar utilizando elefantes, es el siguiente: en las mismas áreas de altos pastizales, una vez más o menos localizado el manchón donde se encuentra el tigre, se organiza la batida seleccionando un árbol en un punto estratégico donde se trepará el cazador a esperar; se forman con los stops—individuos parados distantes uno del otro—dos líneas en un extenso ángulo abierto, mientras en el lado opuesto al cazador se extiende una línea de batidores de 80 a 100 hombres, que avanzarán despacio haciendo ligeros ruidos, empujando —valga la palabra— al tigre hacia el cazador. Tres o cuatro elefantes guiados por sus mohouts, van tras de la línea de batidores. Al irse aproximando la línea de batidores a los hombres stops, éstos, en orden progresivo, comenzarán a batir las palmas, anunciando de esta manera al cazador la proximidad del tigre. Ningún individuo deberá gritar ni hacer demasiado ruido, que pudiera producir pánico en la fiera y hacer que ésta corra hacia el cazador, obligándolo a un disparo doblemente difícil. Siguiendo este sistema, generalmente los tiros que haga el cazador no siempre hacen blanco en partes vitales, y surge entonces el problema de enfrentarse a una fiera herida en un denso pastal; pero para eso están ahí los elefantes. El cazador, montado en su paquidermo, seguirá
206
INDIA - 1956
El elefante suele estar frecuentemente representado en obras del arte hindĂş, tal como se ven en el Templo de Mamallapuran.
207
INDIA - 1956 ese “caballero”, rey de la jungla, sí que no hay salvación: un solo zarpazo es suficiente para volarle la cabeza a un hombre o romperle el espinazo. La circunferencia de su poderoso antebrazo, mide 50 centímetros de músculos de acero, cargados de dinamita. Cuando el cazador está a la espera de este poderoso animal, solo; en la oscura noche en plena selva, tendrá que poner a prueba su verdadera afición a la caza, controlar su sistema nervioso y la emoción, sabedor de que hay muchos devoradores de hombres; que puede convertirse en cazado en lugar de cazador, y que su adversario en el acecho, como un gran cazador nocturno, es más silencioso que un fantasma. Entonces, alrededor de las 8 ó 9 de la noche, que es la hora más propicia para el ataque, cuándo piensa que la fiera puede estar muy cerca, contiene la respiración, quisiera detener los latidos de su corazón; y abriendo inútilmente los ojos, con gran tensión en cada músculo y dominando el miedo, intenta penetrar la jungla para descubrir su tan deseado gran trofeo de caza; al menor ruido fluye la adrenalina, se acelera el ritmo cardiaco y se aumenta la presión arterial; su mente está concentrada, pues tal vez pudiera ocurrir que al menor descuido aquel trofeo de caza se convirtiera en su verdugo.
suerte, regresó con las manos vacías. El tigre no había vuelto a visitar su víctima de la noche anterior; sólo las hienas rayadas acudieron al banquete de segunda mesa. La suerte de Silvano fue diferente. Poco antes de medianoche fue George a recogerlo en el jeep; a poco rato regresaron los dos, cazador y guía, con la novedad de que tendwa —pantera, en hindú—, sí había ido por su cena. El cazador disparó, y tal como lo había dicho Sherley, de un salto desapareció la fiera en la oscuridad. Silvano no podía ocultar su angustia, su ansiedad y sus dudas, que por el resultado de su tiro se reflejaban en su semblante. —i Le pegué ... le pegué! ... nos decía a todos.—¡Estoy seguro de que le pegué! Pero los dos guías profesionales, George y Sherley, se mostraban escépticos, particularmente George. Según él; seguramente Silvano había errado el tiro; pero de todos modos por la mañana irían a ver los resultados. A las 6 de la mañana ya estábamos todos listos: Sherley y yo nos fuimos en la camioneta por una brecha, con la esperanza de cazar por el camino algún chital —venado moteado, o un sambar —magnífico cérvido que pesa 300 kilos—, o algún otro animal, mientras George y Silvano fueron en el jeep a conocer los resultados de la noche anterior. A las 10 a.m. regresamos al campamento, y no bien bajamos del guayín cuando nos salió al encuentro la señora de George, quien gritaba muy asustada: —¡La pantera ... la pantera ... mordió a George, está herido, venga doctor, venga! Lo de doctor se refería a mi persona, inmerecido título que mis compañeros me habían otorgado. Título, honoris causa, que me puso en un aprieto, pues se me consideraba como médico del campamento, y peor aún, al día siguiente de nuestra llegada habría de poner a prueba mi capacidad profesional. Inmediatamente nos dirigimos a donde estaba George para atenderlo en lo posible y que nos contara cómo había ocurrido lo de la pantera. Aquí cabe comentar que la pantera de la India tiene 28 vértebras y el leopardo africano tiene 22, por lo tanto es más larga la pantera. Como ya lo indiqué, George se fue con Silvano, a quien no creía que hubiese herido al felino, sino que había errado limpiamente el tiro. Cuando llegaron al lugar, lo primero que debió hacer era buscar cerca del becerro que había servido de carnada, algún rastro, alguna muestra de que el tiro había dado o no en el blanco; rastro de sangre no, porque se confundiría con la del becerro, pero hay otras muestras como las huellas de las zarpas al dar el salto, al sentirse herida la fiera, o bien, buscar pelos cortados por la bala. Pero no, lo único que preguntó fue por dónde había llegado la pantera y si se había dado cuenta mi compañero de la dirección en que había huido. El terreno del acontecimiento estaba en
Un pantera ataca y hiere al guía George Holland A las 5 de la tarde se fue mi compañero Silvano a esperar su pantera. Granville nos había advertido la importancia de la quietud absoluta que debíamos observar una vez encaramados en el machán: Principalmente —nos decía— al caer la tarde, no hagan movimientos rápidos ni vuelvan la cabeza y no hagan el menor ruido, el tigre o la pantera llegarán entre 6 y 9 de la noche. Tanto el tigre como la pantera no aguantarán la luz de la lámpara de baterías más de 2 a 3 segundos; por lo tanto, deberán disparar con rapidez y sólo tendrán oportunidad de hacerlo una sola vez, pues a menos que el impacto de la bala de precisamente en la espina de la bestia, de un salto desaparecerá en la espesura de la selva, aunque lleve el corazón destrozado. Coloquen la mira de sus rifles apuntando a los hombros y, sobre todo, pongan mucha atención a esto: no se muevan ni prendan la lámpara hasta que oigan que el sher —tigre en hindú— esté devorando su víctima, por ningún motivo se vayan a bajar del machán hasta que nosotros lleguemos en el jeep, alrededor de las 12 de la noche; tocaremos el claxon y ustedes nos gritarán si podemos acercarnos sin peligro. Se acordó que Sherley iría a las 10 p.m; por uno de los compañeros y George por el otro a las 12 p.m.; yo me quedé en el campamento. El compañero Montaño no tuvo
208
INDIA - 1956 las estribaciones de un monte boscoso, luego se extendía un campo plano con un pastizal de medio metro de alto, salpicado de arbustos y matojos. Mi compañero se había encaramado en el espiadero a las 5 de la tarde; a las 5:30 se había quedado solo, y la pantera llegó a las 11 :00 p.m. a 25 metros, distancia que había entre el cazador y el becerro que la noche anterior había matado el felino. Silvano disparó su rifle .300 Magnum y de un gran salto desapareció la pantera en el pastizal. A las 12:00 p.m. llegó George en el jeep, según lo acordado, para recoger al cazador; Silvano le contó lo ocurrido y los dos regresaron al campamento. Por la mañana del día siguiente, después de explicar mi compañero la posición en la que se encontraba la pantera cuando él disparó y que suponía había huido rumbo al pastizal, George echó un vistazo al terreno, amartilló una escopeta calibre .12 que, afortunadamente llevaba y que es el arma indicada para estos casos y se metió al pastal sin más precauciones, en forma por demás imprudente, sólo concebible en un cazador ansioso y novato, pero no para un cazadorguía profesional como George. Silvano lo seguía a corta distancia. Apenas habían avanzado 30 metros cuando George se topó con la fiera, que sí estaba mal herida. La pantera se le echó encima clavándole tres veces, en un segundo, sus cuatro poderosos colmillos en la pantorrilla, y lo derribó. En el primer instante, cuando la vio, apenas tuvo tiempo de disparar su escopeta sin dar en el blanco; pero no soltó el arma, y eso tal vez le salvó la vida porque, ya en el suelo y con el animal prendido en la pierna, disparó “a boca de jarro” el segundo cañón de la escopeta cuata, que esta vez fue un tiro mortal. Afortunadamente para George, la pantera había sido herida por Silvano interesando los hombros, de tal suerte que quedó imposibilitada para saltar al cuello de su enemigo, que es la forma habitual de atacar de las panteras o leopardos. Al examinar la herida, aprecié 12 orificios en la pantorrilla, correspondientes a tres mordiscos que había recibido nuestro guía. i12 impactos de los caninos, en menos de un segundo! Lo que más me preocupaba en mi carácter de “médico” era la infección que pudiera sobrevenir; la carroña, en las fauces de la pantera, podían producirla. Pero, allá en Guadalajara, me había aleccionado para atender estos y otros casos, mi querido compadre, el famoso cirujano —éste sí de verdad— Alfonso García Méndez. Me El leopardo o pantera, como se le llama en Asia, es sumamente peligroso.
209
INDIA - 1956 cercioré de que no había fractura en el hueso de la pierna —otra suerte de George—, e hice presión en los músculos para que la misma sangre lavara las heridas, pero después me dio mucho trabajo contener el persistente hilillo de sangre que fluía por uno de los orificios; luego lavé la pierna con jabón simple y la expuse al sol durante unos minutos hasta que se coaguló la sangré y se formó una costra. Mientras tanto, le inyecté penicilina y suero antitetánico; apliqué gasa en las heridas, vendaje y ... ¡listo! Como prescripción médica le recomendé —ya en broma— que podía dormir con la metiche de su mujer, pero nunca más tenderse junto a las panteras del lugar. No sé si el tratamiento que apliqué fue el correcto o no; pero el hecho es que 20 días después George, aunque cojeando todavía y usando un bastón, andaba ya en la selva con nosotros, y mi reputación como médico había quedado bien cimentada.
y disimulado con ramitas verdes para ocultarme, dejando solamente un orificio de regular tamaño, por donde pudiera ver el cebo y disparar mi rifle en caso de llegar el visitante. Me acomodé lo mejor que pude, me quité las botas y las colgué de una rama, colocando el rifle en forma conveniente para usarlo sin el menor ruido al tomar posición de tiro. Por todo alimento llevaba una naranja. Tanto me habían exagerado la astucia y el finísimo oído de esas fieras que me propuse no comer, ni beber, ni fumar, ni toser o estornudar; no hacer movimientos que pudieran producir el más ligero ruido y ser descubierto. No beber para no verme obligado a orinar, no dormir, respirar de vez en cuando por la boca para agudizar el oído; ni siquiera saborear un caramelo por el ruido que produce entorpeciendo el oído. . . En resumen, debía comportarme como un fakir o un yogi. Se fue Sherley y me quedé solo. La tarde empezó a pardear, poco después llegó la noche y con ella todos los misteriosos mensajes de la jungla, ruidos que no había oído antes en mi vida de cazador y que, francamente, no sabía interpretar ni definir en aquella mi primera noche en la selva hindú. No conocía el “llamado” nocturno del chital, del sambar, del barking deer, ni de ningún otro animal asiático. Pasaron las horas, la noche era fría; con esa inmovilidad estaba tullido, entumido, y la pantera no llegaba. Pese a todo ello, no me sentía impaciente o fastidiado; con mil pensamientos saboreaba la noche y los himnos del viento. Ya no se oía el llamado o el ruido de algún animal, los grillos y las cigarras hacía rato habían enmudecido; ahora un silencio de cementerio dominaba el ambiente. Era medianoche cuando se dejó oír el ruido más extraño, más misterioso, más tenebroso, lúgubre y aterrador que haya escuchado en mi vida: era una mezcla de mugido bestial con lamento de un ser humano o de alma en pena, un largo, fuerte, sonoro y continuo lamento. Dentro de mis conjeturas no podía definir la distancia, aunque sí la dirección, y no sé por qué me imaginé un monstruo terrible. Aquel mugido tenía algo del otro mundo; era hueco, escalofriante, siniestro, sombrío; en fin, no encuentro calificativos suficientes y adecuados para dar una idea al lector de la rara modulación de tal sonido, que más parecía venir de ultratumba. Casi duró, me imagino, un minuto y luego se acabó; instantes más tarde el aullar de una hiena: aaaaa ... uuu ... aaaaa ... uuu . . . y después, el silencio. Todavía hoy, después de haber pasado tantas noches en la jungla africana como en las selvas de la India en cacerías subsiguientes, no he podido imaginar el origen o causa de ese ruido o lamento que me pareció infernal; sí, ésa es la palabra: infernal. ¿Y qué podía o debería yo hacer? ¿Bajar de mi árbol a investigar? ¡Ni pensarlo! Durante
Mi primera noche solo en la selva De esta manera nuestro shikar empezó en forma un tanto dramática y a punto estuvo de ser trágica. En montes y selvas tan bonitas esperaba que la fauna fuera abundante y, por lo tanto, la cacería exitosa, pero no fue así, pues siguieron días tediosos, sin apenas cazar algún animal. Sherley se ocupó en atar por diferentes rumbos hasta 8 becerros vivos con la esperanza de que algún tigre o pantera mordiera el cebo. Una mañana llegó un peón al campamento a informarnos que una pantera había matado uno de los cebos. Esta vez, ya curado de mi catarro y tos, me tocaba a mí; a las 5:00 p.m. ya estaba en el machán. Di instrucciones a Sherley de que no fuera por mí hasta la mañana siguiente, pues bien sabía yo que normalmente, tigre o pantera regresan al animal muerto entre 7 y 9 de la noche, pero esos gatos no son “muy puntuales”, prueba de ello es la pantera a la que hirió mi compañero, llegó hasta las 11 :00 p.m. Mi puesto estaba a la orilla de un espeso monte que daba a mi espalda; en frente se extendía un terreno plano y a no más de 500 metros un ejido hindú. Desde luego me pareció improbable que la pantera regresara; mi opinión se reforzó al ver que de los restos del becerrillo sólo quedaban unos cuantos huesos. Pero siempre hay una probabilidad; era mi primera noche en un machán y debía probar esa experiencia para otras noches siguientes. Para este shikar había llevado dos rifles ingleses: un .30-06 y un .375; este último lo usaría para tigres y panteras, con balas de 270 granos con punta suave. Mi machán era por demás incómodo, confeccionado con unas cuantas ramas gruesas sujetas con sogas a una altura de 4 metros
210
INDIA - 1956
los días de nuestra libertadora Revolución, allá por 1921, tuve necesidad de dormir hasta en los cementerios y nunca he creído en fantasmas ni apariciones; pero este caso me ha dejado intrigado para siempre. A las 7 de la mañana llegó por mí Sherley y regresamos al campamento. Seguían pasando los días sin éxito, y los tres cazadores nos sentíamos fastidiados, molestos, defraudados, de mal humor, como ocurre siempre en tales casos. Acostumbrados a la abundancia de la fauna en África, donde no hay día en que regrese uno al campamento con las manos vacías, las altas y espesas selvas de Madhya Pradesh me parecían un fraude y pensaba que los tigres y las panteras eran unos asesinos, ladrones, marrulleros, que mataban nuestros cebos pero nunca volvían al sitio, donde esperábamos durante horas y horas inútilmente. Una tigresa había matado ya 3 búfalos sin volver a la cena; seguramente era un bicho muy astuto y experimentado. Una mañana nos recibió Sherley en el almuerzo con una noticia que nos alegró el corazón: había traído noticias de que un tigre había matado a un búfalo y que a juzgar por las huellas de las zarpas, que medían 5 pulgadas de ancho, el tigre debía ser enorme. Se decidió que Montaño fuera a probar suerte con el tigre y yo a esperar a una pantera. Pasó toda la noche, y ni el tigre ni la pantera se arrimaron. Había leído sobre las afamadas selvas de Madhya Pradesh, un paraíso para los nobles rajás, maharajás y algunos altos funcionarios ingleses comisionados en esa ex-colonia del Imperio Británico, donde fastuosamente se daban gusto practicando su deporte favorito, que justamente en otros tiempos se llamó “el deporte de los reyes”. Al entusiasmo que desplegaron esos afortunados nobles en este viril y peligroso deporte se debe la manufactura de las magníficas y hoy costosas armas como los rifles cuates, de dos cañones de alto poder de la casa Holland and
Holland o Westley Richards, cuyo valor actual es prohibitivo. Armas que sólo se obtienen hechas a la orden, pues no se fabrican en serie y hay que esperar más de un año para obtenerlas. Uno de esos nobles era el maharajá Surguja, quien tuvo la gentileza o curiosidad de visitarnos en nuestro campamento acompañado de su hijo y un sobrino. Este señor poseía la friolera de 200 rifles de lo mejor, y en su vida de cazador, según me dijo, había matado más de 1 000 tigres y otros tantos leopardos. No me consta, tal vez exageró o tal vez sea cierto, pues a los 70 años, edad que más o menos representaba cuando nos encontramos, todavía andaba cazando muy cerca de nuestro campamento.
Mi primer tiro fue sobre un chital La abundancia de la fauna había pasada a la historia, como van pasando las monarquías, los imperios y el coloniaje. Según mis modestos cálculos me llevaría no menos de 15 trofeos de caza de la India. ¡Qué optimista! Pero esos cálculos se basaban en lecturas de las cuales había extraído la siguiente lista de especies que habitaban territorios, desde las estribaciones de los Himalayas, pasando por las planicies selváticas de Madhya Pradesh, hasta Mysore. Elefante tigre real de Bengala tapir pantera negra pantera moteada leopardo de la nieves gacela Goitered gaur gacela Goa `
211
INDIA - 1956 En diez días de cacería, sólo había caído la pantera que hirió Silvano. De día y de noche salíamos por las brechas, con la esperanza de ver algún animal. Estaba prohibido cazar de noche, excepto si se trataba de fieras peligrosas; pero viendo Sherley el poco o nulo éxito que hasta entonces se nos negaba, “se hacía de la vista gorda”. Haciendo esfuerzos y poniendo todo su empeño, Sherley dio comienzo a los preparativos de una larga serie de batidas, sólo que en lugar de los 8 ó 10 hombres que se acostumbran en México, en la India se ocupan de 60 a 100, pagándosele a cada uno de esos pobres peones la miseria de un rupia por día —20 centavos de dólar. Así alternamos batidas de día con machán de noche, pero la mala suerte seguía invariable. Todos los días esperábamos que la cosa cambiara, me parecía imposible que en montes, laderas y valles tan bonitos no saliera ni un zorrillo, sólo se dejaban ver algunos hermosos pavos reales. En una de esas arreadas tuve la suerte de abatir un Chital, esbelto y muy bonito venado moteado, con pelaje muy parecido al de un cola blanca cuando apenas es un joven varetillo de menos de un año. El lance no tuvo mayor problema, ni chiste; pero al fin disparé mi primer tiro. El animal se me presentó a 100 metros acompañado de una hembra que quedó viuda, en terreno limpio, sin matojos y casi venía hacia mí en línea recta. Por la misma ansiedad que todos los cazadores sufríamos precipité mi tiro, pues bien pude haber esperado hasta que se pusiera a 40 ó 50 metros. Mi bala entró en el pecho sin tocar el corazón, el venado cayó después de correr unos 80 metros, dándome tiempo a un segundo disparo que, naturalmente, resultó trasero. Esta fue mi primera pieza en el shikar. Al día siguiente me tocó una mala postura en terreno un poco cerrado en un chaparral. En caso de que “algo” saliera, tendría que disparar muy rápidamente y a muy corta distancia. Si sólo fueran venados, lo más apropiado sería usar una escopeta; pero en la India, así como en África, una vez en el monte o en el campo abierto, lo mismo puede saltarle al cazador un antílope que un leopardo, o cualquier otro animal peligroso. En esta ocasión solamente me salió una hembra chital, a la que, naturalmente, no le disparé, pero tuve una interesante experiencia: en el terreno debía permanecer completamente inmóvil, sólo movería los ojos, con el arma lista para un disparo rápido. Se inició la batida y a poco rato oí el ruido de un animal que se acercaba a paso ligero, pero sin correr. Me emocioné, pero no me moví; esperé un momento y se presentó la hembra chital, se paró de golpe a 8 metros de mí. Seguí inmóvil como una piedra pensando que de un momento a otro surgiría un macho. Mientras tanto, la hembra no se iba, estaba como clavada, hipnotizada, como en pose para una foto,
Lobo Gris búfalo salvaje antílope Chiru sambar cérvido gato pescador y gato caracal oso sloth, oso azul, oso colorado, oso prieto —que no hiberna— barasingh cérvido. kabur —venado labrador. gacela tibetana lobo gris o negro chinkarah chital —venado moteado— blue-bull o nilgai —antílope del tamaño de un caballo con cuernos muy chicos— jabalí chico y grande venados Hangul, Shou, Throld, Thamin Muntjal hiena rayada chacal perro salvaje black-buck —antílope prieto— “cuatro cuernos” —antílope rarísimo. Amén de otras muchas especies y aves que sería largo enumerar, como los diversos borregos y cabras silvestres de alta montaña.
212
INDIA - 1956 sin quitarme la vista; los dos nos veíamos fijamente como se ven los enamorados, y así pasaron unos dos minutos. Finalmente, hice un ligerísimo movimiento de cabeza, la venada dio un resoplido y salió disparada desapareciendo a toda carrera en la espesura. Ese caso me convenció de la gran conveniencia de la inmovilidad cuando en el monte se espera un animal; lo que denuncia la presencia de un cazador es el “humor” del hombre y el movimiento. Si permanece quieto, con viento favorable, los animales no lo definen y su propia curiosidad, muchas veces los lleva al matadero, cuando se acercan al cazador. Los días seguían pasando sin ningún éxito, Ya llevaba una docena de arreadas, algunas de éstas metido en pastizales tan altos que me cubrían. —Oye, Sherley —decía a nuestro guía mientras nos internábamos en el monte— ¿no te parece peligroso este sistema? Si en estos terrenos nos salta un tigre, no me daría tiempo ni de encarar mi rifle. —Sí que es peligroso —me contestó—; pero ... ¿ Ves aquél árbol cuyas ramas forman una “Y”? Pues allí le pegó tu paisano Pablo Bush Romero a un tigre. Seguimos caminando pensando en mi interior que seguramente no tendría yo la suerte que tuvo mi amigo Pablo. Y en caso de que surgiera el tigre, ¿cómo nos las arreglaríamos? ¿Quién le tiraría, si no nos habíamos puesto de acuerdo y los tres cazadores íbamos en fila india uno tras otro? Seguramente habría una confusión peligrosa. No me gustaba esa forma de conducir un shikar; menos mal que ni siquiera un jabalí nos salió, ¡Ese Pablo. . . —seguía yo pensando—, es capaz de pescar sin anzuelo un manatí en Cozumel! Sherley había multiplicado las arreadas y por distintos rumbos había atado búfalos como cebo. Una endemoniada tigresa había matado ya tres becerros y ninguno de nosotros tuvimos suerte en verla; excesivamente astuta y desconfiada, ni una vez regresó a la carnada; seguramente con anterioridad habría recibido un escopetazo de algún nativo, por eso se voIvió tan ladina y recelosa. Por mi parte no tenía ningún interés en la fiera; yo quería un tigre macho. Ya había pasado tres noches solo, trepado en los árboles sin que llegara el tan codiciado trofeo de caza. Por fin resolvimos cambiar de campamento para probar mejor suerte,
El gran jabalí de la India.
y densa maleza con verde follaje y abundantes bambúes, altos y chaparros; unos de hoja amarillenta y raquítica, y otros de hoja ancha y muy verde. No faltaban las pequeñas granjas agrícolas o ganaderas, tan abundantes y pobres en toda la India, donde no se caminan cinco kilómetros sin encontrar alguna. Todo hacía suponer el perfecto hábitat del tigre y la pantera, esos terribles carnívoros, cazadores nocturnos y silenciosos, que cuando no encuentran su caza natural entre la fauna silvestre se van contra el ganado y los perros domésticos, los cuales constituyen un manjar para las panteras y, en último caso, ahí está el hombre, que resulta una presa más fácil. Por variados rumbos se ataron cebos y se organizaron arreadas. El primer día hubo algo de suerte. En una batida, mi segundo compañero, Montaño, mató un chital. Ya teníamos fresca y exquisita carne que comer. El segundo día me tocó en suerte abatir en buena forma la primera pieza de caza importante. Vaya, ¡la situación iba cambiando!
Campamento en Mangli
Tumbo un sambar de 300 kilos
Siempre que se cambia de campamento, en cualquier lugar del mundo, surgen nuevas esperanzas y se reviste uno de optimismo al contemplar otros panoramas menos trillados. Mangli me pareció como Supkhar, que distaba unos 30 kilómetros. Montes muy poblados del abundante árbol “sal”
Ya habíamos ejecutado sin éxito una batida, y de regreso al campamento se organizó otra que, a juzgar por el terreno, no le veía muchas probabilidades. Los batidores se habían quedado atrás de la falda de un montecito bajo,
213
INDIA - 1956 pero muy arbolado, chico, no mayor de un kilómetro. Seguimos en el jeep por una mala brecha hasta el otro lado y nos bajamos para caminar un corto trecho. Frente a nosotros teníamos un campo abierto, no muy amplio, sin matojos, pelón; después una depresión regular y al fondo, a menos de un kilómetro, el montecito que mencioné; nuestra izquierda se limitaba por otro monte, y a mi espalda, un barranco. El primer puesto me tocó a mí; lo consideré el más malo por quedar cerca de la brecha donde dejamos el jeep; a mi izquierda, a 100 metros, se acomodó Silvano, y más allá, Montaño con dos nativos. Llevaba yo mi rifle .30-06 cargado con balas de 180 granos con punta suave; me coloqué detrás de un árbol, y después de examinar mi visual de tiro, volví la cabeza para observar los puestos del grupo; a la vista estaba Silvano; miré más lejos a la izquierda, a las faldas del monte y ¡qué gran sorpresa! ¡Allí, parados, a no menos de 150 metros, en línea directa a Montaño, estaban un sambar y su hembra, a tiro regalado! —¿Qué pasará? —pensaba yo— ¿por qué no le tira? A paso tranquilo, sin alarmarse, se alejaron los dos venados perdiéndose en el monte —afortunadamente para mí—, por la falda del lado izquierdo del montecito que batirían los arreadores. Yo me “hacía cruces”, no me explicaba lo que había ocurrido al compañero Montaño ¿por qué no había disparado contra el sambar? Seguramente los venados volverían, pues ya debía haber empezado la batida. Ojalá y me salgan a mí —pensaba cruzando los dedos de mi mano derecha, pues con la izquierda sostenía el rifle en el punto de balance—, rogando a todos los santos me concedieran la “gracia” de tirar al sambar. Con ávida mirada recorría la falda del bosquecillo, y entonces lo vi aparecer; de entre los árboles “sal” venía a toda carrera en dirección mía el macho; la hembra no se presentó. No me precipité, eché un vistazo a las miras y, seguro de mi rifle, esperé; no sé cómo me aguanté, pero esperé. Al terminar la falda del bosque seguía un planito y después la depresión o vado que antes mencioné; al salir de allí el venado estaría a tiro, entonces dispararía yo. Y así ocurrió. Al entrar a la depresión se me perdió de vista, pero al salir siguió a toda carrera derechito en mi línea de tiro, apunté al pecho del soberbio animal cuando lo tenía a 130 metros y oprimí el gatillo. El animal no se detuvo, únicamente se desvió un poco, tal vez quería ganar la barranca que estaba a mi espalda, pero mi segundo ti- ro lo hizo rodar. Los dos tiros dieron en el blanco; el primero entró un poco a la derecha del corazón y, aunque era un tiro mortal, no lo detuvo. Todos nos reunimos a admirar la pieza, tomar las fotografías de rigor y algunas medidas. Me sentía contentísimo. Bien sabía lo raro que son esos grandes ciervos,
214
tan escasos que sólo llegué a abatir otro durante mi tercer shikar, seis años después. Resultaba más fácil, en esos años, cobrar una pantera que un sambar. El peso del animal se estimó en 300 kilos, que es el promedio y las medi
Largo: del nacimiento del rabo a la nariz 210 cm. Altura a la cruz 135 cm. Largo de los cuernos 82 cm. Apertura de los cuernos 88 cm.
das fueron las siguientes: Pelo parduzco, muy largo, grandes canales, lagrimales muy notables. Los cuernos cuentan con dos candiles o puntas en los extremos de cada uno y otro casi en el nacimiento.
La meada que ahuyentó a un tigre Cada vez que el tigre hacía una víctima, nos turnábamos para ir al machán. Aun cuando el cebo fuera un búfalo vivo, fui yo algunas veces con la esperanza de que llegara. En esos casos se ata un cencerro al pescuezo de la res, para hacer ruido y atraer a la fiera. Un día llegó la noticia de que el tigre había matado uno de los 8 becerros que había en diferentes lugares. Me tocó a mí la velada, y a las 5 p.m. ya estaba encaramado en mi árbol. A eso de las 8 de la noche me dieron ganas de orinar y lo hice desde arriba; más tarde, cuando el silencio era más profundo, oí que un animal se aproximaba; el terreno cubierto de hojarasca hacía el ruido más notable, eran pasos firmes, secos, menuditos; supuse que sería un jabalí o un venado chital que se siguió de paso. Media hora más tarde oí otra vez un ruido, la noche era sumamente oscura, pero en esta ocasión los pasos eran suaves y lentos, imaginé, desde fuego, que sería un tigre o una pantera, y una gran emoción invadió mi cuerpo. Respiré por la boca a fin de agudizar el oído, escuchaba el “dum, dum”, de mi corazón más frecuente que lo normal, mientras la fiera se aproximaba. Ya casi estaba debajo de mi árbol, pero de acuerdo con los consejos de Sherley no debía prender la lámpara, ni tratar de disparar, ni moverme hasta oír que la fiera devoraba a su víctima —las tarascadas que da el tigre al comer son muy ruidosas—. Cuando la fiera llegó prácticamente al tronco del árbol, a cuatro metros de mí, oí un ruido violento y dos o tres saltos, después siguió el silencio. ¡La fiera se había ido! Pero ... ¿en qué metí la pata? ¿Por qué huyó. . . ?, —pensaba yo, con la natural mortificación. Cuando a la mañana siguiente Sherley llegó por mí, le conté lo ocurrido y empezamos a estudiar las huellas que el animal había dejado abajo y en las proximidades del ár-
INDIA - 1956 bol. El primer animal que oí fue un chinkara —venado— y el segundo ¡un tigre!, según decía Sherley. —Pero, ¿por qué no se acercó al cebo —le pregunté— no me moví en lo absoluto, ni hice ruido alguno. —Algo le hizo sospechar de la presencia del hombre —replicó Sherley—; mientras seguíamos estudiando las huellas. —Pero si yo . . . —Ya no terminé la frase. —Mire —interrumpió—. Cuando llegó al pie del árbol olfateó algo y dio un violento salto a la derecha, más que salto fue una barrida, como lo hacen los perros de caza cuando atacan a un jabalí o a un jaguar acosado y saltan esquivando las acometidas o un zarpazo, y se fue. Entonces me acordé de la orina. Sí . . . eso fue. ¡Maldita sea! i No volveré a tomar agua! Pero, ¿cómo es posible perder así un tigre por una triste meada? El tigre, estaba
claro, olió la orina a pesar de su mal olfato; se dio cuenta que era de hombre dio un salto lateral, semejante a como lo hacen caballos pajareros, rancheros, cuando ven un hombre detrás de una cerca. —Bueno —dijo Sherley—; eso fue algo que no le advertí, lo de la meada. ¡Qué barbaridad! ¡Hasta donde llega la astucia, la desconfianza y el conocimiento que de los hombres tienen esos animales! Con razón, cuando se prepara un machán, no debe dejarse ningún rastro humano, ni ramas cortadas y sueltas en el lugar. ¡Y cuidado con tirar una colilla de cigarro, aunque esté apagado! En adelante, ya no parecieron exageradas tantas precauciones.
Una noche de machán con Granville
Durante las noches que había pasado solo en la sel-
Mi primer trofeo logrado en la India fue un raro y difícil sambar.
215
INDIA - 1956 va, había oído el llamado de algunos animales, sin poder definir a qué especies correspondían. Entonces pensé en que me acompañara Sherley la próxima vez. La ocasión no se hizo esperar. Había habido un búfalo muerto en el machán que en la mañana armaron en un estratégico árbol, a 20 metros de los restos del katra que había matado un tigre. Nos fuimos al machán y ya pardeando la tarde oímos una voz, que, cantando, bajaba del monte. Aquello no me gustó, perturbaría al tigre que en su cubil, en alguna parte de la selva, no muy lejos, seguramente se desperezaba estirando sus poderosos músculos, en igual forma que lo hacen los gatitos domésticos o los perros. Momentos después, vimos a un hindú montado en un burro, que bajaba del monte en dirección a la carnada, sin advertir nuestra presencia. Muy ufano seguía cantando — todo campesino cuando anda en los montes, donde sabe que puede haber tigres o panteras, siempre va cantando o gritando, con el propósito de ahuyentar cualquier fiera que pudiera estar próxima—, cuando a muy corta distancia descubrió el becerro medio devorado y se llevó el susto de su vida; espoleó como nunca a su burrito y, despavorido, se alejó cuesta abajo agitando los brazos y dando gritos. Posiblemente que al descubrir el búfalo muerto, pensó que el tigre estaría por ahí, a un salto de él y que seguramente se había alejado cuando él se aproximaba. Sherley y yo no pudimos contener una carcajada que aquel hindú nunca oyó. Llegó la noche y con ella los extraños ruidos y telegramas de la selva; primero, a las 8:30, el agudo balido de un chital, muy parecido al grito de un niño de 5 años, pero más fuerte; después, el sambar, que no sé cómo describir con letras: un sonido gutural muy fuerte y breve, una especie de “hok. . . hok”. Sherley se arrimó a mi oído para decirme: sambar. Después ya no oí más que el viento. Guardaba yo tal quietud que a veces mi acompañante me tocaba con la mano creyendo que estaba dormido. Otra vez oí lo que era el “llamado” del sambar; pero, con baja voz de confesión, me dijo Sherley: —es el tigre. Ya había leído que el tigre imita el balar del sambar, con el objeto de que alguno le conteste y así localizarlo; pero este tigre no tenía porqué buscar otra víctima teniendo allí todavía la mitad de la que había sacrificado. Sin embargo, aquel llamado se repitió varias veces, pero nunca más cerca de nosotros. Más noche oí otro ruido; era igualito que el hipo de un borracho o de un estómago sobrecargado; aquel jip . . . jip . . . se repitió también varias veces. —Es el mismo tigre, sospecha algo y está desconfiado —me dijo Sherley—. En varias direcciones oí el mismo hipo, que supuse a
100 metros. Pasó la noche y aquel infeliz nunca llegó a la carnada. Por la mañana, ya con sol, buscamos y encontramos las huellas. La fiera había rondado haciendo grandes círculos alrededor del machán, sentándose con frecuencia como se sientan los perros y con la cabeza siempre en dirección a los restos de su víctima. Ese condenado hindú que bajó en su burro tuvo la culpa de todo; pero al menos, adquirí alguna experiencia.
En Neem-Pani cazo mi primer tigre de Bengala De mi diario transcribo la siguiente anotación: “Balance de los 16 días que llevo de caza en los blocks de Supkhar y Mangli, en los que sólo he tumbado un sambar y un chital. Cinco noches he pasado en los machanes esperando al tigre, sin éxito. George ya se siente mejor de su pierna, empieza a caminar ayudándose de un bastón. ¡Qué bueno! Pronto podrá ayudar a Sherley. Ya no tengo catarro, aunque sigue intenso el frío por la noche. Todos nos sentimos muy desanimados en estas tan hermosas junglas, con tan escasa fauna silvestre”. Con alguna frecuencia acompañaba a Sherley a escoger los lugares donde atar los búfalos para carnadas. Había sentido cierto presentimiento y simpatía muy particular por un lugar que después supe se llamaba NeemPani, uno de tantos lugares y tantos nombres que acostumbra la gente de campo dar a sitios que no tienen la menor importancia. A pie, nos adentramos en la selva unos tres kilómetros cuesta arriba, deteniéndonos al lado de una depresión con pretensiones de volverse arroyo en época de los monzones. El espeso monte formaba parte de una cordillera que vista a distancia, brindaba ese hermoso color azul acero de nuestros bosques madereros de México durante los meses de septiembre y octubre. El lugar me pareció de lo más prometedor; terreno escabroso, monte muy cerrado, mucho bambú y variados árboles, y sobre todo el sitio estaba muy metido en la jungla. Un árbol estaba que ni mandado hacer para armar el machán. A 16 metros de ese árbol, en un reducido clarito, atamos un búfalo que traían los peones y regresamos al campamento. Tres días después llegó temprano uno de los nativos a informar a Sherley, manifestando alegría en su semblante. Alcancé a entender unas cuantas palabras, por las cuales me di cuenta de que el tigre había matado un búfalo en Neem-Pani. Habíamos acordado que si en ese lugar ocurría un ataque me tocaría pasar la noche en el machán; por lo tanto, inmediatamente nos fuimos Sherley y yo en el carro a ins-
216
INDIA - 1956 peccionar el terreno. A buena distancia abandonamos el jeep en una brecha y seguimos a pie. A poco andar, se nos cruzó una manada de cinco black-bucks, los primeros que veía; después se cruzó un sambar, del cual no hice caso, ¡qué ironía! ¡Ahora que iba tras de un tigre! Empezamos a encumbrar el monte, Sherley llevaba en las manos un rifle cuate y yo mi .375. Cuando nos faltaban unos 300 metros para llegar al lugar, descubrimos unos buitres que volaban en círculo, mientras otros descendían. Observamos el vuelo de esos barrenderos del campo deduciendo que, probablemente, el tigre estaba sobre su víctima; de otra manera los buitres habrían terminado su festín y levantado el vuelo. Lo normal es que estando sobre o cerca del animal muerto, los buitres se posen en las ramas de los árboles cercanos y esperan a que el monarca se harte y se aleje, dejándoles el campo libre. Ten listo tu rifle, pudiera ser que el tigre esté todavía ahí. Vamos —me dijo Sherley—. No sé cómo me vería yo, pero el semblante de Sherley denotaba el justificado temor de un sorpresivo encuentro muy peligroso. Seguimos encumbrando el monte con toda cautela, lentamente y deteniéndonos a cada momento para otear y escuchar; los rifles listos y quitado el seguro; atentos a cualquier movimiento, como cuando va uno siguiendo codornices. Al fin, con la boca seca y sudando frío, descubrimos a 60 metros el árbol, nos detuvimos a examinar el terreno, avanzamos unos metros y vimos unos cuantos buitres en el suelo, cerca del animal muerto. Era evidente que el tigre se había ido. Nos aproximamos ya sin temor dándonos cierta cuenta del por qué los buitres volaban en círculo y otros se sentaban en los árboles, dando lugar a nuestras deducciones. Había ocurrido para mí algo verdaderamente sorprendente, algo increíble, pero que manifiestamente probaba una vez más la inteligencia de los animales salvajes. Después de comerse casi medio búfalo, el tigre había cubierto con abundantes ramas y follaje los restos del animal, para protegerlos contra los glotones buitres, en forma tan perfecta como no lo hubiera hecho un hombre. Ahora sí estábamos seguros de que volvería. Debíamos dejar la carnada tal como estaba, sin descubrirla, para que cuando llegara Sher no sospechara nada. Sólo quitamos dos ramas para ver el pescuezo de la víctima, cerciorándonos de que, efectivamente, había sido un tigre y no una pantera quien había producido la muerte. Exactamente en la nuca, un poquito atrás de las orejas del búfalo se veían claramente cuatro orificios, dos de cada lado y ya no nos cupo duda; eran el impacto de los terribles colmillos del tigre de 8 centímetros de largo fuera de las encías. Anteriormente había visto otros becerros muertos en la misma
“Algo le hizo sospechar la presencia del hombre ... “
forma, siempre, con toda precisión, aquellos orificios en la nuca, en tanto que las panteras atacan invariablemente la garganta. Otra particularidad es que el tigre y el león comienzan por comer los cuartos traseros de sus víctimas, en tanto que los leopardos prefieren los cuartos delanteros. No cabía en mí de gozo. Temprano, a las 3.00 p.m. irían tres peones a disimular con ramas frescas el machán, limpiándolo de hojas secas que pudieran hacer ruido al tomar mi posición de tiro. Regresamos al campamento, limpié y revisé mi rifle probando en la recámara bala por bala, cerré las puertas de mi cuarto para oscurecerlo y hacer prácticas de tiro prendiendo la lámpara de baterías. Son unas lamparitas muy especiales para ese tipo de caza; por medio de un mecanismo simple se sujetan en lugar adecuado del cañón del rifle, cerca del punto de balance, en tal forma que, sin cambiar de posición la mano izquierda, bastará estirar el dedo índice haciendo presión en el apagador; un alambre corre a lo largo del rifle, sin estorbar la manuabilidad del cazador, hasta el lado derecho de la culata, en la cual se sujetan unas pequeñas baterías planas que producen la energía. Los rayos de luz no son tan fuertes como las populares lámparas que algunos cazadores usan para “Iinternear”, pero suficientes para alumbrar hasta 30 metros. En la caza del tigre no son prácticas las lámparas adaptables a la cabeza del cazador, porque se pierden instantes preciosos al mover la cabeza y se pierde la po-
217
INDIA - 1956 sición, mientras el cazador localiza y fija el rayo de luz y luego apunta al lugar del animal donde desea colocar su tiro. Debe recordarse que tanto el tigre como el leopardo no aguantan la luz más de 3 segundos, en consecuencia debe dispararse con rapidez. Las lamparitas especiales citadas son tan prácticas que una vez fijadas adecuadamente y en posición de disparar, esto es, con la mejilla pegada a la culata como si estuviera encañonando, al prenderla puede mover la cabeza lo necesario, a ritmo con el rifle, y al descubrir el blanco deseado la mira estará exactamente apuntando en el centro del rayo de luz. Algo parecido al procedimiento del tiro “al Trap”. Con este sistema cuando se quiere estar acompañado, el guía usará una poderosa lámpara que iluminará a mayor distancia una área más grande haciendo más libre y fácil el lance del cazador. Yo prefiero estar solo y sin estorbos, lo cual hace más emocionantes esos preciosos momentos. En mi
cuarto oscuro hacía prácticas cerrando los ojos y encañonando un lugar determinado en la pared, después oprimía el botón y al encender la lámpara era muy poco lo que tenía que desviar la mira del rifle pará encontrar el blanco marcado. Esta práctica había de darme muy buen resultado. Aquel día comí bien y bebí poco para no orinar en el machán, pero, por las dudas, me llevé una botella vacía. A las 4 de la tarde me quedé solo en la selva; oía la alharaca que Sherley y los peones hacían hablando deliberadamente para despistar al tigre haciéndole suponer que los hombres, sus enemigos, se alejaban y que no había peligro. Estaba a 4 metros sobre el nivel del suelo y calculé en 45 grados el ángulo de tiro sobre el cebo, localizado a 16 metros de distancia. Me acomodé lo mejor que pude para una probable permanencia de fakir durante toda la noche; me quité las botas, las colgué de una rama y busqué cómo
En primer término los restos del búfalo que servía como cebo, y al fondo, marcado con un círculo, el lugar donde cayó mi primer tigre.
218
INDIA - 1956 colocar el rifle de manera que estuviera a fácil alcance de mi mano; luego hice algunas prácticas encañonando al búfalo, tomaba el rifle y, erguida mi espalda, apuntaba apoyando el cañón sobre una rama atravesada, a conveniente altura, después, sin cambiar de postura, observaba la posición de todo mi cuerpo y del rifle; luego volvía a mi posición de reposo y, cerrando los ojos, a tientas, ejecutaba otra vez la misma maniobra, y ya encañonada la carnada abría los ojos para ver el resultado y cuánto tendría que enmendar la mira del rifle para que diera en el blanco, en el punto vital de mi víctima. Esto lo repetí varias veces, sin hacer el menor ruido con el rifle o mi cuerpo, evitando rozar una rama o las hojas del árbol que pudiera denunciar mi presencia cuando llegara el tigre. Me dio buen resultado tal práctica; muy poco tenía que enmendar suponiendo que el tigre llegara a comer por los cuartos traseros. Lo más probable era que el felino no llegara antes del oscurecer; mientras tanto, podía cambiar de posición con alguna frecuencia, para no cansarme demasiado. A las 5 de la tarde oí los berridos de una manada de langoors —monos—, en lo alto del monte. Era uno de los mensajes de la selva, probablemente habían sido alarmados por algún carnívoro; poco después pasaron algunos corriendo cuesta abajo, pero eso fue todo. A las seis de la tarde sólo el canto de pájaros y el viento rompían el silencio. Ya los rayos del sol no alcanzaban la tierra, sólo doraban la copa de los árboles; las tinieblas cubrirían la selva y anunciarían la hora del miedo en el pueblo, a causa del animal irracional ¿irracional? Es la hora en que la tribu carnívora se prepara para su nocturna y cotidiana cacería; es la hora en que el aldeano acorrala su ganado y cierra sus puertas por temor a sher y a tendwa: es la hora en que al cazador solitario le invaden mil pensamientos y recuerdos de trágicos sucesos de la jungla. Era también la hora de acomodarme, de no moverme más y esperar ... esperar ... esperar, con los miembros entumecidos por el frío y la inmovilidad de horas y horas. Ansiedad, tensión, constante angustia, temor ¿por qué no decirlo?, en la eterna espera de las largas horas de la noche, sher puede estar cerca, romper el acecho y saltar sobre uno en cualquier instante. Silencio profundo cuando sólo oigo mi respiración y los latidos de mi corazón. Son las 10 p.m., hora en que los grillos y las cigarras han parado su continuo y monótono chirriar; hora en que el silencio es más completo, como si todo, fauna, flora y hasta el viento temieran la presencia del monarca rayado. Es la hora de los fantasmas de la selva; en cualquier sombra, al parecer más sombra dentro de la oscuridad, se antoja a la imaginación del cazador, a su vista que penetra la oscuridad, la silueta del tigre que espera; es la hora en que vemos “moros con tranchetes”, y en noches
de luna, toda sombra toma la figura de una fiera al acecho. Pronto, el oscuro manchón del búfalo muerto se confundía con matojos y sombras. Después, todo fue oscuridad, todo parecía más distante; ya no distinguía las copas de los árboles, era mejor ya no tratar de ver y concentrar el sentido del oído. Silencio profundo, como el de las tumbas olvidadas que se visitan una vez al año para arrancar la hiedra que las abraza y las cubre, único abrazo que reciben los muertos. Para hacer que en esa dura soledad y espera las horas y el tiempo pasaran con mayor rapidez, mi mente repasaba pasajes de algunos libros de caza de mi predilección. Las horas transcurrían sin novedad. La luna, que estaba en creciente, asomó su pálido rostro rasgando con sus tenues rayos el negro velo que envolvía la vida nocturna de las selvas indostanas. Mis ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, empezaron a distinguir mil formas. Podía ver al búfalo muerto que, de no conocer bien el sitio, lo hubiera confundido con otras sombras. Pero ¿estaría yo condenado a pasar otra noche sin lograr siquiera ver al tigre? Había moscos que me molestaban mucho, y para evitar mover las manos los alejaba de mi cara a soplidos adelantando mi labio inferior; no temía estornudar o toser, pues ya había aprendido a controlar esos accesos. Había momentos sin viento, y entonces el silencio era tan profundo que la caída de una hoja seca producía un ruido multiplicado varias veces, haciéndome pensar, con el sobresalto natural, que era producido por el tigre que seguramente desde un ángulo observaba de cerca a su víctima. Entonces respiraba por la boca para agudizar mi oído y vivía momentos de gran tensión nerviosa. Pero, recordaba la recomendación de Sherley: “No te muevas, no hagas movimiento alguno hasta que oigas las tarascadas del tigre al devorar su presa; en esos momentos tendrá su vista clavada, y con el ruido que hace al desgarrar huesos y carne con sus colmillos entorpece su oído. Es entonces cuando debes prepararte a tirar”. Desde las 10 p.m. el silencio se hizo más profundo; dieron las 11 y las 12. Desconsolado, sin esperanza ya de que llegara mi tigre, me volví un poco hacia mi costado derecho, para descansar de la posición de yogi que había aguantado tantas horas. Pasó media hora más, y casi dormitaba cuando oí un ruido de huesos y carnes que se rompen y rasgan, pero tan fuerte como el que hiciera una manada de lobos hambrientos disputándose a mordiscos las mejores partes de un venado: rash . . . rash. . . rash. . . krak. ¡Por las barbas de Manú! ¡¡Es mi tigre!! —pensé—, mientras abría los ojos y reprimía un brinco, ya que de hacerlo, hubiera caído del árbol. Podrá imaginarse el lector lo que sentí después de 7 noches de espera. Ningún animal
219
INDIA - 1956 una probable permanencia de fakir durante toda la noche; me quité las botas, las colgué de una rama y busqué cómo colocar el rifle de manera que estuviera a fácil alcance de mi mano; luego hice algunas prácticas encañonando al búfalo, tomaba el rifle y, erguida mi espalda, apuntaba apoyando el cañón sobre una rama atravesada, a conveniente altura, después, sin cambiar de postura, observaba la posición de todo mi cuerpo y del rifle; luego volvía a mi posición de reposo y, cerrando los ojos, a tientas, ejecutaba otra vez la misma maniobra, y ya encañonada la carnada abría los ojos para ver el resultado y cuánto tendría que enmendar la mira del rifle para que diera en el blanco, en el punto vital de mi víctima. Esto lo repetí varias veces, sin hacer el menor ruido con el rifle o mi cuerpo, evitando rozar una rama o las hojas del árbol que pudiera denunciar mi presencia cuando llegara el tigre. Me dio buen resultado tal práctica; muy poco tenía que enmendar suponiendo que el tigre llegara a comer por los cuartos traseros. Lo más probable era que el felino no llegara antes del oscurecer; mientras tanto, podía cambiar de posición con alguna frecuencia, para no cansarme demasiado. A las 5 de la tarde oí los berridos de una manada de langoors —monos—, en lo alto del monte. Era uno de los mensajes de la selva, probablemente habían sido alarmados por algún carnívoro; poco después pasaron algunos corriendo cuesta abajo, pero eso fue todo. A las seis de la tarde sólo el canto de pájaros y el viento rompían el silencio. Ya los rayos del sol no alcanzaban la tierra, sólo doraban la copa de los árboles; las tinieblas cubrirían la selva y anunciarían la hora del miedo en el pueblo, a causa del animal irracional ¿irracional? Es la hora en que la tribu carnívora se prepara para su nocturna y cotidiana cacería; es la hora en que el aldeano acorrala su ganado y cierra sus puertas por temor a sher y a tendwa: es la hora en que al cazador solitario le invaden mil pensamientos y recuerdos de trágicos sucesos de la jungla. Era también la hora de acomodarme, de no moverme más y esperar ... esperar ... esperar, con los miembros entumecidos por el frío y la inmovilidad de horas y horas. Ansiedad, tensión, constante angustia, temor ¿por qué no decirlo?, en la eterna espera de las largas horas de la noche, sher puede estar cerca, romper el acecho y saltar sobre uno en cualquier instante. Silencio profundo cuando sólo oigo mi respiración y los latidos de mi corazón. Son las 10 p.m., hora en que los grillos y las cigarras han parado su continuo y monótono chirriar; hora en que el silencio es más completo, como si todo, El tigre volvió puntualmente a comer los restos del becerro.
INDIA - 1956 fauna, flora y hasta el viento temieran la presencia del monarca rayado. Es la hora de los fantasmas de la selva; en cualquier sombra, al parecer más sombra dentro de la oscuridad, se antoja a la imaginación del cazador, a su vista de los que hasta entonces había cazado, peligrosos o inofensivos, ni siquiera mi primer venado o mi primer elefante me habían deparado emoción tan fuerte y viva en mi vida como la que sentía en ese momento; impresión tal vez comparable al primer brinco de un paracaidista en aquella época en que después de saltar al espacio, debía contar hasta 10 para tirar del mecanismo que abriría el paracaídas. Permanecí inmóvil, sólo mi corazón saltaba de gusto o ansiedad, no sé. Tenía que voltear todo el cuerpo, enderezarme, buscar en la oscuridad, a tientas, aquel nudito de la rama que me serviría de punto de referencia para tomar el ángulo de tiro encañonando a mi tan ansiado tigre, antes de encender la lámpara. Lo primero que hice fue tomar el rifle y voltearme, apoyándome firme y lentamente en las ramas gruesas para no hacer el menor ruido. Cuando la fiera dejaba de tragar un instante, detenía mis movimientos cerrando los ojos y abriendo la boca, concentrándome; esto se repetía varias veces. Comprendía que la fiera dejaba de comer levantando la cabeza para ver al derredor, como es usual que proceda todo animal salvaje y libre para no ser sorprendido. Cada vez que él dejaba de hacer ruido con sus poderosas mandíbulas, yo dejaba de moverme. Esta tarea duró unos dos minutos, pero me parecieron siglos. Empecé a encañonar quitando el seguro del rifle —en estos rifles ingleses, el mecanismo del seguro es silencioso si se quita lentamente tomándolo con los dedos pulgar e índice—. En esos momentos pensé: “¿Y si en vez de tigre resulta que es una infeliz hiena? Pero no, no puede ser ¡esas mandíbulas que oigo arrancar, romper carne, son tremendamente poderosas!” Ya estaba en posición; el único temor que sentía era errar el tiro. Debía disparar en menos de dos segundos después de encender la lámpara; si tardaba más, la fiera de iría. Sentía. un nudo en la garganta cuando toqué el botón de la lámpara. ¡Qué espectáculo! ¡Qué cuadro aquel! El tigre atravesado a 16 metros de distancia, se veía inmenso. Levantó la cabeza para verme con sus ojos de oro candente, hermosos; todo el hocico estaba lleno de sangre del búfalo, y su pelaje rayado, por efectos de la luz no se veía tan vivo como se observa a los rayos del sol. Esa maravillosa estampa, esa imagen poderosa del rey de la selva india que tuve ante mis ojos sólo dos segundos, no la he olvidado ni olvidaré durante el resto de mi vida. Cuando encendí la lámpara, la mira de mi rifle .375
daba a medio cuerpo del animal, la moví un poco a la derecha y oprimí el gatillo. La fiera dio un tremendo salto perdiéndose en la oscuridad y la maleza. Concentré el oído y pude contar tres saltos más; después, nada. Me incorporé tratando de penetrar la espesura con la lámpara, pero era tan densa que fue imposible. Entonces me asaltó la duda. “¿Habré errado el tiro? No, improbable a esa distancia. La mira apuntaba al mero codillo, un poco alta por el ángulo de tiro para que éste penetrara al corazón. Además, siento que pegué bien. Pero dicen, y también lo he oído, que cuando reciben el impacto de la bala siempre rugen, y éste no rugió. Bueno, tampoco rugió el primer león que abatí en África. Todas estas reflexiones me hacía tratando de convencerme de que mi tiro había dado en parte vital y que el tigre estaría por allí muerto; de otra manera, por la mañana me vería en la situación de la caza más peligrosa del mundo: buscar y rastrear la huella de un tigre herido. No debía bajarme del árbol. ¿ Para qué? ¿ Buscar yo solo y de noche a la fiera? Sería temeridad estúpida. Mortificado y con gran ansiedad pasé al resto de aquella larga noche. Cada rato miraba por entre las copas de los árboles esperando ver clarear la aurora, que al fin de las quinientas empezó a anunciar con desesperante avaricia su débil luz en un cielo gris; media hora más y ya se distinguían mejor las sombras del bosque. Volví a incorporarme tratando de descubrir entre la maleza a mi tigre muerto, pero todavía la claridad no era suficiente. Así se pasó otra hora. En tales circunstancias lo correcto, lo que debía hacer era esperar a que llegara Sherley, alrededor de las 7 a.m., y después, con la ayuda de algunos guías buscar las huellas del tigre y seguirlas. El procedimiento sería el siguiente: una vez encontrado el rastro, Sherley y yo estaríamos listos con nuestros rifles, mientras los nativos escudriñaban el terreno desde lo alto de los árboles más próximos. Si no descubrían nada, nosotros avanzaríamos unos 10 metros, mientras los ojeadores bajaban para volver a subir a otros árboles más adelante, y así seguir hasta encontrar a la fiera viva o muerta. En campo abierto y altos pastizales el procedimiento se haría con elefantes, como ya lo he explicado en páginas anteriores; pero en una jungla tan tupida y cerrada como las de Madhya Pradesh era impracticable. Es así que debía esperar a Sherley. . . pero no esperé, sino que cometí la mayor imprudencia en mi vida de cazador y afortunadamente tuve muy buena suerte. Ya había bastante luz, podía distinguir claramente todo lo visible a mi derredor, veía los restos del cebo, los matojos, los árboles, todo. Pero . . . ¡qué raro! En toda la noche no se acercó ni una hiena, ni un chacal, dos rastreros que nunca faltan
221
INDIA - 1956 al festín de la carroña, y hasta esa hora, la más propicia, ninguna muestra de vida daba el pueblo animal de la selva; ni buitres, ni cuervos, ni pavos, ni antílopes, jabalíes o venados, ni monos se habían presentado; sólo había oído a distancia los berridos de los siempre alharaquientos langoors que parecían alarmados, pues probablemente habían descubierto al tigre por ahí cerca. Ya no aguanté ni esperé más. De todos modos, con Sherley y sin él, la situación sería peligrosa; así es que lo mejor sería empezar ¡ya! Interiormente sentía la confianza de que había “pegado” bien mi tiro, y recordé que un animal de la vitalidad del tigre puede correr 50 metros con el corazón destrozado. Posiblemente mi tigre estaría por ahí cerca muerto. Después de escudriñar sistemáticamente el terreno metro por metro desde mi machán sin descubrir nada, resolví bajarme. Atado con una liana bajé mi rifle para no golpearlo; después, con el otro extremo de la liana sujeto entre mis dientes para no perder contacto con el arma, empecé a descender y una vez en el suelo, con mi .375 en las manos y el miedo en todo el cuerpo, pegué la espalda al árbol mientras a tientas, para no quitar la vista de la maleza, buscaba piedras que fui lanzando en todas direcciones. Cada vez que lanzaba una piedra en algún matojo o entre los tupidos ringales —así llaman en la India a los chaparrales de bambúes— encañonaba mi rifle esperando ver saltar la fiera; pero nada, ni un gruñido. Luego traté de buscar junto al becerro muerto algún indicio de que el tigre había sido “tocado”, pero si había sangre se confundía con la del katra y lo mismo ocurría con los pelos cortados por la bala; entonces avance unos pasos en la dirección por la qué me había parecido que había huido. Volví a lanzar piedras y avanzar un poco más. La selva era tan densa—en la foto se puede apreciar dónde cayó él tigre— que ya en pleno día no veía a mas de 10metros; así caminé unos 30 metros con el alma en la boca y gran tensión muscular y nerviosa. Seguramente mi tiró no había sido tan mortal como lo imaginaba, pero seguía “sintiendo” la seguridad del impacto en área vital. Un poco desalentado bajé el arma, resuelto a no avanzar más y esperar a Sherley, pero no dejaba dé buscar, de penetrar la jungla con ávidos ojos; me fijé en un lugar en que me pareció ver en la maleza un manchón rayado, algo así como una pierna de tigre; encañone mi rifle con la mano izquierda, mientras con la derecha lanzaba piedras. Después di unos pasos y ... ¡Vive Dios! Allí estaba mi tigre tendido! ¡Qué alivio y qué alegría sentí! Cerrando los ojos suspiré profundamente. El amo y señor de la selva, el terror de la fauna, el terrible carnicero nocturno que había llevado una vida de terror, de sangre y de muerte, había
caído para siempre aquella noche, abatido por mi rifle. Al fin había salido con bien de esa aventura. Pero si él tigre hubiera estado herido en vez de muerto, no sé cómo habría finalizado el lance. Sentí la misma o más alegría que la que siente un niño pobre cuando estrena zapatos nuevos. Creo que hasta lo besé. Me puse a observarlo; me pareció enorme, perfecto, no tenía defecto, estaba en el auge dé su vida; largas barbas en los lados dé la cabeza, grandes bigotes, colmillos perfectos, cola muy larga, el pelaje a lo largo del lomo era de un color alazán tostado, con rayas que dificultan mucho distinguirlos cuando se encuentran entre los pastizales o en los ringales. Sus poderosas zarpas medían 14 centímetros de ancho, casi como las de un oso kodiak; sus antebrazos tenían 50 centímetros de circunferencia y midió 2.85 metros de la nariz a la punta de la cola. ¡Qué bonito espectáculo! El y yo solos, sin más testigos en la jungla, cuando los rayos del sol empezaban a penetrar la selva haciendo resaltar más los colores negro y dorado de aquella hermosa fiera, el gato mas temible del mundo. ¡Caza Mayor: Noble y viril deporte! Cerca de las 8 a.m. oí el silbido de Sherley, contraseña convenida para arrimarse sin temor, o con las precauciones debidas, en el caso de un animal que se supone herido. Le contesté a gritos que podía arrimarse Sin cuidado. —¿Qué pasó? ¿Llegó el tigre? —me preguntó Sherley. —Pues sí; sí llegó. —Bueno, pero ... ¿le pegaste?, o ¿qué diablos ocurrió?, ¿por qué no estás en el machán? —Pues mejor ve para aquel lado —le dije señalando a donde estaba el tigre. —¡Gran Dios! —exclamó emocionado cuando descubrió la fiera. Y después de examinarlo volteó a darme un abrazo. —Buen tiro, Beni —así me lIamaba—; te felicito y gracias a ti has acabado con la mala suerte. ¡Mira nomás qué trofeo tan . . . tan trofeo de caza te vas a llevar a Guadalajara! Sherley se sentía tan contento como yo. Había llevado mi cámara Leika y le pedí me tomara una foto. La maleza, tan cerrada, no permitió un buen ángulo ni distancia, pero, para mí, es una gran fotografía, la cual, más que las palabras, revela claramente el esfuerzo físico y psíquico del cazador. En ella puede advertir el lector los desvelos, el ayuno, el cansancio y el agotamiento, amén de los 5 kilos que perdí de peso. Pero me gusta que sea así, que un gran trofeo de caza requiera un gran esfuerzo del cazador; así sentirá más satisfacción, a la vez que dará más sabor a los recuerdos. No es lo mismo heredar un peso, que ganarlo con el sudor de la frente. Así mi primer tigre Real de Bengala fue el resultado de mi tenaz perseverancia, el fruto de siete largas noches de espera, con un total de 102 horas de ma-
222
INDIA - 1956
chanes transcurridas en la jungla, seis de ellas solo, sin que nadie me acompañara. Al buscar la trayectoria de la bala, encontramos que le había destrozado el corazón, y por desintegración y deflexión de la punta suave había interesado el hígado. Ya en el campamento, después de tomar unas fotos, procedimos a desollarlo. No me cansaba de ver la piel, no me aparté del lugar hasta que vi que quedó bien limpia y salada. Me fui a dormir un buen rato, que bien lo necesitaba; para grabar más en mi memoria aquel día y hacerlo inolvidable por el resto de mi vida. Los negros de África cantan de día y noche durante sus faenas y sus ratos de holganza, cantan sus sufrimientos y penas, así como sus goces y placeres que son bien pocos; siguen una tonadita monótona y componen la letra de la canción, nada romántica, pues generalmente el motivo procede de cualquier acontecimiento insignificante del día. Por ejemplo: cuando están cortando leña con su hacha cantan a cada golpe: “La leña es dura... pero hace el fuego ... y calienta. O bien: “Bwana erró el tiro . . . y no hay carne para mí . . . “ Esto lo repiten mil veces. Pero aquella noche en la India había de ser muy distinto, parecía como si la selva, los astros, las estrellas y la gente se hubieran puesto de acuerdo pará festejar mi éxito de cazador. Habíamos hecho una gran fogata fuera de la posada, a campo abierto; en la fría noche el calor del fuego se sentía muy grato. La plática era amena, y la luna, casi llena, iluminaba los montes más próximos y de los más lejanos se dibujaban claramente las siluetas como inmensos guardianes selváticos que, adormecidos por la dulzura de una noche tranquila, reclinaban sus corpulentos cuerpos para oír mejor los trinos de las aves. De pronto ese silencio somnoliento lo rompió un dulcísimo coro de voces femeninas, voces de niños, de arcángeles divinos; el coro era ejecutado por 5 tamborileros que a ritmo perfecto emitían diferentes tonos. Calculé que lo menos serían 20 las voces de mujer. No era una simple canción, sino unos verdaderos
coros cuyas argentinas voces empezaban en un tono dolce pianissimo que gradualmente iba subiendo hasta llegar a un forte vivace. En el instante que callaban las voces femeninas surgía el de los hombres con sus varoniles voces de tenor, para después volver el de las mujeres y así sucesivamente se iban alternando. Había tal sentimiento, armonía, ritmo y dulzura en aquel canto que nunca hubiera creído procedía de gentes tan sencillas, tan ignorantes y selváticas. Gentes que no tenían siquiera nociones de lo que significa armonía, ni vocalización. Tal vez su única enseñanza la habían recibido imitando los trinos de los pájaros de la jungla salvaje. Sherley me informó que quienes cantaban eran las cuadrillas de hombres y mujeres que trabajaban cerca del lugar, abriendo una brecha para carretas. Me dio tristeza pensar que esas voces tan dulces y vibrantes correspondían a desdichados jornaleros, gente de pico y pala, hombres y mujeres que nunca han tenido el estómago lleno, que nunca conocieron los placeres del alto mundo y que no han sentido más satisfacción que sus alegres cánticos acompañados de un trago de arrak —aguardiente de corteza de árbol—, ni alimentan otro deseo sino que pronto acaben sus sufrimientos y que las cenizas de sus cuerpos incinerados sean esparcidas en el Sagrado Ganges, Río de la Fe.
