Caza Mayor No.2 Benito Albarrán

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Ă?ndice

12 Ă frica

1960........................................................................

9

1961.........................................................................

61

1962.........................................................................

71

1963.........................................................................

116

13 Wyoming 14 India

15 Alaska 3


Índice

16 África

1964........................................................................

137

1965.........................................................................

164

1966.........................................................................

194

1966.........................................................................

198

17 África 18 E.U.

19 Mongolia 4


Índice

20 Mongolia

1968.........................................................................

240

1969.........................................................................

253

1971.........................................................................

262

1971.........................................................................

267

21 Canadá

22 México 23 África 5


Índice

24 África

1971.........................................................................

276

1972.........................................................................

294

1972.........................................................................

304

1973.........................................................................

341

25 África

26 Afganistán 27 Irán


Índice

28 África

1973.........................................................................

355

1975.........................................................................

371

1977.........................................................................

382

1977.........................................................................

393

29 Mongolia 30 Nepal

31 Canadá


Índice

32 U.R.S.S.

1979.........................................................................

395

1980.........................................................................

401

33 España 34

Consejos e información para el cazador principiante...........................................

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12 Africa 1960

En mi salón de trofeos era indispensable la pre­sencia

Un buen día se presentó en mi oficina un matrimonio estadounidense: eran los Hott, de Florida, E.U.A., quienes tenían algunas referencias de mí como cazador, y deseaban conocer mi sa­lón de trofeos. Hott era también cazador y en la plática salió a colación una cacería que había efec­tuado en Angola. Me dio la dirección de otro caza­dor que recientemente había ido a ese país, el señor Leader, de Nueva Orleáns, con quien de inmediato me puse en contacto. Obtuve amplios informes y fue así como contraté los servicios de la Macapi Whife Hunfers de Luanda, capital de Angola, cuyo gerente era el señor Mario Pirelli.

de un gran kudu, ese hermoso antílope de largos cuernos helicoidales que, con el sable real, forman una pareja muy codiciada de la fauna afri­cana. Desde mi segundo safari ya había cobrado un magnífico sable, pero siempre había tenido mala suerte con el kudu. Así es de ingrata la caza. Cua­tro años seguidos fui a Sonora y a Baja California para sólo lograr abatir un modesto borrego del de­sierto. Años más tarde, en las sierras de Sonora, me desquitaría con un doblete de borregos el primer día. Ya de regreso de mi safari en el desierto pensa­ba en qué región de Africa me sería más fácil en­contrar el kudu.

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La vieja Ă frica pronto seria un recuerdo. Guerreros masai efectuando una danza ritual donde se utiliza como instrumento musical cuerno de gran kudu.

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La expansión de la agricultura en África va poco a poco acabando con los terrenos de caza. El safari empezaría el 19 de agosto de 1960. Me acompañaría mi hijo Fernando, quien ya tenía la experiencia de una cacería en Africa, otra en el Ártico, donde cazamos el oso polar, y una más en la península de Alaska, y por lo tanto contaba con algo de experiencia en caza mayor. Angola tiene un área de 1 246700 k² con una reducida población de 4392 000 habitantes, que da una idea de lo despoblado de ese país. Así como África Ecuatorial Francesa —hoy Chad y República Central de África—, gran parte de su suelo está cubierto por gruesa capa de arena; pero también cuenta con extensas y exuberantes regiones boscosas, altas montañas, abundancia de ríos y hasta sus bonitas cataratas Ruacana. La parte en que tuvo lugar nuestro safari está en el extremo suroeste, ya casi colindando con Rhodesia del Norte —hoy Zambia— y Bechuanaland —hoy Bostwana—; es decir, en la zona más remota y deshabitada de Angola. Julio 23-1960: Fernando y yo partimos de Lisboa a bordo de un Constellation rumbo a Luanda, capital de Angola. Viaje largo de 6200 km con escala en Kano. Llegamos al día siguiente. En el aeropuerto de Luanda nos esperaba el señor Pirelli. Nos alojamos en el Hotel Continental, y después de un buen baño salimos a conocer la ciudad y comprar algunas cosas que nos hacían falta. Luanda es una ciudad limpia, moderna, con muy buenos comercios y con un autocinema. Su población era de 160 mil habitantes. Pero después de tan agradable situación vino la dramática rebelión en el Congo Belga por su independencia. En Luanda había en esos días más de 3 000 refugiados blancos que habían huido precipitadamente del

terror que azotaba a la ciudad de Leopbldville. En los portales, patios, terrazas o en cualquier parte se veían grandes grupos y familias enteras sin nada más que lo que traían puesto y el pánico todavía reflejado en sus semblantes. Sirviéndome de Pirelli como intérprete me enteré de escenas tan terribles, que las de la rebelión de los mau-mau que ensangrentó a Kenya palidecían ante el inconcebible barbarismo que las hordas de nativos congoleses estaban ejerciendo en contra de los habitantes de la raza blanca. La República Democrática del Congo es actualmente un país libre y completamente pacífico. Por lo que he podido observar en mis viajes al África en los últimos años, seguro que todas las colonias o protectorados muy pronto acabarán por independizarse siguiendo el ejemplo de otros pueblos, pero ojalá no sea en la forma tan sangrienta y bárbara como lo fue en el Congo, donde un millón de seres perdió la vida. Pienso con tristeza que África, ese paraíso de cazadores, en un tiempo no lejano dejará de serlo. Ya no es lo que era hace unos 15 años y ni por asomo se parece al África, casi virgen, que disfrutaron famosos cazadores de principios del siglo, como Bell, Selous, Akeley, Percival, Stathan, Pitman, y tantos otros, a quienes, por lo menos, debemos agradecer el legado de sus libros, en los que, sin exageraciones, narran sus fantásticas aventuras que las generaciones futuras no tendrán ya la posibilidad de disfrutar. Una nueva África va desplazando a la vieja África, al continente de los esclavos, del marfil, de los safaris y de los colonizadores. La fauna ha disminuido en un 75% y seguirá agotándose, de eso se encargarán los

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Listo para comenzar este nuevo safari africano.

furtivos. Hace cuatro décadas apacentaban en Rhodesia del Norte, en las márgenes del río Kafue, unos 250 mil lechwes rojizos, y hoy apenas habrá unos 30 mil. Lo mismo pasa con otros importantes especímenes. Y para qué mencionar a los elefantes, leones, rinocerontes y otras importantes especies. La población africana, cada vez más numerosa —344 millones en 1971—, va invadiendo a paso acelerado las áreas salvajes en las que habita la fauna. En 60 años no menos de la mitad de esas áreas han sido ocupadas y, en las otras, en no menos de un 75% ha disminuido la fauna debido, principalmente, a las matanzas que hace el nativo cazador furtivo que usa flechas, lanzas y gran variedad de trampas. La East African Wild Life Society está luchando por la preservación de muchas especies que pueblan la moderna Arca de Noé que es África. Pero ya es tiempo de volver a mi cacería. De Luanda salimos en un D.C.3 a Sa-Da-Bandeira. En el aeropuerto nos esperaba el capitán Tello, un portugués dueño del negocio. Lo acompañaba Hernani Espinha, un muchacho de unos 30 años que fungiría como nuestro cazador blanco. Nos dirigimos al hotel y luego fuimos a conocer el pueblo de 15 mil habitantes. Ese día lo ocupamos ultimando preparativos para salir al día siguiente en un jeep Toyota, en el cual recorreríamos

1 400 km hasta el campamento-base. Por demoras que nunca faltan, salimos del pueblo a las dos de la tarde. Allí quedaba el último contacto con la civilización. Pronto entramos a una mala brecha que se había de alargar hasta Dirico, a 1 300 km. Después de cuatro horas de brincos y polvo llegamos a VilaDa-Folgaras, una colonia agrícola que apenas hacía dos años había fundado el Gobierno en plena selva. Su organización me pareció interesante y digna como ejemplo de seguirse en México, donde hasta ahora, después de más de medio siglo, el problema agrario no ha sabido resolverse satisfactoriamente. El Gobierno seleccionó el terreno para establecer 2 000 colonos, construyó una presa con un canal de 38 km de largo para irrigar las tierras e instaló a los colonos llevados desde Portugal, dotándolos con 16 hectáreas de riego a cada uno para cultivar principalmente trigo, con más de 60 hectáreas de monte con maderas y pastos para la cría de ganado; asimismo, les construyó una cómoda casita de tabique a cada familia y les dio 6 cabezas de ganado y utensilios para labrar la tierra. Todo gratis, excepto la casa con valor de 15 mil escudos, que deben pagar en 20 años. Si trabaja bien la tierra, después de 20 años el colono o su familia serán dueños absolutos de todo; pero si no trabaja lo echan fuera, perdiéndolo todo.

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ÁFRICA - 1960 Hay agrónomos pagados por el Gobierno para instruir al colono en el cultivo de la tierra. Es condición que él y su familia sean quienes trabajen la tierra, estando prohibido estrictamente el empleo de peones asalariados. Ahí sí la tierra es para quien la trabaja. En nuestro Toyota salimos de Folgaras seguidos de un jeep Land Rover que cargaba con buena parte de nuestro equipo y vituallas. La brecha era malísima, dura y arenosa. Después de 150 km avistamos el gran río Cubanjo, por cuya margen seguiríamos hasta Dirico. Ya pardeando la tarde llegamos a Caiundo, una aldehuela de un solo comercio, cuyo dueño nos dio asilo en un cuarto. El Land Rover llegó hasta las diez de la noche con la malísima noticia de que se le rompió el chasis al caer en un profundo pozo del camino, quedando inservible. El incidente nos preocupó mucho, pues nuestro sistema de transporte se reducía a un solo jeep.

Mal se presentaba la situación cuando apenas íbamos a medio camino.

Cae la primera pieza A la mañana siguiente Hernani trataba de componer el jeep y Fer y yo, guiados por un individuo del lugar, salimos a dar una corta campeada. Poca cosa vimos, pero cuando regresábamos descubrimos con los binoculares un waterburck de no malos bigotes. Fer preparó su .30-06 e iniciamos el acecho hasta colocarnos casi a 200 metros Un buen tiro a pie firme dobló al antílope, cobrando de esta manera la primera pieza. El Land Rover no tuvo compostura y seguimos adelante con sólo el Toyota. Debíamos partir antes del amanecer, pues la jornada sería larga. A las dos de la madrugada nos pusimos en marcha. Como hacía mucho

Fernando disparó al waterbuck a 200 metros ...

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El autor al iniciar el safari en Angola. ツ。Quテゥ tiempos aquellos!

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frío nos envolvimos en gruesas cobijas y nos calamos los guantes. No habíamos caminado 15 km cuando en la brecha alcancé a ver un animal que caminaba alejándose de nosotros. La débil luz de los fanales no me dejaba distinguir qué clase de animal era; primero creí que era una hiena, bestia que no me interesaba, pero al mismo tiempo me di cuenta de que . . . —¡Un leopardo! ¡Y bien grande! ¡Mi rifle, cualquiera que sea! —le grité a Fer mientras me deshacía del engorro de la cobija. Por lo inesperado del caso y mientras Fer sacaba el rifle de la funda pasó mucho tiempo, el suficiente para que el bicho, saliéndose de la brecha, se perdiera en la maleza. Lo seguimos con la luz de los fanales, nos bajamos del jeep y nos metimos imprudentemente al monte alumbrándonos con una lámpara de baterías. Inútil, no lo volvimos a ver. —¡Qué lástima! ¡Qué oportunidad! —comentaba con Fer—, pero es augurio de que tendremos un buen safari. Ayer tumbaste un waterbuck y hoy vimos una onza —así se le llama al leopardo en portugués—. Nos subimos al jeep, pero esta vez puse el rifle entre mis piernas por si acaso se cruzaba otro animal. El frío era muy intenso. Ya por la mañana, cuando calentó el sol, nos sentimos alegres y, como a las diez, nos detuvimos un momento para cazar unas huilotas y almorzar. En ninguna parte, en toda mi vida, había visto tan inmensa cantidad de estas exquisitas aves. Millones y millones en un tramo de unos 100 km. También había perdices en cantidad. Me hicieron recordar los millones de flamencos del lago Manyara. Sólo nos almorzamos unos cuantos animalitos “al pastor” y seguimos adelante. A las once de la noche, cansados y molidos de tanto brinco, fastidiados y hambrientos, nos detuvimos por órdenes mías, decidiendo pasar la noche

a un lado de la brecha. Había sido un día muy duro: 21 horas de jeep por muy mala brecha. Nos bajamos tullidos, encorvados y soñolientos. Hicimos una fogata, asamos unas perdices y nos las comimos sin sal porque no la había. Nos echamos al suelo con una cobija de colchón y dos encima. Lo duro del suelo no impidió que, en pocos minutos, nos quedáramos profundamente dormidos. Tan pronto amaneció seguimos adelante; llegamos a Cuangar, otra aldehuela donde almorzamos y seguimos hasta Dirico al que arribamos ya pardeando la tarde. Pasamos la noche y, al día siguiente, reanudamos el viaje. Nos faltaban 130 km para llegar al campamentobase, pero la brecha era tan mala que el jeep no podía correr a más de 12 k/ p/ h. El río ya no tenía agua y el terreno era árido y monótono, aunque bastante arbolado. Nuestro aburrimiento fue interrumpido por la voz de Fernando: —¡Mira, pap . . . , kudus! Ahí, a 200 metros, estaban majestuosos, gallardos, garbosamente parados un par de tales antílopes, trofeo de lo más codiciado en África y que en mis tres safaris anteriores no había tenido la suerte de ver. Estaban completamente al descubierto, teniendo como fondo una cortina de altos matorrales. ¡Qué oportunidad! —Para el motor —dije a Hernani en voz baja—. ¡No hagan movimientos rápidos, no hablen! —Todo esto lo decía mientras me disponía a calcular el tamaño de los cuernos haciendo uso de los binoculares. —¡Qué lástima! Mira tú, Fernando, para mí que los cuernos no tienen más de dos vueltas. Fernando observó con los gemelos, confirmando que estaba yo en lo cierto. Eran chicos. —¿No te digo, Fer? ¡Qué “mala pata” tengo con estos bichos!

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Al final de un duro y largo trayecto nos esperaba un cómodo campamento base.

—¡No te impacientes! -replicó Fer—, ya verás que esta vez los tendremos. El hecho de ver los primeros antes de empezar la cacería es buen indicio que los hay ... y muchos.

pisado hasta entonces en África. Me preocupaba el hecho de contar con un solo jeep, pero se nos había comunicado que pronto llegaría un camión alemán nuevecito, tipo “Unimoge”. Agosto 1°: Por la tarde nos fuimos al río que por esa parte mide más de 300 metros de ancho, materialmente cubierto de papiro, dejando libres unos cuantos canales de 4 ó 5 metros de ancho que culebrean a todo lo largo. El agua es cristalina y pura, buena para beber sin necesidad de hervirla. De tramo en tramo hay una especie de bancos o islotes, más o menos grandes, donde suelen verse los lechwes y sitatungas. En un angosto wato —cayuco— de una pieza hecho de un tronco de árbol, tan común en África, nos aventuramos por el canal en busca de caza. Siempre me pone nervioso cruzar un río en esos cayucos tan angostitos, tan primitivos y tan peligrosos, y más aún en esos ríos infestados de cocodrilos. Tiene uno que ir en cuclillas, agarrado de los bordes y con el rifle cruzado en las rodillas. El menor desequilibrio y

Fin del penoso recorrido en jeep Se ocultó el sol y, por fin, a las 8 p.m. se dejaron ver las luces del campamento. Ese viaje en jeep resultó más fatigoso que el que hice en la India en 1959, desde Bangalore a Bhopal. El campamento fue toda una sorpresa: planta de luz ,cuartos de madera con baño de regadera y agua caliente, amplio comedor con refrigerador y buenas camas. Al frente, a 200 metros, teníamos el río Luengue con sus aguas casi cubiertas por altos papiros. Nos decían que a veces se ven lechwes desde el campamento. Vaya al fin, aunque tiznados, molidos y fregados estábamos ya en nuestro campamento-base, sin duda en la región más alejada, remota y virgen de cuantas había

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ÁFRICA - 1960 . . . al agua cazador y armas. Sin embargo, la travesía era agradable, la tarde luminosa y fresca, el cielo claro, aunque no tan azul como el de México en el mes de octubre. De pronto oímos un ruido en el carrizal; me puse de pie con peligro de voltearnos. No podía ver nada, y aunque hubiera visto un animal, en esas condiciones disparar era tanto como zambullirse al agua, seguro el remojón, como le pasó a mi amigo Jim Sherley de México cuando cazó su sitatunga en Kenya. —El ruido que oímos fue un sitatonga, hombre en portugués —dijo Hernani. Más adelante dimos con un islote, nos bajamos, y cerca de un arbolillo nos sentamos muy quietos a esperar la caída de la tarde con la esperanza de ver algo. Al oscurecer, en un clarito, a unos 120 metros, salieron del carrizal o papiral —como se le diga— un par de lechwes hembras, que contemplamos a placer con los binoculares, esperando ver salir de un momento a otro a un macho. Oscureció y no vimos más. Los días eran muy cortos, amanecía a las 6 a.m y el sol se ocultaba a las 5:30 p.m., oscureciendo muy rápidamente. La coatada —concesión de caza— en que se llevaría a efecto nuestro safari está en Mucusso, entre Zambia y Botswana. Todo el terreno seguía cubierto de una gruesa capa de arena muy pesada y los montes eran bastante tupidos. Abundaban el bombax y el chorasangue —llora sangre—, este último muy crecido, cuyo nombre seguramente proviene de que al herirlo con un profundo tajo de hacha, su blanca pulpa empieza a segregar unas gotas de resina tan roja amo la sangre, tiñendo bien pronto toda la herida, dándole un aspecto de rebanada de sandía. No había la molesta mosca tse-tsé ni moscos, el clima era de 70°F y se caminaba poco. Si la fauna fuera más abundante, esa parte de África sería el verdadero paraíso del cazador. El día 2 salimos muy temprano llevándonos dos pretos —en portugués así se les llama en Angola a los negros—, quienes se sienten portugueses y si se les lIama “negros” se ofenden. Los dos servían como pisteiros —huelleros—; uno se llamaba Teófilo y el otro Arístides. A la postre nos convencimos de que ninguno de ellos sabían huellear ni desollar un animal. Eran simplemente buenos para nada. Alegres y llenos de esperanza en nuestro primer día formal de caza, nos fuimos por una mala brecha a lo largo del río Luengue, uno de los tantos ríos que mueren en el desierto sin llegar al mar. Durante la mañana vimos hasta 4 rinocerontes con cuernos pobres; además no tenía el menor interés en estos grandes paquidermos, a menos que se presentara uno con excepcional cornamenta,

No me agradaba la idea de dejar parte de mi anatomía en la boca de algún poderoso cocodrilo que abundaban en las aguas del río Luengue . . .

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El reedbuck es un gracioso antílope de carne exquisita.

pues ya en nuestros anteriores safaris habíamos cobrado cinco ejemplares. Por la tarde vimos a un grupo de 6 reedbucks, especie que faltaba en mi colección. Fer tomó su .30-06. En ese safari tenía el propósito de que mi hijo se diera gusto tirando a los animales que en África se consideran como “caza menor”, esto es: antílopes, gacelas, cebras, etc.; yo entraría a la caza peligrosa, como el elefante. La caza en esa parte de Angola se desarrolla principalmente en las chanas, bulolas y matas. Las chanas son unas planicies en las que abundan las gramíneas y algunas son hasta de 80 km de largo; de ancho, que está limitado en ambos lados por terreno montoso, varían entre los 80 y 300 metros. Las bulola son planicies desnudas y bajas que se inundan en la temporada de lluvias y están próximas a los ríos. En la época de sequías se llenan de gramíneas y entonces es poca o nula su diferencia con la chana. También llaman chana a las amplias márgenes de los ríos por las que se puede tansitar a pie o en jeep. La mata es el nombre local que se da al monte, abundante en árboles, espinos, matorrales, arbustos,

breña, etc., siempre sobre el suelo arenoso pesado como el desierto. La mata cubre extensiones enormes que abarcan miles de kilómetros de terreno seco, refrescado por las lluvias que, al alejarse dejan aquí y allá uno que otro charco de agua que aprovechan la fauna. Caminábamos por una bulola cuando descubrimos un grupo de reedbucks. Uno de ellos parecía bueno, pero ya nos había sentido y lentamente caminaba hacia la mata. Fer se bajó del jeep y Hernani y yo seguimos en ángulo recto para distraer la atención del animal. Fer se nos perdió de vista en la mata y ya empezaba a preocuparme cuando oí un disparo. Corrimos en dirección a la detonación y poco después encontramos a Fer cerca de su víctima. ‘ —¡Buen tiro, muchacho! —le dije. —Y buena carne para comer, pap. En realidad, no me costó mucho trabajo el acecho y sí siento gusto, pues lo tumbé de un tiro limpio. Efectivamente, la carne del reedbuck es suave como la de un filete de res, de exquisito sabor como el peinecillo y muy jugosa. Para mí, de las carnes la de antílope es de la mejor. Esa noche le hicimos el honor a un buen guiso

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ÁFRICA - 1960 de nuestro cocinero, salpicado con gotas de indungo —una salsa picosisima de chile piquín silvestre—, rociando la cena con buen vino tinto. Sabrosos “placeres gastronómicos de la caza”. En agosto 3 campeamos casi todo el día y vimos cebras, wildebeest, sassabies, algunos lechwes chicos, wart-hogs, muchas huellas de roanos y algunas de kudus que no eran frescas. A ninguno le tiramos, queríamos kudus. Nos quedaba poco tiempo de luz —ya íbamos de regreso— y era la mejor hora de caza. Vimos unos cacus —sassaby.

—Para no irnos en blanco vaya tumbar a uno de ésos —dijo Fer. Era un grupo de seis animales. A prudente distancia se bajó del jeep Y no le fue difícil aproximarse a unos 140 metros. Al disparo el grupo corrió perdiéndose en el monte. Nos aproximamos en el jeep y no tardamos en encontrar tendida la pieza elegida. Buen ejemplar, los cuernos midieron 15% pulgadas. Doblete de cebras de Fer. El sol se ocultó. Pardeando la tarde vimos un grupo de cebras. —Ahora sí tírales, Fer, si acaso puedes verlas bien con la mira de tu rifle. Ni tardo ni perezoso Fer cortó cartucho y derribó

Aunque el sassaby no es precisamente uno de los más bellos antílopes africanos, Fernando cobró este buen ejemplar.

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Una esplテゥndida cebra abatida por Fernando.