Las panteras de Khans Kherra En el campamento prevalecía un ambiente tenso, molesto, neurótico, debido al poco éxito de la cacería. Y no era para menos, habíamos proyectado una estancia de caza activa de 45 a 60 días; ya habían transcurrido 25 y solamente yo había logrado abatir un tigre, objetivo número uno por el que habíamos dado media vuelta al mundo. Ya habíamos trillado 30 arreadas infructuosas en las 4 áreas de terreno: Supkhar, Mangli, Rouly y Jaipur, que Sherley
223
INDIA - 1956
Después de 7 noches consecutivas gran tensión nerviosa y 102 horas de “manchan”, cobré mi primer Tigre Real de Bengala en la jungla de Neem-Pani.
224
INDIA - 1956
La pantera se escurrió por el breñal ...
había registrado como lo mejor para nuestro shikar y no podíamos cazar en otros terrenos. Por otra parte, desde el primer día, debido a las heridas que de la pantera recibió George, habíamos quedado limitados a los servicios de un solo guía, Sherley, para atender a tres cazadores. Mi situación era muy particular. Como ya había cazado mi tigre de Bengala, tendría que esperar una segunda oportunidad, hasta que mis dos compañeros mataran el suyo, de modo que esa oportunidad estaba verde; sólo aprovecharía las arreadas, a las cuales podíamos concurrir los tres. Sin embargo, consideré la condición razonable y justa. Para entonces, ya George podía caminar apoyándose en un bastón y así ayudaba a Sherley, quien decidió organizar una arreada en los montes que forman la cañada de Khans Kherra. A un lado del fondo de esa cañada corría una mala brecha por la que los jeeps podían ir hasta el punto elegido. Por la misma brecha, los guías con frecuencia habían encontrado huellas de pantera, tan grandes, que aseguraban podrían ser de una tigresa. Los montes que estaban a la izquierda partiendo de Mangli, eran como todos los que habíamos recorrido, verdes, altos y muy tupidos; allí se ejecutaría la arreada. Partimos y por el camino fuimos encontrando los nativos que servirían de arreadores y, de “stops” —batidores fijos que, separados alrededor de 20 metros uno de otro, forman un cordón en ángulo con el cazador, pará que la pieza no se cuele por los lados—, éstos se treparían en los árboles para “ojear” mejor y palmeando ligeramente las manos pondrían sobre aviso al cazador cuando estuviera la fiera a la vista. Otro numeroso grupo de arreadores se quedaron muy atrás, desde donde se iniciaría la batida; éstos formarían un cordón abierto en línea recta y avanzarían haciendo ruido, una vez que los cazadores estuviéramos listos, en nuestros puestos. Abandonamos los vehículos y caminamos un buen tramo,
para después internarnos en el monte que empezamos a encumbrar. Mis compañeros tenían preferencia para ocupar los mejores “puestos”, considerando que yo ya había cobrado mi tigre. Me tocó el primer puesto, que juzgué ser el más malo pues quedaba a 200 metros de donde dejamos los jeeps, luego, a mi derecha, 100 metros más arriba, se apostaba Montaño y a 200 metros Silvano. Sherley y George esperarían donde estaban los carros. Cada uno de nosotros subimos al árbol que previamente se había seleccionado, a fin de tener mejor y más amplia vista, porque, como ya dije, el monte era muy cerrado. Vi a mi derredor y pocas esperanzas abrigué de que algún tigre o pantera se le ocurriera pasar por ahí; pero siempre hay una posibilidad. A la izquierda quedaba muy cerca la brecha por donde habíamos llegado sin evitar hacer algún ruido, y por lo tanto, era improbable que anduviera por ahí alguna pantera; frente a mí se dibujaba una vereda angosta que debía ser camino de animales silvestres. Me gustaba esa veredita; presentía que algún animal llegaría por allí y desde luego fijé mi concentración en ella. Monte arriba, el campo visual era muy limitado, no más de 30 metros. Revisé mi .375 que ya estaba cargado con balas de 270 granos, corté cartucho, puse el seguro y esperé. Después de una media hora oí un tiro, que era la señal convenida para dar principio la batida; inmediatamente me puse alerta quitando el seguro del rifle y en guardia baja; luego empecé a oír, todavía lejano, el griterío de arreadores que a la vez hacían ruido golpeando botes vacíos, o golpeando los troncos de los árboles con sus pequeñas y afiladísimas hachitas. Pronto empezaron las manifestaciones del disturbio de la selva con la presencia de alarmados animales que son para el cazador avezado, los telegramas de la jungla. Primero asomaron la cabeza los ruidosos monos langoors con su habitual algarabía, dando tremendos chillidos y
225
INDIA - 1956 saltando por todas partes; luego, el agitado vuelo del pavo real y otras aves que cruzaban asustadas, y después vi corriendo por el suelo, con sus alas abiertas y con la velocidad de la codorniz, unos preciosos gallitos salvajes semejantes o tal vez parientes de los pequeños, pero bravísimos gallos de pelea de Java, cuna de esa diversión. Si alguna fiera andaba por ahí, no tardaría en salir; mientras tanto, no dejaba de mirar cuidadosamente para uno y otro lado, moviendo apenas y lentamente la cabeza. De pronto fijé la vista en la veredita que ya he mencionado y ¡allí, a unos 30 metros, estaba parada, quieta, una hermosa pantera que ya me había descubierto, porque tenía la mirada fija en mí! Sólo veía yo la cabeza y el pescuezo de la fiera; el resto del cuerpo lo cubría el follaje y la maleza. No obstante la emoción sentida, no me precipité; la experiencia me había enseñado una vez más que en tales casos un movimiento rápido hace huir a la pieza, o ataca. La pantera no se movía ni me quitaba la vista; nuestras miradas seguían encontradas como si estuviéramos hipnotizados. Poco a poco fui levantando mi rifle hasta llegar a la posición de tirar, puse la mira en el pescuezo del animal y así permanecí unos segundos en espera de que diera unos pasos y enseñara el cuerpo, para poder colocar mi tiro en los hombros, pero no se movía. Como la distancia no era mayor de 30 metros, decidí disparar, apunté al pescuezo y oprimí el gatillo. La pantera dio un salto volteando el cuerpo y desapareció en el monte. George y Sherley, que se habían quedado por ahí cerca de la brecha, al oír la detonación se aproximaron a mí. Les grité que podían acercarse sin temor y bajé del árbol. —¿Qué fue? —me preguntó Sherley. —Una pantera —le contesté—, le tiré al pescuezo, no tuve tiempo de un segundo tiro. Luego fuimos los tres a investigar el resultado de mi tiro. No tardamos mucho en encontrar las primeras pruebas de que había dado en el blanco; en una hoja de un matorral había sangre, pelos y grasa. —¿Por dónde se fue? —preguntó George. —Por allí, monte arriba. Con las precauciones debidas nos disponíamos a seguir el rastro y ya habíamos dado los primeros pasos, cuando oímos un disparo. Era Montaño; instantes después siguió otro disparo. —¿Qué es, compañero? —grité un poco preocupado. —Una pantera; aquí la tengo ya asegurada —fue la respuesta. Me disponía a seguir el rastro que habíamos iniciado, pero entonces me dijo George: —¿Para qué seguir esta huella? No tiene objeto; tu pantera es la misma que acaba de salirle a tu compañero; mejor vamos a encontrarlo.
Nos dirigimos al “puesto” de mi compañero, pero lo encontramos ya en camino. Dos de los arreadores cargaban la pantera. Sherley, George y yo observamos que la fiera había recibido uno de los tiros en el pescuezo, lo cual reforzaba la opinión de George y Sherley de que era la misma fiera a la que yo había disparado. Surgieron algunas discusiones entre los dos guías que estaban de mi parte y mi compañero; que el derecho de “primera sangre”, que si esto, que si lo otro y, finalmente, intervine para aceptar que la pantera correspondiera a mi compañero, evitando de esta manera mayores fricciones. Pero lo bueno vino después. El resentimiento era ya un capítulo cerrado, pues en las grandes cacerías de grupo con relativa frecuencia se rompen los lazos de amistad por puerilidades que no valen la pena. Particularmente esto ocurre en cacerías largas, en las que durante meses se ve uno obligado a vivir, de día y de noche, bajo el mismo techo. No es lo mismo pasar un fin de semana entre amigos en Acapulco, que pasar meses en el monte; esto requiere una alta dosis de mutua tolerancia. Recuerdo que en expediciones cinetíficas antárticas, primero se enviaba a la base “avanzada” un par de científicos a pasar la noche ártica, que dura meses, en un hoyo, por decirlo así, cavado en el hielo; pero en un espacio tan reducido donde apenas podían moverse con los aparatos científicos con que habían de estudiar los diversos fenómenos atmosféricos. Así, en la oscuridad y valiéndose de lámparas de aceite, generadoras de luz y de un poco de calor, pasarían meses en tan estrecha intimidad, sin salir de su “cueva”. Hubo casos en que alguno se volvió loco; otros, en que al llegarse el término salían de sus agujeros odiándose para todo el resto de sus vidas. Entonces, en nuevas expediciones, se decidió que era mejor enviar a esos puestos avanzados a un solo individuo. Los resultados fueron mil veces mejores. En cacerías largas de grupos de más de tres personas, generalmente surgen divisiones y se rompen amistades, cuando no se pueden romper las cabezas. Surgen envidias y egoísmos: a éste le molestan los ronquidos de aquél, o que fulano “huele a rayos” porque nunca se baña. Si mengano mató un búfalo con cuernos de 45 pulgadas, zutano exige al guía cazador blanco, uno que tenga cuernos de metro y medio; zutano abatió un buen gran kudú disparándole toda la carga de su rifle, pero al llegar al campamento asegura que el antílope cayó de un solo tiro. En fin, esto ocurre en algunas cacerías, y no tendría nada de malo, si no se tomaran las cosas tan en serio. La sopa alcanzaría para todos, echándole más agüita.
226
INDIA - 1956 iEran dos panteras!
disgustado. Fue un error de los cazadores profesionales y también de nosotros, pues si hubiésemos seguido los rastros de sangre de las dos panteras no hubiéramos perdido una. Error que costó una pantera. Los dos, Sherley y George se llevaron la regañada de su vida. Pero. .. pues ... ; como solemos decir: “todo fue por falta de ignorancia”. En mis siguientes shikars en la India he cobrado dos panteras, y en mi salón de trofeos luce una tercera que hirió mi hijo Fernando y rematamos en circunstancias muy desfavorables y peligrosísimas; pero esto es materia para otro capítulo.
Pero volvamos a las panteras de Khans Kherra.A propósito, debe saber el lector que la pantera de la India es realmente un leopardo; tal vez la diferencia estribe en que el leopardo africano tiene 22 vértebras y la pantera tiene 28. Más o menos ocurre lo mismo con otras especies de animales como el caballo árabe comparado con los caballos andaluces, normandos o ingleses. Bien, pues, como decía ¡ahora viene lo bueno! Ya no había lugar que no hubiéramos recorrido, así que tres días después se organizó otra batida en el mismo sitio donde había caído la famosa pantera; me tocó el mismo puesto. Se inició la batida y cerca de mí pasaron algunos monos, con sus alaridos y alboroto de siempre; pero no salió pantera alguna y menos un tigre. Ya nos encontrábamos todos en la brecha junto a los jeeps para regresar al campamento, cuando oímos una alharaca de voces y gritos de los arreadores, y momentos después llegó hasta nosotros uno de los nativos, que se dirigió a Sherley. No entendí nada de lo que decía, excepto que cuando señalaba hacia el monte decía: Tendwa — pantera—. Sherley se fue con el nativo y regresó minutos después y nos informó que los arreadores habían encontrado una pantera muerta. ¡Era la otra pantera! ¡Es decir, que en la batida anterior habían caído dos panteras y no una! La pantera ya estaba en estado de putrefacción; las hienas se la habían comido casi toda; de modo que no había posibilidad de identificar el tiro o tiros que hubiera recibido. Los restos de la fiera fueron encontrados muy cerca de la línea, entre los puestos que habíamos ocupado el compañero Montaño y yo. Perder así, en forma tan torpe y absurda una pieza, un trofeo de caza mayor de esa categoría, era imperdonable. De esta suerte deducirá el lector-cazador que en principio, supuestamente, todos teníamos razón al pensar que en la primera batida sólo había “entrado” y caído una pantera: Sherley y George tenían razón, o creían tener razón, pues aunque como cazadores y guías profesionales dejaban mucho que desear, sabían perfectamente que tanto los tigres como las panteras son cazadores solitarios y que es rarísimo el caso de encontrar una pareja de machos juntos, o casi juntos, en una área reducida, y las dos panteras que salieron en la primera batida eran machos. Sherley Granville y George Holland se sentían mortificados por el incidente que acabó por dar al traste con el shikar, pues decidimos darlo por terminado. Por mi parte entonces sí me sentí verdaderamente
Su alteza el príncipe Rasikkumarshingi de Saurashtra Así terminó mi primer shikar en las selvas de la India. Ahora intentaré que el lector encuentre, en los siguientes renglones, fragmentos amenos con el relato de unas cuantas observaciones y costumbres vividas en mi viaje de regreso. Me encontraba en el suntuoso hotel Taj-Mahal de Bombay, considerado en otro tiempo como el más lujoso de la India. Estábamos en el comedor principal saboreando los postres, cuando llegó hasta nosotros Hatim, un hindú dueño de una tienda de armas y municiones, con quien habíamos iniciado una buena amistad desde nuestra llegada a Bombay. Ya sabía él que no habíamos tenido un completo éxito en nuestro shikar, y como en conversación mi compañero Silvano había manifestado sus deseos de probar suerte con los tigres en alguna otra región del país, venía a comunicarnos su interés en presentarnos a unos señores que nos esperaban en uno de los salones del hotel, entre los cuales había un buen cazador que se las sabía “de todas todas “. Sin dar mayor importancia al asunto, le contestamos que iríamos con todo gusto en cuanto termináramos de comer. Nos dirigimos al salón y nos encontramos con cuatro cenizos hindúes, muy bien presentados; todos hablaban un inglés de Oxford, que es uno de los dos idiomas oficiales de la India. Inmediatamente la plática cayó sobre el inevitable tema de la caza. Uno de estos señores, que acaparaba la conversación, era el “cazador” y nos sugería que con toda seguridad lograríamos nuestros tigres en el distrito de Orissa, en las selvas de Patna y Sonopur. Debo advertir que mi compañero Silvano no hablaba inglés ni lo entendía; pero mi otro compañero, Montaño y yo le servíamos de intérpretes. La conversación se había tornado tan animada que me dijo Silvano, suponiendo, como todos, que el hindú que tantos conocimientos mostraba sobre ca-
227
INDIA - 1956
Después de dar explicaciones por la equivocación cometida, hice muy buena amistad con el príncipe Rasikkumarshingi. cería era un cazador profesional: —Mira —decía Silvano—, yo no me regreso a México sin mi tigre. Dile a este señor que si quiere y está dispuesto para acompañarme a los lugares que ha mencionado. Ni tardo ni perezoso hice la pregunta así, a secas: —Dice mi amigo que si usted podría acompañarlo actuando como guía. —”Diga usted a su amigo —me contestó— que lo siento mucho, que no me es posible; pero que tal vez pueda darle una dirección”. Apenas acababa de traducir la respuesta a SiIvano, cuándo nuestro amigo, el armero Hatim, puso en mi mano una notita que decía: “Está usted ablando con su alteza el príncipe Rasikkumarshingi de Saurashtra”. Cuando acabé de leer sentí como si me hubieran echado un cubo de agua fría. A quien tomábamos por un simple guía de caza, un shikari, resultaba ser un príncipe. ¡Qué bárbaro! Pero casi toda la realeza ha sido educada en Londres, y este príncipe había adquirido en su educación el control, dominio de carácter, flema y diplomacia del británico, porque en aquella conversación en la que lo tratamos como a un corriente plebeyo no se alteró ni un rasgo de su semblante ni se inmutó un ápice. Yo no hallaba dónde meter la cara, y lo mejor que se me ocurrió fue hablar con franqueza pidiéndole mil perdones
por mi error involuntario, tratándolo de “alteza” desde ese momento. Siguió la plática y nos hicimos grandes amigos. El príncipe nos llevó en su coche a conocer el parque zoológico y al final nos invitó a una fiesta que en nuestro honor daría al día siguiente en su Palacio. Eso era precisamente lo que yo deseaba desde el momento en que pisé la India: una comida, una reunión en un hogar para estudiar y conocer costumbres de un país tan misterioso y propiamente un tanto sincretista en sus doctrinas religiosas. Al día siguiente, a las 8 de la noche, un coche esperaba por nosotros en la puerta del hotel. El príncipe había enviado por nosotros. El palacio del príncipe tiene mar, ofrece, desde sus amplias terrazas, una primorosa vista que domina el mar, los jardines y la playa. A un extremo de los jardines está una enorme piscina con agua dulce, toda cubierta con cristal, espaciosos salones, comedores, etc. Todo hacía recordar la feliz —¿feliz?— época del feudalismo en aquel país de contrastes, donde el desdichado “intocable” o descastado arrastraba su miseria milenaria al paso de los ricamente enjaezados elefantes, que en las festividades conducían a los todopoderosos pandits, rajás y maharajás. Pero llegó el año 1947, y con él la independencia. Y con la independencia del enorme país, la expropiación feudal,
228
INDIA - 1956
India: tierra de suntuosos palacios de rajás y maharajás ... el reparto de tierras, dejando a los dueños solamente sus palacios con alguna propiedad, más una renta anual que sostendría el gobierno hasta la muerte del primogénito del expropietario. El palacio, que en otro tiempo fue escenario de lujosas fiestas donde nobles damas esposas de acaudalados hombres ostentaron las mejores y más valiosas alhajas del mundo, lucía ahora un tanto desmantelado, porque muy pronto sería ocupado por la embajada de Estados Unidos, la cual pagaría una renta mensual de 2 500 dólares (de aquellos dólares), la misma renta de un departamento de lujo en Nueva York. Cosas de la justicia social mundial. En el porche nos esperaba el príncipe con un mayordomo que llevaba en las manos unas guirnaldas estilo Hawai y unos ramos de rosas. A cada uno nos colgó una guirnalda en el cuello, además nos dio un ramo de flores, y en cuanto cruzamos el umbral de la gran puerta nos recogió un sirviente, el ramo y la guirnalda. Pregunté al príncipe el significado de tan agradable recibimiento, y me contestó que éramos bienvenidos en su casa como amigos gratos. En un gran salón nos encontramos con los demás invitados: políticos de altura, industriales, médicos, banque-
ros, gentes de la nobleza, etc., a quienes íbamos siendo presentados, tanto a caballeros como a damas. A estas últimas no se les da y besa la mano, como es costumbre en Occidente, simplemente junta uno las palmas de las manos llevándolas a la altura y pegadas al pecho, como en actitud de oración, haciendo una inclinación de cabeza; la dama procede en igual forma. Las indumentarias de los hombres eran variadas, como si se tratara de un baile de máscaras, pero severas, serias, según y de acuerdo con su rango, posición o casta; unos con pantalones blancos muy ajustados, como de “brinca-charco”; otros de negro, con saco estilo Mao Tse-Tung abotonado hasta el cuello; otros con chaquetas muy largas, y otros, estilo europeo. Pero en cuanto al bello sexo, la cosa era distinta: todas ataviadas con largos y preciosos saris de seda de Benarés, Jaipur y Bombay, en mil colores, y para qué mencionar sus joyas. Como casi toda mujer hindú es muy esbelta y alta, se veían muy elegantes, resaltando más su figura al lado de sus maridos, algunos de los cuales, sobre todo los de negro, parecían cuervos entre las hadas. Hubo abundancia de whisky, cognac, champaña y botanitas, entre amenas pláticas; después pasamos a un largo
229
INDIA - 1956 y lujoso comedor; los invitados éramos unos 30 ó 40. Me llamó la atención la ausencia de cubiertos; sólo una cuchara y copas de cristal para cada comensal, luego sirvieron a cada uno una gran bandeja de cobre tan primorosamente grabada como las egipcias, y en ellas toda la comida de una vez; pero en seis tazas, unas de porcelana y otras de cobre; cada taza contenía un guisado diferente, con abundantes vegetales, y una taza contenía una sopa caliente. Por ahí empecé usando la cuchara y al terminar hube de esperar a ver cómo continuaban los demás invitados, sin cubiertos. Muy fácil: en un banquete no se usan cubiertos, pero se usa pródigamente la “cuchara de Moctezuma”; nos sirvieron unas tortillitas que me parecieron de harina integral, esponjositas, suaves y muy sabrosas, un tanto parecidas al “pan árabe”; entonces, a falta de cubiertos, se usan los dedos, igual que nuestros inditos.
se unta o embarra con una delgada capa de crema de cal —cal común y corriente— luego siguen varias especias a medio moler: clavo, pimienta, trocitos de nuez de Areca (especie de palma que se cultiva en Filipinas), polvo de madera de Khair, granos de anís y no sé cuántas cosas más; pero aparte de ser estomacal y digestivo en grado superlativo, tiene un sabor muy agradable. Terminó la fiesta; pero no la olvido y todavía cruzo una carta de vez en cuando con aquel príncipe tan sencillo y tan caballero.
Hong Kong Pasamos unos pocos días en ese hormiguero que es Bombay, ciudad que entonces tenía más de 4 millones de habitantes, de los cuales duermen en las banquetas como sardinas enlatadas más de 300 000 parias, que así como los caracoles, cargan con su casa a cuestas ellos llevan su petate. No hay lugares de diversión para el turista, pues es “estado seco”. En los cabarets sólo hay refrescos y cierran a medianoche; pero si va uno a los barrios bajos, lo que es una temeridad, brotan por todas partes individuos que ofrecen whisky, cigarros americanos, morfina, mariguana, opio y toda droga que se quiera. Tomamos nuestro avión que nos llevó a Hong Kong, vía Calcuta, en 11 horas de vuelo. ¡Qué diferencia con la India! ¡Qué diferente a ese pobre pueblo en el que se asegura que la mitad de la gente sufre tuberculosis! Quien ha visto Hong Kong solamente a través del cine, no puede tener una idea de lo que era en 1956, Cuando sólo tenía menos de 2 millones de habitantes. Hoy pasan de 4 millones y en su mayor parte son refugiados de la China comunista. Desde la llegada es impresionante; el avión va descendiendo entre los cerros de Hong Kong y Kowloon, para aterrizar en una magnífica pista construida en plenamar, en la bahía de Kowloon y prácticamente desembarcar pegado a Ma Tau Wai, una de las principales avenidas. Así llegamos al aeropuerto Kai Tak. Hong Kong es una preciosa isla: su nombre lo dice todo, significa “puerto fragante”. Una de las cosas más importantes para el turista es que allí encuentra un paraíso mundial de compras; todos los países están representados con sus productos en verdaderos bazares, donde se encontrará de todo a precios hasta un 50% más bajos que en el país de origen, y hasta es divertido regatear. Allí vacía uno con verdadero gusto los bolsillos comprando mil cosas, Hay joyería a granel, pero no de bisutería, sino de piedras preciosas, dominan los rubíes, las perlas, los diamantes y el jade oriental, que es el más fino del mundo. Había ¡15000 sastrerías que en 24 horas confeccionan un traje a
Tamalitos de la India La cena fue opípara, rociada con buenos vinos europeos. Por mi parte, comí de todo, y quedé a reventar. Me pareció extraño que habiendo comido con los dedos no nos pusieran en la mesa unos recipientes para lavarnos los dedos como es costumbre en otros países. Pero, en cambio, se nos guió a un inmenso lavatorio donde había más de 50 lavabos en fila, con espejo al frente a todo lo largo, finos jabones, lociones, cepillos nuevos para dientes, toallas, etc. Me pareció muy acertada esa costumbre. Luego pasamos a otro salón: ¡Más vinos y cremas! Ya no podía más; tenían razón los romanos en acostumbrar los vómitos durante sus copiosas bacanales, para “aguantar” y seguir. Pero pasó un sirviente, ¡bendito sea!, con una bandeja que contenía tamalitos verdes como nuestras cofundas de Michoacán: no pude rehusar el tomar uno, porque casualmente estaba junto a nuestro anfitrión. Tomé tamalito y me disponía a desnudarlo quitándole la hojita, cuando me dijo el príncipe; —No, señor Albarrán, cómaselo entero, con todo y envoltura. Obedecí y comencé a masticar. ¡¡Qué cosa más deliciosa! Pedí otro tamalito, y lo más extraordinario fue que a los 10 minutos me sentía como si no hubiera cenado y con ganas de entrarle a todo. El tamalito aquél, ese maravilloso tamalito, era un desempance, pero ¡qué desempance! Si Buda lo hubiera conocido y comido no habría sufrido esa indigestión que le causó la muerte. Ese tamalito es una de las cosas sabias de ese misterioso país hindú. Todos los restaurantes del mundo deberían conocerlo y servirlo. Naturalmente, pregunté por la receta, pero son varias y en América no hay todos los ingredientes. La hojita que envuelve al tamal las da un árbol que se llama Betle, de sabor agradable, sedosa y muy elástica,
230
INDIA - 1956 la medida, a precio regalado! Los juncos y sampanes, que constantemente transitan de un lado para otro, alrededor de la isla, dan un pintoresco e inigualable colorido con sus típicas velas siempre llenas de parches. 150 mil almas nacen, viven y mueren en sus embarcaciones. El sampan es su casa, su negocio y su vida; para esos chinos es lo que la lanza o arpón y la lámpara de aceite para el esquimal del Ártico; o lo que es el bumerang para el aborigen de Australia; o lo que es el machete para los nativos, de piel muy oscura, que semi desnudos habitan una región de la “Costa Chica” del estado de Guerrero, en México. Otra de las cosas pintorescas que seguramente desaparecerán del Lejano Oriente son los rickshas, esos carritos de dos ruedas, como de juguete, que se usan como taxis de tracción humana para el traslado de gentes, pues son tirados por los infelices coolies como si fueran bestias. Es divertido ver los rickshas en movimiento, pero me causaban pena. Por una “dejada” corta se pagaba medio dólar de Hong Kong, que equivalía, a un peso diez centavos. En la India una dejada en automóvil costaba una rupia ($2.25) y por otra rupia pueden esperar al pasajero hasta una hora. Continué mi regreso a Guadalajara en avión con escalas en Tokio, Hawai y Los Angeles. Hasta aquí mi primer shikar en la India.
Paramos en Hong Kong, escala en nuestro regreso a México. Miles de chinos nacen y mueren en sampanes
231
5 Alaska 1957
En lengua aleutiana Alaska significa “Tierra Grande” y en verdad que lo es. El cuadragésimo nono Estado de la Unión Americana, por el cual, al comprarlo en el año de 1867 pagó a Rusia un total de 7 200 000 dólares, o sea menos de cinco centavos por hectárea, es tan vasto como Colombia, Ecuador y Panamá juntos. Vitus Behring, un danés al servicio de Pedro el Grande de Rusia, descubrió ese territorio en 1741. Behring murió en el viaje de regreso, pero sus marineros llevaron a San Petersburgo, hoy Leningrado, numerosas y finas pieles de nutria de mar, —ésta es cuatro veces más grande que la nutria de tierra— que encantaron a las damas de la corte. Así fue como comenzó el tránsito entre Alaska y Rusia.
De la Península de Kamchatka, Rusia, partían las embarcaciones de 20 metros de eslora y penetraban en el Golfo de Alaska hasta Sitka. De regreso cada embarcación cargaba de 2 a 7 mil pieles de nutria. Sitka, situada muy al sureste de las costas de Alaska, bajo los zares de Rusia fue la capital comercial, cultural y social del litoral del Pacífico septentrional, cuando San Francisco todavía no pasaba de ser una aldea española virtualmente desconocida. La catedral de San Miguel, en Sitka, edificio rústico de madera construido hace 130 años, es aún sede del obispo ortodoxo ruso de Alaska. Los íconos de oro y las sabanillas del altar reflejan la época en que Sitka era un oasis de lujo enmedio de un páramo. Fue
232
ALASKA - 1957 su apogeo la fabulosa y de todo el mundo conocida fiebre del oro del Klondike. Fue así como un enorme territorio al que los aleutianos llamaban Alakshak, apenas habitado por unos cuantos aleutianos, esquimales e indios aborígenes, llegó a tener para 1946 hasta 90 000 habitantes; para 1958, fecha en que el territorio se convirtió en el Estado 49 de la Unión Americana, contaba ya con 212 500, Y para 1976, 300 000 habitantes. Desde entonces, con el apoyo del gobierno y los fabulosos recursos naturales del territorio, el progreso se ha acelerado no a grandes pasos, sino a saltos gigantescos. En 1957, cuando realicé mi primera cacería en busca del oso polar, la vasta extensión territorial de Alaska era de: 1 518 700 km2 y solamente contaba con unos 8 000 km de caminos carreteros. Las industrias importantes eran la pesca, la madera, el turismo y los cazadores que nos aventurábamos en sus despobladas, frías regiones nevadas, taigas, estepas, glaciares, ríos, musgos, inmensidad de lagos; montes de coníferas, arces y abedules, en fin un paraíso tanto para el cazador como para la abundante y variada pesca y fauna silvestres. Para 1960, cuando emprendí mi tercera cacería, aquello estaba notablemente transformado. La Península de Kenai, donde antes sólo había cazadores en busca de la cabra montañesa y el oso prieto, era ya un emporio de pozos petroleros; los buscadores del “oro negro” habían adquirido derechos de propiedad en 11 millones de hectáreas habiendo construido en el Estado Norteamericano un extraordinario oleoducto que atraviesa 1 500 km de heladas soledades. Cuenta, además, con carreteras de primera, campos aéreos, escuelas. El turismo es la tercera industria importante, pues ya se sabe que no todo Alaska es un refrigerador. Un cuarto de la población participa en las actividades militares: el campo de entrenamiento aéreo en Anchorage, el personal de la línea de estaciones de radar, de prealarma a distancia y el de las bases aéreas y navales de la zona, situada a menos de 86 km escasos del territorio ruso —sin contar las Islas Diómedes, una de ellas base rusa en el Estrecho de Behring, que sólo dista unos 50 km de la costa de América—. Pero Alaska es todavía una tierra inmensa, con una población de solamente 300,000 habitantes; la mayor parte inexplorada, desconocida. A partir de los alrededores de Anchorage, la ciudad más grande de 145 000 habitantes, empieza la taiga, la tundra, los numerosos glaciares y las elevadas montañas cubiertas de nieve, y por si todos sus grandes recursos naturales fuesen poco, cuenta, además, con la fauna más variada y numerosa de América, a excep-
La belleza de la tundra y las montañas de Alaska en el verano.
Alexander Baranof, administrador zarista de Alaska, quien eligió esta pequeña ensenada al pie de un triangular grupo de montañas como asiento de la capital rusa en el Nuevo Mundo. Actualmente la capital de Alaska es Juneau y cuenta con 6 000 habitantes. Joe Juneau hizo el primer descubrimiento aurífero en 1880. Para 1867 ya casi se habían extinguido las nutrias de tan fina piel, con lo cual perdió Rusia todo interés, hizo gestiones para vender el territorio de Alaska a los Estados Unidos. El Secretario de Estado, William Seward, consiguió que el Congreso Norteamericano aprobara la compra, operación denominada “La tontería de Seward’” por considerar que el territorio no valía nada y que era sólo una “hielera”. El cambio produjo una época de prosperidad. Hubo una rápida inmigración de entusiastas aventureros, mineros, bailarinas, comerciantes, etc., pero en poco tiempo el entusiasmo se enfrió. Años después, en 1880, se descubrió el primer yacimiento aurífero importante, y en 1898 llegó a
233
ALASKA - 1957
El oleoducto construido para transportar el petr贸leo de Alaska, atraviesa m谩s de 1 500 km. La variada fauna que posee Alaska es una de sus principales riquezas.
234
ALASKA - 1957
Los niños esquimales pertenecen a una de las razas más libres del mundo.
ción del jaguar y otras pocas especies. Es muy probable que en un futuro no lejano, Alaska, combinado con todo el enorme territorio norte del Canadá, desde los límites de EUA, hasta el Ártico, llegarán a formar un inmenso y fantástico paraíso del aficionado a la caza mayor y a la pesca. En el Ártico, en la región más septentrional de América, está la tierra del esquimal, el mundo del hombre libre que tal vez en lo futuro se convierta en una reserva, como la de los “pieles rojas” de Arizona. Después de mis cacerías en Asia y África, mi proyecto era cazar en 1957 el oso polar del Ártico, y felizmente mis deseos se realizaron en compañía de mi hijo Fernando. Más tarde, regresé al Ártico en febrero de 1963, mes tempranero, cuando el rigor del frío es más intenso y la caza más difícil y dura. Los deshielos comienzan en abril y hay temperatura más benigna, pero yo quería sentir, vivir con los esquimales, para observar sus costumbres, en medio de esas temperaturas de 30 grados bajo cero en pleno día. La nostalgia de esa soledad inconmensurable —semejante a la nostalgia que siente el beduino árabe o el tuareg del desierto del Sahara—, de infinita blancura inmaculada, me empujaba irresistiblemente a convivir una vez más en ese mundo extraño con los esquimales, con esa tribu tan
primitiva, tan aislada, tan alejada del mundo civilizado, tan ignorante pero tan libre. Todo esto combinado es sólo comparable a la vida de las aborígenes y primitivas tribus bindibúes, la más primitiva de Australia, hombre pre-draviniano de la India; la tribu pintubi, también de Australia, nómada; o a los bosquimanos del desierto de Kalahari en Sudáfrica; los fuegian, los onas y otras tribus de Tierra del Fuego, de Argentina. En el Perú, en Los Andes, en el Mato Grosso de Brasil, en el Río Amazonas y en cuantos lugares del mundo todavía existen tribus marginadas, ignorantes y salvajes; pero las cosas cambian, lentas, pero van cambiando, unas tribus mejoran Y otras, como los aleutianos isleños y los onas y fuegian se van extinguiendo. De las tribus arriba mencionadas, creo yo que los esquimales son a quienes mejor les va. Actualmente el Estado en alguna forma los ayuda, y el esquimal, obligado por el clima cruel en que habita, ha desarrollado su ingenio para procurarse algunas comodidades con los medios a su alcance. Sus largas y oscuras noches invernales en que no sale de su choza, le ha dado oportunidad y tiempo para cultivar y practicar sus innatas facultades artísticas adecuadas al medio que lo rodea, a lo poco que ven en su mundo y a su rudimentaria inteligencia.
235
ALASKA - 1957
Con el marfil de los colmillos de morsa, el esquimal talla piezas muy estimadas por los coleccionistas. El arte popular del esquimal que habita desde la Tierra de Baffin hasta el Mar de Behring, data de hace 2 000 años. Consiste en la fabricación de pequeñas pero admirables esculturas de piedra y basalto talladas a mano, que se estimaban como “curiosidades”, y hoy se exhiben en museos y se venden a altos precios en las mejores tiendas del mundo. También tallan brazaletes, collares, anillos y otros objetos en marfil de morsa, o colmillos de mamuts fosilizados (que vivieron en esas regiones en la época Paleolítica) representando a los diversos animales y seres humanos que habitan en el Ártico, lo único que conocen. También confeccionan toda su ropa, desde los mukluks —zapatos o botas altas— hasta ropa interior, pantalones y las primorosas parkas —sacos con capucha—, guantes de piel de foca; abrigadores, finos, suaves y sedosos. Valiéndose de rudimentarios utensilios fabricados con maderos arrojados por el mar en el verano y huesos de animales, utilizan toda clase de pieles a su alcance: focas, osos, nutrias, lobos, conejos, zorra, caribúes, etc., y diversas aves y peces de la región. Confío en no cansar al lector extendiéndome un poco más en describir, a grandes rasgos, algunas interesantes y curiosas costumbres de la vida del esquimal, palabra que
Utilizando como camuflage un trapo blanco montado sobre un pequeño trineo, este cazador esquimal intenta acercarse a una foca para dispararle.
236
ALASKA - 1957
Con las pieles de los animales cazados, el esquimal fabrica sus parkas, abrigo imprescindible en aquellas heladas regiones. significa “hombre que come carne cruda”. Recuerde el lector que me estoy refiriendo al mundo del esquimal de hace más de 20 años; hoy su vida va cambiando, la época del iglú pasó a la historia. La extensión habitable de su país, el Ártico, es inmensa; las distancias entre los puntos extremos como el Estrecho de Behring, costa sudoriental del Labrador y el Cabo de Farewell en Groenlandia, exceden los 10 000 km, distancia realmente impresionante si se consideran los medios de transporte de que disponían; el trineo de perros, el umiak y el kayak, estas dos embarcaciones o canoas construidas con pieles crudas de animales, principalmente con pieles de morsa. Hoy ya usan lanchas con motor fuera de borda y los snowmobiles, especie de trineo impulsado con motor de gasolina. En esa inmensidad habita la total población esquimal del mundo, estimada en 46 000 almas. Distancia, mar, campos cubiertos de nieve que algunas veces, según la estación del año y el grosor de la capa de nieve, se la ve azul, café, gris, y otras tan blanca como la leche, pero hay un frío eterno. La vastedad del Ártico es un mundo blanco sin horizonte, sin cielo ni suelo la mayor parte del año, porque el color gris de ambos se confunde en uno solo. No hay línea
divisoria, porque allí se unen el cielo y el mar congelado; no hay perspectiva ni puntos de referencia en ese extraño mundo visitado ocasionalmente por el hombre blanco, el cazador, que invade el imperio del oso polar, el amo de los hielos eternos, como el elefante, el león, el tigre son los amos de las selvas. Actualmente el esquimal goza de la protección del gobierno, vive en chozas o casitas rústicas de madera y tiene su estufa de petróleo, en lugar de la ancestral lámpara de aceite. Ya no es el hombre que vivía en su iglú construido con gruesos bloques de hielo y semitransparentes ventanas de tripas de morsa, como fue usual en el siglo pasado, Esos iglús los usa todavía, sí, pero solamente para protegerse de las sorpresivas ventiscas cuando sale de caza con su arpón. Sin embargo, en bien poco difieren ciertas costumbres, creencias y ritos a las de los aborígenes de Nueva Guinea, África, Australia, el Amazonas, etc. El fetichismo, el “chaman”, la superstición, la promiscuidad, el incesto y la ignorancia siguen a la orden del día. En los lugares más remotos del casco polar, la vida entera dependía, todavía hace 25 años, totalmente de la caza y la pesca, con la ayuda de armas tan primitivas como el arpón para la pesca y las boleadoras para cazar aves; una lámpara de aceite daba luz y calor al iglú, así como
237
ALASKA - 1957 alimento y toda prenda de vestir obtenida de los animales cobrados. En sus frágiles kayaks y umiaks los esquimales entraban valerosamente en los mares y hielos, en busca de la morsa, la ballena, el oso polar y las focas para caza en las aguas libres, el kayak tiene un valor equivalente al del trineo, en la caza sobre la nieve. El kayak es una ligerísima canoa, tipo indio, individual para surcar las “corrientes rápidas” de algunos ríos; el umiak es una barca o canoa más grande, también hecha con pieles crudas, en la cual caben hasta seis hombres; se usa principalmente para arponear animales grandes como la morsa, la foca barbuda que pesa 500 kilos o la ballena. Puesto que su vida depende de la caza y pesca, no resulta extraña la extrema habilidad de los esquimales; en ocasiones pueden aproximarse a un caribú hasta una distancia de 20 metros. Cuando llegan las intensas ventiscas o nevadas de otoño, en los protegidos fiordos, el hielo suele presentar la tersura y la transparencia del cristal. Entonces, el esquimal se lanza a lo que llama “caza sobre el hielo liso”, que es uno de los más divertidos sistemas para capturar mamíferos marinos. El cazador usa unos zapatos de piel de oso polar o de perro, para poder avanzar sobre el hielo, sin resbalar ni hacer el menor ruido. En tiempo calmado, se deja oír desde lejos el resoplido de una foca —hay 47 especies de focas— en su respiradero —agujero hecho en la capa de hielo por el cual la foca sale a respirar
cada 9 minutos, este acto fisiológico dura 45 segundos, o bien sale del fondo a darse un baño de sol en verano—, y entonces el cazador dirige sus pasos hacia el agujero. Cuando una foca sale a respirar, lo hace a todo pulmón, por lo cual permanece junto al agujero durante largo tiempo. El ruido silbante indica al cazador cada vez que la foca respira, entonces aquél avanza corriendo; cuando el ruido cesa, se detiene silencioso para evitar que el roce de sus pasos denuncie su presencia, hasta que finalmente, al llegar al agujero, se mantiene listo para lanzar su arpón cuando la foca asome la nariz. Pasado el invierno, cuando empieza a salir el sol, el sistema de caza es otro: la foca sale por el agujero y junto a él toma su baño de sol levantando de vez en cuando la cabeza para vigilar y estar segura de que no hay peligro a su derredor. En esos casos, el cazador debe disimularse mediante su kattikning —un largo camisón blanco— y aproximarse silenciosamente, quedándose inmóvil y tendido en la nieve cada vez que la foca levanta la cabeza.
Concepto sobre la vida Actualmente las diversas misiones religiosas van catequizando al esquimal, pero la tarea es lenta y difícil, como lo es en cualquier país donde por siglos ha reinado la ignorancia unida a las muy arraigadas creencias primitivas; la El esquimal tiene su reino en las soledades heladas del Ártico.
238
ALASKA - 1957
La gran variedad de focas que existen en Alaska proveen al esquimal de alimento y abrigo.
idolatría, el fetichismo, la brujería, los tabúes, las supersticiones y otras lindezas como el “chaman” —respetable brujo de grandes poderes—. Los esquimales de Alaska y parte de los indios vecinos del norte apenas empiezan hacer incorporados a las religiones del mundo civilizado. Una gran parte cree todavía que el primer ser viviente fue el “Gran Cuervo”, animal reverenciado como emblema o progenitor de la tribu salvaje. En gran parte del sur de Alaska se ven los totems, altos y gruesos postes de madera con diversas figuras grabadas. El Gran Cuervo, dice la leyenda, estaba posado en el suelo en plena oscuridad cuando por vez primera tuvo conciencia de sí mismo, entonces plantó árboles y creó al hombre. Después, a un “chamán” lo convirtió en mujer. Es así como el cuervo representa la figura central de la mitología, siendo la idea de una creación del mundo ajena a la mayoría de los esquimales. Sus ideas acerca de tierras distantes son fantásticas. Suponen la existencia de seres que sólo excepcionalmente pueden ser sorprendidos por seres humanos —por los “hombres de los islotes”— que a veces los ayudan, pero que también los atraen y extravían para atormentarlos y
mantenerlos cautivos: los “duendes de ojos verticales y centelleantes”, cuyo encuentro puede ser peligroso para quien viaje solo; enanos y gigantes, “duendes insaciables”, el “pueblo de las sombras” y otros. Son todos ellos de aspecto horripilante, muy entendidos en brujería. Pueden convertirse en auxiliares de los “chamanes”; sus poderes son muy singulares, pero su constitución no difiere esencialmente de la de los hombres y las bestias. Debajo del mundo visible se halla el subterráneo, cálido y agradable; allí van las personas al morir y allí viven en condiciones parecidas a las de los mortales. Otras van al cielo, considerado como un hermoso lugar, mientras algunas tribus lo tienen por frío y desértico. Cuando los muertos juegan allí a la pelota con un cráneo de morsa, se producen las auroras boreales. Otras tribus conocen todavía una tercera mansión de la muerte: “el país de las cabezas gachas”, situado exactamente debajo de la corteza terrestre. A ella van a parar los cazadores torpes y permanecen con la barbilla caída sobre el pecho, cazando de vez en cuando, con mano torpe, mariposas que constituyen su único alimento. Todo el complicado sistema de los “tabúes” se enfoca a
239
ALASKA - 1957 rendir a las almas de determinados animales los honores necesarios, para que no rehúyan a los hombres ni se venguen de ellos. Estas ideas o creencias van unidas a las de una reencarnación. Cuando la cabeza de un oso se deja donde el animal ha sido muerto, con el hocico vuelto en dirección a la tierra, el alma del oso regresa a las montañas y se introduce en el cuerpo de otro oso. El alma del pez se supone reside en los intestinos; por eso es que se arrojan al agua del mar, y si acaso son llevados por las olas a la orilla, el alma del pez muere. Para todo esquimal la luna es un ser masculino que tiene por hermano al sol. El hombre se ve obligado a matar para poder subsistir, exponiéndose con ello a la furia de las almas animales. La foca fétida es un animal pacífico, a pesar de lo cual la mujer del cazador debe adoptar medidas de precaución para escapar de su ira y echarle agua en el hocico una vez que esté muerta, pues las focas viven en el agua salada y por lo mismo sufren sed. Durante la primera noche que sigue a la captura, el arpón debe colocarse junto a la lámpara de aceite, con el objeto de que el alma, que se encuentra aún en la punta del arpón, pueda calentarse con la llama. Los osos exigen que durante los tres días siguientes a aquél en que se les abatió, no se trabaje y, en cambio, se cuelguen obsequios para el animal muerto, el más apropiado de los cuales es un cuero para suelas. i Pues los pobres osos caminan tanto!. .. Resultaría demasiado largo relatar al menos una décima parte de las costumbres y la vida del esquimal, de manera que para abreviar esta especie de introducción, me limitaré a agregar unas cuantas más que estimo interesantes: La caza. En la época de verano la caza y la pesca son abundantes, tanto en aves y peces como en vertebrados; es cuando el esquimal se provee de carne y aceite para el largo invierno en que se limita a cazar focas y el oso polar, que nunca hiberna. En 1902 el gobierno de Estados Unidos importó de Siberia unos 1 300 renos y caribúes para enriquecer la fauna ártica; actualmente se estima hay cerca de 500 000 renos, en tan sólo un área de 200 000 km, sin contar otro número igual de caribúes, rumiantes que constituyen el “ganado” del esquimal. Un millón de kilómetros cuadrados pueden dedicarse a la cría del reno, que pesa, el macho, 140 kilos, su carne es exquisita, y su piel tiene múltiples aplicaciones. Pero los grandes mamíferos marinos —la foca, la morsa y la ballena— les suministran la alimentación básica; el aceite para las lámparas, pieles para su vestuario y recubrimiento de las embarcaciones, flotadores y cuerdas para los arpones, tendones tratados como hilo de costura, huesos y marfil para sus utensilios y
artesanías, etc. Además recogen gran cantidad de maderas que llevan a la deriva los ríos Yukón y Mackenzie, los cuales son arrojados al mar para luego fraccionarse por vastos trechos de la costa ártica. Para los esquimales es muy difícil superar el invierno. Por eso, el éxito de la caza de mamíferos marinos durante dicha estación es condición previa y fundamental de su existencia. Desde el Estrecho de Behring hasta el norte de Groenlandia, las dos focas de caza más importantes son la foca hedionda y la foca barbuda, las cuales, durante el invierno, permanecen bajo la capa de hielo que cubre el mar. Ambas variedades mantienen abiertos en el hielo los orificios para su respiración, y por éstos son cazadas. La caza de la ballena se lleva a cabo en los meses de verano en las aguas libres. La maniobra no es fácil, pero es simple: los esquimales abordan sus umiaks y sus pequeños kayaks, y se adentran en el mar; descubren las ballenas y las persiguen en dirección a las playas hasta
Los “totems” son representaciones de las creencias religiosas de los aborígenes del sur de Alaska y norte del Canadá.
ALASKA - 1957
Los caribĂşes emigran en grandes manadas durante el otoĂąo. La piel y la carne de estos animales son bĂĄsicos para la supervivencia animal
241
ALASKA - 1957
El lobo ártico es un gran depredador de la fauna de Alaska. que logran vararlas y después arponearlas Caza de lobos. El lobo ártico es una constante amenaza para el reno y el caribú, el cual, como ya dije, es el “ganado” del esquimal. Este terrible depredador, excelente cazador, sólo comparable con los perros salvajes de África y de la India, pesa aproximadamente 60 kilos; es tan resistente y tenaz que bien puede correr, sin descansar, 65 km en un día persiguiendo a su presa. Vive más de 10 años; las hembras paren de 3 a 8 crías por año, que alimentan —mientras son pequeños— regurgitando comida predigerida. Hay temporadas en que se presentan numerosas manadas de esos carniceros, ocasionando numerosas pérdidas de renos. Pero cuando se localiza oportunamente una gran manada y se informa a tiempo a la dependencia del Wild Life Service, con base en Juneau, capital de Alaska, entonces el Departamento envía algunos agentes especializados; éstos llegan en avionetas hasta las regiones del reno y emprenden una inmisericorde carnicería de lobos; con escopetas cargadas con postas gruesas son acribillados desde las avionetas. Así es como los gobiernos de algunos países, conscientes de la importancia que merece el cuidado y la procreación de la fauna, no reparan en esfuerzos ni en gastos para lograr su protección y conservación, sin tampoco extinguir al lobo esteparia, y de esta manera sostener el equilibrio ecológico de la fauna. El esquimal caza el oso polar empleando diversos sistemas; uno de ellos, es extremadamente cruel. La ballena tiene dentro de su boca una red, algo así como una barba interior de largas y finas tiras de una sustancia tan dura, resistente y flexible, semejante a una cuerda de reloj, que si no se la sujeta enrollada queda tirante, como un florete.
A esas tiras o cuerdas se les da el popular nombre de “barbas de ballena”, que, según me informaron, utilizan esos gigantes de los mares para formar dentro de la boca una red que aprisiona los minúsculos alimentos como el krill, el plankton, las quisquillas; la numerosa variedad de algas acuáticas, calamares, etc. Tan sólo el término plankton comprende 15 000 variedades de microscópicos animales unicelulares del mar. La ballena se echa una buena bocanada de krill, cierra la red de barbas y expulsa el agua al mar. Pues bien, esas barbas de ballena las utiliza el esquimal para matar osos. Toma una o dos barbas, que son como finos alambres planos acerados; las enrolla envolviéndolas en grasa de ballena formando una bola del tamaño de una pelota de tenis, que el intenso frío se encarga de congelar en cosa de segundos, conservándose a semejanza de una cuerda de reloj, y así queda una trampa lista y efectiva. Llega el oso, se traga la golosina, y cuando el calor de su estómago derrite la grasa congelada, se disparan las barbas como estiletes, como un resorte, perforando las entrañas del pobre animal que muere después de prolongados y terribles sufrimientos. Para la caza de aves se emplean diversos procedimientos, tales como el arco y la flecha; lazos sencillos o redes. Las gaviotas se atrapan por medio de “anzuelos”: el arma más sencilla es la “bola”, algo parecida a las “boleadoras” que usaba el gaucho argentino para dar caza, montado a caballo, al ñandú —ave un tanto parecida al avestruz—. Consta la “bola” de varias pesadas esferas de marfil de morsa o cuerno de caribú, cada una atada a una cuerda; los extremos de todas las cuerdas se atan, a la vez, en un solo nudo. Una “bola” lanzada con destreza en medio de una bandada de aves, se enrolla en torno de una o varias
242
ALASKA - 1957
Una mujer esquimal preparando pieles de caribú.
de ellas y las derriba. Recuerdo que en mi niñez usaba un tramo de alambre que lanzaba contra las bandadas de tordos, y caían por docenas.
Cuando necesitan cueros depilados e impermeables de mamíferos marinos, antes de la manipulación mecánica se les somete a un simple tratamiento químico; se da a las pieles un baño de orina que dura muchos días. Por ello, es muy frecuente encontrar en el piso de las chozas un amplio hoyo en el que se deposita la orina, tapado con unas tablas y del cual se despide un olor nauseabundo. También se conoce una auténtica forma de curtido con hueva de pescado, o bien se frota la piel con masa encefálica, ahumándola a continuación. Alimentos. La flora es muy pobre, de modo que no aporta mucho a la alimentación. Una de las variedades preferidas en “verduras” es suministrada por la fauna, aunque usted no lo crea, y es el contenido del estómago del reno o caribú, fermentado y de sabor ácido, el cual es muy apreciado como un manjar exquisito. También se comen los arándanos —planta que da frutos comestibles— las martilas, la mora, las raíces de diversas plantas, el tallo de la angélica —planta medicinal— y diversas algas. Un menú esquimal. Naturalmente, el menú que voy a describir no es el de todos los días, sino el que se hace en algún acontecimiento, como cuando un grupo de cazadores regresa a casa, después de una agotadora expedición, en medio de un frío rigurosísimo. Para no ser menos que los numerosos platillos de un banquete chino, se compone de 10 platos:
Algunas curiosas costumbres Para besar, el esquimal lo hace en forma por demás higiénica: en vez de unir sus labios, como es lo usual en otros países, se besan nariz con nariz, haciéndose cosquillas. Cosen de derecha a izquierda: el hilo es hecho con tendones hendidos de animales. Una de sus diversiones favoritas en los días festivos, después de una feliz y abundante caza es mantear a hombres y mujeres. A esta diversión le llaman Na-Lee-Ka-Tuk. Curtido de pieles. La piel de mamíferos marinos y de las aves contiene tal cantidad de grasa que su tratamiento, aunque limitado a quitarla, tiene el carácter de una verdadera tenería. Se quita a la piel los restos de carne con respadores de piedra, jade o hueso —el jade corriente abunda en Alaska—, de forma diversa, y se ablanda; resulta así una piel tan flexible y hermosa, que difícilmente se encuentra un equivalente. Por supuesto, las pieles de aves no se pueden raspar; para éstas la técnica se reduce a masticarlas hasta eliminar toda la grasa, procedimiento sencillo que asocia lo útil con lo agradable, puesto que se tragan la grasa.
243
ALASKA - 1957
1. Pequeños arenques secos, que siempre constituyen los entremeses. 2. Carne seca de foca. 3. Carne cocida de foca. 4. Carne manida de foca —que empieza a descomponerse—. 5. Uria cocida —ave que habita en los mares septentrionales—. 6. Un trozo de cola de ballena cruda —es el plato fuerte del festín—. 7.Salmón seco. 8. Carne seca de reno o caribú. 9 y 10. Los postres, consistentes en arándanos —el fruto del arándano contiene una pulpa azucarada y ácida que se usa en confitería, de un sabor agradable— mezclados con el contenido estomacal de un reno o caribú y aceite de foca; puede agregarse otro postre de moras batidas con grasa de ballena o aceite de foca. El fuego. Todavía en algunas comarcas se enciende el fuego en forma primitiva, idéntica a la de los aborígenes de África y Asia alejados de lugares civilizados, valiéndose de un taladro en movimiento rotativo por medio de un cordón, o golpeando uno contra otro dos fragmentos de pirita; esto último solamente lo practican los esquimales. Lo que el lector ha tenido la paciencia de leer sobre aspectos de la vida de los esquimales del Ártico, repito, están basados en costumbres de hace más de 20 años. Naturalmente que con el progreso llegado a esas latitudes, la vida ha cambiado mucho. El original trineo tirado por perros tenía la ventaja de que si en una larga expedición se agotaban los alimentos, se echaba mano de los perros para no morir de hambre, tal como procedían los grandes expedicionarios de principios de siglo, como R. Peary, quien fue el primero en llegar al Polo Norte, y Scott y Amundsen, al Polo Sur. Pero si al tri-
neo con motor se le agota el combustible o sufre una descompostura mecánica, ¿cómo y cuántos días necesitarán los cazadores para llegar al punto de partida? ¡Qué lástima de tiempos que ya no volverán!, tiempos en que al deporte de la Montería, con orgullo, llamábamos Arte Venatorio.
Primera cacería en el Ártico Pocos eran los cazadores que se aventuraban a ir al Ártico en busca del oso polar, tal vez por la lejanía y el frío, o tal vez por lo costosa que resulta ser la caza de ese plantígrado. Solamente se permitía cazar un oso polar y un grizzly ártico. Actualmente la caza del oso polar está vedada por acuerdo de las cinco naciones circumpolares: Estados Unidos, Canadá, Noruega, la URSS y Dinamarca, a fin de preservar tan importante especie. Valía la pena sentir y vivir, aunque fuese por corto tiempo, en el extraño mundo de los esquimales, en esas inhóspitas, gélidas, silenciosas, vastas, desérticas regiones de caza y pesca, perros y trineos que se deslizan sobre las eternas nieves de un mundo blanco. El Mar de Behring y todos los ríos se congelan en el invierno desde el paralelo 60; el deshielo empieza desde mediados de abril y culmina a principios de junio. Por eso, nuestra cacería empezaría a principios de abril; el punto de reunión con nuestros guías-pilotos J. Swiss y Lion Shellabarger, que ya teníamos contratados, sería la Bahía de Kotzebue, en pleno Círculo Ártico. El 5 de abril, mi hijo Fernando, que una vez más sería mi compañero y yo, abordamos en México un avión que nos llevaría a Los Angeles, para de ahí seguir a Seattle y luego a Anchorage, donde compraríamos la ropa adecuada para esas latitudes y demás cosas, que son muchas. Desde que volábamos sobre Vancouver noté la baja de temperatura y el cambio gradual del panorama terrestre;
244
ALASKA - 1957
Fernando en el Anchorage de aquellos tiempos
aficionados del esquí. Toda la ciudad era un desbarajuste. A excepción de las dos principales calles del centro, la construcción de las casas no era simétrica; cada quien construyó donde y como le dio la gana; había basureros por todas partes, carros destartalados y abandonados; las calles y callejones eran un lodazal; en fin, un pueblo rico, en desarrollo y descuidado, desorganizado. Cubierto de lodo y nieve parecía como si lo hubiera azotado un fuerte huracán. Así fue como conocí Anchorage. Lo primero que hicimos fue comprar la ropa que usaríamos en las bajas temperaturas del Ártico, principalmente un atuendo de piel de foca que bien aguanta 40 grados bajo cero. Me llamó la atención lo comunicativa, jovial y amigable que era toda la gente, lo cual me dejó un grato recuerdo. No se veían pleitos callejeros ni caras agrias. Nos gustó Anchorage y su gente, pero el día 9 de abril lo abandonamos; abordando un DC-4 rumbo a Nome para de allí continuar a Kotzebue. Nota de mi Diario: Siguen montes ralos con nieve, ríos congelados; a mi derecha se destacan altas y blancas montañas sobresaliendo majestuoso el McKinley, el pico más alto de todo Norteamérica (6 187 m sobre el nivel del mar), donde muchos alpinistas han encontrado la muerte en su anhelo de profanar con su pie la cima de ese pico, que parece flotar
primero las grandes y populosas ciudades; supercarreteras con sus hileras de puntitos negros que se movían como hormigas y el verde ajedrez de sus campos cuadrados; Iuego ya no se ven carreteras ni pueblos, la vista sólo abarca un sin fin de ricos montes de corpulentos árboles, una de las regiones madereras más ricas del mundo: Canadá. Desde la altura se ven gran cantidad de lagos, en los que los aserraderos depositan los árboles cortados. Esos árboles, sujetos en alguna forma entre sí, dan la impresión de enormes tortillas sobre un gigantesco comal negro, porque a 10 000 metros de altura el agua de los lagos se veía negra. Después, más adelante, ya no parecía que voláramos sobre Canadá sino sobre la taiga de Mongolia. Aquellos exuberantes bosques se transformaron en otros montes ralos, cubiertos de nieve, donde crece el típico espruce, raquítico pino del norte de Alaska. Poco después aterrizamos en el aeropuerto de Anchorage. La ciudad que hoy cuenta con 150 000 habitantes, en esos años me pareció un pueblo minero de la época floreciente del Yukón. Las pistas de aterrizaje son magníficas, ya que es una de las avanzadas de la Fuerza Aérea del país. Todos los días se oía el zumbido de los jets en sus vuelos de práctica o tal vez patrullas vigilantes. Al noroeste de la ciudad, a poca distancia, se ve majestuosa una cordillera de montañas totalmente cubiertas de nieve: son las montañas Chugach, a media hora de Anchorage, donde se reúnen los
245
ALASKA - 1957
El autor llegando a Nome. Va a empezar la primera cacería en el Ártico. en las diversas líneas aéreas de otros países, vestían, de pies a cabeza, igual que los esquimales, con preciosos a la vez que finos atuendos de piel de foca moteada; viéndose muy atractivas con sus pantalones y parkas de piel tan fina y sedosa como el armiño. En el vuelo de Nome a Kotzebue cruzamos el Círculo Ártico. A mi izquierda se dejaba ver la parte más angosta del Estrecho de Behring, totalmente congelado. Nuestra guapa azafata me señaló más o menos la tierra siberiana tomando como referencia la isla Diómedes, situada a la mitad de la costa rusa y la costa de América. Mar y tierra se confunden en un infinito manto de blancura; en invierno es prácticamente imposible señalar las costas de ambos continentes. La parte más estrecha sólo la separan 72 km. Son dos las islas Diómedes y se sitúan en medio del Estrecho de Behring: la Pequeña Diómedes pertenece a Estados Unidos distando sólo 5 km de la Gran Diómedes de Siberia, que es rusa. Estoy casi seguro de que durante nuestra cacería volamos en las avionetitas Piper sobre Siberia, en busca del oso polar. El famoso río Yukón que desemboca por allí, en el Mar de Behring, también congelado, apenas era perceptible. Luego todo se veía gris: cielo, horizonte y tierra; no sabíamos si volábamos sobre el mar congelado o sobre tierra cubierta de nieve: había ventisca y la visibilidad era muy corta.
sobre las nubes en su afán de alcanzar el cielo en una plegaria silenciosa y eterna. A este pico los indios le llaman “Denmali” que significa “El hogar del «Grandioso», «El Monumental»”. Media hora después llegamos a Nome, importante base aérea en la que hacen su última escala los grandes aviones en sus vuelos transpolares de América o Asia a Europa volando sobre el Polo Ártico. El frío era muy intenso, la taiga había desaparecido; ahora se presentaba un panorama todo blanco y plano, con algunas montañas lejanas. En Nome debíamos permanecer hasta el día siguiente para abordar nuestro avión a Kotzebue, pero nos tocó la fortuna de que minutos después de nuestro arribo, aterrizó un avión de carga pon destino a Point Barrow, y logré nos aceptaran como pasaje, ya que el avión haría escala en Kotzebue. Al abordar el avión recibimos la primera impresión de sensación de encontrarnos en tierra de esquimales. El transporte era de carga, pero no éramos los únicos pasajeros, también había esquimales. Si hubiésemos entrado con los ojos cerrados hubiéramos creído que entrábamos a una empacadora de pescado; pero pronto nos dimos cuenta de que ese olorcito era el peculiar de los esquimales, cuyo principal alimento es el de pescado crudo. También nos impresionaron las aeromozas, dos guapísimas muchachas de Fairbanks, que a diferencia de los femeninos uniformes que visten la generalidad de las aeromozas que trabajan
246
ALASKA - 1957
Frente a la original sala de espera en Kotzebue. Aterrizamos en Kotzebue con ventisca muy fuerte. La impresión que sentí allí fue parecida a la que me ocurrió al pisar por primera vez tierra africana, cuando hice mi primer safari al aterrizar en Kartoum antes de llegar a mi destino: Nairobi, con la diferencia de razas, clima y panoramas. En Kartoum, estaban los negritos con su calzoncillo corto por toda indumentaria; súbditos ingleses con medias, pantaloncillo y camisa de manga corta, todo de color blanco ; aridez, resequedad, arena y un calor de los diablos, no obstante la temprana hora. En el Ártico, estaban los esquimales, gente de inconfundibles rasgos mongólicos, hombres y mujeres olorosos a pescado, todos vestidos con sus preciosas parkas y pantalones confeccionados con pieles de foca moteada y colas de lobo ártico, un desierto de nieve, perros, trineos y un frío apenas soportable. Kotzebue era lo correspondiente a Nairobi de África Oriental; esto es, el punto de partida, el “rendez-vous” de los cazadores, con la gran diferencia de que Kotzebue es una pequeña aldea de esquimales, a la cual concurría un puñado de cazadores e íbamos en pos del oso polar y el grizzly ártico( actualmente vedada su caza), y Nairobi era entones una moderna ciudad de 150 000 habitantes, a donde llegaba un mundo de cazadores. Al bajar del avión nos esperaban John Swiss y Lion Shellabarger, dos expertos guías y pilotos con a experiencia de más de 100 00 horas de vuelo; conocedores de todo Alaska y el Ártico. La ventisca era tan fuerte que nos costó trabajo caminar sobre la nieve unos 50 metros para llegar al más raro transporte de pasajeros que he visto, el cual nos conduciría al único hotelito de cuatro cuartos. El vehículo era ni más ni menos que un cuartito de 2
por 2½ metros, montado sobre dos largas lanchas de madera a guisa de esquíes, movido por un tractor. Cuando llegamos al hotelito nos encontramos con una gratísima sorpresa: creíamos que éramos los primeros cazadores de México que pisaban esas tierras, que seríamos los primeros en cazar al rey de las nieves; pero no fue así, al menos en parte. Allí tuvimos la suerte de encontrar a otros dos mexicanos con quienes se inició una cordial y larga amistad que todavía perdura: los señores Diego Sada y Jesús Zambrano, ambos de la ciudad de Monterrey. Inmediatamente nos hicimos buenos amigos y les pedimos desde luego algunos informes, pues ya tenían allí algunos días, pero no habían podido salir de su cuarto a cazar el oso debido a la persistente ventisca.
Caza del oso polar y el “grizzly” ártico Nanook es el nombre que los esquimales dan al oso polar. Es un animal terrestre, pero se ha adaptado completamente, igual que una foca, a la vida en el hielo y a las heladas aguas del Océano Glacial Ártico. Indudablemente desciende de los osos que poblaron esa parte del hemisferio en la época pleistocena. Para sobrevivir al brusco cambio de temperatura, su naturaleza física sufrió cambios tales como poseer abundante grasa bajo su piel, la cual prácticamente es una capa insulada que lo protege contra las más bajas temperaturas invernales, pues el oso polar como el oso sloth de Asia no hibernan; complementario es su pelaje acanalado, como un carrizo que contiene aire almacenado; las glándulas cebáceas de la piel y la gruesa
247
ALASKA - 1957 capa de grasa que tiene debajo de ésta sirviéndole todo ello de flotadores. En los ojos tiene un tercer párpado, una membrana que lo protege de los reflejos del sol sobre los hielos y nieve. Sus grandes zarpas miden hasta 9 pulgadas de ancho, con las plantas cubiertas de pelo, dedos palmeados y uñas no retráctiles (semejantes a las del guepardo de África), le sirven tanto para nadar como para andar sin dificultad sobre el “hielo liso”, además, las uñas son poderosísimos ganchos para cazar y sacar las focas de los leads —angostos canales de aguas libres entre los campos de hielo— de los agujeros de que se sirven para respirar. Es un gran nadador, para lo cual lo favorece mu-
cho su largo pescuezo y cabeza aerodinámica que le dan agilidad y rapidez en la caza bajo la superficie del agua. Una vez cobrada su víctima, nada con ella hasta llegar a algún banco de hielo, comiendo hasta quedar satisfecho y luego descansa. Al nacer, el oso polar es tan pequeño que sólo pesa medio kilo, y ya adulto llega a los 600 kilos. Se aparea en noviembre; la hembra, que por su condición sí hiberna, se encueva en la nieve, entre los témpanos de hielo, y se alimenta con las reservas de grasa acumuladas en su cuerpo. Sale en marzo con sus crías, que vivirán con la madre durante dos años, lapso en que ésta les enseña las El oso polar; peligroso amo y señor de las nieves del Ártico.
248
ALASKA - 1957 Océano Glacial Ártico, los adyacentes a Groenlandia — la isla más grande del mundo—, Siberia, Alaska, Islandia, Canadá y Noruega. En el Círculo Glacial Antártico no hay osos. En mi concepto, en la caza del oso polar el peligro no radica tanto al enfrentarse a él por corta que sea la distancia de tiro, como por las largas horas de vuelo que se emplean en las frágiles avionetitas Piper, en aquel inmenso desierto de hielo y nieve, para localizar la presa. La densidad o grosor de la capa de hielo varía desde unas centímetros hasta paco más de tres metros, y la profundidad del Océano Glacial Ártico alcanza los 3 650 metros bajo el nivel del mar. Así es como los submarinos a propulsión nuclear han podido navegar del Océano Atlántico al Océano Pacífico pasando por debajo de los hielos polares. En ninguna parte de su inmenso país le falta alimento al oso polar, pues en las “polynyas” que se hallan en pleno casquete polar, se han encontrado focas, medusas, krill, plankton, microscópicos camarones, quisquillas, calamares, almejas, gran variedad de algas, etc. El camarón se come las algas; la foca, al camarón, y el oso a la foca. En cambio, en el Círculo Polar Antártico es diferente. En la gruesa capa de hielo se han hecho sondeos hasta de 600 metros. La estación de investigaciones científicas Little America, construida en la Antártica, está sobre la barrera de hielo de Ross, que mide más de 500 metros de espesor. Las crevases —hendiduras o grietas en el hielo— que tanto demoraron el avance de las expediciones polares, tienen una profundidad hasta de 40 metros por 3 de ancho. La temperatura es terrífica, llega hasta los 70 grados bajo cero a la altura del paralelo 87. Sobra mencionar la ausencia de vida animal en tales latitudes. Las avionetas más comunes para huellear al oso polar en el Ártico eran las Piper Super Cub, las cuales, para hacerlas más ligeras a fin de aterrizar y despegar en un tramo de 100 metros, iban desprovistas de diversos aparatos de gran utilidad en aquellas soledades, en donde no se pueden recibir informes meteorológicos, porque como se vuela cerca del polo magnético, las manecillas de las brújulas se vuelven locas; los pilotos se orientan por instinto y experiencia, lo mismo que las aves migratorias de gran alcance, como el chorlito que cruza los mares. Actualmente la caza del oso polar está vedada; solamente en el Ártico de Canadá y con dificultad se obtiene algún permiso y, para ello, se prohíbe la avioneta; el cazador tiene que vivir con los esquimales y buscar el oso en trineos de perros; aventura ruda, difícil y muy costosa, si tiene suerte, por lo menos durará un mes tras de su codiciado plantígrado.
Osa polar con sus crías. Ella les enseña a cazar. artimañas del acecho y la caza. Los osos viven 25 años. El oso polar es muy diferente a los demás osos del mundo como los grizzlies, los prietos, el brown —café, que también se le llama Kodiak— y otros pertenecientes al género científico de Ursus, pues el polar es el único miembro del Genus Thalarctos. Como su principal alimento es la foca, puede nadar 5 km por hora. Su vista es mejor que la del resto de osos que hay en el mundo, y su olfato no tiene igual; se dice que puede ventear a una ballena varada o a un guiso de foca a 20 km de distancia —menciono el guiso de foca porque es uno de los trucos que usan algunos cazadores como cebo para atraer su presa—. Por lo tanto, su olfato es superior al del venado, al del perro y al del elefante, que ventean al hombre a 700 metros. Es curioso que nanook sea un oso muy andariego; el que hoy se encuentra en el lado siberiano, una semana después puede estar por el lado de Alaska y pudiendo también suceder que desde los grandes témpanos de hielo sean arrastrados por las corrientes del océano de las costas de Siberia, hasta las de Groenlandia. Por consiguiente, el oso polar es un animal internacional. Su hábitat es muy extenso, abarca toda la capa de hielo polar, las playas de las costas septentrionales y algunas islas, es decir, que se le encuentra en todos los mares del
249
ALASKA - 1957
Las áreas en negro señalan las zonas habitadas por el oso polar. En esas regiones tan hostiles, es muy peligroso que una avioneta se eleve cuando hay vientos de 50 km por hora; cualquier sorpresiva ventisca puede ser fatal, lo mismo que el encuentro con un whiteout que por la formación de hielo en las alas obligue a un aterrizaje forzoso sobre un campo de hielo todo corrugado. Estas situaciones con frecuencia resultan fatales. Han ocurrido accidentes en los cuales nunca se encontraron ni avioneta, ni cazador ni piloto. Entre los muchos, recuerdo unos cuantos: En septiembre de 1957 se perdieron en la región llamada Range Brooks el señor Clarence Rhode y su hijo, el primero era el jefe del Fish and Wild Life Service. Durante una semana se buscó en dicha extensa zona. Todos los días salieron en su localización 15 avionetas que volaban de 6 a 7 horas diarias. Nunca encontraron a los dos hombres, ni la avioneta. En 1959, el Cazador Bill Niemi perdió la vida al aterrizar sobre una área donde la capa de hielo era muy delgada, la avioneta se hundió y sólo milagrosamente pudo salvarse su compañero Tony Sulak. Otro triste caso fatal ocurrió a mi amigo, cazador y guía Ward Carroll, quien junto con un cazador a quien prestaba sus servicios para la caza de un oso polar sufrieron un accidente, en el que ni siquiera se encontró el avión. Más adelante relataré detalladamente este drama, pues cuando murió Ward ya lo tenía contratado para una cacería que llevaríamos a efecto 30 días más tarde en la península de Alaska. Kotzebue es una aldea fundada sobre la pequeña península de Waldwin, que se adentra en el Estrecho de Kotzebue. Constituye, en el verano, el centro de reunión de los esquimales procedentes de las más septentrionales aldeas vecinas como Kivalina, Point Barrow y otras. Durante el invierno, la península y el mar congelado que la rodea se funden en uno solo. Tocó la casualidad que nuestros guías y pilotos Lion y John, eran los mismos que habían contratado Diego Sada y Jesús Zambrano, y quienes por el mal tiempo que preva-
lecía, no habían podido salir a cazar, de manera que por derecho de prioridad ellos serían los primeros en salir, tan pronto amainara el mal tiempo. Mientras tanto, no había más que esperar encerrados en nuestro cuartito leyendo y jugando póker. Por cierto que al final de cuentas, Salinas salió perdiendo en el juego y a mí me resultó gratis el vuelo de regreso a Guadalajara. Por las tardes nos reuníamos en el único restaurancito que había en el cual me llamó la atención ver un refrigerador. ¿Refrigerador en el Ártico? Eso era tanto como instalar estufas en el infierno. Y todavía más, el dueño era un mexicano de apellido Salinas. ¿A qué parte del mundo no se meterá el espíritu aventurero del mexicano? Salinas era un tipo de lo más pintoresco. En aquellas lejanas, inhóspitas soledades, invariablemente se cambiaba de traje dos veces al día, y no se crea que en estilo corriente, no; se vestía como un “gentleman del Piccadilly” de los buenos tiempos, sin faltar la corbata tejida de estambre, guantes, loción Sulka y brillantina en el cabello. Este individuo era listo, hacía buen negocio; banquero de los pilotos y esquimales, tenía su restaurante, compraba pieles a los esquimales y las pepitas de oro que éstos, como diversión lucrativa, cada año recogen en los “placeres” del río Yukón. La mayor parte de los pilotos que en la temporada de caza sirven de guías con sus propias avionetas, respetaban a Salinas, quien, además, era su consejero y escribía la correspondencia a posibles clientes cazadores de todo el mundo. Todos querían a Salinas, tanto los pilotos norteamericanos como los esquimales de dentro y fuera de Kotzebue. Naturalmente que el restaurante instalado en lugar tan remoto y aislado tenía que ser tan caro como el famoso Lasserre de París: un filete de caribú a la parilla costaba 10 dólares (calcúlese el equivalente en pesos de hace 20 años), y así por el estilo. Buen negocio hacía Salinas, quien cada invierno tomaba sus vacaciones en Florida y manejaba orgulloso su lujoso Cadillac dorado. Bien, pues,
250
ALASKA - 1957
Mientras esperamos que se mejore el tiempo, me retrato en el aeropuerto de Kotzebue. a este tipo Salinas, los cuatro mexicanos casi lo encueramos jugando póker. Con nuestra ropa de piel de foca y botas insuladas, el frío era muy soportable, así que a ratos nos salíamos a curiosear la vida de los esquimales. Sus chozas de madera eran más pequeñas que las de los aldeanos de Los Alpes; afuera, ordenadamente, se veían los trineos con sus correas y todo lo que requieren: los esquíes, las snow shoes —raquetas para caminar sobre la nieve— y atados, a la intemperie, los pobres perros amarrados, separados uno de otro para evitar peleas, sin un cobertizo donde dormir, solamente se enroscan y se cubren la cabeza con la abundante y esponjada cola. Por la mañana sólo se ve un bultito de nieve fresca que, durante la noche, los ha cubierto totalmente. No se asfixian porque la cola les sirve de protección; la nieve que cae conserva oxígeno entre capita y capita formando una cubierta transpirable, diríase que la misma nevada les forma su “iglú” individual. Por la tarde, la comida de esos perros, casi todos “huskies” y
“samoyed” originarios de Siberia, era pescado crudo que su dueño les tiraba desde la puerta. Por supuesto que en esas temperaturas, el tal pescado está tan duro y frío como un carámbano. Sentí pena de ver tratados tan duramente a esos salvajes y a la vez tan hermosos animales, y sobre todo, tan útiles en la historia tanto de las exploraciones árticas y antárticas como en la vida del hombre que habita en latitudes, en donde el trineo es tan indispensable como en otras regiones del mundo lo son el caballo y la canoa. Para darse cuenta de la utilidad y servicios que han prestado al hombre por su increíble resistencia al trabajo, al frío y al sufrimiento, es saludable leer las expediciones de Amundsen, de Ross, Scott, Peary y tantos famosos hombres que exploraron ambos polos; unos bebieron el almíbar del éxito, de la gloria y el laurel; otros sintieron lo amargo del fracaso, el acíbar de la derrota, la tristeza, el desconsuelo y muchas veces la muerte en la desolación, en el frío y el hambre. Estos perros también desempeñan actividades depor-
251
ALASKA - 1957 tivas: las carreras de trineos a velocidad y distancia. Un caso fantástico es el de un trineo que hizo el enorme recorrido de Nome, Alaska, hasta Washington, D. C., una distancia de 12 800 km que cubrió en dos años. Para el esquimal que vive muy al norte, el esquimal polar, el perro no tiene simplemente el valor de un medio ordinario de transporte, sino que constituye un elemento básico de su existencia. En casos extremos de hambre, mata a uno de sus perros, se lo come y da una parte a los que quedan del trineo. Un perro Doberman puede salvar la vida del amo que se ve amenazado o agredido con un revólver; un Shepherd puede rastrear y atacar a un fugitivo de la ley; un San Bernardo salvará la vida de un alpinista perdido o herido en las nieves; un Collie cuidará de los niños mejor que lo hiciera una nana; los perros de “caza” y de “muestra” con su habilidad y destreza divierten y ayudan al deportista, etc., etc. Pero los servicios que prestan al hombre todos esos perros quedan opacados si se comparan con lo útiles que resultan al esquimal los “huskies”, los “malamute”, los “samoyed” y el perro esquimal. Es interesantísimo estudiar y ver a esos bravísimos perros. Sería muy largo relatar y describir cómo es un trineo esquimal, los arneses de un equipo de 15 perros, y todo ello elaborado con materiales propios, nada de importación; la madera la arroja el mar y los montes, y los demás materiales, tales como las correas y las pieles, la grasa, los huesos, los intestinos, todo lo que contiene el cuerpo de un animal ya sea marino, terrestre o aves, es útil, nada se desperdicia. En Kotzebue no había pasado por mi mente cómo se obtenía el agua dulce que bebíamos, hasta que un día vi llegar un trineo cargado con trozos de hielo. ¡Vaya cosa más extraña! ¡Transportar hielo en un lugar donde se camina sobre la nieve! Mi curiosidad me llevó a preguntarle a Salinas, quien me explicó que como la aldea estaba situada en el extremo de la pequeña península, nos rodeaba un mar congelado, y por esa causa toda la nieve cercana a nuestro alrededor estaba salada. Por tal circunstancia, algunos trineos se iban tierra adentro, de donde extraían hielo viejo dulce, que luego se convierte en purísima agua del cielo. Esto es algo que se le escapó a Ripley en sus artículos de “Aunque usted no lo crea”. ¡En pleno Ártico el kilo de hielo vale 20 centavos de dólar! Ese es el precio que el esquimal cobra por su trabajo. Otra cosa curiosa: andaba husmeando en las chozas de los esquimales, en busca de un objeto raro, y así di con un matrimonio a quien le compré un hacha muy antigua, de pirita, sujeta firmemente a un cabo de madera amarrado con barbas de ballena azul. Estaba tratando el precio
Los perros esquimales son indispensables para la sobrevivencia del hombre en el Ártico. cuando se presentó un niño rubio, de unos tres años, y ojos azules. Primero pensé que simplemente era el hijo de alguno de los pilotos aviadores, pero la ropa de esquimal que usaba y el trato íntimo y cariñoso que le dio la mujer me hicieron preguntar: —Y este niño, ¿que hace aquí? —Es nuestro hijo —contestaron en la forma más natural del mundo. Sorprendidísimo, no quedé convencido. Naturalmente ese niño ni siquiera podía ser mestizo, carecía del menor rasgo esquimal. Seguramente en mi cara se reflejó mi sorpresa y mi duda, porque a continuación me explicó; —Lo compramos en 20 dólares. —¿Cómo? ¿Dónde? La historia que me contó me pareció complicada y turbia, entonces me dirigí a un misionero que estaba de paso en la comunidad, un norteamericano, y él me explicó y sacó de dudas:
252
ALASKA - 1957
Perros y trineo en las inmensas soledades heladas.
—Aquí es la cosa más natural del mundo el que un matrimonio esquimal con muchos hijos le venda uno o dos a otro matrimonio que carece de bebés. Yo legalizo la legitimidad y asunto concluido. —Bueno —inquirí—, pero ese niño rubio no es esquimal. —¡Ah! Eso es otra historia que no debo exteriorizar. Lo único que puedo decirle es que el matrimonio lo compró y yo lo legitimé extendiéndole un certificado. Seguramente el misionero me ocultó una vieja y usual costumbre, muy natural entre los esquimales: el prestar sus mujeres por una o dos noches a un visitante que llega a esos lugares, esquimal o de otra raza, amigo o extraño, y como en Kotzebue no hay mujeres blancas y sí muchos pilotos solteros que van en la temporada de caza polar, pues . . . Bueno, esa costumbre no es exclusiva de los esquimales, también en el Tíbet la poliandria es muy usual, como consecuencia de los numerosos bonzos o sacerdotes budistas y de la abundancia de mujeres que tienen legalmente más de cuatro maridos; además, la tibetana está dotada de mayores atractivos físicos que la esquimal. Cinco días llevábamos encerrados en nuestro cuartito, sin asomar la nariz, obligados por una niebla cerrada y una continua nevada y fuertes vientos. Nuestra única distracción era la lectura, pero no tardó en presentarse Salinas
proponiéndonos jugar póker; todos los días jugábamos a mañana y tarde, con tan mala suerte para Salinas, que al final de cuentas sólo él perdió y por poco nos quedamos con el restaurante. El viaje por avión a Fernando y a mí nos resultó gratis, y a Diego Sada (q.e.p.d) y Jesús Zambrano no les fue mal. Al fin despejó el mal tiempo; Diego y Jesús tenían prioridad por haber llegado antes que nosotros; cada uno abordó su avioneta y partieron a probar suerte con los osos. El primer día Zambrano abatió un muy buen oso polar, y en el segundo día Diego abatió el suyo. i Buena suerte! A mi hijo Fernando y a mí nos estaba reservada una tarea más dura. Los pilotos se las arreglaron para que mientras John y otro piloto salían con sus respectivas avionetas llevando a Diego y a Jesús en busca del oso grizzly del Ártico, nuestro piloto saliera con Fernando y yo en busca también del oso grizzly. Para esto consiguió un Cessna 180, aparato muy pesado, impropio para ese tipo de terrenos siempre cubiertos de nieve, como muy pronto lo comprobaríamos. Yo creo que nuestros pilotos alquilaron ese aparato con el fin de que saliéramos de nuestro involuntario encierro y explorando un poco se nos quitara el aburrimiento, a la vez que probáramos suerte. Ya explique antes que los vuelos sobre el Ártico deben hacerse por parejas dé avionetas, como previsión, pues si algo ocurriese a una, ahí está la otra para socorrerla; pero nosotros partimos sin pareja, so-
253
ALASKA - 1957
los en nuestro Cessna. Los preparativos para salir son interesantes e impresionantes la primera vez, porque hacen suponer, desde luego, lo peligroso de los vuelos. En la parte trasera del avión se cargaron: 3 balsas de dormir, 6 botes tipo alcoholero con gasolina de re- puesto —dichos botes llegaban justamente hasta el respaldo de nuestros asientos— y luego unas raquetas para caminar sobre la nieve. Las bolsas de dormir son necesarísimas en caso de un aterrizaje forzoso, en que se vea uno obligado a pasar la noche a campo abierto. Sin ellas, sencillamente moriría uno congelado, y lo mismo ocurriría si se introduce uno en el avión, que se convierte en un congelador. Durante la temporada de caza en el Ártico, pocos días antes de iniciarse los deshielos, lo primero que se advierte al cazador es que nunca se olvide de su bolsa de dormir. Dicho artefacto es tan indispensable allí como lo es el machete para nuestra gente costeña en los estados de Guerrero o Oaxaca. Nuestro Cessna despegó tomando rumbo noroeste para seguir la ruta de Kiana y Shungnak, a lo largo del río Kobur, que nace en las montañas de la alta región Brooks Range. El avión volaba a 50 km por hora. A los 45 minutos volábamos siguiendo el río, naturalmente congelado. A uno y otro lado había montes de poca altura, cubiertos de nieve y de raquíticos abedules que daban una triste impresión de la pobre flora de enferma apariencia. Vimos más chozas, y el avión siguió elevándose; enfrente teníamos a la vista un panorama casi idéntico a los altos y blancos picos de los Alpes. Sobre una loma vimos un grupo de caribúes y poco después, volando como buitres, entre los cañones de blancas nieves, vimos hasta 3 osos grizzlies. Lion buscó lugar donde aterrizar, pero no fue posible; seguimos volando y elevándonos para rebasar la barrera de montañas.
Ya no veíamos ninguna planicie, sólo picos blancos. El piloto consultaba a cada rato su carta de navegación para asegurarse de su ruta y de que no andábamos perdidos. El cielo seguía nublado, gris, triste, y nosotros muy nerviosos y preocupados con aquel continuo volar entre montañas. Al fin pasamos la cordillera, y el panorama que se presentó a nuestra vista no podía ser más impresionante: una inmensidad de picos por todos lados, como si estuviéramos en otro mundo. En estos momentos ya no quería ver un grizzly, lo que más deseaba era regresar a Kotzebue. Lion volvió a consultar su carta, continuamente volteaba a ver el nivel de la gasolina marcado por dos aparatitos dentro de la cabina, correspondientes a cada depósito; uno de ellos marcaba cero y el otro menos de un cuarto. Llevábamos tres horas de vuelo cuando empezamos a descender y poca después aterrizamos sobre los hielos de una laguna congelada; era el lugar donde nace el río Kobur. La capa de hielo era lo suficientemente gruesa y soportó el peso del avión. Vaciamos en los depósitos la gasolina que llevábamos en los botes y volvimos al aire. El despegue fue fácil, parque a esa altura y con el fuerte viento, el hielo estaba bien endurecido. No tenía noción de la dirección que tomamos, sólo me daba cuenta que descendíamos, siempre volando a baja altura, entre los cañones, y las cimas de las montañas sobre nuestras cabezas, con el temor de que una racha de viento fuerte nos estrellara, pero estos pilotos están acostumbrados a ello. Vimos otro grizzly, y esta vez Lion decidió aterrizar; lo seguimos, el oso corría sobre la nieve volteando la cabeza; casi estábamos sobre él, a bajísima altura. —Tan pronto pare el avión, saltas y disparas —me dijo Lion. Me preparé, revisé mi rifle .30-06 cargado con balas de 180 granos, punta suave. La velocidad del avión sobrepa-
254
ALASKA - 1957
Bien abrigado y listo para emprender el vuelo en busca de osos polares y grizzlys.
Las emociones y el peligro son el principal atractivo de la caza mayor
só al oso. Nos elevamos un poco para dar vuelta por un cañón del lado izquierdo. Momentos después, volvimos a ver al oso, y esta vez calculó bien la distancia, aterrizamos a unos metros del plantígrado, que no paraba de correr. La distancia era corta, y el oso, con su hermosa y brillante piel de un café oscuro, presentaba entre la nieve un fácil blanco, pero... Pues esa forma de cazar era nueva para mí, tenía que proceder con rapidez y la angostura del avión me impedía movimientos. La primera dificultad fue abrir la puerta, con mi rifle y mis binoculares al cuello, luego vino lo peor: al saltar sobre la nieve fresca y blanda me hundí casi hasta la cintura, recibiendo una inesperada impresión, como la de aquel cazador que en terrenos desconocidos suele caer en arenas movedizas, sin esperanzas de salvarse. Mientras me repuse de la inusitada sensación recibida, el oso estaba ya bien lejos; le hice dos disparos que no dieron en el blanco, pero creo que en tales circunstancias cualquier cazador, sin suficiente experiencia en las nieves y hielos árticos, hubiera errado el tiro. Días después tuve la revancha.
Volví al avión, Lion echó a andar el motor y, aterrorizados, nos dimos cuenta de que por más esfuerzos que hacía desbocando el motor no lograba despegar. ¡Ni un metro se movió el aparato! ¡Nos habíamos atascado en la nieve blanda y profunda! Nos bajamos y apreciamos que todo el sistema de esquíes de que iba provisto el Cessna desaparecía en la nieve. Fernando y yo nos bajamos para aligerar el peso. Dos veces más intentó Lion mover el avión; todo fue inútil. No sentimos pánico, pero sí estábamos asustados. Me tranquilizaba un poco el hecho de que los días eran largos, amanecía a las 4 y oscurecía a las 9 de la noche: teníamos muchas horas por delante. El día seguía nublado, amenazaba tormenta, nieve y ventisca. Mientras Lion se rascaba la cabeza pensando en cómo diablos salir del atolladero, la angustia oprimía nuestro corazón. ¿Quién, cómo, de dónde, en esa soledad po-
255
ALASKA - 1957 dría llevarnos ayuda? Suponiendo que por radio se comunicara con otro aviador, ¿qué podría hacerse si la brújula resultaba inútil?, y ¿cómo descubrirnos si el avión quedaba cubierto de nieve? Un ligero Piper se hundiría menos en la nieve, pero ¿cómo diablos sacar un Cessna? Me hacía todas estas reflexiones, mientras con una simulada sonrisa para tranquilizar a Fernando, le comentaba: —Cualquier cosa podía imaginarme, menos que en un avión nos atascáramos en la nieve, igual al atasco del Land Rover, a pesar de su doble tracción, en los pesados terrenos arenosos de Angola. Mi chiste no hizo reír a Fernando; no obstante su temprana edad, bien se daba cuenta del peligro en que nos encontrábamos. Lion lo intentaría una vez más, pero antes nos instruyó sobre cómo lo ayudaríamos: mientras él desbocaba el motor, nosotros haríamos fuerza colocándonos uno bajo cada alerón del avión empujando hacia arriba y al frente. ¡AI tercer intento, la maniobra dio resultado! El avión se movió unos 5 metros sobre nieve más firme; luego lo abordamos y felizmente despegamos, saliendo así del
atolladero. No se cuánto hubiera dado por obtener una fotografía mientras, hundidos en la nieve hasta las rodillas, empujábamos al pesado Cessna. —Igual que en Angola ... ¿no? —repetí a Fernando. —Sí, o igual que cuando vamos a cazar las agachonas entre el lodazal —me contestó esta vez con una franca sonrisa—, pero estuvo feo, Pap. Imagínate el avión atascado en la nieve a dos horas de vuelo de nuestra base, con temperatura de 30 grados centígrados bajo cero, sin más alimento que unos cuantos chocolates en esa inmensa soledad entre montes cubiertos de nieve; a cualquiera se le arruga el cuero. —Tienes razón, claro pero ... ¿Acaso no son el peligro y las fuertes emociones el principal atractivo, la esencia de la caza mayor? —Pues sí, Pap, pero con menos dosis. En esto nos interrumpió Lion que seguramente adivinaba nuestra platica, puesto que no entendía ni “jota” de castellano.
Es muy peligroso aterrizar en las superficies heladas.
256
ALASKA - 1957 —¿Saben, .. ? El Cessna es muy pesado para este tipo de caza. —Pues preferimos que no vuelvas a intentarlo —contesté—, no quisiéramos morir como paletas. De regreso a Kotzébue ya no nos detuvimos, solo observamos huellas de grizzly, de caribúes y de lobos del ártico, que por su gran tamaño y largo pelaje son muy bonitos, huellas que aprendí a distinguir en la nieve desde nuestro avión, el cual siempre volaba a muy baja altura. Aterrizamos en nuestra base después de 6 largas horas de vuelo, sobre áreas del Círculo Polar Ártico. Al día siguiente, volvimos a salir en el mismo Cessna. Esta vez enfilamos rumbo a Kivalina, a todo lo largo de la costa, en busca del oso polar. Después de 15 minutos, el panorama que se presentaba ante nosotros era diferente al del día anterior. A nuestra izquierda estaba el Estrecho de Behring y más al noroeste el Mar de Chukohi, todo era un blanco manto de nieve; la monótona e inmensa planicie de hielo corrugada, efecto de la presión interior del océano, presentaba algunos tramos de agua libre o gigantescas lagunas limitadas por los bancos de hielo a la deriva. A nuestra derecha quedaban a distancia las altas montañas de Baird. No creo que voláramos a más de 150 metros de altura, pues a más no sería fácil descubrir las huellas de un nanook. Pasamos sobre la desembocadura del río Kivalina y seguimos internándonos más en el campo de hielo formado sobre el mar. Seguramente cruzamos la línea divisoria de la frontera, porque Lían nos dijo: —Eso que ven allá, a su izquierda, es Siberia. —Pues no te arrimes mucho —contesté— no sea que a esos hijos de. .. Lenin se les ocurra bajarnos a tiros. Seguimos adelante en la misma dirección y minutos después divisamos Punta Hope, lugar famoso por la abundancia de osos polares, pero hasta entonces no habíamos visto una sola huella. Allí cambiamos la dirección volando hacia la derecha, en dirección al norte. En 40 minutos más de vuelo pasamos sobre el Cabo Ice. Ya estábamos muy cerca de Punta Barrow, la parte más septentrional de Alaska, y entonces vimos que nos que nos quedaba poca gasolina en los depósitos. Nuestro piloto decidió regresar; llevábamos tres y media horas de vuelo casi en línea recta hacia el polo, a partir de la Punta Hope. Después de repasar el Cabo Ice, descubrimos una de esas cabañas de lámina que tanto usó el ejército de Estados Unidos en la guerra. Lion decidió aterrizar para vaciar en el avión los botes de gasolina que teníamos de repuesto. En tanto viajábamos cómodamente en el Cessna no habíamos sentido frío, pero cuando bajamos, aun cuando
íbamos bien abrigados con nuestras parkas y guantes especiales, nos golpeó la cara un viento tan helado y cortante que mordía la carne; un frío tan intenso como nunca lo había sentido, pero no había ventisca. El “campo” estaba cubierto de nieve fresca y suave, en la cual nos hundimos hasta la rodilla. Nos dirigimos a la cabaña grande con la esperanza de encontrar a alguien; abrimos la puerta que no estaba asegurada y entramos; no había ni un alma, pero sí mil cajas que no supimos qué contenían. Salímos de la cabaña y a unos 30 metros vimos una pequeña tienda de campaña, de lona, tipo cónico, como la de los “pieles rojas”, seguramente para que ofreciera menor resistencia al viento; estaba también vacía, medio cubierta por la nieve; era pequeña, para un solo hombre. Regados sobre la nieve había gran cantidad de tambos vacíos. Después de la inspección procedimos a cargar gasolina, tarea que no fue tan fácil con aquel viento helado que mordía. Mientras Fernando ayudaba a Lion yo me alejé un poco a contemplar y sentir ese mundo desolado, frío, inmenso, en el que no habíamos descubierto en 400 km de vuelo una sola huella humana, o de algún animal o de algún trineo.
¡Ya no hay “tierras incógnitas”! Vino luego a mi memoria la primera expedición que llevó a cabo en 1909, Robert Peary; lIegó al punto exacto del Polo Norte, al punto donde para cualquier lado está el sur. ¡Qué tenacidad! ¡Qué lucha tan dura en esa infinita soledad glacial sin horizonte! ¡Cuántas penalidades, incertidumbres y aprensiones habrá sufrido ese hombre de férrea voluntad, que llegó a la meta en trineo acompañado solamente por un asistente y cuatro esquimales! “Siéntete pobre, pero no te sientas solo” reza el refrán. Un hombre perdido en las ardientes arenas del Sahara, un hombre solo en las inmaculadas nieves del Ártico o en la Antártida, como ocurrió al capitán Robert F. Scott en su última expedición al Polo Sur; o un hombre perdido en las selvas asiáticas o africanas, pasa, indiscutiblemente, por los momentos más angustiosos, terribles y dramáticos de su existencia. Debe ser, por su esencia, la agonía más lenta y dolorosa, física y mentalmente, en la vida de un ser humano. ¡Cuántos hombres perdidos han encontrado la muerte en su continuo afán de descubrir y poner su pie sobre tierras incógnitas y vírgenes! Pero llegó el maravilloso siglo XX, para el que ya no existen las tierras desconocidas; el hombre de este siglo conoce ahora los lugares más recónditos del mundo. Hasta los inaccesibles picos Himalayas que son miles, han sido contados, pero muy pocos han sido hollados, profana-
257
ALASKA - 1957
El almirante Robert Peary acompañado de los perros esquimales que le ayudaron a alcanzar el Polo Norte el 6 de abril de 1906. El noruego Raold Amundsen plantó su bandera en el Polo Sur el 16 de diciembre de 1911.
dos por el paso del hombre. La Tierra no tiene ya secretos. La avidez de Piccard lo llevó a las grandes profundidades del mar; Peary llegó al Polo Norte y James Calvert, en un submarino nuclear, cruzó y estudió el fondo del Océano Glacial Ártico (que cubre montañas de 3 000 metros bajo el nivel del mar), pasando por debajo del casquete polar, de Alaska a Noruega. El noruego Amundsen y el inglés Scott zarparon y dirigieron sus expediciones para descubrir el Polo Sur. La suerte favoreció al noruego y llegó primero; 15 días después llegó Scott y comenzó el drama: el regreso. Partió de Inglaterra con 20 hombres, 15 de ellos retrocedieron al llegar al paralelo 87; sólo él y otros 5 pisaron el Polo, pero ninguno de éstos volvió a su hogar. Fueron tantos sus sufrimientos físicos y morales, la fatiga y el hambre bajo temperaturas de 70 y 80 grados bajo cero —temperaturas en la que hasta el kerosene se congela—, que uno de ellos se volvió loco. En pleno invierno, sin petróleo y sin alimentos, sólo un milagro podía salvarlos, pero ese milagro nunca llegó. Presentían la muerte, pero caminaban por instinto arrastrando trabajosamente los pies. Otro de ellos, pretextando “algo”, salió por la noche de la tienda en busca de la muerte en el frío intensísimo. Para colmo de calamidades los sorprende una ventisca tan fuerte que les fue imposible caminar. El 29 de marzo de 1912, los cuatro hombres que quedaban ya no salían de su tienda. Sabían que iban a morir y se metieron en sus bolsas de dormir, cada uno se tomó 10 tabletas de morfina para acelerar la muerte sin
sufrimientos físicos, y así esperaron. Nadie decía una sola palabra en esos momentos en que solo, frente a la muerte muy próxima, Scott seguía escribiendo con profunda amargura y resignación, pero con la esperanza de que al lado de su cadáver fuese encontrado su “Diario”, en el que figuraban muchas cartas dirigidas a los familiares de sus compañeros muertos en tan heroica hazaña. No pueden ser más conmovedoras sus últimas palabras escritas: “Remitid el «Diario» a mi esposa”. Pero luego tacha la palabra “esposa” y escribe: “viuda”. Después de esas dolorosas meditaciones, levanté la vista al cielo pensando en las vidas que se sacrificarán en la carrera de la investigación espacial que atrae actualmente la atención del mundo. Un grito de i Listo. .. vámonos!, me sacó de mi arrobamiento. Ahí estaba ya el pájaro de acero que en corto tiempo nos llevaría al calor del restaurante de Esteban Salinas; al buen café caliente, la buena cena de carne de caribú y un buen trago de coñac. ¡Es la era actual que nos regala el siglo XX; en pocos minutos nos lleva de un lugar intensamente frío a un lugar cómodo y calientito! Abordamos el avión tras un último vistazo a aquella solitaria cabaña. que muy probablemente era uno de los puestos de avanzada, de abastecimiento para las expediciones de investigaciones científicas. La puerta estaba sin llave porque, ¿quien y cómo puede alguien llegar a esas lejanas y solitarias latitudes con el propósito de robar? De regreso tampoco vimos una sola huella de oso polar en todo el recorrido de siete horas de vuelo sobre los hie-
258
ALASKA - 1957 los. Al aterrizar en Kotzebue nos encontramos con la grata nueva de que Chuy Zambrano había tenido mejor suerte, pues logró abatir un buen ejemplar de oso polar, acontecimiento que, a falta de champaña, celebramos con un buen café con “piquete”. Al día siguiente, habiendo quedado libre uno de los Pipers —recuerde el lector que lo indicado en cacería del Ártico es salir en avionetas ligeras y en parejas, por si ocurre un accidente a alguna de ellas—, salieron Diego en una y Fernando en la otra. Ese día también fue de suerte; ambos cazadores abatieron sus nanooks, pero el de Fernando resultó un poco chico, de 7½ pies, que estaba lejos de dejarnos satisfechos. Le hice saber al piloto John mi inconformidad, y entonces me propuso que por la mitad de lo que cobran, Fernando podía cazar otro oso haciendo uso de su licencia personal. Y de esa manera volvió la alegría al corazón de Fernando, a quien se le veía triste. Al día siguiente Diego abatió un buen grizzly ártico, y desde entonces las dos avionetas quedaron a nuestra disposición para salir a cazar juntos Fernando y yo. Diego Sada y Jesús Zambrano regresaron a Monterrey, México; sentimos la ausencia de tan buenos amigos, hechos en un encuentro y en un lugar que nunca imaginamos. En contraste con el frío polar, todavía, después de muchos años, subsiste en nuestros corazones el cordial calor de una amistad nacida entre los hielos del Ártico. ¡Salud a esos dos buenos amigos con quienes formamos el primer grupo de cazadores mexicanos que nos aventuramos a la caza del nanook, el monarca de los hielos!
minosa parka de piel de foca; me sentía, exagerando un poco, como deben sentirse los astronautas dentro de sus cápsulas espaciales; hasta los guantes y botas insuladas me resultaban estorbosas. En los tirantes que hay debajo de los alerones iban sujetas unas raquetas que apenas si cabían ya en la cabina. En esa apretura, casi inmóviles, habíamos de volar de 5 a 6 horas diarias. El día era despejado, anunciaba buen augurio. Despegamos y minutos después se presentó a nuestra vista el panorama, ya familiar, de los inmensos mantos de hielo. La salida de dos avionetas juntas, sin perder contacto, tiene doble objeto: uno, ya señalado, es el del socorro en caso de que una sufra una avería. El otro es el sistema de vuelo para encontrar el rastro de un oso, que es el siguiente: un piloto debe volar a muy baja altura —a 50 metros— para que le sea más fácil descubrir la huella del oso, por cuyo tamaño apreciará si es o no un buen ejemplar; esta tarea es un tanto agotadora debido a la brillantez de la nieve, la cual cansa la vista. El otro piloto volará a mayor altura, con la única tarea de no perder de vista a su compañero, de modo que su mente y su vista estarán frescos para entrar de relevo. Cada media hora deben efectuarse los relevos. Primero me tocó volar a baja altura. De trecho en trecho observaba los amplios campos de hielo que presentaban diferentes colores: azul oscuro, azul gris y otros muy blancos. Los primeros se veían muy planitos, sin crestas: éstos son los lugares peligrosos que deben evitarse para aterrizar, pues su color gris pálido indica que el grueso de la capa de hielo sobre el mar es muy delgada, tanto que no soportaría el peso de una avioneta. Así fue como en 1958 perdió la vida el piloto Jack Hovland en un infortunado aterrizaje sobre un manto de hielo muy delgado; inexplicable porque era muy experimentado en vuelos sobre el Ártico. Tal vez hubo exceso de confianza. Su avión, un Aeronca, rompió el hielo y se hundió en las frígidas aguas. Jack pudo salir del aparato, pero no llegó vivo al bordo del banco de “hielo grueso”. Normalmente a un hombre le quedan muy pocos momentos de vida si cae en esas gélidas aguas saladas del Ártico, cuando el termómetro marca 30 grados centígrados bajo cero y el viento es fuerte; entonces la muerte es segura. Sólo un milagro, como ocurrió al cazador Tony Sulak, quien acompañaba a Jack, puede salvar la vida. Tony, hombre de robusta complexión y buen nadador, pudo salir de la cabina, rompió a puñetazos la delgada pero dura capa de hielo y se abrió paso hasta llegar al banco de hielo grueso, donde, desesperados por no poder ayudar en nada, le tendieron la mano Bill Niemi y Frank Gregory que tripulaban la otra avioneta y habían aterrizado en campo
Dos osos polares abatidos en un día El 20 de abril, a las 8:30 a.m., Fernando y yo abordamos nuestros respectivos Pipers. El de Fernando lo piloteaba John Swiss, a quien concedía yo mayor experiencia y pericia para volar, aterrizar y despegar los ligeros aparatos en tan difíciles y peligrosos lugares, sin pistas de aterrizaje. Mi avionetita la tripulaba Lion, quien todas las mañanas olía a alcohol y durante los vuelos no dejaba de fumar y tomar café. Acostumbrados a la relativa amplitud del Cessna, me sentía muy incómodo en el Piper, debido a la estrechez; la cabina del asiento trasero en que iba sentado medía 75 centímetros de ancho. Atrás de mi asiento iban botes de gasolina de repuesto, bolsas de dormir, raquetas para caminar sobre la nieve y otros utensilios. A un lado del asiento, estaba mi rifle, listo para saltar de la avioneta con él en las manos; los binoculares colgados de mi cuello, la cámara Bollex Paillard de 16 mm. sobre mis piernas y mi volu-
259
ALASKA - 1957
La caza del oso polar por medio de avioneta se realiza siempre con 2 aparatos.
seguro, sobre un banco de hielo de casi un metro de espesor. Constantemente inclinaba mi guía la avioneta para uno y otro lado, con el fin de ver y no perder nuestra línea de rastreo. Así fue como tuve la oportunidad de observar los “respiraderos” a cuyas orillas se veían las focas disfrutando del sol; pero al aproximarse, el ruido de la avioneta las asustaba y escabullían el bulto saltando al agua por el respiradero desapareciendo bajo la capa de hielo. La cosa era divertida.
Entonces, para ver mejor, inclinaba la avioneta al lado izquierdo y derecho, para volverla a encontrar. No sé cuánto duraríamos volando en esa forma, pero debe haber transcurrido más de media hora. Me sentía impaciente por ver el primer oso polar, examiné mi rifle .375, mientras Lion volvía a comunicarse con John, pues ya era hora de cambiar. Nos elevamos y la avioneta de Fernando bajó a continuar el huelleo. Ya era tiempo, pues hasta yo sentía la vista fatigada por la tensión y el brillante reflejo del sol sobre ese resquebrajado manto de nieve, de un blanco deslumbrante que lastima. Si en la alta montaña cubierta de nieve un alpinista se olvidara de llevar los anteojos especiales polarizados, se expondría a quedar ciego. A los 10 minutos de habernos elevado para descansar, nos comunicó John que ya volábamos sobre el oso y que era de buen tamaño. Como a mí me tocaba cazarlo, bajamos en “picada”, y pronto descubrí al plantígrado que corría y saltaba sobre los crestones que ya he descrito. El animal se veía de color crema sobre la nieve. Seguimos volando en círculos, buscando algún lugar plano, sin crestones, donde poder aterrizar, cosa que me parecía imposible. Todo el mar congelado parecía un manto de hielo corrugado; no se observaba un lunar plano; parecía un papel periódico muy blanco que se arruga entre las manos y luego se extiende. Debíamos aterrizar nosotros y John permanecer en el aire, hasta estar seguro de que nuestro aterrizaje había sido sobre hielo de un espesor consistente. No perdíamos de vista al oso. De pronto, Lion inclinó el aparato y bajó en círculo; no podía yo imaginar dónde se proponía aterrizar. Por ahí se vio un lunarcito plano y muy blanco, pero parecía tan chiquito que no creí ... —¡Listo con tu rifle! —gritó Lion— interrumpiendo mis
De un certero tiro cae mi oso polar El día era claro, brillante, con un cielo sin nubes. Después de dos largas horas de vuelo sin ver más que focas huyendo por su respiradero, exclamó mi piloto: —Mira ... Allí está una huella que me parece grande y fresca ... Vamos a seguirla. Acto seguido se comunicó con el otro piloto que volaba más alto, a 200 metros sobre nosotros y empezó el rastreo. Nunca imaginé las horas que íbamos a durar siguiendo la huella hasta descubrir la pieza; pero creo que si en lugar de avioneta hubiésemos usado trineos, diez días no hubiesen bastado. Yo me encargaba de seguir en la nieve las huellas por el lado derecho y Lion por el izquierdo. La huella del oso señalaba un continuo culebreo, seguramente en busca de focas en las “lagunas” —grietas en la capa de hielo que dejan angostos canales de aguas libres cubiertas por una muy delgada capa de nieve—, que cruzaban en nuestra línea de vuelo haciéndonos perder la huella por momentos.
260
ALASKA - 1957
El oso nadaba entre los témpanos ... conjeturas. Llevaba la cámara de filmar sobre mis piernas, pues habíamos acordado que al bajarnos de la avioneta la tomaría Lion para filmar la escena. Tocamos “tierra” y en una tira de 100 metros paró el Piper, que por poco choca contra los témpanos de hielo. Cuando salté ya no vi al oso pues se perdía entre los grandes témpanos, pero John seguía volando en círculo para señalarnos el lugar donde andaba; de hecho era una arreada con avioneta. No esperé a Lion. Sintiendo que la nieve estaba relativamente dura —apenas si se hundían mis botas unas cinco pulgadas—, no hacía falta usar las raquetas para nieve; me adelanté en dirección sobre la que volaban a baja altura John y Fernando. Después de caminar unos 100 metros volví la cabeza. Vi que me seguía Lion; pero ¡había olvidado la cámara! Con más experiencia en ese tipo de caza, hubiera hecho que regresara por ella, pues, al fin y al cabo, una vez localizado un oso polar no hay salvación para él. Si se aleja mucho puede uno volver a la avioneta y seguirlo, a menos que se arroje en aguas libres —el oso polar es magnífico nadador—, pero en esta ocasión quedaban muy distantes. Como siempre me ocurre, lo que importaba era la caza y no la filmación, que por cierto hubiera resultado interesante; esta vez ejecuté un tiro certero. Al llegar a un cordón de crestones formado por grandes témpanos de hielo, me trepé sobre ellos tratando de descubrir al oso. Lo vi a unos 250 metros, venía en dirección mía dando zigzags, a cada instante se me perdía de vista y volvía a aparecer debido a ese laberinto de cordones y
montones de témpanos hasta de tres metros de altura. Seguí avanzando, quería alargar, saborear esos momentos, convencido ya de que cuando más cerca se realice el lance, mejor colocado será el tiro del cazador. Lo volví a ver a 150 metros y me detuve; si seguía avanzando en aquel “bosque de hielo”, corría el peligro de toparme, de dar de narices, repentinamente, con ese monarca, el cual, por el ruido de las avionetas, corría .ya “avisado” por su instinto del peligro que lo acechaba, y con frecuencia levantaba la cabeza abriendo el hocico como protestando por la intromisión de esos malditos pájaros de acero que invadían sus dominios. Cuando lo tuve más cerca, noté que algo colgaba de su hocico, no podía imaginar en esos momentos lo que pudiera ser y no le pregunté a Lion, pues para entonces ya me sentía bastante molesto porque olvidó la cámara de filmar. Nos ocultamos detrás de un montículo de hielos muy duros, y esperé a que se acercara un poco más. Ya estaba yo preparado, tirado sobre el hielo con mi .375 listo. Hasta entonces, con la emoción, no había sentido el rigor del viento helado en mi mano derecha, de la cual me había quitado el guante, con el fin de conservar la sensibilidad en mis dedos al oprimir el gatillo y evitar alguna torpeza al maniobrar mi rifle, en caso de necesitar varios disparos. Una bestia que pesa más de 500 kilos no cae fácilmente de un solo tiro, pero tuve suerte. Nanook seguía acercándose, cuando lo tuve a unos 80 metros, en un instante que se atravesó, disparé y el gran oso cayó sobre sus huellas; guardé unos momentos mi posición de tiro, y ya cierto de
261
ALASKA - 1957 que nanook no se levantaría, me encaminé hacia él. En esos momentos alguien gritó tras de nosotros: ¿Qué. . . todos ustedes matan siempre de un solo tiro? Era John, quien junto con Fernando, corrían a reunirse con nosotros. Había sido tal mi concentración en los movimientos del oso que no me había dado cuenta cuando aterrizó John. El elogio a mi tiro, sincero o no, se debía a que también Fernando había abatido de un tiro su primer oso polar. Fernando, emocionado, me dio un estrecho abrazo; había presenciado toda la acción y sin poder filmarla, pues sólo llevamos una cámara, la que olvidó Lion. —Buen tiro, Pap. La impresión que causa la sangre sobre la blanca nieve es notable. Cuando llegamos al oso, descubrí con gran sorpresa que lo que colgaba de su hocico era una foquita que acababa de cazar y no alcanzó a probar. El animalito —por gracia de la Naturaleza— para protegerse de sus perseguidores tenía el largo y sedoso pelo de su piel casi del color de la nieve —un buen ejemplo de mimetismo—, no estaba maltratada, y con la instantánea muerte del oso, quedó prendida entre sus poderosos colmillos. Después de tomar algunas fotos, nos dedicamos a quitar la copina. —Ándale. . . -me dijo Lion—, ayúdame a desollarlo. Al quitarme los guantes insulados y agarrar mi cuchillo, sentí el tremendo frío y el fuerte viento; tenía las manos heladas, entumidas, insensibles; para calentarlas hice lo mismo que Lion: con el cuchillo hacía en los costados del oso, ya sin piel, una larga y profunda incisión y metía las manos en sus carnes, bien calientitas. Terminada la faena y con el corazón alegre, cargamos en mi avioneta la piel, que apenas cupo, y levantamos el vuelo para iniciar la búsqueda del segundo oso polar correspondiente a Fernando. Vimos cuatro osos que nos parecieron chicos; sólo me ocupé de filmar un poco. Dos horas después, descubrimos una huella grande, cuyos filos no los había derretido el sol, lo cual indicaba que era una huella fresca. ¡Estábamos de suerte! John siguió la huella y 15 minutos más de vuelo aterrizó en otro lunar apropiado, mientras Lion y yo seguíamos volando en círculos sin perder de vista al nanook. Fernando tenía tal confianza en su rifle .30-06 que se empeñó en usarlo con bala de 180 gr. rechazando mi .375, que estimo el calibre más apropiado para animal tan grande. Recordando que yo también, en mi segundo safari africano, había liquidado a un león de un solo tiro con mi .30-06, no tuve inconveniente en dejarlo a su gusto. Al fin y al cabo ya tenía más experiencia y más edad que en su primera “cacería de altura”.
Ciertamente, lo que más cuenta es el lugar vital donde se pega, donde se coloca la bala.
Cómo abatió Fernando su segundo “nanook” Será mejor transcribir aquí las anotaciones del “Diario” de Fernando: “Equivocadamente habíamos seguído las huellas del primer oso que maté, pero torcimos el rumbo y encontramos otras huellas de uno que parecía estar borracho, pues daba muchos círculos y «ochos». “Aquí el terreno estaba muy difícil, había muchos respiraderos de focas y trechos de agua, en los que se lanza-
Contemplo con satisfacción la pieza abatida. En primer término se encuentra la foquita que el oso acababa de cazar y la cual no tuvo tiempo de comer.
262
ALASKA - 1957
“El oso apareció majestuosamente, a unos 175 metros ... “
ba el oso perdiéndose la huella, pero después, por alguna parte, la volvíamos a encontrar; en una ocasión marcó 3 «ochos» continuos, luego trazó un círculo de unos 20 metros, después caminó hacia el centro y marcó dos líneas como manecillas de reloj. Finalmente, ese loco tomó una sola dirección y fue entonces cuando lo vímos caminando pacíficamente, examinando los respiraderos. “Dando un semicírculo acrobático aterrizó John y nos bajamos, mientras Lion y mi papá seguían volando, tratando de arrear al oso en nuestra dirección; nos escondimos tras de un témpano de hielo y lo vimos aparecer majestuosamente, a unos 175 metros, con la cabeza levantada, como venteando. Lo dejé arrimar hasta unos 100 metros, lo podía haber dejado acercar más, pero la emoción era muy grande y no esperé más; disparé, dio una media vuelta y cayó, pero se volvió a levantar. Mi tiro le pegó bajo la barba y le atravesó el cuerpo. Apunté a ese lugar, porque recordé el buen tiro con que maté mi león africano. Para el oso debía haber apuntado dos pulgadas más abajo y probablemente hubiera quedado tendido. “Mi oso corrió alejándose por la derecha; se cubría un poco con las «reventazones», pero en un clarito tiré de nuevo y volvió a caer y levantarse. Desde mi primer tiro iba dejando en la nieve un reguero de sangre muy notable. Dio una vuelta en «u» y se me vino encima. Estaba a unos 90 metros. Volví a tirar y cayó por tercera vez. Estaba sorprendido de la vitalidad de estos peludos animales, ya tenía 3 balas de 180 gr. de mí .30-06 bien puestas y no moría; la
primera le entró por la garganta, la segunda tantito atrás del codillo y la tercera en los pulmones, Por fin, cuando estaba a 75 metros, tiré mi cuarto disparo aprovechando una volteada que dio a la derecha y le rompí la espina. Cayó para no volverse a levantar. Había tanta sangre sobre la nieve que aquello parecía más bien el Mar Rojo. “Mi papá y los pilotos me felicitaron, yo me sentía feliz porque el oso era de igual tamaño que el de mi papá. Gocé mucho, aunque no lo haya matado de un solo tiro. “Así acaba nuestra entrevista con los osos polares del Ártico. Son impresiones que difícilmente las supera otro deporte y que jamás se olvidan.” Hasta aquí el “Diario” de Fernando. Tomamos las fotos de rigor, quitamos la piel y la medimos. No estaba mal, casi igual que la de mi oso, el cual midió 9 pies más 3 pulgadas. Ninguno de los tres osos abatidos fue un récord, pero todo oso polar que mida más de 9 pies se considera como un buen trofeo, y de los que tumbamos, dos sobrepasaron esa medida. Por otra parte, en la escala récord lo que cuenta, tratándose del oso polar, son las medidas del cráneo y no las dimensiones del tamaño del cuerpo, aunque preferiría un oso polar gigante a pesar de que su cráneo no fuese récord mundial. ¡Son tan grandes y bonitos ... ! Al terminar la cacería, no me sentía satisfecho, necesitaba volver al Ártico y cazar otra vez tan interesantes plantígrados. Quería abatir por lo menos uno que pasara de los 10 pies y luciera ya disecado junto al enorme y no menos
263
ALASKA - 1957 interesante oso Kodiak; Fernando y yo lo intentaríamos otra vez el año 1963. Hicimos de nuevo el largo viaje a ese extraño mundo, donde el más pobre habitante esquimal vestía las pieles más finas, donde todavía en algunas regiones reina la paz bajo un cielo metálico frío, gris y deprimente; donde el hombre se siente verdaderamente libre, sin más ambición que una choza acogedora, una lámpara de grasa que le brinde luz y calor y su buena reserva de “Mee-Kee-Gak” —piel y carne picada de ballena conservadas dentro de una “bota” de foca—. Cerca del lugar donde cayó el oso polar de Fernando había una gran área de crestones de témpanos de hielo, tan gruesos y macizos, que parecían gigantescos cubos de hielo transparentes, amontonados de tal modo que daban forma a las múltiples figuras caprichosas que con los rayos del sol producían unos maravillosos matices verde-
azul, presentando un fantástico prisma de colores como un caleidoscopio que sólo la Naturaleza o una genial imaginación pueden crear. Lo menos que pude hacer fue tomar unas fotos a colores. Felices, aterrizamos en Kotzebue a las 6 p.m. sin haber probado bocado ni bebido un trago de agua en todo el día. No hacía falta.
Cae un “grizzly” típico, de uñas blancas Ya habíamos cumplido nuestra cita con los osos polares, ahora tocaba su turno a los “grizzlies” del Ártico. Este oso vive, principalmente, en las montañas nevadas, desde el Estrecho de Behring hasta la latitud 70 en el estado de Alaska. Hiberna como el oso Kodiak y el oso prieto; en
Fernando con su segundo “nanook”.
264
ALASKA - 1957
Nos dirigimos hacia las nevadas montañas en cuyos cañones encontraríamos los osos grizzly.
abril termina su largo sueño invernal y sale de su cueva, es cuando su piel es más hermosa, larga, sedosa y limpia. A diferencia del oso polar, el grizzly es un plantígrado omnívoro; come frutas, plantas, raíces, etc. y su presa favorita es el caribú. Es muy parecido al oso Kodiak, sólo que más chico; su pelaje es muy sedoso y largo. Nos tocó un bonito día de radiante sol, pero el frío seguía intenso; siempre estuvimos a temperaturas bajo cero. Nuestros Pipers enfilaron rumbo a las montañas alejándonos del mar congelado. Después de una hora de vuelo ya no se veía un lugar plano, sólo montañas y picachos cubiertos de nieve; otra vez sentí la angustia de volar durante tantas horas en aparatos tan frágiles sobre sierras tan abruptas. La mayor parte del tiempo volábamos como buitres, a baja altura, en el fondo de los cañones. Cada vez que la avioneta tomaba una curva al terminar un cañón, se me sumía el estómago pensando en que íbamos a estrellarnos contra algún pico ignorado, sobre todo cuando las alas casi rozaban el costado de la escarpada
265
pendiente. Eso era peor que volar sobre el mar congelado; ahí lo peligroso era aterrizar sobre una capa de hielo delgado, pero ahora temía que una fuerte racha de viento nos arrojara contra cualquier montaña. Para colmo de mis preocupaciones, Lion no cesaba de fumar y exactamente detrás del respaldo de mi asiento llevábamos seis latas de gasolina de repuesto, que, cuando alcanzábamos determinada altura para salvar algún picacho, seguramente debido a la presión, se gasificaba y escapaba por alguna parte del tapón. Eso me tenía tan nervioso que hubo veces que con mi pañuelo secaba la tapa del bote. Ya no aguanté más y le grité a mi piloto: —¡ Hombre, párale ya; si sigues fumando una chispa va a hacer explotar la avioneta! ¡No olvides que aquí, a mi espalda, llevamos gasolina! —No te preocupes —me contestó el muy ... taimado—, en el aparato hay una corriente de aire que lo evita. Corriente del infierno es lo que nos puede ocurrir con este infeliz hijo de su pelona —pensé calladamente sin convencerme—. Mi inquietud era doble, pues también pensaba en Fernando. Deseaba que la caza terminara, pero no sin llevarnos nuestros “grizzlies”; la tarea era todavía larga. Después de hora y media descubrimos las primeras huellas, las seguimos durante un buen rato entre aquel laberinto hasta llegar a un notable manchón de sangre. La huella era del día anterior y la sangre correspondía a un caribú muerto por aquel oso. Pronto descubrimos otra huella, la seguimos, era fresca, a juzgar por los agudos filos de la huella en la nieve; Lion se comunicó con John para que éste se adelantara, puesto que a Fernando le tocaba abatir el grizzly. Aquí transcribo otra vez del “Diario” de Fernando. “A las 11:30 descubrimos el que sería mi oso. En medio de una falda, sentado, reposaba su almuerzo. Cuando seguíamos sus huellas pude observar que el «angelito» se había comido nada menos que dos caribúes. “Primero, en medio de un círculo formado por sus huellas, vimos un caribú muerto, medio devorado; luego, a unos dos kilómetros, vi el otro, también medio devorado, en un gran charco de sangre; un poco más allá estaba el oso sentado. Dimos media vuelta, y mi acróbata piloto aterrizó en el fondo del cañón con la avioneta medio ladeada. Antes de detenerse el aparato, ya me habla quitada el cinturón de seguridad, había abierto la portezuela y estaba listo para saltar con mi rifle en la mano. Esperaba ver al oso huyendo, pero seguía sentado, tal vez harto de tanto comer caribú “Salté de la avioneta y tras de mí saltó John. Estábamos a 300 metros, caminamos 100 y John me dijo que
ALASKA - 1957
La impresionante cabeza de oso grizzly del Ă rtico.
266
ALASKA - 1957 desde allí disparara. Yo quería acercarme más para asegurar mi tiro, pero John insistió. Parece que todos los guías le tienen pánico a los «grizzlies».Medio sumido en la nieve me dispuse a tirar; sentí que mí posición era firme. “A través del telescopio de mi .30-06 veía al oso como una tarjeta postal: pardo, de lomo brillante y como si estuviera medio amodorrado en la blancura de la nieve. Arriba, como fondo, un cielo azul cruzado por rápidas nubes completaban aquel bonito cuadro, demasiado bella para interrumpirlo con un disparo.. Pero al mismo tiempo no aguantaba las ganas de cobrar ese buen trofeo, y como este sentimiento era superior, puse el gatillo de pelo aguantando la respiración y oprimí suavemente el llamador. El oso dio cuatro maromas rodando hacia abajo y quedó inmóvil. John me felicitó y cuando mi papá bajó de su «Piper» también me felicitó por mi buena puntería. “Me alegré mucho de no haber errado el tiro, pues mí oso era muy bonito: pelo muy largo, de un café oscuro, con el lomo medio plateado y suave como una seda al tacto; sus uñas eran tan largas como mis dedos. Tomamos unas fotos, lo «desvestimos» y ya todo listo, abordamos las avionetas que empezaron a «taxear» en aquel terreno desigual del fondo del cañón, buscando un lugar apropiada para elevarse. “Encontramos un claro, aunque el despegue se haría sobre un plano inclinado rematado por la falda de una montaña; pero esos pilotos son capaces de aterrizar y despegar en el fondo de un pozo; así que nos elevamos dando círculos para tomar altura. “ A los diez minutos de vuelo descubrimos sobre la nieve una mancha oscura en movimiento. Era el «grizzly», con dedicatoria para mí papá.” Efectivamente, descubrimos a mi oso en un cañón, cuando encumbraba la falda de una montaña. No podíamos aterrizar; entonces nos elevamos para descender sobre una meseta. Cuando salté de la avioneta, el oso no estaba a la vista, debía venir por un cañón situado a nuestra derecha. Nos encaminamos hasta el bordo de la meseta; la nieve estaba muy nueva en esa área, a cada paso me hundía unos 25 centímetros. El caminar era lento, avanzamos 200 metros y llegamos al borde del cañón, donde descubrimos que el grizzly no había tomado por la dirección que esperábamos, sino que siguió de frente, a distancia fuera de tiro. Cuando lo vimos lo seguimos un poco, pero era imposible alcanzarlo a pie, así que regresamos a la avioneta. En el camino observé que la altura no afectaba mi respiración; en cambio, estaba sudando a chorros, no obstante encontrarme a una temperatura bajo cero; me sentía muy fatigado. Esos 400 metros que caminé en la nieve sin
las raquetas especiales, me cansaron más que las largas caminatas de 10 o más horas en las agrestes sierras de Sonora. Me parecía el colmo sudar a mares en pleno Ártico, pero así ocurría; al pasar mi mano por el cuello la sentía empapada de un sudor muy frío. En esos momentos comprendí mejor los grandes esfuerzos físicos y los innumerables problemas y riesgos a los que se enfrentan y desafían las expediciones que se aventuran, por ejemplo, al Everest. Subimos a la avioneta; Lion empezó a “taxear”, haciendo gala de su pericia como piloto en terrenos tan desiguales. “Taxear” entre montañas y estrechos espacios es el colmo; de ahí que a los pilotos se les llama “bush-pilots”. Así, sin elevarnos, usando la avioneta como si fuera un jeep, nos arrimamos a mi oso que no aflojaba el paso. Iba a media falda de una montaña cuando Lion paró el Piper. No tuvo que hacerme ninguna indicación; tan pronto paró, salté sobre la nieve cortando cartucho —esta vez llevaba el .30-06 de Fernando, con telescopio y cargado con bala de 180 gr punta suave—. El grizzly estaba, según mis cálculos, a 300 metros, pero su piel oscura presentaba sobre la nieve un blanco tan fácil que no vacilé un momento en disparar. Con profunda satisfacción oí el impacto de la bala, tal como se oye cuando se da en el blanco a los animales en África. Al mismo tiempo el oso, hecho una bola, rodó unos 50 metros dejando a todo lo largo un gran rastro de refulgente sangre roja sobre la blancura purísima de la nieve. i Indescriptible es la emoción del cazador ante tal espectáculo! Al detenerse, le disparé un segundo tiro que también dio en el blanco. El animal no se movió más. Cuando nos acercamos me di cuenta de que había tumbado un ejemplar admirable de grizzly ártico. ¡Qué animal más hermoso! Piel limpia, pelo muy largo, de un café oscuro con el lomo muy plateado, sedoso, suave, grande y con las uñas largas y blancas. Midió 81/2 pies; se trataba de un típico grizzly por tener precisamente las uñas blancas, que era el mayor mérito, pues que yo sepa ninguna otra especie, incluyendo al oso polar, tiene las uñas blancas. Lo mandé disecar de cuerpo entero. Nuestra primera cacería en el Ártico había terminado y, junto con ella, mis angustias con aquellos vuelos acrobáticos. Ward Carroll, mi piloto guía en mi segunda cacería en Alaska, perdió la vida en 1960 al estrellarse su avioneta contra un témpano, durante una cacería de oso polar, muriendo también el cazador. Por la tarde, muy contentos por el éxito obtenido, nos fuimos al restaurante de Esteban Salinas, quien nos sirvió un enorme bistec de reno que saboreamos como nunca, al calor de la plática y del sabroso e indispensable café negro.