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ÁFRICA - 1960 a la más cercana que estaba a unos 200 metros. El animal cayó redondo. El resto del grupo corrió, pero una de las cebras se detuvo volteando la cabeza para ver qué había pasado con su compañera, o tal vez por esa curiosidad muy generalizada en todo animal silvestre que, inquieto por la presencia del hombre o asustado por una detonación, corre, se detiene volteando la cabeza y vuelve a correr. Curiosidad que a tantos les ha costado la vida. —¡Ahora, Fer ... ya se paró la otra ... pero ya está lejos y casi oscureció; si todavía la ves, tírale, pero pronto! Fernando tiró y la cebra cayó. —¡Qué bárbaro! ... ¡qué tirazo! —gritó entusiasmado Hernani. En verdad fueron buenos los tiros si se toma en cuenta la poca luz, la distancia y la colocación de los tiros. La segunda cebra cayó como a 250 metros. Quitamos las copinas iluminando el campo con los fanales del tukutuku, como le llaman al jeep los pretos. Esa noche la cena fue alegre y los sueños color de rosa.

fauna en la región era muy escasa: cinco días sin ver un kudu. Al mediodía íbamos por una planicie limitada por montes a ambos lados. Hacía calor y sin ver un solo animal nos sentíamos aburridos por la lentitud del jeep y por las continuas tiznadas que nos ponían de mal humor. De pronto oí la voz de Fer: —¡Elefante a la derecha! En efecto, a la orilla del monte se distinguían dos masas grises semejantes a dos grandes rocas boludas. Paramos el tuku-tuku y me puse a observar con los binoculares. Los dos elefantes estaban bajo la sombra de los primeros árboles disfrutando su siesta. No podía apreciar bien la importancia de sus colmillos, pero de todos modos ya sabía que en Angola no se desarrollan tanto como en los elefantes de Kenya. En Angola, colmillos de 65 a 70 libras se consideran muy buenos. Sin embargo, mi propósito en este safari era filmar aguantando la carga provocada de un elefante, cosa que no había intentado en otros safaris. Por lo tanto, resolví aprovechar la oportunidad que tenía a la vista. Probé la dirección del viento y dispuse mi plan de acecho y lo comunique a Fer y a Hernani: nos aproximaríamos un poco en el jeep para seguir después a pie, por la derecha, en ángulo recto, hasta llegar a la mata; considerando la hora que era, seguramente los elefantes estarían lo menos tres horas sin moverse, tiempo más que suficiente para arrimarnos. Una vez que llegáramos a unos 200 metros los dos pretos se quedarían ahí sin moverse hasta que oyeran los disparos. Seguiríamos los tres sin precipitación, con calma y cuidando de pisar una vara seca. No hablaríamos. Cuando estuviéramos a 50 metros, Fer iría con la cámara de cine y me seguiría, colocándose unos 10 metros atrás de mí, un poco abierto, para tomar en ángulo, dentro del foco, al tembo y a mí. Hernani, cuando yo estuviera cerca del elefante se quedaría con Fer para protegerlo en caso de un apuro mientras estuviera filmando. Yo seguiría adelante, aproximándome lo más que pudiera para que resultara emocionante la filmación que tanto deseaba, “pero, por favor —les dije—, no olviden mis recomendaciones: no hacer ruido ni movimientos bruscos cuando estemos cerca”. —Por mí no te preocupes, sé bien lo que debo hacer —dijo Fer. Cuando estábamos a unos 500 metros de los elefantes paramos el jeep en lugar visible. Fer tomó la cámara de 16 mm, Hernani mi rifle .375 y yo un .458 de cerrojo, propiedad de Hernani. Lamenté en ese momento haber dejado en Guadalajara mi rifle cuate .465/500, que es el arma más indicada para elefantes, rinocerontes y

Emocionante carga de un elefante Un día salimos muy temprano en el jeep con intención de pasar unos días lejos del campamento-base. El tukutuku apenas podía con todo lo que llevábamos: dos pretos, bastimentos, una lona grande, sal en abundancia y tantas cosas más que incluyen lo que llamamos un campamento volante. De todos modos me pareció muy voluminosa la carga y le pregunté a Hernani: —¿Para qué tanto bulto? —Es que ahora llevamos “camas de espuma de borracha” para mejor comodidad de ustedes. —¿Camas de qué? —De espuma de borracha, don Benito. —¿ Y qué diablos es eso? Quiero verlas. Las camas resultaron ser unas gruesas planchas de hule espuma que, efectivamente, aunque voluminosas y estorbosas, resultaron confortables. Tomamos por toda la orilla del río Luengue en dirección al este, luego nos internamos en una mata siguiendo a lo largo de una picada —así llaman a una improvisada brecha marcada en los árboles. El panorama era monótono. Los pastos quemados en inmensas extensiones nos llenaban de tizne y ceniza que, en pocos minutos, nos dejaban más negros que a un carbonero. Para entonces ya me había convencido de que la

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Sin importar el tamaño de los colmillos, el elefante siempre representará el máximo peligro para el cazador.

búfalos; pero es molesto cargar tantas armas en viajes tan largos. Al entrar a la mata nos dimos cuenta de que abundaba la uña de gato, dificultando la caminata; teníamos que detenernos con frecuencia a desengancharnos de las espinas. Para entonces, el tupido follaje me impedía ver a los elefantes, pero, poco antes, les había echado un vistazo con los gemelos estaban abanicándose plácidamente con sus enormes orejas. Desde ese momento nuestras precauciones fueron aún mayores. Con frecuencia le recomendaba por señas a Hernani, a quien veía nervioso, que caminara con calma; se notaba su paciencia por ver a los tembos. Me acordé que, en tratándose de acechos a elefantes en terrenos como en el que andábamos, primero se

debía oír y después ver. Volví a hacerle señas a Hernani y seguí caminando con mucho cuidado, parándome a cada rato para probar el viento y escuchar. Al fin oí los inconfundibles y peculiares ruidos que producen los intestinos de estos paquidermos durante la digestión. Debíamos estar muy cerca. Cuando advierte o ve la proximidad del elefante, cuando se transforma física y emocionalmente el cazador de corazón, el cazador que por su experiencia es consciente del peligro a que se va a enfrentar es cuando se concentra totalmente en lo que ha de hacer y cómo debe hacerlo; es cuando pone en juego su experiencia, tiene confianza en sí mismo, en su pulso, en sus armas y se olvida del miedo o lo controla, pues al fin de cuentas, en realidad, el miedo no es sino un estado mental que se

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adelanta a los sucesos. Como el perro que chilla antes de recibir el palo. Y también son los momentos en los que enseña el cobre el cazador presuntuoso, el exhibicionista, el exagerado que, de regreso a su pueblo, contará sus proezas cinegéticas y los mil peligros a los que se enfrentó al matar a un simba, “Rey de la Selva”. Recuerdo el caso de un noble europeo que se fue al África con el propósito de matar leones. Cuando llegó el momento en que el guía lo puso frente a uno y tenía la mira de su rifle sobre la noble bestia, preguntó: —Bueno, y si nada más lo hiero, ¿qué pasará? —Pues lo más probable es que el león se nos eche encima -contestó el guía. —¡Ah! ... ¿sí?, pues mire, tengo muchas ganas de tomarme un whisky; será mejor que regresemos al campamento. Después ordenó a su cazador blanco que matara un león, se hizo tomar unas fotografías en pose de gladiador y, muy campante, regresó a su país con león y fotos sin haber disparado un solo tiro, pero seguramente inventó una fantástica historia. Volvamos a mi safari. Al darme cuenta de que estaba ya muy cerca de los tembos empecé a agacharme y moverme a uno y otro lado, tratando de descubrirlos. Al mismo tiempo quité el seguro al rifle, cerciorándome que tenía carga en la recámara. Hice una última seña a Fer y a Hernani. Noté que éste se había abierto mucho y hacía un poco de ruido. Seguí adelante y pronto descubrí a los dos tembos. Estaban a unos 40 metros y seguramente el más cercano había sospechado algo porque, un poco inquieto, volteó la cabeza hacia mí. Seguí adelante, muy lentamente. La boca se me secó y el corazón me latía más fuerte que de costumbre. Por experiencia sabía cómo reacciona un

elefante herido desde el primer tiro, pero siempre hay excepciones. Paso a paso medía la distancia: 30 metros. En ese momento Hernani, que estaba a mi derecha, a unos 10 metros atrás de mí, hizo ruido. El elefante lo advirtió y acto seguido se dirigió hacia mi derecha, de donde partía el sonido. Hice ruido para desviarlo y volteó inmediatamente hacia mí . . . e instantáneamente pensé en un tiro al corazón. . . la mole de seis toneladas se me echaba encima con la trompa en alto y las enormes orejas hacia delante; venía aprisa. “Esto no es ya curiosidad del tembo —pensé—, ¡es una verdadera carga! ¡20 metros ... ! i Debo disparar rápidamente, pero ya no al corazón sino al cerebro, porque ese palo seco me estorba!” Tiro difícil. Suelto el primer disparo y no alcanzo el cerebro, pues para hacerlo tenía que haber hecho blanco en un círculo de unas seis pulgadas rodeado de macizos huesos. Como trompo, el animal giró rápidamente a su izquierda en el preciso momento que hacía mi segundo disparo hacia el corazón, pero resultó bajo. Hice un tercer disparo queriendo alcanzar la espina cuando el tembo huía a gran prisa y tampoco acerté. El paquidermo desapareció en la espesura. Ni siquiera me di cuenta de cómo se perdió de vista el otro elefante. ¡Qué desastre! Tal vez esto no me hubiera pasado con mi rifle cuate. Para entonces ya todos estábamos en movimiento, incluyendo a los dos pretos, quienes exclamaron: —¡Era muy cerca! Corrimos lo más que pudimos siguiendo el rastro del elefante herido, pero pronto nos detuvo la maldita uña de gato que nos rasgó los pantalones, la camisa y nos rasguñó brazos y manos. Los pretos, malos huelleros, confundieron la huella con la del otro elefante. Después de media hora nos paramos y ordené a los negros que siguieran rastreando. Una hora después regresaron

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ÁFRICA - 1960 con muestras de estiércol y sangre. Seguramente mi segundo tiro fue bajo, pero el primero y el tercero hicieron blanco y por eso el rastro de sangre. En terreno difícil por lo cerrado, tanto Hernani como los negros —siempre miedosos—, argumentaron ser inútil el seguir adelante. Estaba que echaba chispas. ¡Abandonar herido a un animal de esa categoría! Sólo con esa gente inútil podía ocurrirme semejante cosa, pero no podía seguirlo solo. ¡Qué lástima! Di por terminado ese molesto asunto que me dejó como a San Antonio. Fernando aguantó la parada y la filmación fue buena. Seguía pensando en mi rifle cuate que sólo e toma dos segundos para apuntar y disparar el segundo tiro, y tres segundos para recargarlo. Es un error usar un rifle inadecuado cuando un animal peligroso carga a tan corta distancia y peor aún si es un rifle prestado al que no se está acostumbrado. En rifles de gran poder como el .458 que me prestó Hernani, los cartuchos son muy largos, mismo que la carrera del cerrojo, de manera que en casos de peligro, en los que hay que hacer varios disparos muy rápidos, se pierden instantes preciosos, porque para echar fuera el largo cartucho quemado y reponerlo con uno nuevo se tiene que bajar el arma del hombro o echar la cabeza hacia atrás: esta maniobra hace que momentáneamente se pierda el encañonamiento sobre el animal y se emplee más tiempo en volver a apuntar. En cambio con un rifle cuate como el Holland y Holland .465/500, se tiene más seguridad y más rapidez. Son armas hechas a la medida, con un punto de balance tan perfecto que cuando se necesita encarar rápidamente el arma para ejecutar un tiro al descubrir, al llevar el rifle al hombro éste cae prácticamente encañonando al animal. Después de 14 horas de jeep y andar a pie nos fácil dormir profundamente, aunque no pude olvidar al elefante herido.

que a las 2 p.m., a distancia y a la orilla de la bulola, descubrimos con los binoculares una gran masa gris que resultó ser un elefante. Digo “masa gris” “bola gris”, porque en esos lugares, en los que abundan el papiro y la alta maleza, es fácil confundir a distancia un elefante con un rinoceronte. Nos aproximamos, nos bajamos del jeep y seguimos a pie hasta llegar a unos 100 metros para estimar el peso de los colmillos. El elefante estaba metido en un charco de agua, bañándose a sus anchas. Hacia calor. Calculé en 60 libras el peso de cada colmillo, que en Angola se consideran buenos. —Ora sí, pap ... ésta es mi oportunidad ... déjame tirarle —exclamó entusiasmado Fer. —Bien, hombre... vamos, pero antes veremos cómo, pues está dentro del agua. El terreno era ideal para provocar una carga y filmarla. Además, le había prometido a Fer que en este safari lo dejaría cazar su primer elefante. Tiraríamos los dos y Hernani se haría cargo de filmar la acción. Nos aproximamos a casi 50 metros. El tembo seguía feliz dándose un sabroso duchazo con su larga trompa. Estaba de frente hacia nosotros, sumido dentro del agua con un metro de profundidad. Al fondo había una impenetrable barrera de papiros, de modo que el paquidermo no tendría más salida que hacia la mata, hacia nosotros. Estaba condenado a morir y, como si lo hubiese adivinado, tomaba su último baño para entrar limpio a la tranquila región de sus antepasados. Había un inconveniente: desde donde estaba parado, a la orilla de tierra firme, había una distancia de 20 metros y si lo matábamos allí no podríamos quitarle los colmillos ni las patas, muy decorativas por cierto. Esperamos un buen rato a que saliera, mientras contemplábamos el placer que disfrutaba ese “Rey de la Selva”. Casi me conmovió ... estuve a punto de perdonarlo, de dejarlo en paz, y así se lo comuniqué a Fer; pero me acordé del elefante que se me fue herido y yo deseaba filmar una carga en la que se viera al cazador disparando y al tembo caer . Seguimos esperando. A Hernani le había dado instrucciones de cómo manejar la cámara y desde qué ángulo y distancia debería filmar. Fer estaba listo con el .375 cargado con bala dura de 300 granos y yo tiraría con el .458, también con bala dura. A una señal mía dispararíamos simultáneamente. Estábamos como a 15 metros de la orilla del agua. —Haremos fuego cuando salga hasta la orilla —le dije a Fer—. Apunta al corazón, ya sabes que es bien grande;

Provocamos otra carga de elefante Caminábamos por la orilla de una bulola y fuimos a dar con una amplia brecha que, saliendo de la mata, remataba en un gran charco cubierto de papiros, los cuales, por cierto, siempre me dan la impresión de los verdes “bancos” de caña de azúcar. Con el ir y venir de animales silvestres la charca parecía un “camino real” de herradura por las abundantes huellas de kudu y jabalí. Estábamos seguros de que por la tarde algo cazaríamos ahí. Seguimos adelante sin ver ningún animal hasta

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“Seis toneladas de músculo, marfil y hueso se nos dejaron venir ...”

pesa unos 15 kilos y mide más de medio metro, pero de todos modos apunta un poco alto, si la trompa no estorba la línea de tiro. —No te preocupes, nada se me olvidará. El elefante no salía. Nos acercamos hasta la orilla del agua. Nos separaban 20 metros. Le gritamos, agitamos los brazos. No nos hizo caso, seguía dándose duchazos con la trompa. “Qué raro —pensé—, seguramente que este animal está sordo”. —¡Trae la escopeta y dispárale! —le ordené a Hernani. Fue por la escopeta y le disparó al tembo. Probablemente sea éste el primer caso, en los anales de la cacería, de dispararle a un elefante un escopetazo con munición No. 5. ¡El plan dio resultado! Creo que las municiones ni cosquillas le hicieron. Dimos unos pasos hacia atrás y nos dispusimos a disparar. Por un momento se quedó quieto y dejó de bañarse,

luego fijó la mirada hacia donde estábamos y acto seguido aquellas seis toneladas de músculo, marfil y hueso se nos dejaron venir en línea recta con la trompa un poco caída y las orejas hacia adelante. Ya casi llegaba a la orilla del agua. El tiro debía ser preciso al corazón. Estábamos a 20 metros frente a frente; la trompa estorbaba un poco la línea de tiro. —¡Ahora! —grité a Fer. Dos detonaciones se dejaron oír casi al mismo tiempo, parando de golpe al tembo, que, perplejo, fijó en nosotros la mirada como quien ve un fantasma, extrañado, sorprendido de esos intrusos que habían ido a interrumpir su baño. Un ligero movimiento y un segundo disparo de Fer lo obligó a inclinarse del lado izquierdo y caer dando con estruendo el chapotazo en el agua. —¡Ajúa ... !, ¡éste sí cayo redondo! —exclamó entusiasmado Fer. —¿Filmaste bien? -fue lo primero que pregunté a

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Con un segundo y preciso disparo, Fernando tumbó definitivamente al elefante.

Hernani. —Creo que sí, aunque por la emoción no estoy seguro de que hayan estado ustedes y el elefante dentro del foco. La película no salió del todo mal. Los colmillos pesaron 63 libras cada uno. Los tiros dieron en el corazón. Este caso me ha convencido de que el tiro al corazón es el más indicado cuando un elefante está en movimiento y las circunstancias lo indican. Me refiero a la efectividad del tiro: si el animal no cae de inmediato, no irá muy lejos. Los dos elefantes que había cobrado en África Oriental con un tiro al cerebro cada uno, me envanecieron un poco. Si un elefante está quieto y cruzado en terreno abierto, colocar el tiro en el área del oído es también muy efectivo, aunque no llegue al cerebro.

Es indudable que el tiro directo al cerebro es impresionante y satisfactorio, pues queda uno sorprendido de que un animal tan grande y tan fuerte caiga como una liebre al impacto de la bala, aunque el tiro debe hacerse con absoluta precisión en un blanco muy reducido y el cazador debe conocer muy bien la anatomía del cráneo para localizar con exactitud el cerebro, de acuerdo con la posición de la cabeza del animal, para así trazar su línea de tiro. Huelga decir lo que puede ocurrir si a pesar de sus conocimientos teóricos el cazador es un principiante nervioso y carece de un pulso firme. Regresamos al campamento muy satisfechos de ese día de caza. La noche era fresca, agradable, silenciosa y sin mosquitos. El cielo estaba oscuro, bajo y lleno de fulgurantes estrellas. Ya me había sacado la espina de mi primer falla sobre los tembos de Angola. El elefante

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cargó y cayó. Domingo 7 de agosto: Tenía que ser domingo siete, porque no hubo suerte. Se pasó medio día sin que viéramos un solo animal. Por la tarde descubrimos una huella fresca de león —la primera— en una vereda. Hacía falta una carnada para ese bicho; afortunadamente a las cuatro vimos a tres wildebeast. Sin dificultad sacrifiqué uno, le abrimos la barriga, lo arrastramos un buen trecho para que dejara rastros de sangre y en lugar conveniente lo colgamos a buena altura en la rama de un árbol. El resto de la tarde pasó sin novedad. Volvimos a nuestro campamento volante, si es que puede llamarse así a un lugar donde no teníamos tienda de campaña. Dormiríamos al aire libre, sobre nuestros colchones de “espuma de borracha”. Había poco de lo poco que llevábamos. Iba mejor provisto en mis típicas cacerías de Sonora. Ésta me parecía un África distinta a la que yo conocía. A veces me sentía como si no estuviese en el corazón de ella. Por las noches no se oían los trinos de las aves canoras, ni el fino llamado del chacal, ni las carcajadas y aullidos de las hienas o el imponente rugido del simba. No, ahí todo era silencio como en las noches del Sahara. Extrañaba, me hacía falta más ruido, más bulla nocturna, más alboroto de la fauna, más serenatas salvajes que llegan al oído como canción de cuna. Añoraba las junglas de Kenya y Tanzania. Se llegó la noche y tuvimos una visita inesperada: un formidable resoplido nos puso alerta; el resoplido era de un rinoceronte. Dimos un brinco sin saber qué hacer ni para dónde correr. No lo veíamos, pero adivinábamos que estaba muy cerca. Prendimos una hoguera y no hicimos más caso, pero teníamos, como siempre, las armas al alcance de la mano. Ese bufón de la fauna, como les llamo a los rinocerontes por farolones, estúpidos y payasos, seguía resoplando tercamente. En una ocasión lo oímos tan cerca que tomamos rápidamente los rifles, prendimos

las lámparas de mano y lo vimos a 15 metros. Era un macho de cuernos chicos. Disparé un tiro al aire para asustarlo y se fue, pero al poco rato volvió resoplando otra vez. Nos tenía un poquito preocupados porque son tan estúpidos que nunca sabe uno lo que puede ocurrir con esos fósiles vivientes que lo mismo cargan sobre un hombre que sobre un jeep o una locomotora o sobre cualquier bulto. Estaba tan. cerca que una carga sería de consecuencias muy desagradables. Lo vimos otra vez, hicimos bastante ruido golpeando una sartén, chiflamos, gritamos... ¡Ea... imbécil ... lárgate de aquí!... No se fue. Así duró dos horas dándonos lata y haciendo que a cada rato tomáramos los rifles. Al otro día fuimos a examinar la carnada que habíamos puesto para el león. No había huellas de león ni de hienas ni de chacales. ¡Qué raro! Seguramente escaseaban los carnívoros. Era tiempo de regresar al campamento-base. Por la tarde nos encontrábamos al otro lado del río, frente al campamento; usaríamos una piragua para cruzarlo evitándonos un rodeo en jeep. Mientras tanto, Fer se alejó un poco con Hernani en busca de lechwes. Vieron uno y al primer tiro lo mató Fer, pero el animalito resultó con cuernos muy chicos y sólo sirvió para la cazuela. Los únicos binoculares que teníamos eran los míos, pues Hernani dijo que había olvidado los suyos en Sa-DaBandeira o no tenía.

Cae un palanca preta (Hippotragus niger niger) Hacía 4 días que no cazábamos un animal de importancia y no podíamos alejarnos mucho del campamento-base por falta de mejor transportación. El camión nuevo aún no llegaba y sólo contábamos con el jeep.

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El sable nos observaba entre los árboles completamente inmóvil.

Salimos rumbo a los ríos Luiana y al Candombe. Dos o tres veces vimos kudus en el camino, pero eran hembras o machos chicos. Teníamos el propósito de llegar hasta una región en la que, según informes, había una tribu de bushmen, tribu de la que había leído mucho y tenía interés en conocer. Después de unas tres horas de jeep llegamos a una aldea. Hernani preguntó a los nativos qué animales podríamos encontrar por ahí; contestaron que sólo veríamos sassabies. Descansamos un rato y seguimos adelante, pero pronto nos detuvimos. Estaba tan bonito el terreno que le dije a Hernani que me gustaba para campear por la tarde y buscáramos un lugar para pasar la noche. Así lo hicimos. A las 2 p.m. trepamos al jeep y al pasar otra vez por la aldea nos llevamos un preto para que nos guiara por sus terrenos. Nos metimos a la mata. El monte era muy espeso y los pastos estaban que­mados. ¡Qué lata con los pastos quemados! Pero estaba convencido de que la fauna ya está acostum­brada: se aleja mientras arden los pastos y vuelve. Después de una hora vimos un grupo de wildeb­east,

antílope que no teníamos interés en cazar, aunque por costumbre me quedé observándolos. Así fue como en Tangañica descubrí entre una manada de kongonis a mi primer roan. Al poco rato, Fer y yo descubrimos al mismo tiempo, entre los árboles, a un palanca preta —sable real—, quietí­sima, como una escultura. Usamos los binoculares; a mí me pareció que mía buenos cuernos, pero Hernani dijo medirían sólo 40 pulgadas. —Pues a mí me gusta. Me parece mucho mejor que el que cobré en Tangañica —exclamó Fer con su rifle ya en las manos—; déjame tirarle, pap. —Pues si le tienes ganas, tírale. .. a eso venimos. El sable ya nos ‘había descubierto y estaba con la vista fija en el jeep. —Mejor nos alejamos. .. bájate, Fer, escúrrete tírale desde lejecitos; si te arrimas mucho se te va, no te dará tiempo. Momentos después oímos el disparo y al mismo tiempo vimos desplomarse a ese bonito antílope. ¡Qué satisfacción tan grata cuando al primer tiro, por shock, cae fulminado un animal, sin pata­lear, ni sufrir! ¡Qué lástima no haber podido filmar el momento! El

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El autor y su hijo Fernando en uno de los campamentos volantes que utilizaron durante su cacería en Angola.

negrito que nos servía de guía se quedó sorprendido, con la boca abierta al ver caer de un tiro al antílope. Seguramente que en esa re­gión no había visto cazar con rifle. Lo primero que hice fue medir los cuernos: nada despreciables. . . i43 pulgadas! Lo segundo fue ad­mirar su sedosa y brillante piel negra azabache, de ahí su nombre de palanca preta, en portugués, co­lor de pelambre un poco diferente al sable real de África Oriental, que más bien es café oscuro. —¡Qué bien, Fer, te felicito, fue un buen tiro. Al menos ya contamos con un trofeo más que vale la pena! —Y qué hermoso antílope —decía Fer rebosan­do de alegría—, con razón muchos cazadores lo consideran entre los mejores trofeos de caza afri­canos. Seguía admirando y contemplando la belleza del palanca preta, tan absorto en mis pensamientos que casi lamentaba su muerte. Sin embargo, me animó la idea de que mis cacerías al menos tenían un fin útil que justificaba el sacrificio de las piezas que cobraba: mi salón de trofeos. Acompañado de mis hijos continuaría cazando, enriqueciendo ese salón con ejemplares de la fauna mundial, con especies que tal vez, en tiempo no lejano, sólo se verán en los museos de Historia Natural o en colecciones privadas. Eso sí, sólo cazaríamos las piezas que nos hacían falta. Por eso me indigno contra los carniceros, con­tra los sádicos que matan animales por el puro placer de matar

y, por lo mismo, no tengo empacho en relatar algunos casos de hechos que irritan a quien ame la Naturaleza, la sienta y la goce. Uno de esos carniceros es el cazador (?) J. Fenykovi, quien escribió un libro intitulado Sendas incógnitas, en cuya página 209 se lee un hecho inconcebible de sadismo: andaba este señor de ca­cería en Angola y un día, ya pardeando la tarde, vio cruzar un grupo de sables reales y, sin más trámite se soltó disparándoles con su rifle .416 Rigby con bala de 410 granos —arma y munición más propias para elefantes o búfalos, mas no para un antílope como el sable—, sin importarle si los cuernos del animal valían la pena como trofeo de caza; lo que él quería era simplemente matar. Hirió a uno en la espina paralizándolo, en la fotografía que inserta en el libro se advierte que los cuernos apenas medirían 30 pulgadas, se acercó y tomó al­gunas fotografías en blanco y negro; también de­seaba tomar algunas en color, pero ya era tarde, la luz no ayudaba; entonces decidió volver por la mañana. No remató al pobre animal para evitarle sufrir. ¡No! ¡El quería tomar fotos con el antílope vivo! Cubrió al infeliz sable con unas ramas para “protegerlo” contra los ataques de las hienas y chacales y por la mañana volvió al lugar de su ha­zaña, pero sólo encontró el esqueleto: las hienas y los chacales lo devoraron vivo. Imagínese el lector la agonía de ese antílope, lo que sufrió, sólo por un cruel sadismo. Otro caso, también extraño, pasó en Angola en la misma temporada de nuestro safari: fue el caso del doctor

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Los cuernos del gran kudu siguen el dibujo de las ramas cuando el animal se encuentra protegido por el tupido breñal, lo cual hace muy dificil su localización por el cazador. Ralph K. Kunstadler, de los Estados Uni­dos, con quien llegamos a encontrarnos junto con su cazador blanco, Pedro Milho. Este doctor se dedicó a matar todo animal que se le paraba enfrente, con buenos o malos cuernos, chico o grande, no importaba, desde elefantes hasta cualquier antílope o jabalí. Eso no es todo. Me contaba Pedro que en uno de esos días vieron un elefante y el doctor le mandó a matarlo. Pedro obedeció mientras el doc­tor contemplaba de lejos, luego le regaló los colmi­ llos. Otro día, también mandó a matar a un inofen­ sivo hipopótamo. Vimos varias de sus víctimas en su campamento, incluyendo un buen gran kudu. No se llevó a su casa ni una pieza para disecarla, ni una piel, todo se lo regaló a Pedro y a los pretos; ni siquiera los colmillos del elefante que represen­tan un valor intrínseco. La fauna era bien escasa y nuestras ambiciones iban decreciendo, ya nos habíamos hecho el ánimo de descartar leones, leopardos y rinocerontes. Pero había kudus; sólo era cosa de tiempo, aunque ya habían

transcurrido varios días sin ver uno bueno. Habíamos visto sassabies, wildebeast, reedbuck, roanos chicos, oribis, búfalos, cebras, algunos lech­wes y wart-hogs.

El primer gran kudu

(Strepsiceros strepsiceros) La belleza de la cornamenta de este antílope no tiene rival entre la fauna africana, y si tuviese la hermosura de la piel de un sable real o de la de un bongo, entonces, sin la menor duda, sería de cabo a rabo el animal más hermoso del mundo. Sin embargo, entre un gran kudu, un bongo y el sable real gigante de Angola, tal como son, yo titu­bearía antes de hacer una elección. El gran kudu era el objetivo número uno de nues­tro safari angolano. Por fin, después de 12 días, llegó el famoso camión Unimoge alemán, que con gran gusto re­cibimos, pues significaba el mejorar nuestro trans­porte; ahora podíamos

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ÁFRICA - 1960 alejarnos más del campamen­to-base. Desde luego organizamos un safari de 10 días. Nos iríamos lejos, en dirección del río Luiana, don­ de aseguraba Hernani había muchos kudu, lechwe, leopardo y elefante. Nos sentimos muy animados y hasta cantando ayudamos en los preparativos. Al día siguiente salimos ya tarde, sin ver en todo el día un solo animal. Por la noche acampamos cerca de un charco de agua limpia, y por la maña­na abordamos el tuku-tuku. Esa vez nos alejamos de las riberas de los ríos para entrar en la mata. Buscaríamos el kudu. Nos habíamos alejado ya 100 km del campamento-base. No seguíamos ninguna brecha y el terreno seguía igual de arenoso y pe­sado. Para no correr el riesgo de perdernos al re­greso, dos pretos iban marcando una picada, esto es, una brecha a base de marcas en los árboles y estacas en el suelo. Definitivamente íbamos por te­rrenos casi inexplorados. Decía Hernani que por allí encontraríamos a los bushmen. No campeábamos a pie porque se perdía mu­cho tiempo, de modo que todo era a base de tuku­tuku. Pasó la mañana y por la tarde, ya de regre­so al campamento’ volante, saltó en el breñal un gran kudu a no más de 50 metros de la picada. Paramos el jeep, nos bajamos con las armas en la mano y nos encaminamos hacia donde

había desa­parecido el antílope. —Ese sí que está bueno —exclamó Hernani. —¿Sí? .. pues vamos a seguirlo hasta donde nos topemos con él —le contesté—. Tú, Fer, ve lis­to con tu rifle, recuerda que estos bichos se apare­cen donde menos se lo espera uno. Por algo les llaman los fantasmas de los bosques. Esta vez el monte no era muy cerrado, había claros y casi plano, muy diferente al típico hábitat del kudu. Caminamos deteniéndonos de trecho en trecho para observar con los gemelos los sospecho­sos manchones del chaparral. Así, seguimos la hue­lla por más de una hora. Finalmente, Fer descubrió, metido en el varejonal, a no más de 200 metros, la grandiosa espiral de los cuernos del gran kudu. Ya nos había visto, estaba de frente, con una inmovili­dad perfecta. Su quietud es una de las defensas de éste y otros animales, como si tuvieran conciencia del mimetismo que los confunde con el ambiente que los rodea. Guardan quietud absoluta en tanto creen que no han sido descubiertos. Así ocurre con los leones: fácilmente se pierden en campo abier­to, con pastos amarillentos de no más de 30 centí­metros de alto, en las propias narices del cazador. —Ahí está, pap —me dijo Fer en voz baja, muy emocionado.

¡Vaya magnifico gran kudu que abatió Fernando con 2 preciosos tiros ...!

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ÁFRICA - 1960 —No hagas movimientos rápidos —le contes­té—, tú lo viste, tú tírale, yo no lo veo todavía. Estaba tan inmóvil que ni con los gemelos po­día descubrir los cuernos que se confundían con la amarillenta breña. Adivinando la posición del cuer­po apuntó Fer y casi al mismo tiempo que se oyó la detonación el kudu salió disparado de la maleza, atravesando por el lado izquierdo. Al verlo me pa­reció como si fuera un eland, debido al gran tama­ño y a la joroba que ambos tienen. Al segundo disparo, muy rápido, el animal dio dos o tres pasos y se desplomó. ¡Magnífico! La emo­ción me impidió filmar teniendo la cámara en las manos: los momentos culminantes son tan rápidos y tan excitantes ... , tiene uno tan concentrados vis­ta y mente en el animal que se está cazando, que algo se olvida. Cuantas veces al saltar del jeep atraído por la presencia inesperada de un animal lo primero que toma uno es el rifle y se olvida de los gemelos, del sombrero, de la cantimplora o de alguna otra cosa. Aunque ésta era mi novena cacería internacional —cuarto safari africano—, ha­bía esperado seis años para ver caer un gran kudu. Al verlo desplomarse corrimos hacia él. ¡Qué grande y qué bonito! Lleno de emoción y alegría lo contemplé un buen rato, luego, con manos todavía temblorosas, con todo esmero y cuidado, como si fuera una joya de oro macizo, empecé a medir los cuernos: cincuenta y cinco pulgadas y media, muy buenos. No olvido lo bien que le tiró Fer a este be­lio ejemplar: el primer tiro a 200 metros, a pie firme, dio en el pescuezo, un poco bajo; el segun­do dio en la paletilla. Ese fue el mejor. Muy bueno porque el antílope iba a toda carrera en terreno desigual. Mi satisfacción fue tan grande como la de Fer, a quien desde la edad de ocho años he venido entrenando en este viril deporte. En el caso de este gran kudu, siguió toda la técnica y expe­riencia adquiridas. En el primer tiro apuntó calma­do, tranquilamente, calculando el pescuezo del ani­mal, pues cabeza y cuernos era todo lo que veía en el breñal. Contuvo la respiración al oprimir sua­vemente el llamador y, al salir corriendo el kudu, lo siguió con la mira de su .30-06, cortó cartucho sin bajar el arma del hombro e hizo su segundo disparo sin moverse del lugar. Eso es lo que debe hacerse en tales circunstancias: es inútil correr diez o quince metros tras de la presa, herida o no, ya que eso sólo servirá para agitarlo, para alterar su respiración y pulso. El animal es más rápido que el cazador y la bala más veloz que aquél.

Peligrosa carga de un rinoceronte

Mientras lo filmaba, el rino se acercó peligrosamente ...

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ÁFRICA - 1960 Habíamos cambiado de campamento. Salimos temprano y nos dirigimos a la región de los para­cuengos, tribu que habita muy al este de Angola, cerca de la frontera con Botswana. No había picada ni nada que marcara el camino. Era tan fina la ce­niza de los pastos quemados que con frecuencia teníamos que lavarnos los ojos para quitarnos esa molestia que no nos dejaba ver. Seguimos por la mata y a las 10 a.m. entramos a una chana interminable, vimos un grupo de cinco roanos chicos y los dejamos ir. Más adelante y a la orilla de un charco, en medio de la chana, vimos un rinoceronte de cuernos chicos. Ibamos a seguir sin hacer el menor caso, pero cuando estábamos frente a él, a unos 75 metros, se me ocurrió filmarlo. —Párate, voy a filmarlo —le dije a Hernani. Bajamos del jeep y tomé la cámara. El rino nos vio o nos sintió por el ruido del motor del jeep, por­que no bienio había enfocado con el telefoto cuan­do empezó a caminar hacia nosotros ... Yo filma­ba ... y filmaba, pero oí cuando Hernani tomaba su rifle .458 y cortaba cartucho, y luego daba un grito; yo seguía filmando. El rino venía con ese trotecito muy peculiar en él; un segundo después oí un dis­paro. “¿Qué pasa?” —bajé la cámara y hasta enton­ces me di cuenta de que el animalazo de tonelada y media estaba a no más de 20 metros, suficiente motivo para preocuparse. El motor del jeep estaba andando y nosotros en tierra. De todo modos, en esos terrenos el jeep no podía correr a más de 12 k/p/h y un rinoceronte desarrolla, comprobado por mí en otra ocasión, una velocidad hasta de 40 k/p/h. Por un instante creí que Hernani había dispa­rado solamente para asustar al rino, pero en rea­lidad tiró a matar, sólo que con tan mala puntería que le pegó en la pierna trasera. La bestia giró en redondo, alejándose al trote rápido como un jabalí. Fue entonces que le dije a Fer: —¡Tírale ... yo filmo!— Fer le disparó con el .375 y dio en el blanco, pero no en parte vital. El rino ya estaba a más de 100 metros y pronto se perdió en la mata. Todos corrimos tras él; Hernani con el rifle .458, Fer con el .375 y yo con la cámara. Nos seguían los dos pretos. Hernani y Fer, al fin jóvenes, pron­to me dejaron atrás. Seguí adelante como mejor pude y poco después regresó Hernani y me dijo: —Deme la cámara, nosotros vamos a seguir co­ rriendo tras él. —Está bien, yo iré lo más aprisa que pueda, que se quede conmigo uno de los pisteiros, no sea que me pierda. Así seguí una media hora tras el rastro. El pis­teiro pronto se desorientó: el rastro, que al princi­pio sólo

dejaba unas gotas de sangre, pronto se hizo más difícil de seguir en la arena de ese terre­no montoso. Perdimos la huella. Me paré, grité, y nadie me contestó. Entonces examiné la situación: “A juzgar por el rastro y lo que hemos camina­do, los tiros deben haber hecho muy poco daño a ese bruto, de modo que el asunto va para largo. Hernani y Fer van sin agua y sin sombrero, por lo que será mejor que yo regrese por agua, sombreros y algo de comida. Además, traeré mi rifle, seguiré el rastro hasta donde lo pierda y haré unos disparos para orientarlos”. No había caminado cien metros cuando oí un tiro. Me paré. No hubo más disparos. “Raro —pen­sé—, seguramente lo vieron a distancia y le dispa­raron sin resultado, de otra manera hubieran hecho más disparos, pues ese animalote no cae de un tiro”. Esperé un rato y continué mi regreso hacia el jeep. Lo encontré con el motor andando, lo paré y tomé mi rifle, la comida, dos cantimploras, los sombreros y un hacha. Emprendí con el pisteiro Arístides el regreso al monte. Seguimos el rastro hasta el lugar donde había oído la última detonación, disparé dos veces mi ri­fle y esperé. Pronto se dejó oír un disparo cerca. Eso me tranquilizó, pues me preocupaba el peligro en que se había metido Fer siguiendo a un rinoceronte herido. Los vi venir, jadeantes, sudorosos y sonrientes; —¿Qué pasó? —pregunté a Fer. —No te imaginas, pap ... pero primero dame un trago de agua. Se tomó media cantimplora y luego —todavía con la emoción reflejada en el rostro— continuó: —¡Qué pelea ... ! ¡Qué combate! —¿Qué estás diciendo? ¿Cuál combate? .. A ver, dime con calma lo ocurrido desde el principio: ¿lo mataron? —¡Sí ... y además hubo una pelea! Dame otro trago de agua. La cosa estuvo así: “Cuando tú te quedaste atrás, Hernani y yo se­guimos a ratos corriendo y a ratos al trote. De vez en cuando veíamos por un instante al rino cruzar por la maleza sin darnos tiempo de tirarle. Así an­duvimos otros dos kilómetros. Después, el monte se hizo muy cerrado, ya no era monte abierto sino una jungla espesa. Eso nos obligó a seguir más despa­cio, con cautela, procurando hacer el menor ruido. A veces no podíamos ver nada a cinco metros, aunque no perdíamos el rastro. Así caminamos unos 10 minutos: Hernani adelante, luego yo y tras de mi el pisteiro. De pronto Hernani se paró de golpe y, sin voltear empezó a caminar hacia atrás, unos tres metros, fija la mirada en un punto, como quien ha visto una víbora, y se agachaba tratando de des­cubrir

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Un cuerno fuera de serie posee este ejemplar de rinoceronte; imagínese el lector las tremendas heridas que se producen estos animales cuando se pelean entre ellos.

que no ce­saba de batir su imponente cuerno delantero en todas direcciones, como buscando ensartar a al­guien, dio media vuelta y salió disparado a nuestra derecha. No me dio tiempo para un segundo tiro”. Mientras Fer hablaba, yo lo escuchaba, ob­servando cómo todavía lo invadía profunda excita­ción. Continuó: “—Apenas nos estábamos recuperando del sus­to, cuando de la selva surgieron unos rugidos tan fuertes y sonoros que me hicieron estremecer; creí que era una estampida de enfurecidos elefantes. Por su parte, Hernani creyó se trataba de una batalla campal de muchos leones. Ya puedes imaginarte, pap, la tensión y lo excitados que estábamos. Para entonces ya Hernani tenia su rifle en las manos. Por lo denso de la jungla, los bramidos, los resoplidos, los gruñidos y el resquebrajadero de ramas y ma­torrales, resonaban en forma estruendosa y terrífica. Sin embargo, con todo y temor, nos fuimos acercando hacia el punto de donde procedía aquel estrépito de

algo; luego señaló con el dedo, señal que seguí con la mirada por debajo de la maleza. Alli, a unos seis metros, estaba parado el rino de frente, esperándonos tras de un alto matorral. “Le dije a Hernani que filmara, pero le había dado la cámara al preto, quien, sin disimular el miedo, se había quedado 50 metros atrás. Tratamos de llamarlo y al oír nuestras voces el rino se nos echó encima. “Afortunadamente al rino y a mí nos estorbó un macizo arbusto que había en el camino, de modo que el rino no pudo cargar en linea recta ni yo dis­pararle. Sólo esperé unas fracción de segundo a que se descubriera la enorme bestia; al mismo tiem­po, Hernani, desarmado, pues le había dado su rifle al pisteiro para que se lo cargara, me gritaba deses­perado: —Tira ... tira . . . !, Y yo jalé el gatillo. Para entonces, el animal ya estaba a cuatro metros. Fue tan rápido todo que no recuerdo si apunté o si sólo encañoné, el caso es que el feroz rino,

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ÁFRICA - 1960 muerte hasta llegar a un árbol grande en donde nos parapetamos y nos pusimos a ob­servar. “Lo que vi nunca se borrará de mi memoria: a unos cinco metros del árbol el rino se había encon­trado con una hembra y empezó la pelea. ¡Qué es­pectáculo! ¡Dos monstruos de tonelada y media se acometian con todo empuje, resoplaban como gi­gantescos fuelles del infierno, bramaban, escarba­ban con las patas la tierra como toros de lídia y se alejaban, al igual que los borregos salvajes, para darse el tope más fuerte, destrozando todo a su rededor. Cada uno buscaba con el cuerno la panza del otro. Los dos brutos sangraban por largas heri­das, pero la peor parte se la llevaba el macho. De vez en cuando se separaban y se detenian y yo aprovechaba toda oportunidad para filmar aquella tremenda lucha, aunque no sé si lo haya hecho bien debido a la excitación. Tenia la boca más seca que la de un condenado, el corazón se me salía del pecho y sentía algo extraña la garganta. Asi y todo, filmé lo que pude. Por fin, nuestro rino, fea­ mente herido en la panza y en su amor propio, decidió, como buen caballero, conceder la victoria a la hembra, retirándose velozmente. Al igual que un tanque de guerra, destrozaba todo lo que se cru­zaba en su camino. Cuando pasó muy cerca de nosotros, Hernani le metió un tiro en el codillo. La bestia siguió corriendo sin darnos tiempo a un se­gundo disparo. Entonces, guiándonos por el ruido, nos dimos cuenta cuando dio el costalazo con gran estruendo. “Después de caminar unos 300 metros lo encon­tramos ya muerto; sangraba por varias heridas, unas producidas por las balas y las otras por los agudos cuernos de su enemiga. “¿Qué te parece? .. Dame otro trago de agua”. —¡Formidable! Son casos que muy rara vez se presentan a un cazador. Pero ... ¿cómo es posible que Hernani diera su rifle al preto y desarmado si­guiera a un animal herido? Por lo demás, creo que has vivido un momento de peligro, una buena expe­riencia que desde luego no olvidarás en tu vida de cazador. Como observé que el preto que los acompaña­ba traía las narices tapadas con unas hojas verdes enrolladas como cigarrillos, le pregunté a Hernani: —¿Qué le pasó a éste? —No sé exactamente. —Dile al otro preto, al mucancala, que le pregunte y nos lo traduzca. Así lo hizo y dijo: —La mujer de ese preto está encinta, va a tener un bebé y, según le ha dicho el chamán de la aldea que en casos de peligro debe taponarse la nariz con hojas

verdes de cualquier matorral o arbusto destrozado por los rinocerontes. De no hacerlo, se­guramente la mujer, antes de dar a luz, será cor­nada por otro rino, dándole muerte a la madre y a la criatura. No pudimos menos que soltar la carcajada; los chamanes, el fetichismo, la superstición, siguen practicándose en África lo mismo que hace mil años. Las peleas entre rinos es cosa común, ya que es una bestia muy peleonera; excepcionalmente se ve a un macho adulto sin largas cicatrices en los costados. A. Lake relata un combate de cinco rino­cerontes que duró casi todo el día. Ninguno huyó. Como en la lucha libre, pelearon todos contra to­dos cayendo uno por uno. Con frecuencia en los campamentos, por la noche, se dejan oír a distan­cia estas batallas. Lo raro en el rino que se nos echó encima fue que lo hizo sin provocarlo, pues generalmente hu­yen ante la presencia del hombre o, si es curioso, se acerca, pero tan pronto agita uno los brazos o le grita, se detiene o da media vuelta y huye tro- tando. Cuando el rino se acercó demasiado Her­nani grito; el bruto siguió de frente y Hernani dis­paró, luego Fer disparó a indicación mía para no dejar ir al animal herido; por lo demás, como trofeo de caza, el rino no nos interesaba, tenía los cuernos muy chicos. Es seguro que la .hembra inició la pelea cuando lo olfateó o vio la sangre que brotaba de las heri­das del macho.

Encuentro con los bushmen El episodio con el rino nos quitó mucho tiem­po, aunque fue un atractivo y una interesante ex­periencia sin costo alguno. Hernani cargó con la responsabilidad de la muerte de la bestia. Segui­mos en el jeep un poco más por la chana y re­solvimos acampar internándonos en la mata. Mientras se preparaba la comida salí a curio­sear por el campo, encaminándome en dirección de un charco. Ya casi saliendo del monte, para en­trar a la chana, me llamó la atención un corral que descubrí, muy parecido a los que construyen nues­tros rancheritos pobres de México y muy diferente a las bomas y manyattas africanas. Era un corral en círculo que medía unos 20 metros, construido con palos y estacas, cuyos claros estaban tapa­dos con tupidas ramas que impedían ver de fuera hacia dentro. Sólo había una entrada de metro y medio y, en el centro del corral, un árbol, segura­mente para protegerse del sol. Después de observar el terreno encontré que ha­ bía estiércol de caballos y señales de gente que había

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Por fin tenía delante de mi a los famosos “bushmen”.

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ÁFRICA - 1960 habitado el lugar. Seguí husmeando y cerca encontré los cuernos de un gran kudu ya un poco calcinados por la acción del sol y el tiempo. Ex­trañado por mi hallazgo llamé a Hernani para que me explicara todo aquello. Complaciendo mi curiosidad me contó lo si­guiente: “—Ya se habrá dado cuenta que hemos encon­trado muchos cuernos viejos de kudu regados por el campo. Bien, esos animales han sido cazados por los mucancalas y los bushmen que habitan es­tos lugares. A los primeros ya los conoce y pronto le mostraré a los segundos. “—Está bien —interumpí—, pero, ¿cómo los ca­zan? No he visto que estos nativos usen el arco y la flecha o la lanza como en otras partes de África. “—No, señor Albarrán, aquí el sistema es dife­rente. Para esta gente la mejor época de caza es noviembre, cuando hace más calor; entonces el agua escasea, busca un charco y cerca de él cons­truye un cercado como el que usted ve. Allí se encierra un grupo de hombres con igual número de caballos, que usan sin montura, y, armados de lar­gas lanzas rudimentarias, esperan a que los se­dientos animales de la selva lleguen al abrevade­ro. Entonces, con agilidad asombrosa, montan los caballos y lanza en mano salen disparados a per­seguir a los pacíficos animales que, despreocupa­dos, beben agua, hasta darle alcance al más cer­cano, el cual recibe el lanzazo que le arroja el jinete desde su caballo a galope tendido. Igual ni más ni menos que como hace 700 años lo hacían los mongoles de Gengis Kan. “Naturalmente —prosiguió Hernani—, como ya dije, esta forma de cazar sólo pueden practicarla en los meses calurosos, cuando los buenos pastos y el agua escasean. Entonces los animales flacos y sedientos tienen poca resistencia, menos velocidad y pronto se cansan, circunstancias que aprovechan estos pretos desgraciados que están acabando con nuestros kudus”. Mientras tanto, yo me imaginaba la emoción de vivir una cacería de esa naturaleza. También vino a mi mente el recuerdo de una cacería que llevé a cabo en Sonora. Fue en el Rancho de Chamber­lain, cerca de Caborca. Íbamos un grupo de ami­gos, entre ellos el licenciado Vicente Zuno Arce y Ricardo Arce Pérez, en busca de buras, magníficos cérvidos que en Estados Unidos les llaman mule­deer. Una noche, después de campear todo el día a pie y sin lograr darle gusto al dedo, cuando tomá­bamos café al calor de la fogata y menudeaban los chistes y anécdotas, uno de los rancheros que había hecho las veces de guía nos dijo: —Cazar buras no tiene chiste, aquí los lazamos. —¡Cómo ... ! —interferí—, ¿acaso los amarran?