267
ALASKA - 1957
“El oso era muy bonito, pelo muy largo, de un café oscuro ... “
268
ALASKA - 1957 costumbres sociales. La mujer tibetana y la mujer esquimal pueden, legalmente, tener varios maridos a la vez, así como el hombre musulmán del Oriente puede tener cuatro esposas, y el negrito de África puede tener cuantas mujeres pueda mantener. Hay desquite. Con la intención de comprar algo me metí a la casita de un matrimonio esquimal que tallaba marfil y me encontré con que la “señora” de la casa estaba haciendo helado esquimal: en una vasija batía con rapidez una mezcla de grasa de foca, azúcar, blueberries —variedad de arándano— como moras silvestres que gustan mucho a los osos y nieve menudita. Me ofrecieron una cucharadita, pero, la verdad, no quise probarla. En el restaurante me encontré con un tipo raro, un gran aficionado a la pesca. Pero ir desde el centro de EEUU hasta el Ártico a pescar me pareció un fanatismo; muchos van a disfrutar este deporte en las cercanías de Anchorage tras de la trucha, que es muy abundante, pero ir hasta Kotzebue por un pez raro que pesa unos cuatro kilos, me pareció una locura. Con frecuencia he leído los resultados de torneos de pesca internacionales en lugares de fama, como Labrador y otros muchos sitios; pero el señor Price, a quien encontré en el restaurante, personificaba el colmo de la afición. Dicho señor hace un largo viaje cada año hasta Kotzebue; previamente tiene contratado un trineo de perros guiado por un esquimal y se van lejos de Kotzebue; allá, sobre la inmensa capa de hielo, a campo raso, sobre o cerca de un respiradero de foca, construyen un “iglú” con bloques de hielo, donde Price y su esquimal se pasan una semana solos pescando el “shea-fish” en aquel agujerito, con las incomodidades y el frío imaginables. El “shea-fish” es un pescado de tamaño mediano, tal vez de 4 a 5 kilos de peso. Nunca lo probé, pero debe ser un pez raro. Cuando regresó Price de pronto no le reconocí, pues tenía la cara tan quemada como una verdadera plasta, daba lástima; toda la piel de su cara presentaba un aspecto ni más ni menos igual al de los hombros de una rubia de cutis delicado que se excede al tomar baños de sol en alguna playa tropical; costras de un color crema, partidas igual que la superficie de uno de esos panes que llamamos “conchas”. Al interrogarlo, Price me dijo sonriente que se había alejado mucho y a su regreso los había sorprendido una tremenda ventisca de frente, y él había olvidado llevar una máscara —hecha de intestinos de morsa— con la que, en tales casos, se cubren la cara para protegerse. Pero Price se sentía feliz y orgulloso con su shea-fish que seguramente por el tamaño debe haber sido un buen ejemplar, un trofeo de pesca. La cara de concha que traía Price no era más que uno de los gajes del deporte, de la afición; logró
Por qué el esquimal acostumbra intercambiar sus mujeres Antes de iniciar nuestro largo regreso, me dediqué a comprar algunas curiosidades de marfil hechas por los esquimales y a husmear sobre sus costumbres. Sirviéndose de utensilios muy rudimentarios, se manufacturan, entre otras cosas, unas preciosas pulseras de marfil de morsa, combinado con el marfil de colmillos de “mamut” fosilizado, color café oscuro. La abundancia de este marfil, sepultado hace miles de años en el hielo Ártico y conservado en perfectas condiciones, confirma la versión de la existencia de la rica flora y abundante fauna del Ártico en el periodo preglacial de hace más de 10 000 años. Se asegura que tan sólo en Siberia se han extraído más de 50 000 colmillos. Me traje un fragmento de ese marfil y algunas curiosidades. En Kotzebue había un misionero católico a quien acudí, a fin de obtener alguna confirmación referente a ciertas costumbres que juzgamos raras e inmorales los hombres que nos consideramos vivir en un “mundo civilizado”. Hace tiempo había leído que en el Tíbet se practicaba la poliandria; que el musulmán puede tener cuatro esposas —si puede mantenerlas— y también había leído que era cosa usual y común que entre esquimales se cambiaran o prestaran temporalmente las mujeres o bien cuando un esquimal salía de caza dejaba a su mujer al cuidado de un amigo, quien podría ejercer todos los derechos de esposo hasta el regreso del cazador. El misionero me ilustró sobre el particular, explicándome que dicha costumbre se iba olvidando, pues ya sólo se practicaba en algunas pequeñas aldeas lejanas. Sin embargo, no debía juzgarse a la ligera, pues en el fondo tenía su razón de ser y por cierto muy humana, si se toma en cuenta Io solitario y hostil del ambiente en la inmensa soledad del Ártico. El motivo era el siguiente: en el verano se visitan mutuamente los habitantes de Kotzebue, Kivalina, Punta Hope, Punta Ice, Wainright, Punta Barrow y otros. Entonces, para no sentirse extraños, sino como una sola familia, desde tiempos remotos establecieron la costumbre de que si un individuo de Punta Hope iba a Kivalina o viceversa, tendría que hospedarse en la choza de alguien, puesto que no hay cabañas de alquiler, y ese alguien no pondría reparos en ofrecerle también a su mujer para que durmiese con ella. Así, con el transcurso del tiempo, gran número de individuos no serían ya extraños, pues contarían con medios hermanos en cualquier aldea y se tratarían como tales, es decir, como de una misma familia. Al parecer hay cierta influencia de las latitudes en las
269
ALASKA - 1957 lo que quería, lo demás no cuenta. Ha llegado la hora del regreso y, por lo tanto, termina el relato de nuestra cacería, en la cual Fernando y yo obtuvimos nuestros osos “grizzlies” y polares. Pero volveremos, nos falta ese “nanook” de más de 10 pies. En total, Fernando voló 39 horas en su Piper para abatir sus dos osos polares y un oso “grizzly”. Yo volé 35 horas. Hubo días que volábamos 7 horas en esos aparatitos a los que he acabado por tenerles mucha confianza. Como dijo el ranchero: “ya se me pasó la inquina.” Hago mención a las horas de vuelo para que el lector comprenda que no es tan fácil encontrar y huellear un oso polar, no obstante ir en avioneta; su país, su hábitat, es inmenso, abarca todo el Circulo Polar Ártico, más del
doble que todo EE.UU. Considérese la extensión de mar congelado, la cantidad de kilómetros que hubo necesidad de cubrir en 74 horas de vuelo y, sobre todo, la deprimente soledad infinita.
La pequeñez del hombre en la soledad infinita Antes de partir de aquel mundo extraño, casi virgen e inanimado, me alejé un poco de la aldea, a pie, para contemplar a mis anchas una vez más la blanca inmensidad. Sin intención, fui a dar al panteón de los esquimales. Hace años acostumbraban sacar al aire libre, lejos de sus chozas o “iglúes”, a los moribundos, para que se los comieran
Mi grizzly fue un perfecto ejemplar; de gran peso y uñas largas y blancas.
270
ALASKA - 1957
Nuestra última visión de Alaska en esta primera cacería: el majestuoso Monte Mckinley.
los lobos; .ahora tienen su panteón, un lugar muy triste e impresionante. Para mí es el panteón de la realidad, de la verdad, del misterio, de la razón de la vida y la muerte, que todo es uno y uno es nada. Clavadas en la nieve, unas cruces de madera, simples, sin nombre —son tan pocas que no lo necesitan—, ni un cercado ni un adorno; sencillamente una cruz clavada en la nieve, como la del compañero que muere en una expedición lejana y se entierra en cualquier lugar del camino cubriendo su cuerpo con un montón de piedras. Me sentí un tanto conmovido. Tomamos nuestro avión de regreso; Esteban Salinas, vestido como si fuera a la ópera, nos despidió haciéndome el encargo de enviarle unas “guayaberas” de Mérida. ¿ “Guayaberas” para el Ártico? ¿ Vanidad o melancolía mexicana? Ya en las alturas contemplaba el horizonte blanco pen-
sando en las emociones vividas que anoté en mi “Diario”. Ir de caza al Ártico es vivir la sensación de estar en un planeta extraño y desconocido. Por otra parte, la inmensidad de las altas montañas cubiertas de nieve y a sus pies, el infinito mar congelado. Nieve y cielo, silencio absoluto, inmensa soledad, y en ella la pequeñez del hombre ... La realidad, la verdad contra la vanidad... ¡Qué grandiosa es la Naturaleza en todas sus manifestaciones! ¡Qué generosa amiga para quien la estudia y ama! ¡Trágica, dramática, aniquiladora, para quien se atreve a penetrar en su seno, sin conocer el camino! ¡Admirable belleza, acogedora bondad, para quien conoce sus abundantísimos secretos! ¡Qué imponentes los desiertos como el Sahara de África, el Océano Glacial Ártico y las densas y sombrías selvas, ya sean asiáticas, americanas o africanas; los altos picos y cumbres Himalayas o Andinas y, sin embargo, en todas esas regiones el hombre se adapta y vive! No ocurre lo
271
ALASKA - 1957
mismo con algunos animales. Cristo oyó la Divina Palabra de Dios en el desierto y en la montaña. La vanidosa conducta del hombre, microcosmos del mundo y sus obligaciones sociales. ¡Qué superficiales! ¡Qué fútiles y ridículas parecen las preocupaciones de la ciudad! El coche nuevo modelo, el teatro, el vestir elegante, los vinos de tal o cual cosecha, los platillos exóticos en las reuniones, la selección de invitados de renombre a la fiesta que se comentará en las páginas de “Sociales”. Más esfuerzo, más lucha, más dinero para construir una casa más lujosa, más moderna y más grande que la de Fulanito o Menganito. ¡Cuánta ostentación! ¡Qué superfluidad
y qué derroche comparado a la dura lucha que sostienen el esquimal, el tuareg del desierto, el nativo masarwa, el aborigen australiano y gran parte de los “tercermundistas” para sobrevivir a la ignorancia, al calor, al hambre y al frío. ¡Qué contraste y qué cruel desigualdad en la que vive la Humanidad! —¡Mira qué imponente y majestuoso se ve el pico más alto de Norteamérica! Era la voz de Fernando que señalaba al monte McKinley cubierto de blanco, como un celoso y gigantesco guardián del paso hacia el Océano Glacial Ártico. Desperté de mi éxtasis; ya pronto estaría disfrutando del templado clima de Guadalajara.
272
6 México 1957
El borrego salvaje
aparte, porque cobrarlos representan la máxima expresión del arte venatorio. El elefante, el tigre de Bengala y el león, son los monarcas de la jungla; el oso polar lo es de los hielos eternos; las montañas inaccesibles al hombre son el reino del borrego salvaje, patriarca de las alturas, morada olímpica de tan majestuosos animales. Hasta ahora, en mis aventuras cinegéticas por el mundo, he cazado ejemplares de casi toda la fauna terrestre que llamamos peligrosa, como elefantes, leones, tigres de Bengala, búfalos, osos, leopardos, rinocerontes, etc. He pasado sustos, carreras, temor, angustias; he aguantado
Emoción, excitación incontrolable que hace temblar en
el momento de ver a tiro el animal acechado; martilleo del corazón, pulmones que luchan por una buena bocanada de aire, tensión máxima, ansiedad, boca seca. El cazador que no sienta esta intoxicación de nervios en los momentos culminantes de la caza, hará mejor en colgar las armas y dedicarse a otra cosa. Los borregos salvajes, estos extraordinarios ejemplares representativos del Reino Salvaje, merecen un capítulo
273
MÉXICO - 1957 el frío, el calor, la sed, el hambre, las fatigas; he disfrutado el placer del éxito y sufrido la amargura cuando la suerte no me acompaña, ansiedad y quebrantamiento de nervios al seguir a una peligrosa bestia herida en espesa selva y, en fin, he soportado todas las vicisitudes habidas y por haber que nos brinda este deporte, pero, afortunadamente, nunca ha llegado a mi corazón el desaliento. A todo esto le llamo yo una verdadera afición. El borrego salvaje no es un animal peligroso, pero en cambio requiere y exige del cazador el esfuerzo máximo, excepcionales condiciones físicas, conocimientos cinegéticos sobre sus hábitos, paciencia, profunda afición, experiencia y tenacidad; pero, sobre todo, repito, una gran dosis de afición, pues tratándose de borregos, la suerte cuenta muy poco. Famosos cazadores de todos los tiempos opinan, y yo estoy de acuerdo, que de todos los codiciados trofeos de caza mayor en el mundo, no hay galardón más altamente estimado que una gran cabeza de borrego salvaje, con largos y masivos cuernos. Pero, para cumplir tal deseo, el cazador tendrá que ir a fajarse en la alta montaña, no una, sino muchas veces. Si el lector no es cazador, o si lo es, pero no ha probado ir en pos de uno de estos animales, no podrá comprender el por qué el cazador veterano concede mayor importancia —hablando cinegéticamente— a cobrar un buen ejemplar de borrego de 14 años con una soberbia cornamenta, que a un león africano de melena negra. Con algunas excepciones, generalmente cuando el cazador cruza las fronteras de su patria convirtiéndose en internacional, lo primero que lleva en mente es tumbar un simba para certificar su categoría de amateur en caza mayor; a continuación le dará gusto al dedo poniendo la mira de su rifle sobre cuanto bicho se le pare enfrente, desquitando de esta manera el alto precio que ha pagado por su safari. No buscará calidad de trofeos de caza sino cantidad, abatir de 25 a 30 animales en un mes. Pasan los años, sigue cazando, y con ello se acrecienta y va depurando su afición. Ha leído muchos libros y revistas referentes a la caza. Busca la emoción, probar para sí mismo su valor, serenidad y buen pulso enfrentándose a los animales peligrosos. Cuando esta etapa haya pasado irá hacia la montaña en busca de cabras y borregos salvajes, máxima expresión del arte venatorio. Será entonces, y sólo entonces, cuando descubra y goce verdaderamente el placer que nos brinda este arduo y viril deporte que tanto esfuerzo, paciencia y tenacidad exige a quienes lo practicamos, porque el morbo de la afición, así como el amor a la Naturaleza, corren ya por sus venas, y en su corazón
palpita un noble sentimiento hacia el Reino Animal. Seguirá cazando, sí, pues al parecer el cazar, el matar animales, es una parte de la ecología impuesta por la Naturaleza, para guardar un conveniente equilibrio en la reproducción de las especies. Y, por otra parte, porque el hombre es, por naturaleza, desde todos los tiempos, un cazador. Ojalá me equivoque en estos conceptos y llegue un día en el que todos los cazadores usemos la cámara fotográfica en lugar del rifle y que la señora Ecología se las arregle como mejor le plazca. Por mi parte, seguramente seguiré cazando mientras mis piernas aguanten.
Ovis Ovis es el nombre genérico aplicable al borrego, ya sea salvaje o doméstico, pues se supone que la especie y las numerosas subespecies tuvieron un solo origen, el cual se remonta a 400 mil años. El segundo nombre agregado al de ovis es el de la especie, o de una clase o raza de ovis, tal como el de Ovis ammon u Ovis dalli. El tercer nombre se aplica a las subespecies o a una de sus variaciones, como el Ovis ammon poli, Ovis dalli stonei —subespecie del Ovis dalli dalIi que conocemos como el borrego Stone del Canadá—. La influencia ecológica, las migraciones, el alimento, propiciaron la transformación y, más tarde, la presencia del hombre dieron lugar a la domesticidad. De ahí el origen del sinnúmero de subespecies domésticas que hoy existen en el mundo. La palabra latina Ovis es una derivación del antiguo sánscrito avi, una modificación de la raíz av que significa guardar o cuidar, seguramente porque, a diferencia del ganado vacuno, el borrego debía cuidarse. Los archivos bíblicos indican la importancia que daban al borrego los antiguos hebreos; especialmente el corderillo fue considerado como emblema o símbolo de pureza, inocencia y rectitud. En los antiguos frescos egipcios se representa al dios Aman con cuerpo humano y cabeza y cuernos precisamente del tipo del borrego ammon, un poco estilizados. En el borrego doméstico se originaron notables cambios, tanto en su pelaje como en su estructura: la capacidad cerebral del borrego salvaje es de 130 a 170 cm³ contra 110 a 120 cm³ del doméstico. Esta diferencia se debe a la vida protegida y poco activa del doméstico, la cual le ha reducido la necesidad de un agudo sentido del olfato, la vista y el oído. Otra particularidad del borrego salvaje son las glándulas secretoras que, al andar, dejan un olor peculiar. Estas glándulas se encuentran en la hendidura situada arriba de los carnicoles —uñas— de las pezuñas, precisamente en la arista, en
274
MÉXICO - 1957 el ángulo que forma la pezuña cuando está abierta. En ese ángulo hay un orificio pequeño que da salida a la secreción de la glándula. El aroma sirve de guía a los compañeros de grupo de algún borrego desbalagado.
Origen del borrego cimarrón mexicano (Ovis canadensis mexicana) Trataré brevemente de explicar el origen de este magnífico animal de mi país. La prehistoria está plagada de teorías, suposiciones y contradicciones. Como muestra tenemos: el origen del hombre sigue siendo el eslabón perdido, ya no se afirma hoy, como en la Edad Media, la existencia del bíblico Paraíso Terrenal, y de C. R. Darwin a la fecha algunos antropólogos, biólogos y naturalistas que dicen somos lejanos descendientes de los monos, ya sean gorilas o chimpancés, como los de los parques zoológicos o los circos, iguales a “Chita” de Tarzán. En cambio, sabemos mucho más del origen, la evolución o transformación de las variadas especies del Reino Animal; como por ejemplo, la inmutable y asquerosa cucaracha que desde hace 350 millones de años ha caminado y sigue caminando sobre la Tierra; o del eohipo —caballo primitivo— que corre por el mundo desde hace 55 millones de años, cuando era apenas un poco más alto que un gato de Angora, y sus patas estaban dotadas de dedos que, con el tiempo, se convirtieron en cascos. Esto no es teoría sino evidencia, y también lo es la migración de las aves y mamíferos como el borrego salvaje que, procedente de Asia, llegó a la América a través de lo que hoy es el Estrecho de Behring, pero ¿cómo fue posible que cruzara 90 kilómetros de mar, distancia que separa a estos dos continentes? Actualmente los científicos señalan que la edad del mundo es de 5 000 millones de años, pero hace tan sólo unos cuatro siglos se pensaba diferente; el arzobispo James Ussher, de Armogh, Irlanda (año 1650), aseguraba que la fecha de la Creación fue hace 4 404 años antes de Cristo, y otro clérigo hasta fijó día y hora exactos: la mañana del 13 de octubre. Hace cuatro siglos el mundo estaba sumido en la ignorancia y el fanatismo; todavía se disentía si la Tierra era plana o redonda, y si era el centro del Universo. La obra del famoso astrónomo Copérnico se discutía en 1543: ¿Será verdad que la Tierra giraba alrededor del Sol y no éste alrededor de la Tierra? El libro se consideró herético, y recibió la condena del pontífice Paulo V. A Galileo, astrónomo que dijo: “Las matemáticas son el alfabeto e con el cual Dios ha escrito el Universo”, le fue tantito peor; hizo una defensa
Las glándulas secretoras en las pezuñas del borrego silvestre
del sistema cósmico de Copérnico y por poco muere en la hoguera. Su obra se consideró absurda y herética respecto de varios pasajes de las Sagradas Escrituras. Sostener que el Sol está colocado inmóvil en el centro del Universo y que la Tierra se mueve y gira sobre su eje, es una opinión absurda, falsa en filosofía y no menos herética en la fe, se decía. Fue humillado a comparecer ante el Tribunal; el proceso duró 20 días, y para salvar la vida, Copérnico se vio obligado a abjurar de sus teorías. Pero hace poco más de dos siglos surgieron los primeros paleontólogos y antropólogos estudiosos de la prehistoria, como John Frere, Jacques Boucher de Perthes y
275
MÉXICO - 1957
En las agrestes sierras del norte del paĂs y Baja California vive el borrego salvaje mexicano.
276
MÉXICO - 1957 después seguirían hombres de ciencia como Darwin, T. H. Huxley, Eugene Dubois —descubridor del fósil del hombre de Java que vivió hace medio millón de años—, y así las cosas, hoy tenemos un concepto muy diferente a los tiempos idos en que se creía que el Infierno era un lugar de fuego bajo la corteza terrestre y la Gloria allá arriba. . . y punto. Cambian los tiempos. No fue si no hasta 1830 cuando Charles Lyell escribió la primera obra sobre geología. Hoy sabemos que estamos al borde de la última de las cuatro glaciaciones que tuvieron lugar en la Era del Pleistoceno; cada glaciación cubrió 250 mil años y la última terminó hace 10 mil, aproximadamente. Como consecuencia de la acción de esas glaciaciones que por largo tiempo cubrieron de hielo y nieve gran parte de la corteza terrestre, el nivel de los océanos se mantuvo 90 metros más bajo que el actual; por lo tanto, los planos geográficos del mundo eran muy diferentes. Hubo islas y fajas o puentes terrestres, que al producirse los deshielos de la última glaciación, subió el nivel de los mares y quedaron cubiertos por las aguas el amplio puente terrestre de 1 600 kilómetros de ancho que unía Asia y América hace 20 mil años. Ello propició las migraciones del hombre, así como de diversas especies de animales, algunos hoy extintos como el mamut peludo, el bisonte gigante, el musk ox (Symbos cavifrons), el mastodonte americano, el Panthera otrox —león de melena— y otros. En cambio, desde entonces, entre otras variadas especies de origen asiático que hoy pueblan las tierras de América, ha sobrevivido en las montañas de Alaska el borrego salvaje que llamamos Dall, cuyo nombre científico es Ovis dalli dalli. Todavía en el presente siglo, un 75% del agua dulce en el mundo —29 millones de kilómetros cúbicos aproximadamente— se encuentra almacenada en forma de hielo. Si los glaciares de los casquetes de la Antártida y Groenlandia se derritieran, subiría el nivel de los océanos a tal grado que la destrucción de las costas de todo el globo sería inmensa, y en la misma proporción se alterarían los climas terrestres. El histórico y hoy desaparecido puente terrestre al que me he referida, está cubierto por las aguas y a 60 metros bajo el nivel del mar; sólo asoman, casi en medio del Estrecho de Behring, entre la península de Alaska y Siberia, dos picos, dos pequeñas islas hermanas denominadas Diómedes, una pertenece a Rusia y la otra a los Estados Unidos de América. Es evidente que el origen del borrego es asiático. Se supone que la cuna fue Asia Central, en alguna área de la formidable mesa de los Pamires, la cual se extiende desde el Turquestán Chino, en Sin Kiang, hasta Afganistán y la frontera rusa por Tadjikistán. Para los cazadores, el térmi-
no Pamires se concreta a una región de altas montañas, picos cubiertos de eternas nieves, contrafuertes y algunos valles en el fondo de los cañones . Después, las migraciones siguieron un arco geográfico por Mongolia, Siberia, cruzaron por el hoy Estrecho de Behring entrando a América por Alaska y avanzaron por la cordillera de las Rocallosas, hasta llegar a Sonora y Baja California en México. Y aquí se detuvieron; no hay borregos salvajes en ningún país al sur de México. Con lo anterior no he querido hacer una larga historia sobre el origen del borrego salvaje, sólo he intentado un brevísimo resumen, con el objeto de que el lector conceda la importancia que merece nuestro borrego cimarrón, al cual estimo como el mejor trofeo de caza en la fauna salvaje mexicana. Las especies y subespecies de borregos salvajes clasificados en el mundo pasaban de 40; pero posteriormente se llevó a cabo una reclasificación y se redujo el número de las subespecies. La medida fue muy atinada, porque entre algunas subespecies el pelaje, la cornamenta y otras características, eran tan insignificantes como el tipo de hábitat, y no ameritaban una clasificación separada. Por ejemplo: la subespecie del norte de Alaska que solía llamarse Fannini no es sino una cruza del borrego Ovis dalli dalli —borrego blanco— y el Stonei o prieto —tanto el Stonei como el Fannini son subespecies del Dall—. Actualmente el Fannini entra simplemente en la clasificación como Stone —Ovis dalli stonei—. Los territorios de Alberta y Columbia Británica, Canadá, son fronterizos. En el primero habita el borrego Bighorn y en el segundo el Stone. De esta fortuita vecindad ha resultado una cruza de las dos razas dando origen a un nuevo tipo de borrego, por una ligera diferencia de pelaje y más notable en la cornamenta, que tiende a parecerse a la del Bighorn. Lo mismo ocurría con nuestros cimarrones de Baja California y Sonora: el primero se llamaba Ovis canadensis weemsi y el segundo Ovis canadensis mexicana; hoy, los dos son simplemente clasificados como Ovis canadensis mexicana. Lo mismo pasa con algunos osos, venados, y otros animales; es —valga la comparación— como si de un matrimonio en el que la mujer es rubia y el marido moreno, nace un hijo de tez apiñonada. Más o menos explicado el probable origen del borrego cimarrón, pasaremos a tratar la caza del borrego y del soberbio venado bura.
277
MÉXICO - 1957 imperiosa necesidad, allí están la infinidad de cactos, “cantimploras del borrego”, que van desde la cholla saltadora hasta el gigantesco sahuaro que calmarán su sed durante todo el año. Estas plantas florecen casi exclusivamente en las zonas desérticas de América; los desiertos de Asia, África y Australia presentan un panorama completamente diferente. El borrego aprovecha, además, la humedad de las brisas que llegan del Golfo de California y cubren parte de la flora del lugar. Particularmente en los desiertos sonorenses, pasa el año sin que reciban del cielo una gota de agua. Durante el verano, el aire es tan caliente que con frecuencia se evapora al caer la lluvia, sin llegar al suelo; esto es un hecho, y no es raro, pues científicamente se ha calculado que en el mundo, de 95 a 99 de cada 100 nubes no se disuelven en lluvia sino que se vuelven vapor invisible, principalmente en los desiertos. Afortunadamente para la fauna, los cactos son una fuente de vida; las chollas ofrecen sus jugosas tunitas y el sahuaro, gigantesco depósito natural, llega a almacenar hasta 2 toneladas de agua —más del 70% de su peso— durante una temporada regular de lluvias; después puede sobrevivir tres años sin recibir ni una gota del tan preciado líquido. Exprimiendo y pasando por un lienzo o tela cualquiera, de la pulpa machacada de alguno de estos cactos, se obtiene agua suficiente, disponible para salvar la vida de un cazador perdido. El Pinacate, Pitiquito, Tres Pechos, Pozo Coyote, Tepopa, La Tordilla, Los Mochos, Los Lobos, La Pápaga, La Española, Sierra del Viejo, Santa María, Pozos de Cerna, Sierra de la Giganta y tantos más, son nombres de sierras y lugares muy familiares al cazador de borregos y buras de México. En el seco desierto de Sonora, el venado bura toma el agua almacenada en cactos y saguaros.
Cobro un magnífico bura Nuestro campamento está en un lugar del Rancho del Dátil, en la Sierra del Carbón. Me acompañan el licenciado Vicente Zuno Arce y el ingeniero Augusto Ordóñez, los dos viejos amigos y muchas veces compañeros de caza; cerró el grupo mi yerno, Mario Arce R. Llevábamos días y días acabándonos las botas en la sierra en busca de los cimarrones, sin la menor suerte, pues sólo habíamos visto hembras, siempre hembras. Al calor de la fogata y un cafecito caliente “con piquete” platicábamos, un tanto desalentados por nuestra pobre actuación venatoria. —Pero miren —decía Tito Ordóñez—, aquí la cosa va a cambiar, ya lo verán. —¡Ojalá!, ya es tiempo —repuse—, ya no tenemos ni un trozo de carne, pero de todos modos, sin herir suscep-
El venado bura de Sonora (Odocoileus hemionus hemionus) Las agrestes sierras y desiertos de Sonora y Baja California son el típico hábitat del borrego cimarrón y del venado bura; tierra desértica, bronca y difícil; tierra de cactos, arena, pedregales, altas sierras de roca suelta y apilada, profundos cañones y peñascales; tierra en la que el bura, el borrego y la escasa fauna de la región han aprendido a sobrevivir durante largos periodos con tan poca agua, que muchos de ellos escasamente llegan a probarla a lo largo de su vida. Pero no les importa mucho; para llenar esta
278
MÉXICO - 1957
Al mediodía, la huella marcaba círculos alrededor de algún palo verde u otro arbusto que diera buena sombra, señal de que el bura buscaba un lugar donde echarse. — Ese Güero es un sabio— pensaba yo. Era el momento en que la emoción invade al cazador. Revisé mi .30-06 y me emparejé al Güero que hasta ese momento había ido por delante. Sólo una cosa me molestaba y ponía nervioso: mi huelIero; además de su ojo maltrecho, padecía una continua tosecita acompañada de gargajos que podría poner alerta al bura cuando estuviésemos ya cerca. Caminaba con el rifle listo, atenta la vista en cada ocotillo o arbusto, cuando al repetirse la sonora tos del Güero, salió disparado el bura que se encontraba bajo un “palo morado”; hice un rápido disparo a unos 70 metros y el animal cayó redondo.
tibilidades, les suplico no vayan a tirar sobre las hembras. —Hombre, de eso ni hablar —intervino Tito Zuno—, bien conoces mi espíritu deportivo. —Está bien, hombre, pero también son grandes las ganas de unas buenas costillas de bura al carbón; por mi parte, ya estoy harto de frijoles y tortillas de harina. —Peor es chile y el agua lejos —replicó Ordóñez, tipo que nunca está de mal humor—. Miren muchachos: tenemos los mejores huelleros de Sonora, pero tú, Beni —se refería a mí- te llevas al mejor, que es El Güero. Cómo había de arrepentirme más tarde de mi recomendación, relativa a no tirarle a las hembras. Amaneciendo ya estaban listos los caballos y partimos cada uno por su lado, con su guía correspondiente; iniciando la caza “al rececho” en busca del bura. No tardé en descubrir que El Güero tenía en un ojo una nube más grande que una tormenta, pero pronto me convencí de lo bien que descubría las huellas, como resultado de sus largos años de experiencia en esos desolados desiertos. Por aquello de las 10 a.m. “cruzamos” una huella. —Mire nomás qué huellota, don Benito, y es muy fresquecita, vamos a seguirla, de seguro que pa’mediodía lo alcanzaremos en la hora de su siesta. —Bueno, Güero, pero ¿estás seguro de que sea un buen macho? —Seguro, no he visto en mi vida huella más grande, mire qué profunda, debe ser un animal muy viejo, y no podernos confundir la huella porque la pezuña está encimada. —Quería decir que el carnicole izquierdo de la pata derecha estaba encimado sobre el derecho, como quien cruza un dedo sobre otro—. Era admirable la prisa con que a caballo seguíamos el rastro en terreno duro, pedregoso y lleno de chollas saltadoras y matas de gobernadora. Después de una hora volvimos a examinar la huella, apersogamos los caballos y seguimos a pie.
Frente a mi modesta tienda de campaña instalada en los terrenos de caza sonorenses.
279
MÉXICO - 1957 —¡Mira nomás lo que hemos hecho! ¡decía yo al Güero cuando me arrimé—. ¡Es una hembra! ¡Maldita sea! ¡Qué vergüenza, yo que tanta gala hice recomendando a mis compañeros no matar hembras! Pues, ¿qué paso? Me dijiste que la huella era de un macho grande y hasta viejo. —Pues me equivoqué, don Benito, pero mire la pezuña, es bien grande, la misma, no perdimos la huella que creí sería la de un machote con un guacal de diez puntas. Esto es brujería. Bueno, si quiere, aquí la enterramos y no decimos nada. —¡Qué enterrar ni qué nada!, ve por los caballos. Aquí te espero. El Güero tenía razón, con una huella tan grande cualquiera se equivoca. Lo malo fue la tos que puso alerta al bura y salió disparado, sin darme tiempo de observar entre el chollal si el animal lIevaba cuerna o no. Obsesionado por seguir la huella de un gran macho, no hice más que tirar al bulto que salió de estampida. Mejor hubiera sido errar el tiro. El choteo que en el campamento se me armó fue mayúsculo. ¿Pues no que a hembras no?, me decían todos a coro. —Tienen razón muchachos —contesté, cae más
pronto un hablador que un cojo”, dice un refrán ranchero. Bien, señores cazadores, cometí un error, pero ya no quiero a este Güero gargajiento, que mañana me acompañe Ventura. Estábamos en buen terreno de buras. Me llevé a Ventura, un ranchero norteño, famoso huellero de la región. Después de un buen rato de caminar a caballo, dejamos las bestias y seguimos a pie. No tardamos en cruzar huella, la seguimos, y al mediodía descubrí al bura parado bajo la sombra de un mezquite. Pero algunas matas de gobernadora me impedían ver la cornamenta. “Ahora sí no me pasa lo de ayer” —pensé—. Esperé que se moviera un poco y al descubrir que era un macho con una preciosa cuerna, muy abierta, típica de 10 puntas, disparé a 100 metros y el animal se desplomó. Di un abrazo a mi huellero y horas después llegamos al campamento con el bura abierto en canal, cruzado sobre el caballo de Ventura. Día de suerte, porque una hora antes había llegado mi amigo Tito Zuno con un magnífico ejemplar de bura, que más tarde ameritaría la calificación de “El Mejor Trofeo de Caza del Año” por la H. Federación Nacional de Caza, Tiro y Pesca de México.
El autor con un magnífico venado bura abatído en Sonora en 1957.
280
7 Alaska 1958
Son innumerables los viajes para cazar y, con suerte, abatir algunos de los más importantes animales, trofeos de caza, en cualquier país donde habitan una o dos especies deseables. Y en la mayoría de los casos el cazador tendrá que hacer un largo, penoso y difícil viaje para abatir un solo animal, como por ejemplo: el bongo en África, el oso polar en el Ártico o el Kodiak en la Península de Alaska, el tigre de Bengala en la India, el Ovis ammon ammon —Argali— en Mongolia, el bharal o Borrego Azul en los Himalayas de Nepal, el Borrego de Marco Polo en los Pamires Afganos, el nyala de la Montaña en Etiopía, el macho montés de España —capra hispánica—, los cuatro famosos borregos
silvestres de América, y otras muchas especies. Fue así que con propósitos de abatir nuevas especies de caza, el día 15 de agosto de 1958, emprendí el viaje Guadalajara-Anchorage, con escala en Seattle en compañía de mi hijo Fernando, esperándonos en el aeropuerto de Anchorage, Alaska, Ward Carroll, un experimentado piloto y guía, con quien habíamos cazado el año anterior el oso polar. Sólo había nieve en los picos que forman la elevada cadena alpina meridional coronada de volcanes y surcada por glaciares milenarios. Disfrutábamos de una temperatura de 60 grados F, el sol bañaba de luz y color los alegres
281
ALASKA - 1958 campos llenos de vida y verdor que en dos meses más el invierno cubriría de blanco. ¡Qué panorama tan diferente al del Círculo Ártico! Turísticamente, Alaska resulta ideal en el mes de agosto, particularmente para aquellos que admiramos y amamos la Naturaleza. Por la mañana del día siguiente, fuimos a la tienda de nuestro amigo Harry Swank a comprar municiones y otros menesteres. Allí, en la tienda, nos encontramos con mi amigo Pablo Bush Romero, cazador internacional y empedernido explorador de arqueología submarina. —Pero, ¿qué andan haciendo tú y Fernando por estas tierras? —nos preguntó Pablo con cara de contento. —Primero tú, Pablo, ¡no me digas que vienes a cazar! —Pues sí y seguramente que ustedes vienen a lo mismo. ¿Quién es su guía? —¡Ward Carroll y Tommy Thompson. —¡Hombre!, otra sorpresa, también ellos son mis guías, así que cazaremos juntos. Fue muy grato nuestro encuentro con Pablo. Ese mismo día se nos informó que en el grupo irían otros dos cazadores: Bill, un muchacho de origen italiano y un alemán de nombre Karl. Además, contábamos con otros cuatro guías: Perkins, Wayne, Tony y Joe —nunca falta un Joe entre los gringos—. También se incluía a Johnny, cocinero en grado superlativo. El 19, a las 8 a.m., Pablo, Fer y yo, abordamos un automóvil guiado por Perkins, e iniciamos el viaje a nuestro primer campamento. 400 kilómetros de mala carretera para llegar a un lago, donde nos esperaba una avioneta. Tomamos por la carretera Glenn que va a Fairbanks y a pocos kilómetros empezamos a deleitarnos con los floridos paisajes del campo. El camino serpenteaba coquetamente entre glaciares, infinitos lagos, montañas y colinas cubiertas de abetos, sauces, alisos, pinos, maples y follaje, en que predominaban los colores verde, amarillo y café, en una tricromía inacabable que no nos cansábamos de ver, como no se cansa uno de contemplar el oleaje de un mar bravío como el de Cuyutlán, Colima. Sólo desviamos la mirada al detenernos muy cerca del Matanuska, uno de los más importantes de los centenares de glaciares que tiene Alaska, milenarios depósitos sedimentarios que tanta influencia ejercen sobre la vida del hombre y las plantas; la fuerza de erosión más grande conocida por el hombre, que hace más de 100 siglos llegó a cubrir una tercera parte de la superficie terrestre. Mientras contemplaba el Matanuska, mi mente imaginativa discurría por esas tierras feraces en las que, en épocas prehistóricas, pastaban los enormes mamutes y rinocerontes peludos entre otras bestias hoy extinguidas.
Así, sin aburrirnos ni fastidiarnos un momento ante tanta belleza natural, recorrimos los 400 kilómetros llegando por una mala brecha a la orilla de un lago, en el que nos esperaba Ward —Q.E.P.D.—con un Cessna 180 equipado con flotadores, para transportarnos a nuestro primer campamento. Lo primero que hizo Ward fue darnos una bolsa de dormir a cada uno, advirtiendo: —Desde este momento no se desprendan de su bolsa, pues en ello les va la vida si no quieren morir de frío, y también pónganse sus botas de hule, pues todo el campo está empapado—. A las 4 p.m., Pablo, Fer y yo nos elevamos despegando de las tranquilas aguas del lago. Subimos y subimos hasta dominar las cimas de las montañas y picos cubiertos de nieve que me hicieron recordar nuestra cacería del año anterior en el Ártico. Al doblar la cumbre de una montaña gritó Fer: —¡Mira allá! ... ¡Son borregos! Todos volteamos a la derecha. —Sheeps—dijo Ward. No tardé en descubrir unas motitas color crema que se confundían con la nieve, en un declive de la montaña. Mi corazón dio un brinco de alegría pensando que seguramente no me costaría mucho trabajo el cobrar tan codiciado trofeo de caza, este borrego blanco que, con el de Marco Polo, son los únicos de pelaje blanco que no cambian de color en las estaciones del año. Vimos muchos borregos Dall durante el vuelo. No cabe duda que estos gringos saben cuidar y proteger su fauna; multa y seis meses de cárcel es el castigo para el cazador furtivo o para quien deliberadamente viole las leyes de caza. En las alturas del Upper Tanana acuatizamos en un hermoso lago circundado de montañas cubiertas de nieve; frente a nuestro campamento se elevaba el Pico Tanana, cuyas aguas van a unirse al río Yukón, durante los deshielos. Ward se regresó en el Cessna, para volver acompañado de Perkins al día siguiente, en una avioneta Piper Super-Cub, equipada con llantas balón para aterrizar sobre nieve dura o cualquier lugar en condiciones más o menos análogas. La avioneta es prácticamente el único medio de transporte en Alaska; los pilotos son tan expertos que aterrizan en cualquier terreno, ya sea en la playa, el lago, la montaña o un pastizal; según se requiera, equipan su avioneta con llantas, esquíes o flotadores. El resto de la cacería se practica totalmente a pie; no hay caballos, además, no serían útiles en esos terrenos. Los deshielos no habían terminado. Todo el campo estaba empapado, a tal grado que era difícil encontrar un lu-
282
ALASKA - 1958
Nuestro primer campamento se encontraba frente a un bello lago. Al fondo se divisan las montañas donde vamos a cazar nuestros “Dalls”. gar seco donde sentarse a descansar. Durante los 22 días de este safari nos vimos obligados a usar constantemente nuestras botas altas de hule, que dan casi a la cintura. Mientras los guías se ocupaban de organizar el campamento, lo primero que hicimos fue usar los binoculares para echar un vistazo a las montañas que nos rodeaban. —Esto no va a tener chiste —decía alguien—. ¡Miren allá enfrente, a la izquierda, un poco abajo de la cima de la montaña, un grupo de borregos! Nos fue fácil descubrirlos. —¡A ver, Fernando!, trae el telescopio de 20 poderes para ver si hay algún buen macho—. Pude contar hasta once animales en el grupo, pero como con mucha frecuencia suele ocurrir en las cacerías, no vi un solo macho con cornamenta decente, ni uno de esos machos viejos que hablan latín, tan difíciles de verse. Perkins Waynard, guía de Fernando, a quien llamaré Perk, le pidió a Fer si quería ir a pescar truchas para la
cena, a la orilla del lago, a 50 metros del campamento. Fer aceptó llevándose una ligera caña de pescar, pero sin poner carnada, sencillamente porque no la había, usando el anzuelo pelón. De momento creí se trataba de una broma, de una tomada de pelo, pues Fer nunca había pescado más que resfriados. Pero a la hora me sorprendí al verlo regresar con una sarta de 12 truchas que más tarde cocinó Pablo con la grasa que en la sartén había quedado de unas tajadas de tocino frito. El bocado fue exquisito, y tanto el pescador como el cocinero recibieron merecidas felicitaciones. Creo que en pocos lugares del mundo habrá tal abundancia de truchas como en los innumerables lagos y ríos de Alaska. El borrego Dall, como todos los borregos salvajes, es un animal difícil de verse, de arrimarse, de llegar a él a distancia de tiro. Por eso es que se le considera como un señor trofeo de caza. Su principal defensa contra el hombre y los lobos estriba en remontarse durante el día a los lugares
283
ALASKA - 1958
Borregos Dall comiendo la jugosa hierba de verano que nace en las laderas de las escarpadas monta単as.
284
ALASKA - 1958 más inaccesibles de las escarpadas montañas. Las plantas de sus pezuñas no son duras como las de otros animales, sino callosas, esponjadas y blandas; esa conformación les permite encumbrar o bajar por peñascales, escarpaduras, o inaccesibles sierras y montañas, dando prodigiosos saltos de peña en peña, sin perder el equilibrio ni resbalar y caer. Para cazarlo, hay que madrugar y sudar mucho. En otro capítulo he citado ya la táctica y forma de buscarlo y acecharlo, de manera que pasaré por alto esos detalles. Al borrego Dall se le encuentra en la nieve, en las alturas, en las profundas barrancas, en los glaciares y, generalmente, a temperaturas bajo cero; es curioso, como lo son casi todos los anímales: corre, se detiene, voltea a ver, se esconde entre las rocas y se asoma. Para cobrar un buen macho, con poderosa y masiva cornamenta en la que lleve las victoriosas marcas de ocho años de tremendas batallas con sus rivales en lides amorosas, el cazador tendrá que trabajar más, sudar más y tener más paciencia que con ningún otro animal. Todo esto junto es lo que hace tan interesante este deporte, que sin esfuerzo ni sufrimiento, no valdría la pena practicarlo. Una avioneta estaba ya lista, le habían cambiado los flotadores por unas voluminosas llantas balón propias para aterrizar en terrenos tan desiguales como lo es la tundra, llena de agujeros, o bien, sobre la nieve si no es muy profunda, pero nuestros hábiles pilotos podían despegar en 80 metros de terreno, más o menos plano. Tommy se elevó en su avioneta para ir a inspeccionar una altísima meseta que teníamos enfrente, a 3 mil metros de altura, coronada por el Monte Jarvis, de 4 mil metros. Una hora después regresó anunciándonos que sí se podía aterrizar en dicha meseta. La tarea era laboriosa. En una sola avioneta tenía que transportar cinco cazadores, cuatro guías, el campamento y víveres para tres días. Era necesario hacer 10 viajes, pues sólo podía llevar un individuo a la vez. El viaje redondo se hacía en 40 minutos. El cazador llevaría únicamente lo más necesario y sólo la ropa que llevábamos puesta. Mi turno fue el último; ya Pablo, Fer y los demás estaban en la meseta. Nos elevamos y 20 minutos después aterrizamos sobre la nieve. El panorama era completamente distinto al de allá abajo, todo el terreno estaba cubierto de nieve, su imagen de blancura inmaculada daba la impresión de una región nunca hollada por el hombre. Tommy me señaló la dirección del campamento, y a él me dirigí con mi rifle y bolsa de dormir a cuestas. Había caminado unos 100 metros cuando descubrí en la nieve las primeras huellas de borrego. i Bah! . . . de veras que cazar este bicho va a ser como “el huevo juanelo” —pensaba
Una hembra de borrego Dall con su cría situados en un inaccesible risco, excepto para ellos.
con una optimista sonrisa en los labios mientras estudiaba la huella. Quien no conozca esas tierras se preguntará qué comen, cuál es el alimento de los borregos en un campo en el que sólo se ve nieve; pero si escarba un poquito, encontrará abundante musgo en las planicies, en Ias rocas verá embarrado el liquen de reno y aquí y allá un matojo de olorosas juncias. Es parte del panorama que nos presentan las gélidas, vastas, desoladas regiones subárticas que llamamos tundra, en donde no pueden crecer los árboles,
285
ALASKA - 1958
El incomodó y húmedo campamento volante, instalado en los terrenos de caza del borrego.
podría compararse con alguna sección del gran Cañón del Colorado, pero, además, rocosa y escarpada, con despeñaderos verticales, donde hasta el pensamiento se detiene antes de atreverse; en resumen, pues, estábamos en terrenos del borrego salvaje. En una planicie que se extendía al otro lado de la barranca, descubrimos una numerosa manada de borregos que de pronto alegró mi corazón, pero después de algunas consideraciones llegamos a la conclusión de que no era posible emprender el acecho. Cruzar la barranca nos llevaría muchas horas, seguramente al llegar al otro lado sería tarde y no encontraríamos a la manada. Como quien no quiere la cosa quitamos la vista sobre el rebaño y optamos mejor por buscar en otro lugar. Caminamos a lo largo del borde de la barranca, hasta llegar a una bifurcación no muy profunda. Empezamos a atisbar con los binoculares, y a lo lejos, en el mismo lado en que nos encontrábamos, descubrimos un borrego solitario y después de observarlo un buen rato con el telescopio, me dijo Ward que parecía un borrego aceptable y resolvimos acecharlo. Para entonces, el terreno era rocoso y ya solamente salpicado con manchones de nieve. Estudiamos la línea de acecho y nos pusimos en movimiento dando un amplio rodeo. Después de una hora lo volvimos a ver en el mismo lugar. Cuando estábamos a unos 800 metros se nos cruzó un wolverine —glotón americano—; valientísimo y terrible carnicero, difícil de cazar, que casi siempre va corriendo, dando saltos como un canguro. Cuando lo vi a 250 metros, quité el seguro del rifle y me dispuse a disparar, pero en ese momento pensé que la detonación asustaría o pondría alerta al borrego y, por otra parte, sería un tiro aventurado, ya que el glotón no dejaba de correr; así que opté por con-
pero gracias al milagro químico de la fotosíntesis nacen multitud de pequeñas plantas, que no llegan a crecer más de 12 centímetros. Todo lo que existe sobre la Tierra se debe a la fotosíntesis, cuya labor es convertir en alimento la luz solar, el aire y la humedad. Hace más de 10 mil años existían en la tundra de Alaska unas 31 especies de animales, de las cuales se han extinguido, a la fecha, los caballos, el mamut, el antílope saiga, el mastodonte, el camelia, el tigre sable y otros, en total once especies. Pero el borrego Dall pudo sobrevivir. Llegué al campamento, para mí el más extraño en aquellos tiempos en que sólo conocía los confortables de África y los Rest Houses de la India. En cambio, éste se componía de dos tiendas de 8 por 10 pies, instaladas en plena corriente, sobre un arroyito pedregoso. En todo el contorno, el único lugar seco era dentro de las tiendas, hechas a prueba de agua; en la de nosotros tendríamos que dormir seis individuos. Todo ese día se fue en transporte de víveres y preparativos. El 21 de agosto, día en que se abre la veda de la caza del borrego, partimos cada uno con su guía, por rumbos distintos: Fer con su guía Perk, y yo con Ward, siempre con las indispensables botas de hule puestas y bien abrigados. Salimos en dirección al Monte Jarvis; el frío era soportable y con la caminata hasta lo sentía agradable. La nieve que cubría el campo ocultaba los infinitos bordes y hoyos de que se forma la tundra; no había metro de terreno parejo, lo mismo pisaba sobre una blanda bola cubierta de musgo que en un hoyo en el que hundía el pie hasta cerca de la rodilla. Creí que la caminata sería corta, pero pasaron cuatro horas sin parar y sin ver un solo borrego. Llegamos al borde de una gran barranco, tan amplia y profunda que
286
ALASKA - 1958
El hĂĄbitat del borrego Dall en Alaska, donde tendrĂamos que cobrar nuestros trofeos.
287
ALASKA - 1958
El autor en espera de la salida en busca de los borregos. tinuar el acecho por una ligera escarpadura, arrimándome con cuidado hasta llegar a una distancia de 200 metros, desde la cual podía hacer un tiro fácil y efectivo. Tomé mis gemelos 8 X 30 para ver y asegurarme que la cornamenta correspondía a mis deseos; después de observar al animal que seguía sin moverse, dije a Ward: —No me parece lo suficientemente bueno, es un viejo de gruesos cuernos, pero no dan el círculo completo, si acaso llegarán a ¾ solamente. —Cierto —contestó—, apenas medirán 35 pulgadas, pero si quieres, tírale por mi cuenta; de todos modos necesito una copina. Acepté, pero quise acercarme más, ya que no importaba si el animal me sentía y se iba. Estábamos a mayor altura que el borrego, así que con dificultad me deslicé arrastrándome y cubriéndome con las rocas, hasta llegar a unos 150 metros. Me sentía un poco agitado, pues de todos modos, cazar un borrego siempre emociona, aunque no sea un señor trofeo. En eso seguramente me advirtió, porque volteó a ver donde estaba y empezó a caminar; mi posición de tiro era muy incómoda, cuesta abajo no podía más que tirar sino
un poco tendido de espaldas, sin apoyar el rifle. No esperé, disparé precipitadamente y erré limpiamente el tiro. Con la detonación corrió; en un instante corté cartucho, y a mi segundo disparo el animal cayó bien muerto. Los cuernos, romos, gastados, que sólo midieron, el más largo 33 pulgadas, presentaban los surcos que deja una larga vida. Pero la piel que necesitaba Ward estaba muy sana, limpia y blanca como la nieve. Quitamos la copina y nos llevamos una buena pierna, la piel entera y la cornamenta con el cráneo unido.
Los tres mexicanos cobramos buenos borregos El regreso al campamento fue un poco duro; Ward cargaba con la cornamenta, la piel y la pierna del borrego que bien pesaban 30 kilos, yo me eché a los hombros el rifle de él y el mío. Cansadones, llegamos a las 5 p.m. al campamento. Todos habían regresado, menos Fer y su guía; eso me preocupó, más aún al enterarme que Bill, el italoamerica-
288
ALASKA - 1958
En este lugar dejó la avioneta a Fernando con sus compañeros y el equipo. En primer término se observan las huellas de los borregos Dall. no, padecía el “mal de montaña”. A Pablo le fue mejor, pero sólo un poquito, abatió su Ovis dalIi dalli, pero también se sentía muy mal. Sólo Karl, el alemán, estaba bien, tomando con frecuencia sus buenos tragos de whisky que nunca le faltaba; la altura y el mal de montaña decía que le venían guangos; pero tampoco él tuvo suerte con los borregos. Pardeando la tarde llegaron Fer y Perk, este último cargaba sobre la espalda la cabeza y copina de un bonito Dall. ¡Los tres mexicanos habíamos liquidado nuestros borregos!, si bien, el mío era el más humilde. Pero tendría oportunidad de ver otro tal vez mejor que los que habían caído. —¡Qué manera de tirar de este muchacho —decía Perk en alta voz refiriéndose a Fernando, que entonces tenía 17 años de edad—, un solo tiro a 600 metros y con viento cruzado!
—¿Hasta dónde fueron? ¿Por qué llegan tan tarde? — pregunté a Fer. —Fue una larga andada hasta la falda del Jarvis; lo tumbé en la nieve, con mucha suerte: el borrego estaba atravesado y el viento cruzado, tan fuerte que tuve que adelantar todo lo que alcanzaba a ver del lado izquierdo de la lente del telescopio. —¡Qué bueno. Te felicito. Dejaste asombrado a Perk con ese tiro! Vamos a medir los cuernos de tu borrego. Los cuernos no eran un récord, midieron 37 pulgadas, pero muy bonitos y simétricos. Los que entran en las medidas récords no se dan en maceta, se requieren muchos intentos, mucha suerte y acabarse muchos pares de botas. Luego fuimos a ver a Pablo, quien se sentía mal. Mi estimado y buen amigo Pablo Bush Romero es individuo al que siempre he admirado por el gran entusiasmo, firme-
289
ALASKA - 1958
Fernando en el campamento, cuida su rifle. za y tenacidad que despliega en sus diversas actividades deportivas. Desde hace tiempo sufre un padecimiento que a cualquiera de menos temple obligaría a permanecer en casa, pero su férrea voluntad ha dominado esa afección. Y aun arriendo el riesgo de quedarse tirado en la montaña, se aventura en su afán de cumplir sus propósitos venatorios. Así, cargando con su malestar orgánico recorrió las agrestes sierras sonorenses con Tito Ordóñez, quien, en alguna ocasión, a más de compañero cazador fungiría como improvisado merolico para, en plena sierra, desalojar con sondas la vejiga de PoI. Y así también nos encontramos en Alaska, exponiéndose, sin dar mayor importancia a los males que lo aquejan, porque es más grande y más fuerte su afición de la caza. —Te felicito, Pol; te echaste un bonito borrego en tu primer día de caza. Cuéntame cómo lo abatiste. —Sí, pero primero dime: ¿tienes una aspirina o algo que calme el dolor? —Pues, ¿qué te pasa? —se veía triste y abatido. —Verás, . . .aparte de la enfermedad que no me abandona, creo que me atacó el mal de montaña; me duele la cabeza, tengo náuseas, me duele también el cuello cuando intento voltear y no tengo apetito, no obstante que no he comido nada desde la mañana; en fin, no me siento
bien y con las prisas olvidé mi botiquín allá abajo, en el campamento. —Pues hombre, con esa recomendación de traer sólo lo estrictamente indispensable, tampoco yo traje mi pequeño botiquín. Lo siento, Pablo. Lo peor es que a esta hora es imposible pedirle a Thommy —el piloto-guía—, que vayamos a traerlo. Luego, aguantando a la brava sus dolores, me platicó cómo había cobrado su borrego: —Fue fácil —decía—, después de caminar un buen trecho descubrimos un grupo de cinco borregos entre los que destacaba un buen macho. Estaba en las salientes de un reliz, casi al borde de una profunda barranca. Al primer tiro lo tumbé y cayó rodando hasta el fondo; entonces ordené a mi guía fuera a desollarlo. No lo acompañé, pues quería evitarme la tarea de bajar. No teniendo nada que hacer resolví regresar solo al campamento. ¡Me parecía tan fácil, no podía perderme, pero al poco andar me desorienté, no encontraba en la nieve nuestras propias huellas que habían de conducirme al campamento y empecé a correr, sudé frío, me agoté y me asusté. ¡Perderse aquí es la muerte! Benito, no es lo mismo que perderse en el monte en que se puede hacer fuego. Pero gracias a Dios, al fin di con el campamento, y aquí me tienes, aunque muy
290
ALASKA - 1958
Con los bonitos y simétricos cuernos de un borrego Dall que cacé en Alaska.
291
ALASKA - 1958
fregado. No te creas, Benito, la cosa está cabrona. Imagínate, si nos pesca una ventisca o un mal tiempo, ni a pie ni en avioneta podríamos bajar al campamento-base, y sabe Dios cuántos días nos veríamos obligados a permanecer aislados en estas alturas, sin fuego ni más alimento que carne de borrego y el poco café que nos queda. Esa noche, con la ropa puesta, dormimos seis en la pequeña tienda de campaña que, como ya dije, se instaló sobre el agua corriente de un pedregoso arroyuelo. Al día siguiente me sorprendí al ver que ya casi no había nieve en el campo, pero en quince días más empezarían las fuertes nevadas de invierno. Pol regresó en la avioneta al campamento-base, pues ya no tenía objeto su permanencia en la alta montaña.
estaba parado luciendo orgulloso una bonita cornamenta que bien daba un círculo, abriéndose a los lados, semejante a la de un joven borrego de Marco Polo. El grupo estaba en medio de una reducida planicie: 100 metros al frente daba el borde de la barranca, 100 metros atrás se extendía un cordón de rocas que más bien parecía una cerca de rancho, y más atrás se levantaba una ligera loma. El cordón y la loma nos servirían a la maravilla para un fácil acecho que nos permitiría acercarnos hasta el cordón de las rocas, sin ser vistos ni oídos. En poco más de una hora lIegamos atrás del cordón, no hubo necesidad de recomendar a nadie el guardar silencio, ni nos habíamos asomado una sola vez para cerciorarnos que la manada no se había movido. Cuando estuvimos a 50 metros detrás de esa bendita cerca natural de rocas que, por cierto, no tenía más de un metro de alto, nos detuvimos, y a señas me dijo Ward que esperara un momento para echar un vistazo. Seguramente quería estar seguro de la importancia de los cuernos del borrego que habíamos observado, o atisbar si había otro mejor y localizarlo en el grupo para decirme su posición. Ward empezó a arrastrarse hacia la cerca y al llegar, con disgusto vi que cometía un error: fue asomándose con toda precaución, lentamente, sin hacer el menor ruido, pero olvidó quitarse su abultado sombrero tipo bombín. Era ya tarde para advertirle. En cuanto asomó Ia cabeza entre las rocas lo vieron los borregos, que estaban a no más de 40 metros. Al momento, sin voltear la cabeza, Ward me hizo con la mano rápido movimiento como diciendo: ¡Pronto ... arrímate! Me acerqué arrastrando y cuando me asomé con el rifle listo para disparar, ¡ya era tarde!, y con una maldición que no salió de mis labios, vi cómo toda la manada de 17 borregos emprendía veloz carrera dirigiéndose a la barranca. Ya sin ninguna precaución, me puse de pie encañonando con
En busca de mi segundo borrego Dall Ward, Perk, Fer y yo salimos, y para las 2 p.m. habíamos visto no menos de 40 borregos, pero ni uno solo con aceptable cornamenta. —En esta región vive la mayor concentración del borrego Dall —decía Ward. —Pues sólo quiero ver uno, pero mejor que lo que ha caído. —Efectivamente, la población del borrego Dall en toda Alaska se calcula en 40 mil piezas. Estábamos escudriñando las rocas salientes de la barranca en que nos encontrábamos, cuando, arriba de nuestra altura, lejos, en el plano de una corta meseta, descubrimos un numeroso grupo de borregos que, en su mayor parte, estaba echado reposando el almuerzo. Ward usó su telescopio, después, con cara sonriente, me lo pasó diciéndome que había uno muy bueno, que lo viera. Tomé el telescopio y, aunque los animales estaban a unos dos mil metros, pude darme cuenta que el macho en cuestión
292
ALASKA - 1958 el rifle, pero del macho de grandes y abiertos cuernos que corría revuelto con los demás, sólo veía los cuernos y parte de la cabeza. imposible hacer un tiro efectivo. No disparé. En cosa de segundos desaparecieron como por encanto. Echando “ajos y cebollas” contra el malhadado sombrero de Ward mientras corría hacia la barranca, llegué y me asomé. No vi ni rastro de un solo animal en la profunda y escarpada barranca. ¿Dónde estarán. .. ? ¿Dónde diablos se habrán metido? —me preguntaba yo mientras con ansiosa mirada atisbaba entre los riscos y grietas de la barranca. Para entonces, ya juntos, caminamos unos 100 metros a la izquierda buscando con los prismáticos. —Por aquí deben estar metidos en alguna parte —decía Ward, seguro de su experiencia. No se equivocó: bajó los binoculares y me hizo señal de que lo siguiera. Volvimos sobre el lado derecho y empezamos a bajar por los despeñaderos cortados a pico, con riesgo de rompernos la crisma. —¡Allí ... , allí ...!, —me decía Ward señalando un punto con el dedo de su mano. Pero yo no veía nada, y creo que él tampoco;. sólo suponía el lugar. No podíamos bajar más, estaba yo parado como un águila sobre la saliente de un peñasco, con el precipicio a mis pies. De súbito; a mi derecha, vi los cuernos, sólo los cuernos de mi borrego, 50 metros abajo. El también me vio, volteó la mirada hacia arriba, como quien se asoma a la ventana para cerciorarse de si va a llover, y echó a correr dando prodigiosos saltos de peña en peña como una exhalación; más que brincar volaba como un demonio, sin perder el equilibrio ni dar paso en falso, como sólo los borregos y cabras salvajes saben hacerlo. Dos hembras, que no me di cuenta de dónde salieron, se le unieron. Desde que lo vi empecé a disparar, erré el primer tiro; se me perdía entre las rocas y recodos y volvía a aparecer cada vez más lejos y más abajo, cada vez que lo veía le gritaba a Ward que estaba cerca de mí: —¿Distancia? —250 — 300 — 400 — 450 — yardas — me contestaba y de ese modo enmendaba mi tiro. Desesperado, sintiendo qué el animal se me iba, disparé por sexta y última vez, lo hice antes de que a 450 metros el borrego, siempre corriendo atrás de las dos hembras —¿será que las protegía?—, desaparecieran en un recodo. Luego, a mayor distancia, allá en el fondo, vi correr solas a las hembras; ya no salió el macho. —¡Seguro que le pegué! —grité a Ward—¡Siento que pegué mi último tiro! ¡Ese borrego debe estar muerto o muy mal herido, porque ya no salió! Ward no contestaba. Seguramente pensaba en la dura tarea de escalar el peñascal hasta el fondo de la barranca
El mejor borrego Dall abatido por el autor en las montañas de Alaska.
293
ALASKA - 1958
Gran éxito tuvimos en esta cacería con los borregos Dall.
Bonito borrego; ni la piel ni la cornamenta se estropearon, como ocurre algunas veces cuando caen rodando y rebotando en las peñas, desde las alturas. Los cuernos, muy abiertos y simétricos, midieron 39 pulgadas (97 centímetros). Al terminar la caza del borrego en la montaña, comprobamos que mi segundo Dall fue el mejor de los cobrados entre los cinco cazadores de que se componía el grupo. Esa noche Perk, quien además de guía hacía de cocinero, se lució ofreciéndonos en la cena un delicioso guisado de borrego, hígado a la sartén y guiso de lomillos. No hubo vino, pero tampoco hizo falta. Hacía tres días que no nos quitábamos la ropa ni para dormir; siempre estuvimos a temperaturas muy bajas, pero las caminatas nos calentaban. El panorama era hermoso y el aire purísimo. La nieve, que cuando llegamos cubría de blanco los campos, había desaparecido en las partes bajas; ahora, la tundra se presentaba vestida de un verde oscuro, con millones y millones de pequeños depósitos de agua cristalina formadas entre los huecos que deja le desigualdad de un terreno cubierto, aterronado, aglutinado; diría yo, hecho bolas, semijuntas unas a otras, con copetes
para, a lo mejor, encontrarse con que el animal no había caído. —Probablemente esté herido, pero bajar hasta el fondo de la barranca nos lleva dos horas —decía Ward—, y suponiendo que esté muerto; quitar la copina y volver a subir nos tomará otras tres horas; total, cinco horas y son las 3 de la tarde. Hoy no podemos hacerlo, lo dejaremos para mañana, volaré y buscaré con la avioneta, y si lo encontramos vendremos por él. —Pero ... , ¿no hay peligro de que se lo coman los lobos? —No, no hay tal peligro. Este es terreno de borregos, inaccesible a cualquier otro animal. No me quedé conforme, porque en parte Ward se equivocaba respecto a los wolverines puesto que habíamos visto uno el día anterior. —Ward tiene razón, Pap —intervino Fernando —en todo caso ningún carnívoro se comería los cuernos, que es lo más valioso, y podríamos utilizar la piel entera del borrego que mataste ayer. Al otro día encontramos al Dall bien muerto, muy cerca del recodo donde lo había visto al hacer mi último disparo.
294
ALASKA - 1958 pios de este siglo, es el principal proveedor de carne del esquimal y del indio nativo que habita en la parte norte de nuestro hemisferio. Durante los meses de abril y mayo, cuando se realizan las grandes migraciones anuales desde el extremo sur de la Península de Alaska hasta la vasta extensión de Brooks Range, aproximadamente 2 000 kilómetros en línea recta hacia el norte, a la tundra de los ricos líquenes —otros alimentos son renuevos de mimbreras, el tierno abedul, hongos y hoja—, sufren tremendas matanzas por el indio y el esquimal, amén del cazador de raza blanca, quienes siguen Ia tradicional costumbre de sus padres, pero en lugar de la flecha y el arco usaban ahora el moderno rifle, que es más ventajoso y mortífero. Por las rutas migratorias ya conocidas esperan vigilantes el paso de las grandes manadas de caribúes. Algunas son tan nume-
de diminutas tiernas plantas en las que los pajarillos y otras criaturas encuentran alimento y refugio, pero muy dificultoso para caminar sobre él. Nunca en mi vida había saboreado agua más pura y deliciosa; durante las caminatas, sin sentir sed, haciendo una copa con la palma de las manos bebía con placer, a cada rato, esas dulces lágrimas del cielo que, acumuladas, convertidas en agua, dejan los deshielos. Es uno de los sencillos deleites que nos brindan la caza y el campo.
El caribú montañés (Rangifer Montanus) El caribú es un venado pariente del reno ártico, de rara y caprichosa cornamenta; importado de Siberia, a princi-
El caribú es el animal más perseguido en todo el territorio de Alaska por esquimales, indios, lobos y osos.