—No, señor, pregúntelo a quienquiera de por aquí. No lo quise desmentir, pero no le creí. Después me informaron que era exacto lo dicho por ese hom­bre; en la época del calor intenso los buras están atontados y flacos y al mediodía, cuando el calor es más fuerte, se echan y adormilan a la sombra de los huizachales, hora en que llega el ranchero a caballo, soga en mano para lazarlos. Eso, como decimos vulgarmente en México, es como encue­rar una borrachita a media calle. Pero mejor sigamos con los bushmen. —Oiga, Hernani, ¿cuándo y dónde veremos a esos bushmen? —Mañana y aquí mismo, si usted quiere. Arísti­des me dice que los tenemos cerca. Mañana puedo mandar traer algunos. —Bien, hágalo. Los bosquímanos. Los bushmen me han intere­sado sobremanera a través de anécdotas y lecturas. Su vida y costumbres no tienen paralelo en la his­toria. Su sentido de orientación sólo es comparable con el de las aves migratorias y, como huelleros, no tienen rival, de tenerlo sería entre los nativos bindibúes de Australia, si bien, van perdiendo esas facultades a medida que se incorporan a la civili­zación. Tal vez el nombre de bushmen o bosquima que se te ha dado a las tribus masarwa se deba a la vida primitiva, paleolítica, nómada, que lleva en la selva y en los desiertos. No cultiva la tierra, vive de la caza, de insectos, raíces y frutos silves­tres. La vida para esas tribus se hace cada día más dura y difícil, debido a que las áreas inexploradas o semidesérticas donde habitan se van reduciendo más y más a medida que avanzan la explosión de­mográfica y el progreso, invadiendo terrenos en otro tiempo habitados exclusivamente por la fauna sil­ vestre y los bushmen y en consecuencia disminu­yen las ya limitadas fuentes de vida del bosquimano. En Angola los frutos silvestres se reducen a tres: una fruta parecida al níspero; otra, una semilla muy pa­recida al colorín, de la cual sólo se comen la piel que cuecen mezclándola con variadas raíces o con carne de animales, y, por último, el massambala, algo así como el pan de cada día, grano de una planta indígena de Angola, gramínea de doble al­tura que el trigo, cuyas espigas dan unos pequeños granos esféricos del tamaño de la “alegría”, pero de color gris oscuro, de los cuales hacen una ha­rina de uso corriente. El massambala es para el bushmen como el ragen para los pobres campesi­nos de la India, o como el arroz para los chinos. Tantas y tan fantásticas historias había oído y leído sobre los bosquimanos, despertando en mí un gran interés en conocerlos. El día llegó y con él un grupo

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ÁFRICA - 1960 a mi tribu). El bushmen es muy mentiroso, por eso ha sido difícil estudiarlo. Su incomprensible dialecto se compone de sonidos guturales, estomacales y chas­quidos de la lengua pegada al paladar, en combi­nación con ruidos que producen con los carrillos, como quien masca chicle abriendo la boca. Las inflexiones del tono dan a una misma sílaba dis­tintos significados y la abundancia de chasquidos hacen imposible su imitación, por lo tanto, sus pa­labras sólo pueden transcribirse en forma muy im­ perfecta. Vale la pena conocer y disertar aunque sea su­ perficialmente sobre la vida y costumbres de esta singular raza. Señores del desierto, hábiles caza­dores que no tienen paralelo en el mundo. Ninguna raza nativa de África puede disputarle el conoci­miento de la naturaleza que tiene el bushmen, estu­dioso sin igual y conocedor de plantas, insectos y serpientes. . Abandónese a un bushmen cazador en un de­sierto, desnudo, con las manos vacías, sin ningún utensilio, y él solo, sin ayuda ajena, sabrá encon­trar alimento, abrigo y cómo hacer fuego para so­brevivir. Bushmen, bosquimanos y masarwas, son tribus de la misma raza, cuyo origen se pierde en la no­che de los tiempos. Etnológicamente se cree des­cienden del Aurignacian, hace unos 35 mil años. No son precisamente negros, el pigmento oscuro de su piel se debe al clima y a la exposición de su cuerpo a la intemperie. Al nacer su piel es clara y luego va del amarillo al achocolatado. La mayor parte de ellos tienen rasgos mongólicos: ojos lige­ ramente oblicuos, párpados gruesos, pómulos sa­lientes. Todos son esbeltos, delgados y de baja estatura. La mayor concentración de bushmen se encuen­tra en el desierto de Kalahari, en el país de Bost­wana y en zonas limítrofes con el territorio de Áfri­ca del suroeste, casi todos pertenecientes a la tribu kung, la más pura. A diferencia de otras tribus de África, no tienen jefes de aldea, viven en círculo familiar y son nómadas, a sel1lejanza de los aborí­genes bindibúes de Australia. Igual que el hombre de la época cromañonesa, no cultiva la tierra, vive exclusivamente de la caza y la colecta de semillas, raíces, huevos de avestruz —cuyos cascarones ser­virán de recipientes para conservar el agua— y frutos silvestres. Están tan familiarizados y conocen tan bien sus terrenos, que ya saben dónde, cuando y en qué fe­cha exacta encontrarán éste o aquél alimento. No tienen alfabeto ni escritura y sólo saben contar has­ta tres o cuatro; por ejemplo, si un individuo quie­re manifestar que vio 7 órix, primero muestra tres de sus dedos y luego dos

Paupérrimos me parecieron los “bushmen” que llegaron a nuestro campamento.

reducido de esa tribu a mi campamento. He conocido tantas razas y tribus en mis an­danzas por el mundo que, al verlos, no sentí mayor impresión: desarrapados, casi encuerados y muy fla­cos. Pronto hicieron rueda poniéndose a fumar ho­jas de tabaco revuelto con otras hojas secas. —A ver, Hernani, diles a uno de nuestros pretos que los haga hablar. No faltó uno que entendiera el dificilísimo dia­lecto y sirviendo de intérprete llamó al que estaba más cerca preguntándole su nombre. (Disculpe el lector la traducción que voy a dar de unas pocas palabras tal como mis oídos las captaron.) —¿Cómo te llamas tú? —Tlick-tloc-ing. —¿Está tu papá entre el grupo? —Hang -(Sí). —Llámalo. Se acercó otro bushmen. —¿Cómo te llamas? —Tloch-glat contestó. —¿No eres el padre de este muchacho? —Ungha, ilog - hapa - flac - shloc. -(No, pero pertenece

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ÁFRICA - 1960 veces dos. Cuando salen a cazar en tiempos de secas en que deben alejarse y caminar mucho, tienen la pre­caución de llevar consigo agua en cascarones de huevos de avestruz y los van depositando a deter­minadas distancias para asegurarse de contar con el precioso líquido a su regreso. En la misma forma procedió con los alimentos y petróleo el famoso explorador inglés R. F. Scott en sus expediciones a la Antártida. Además, los bushmen cuentan con el melón silvestre que llaman t’samma, un jugoso fruto amarillo que es una bendición; sin él la vida sería imposible en el desierto. Florece en grandes manchones en la cima de las dunas. Los bushmen los entierran en la arena seca y los melones se conservan durante semanas en buenas condiciones. No son nutritivos, pero calman la sed. El t’samma tatemado; así como la carne de chacal asada, son el festín favorito del bushmen. Toda la fauna del desierto medra con estos melones silvestres, fuente de vida. Estos geniales cazadores buscan, al igual que cualquier cazador experimentado, primero encontrar una huella, estudiarla y seguirla si es fresca, aunque lo más importante del acecho que practican con­siste en arrimarse a una distancia increíblemente corta sin que el

animal lo advierta. Generalmente van en parejas y cuando saben que ya están cerca de su presa trabajan y cooperan como si entre los dos hubiera un solo sistema ner­vioso; no hablan, no producen un solo ruido que denuncie su presencia y alternativamente caminan en fila india y se comunican con señas, gestos y miradas de inteligencia. Con intensa concentración observan cada indicio que revele los movimientos del animal: una ramita o pasto doblado, la huella de la pezuña en la arena, una rama rota, las semillas del pasto que se desprendieron, una piedra desprendida del suelo, la orina, las defecaciones. Re­cuerdan, asimismo, los hábitos del animal que se acecha, la hora que es, la hora en que la presa bus­cará un lugar para su siesta evitando los fuertes rayos del sol.... y tantos otros detalles que cono­cemos los cazadores. A unos 50 metros de un grupo de 3 gemsbuck que están comiendo sin percatarse de la amena­za que les acecha, pues uno de ellos está alerta: a cada momento deja de comer para vigilar y dar la voz de alarma a la menor señal de peligro, los ca­zadores con toda precaución se acercan, pero cada vez que el animal centinela levanta la cabeza se quedan inmóviles, no hacen ningún movimiento rá­pido, se deslizan lentamente,

“Bushmen” a la entrada de su primitiva vivienda en el desierto de Kalahari.

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Pinturas rupestres realizadas por los bosquiamos en el desierto de Kalahari representando algunos de los animales que ellos cazan.

como serpientes, has­ta llegar a la increíble distancia de tres o cuatro metros del gemsbuck más cercano. Cuando el gems­buck guardián los ve fijamente, los bushmen se quedan paralizados, quietos como una esfinge. De pronto, el animal ve para otro lado y entonces da a sus perseguidores la oportunidad que han estado esperando: rápidamente arman sus arcos y flechas, aunque en ese momento voltea. el gemsbuck, fija nervioso su mirada y da ligeros resoplidos hacia los inmóviles cazadores; finalmente, el animal de­cide que no hay peligro, voltea la cabeza y da unos pasos, pero en seguida viene el drama: los dos bosquimanos disparan sus flechas que hacen blanco en el gemsbuck. El antílope, de más de 200 kilos de peso, corre y se embosca en la maleza segui­do de los

otros dos. Los bosquimanos no los persi­guen, se sientan tranquilamente a descansar de la tensión nerviosa que han sufrido... seguros de que sus flechas dieron en el blanco y que es cosa de tiempo para cobrar la pieza. Pasado un buen rato, siguen el rastro y a poco andar, por las huellas descubren que el gemsbuck herido se ha separado de sus dos compañeros y media hora después descubren al animal respi­rando con dificultad y echando espuma por el hocico. Uno de los bosquimanos esgrime una lanza —hechiza, primitiva, hecha de madera con punta endurecida al fuego; no es arrojadiza, pues no tiene el punto de balance requerido, sino que sirve para rematar— y, cuando se acerca, el gemsbuck hace un intento para escapar, pero

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sólo da unos pa­sos tambaleantes tratando de respirar. La espuma brota de su hocico cada vez que respira y su cuer­po, tiembla, se estremece con el esfuerzo. Apenas puede ver a su agresor. Baja la cabeza y hace un in­ tento de atacar con sus agudos cuernos como es­tiletes. Es inútil, sólo logra caer de rodillas y antes de que pueda levantarse el bosquimano salta y hunde su lanza en las costillas del animal. El drama termina, un drama real, primigenio, entre el cazador instintivo, nato, y la bestia. El bushmen como el bindibúe, ambos nómadas del desierto, han nacido y crecido en el desierto y cazar es su vida y segun­da naturaleza, tal como lo fue en el hombre pa­leolítico. Es explicable la habilidad que despliega el bos­ quimano en la caza, porque es consecuencia de la vida totalmente selvática que lleva. Otra técnica del bosquimano para cazar en lla­nuras donde no hay nada de que pueda valerse para “cubrirse” en el acecho, consiste en seguir a la presa hasta cansarla. Tienen una increíble resis­tencia física y pueden perseguir a su presa 40 ki­lómetros o más si es necesario, pero sin correr, sino a paso regular. En cambio, el animal se cansa por su desesperada carrera, parándose a cada rato para voltear la cabeza y volver a correr. Cuando ya está exhausto y rendido, los bushmen vuelven de­ liberadamente los pasos atrás, engañando a la pre­sa que se echará a descansar. El descanso enfría sus músculos que, desde luego, se entiesan, se entumecen, se envaran, y es entonces cuando los cazadores repentinamente corren hacia él, que ape­nas si puede levantarse, siendo así una fácil vícti­ma de la flecha o la lanza.

Extraordinarios cazadores, los “bushmen” envenenan sus ligeras pero poderosas flechas con el mortífero veneno que extraen de una especie de oruga.

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Como recuerdo de la visita de estos hábiles cazadores, Fernando se retrata con un joven “bushmen”. extraído de la oruga, tan rápido y mortal que hasta el león o el eland no es­capan de la muerte. Como fijador de venenos mez­clan el jugo que extraen de algunas plantas. Los arcos son simples y primitivos y las flechas, hechas de algún junco o carrizo, son muy ligeras, pero tan poderosas y efectivas que pueden atrave­sar un tablón de dos centímetros de espesor. Las puntas son de hueso, e intercambiables, de tal ma­nera que si al recibir el impacto el animal corre entre la breña y se desprende la vara de la flecha, la punta quedará prendida en la carne de la vícti­ma, la cual no tardará en morir. Refiriéndose al tratamiento de piquetes de víbo­ra, el famoso explorador Chapman vio cómo los bushmen usaban como medicamento una planta tre­padora. A la raíz de dicha planta le llamaban eokam. Primero practican una incisión en la herida; lue­go el que hace de curandero mastica la raíz de eokam, conserva la pulpa en la boca y

En verdad, los cazadores por afición tenemos mucho que aprender de estos nativos, cazadores por necesidad. Los bosquimanos aplican venenos en las pun­ tas de sus flechas. Uno de ellos consiste en una pasta oscura que obtienen de las larvas que los escarabajos —Giamptidia locusta— depositan en las raíces de unas matas llamadas Adenium bho­mianum. Es un potente veneno que paraliza el sis­tema nervioso, de tal manera que un animal chico muere en unos minutos y uno grande, digamos un gemsbuck, en un término de menos de dos horas. La carne no queda envenenada, así que el cazador corta y desecha la carne que circunda la herida. Confeccionan y usan otros tipos de veneno según la región que habitan los clanes. El veneno de la cobra amarilla o el de la víbora puff adder son mor­tales una vez que entra a la corriente sanguínea. También usan el veneno del escorpión. La tribu kung compone un veneno

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succiona el área del piquete. Después se le da a beber al pa­ciente un cocimiento de semillas de eokam que tiene el efecto de un vomitivo y el paciente queda curado, fuera de peligro. —Los bushmen que llevan consigo un trozo de raíz de eokam se ríen de los piquetes de víbora -decía Chapman. Desgraciadamente, el explorador no supo identificar la planta. Los bushmen comen fácilmente doce kilos de carne en una sola sentada, aunque la sentada dura algunas horas; si no fuese por la capacidad estomacal que posee, moriría, porque no sabe cuándo estará al alcance de su flecha otro animal. Todo bushmen adulto tiene el estómago contraído pero capaz de expandirse extraordinariamente cuando hay abundancia de alimento. Cuando escasea la caza de elands, órix, springbuck, avestruces, cha­cales y otros animales, come saltamontes, serpientes, sapos, tortugas de tierra, variedad de termitas, lagartijas, ratas, gramíneas, uintjies —cebollas silvestres—, etc. Es increíble el sentido de orientación del bos­ quimano. A continuación inserto un hecho real, con­ tado por el famoso cazador F. C. Selous, da una idea de la extraordinaria facultad de orientación que posee el bushmen para encontrar siempre su camino, ya sea de día o de noche, cruzando montes y planicies, sin sendas o veredas ni puntos de re­ferencia, por lugares donde nunca habían estado antes y llegar a su destino. “Cuando la primera expedición Matabili, que ha­bía sido enviada contra la tribu batauwani, regre­saba del lago Ngami, se llevaron consigo algunos niños masarwa capturados en el desierto. Eran unos doce muchachos y fueron llevados a presencia del rey. El mayor no tenía más de 10 años y los demás seis o siete años. Al llegar a Bulawayo [capital de Bechuaoaland, hoy Bostwana] estaban muy flaqui­tos; pero luego, bien alimentados, como todos los esclavos del rey, no tardaron en ponerse bien gor­dos y aparentando estar contentos con su

suerte. Por la noche dormían alrededor de la fogata que prendían en un patio o corral circundado por una palizada en la parte trasera del palacio real. Por supuesto que la entrada al corral estaba bloqueada. “Una mañana se descubrió que los pequeños masarwa habían huido. Inmediatamente se organizó una búsqueda, considerando que siendo tan niños pronto los encontrarían y traerían de regreso. Sin embargo, nunca volvieron a verlos en Matabililandia. “Cuando la Bengula [el rey] me contó la esca­patoria de esos niños bushmen pareció buscar alivio a su agravio diciendo: «asi ubantu amasiri; inya­mazana godwa» [los bushmen no son gente huma­na; sino animales salvajes]. “Un año más tarde hice un viaje con mi carava­na de carretas de Bulawayo a Mabibi, siguiendo el mismo camino que el año anterior había tomado el ejército matabili. Después de cruzar el camino carretero de Bamangwato al Zambeze, entramos a territorio de los bushmen. “Por mera curiosidad empecé a hacer investiga­ciones sobre los niños que habían escapado de Bulawayo y me aseguraron que, excepto uno que murió en el camino, todos habían llegado salvos a sus chozas. Todo el tiempo que anduvieron entre las aldeas de sus enemigos, los matabili, caminaban solamente de noche, escondiéndose de día entre los matorrales. En su larga travesía por el desierto se habían alimentado con moras, lagartijas y tor­ tugas. * Esos muchachos bushmen hicieron una travesía de unos 640 kilómetros, distancia que hay en línea recta desde el lago Ngami a Bulawayo, cruzando selvas y desiertos sin perder su derrotero. Un libro entero podría escribirse sobre la vida,

* En algunos resecos desiertos suelen encontrarse grandes tortugas parecidas a las caguamas de mar.

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ÁFRICA - 1960 costumbres y singular religión de esta raza. Pero volvamos a mi safari. Agosto 17: Al tuku-tuku se le ha roto una flecha, lo peor que podía pasarnos. No podíamos mover­nos. Tendríamos que esperar estacionados hasta que el camión fuera por una refacción al campa­mento-base. Menos mal que el jeep aún podía co­rrer sobre terreno plano. Cazaríamos en las cer­canías. El camión regresó con la malísima noticia de que no había la refacción. Esa imprevisión del con­tratista nos obligó a no alejarnos mucho, como era nuestro plan. El camión tampoco nos fue muy útil porque era parecido a los de volteo. ¡Casos de los safaris ... y de los malos con­tratistas! Pasaban dos nativos por el campamento y al interrogarlos nos informaron que en las cercanías de su aldea había buenos elefantes. Decidimos ir al día siguiente.

El territorio de los paracuengos Después de veinticinco trabajosos kilómetros con altos pastos y terreno tortuoso, llegamos a la pe­queña aldea de los paracuengos, tribu seminóma­da, primitiva, pero que disfrutan de plena libertad; derecho por el que tantos “Paracuenco” fumando una impresionante pipa. Cerca de su aldea encontramos nuevos terrenos de caza.

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Teníamos la esperanza de localizar algún gran trofeo, ya que en Angola y precisamente en la zona donde estábamos cazando se abatió el elefante más grande del mundo.

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ÁFRICA - 1960 pueblos luchan, se aniquilan y mueren. Los paracuengos son gente fe­liz aun dentro de su ignorancia y miseria. Al llegar, inmediatamente nos dirigimos a un bonito charco cercano para buscar y examinar hue­llas de animales. Las había de roan, wildebeast, búfalos y elefantes. En especial me llamó la aten­ción la enorme huella de la pata delantera de un elefante que midió 60 centímetros de largo. Vería­mos si por la noche volvía. Al día siguiente, muy temprano, nos dirigimos al charco. Dos elefantes lo visitaron por la noche, uno de ellos era el de la huella de 60 centímetros. Re­cordé que en Angola, precisamente en el distrito de Mavinga, por la década de los cincuentas, se cazó al elefante más grande del mundo, registrado hasta la fecha, cuya pata delantera midió 60 cm de largo y 65 la trasera. Ese elefante se exhibe disecado de cuerpo entero en la institución smith­ soniana de Washington, D.C. Mide 4.20 metros de altura a los hombros, 8.40 metros de la punta de la cola a la punta de la trompa en línea recta y su peso se calculó en 10 toneladas. Sin embargo, el mejor colmillo sólo pesó 45 kilos. Pensamos seguir la huella al día siguiente si el elefante volvía. Por la noche llovió. ¡Qué bueno! Así sería más fácil seguir la huella de los elefantes. Agosto 20: Amaneciendo salimos a buscar las huellas en el charco. No fallamos: ahí estaba la hue­lla claramente marcada en la arena mojada. De in­mediato abandonamos el jeep y emprendimos el rastreo cargando con nuestras cantimploras y un ligero lunch, pues tal vez nos ocuparía todo el día seguir el rastro. Nos llevamos cuatro pisteiros, dos paracuengos conocedores de la región y dos de los que ya traíamos, pertenecientes a la tribu de los candiricos. Al principio la cosa fue fácil y caminábamos muy de prisa. Las huellas correspondían a dos ele­fantes, pero las del más grande eran inconfundi­bles. Los pisteiros iban adelante. Por costumbre, cuando voy en acecho, volteo para todos lados y de vez en cuando examino personalmente las huellas. Después, el rastro se tornó difícil, el monte era más denso y la tierra arenosa cubierta de hojarasca nos hacía perder con frecuencia la huella. Nuestro andar era más lento. Había veces que perdíamos el rastro y teníamos que dar largos rodeos para volver a encontrarlo. Más adelante se cruzaron huellas de otros ele­fantes, pero la que seguíamos destacaba de las de­más y, cuando había duda, Hernani sacaba su cinta de medir para hacer una comprobación. A las 11 a.m. encontramos los primeros excre­mentos

recientes, aunque no estaban tibios. “Toda­vía estamos lejos —dije a Hernani—, pero ya es un buen indicio.” Desde ese momento Hernani no dejó de fumar para estar siempre atento a la dirección del viento. Tal vez por la inyección de energías que, en forma de entusiasmo, impregna nuestros músculos, dán­donos mayor resistencia cuando nos sentimos pró­ximos a la pieza que seguimos, no me sentía cansado después de seis horas de continuo cami­nar. Para no tomar mucha agua, chupaba a ratos unas gotas de limón que refresca la boca y hace trabajar extra a las glándulas salivales; eso me ha dado muy buen resultado en mis safaris, al grado de que, en duras caminatas de doce a catorce horas, un litro de agua y un limón me han bastado. Además, más se suda mientras más agua se toma durante una larga caminata. A las 11 :30 volvimos a encontrar defecaciones. Con el pie abrí unas por la mitad y al tentarlas con el dorso de la mano las sentí ligeramente ti­bias. “Seguramente ya no están lejos”, pensé. Des­de ese momento ya no puse atención a las huellas y caminé escudriñando a distancia el monte. Con el viento a favor todo hacía pensar que el tembo no se nos escaparía, pues la hora de su siesta es­taba próxima. Habíamos caminado media hora más cuando me di cuenta de que en vez de alejarnos caminábamos en dirección al campamento. Di una señal para detenernos y Hernani quedó sorprendido al hacerle notar mi observación. Examinamos la huella, la me­dimos y por poco exploto de ira. ¡Los estúpidos pisteiros habían perdido la huella confundiéndola con otra! —¡Esto es el colmo! —exclamé irritado—. ¡Per­der una gran huella, inconfundible, en terreno mo­jado y con cuatro huelleros! ¿Cómo es posible? ¡Estos infelices pisteiros no son capaces ni de seguir la huella de un tanque de guerra, y para esto hemos caminado más de seis horas! Hernani, convencido de que efectivamente él y los pisteiros habían confundido la huella, increpó duramente a los cuatro huelleros ordenándoles re­gresaran a buscar la huella original, mientras nos­otros descansábamos un poco bajo un frondoso ár­bol chora sangue. Me sentía muy desalentado con un equipo tan malo de huelleros. Pasó una hora. De pronto oímos bastante cerca un trompetazo de elefante. De un brinco nos pusi­mos en pie tomando nuestros rifles. Sin decirnos una palabra, los tres con el mismo pensamiento, escuchamos. —¡Por ahí se oyó! ... ¡Vamos! -dijo Fer. El monte era cerrado, denso. —Tú, con la cámara —dije a Hernani. Caminamos unos diez minutos escudriñando la selva por todos lados

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ÁFRICA - 1960 y parándonos por momentos para escuchar algún ruido que delatara la posición del o los elefantes. No se hizo esperar el peculiar ruido de sus intestinos, delatando su posición. Era la hora de la siesta para los elefantes. El calor era fuerte y el viento favorable. Avanzamos lentamente, con cautela, evitando hacer el menor ruido. La selva era densa, no lo suficiente. Bajo la sombra de un grupo de árboles, en un manchón de tupido follaje, descubrimos, a no más de 30 metros, unas grandes sombras agrupadas. —¡Allí están! Desde luego que no me imaginé que entre ellos pudiera estar el gigantesco elefante, aunque “a falta de pan buenas son las semitas”, dice el refrán ranchero. Cobraríamos uno de esos dovus como los llaman los pretos. No obstante la corta distancia, tuve que usar los binoculares para ver su posición, contarlos y seleccionar el macho con mejores colmillos: uno... dos... tres... cuatro ... cin­co... seis... siete, toda una familia de machos, hembras y tatos —crías—, estaban ahí. La cosa era excitante, siete paquidermos que a la hora de la

detonación no sabríamos cómo reaccionarían. Esa es la sal y pimienta de la caza mayor, la emoción fuerte que busca el cazador de animales peligrosos: alta tensión, sudor’ de manos, tragar sa­liva con la boca seca y que no tiemblen las pier­nas ... concentración, prudencia. Aun con los gemelos tardé en descubrir entre la maleza al paquidermo con mejores colmillos. Dos hembras se apartaron un poco por el lado de­recho y di tres pasos a la izquierda para ver mejor desde otro ángulo. “No, ninguno de ésos es el que buscamos —me dije—, sin embargo no perderemos la oportunidad.” A señas le indiqué a Fer el tembo seleccionado Hernani filmaría la acción. Avanzamos hasta colocarnos a 20 metros. Las ramas cubrían parte de la cabeza del tusker. Apuntaríamos al corazón. Simultáneamente se oyeron dos detonaciones y se desató una confusión. Como tanques, todo el grupo partió enloquecido hacia nuestra derecha le­vantando una nube de polvo, tumbando arbolillos y cuanto encontraba a su paso. En la confusión ni siquiera pudimos hacer un

El paquidermo recibió simultáneamente los disparos del autor y Fernando ...

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Muy emocionante fue la caza de este elefante, del cual admira Fernando su enorme corazテウn

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ÁFRICA - 1960 segundo disparo. Corri­mos tras ellos “con el Jesús en la boca”. Eran siete y bien podíamos tener un mal encuentro con algu­no emboscado. La afición fue más grande que el miedo. Después de correr y saltar unos 50 metros, en­ contramos a nuestra víctima. Estaba parada, evi­ dentemente muy mal herida. Al intentar huir la re­matamos disparándole al oído. El gigante cayó para no levantarse más, mientras Hernani filmaba la es­cena que esta vez resultó de lo mejorcito. Los colmillos apenas si pesaron 56 libras por lado, aunque el momento fue emocionante. Siem­pre es excitante la caza del elefante. Perdimos la huella de un tembo muy grande, aun cuando le sacamos provecho a la situación. Fer se dio el gusto de tirarle a su segundo elefante, cobrando más experiencia en la caza de esos peli­grosos paquidermos, los mamíferos más grandes que pisan la Tierra. Este fue el quinto que caía en mis safaris. Al día siguiente fuimos al charco buscando sin éxito la huella grande. El 21 de agosto fue día de búfalos. Por la tarde íbamos ya de regreso al campamento cuando dis­tinguimos a lo lejos un cordón negro. Tomé los ge­melos. Eran búfalos. —Vamos a cobrar uno —le dije a Hernani—, recuerda que tú eres el camarógrafo, queremos que filmes una buena acción. —No se preocupe, señor Albarrán. Estudiamos el plan de acecho y emprendimos la marcha. El terreno donde estaba la manada era plano,

abierto, salpicado de arbustos y huizaches. Llegamos al lugar de la acción. Aparentemente los búfalos no se habían dado cuenta de nuestra pre­sencia. Calculé que eran unos 60. Estaban a unos 100 metros, caminando y pastando tranquilamente. Revisamos nuestros rifles. —Tú, Hernani, cuando’ haga yo un ligero movi­miento con la cabeza será señal de que vamos a disparar y empiezas a filmar. —Está bien, está bien. Acuérdense que en caso de una carga yo estoy desarmado. A Fer le dije: Mira, en este terreno la cosa se puede pre­sentar peliaguda. En caso de peligro, de que se nos echen encima, no hay ni un árbol grueso don­de treparnos para salvarnos, de modo que lo único que podremos hacer es tirarnos en esos altos matojos y arbustos, quedándonos completamente in­móviles y pidiendo a Dios que no nos hagan papi­lla. De ninguna manera vayas a correr, porque sería un error fatal. Dispararemos cuando estén a unos 50 metros. —Entendido, pap. Míralos, ya están a 80 metros. A pie firme empezó Fer a encarar su rifle y lo mismo hice yo rodilla en tierra. Una vez más sentí cómo invadía mi cuerpo esa extraña sensación cuando se está frente a un peli­gro inminente, cuando se va sobre la cuerda floja. Fuerte palpitar del corazón, sequedad de la boca y un poco de frío en la nuca. Allí estábamos frente a uno de los cinco gran­ des animales peligrosos de África. Muchos caza­dores

Dificil podía ponerse el asunto con los peligrosos búfalos ...

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En los terrenos de nuestro campamento a orillas del río Luiana había gran cantidad de kudus. profesionales lo estiman más peligroso que al león o que al rinoceronte, y nosotros teníamos enfrente a 60 de esos enlutados caballeros. Deben haber estado a unos 50 metros cuando hice la señal convenida a Hernani. Fer y yo, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, apuntamos al mismo macho que por su formidable corpulen­cia se distinguía del resto de la manada; tal vez era el líder porque iba “partiendo plaza” delante de todos. Tenía la cabeza echada hacia atrás de­jando al descubierto el pecho. Probablemente ya para entonces sospechaba algo, pues avanzaba con la mirada fija en nuestra dirección. Oí cuando em­pezó a funcionar la cámara, tragué saliva y, dos se­gundos después, de los cañones de nuestros rifles salieron 800 granos de plomo que hicieron impac­ to en el pecho de la bestia. Dio tres pasos y cayó. El resto de Ia manada resolvió no meterse con nosotros y en estampida salió por la derecha, le­vantando una gran polvareda.

Los cuernos midieron 43 pulgadas de abertura. Observé que el pelo de los búfalos de esa región es más crecido que el de los de Tangañica, hoy Tanzania.

Cae el segundo, tercero y cuarto gran kudu Estábamos acampados en las márgenes del río Luiana. Sus aguas como las del Cubango, las del Cuita, las del Cuando y de otras que nacen dentro de Angola, no desembocan en el mar, sino que mueren absorbidas por las dunas del desierto. La cacería se había hecho monótona y tediosa, pesada. En el día la temperatura subía a 37°C.; el jeep estaba hecho pedazos, una muelle rota y no había de repuesto; la tracción delantera inutilizada y el motor se calentaba una barbaridad y cada dos kilómetros había que enfriarlo a base de agua y teníamos que ir a donde la había. Lo más molesto era que a cada rato, en la menor

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ÁFRICA - 1960 pendiente, tenía­mos que empujarlo. Ese pobre cascajo de tuku-tuku asmático, de plano ya no podía con la tarea, ha­ciéndonos perder mucho tiempo. Así y todo, caminábamos muy despacio por la mata, cuando Arístides, nuestro pisteiro estrella, ojos de halcón, nos señaló un grupo de kudus me­tidos en la maleza a unos 200 metros. Paramos el jeep y buscamos los antílopes concentrando la vis­ta en el punto que señalaba Arístides. No veíamos nada. Usamos los binoculares. Inútil. Por más que el preto nos señalaba con el dedo, ni Hernani ni Fer ni yo podíamos descubrirlos. Sólo hasta que se movieron logramos verlos un instante. Eran cua­ tro y uno de ellos parecía tener cuernos respetables. Siempre he oído decir que el kudu, una vez advertido el peligro, la presencia del hombre, corre y no para sino muchos kilómetros después. No ol­vido aquel acecho que me echó a perder Bill en Tangañica cuando estaba a punto de disparar sobre un kudu: corrió y seguimos su rastro durante horas sin volver a verlo. Pero esta vez falló la regla, siempre hay una excepción, una primera vez, y no será malo que el cazador de kudus tome nota. Sabiendo que no contábamos con buenos hue­lleros y menos para terrenos arenosos donde fácil­mente se confunden las huellas con las de otros animales que se cruzan, y creyendo, como creía, que una vez que emprenden la carrera no se paran, de mala gana y pensando en una larga y pesada caminata decidí seguir el rastro de los kudus que acabábamos de ver. —Anda, pap —me decía Fer—, anímate, que ahora te toca a ti. —Vamos, pues ... , a sudar. Tomé mi .30-06, mi cantimplora y empezó el ras­ treo. Arístides —no precisamente el héroe atenien­se de Salamina— encabezó la marcha; lo seguía yo, luego Hernani y por último Fer con la cámara Bollex. No tardamos en llegar al lugar donde habíamos visto al grupo de antílopes. Encontramos las hue­llas y las seguimos. El calor se dejaba sentir fuerte y pronto empecé a sudar. El terreno era boscoso pero fácil de caminar, no había mucha uña de gato. Siguiendo mi costumbre le advertí a Arístides que cuando descubriera al kudu no hablara ni hi­ciera movimientos rápidos, que simplemente se sen­tara en cuclillas viendo hacia donde estuvieran los animales. Esa sería la señal; yo me ocuparía del resto. Habíamos caminado silenciosamente un buen trecho cuando recibimos la señal convenida: Arís­tides se sentó en cuclillas. ¡Qué ojos! Esta vez no tardé en descubrir a

Con la ayuda del telescopio buscaba al mejor de los machos ...

la presa. Eran cuatro y sólo veía a uno que estaba parado a 150 metros. Con la ayuda del telescopio del rifle estaba midiendo los cuernos cuando detrás de mí oí la voz de Hernani: —¡Está bueno, tírele! Un segundo después disparé y casi con sorpre­sa vi desplomarse al gran señor de los bosques. Fer filmó lo que pudo dadas las circunstancias dentro del breñal. Los otros tres kudus salieron corriendo sin darme tiempo a tirarles por la misma razón del primero: apreciar los cuernos. Me pare­ció que eran chicos. La verdad es que merecía mejor suerte, porque tras de buscarlo durante años el bicho cayó ful­minado de un buen tiro al pescuezo. Los cuernos midieron 50 pulgadas —un metro 27 centímetros. Después de quitarle la copina al gran kudu se­guimos camino a la región de la tribu de los mu­cancalas.

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El autor con un soberbio ejemplar de gran kudu abatido en Angola.

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Acampamos y por la noche oímos el aullar de una hiena que seguramente había venteado la car­ne fresca del kudu. Me pareció raro: en 25 días de caza era la segunda hiena que oía. Cuando se oyen los chacales y el lúgubre aullar de las hienas —mendigas de la jungla—, es inequívoca la pre­sencia de leones. Donde hay hienas hay leones. Desde luego pensé en buscar huellas al día si­guiente. Encontramos una huella de simba y seguimos campeando toda la mañana sin ver más que sassa­bies y gnus azules, especies que ya habíamos co­brado. Necesitábamos la carnada para los leones y Fer se hizo cargo de liquidar sin dificultad a dos de esos gnus que parecen toretes. Los echamos al tuku-tuku y regresamos al campamento y le dije a Fer que se llevara uno y lo colgara de un árbol en la picada donde habíamos visto la huella de león. Hernani lo acompañaría. Yo me ocupé de echar el otro gnu al camión y me fui a otro lugar, cerca del cual le abrí la pan­za y lo arrastré un buen trecho antes de colgarlo. Al otro día nos levantamos antes del alba. Fer tomó su rumbo y yo el mío para ver si los leones habían caído en la carnada, pero esos “caballeros” que tanto deseábamos cobrar no mordieron el cebo, ni siquiera las hienas se arrimaron. Segura­mente los leones iban de paso. Agosto 26: Para esa fecha todo andaba mal en el campamento volante: ya no teníamos azucar, harina, vino tinto, latería ni carne fresca. No obs­tante la lata que nos estaba dando el achacoso tuku-tuku, resolví esperar un día más; tal vez lle­garan los leones. Dimos órdenes a los pretos de que el campa­mento se levantara temprano para que, leones o no leones, nos concentráramos al campamento-base al día siguiente. Los leones no llegaron. Ya en camino al campamento-base vi un reed­buck de no malos bigotes. Con ganas de cazar algo, decidí la suerte de ese animalito: me arrimé a 200 metros, apunté

al pecho con el antílope de frente y cayó sin dar un paso. Modestia aparte, creo que estaba tirando muy bien. Era una lástima la ausencia de las bestias peligrosas que deseaba. No veíamos ni leones, ni leopardos, ni rinocerontes con largos cuernos ni elefantes. En el campamento-base esa noche fue de fiesta. Primero que nada un confortante baño con agua caliente y perfumado jabón de Guerlain, ropa limpia y luego un jaibol. En la cena, un guisado de reedbuck con indungo, rociado con vino verde por­tugués, terminando con un sabroso café, disfrutan­do uno de los puros que me obsequió mi compadre Miguel Aldana Mijares. ¡Qué a gusto dormí esa noche con la barriga llena y el

Gnus en un abrevadero. Dos de estos animales sirvieron de carnada para los leones que nunca llegaron.

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El lechewe colorado. corazón contento! En las cercanías del campamento ya no había especies importantes y por falta de transporte no podíamos alejarnos; de hecho, nuestro safari llega­ ba a su término, sólo faltaban cuatro días, pero cada uno costaba 4 200 escudos y había que sacar­les algún provecho. Buscaríamos los lechwes. La víctima siguiente fue un bonito ejemplar de reedbuck, con cuernos de 12 pulgadas. Fer filmó la acción: un tiro fácil caminando el animal.

sumergido con la cabeza echada hacia atrás, sa­cando apenas la nariz y los ojos, algo semejante a como lo hacen los cocodrilos, los hipopótamos o un pato herido. El lechwe colorado era abundantísimo en Rhodesia del Norte. Se estima que hace 30 años había más de 250 mil cabezas; hoy sólo llegan a unas 30 mil, pero sigue siendo el país donde todavía se puden encontrar los mejores ejemplares. Tal es la rapidez con que se van agotando las especies raras y más perseguidas de la rica fauna africana. Nosotros tuvimos una suerte regular. Vimos más de 100, aunque sólo unos cuantos machos con cuer­nos medianos y e resto eran hembras o totos. Años después, en Bechuanaland —hoy Botswana— me fue mejor. La mañana era fresca, clara y hermosa. Tem­prano abordamos el destartalado jeep y nos fuimos a lo largo del río Luengue que, en esa parte, a excepción de uno que otro claro, está totalmente cubierto de tule y papiro alto. Ya habíamos reco­rrido 20 kilómetros sin ver más que a un lechwe mediano; pero cambió la suerte: una faja de tierra con pastos quemados se adentraba bastante en el río y en un islotito descubrimos a distancia un gru­po de

Cae el primer lechwe colorado (Kobus leche leche) A este raro antílope semiacuático, pariente del lechwe prieto del Nilo, del waterbuck, del sitatunga etc., no es tan fácil cazarlo. Ya he dicho antes que vive en los pantanos de papiros, lagunas y en las márgenes de ríos de poco fondo. Se alimenta de pastos, plantas acuáticas y raíces tiernas. Gene­ralmente se les ve por las mañanas o por las tardes en islotes claros. Si el animal queda herido, de un salto se pone a cubierto en los carrizales o nada

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ÁFRICA - 1960 lechwes. Con los gemelos pude apreciar que había un macho regular. Dejamos el jeep y nos metimos al monte, muy próximo a nuestra derecha, para hacer un rodeo y acercarnos sin ser vistos. Logré colocarme a unos 200 metros; no se podía más porque el campo, adelante, quedaba completamente abierto. El ma­cho sólo presentaba parte de los cuartos delante­ros y el resto lo cubría un pequeño montículo con arbustos. En tales condiciones no había más blan­co que la cabeza y el pescuezo; un tiro arriesgado. El animal estaba parado, esperé un rato a que se moviera, pero no lo hizo. Empecé a notarlo inquie­ to y resolví disparar apuntando al pescuezo; al dis­paro, el antílope salió a carrera tendida. No valió el fino telescopio alemán de mi rifle ni el gatillo de pelo ni la confianza que había adquirido en mis tiros anteriores, simplemente erré el tiro sin poder hacer un segundo disparo. Medio desesperado corrí tras ellos, cubriéndo­ me con los arbustos del montículo hasta llegar a él. Afortunadamente se detuvo el grupo de anima­les. Ahí

estaba el macho al descubierto, con el agua hasta la panza, muy cerca de mí. Calmé un momento mi agitación y, sin pensarlo mucho, apo­yé mi .30-06 en la gruesa rama de un arbolillo, en­foqué la retícula a la paletilla del lechwe y oprimí el llamador. El animal se desplomó en el agua y oímos su ronco estertor de muerte. Inmediatamente mandamos a dos pretos a recogerlo. No lo encon­ traron. Más de una hora anduvieron buscándolo entre el papiro. Todo fue inútil. Como había agua, tule y papiro y seguramente logró meterse allí to­davía con vida o qué sé yo, el caso es que lo perdí. Más tarde, con menos dificultad, abatí a otro que encontré en terreno más firme. El consuelo, sin embargo, no fue lo suficiente para calmar mi mal humor por el songue perdido. Este antílope es dél tamaño de un venado cola blanca; pelo largo, colorado —de ahí su nombre —­pecho blanco, patas prietas, pezuñas largas, sin serlo tanto como las del sitatunga, y cabecita muy recogida y graciosa. Su piel es muy gruesa y tiene todas las características de un Un lechewe prieto del Nilo corriendo por los pantanosos terrenos que componen su natural hábitat.

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Fernando con su angoleño lechewe colorado.

animal semiacuáti­co; así lo protegió la Naturaleza contra el agua y el frío de los pantanos. De regreso al campamento, Fer cobró otro sas­saby. Cuatro de estos antílopes abatimos, el mejor de ellos con cuernos de 15% pulgadas. Al día siguiente me quedé en el campamento para ordenar mis apuntes y revisar nuestros tro­feos. Fer salió de caza con Hernani. Fue un día muy bueno porque, en la tarde, regresó con otro kudu —el cuarto— muy bueno. Los cuernos midieron 55 pulgadas, casi tan bueno como el pri­mero que cayó. Y también un lechwe aceptable. No nos fue del todo mal en este safari si se toma en cuenta la mala transportación que nos im­pidió abarcar una más amplia área de caza. Obtu­vimos los kudus, nuestro principal objetivo, y, ade­más, cobramos las siguientes especies que nos hacían falta: el lechwe colorado, el gnu azul, el sable real —este sable de color azabache es dife­ rente al de Tanzania en el color del pelaje—, el sassaby y el reedbuck.

Nuestro safari terminaba, pero saliendo de nues­ tro campamento hacia Dirico se nos cruzó una ma­nada de perros salvajes, esos terribles carniceros azote de la fauna india y africana, dos veces más chicos que el lobo ártico y tres veces más temible y audaz cazador. Su peso no llega a más de 20 kilos —el de la India es más chico y diferente en pelaje y en otras características. Una manada de once perros se presentó a 120 metros; Fer tomó su rifle, saltó fuera del jeep y empezó a disparar. Cayó el primero... cayó el segundo y un tercero huyó herido. Ya había matado alguno de estos perros en otros safaris y como entonces, al acercarme a los que Fer acababa de liquidar con la intención de quitarles la copina, sentí tal repugnancia por esos despreciables bichos que decidí abandonarlos. Fue­ron los últimos animales abatidos en mi cuarto safari africano.

El regreso

Perros salvajes africanos

Después de 9 horas de jeep llegamos molidos y sudorosos al río Cubango y lo cruzamos en un lanchón. Estaba tan cristalina y apetitosa el agua que decidimos

(Lycaon pictus)

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ÁFRICA - 1960 darnos un chapuzón. ¡Qué sabrosu­ra! 30 minutos más de jeep y llegamos a Dirico. El Chef da Posta, amable y hospitalario, nos recibió con un jaibol y en la plática le contamos lo del baño. —¿Cómo? —interrogó— ¿es que no les dije­ron nada los nativos? —¿El qué? —repusimos. —Pues nada menos que ayer, en el mismo lugar en que se bañaron, un cocodrilo arrastró al fondo a una pobre mujer que había ido a llenar su cántaro de agua. Por toda respuesta Fer y yo nos quedamos viendo el uno al otro. Allí, en Dirico, volvimos a encontrar al doctor R. K. Kunstadler de Estados Unidos. Fuera de la casa del Chef da Posta, el doctor levantó su tienda de campaña y a un lado nosotros regamos nuestro equipo y preparamos nuestras ca­mas para dormir al aire libre. El campamento pre­sentaba un colorido aspecto de caza: nuestro co­cinero Francisco preparaba carne asada y café sobre unos leños ardiendo; dos piernas de impala colgaban de la rama de un árbol junto al cual es­ taban recargados los rifles; los colmillos de los elefantes, las pieles y las cornamentas de los ani­males cobrados amontonados cerca del tuku-tuku; fuera de la tienda del doctor había como único trofeo una pobre cabeza de hipopótamo que dos días antes cazó. La enorme cabezota de animal tan voluminoso como inofensivo

El perro salvaje africano es un feroz cazador y gran depredador de la fauna.

Ha terminado nuestra cacería en Angola. En el campamento base revisamos los trofeos conseguidos

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Con tristeza digo nuevamente adiós a África.

parecía como si hu­biese sido cortada de un solo golpe; de sus gigan­tescos labios caídos —a semejanza de los de un individuo viejo, mofletudo, enfermo y amargado­ —asomaban sus largos colmillos de marfil; tenía los ojos cerrados, como quien está en meditación, como si pensara en cuál sería el motivo que tuvo el forastero que de tan lejanas tierras hizo un molesto y largo viaje para quitarle la vida sin razón alguna que lo justificara, pues ni sus preciados col­millos de marfil se llevaba. ¿Por qué y para qué mató el doctor a ese po­bre hipopótamo? A las 8 a.m. del día siguiente aterrizaba en una pista improvisada una avioneta que habíamos con­tratado para llevarnos a Livingston. De esta manera, en pleno corazón de África, en tierras ignotas, dos épocas, dos civilizaciones separadas por los siglos, se encuentran cara a cara. Vasco de Gama le da la mano al siglo XX y el hotentote saluda al hombre espacial; el rugir del rey de la selva se mezcla con el rugir del avión de pro­pulsión a chorro. África, ese brillante y bello continente se me metió en el corazón desde mi primer safari y, des­de entonces, siempre que lo dejo siento cierta trist­eza. Conmovido, repartí’ propinas por todos lados y creo que me despedí

hasta del destartalado tuku­tuku.

Las cataratas Victoria Dos horas de vuelo y ya estábamos sobre el le­ gendario río Zambeze que, después de dar vida a las cataratas Victoria, desemboca en Mozambique y muere en el Océano índico. Río famoso, cuyo nombre va siempre ligado a la exploración y a la aventura del presente y del pasado. El terreno sobre el que volamos era plano, re­seco y semidesértico. —¿Qué es aquello que se ve como nube pega­da a la tierra, allá lejos? —pregunté al piloto, un afnikander. —¡Ah! ... es la brisa que producen las catara­tas Victoria —contestó. Volamos sobre las cataratas y, momentos des­pués, las contemplábamos desde la terraza del Ho­tel Victoria, hotel cómodo, muy inglés, chapado a la antigua. En el mundo hay maravillosas obras ejecutadas por el hombre, tan fantásticas que se antojan con­cebidas en sueños de opio; unas, inmortalizan el culto a un gran amor; otras, nos muestran el nivel cultural de viejas civilizaciones, tales como las pirámides de América o de

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Las fabulosas cataratas Victoria.

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ÁFRICA - 1960 Egipto, y otras, por su belleza, dimensión y perfección arquitectónica, como el Taj Mahal, mausoleo en Agra, India, em­belesa a quien tiene la suerte de contemplarlas con los ojos, porque toda descripción resulta bien pobre. Y, sin embargo, ninguna obra hecha por la mano del hombre puede compararse, ni siquiera levemen­te, a las grandiosas obras de la Naturaleza. Una de ellas son las cataratas Victoria, en Livingston, Rho­desia del Norte — hoy Zambia—. Maravilloso capri­cho de la Naturaleza al que dio vida el río Zambeze y éste, rompiendo la monotonía de su larga trayec­toria de 2 570 kilómetros, se sacude precipitando, con desenfado, estrepitosamente, sus aguas en una monumental y gigantesca hendidura de la tierra, dando forma y vida a las cataratas, bellísimo es­pectáculo. Las cataratas Victoria son el doble de altas que las del Niágara, medio tanto más anchas y tienen multitud de recovecos que las hacen más atractivas. Casi en el fondo del barranco hay pal­meras y árboles y, arriba, en las apacibles corrien­tes del río, antes de precipitarse al abismo y a sólo ocho kilómetros, hay un tramo que contiene 130 islotes, lugar de encanto para unas cortas va­caciones que nadie debe perderse. La vista parece no cansarse de admirar esa belleza natural. De Livingston seguimos nuestro viaje de regre­so haciendo escala en Salisbury-Johannesburg-Nai­robiRoma y nos detuvimos en París, donde nos es­peraban mi esposa Ana María, mi hijo Gerardo y nuestra buena amiga Clarita Richkarday. Días gratos de la bella urbe, la de los buenos vinos, mejores viandas y el rendez-vous de todas las razas del mundo que, a fin de cuentas, resulta ser el espectáculo más interesante, el espectáculo número uno: la raza humana.

Aparte, claro está, los animales que abatimos para carnada y la cazuela. Kilometraje recorrido: Viaje redondo en avión . . . . . . . . . . . .. 38 910 km En jeep, de cacería . . . . . . . . . . . . . . . 2 450 km Total . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 360 km Ya desde este safari sentí que en mi interior iba creciendo mi amor por los animales silvestres y en lo sucesivo sólo abatiría las especies que hicieran falta en mi colección. Comprendo ahora que es ma­yor el placer del uso de la cámara de filmar que el rifle y tan deportivo es cazar como contemplar, observar con toda calma a los animales en su te­rreno, en su ambiente, libre y salvaje. Creo que el verdadero cazador aficionado, el cazador de ver­dad, es en su interior un artista y un poeta que se inspira y le da alas no a la imaginación ni a los sueños, sino al recreo de los sentidos, observando, percibiendo y sintiendo los encantos de la Natura­Ieza entera en su estado salvaje y primigenio. Un pájaro que se posa libremente en la mano nos produce alegría en el corazón. Vivir en el campo y en la montaña nos pone en contacto con la realidad, transforma y mejora un poco nuestros sentimientos y nos acerca más a Dios. Resulta absurdo comparar la vida de la gran ciudad con su asfixiante smog, apretujamientos, prisas y mil molestias más, con la saludable dulzura del campo y los bosques. Los múltiples matices de un amanecer; el cre­púsculo en el mar, en la montaña o en el desierto; el observar los hábitos y la conducta de los ani­males en la tranquila paz; el misterioso canto nocturno de las aves canoras o el imponente rugir del león; las noches de luna, la fragancia del viento que respiramos, ¿con qué pueden compararse? El cazador respira profundamente antes de em­ prender una larga caminata sobre un campo baña­do por los primeros rayos de un sol esplendoroso, en donde saltan alegres las gacelas recibiendo el nuevo día y como una sinfonía llegan a sus oídos los trinos de los pájaros; a su paso se desprenden del pasto esos diamantes que, en forma de rocío, van humedeciendo sus botas. Perfume de flores, arrullo del agua, rumor de las hojas. Y así, vivien­ do, sintiendo física y espiritualmente a nuestra madre naturaleza, intermediaria de los designios de Dios, se recuerda la bella frase de aquel cazador que, en éxtasis con la Naturaleza, exclamó emo­cionado:

RESUMEN Los animales cobrados fueron los siguientes: 1 waterbuck 2 gnus azules 4 reedbucks 4 sassabies 6 cebras 1 sable real 4 gran kudus 2 elefantes 1 búfalo 2 lechwes

Yo he oído nacer el pasto

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EL BERRENDO

en el reino animal. Anualmente cambia de cornamenta, la tira como lo hacen los cérvidos sin ser un ciervo; así como las cabras y los borregos salvajes, la hembra del berrendo tam­bién está provista de cornamenta; igual que la ji­rafa, carece de ese dedo rudimentario que tienen los antílopes y cérvidos un poco arriba en la parte trasera de las pezuñas. Es sumamente adaptable a cualquier clima y lo importante para él es un cam­po abierto, como las extensas llanuras con bajos lomeríos de Wyoming o las de Sonora, en México, donde pueden descubrir a distancia a sus enemigos. El pelo de la rabadilla es erectible y, cuando hace esto, parece un disco blanco de

(Antilocapra americana americana)

Octubre de 1961: Este animal, mitad antílope, mitad cabra, nativo de América, no lo hay en el res­to del mundo; su peso máximo no pasa de 70 kilos pero su velocidad es asombrosa: desarrolla 90 k/p/h en plena carrera, sólo superada por el guepardo africano; su vista es agudísima como la de un halcón, esto, y su permanente condición de alerta, convierten a este animalito en un buen tro­feo de caza difícil de abatir. Tiene características de otros animales, pero ninguno es su pariente cercano, es único 61


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Hasta 90 kil贸metros por hora puede desarrollar el berrendo en su tremenda carrera.