295
ALASKA - 1958 Es evidente que las condiciones y sistema de vida del esquimal han cambiado mucho. ¡Todo ha cambiado en los últimos años ... ! Hace apenas dos décadas, Kotzebue era una humilde aldea de esquimales, actualmente hay mas de 500 habitantes. El esquimal se ha modernizado. Abandonó el trineo de perros sustituyéndolo por el moderno snowmobile; y a sus resistentes y primitivas canoas construidas por ellos mismos con las transparentes pieles de morsa, les adaptaron motores de gasolina fuera de borda. Hoy, sonríen felices diciendo “ahora no necesitamos matar tantos caribúes, los perros de fierro —así llaman a los snowmobiles—, no comen carne”, Antes tenían que alimentar a los perros que tiraban de los trineos, único medio de transporte sobre nieve. Hoy eso ya pasó a la historia, al igual que está ocurriendo con los caballos. Solamente en las pequeñas y remotas aldeas, el esquimal todavía depende totalmente del caribú para la vivienda, el vestido y el sustento. Enterado el lector de estos breves datos y comentarlos, volvamos a nuestra cacería. Después de una hora de vuelo en dirección oeste, acuatizamos en otro lago enclavado entre dos montes de regular altura; el lago media unos 200 metros de ancho por unos 6 kilómetros de largo. Un poco o nada había cambiado la topografía del terreno: verdes montes e infinidad de lagos de todos los tamaños. No había nieve; en esa región el deshielo había terminado, y en lugar del blanco manto, los campos estaban cubiertos de abedules, abetos, renuevos, bardaqueras, pastos, hongos, alisos, diversidad de los dulces arándanos, líquenes, musgos y plantas diversas, ofreciendo a la vista del cazador un alegre panorama de incomparable colorido y belleza. Verdaderamente estaba cazando en un vergel; al caer la tarde, cuando se llega entre flores al campamento, rendido de fatiga, es un placer de dioses tomarse un café y fumarse un cigarrillo contemplando calladamente esos crepúsculos de ensueño que hacen olvidar el cansancio y llenan de alegría y esperanza el corazón. Ese había de ser el verdadero campamento base. Las tiendas de los cazadotes se distribuyeron por la baja falda del monte, y cerca del lago se instalo una muy amplia tienda que serviría de comedor y cocina. AlIí estaba Johnny, nuestro magnifico cocinero, quien cada vez que elogiábamos uno de sus sabrosos guisos, nos decía: —¡Ah! Pero pronto probarán mis steaks de moose. ¡La carne más rica del mundo! Por la tarde hicimos nuestra primera salida. Esta vez mi guía sería Wayne, un individuo de unos 45 años. Fernando seguiría con Perk. La única salida estaba en las cum-
Restos de caribúes se amontonan bajo la nieve en una remota aldea esquimal.
rosas que pasan de 150,000 animales. Entonces da principio la matanza, los es- quimales comen hasta reventar y el resto de la carne se orea y almacena para el invierno; la piel y los intestinos tienen mil usos; todo se utiliza. Los lobos, los osos y las enfermedades son otras de las calamidades que sufre este cérvido; muriendo un 40% en su primer año de vida, Entre el territorio de Canadá y Alaska se estima que se matan más de 150,000 caribúes por año.
296
ALASKA - 1958
Nuestro nuevo campamento instalado en los terrenos del caribú y el alce. bres de los montes; tardamos hora y media para llegar a la cima, sobre terreno muy duro, por el varejonal de los mimbrerales, enredándonos a cada paso. La subida era penosa; caminaba 50 metros y tenía que detenerme un momento para normalizar mi respiración y calmar los fuertes latidos de mí corazón. Al llegar a la cumbre vimos que seguía una extensa meseta fácil de andar; la recorrimos y nos encontramos con un pequeño grupo de caribúes, hembras y machos jóvenes. Me concreté a filmar y tomar fotos a corta distancia, pues estos animales no se asustan fácilmente por la presencia del hombre, y creo que son los más curiosos y bobos de toda la fauna mundial. Cuando nos vieron, corrieron, pero a poco rato volvieron por nuestra espalda, parándose a 50 metros. Aquel día no vimos más, y a buena hora regresamos al campamento. Al día siguiente, bien temprano, emprendimos la marcha por el mismo lado, pero fuimos más lejos. En un determinado lugar nos separamos, Fernando y yo, con nuestros respectivos guías, tomamos por diferente rumbo. En media
hora me encontré con un macho de no malos bigotes, que se me apareció como un fantasma o tan inesperadamente como un Gran Kudú, a 100 metros de distancia; un tiro de mi .30-06 bien puesto, otro para rematar y asunto concluido. Dejé a Wayne quitándole la copina y me fui solo, con el propósito de encontrarme con Fernando y de paso, tal vez con otro caribú, ya que mi licencia me permitía abatir tres de estos cérvidos. Una hora más tarde estaba en una meseta oteando la lejanía cuando oí un tiro y otro, lejos, a mi derecha. Seguramente era Fernando. Por un buen rato lo busqué con los binoculares sin lograr descubrirlo, pero en cambio, allá ... tras el filo de una loma, empecé a ver un gran número de cuernos en movimiento, sin dejar al descubierto las cabezas y menos los cuerpos; parecía un desfile de bayonetas. Supuse sería una numerosa manada de caribúes a los que seguramente había disparado Fernando. Caminé un poco y me detuve a observar. La manada caminaba directamente hacia mí; me escondí tras de una roca y esperé. Así como me ocurrió con la manada de búfalos en te-
297
ALASKA - 1958
Aunque localicé un buen macho, todavía sus cuernos estaban recubiertos de “terciopelo”. Fernando con un buen ejemplar de caribú.
298
ALASKA - 1958
rrenos de Mtu-Wa-Mbu en África, en 1954, empezaron a dejarse ver las cabezas y luego los cuerpos de un ejército de animales. Se acercaron más y más; con ávida mirada trataba de descubrir al mejor macho, a la mejor cornamenta, pero todas me parecían iguales. Calculé en más de 100 el número de reses; en mi vida había visto espectáculo semejante. Me acordé de que en la familia caribú, la hembra está dotada de cuerna como los machos, y no quería matar una hembra. Busqué entre tanto animal las características que distinguen al macho, tal como la robustez del pescuezo, que es más corpulento. Cosa rara para mí en esos años de bisoño, de inmaduro en caza mayor fuera de mi país, todos los cuernos se veían oscuros; dejé acercar la manada hasta 40 metros, entonces descubrí que todos los animales tenían los cuernos in velvet, es decir, que en esa época todavía no los habían limpiado del fresco “terciopelo” que los cubría. Decidí no usar mi rifle, pero ¡qué lástima no tener la cámara para filmar la escena que parecía de migración! Gocé disfrutando la presencia de la manada, hasta que deliberadamente estiré el cuello, pues estaba tan cerca que casi temí me atropellaran. En cuanto me vieron emprendieron la estampida, desapareciendo en pocos segundos. Pero a los cinco minutos volvió a acercarse un pequeño grupo de esos bobos animales, que partieron a la carrera, a la llegada de mi guía Wayne. Marchamos juntos, en la dirección en que había oído los disparos de Fernando, y media hora después lo encontré al lado de un magnífico ejemplar de caribú, un animalazo que calculamos pesaría 150 kilos, su cornamenta tenía una abertura de un metro y 10 centímetros con 32 puntas. —¡Bravo, muchacho! ¡exclamé entusiasmado, después de haber apreciado las cualidades del cérvido— ¡Buen trofeo! ¡Lucirá bien en nuestro salón! —Cayó de un tiro —me explicó Fernando—. Y le dejé ir un plomazo a otro, que
corrió herido y no lo volví a ver. —Bueno, regresaremos al campamento por ese rumbo y si no lo encontramos, seguiremos buscando mañana. Por hoy ya llevamos dos piezas que pesan mucho; ya es tarde y apenas llegaremos a tiempo al campamento. Al otro día temprano salimos en busca del animal herido, el cual encontramos hasta por la tarde; la herida no fue grave, y Fernando lo remató de un tiro. Si bien podíamos cazar más caribúes, ya no lo hicimos considerando que tres eran suficientes y no me gustan las carnicerías. Por la noche Johnny nos preparó unas piernas de caribú al horno; un horno improvisado en que tantos exquisitos guisos nos ofreció ese buen cocinero de campaña. Entre otras cosas unos sabrosos bisquets y hot-cakes con blackberries silvestres, que abundan. Otro de los platos que cocinaba en diferentes formas eran los guisos de ptarmigans, perdiz subártica vestida de blanco plumaje en invierno; el sabor de su carne es parecido al de la codorniz, es del tamaño de un pollo joven y se encuentra en gran cantidad. Durante la cacería confirmé que el caribú tiene buena vista, pero es muy curioso. Si el cazador se para inmóvil, la curiosidad del animal lo acercará hasta 30 metros o menos. No camina al paso como otros cérvidos; aun cuando esté pastando tranquilamente, para moverse dos metros lo hace con un trotecito parecido a nuestros venados buras de Sonora y levanta la cola que se ve blanca; el pelo de su lomo y costados es de un pardo oscuro; de su blanco pecho corre un largo mechón, también blanco, que hace juego con los anillos del mismo color que adornan sus patas, cerca de las pezuñas. Sin embargo, no obstante la abundancia de esta especie de venado, la caza es dura, es la típica, la genuina Montería, como la caza en .México y otras partes del mundo: subir y bajar a pie los montes siempre cubiertos de matorrales y de esos mimbrerales delgados pero durísimos, que llegan a los hombros; hay
299
ALASKA - 1958
Con el magnĂfico trofeo conseguido, emprende Fernando el regreso al campamento.
300
ALASKA - 1958 que abrirse paso en terreno muy desigual y lleno de hoyos. A poco de empezar a encumbrar ya va uno sudando a mares y echando los hígados, pero ya en la cima es cosa fácil. De todas maneras, me gusta esa forma de cazar que, como solemos decir en México, se hace a “huarachazo limpio” en sierras donde no hay ni vehículo ni caballo. Con vegetación tan cerrada tampoco es posible el huelleo, así es que hay que caminar y caminar, desde la madrugada hasta la puesta del sol, usando siempre los binoculares, buena ayuda para descubrir la pieza deseada.
Oso grizzly (Ursus horribilis) Volamos para acuatizar en la orilla de otro lago, llevamos una ligera tienda de campaña y comestibles para unos pocos días. El propósito era darle una espulgada al terreno en busca del moose. Iríamos solamente Fernando y yo con nuestros guías Wayne y Perk. El terreno era más plano que el anterior, una que otra lomita y todo el campo alfombrado de abetos y convertido en un florido vergel. ¡Hermosos campos! El oso polar y el oso pardo o Kodiak son los animales cuadrúpedos, carnívoros terrestres más grandes del mundo. Ambos son peligrosos, pero no tanto como el oso grizzly, de mucho menor tamaño y peso, pero a la vez el más feroz, el más temido por el cazador; su nombre en latín, Ursus horribilis confirma su peligrosidad. Muchas anécdotas de sorpresivos encuentros sangrientos de cazadores con estos peludos plantígrados se han escrito en la historia de la Montería. En cuanto llegamos, salimos los cuatro juntos en busca del moose. Después de una hora, observábamos desde lo alto de una loma un manchón de pinos localizado en una hondonada que formaban un cerro y una loma baja. No descubrimos nada con los binoculares, pero nos gustaba el lugar y a él nos dirigimos. Empezamos a descender y a poco andar, nos detuvimos para echar una ojeada. Más abajo, frente a nosotros, a unos 500 metros, descubrimos un oso grizzly, que de inmediato decidimos cazar. El terreno donde se encontraba no era fácil, la maleza era muy cerrada, para acercarnos teníamos que bajar por campo muy abierto; no había otra forma, y nos resolvimos por un acecho directo confiando en la no muy buena vista de los osos, en lo entretenido que estaba comiendo los sabrosos arándanos y en que el viento nos daba en la cara. Cuando llegamos a 300 metros, Perk sugirió que desde esa distancia disparara yo. El tiro a largas distancias, con rifles y balas de muy plana trayectoria, que no dejan el sabor ni la emoción de un
Cerca de la espesura se encontraba un oso grizzly.
buen acecho, es una forma peculiar de algunos cazadores de Norteamérica, pero a Fernando y a mí nos gusta arrimarnos, como el matador que roba terreno al toro. Así es que no le hice caso a Perk y en cambio le ordené que él y Wayne se quedaran ahí, mientras Fernando y yo nos adelantábamos cubriéndonos en la mejor forma posible. Llegamos a los 200 metros, el oso se movía un poco, ocupado en comer; pero ya no debíamos adelantar más, estábamos completamente a descubierto, Entonces le dije a Fernando que desde allí tiraría yo; en eso se movió el oso, quedando ocultos sus cuartos delanteros. Por unos momentos permanecí encañonando con mi .30-06 —recuerde el lector que no llevábamos rifles de más alto poder—, en espera de que se descubriera; en ese segundo llegó por nuestra espalda Perk preguntándome en alta voz: —¿Por qué no le tiraste? ¡Ya el oso se fue! —¡Cállate! ¡EI oso está allí! —Ie repliqué. —No —insistió— ya encumbró por el cerro de la izquierda. Me enfadó mucho la imprudente actitud de mi guía, mas controlé mi enojo. Ya no veíamos al oso, pero yo sabía, sentía, que no nos había descubierto, y no se había alarmado, por lo cual debía estar cerca. —Ven —le dije a Perk— vamos allá. Nos adelantamos, él caminaba por el lado izquierdo, siempre buscando al oso en el cerro; Fernando y yo, a la derecha. Ya estábamos en los terrenos donde había visto al grizzly, caminábamos muy despacio, con los rifles listos; Perk sólo llevaba un enorme pistolón de gendarme de principios de siglo.
301
ALASKA - 1958
Los grandes ejemplares de alce llegan a pesar mรกs de 700 kilos.
302
ALASKA - 1958 La maleza no nos permitía ver muy lejos. Casualmente, a 35 metros, a mi derecha y casi con el rabo del ojo, alcancé a ver un bulto en movimiento entre la maleza. ¡Era el grizzly! Sin pronunciar una palabra y con rapidez hice un disparo que, afortunadamente, dio en el blanco. El oso como es común en ellos, se hizo bola dando dos maromas. Luego se levantó y cuando corría recibió mi segundo tiro, no menos rápido que el primero; la bestia se detuvo sólo para recibir un tercer tiro que puso fin al emocionante encuentro. Cuando volteé a ver a Fernando y a Perk, vi que este último tenía la pistola en la mano y visiblemente emocionado me dijo: —Tú no te confías, ¿eh? —¡Naturalmente! —le contesté—. En estos casos hay que actuar con rapidez, no hay tiempo ni debe uno consultar a nadie, además, viste que tenía razón: el oso estaba aquí. En lo sucesivo ten presente que no somos novatos en cacería. Perk estaba nervioso y con cierta razón. Como ya dije, el grizzly es un enemigo peligroso, y el encuentro había sido hasta cierto punto sorpresivo, a muy corta distancia y en terreno boscoso. Pero Perk, como ya nos ha sucedido en otras ocasiones con guías profesionales, cometió un error subestimando nuestra experiencia venatoria y su imprudencia pudo haber malogrado el lance con el oso. Pronto quedó olvidado el asunto con la obtención de ese nuevo trofeo. Contentos, regresamos al campamento sin más novedad por ese día.
Este fantástico venado semi acuático se alimenta de nenúfares, cortezas de árbol, hojas, renuevos, matas, hierbas y plantas marinas que se encuentran en los marjales, charcos de poco fondo, marismas, pantanos y arroyos; se zambulle casi como un pato o un castor en busca de alimento, y suele durar más de un minuto sin sacar del agua la cabeza para respirar. El alce es una de las muchas especies de la fauna asiática que emigraron a América cruzando por el “Puente Terrestre” del Mar de Behring que existía en la lejana época del Pleistoceno, hace más de 10 000 años. De otra manera no hubieran sido posibles las migraciones tanto de animales como de seres humanos. Según la historia de las cuatro interglaciaciones de la época del Pleistoceno, cuando cada estación glacial acumulaba su máximo volumen de hielos y nieves que, lógicamente, bajaba considerablemente el nivel de los mares hasta 60 metros, ocurría el brote de islas ignoradas y otras eclosiones terrestres. Este fenómeno llamado “violencia tectónica” da lugar a transformaciones geológicas en el globo terrestre: elevación de continentes, montañas; elevación y descenso del nivel de los océanos, debidos a avances y retrocesos interglaciares, que invaden los litorales. De esta suerte quedó al descubierto el anchísimo “puente” o meseta que por un tiempo unió a Rusia con América. Hoy dicho “puente” quedó 60 metros debajo del nivel de las aguas del mar; sólo asoman dos islitas de nombre Diómedes, a media distancia entre las costas de Siberia y Alaska; una de ellas es de Rusia y la otra de E.U.A. Actualmente, la distancia de costa a costa entre Rusia y América por el Estrecho de Behring es de 80 kilómetros, y en invierno, cuando el mar se congela, podría cruzarse en trineos. Hace 11 000 años empezó a menguar la última glaciación del Pleistoceno dando lugar a los periodos templados interglaciares, digamos “veranos” de miles de años; con ello tomaron fuerza los deshielos; los glaciares se derretían y el nivel de las aguas de los mares aumentaron hasta llegar al actual. Tan sólo Alaska tiene 5 000 glaciares, Rusia cuenta con 10 000 glaciares de montaña, además, se consideran las fabulosas nieves del Ártico, de la Antártida, Groenlandia y otras. Unas tres cuartas partes del agua dulce del mundo —29 millones de kilómetros cúbicos— se encuentran almacenados en forma de hielo. En total, un 10% de la superficie terrestre se halla en la actualidad cubierta por glaciares; un 20% menos que hace 10 000 años. Para cerrar este preámbulo considero interesante que el lector tenga presente que por ese “puente” del Estrecho de Behring, hace miles de años, entre otras especies de la fauna asiática entraron a América, por Alaska, continuando
El alce (Alces Americana) En América, principalmente en Estados Unidos, se han cometido errores dándole a algunos animales un nombre que no les corresponde, por ejemplo: al wapiti le llamamos elk; al puma le llamamos león americano; al jaguar le llamamos tigre; al bisonte le llamamos búfalo y al alce, que es el cérvido más grande del mundo, le llamamos moose, nombre con el cual lo bautizaron los colonos ingleses, proveniente del dialecto de los indios algonquinos, quienes le llamaban mus, palabra que significa “que come ramitas tiernas”. El peso promedio de este enorme venado pasa de los 700 kilos; su palmeada cornamenta mide, de punta a punta, casi 2 metros y su alzada, en algunos ejemplares, pasa de 2 metros. Hay cuatro especies y subespecies que difieren por su tamaño solamente, abunda tanto en Alaska y otros estados de la Unión Americana, como en la parte norte de Ontario, Canadá. Su carne es de lo más exquisita. ¡Y vaya que he saboreado carnes de un centenar de diferentes animales salvajes!
303
ALASKA - 1958
Los alces se localizan frecuentemente en las cercanías del agua.
por la cordillera de las Rocallosas hasta llegar a México, el borrego del desierto o cimarrón que habita en tierras de Sonora y Baja California. Posiblemente desciende del borrego nivicola de la Península de Kamchatka, Siberia. Más al sur de nuestro continente no habita ninguna especie de borrego silvestre. Salimos a buen temprano, a las 9 a.m. nos encontrábamos sobre una loma observando con los binoculares, como es costumbre hacerlo. A nuestro derredor grandes manchones sembrados de flores silvestres y pastos alegraban el panorama, más al fondo completaban el cuadro la maleza y las colinas cubiertas de verdes pinares. A dos kilómetros descubrió Perk un alce, me lo señaló y con trabajos lo descubrí en un tupido manchón de pinos; para ello se necesita alguna experiencia o movimiento del animal. Estaba echado, inmóvil, sólo dejaba ver uno de los cuernos que a distancia daba la forma de un abanico blanco, abierto en medio del verdor. Estudiamos el terreno e iniciamos el acecho, por cierto muy bien dirigido por Perk, quien previamente nos había advertido que debíamos disparar con rapidez y buena puntería en el momento del lance. Si en terreno tan arbolado éramos descubiertos, no seria fácil arrimarnos, eran animales “muy sentidos” y no tendríamos tiempo más que para hacer un solo disparo; si el animal no era bien “pegado” nos esperaría una larga caminata para encontrarlo a tiro y rematarlo. Esas advertencias me hicieron pensar en que nuestros rifles .30-06, aunque cargados con balas de 180 gr y punta suave, no eran los adecuados para un animalazo tan grande como un búfalo africano, pero no teníamos más.
El acecho fue bien planeado y cuidadoso. Cuando estuvimos a 100 metros de la pieza pude ver parte de la cuerna y la cabeza solamente; nos arrimamos más y entonces descubrimos otro alce que también estaba echado no lejos del primero. Con señas y haciéndoseme agua la boca indiqué a Fernando, quien también estaba notablemente emocionado, que él tiraría al de la derecha y yo al del lado izquierdo. Ya estábamos a 60 metros, entre una maleza tan cerrada que sólo podía ver la cuerna y la jeta del animal y un pinito de 3 metros de altura le tapaba el pescuezo, que era a donde pensaba colocar mi bala. Fernando estaba unos metros a mi derecha. Perk y Wayne se habían quedado muy atrás para hacer menos ruido y bulto al caminar. Debíamos tirar al mismo tiempo, cada uno al moose que le correspondía; si al primer tiro no caían echarían a correr, sin darnos oportunidad de un segundo disparo. Por temor a que nos ventearan y sintieran, decidimos no movernos más; con los rifles encañonando esperaríamos a que se levantaran y dieran blanco. Así permanecimos unos 20 minutos, a cada momento se me nublaba la vista de tanto tenerla fija. Hacía frío, la mano izquierda la tenía con guante, pero la derecha, que debía conservar desnuda y lista para la acción en el momento del lance, ya la sentí a helada. Llegó el momento, se levantó mi moose, pero el condenado pinito que antes mencioné seguía tapando el pescuezo y la cabeza de la res, dejando al descubierto el lomo y parte del pescuezo, estaba casi de frente, en línea recta hacia mí. Ya no aguanté más; seca la boca, puse el grano de mi rifle en la espina, lo más cerca de las vértebras cervi-
304
ALASKA - 1958 cales y oprimí el gatillo. Al fogonazo, el venadote salió disparado por el lado izquierdo; se me perdió entre los pinos; creyendo que había errado el tiro, corté cartucho y cuando el animal cruzaba por un clarito, le dejé ir otro plomazo. A mi primer tiro oí que Fernando disparaba al mismo tiempo. Los dos corrimos por donde salieron los animales y con gran alegría encontré mi moose tirado, todavía con vida, a 20 metros de donde había estado echado; lo rematé de un tiro. Busqué el de Fernando, que pronto encontramos a unos cuantos metros, muerto con un tiro en el pescuezo. ¡Qué grata satisfacción se siente cuando se tira bien! Aunque mi segundo tiro no dio en el blanco, el primero fue de muerte; de suerte que de un tiro con bala de 180 gr cayó cada uno de esos enormes cérvidos cuyo volumen me dejó asombrado. Tarea difícil fue desollarlo y cargar con algo de carne, piel y cuerna. A mi primer intento de cargar con una cabeza caí de espaldas dominado por el peso. En la tarde llegamos al campamento volante y a la siguiente mañana llegó Ward en su avioneta para llevarnos al campamento base. A la mañana siguiente nuestro cocinero Johnny sirvió un almuerzo inolvidable: sendos bisteces de carne de alce sazonado a la sartén en su propia grasa, con sal de ajo, cebolla y pimienta; no había necesidad de aceite o mantequilla, ¡qué plato más delicioso! Johnny tenía razón; no creo que haya carne más exquisita. Para mejor saborearla ni siquiera comimos pan, sólo algunos sorbos de buen café negro, al cual observé siempre le ponía Johnny un pistito de sal. En un laguito, a unos pasos del campamento base, vimos cuatro cisnes blancos y algunos patos. Cosa curiosa en el campo, nunca vimos buitres; tampoco sufrimos la molestia de los mosquitos. El frío era tolerable, y con las caminatas hasta sudábamos. El panorama era tan- encantador con esa gama de colores que ofrecía el campo fresco, mojado, sembrado, tupido de flores y plantas silvestres que llenaba de contento nuestros corazones. Terminado nuestro compromiso con los alces, tocaba ahora su turno a las cabras montañesas; tarea muy difícil, de sabor más deportivo que la caza del moose, pero estábamos muy lejos de la región que habitan esas chivas salvajes. Teníamos que regresar a Anchorage y de allí volar a Canary, a corta distancia de la costa. Del campamento volamos a Tolzona, donde pasamos la noche, y al día siguiente la esposa de Ward nos llevó en auto a Anchorage.
El autor y Fernando lograron cazar buenos ejemplares de alce.
305
ALASKA - 1958 La cabra salvaje montañesa
usamos una incómoda tienda de 8 x 10 pies para dormir los dos guías, Fernando y yo. El lugar quedaba lejos de toda civilización y la única forma de llegar era en avioneta, sobre un campo bastante amplio y llano. Naturalmente, no había pista. El terreno estaba circundado por una amplísima barrera de 9 glaciares, montañas, altos picos desnudos cubiertos de nieve en su nivel más bajo, y luego, más abajo aún, seguía el límite de la vegetación, un monte de gruesos pinos, variadas coníferas y densa maleza de alisos y otras plantas; todo el campo estaba tapizado de musgos, tan mojado que al pisar fuerte brotaba el agua; no había en toda el área un metro de tierra seca. Por si eso fuera poco, el viento era fuerte y muy frío; había otra molestia: por la tarde nos atacaban nubes de mosquitos tercos, empeñados en hacernos renegar. Tal era nuestro campo de acción. Al contemplar el terreno donde habríamos de cazar, comprendí desde luego que la tarea sería dura: relices imposibles, con declives de 65 grados. El panorama seguía siendo indescriptiblemente bello. Habíamos llegado temprano. Ward regresó a Anchorage en el Cessna, con la promesa de que en tres días regresaría por nosotros. Lo primero que hice fue escudriñar las montañas con los binoculares y el telescopio de 40 poderes tratando de descubrir algunas cabras, como ocurrió con los borregos Dall en el campamento Jarvis; pero nada descubrí. No me gustó la cosa. Nuestro campamento estaba al pie de una montaña, la primera que habíamos explorado tan empinada, con maleza tan cerrada y mojada que nos obligaba a terciarnos el rifle para subir como mapaches ayudándonos con las manos. Después de dos horas encumbramos hasta llegar al límite de la vegetación, de allí seguimos sobre la nieve y más arriba a los picos, a la roca pelona, a los negros picachos medio cubiertos por las nubes. Nos detuvimos un rato para desde la altura, con los prismáticos, otear las montañas en un radio de unos 10 kilómetros, pero no descubrimos nada, ni un solo bicho. Caminamos otras dos horas y un poco desalentados regresamos al campamento. Al día siguiente volvimos a la carga encumbrando las mismas montañas, esta vez pasamos del límite de la vegetación hasta una altura en que me pareció inútil seguir adelante. No descubrimos un solo animal, pero Perk insistió tanto que decidí siguiera adelante con Fernando. Yo caminaría solo a esa altura, sin fatigarme tanto, y luego, por aquello de las 4 p.m. regresaría al campamento, para que ellos no se vieran obligados a regresar por el mismo camino. Se fueron. Perk era un individuo relativamente joven y fuerte; los seguí con los prismáticos hasta que se me per-
(Oreamnos Americanus) La cabra montañesa, esa señora de los acantilados, es un trofeo de caza por demás difícil; todo cazador se sentirá orgulloso de su posesión y cada vez que lo contemple en su salón de trofeos se recreará recordando los copiosos sudores fríos, el esfuerzo, las penosas caminatas y los bellos panoramas que se ven desde los picos de las altas montañas, a las cuales, por hábito y costumbre, se remontan las cabras ejerciendo asombrosos malabarismos de equilibrio en las escarpaduras. Tal es la cabra salvaje de Alaska, y otros lugares de Norteamérica, caminadora de los acantilados, riscos, escarpados abismos peñascosos que marean, donde habrá de buscarse, siempre en terrenos más broncos e inaccesibles que los habitados por otros animales monteses; lejos del ruido y la civilización. En invierno, en lugar de descender a terrenos bajos de la montaña en busca de los manchones de verdes pastos como lo hace el borrego salvaje, la cabra asciende, remonta las alturas en busca de retoños, hierbas y espinos que crecen entre rocas. Es su principal alimento. Se ha discutido que esta cabra no es tal, sino un antílope. Ciertamente no pertenece a la especie de las cabras silvestres de largos cuernos y diferente pelaje, como son los ibex y el markhor; más bien pertenece a las especies intermedias de las cabras con cuernos cortos —Rupicaprinae— parientes del chamois europeo, del goral, del serow y el tahr de Asia. Los naturalistas estiman que sería más apropiado el nombre de Antilo-cabra. Esta cabra montañesa es uno de los tres grandes animales que durante todo el año conservan su pelaje totalmente blanco, los otros dos son el borrego Dall y el oso polar. Su peso promedio es de 120 kilos; vive hasta 13 años; ambos sexos tienen cuernos que miden, como promedio, 20 centímetros de largo en el macho adulto. Su voluminosa joroba o morro sobre los hombros hace que su cabeza se vea más baja; su largo pelaje que corre hasta muy abajo por las piernas, da el aspecto de unas chaparreras que se cortan a 20 centímetros, antes de llegar a la pezuña, dando la impresión de que hubiesen ido al salón de belleza, como algunas damas IIevan a sus perrillos falderos. Los negros y finos cuernos, su larga cara de mandril y corta piocha le dan un tono cómico, de payaso, que al verla dan ganas de reír. Entre cazadores cariñosamente llamamos Billy al macho y Nanny a la hembra; me parecen los apodos muy apropiados. El 6 de septiembre de 1958, después de una hora de vuelo en un Cessna 180 aterrizamos en un lugar cerca de la costa de Canary; en el campamento volante, otra vez
306
ALASKA - 1958
La cabra salvaje de Alaska; señora de riscos y acantilados.
dieron en una cuchilla tan alta que ya cubrían las nubes. Fastidiado de no encontrar un solo animal y pensando que podría perderme, resolví el regreso a las 3 p.m. en vez’ de 4 p.m. Medio me perdí, pero no del todo. Fernando no llegó al campamento hasta las 7 p.m. cansado y molido después de 10 horas de caminar sin descanso en las montañas. —¡Qué bárbaro! ¡Qué andada se han echado! ¿Dónde está Perk? ¿ Vieron algo? —interrogaba yo a Fernando en tanto les preparaba un café. —Pues, mira, ahí viene Perk. ¡Demonios! ¡Pero si trae una cabra a cuestas!
Con razón dice el refrán que “el que porfía mata venado”. ¡Qué bueno, hombre, por lo menos ya contamos con un Billy! —nuestras licencias autorizaban dos a cada uno—. Déjame verla. . —Maté dos, me decía Fernando entusiasmado, pero trepamos tan alto, en terreno tan peñascoso, que ríete de las sierras de Sonora. De manera que una de las cabras voló por no decir cayó, a tal profundidad que era imposible bajar por ella y menos a esa hora. Además, seguramente se rompieron los cuernos a la caída. —Pues tuvieron suerte, pero otra caminata de esas, sin
307
ALASKA - 1958 seguir a pie desde el campamento. En eso llegamos al mar y regresamos al campamento. A distancia, cada cabra parecía una blanquísima mota de algodón que un inexperto confundiría con un montecito de nieve. Hice que dos veces voláramos en círculos para estudiar el camino de acceso a pie: primero había un extenso valle de terreno plano, luego debía empezar a encumbrar cruzando un glaciar para seguir por el filo de numerosas cuchillas. Grabé en mi mente la topografía del terreno y posición de los Billies. 30 minutos duró el vuelo que, a la postre, nos ahorró días de largas y cansadas caminatas. A las 8 a.m., muy entusiasmados, emprendimos la marcha con nuestros guías. Solamente Fernando y yo cargábamos rifles para en caso de suerte, evitar el exceso de peso; un lonche, un trozo del sabroso pan de Epiece, los binoculares y eso era todo. Ward se fue en su avión ofreciéndonos volver al tercer día, por segunda vez nos quedamos sin ningún medio de transporte que en caso de un accidente, nos pusiera en contacto con el mundo civilizado. ¿Cruzar a pie esas montañas para negar al poblado más próximo? ¡Ni pensarlo! Nunca llegaríamos! La situación no me gustaba, pero confiaba en nuestra siempre buena estrella; nada malo pasaría, si acaso uno que otro sentón y ya. Caminamos de prisa, en una hora cruzamos el valle y empezamos a escalar la montaña. Cada 60 ó 70 metros nos deteníamos a normalizar nuestra agitada respiración; la caminata sería una de las más duras en mi vida de cazador, pero sabía que llegaríamos a buena hora al lugar de las cabras, si apretábamos el paso. Llegamos al pie de un glaciar, que con dificultad cruzamos para seguir encumbrando. A pesar del frío y de la altura sudábamos a chorros, pero era un sudor que en la nuca se sentía muy frío. A continuación transcribo un párrafo de mi “Diario”: “Seguimos encumbrando. A primera vista, desde el valle o desde la avioneta, no me parecían tan escarpadas ni difíciles de ascender y dominar esas montañas, pero conforme ascendemos se descubren cañones y desfiladeros profundos que no advertí. Al llegar a la cima de un espinazo que supuse sería el último, me di cuenta de que sólo era la cuchilla de otro cañón que hay que cruzar para llegar al lugar donde seguramente encontraría las cabras;’ sin embargo, mi orientación era buena. “A cada rato que nos detenemos unos instantes a recuperar nuestra respiración; volteo a ver el trecho que hemos caminado disfrutando cada vez de un maravilloso y diferente panorama. Ahora se divisa al fondo el lago cuya extensión es de unos 10 kilómetros de largo; alla abajo me pareció más chico; cuento 9 glaciares que lo rodean, creía que eran menos.
Nuestra cabra empezó a encumbrar un pico ...
estar seguros de que hay cabras, no la haremos. Mañana vendrá Ward, aprovecharemos el Cessna y yo echaré un vistazo volando sobre las montañas, si veo Billies entonces sí que caminaré todas las horas del día. En la punta de unas varas prendimos unos trozos de carne que cada quien sostuvo en la lumbre y después de cenar, nos fuimos a dormir. Al día siguiente hubo mal tiempo y comprendimos que Ward no llegaría. Permanecimos en el campamento y al otro día. temprano, oímos el motor del avión, que aterrizó cerca de nosotros. No había tiempo que perder. Expuse a Ward la conveniencia de explorar las montañas en un breve vuelo y localizar las cabras, para tener alguna seguridad de éxito antes de emprender las caminatas. Ward estuvo de acuerdo, y él y yo emprendimos el vuelo rumbo a la costa. A los 10 minutos de vuelo vi la primera cabra y luego una manada y otras solitarias. —Nannies —hembras— me dijo Ward. Después, en lo alto de las montañas, vi dos Billies y luego otros más. Examiné el terreno evitando volar muy bajo, a fin de no alarmar a los animales; animado y optimista estudié la ruta a
308
ALASKA - 1958 “Estudiamos la forma de cruzar un cañón pegándonos al pie y orilla de un glaciar, la nieve de éstos es durísima, la áspera superficie corta las manos; hay que rodearlos, pues creo que nadie se atrevería a cruzarlos a pie, a menos que use los zapatos con spikes como los de los alpinistas, además del piolet para mayor seguridad, ya que por su declive un resbalón significaría la muerte”. Tomé una foto de la ruta que seguimos por el borde de una de esas masas de hielo llamadas glaciares, cuya formación requiere miles y miles de años. El sol de junio, que en las regiones subárticas o nórdicas no se oculta en las 24 horas del día, no es capaz de derretir su densa capa. Después de cuatro arduas horas de caminar siempre encumbrando, descubrimos con los binoculares, allá en lo alto, casi en la cima de una montaña, una bolita de algodón ligeramente amarillenta que difícilmente se distinguía de los manchones de nieve. ¡Era nuestro Billy! El animal estaba a un nivel muy alto, fuera de tiro, echado en el saliente de una enorme roca desde donde dominan con la vista todo el terreno bajo del cual puede llegar el peligro. A esas alturas no toda la montaña se cubría de nieve, ya no había vegetación; en su lugar, la roca pelona y la abundante y menuda laja hacía más difícil el ascenso; los resbalones eran frecuentes. Era sumamente difícil ponernos a distancia de tiro sin ser vistos; estudiamos el acecho resolviendo que era necesario un amplío rodeo. Perk y Fernando tendrían que avanzar de manera de no ser vistos, cubriéndose entre los peñascos y sin intentar ver la cabra hasta llegar a una altura superior a donde ella estaba; yo permanecería sin moverme, vigilando con los gemelos su posible movimiento. De trecho en trecho, Perk y Fernando se detenían, para que de común acuerdo nos viéramos con los prismáticos y a base de señales convenidas les indicaría yo si ya estaban a la altura, si la chiva ya se había o no “movido” y en qué dirección. Así las cosas, caminaron una hora para llegar al nivel de la cabra, casi en la cumbre. Les hice la señal abriendo mis brazos en cruz, pero al mismo tiempo vi que la cabra se levantaba desperezándose. Usando los prismáticos la vi enorme, preciosa, limpia, color mantequilla; comenzó a caminar muy lentamente, confiada, sin sospecha alguna; iba a encumbrar el picacho por un lado de un agrupamiento de grandes peñascos, al mismo tiempo que Fernando y su guía lo harían por el lado opuesto. Me sentía emocionadísimo, hubiera querido advertirlos: “¡se van a encontrar con la chiva a 40 metros al otro lado del picacho ... !”. Vi a la cabra y a ellos en el filo de la montaña, y un momento después los perdí. Me levanté de mi puesto y comencé a trepar lo más aprisa que pude; no había caminado 100 metros cuando me pareció oír un tiro, luego otro,
y momentos después en la cima se dibujó la silueta de Perk, que me llamaba haciendo señas para que subiera a reunirme con ellos. Tal era mi entusiasmo que en 40 minutos llegué a la cumbre, una de Ias tantas cuchillas, como sierras, que integraba el remate de un profundo cañón, cerrado a la derecha por un imponente pico. Aquello parecía el lecho del cráter de un gran volcán, algo así como un enorme anfiteatro, de 600 metros de ancho por unos 200 de fondo. En aquel fondo cubierto de laja casi negra y suelta, resaltaba la forma blanca y ensangrentada del Billy que acababa de abatir Fernando. —Otras dos corrieron por allá abajo, a la izquierda — decía Fernando todavía emocionado—. Y mira, allá, en aquel filo, al otro lado de este enorme anfiteatro está una más. Con los gemelos observé la cabra que señalaba Fernando y después de estudiar el terreno le dije a Perk: —¿Qué dices? ¿Vamos por ella? —Mira —me contestó con muy buen juicio—, es la 1 :30; hicimos cinco horas y media para llegar aquí; tenemos que bajar por la cabra muerta, quitarle la copina y cargarla, esto se lleva tiempo. Por otra parte el Billy aquel está muy lejos, tendremos que rodear por el picacho, a la derecha. Para llegar al otro lado haremos una hora y si tenemos suerte, tendremos que cargar con dos cabras y emprender el regreso más o menos a las 4 p.m., así es que llegaríamos al campamento cerca de medianoche. A menos que deseen quedarse en la montaña y para eso no estamos preparados; sin las bolsas de dormir aquí se muere uno de frío. Las razones de Perk eran de peso, pero como también lo era mi entusiasmo en hacerle la lucha a la otra cabra que seguía inmóvil, propuse: —Mira, Wayne y Fernando pueden bajar y desollar la cabra muerta, mientras tú y yo damos vuelta por donde dices, para arrimarnos a tirarle a la cabra viva y luego nos reuniremos en aquel puentecito que está allá abajo, a la izquierda. Además, tal vez al otro lado haya más cabras. Mi proposición fue aceptada. Comimos el frugal lonche que llevábamos y emprendimos el acecho. Al llegar al picacho vi que para bajar al otro lado, rodeando, había una pendiente muy inclinada, cubierta de nieve endurecida como un glaciar. Empezamos a bajar, y en menos de 10 metros me di dos sentones, pues la nieve estaba muy resbalosa. Descubrimos a lo largo de la pendiente una angosta hendidura, rellena de nieve fresca. Nos sentamos de plano en el hielo con las piernas encogidas para descender, deslizándonos apoyando un pie en la hendidura, pero esto sólo en parte dio resultado. Resbalé; menos mal que
309
ALASKA - 1958 sólo fueron 100 metros, gracias a una peña que me detuvo; el rifle lo protegí cruzándolo entre las piernas. Me ardían mis pobres y maltrechas posaderas: no fue nada, pero procuré no estropear mi rifle. Ya estábamos en el otro lado, desde ahí dominábamos otra serie de profundos cañones. La chiva que habíamos visto antes estaba muy lejos, casi en el fondo de otro desfiladero. No era práctico el porfiar y con pena desistí de mi propósito. Ahora había de pensar en el punto de reunión, al cual llegamos con algún trabajo.
rifles. Finalmente, un tiro de Fernando dio en el blanco; el animal se tambaleó y cayó, pero no en el saliente donde estuvo parado, más bien voló en el espacio, 50 metros abajo pegó en una roca que lo detuvo un instante para luego seguir cayendo tres veces pegó en los salientes rocosos, que no daban la suficiente anchura para retener el cuerpo del Billy ya muerto. Nunca había presenciado espectáculo semejante. Cuando caía daba la impresión de un paracaidista en el espacio antes de abrir su paracaídas. ¡Qué lástima no haber filmado la escena! ¡No por sadismo, sino por la singularidad! Al fin se detuvo en el fondo, a 150 metros de nosotros —esto dará una idea al lector del terreno tan quebrado y escabroso en que andábamos—, corrimos a verlo y bueno ... ¡Qué tristeza al ver aquello! De los cuernos sólo quedaron apenas visibles las bases y la piel estaba completamente desgarrada, nada podíamos utilizar de aquel pobre Billy, verdadero monarca de las escarpaduras. Sentí pena, me remordía la conciencia. Pero ... pues, son gajes del deporte. Esa noche rehusé comer carne de cabra. Desde donde nos encontrábamos se veía nuestro lago y el valle que tendríamos que cruzar. Regresábamos por diferente ruta; ya era tarde y sabíamos que nos sorprendería la noche. El valle era plano, pero completamente sembrado de mimbreras, un varejonal tan cerrado y duro que dificultaba nuestro paso, y además, hundidos en esa alta maleza que nos cubría, carecíamos de todo punto de referencia, como si estuviéramos perdidos. Hágase de cuenta un chaparral o huizachal de nuestras Huastecas. Desde la altura estudiamos el camino más abierto para llegar al campamento y seguimos bajando. Cuando llegamos al plano ya era completamente de noche; naturalmente que no había veredas y menos caminos que nos orientaran. Nunca se me hizo más largo, interminable, un regreso; no llevábamos lámpara, caminábamos a oscuras, en fila india, abriendo paso con las manos; el suelo empapado, sin poderse uno sentar y descansar un rato. Mi rifle parecía pesar 20 kilos, los malditos mimbrerales, esos varejonales largos, delgados y duros como el alambre, se cruzaban como trampas a baja altura del suelo haciéndonos caer con mucha frecuencia; otras veces nos golpeaban el rostro, a cada rato se dejaba oír una maldición de alguien que había tropezado. Así caminamos unas dos horas que me ,parecieron siglos, sin descansar un momento, porque como ya dije antes, no había un tronco de árbol caído, o una piedra, o un metro de tierra seca donde sentarse, íbamos como sonámbulos, con un brazo tendido hacia delante para abrirnos paso. Al fin entramos a un campo abierto. ¡Allí estaba el lago! ¡Qué bueno ... Bendito sea Dios, por-
Largo y penoso regreso Eran las 5 de la tarde cuando empezamos a descender por pendientes increíbles. Desde esas alturas contemplé el bellísimo panorama que en conjunto formaban los riscos, los farallones y montañas que se extendían a mis pies, con el Golfo de Alaska a mi derecha. La misma perspectiva puede contemplarse desde un avión, claro, pero el placer, el deleite, la sensación que se respira es diferente; el premio al esfuerzo físico da un gozo más grande, es como una gota de agua que detenidamente se observa bajo el microscopio, para descubrir todo su mundo viviente inadvertido a simple vista. Solamente el viento y los jets de combate que sin cesar hacen sus prácticas de rutina en el cielo de Alaska, interrumpían el silencio de la montaña, silencio tan deseado y saludable que calma nuestras neurosis adquiridas por el bullicio, los ruidos estridentes y las mil calamidades de la vida moderna de las ciudades populosas. Con mucha frecuencia, en trechos de 100 o más metros, teníamos que bajar uno por uno. Si lo hacíamos todos a la vez había el peligro de que alguna piedra se desprendiera rompiéndole la cabeza al de más abajo. Ya habíamos descendido bastante, y en un momento que nos detuvimos a descansar volteamos a ver el terreno y ¡Oh, qué ironía! Allá arriba, en una saliente de la parte más rocosa de la escarpadura casi vertical, cortada a pico, descubrimos un Billy parado; seguramente habíamos pasado cerca de él sin .advertirlo, y ahora lo teníamos a la vista, pero a no menos de 500 metros de distancia. —Vamos a tirarle y, si acaso le pegamos, mañana volvemos o mandamos por él —les propuse a Fernando y a Perk. Apoyando los rifles sobre una roca empezó el tiroteo a un ángulo, creo yo, de 60 grados. A los primeros tiros el Billy dio unos pasos, se detuvo y regresó al lugar donde había estado, una saliente no más ancha que la cornisa de un edificio. A cada disparo, después de corregir nuestras miras, las balas pegaban más cerca y la cabra no se iba. Tanto Fernando como yo habíamos vuelto a recargar los
310
ALASKA - 1958 que yo ya no podía con mi alma ... y menos con el rifle! Me dolían las piernas, los pies, la espalda; sólo me animaba la idea de una alegre fogata y un buen café. Al llegar al campamento le pedí a Fernando me sirviera un trago de whisky, lo necesitaba urgentemente después de ¡14 horas de duro bregar en ese día! Y de esas 14 horas de caminar, subir y bajar montañas, sólo media hora de tregua para un frugal alimento. Tal es el precio que se paga por un trofeo de caza. De las cuatro cabras que mató Fernando, sólo dos recupe-
ramos para disecar; las otras dos quedaron allá ... en el fondo de los desfiladeros hechas mil pedazos. Hace muchos años, cuando cacé en Baja California mi primer borrego del desierto, después de cuatro años de intentarlo, pensaba que en cualquier salón de trofeos de caza donde viera disecado un borrego salvaje, me quitaría el sombrero como una demostración de mi más profundo respeto al esfuerzo físico que representa el abatirlo. Después también incluí a los Billies de Alaska y sus congéneres salvajes de Asia y otras regiones del mundo.
La cacería de la cabra montañesa fue agotadora. Dígalo sí no el duro pedregal donde Fernando cobró uno de sus trofeos.
311
8 India 1959
La fiebre por la vida sana entre los animales salvajes
entre copa y copa Silvano y yo proyectamos llevar a cabo una doble gran cacería: un shikar y un safari. Cuando acabamos con el enésimo jaibol nuestra palabra estaba ya comprometida; iniciaríamos el viaje en 1959 empezando por la India, de donde brincaríamos a África, después de abatir nuestros tigres, y de recrearnos unos cuantos días en París, a fin de recuperar energías saboreando la cocina y los buenos vinos franceses. Inmediatamente empezó el carteo para sondear los organizadores que mejores servicios nos ofrecieran. Fue así como surgió el capitán Keeler, outfitter irlandés casado. con una mujer hindú y asociado en el negocio con un hindú
y el campo seguía dominando mi naturaleza de cazador. Mientras estaba en Guadalajara no dejaba de jugar golf en los preciosos links del Country Club, pero en cuanto se iniciaban las “estaciones de caza”; salía con frecuencia con mi escopeta tras de las huilotas, los patos y las codornices. Sin embargo, no había abandonado la caza mayor, pues me había propuesto efectuar por lo menos una cada año. En 1957 fui con mi hijo Fernando al Ártico a cazar el oso polar; en 1958, también con Fernando, fui a cazar en la Península de Alaska. Apenas terminamos nuestro shikar asiático en 1956, cuando en Hong Kong, ya de regreso,
312
INDIA - 1959 car Brooks, el general Richkarday y Clarita, así como gran número de nuestros familiares. Naturalmente que antes de iniciar el viaje nos vacunamos, como en los anteriores, contra la viruela, el cólera, la fiebre amarilla y la tifoidea. El primer brinco fue a Vancouver en un DC-6-B. Al llegar llovía y nevaba, toda la ciudad estaba cubierta de una gruesa y blanquísima capa de nieve. El avión, un Britannia, que debíamos de abordar para seguir a Tokio, sufría demoras por el mal tiempo, así que no despegamos hasta las 3 p.m. del día 5. El vuelo se efectuaría haciendo un semicírculo a lo largo de la costa del Pacífico, para seguir por la cadena de las Islas Aleutianas. Aterrizamos en una de las islas Cold-Bay para recargar combustible y continuar a Tokio. De las 19 horas que duró el vuelo desde Vancouver, 18 estuvimos completamente a oscuras. Tres años después, en los jets más modernos, hice este mismo vuelo en 10 horas. ¡Qué diferente! Habiendo perdido un día en Vancouver resolvimos ya no detenernos en Tokio, sino seguir ese mismo día a Hong Kong, vuelo de 3 100 kilómetros que hicimos en 7 horas. Faltaba una hora para llegar cuando algo pasó a un motor del ala izquierda; ninguno de los pasajeros se preocupó, pero al llegar a Hong Kong sí nos inquietamos. Había neblina muy cerrada, y como ya expliqué, la pista, construida dentro de una bahía, es angosta y está rodeada de cerros; por lo tanto es un campo difícil para el aterrizaje de los pesados jets modernos, que tocan tierra a una velocidad de más de 250 km por hora. Yo iba en un asiento del lado derecho, curioseando por la ventanilla, y pude darme perfecta cuenta cómo al tocar tierra se tronaron las cuatro llantas de ese lado del tren de aterrizaje, observando cómo se desprendía una gran columna de humo del hule quemado. El avión se ladeó; pero el piloto, que tenía la experiencia de 19 000 horas de vuelo, controló el aparato parándolo fuera de la pista. Entonces me di cuenta que allí en el campo esperaba todo un cuerpo de bomberos con sus aparatos y cuatro ambulancias que, afortunadamente, no fueron necesarias. Probablemente el piloto informó antes de aterrizar que, además de la avería del motor, algo andaba mal en el tren de aterrizaje y que la maniobra sería peligrosa. Esto no nos fue comunicado y por lo mismo nadie tuvo tiempo de asustarse, nadie gritó ni hubo pánico. Tan pronto bajamos del avión tres reporteros me entrevistaron: del Hong Kong Mail, del South China Morning Post y del Hong Kong Standard, para que les informara de la actitud de los pasajeros durante el aterrizaje y otros detalles. La noticia salió en la prensa del día 8 y la conservo como un recuerdo. Otra vez estaba en ese atractivo paraíso de mercaderías; pasaría algunos días gastando los ahorros y obser-
Otra vez en el populoso Hong Kong, donde podía observar las costumbres chinas. llamado Hafeez. Estos individuos nos garantizaban que cazaríamos el famoso gaur en las montañas de Kiatgedevaragudi, al sur de la India, en el estado de Mysore y, por supuesto, también cazaríamos los tigres de Bengala y después seguiríamos a Bhopal, en la India Central. El 4 de enero de 1959 nos encontrábamos en el Aeropuerto Central de México ya listos para iniciar el largo viaje, siguiendo la ruta de Vancouver-Tokio-Hong KongBangkok-Calcuta y Bombay. Actualmente con los modernos aviones, dicho viaje ya no parece ser tan largo. En el aeropuerto, como de costumbre, no faltaron los buenos amigos a despedirnos. Allí estaban el fiel Tito Ordóñez, Os-
313
INDIA - 1959
Debido a la escasez de terreno los chinos tienen en Hong Kong pequeñísimos pedazos de tierra para cultivar, pero logran hasta 7 cosechas por año.
La variedad de platillos de la comida china hacen de ella la más extensa del mundo.
se venera en la iglesia local de Santa Teresa. La pintura mide 2 metros. Después de conocer un bonito casino de la agrupación, nos fuimos, ya tarde, a comer al restaurante “París”, con cocina totalmente china, tan exquisita, que probé más de 15 platillos diferentes.
vando las costumbres chinas. En el puerto hay una colonia de familias sin patria: son los chinos y los hijos de los chinos casados con mexicanas a los que el gobierno de México, en 1927, expulsó de golpe y porrazo. De todos ellos, algunos están documentados y otros no, de manera que estos últimos no tienen patria, pues ni son chinos ni son mexicanos. La colonia tiene una agrupación denominada Asociación Hispanoamericana de Nuestra Señora de Guadalupe, a la cual pertenecen chinos y latinoamericanos; su jefe o presidente es el mexicano Alberto Vázquez Velázquez, a quien debo el haber conocido un poco más ampliamente Hong Kong y algunas costumbres de los chinos, además de su exquisita cocina. De esa gente sin patria hay, o había, en Macao y Hong Kong, 160 mexicanos que deseaban tener la facilidad de poder regresar a México; ya habían hecho algunas gestiones sin éxito. En forma casual conocí al señor Vázquez, quien desde luego me invitó a comer; lo acompañaba Antonio Valdés Pun, de 35 años de edad, nacido en México, hijo de chino y mexicana, individuo muy atento y agradable, que actualmente vive en Guadalajara donde abrió un restaurante chino. Me llamó particularmente la atención el buen español que hablaba, no obstante de vivir en Hong Kong 32 años. —¿Cariño a su patria?— Se sentía tan mexicano que, teniendo entre otras virtudes la afición de la pintura, había pintado la imagen de le la Virgen de Guadalupe que luego fue bendecida y ahora
Me dijo Vázquez que la variedad de la comida china es tan extensa que en 60 días no alcanzaría a conocer y a comer todos los diferentes platillos y bocadillos de China norte y sur. Para dar una idea al lector que no haya visitado aquella interesante colonia británica, vaya describir el menú que disfruté uno de aquellos días. Para cada comensal se sirve una cuchara y los consabidos palillos, servilleta, un plato y un vaso con té frío, sin azúcar, con unos pétalos de flor de tila flotando. El té insípido, a diferencia de los gustosos vinos de mesa europeos, tiene por objeto quitar de la boca el sabor de un bocadillo para saborear mejor, con más delicadeza gastronómica, el siguiente. Se ponen para cada cubierto 4 pequeños platitos con diferentes salsas: una es la típica salsa china, que se compone de caldo de frijol que hace las veces de sal; otra, de sabor y color de mostaza; otra, picante y una más, con sabor a vinagre. Se pone en el centro de la mesa el plato que se haya ordenado y cada comensal se sirve de él con los platillos individuales o la cucharilla. El arroz al
314
INDIA - 1959 vapor, sin grasa ni sal, hace las veces del pan o la tortilla. Siguen los bocadillos:
les veía laborar, incansables pero cantando. Sus salarios eran bajísimos, y un kilo de arroz valía el equivalente de un peso mexicano, pero “de aquellos pesos”. Para los refugiados, el gobierno construyó unos feos, pero prácticos edificios que llaman Resettlement Blocks. En cada cuarto de esos edificios vivía un promedio de siete personas, y el mismo cuarto servía de taller, sin faltar, por lo menos, una máquina de coser. Mientras unos dormían, otros trabajaban, y mientras unos salían a entregar sus mercancías, otros producían; todos parecían contagiados de una fiebre de trabajo, pero siempre estaban contentos. ¡Qué admirable energía y capacidad de trabajo ha creado en esa raza la lucha por la supervivencia! Tal vez se ha llegado la hora del despertar del “gigante amarillo”. En el campo se cultivaban pequeñas hortalizas en 100 metros cuadrados; pero según informes personales lograban ¡hasta siete cosechas al año! La mayor parte cultivadas por mujeres. Naturalmente, esos pequeños campos de hortalizas se cuentan por miles. Aquí cierro este capítulo de Hong Kong, de cuyos múltiples aspectos de vida y comercio se puede escribir un libro completo, a la vez que aprender mucho de él nuestros países del Tercer Mundo. Así abandoné ese prodigioso pedazo de tierra en donde, por cada bebé que moría nacían seis chinitos.
1- Sopa espesa, de color blancuzco, con trocitos como de leche cortada. Es hecha toda con frijol. 2- Pollo en salsa de frijol, al horno. 3- Puntitas de alas de ganso, al horno. 4- Camarón picado y envuelto en hojas de col. 5- Rollitos de hojaldre rellenos con carne de puerco. 6- Panecillos al vapor rellenos con carne de pollo. 7- Panecillos al vapor rellenos con carne de puerco. 8- Tostaditas de camarón. —Se hacen con camarón molido y batido; tiene el aspecto del chicharrón de harina que llamamos “duro” en Jalisco. Muy sabrosas y se comen con langosta picada. 9- Ensalada de aleta de tiburón con huevo. 10- Ostiones empanizados. 11- Dulce de raíz, parecido al chinchayote. 12- Panecillos dulces rellenos con dulce de huevo tártaro. Además, una infinidad de mariscos, pescados, frutas, vegetales, pescuezos de pato y hasta víboras. ¡Sí, señor! ¡Víboras! En los mercados pueden verse a la venta. Como aperitivo se sirve el Sam Cheng, un aguardiente con sabor a anís. Al final, unas toallas muy calientes y húmedas para asearse las manos y los labios. Al describir esos bocadillos parece una cosa simple; pero están cocinados en tal forma y de tal modo sazonados con ingredientes y especias, que hacen de la cocina china, una de las más exquisitas del mundo. Hong Kong crece rápidamente. Nuevos y grandes edificios por todos lados; partes de los cerros desaparecen gracias a la pala mecánica, para dar lugar a las construcciones. Diariamente llegaban refugiados de China Comunista, pero no todos en condiciones miserables, pues se me aseguró que el 90% del capital invertido en la construcción era chino. En 1956 Hong Kong tenía 600 000 habitantes, en 1977 contaba ya con cuatro millones. La mayor parte de inmigrados entran por Macao, en juncos. Había contrabandistas a quienes normalmente pagaban 17 dólares por individuo, introduciéndolos a Hong Kong a través de lo que llaman el Mar de las Nueve Islas, 65 kilómetros por mar. Nunca vi a dos chinos pelearse o discutir acaloradamente. Dentro de la miseria en que vivían la mayor parte, se notaba que eran felices; todos se ocupaban en algo, trabajaban sin tiempo fijo, lo mismo 8 que 15 horas. Cada casucha o cuarto era un taller donde hombres y mujeres, o toda una familia, trabajaba. A altas horas de la noche se
Rumbo a Bombay
Abordamos nuestro avión para seguir a Bombay. Pocas horas después, dominaba con la vista las inmensas tierras cultivadas de la antigua Siam, hoy el país de Tailandia, laborioso pueblo que se había convertido en el granero de Asia, debido a una complicada e inteligente red de canales que irrigan sus fecundas tierras. Hicimos escala en Bangkok, donde probé una fruta hasta entonces desconocida para mí, la “fruta de la pasión”; se trata de un coquito del tamaño de una naranja, muy jugoso, dulce, fresco y de exquisito sabor, con una pulpa parecida al níspero. Llegamos a Calcuta, puerta de entrada a la India. Cuatro horas de papeleo en la aduana y migración; luego abordamos un avión de Air India e inmediatamente se hizo sentir el cambio del magnífico servicio de Canadian Pacific. ¡Alah, Akbar! Hemos llegado a Bombay, otra vez a nuestro viejo hotel Taj Mahal, donde lo primero que hice fue tomar un buen baño y descansar del largo viaje. Al día siguiente, me levanté temprano a caminar un poco por la ciudad. No había cambiado nada, me era ya familiar el espectáculo de miles de individuos que dormían en las banquetas, miles de bicicletas, y las carretas tiradas por bueyes o vacas, con las pezuñas herradas en dos piezas.
315
INDIA - 1959
En las estaciones de ferrocarril de la India las vacas se encontraban echadas junto a los pasajeros.
llamente unas bancas. Llegamos a Suntacala, a donde debíamos transbordar a un “tren-pullman”, pues el que hasta allí nos llevó seguiría a Sumatra. Respiré con la esperanza de que el pullman fuera naturalmente más cómodo. Pero... ¡Oh, desilusión! Nuestro apartamento o alcoba se componía de cuatro literas de madera, cama alta y cama baja; pero no había tales camas, es decir, sólo la pura tabla, sin colchón ni almohada, ni cobijas. —Con que querías conocer mejor el país, ¿eh? —decía mi compañero Silvano. —Bueno —le contesté— al menos estamos ampliando nuestra cultura ¿no? Es costumbre que cada pasajero experimentado cargue, o cargara desde su casa con lo que llaman allá rollbeds que es una colchoneta con su cojín y sábanas. Quien no se provea de ello dormirá como un presidiario en su celda, o un perico sin estaca. No había servicio de comedor; para llenar la tripa teníamos que cascarear en las estacio-
A las 7 de la mañana toda esa gran ciudad de más de 4 millones de habitantes —en aquella época— , está en pie; es un verdadero hormiguero comparable a la salida de los espectadores de un colosal estadio, que han disfrutado un importante partido de futbol, sólo que esta pobre gente recibe el día no para divertirse, sino para sudar ganándose las 3 rupias —53 centavos dólar—, el salario mínimo por día. Cuatro días en Bombay y proseguimos hacia el sur, a Bangalore, donde nos esperaba nuestro guía Keeler. En mala hora decidí hacer el viaje por tren, con la mira de conocer mejor el país, en lugar de hacerlo en los viejos aviones, aunque fuera “a todo riesgo”. Abordamos el tren; los carros de pasajeros eran tan chicos e incómodos como las simpáticas “periqueras” —carros de ferrocarril— que allá, por la segunda década de este siglo, recorrían la ruta de Toluca-Zinacantepec-San Juan de las Huertas. Los tiempos cambian. En la India, los carros de “primera” en que viajábamos tenían asientos de madera sin acojinar, senci-
316
INDIA - 1959 nes lo que hubiera, principalmente plátanos, por temor al terrible cólera. Por fin llegamos a Bangalore, una ciudad que tenía entonces 200 000 habitantes; limpia, con buen clima, buenos hoteles y hermosos jardines. Tal vez la única ciudad con tales características en la India.
con el arroz cocido al vapor y el chappati, tortilla de harina integral, es el alimento casi único del campesino humilde hindú—, porque nacieron con el sello de las castas superiores. Pensé en el contraste con las grandes masas de las castas inferiores, sumidas en una deprimente miseria que conmueve y subleva al verlas cubiertas de harapos, hambrientas, sin un techo que las proteja de las inclemencias del tiempo, durmiendo en las banquetas y quicios de las puertas, como los seres —si cabe lIamárseles seres— más infelices del mundo cuya única esperanza es la muerte, el Nirvana, que es la salvación suprema, fin de sus reencarnaciones y sufrimientos. Desde el fondo de mi corazón sentí el deseo de rendir tributo de admiración y respeto a la memoria de Gandhi, el gran apóstol que consagró su vida a la liberación de su pueblo y que, ajustándose siempre a los preceptos de su religión o doctrina, en forma pasiva y sin violencia. sin disparar un tiro, sólo con huelgas de hambre en su propia persona, hizo el milagro de lograr la independencia de su patria. ¡Cuánta razón tuvo de enfrentarse inerme a la poderosa Inglaterra para demandar justicia y mejoramiento en la estructura social que apenas hace pocos años, después de una terrible y sangrienta lucha, no contra los ingleses sino entre musulmanes e hindúes, empezó a dar los primeros pasos en un ambiente de paz! Ya en plena noche, llegamos al campamento, que era otro rest-house. Allí nos esperaba Mickel, un australiano que había sido contratado como guía a nuestro servicio. El cocinero, todo vestido de blanco, con guantes del mismo color —como era costumbre lo hicieran los lacayos de la alta aristocracia inglesa—, nos sirvió un té con pastelillos y acto seguido nos fuimos a dormir.
Campamento en Desipur En Bangalore nos esperaba nuestro guía H. Leonel Keeler, un irlandés gordo y bonachón, de agradable apariencia y simpático en su trato, quien después de llevarnos al hotel, se dedicó al trámite de nuestras armas y los últimos detalles de nuestro equipo y vituallas especiales para llevarlas al campamento. Acostumbrado a esas actividades y conocedor del medio, el hombre no tardó en tener todo listo. A las 3 p.m. y a bordo de un jeep emprendimos el viaje hacia Desipur. Transcurrieron seis horas de jeep por una mala brecha, para llegar al campamento. Casi todo el camino era plano, con bonita vegetación y variada flora; a uno y otro lado se veían extensos arrozales como fantásticas alfombras, platanares, palmeras de coco, altos eucaliptos, tamarindos, tabachines, higueras silvestres y otros árboles. Finalmente llegamos ya noche a la capital del antiguo reinado de Mysore. En la oscuridad se dibujaba la silueta de un cerro profusamente iluminado, principalmente en la cumbre. —Es la residencia de verano del Gobernador —me dijo Keeler— más adelante está el palacio principal. Efectivamente, no tardamos en pasar frente a la entrada de un inmenso patio muy iluminado, que daba la impresión de un suntuoso palacio europeo en días de fiesta. Nos detuvimos un momento frente a la entrada, integrada por tres grandes arcos, vigilados por guardias lujosamente uniformados. El palacio propiamente dicho y el alto enrejado de fierro que circundaba el enorme patio, me hicieron recordar el Palacio de Buckingham, residencia de los reyes de Inglaterra. Por las mil ventanas se escapaba la luz de los candiles que iluminaban los amplios salones. Seguramente era aquella una noche de gran fiesta, a todo lujo, para recordar los tiempos ya idos, pues el actual Gobernador fue rey o maharajá —que en otros tiempos era lo mismo— del hoy estado de Mysore y todavía se dice que es el tercer hombre más rico de toda la India. Al contemplar el palacio con sus miles de luces imaginé el derroche de joyas costosísimas que lucirían esa noche los invitados ricamente ataviados; los añejos vinos importados y las exquisitas viandas que llenarían, hasta hartarse, aquellas barrigas que nunca conocieron ni probaron el “dal” —grano parecido a la lenteja que, en combinación
En lugar increíble tumbo un tigre el primer día de caza Clareando el alba me levanté, ansioso por reconocer los terrenos próximos al campamento. ¡Qué decepción recibí! Cultivos a nuestro derredor, colinas bajas con monte ralo y chaparro, poca breña. Aquello no era selva, ni jungla ni monte; más bien me pareció un rancho árido, erosionado, seco, semejante a los desiertos de Sonora. ¡Qué contraste con las selvas de Madhya Pradesh, tan salvajes, frondosas y cerradas! Cualquiera juraría que no sólo no había tigres, sino ni siquiera una rata. Y, sin embargo, ¡qué sorpresa se me reservaba! —Oye —pregunté a Keeler— ¿dónde vamos a cazar? No veo montes ni selvas por aquí cerca. —Aquí, no más lejos de 2 kilómetros matarás tu tigre —me contestó.