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WYOMING - 1961 brillante resplan­dor, un poco semejante al del venado cola blanca, pero mucho más notable, pues, según se dice, lo hace para advertir a sus compañeros cuando sos­pecha de un peligro que amenaza. Esa roseta blan­ca es visible a kilómetros de distancia. Es el único animal cornudo que anualmente muda la vaina ex­terior de su pelo, igual que las serpientes cambian de piel; la velocidad y su aguda vista son sus armas defensivas; con sus ojos de binoculares descubre algo extraño que se mueve en el horizonte y reac­ciona al instante partiendo a la carrera como relám­pago, dejando tras de sí una nubecilla de arena. Este animal no emigró de Asia a través del Es­trecho de Behring como otras muchas especies. Es originario de América, ha vivido aquí desde hace miles de años y, en un tiempo, hace un siglo, se calcula había más de 102 millones en Norteamérica —incluyendo Canadá—¡ igual número había de bi­sontes, que, en buena armonía, juntas las dos espe­cies en inmensas manadas, pastaban tranquilamente en un paraíso en el que abundaban la maleza, la hierba, los pastos y la artemisa —plantas herbáceas diversas, silvestres, algunas con florecillas comunes como las que en verano florecen en los desiertos—. El equilibrio ecológico parecía perfecto, el bisonte comía el pasto alto y el berrendo comía el pasto corto, la hierba y la artemisa, que son su dieta. Pero llegó el hombre blanco y poco faltó para que acabara con las dos especies. Con el arribo de los pioneros a tierras del oeste surgieron, comercialmente, los terribles cazadores de carne, haciendo verdaderas masacres en mana­ das enteras de bisontes y berrendos durante todo el año y poco faltó para que acabaran con todos. Con las matanzas de bisontes los pastos crecieron muy altos en las llanuras; ésa fue la sentencia de muerte del berrendo que no pudo adaptarse a tal abundancia, que, a la vez nulificaba la velocidad de su carrera, su principal defensa. Para el año de 1900 se calculaba que sólo so­ brevivían unas 20 mil cabezas de los millones y mi­llones de berrendos que en otro tiempo cubrían las extensas regiones del oeste de nuestro continente. La recuperación se inició cuando se poblaron los campos con ganado’ vacuno, volviendo a surgir el pasto corto restaurando amplias áreas que fue­ron una bendición para el berrendo, evitando así su extinción. Se prohibió totalmente la caza y para 1920 ya había 30 mil cabezas; para 1960, gracias a las adecuadas disposiciones del Gobierno, el nú­mero llegó a 300 mil cabezas y hoy el cazador se puede dar el gusto de cobrar este singular trofeo de caza.

El 8 de octubre de 1961 mi hijo Fernando y yo abandonamos Guadalajara para iniciar en Wyoming —E.U.A.— un safari para cazar el berrendo, el wapi­tí — elk— y el buro —mule deer—. Volamos a Denver y de ahí tomamos un tren que, en cuatro horas, nos puso en el pueblo de Rowlins. En el trayecto vimos en las llanuras algu­nos grupos de berrendos que nos hizo pensar lo fácil que sería cobrarlos. En Rowlins nos esperaba un jeep que nos llevó a Saratoga y, finalmente, al rancho de Win Condict, nuestro guía y contratista. Bonito rancho ganadero con pastos cultivados y muy arbolado de coníferas y altos árboles blancos y delgados que llaman aspen y el cotton tree. A lo lejos se veían los elevados picos de la sierra cu­biertos de nieve. Durante el día la temperatura era fría, de 40° F., y por la noche bajaba tanto que a la intemperie sentíamos congelarnos. Llevábamos nuestros acostumbrados rifles .30-06 que no son los más adecuados para cazar un animal tan veloz como lo es el berrendo, pero estamos muy acos­tumbrados a ellos. El 12 de octubre salíamos con Win a la caza del berrendo y, al abordar el jeep, nos pregunta: —¿Cuántos cartuchos traen? —Veinte cada uno —contestó Fer. —No. . . hombre, tráiganse lo menos 60 cada uno. —Oye —interferí—, ¿es que supones que so­mos tan malos tiradores? —Tal vez no lo sean —repuso—, pero he visto cazadores que tres cajas no le han sido suficientes para tumbar un berrendo. Ya lo verán. [Por las dudas le hicimos caso y nos llevamos 60 tiros cada uno.] Pasamos Saratoga y, 15 kilómetros adelante, te­ níamos a la vista grandes extensiones de un sinfín de lomas pelonas y llanuras ondulantes cubiertas de un pasto corto y amarillento, típico terreno del be­rrendo, sin un matojo o arbusto. Es una lástima que este deporte sea tan mer­cantilizado en los Estados Unidos: sólo se le dan al cazador 10 días para cobrar las tres especies que deseábamos; todo es apresuramiento, no hay cal­ma, no se da tiempo de seleccionar un buen ejem­plar, pues se corre el riesgo de volver a casa con las manos vacías y esperar un año más para inten­tarlo otra vez. Es así como se pierde el placer de la caza, porque, con tiempo tan limitado, no se practica el acecho que es el arte venatorio, sino que se persigue a la pieza en jeep lo mismo que, por necesidad, se persigue al addax en las dunas del desierto. Pronto descubrimos con los prismáticos la pri­mera manada de berrendos. Por supuesto, nos vio al instante y emprendió la carrera; eran 10, entre los cuales sólo iba

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Fernando cobró este berrendo con un tiro sumamente espectacular. un buen macho. Corrimos tras ellos y cuando estábamos a uno 200 metros Win tenía razón, erré tres tiros —Oye —le dije en plan de guasa—, ¿no tienes por ahí una metralleta? —Te lo dije —me contestó con una carcajada. No volvimos a ver esa manada. Todos mis tiros fueron traseros, no obstante haber adelantado el swing más de un cuerpo. Se les tira cuando van volando a carrera tendi­da a 90 k/p/h; para acercarse con el jeep hay que cortar terreno y, una vez a distancia de tiro, bajar­se; calcular en un segundo la distancia y, si el ma­cho no va revuelto entre las hembras, apuntar, levan­tando lo suficiente la mira sobre el lomo, adelantar dos o más cuerpos del animal y empezar a dispa­rar. Como el terreno es seco se levanta polvo y es fácil orientarse viendo si el tiro fue bajo o trasero para enmendar la trayectoria. De todos modos no alcanzará uno a hacer más de dos o tres disparos empezando a los 300 metros rodilla en tierra o a pie firme, la forma más rápida.

Hay abundancia de berrendos en Wyoming; se calcula su número en más de 100 mil cabezas. Cada año se matan unos 15 mil, así es que no tardamos en descubrir otra manada en la que también iba un solo macho, el cual no me dio blanco para disparar. Subieron una loma y se perdieron de vista, los se­guimos en el jeep y al llegar a lo alto de la loma sólo alcanzamos a ver el polvo a dos kilómetros de distancia. Media hora después vimos una ma­nada más en la que iban dos machos. Erré dos tiros que resultaron traseros. Esta repetición de tirar y fallar sería desesperante si no fuese tan divertido ver los movimientos de estos bólidos de las llanu­ras. Volvimos al jeep y otra vez cortamos en ángu­lo la carrera de la manada poniéndome a tiro cuan­do subían una loma a toda carrera; esta vez tuve más tiempo para seguir el macho con la mira teles­cópica de mi rifle, adelanté exagerando y oprimí el llamador. —Bajo —me dijo Fer. Enmendé al instante apun­tando más alto y el animal cayó al segundo disparo. Ahora tocaba el turno a Fernando, repitiéndose la

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misma historia en su actuación de tiro: “Alto ... bajo. .. trasero... adelántale más. .. bajo... 350 metros ... 400 metros”. Estas eran mis palabras a cada tiro para que enmendara, igual que lo hacía-él cuando yo dis­paraba. Hizo tres intentos: nueve tiros, sin dar en el blanco; el noveno disparo fue ya muy difícil a 500 metros sobre un animal en manada y a todo correr. Se perdieron de vista entre las ondulaciones del terreno, nos subimos en el jeep a una loma y con la ayuda de los prismáticos descubrimos allá, muy lejos, unos puntitos en movimiento rápido, pero nos arreglamos para que Fer se pusiera una vez más a tiro de unos 300 metros. Erró el primer tiro, pero el segundo fue espectacular: el berrendo dio una maroma en el viento y cayó con un tiro en el corazón, igual que de un certero escopetazo suele caer dando maromas una liebre a la carrera. Por mera curiosidad medimos la distancia que cubren estos animales que son más chicos que un buen cola blanca: ¡cada salto en su carrera midió 3 metros!

las aves de rapiña. El león no se atreve a entablar combate contra un elefante, y en peleas contra búfalos ha salido mal parado y con frecuencia muerto. En cambio, en los dominios del águila real no hay ave que se atreva a enfrentársele. Su imagen es el símbolo más justificado de la fuerza y el poder que se ha idea­do. En la mitología clásica romana, el águila lleva los truenos de Júpiter. Es irresistible, atractiva, la ,contemplación cuan­do descubrimos en las alturas un águila real en pleno vuelo; en los valles resuena su agudo silbar y sobre los glaciares y peñas, en la agreste majes­tad de las cumbres, el regio y solemne vuelo aqui­lino va trazando un gran círculo en la mansión del cielo azul. El águila real ha fascinado al hombre en todas las épocas; su imagen alentaba en las batallas a las legiones persas y romanas; ha sido y es motivo de insignias, de emblemas, de escudos de armas, es­tandartes, banderas (incluyendo la Bandera Nacio­nal de México); ha sido símbolo heráldico de muchos pueblos, tales como Rusia, Alemania, Fran­cia, Estados Unidos de América, Constantinopla, etc. Los jefes de algunas tribus de Norteamérica y los clanes de Escocia han usado en sus atuendos las plumas de las alas como símbolo de rango y valor. En tiempos ya idos era privilegio tradicional de reyes y emperadores amaestrar y entrenar el águila real para deporte de cetrería, que actual­mente se practica en Asia. Hace unas pocas déca­das, en la República Socialista de Kirgiz, se caza­ban ciervos jóvenes con la ayuda de águilas y luego vendían a China las cornamentas a las que daban uso medicinal. En la mitología griega el vuelo de estas aves de rapiña eran presagio de los designios enviados por Zeus (el dios griego). En el escudo de la familia de Iván el Terrible figura un águila bicéfala. Origi­nalmente, el escudo sólo contenía la figura de un águila. Cuando en 1572 Iván se casó con Sofía, la sobrina de Constantino XI (último

El águila dorada o águila real (Aquila chrysaetos) Entre las miles de aves que pueblan el cielo, ninguna ha enardecido tanto la imaginación del hombre como el águila. Su figura, poderosa y regia, la cabeza altiva, el ojo fiero, la cruel curva del pico, la acerada fuerza de sus garras, su amplia envergadura, la excelsitud y facilidad de su vuelo; todo cuanto el águila representa explica por qué, desde los tiempos más remotos, ha sido inspiración de leyendas y encarnación de la fuerza, el poder, la audacia, el valor invencible, la agudeza de los sentidos y la penetración de pensamiento. Hacien­do a un lado la nobleza del león que ha merecido el rango de rey de la selva, las facultades y cuali­dades del águila son más variadas y bien merece considerársele como la reina de

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WYOMING - 1961 animales pequeños: conejos, ardillas, marmotas, ga­ tos, zorras, coyotes, serpientes, etc. Hay seis razas o subespecies y vive hasta 20 años. Todo esto unido a su poderosa, regia, altiva ‘y majestuosa figura explica por qué ha sido desde siempre inspiración y símbolo .de fuerza, valor, agu­deza y penetración, cuatro cualidades que la colo­can en el rango de la Majestuosa Reina Emplumada entre todas las aves. En el trayecto de regreso al campamento-rancho nos tocó en suerte ver una de esas águilas doradas parada sobre el brazo de un árbol seco. A pruden­te distancia paró Win el jeep y se bajó con el rifle en la mano; en ese momento el águila levantó el vuelo y Win empezó a dispararle errando tres tiros. Viendo aquello no vacilé en probar suerte: salté del jeep con mi rifle. Dando círculos, la reina se había elevado ya a considerable altura, pero casi en lí­nea vertical sobre nuestras cabezas. Encaré mi rifle y disparé con tan buena suerte que al primer ti ro di en el blanco, en pleno cuerpo de tan espléndida ave, la cual, plegando sus grandes alas, se desplo­mó cual una roca desprendida del cosmos. Hoy, disecada, luce en mi salón de trofeos de caza. Es una lástima que en nuestro México sea tan reducido el número de águilas reales, pues rara vez los cazadores las vemos dibujarse en los cielos del norte.

El águila bicéfala adorna el antiguo escudo de los Zares de Rusia.

emperador de Bizancio) modificó el símbolo del escudo de la familia con un águila bicéfala, versión bizantina de los estandartes con águilas que las legiones roma­ nas habían mandado a la cabeza. El escudo bizan­tino simbolizaba que una cabeza veía al Oriente y la otra al Occidente. Ninguna ave ha enardecido tanto la imaginación del hombre y tal vez ninguna está mejor dotada por la Naturaleza: la amplia envergadura de sus alas —mide hasta 2.75 m— le permiten la facilidad de remontar su majestuoso vuelo, digno de contemplar con admiración cuando se desliza como un planea­dor, al alcanzar las grandes alturas que, con fre­cuencia, llegan a los 5 000 metros; su velocidad horizontal es de 100 k/p/h y, al clavarse para atra­par una presa, llega a los 150 k/p/h; sus garras de rapiña son fuertes como el acero; la uña del dedo trasero mide más de 7 cm y las de los dedos delan­teros un poco menos; pesa de 4½ a 7 kilos; del pico a la punta de la cola mide aproximadamente un metro; sus maravillosos ojos pueden descubrir al conejo a un kilómetro —su visión es telescópica, microscópica, binocular y es unas 8 veces más po­tente que la del hombre— están provistos de una membrana transluciente que funciona en forma pa­recida a los limpia-parabrisas de un automóvil que limpia y humedece la córnea; por lo tanto, no blo­quea su visual porque no tiene necesidad de pes­tañear; su dieta abarca una amplia variedad de

Languidece el espíritu deportivo de la caza Particularmente en los Estados Unidos de Amé­rica ya no existe el arte venatorio de otros tiempos. Eso se acabó. Por lo menos hemos llegado 40 años tarde aquellos que sentimos en el corazón una ver­dadera afición en este deporte. Y, con pocas decepciones, lo mismo está pasando en otros países del orbe. Hubo épocas en las que se cazaba al acecho y se pescaba en canoa con anzuelo cebado con lom­briz de tierra; hoy se usa lancha de motor, sondeo submarino, transmisor-receptor de radio, tanque de oxígeno; el hombre va provisto de escafandra, ale­tas de buceo, cuchillo, lámpara eléctrica submari­na y una arma que, por la presión del anhídrido carbónico, dispara un arpón capaz de gran pe­netración. Y cosa similar si no es que tantito peor ocurre con la caza mayor moderna, en la que hay mucho en favor del hombre: ya no es el reto de la habili­dad del cazador contra la astucia y agudos sentidos del animal silvestre que pasa toda su vida en un constante alerta. Al acecho simple y natural que se ponía en prác­tica en los tiempos idos, se le daba verdadero sa­bor deportivo a

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WYOMING - 1961 la afición. Hoy, el cazador hace uso de la grabadora oreclamo mecánico con que reproduce el graznido del pato, del ganso, el llamado del venado o del alce; usa los prismáticos, las armas de fuego de gran penetración, largo alcance, alta precisión, tra­yectoria plana y provista de miras telescópicas. Es indigno de un cazador el empleo de una sustancia que se llama esencia de venado en celo —con una vez que el macho ventee, lo tendrá usted a tiro, dice el anuncio de dicha sustancia. A este sistema de matar animales no se le pue­de llamar cacería y menos arte venatorio, porque no lo es, puesto que no se practica la búsqueda, no hay huelleo ni acecho. Simplemente se invierten los papeles: es el venado quien, atraído por el en­gaño, va hacia el cazador (?) que, cómodamente sentado junto a un árbol y su

coca-cola a un lado, espera al pobre ciervo para fusilarlo. En fin, el deporte venatorio ya no es tan depor­tivo; naturalmente, hay sus excepciones, como cuan­do se va en busca de especies raras, escasas, y muy difíciles de verse y llegar a los inaccesibles lugares en q!-le habitan; entre otras pueden nom­brarse a los borregos y cabras silvestres, el nyala de la montaña, el bongo, el sitatunga, el gran kudu, una gran parte de la fauna asiática y otros animales por los que se paga mucho y se suda más; puesto que se cazan a “golpe de calcetín” en la montaña o en la selva. De modo que, después de mucho trabajo, mucha suerte y muchos safaris, el cazador veterano vivirá años de felices recuerdos venatorios producto de su afición, siempre que éste haya sido practicado, siquiera un poquito, a la antigua y no con armas de balas teledirigidas. La caza se ha vuelto artificiosa, pierde su am­biente

Águila real americana; señora de los cielos.

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Un buen elk macho acompañado por varías hembras que constituyen su harén.

selvático. Hace 20 años no existía en África el sistema de blocks reservados con límite de tiem­po en X fecha y para X cazador. La verdad es que dlchos blocks se han convertido en cotos de caza. Muy pronto ya no habrá verdaderos cazadores, por­que simplemente ya no existirán en el mundo luga­res realmente selváticos, semivírgenes. Para tomarle más sabor y disfrutar a fondo el verdadero arte venatorio, el cazador debe igualar las ventajas, no usando armas tan precisas ni de tantas comodidades, ni tanto jeep; recuérdense los rifles de cañón liso que se usaban en el siglo pasa­do, la pólvora negra, que al disparo dejaba una nube que impedía al cazador ver si había dado o no en el blanco, y el uso del caballo cuando bien le iba. Eso si era cacería, eso era digno de llamarse arte venatorio. Hoy, es evidente, el progreso incon­tenible

está condenando al hombre a alejarse cada vez más de la Naturaleza.

El wapití o elk

(Cervus canadensis canadensis) Sigamos con nuestro safari en Wyoming: El 14 de octubre fue un largo día. A las 3 a.m. nos des­pertó Win; tomamos café con donas y nos trepamos en una camioneta. Antes del amanecer debíamos llegara la cima del monte; la camioneta nos lleva­ría por brechas hasta donde fuera posible. A poco andar se presentó el primer detalle curioso: una sucesión de luces de fanales de jeeps hormiguea­ban por varias brechas en la misma dirección nues­tra. Eran cazadores que, en remolques., sujetos a los jeeps, llevaban sus caballos ensillados. De

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esta manera suben los jeeps hasta donde pueden y allí acampan, sacan sus monturas ... ¡Y a recorrer mon­tes! Son tantos los cazadores que concurren a una misma área que el reglamento de caza exige el uso de una chamarra o cachucha, o las dos cosas, en color rojo, pues con tanto cazador no es difícil que un principiante confunda a un cazador con un cier­va emboscado y lo mate. Con el mismo objeto, los caballos llevan atado a la cola un trapo rojo. Y lo que es el colmo, en el curso del día vi una vaca que, en un costado, y con letra grande y gruesa te­nía escrito cow, para no confundirla con otro animal. Todo esto tal vez sean medidas muy prác­ticas en hombres y animales domésticos, pero la verdad es que resulta ridículo y estrafalario en el arte venatorio. En un lugar dejamos la camioneta y seguimos encumbrando a pie. Todavía no aclaraba la maña­na cuando llegamos a la cima de un monte desde donde se dominaban otros más bajos. Me quedé apostado entre unas rocas y Fer siguió con Win a otro lugar. Cuando la aurora comenzó a colorear el cielo pude contemplar a placer el bello panorama que se extendía a mis pies: frondosos montes ves­tidos de verdes coníferas y álamos, altos picachos cubiertos de blanca nieve, grandes claros con ma­tojos y arroyuelos de cristalina agua en el fondo de las cañadas, aire purísimo y fragante. A los 15 minutos pasó a no más de 150 metros un elk con su cortejo de 6 hembras; desafortuna­damente su cornamenta no tenía más de tres pun­tas por lado. Lo dejé ir. Oteaba todo el terreno a mi derredor sin poder descubrir uno solo de los muchos cazadores que habíamos visto en la brecha, cuando de pronto se soltó una increíble balacera de todos lados, de to­das las lomas y de todos los cañones, que aquello parecía una revolución; entonces me di cuenta de que la disposición de usar gorra y casaca rojas estaba justificada. Con tanto cazador agazapado a distancia de tiro era posible una

equivocación dis­parando a “algo” en movimiento. Más tarde vi que por una loma subía un grupo de venados bura, dos mach0s y cinco hembras; venían asustados, encumbraban la cuchilla en que yo estaba hasta aproximarse a unos 120 metros; de un tiro cayó el mejor macho y el resto de la ma­nada corrió cuesta abajo. Para entonces, en todas las lomas, un tanto lejanas, se veían casacas rojas. Seguí en mi fortaleza, ¿para qué moverme si por todas partes había tiradores? Del fondo del cañón empezó a subir un elk macho que descubrí con los prismáticos: estaba a unos 1 300 metros; dejé mi posición para colocarme en un puertecito por don­de calculé que encumbraría y esperé. A mi derecha estaban dos buras jóvenes, guardé quietud, el wa­pití se acercaba. Cuando estuvo como a 500 metros observé que era muy joven, no valía la pena y solo quise, por mera experiencia, dejarlo arrimar. ¡Qué bonito es ver de cerca, en terreno libre y natural, a un animal silvestre! Su pelaje dorado cla­ro brillaba más en el lomo con los rayos del sol; su robusto cuello presagiaba las batallas que ya adulto entablaría con sus rivales en amores. De vez en cuando se paraba para ver por todos lados estirando el pescuezo con el hocico abierto; siguió caminando paso a paso hasta aproximarse a unos 50 metros de mí, luego siguió por una vereda de animales internándose en el monte. De esa manera pude, con toda calma, contemplarlos movimien­tos de ese animal, uno de los más representativos de los cérvidos de América. De paso me convencí una vez más de la importancia y efectividad de la inmovilidad del cazador cuando caza a la espera. En varias ocasiones lo he comprobado: si se queda uno absolutamente inmóvil, el animal, por natura­leza receloso pero a la vez curioso, se acerca. Re­cuérdese que los cérvidos, como los caballos, no distinguen los colores y pueden confundir a un hom­ bre quieto con un tronco o un arbusto. Ese elk me vio a corta distancia, puesto que no estaba

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De gran belleza eran los terrenos de caza de Wyoming. yo escondido sino a campo abierto, pero sin mover un dedo; sin embargo, ni por un momento se inquietó, a paso lento siguió su camino. Cosa parecida me ocurrió una vez en la India con un ve­nado chital, mientras parado esperaba tras un mato­jo el resultado de una arreada. El chital se encontró conmigo, entre el breñal oía su trote y sólo pude verlo cuando de golpe se paró a 8 metros de dis­tancia; más de dos minutos nos quedamos viendo fijamente uno al otro sin movernos, sin pestañear; entonces, intencionalmente, moví ligeramente la ca­beza y el animalito, dando un fuerte resoplido, voló asustado. Tan grata impresión me causó la breve compañía de tan bonito animal que no me animé a quitarle la vida. A las 2 p.m, llegó Win con unos caballos y con la grata noticia de que Fernando había cobrado un elk; al reunirnos felicité a Fer y lo autoricé a tirarle al elk que correspondía a mi licencia en caso de verlo. Yo no sentía mayor interés en ese sistema de caza, sólo me complacía

en disfrutar de la be­lleza de esos montes, mitad verdes, mitad cubier­tos de nieve. Todo el día anduvimos por montes, cañadas, lo­mas y extensos manchones de nieve sin ver un solo elk. A las 8 de la noche llegamos al campamento, yo, muy cansado, por la mala montura que me tocó sobre un caballote que todo lo que tenía de grande lo tenía de zopenco, trotón y, además, por las die­cisiete largas horas de “friega” de ese día. Pasamos un día limpiando y salando las pieles y, al siguiente, salimos en busca del segundo elk. No más caballo: a pie anduvimos en los montes cu­biertos de nieve, soportando el viento intensamente frío a temperaturas bajo cero; se pasó la mañana y, por la tarde, otra vez socorrió la suerte a Fer co­brando el segundo wapití y con ello dimos fin a ese, para mí, desabrido safari en el que solamente sentí entusiasmo, emotividad y gusto cuando dispa­raba a los berrendos y al águila dorada.

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A

la alta montaña, otros en pastizales planos y otros en selvas impenetrables, sin contar con las vedas que se establecen. Mis dos shikaris anteriores no me dejaron sa­tisfecho y nunca lo estaré, pues hay especies que para llegar hasta las regiones que habitan hay que subir, encumbrar desfiladeros, montes y picos hasta una altitud de más de 5 000 metros. Para eso se necesita tener mucha estamina y estar en perfectas condiciones físicas. De otra manera no sería posible soportar las bajas temperaturas y menos aún los efectos del aire enrarecido, que con­tinuamente prevalece en esas alturas. Entre los 5 000 y 6500 metros

ningún cazador, por muy aficionado, entusias­ ta, tenaz y empeñoso que sea, le alcanzaría su vida entera para cazar las variedades de toda la fauna más importante del mundo; ni siquiera lo logró el Duque de Orleans, que tal vez sea, hasta ahora, el más grande cazador de todos los tiempos. Diez años consecutivos de caza no bastarían a un hom­bre para abatir las múltiples variedades de anima­les salvajes que habitan desde los altos Himalayas y el Tíbet hasta Mysore, extremo sur de la India, sobre todo si se toma en cuenta que cada especie tiene su particular hábitat y estación del año pro­picia para cazarla; unos animales se encuentran en

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INDIA - 1962 el esfuerzo físico es tremen­do; el corazón aumenta de volumen, los pulmones desapareciendo los típicos y ancestrales kimonos, que se expanden un 10%, la sangre se empobrece por­ que recibe un 25 %o menos de oxígeno de lo nor­mal que requieren los tejidos musculares, el cerebro y sistema nervioso para su correcto funcionamiento. Además, es muy común sufrir dolores de cabeza, letargo, insomnio, vómitos, náuseas, pérdida de ape­tito, agotamiento; mientras se duerme, la dificultad respiratoria nos hace despertar sintiendo que nos ahogamos; el sol nos tostará la cara peor que cuando se está en una playa tropical debido a los efectos de los rayos ultravioleta, etc. Sin embargo, el hombre es el animal más adap­table en cualquier clima y altitud. En el Tíbet, en Nepal, en los Andes, las tribus autóctonas, como los sherpas, pueden vivir en niveles aún más altos, pero el hombre que habita en bajos niveles o a nivel del mar necesitará días para ir adaptándose gradualmente antes de atreverse a sobrepasar los 5000 metros de altura que es donde reinan dos de los trofeos de caza más codiciados por el depor­tista montero: el Borrego de Marco Polo y el Bha­ral, que comúnmente llamamos Borrego Azul. En éste mi tercer shikar en la India me acom­pañaría mi hijo Fernando y una vez más ocuparía los servicios de Keeler y Hafeez, con quienes ya me había arreglado para iniciar la cacería en Madhya Pradesh, cerca de Bhopal. El panorama de caza que me había pintado — solamente pinta­do y al fin de cuentas distó mucho de la realidad—­Keeler en su correspondencia no podía ser más comprometedor. Hasta la muy rara pantera negra figuraba en la lista de trofeos de caza y también me aseguró la localización de un tigre devorador de hombres, que intentaríamos cazar en una región en la que estaba haciendo atrocidades. Fernando y yo nos sentimos muy entusiasmados; todo un año nos habíamos ocupado en los preparativos esen­ciales para iniciar la caza el 3 de enero de 1962. El 19 de diciembre de 1961 abordamos el avión realizando el largo viaje con el siguiente itinerario: México-Los Ángeles-Seattle-Vancouver-Tokio-Okina­ wa-Hong Kong-Rangoon-Nueva Delhi y Bhopal. Cuando íbamos volando a Los Ángeles leí en la prensa la inquietante noticia de que la India había invadido con 30 000 soldados la pequeña colonia portuguesa de Goa. Efectivamente, el 18 de diciem­bre de 1961 se llevó a efecto la invasión. Una-gran parte del mundo que todavía guarda memoria del credo de no violencia que toda su vida pregonó el gran Mahatma Gandhi, quedó profundamente sor­prendida de la actitud de sus entonces

gobernan­tes. El instigador del ataque fue el belicoso V. K. Krishna Menan, Ministro de la Defensa de la India, jefe de la Delegación de su país ante las Na­ciones Unidas y quien, según el ambiente político que advertí por la prensa y el pueblo hindú, sería también el sucesor de Nehru. Siguiendo el mismo sistema del Japón y de la Alemania de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, de atacar sin previa declaración de guerra, días antes de la invasión de Goa había enviado Menan el siguiente mensaje al gobierno de Estados Uni­dos: “Categóricamente declaro a ustedes que la In­dia no dará un solo paso que incluya la fuerza armada y altere la situación, aun en el caso de que el derecho legal nos asista”. Nehru apoyó totalmente a Menan. En una oca­sión, con motivo de algunos ataques de prensa del pueblo contra Menan, al aproximarse las nuevas elecciones, Nehru declaró a los reporteros: un voto contra Menon es un voto contra mí. Y punto. En 1962, la India se arma y de hecho está ya empeñada en una guerra incipiente contra China Roja que ha invadido su territorio por el noroeste. Ya habían tenido sangrientos encuentros y parecía que la situación empeoraría. Así vemos cómo des­pierta y va cambiando el carácter del pueblo de ese gigantesco país, haciendo a un lado el princi­pio de la no violencia, que es uno de los siete preceptos de su religión brahman, abrazando en su lugar los arraigados principios bélicos de Moltke, el famoso mariscal prusiano que decía: la guerra es una parte integral del Universo de Dios, es el más noble atributo en el desarrollo del hombre. La paz perpetua es un sueño —agregaba— y ni siquie­ra es un sueño hermoso. Siguiendo el ritmo del mundo moderno, tal vez, en un futuro próximo, también las hoy vacas sagra­das vayan a parar al rastro. Menan vivió en Inglaterra 28 años, estudió en el London School of Economics y era un socialista de hueso colorado. Temía que esa situación pudiera entorpecer o dar lugar a cancelar el shikar y, si lo hubiera sabido antes, seguramente habría pospuesto el viaje; pero ya estábamos en camino y resolvimos seguir adelan­ te. Siempre ha sido mi norma el vencer obstáculos y ejecutar mis planes. No renunciaría a esta aven­tura, en cuyos preparativos había ocupado todo un año. Nuestro viaje se iba desarrollando sin novedad. Nos detuvimos en la gigantesca capital de Japón para ir a Kamakura y admirar el inmenso Buda de bronce y ‘la diosa Avalokitesvara Bodhisattva, una bella escultura

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Restos del antiguo esplendor del Imperio portugués de Asia. La fachada en Macao de la iglesia católica de San Pablo.

Haciendo turismo. Fernando se retrata en Japón frente al Gran Buda de Kamakura y yo en Macao con un grupo de niños chinos.

tomada de un solo árbol de alcanfor en el siglo XII. Ir al Japón sin visitar ese lugar es como ir a París sin subir a la Torre Eiffel o ir a la India sin admirar el Taj Mahal o a Roma sin ir al Vaticano o a El Cairo sin ver las pirámides. Era notable la transformación de Tokio y su gente. Ya en esos años un 99% vestía a la europea, iban muy pronto sólo los verá el turista en Kyoto, la vieja capital del antiguo imperio. Ese gran país de chaparritos “peso mosca” es un hormiguero en el que todo mundo trabajaba y ahora viajan con su cámara fotográfica por todo el mundo compitiendo con los hijos del Tío Sam; todos muy limpios y no hay pordioseros ni “clochards” como los del río Sena en París, ni se ven holgazanes o desemplea­dos como se ven en los parques públicos de Esta­dos Unidos. La entrada al cine valía 20 pesos mexicanos —de aquellos pesos— y 40 el “teatro se­rio”. Fuimos al teatro KabuKiza a ver un drama de hace 280 años; naturalmente que no le entendi­mos ni jota pero fue muy interesante. La función dura más de cinco horas con un intermedio largo para que los espectadores tengan tiempo de salir a comer, pues la primera función empieza a las once de la

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Volvíamos a encontrarnos en la India, con sus vacas sagradas y pavos reales ...

mañana. Nosotros sólo aguantamos me­dia función. Seguimos viaje a Hong Kong y Kowloon, La Ciu­ dad de los Nueve Dragones. Después fuimos a Ma­cao, colonia portuguesa desde 1888, aunque los portugueses se establecieron desde hace más de 4 siglos. Es un bello lugar que invita al descanso y la lectura. Tiene su casino en el que se juega las 24 horas del día; en cinco minutos me pelaron 100 dólares. En un tiempo se le llamó “El Montecarlo del Este”. Llegamos a Nueva Delhi hospedándonos en el acostumbrado Hotel Imperial. El Año Nuevo lo pa­samos muy pacíficamente en un cine hindú. Nunca se me había ocurrido ir a un cine en India y ese día exhibieron una famosa película de largo metraje: Gunga-Jumma, que me dejó sorprendido por su alta técnica en todos aspectos: dirección, argumento, sonido, fotografía, hermosos paisajes; todo. Dura tres horas y no se cansa uno un minuto. No sé cómo nuestros empresarios de México no han acordado un intercambio de películas con aquel país. A las 9:30 a.m. del 2 de enero de 1962 aterriza­mos en el campo aéreo de Bhopal, ciudad de 2 millones de habitantes, pero igual a todas, con raras excepciones,

en lo sucia y polvorienta. Ya nos es­peraban con un jeep nuestros contratistas-guías Keeler y Hafeez, a quienes indiqué mi deseo de par­tir cuanto antes a nuestro campamento, que distaba 70 km. Poco nos entretuvimos en comprar algunas cosas y nos pusimos en marcha.

Campamento en Khejra Kacyanpur Desde que llegamos a Nueva Delhi y después en Bhopal, me di cuenta que el zarpazo a Goa ha­bía sido para el ejército hindú un juego de niños, una invasión más fácil todavía que la de las pode­rosas divisiones blindadas de Mussolini ante las débiles lanzas de los abisinios. Allí no había pasado ná, ni siquiera el pueblo festejó la conquista. Por lo tanto, parecía que nuestra cacería se desarro­llaría sin contratiempos y así hubiera sido si no es que los organizadores, Keeler y Hafeez, se pelea­ron a muerte. Su contrato de sociedad se terminaba en mayo y como no pensaban renovarlo, cada uno trataba de sabotear

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INDIA - 1962 al otro en sus actividades. Y nosotros, los cazadores extranjeros, pagábamos el pato. Pron­to llegaría otro cazador, Mr. Rupert Johnson, de Nueva York. Ese pobre gringo no se llevaría a su país, ya no digamos un tigre de Bengala, pero ni siquiera una huilota. Keeler tenía predominante influencia en el sur de la India, en Mysore, donde vivía, y Hafeez la te­nía en Bhopal, capital de Madhya Pradesh. Como tanto nosotros como el señor Johnson habíamos tratado directamente con Keeler, Hafeez haría todo lo posible porque nuestro shikar fracasara rotun­damente, cosa que sólo logró a medias, gracias a que mi experiencia me había enseñado las condi­ciones justas que deben establecerse en un con­trato y cumplirse antes de soltar todo el dinero, como era lo usual. La cosa fue mal desde un principio. Keeler, ha­ciendo el viaje desde Ban—área de terreno— que el Departa­ mento de Caza nos tenía reservados conforme a la solicitud hecha oportunamente; ya eso implicaría una buena pérdida de tiempo. Por otra parte, imagino, hubo sabotaje en con­tra

nuestra. Ese sabotaje es muy fácil de realizar. Supóngase que se localizan las huellas frescas de un tigre en uno de los lugares donde se ataron cebos vivos y el tigre mata uno de esos cebos, en­tonces se arma un machán donde el cazador se encarama a esperar que el tigre regrese. Esperará inútilmente toda la noche, porque el saboteador, conocedor del terreno, sabe más o menos por dón­de llegará el tigre y para evitarlo bastará que en dos o tres lugares cercanos al machán fije en los matojos o arbustos unos trozos de papel periódico. Eso será suficiente para que el astuto y desconfia­do sher nunca se arrime al cebo. El contratista se desprestigiará si su cliente vuelve a casa sin su tigre y eso era precisamente lo que Hafeez quería que le ocurriera a Keeler, quien, además, según nos aseguró, no podría volver a actuar en el estado de Madhya Pradesh. Keeler era un oficial irlandés, jubilado por el go­ bierno británico. Solamente individuos de naciona­lidad hindú podían adquirir autorización del Gobier­no de ese país para operar como contratista y guías de caza. No pudiendo Keeler nacionalizarse se asoció con Hafeez;

Otra vez era el Tigre de Bengala el principal objetivo de este nuevo shikar.

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¿Llegaría sher a atacar los búfalos atados ... ? una sociedad incompatible de un irlandés que siente la superioridad de su raza, unida a más de 200 años de dominio de la Corona británica sobre la India invadida y un nativo hindú con todos sus complejos y rencores, consciente de que los papeles se han invertido, porque ahora él es el amo en su propia casa. Se ataron 6 búfalos en diversos rumbos con la esperanza de que algún tigre asomara la cabeza, mientras todos los días salíamos en el jeep reco­rriendo algunas brechas en busca de algún antí­lope o venado. Habían transcurrido tres días sin novedad; al­gunos montes se adornaban con abundantes árbo­les como el teak, tamarindos, las frondosas higue­ras sagradas y palmeras silvestres que no daban fruto. Las mañanas eran frías, pero ya a las 10 a.m. la temperatura era ideal. El cuarto día tuvimos me­diana suerte. Salimos en la mañana muy temprano en jeep, con un frío de todos los diablos; después de recorrer unos 15 kilómetros encontramos una meseta muy arbolada pero con poca maleza, lugar que desde luego me gustó, presintiendo que vería­mos algún animal. Muy pronto el presentimiento se hizo realidad: tres black-bucks —muy bonito antílo­ pe prieto— cruzaron a toda carrera; eran dos hem­bras y un macho, especie típica del Oriente que hacía falta en nuestro salón de trofeos. Nos baja­mos y seguimos las huellas durante una hora sin éxito, pues no los volvimos a ver. Subimos al jeep y seguimos por las brechas; media

hora más tarde descubrimos dos chinkaras (gacela Bennetti), pariente y muy parecida a la gacela Dorca que cacé en África Ecuatorial Francesa. Un gracioso anima­ lito de 60 centímetros de alto, 23 a 25 kilos de peso, con cuernos de 28 a 30 centímetros de largo en forma de una “S” invertida; su carne, exquisita. Fernando y yo tomamos nuestros rifles y em­prendimos un corto acecho. En cosa de media hora abatimos las dos gacelas que por la noche nos deleitaron con unos buenos steaks de lomillo a la parrilla. Al siguiente día tampoco hubo noticias de tigre, pero salimos con buena suerte en nuestro diario recorrido en jeep. A las 7 de la mañana descubrimos un animalito al que de pronto no di importancia; pero Keeler usó los prismáticos y después de examinarlo volteó a decirnos entusiasmado: —¡Es un magnífico “cuatro cuernos”! Inmediatamente tomó Fernando su .30-06 y se fue tras el pequeño antílope mientras yo lo seguía a través de los binoculares. Una hora después oímos un tiro, seguimos la dirección y no tardamos en encontrar a Fernando junto a su interesante y rara pieza. El “cuatro cuernos” o chousingha es un raro antílope originario de la India y único en el mundo con cuatro cuernos, un par, digamos, normalmente colocados y el otro par nace entre los ya dichos y el ojo en cada lado. Este

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Mientras esperamos que algún tigre ataque nuestros cebos, somos bien atendidos en el campamento. Durante uno de los recorridos en el jeep, damos “aventón” a una simpática gitana.

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INDIA - 1962 singular antílope viene a ser en la India el representativo de los famosos duiker boks de África, pero llevándoles la rarísima ventaja de ese par de cuernos extra, que lo convier­ten en un trofeo de caza muy deseado y pocas ve­ces abatido por los fanáticos cazadores. General­ mente los dos cuernos extra se presentan con dos protuberancias simétricas o dos callosidades poco notables, semejantes a los nudillos de la mano, pero esta vez nos tocó la buena suerte de encontrar un ejemplar que entra en las medidas récord. Los cuernos anteriores midieron 5 centímetros y los posteriores 9½. La altura a los hombros midió 60 centímetros y el peso aproximado fue de 20 kilos. Días después también yo abatí uno, pero de menores dimensiones. Para ser los primeros días de caza no fue malo el comienzo. No me preocupaba la falta de presen­cia de tigres, pues todavía teníamos 36 días de shikar por delante. El quinto día me tocó abatir un sambar que cayó de un tiro rápido. El sambar (cervus unicolor uni­color), típico de la India, está considerado como el más grande de los cérvidos de la India, tiene una altura de un metro treinta centímetros a los hom­bros y pesa cerca de 300 kilos. Es un venado que no abunda y por lo mismo es difícil de verse. En mi primer shikar tumbé uno, en el segundo shikar no vi uno y al tercero me tocó en suerte abatir el segundo. Keeler me felicitó por la forma limpia como lo maté, confirmando el título que en mi anterior shi­kar me había otorgado de One shot Benito por el tigre, el gaur y la pantera, pues abatí de un tiro cada pieza. De regreso al campamento vimos una pareja de nilgais o blue bull, rara especie de antílope que tampoco abunda y hacía falta en nuestro salón de trofeos de caza; pero ya pardeaba la tarde y no pudimos tirarles.

Fernando brincó del jeep con el rifle .375 en la mano y disparó; el antílope corrió 100 metros y cayó muerto. Sólo una vez, en 1956, había visto uno de esos antílopes que por cierto se me “peló” sin haber podido hacer blanco cuando iba a carrera tendida. Es una lástima que el nilgai, que es el antílope más grande de la India, posea cuernos tan cortos que apenas miden de 9 a 10 pulgadas, es como si viéramos a una mujer muy bella pero con la cabe­za calva. Si no fuera por el deseo de coleccionarlo, pues se está extinguiendo y quedan pocos, no val­dría la pena gastar en él. ¡Se ven tan ridículos! En tamaño y forma los cuernos son semejantes a los de la cabra montañesa de Alaska. La altura a la cruz fue de 1.40 m. A primera vista da la impresión de ser un caballo con ancas caídas y con cola pa­recida a la del órix. El color del pelaje es gris os­curo con ligero tinte azulado; tiene una larga crin rala de un color más oscuro que el resto del cuerpo. Dos franjas de pelo blanco muy pegadas a las pe­zuñas adornan sus cuatro patas a guisa de pulse­ras. Su carne es muy sabrosa. Tan grande y bonito antílope es pariente del eland y del kudu africanos, ya que de éstos se han encontrado esqueletos fosi­lizados en tierras de la India. Felicité a Fernando por su buen tiro y por ese nuevo trofeo que luce en nuestro salón.

Cae el codiciado y lindo black buck (Antílope cervicapra) Dos días en blanco, sin ver un solo animal. Por las noches salíamos en jeep a recorrer brechas con la esperanza de toparnos con una pantera; pero parecía que éstas y los tigres se habían desterrado. Otro día salimos como de costumbre y por la tar­de, cuando regresábamos al campamento, se nos cruzó un black buck. Fernando, acompañado de Sheraffat, uno de nuestros mejores shikaris (huelle­ro) nativos, tomó su .30-06 e inició el acecho. Keeler y yo lo seguimos a prudente distancia. El antílope, que es muy elusivo, nos sintió o nos vio y echó a correr; pero esa oportunidad no podíamos perderla, pues en ninguna de mis cacerías anteriores los ha­bía encontrado. Después de una larga caminata lo volvimos a ver con los prismáticos, acompañado de dos hem­bras; el terreno arbolado se prestaba para un ace­cho cuidadoso y bien estudiado. Tomando en cuen­ta la dirección del viento, que nos era favorable, se adelantó Fernando seguido de Sheraffat, quedán­donos en el lugar Keeler y yo. Pasaron unos 40 mi­nutos cuando oímos un disparo. Fernando,

El nilgai o blue bull (Bocelaphus tragocamelus) Han pasado 7 días y no hay trazas de tigres. Así reza la anotación en mi Diario. Empezaba a preocu­parme la desagradable situación creada por las dis­cusiones y pleitos continuos entre Keeler y Hafeez. Esa mañana, a las 4:30 ya estábamos en el jeep tomando una brecha hacia Imalia, una aldea que distaba 40 km. Pasamos todo el día sin ver una rata, pero por la tarde, cuando regresábamos cru­zando un montecillo muy pedregoso salpicado de chaparrales, descubrimos un nilgai.

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El nilgai posee unos ridĂ­culos cuernos que contrastan con su gran corpulencia.

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El autor con uno de los dos nilgais que se abatieron en este shikar.

que es­taba tirando muy bien, había doblado al antílope con un tiro a la espina, a la altura de los hombros. Probablemente el black buck sea el más gra­cioso de todos los antílopes de la India por su es­beltez, sus largos y finos cuernos retorcidos en espiral como un tirabuzón, cilíndricos y divergentes. Su tamaño es como el de un cola blanca mediano, 80 centímetros de alto y unos 40 kilos de peso. Un black buck con cuernos de 60 centímetros de lar­go en línea recta es mucho muy bueno; del que abatió Fernando midieron 0.51 m solamente. Pero ¡qué bonito es! Su sedosa piel es casi prieta aza­ bache, extendiéndose ese color desde la cabeza hasta muy atrás por todo el lomo, con un manchón irregular blanco alrededor de los ojos; los costados y todo el pecho son blancos, es decir, que casi toda la parte superior del cuerpo es prieta y blanca la inferior. Su estampa es maravillosamente elegante, como el de una vicuña. El black buck es un antí­lope originario de la India; pero, como la gran parte de la fauna silvestre de ese país,

está en peli­gro de extinción. Pronto habrá que buscarlo en otros países. Ya actualmente se han importado y procreado con éxito en ranchos cinegéticos en Ar­gentina, Estados Unidos, México y Canadá, si bien cazarlos en esos ranchos no deja el mismo sabor deportivo, porque el cazador tiene todas las ven­tajas. Sin embargo, ése será el futuro del cazador. Este fue el primer shikar de Fernando en la India y mi deseo fue que lo disfrutara al máximo. Por eso fue que, con pocas excepciones, tenía prioridad de cazar todo bicho que tuviera a tiro. Pero tratán­dose de tigres y panteras, cada uno estaría en su puesto. El último día en ese campamento fue largo; nos alejamos mucho y regresamos a medianoche, con un frío que penetraba hasta los huesos haciéndo­nos tiritar y castañear los dientes. Calculé que la temperatura, con el jeep sin toldo, sin llevar suéter o cobija, estaba a cero grados, pero la sentíamos a veinte. Sin embargo, estábamos felices con nuestro nuevo y precioso trofeo.

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Una graciosa hembra de black buck en plena carrera.

Machos de black buck, el más belfo antílope de la India, reconociéndose antes de iniciar una pelea.

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EsplĂŠndido ejemplar de Tigre de Bengala. Es impresionante el poder que estos felinos desarrollan al arrastrar a sus vĂ­ctimas.

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En el nuevo campamento espero pacientemente que aparezca un tigre.