317
INDIA - 1959 —Te parece imposible, ¿verdad? Pues ya verás, y además abundan por estos contornos los tigres devoradores de hombres, te lo advierto por si tienes la suerte de toparte con uno. “Estos irlandeses son más exagerados y habladores que un andaluz borracho”, pensé para mí. Después me dijo el australiano que, efectivamente, desde hacía varios días andaban por ahí merodeando dos tigres que, a juzgar por el tamaño de las huellas, debían ser muy grandes, habían ya matado media docena de animales domésticos del lugar, y añadió que también era cierto lo de los devoradores de hombres. ¡Vaya, vaya! Pues, como nos decía Tom, nuestro “pocho” profesor de golf en Guadalajara cuando pegábamos bien a la pelotita. “Ansi na mero quero”. A las 5 de la tarde nos detuvimos en un lugar donde estaba atado un burrito vivo y a 16 metros en un árbol mediano estaba preparado un machán sobre el que esperaría yo al tigre. —Pero hombre, ¿tigres aquí? ¡Si esto parece terreno
apenas propio para cazar liebres! —le dije a Keeler al contemplar aquel panorama casi baldío, con un arbolito por aquí y un matojo por allá. —Eso te parece, pero hace apenas dos días que un Sher muy grande mató aquí mismo un burro. Y esos rayados, al igual que los asesinos, siempre regresan al lugar del crimen. Por eso ordené que amarraran en el mismo lugar este burro vivo. Mira, por ahí están marcadas todavía las huellas que dejó el tigre, ese caballero que estoy casi seguro volverá hoy. Anda, súbete al machán, que ya es hora y déjate de rezongar. —Bueno —repuse escéptico—, pero creo que voy a tener que esperar aquí más tiempo que Buda bajo el pipal —higuera silvestre. Me trepé al árbol y busqué a mi humanidad el mejor acomodo posible, dispuesto a pasar una larga noche, mientras Mickel, Keeler y dos nativos que habíamos llevado, se alejaban hablando en alta voz “para despistar al tigre” que podría estar no muy lejos. Ya solo, empecé a meditar sobre si habría cometido un
El Tigre Real de Bengala; nuevamente el principal objetivo de mi segundo shikar.
318
INDIA - 1959 error contratando los servicios del irlandés. Recordaba las hermosas selvas de Madhya Pradesh. Esa exuberancia tan imponente, tan verde, tan excitante, la tan tenebrosa y temida selva; con sus noches plagadas de rumores indefinidos e imaginarios que muchas veces me hicieron recordar las primeras frases y la ilustración grabada en el Canto Primo de La Divina Comedia de Dante, donde se presenta la imagen de ese insigne gran poeta de todos los tiempos, perdido y atemorizado en una sombría selva; dice así: “Hallábame a la mitad de la carrera de nuestra vida, cuando me vi en medio de una oscura selva, fuera de todo camino recto. ¡Ah! ¡Cuán penoso es referir lo horrible e intransitable de aquella cerrada selva y recordar el pavor que puse en mi pensamiento! No es, de seguro, mucho más penoso el recuerdo de la muerte”. Aquellas selvas de Madhya Pradesh hacían vibrar mi corazón amante de la naturaleza; una corriente fría se deslizaba por mi espina dorsal cuando oía el lejano rugir de un tigre, pero aquí, en este lugar, no creía llegar o oír y menos a ver ni siquiera algún pobre chacal. De esta manera daba vuelo a mis pensamientos ante el raquítico campo que me rodeaba. Para que el lector comprenda mi estado de ánimo en aquella tarde, vaya transcribir las anotaciones de mi “Diario’’’. “Son las 6:30 de la tarde, y comienza a pardear; acuden a mi memoria las siete noches que pasé en las selvas de Madhya Pradesh esperando al tigre de Neem-Pani, que abatí en 1956. ¿Cuánto tiempo tendré que esperar aquí? Desde mi machán, a no más de 600 metros, veo una pequeña aldehuela. Ya oscuro, veo gente que de los labrantíos se dirige a sus humildes chozas ,arrea a gritos a sus bestias domésticas hasta los corrales. Gritos... gritos ... gritos, por todas partes oigo gritos. A mi espalda, ya de noche —son las 7:30— oigo un lejano disparo. Debe ser mi compañero Silvano. Ojalá haya tenido suerte, pero... ¿será posible que haya tigres en estos contornos tan pelones? “A las 8 p.m. tras de mi, a unos 40 metros, oigo gritos, muchos gritos y seguramente blasfemias de nativos que apuran a los bueyes que van tirando de las rudimentarias carretas cargadas de bambúes; también oigo el tronar de las toscas y rústicas ruedas de madera al dar contra las piedras clavadas en la brecha. ¡Maldita sea! ¡Con tanto ruido, la aldea tan cerca, campo tan ralo de árboles y matorrales, sólo a un tigre loco y suicida se le ocurriría arrimarse a liquidar de un zarpazo a ese pobre jumento! Mí respiración es profunda debido al catarro—otra vez sufro de esa molestia— y, desgraciadamente, no puedo sonarme a gusto por no hacer ruido, pero ésta es una de las mil cosas que hay que aguantar en la caza de Sher. Esperanzado,
A las 5 de la tarde subí al “machan” totalmente desconfiado ...
319
INDIA - 1959 pacientemente, evocando mis pasadas aventuras monteriles, esperaré ansioso y calmado a la vez, la visita de tan codiciado felino”. Así, con muy pocas esperanzas de éxito transcurrían las horas; había luna, y mi oído estaba atento. Exactamente a las 8:30 de la noche, con gran sorpresa oí un fuerte y ronco gruñido que me hizo estremecer; tan inesperado y tan cerca que, si no hubiera sido por ese gruñido de ataque y de muerte, nunca hubiera creído que era el tigre que caía sobre su presa. Al mismo tiempo que el gruñido, oí también un extraño ruido como algo elástico, flexible y pesado que caía. El pobre burrito no tuvo tiempo siquiera de emitir una sola queja, el ataque el tigre fue fulminante, mortal y tan rápido que no creo durara más de tres segundos. Es increíble la rapidez y precisión con que estas hermosas bestias, rompiendo el acecho, saltan sobre sus víctimas y las matan de un solo golpe, clavándoles en la nuca, parte superior de la cerviz, sus largos y poderosos colmillos con la exactitud de un buen cirujano. Fue muy fuerte la emoción que sentí en ese momento, pero recordando la experiencia adquirida con el tigre de Neem-Pani no hice ningún movimiento rápido que produjera ruido. Suave y lentamente, mi cuerpo fue tomando la posición de tiro previamente estudiada para alinear mi rifle .375. Esta vez los rayos de la luna me ayudaron mucho en la tarea; podía ver, aunque no muy claramente, los bultos del burro y del tigre. Sin embargo, la luz de la luna no era suficiente para hacer un tiro preciso, necesariamente debía colocar la bala en área vital, de muerte, y no verme así en el peligroso caso de buscar y rematarlo, o perder un tigre herido. No obstante que para entonces ya tenía en mi “haber” la experiencia de haber abatido 19 bestias de las consideradas peligrosas en la caza mayor del mundo, en esos momentos sentía la boca reseca, ansiedad, y mi corazón latía más fuerte. Nunca he podido dominar o controlar esa profunda y “sabrosa” sensación que produce el temor y ¡qué bueno!, pues sin esa angustia, sin esa conciencia del peligro, lo mismo daría jugar golf que cazar tigres de Bengala o cualquier otro animal de veras peligroso. Con la ayuda de la luz de la luna encañoné al tigre, encendí la lámpara de baterías y se ilumino claramente aquel cuadro salvaje, el drama del burro y el carnívoro número uno de la India que trataba de arrastrar a su víctima, tarea no tan fácil, pues la fuerte y gruesa soga doble con la que se ata a las carnadas es muy resistente. El tigre, con las patas traseras encogidas bajo el peso de su cuerpo, y con las dos poderosas garras tendidas hacia delante y clavadas en la tierra y sus cuatro colmillos hundidos en los cuartos traseros del jumento tiraba fuertemente para llevarse a su presa a algún escondrijo y cenar solo, plácidamente a
cubierto, sin interrupciones. Cuando encendí la lámpara, el tigre soltó al animal levantando la cabeza para verme. ¡Qué impresionante y hermosa estampa aquella ante mi vista, si no fuese tan dramática! Otra vez esos ojos de oro candente. Creo que tratándose de animales, no hay ojos más bonitos que los del tigre, los del león y los del gaur; los de este último hasta parecen tranquilos y soñadores. Apuntando un poco alto la mira de mi rifle tras del codillo, al corazón, oprimí suavemente el llamador, y en los instantes que siguieron me llevé el gran susto de mi vida. Al recibir la fiera el impacto de la bala, en vez de caer o huir y desaparecer de un salto, como ocurrió con mi primer tigre, dio un pavoroso rugido que me hizo estremecer y poner los pelos de punta, lanzándose en dirección mía con la velocidad del rayo. Momento de intensa emoción. A la baja altura de 3 metros en que me encontraba, sobre el raquítico árbol, sabía que una pantera o tigre podía caer de un salto sobre mí; también sabía que con frecuencia alguna de estas fieras, heridas, carga sobre la luz que se le pone encima; no sé si podrá también ver al cazador a través de esa luz o solamente percibe el rayo que la deslumbra. Mi incómoda posición en el árbol me impidió maniobrar con la rapidez requerida en tales momentos de angustia y peligro. Ni siquiera pude seguir con la luz de la lámpara la carrera de la fiera, a la cual oía gruñir, aterradoramente, a mis pies; gruñidos imponentes de dolor, de rabia, de odio tal vez y de impotencia para atacar debido a la mortal herida que había recibido. Lo que sí hice, por costumbre, fue cortar cartucho con una fracción de segundo; pero uná rama del árbol me impidió encañonar instantáneamente al animal en su carrera, tuve que echar el rifle hacia atrás para salvar la rama y apuntar a la base, al pie del tronco del árbol por donde instintivamente esperaba el ataque. Cuando lo logré, busqué con la lámpara entre los matorrales que rodeaban el tronco —no olvide el lector que la lámpara estaba ajustada al rifle—; Ios gruñidos y rugidos habían cesado y pude ver desde luego una parte del tigre, sin poder definir a qué lugar de su cuerpo correspondía, pues el resto lo cubrían las hierbas. Apunté, pero no disparé; esperaba algún movimiento a fin de asegurar mi tiro en lugar vital, pero no se movió. Ya con más serenidad, pude observar que la fiera estaba tendida, y la parte que veía era la barriga. Como no se advertían los movimientos que produce la respiración, comprendí que en su corta y vertiginosa carrera de relámpago la muerte lo había sorprendido exactamente al pie del árbol. Pero ... ¿qué tal?, ¿cómo me hubiese ido si mi tiro no hubiera dado en lugar vital? ¡Qué alivio sentí! Respiré profundamente y me dieron ganas de echar un sonoro grito tipo Tarzán; pero no lo hice.
320
INDIA - 1959
Ante los habitantes de la cercana aldea poso satisfecho con mi segundo tigre de Bengala
321
INDIA - 1959
El tigre era un buen ejemplar, según se aprecia en comparación con el jeep en el que fue trasladado al campamento.
Aunque ya no había peligro, mi corazón, todavía agitado, latía tan fuerte que parecía quererse salir de mi pecho, para que ambos admiráramos aquel rey de la selva que tan mal rato me hizo pasar, sin darme siquiera tiempo de tragar saliva. Mi tiro había sido precioso y preciso al corazón. La bala entró dos pulgadas atrás del codillo, destrozó el corazón y fue a alojarse en el brazo opuesto de la bestia. Un tiro casi idénticamente colocado al de mi primer tigre de Bengala y al de mi primer león africano. Así proporcionándome momentos de gran emoción, cayó mi segundo tigre de Bengala que ahora luce en mi salón de trofeos de caza. El ejemplar midió 9 pies y 8 pulgadas —2.74 m— de la nariz a la punta de la cola, medido entre estacas, limpio, sin defectos y en plena madurez ... Cada vez me encariño más con mi rifle :375 de manufactura inglesa Holland and Holland, por muchos motivos: su perfecto balance, su manuabilidad, su precisión; porque ni una sola vez me ha fallado y, sobre todo, por los magníficos tiros logrados en todas latitudes y climas: lo mismo a 50 grados centígrados en el desierto del Sahara, que a 20 grados bajo cero, cazando el oso polar en el Ártico.
Sin embargo, yo recomendaría, como arma más adecuada para la caza del tigre de Bengala, un rifle .375 cuate, de dos cañones. La caza de este peligroso felino requiere disparos a cortísima distancia y muy rápidos, ya sea que se cace de día o de noche, en la selva o en altos pastizales abiertos. Con la emoción que siempre experimenta el cazador cuando se encuentra frente a frente a uno de estos bichos, nada difícil es que, después de disparar su primer tiro con un rifle de cerrojo, en la maniobra para cortar cartucho no jale totalmente y con suficiente energía la acción del cerrojo, y en consecuencia no extraiga el casquillo del cartucho quemado, metiéndolo otra vez en el cañón del rifle, con resultados quizás fatales, esperables en los momentos de un apurado lance, cuando la fiera herida carga sobre el cazador. En mi “Diario” cerré este capítulo con la siguiente anotación: “Este ha sido un día muy feliz” Efectivamente, el hecho de que en el primer día de caza y en el curso de unas pocas horas de machán, haya abatido ese tigre en terreno tan pobre y abierto, no puede me-
322
INDIA - 1959 nos que considerarse como un día feliz y de mucha suerte.
venado, fueron suficientes; ya no volví a salir. Entonces Keeler tuvo la feliz idea de que mientras Mickel y algunos huelleros seguían en busca de un tigre para Silvano, él — Keeler— y yo iríamos en busca del gaur y así aprovecharíamos el tiempo; después iría Silvano por el suyo, y una vez logrados esos importantes trofeos de caza nos iríamos en busca de panteras, caza menor y más tigres en terrenos de las cercanías de Bhopal, capital de Madhya Pradesh. Acepté de mil amores; y una mañana, a buen temprano, emprendimos Keeler y yo el viaje de 80 kilómetros a los famosos montes de Kyatgedevaragudi, coto de caza del Gobernador, donde se me aseguró existían los más grandes y la más abundante concentración de esa rara y peligrosa especie de la fauna silvestre: el toro salvaje más grande del mundo. Seguimos por una brecha en mal estado, como todas, y después de dos horas me señaló Keeler, a distancia, unos altos montes que se veían azules y seguramente muy frondosos y cerrados. Poco después, empezamos a subir por un camino mucho mejor y por la tarde llegamos a lo que sería nuestro campamento ¡Y qué campamento! ¡Era nada menos que el coto de caza del Gobernador! Fue una grata sorpresa. Keeler me dijo que había obtenido un permiso de aquél para permitirnos cazar en esa enorme propiedad privada, de exuberantes montes, algo semejante a las “Mil Cumbres” del estado de Michoacán, en México. Nos alojamos en un pabellón de la mansión, construida para acomodar a cientos de invitados o huéspedes, con todas las comodidades, pero sin llegar a la fastuosidad que en este tan viril deporte culminó en la época del rey Felipe IV de España, cuando la caza era privilegio exclusivo de la realeza. A la mañana siguiente salimos a hacer un reconocimiento de los terrenos: preciosos montes, de altísimos y muy variados árboles adornaban el paisaje con diversos matices verdes y amplios manchones de altos pastizales; las brechas por donde corría nuestro jeep estaban bien trazadas y aplanadas. Así nos alejamos 10 kilómetros serpenteando por esos montes tan verdes y bonitos, que me recordaron los bosques de Viena. Nos bajamos del vehículo y nos internamos un poco en la espesura; entonces se nos presentó, a 80 metros, una partida de 8 perros salvajes, los terribies perros jaros que con gran maestría describe Kipling en su libro. Ya conocía y había cazado los perros salvajes africanos, pero a los ja,ros nunca los había visto. Son igualmente temibles, capaces de atacar a un sambar de 300 kilos y acabar con él a mordiscos. Sus procedimientos de caza son iguales; son grandes cazadores, solamente comparables a los lobos esteparios y subárticos como los de Alaska septen-
El gigantesco gaur o sladang de los selváticos montes de Kyatgedevaragudi, Mysore Mientras Silvano insistía en abatir un tigre, yo salía por las noches con Mickel en el jeep a buscar una pantera o un chital —venado moteado—. Nunca vimos nada. Como no tuvimos éxito, probamos salir de noche en una de las muy chicas carretas tiradas por, bueyes, que era una novedad para mí, un sistema distinto de cazar. Me aseguraron que los tigres o panteras no se ahuyentan con el ruido de esos rudimentarios vehículos, que se dejan acercar a distancias increíblemente cortas, e inclusive algunas veces su audacia es tal, que se atreven a atacar a los bueyes. Esto último no fue muy de mi agrado; la posibilidad de recibir a un metro de mí el ataque de semejante fiera me parecía una temeraria imprudencia; pero acepté y salimos. Ya las noches eran muy oscuras, la luna salía muy tarde y me impacientaba la lentitud con que se movía la minúscula carreta. La primera noche sólo vi un grupo de chitales, pero todos eran hembras. —Tírele a una, señor Albarrán; así tendremos carne fresca —me pidió Mickel. —No señor, no me gusta matar hembras. Tírale tú, si te da en gana —fue mi respuesta. Ni tardo ni perezoso, tomó su escopeta cargada con balines y de tiro fácil mató a una de esas tan bonitas venadas moteadas, que estaba parada a no más de 30 metros. Seguimos adelante internándonos en un bosquecillo de bambúes, y alrededor de las 11 de la noche fuimos a dar con un grupo de miserables madereros de bambú —valga la palabra, pues el bambú es una maravillosa planta gramínea, no un árbol—. El espectáculo me impresionó. Rudo trabajo el de esos desdichados, que apenas ganan lo indispensable para mal alimentarse, pues el rendimiento de su labor equivalía a 2 kilos de arroz por día. Al estilo de las caravanas que colonizaron el oeste de los EE.UU., habían formado un círculo amplio con sus diez carretas; dentro del círculo formaban otro con los bueyes, después seguían ellos y en el centro ardía una gran fogata que les daba calor y a la vez los protegía de las fieras. Por todo alimento cargaban en sus morrales una buena cantidad de chappaties —gruesas tortillas de harina integral, que por cierto son muy sabrosas—. Estos pobres diablos cortarán el bambú y lo transportarán en sus carretitas a más de 50 kilómetros de distancia para venderlo, empleando en cada operación o tarea 15 largos días. Dos noches de carreta sin éxito, sin ver siquiera un
323
INDIA - 1959 trional; pero su temible bravura contrasta con su tamaño y estampa; parecen ridículamente inofensivos como perritos falderos: son chicos —si acaso pesarán 10 kilos—, muy parecidos a un perrito cocker spaniel, de pelaje café, largo y ondulado, su cola es larga, prieta y esponjada como la de un zorro, lo mismo que su fina cabeza. Se quedaron parados viéndonos; desafortunadamente sólo llevaba mi rifle .375, mucho rifle para tan pequeño animal , y no les tiré. —Aquí es donde mañana nos esperarán los elefantes, listos para iniciar la caza del gaur —dijo Keeler. Efectivamente la caza del gaur se ejecutaría sobre elefantes, propiedad del Gobernador, amaestrados especialmente para tal objeto. Eso iba a ser otra nueva experiencia para mí. Ya he cazado desde avioneta, en lancha, a pie, en carreta, a caballo, en jeep, en machanes, en yaks y hasta en burros; esta vez me tocaba sobre elefantes. De regreso a nuestra elegante “casa de campo” me pla-
ticó Keeler varias historias, de las que recuerdo dos: Un magnífico ejemplar de gaur cuya cabeza disecada, adorna el despacho de su alteza, antes de caer había aguantado la friolera de ¡16 tiros del potente calibre .470 del Gobernador! Tal es la enorme resistencia de esos soberbios toros. Me preocupaba cómo me las vería yo con mi .375, que es un rifle más ligero. La otra historia se refiere al muy penoso incidente que, según el relato de Keeler, ocurrió a R. W., cazador norteamericano, en una cacería de tigres: “En 1953 se encontraban R. W. y un compañero trepados en un machán y en otro árbol, muy próximo, estaba el guía que dirigía, en un alto pastizal a campo abierto, una batida de tigres. En la batida salieron dos tigres; R. W. y su compañero dispararon y erraron sus tiros. Un tigre huyó y el otro se metió en una hondonada en cuyo fondo había maleza y agua estancada.
Rebaño de gaurs en las montañas de la India.
324
INDIA - 1959
Ya montado en el elefante al amanecer, comenzó la caza del peligroso gaur.
“Los arreadores estaban ya a la vista de los cazadores, entonces el guía ordenó a sus hombres que se metieran a la hondonada con el propósito de que haciendo ruido, echaran fuera al tigre. Se metieron cuatro arreadores que, sedientos, empezaron a beber agua del charco que había en el fondo. Un imponente rugido del tigre hizo que los batidores intentaran correr y salir del arroyo, pero al borde de éste el tigre alcanzó al último hombre, arrancándole de un tremendo zarpazo una oreja y destrozándole el hombro y brazo derechos. En ese momento, uno de los hombres se escurrió a gatas, lleno de pánico, entre el alto pastizal. En ese momento el tigre soltó al hombre que atacó y huyó. “R. W., suponía lo que estaba ocurriendo en la hondonada desde el rugido del tigre, perdió de vista a la fiera, pero vio que una zona del pastizal se movía, y creyendo que era el tigre bang .. . bang ... bang, disparó tres veces su rifle sobre el pastizal. Se oyó un grito y pronto se dieron cuenta todos de que en lugar de dispararle a un tigre’ esta
vez, con mejor puntería, le había destrozado una pierna al infeliz arreador que había salido de la hondonada caminando a gatas entre el alto pastizal. El pobre hindú quedó inconsciente. La cacería había termi- nado. “Los dos cazadores —continúa diciendo Keeler— le erraron a los dos tigres; pelo uno de esos tigres mal hirió a uno de los batidores, y R. W. se encargó de mal herir al otro. Yo —continúa L. Keeler—, le acabé de amputar la pierna «a cuero limpio» al herido, y lo llevé al hospital que estaba a 150 km. R. W. al ver el lío en que se había metido, se las arregló para irse inmediatamente a Nueva Delhi, diciéndome recibiría el consejo de su embajador sobre el incidente. “Nadie volvió a ver a R. W. Finalmente sanaron los dos arreadores, quedando uno de ellos cojo y el otro maltrecho”. Esta historia, exagerada o no, cierta o no, fue la que me contó L. Keeler.
325
INDIA - 1959
Desde la “jauda” de mi elefante tumbo un buen gaur; trofeo de caza número dos de la fauna India
analfabetos. A estos paquidermos se les ha educado y entrenado especialmente para cazar y sólo obedecen a su mohout, su educador, quien pasa toda la vida a su lado hasta la muerte y cuando ésta ocurre, le sucede el hijo. Al principio me tercié el rifle en bandolera y me agarré del barandalito hasta con los dientes, para no caerme; el terreno era disparejo, boscoso y de un zacatal alto que no permitía ver el suelo. Temía que el elefante metiera la patota en un hoyo y me hiciera caer, pero pronto me di cuenta de lo firme y seguro de su paso, y en cuanto al balanceo prácticamente no existía; más que caminar parece que se deslizaba como una balsa en un mar de aceite. A cada momento me sorprendía más la inteligencia de estos utilísimos gigantes de la India que, dotados de un cerebro que pesa 5 kilos, patentizaban el dicho popular aplicado a una persona que no olvida, diciéndole: “tienes memoria de elefante”. Cuidan al cazador que va en el lomo en forma increíble; si una rama de árbol se cruza en el camino, con su maravillosa trompa que contiene la friolera de 40 000 músculos y nervios, la doblan o quiebran para que no golpee a su pasajero, y si un arbolillo o un grueso y recio bambú interfiere el paso, lo empujan a un lado dejando el camino libre. En trechos muy cerrados nunca recibí el más ligero arañazo. De vez en cuando, al cruzar por pastales, sin dejar de caminar, arrancaban un manojo de pasto con la trompa, le daban uno o dos golpes contra sus rodillas para sacudir el barro de las raíces y se lo comían. Una hora después de iniciado nuestro recorrido encontramos una manada de sladangs —así llaman también al gaur—, a 50 metros. Mi elefante se detuvo inmediatamente, dos huelleros que a pie nos guiaban corrieron por un lado, el grupo de gaurs se movió y nuestros elefantes ejecutaron una maniobra semejante a la de un caballo charro cuando corre al galope tras de una res que se va a lazar. Caminaron sin precipitación, como acechando, dando ro-
Volvamos a mi cacería. A las 6 de la mañana siguiente ya estábamos listos; en 20 minutos llegamos en jeep hasta el lugar donde nos esperaban los elefantes, que eran dos: uno lo ocuparía Keeler y el otro yo. Naturalmente que no sabía cómo subirme al lomo de semejante gigante, pero el mohout se encargó de facilitarme la tarea. Se llama mohout al individuo que, montado en el pescuezo del elefante, lo guía con los pies descalzos, que cuelgan bajo las enormes orejas del paquidermo, acicateándolo incesantemente, como acostumbra hacerlo el ranchero que monta un burro; dejando de mover los pies, el elefante se detiene. Para guiarlo a derecha o izquierda, se sirve de voces raras y del ankus, una especie de hoz en forma de quijada, de hierro dulce, con que suavemente golpea al animal en la cabeza, al lado derecho o izquierdo, según la dirección. Sobre el lomo del elefante va un grande aparejo, semejante al que se usa en una mula de carga, y a ambos lados, una tabla sujeta en alguna forma para que el cazador descanse los pies. Arriba, al frente, va una barra de hierro, como pequeña baranda para sujetarse con las manos en los pasos difíciles. A todo este artefacto se le llama jauda. Alguien arrimó una escalera para que subiera yo a la jauda; pero me pareció tan ridículo para un cazador, que ordené la retiraran, máxime que Keeler me estaba filmando. El mohout, que ya estaba en su puesto, dio una orden al elefante para que se arrodillara y así pude treparme sin ayuda, como Dios me dio a entender. Empezó el recorrido por el monte: ¡qué animales tan inteligentes! Comparados con éstos, los elefantes que he visto en los circos son unos
326
INDIA - 1959 deos para arrimarse a la manada y cuando ya estábamos cerca se paraban y “aunque usted no lo crea”, mi elefante contenía su respiración para evitar el más ligero movimiento, suponiendo quizá que el cazador iba a disparar su rifle ¡qué actitud tan increíblemente admirable! Desgraciadamente en la manada sólo había hembras y machos jóvenes, que no se pueden considerar como buenos trofeos de caza. Todo el día caminamos y llegó la noche. Los elefantes son muy miopes, y de noche, en el monte, no dejaba de pensar en una zanja, un hoyo, un mal paso o un tropiezo y ... ¡allá va el señor Albarrán al suelo quebrándose algunos huesos! Pero nada pasó, pues tal parece que, a falta de vista, con su sensibilísima trompa, que lo mismo carga un árbol que recoge una aguja, detectan las sinuosidades del suelo. Continuamente llevaba mi elefante la trompa pegada a la tierra. A las 8:30 de la noche llegamos a la casa de campo. Al apearnos, los elefantes se despidieron de nosotros levantando una pata delantera y moviendo hacia arriba la trompa como lo hacen los del circo; ¡vaya actitud tan cortés de estos paquidermos! Sólo faltó que dijeran namaste —”buenas noches”, en hindú—. Al otro día volvimos a salir. Dos de los muy raros y pequeños antílopes “cuatro cuernos”, saltaron a corta distancia como si fueran Dik-dik, de África; luego saltó un chital y más tarde nos encontramos con dos manadas de gaurs, pero otra vez la misma canción: hembras y machos jóvenes. Ya casi pardeando la tarde, cuando pensé que había sido otro día más en blanco, fuimos a dar con un grupo de cinco machos y entre ellos, uno muy bueno, que se distinguía por su enorme tamaño, como un “toro padre”, y por el color de su pelaje, más prieto que los demás —las hembras y los machos chicos son colorados, según el término que usan los ganaderos—. Estaban en un manchón de pasto muy alto, limitado por el espeso monte. Temeroso de que si me acercaba más pudieran huir y siendo ya tan tarde, no quise perder tiempo; decidí tirar al macho más grande, que estaba atravesado. a 110 metros de distancia; los otros empezaron a moverse. ¡Cómo deseaba en esos momentos tener en mis manos mi rifle .465/500! Desconfiaba de la efectividad de mi .375 que ya estaba cargado con balas sólidas de 300 granos; me parecía muy poco el peso y el poder de esas balas para un animal tan potente que pesa como promedio 1 200 kilos. Por otra parte, según las condiciones del terreno y la hora, sólo tendría oportunidad de disparar un tiro, tal vez dos; pero el que mató el Maharajá había aguantado 16 plomazos y, por otra parte, de los varios búfalos prietos que he abatido en África, más chicos que los gaurs, sólo tumbé uno de un
tiro; los demás requirieron por lo menos dos tiros, pero no podía dejar ir esa oportunidad, me arriesgaría. Pensé que el tiro al pescuezo, a 110 metros de distancia sobre tan gran animal —que a la altura de la cruz midió 1.80 m— no era un blanco difícil, pero la emoción podría hacerme “pegar” alto o bajo, entonces decidí apuntar detrás del codillo, a media altura. El bruto seguía parado, quieto, volteando a verme. Oprimí el gatillo, y a la detonación el gaur salió disparado por el lado derecho, mientras los otros cuatro escapaban por el lado izquierdo. No tuve tiempo para soltar un segundo tiro y todos se perdieron de vista entre el alto zacatal y el tupido monte. A Keeler no se le ocurría nada ni daba orden alguna. Los elefantes no se movían desde que disparé. —Vamos a meternos al zacatal con los elefantes a ver qué pasó —sugerí a Keeler, pero no aceptó mi proposición. Su actitud en cierta forma estaba justificada, ya que los elefantes no eran de él. Meterse en un zacatal tan alto tras de un animal salvaje y tan potente, herido sepa Dios dónde, era una imprudencia por demás peligrosa. Pero ... ansioso, no me aguanté, y por segunda vez en mis cacerías cometí algunas imprudencias. Por lo menos, quería yo examinar el lugar donde la bestia estaba parada cuando disparé y seguir unos cuantos metros el rastro de sangre, si la había. Por lo demás, lo razonable hubiera sido buscar hasta el día siguiente; de todos modos, si el animal estaba mal herido, no iría lejos. Uno de los shikaris, el más decidido, se prestó a entrar conmigo a pie en el zacatal. Primero, en dos ocasiones, se subió a unos árboles que rodeaban el manchón de pasto, sin lograr ver nada. Luego nos metimos; él por delante buscando rastros de sangre y yo a un metro de distancia con el rifle listo; avanzamos otro poco y me pareció oír un ruido a corta distancia que me puso los pelos de punta. En tales circunstancias, una carga del gaur en un zacatal que me llegaba a los hombros, ponía todas las ventajas de parte del animal. Entonces el huellero se trepó a un árbol caído que nos daba una altura desde la cual se podía dominar buena parte del terreno; luego, emocionado y con cara sonriente, me gritó algo en hindú, señalando con la mano un determinado lugar. No entendí su dialecto, pero por su actitud comprendí que veía al animal. Inmediatamente subí al árbol y con gran alegría en mi corazón pude ver al gigantesco gaur tendido, sin vida. Nos arrimamos con algunas precauciones, ya innecesarias. i La gran bestia estaba bien muerta! Los pocos momentos de alta tensión que pasé son los que dejan en el cazador tan gratos e imborrables recuerdos. Hubo gran alegría en el grupo; se tomaron algunas fotos que, debido a la falta de luz, no resultaron muy buenas,
327
INDIA - 1959
Despu茅s de caminar unos cuantos metros, cay贸 el gaur en medio del alto zacatal.
328
INDIA - 1959
En este segundo shikar pude comprobar la notable inteligencia del elefante hindú.
y procedí a medir al animal: La altura a la cruz Peso promedio Cuernos: amplitud de curva a curva exterior Circunferencia de la base Distancia de punta a punta Distancia interior de curva entre los cuernos Largo de cuerno, curva exterior
contra un animal tan grande, pero definitivamente he quedado convencido de la importancia que tiene el colocar un buen tiro en área vital. En está ocasión una bala sólida de 300 granos, a una velocidad de 2 500 pies por segundo, con energía de 4 330 libras, fue suficiente. El lugar en que cayó mi gaur se llama Dumergandi, está situado en los frondosos montes de Kyatgedevaragudi. En la India se estima el gaur como uno de los más codiciados trofeos de caza de toda la fauna silvestre del país. El lector puede apreciar la imponente estampa y gran poder de esta especie en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Al regresar al campamento de Desipur, me enteré de que Silvano no había matado su tigre. Esperamos tres días más y, finalmente, por acuerdo común, decidimos abandonar el campamento. La tribu de ese lugar se llama lingayats. Como dato curioso mencionaré que veneran el órgano genital del hombre como un aspecto creador de Dios, dicho órgano le llaman lingayat, y en algunos templos pude comprobar la existencia de medallones y esculturas representando la parte superior de este órgano en forma de una cúpula puntiaguda. A esta secta doctrinaria se les llama rhallics. No comen carne
1.80 m 1 200 kg 85 cm 50 cm 40 cm 68 cm 75 cm
La bala destrozó la parte superior de la arteria aorta, atravesando al animal de lado a lado. Tal es el poder y efectividad de este rifle inglés al que tanto cariño he cobrado, por los buenos tiros efectuados sobre animales peligrosos, particularmente en esta cacería de la India, en que de un tiro abatí al gaur; de un tiro abatí un tigre de Bengala y de un tiro cayó una pantera. Tal es también la eficiente penetración y energía de las municiones “kinoch”, que siempre uso cuando se trata de enfrentarme a un animal peligroso; nunca me ha fallado uno de estos cartuchos. Esta vez sentía cierta desconfianza del poder de mi .375
329
INDIA - 1959 Algunas observaciones sobre la vida del hindú
tortilla o atole que endulzan con miel de caña—, también en ciertas regiones tienen el jowar, grano parecido al milomaíz, leche y ... eso es todo, porque el hinduista no come carne. En las grandes ciudades, pero principalmente en Bombay, observé gran número de niños pordioseros, horriblemente mutilados y maltrechos de piernas y brazos. Investigando la causa, me enteré de que gente criminal los mutila para explotarlos como mendigos profesionales. Pero la India está cambiando, aunque muy lentamente, gracias a sus dos más grandes caudillos coetáneos: Gandhi, que dio a su país la independencia, y Nehru que luchó contra la extrema ignorancia de su pueblo. En mi primer viaje —1956—, solamente un 4% de la población sabía leer; en las aldeas y poblaciones chicas no había escuelas ni servicios de sanidad. Ya para 1959 —mi segundo viaje—, sentí verdadero gusto al ver en una aldea, cerca de nuestro campamento en Desipur, una profesora pagada por el gobierno, que enseñaba las primeras letras a los hijos de los campesinos; solamente daba clase por la mañana durante dos horas, pues los niños y niñas debían ayudar a sus padres en las labores del campo. No había edificio escolar. Nehru, hombre práctico, iba al grano y fue tan grande ese discípulo de Gandhi, que para conservar su alto puesto gubernamental no necesitó esgrimir la demagogia. Cualquier terraza o bajo la sombra de un árbol, a campo abierto, servían de escuela; no había mesabancos, ni hacían falta, que para eso todo el pueblo es semiyogi. De esta manera, Nehru seguía el ejemplo de Rabindranath Tagore, ese genio hindú que bajo de un árbol prodigaba sus enseñanzas a numerosos discípulos, sentados en el suelo, atentos a escuchar al gran poeta, primer asiático que en 1913 recibiera el Premio Nóbel. “Dios espera hasta que el hombre se hace niño de nuevo en la sabiduría”. También había ya una enfermera pagada por el Estado. ¡Esa gente miserable ya no tendría que recurrir al brujo o a la curandera! Desde el campamento de Desipur nos trasladaríamos al lejano campamento de Tanda, distante a 1 800 kilómetros de Bangalore, en la India Central, cerca de Bhopal. En el camino de regreso a Bangalore, cerca de Mysore, encontramos un funeral muy singular: sobre una parihuela de madera que cargaban cuatro hombres llevaban a la difunta vestida con su ropa de costumbre y sentada en una silla baja, con la cara descubierta y sujeto el cuerpo con un listón que ataba el cuello a una tabla firme que servía de respaldo; así daba la impresión de que la muerta estaba viva. La parihuela iba seguida de un grupo de músicos tamborileros y cornetines, luego, el cortejo de familiares y amigos. Se dirigían al crematorio general, donde la difunta
El Gobierno de la India, después de obtener su Independencia del yugo británico, inició el reparto de tierras, igual que en una u otra forma está ocurriendo en muchas partes del mundo. Entonces se acabó el feudalismo. La tierra es para quien la trabaja. Los Rajás y Maharajás perdieron sus tierras, se las expropió el Estado, y en cambio, les fijó una renta que perduraría hasta la muerte del primogénito. Los sudras —campesinos o agricultores— recibieron sus parcelas, pero no gratis, como lo estableció la Reforma Agraria en México. Al sudra le suda el copete lo mismo que al campesino de Irán, para pagar su predio en un plazo de 10 años. Tal vez sea buena medida, así se sentirán más dueños y tendrán más cariño a su terruño. La tierra no alcanzó para tan inmensa población, de modo que también existe el peón asalariado que, como lo ordena su casta, no debe desempeñar otro trabajo. Estos pobres ganaban la miseria de una rupia al día —once centavos de dólar— equivalente a un kilo de arroz; para sobrevivir, el marido, la mujer y los hijos, por pequeños que sean, tienen que trabajar, o morirán de hambre. Esta casta, lo mismo que los intocables o descastados, tienen una debilidad: la embriaguez. Gasta lo más que puede en arrak, un aguardiente muy corriente que elaboran con plátano, o de corteza de árbol o cualquier fruto que fermente; para esos pobres la embriaguez es la única válvula de escape a su miseria. El aguardiente y su religión son los dos únicos pilares que los sostienen medio aletargados, en una vida intensamente rutinaria, hambrienta, trise, sin flores, sin música ni poesía; esperan, indiferentes, la muerte salvadora que los rescatará de sus sufrimientos para llevarlos a la presencia de Shiva, quien juzgará los actos de su vida insignificante. Al campesino, que además de su pedacito de tierra tiene sus vaquitas y cabras, le va mejor, pero bien poco varía su vida. Eso sí, en el campo de ese país todo mundo trabaja; es gente laboriosa como los chinos, no hay zánganos, como tampoco los hay entre los esquimales. Unos cultivan la tierra, otros cortan bambú o maderas que llevan a vender a la ciudad; los muchachitos cuidan el ganado, otros hacen carbón vegetal empleando el mismo procedimiento que el campesino de México; ese carbón no lo consumen en el hogar, para esto tienen el estiércol de res, sino que lo venden en la ciudad a 3 rupias por costal —33 centavos de dólar—. Su dieta obligada se reduce a arroz o dall —un grano como lenteja, con sabor a garbanzo—, ragi —granito gris al cual tuestan y muelen y con esa harina hacen tamales,
330
INDIA - 1959 sería colocada sobre una pira de leña, a la cual prenderían fuego, tal o semejante a como procedían los troyanos con sus héroes muertos, o como acostumbraban hacerlo los romanos hace más dé 2 000 años.
dradas, aplastadas y molidas de tanto estar sentado y tantos brincos! ¡De tanto tragar tierra en el camino ya escupo canicas, estoy tostado, flaco, reseco y mugriento; pero no me he enfermado!”.
Cruzando el país en jeep
En el trayecto de esta larga jornada, un día pude ver por suerte en el camino, a campo abierto, un curioso espectáculo deportivo, tal vez único en el mundo que se practica una vez al año. Son unas carreras de carros muy rústicos, con dos ruedas de madera muy toscas; los carritos, aunque parecen muy burdos y pesados, no lo son, siendo más bien ligeros; tienen un corte parecido a los carros romanos que corrían en el Coliseo tirados por finos y bien entrenados caballos. Pero en la India, en lugar de caballos, los carros son tirados por un par de toros muy veloces, atléticos y esbeltos, seguramente de una raza muy particular, que por su altura, estampa, pelaje blanco, muy blanco y sedoso y la giba o joroba adiposa que tienen en la altura de los hombros, diría yo que corresponden a una variedad de la raza cebú; en el conjunto de las pezuñas llevan herraduras, esto es, dos herraduras en cada pata, una en cada carnicol. El carro carece de defensas, simplemente una gruesa tabla sobre un eje, un largo madero que sirve de lanza donde se sujeta el yugo y eso es todo. El auriga guardará un difícil equilibrio puesto que va de pie, en una mano lleva las riendas y en la otra, un látigo. Son tan veloces esos toros que, en competencia con carreras de caballos, no sé quien ganaría. Muy interesante y pintoresco tanto el espectáculo como la entusiasta muchedumbre.
El viaje en jeep hasta el nuevo campamento de Tanda iba a ser largo y molesto, pero era lo más indicado para conocer el interior de la India. Por brevedad será mejor transcribir las notas de mi “Diario”: “Días dél 7 al 11 de febrero: A las 8 de la mañana salimos de Bangalore en 2 jeeps con sus respectivos remolques que cargan todo el campamento. Los jeeps son viejos. ¡Ojalá no nos den lata! Tendremos que recorrer 1 800 km. La carretera, si es que merece tal nombre, es pésima, el pavimento apenas mide 3 metros de ancho y está todo boludo; me parecen mejores las brechas de África. Los jeeps no pueden correr a más de 40 km por hora, pues son tan numerosas las columnas de carretas tiradas por bueyes que encontramos en el camino, que es un fastidio la lentitud del viajar; con mucha frecuencia tenemos que salirnos del pavimento para dar paso a miles y miles de carretas. El polvo que levantan es muy molesto. Definitivamente éste es un país de polvo, carretas y vegetarianos. Y sucio, además, en contraste con lo limpios que son los tigres. “Para evitar enfermarse con la sucia comida de los puestos y fonduchas que encontramos en el camino, mis alimentos se reducen a naranjas, plátanos, cocos y galletas importadas. “Después de recorrer 800 km caminando toda la noche y turnándonos en el volante, llegamos a Poona al día siguiente. Nos hospedamos en un hotelucho de mala muerte, pero al menos pudimos aseamos un poco. Ordené unos pollos cocidos y papas, tanto para comer allí como para el camino. Después de comer, me dormí profundamente en una mala cama. “Ese mismo día, a las 8 p.m. proseguimos nuestro viaje, caminamos toda la noche y todo el día 9 sin parar. A las 12 de la noche pasamos por la ciudad de Indor. A las 2 de la mañana nos detuvimos en un crucero donde se separa la carretera que va de Bombay a Nueva Delhi, descansamos un rato en un hospedaje que había a la orilla del camino, y a las 9 seguimos nuestro viaje, pero ya no por carretera, sino por una pésima brecha para carretas que nos llevaría hasta el campamento donde, déspués de miles de tumbos, llegamos a las 5 p.m. Cinco días de friega y mal comer desde que salimos de Desipur. ¡Las nalgas las traigo cua-
Campamento en Tanda Nos instalamos en nuestro nuevo campamento. El lugar se lIama Tanda, pero el terreno no me gustó. En los montes de toda esa región del estado de Bhopal abunda el árbol teak; es mediano, tan alto como un fresno pero ralo; su madera es muy dura y da una hoja muy ancha que mide hasta 60 centímetros de largo. Estábamos en invierno, época en que suelta muchas hojas secas, las cuales cubren totalmente el terreno y hacen impracticable un acecho silencioso, debido al ruido que se produce al caminar. En ésas condiciones, era inútil la caza pretendiendo huellear un animal. Había montes de poca altura, pedregosos y resecos. Sin embargo, me aseguraban que abundaban los tigres y panteras. Esta vez no había rest-house. El nuestro era un campamento típico de caza, de’ la genuina montería que ya sólo se practica en algunas partes de Canadá y principalmente en Asia. Recordé los safaris africanos de hace un cuarto de siglo que carecían de todas las comodidades y refina-
331
INDIA - 1959
En la India abundan los templos de las diferentes sectas y religiones, como éste dedicado a los monos en Benarés. mientos que hoy se ofrecen al cazador foráneo. En Tanda, la ‘única delicia era un arroyo que nos abastecía de agua clara y limpia. Lo primero que hicimos fue explorar una extensa área de terreno que nos llevó todo un día. De paso por la aldea, Keeler quiso comprar unos búfalos domésticos de año o año y medio para usarlos como cebos, pero una vez más tropezamos con el problema de las castas. Cuando los habitantes de la aldea supieron el uso que daríamos a sus becerros, por ningún motivo y a ningún precio quisieron venderlos, pretextando que su casta y religión no les permitía ese sacrificio de animales. A tal grado se apegan a
sus preceptos y creencias religiosas, que me aseguraron que si uno de estos individuos se encuentra con una serpiente cobra en el interior de su kamra —cuarto— la echa fuera, pero no la mata, y lo mismo haría con un alacrán. Las peligrosas cobras son serpientes semidivinas y tienen sus diosas de nombre Nagas, en la Mitología Brahmánica. La tribu del lugar se llama gujar, son especialmente ganaderos, pertenecientes a la casta de los rajputs. El significado de esta palabra es raj —rey—y put —hijo— “descendiente de reyes”. Aunque esa tribu pertenecía a la subcasta más baja de los raj- puts, son tan orgullosos de su origen que no aceptan un favor de nadie, ‘así se estén muriendo
332
INDIA - 1959
El gran jabalí de la India es un animal que lucha bravamente hasta morir.
Cae un gran jabalí
de hambre. Más adelante relataré un caso que me ocurrió con dos de estos individuos. Naturalmente, ninguno de ellos se prestaría a desempeñar el más insignificante servicio de nuestro campamento, solamente se concretaban a su trabajo como huelleros. Pero no faltó otra aldea menos orgullosa, en donde compramos 6 becerros, los cuales ese mismo día y la mañana siguiente se situaron atados en veredas y “pasos” de animales salvajes; uno de ellos fue situado muy cerca de una vereda donde, según uno de nuestros guías, había encontrado frescas huellas de tigre. Pero pasaron varios días tediosos en los que no ocurrió ningún ataque a un becerro por un tigre o pantera.
(Sus Cristatus) Mientras tanto, se organizaron algunas arreadas por diferentes rumbos, con la esperanza de que surgiera una pantera, un sambar, un chital o algún otro animal. Las arreadas me parecieron muy mal dirigidas y con pocos batidores. Sin embargo, un día, después de una primera arreada sin éxito, se inició la segunda. Todas las esperé en tierra a pie firme. Esperaba yo tras de un alto matorral con un clarito al frente, el terreno era plano, cubierto de matojos y arbolillos de poca altura, los arreadores se acercaban haciendo el ruido acostumbrado. Primero pasaron muy cerca de mí y a baja altura algunos pavos reales, cuyo
333
INDIA - 1959 bellísimo plumaje se engalana más abundante y esplendoroso, con más hermosos colores, en su libertad salvaje; volaban azorados, a tiro de escopeta. No me ocupé de ellos. En el desfile siguieron los langoors —monos sagrados— armando una endemoniada algarabía. Permanecía Iisto, con el dedo en el gatillo, un poco nervioso, disfrutando de la presencia de los animales que huían a los gritos de los arreadores, esperando el momento en que se presentara un tigre o una pantera. Luego, a 25 metros, cruzó corriendo, con paso menudito y veloz, un jabalí gigante que en la India llaman jabalí salvaje de la India, distinguiéndose de otro jabalí chico, como los que tenemos en México y que en la India se conocen como jabalíes pigmeos. Era lo que menos esperaba, ni tenía mayor interés en esos muy peligrosos jabalíes; pero nunca había visto uno tan grande. Lo seguí con la mira de mi rifle .375 y al cruzar disparé; el animal apretó la carrera, sorprendiéndome que no cayera con tan tremendo impacto. Le disparé un segundo tiro apuntando “al bulto”, también di en el blanco, pero la bestia siguió corriendo perdiéndose en la maleza. Seguro de que iba muy mal herido no quise seguirlo; esperaría a que la batida terminara sin moverme de mi puesto, podría ser que entrara otro animal, pero no hubo nada. Después, acompañado por dos arreadores, nos fuimos tras el rastro sangriento del jabalí. A menos de 100 metros lo volví a ver arrastrando la pata trasera izquierda; otro disparo y el animal siguió corriendo en tres patas; un cuarto tiro lo hizo caer cuando ya me sentía un poco impaciente, pues ni leones ni tigres o elefantes se habían llevado tanto plomo; si bien mi segundo tiro dio en una pierna y las balas que usé eran de 270 gr de punta suave. El resistente animal había caído, pero no muerto; nos acercamos y ordené a uno de los huelleros nativos que lo rematara con su cuchillo; pero sienten tal miedo a esos bravos cerdos, que ninguno se atrevió. Entonces pedí a uno su diminuta pero afiladísima hacha que siempre cargan y asesté un fuerte golpe en la espina del gran jabalí, paralizándolo; el resto fue fácil y luego, para echarlo al jeep, fueron necesarios cuatro hombres. Me sentí satisfecho; la bestia era enorme, tan grande como los monstruosos Giant-Forest-Hog de África, que pesan cerca de 300 kilos. Los tiempos han pasado, pero hace años la caza de estos grandes jabalíes era uno de los más favoritos, viriles y peligrosos deportes practicados por los nobles y potentados hindúes y altos funcionarios representantes de la corona inglesa en ese país. La caza se ejercitaba a caballo y con lanzas o jabalinas. Todavía se encuentran primorosos grabados encuadrados por grandes marcos dorados, que representan com-
prometidos encuentros con estas bestias. En la India, a este deporte de la caza del jabalí se le considera no como el rey, pero sí como el “príncipe de los deportes”. Es una afición en la que se requiere la posesión de las más altas cualidades, tanto del hombre como del caballo. Uno de esos jabalíes luchará tan decidida y denodadamente como tal vez ningún otro cuadrúpedo, mientras le quede un soplo de vida. Se cuenta que en numerosos encuentros de lucha entre un jabalí y un tigre, aquél ha salido con frecuencia victorioso. En gran peligro puede considerarse un jinete que, durante una de esas cacerías, sea desmontado como consecuencia de que el jabalí haya imposibilitado al caballo quebrándole las patas de una tremenda tarascada. Por fortuna para mí, el jabalí que me salió tan cerca, se pasó de frente, sin voltear a verme. Olvidaba mencionar un caso típico de la severidad con que las castas rigen las vidas de sus integrantes. En uno de tantos días, salimos por la mañana en jeep a buscar un venado chital. Después de una hora bajamos del carro y nos internamos en un monte; tras de dos horas de caminar sin éxito, volvimos al jeep. A mediodía, cuando el calor apretó un poco, pedí mi cantimplora —siempre llevaba dos, una para quienes me acompañaban y otra para mí; las dos con agua hervida, filtrada y clorinada—. Satisfecha mi sed dije a Keeler que les diera la otra cantimplora a los dos huelleros que llevábamos. —No tomarán el agua —me contestó—. No di importancia al asunto. A la 1 p.m. nos detuvimos en cualquier lugar a comer los bocadillos que llevábamos. —Hombre —le dije a Keeler—, dales siquiera uno a estos pobres, que no traen nada qué comer. —Tampoco te lo aceptarán —me contestó. —Dales algo —le ordené ya enérgicamente. —Estiró la mano con un sandwich, que los nativos no aceptaron; quedé un poco extrañado y “picada” mi curiosidad, mas no hice caso. Seguimos adelante, y ya como a las 3 p.m. nos detuvimos un momento a la sombra de un frondoso pipal, que estaba a la orilla de un charco. En cuanto nos paramos, se bajaron nuestros dos huelleros, corrieron como locos hacia el verde y lamoso charco de agua sucia estancada; con las manos y soplando rompieron la capa de lama que cubría todo el charco y bebieron con la ansiedad de un sediento beduino perdido en el desierto, formando una copa con sus dos manos, hasta quedar satisfechos. Extrañado por tan rara actitud de esos individuos que rehusaron “mi pan y mi vino”, no aguanté más y pedí a Keeler una explicación: —¿Cómo es —le dije— que prefirieron beber esa agua tan cochina al agua tan pura que traemos?
334
INDIA - 1959 —Bueno ... pues es que estos tipos pertenecen a la tribu de los gujar y a la casta de los rajputs, y primero se morirían de hambre o sed que aceptarte nada; proceder de otra manera sería contra su dignidad de casta y humillarían su abolengo de descendientes de reyes. Seguros de que por sus venas corre sangre de nobles, por ningún precio limpiarían tus botas o lavarían tu ropa. Aceptan servir como shikaris porque la cacería es el deporte de los reyes, pero verás que no desollarán un animal que mates; eso tendremos que hacerlo nosotros. Son muy orgullosos estos hindúes tales por cuales. Después de esa explicación juré que estudiaría más profundamente ese berenjanal de castas y tribus.
estas horas angustiosas. ¡Qué bueno que va a salir la luna! Se suponía que el tigre llegaría por una hondonadita que quedaba a unos 30 metros frente a mi escondrijo. ¡Ojalá —seguía pensando— y no cambie de idea y me caiga por la espalda! Keeler me había dicho que se quedaría en la aldehuela, desde donde podría oír mi disparo, en caso de que llegara el tigre. El sordo graznar de un pavo real me sacó de mis sombríos pensamientos. Era el primer telegrama de la selva. El tigre debía andar cerca. Ya expliqué que así como los perros de caza cambian el timbre del ladrido cuando han descubierto la presa y la persiguen corriendo ladrando en forma peculiar, que en cacería llamamos ladra seca, así el pavo real, cuando está alarmado porque barrunta la cercana presencia de un enemigo peligroso como el tigre o la pantera, cambia su agudo y claro canto por un sordo y ronco graznido, semejante al de un viejo, antiguo y asmático claxon de un automóvil. Revisé mi rifle, quité el seguro, examiné mi línea de tiro por un clarito entre las ramas de mi endeble escondrijo y procuré, desde ese momento, guardar la mayor quietud posible, pero de vez en cuando no resistía la tentación de voltear a mi espalda, haciéndolo muy lentamente y “oteando” el campo con el rabillo del ojo, pues el temor de un ataque por la espa’lda no me abandonaba. Las 6:00 p.m., el sol, como un gran disco de fuego, estaba a punto de ocultarse, como si estuviese harto de presenciar los diarios dramas de la selva. Estaba yo muy atento con mi .375 listo, asomando el cañón por el claro entre las ramas de mi escondrijo, cuando por el vado, exactamente por donde esperaba la visita, vi asomar una cabeza; pero no era la del tigre, sino la de una pantera. Me quedé como petrificado, no de miedo esta vez, ya que, gracias a Dios, siempre me abandona en los momentos de un lance peligroso y no pienso ni me concentro más que en lo que debo hacer y cómo hacerlo para poner el grano de mi rifle en lugar vital de mi presa. Ninguno nos movíamos, ni siquiera pestañeábamos; ni la pantera, ni la pobre becerra, ni yo. En línea recta estaba la pantera a 30 metros de mí, a 20 metros la becerra y luego yo. Pasaron unos momentos en que no sé si la fiera me veía a mí o a la becerra, pero sostenía la mirada como si estuviera pensando a quién atacaría primero Los dos teníamos la mirada fija, sin movernos. Lenta, muy lentamente, fui encarando mi rifle hasta apuntar a la cabeza, que era todo lo que veía; así esperé hasta que la bestia dio dos pasos al frente mostrando medio cuerpo, pero con la cabeza baja, sin descubrir el pecho. Al fin se le ocurrió voltear hacia su derecha; aproveché ese instante,
En espera de una pantera, a pie firme Siguieron pasando los días, y una mañana llegó un sudra, campesino del lugar, a informarnos que un tigre había matado una becerra de su propiedad. A esos casos, en términos de cacería, se les llama un natural kill y traducida la frase literalmente quiere decir que la muerte no fue sobre una carnada, sino sobre un animal doméstico. Como el lugar de los hechos quedaba un poco lejos del campamento y ya era avanzada la mañana, preparé alegremente todos mis utensilios monteriles para partir inmediatamente, dispuesto a pasar en la jungla una noche más, con la esperanza de añadir a mi lista de trofeos de caza otro de esos peligrosos félidos. Cuando llegamos al lugar me sentí muy desalentado, pues los buitres habían acabado con los restos del becerro y borrado las huellas de las zarpas. Pero eso no lo sabía el tigre y tal vez regresara, así que de todos modos resolví quedarme poniendo en lugar de los restos otro becerro vivo, atado a una fuerte estaca; si la bestia volvía, encontraría su cena preparada y un balazo de recepción. No había ni un árbol cercano al cual treparme a esperar, y un poco intranquilo y de mala gana me dispuse a esperar pie a tierra. A 20 metros del cebo y a toda prisa construimos un espiadero y allí, sin ninguna protección a mi espalda, me quedé solo a las 5 de la tarde. Nunca en mi vida me sentí más desamparado ni más temeroso. En media hora pasaron por mi mente todos los casos dramáticos que había leído y me habían contado sobre los tigres devoradores de hombres. —¿Por qué seré tan mexicano? —pensaba —¿Por qué esa estúpida presunción, arrogancia, machismo que ahora casi me hace temblar? ¿No hubiera sido mejor pretextar que no sentía confianza en que regresara la temible fiera y mejor volverme al campamento? Ojalá y pronto pasen
335
INDIA - 1959
La pantera se encontraba a 30 metros de mí ... apunté al corazón y oprimí el gatillo. La fiera no se movió, no dio un solo paso, ni un gruñido, vi cómo poco a poco fue doblando la cabeza y el cuerpo hasta caer a tierra. Dejé pasar unos minutos. Ya oscurecía la tarde cuando resolví salir de los matorrales acercándome con mil precauciones y el rifle listo, hasta llegar a mi víctima, la cual estaba bien muerta. Por regla general, aunque no siempre, cuando un tigre, león o leopardo recibe el impacto de una bala dan un tremendo salto vertical y huyen o atacan, algunas veces rugiendo de dolor o de rabia, a menos que el tiro sea colocado en la espina o el cerebro. En esta ocasión mi tiro, que entró por el pecho atravesando casi todo el cuerpo, fue tan fulminante que la pantera no rugió, ni saltó ni emitió
siquiera un gemido; muerte limpia, sin sufrimiento, como son siempre los deseos de un cazador. A veces, en esos momentos de éxito, precedidos por otros de ansiedad y temor, pienso en lo agradable que sería tener un compañero con quien compartir las diferentes reacciones de alegría y satisfacción pero siempre, excepto algunas o muchas veces con mis hijos, me ha gustado estar solo, tragándome mi miedo solo o sonriendo a la selva con mi rifle en la mano, gusto en el corazón y un noble trofeo de caza a mis pies. Son momentos, sólo unos pocos momentos de grandísima satisfacción, que vienen a coronar los resultados de una larga y concienzuda preparación deportiva, afición que a todo buen cazador nos lleva a los más inaccesibles y apartados rincones de la tierra. Pienso que si en este lance
336
INDIA - 1959
Me despedí de mi segundo shikar visitando el Taj Mahal, bellísima obra del arte de la India. res que deseaba. Pero así es la cacería, no había más remedio que volver en otra ocasión, pues esta vez el tiempo se había acabado y tenia que volar a Bangui, África, donde me esperaba Micheletti para iniciar mi cuarto safari africano, el día 15 de marzo de 1959. Mi compañero Silvano, con quien había planeado esta doble cacería, resolvió quedarse más tiempo en la India, empeñado en cazar más tigres, así que nos despedimos. Pasé unos días en Nueva Delhi y Agra visitando el Fuerte Rojo y el famoso Taj Mahal, inmortal monumento erigido al amor. Maravilloso mausoleo, visión arquitectónica nacida de una profunda melancolía. Seguí mi ruta a París, a donde llegué el día 7 de marzo. En esa bella capital del mundo permanecí descansando hasta el día 13, cuando abordé el avión que me llevaría a Bangui, punto de partida para iniciar mi safari en la entonces África Ecuatorial Francesa, hoy República de África Central y Chad. En total, disparé 7 tiros en los 40 días que duró la cacería, y de esos 7 tiros, 4 se los llevó el jabalí; pero quedó la satisfacción del buen tirar, pues abatí tres piezas peligro-
hubiese contenido mi ansiedad y esperado un poco más, tal vez presenciara el ataque de la pantera sobre la becerra o ¿sobre mí? Seguramente Keeler o alguien, oyeron mi tiro e irían por mí para no verme obligado a pasar toda la noche en la selva. Volví a mi espiadero, porque bien pudiera ser que no obstante la detonación del disparo, a algún curioso tigre se le ocurriera ir al lugar. Aunque más calmado, no dejaba de sentirme incómodo e inquieto, solo, en tierra y con la noche encima. Había luna, y con frecuencia volteaba a mi espalda pensando en un posible ataque. Los tigres heridos son los que, en parte, olvidan su presa natural y se convierten en “devoradores de hombres”, y una tigresa que había herido un cazador gringo todavía andaba por ahí suelta. A las 9 de la noche vi que se aproximaba el jeep, y a las 10 p.m. ya estaba en mi campamento saboreando una taza de té, con un cigarrillo en la mano. Este, mi segundo shikar, ha terminado. Sentí mucho no haber tenido oportunidad de buscar y abatir otros ejempla-
337
INDIA - 1959 sas de un solo disparo, cada uno sin necesidad del tiro de gracia. El tigre corrió 16 metros y cayó bien muerto; el gaur sólo corrió 14 metros y la pantera no dio un paso. Qué alegría y satisfacción se siente cuando en los lances peligrosos actuamos con serenidad y buen pulso, y qué amargura y desaliento nos invade cuando erramos un tiro fácil.
Balance de este shikar
1 Tigre de Bengala 1 Gaur
1 Pantera 1 Jabalí Gigante
Carta de mi guía Keeler donde me felicita por haber cobrado un tigre, una pantera y un gaur de un tiro cada uno.
338
9 Africa 1959
El día 5 de marzo abandoné la India después de termi-
con la que hoy es República de Chad. En ambos territorios se Ilevaría a cabo mi safari. El día 13, todavía con el sabor a champaña en los labios, aborde un avión Super-Constelation, que había de IIevarme a África; y minutos después ya estaba sobre las montañas de los Alpes, siempre cubiertas de nieve. Vino a mi mente el recuerdo panorámico de mis cacerías en las nieves del Ártico y en las nevadas montañas de la península de Alaska; que en 1951 había iniciado acompañado por mi hijo Fernando. Hacía comparaciones entre el SuperConstelation —que entonces me parecían enormes— y los humildes Pipers de dos plazas en los que, llevado por mi
nar con éxito mi shikar en las selvas de aquel lejano y misterioso país. En África esperaba mi guía Micheletti, para dar comienzo el día 5 a mi tercer safari africano. El día 6 llegué a París después de 28 horas de vuelo. En el aeropuerto me esperaba mi hijo Gerardo, que desde hacía tiempo estudiaba pintura en la ciudad luz. Pasé muy gratos los siguientes días con él y sus amigos; entre buenas viandas, excelentes vinos y espectáculos de maravilla, hasta el día 13 en que tomé el avión a Bangui; ciudad que entonces pertenecía al África Ecuatorial Francesa y hoy es la capital de la República Centroafricana, limitando al norte
339
ÁFRICA - 1959 gran afición a la caza mayor, me había aventurado a volar sobre la deprimente soledad del Ártico infinito. ¡35 horas volé metido como sardina en uno de esos aparatitos para encontrar la huella de mi primer oso polar! De Roma a Fort Lammy hicimos 8 horas. ¡Otra vez en tierra africana! ¡Tierra de promisión! ¡País del futuro! Otra vez se presentó a mi vista el negrito medio desvestido; el inglés de rubio mostacho, calzado con choclos, larga media blanca, pantalón corto de dril blanco y camisola blanca de manga corta. A pesar de la temprana hora hacía bastante calor, augurio del infierno que me esperaba. En dos horas más de vuelo aterrizamos en Bangui, mi meta por aire. La fiebre de la cacería había anidado en mi corazón, pero no por el simple hecho de disparar. No, sino para buscar y abatir ejemplares raros que, con el tiempo, formaran una bonita colección en mi salón de trofeos. Acababa de recorrer de sur a norte la India, para cobrar solamente 4 piezas de la fauna indostana. Ahora saltaba al continente africano para cazar principalmente 4 piezas también. Esta vez iba solo, cosa que no es muy agradable, pero dicen “que muchas veces resulta mejor ir solo que mal acompañado”. En el campo aéreo de Bangui esperaba mi guía J. D. Micheletti, un corso chaparrón, fuerte, de unos 32 años. Seguramente para impresionarme había llevado al aeropuerto un jeep inglés muy bien preparado para la caza, nuevecito. También estaba un camión grande, alemán, con motor diesel marca M.A.N. de cinco toneladas; nuevo y acondicionado para largas travesías y para cargar todo un campamento en forma tan práctica que, en efecto, me causó muy buena impresión. Se notaba que este corso era individuo organizado, cualidad de la que muchos guías y contratistas, adolecen.
para entendernos. Todo quedó listo para partir a la mañana siguiente. Esa misma noche me invitó a cenar en compañía de su esposa Mónique, una francesa de 30 años que hablaba mejor inglés que su marido, cuyo nombre de pila es Domenique. La cena se compuso de un solo plato, un exquisito cous-cous, típico plato árabe del que me serví dos veces, rociándolo con un buen vino tinto. Terminamos esa sabrosa cena con un brindis de champaña por el éxito del safari. Una cosa me llamó la atención: el restaurante era el rendez-vous de la alta sociedad europea, lugar prohibido para los negros. Cuando saboreábamos el cous-cous, entraron hasta la barra del amplio salón tres negros con sus hembras muy engalanadas, con floreados vestidos de atractivos colores y un típico turbante —muy usual en África— a guisa de sombrero. Se sentaron muy ufanos, pidiendo garbosamente unas cervezas. Todos los comensales blancos miraban aquel cuadro inaceptable si se hubiera presentado en el país tan sólo hace unos cuantos años. —Esta es la mejor forma de perder la clientela —me dijo Micheletti, refiriéndose a la presencia de negros en el establecimiento. —Pues lo que Ud. ve aquí ocurrirá en toda África dentro de pocos años —expuse—. Estas razas o tribus se están sacudiendo el yugo del colonialismo soportado durante siglos y hoy, en su obsesión de libertad e independencia, se están sublevando en muchos países de este continente. De esa anécdota a la fecha, han pasado 22 años y las palabras que dije a Micheletti resultaron, si no proféticas, cuando menos ciertas, pues Angola y Mozambique, que eran el último reducto del colonialismo, obtuvieron su independencia de Portugal en 1975 gracias a la ayuda de la URSS; hoy todos los países de África son libres, independientes —por lo menos en teoría— de cualquier yugo opresor. Esa noche, al vaciar la segunda botella de champaña, acabamos hablándonos de tú, Mónique, Domenique y yo.
Bangui Mi primera búsqueda del bongo Lo primero que hice fue instalarme en el Hotel Rock, muy aceptable por cierto, limpio y moderno. Me asomé al balcón a curiosear el panorama de ese, para mí, nuevo país. A 100 metros cruzan las tranquilas aguas del anchuroso río Ubangui, río navegable en una extensión de 1 300 km que más al oeste, cerca de Coquilhaville, va a unirse al gran río Congo, en lo que fueran tierras coloniales del Congo Belga antes de 1960. Del otro lado del río se extendía una cadena de verdes, frescos y exuberantes montes bajos. Filmé el panorama y después de un agradable baño me fui a reunir con Micheletti para hablar sobre los planes de caza. Micheletti hablaba un poco de inglés, lo suficiente
El bongo La cabina del camión resultó más cómoda que el jeep. El camino era una amplia brecha maciza de tierra colorada sobre la que podíamos correr a una velocidad de 70 km por hora entre una selva tupida, verde, fresca, fragante y con abundantes árboles altos. Después de 200 km abandonamos esa brecha para tomar una rodada en malas condiciones. Otros 50 km y nos metimos por un alto pastizal hasta llegar muy cerca de las márgenes del río Lobaye, en donde acampamos.
340
テ:RICA - 1959
Bongos macho y hembra: Uno de los mテ。s codiciados, difテュciles y escurridizos trofeos de la fauna africana.
341
ÁFRICA - 1959 Mi primer objetivo era buscar el bongo, antílope bellísimo, que como trofeo de caza tal vez sea el más codiciado de toda África. Es excesivamente huraño, desconfiado, de costumbres nocturnas y de un oído tan fino que no tiene igual, supera al del gran kudu. Es muy robusto, de patas cortas como el tur de Asia Central. Pesa unos 250 kilos. Suele encontrársele en lo más cerrado y profundo de los bosques de bambú y denso follaje, como los del South West Mau Crown Forest Reserve, en Kenya, o en planicies selváticas tan exuberantes como las del norte de la República Democrática del Congo, en las que no se descubre un animal a 8 metros. Pero es mejor dejar para más adelante las explicaciones sobre los hábitos de este antílope y las formas de cazarlo. Generalmente a todo cazador, de veras aficionado, se nos niega alguna especie que codiciamos, y para conseguirla habremos de sudar mucho; ir a varios safaris y trabajar duramente; algo semejante al empedernido gambusino que se pasa la vida picando sierras sin encontrar nunca la deseada veta de oro. Me contó Micheletti que, meses antes de llegar yo, un cazador llamado E. Gates había intentado dar caza al bongo durante 17 días sin lograr ver uno siquiera. Esa noticia no era alentadora, pero de todos modos probaría suerte. El safari duraría un mes, así es que me puse a revisar los víveres antes de seguir adelante. Entre otras cosas había diez garrafas de 10 litros cada una que me llamaron la atención. —Oye, corso —pregunté—, ¿qué es lo que contienen esas garrafas? —Vine rouge. ¡Cien litros de vino tinto ... ! Este hombre debe de estar loco, o tanto él como su mujer son muy borrachos. —Oye —insistí—, ¿no crees que es mucho?, ¿no sería mejor llenarlas de gasolina? —¡Ya veras!, cuando estemos en el desierto no pensaras lo mismo. Una buena lancha, de 12 pies con motor fuera de borda, que llevábamos en el capacete del camión fue bajada para llevarla a la orilla del río que debíamos cruzar para entrar a terrenos del bongo. En esa parte, el Lobaye es muy bonito, anchuroso, de aguas apacibles y tan cristalinas que se antoja bañarse. El 16 de marzo, a las 3:30 de la madrugada, nos pusimos en marcha Micheletti y yo seguidos por dos huelleros. Con una lámpara de petróleo alumbrábamos la vereda para no perderla. El alto pasto, que me daba arriba de la cintura, estaba tan cubierto de rocío que a poco de andar ya iba empapado hasta los huesos. Cruzamos el río; luego tendríamos que apretar el paso para llegar antes de las 7 a
un lugar donde se suponía frecuentaba el bongo. Llegamos al lugar indicado, que era un arroyo con árboles en ambos lados. Nos acercamos cuidadosamente y empezamos a buscar huellas por las entradas al arroyo que forman las veredas de los animales silvestres. Encontramos algunas muestras que me parecieron viejas. Después de recorrer un buen tramo, regamos bastante sal mezclada con barro, construyendo, de ese modo, un campo salitroso muy apetecible a los animales salvajes. Si algún bongo daba con el lugar dejaría impresas sus huellas y seguramente volvería. Entonces se encontraría conmigo, pues pasaría las noches esperando escondido en el breñal, al borde del río. Cualquier esfuerzo me parecía poco si lograba ver al bicho ese. Cuando regresamos al campamento seguía con la ropa empapada, pero ya no por el rocío sino por el copioso sudor. El termómetro marcaba 45 grados C., 45 grados en una atmósfera húmeda y pegajosa. —Mañana volveremos muy temprano —decía Micheletti—. Con suerte veremos algo. Veo que tú eres bueno para andar. Los muchachos están contentos, tienen buena impresión de ti porque aguantaste el mismo paso, no como nos ocurrió el año pasado con otro cazador que, para cruzar un arroyito, lo teníamos que llevar en silla de manos y difícilmente caminaba un kilómetro. Naturalmente que no cazó un bongo. —Lo que haga un corso podré hacerlo yo, siempre que no sea un Napoleón —repuse. Domenique soltó una contagiosa carcajada. Parla tarde le dimos comienzo a la primera garrafa de vino tinto, muy bueno por cierto. Al otro día salimos a la misma hora tomando por el mismo rumbo. Llegando al arroyo mandamos a dos huelleros por un lado, mientras Miche —así llamaré en adelante a Micheletti— y yo seguíamos por el otro. Después de andar un poco me detuve en un montículo y Miche siguió. Media hora más tarde regresó al mismo lugar. Juntos desanduvimos el camino por la orilla del arroyo, y después de caminar mil metros encontramos una huella fresquísima de bongo. Seguramente estaba en el otro lado y los huelleros lo habían asustado. ¡Poco faltó para que pasara por donde yo había estado esperando ... ! Quizá si hubiésemos regresado cinco minutos antes lo habríamos visto. A paso ligero seguimos la huella durante una hora, hasta que la perdimos en un pastizal alto en el que, para seguirla, teníamos que abrir el pasto perdiendo mucho tiempo. El antílope debía de estar ya muy lejos. Muy a mi pesar desistimos de perseguirlo. Ya de regreso al campamento, antes de llegar al río pasamos por un trama de selva muy densa. Por delante iba
342
ÁFRICA - 1959 Miche caminando muy de prisa, tal vez pensando en su trago de vino; lo seguía yo a corta distancia cuando empecé a sentirme mareado, a tal grado que creí que me iba a desmayar. Por un momento pensé en gritarle a Miche, pero me aguanté. Creí que sería debilidad o efecto de la deshidratación por tanto sudar, no obstante las seis tabletas de cloruro de sodio que tomaba todos los días para reponer la sal que perdía mi organismo, o tal vez era por hambre; pero lo cierto es que poco faltó para caerme. Afortunadamente al llegar al río pasó el raro efecto que nunca había sentido. Por la noche, en la obligada plática de la cena le conté a Miche lo ocurrido y me contestó que él también sintió lo mismo. Entonces dedujimos que seguramente habíamos sufrido el efecto de las dañinas emanaciones de alguna de tantas, raras, venenosas y mortíferas plantas que hay en las selvas. Precisamente de plantas, larvas o insectos se extraen y mezclan las sustancias venenosas con que los nativos embadurnan la punta de sus flechas para cazar animales. Al otro día volvimos a las andadas sin tener éxito y por la noche hice la siguiente anotación en mi Diario: No hay bongo, y siguen las largas caminatas y el intenso calor. Me siento muy deshidratado y cansado, no tanto por las caminatas sino por la atmósfera cálida y húmeda. Sin embargo, es tan importante el antílope que busco, que seguiré haciendo la lucha. Inútil, sólo volvimos a ver otra huella que nos mostró uno de los huelleros. La seguimos hasta meternos a gatas en un breñal muy cerrado. No podíamos evitar hacer ruido en un terreno cubierto de hojarasca y no me hice ilusiones sobre el bongo. Pasamos el monte y la huella seguía en terreno abierto; pero después de seguirla unos dos kilómetros encontramos que tras de la huella del antílope se marcaba la del pie descalzo de un nativo, de un poacher, uno de esos calamitosos cazadores furtivos. Desistimos. Cuando los poacher encuentran una huella la siguen por días enteros, si es necesario, hasta encontrar la pieza y abatirla. Matan un meritorio trofeo de caza, un bello ejemplar de la fauna para aprovechar solamente la carne, la cual es un crimen. Lo mismo ocurre en otros países, incluyendo a México, donde los campesinos lugareños persiguen y matan sin respetar hembras ni edad, a diversos animales de la fauna mexicana. No me sorprende que el cazador E. Gates haya buscado el bongo durante 17 días en el mismo lugar sin tener éxito. Decepcionados, regresamos a Bangui para seguir rumbo al norte en busca del eland de Derby, otro de los raros antílopes objeto de mi safari. Miche también renegaba del calor, mencionando con frecuencia la sabrosura del desier-
Localizando en la densa floresta las huellas del bongo. to. —¿Ahí es más fresquecito? —le pregunté con la esperanza de que contestara afirmativamente. —No, al contrario, hace más calor. —Entonces, ¿por qué diablos te entusiasma ese infierno, hijo de Luzbel? —Ah. .. porque allá hace calor, pero es seco y muy limpio, no como aquí que por más que se bañe uno siempre se está pegajoso y empapado. —Pero no puedo creer que haga más calor que aquí. Fíjate que el termómetro marca 45 grados centígrados a la sombra. Ya lo verás —contestó sentenciosamente, con una risita socarrona.
343
ÁFRICA - 1959
Eland gigante caminando en el monte cerrado. —Bueno, por lo pronto dame un poco de vino. Emprendimos la segunda etapa por una brecha que va a Fort Archambault y recorrimos 500 km torciendo luego a la derecha hasta un punto que se llama Moyo, lugar donde acampamos.
Acostumbrado a la abundante fauna de África Oriental me sentía desilusionado por su escasez en este país, y así lo dice mi Diario el día 25 de marzo: Hace un calor de los demonios. 45 grados centígrados. Por la noche refresca un poco. Breña cerrada, monte bajo y pasto alto. El jeep tiene que correr despacio. El calor es insoportable y todos los días tenemos que levantarnos a las 4 a.m. para caminar hasta que se oculta el sol. Todo el día reniego. Si hubiera sabido lo dura que es esta cacería no vengo. Hay muy pocos animales. No he visto ni un eland. Efectivamente, me sentía arrepentido del viaje, sobre todo porque no tuve suerte con el bongo que era mi objetivo número uno. A lo mejor tampoco veía un eland. Pero al día siguiente cambió la suerte: por todos lados encontramos abundantes huellas de ese antílope. Era una manada grande, pero tanto los huelleros como nosotros nos volvíamos locos en un laberinto de rastros que no definían una dirercción. Seguimos huellas durante un buen trecho y resultaba que dando vueltas y más vueltas durante horas, íbamos a parar a donde habíamos empezado. Transcurría el día y, por fin, a las 5 p.m. dimos con la manada. Nos sintió y corrió en estampida. Afortunadamente el jeep estaba casi a la mano y corrimos a treparnos. Entonces empezó un sistema de caza nuevo para mí, porque no sería yo el
El eland gigante de Derby (Taurotragus derbianus gigas) El terreno es plano, pero cubierto de una gruesa capa de arena, lo que hace muy pesado el caminar. La flora se compone de árboles raquíticos, pasto alto y breñal. La temperatura sigue en 45 grados centígrados a la sombra. Cuatro días pasaron sin poder dar con el eland, el antílope más grande del mundo, como lo es el alce entre todos los cérvidos. El eland era la única especie que me interesaba en aquel lugar. Todos los días, desde que amanecía hasta que se ocultaba el sol, andábamos en el campo. En esos cuatro días había visto muy pocos animales y sólo cobrado —para la cazuela— un oribi, un roan y un duiker. Además, vi otros antílopes —waterbuck, kongonis, topis y jirafas del tipo común—; pero no me interesaban, puesto que eran animales que ya había cobrado en safaris anteriores en África Oriental. Sólo cazaría las especies raras.
344
ÁFRICA - 1959 primero en ese país que habría de cazar desde un jeep, a toda carrera, tras de una manada; mas no se crea que la cosa fue o es tan fácil si se toma en consideración que era en un monte cerrado y en terreno arenoso. Miche resultó ser un habilísimo piloto en los bosques. No tardamos en alcanzar la manada. Se componía de unos 30 animales, pero sólo había dos machos que pronto descubrí por su corpulencia, sus grandes cuernos y la típica papadota que, como un fleco, cuelga a lo largo de su poderoso cuello y remata cerca del encuentro. De pronto me parecieron de un color café, a diferencia de su pariente de Tangañica —hoy Tanzania—, que es de un gris azulado en los machos adultos. Miche me advirtió estuviera listo y que cuando nos arrimáramos a la manada pararía el jeep para que yo pudiera hacer un disparo rápido desde el vehículo. Así lo hizo, pero enfrenó tan bruscamente que por poco salgo disparado por el parabrisas, y lo peor fue el chubasco de arena que en su desenfrenada carrera levantaba la manada, cegándome. De modo que para cuando recuperé el equilibrio y pude ver al macho más cercano, éste ya estaba a unos 150 metros entre las hembras. No pude disparar. Miche volvió a acelerar el jeep a toda la velocidad posible, ejecutando tan increíbles malabarismos en el monte para evitar árboles, troncos caídos y hoyos, que no sé cómo no ocurrió un accidente. Disparé y erré. Me sentía desesperado con esa forma de cazar. Iba parado con mi rifle .375 en la mano izquierda, mientras con la derecha me agarraba como mejor podía para no caerme del jeep, aunque lo peor era la maldita arena que no podía evitar me entrara en los ojos. Ideal hubiera sido el uso de unas gafas, como las de los motociclistas, pero de ello no se me advirtió. El tercer intento fue otro fracaso. Erré el tiro. Entonces se me ocurrió cerrar el ojo derecho durante la carrera para evitar la arena y abrirlo en el momento de disparar. Por milímetros, como un milagro, nos salvamos de chocar contra los árboles. Al cuarto intento pude hacer un precipitado disparo que no dio en el blanco; luego, al quinto intento, volví a disparar con mejor suerte: la bala hizo impacto en los cuartos traseros del eland, el único blanco posible. En esos momentos dio el jeep contra un pozo y se acabó la persecución: se había roto un eje. Ya no pudimos seguir adelante. Mientras Miche trataba de arreglarlo me fui con uno de los huelleros a examinar rastros. Qué alivio sentí al descubrir huellas de sangre. Seguimos 15 minutos y en vista de la descompostura del Jeep y la agonía de la tarde, decidimos volver al campamento a pie. Miche se quedó arreglando el carro decidiendo que a la mañana siguiente buscaríamos el eland herido. Esa noche casi no dormí. Cuatro días para ver ese an-
tílope y, de no encontrarlo, tal vez no vería otro. Además, el sistema tirando desde el jeep no me gustaba, aunque no había otra forma, o me regresaba a casa con las manos vacías. Al llegar Miche al campamento me explicó que así se estilaba allí. Me contó que el año anterior dos cazadores norteamericanos, Klein y Gates, habían tenido que resignarse a dejar ir heridos a 4 de estos antílopes, los más grandes del mundo, y que tal vez se debió a que usaron rifles .300 Weatherby, con balas que, en su concepto, no tienen la penetración suficiente para tumbar a esos resistentes animales; que tanto Klein como Gates desistieron del uso de esos rifles y sólo tuvieron éxito con el .375 H y H. Argumento al que no pude dar crédito. Nos levantamos a las 4 a.m. y para las cinco ya estábamos tras la huella. Miche había arreglado el jeep con una refacción de las que iba bien provisto. Cuatro horas duramos siguiendo la huella. El animal se había separado de la manada, señal de que estaba tocado. Entonces mi preocupación fue la de si lo encontraría herido o se lo habían cenado las hienas. Estaba decidido a seguir el rastro todo el día si fuese necesario. A las 9 a.m. nos encontrábamos en monte cerrado y muy tupida maleza. Seguramente ya estábamos cerca de la presa. Caminaba muy despacio, aguzando el ojo y con mi rifle listo cuando, a no más de 25 metros, descubrí a mi víctima echada. En el momento que la vi se levantó. Un tiro rápido desde la cadera acabó con su sufrimiento. No cabe duda que los buenos trofeos de caza no se cobran fácilmente, a menos que se tenga mucha suerte. Necesité de 5 días para abatir tan importante y raro antílope, que, para esa fecha, ningún cazador de México había intentado cobrarlo. Al día siguiente levantamos el campamento y seguimos rumbo al noreste recorriendo otros 400 kilómetros hasta llegar a un lugar de Aboudeia. El terreno seguía plano, pero la flora había cambiado un poco; ya no había árboles gigantescos ni tupido follaje como en los terrenos del bongo. Ahora la vegetación era más pobre. A distancia se dibujaron unos pequeños cerros, de regular altura y muy rocosos. Parecía una región volcánica con toques verdes. —¿Qué ves allá? —preguntó Miche. —Hombre, pues cerros rocosos. —Kudus —repuso—, gran kudu. Nunca me ha fallado en esa región que sólo yo conozco. “Vaya —pensé para mis adentros— hasta que se me va a hacer con estos fantasmas que no pude encontrar en mis anteriores safaris”.
345
テ:RICA - 1959
Despuテゥs de 5 dテュas de esfuerzo pude cobrar un buen ejemplar de eland gigante.
346
ÁFRICA - 1959
Mala suerte con el gran kudu
vorador de hombres no lo cuento, Pero a ese bicho no le gustó mi pellejo. Ni siquiera se acercó a olerme, que si lo hace, menudo susto nos llevamos los dos. Esa noche ya no dormí a campo raso. El último día, cuando andábamos en los cerros, vi que Miche se apartaba un poco y se sentaba en cuclillas tras de una roca. Lo esperé y lo vi tan pálido que le pregunté si se sentía mal. —Un poquito —me contestó—, vete con los huelleros a campear esta meseta, aquí te espero. El pobre tenía disentería. Al día siguiente partimos, Miche con su disentería y yo con la pena de que por tercera vez no lograba el kudu y con la tristeza de abandonar mi fresca cueva, que a lo mejor era el cubil del leopardo que menospreció mi pellejo. Ahora nos dirigíamos al pueblo de Abéchér, 500 km más al noroeste, puerta de entrada al desierto del Sahara. En el camino observaba que conforme adelantábamos el campo se presentaba más árido, reseco, arenoso y pesado; pero lo peor fue la mala noticia de que, además de Miche, tres de los nueve negritos a nuestro servicio también tenían disentería. Verdaderamente me sentía decepcionado de mi cacería. Tres campamentos y sólo había logrado el eland como trofeo de mérito. No hubo kudu, ni leopardo ni bongo. Vino a empeorar mi desaliento el calorón que sentía dentro y en la cabina del camión. Todo lo que era metal o lámina quemaba las manos; ni siquiera podía descansar el brazo en Ia ventanilla. La situación se podía poner crítica si también yo caía víctima de la famosa disentería, entonces sí que reventaría en esa infernal parte de la Tierra. Llegamos al pueblo de Abéchér, pardeando la tarde. No hay hoteles, sólo mesones para las caravanas qué cruzan el desierto. Nos alojamos en la casita de unos amigos de Miche. Por la mañana salí a conocer eI pueblo, mientras
Acampamos en sitio cercano a los cerros. El lugar parecía una sucursal del infierno, porque las rocas pelonas estaban que ardían y reflejaban el calor sobre el campamento, El termómetro seguía marcando 45 grados. Lo primero que hicimos fue examinar el cerro, encontrando una de esas cosas raras de la naturaleza que Miche ya conocía: casi a flor de tierra, de entre las rocas, brotaba un chorrito de agua muy cristalina, fría y muy sabrosa. Más arriba, a unos 4 metros, también entre las rocas, encontré un lugarcito como para quedarse a vivir y no moverse. Entre los huecos que formaban la unión de las rocas había algo así como una cueva por la que, en forma misteriosa, se colaba una corriente de aire ¡tan fresco!, que hacía bajar la temperatura a 25 grados centígrados. Ni qué decir que me adueñé de dicho lugar en el que pasé leyendo durante las horas de más calor. El primer día campeamos hasta que oscureció sin encontrar una sola huella de kudu; la víctima fue un wart-hog que se me puso a tiro. Al día siguiente se repitió la historia. Sólo vi dos jóvenes kudus cuyos cuernos medían vuelta y media. No les tiré. —¿Pues qué pasó con los kudus? —No sé —contestó Miche—, no lo entiendo. Si apenas el año pasado Gates mató aquí un buen ejemplar. Por la noche, después de cenar, viendo que en el interior de la tienda hacía mucho calor, se me ocurrió poner mi catre en la brecha por donde habíamos llegado. A 20 metros del campamento el terreno era más abierto y corría más airecito. Me dormí tranquilamente. A la mañana me despertó uno de nuestros negritos: Chef . . . vennez vous a voir —todos los negritos hablaban francés—. Lo que quería mostrarme eran unas huellas de leopardo impresas ¡a dos metros de mi cama! ¡Qué bruto ... ! Si ha sido un de-
347
ÁFRICA - 1959 mi cazador blanco hacía preparativos y compraba todo lo necesario para nuestra aventura de 10 días en pleno desierto del Sahara. Con el poco éxito que hasta entonces había tenido en mi safari me sentía tan pesimista, deprimido y desalentado en continuar que estaba a punto de cortarlo ahí, en Abéchér. ¿Qué necesidad tenía de seguir con esas penalidades que, además, costaban un ojo de la cara? En dos días más saldría un avión para Fort Lammy, y de allí sería fácil tomar otro a París, ¡Ah! París ... ¡quel differance! Me lamí los resecos labios pensando en el paté caliente que sirven en La Cigogne, y su deliciosa nieve de frambuesa con kirsch, o los caracoles, o las alcachofas a la vinagreta con un buen vino blanco, o la perdiz rellena de paté, o los riñones al oporto que sirven en La Cupole ... ¡Hum! Con esos jugosos pensamientos llegué al correo donde tenía alguna correspondencia. Después de leer con gusto inmenso las cartas de mi familia, que son un tónico en los safaris, y enterarme que todo andaba bien en mi hogar, abrí un sobre cuyo contenido decía textualmente lo siguiente: ¡Muy querido Benito! Todos tus amigos de México hemos seguido con interés tus triunfos en la India, y te felicitamos por ese hermoso ejemplar de tigre de Bengala que cobraste, así como las demás piezas. Te deseamos de
todo corazón éxito en el África Ecuatorial y te rogamos nos tengas informados. Si necesitas ayuda o compañía echa un grito. Marzo 20 de 1959. Firmaban mis muy estimados amigos Pablo Bush Romero y Augusto Ordóñez. Esa carta de amigos cazadores, que tanto quiero, fue para mí en esos momentos como un trago, muchos tragos de agua fresca y vivificante, que se le brinda a un hombre que muere de sed en el desierto; fue una estimulante inyección de estamina que vigorizó mi tambaleante deseo de seguir adelante. Esas frases amigas fueron el empujón que necesitaba para no “cuartearme” De otra suerte tal vez no hubiera conocido y saboreado la vida del desierto, país del targui, del camello y del dátil. Abéchér es un pueblo completamente árabe, totalmente del desierto; puerta de entrada al desierto por esa parte de África. El centro de la población está formado por una plaza o, mejor, un arenal rodeado por 4 largos y angostos portales dentro de los cuales hay variados comercios establecidos y ambulantes. El centro de la plaza sirve de tianguis, donde los días festivos se levantan gran número de manteados —igual que en muchos pueblos de México— adonde a pie, en burros y en camellos, afluye la gente del desierto. Allí se vende de todo: camellos, burros y otros animales, utensilios, granos, verduras, etcétera.
Ya estamos en Abéchér, puerta de entrada al desierto del Sahara.
348
テ:RICA - 1959
En el mercado tテュpicamente テ。rabe, se vendテュan gran variedad de granos y verduras.
349
テ:RICA - 1959
La inmensidad de las dunas en el desierto del Sahara.
Uno de los mテ。s curiosos habitantes del Sahara es el fenec, gran cazador que puede vivir sin probar una sola gota de agua.
350
ÁFRICA - 1959
El Sahara: “morada de la noche y el silencio” Cazando a 125 grados F. a la sombra Antes de entrar al desierto será bueno hablarle un poquito de él al lector, considerando que muy pocos nos hemos ocupado en América de estudiar la vida de esa árida parte del mundo. El desierto del Sahara es el más extenso de los 12 grandes que hay en nuestro mundo. Es aproximadamente 4 veces mayor que todo el territorio de México y once veces más grande que Texas. En sus 9 000 000 de kilómetros cuadrados de extensión se encuentran depresiones hasta de 134 metros bajo el nivel del mar y alturas de 3 300 metros. No todo son dunas y planicies. Hay montañas tan grandes y altas como las del Tibesti, cuyas cumbres y picos se ven cubiertas de nieve en enero, a una temperatura de más de 10 grados bajo cero. Allí se encuentra todavía en cierta abundancia el mouflon. El Tibesti es un macizo, una meseta montañosa de casi un millón de km2. En el Emi-Koussi, la más alta montaña, hay un pico que se eleva a 4,315 metros, en la que habita la tribu tubu —significa hombre de la montaña—. En el Sahara las enormes dunas de arena, que suelen verse en algunas películas, sólo forman la séptima parte de su superficie; hay oasis inmensos que no alcanzaría uno a cruzar a pie en todo un día; hay barrancas, mesetas, planicies pedregosas, gargantas rocosas, laderas, etc. En algunas regiones llueve una o dos veces al año; en otras, una o dos veces en diez años. Hay temperaturas de más de 50 grados centígrados y más de 10 grados bajo cero. El Sahara ocupa un poco más de la cuarta parte de toda África, y África es quince veces el tamaño de México. Piedras, arena, sed, desamparo; extensiones infinitas, sin horizonte; silencio, soledad, orgía de luz, cielo incomparable, noches serenas, oscuras, silenciosas, calladas, eternas; calor, frío, tempestades de arena que como granizo de acero torturan a las caravanas; resequedad, desolación y pobreza. Parece increíble que alguien pueda sentir nostalgia por una tierra tan triste y, sin embargo, ese alguien es el tuareg, tribu nómada del desierto, que ama la libertad sobre todas las cosas. Libertad individual limitada estrictamente por el control y dominio de sí mismo. En la ciudad se ahogaría, se asfixiaría. Arena, palmetas datileras, camellos, cabras, su tienda y su targuia —su mujer—. Esa es su vida. En un palacio se siente en cautiverio. El gran desierto también tiene sus encantos y su interés, como en El Golea, donde se han encontrado, en poro-
Recolección de dátiles en un oasis. sas rocas calcáreas, conchas y caracoles fosilizados que florecieron en los restos del mar cretáceo, cuyas aguas inundaban hace 135 millones de años lo que es hoy el Sahara. Hay desiertos de piedras rocosas, donde la acción del viento y el agua han excavado gargantas y laberintos dando formas tan caprichosas y fantasmagóricas como las del Tassili. Cristo y Buda se “iluminaron” en la soledad y el silencio del desierto.
La palma datilera, reina del desierto La palma datilera no es silvestre, no podría subsistir de esa manera. Se cultiva tal vez con más cuidado que la palma de coco. El hijo del desierto no puede imaginar la vida sin palmeras ni oasis. El dátil no es sólo una sabrosa golosina sino un alimento de primera. Su valor nutritivo debe ser extraordinario, pues los nómadas suelen vivir semanas enteras casi exclusivamente de dátiles. Cuéntase, como una exageración, que con un dátil un targui puede vivir tres días: en el primero se come el pellejo, en el segundo la carne y en el tercero el hueso. Éste sirve para hacer harina con la que se confeccionan variados platillos. Machacado, sirve de alimento para asnos y camellos. De la palmera se utiliza
351
ÁFRICA - 1959
Alrededor del agua y las palmeras del oasis se efectúa la vida de sus habitantes.
todo: con su madera, aunque es blanda, se hacen techos y leña; con las fibras se tejen esteras, se hacen cuerdas muy resistentes, se trenzan toldos contra el sol y se construyen defensas contra las invasiones de arena; de la pulpa se obtiene una pomada para el cabello y otra medicinal para curar las mataduras de los lomos de los asnos y los camellos. Mahoma recomendaba se comiesen dátiles como una medida higiénica. Hay oasis que tienen hasta 800 mil palmeras. Una hectárea puede contener 120 palmeras. Una palma da 20 kilos de dátiles como promedio, pero hay palmeras bien cultivadas que producen hasta 50 kilos al año. Asómbrese el lector: hay más de 200 variedades de palmas datileras y se distinguen unas 20 calidades de dátil, aunque sólo se seleccionan unas 5 para su exportación. Una palmera empieza a dar fruto a los seis años y comienza a envejecer a los 60. Tan sólo en Argelia existen unos seis millones de palmeras datileras que producen 100 mil toneladas de fruto, del cual consume el propio país el 90% y sólo exporta el resto.
los que las caravanas de camellos se detienen a pasar la noche en sus largas travesías comerciales y no son tan abundantes ni tan pequeños como pueda suponerlo quien no conoce el Sahara. Un oasis significa un pueblo en el desierto, con agua y muchas palmeras datileras. Los hay tan grandes y hermosos como El Golea, al que por su abundancia de jardines y fuentes se le llama: “La ciudad de las rosas”. Tiene una faja de datileras de más de 10 kilómetros por 3 de ancho. Uargla, Cadames, Tamanrasset y muchas más de gran importancia entre las que se encuentra Yanet —palabra árabe que significa jardín—, son poblaciones de más de 2 000 almas que se alimentan del producto de miles de palmeras y de los frutos de sus huertos regados con el agua de numerosas fuentes naturales y pozos artesianos. Los pozos se construyen en los ued, lechos fluviales, pero, además, Yanet está enclavada en un valle al que da forma la cordillera de montañas del Tassili. Al pie de un farallón de estas montañas brotan numerosos manantiales, como el que señalé en mi campamento de Aboudeia, donde recibí la visita nocturna de un leopardo. Donde hay agua hay riqueza, reza un proverbio ranchero. Una de las riquezas del Sahara son sus oasis. El edén de los hijos del desierto. Hace apenas 40 años sólo se podía llegar a esos lugares después de una travesía de semanas sobre el lomo de un camello; hoy, el viajero es
Los oasis Los oasis no son simplemente una noria o pozo rodeado de unas cuantas palmeras en medio del desierto, en
352
ÁFRICA - 1959 transportado desde Europa en unas cuantas horas de vuelo. Pero, para disfrutar, gozar, apreciar y saborear la ricura de un oasis, lo ideal es llegar a uno de ellos después de tres días de camello cruzando las áridas dunas . Las aguas que dan vida al Sahara proceden de las lluvias que caen en la extensa meseta del Tademait; de las aguas de las montañas del Hoggar y del Tibesti, y el agua del Atlas, del Lago Chad y del río Níger filtrándose bajo las dunas, se abren paso en el desierto dando vida a los oasis. Muchos de los caudalosos ríos no llegan a desembocar en el mar, inundan vastas regiones a las que, después, ya secas, se les da el nombre de ued: lecho fluvial en donde el nivel de las aguas subálveas están a unos cuantos centímetros de la superficie del suelo. La precipitación anual de las lIuvias apenas llega a una pulgada. Pero los oasis son escasos. Bien puede uno caminar kilómetros en línea recta por el desierto sin encontrar uno solo. La flora del desierto es pobre y escasa, lejos de los oasis: aquí y allá se ve un manchoncito de pasto raquítico y seco que se llama drinn, y esparcidos de vez en cuando matojos de fagonia-parviflora —ésta es una mata parecida a la del garbanzo—única que vi de apariencia fresca y verde. Las referidas, y unas cuantas plantas más son las que componen la flora en que habitan el addax y el órix cimitarra, objetivo principal de mi safari en el desierto, antílopes que, prácticamente, nunca toman agua. Este desierto, así como el de Gobi de Asia, a diferencia de los desiertos de América, no tienen cactos.
Targuis, con su típica vestimenta, realizan en su poblado la venta de un camello.
El habitante del desierto El targui Son muchas las tribus que habitan el desierto, tales como los hotentotes, los negros, los cafres o bantúes, de tez más clara que la del negro, así o diversas tribus árabes: los m’zabitas y otras. Pero la más representativa de todas es la tamaschek ,más conocida por su nombre árabe de tuareg. Al hombre se le llama targui y a la mujer targuia. La vida de esta tribu empieza, se desarrolla y acaba en las arenas del desierto. Arabia se llama así por sus típicas tribus nómadas del desierto. Árabe, en la lengua arábiga, significa ambas cosas: desierto y habitante del desierto. La tribu tuareg es de origen bereber, berberisco. Son los antiguos egipcios; algunos pasan de 1.90 m de altura; sus rostros, cuando el individuo es de raza pura, son de tez muy clara, rostro delgado y largo, rasgos regulares, ojos grandes, piernas y brazos largos y delgados, frente alta y anchos hombros nervudos
y secos. Seguramente descendientes de los númidas, pueblos pastores de la antigüedad, nómadas que habitaban la costa norafricana, y que se mezclaron con inmigrantes venidos de tierras septentrionales. Númida fue destruida por los vándalos y más tarde cayó bajo el dominio de los árabes. Los sucesores de aquel pueblo son los bereberes actuales, los cabileños y los tuareg. Por consiguiente, los tuareg, como bereberes, pertenecen a las razas blancas del desierto; sin embargo, no lo parecen, debido a que sus litham —velos— y las telas de sus vestidos no les gustan si no se decoloran y, como no se bañan, al desteñirse las telas toda su piel presenta una tonalidad violeta. Además, la falta de baño, el sol y el viento contribuyen a oscurecer su piel. Son los únicos hombres en el mundo que se cubren el rostro desde que cumplen los 13 años. Las diarias abluciones que prescribe el Corán las practica simbólicamente
353
ÁFRICA - 1959
Mientras el “targui” se encuentra ausente, su mujer cuida de los bienes familiares. con un puñado de arena. A propósito de esto contaré una extraña y curiosa costumbre de la tribu hotentote: cuando una pareja contrae matrimonio lo acompaña de ceremonias religiosas cuyo detalle más original es un aromático riego que con sus personales orines les da a los novios el sacerdote. En el desierto es indispensable llevar protegida la cara con alguna tela. El aire seco y abrasador, los frecuentes ventarrones, las granizadas dé arena que a veces duran, sin interrupción, hasta 15 días; son tormento para la piel. Es cosa corriente que sin protección alguna se peguen los labios, se resequen las mucosas nasales y se irriten los ojos. Por ello, el litham es, más que una costumbre; algo indispensable para el targui que se pasa la mitad del año caminando por las rutas de las caravanas camelleras entre el Hoggar, el Sudán, el Tidikelt, Tamanrasset, etc., comerciando con sal y oUos productos. Yo usaba mi mexicanísimo paliacate colorado para cubrirme boca y nariz. Mientras el targui viaja, su mujer, la targuía, no lleva
una vida sedentaria e inútil: se queda en su tienda cuidando el ganado cabrío y llevando a cabo otros quehaceres. Como en la época feudal, todavía existen nobles y plebeyos, príncipes que exigen y cobran tributo a sus vasallos. En otras tiempos esta imposición tenía su razón de ser, pues los nobles mantenían la seguridad de las caravanas durante sus largas travesías en las pistas del desierto (caminos imperceptibles), y en tiempo de guerra ejercían el caudillaje. A su vez, el vasallo, el plebeyo, tenía esclavos negros que, en otro tiempo, eran llevados de diversas partes de África. La principal actividad del targui, además de cuidar su ganado cabrío, es el comercio de la sal y su explotación en los yacimientos. La sal se extrae de las minas en bloques, a golpe de pico. Su mejor cliente es el Sudán, adonde la llevan a lomo de camello. De Bilma, muy al norte del lago Chad, cada año, en unos cuantos días, parten mas de 10 mil camellos con su cargamento de sal, que permutarán
354
ÁFRICA - 1959 por mijo, azúcar, té, arroz y otros granos, dátil, harina de dátil y telas. El alimento básico del targui es una mezcla de mijo y arroz, o lo que llaman millet: una mezcla de queso reseco de cabra con mijo y agua. Como se comprenderá, el camello es el transporte número uno del targui y, además, le saca otros provechos; de su piel manufacturan magníficas sandalias, tiendas y odres en los cuales guardan la leche y el agua; de su pelo hacen mantas, abrigos y cordeles; su carne es comestible, el estiércol sirve de combustible y la leche de la camella es un alimento de primer orden. Hay un proverbio que ensalza las cualidades del camello y las virtudes de la palma datilera que dice así: Cuando Alá formó a Adán de un puñado de tierra y le infundió la vida, se le cayeron al suelo dos pedacitos de barro sobrantes. De uno de elfos nació el camello, del otro la palmera datilera. Por eso el camello y la palmera son los hermanos del hombre. Un camello puede cargar 150 kilos y caminar 500 kilómetros en una semana, puede, de un sorbo, beberse 80 litros de agua y durar 8 días sin volver a beber. Por eso en gran parte del Sahara se le considera insustituible. Esa es, a grandes rasgos, la vida del tuareg, ese ex bandolero, genuino nómada del desierto, que hasta hace unos 50 ó 60 años fue el terror de las caravanas. Mucho se ha novelado en el cine y la literatura acerca de ese hijo del desierto, haciéndolo aparecer como el terrible bandido que se presentaba y desaparecía en las dunas cual un fantasma. Los tuaregs sólo vivían de emboscadas, rapiña y de los tributos que debían pagarles los ricos traficantes si querían cruzar el desierto sin peligro. Esos tiempos ya pasaron; hoy sólo existen los famosos fuertes, de gruesos muros de adobe rojo, avanzadas de la famosa Legión Extranjera en el desierto, teatro de heroicas hazañas guerreras contra los bandidos tuareg y aún existen guarniciones, pero sus funciones son de carácter administrativo. El arte de viajar consiste más que en ver, en vivir, en sentir. El desierto, por ejemplo, presenta en contraste, lugares muy hermosos, verdes y frescos; pedregosos, desolados, resecos; piedras y rocas donde el viento, la arena y el agua han formado gargantas, laberintos de figuras y formas sumamente caprichosas, atracción y admiración del viajero. Arenas rojizas e inmensas dunas que continuamente se transforman por la acción del viento. Tierra atormentada, torturada y desgarrada por el calor, el frío, el viento y la sequedad. Rocas y roja arena. En esa soledad infinita, sin horizonte, sólo se piensa y se sueña con el agua y las palmeras.
El camello es el imprescindible vehículo de transporte y proveedor de alimento y abrigo, para el habitante del desierto.
355
ÁFRICA - 1959 Camellos, arena, calor, frío, soledad y desolación. Cielo y arena. La vida a un paso de la muerte. Ese es, en resumen, el desierto del Sahara. Y ahora volvamos a la cacería. Todo estaba listo, incluso se había llenado de buena agua un gran depósito construido para ese fin en la carrocería del camión ... El precioso líquido debía durar hasta nuestro regreso a Abéchér, pues una vez en el desierto no encontraríamos agua. Sólo pedí se comprara un buen lote de gallinas que llevaríamos vivas en un guacal. Abandonamos el pueblo y pronto nos encontramos en pleno desierto, no tan árido ya que había bastante pasto, aunque amarillo y seco. Esa monotonía la rompía uno que otro huizache. Corríamos sobre lo que en el desierto llaman pistas, que no son otra cosa que las huellas que dejan en la arena las caravanas de camellos. Con las ventoleras, las pistas se borran con el consiguiente peligro de que el viajero se extravíe. Por la tarde ya no había puntos de referencia, sólo el horizonte donde se unen el cielo y las dunas. Vi los primeros animales que casi no beben agua: el avestruz, el dorca y la gacela damma, nombre muy apropiado para esta delicada gacela que, a distancia, se ve completamente blanca, pero la adorna un mechón café que corre desde su cabeza hasta medio lomo.
amoratadas e hinchadas espantosamente. El sol los mató. —¡Por Dios Santo! Mire, deme otra cerveza o acabo también con la lengua amoratada —le dije al sargento tragando saliva, cuando terminó su relato que me había secado la boca y enchinado el cuerpo. Esos dramas son cosa corriente en la vida del desierto. Recuérdese que hay lugares en los que en ciertas épocas del año el calor es tan intenso, tan sofocante, que un individuo puede morir en menos de 24 horas después de haber tomado el último trago de agua. La tragedia más grande que puede ocurrirle a un cazador es perderse en el desierto. Un hombre sin agua, en una calurosa mañana de verano, no experimentará al principio ninguna molestia, excepto la natural angustia; pero al cabo de una hora habrá sudado un cuarto de litro de agua salada y sentirá mucha sed y a media tarde, cuando su sistema orgánico de enfriamiento se esfuerza en contrarrestar el calor, su peso habrá bajado de 5 a 6 kilos, entonces se sentirá muy débil y al caer la noche, si el termómetro subió a 50 grados C., tal vez haya muerto; pero si la temperatura sólo llegó a los 40 grados a la sombra existen probabilidades de que viva un día más. Aun administrándole una ración diaria de 4 litros de agua, el sol lo matará en una semana. La deshidratación es tremenda, se suda un litro de agua por hora, aunque el sudor se evapora sin llegar a formar una gota. De las 12 a las 5 de la tarde el sol es tan calcinante, tan infernal, que siente uno asfixiarse y derretirse corno una vela. Con el oficial francés nos informamos de que desde enero ningún cazador había pasado antes que nosotros. Tomó nota de que en ocho días regresaríamos por ahí. Estábamos en pleno verano. El Fuerte Oum-Cha-Louba no es un oasis o una aldea, no; simplemente es un fuerte cuyo tesoro es un pozo de agua que da 200 litros del precioso líquido cada 24 horas. Por lo tanto, la guarnición y la gente que allí viven está limitada a 20 individuos, entre los que se distribuye equitativamente el agua. Nos despedimos del oficial y buscamos un lugar fuera del fuerte para pasar la noche. Muy temprano reanudamos nuestra marcha. Por el camino encontramos una caravana y luego otra. Cada una se componía de 40 camellos que transportaban diversas mercaderías al cuidado de 5 hombres, todos de la tribu goran, de origen árabe. Al acercarnos a ellos vi que ordeñaban una camella. Entonces supe que a más de ser algo así como un burro también era como una vaca. No me animé a probar la leche que me pareció espesa y amarillenta. El calor había aumentado; ahora el termómetro marcaba 50 grados C. a la sombra. Los días se me hacían larguí-
El legendario fuerte Oum-Cha-Louba Ya pardeando la tarde llegamos al Fuerte Oum-ChaLouba. Un fuerte típico construido en pleno desierto con gruesos muros de adobe y enjarre de barro rojo, como es el color de la arena en esa parte del desierto. Desde luego nos dirigimos al fuerte para visitar y reportarnos ante el sargento francés a cuyo cargo estaba la guarnición. Muy cortés nos invitó con una cerveza bien fría que me supo a gloria. El fuerte es un laberinto de pasillos y construcciones de gruesos muros. Toda persona o caravana que cruce el desierto por esas pistas debe reportarse con el comandante del fuerte, quien tomará nota del itinerario que piensa seguirse. Nos platicó del caso, reciente, de tres árabes que al perderse murieron de sed en el desierto. Sucedió que, en una de sus jornadas, después de pasar la noche en las afueras del fuerte, notaron por la mañana que les faltaban dos camellos —durante el descanso las caravanas acostumbran maniar a los camellos, doblándoles una mano hacia arriba y adentro, sujetas con un cordel, a fin de soltarlos para que no puedan alejarse mucho—, por lo cual los tres árabes salieron en su busca y acabaron por perderse. Dos días después salió del fuerte un piquete de soldados a localizarlos y los encontraron muertos, con las lenguas
356
ÁFRICA - 1959 simos esperando la frescura de la noche. Abandonamos las pistas de las caravanas y seguimos adelante, siempre rumbo al noroeste, en dirección de Libia. Ya sin brecha que marcara nuestro camino, de vez en cuando el camión se atascaba en los fesh-fesh —manchones de arenas sueltas, traidoras, que no ofrecen apoyo. Para salir de esos atascaderos llevábamos unas planchas de gruesa lámina corrugada de unos 50 centímetros de ancho por 3 m de largo. Parece que ese tipo de planchas fueron usadas en la guerra para improvisar pistas de aterrizaje. Ya cayendo la tarde llegamos a un lugar que no tenía nada de particular: cielo y arena, ni un arbolillo. Allí acampamos; nos habíamos alejado 400 km de Abéchér.
—Aquí es donde vamos a buscar el órix blanco —me dijo Miche. —Está bien —fue toda mi respuesta. Me sentía tan agobiado por el calor y tan molido que sólo pensaba en una buena cena, dos vasos de vino tinto y mi cama. La cena no fue lo que esperaba. ¡Qué barbaridad! En tan corto tiempo transcurrido todas las verduras, excepto la col y las cebollas, se echaron a perder. Nos conformamos con pan, sardinas, cebollas y mucho vino. —Bueno, ¡qué!, ¿no voy a tener aquí mi tienda de campaña? —pregunté a Miche, con ganas de irme a descansar. —No, no es posible —me contestó—, En el desierto
El autor en el fuerte de Oum-Cha-Lauba, punto de partida de las caravanas que cruzan el desierto.
357
ÁFRICA - 1959
Poco tiempo después de salir del fuerte encontramos a las primeras caravanas. tendrás que pasártela sin tienda porque se la lleva el viento. ¡Mal rayo te parta, corso infeliz! Efectivamente, en la arena floja no se podían fijar las estacas para sostener la tienda. Pero lo que me parecía increíble era la de las verduras: un día bastó para que las zanahorias se pusieran como moco de guajolote. ¡Tan tremendo era el calor! La carne sólo duraba un día. Buena idea la de traer gallinas vivas. La tienda no me importó, y días después ni siquiera la hubiera aceptado. ¡Son tan deliciosas las noches al aire libre en el desierto.
carne para la cena. Regresamos al campamento con ganas de un buen baño y un sabroso vaso con vino combinado con agua y hielo. Hubo vino, pero no hubo baño. Miche me salió con la novedad de que no nos bañaríamos sino hasta nuestro regreso a Abéchér. Debíamos economizar el agua que llevábamos. La noticia me cayó como bomba, 10 días sin bañarme, con la arena metida hasta los ... huesos, con aquel calor y molido con tanto brinco. Molesto, además, porque en las tardes sentía cierta presión y dolor de cabeza. —Te cambio mi ración de vino por la tuya de agua —le propuse al corso, quien soltó una carcajada. —Bueno, mira —me dijo—, tal vez tengamos suerte y no necesitemos toda el agua, así es que te daré un litro diario para tu aseo personal. —Pues haces bien, porque de lo contrario me baño con tu vino tinto. Nunca creí que sabría aprovechar tan bien un litro de tan precioso liquido, Sin embargo, cuando me aseaba, los 9 negros me miraban de soslayo, con cara de pocos amigos. ¡Desperdiciar en esa forma el agua habiendo tanta arenal En el desierto los baños son con arena; todo se limpia con arena, a excepción de la ropa.
La gacela Damma Primer trofeo cobrado Al día siguiente, muy temprano, ya estábamos en el jeep acompañados por dos negros, aunque en el desierto no hacen falta huelleros ya que a muy larga distancia se descubre un animal que ya no se perderá de vista porque no tiene dónde ocultarse. Tampoco es indispensable levantarse temprano, pues a cualquier hora se puede encontrar la pieza que se busca. Más bien lo hicimos para aprovechar la frescura de la mañana. El primer día no vimos ningún órix. Pasó toda la mañana sin advertir nada, pero por la tarde descubrimos las gacelas Damma: eran seis. Nos aproximamos, me llamó la atención que no se alarmaran. Me bajé del jeep y, rodilla en tierra, hice mi primer disparo a 150 metros. El animalito cayó y el resto del grupo, sorprendido por la detonación, no corrió. Posiblemente nunca habían oído hablar a un arma de fuego. Le apunté a otra y el tiro no fue tan efectivo como el primero. Corrieron las gacelas, pero la que habla herido cayó al hacerle un certero segundo disparo. ¡Qué bonitos animales, qué piel tan sedosa, delicada y fina! Ya teníamos
358
テ:RICA - 1959
Las gacelas de las especies Dorcas y Damma, se encuentran completamente adaptadas a la dura vida del desierto.
359
ÁFRICA - 1959
Mi primer trofeo fue este bonito ejemplar de gacela Damma.
El órix cimitarra
la manada. Quitarme la arena de los ojos me hacía perder tiempo para apuntar. Descubrí al mejor macho. Destacaba por su larga cornamenta curva, que en forma de sable llegaba hasta sus cuartos traseros. Miche frenó rápidamente y disparé cuando el grupo iba a 100 metros. Erré limpiamente el tiro sin poder hacer un segundo disparo porque el macho se mezcló con las hembras sin darme blanco. Otra vez a correr; otra vez la lata de la arena y otra vez erré el tiro. Eso se repitió dos veces más y, por fin, a mi quinto disparo cayó el órix, un bonito ejemplar macho con cuernos de 44 pulgadas. Esos antílopes pesan aproximadamente 140 kilos. Me sentía contento de contar con ese buen trofeo, y al mismo tiempo me mortificaba haber tenido que disparar cinco veces. Por la noche, en mi cama, contemplando el oscuro cielo tachonado de estrellas y en medio de un silencio absoluto, meditaba en la forma como había abatido al eland y al órix: ¿Sería yo tan malo para tirar rápidamente sobre animales en movimiento? ¿Qué tal lo harían los cazadores blancos? Entonces se me ocurrió que si veíamos
(Orix dammah) Volvimos a salir de madrugada y ese día sí tuvimos suerte. A las once descubrimos una manada de órix, sólo que éstos no fueron tan mansos como las gacelas. Cuando estábamos a dos mil metros nos vieron y empezaron a correr. Miche aceleró y a dar de tumbos. Sucede que, como en alta mar, también en el desierto se forman olas unas muy pequeñas, pero tan abundantes que no permiten desarrollar la velocidad del jeep, y otras tan altas que se elevan como cerros hasta 200 metros. Son las dunas del desierto. Cuando empezamos a correr comprendí que tendría que tirar en la misma forma a como lo hice con el eland. No me gustaba, pero no había más remedio. Esos antílopes no se dejarían arrimar a pie. Aprovechando algunos lugares planitos, sin olas, corrimos a mayor velocidad y logramos acercarnos a unos 50 metros, recibiendo en la cara la lluvia de arena que en su desenfrenada carrera levantaba
360
テ:RICA - 1959
Los テウrix emprendieron una desenfrenada carrera ...
Fue muy difテュcil cobrar este buen macho de テウrix cimitarra.
361
ÁFRICA - 1959 El addax
otra manad pediría a Miche que tirara él, so pretexto de que quería yo filmar algo de acción. Después de ese morboso pensamiento me dormí profundamente. Al otro día, a las 12, descubrimos un órix solitario. Ahí estaba la oportunidad que buscaba, pero más fácil porque era un solo animal, no habría lluvia de arena ni se confundiría el órix can otros. Le pedí a Miche que tirara mientras yo filmaba; aceptó gustoso. Entonces me asaltó otro pensamiento: si lo liquidaba al primer tiro, yo quedaría en ridículo, y él, por su parte, con qué arrogancia me diría: “Así se tira en el desierto”. Pero al menos algo aprendería. Repetimos el sistema del día anterior: aceleré el jeep, alcanzamos el órix y frené, Miche tiró y erró. ¡Siete veces repetimos la carrera y las siete veces erró el tiro! Por fin, el octavo disparo le voló el cuerno derecho al antílope. Ya no tenía objeto seguirlo. Filmé la acción y confieso que sentí una negra satisfacción. Al menos yo había matado mi órix al quinto tiro. De esa experiencia me vino otra idea que aplicaría en el próximo órix. Por la tarde cobré dos gacelas dorcas, que mucho parecido tienen con las gacelas de Thomson que había cazado en Tanzania. Al otro día volvimos a la tarea de buscar los órix y los encontramos por la tarde. Era un grupo de seis. Entonces expliqué a Miche mi plan para cazar al antílope. Le pedí que no frenara el jeep, que siguiera corriendo tras del animal mientras yo disparaba. —Pero hombre —argüía Miche—, si a nadie se le ha ocurrido tirar en esa forma. Piensa en los tremendos brincos que da el jeep, es peor que si tiraras montado sobre un camello a la carrera. —No importa, lo intentaré. Haz lo que te digo. En efecto, no era fácil, se brinca tanto que tal parece que se transita sobre surcos; pero la distancia de tiro se reduciría. Aceleramos tras la manada. Con la mano izquierda me aferré del jeep y con la derecha sujeté el rifle casi en el aire, con el seguro quitado, listo para disparar. Cuando estuvimos a unos 60 metros me acomodé apoyando como mejor pude los pies en compás abierto y empecé a encañonar al animal seleccionado, sin tratar de descansar el rifle en parte alguna. Miche seguía pisando el acelerador. La mira del rifle bailaba en torno al cuerpo del, órix, mientras la lluvia de arena me daba en toda la cara nublándome la vista. Disparé a la pasadita (valga la frase), esto es, cuando el grano del rifle pasaba por el cuerpo del animal. El órix cayó al primer tiro que, naturalmente, entró por el flanco derecho saliendo por el costillar izquierdo. Chiripa o no chiripa, el plan resultó.
(Addax nasomaculatus) Levantamos el campamento y tomamos rumbo al noroeste, internándonos más y más para buscar el addax, raro antílope del desierto que muy contados cazadores han cobrado. A mí me tocó en suerte ser el primer mexicano en cazarlo. Este es otro de los animales que casi nunca toman agua, por la sencilla razón de que no la hay en los terrenos en que habita; tampoco cae rocío en el drinn (pelillo, pasto reseco), ni en los muy escasos matojos o plantas como la fagonia- parviflora, que es uno de sus alimentos. Tal vez de esta planta extrae un poco de jugo y, ayudado por la maravillosa alquimia de su organismo, que, al igual que el camello, el gemsbuck y otros animales del desierto, produce el agua metabólica, líquido indispensable para sobrevivir. A pesar de su escaso alimento y tan hostil ambiente, el addax no es un animal flaco, desmedrado. Desgraciadamente, tanto este antílope como el órix cimitarra están destinados a la extinción. Conforme nuestro camión devoraba kilómetros, el terreno se tornaba más árido. Por más énfasis que se ponga en el relato es difícil hacer sentir al lector el infierno que hay que aguantar cuando se caza a una temperatura de 50 grados C., recibiendo de lleno los rayos de un sol vertical que lo derrite a uno. No basta leerlo, hay que vivirlo. Todo lo que era metal quemaba. Cuando salíamos, sobre cualquier parte del jeep se podría freír un huevo, y no es exageración. El rifle lo sujetaba con un pañuelo a guisa de guante y la otra mano la ponía entre las piernas. El aire de hornaza se suavizaba un poco protegiéndome la cara con mi paliacate rojo. Después de recorrer 100 kilómetros, ese día acampamos en un lugar cualquiera. Ya para entonces nos habíamos alejado de Abéchér 500 kilómetros en línea recta hacia Libia. Los famosos oasis brillaron por su ausencia. No vi uno solo en tan largo recorrido.
El agua metabólica Al maravilloso proceso químico del agua metabólica me referiré aquí brevemente: a fin de acumular la humedad indispensable para refrescarse y defecar, los animales — particularmente los del desierto y los que hibernan, como los osos— aprovechan admirablemente un líquido producido químicamente por el aparato digestivo al que se le llama agua metabólica. Pongamos como ejemplo al camelia, el animal más adaptado al medio para vivir con un mínimo de
362
テ:RICA - 1959
El addax. Fui el primer cazador mexicano en cobrar este raro antテュlope del Sahara.
Con el agua que toman en un oasis estos camellos, podrテ。n vivir mテ。s de una semana sin beber.
363
ÁFRICA - 1959
Los addax son cazados en el desierto persiguiéndolos desde el jeep. La única sombra protectora era la que nos proporcionaba el camión. Lo primero que hicimos fue arreglar el descompuesto refrigeradorcito de petróleo, el cual daba dos kilos de hielo al día. La hora del vino tinto con agua y hielo y la frescura de las noches eran mis únicos momentos placenteros, ratos que esperaba con verdaderas ansias. Como de costumbre, salimos por la mañana en el LandRover acompañados por dos negros, le quitamos el capacete al jeep debido al fuerte viento que hacía. Horas y horas pasamos recorriendo el desierto por uno y otro lado sin ver nada más que arena. Por primera vez usé un sombrero saracoff, muy práctico en el desierto para defenderse de la arena que azota la cara, y para la boca y la nariz seguía usando con buen éxito mi paliacate colorado. Hasta entonces comprendí lo útiles que son los litham que usan los tuareg, o los shesh (tocado de los árabes), especie de turbantes hechos con unos cuatro metros de tela. Ese día regresamos al campamento con las manos vacías. Al siguiente volvimos a la carga: seguimos en línea recta con dirección al Tibesti, siempre rumbo a Libia. Ya llevábamos
agua durante sus largas travesías por el desierto. En el Sahara, durante el verano, hay poca vegetación, generalmente seca, pero, el camello puede subsistir hasta una semana o más tiempo sin agua y hasta 10 días sin alimento alguno, gracias a la acumulación que de grasa ha almacenado en su giba en épocas de abundancia y a la humedad que conserva en sus tejidos musculares. La giba —joroba— puede contener hasta 20 kilos de grasa. El organismo digiere la grasa para reponer las energías perdidas y al diluirse la grasa suelta hidrógeno y cuando el camello respira el oxígeno que inhala éste se combina con el hidrógeno y produce el agua. De esta manera el camello viaja normalmente muchos días, inclusive con carga, aunque suda y orina poco y no jadea ni respira de prisa. Después de una severa jornada pierde hasta un 25% de su peso, de ahí que se le den tres meses de descanso para recuperar gradualmente la grasa de su giba y su peso normal. Cada kilo de grasa consumida produce poco más de un litro de agua. Llegamos al lugar de campamento por la tarde.
364
ÁFRICA - 1959
tres duras horas de calor, de vientos que abrasan, de aire caliente que se respira como si le inyectaran a uno en la nariz con un fuelle de herrería, de brincos y de una persistente ventolera de arena. Arena .. . arena roja. Miche paró el jeep. —Vamos a regresar —me dijo. —¿Por qué? Todavía es temprano y me parece que estamos en buen terreno para encontrarnos de un momento a otro con los addax. —Mira —insistió—, llevamos tres horas corriendo en una sola dirección y cada hora de jeep equivale a un día de caminar a pie en el desierto. Si algo irreparable le pasa al jeep, con tan poca agua y siendo nosotros únicamente cuatro, nunca llegaríamos al campamento. —Pero allá está el camión —repliqué—. Viendo que no regresamos, seguro que el chofer saldría a buscarnos siguiendo la rodada del jeep —insistía yo con el deseo de encontrar a los addax y acabar de una buena vez con esa cacería tan dura, peligrosa, dificultosa y llena de molestias. Miche me convenció: —Estos negros no saldrían a buscarnos. Tienen miedo de perderse, y, además, el chofer también está enfermo de malaria y disentería. —Siendo así la cosa, volvamos y, por vida tuya, desde mañana no te alejes del campamento a más de una hora de jeep. Bien podemos dar círculos sin ir tan lejos. Yo no quiero que un maldito día venga un pelotón de la guarnición del Fuerte Oum-Cha-Louba a buscarnos y encuentren mis restos, tal como a los tres árabes que se perdieron. Dimos media vuelta y regresamos; pero tuvimos la suerte de que a la media hora descubrimos un grupo de cuatro addax. ¡Resucité! ¡Grande fue mi entusiasmo! Los animales estaban lejos, en una depresión. Por el lado izquierdo se levantaba una alta duna muy propia para el acecho sin ser vistos. Le dije a Miche que por esa vez no tiraría desde el jeep, sino que haríamos un acecho a pie, como Dios manda. Nos fuimos hacia la parte trasera de la duna, per-
diendo de vista a los antílopes, y cuando creímos estar en el punto indicado para asomarnos, entonces subimos por la colina de arena. Grande fue mi sorpresa al no encontrar nada. El grupo de animales se había esfumado. Con los binoculares descubrimos que iban corriendo a dos kilómetros de distancia. No tenía remedio. Volvimos al jeep para seguirlos y cazarlos a la usanza del Sahara. Pronto los tuvimos a tiro y, sin parar el jeep, hice mi primer disparo, que, debido a los saltos que dábamos, resultó bajísimo y pegó en la arena, pero un segundo tiro hizo rodar al único macho que había en el grupo. Tomamos las fotografías de rigor, le quitamos la copina y partimos rumbo al campamento. Me sentía satisfecho, no por la forma de cazar, la creo antideportiva, aunque no hay otra, sino porque ya contaba con cuatro muy buenos y raros trofeos de caza: el eland de Derby, el órix cimitarra, la gacela damma y el addax, además de los dorcas.
Perdidos en el desierto Con un dulce palpitar del corazón pensaba en una doble ración del frío vino tinto, en el jaibol y en la frescura de la noche en el campamento. Sin embargo, pasaban las horas y no llegábamos. En el horizonte buscaba con avidez la silueta del camión amarillo ... ¡Nada! ... Al fin oscureció, llegó la noche. Miche no decía una palabra; su cara y la de los negros delataban angustia. ¡Estábamos perdidos! Al perseguir al grupo de antílopes nos habíamos desviado abandonando la rodada del jeep. Después, queriendo cortar camino, nos desviamos y nos perdimos. Pasamos momentos de una gran preocupación. No sabíamos qué tan lejos estaríamos del campamento y dos cosas graves podían pasar: se nos acababa la gasolina o alguna descompostura sufría el jeep. Nadie hablaba una palabra como suele ocurrir cuando a un grupo de hombres les invade un temor colectivo. Por mi parte, vinieron a mi mente los más negros y dramáticos pensamientos. Recor-
365
ÁFRICA - 1959 dé un hecho verídico que venía al caso y ocurrió en un safari africano: eran dos cazadores; uno de ellos se fue en determinada dirección con dos huelleros negros en busca de elefantes. Al principal huellero le llamaban Boy y al otro Nangora; ambos regresaron al campamento, pero no así el cazador Frank, quien había muerto de sed. El otro cazador, a quien llamaré Tom, interrogó a Boy: —”¿Dónde está tu patrón, el hombre blanco? —Está muerto —contestó Boy—, el sol lo mató. [Luego relató lo sucedido como sigue.] Después de dejar a usted. Mi patrón, Nangora y yo seguimos durante horas a un elefante herido; pero al fin perdimos la huella; de regreso al campamento se nos cruzó una jirafa que, desde luego mi patrón mató, ordenando a Nangora que nos siguiera después de cortar un buen trozo de carne. Mi patrón caminaba por delante; pero no seguía, según mi entender, la dirección correcta hacia el campamento. Aun cuando se lo hice notar, no quiso escucharme y sólo me contestó: Asi mola to hah ho. [No es asunto tuyo o qué te importa] Así es que lo seguí en silencio. Cuando empezó a oscurecer, mi patrón disparó su rifle dos veces [señal convenida para pedir auxilio un cazador perdido], pero al no oír nada en respuesta siguió caminando. Momentos después se oyeron unos gritos, contestamos y llegó Nangora con la carne y el agua. El también se había perdido, pero se orientó cuando oyó los disparos. Mi patrón tomó agua y me dio una poca. Entonces me ordenó que caminara por delante en dirección al campamento. Yo le contesté que después de zigzaguear toda la tarde tampoco sabía ya dónde estaba el campamento, y sugerí que mejor camináramos hacia el río con la frescura de la noche. No me hizo caso, miró su compás y caminó por delante. Más tarde volvió a disparar dos veces y me ordenó que incendiara el pasto, cosa que hice. Entonces me dijo que dormiríamos allí, aunque pronto cambió de idea. Nos levantamos y seguimos caminando. Anduvimos hasta muy noche, siempre en dirección muy incierta. Yo le dije que tomáramos por donde la luna se estaba ocultando y así encontraríamos la vereda que iba al río. Tampoco me hizo caso y resolvió que durmiéramos hasta el amanecer. Por la mañana ya no teníamos una gota de agua. Otra vez me ordenó lo guiara al campamento, pero yo le contesté que no sabía dónde quedaba, insistiendo en que nos fuéramos por donde yo creía estaba el río. Él solamente soltó una maldición, ordenando a Nangora tomara la delantera. Después de un rato dijo que íbamos mal y volvió a caminar por delante. Todo el día caminamos en dirección equivocada. Por la tarde mi patrón empezó a toser y a escupir grandes cantidades de sangre, caminando y descansando a ratos, hasta que oscureció. Entonces se tendió en el suelo y arrojó una gran cantidad de sangre. En esos momentos
me llamó y me dijo: Boy, me estoy muriendo; prende algo de pasto y ponlo junto a mí de manera que pueda ver para escribir. Después escribió sobre la culata de su rifle y sobre su cinturón y me ordenó: Toma este rifle, lIévaselo a Tom y dile que cuide de mis carretas y otras propiedades. Ya no volvió a hablar y poco después murió. Lo cubrimos con algunas ramas, y acto seguido Nangora y yo caminamos todo el resto de la noche llegando al río al amanecer.” En la culata del rifle escribió Frank estas tristes palabras: I can not go any farther; when I die peace with all [Ya no puedo seguir adelante, que la paz sea con vosotros cuando yo muera]. Lo escrito en el cinturón no se pudo descifrar. Observemos que un solo día sin agua bastó para que Frank perdiera la vida. De tremendos dramas como éste está llena la historia de los desiertos y las selvas. Esta historia comprueba también la superior resistencia física del negro. Seguíamos, pues, perdidos en el desierto ... pero en jeep y todavía con agua en las cantimploras. La única orientación posible eran las estrellas. Seguramente fue lo que hizo Miche, pero las estrellas no lo guían a uno en dirección exacta. En planicies como las del desierto una luz se ve fácilmente a 20 kilómetros. Nosotros no veíamos nada, aunque estábamos seguros de que a esa hora por lo menos una linterna y los faros del camión estarían prendidos para orientarnos. Finalmente, a las 9:30 de la noche, con gran alegría, descubrimos a lo lejos una luz que para nosotros fue como un faro en la tormenta. Hasta esos momentos volvió la tranquilidad al grupo. Prendí un cigarro, tomamos grandes tragos de agua y comenzamos a hablar. Media hora más tarde llegamos al campamento. Esa noche me tomé más de un litro de vino. —Lo dicho —indiqué a Miche—. Mañana no nos alejamos más de una hora del campamento.
Todos con disentería Al siguiente día no salimos temprano, había que revisar el jeep. Mientras tanto, me enteré de la mala situación que prevalecía en el campamento. Los pollos vivos se habían acabado; ya no había limones ni naranjas, ni una verdura, ni nada fresco; sólo quedaban sardinas, cebollas, avena, leche en polvo y el vino tinto ... bueno, también harina para hacer pan. Por si fuera poco lo mal que andábamos de vituallas —no pregunté por qué no comíamos la carne del addax—, yo era el único que se conservaba saludable. Miche y todos los negros sufrían disentería y malaria. Yo
366
ÁFRICA - 1959
estaba temerosísimo de caer enfermo. El campamento era una tristeza, nadie reía ni platicaba. El safari debía terminar. En tales condiciones ya sólo faltaba cazar un addax. Lo intentaría uno o dos días más y pondría fin al safari. Creo que no me enfermé debido al cuidado que le doy siempre a mi estómago durante los safaris: por la mañana un abundante plato de avena cocida, a la que agregaba azúcar y leche en polvo disuelta en agua; cápsulas de vitaminas con sales minerales para compensar los malos alimentos y seis tabletas de cloruro de sodio para evitar la deshidratación producida por el copioso sudor seco. Lo que más me abrumaba, atontaba y ponía de mal humor era el tremendo calor, sin una sombra durante todo el día, ni manera de descansar. Todo lo que tocaba ardía, quemaba. Lo peor era como a la una o dos de la tarde. A esa hora el termómetro llegaba a marcar hasta 50 grados C. a la sombra —la poca que daba el camión—. No lo ponía directamente al sol, porque seguramente estallaría, pues la graduación sólo llegaba a los 50 grados. Pues bien, a esa hora me sentía con ganas de bramar. No se suda porque el viento, demasiado seco y caliente, absorbe la humedad; porque las gotas desaparecen, se evaporan antes de poder formarse; porque no se empapa la ropa como en las costas o en los trópicos; no ... , en el desierto se quema, se asa uno en seco y sólo queda la sal sobre la piel. A esa hora también empieza el dolor de cabeza. Pena sentía hacia los pobres negros que ya sólo les quedaba para comer su maniac, un alimento muy popular entre los negros de África, que no es otra cosa que harina hecha del guacamote, fruto de raíz muy conocido en la Mesa Central de México. Cuecen la harina y forman una masa que, para ellos, es como para nosotros la tortilla de maíz. Ese día salimos a las 12 en busca de mi segundo addax. No lo encontramos. El día siguiente tuve mejor suerte, pues encontramos a un grupo de cinco machos, y aplicando mi sistema de tiro abatí uno sin mayor dificultad. Fue mi último trofeo importante de caza entre la fauna del
desierto del Sahara. Por la noche tomé un buen baño. Fue una noche muy oscura y en extremo silenciosa. El cielo tachonado de rutilantes estrellas parecía estar más bajo. ¡Que profundidad de pensamientos llegan a la mente en esas noches únicas! Horas de espiritual comunión en las que tenemos la sensación de que no estamos en la Tierra sino en el espacio, a la mitad de un viaje al infinito. Majestuosa soledad del desierto donde ninguna voz rompe el silencio, ninguna visión rasga las tinieblas del cielo nocturno ni se proyecta una sombra sobre las inconmensurables y ardientes arenas. Ya de regreso, con el estómago vacío, mis pensamientos se trasladaron a París ... ¡Qué desquitada me iba a dar para recuperar los kilos perdidos! Levantamos el campamento y emprendimos el regreso. En el camino cacé otra gacela damma que se atravesó en nuestro camino; más tarde, con un .22 que llevaba Miche, tuve la suerte de matar al vuelo una abutarda menor y por la noche nos la cenamos asada “al pastor”. Cuando llegamos a Abéchér, el Land Rover marcaba un recorrido de 5150 kilómetros desde que salimos de Bangui. En Abéchér sólo estuve dos días esperando el avión que debía llevarme a Fort Lammy. No me fastidié porque todo un día pasé observando algunas costumbres musulmanas con motivo de la visita que hacía al lugar el sultán de la región. Desde Bangui hasta Abéchér casi toda la población nativa o árabe es mahometana. La recepción al sultán fue algo pintoresco y novedoso para mí. En las afueras del pueblo, a campo abierto, se levantaron dos grandes tiendas tipo árabe, como las que usan los jeques en el desierto. En esas tiendas el sultán preside los respetos que el pueblo musulmán le presenta. Desde las 10 a.m. empezaron a llegar grandes contingentes: a pie, en camellos y en finos corceles ricamente enjaezados; después llegó un grupo de jinetes con vistosos uniformes rojos, todos montados en briosos corceles “prietos enteros” y más tarde la policía local vestida de gala para mantener el orden. Casi todos los concurrentes vestían el usual sarval —largo ca-
367
ÁFRICA - 1959
El observar la gran recepción ofrecida por la población árabe al sultán local, fue mi despedida de este safari. misón blanco con o sin mangas su burga, especie de manto que cubre todo el cuerpo y cara, excepto manos y pies. A las 11 a.m. se presentó el sultán y toda la gente se hincó, como si estuviera en una mezquita, siempre viendo hacia el oriente, hacia La Meca. Luego inclinó el cuerpo hasta tocar el suelo con la frente. Se oyó un fuerte murmullo general ... —¿Sabes lo que están diciendo? —pregunté a Miche. —No, pero aquí mi amigo sí debe saber —se refería a un amigo que nos acompañaba, e interpretó las siguientes frases: ¡En el nombre de Allah, el benefactor, el misericordioso! Luego se dejó oír una plegaria que ya había oído en otra ocasión: Allah Akbar! Allah Akbar! la lIIahah la il Allah,Mohammed Rassul Allah! [Grande es Dios, no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.] No esperé más. Me fui a recoger mi boleto de avión.
Ya en París se me esfumaron los días visitando galerías de arte y museos. Abordé el jet para Nueva York y, durante el vuelo, empecé a idear mi próxima cacería africana, cuyo objetivo principal sería cobrar el gran kudu. Resumen de caza 1 eland gigante de Derby 2 addax 2 órix cimitarra 3 gacelas Damma 2 gacelas Dorcas Animales cazados para la cazuela: gallinas de Guinea, corrigan, dorcas, oribi, duicker, avutardas, francolines y un joven kongoni. Recorrido en jeep: 5 150 kilómetros.
368
10 México 1959
Borrego del desierto (cimarrón)
ban a punto de acabar con tan importante y noble especie. Esa era la causa de mi fracaso en tres años.
(Ovis canadensis mexicana)
Caza del borrego cimarrón en Baja California
Tres años consecutivos había intentado cazar el bo-
rrego cimarrón de Sonora, sin más suerte que haber visto algunas hembras y algún macho joven después de recorrer un buen número de sierras. Ya era evidente la invasión de cazadores furtivos estadounidenses, quienes, burlando nuestras leyes, hacían vereda por Sonoita. La situación era aún más delicada por los cazadores furtivos de nuestro país, los que, abusando de la nula vigilancia oficial, esta-
Cambié de rumbo y, en 1959, otra vez acompañado por Tito Ordóñez, me fui a Baja California en busca de tan preciado animal. Era natural que tanto norteamericano cruzara nuestras fronteras en busca del cimarrón, pues en las sierras de Baja California fueron abatidos los mejores ejemplares, incluyendo el récord mundial, cobrado por un
369
MÉXICO - 1959
Cazador, guías e impedimenta, encumbramos la sierra en busca de borregos cimarrones. nativo del lugar, marcando un score de 205 1/8 puntos; el cuerno izquierdo midió 43 6/8 pulgadas de largo y la base 17” de circunferencia —así han caído otros récords mundiales, como el borrego de Marco Polo, también coleccionado. En resumen, para puntualizar la importancia que merece el cimarrón mexicano, basta señalar que los ocho primeros lugares en el libro de récords de América los ocupan ejemplares de Baja California y Sonora; el primero, segundo, cuarto, séptimo Y noveno cobrados en Baja California y el resto en Sonora. No fue sino hasta 1936 que el expedicionario F. Carrington Weems, de Nueva York, en viaje de investigación entró a Baja California y dio a conocer oficialmente a la famosa institución smithsoniana de Washington la existencia y características de nuestro borrego cimarrón, registrándolo como una subespecie del Ovis canadensis bajo el nombre de Ovis canadensis weemsi.
Esta vez, cumpliendo religiosamente con nuestras leyes de caza, obtuve el permiso correspondiente para cazar un borrego. Llegamos a La Paz, donde alquilé un jeep y tomamos la carretera que va al norte. En el kilómetro 257 torcimos a la derecha, pasamos los ranchos de La Bajada, Palo Blanco, Rancho Viejo y Santo Domingo. Hasta allí pudimos llegar en el jeep, seguimos cuatro kilómetros a pie y llegamos a San Jacinto, ranchito donde vive Pancho Martínez, a quien nos habían recomendado como muy servicial y conocedor de la Sierra de la Giganta, famosa por sus borregos salvajes. Localizamos a Pancho y no tardamos en ponernos de acuerdo. Él se encargaría de las bestias que nos llevarían a lo alto de la sierra hasta un lugar que se llama El Paraje de la Piedra donde acamparíamos. Los preparativos nos tomaron un día y, al siguiente, bien temprano, guiados por Pancho dos parientes suyos que viven en el Rancho de la
370
MÉXICO - 1959
Mi guía Pancho Martínez, intentó localizar un buen trofeo.
Higuera uno y en el Rancho del Palomar el otro, montados en nuestros machos emprendimos la marcha cuesta arriba. Pronto me di cuenta de que la vegetación de esa extensa región de serranías de Baja California es más socorrida por las aguas pluviales que las resecas tierras de Sonora, en las cuales el cazador está obligado a llevar en tambos, hasta el campamento, suficiente agua para bestias y hombres. La flora es variada aun en la época de secas; a excepción de los altos picachos, como el Cerro de la Giganta, todo el campo se cubre de verde; abunda el torote, rama parda, palo blanco, yuca, yerba jícama, garabatillo, quiote de maguey, nopal, chuchupate, uña de gato, ocotillo, vinorama, palo chino, ejotón, viznaga y una variedad de espinos y cactos. Siete horas duramos subiendo por un arroyo que nunca se seca. Sentí no llevar mi escopeta para disfrutar tirándole a las miles y miles de huilotas que pasaban cruzan-
do nuestro camino. Finalmente, después de ocho horas de encumbrar sobre nuestros machos, llegamos al paraje donde acampamos a la orilla de un arroyo de fresca y cristalina agua. Bonito lugar, una hondonada protegida de los vientos por la agreste sierra que la circunda. Estábamos ya en terreno de borregos y poco faltaba para llegar a la cumbre de la sierra; en adelante empezaríamos a pie la clásica búsqueda del borrego salvaje, encumbrando, siempre encumbrando las escarpadas cuchillas, y confiando en la fortaleza de nuestras piernas. En la primera hora de ascenso me di cuenta de que éste era más suave que en las sierras de Sonora, al menos por la parte que nos guiaba Pancho en la inmensa cordillera que comprende la Sierra de la Giganta. En una hora más llegamos a la cima, haciendo más fácil la caminata hasta llegar a un lugar, el más alto, por el que inesperadamente se asoma uno al Golfo de Cortés, maravilla panorámica. Desde la altura se domina todo: el golfo al frente
371
MÉXICO - 1959
. . .iSe dibujaba la estampa del buscado cimarrón! Se detuvo volteando la cabeza... y, a mi espalda, las mil cumbres de la sierra. Allá abajo, a la distancia, emergía del mar la isla Coronado, a la derecha; la del Carmen, a mis pies; al fondo de la escarpadura, Puerto Escondido, y, pegado al puertecito, una pista para avionetas. Nuestra ventana está en la cima de esa formidable, inaccesible escarpadura, casi vertical, de 1 500 metros sobre el cercano mar; es una barrera que, en cierta forma, protege a los borregos por ese frente. Al llegar a la cima, sudando, medio cansado y al asomarme repentinamente al mar, me sentí tan pasmado y embelesado con tanta belleza panorámica, tan diferente por uno y otro lado, que vino a mi memoria la impresión que debe de haber tenido Vasco Núñez de Balboa cuando después de abrumadores esfuerzos y contratiempos cruzó el Istmo de Panamá y descubrió el Océano Pacífico. Ya en la cumbre no era necesario caminar mucho, pues en la altura dominaba una amplísima extensión de sierra. Lo duro eran las dos horas para subir y las dos para bajar al campamento. La mayor parte del día me ocupé en escudriñar desde mi ventana natural las roquedades, cañones y cuchillas, Sólo vi hembras y machos jóvenes, pero lo importante es que había borregos. Se pasó el día y en forma
parecida se fue el segundo. El tercero, a buena hora ya estábamos en la cima. Cuando el viento frío de la noche comenzaba a subir lamiendo la montaña, Tito y yo empezamos a ver con los prismáticos los recovecos y salientes de la escarpadura. El lugar en que nos encontrábamos era un poco sinuoso, con bastante vegetación típica de la sierra, al frente la escarpadura y el golfo, a mi espalda, a 80 metros, barrancones, y a mi derecha una faja de 300 metros de terreno casi plano. Estando en la cima era lógico que buscáramos hacia abajo, pero cansado del uso de los prismáticos se me ocurrió volver la vista a mi derecha. ¡Ahí, a 300 metros, parado entre unos ocotillos y matojos, se dibujaba la estampa del, por cuatro años, buscado cimarrón! Abrí más los ojos, aspiré una bocanada de aire y un chorro extra de adrenalina debe haber corrido por mi cuerpo. A duras penas pude controlar la emoción que invadió mi sistema nervioso. El animal no nos había visto. Ningún movimiento brusco hice, estaba tirado pecho a tierra sobre las rocas. Con la mano toqué a Tito, quien estaba a mi izquierda, señalándole el borrego Tito, que es un señor cazador de cimarrones, se puso pálido de emoción y sin contenerse me dijo: ¡Qué borregazo Beni ... ándale ... suénale ... ! —No te muevas
372
MÉXICO - 1959
El autor con su primer borrego cimarrón del desierto.
373
MÉXICO - 1959
Ya con mi trofeo, contemplo desde lo alto de la Sierra de la Giganta el bello espectáculo del Mar de Cortés.
—le dije en voz baja—, voy a arrimarme. Revisé la carga de mi rifle y emprendí un corto acecho cubriéndome con la vegetación y las sinuosidades del terreno; naturalmente que por unos momentos perdí de vista a la presa, pero fue cosa fácil encontrarme a 70 metros cuando el borrego, con un trotecito lento, cruzaba a mi derecha. Hice un disparo al descubrir y el animal dio la estampida; por instantes se me perdía entre los espinos y la gobernadora. Pude hacer otro disparo sin saber si había dado en el blanco; siguió corriendo y, cuando ya estaba a 200 metros al borde de una pedregosa y profunda barranca, se detuvo volteando la cabeza, momento que aproveché para hacer mi tercer disparo, que lo desplomó. Mi primer tiro fue alto, erré limpiamente; el segundo resultó bajo y el tercero dio tras la
paletilla cuando el animal estaba cruzado en ángulo. En estos casos es muy frecuente que el cazador pegue alto en un tiro a corta distancia: la rapidez, debida a las circunstancias, nos hace tomar más mira de la indicada. La cornamenta del animal no fue un récord, pero fue mi primer cimarrón del desierto. Tito Ordóñez no tenía permiso para cazar y sólo tuvo la amable gentileza de acompañarme, de modo que, no teniendo más qué hacer, nos despedimos de la Sierra de la Giganta, pero no olvido las silenciosas tardes que pasé en la cumbre disfrutando de los indescriptibles crepúsculos, cuyos encendidos matices se reflejaban sobre el Golfo de Cortés.
374
11 Alaska 1960
Iniciaré el capítulo insertando la siguiente historia mito-
El mito: “Una india del norte de Estados Unidos fue capturada por un oso Kodiak, la convirtió en una osa y la casó con el hijo del oso jefe. Tuvo dos hijos que tenían el poder de transformarse en seres humanos en el momento que así lo deseara ... Finalmente, la madre osa, humana, fue rescatada por su hermano y devuelta a su tribu”. Mi hijo Benito me acompaña y debuta en Caza Mayor abatiendo al carnicero más grande del mundo. El área elegida para la cacería está en el “quinto infierno”. La trágica muerte de Ward. Que del pecho se escape el corazón, pero que no tiemble el pulso en el momento decisivo ... , el lance.
lógica del terrible oso Kodiak: Entre las tribus aborígenes de Alaska y en otros lugares de Norteamérica el terrible oso Kodiak es símbolo de autoridad, mando y poder de un jefe de tribu. En los mercados se encuentran figurillas decorativas de este oso, erecto, parado sobre sus patas traseras con los brazos abiertos, amenazadores, mostrando sus largos y agudos colmillos. A estas figurillas, así como a los grabados y dibujos, les han dado el nombre de “Teddy bear”, como recuerdo del recuerdo del poder y recio carácter del Presidente de Estados Unidos Teodoro —Teddy— Roosevelt.
375
ALASKA - 1960 De los más importantes representantes de la fauna de Alaska me faltaba el gigantesco y temido oso Kodiak, el carnívoro terrestre más grande del orbe, aunque también debe considerársele como herbívoro, pues gusta de los blueberries, salmónberries y otras diversas moras que abundan en las costas de Alaska. No hay oso con cabeza más grande tanto en lo largo como en lo ancho, que es la base para medir el score; su cráneo alcanza hasta 17 15/16 pulgadas de largo por 12 13/16 de ancho, que es el récord mundial. Su altura máxima, parado sobre sus patas traseras, alcanza 2.70 metros. Uno de los que abatimos midió, ya disecado, 2.35 metros parado y la planta de sus zarpas traseras 31 cm de largo. No era un récord, pues para lograrlo es indispensable contar con la buena suerte, mucha tenacidad y muchas cacerías. Lo que ocurre cuando se habla de récords es que existe entre algunos de los guías profesionales un convencional y, por lo tanto, falso sistema de medición, y de ahí tenemos los osos de más de 3 metros de altura. Honestamente, ningún oso mide más de 8 pies y 10 pulgadas en posición erecta. Cuando el guía le quita su rica piel a la bestia y todavía calientita la extiende y mide en presencia del cazador principiante, deliberadamente la estira y entonces mide 15 o más centímetros de lo correcto. Con el engaño halagan la vanidad y los anhelos del cazador, quien se imagina llevará a su hogar un señor trofeo de caza. Quizá el trofeo de caza mayor que el aficionado a este deporte tiene en mente es el gran oso Kodiak. Ese enorme e imponente plantígrado atrajo a Alaska a cazadores de todo el mundo y ha probado su buen temple cuando ha tenido que enfrentarse sorpresivamente a sus feroces ataques a corta distancia entre la alta maleza, peor aún si el oso ha sido herido o molestado. La hembra es temible cuando la acompañan sus crías. Si en tales circunstancias un cazador tiene la mala suerte de encontrarse accidentalmente entre la madre y los oseznos, aquélla atacará decidida e invariablemente. Es sorprendente que estos gigantes, que llegan a pesar 700 kilos, sean tan pequeños al nacer, ya que sólo pesan medio kilo y apenas miden 20 cm. Lo mismo ocurre con el oso polar. El Kodiak, tiene su hogar más famoso en la península de Alaska, extendiendo su hábitat por toda la costa hacia el sureste hasta Columbia Británica y de la península hasta las islas Aleutianas. Desde luego que también en la Isla Kodiak, famosa porque allí es donde se han cobrado los ejemplares más grandes, inclusive el récord mundial. La variedad de osos en Norteamérica se divide en nueve grupos con unas 30 especies y subespecies, pero generalmente se les conoce y divide en tres grupos: el brown o pardo, el negro y el grizzly. Este último, tal vez el más
feroz, tiene las subespecies más variadas. En cuanto al oso polar, ocupa un lugar aparte; es el Ursus Maritimus, que, como su nombre lo indica, es un oso semiacuático, un formidable nadador y clavadista, tanto, que con facilidad cruzaría el Canal de la Mancha o el Lago de Chapala, Jalisco. Su inmenso hábitat abarca todo el Ártico y subártico que rodean al Polo Norte. Desde el año anterior, a mi regreso de la doble cacería que abarcó la India y África Ecuatorial Francesa, hice planes para cazar al oso Kodiak y ese mismo año le escribí a mi ya conocido amigo Ward Carroll, que en mi cacería anterior me había dejado satisfecho con sus servicios como guía, piloto y contratista, para que registrara el consabido Booking a mi nombre y de mi hijo Benito para que en mayo de 1960 fuéramos a cazar un Kodiak cada uno. Como condición le pedí que por lo menos me garantizara ponerme a distancia de tiro de un ejemplar macho adulto; si lo dejaba ir herido o erraba el tiro cesaba la garantía. Él aceptó. La fecha se acercaba y todo parecía estar en orden cuando recibí una carta del guía Perkins, comunicándome la triste noticia de que Ward había muerto trágicamente durante una cacería del oso polar en el Ártico. La carta decía así: Anchorage, Alaska. March, 1, 1960. “Dear Mr. Albarrán: “I find myself groping for adecuate words at this time trying to convey to you what happened on February 19th when Ward was fatally injured while Polar Bear hunting out of Kotzebue. “I have talked with one pilot who was flying on the same scene and actually saw the accident; so we probably will never know what actually did happen to cause the accident. “This, of course, was a terrible shock to all of us who knew Ward personally and I know it was to you also. Mrs. Carroll and both children are doing very well at present time and if you knew Mrs. Carroll personally as I am sure you do, you can understand why she has be en able to stand up under this ordeal. “Being the remarkable person she is, you will understand why she wants to continue in the Guiding and Outfitting Business to a limited extent. I am going to asisst her in every possible way just as I have worked with Ward for the past seven years during which time I have met most of you people on your trips North”. Sincerely yours. Maynard G. Perkins.
376
ALASKA - 1960
El estar acompañadas de sus crías, hace a la hembra de oso Kodiak sumamente peligrosa. La caza del brown bear es una de las más costosas porque hay que buscarlo en el mes de mayo, cuando su pelaje está en mejores condiciones, más largo, sedoso y brillante y porque en ese mes no hay para cazar otro animal de importancia, a excepción del oso prieto, el cual no abunda. Yo no vi uno solo. Así es que la cacería se reduce a abatir un solo animal por cada montero. Pero valen la pena las molestias, el alto costo y el largo viaje. A Ward lo conocí en 1957 en Kotzebue, cuando hice mi primera cacería del oso polar. Desde entonces hablé con él respecto de mis planes para cazar en la península de
Alaska, ocupando sus servicios en 1958, los cuales me dejaron satisfecho. Por lo tanto, ya le había cobrado simpatía, considerándolo como buen amigo. La noticia de su trágica muerte me impresionó profundamente, más aún porque recordé que en 1953, cuando terminaba los arreglos con “Safariland”, contratistas de Nairobi, para llevar a efecto mi primer safari en África, ocurrió también una tragedia fatal. Ya estaba contratado como cazador blanco a mi servicio el capitán Mark Williams, pero recibí un cable informándome que había muerto trágicamente. Más tarde supe que se había suicidado en un hotel.
377
ALASKA - 1960 meridional, coronada por mil volcanes y surcada por glaciares milenarios que se extienden hasta 1 600 km dentro del Océano Pacífico. Islas Aleutianas significa Islas sin verano. Vaya nombre tan bien escogido. Islas desoladas y rocosas que se extienden hacia el suroeste y luego tuercen al oeste hasta no lejos de Kamchatka, Rusia. Islas que son la cuna de las tempestades del Pacífico del Norte; ahí los vientos son tan fuertes que se consideran como simples brisas si su velocidad no pasa de los 160 km por hora. Con frecuencia, entre tormenta y tormenta, la niebla cubre la región. Los aborígenes aleutas corresponden a una tribu asiática paleolítica que descendió por la costa de Alaska en época que se pierde en el tiempo y se estableció en las Islas Aleutas. Por el año de 1800 la población aproximada era de 25 000 habitantes, para 1960 sumaba 800 y actualmente los aborígenes puros de rasgos mongólicos no llegan a 100. Cuando a mediados del siglo pasado Alaska todavía era territorio de Rusia, los rusos, navieros traficantes de pieles de nutria de mar, mataron a la gran mayoría de los nativos aleutianos. El día 5 de mayo de 1960 partimos abordando nuestros aparatos en los que metimos todo el equipo volante que incluía comestibles enlatados. Nito se fue en un Piper piloteado por Ketchum y yo en el Apache de cuatro plazas piloteado por Wood. Cruzamos la ensenada de Kook y no tardamos en encontrarnos volando sobre los cañones que forman las altas montañas cubiertas de nieve. Los vuelos a baja altura, como buitres, siempre me ponen en tensión nerviosa. Media hora duramos volando para cruzar el imponente Clark Pass, un larguísimo cañón de pesadilla; luego, el gran Lago lIiamna —lago que llaman el hogar de los vientos— y a las dos horas de vuelo aterrizamos en la pequeña población de Dilligham, donde vi la primera empacadora de salmón, que tiene fama de ser el más exquisito del mundo. Allí pasamos la noche. En lIiamna me dediqué a observar los rasgos característicos de los nativos, encontrando ya muy mezclada la sangre de los aleutianos, particularmente con sangre rusa. Vi algunas mujeres de piel blanca, pelo castaño, de baja estatura, pómulos salientes y ojos marcadamente mongoles, como los de los esquimales, de origen mongol, que cruzaron el Estrecho de Behring desde hace 12 000 años. Dilligham está situada en las márgenes de la Bahía Bristol, a donde llegaban en el siglo XVIII las embarcaciones rusas en busca de las valiosas nutrias de mar. Hoy está prohibida la caza o pesca de este mamífero anfibio, so pena de una fuerte multa y cárcel. A la mañana siguiente abordamos nuestros aparatos para continuar el vuelo. Esta vez Nito y yo volamos juntos
Siguiendo a las valiosas nutrias de mar, Ilegaron los cazadores rusos en el siglo XVIII a las Islas Aleutianas. Muerto Ward, su esposa Effie me aseguró que ella seguiría adelante con el negocio y, por consiguiente, cumpliría con nuestro contrato, informándome que ya tenía contratados muy buenos guías-pilotos y avionetas. No sentí mucha confianza en la organización, pero me dio pena desanimar a la viuda, quien se fajaba las enaguas para luchar, y acepté sus servicios. En esta ocasión mi hijo Benito, a quien llamaré Nito, costumbre familiar, sería mi compañero de caza. El 1o. de mayo nos encontrábamos en el aeropuerto de la ciudad de México. Ahí estaban presentes, para despedirnos, Tito Ordóñez y su esposa, mi gran amigo el general Ignacio Richkarday (q.e.p.d.) y su esposa Clarita, mi esposa Anita y un grupo de amistades. Hicimos escalas en los Ángeles, en Seattle, y el día 3 aterrizamos en Anchorage. El 4 lo dedicamos a comprar todo lo que nos haría falta en el campo y por la noche nos reunimos con los pilotos y guías para que nos informaran sus planes de caza. Allí estaban nuestros ya conocidos guía Perkins, el piloto S. Wood y el guía piloto George Ketchum (instructor de la Escuela Civil de Aviación de Anchorage), magnífico piloto con manos de seda, capaz de aterrizar en la copa de un árbol. El área escogida estaba situada a 950 km al suroeste de Anchorage, entre Port Moller y Cold Bay; es decir, en las Islas Aleutianas. La tierra se eleva en la cadena alpina
378
ALASKA - 1960 en el Apache piloteado por Wood, y dos horas después aterrizamos en Port Moller, que no es precisamente un puerto, sino una ensenada, un centro pesquero que entrega su producto —el salmón— a una importante empacadora allí establecida. Hacía mucho viento y mucho frío y aunque la temperatura sólo era de 5 grados centígrados sobre cero, debido al viento y a lo nublado del cielo, sentíamos un frío tan intenso como si estuviéramos en el Ártico. En tierra tan hostil al hombre los salarios de los trabajadores de la empacadora eran muy elevados: un simple muchacho, no especializado, ganaba 3.70 dólar por hora de trabajo y gozaba, además, de buenos alimentos y cuarto gratis con aire acondicionado, todo pagado por la compañía empacadora, en contraste con los pescadores japoneses de salmón que en el mismo mar de Behring ganaban un dólar por día. La única diversión del hombre en dicho lugar era la lectura y el trabajo, que sólo duraba la temporada de pesca. En Port Moller se quedaría el avión Apache, pues ya no sería útil para los vuelos siguientes, en que nada más los pequeños Piper pueden aterrizar a la orilla de una playa
o en cualquier tramo de terreno de unos 70 metros más o menos planos. Haciendo varios viajes se trasportó nuestra ligera tienda volante; luego a Wood, a Perkins y a Nito, y por último a mí. En veinte minutos de vuelo llegamos a nuestro primer campamento. Aterrizamos en forma que me pareció increíble, sobre una playa corta, pedregosa y con una curva. El lugar se llama Heiden, en la costa, por el lado del mar de Behring. Yo creo que Ketchum bien podría ser un piloto cirquero. El campamento era una cabaña de madera que una vez al año, en tiempo de invierno, la ocupaba un trampero de zorras. En una área de más de 100 km a la redonda no vi una sola choza o habitante. Una total desolación. Había en la cabaña una vieja y oxidada estufa de gas y algunos muebles improvisados. De cualquier manera sería más cómoda que la tienda de campaña. Al oeste se extiende un valle de unos 10 km circundado por montañas cubiertas de nieve y raquíticos alerces y abedules, abundantes en las faldas y colinas. Mientras los compañeros arreglaban el campamento,
Benito frente a la difícil y peligrosa playa, donde increíblemente aterrizaron las avionetas para llegar a nuestro primer campamento.
379
ALASKA - 1960
Nuestro campamento para cazar el oso Kodiak se instaló en la destartalada cabaña de un trampero.
yo tomé mis binoculares 8 x 30 para estudiar y otear el terreno. En un cerro, el más cercano, que no llegaba a la categoría de montaña, descubrí un oso. —¡Perk ... , ven acá, trae el telescopio! ¡Un oso! —grité. Con el telescopio de 20 poderes lo vimos mejor. ¡Vaya ... qué suerte! ¡Pocos minutos después de aterrizar y ya había descubierto al primer Kodiak! El oso estaba a media falda del cerro, cerca de unos manchones de nieve. Se movía con lentitud buscando alimento. —Parece de buen tamaño —expresó Perk—. ¡Vamos por él! Tomamos nuestros rifles, nos pusimos impermeables —el día amenazaba lIuvia— y partimos. Perk y Wood también portaron sus rifles, pero les advertí que sólo los llevarían para su protección, que por ningún motivo, ni siquiera en caso de un animal herido, dispararían contra un oso de Nito o mío, pues no quería que se repitiera el caso de mi primer elefante en África. Los dos guías prometieron seguir
mis recomendaciones. Mientras caminábamos alegres y optimistas con nuestras altas botas de hule, pensaba que la caza del terrible soberano de la península no sería difícil. ¡Qué equivocado estaba yo! Una hora de caminar en pastizal no muy alto y ya estábamos en la falda del cerro en forma de cono. No veíamos a la bestia, pero estaba bien localizada. Luego, por el lado izquierdo del cerro, vimos un cañón de interminables y altas montañas. Después de 15 minutos ya no me pareció tan fácil la tarea. No obstante el frío, sudaba copiosamente y el terreno, que desde el campamento me pareció fácil hasta ahora se presentaba escabroso y duro. Salvo escasos claritos, el monte era cerrado; abedules de más de dos metros de alto formaban un tupido breñal entre alerces y grueso pasto. ¿Y el oso que había visto a medio monte cerca del límite de la vegetación? ¡Anda, vete oso! Por ningún lado lo descubrí, ni siquiera sus huellas: se había escurrido: Seguimos encumbrando hasta llegar a la
380
ALASKA - 1960 cima desde donde, con ayuda de los prismáticos, escudriñamos metro por metro dos profundos e imponentes desfiladeros. Todo fue inútil. Resolvimos regresar al campamento. Esto nos había de ocurrir. más de una vez: descubrir un oso, caminar dos o tres horas y llegar al lugar cuando ya el temible animal sabe Dios dónde y a qué distancia estaba. Es que el Kodiak, lo mismo que el oso polar, no huye por temor, sino que camina mucho, kilómetros y más kilómetros por montañas, cañones, valles y ríos, deteniéndose en cualquier lugar solamente para comer o dormir su siesta en un paraje de su agrado. El único enemigo de tan poderoso animal es el hombre. Ya en el campamento, un poco desalentado por nuestro duro “paseo”, me enteré, al calor de la ineludible fogata, que nuestro guía-piloto Ketchum había presenciado el accidente y trágica muerte de Ward en la fatal cacería en el Ártico. Creo que le interesará al lector, pues es uno de los tantos dramas que suelen suceder en el deporte de la cacería. Llamé a Ketchum para que me relatara detalladamente la tragedia. “La cosa ocurrió así —empezó Ketchum—. Como tú sabes, es costumbre en la caza polar volar en parejas de dos avionetas. Despegamos en Kotzebue, enfilando rumbo al norte. Ward piloteaba su Super-Cub, llevando su cazador, y yo mi Piper, también con mi cazador a bordo. Así volamos 150 millas sobre el congelado mar de Chuckchi buscando huellas de oso. Encontramos una y la seguimos. Yo volaba a baja altura para ver mejor y Ward, para descansar, volaba más alto. En marzo hay mucho mar abierto a lo largo del Estrecho de Behring y enormes bancos de hielo a la deriva. Encontramos al oso en uno de esos témpanos que medía unos 1,000 metros de largo por 300 de ancho, aproximadamente. Casi en medio se había formado un crestón de dos metros de alto que, como una barrera, dividía en dos el gran témpano de hielo. Otros es de menor altura, a uno y otro lado, difícil aterrizaje. Busqué el tramo plano más conveniente y aterricé, quedando mi cazador y yo a un lado del crestón grande y del otro el oso. Ward empezó a volar a baja altura, haciendo círculos de tal manera que «arreara» al oso a nuestro lado. Cuando inesperadamente ocurrió el accidente. “Todavía a la fecha no sabemos con exactitud qué fue lo que ocasionó la tragedia, pero supongo que cuando Ward pasó muy cerca del crestón, su cazador, emocionado, sin darse cuenta, pisó uno de los pedales que hacen funcionar el timón del Piper y éste se clavó estrellándose en el hielo. Esto creo, porque siendo Ward un magnífico piloto, de tan larga experiencia, no se concibe que cometiera un error de principiante, Tan es así que, aun muerto, lo encontré agarrando firmemente el bastón de mando de la avioneta en
el último y desesperado esfuerzo por evitar el accidente.” Tan pronto como se dio cuenta, Ketchum corrió, voló al lugar del accidente, olvidándose del oso, sólo para encontrarse con el doloroso espectáculo de dos cadáveres. Los dos hombres, piloto y cazador, habían muerto instantáneamente. Sólo se logró sacar del destrozado Piper el cadáver del cazador y lo metieron en un sleeping-bag. Pero no fue posible hacer lo mismo con el cuerpo de Ward, quien quedó prensado por el aparato. Las avionetas Piper son muy estrechas, apenas si hay lugar para el cazador, el piloto, los rifles, las bolsas de dormir, la gasolina de repuesto que se lleva en botes de 20 litros y las indispensables raquetas para caminar sobre la nieve, objetos de los que no debe prescindirse en la cacería polar por si uno se ve obligado a pasar la noche a la intemperie. Por eso no hubo lugar en la avioneta de Ketchum para llevar el cadáver del cazador muerto, así es que, como ya era tarde, optó por regresar con su cliente a Kotzebue y volver a la mañana siguiente con otros aviadores para rescatar los dos cadáveres. Varios aviadores, tanto de Kotzebue como de Point Hope, se prestaron voluntariamente a volar en sus avionetas al lugar del trágico accidente, pero la fatalidad se ensañó en esos dos infortunados, porque por más que buscaron en el área nunca encontraron ni cadáveres ni avioneta. Durante una semana cinco aparatos de la Fuerza Aérea, además de los voluntarios, estuvieron buscando inútilmente. El banco de hielo había desaparecido o se lo había tragado el mar. Otra versión de las causas del accidente es que Ward, después de dar varios círculos en su avioneta, intentó aterrizar por el lado donde estaba el oso, haciendo un incomprensible viraje en ángulo y que tal vez una ala de la avioneta tocó el alto crestón. Esa tragedia confirma mi aseveración de que en las cacerías de Alaska es más grande el peligro de los vuelos que el de enfrentarse y abatir a los osos polares o Kodiaks, pero con los pies firmes ya sea en la tierra o en la nieve.
Incidente que por poco acaba con nuestra cacería Ketchum porfiaba en hacer funcionar una vieja y oxidada estufa abandonada, aparentemente inservible. Nito y yo estábamos metidos en ropas menores dentro de nuestros sleeping-bag, muy calientitos, pensando en los Kodiaks, cuando oímos que Wood gritaba: -iFuego! iFuego! iSalgan inmediatamente! Eran las 9 p.m. Ver las llamas y salir corriendo fue todo uno; no alcancé más que a coger mi rifle. Afuera helaba, la temperatura
381
ALASKA - 1960 estaba bajo cero, con un frío que mordía. Al instante estábamos tiritando, nos castañeaban los dientes y nos temblaba todo el cuerpo; de un momento a otro esperábamos explotara el depósito de gas de la estufa y volara en llamas la pequeña choza con todos nuestros enseres. Nito y yo, mudos, nada podíamos hacer. iMaldita sea! Sólo había una cubeta con agua, que usábamos en los quehaceres culinarios. Ketchum salió corriendo para sacar el extinguidar de la avioneta que estaba a 60 metros. El fuego se apagó. i Bendito sea Dios! Pero si se hubiera incendiado la cabaña con toda nuestra ropa y equipo, tal vez no habríamos muerto de frío pero de menos hubiéramos pescado una pulmonía y hubiera terminado la caza antes de empezarla. Una vez pasado el susto, todos nos reímos y recomendamos a Ketchum olvidara su habilidad de mecánico y no tocara más la endemoniada estufa. Durante dos días no pudimos salir debido a la tenaz lluvia y fuertes vientos. El 8 de mayo no mejoró, pero fastidiados del encierro salimos a echar una ojeada, sin lograr ver nada.
camas con pasto seco y, una vez ordenado el campamento, Nito y Ketchum hicieron un vuelo de reconocimiento. Casi una hora después regresaron con la buena noticia de haber visto, al parecer, un Kodiak. Nos señalaron el lugar, que se ‘veía desde el campamento, al otro extremo de la bahía, en las estribaciones de las montañas, en una estrecha faja plana cubierta de un chaparral de mimbrerales. Calculamos que en dos horas a pie podríamos llegar al lugar. La marea estaba alta y no había manera de acercarnos un poco en la Piper. Nito estaba impaciente por iniciar el acecho a pie. Hicimos los preparativos correspondientes y emprendimos la caminata. Wood le serviría de guía a Nito, quien iba armado con mi rifle .375 H Y H, Y Perk iría conmigo. Yo llevaba mi rifle .30-06, también H y H, calibre inapropiado para abatir tan poderoso animal; pero había planeado darle a Nito la oportunidad de cazar el primer oso con mi mejor rifle. Caminamos a lo largo por toda la playa, el mar a la izquierda, a la derecha algunos trechos planos y, al fondo, la cadena de montañas. El viento helado era tajante, mi nariz no dejaba de gotear como si sufriera un muy molesto catarro crónico. ¿Consecuencia del incendio de la choza? Seguro. A las dos horas de caminar aprisa ya estábamos muy cerca del lugar en que el oso había sido localizado. Ketchum se había quedada en el campamento, así es que Nito sería el que señalaría el lugar. Sin embargo, el terreno estaba tan boscoso que no sería fácil ver al peludo como sucedió desde el aire. Nito tenía una idea de donde más o menos estaría el Kodiak, siempre y cuando no se hubiese movido y enseguida expliqué mi plan de acecho. Nito y Wood se irían por el lado de la montaña, ascendiendo un poco por la falda hasta aproximarse al arroyo. Perk y yo seguiríamos de frente por la playa hasta llegar por el otro lado del arroyo; luego ascenderíamos un poco por la montaña para irnos aproximando al arroyo. Pensé que si el oso nos sentía. trataría de encumbrar por uno de los dos lados del cañón que había a nuestra derecha, a unos quinientos metros, en cuyo fondo corría el arroyo y así sería relativamente fácil verlo a distancia de tiro y ejecutar el lance; lo haría el cazador a quien le tocara en suerte, ya fuese a Benito o a mí. Los osos, las cabras y los borregos salvajes casi siempre buscan su protección cuando son molestados, encumbrando los roquedales o montes por los lugares más inaccesibles. Siendo ésta la primera vez que Nito probaría las emociones de una cacería de altura, consideré conveniente darle algunos consejos: -Si lo vés, no hagas tu primer disparo a muy larga distancia; arrímate que, además de la sabrosa emoción del
Nito tumba su Kodiak En mayo 9 aclaró un poco y decidimos cambiar de campamento a un lugar llamado Port Herendeen. Es una caleta, casi bahía, pero no es puerto ni vive por ahí una sola alma. Estábamos más al oeste, del lado del mar de Behring, pegados a Cold Bay. Por el nombrecito el lector puede imaginarse la baja temperatura que prevalece en el lugar. Ketchum aterrizó milagrosamente en una playa pedregosa e inclinada como todas las playas, como puede apreciarse en una de las ilustraciones de este libro, por una parte, estaba limitada por la falda de una montaña cortada a tajo y, por la otra, por una extensa curva que terminaba contra un acantilado. Tal era nuestra pista de aterrizaje, sólo útil cuando la marea estaba baja. El campo de acción era muy semejante al que habíamos abandonado. Una planicie de altos pastos rodeada, la más amplia, por montañas con nieve y por un bra?o del mar de Behring. No usamos la tienda de campaña, pues a pocos metros de la playa, encontramos una reducida, vieja, destartalada y quejumbrosa cabaña, ocupada en algún invierno por tramperos de zorras. Dentro encontramos utensilios de madera que en el campo se usan para dar a las pieles una preparación rudimentaria de tenería antes de que se sequen. Como quiera nos las arreglamos improvisando nuestras
382
ALASKA - 1960
隆Vaya suerte la de mi hijo Nito!, el oso Kodiak que abati贸 fue un magnifico ejemplar
383
ALASKA - 1960 peligro, asegurarás dar en el blanco; apunta, si está cruzado, a lo que llamamos hombros; a la paletilla y al corazón si está de frente. No te precipites, apunta bien y suelta con calma tu primer tiro que es el que más cuenta; pero sigue disparando aunque lo veas rodar. No te confíes. -Bien, pap, no te preocupes. iY buena suerte por si te toca a ti verlo primero! Después le dije a Wood: -Dame media hora para llegar a ese acantilado y entonces empiezan a caminar ustedes. El plan se siguió al pie de la letra. Cuando ya me encontraba a 100 metros del arroyo no me había sido posible descubrir a Nito ni alosa. Nos detuvimos a escudriñar el terreno y minutos después vi a Nito, quien metido en la breña ascendía el monte dirigiéndose al arroyo. No descubrí a Wood. Luego, isorpresa!, vi que Nito encaraba su rifle apuntando monte arriba; oí la detonación y segundos después otro fogonazo, pero esa vez apuntando monte abajo. El segundo disparo me dio la seguridad de que Nito había abatido la pieza. El oso se había movido, no estaba donde suponíamos, en el denso mimbreral, sino en la falda de la montaña, en tupida maleza. Nunca vi al oso cuando Nito le disparaba. iEsos maldecidos mimbrerales y arbolillos de poca talla me lo habían impedido! Corriendo y saltando entre matojos y rocas acudí al lugar con la ansiedad natural de ver y medir las dimensiones del codiciado trofeo de caza mayor, único objetivo del safari. Eran las 4 p.m. del 9 de mayo de 1960. Nunca había visto a mi hijo Nito más feliz y risueño. Creo que en ese momento no se cambiaría por nadie en el mundo; ahí estaba junto a su magnífico ejemplar de Kodiak, primera bestia peligrosa que abatía. Lo había descubierto a unos 250 metros en las estribaciones de la montaña. Wood le sugirió que desde ahí tirara, pero él, Nito, siguió mis consejos, se arrimó con las precauciones debidas y su primer disparo lo hizo a unos 70 metros. El animal rodó monte abajo, levantándose al instante, pero Nito disparó su segundo plomazo y ya no hubo necesidad de un tercero. El plantígrado resultó ser un magnífico ejemplar con piel muy fina, limpia, de pelo sedoso, largo y con una -enorme cabezota, que, ya en el campamento, medido el cráneo limpio, conforme a las siguientes marcas y según el sistema del Boone and Crockett Club, fue de 16 12/16” Y 10 8/16”, con score total de 27 4/16”. iSuerte de muchacho! Su primer trofeo de caza mayor fue un formidable Kodiak que con el oso polar se disputa el primer lugar como el omnívoro más grande del mundo. En su bautizo de caza mayor, Nito lo hizo bien, no se atolondró y tiró con rapidez y puntería su segundo disparo. Tomamos las fotos de rigor, lo felicité con un abrazo de
alternativa y siguió la tarea de quitar la copina. Lo mandé disecar de cuerpo entero. Como dato interesante señalaré las medidas del récord mundial del oso Kodiak y del oso polar: Oso pardo o Kodiak. Récord mundial: 30 12/16”Cráneo 17 15/16”-12 13/16”. Oso polar. Récord mundial: 28 12/16”-Cráneo 17 13/16”-10 15/16”, Como notará el lector, la diferencia es de sólo 2 pulgadas y se debe a que siéndo el oso polar un gran nadador y buceador, tiene un cráneo aerodinámico, mucho más angosto comparado con el Kodiak de 2 pulgadas más de ancho. Cinco días transcurrieron para abatir al primer oso. Ahora me tocaba mi turno.
El Kodiak de Cold Bay Era el 10 de mayo de 1960, día de las madres, y sentí no tener la oportunidad de enviar un telegrama a mi esposa Anita. Pero en cambio le llevaría una bonita piel de oso para su recámara, si lo mataba. Mañana alegre, uno de esos pocos días en que el sol brilla en aquellas tristes y gélidas soledades del Ártico. Debíamos aprovecharlo. Subí a la avioneta con Ketchum, tomando rumbo a la isla Cold Bay. Durante varias horas estuvimos en el aire cruzando glaciares, altas montañas, lomas, planicies y ríos. Fija la mirada, como los pilotos de rescate que buscan en el mar a los supervivientes de un naufragio, escudriñábamos todos los recovecos del terreno. De vez en cuando una exclamación: -iAllá, George!... Allá a la derecha... i Un oso! George volaba en círculo a muy baja altura y luego simplemente contestaba: -Chico. Así vimos cuatro osos, pero ninguno lo suficienemente bueno para que ameritara el lance. Ya en la tarde, de regreso al campamento, un tanto desanimado y cansado de tantas horas de incómoda posición en la avioneta, descubrimos un oso adulto que seguramente buscaba salmones en un río no muy lejos de la playa. Nos pareció de buen tamaño. Buscamos en la playa un sitio para aterrizar, maniobra nada fácil, pero lo logramos dando tumbos la avioneta. Iniciamos en seguida el acecho. En 40 minutos de caminar muy aprisa cruzamos dos lomas pelonas, luego seguimos por colinas con vegetación y barrancos de poco fondo. Debíamos de estar cerca de la pieza; lo presentía: con alegre corazón regresaría con mi oso al campamento. No hubo suerte. Seguramente que con el ruido del motor, cuando volábamos sobre él, se perturbó y se alejó. Con mejor suerte hubiéramos aterrizado y
384
ALASKA - 1960
Benito observa en nuestro sal贸n de trofeos el tama帽o impresionante de su oso Kodiak.
385
ALASKA - 1960
El oso Kodiak es posiblemente el omnivoro más grande del mundo. le hubiera disparado a buena di’stancia desde la orilla del río. Seguimos buscando, pero se había esfumado. Volvimos a la avioneta, nos elevamos, buscamos y allá... en lo alto de un monte descubrimos al condenado peludo, todavía en movimiento, encumbrando. Imposible volver a la playa para acecharlo a pie, en terrenos tan difíciles de andar como son todos los de Alaska. Ya era tarde y no alcanzaríamos a ese oso en movimiento. No teníamos tiempo. Resolvimos regresar al campamento. iQué lástima!
Ciertamente esos gigantes tan perseguidos por el hombre son más escasos de lo que yo me imaginaba; la isla Kodiak es el lugar más famoso. Ahí han nacido los ejemplares más grandes, pero a la vez es el lugar más explotado; por eso escogimos una zona más lejana, dura, hostil y solitaria, donde ni las cucarachas suelen vivir y. sin embargo, en cuatro horas de vuelo. tiempo en que cubrimos una extensión de terreno en el que no bastaría un mes para recorrerlo a pie, sólo vi un solo Kodiak adulto. Los víveres empezaban a escasear.
386
ALASKA - 1960 Al día siguiente continuó la mala suerte: dos horas de vuelo sin ver nada. Ni un buitre, sólo mi catarro seguía tan fiel como un noble perro. iQué “mala pata” tengo en algunas cacerías! El 12 de mayo, después de siete días sin éxito para mí, amanecí con un fuerte doble catarro, peor y más molesto que un castigo chino. iNada más eso me faltaba! Aunque era de esperarse. Como continuamente estaba lloviendo o lloviznando y, ademas, por si fuera poco, teníamos fríos y cortantes vientos cruzados. unos del mar de Behring y otros por un costado del Océano Pacífico. El campo siempre mojado nos obligaba a usar las altas botas de hule y protegernos de la lluvia usando el impermeable. A causa de todo eso, por falta ,de transpiración y circulación del aire bajo nuestras ropas, a poco andar, a pesar del frío exterior, mi cuerpo sudaba, pero en cuanto nos deteníamos unos minutos a descansar sentía que rápidamente me enfriaba. Eso produjo el catarro. Cosas de las cacerías. Por la mañana me sentía muy quebrantado, dolorido, sin ánimo de salir. Le pedí a Ketchum saliera con Nito. Si tenía suerte y caía otro no importaba, yo tenía un permiso especial para cazar un Kodiak extra. Regresaron media flora después, comunicándome que habían visto un oso un poco lejos, que si quería yo intentar; pero me sentía mal, sin ganas de caminar, me dolían todos los huesos; ya no era una simple constipación. Resolví que se fueran a buscarlo Nito y Perk. El resto del grupo nos quedamos en el campamento. A las 2 p.m. me dijo Ketchum: -Si quiere iremos a dar una vuelta en la avioneta, rumbo a donde cayó el primer oso, a ver si encontramos algo. La invitación era tentadora. Pensé en mi resfriado, en lo molesto que me sentía. pero también en que cada día costaba 3000 pesos (de aquellos pesos) y ... ial diablo con catarros tan costosos! ¡un cazador aguanta esto y más! No regresaría al hogar sin mi Kodiak.
tancia y le hice notar que estaba muy lejos, porque de allí haríamos no menos de dos horas y media a pie para llegar a donde estaba el oso y tal vez para entonces ya no estaría en el lugar. Además, necesitaríamos otras dos horas y media para volver a la avioneta y ya era tarde. -Mejor busca un lugar más cerca. -Es que la marea todavía está alta; no puedo aterrizar en playa más cercana -eran las 3 p.m.-, replicó George Ketchum. -¿A qué hora baja la marea? -Dentro de una hora. -Pues entonces vamos ahora mismo a aterrizar donde tú quieras y esperaremos a que baje la marea. Será mejor. El plan propuesto fue aceptado y aterrizamos con dificultad cerca de donde habíamos acampado dos días antes. La avioneta dio dos tumbos que me pusieron los pelos de punta, pero George era un señor piloto y pudo controlar su Piper. Clavamos un palo en la playa marcando el oleaje y esperamos. Me sentía impaciente, los minutos me parecía siglos. A las 4 p.m. observamos la estaca clavada e la arena: el oleaje se había alejado y nosotros levantamos el vuelo. Hicimos un reconocimiento; ahí estaba mi oso, seguramente dormía y también su ángel guardián, en medio del varejonal, cerca de cañón. Aterrizamos en la playa a unos 500 metros del lugar. La dirección del viento era favorable, debía acercarme por donde Nito mató su oso. No tardamos en llegar a las estribaciones de la montaña, a poca altura, y tuvimos que ascender más para descubrir a la bestia. -Por ahí debe estar -decía George señalando un lugar. -A lo mejor ya se nos fue -le advertí. Llevaba mi rifle consentido .375 con miras abiertas en “V”, con el seguro quitado y el dedo en el llamador, listo para un encuentro inesperado, como me ocurrió con un oso grizzly en agosto de 1958. Pasaron diez minutos de tensión sin notar el menor movimiento. -Mira, George, se está haciendo tarde, mejor vete al otro lado del cañón, subes un poco la montaña y cruzas el arroyo. Si descubres al oso me haces seña y entonces me reuniré contigo. Mientras tanto, yo sigo a la expectativa por si acaso sale asustado, alarmado por el ruido que hagas al caminar por el breñal; su oído es muy fino y podría sentirte. ¿Sí? La señal convenida no se hizo esperar. Desde su nueva postura, al otro lado del cañón, George descubrió que el animal estaba echado, todavía durmiendo el muy ... Poco después me reuní a George, me indicó el lugar y vi, entre lo más denso del chaparral, un manchón oscuro, aunque no podía precisar la posición del animal; debía esperar. La
En situación muy comprometida liquido mi Kodiak Acepté de no muy buena gana, pero resuelto Nos elevamos en la avioneta que pocos minutos después cruzaba los picos de las montañas que dan al suroeste. Debíamos buscar por la costa, cerca de las playas, que eran el único lugar donde podríamos aterrizar. Llevábamos una hora de vuelo cuando descubrimos un oso en el mismo mimbreral en que Nito mató al suyo. La bestia no se movía, seguramente dormía su siesta en lo más tupido del boscoso mimbreral. Buscamos un lugar donde aterrizar y George señaló uno en un suave pastizal, más o menos plano, pero lej,os del oso. Calculé la dis-
387
ALASKA - 1960 distancia era de unos 150 metros. Aguardé con la vista fija en el lugar y tenso todo el cuerpo. Finalmente, se movió y pude verlo. iLo vi enorme! Dio lentamente unos pasos mientras yo lo encañonaba con mi rifle, pensando que no se me escapada, pero los pocos pasos que dio sólo sirvieron para cubrirlo quedando prácticamente invisible. iEsos condenados mimbrerales! Pasaron 15 minutos de intensa ansiedad sin quitar la vista del lugar. ¿Por qué diablos no me quedé en el campamento evitando este sufrimiento? Mi catarro seguía fiel y molesto, mis nasales eran copioso drenaje, mis ojos lloraban. Así transcurrían mis pensamientos. Se hacía tarde. -Asciende un poco más la montaña a ver si lo descubres -indiqué a George. Un frío tajante, con viento, empeoraba mi situación y, para colmo de males, arreció una menuda llovizna que calaba los huesos. El cielo estaba encapotado y yo encanijado. Cosa rara para un cazador de hueso colorado, pero esta vez me cansé de esperar. No aguanté más; me pareció ver que las puntas de unas mimbreras se movían y decidí hacer un disparo avénturado. Seguramente a la detonación saldría la bestia asustada, dándome oportunidad de verla, aunque tendría que disparar rápidamente al descubrir; un tiro rápido con buena dosis de suerte era el único riesgo que tomaría. Pero son tan listos, tan inteligentes algunos animales, que éste no se movió. Ya creía que se me había escurrido por alguna parte burlándose de mí y de pronto vi que un arbusto se movía y segundos después salía el oso disparado por el lado izquierdo. En menos de 5 segundos le disparé tres tiros y se perdió de vista. -iCreo que le pegaste! - me gritó George desde su sitio. Yo no estaba seguro, aunque ése es el tipo de tiro que siempre practico antes de salir a mis cacerías: disparos rápidos a diferentes distancias sin bajar el arma del hombro, la mira abierta, en “V” cuando se trata de terreno boscoso y cerrado. Usar telescopio en estos casos es perder rapidez en los tiros debido a la percusión del rifle que hace perder de vista al animal por un instante precioso. Me quedé viendo por el rumbo probable que tomaría el oso. Poco después vi que allá, a unos 400 metros, en lo plano, pegado al monte, se alejaba perdiéndose en otro breñal de sauces chaparros. George y yo bajamos corriendo hacia lo plano. Ya ni los huesos me dolían. -Lo voy a seguir -le dije un tanto agitado y emocionado. -Bien, pero mejor me voy a elevar en la avioneta y haciendo círculos te señalaré el lugar en que lo vea. El plan me pareció atinado y seguí solo. Pronto encon-
tré un rastro de sangre en las varas de los matorrales a una altura de menos de un metro del suelo. Un salto de alegría dio mi corazón al tiempo que analizaba mi situación: tenía que seguir y hacerle frente a un gigante herido en terreno boscoso y debía hacerlo pronto, pues no tardaría en oscurecer la tarde. Por el color de la sangre y por la altura en que la encontré deduje que el animal estaba bien pegado, prueba de ello era que no encumbraba el monte como generalmente lo haría un oso no herido, pero ... el peligro era evidente: un simple zarpazo de sus enormes garras sería suficiente para mandarme al otro mundo. Si tan sólo fuera más temprano, lo buscaría con más calma, seguiría su rastro esperando a que se desangrara; pero no había tiempo que perder, así es que seguí caminando con la inquietud y temor naturales en esos casos. Vi elevarse la avioneta y luego hacer círculos. iOtro vuelco de alegría diomi corazón! Ya no sentí el catarro, ni el cansancio, ni el miedo; sólo pensaba y deseaba encontrarme pronto con mi peludo. Con las precauciones debidas, cartucho cortado, quitado el seguro del rifle y cubriendo con mi mano derecha el guardamonte para evitar que una vara o rama diera contra el gatillo y el arma se disparara, caminaba pelando el ojo por todos lados. En terreno tan boscoso no podía ver a más de 15 metros. La avioneta volaba un poco alto debido a la proximidad de la montaña y los círculos que trazaba eran tan amplios que no podía yo localizar con precisión el lugar donde estaba el oso. Caminé un kilómetro con el alma en la boca hasta que la avioneta ya volaba sobre mi cabeza, entonces trepé por un montículo tupido de breña y arbustos para intentar ver mejor. Cuando George volaba sobre mi cabeza, con un brazo colgando, señaló un lugar. Me di cuenta que había dejado atrás al oso, que tal vez había pasado muy cerca de él. Desde el montículo escudriñé el terreno, pero nada descubrí; volví sobre mis pasos y finalmente, después de un buen rato, en lo más boscoso y a unos 30 metros, vi una mancha oscura. Instantáneamente encaré mi rifle y disparé al tiempo que la formidable bestia herida intentaba, al parecer, una carga. No le di tiempo: la bala dio en pleno blanco vital. Una vez más mi .375, rifle por el que tanta confianza’y cariño siento, no me falló y dejó inmóvil al bruto. Sin quitar del oso la mira de mi rifle esperé un momento, precaución que, en mi opinión, todo cazador debe tomar, pero mi Kodiak estaba bien muerto. Me sentí feliz. Con este plantígrado tan codiciado completaba la más importante y famosa pareja de osos: el oso polar y el oso pardo o Kodiak. -No tenemos tiempo de quitarle la copina -dijo George
388
ALASKA - 1960 cuando llegó a mi lado, felicitándome-; de lo contrario tendremos que pasar la noche en el campo; mejor volvemos mañana. En media hora más las nubes cubrirán la cima de las montañas y no podremos volar a ciegas. No había alternativa y acepté de mala gana. Menos mal que estaba en una zona donde, al menos en esos días del año no había lobos que acabaran con mi Kodiak. A la mañana siguiente George voló al lugar, desnudó al oso y llevó piel y cráneo al campamento. Fue un día de éxito y felicidad, aunque de los más sufridos que he vivido en mis numerosas cacerías internacionales: resfriado, quebrantado todo el cuerpo como si me hubieran dado una soberana paliza, lluvia, frío infernal, catarro, lágrimas de sal, angustia, tensión, temor,. ¿por qué no confesarlo?; temor del corto tiempo que me quedaba; temor,en fin, de perder mi Kodiak herido, que seguramente moriría ignorado en algún lugar del monte. Sólo mi profunda afición de cazador y mi personal decoro en estos lances me hicieron seguir adelante. Tal vez sea mala suerte, el caso es que algunos de mis grandes trofeos de caza, ya sean de Asia, África o América, me han costado muchos sudores, pero por esa misma causa me han dejado recuerdos inolvidables. Cada vez que visito nuestro salón familiar de trofeos de caza vuelvo a vivir y a gozar los felices momentos de los muchos años ya idos en los que tanto disfruté de mi más profundamente
querido y sentido deporte ... LA CAZA. George tenía razón, apenas llegamos a tiempo para cruzar los picos de las montañas que ya empezaban a cubrir las nubes. Cuando llegamos al campamento eran las siete de una tarde nublada, lluviosa y fría. Sin intentar establecer comparaciones con famosos exploradores y alpinistas, con corredores de autos, etc., en las grandes cacerías se requieren largos meses de preparativos generales -me estoy refiriendo a los safaris de hace 20 años; actualmente, el espíritu deportivo en el arte cinegético ha declinado muchísimo-, luego el largo viaje y, ya en el terreno de acción, estar en muy buenas condiciones físicas y dispuesto a sufrir las fatigosas caminatas, la sed, el frío, el calor, el hambre, los insectos y mil contratiempos, para que a fin de cuentas todos esos preparativos y esfuerzos culminen en unos pocos segundos de gran emoción, si se tiene suerte al enfrentarse a la bestia peligrosa, pero... iqué gloria son esos instantes tensos, supremos y llenos de satisfacción íntima cuando de un tiro bien puesto se ve caer a la pieza tan deseada! Porque en la montaña o en el corazón de !a selva o en el desierto no habrá quién nos aplauda o nos chifle si erramos el tiro. Dos días después abandonamos esas desoladas y lejanas tierras en donde nunca vi lobos o buitres.
389