Campamento en Bhampur

preparamos a tres metros sobre el nivel de la tierra. Luego fuimos a examinar y estudiar los movimientos que había hecho el tigre cargando con el búfalo: lo arrastró 70 metros, intentó cruzar un profundo nullan —zanja—, pero como no pudo tre­par por el resbaladizo lado opuesto que era un muro de 3 metros de alto, siguió por el fondo de la zanja hasta encontrar una parte más accesible, un bordo de 2 y medio metros que salvó de un portentoso salto cargando a su víctima. i Increíble! La tierra estaba muy mojada; por lo tanto las huellas eran clarísimas, como un libro abierto para el cazador más neófito: encontró el lugar más se­guro, cenó tranquilamente y se fue a su cubil a reposar. En un robusto babul —árbol— cercano de gruesa corteza, a la altura de casi 2 metros, descu­brimos que se había detenido a darse manicure —todos sabemos que los gatos son muy limpios, ya sean salvajes o domésticos—; había unas incisiones muy profundas de unos 35 centímetros de largas: eran las marcas que había dejado sher al limpiarse la carroña de sus terribles zarpas. Por más que car­gamos las dos manos con nuestros filosos cuchillos de caza no pudimos igualar la profundidad de esas marcas en la corteza del árbol. Es verdaderamente impresionante el tremendo poder de esas fieras cuando se examinan y estu­dian detalles y

En vista de que habían pasado ya nueve días sin tener noticias de tigres o panteras en esa re­gión, decidí cambiar de campamento a Bhampur, lugar distante unos 50 km al noreste. Me gustó el nuevo campamento, que estaba rodeado por cua­tro montes muy espesos. Tanto me gustaba el lugar que hasta anoté el nombre de los montes: el Teli­con, el Barakoh, el Garawali y el Garabrahmin. In­mediatamente atamos en diferentes lugares 6 búfalos que llevamos desde Tanda. Al tercer días de permanencia en el campamen­ to nos llevaron la noticia de que había ocurrido una muerte en el monte Garawali. Nos trasladamos al lugar cerciorándonos de que, efectivamente, uno de los búfalos había sido atacado, muerto y medio devorado por un tigre muy grande, a juzgar por el enorme tamaño de las huellas de las zarpas, pero la mala suerte no nos abandonaba; el mañoso y astuto felino mascó y trozó el grueso y resistente cable con que estaba atado el búfalo, arrastrando a su víctima hasta un lugar muy espeso y cubierto por matorrales donde se tragó la mitad del animal. Seguramente que el bicho ese volvería a termi­nar con los restos; habría que esperar en un machán que

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INDIA - 1962 arrimara, pero no era por demás pasar nuestra primera noche en un árbol. ¡Qué lejos estaba yo de pensar que no serían una ni dos ni tres noches, sino 17, con un total de 200· horas, las que como fakires tendríamos que aguan­tar encaramados en los machanes! Sin hablar, sin movernos ni pestañear y con gran ansiedad pasaron las horas anunciándose la noche. No percibimos ningún mensaje de la selva que de­nunciara la proximidad de sher; empezamos a sen­tir el intenso frío que venía a aumentar nuestra incomodidad. Más tarde nos envolvía un silencio completo, un silencio de panteón de pueblo leja­no ... Así transcurrieron las horas de impaciente espera. Ni un ruido, sólo se dejaba oír el de nues­tra respiración. De vez en cuando, a distancia, una racha de viento frío estremecía los árboles, oíamos cómo se aproximaba su voz, producida al tocar y mecer las ramas que al chocar unas con otras des­prendían de su sitio las hojas muertas del teak, rui­do que se asemeja al que produce la venida de un ancho río al iniciarse el temporal de lluvias con un fuerte chubasco. Luego siguieron otros ruidos que cada vez nos ponían en alta tensión: el de una lechuza, que en aquel silencio se oye como el de una locomotora lejana que apenas puede con su pesada carga esforzándose en subir la pendiente; las grandes hojas secas que caen del árbol teak, poniéndonos alerta y pensando siempre que el rui­ do podía provenir de sher que se acerca. Sólo un tejón se presentó esa larga noche, muy larga por cierto. Catorce horas habíamos permane­cido en el machán, sin comer, sin beber, ni mover­nos. Cuando por la mañana llegó a recogernos Keeler estábamos tan entumidos que nos dolían todos los huesos; el frío había sido intenso. Sher no se había dignado volver a terminar con los restos del boda (búfalo joven) que había matado. Supusimos que probablemente el tigre había que­dado satisfecho con su primera cena y por eso no regresó; pero regresaría a la noche siguiente. En el lugar atamos otro búfalo vivo y después de un buen almuerzo de pavo real que nuestro cocinero nos había preparado, completándolo con unas tor­tillas de harina integral con mantequilla que llaman chapatties, muy sabrosa, y unas grandes tazas de té, nos dormimos hasta pasado mediodía. A las 4 p.m. estábamos otra vez en el machán, ahora bien abrigados para aguantar el frío. Di instrucciones a Keeler de volver por nosotros a medianoche ya que generalmente en este sistema de caza el tigre ataca entre las 7 y 12 de la noche. El tigre nunca volvió. Otras 8 horas en machán sin éxito. No cansaré al lector con la repetición de noches de machán, tan diferentes a nuestras alegres no­ches

Sólo vimos chitales hembras ...

actitudes como las que acabo de narrar: romper el grueso y resistente cable de cá­ñamo, arrastrar a su víctima de más de 200 kilos de peso, librar con ella de un salto el bordo de 2 y medio metros de altura y esas profundas hendidu­ras que dejó en la corteza del árbol al limpiarse la carroña de las uñas. El cazador siente escalofrío cuando da vuelo a su imaginación considerando la posibilidad de un encuentro sorpresivo con una de esas fieras que con una caricia, una sola, de sus temibles garras, lo pueden mandar a uno al otro mundo. A las 3:30 p.m. Fernando y yo nos subimos al machán a esperar pacientemente a sher, rey de la jungla. Me sentí escéptico. El hecho de haber re­movido los restos del búfalo era suficiente para que un gato tan astuto no se

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INDIA - 1962 navideñas. Pasaron días y ningún tigre asomó la nariz en selva tan bonita. En los días siguientes ejecutamos tres arreadas sin éxito: sólo vimos tres chitales hembras y una hiena rayada con buen pelo y bonita estampa; esta última la tumbó Fernando de un tiro fácil. Una de tantas mañanas que pasamos en Bham­pur tuvimos una simpática visita; pero mejor trans­cribiré las notas de mi Diario para ser más breve. Los campesinos, esa pobre gente de campo, de estómago siempre vacío, ignorante, en todo momen­ to servicial, hospitalaria, humilde y devota de cora­zón,

¡de veras religioso!, son de iguales o muy se­mejantes sentimientos humanos y cordiales en todas partes del mundo. Son los más sufridos y los que integran el corazón de los pueblos. La India no es una excepción en este sentido; no obstante su profunda miseria, tan deprimente que llega al alma, por toda aldea que pasábamos siempre se nos ofre­cía una buena taza de té y un humilde chapatti con sal. Ayer nos visitó un campesino de amable y res­ petable aspecto: alto, con largo y retorcido mosta­cho completamente blanco y luenga barba, también blanca, muy peinada al estilo Maximiliano de Habs­burgo; el En nuestra última arreada en Bhampur cobró Fernando esta hiena.

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En Nueva Delhi no pude resistir la tentación de retratarme frente a una pordiosera que pide limosna de esta manera original. padre de la Historia, y de tantos grandes sabios que hace 24 siglos le dieron fama e inmor­talidad a su país, en 1975 tenía un índice del 90% de analfabetismo. El hindú siente la necesidad de saber leer y escribir para mejor conocer y estimar la historia de su gran nación, que hace 23 siglos fuera el enor­me subcontinente de la India, dominio del glorioso rey Asoka. Nación que tantas invasiones y calami­dades ha sufrido, todavía hoy no ha llenado su estómago de yogi, de asceta, de verdadero sadhu —también los hay falsos; los yogis viven de la cari­dad voluntaria, no la piden—, pero, al menos, desean alimentar con letras su entendimiento para perca­tarse de los derechos que como ciudadano le otor­gan las leyes de su país ahora libre y soberano. En otra parte de este volumen relaté cómo en cualquier terraza o campo abierto los niños reciben su pri­mera enseñanza en las aldeas más remotas. Sin embargo, la India está muy lejos de alcanzar la meta de paz, tranquilidad y progreso que todo país anhela. Desde 1956 he observado en mis viajes, tanto en Mysore, Bombay y Nueva Delhi como en pueblos

objeto de su visita no era otro que el de conocer a los cazadores mexicanos y para ello ha­bía caminado más de 10 kilómetros. Se presentó a nosotros risueño y humilde, ofreciéndonos un obse­quio que llevaba en sus manos: dos cebollas, un manojo de cilantro, dos tomates, tres guayabas y unos chiles verdes. Un regalo que apreciamos mu­chisimo.

Apuntes de la vida social, política y costumbres La India progresa, continúa su plan de cinco años procarreteras, escuelas y agricultura. En ese año de 1962 Nehru inauguró la primera refinería de petróleo crudo. Se advertían muchas nuevas indus­trias y el pueblo sacudía su letárgica indolencia de siglos, que tal vez lo ha situado como uno de los países más analfabetos del mundo civilizado, no obstante haber sido cuna del pensamiento, de la filosofía, del arte, la cultura, las letras y religiones de Oriente; pero, en fin, también Grecia, cuna de Herodoto,

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INDIA - 1962 del interior, que hay descontento en la gen­te y el afán del abuso, la corrupción en las altas y bajas esferas de la administración pública. Todos “muerden”, todos abusan y el más sufrido, el más oprimido, el más explotado, el más sobajado ... es el analfabeto campesino, el miserable que nace y muere trabajando la pródiga tierra de la que ha de cosechar el arroz, el dall y el trigo que llenarán la barriga de los afortunados, de los que saben leer. De esa situación, producto de la explosión demográfica y, sobre todo, de la corrupción oficial existente, ha surgido una agitación política que po­siblemente un día hundirá en mayores males al país. En todas partes oía los mismos comentarios: —¿Qué cree usted que ocurra cuando muera Nehru? —preguntaba yo. —Pues que habrá revolución —era la respuesta. Todo o casi todo el pueblo quería a Nehru, pero existía un espíritu de separatismo, de división, de una revuelta que brotaría cuando él muriese. En­tonces Mysore y Bombay pretenderían su indepen­dencia. Por el lado norte, en Assam, también había agitación, fomentada por China Roja con bastante éxito, pues en octubre de 1962, de hecho, ya China había invadido el territorio y los dos países estaban prácticamente en guerra, aunque no se había de­clarado. ¡Pobre país! ¡Qué pronto estaba pagando lo que le hizo a Goa! Otro día presenciamos una de las típicas bodas de aldeanos: engalanadas con flores y tiradas por bueyes con los cuernos pintados de vivos colores, cientos de carretas conducían a los invitados al festín. El novio, de ¡diez años de edad!, iba sentado en una carreta con un inmenso sable en la mano; la novia ¡de ocho años!, bien ataviada, iba en otra carreta. Después de celebrado el matrimonio, cada una de esas criaturas regresaría al hogar de sus respectivos padres, donde continuarían viviendo hasta cumplir los 15 ó 16 años, en que se unirían formando su propio hogar. Otra de las singulares costumbres son los bau­tizos que en los pueblos se practican masivamente cuando anuncia su visita un pandit —palabra del sánscrito, título honorífico que se otorga a las altas personalidades brahmanes, eruditos, versados en el estudio de la literatura sánscrita, lengua clásica apli­cada en las Sagradas Escrituras de la religión hin­dú—. Los bebés así bautizados llevarán el nombre y apellido que a los padres se les antoje. Incluí el apellido porque no siempre llevarán el de sus pa­dres, pues con mucha frecuencia éstos escogen el que más les cuadre, elegido de un libro, de una historia o de un político de renombre.

Campesina hindú cuajando con un primitivo sistema la leche del búfalo doméstico.

La sombra de cualquiera de las muchas higue­ras silvestres sagradas, donde no faltan una o dos deidades esculpidas en piedra, servirá de templo para una boda o para un bautizo. La higuera sagra­da simboliza el árbol donde, a la sombra, perma­neció sentado Buda durante 49 días esperando la iluminación divina. Para terminar este capítulo, una breve explica­ción sobre la religión hindú. “El politeísmo de las masas y el inflexible mo­ noteísmo de las clases superiores, son para el hindú las expresiones de una y la misma fuerza en diferentes niveles. El hinduismo insiste en la labor cons­tante para la superación y el mejoramiento de nues­tro conocimiento de Dios. «Los adoradores del absoluto» —Dios— están

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La India está llena de tipos pintorescos como este domador de osos.

Cerca de nuestros campamentos tomé la fotografía de estas dos jóvenes campesinas, que como en cualquier parte del mundo gustan de lucir sus adornos.

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Esta joven y bella campesina llevaba, según la costumbre de la India, muchos años de casada. Carretas y bueyes son adornados para una ceremonia matrimonial. ¡EI novio solamente tenía 10 años de edad y la novia 8 años!

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INDIA - 1962 en un orden más alto; le siguen los adoradores de un Dios personal; después vienen los adoradores de encarnaciones tales como Rama, Krishna o Budha. Después le siguen aquellos que adoran a sus ancestros, a deidades o sabios y, por último, se encuentran los adoradores de las fuerzas inferiores y de los espíritus. Hasta el seno de un inmenso mar llegan de todas partes corrien­tes cuyos nombres son tan variados como sus afluentes. Y así en todas partes, el hombre se incli­na ante un solo Dios aunque se le conozca con distintos nombres.”

la muerte, sencillamente porque quedaba fuera de los límites de los “blocks” que se habían seleccionado para nuestro shikar. Hubo una larga discusión en que los ánimos se caldearon, intervine queriendo conciliar a los dos socios y has­ta ofrecí una buena suma de dinero a Hafeez, pues no quería yo perder la oportunidad de esa noche. Todo parecía inútil: el hindú no transigía, se sentía humillado por el trato que hasta entonces le había dado el irlandés y quería mostrarle que en ese distrito y en todo el Estado él era el amo; in­clusive amenazó a Keeler con denunciarlo ante las autoridades si contravenía lo dispuesto por los re­glamentos de caza. Mientras tanto, el tiempo corría y se hacía tarde. Por mi parte, también agotada la paciencia, amenacé con rescindir nuestro contrato por falta de cumplimiento, acudiría yo a nuestro consulado para protegernos contra lo que conside­raba un fraude. Les aseguré a los dos socios que aunque me costara dinero haría saber de su cochi­no procedimiento a los círculos y clubes de caza­dores internacionales, tanto de México como de los Estados Unidos. Al fin, después de tanto gastar sa­liva y medio litro de bilis, se arregló el asunto, pero para entonces ya eran las 6 p.m. Se había perdido un tiempo precioso, al machán debía llegar a eso de las 4 p.m., hora en la que tanto los tigres como panteras se desperezan en su cubil para iniciar su merodeo, su ronda en busca de una víctima; de llegar al machán más tarde se corría el riesgo de ahuyentar la fiera que probablemente estaría ya cerca de la carnada. Sin embargo, nos fuimos al machán.

Campamento en Keshiphura Un campamento en un nuevo lugar siempre le parece a uno más bonito y prometedor que el ante­rior, como cuando se cambia uno de casa. El 16 de enero llegamos a un lugar llamado Keshiphura, acampando al borde de una meseta. A nuestros pies se extendía un laberinto de valles y montes en que se dibujaban numerosas parcelas sembradas de trigo y de dall —especie de lenteja—, regalando la vista del que mira aquel hermoso y exuberante verdor. Algunos sudras, campesinos, descamisados pero con sus pugrees —turbante hindú— que nunca se quitan, al vernos abandonaron el arado egipcio y sus labores para ir a curiosear nuestro campa­ mento. El valle estaba limitado al fondo, a izquier­da y derecha, por montes que a distancia se veían azules; en cerros bajos y tupidos más cercanos, era donde se suponía cazaríamos tigres. Todo parecía presentarse muy propicio, pues ha­ bía noticias de dos tigres que andaban merodeando el lugar; los sudras nos informaron que todos los días oían rugir a sher. De inmediato nos impusi­mos la tarea de atar tres búfalos en los lugares más indicados y en eso se pasó el día. Al siguiente, por la mañana, un sudra nos llevó la noticia de que sher había matado un búfalo. Como de costumbre, fuimos al lugar cerciorándonos de que se trataba de un tigre de muy buen tamaño, cuyas zarpas me­dían 12 cm de ancho; se había comido la mitad del animal, así que había todas las probabilidades de que regresara. Preparamos el machán y regresamos al campamento para volver a las 5 p.m. a pasar la noche esperando al deseado rey de la selva. A las 4 p.m., hora en que Fernando y yo dispo­ níamos todo lo necesario y examinábamos nuestros rifles para irnos a nuestra morada tarzanesca, llegó Hafeez, quien había permanecido unos días en Bho­pal, y empezaron las dificultades. Según este hin­dú, no nos estaba permitido cazar en el lugar en que había ocurrido

Una noche en la selva El lugar de los acontecimientos no podía ser más apropiado: selva muy cerrada y peñascosa, in­accesible a cualquier vehículo de ruedas. Pronto llegó la noche, pero había luna, una luna que des­de nuestro incómodo machán nos permitía ver cla­ramente los restos del búfalo que distaban 15 me­tros de nosotros. A las 8 p.m. empezó la serenata de la jungla con el llamado agudo de un chital que nos pareció como el grito de un niño o un silbido. 2 Con la mano oprimí el brazo de Fernando, dándole a entender que tal vez sher estaría cerca. Tragué saliva, abrí la boca y cerré los ojos para concen­trar mejor el oído. Tres veces más oímos al chital que supuse estaría a 100 metros; luego, el llamado de contralto de un sambar, al que siguió un impo­nente rugido de sher. Una sensación inexplicable recorrió todo mi cuerpo; con lentos movimientos acaricié mi rifle .375 y me cercioré de que la lám­para de 5 baterías ya la tenía

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La llamada del venado chital es un característico silbido que se oye cuando cae la noche en las selvas de la India. Fernando en sus manos, quien, siguiendo mis consejos, se movía me­nos que una esfinge. Habíamos acordado y practicado el momento y forma en la que él colocaría y prendería la lámpara sobre mi cabeza iluminando al tigre cuando éste llegara. Durante media hora oímos esos sonoros y atronadores rugidos que parecían advertir al pueblo salvaje de la selva que sher, el amo, el poderoso, había hablado reclamando una víctima para su cena. Todos mis nervios estaban ya en tensión, es­taba seguro de que no tardaría en llegar ese ca­ballero. Con ansiosa mirada quería penetrar las mil som­ bras de la jungla, acabando por clavarla fijamente sobre los restos del boda. Una racha de viento hizo caer cientos de hojas secas de los árboles teak, produciendo ruidos que me desesperaban. Yo que­ría silencio para oír la llegada de la visita que im­paciente esperaba, ya que, como hombre, no tenía la facultad de ver de noche lo mismo que los feli­nos, para quienes no hay tinieblas. Más tarde oímos muy cerca una mezcla de

portentosos gruñidos y rugidos como si dos fieras pelearan disputándose el botín de caza. Me sentía tan emocionado con el espectáculo que no veía, pero que adivinaba, que ya ni pensaba en mi rifle. Seguramente que Fer­nando, que no chistó palabra ni movió un dedo, sentiría lo mismo. Luego el silencio, todo enmude­ció; ni el chital ni el sambar levantaron más la voz. ¿ Habría sher encontrado en su camino otra víc­tima y por eso no llegaba? Yesos ruidos y gruñi­dos, ¿serían dos panteras que peleaban o una tigre­sa con sus cachorros devorando y disputándose la carne de una víctima? No lo sabía. Siguió un silencio profundo sólo in­ terrumpido por el ulular del búho, el canto de la cigarra y el chirrido tan fino y chillón que produce el grillo al restregar sus dos alas, las más largas, una contra la otra, que se le llama chirrido estra­dulatorio. A las 10 p.m. la cigarra y el grillo también callaron; sólo seguía el búho con su singular y si­niestra voz; tampoco volvimos a oír el rugido de sher. Sólo quedó palpitante en mi alma la grandio­sa sensación de una noche selvática, noches

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INDIA - 1962 el sol; el trino de las aves; los variados y múltiples mati­ces de la naturaleza; las diversas y gráciles formas de la fauna. ¿Fue todo ello para agradar al hom­bre? ¿Para reanimar su hogar que es todo el mun­do? Y, entonces, ¿qué decir del tenebroso drama de la noche que todo lo transforma en agonía de muerte? Luego, con esa inconcebible rapidez del pen­samiento, vinieron a mi mente unos poemas de Kipling, tal vez el más profundo conocedor y admi­rador de la selva, que con sus escritos deleita a todo cazador amante de la naturaleza. El poema se refiere al elefante cautivo, verdadero amo y rey de la selva, versos que también pueden ser apli­cados al hombre esclavo del hombre o al prisione­ro, o a quien ha perdido su libertad en cualquier forma: Pensar quiero en lo que fui y olvidar que estoy atado y recordar el pasado y cuanto en el bosque vi. No quiero al hombre venderme por un puñado de caña, sino huir a la montaña y entre los míos perderme. Quiero, hasta el alba vagando, ir el beso recibiendo del aire que va corriendo del agua que va pasando. Quiero olvidar mis pesadas cadenas y mis dolores; ver a mis viejos amores y a mis libres camaradas. Un tremendo susto me sacó de mis agradables meditaciones. Cuando estoy en un machán siempre acostumbro, por comodidad, quitarme las botas, que dejo colgadas de una rama, protegiéndome del frío con gruesos y dobles calcetines. De pronto sentí un fuerte mordisco en el dedo gordo de mi pie derecho, instantáneamente pensé que había sido una cobra. Recibí la misma impresión que cuan­do un fuerte sismo lo hace a uno despertar a me­ dianoche. Todo mi cuerpo se estremeció y no sé cómo no grité ni me caí del árbol; ni siquiera hice un movimiento rápido. Lentamente encogí la pierna hasta tocarme el dedo, dándome cuenta de que no me dolía ni sentía molestia alguna, pero mi preocu­pación era grande. La luz de la luna me permitía buscar por las ramas a la supuesta víbora que me había mordido, esperando al mismo tiempo sentir los síntomas del envenenamiento como se sien­ten los efectos de un piquete de alacrán, de esos güeritos de Durango. Naturalmente que Fernando me ayudaba tratando de convencerme de que no había tal víbora ni tal piquete. —Oye pap —decía Fernando—, ¿qué no será que estabas dormido o dormitando y te despertó una pesadilla?

“Ver a mis viejos amores y a mis libres camaradas ... “ bru­tales, de acecho, sangre, rapiña y muerte, que es el pan de cada noche, donde impera la ley de la selva, ley tan simple y tan dramática que, como todo lo que es grande, sólo una frase se requiere para expresarla: matar para sobrevivir. O bien la siguiente triste verdad, aplicada tanto a la fauna silvestre como al hombre: para vivir hay que comer y para comer hay que matar. Esos minutos me impresionaron tanto que me dejaron hundido en profunda meditación en rela­ción con el valor real y objeto de la vida, tanto del hombre como de los animales. Dentro de mí sentía vibrar intensamente todas las palpitaciones de la selva; su encanto, vida y belleza incomparables a la luz del día; el rocío en la verde maleza; el cer­vatillo que alegre salta en el campo al rayar

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INDIA - 1962 ¡Qué pesadilla ni qué sombrilla, fue una víbora, busquemos sin movernos mucho! Con ansiedad buscaba y buscaba, cuando des­cubrí lo que creía era una enorme rata que corría de rama en rama; esa infeliz rata me había mordi­do y me tranquilicé. Momentos después me di cuen­ta de que no era rata sino una mangosta, ese pequeño, agilísimo y bravo animalito carnívoro que suele atacar con frecuencia a los reptiles. Me volvió la sangre al cuerpo y sin preocupar­me más mis pensamientos se concentraron en el tigre que esperábamos. Durante la noche dos o tres veces el tenaz animalito brincó sobre mi cuerpo. Llegó el alba, pero no volvió sher. Sin embargo, no me sentí defraudado, porque

todavía ahora, des­pués de largo tiempo, conservo viva imagen de una verdadera noche en la selva, una noche plena de sucesos que no vi, pero a los que mi oído y mi imaginación dieron vida. Había escuchado los so­ noros rugidos del tigre; la pelea, que seguramente fue de panteras; el llamado del sambar y del chital; los chirridos de grillos y cigarras que siempre ca­llaban a las diez de la noche; el viento y las hojas secas al caer, y todas las demás pequeñas cosas que se aprecian y agigantan cuando hay interés. Las noches de África son diferentes, como lo es la fauna que allá habita. ¿Por qué no llegó sher? No lo sé. Tal vez nos sintió cuando llegamos tarde al machán, tal vez fue sabotaje del

El susto me lo propició una mangosta, el pequeño carnívoro parecido a una rata, enemigo jurado de las cobras con las que sostiene continuas peleas que gana en muchas ocasiones.

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La peligrosa pantera puede subir a los รกrboles con gran facilidad y gracias al dibujo de su piel, pasar completamente inadvertida entre el follaje

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INDIA - 1962 hindú Hafeez o quizás encontró en su camino otra presa fácil para su cena. La luna había cruzado todo el firmamento y pre­ cisamente cuando se ocultaba empezó a clarear el día, anunciándose con un matiz morado pálido por el cielo de Oriente.

En cuanto a inteligencia, dice Dumbar Brander que al cazar panteras en la India observó que, “contra lo que acontece con otros animales al caer en una trampa, éste no aulla ni ruge; la única señal de haberlo atrapado era el ruido que hacía la tram­pa al cerrarse. Como si comprendiera que cualquier ruido atraería al hombre, la pantera se esfuerza silenciosa e inteligentemente el escapar”. El leopardo es muy prolífico y por esa razón es más difícil de extinguirlo como al león y al tigre. Su gestación dura 3 meses. Por lo general nacen de 2 a 4 cachorros en cada parto. Son destetados a los 4 meses y el término

Tendwa (Felis pardus) El elefante, el león y el tigre se disputan la co­rona real como reyes de la selva, pero el leopardo es el príncipe indiscutible y si tuviera el peso del león tampoco tendría rival en los combates. Es el príncipe de todos los félidos. Después del tigre de Bengala es el gato más bello, astuto, sanguina­rio y peligroso de la jungla. El león herido se em­bosca y ruge antes de saltar sobre el cazador que lo persigue, dándole a éste un segundo, tiempo para encañonar su rifle. Un elefante herido es también muy peligroso, generalmente huye y se embosca en lo más denso de la selva, donde su enorme ta­maño pronto lo denuncia ante los ojos del cazador experto; pero cuando se habla de seguir el rastro de un leopardo herido hay que orinar primero para no hacerlo en los pantalones (el jaguar es menos peligroso). El leopardo es también el gato más ágil, ya que puede trepar a un árbol con la misma facilidad que un gato doméstico o una ardilla; además, es el más inteligente. Considerándolo kilo por kilo, es más po­derosa su fuerza que la del león o el tigre. Pesa aún menos que el jaguar de Sudamérica y puede trepar a un árbol con el cadáver de un animal que pese el doble; es decir, con una víctima de 130 kilos, de un salto puede salvar un zanjón de 10 metros. Tiene un maravilloso sentido de la vista y oído y la ventajosa conformación de la planta de sus zarpas apagan totalmente el ruido de sus pa­sos, a tal grado que siempre aparece como un fantasma, lo que en parte se debe a que al avanzar coloca la pata trasera justamente en la huella que acaba de dejar la zarpa delantera. Cuando ataca, generalmente salta sobre el cue­llo o el hombro de su víctima, clavando sus for­midables colmillos a la vez que desgarra el vientre con las uñas interiores de las patas traseras; sus uñas, siendo retráctiles, no se desgastan. Sólo en el momento de atacar, cuando alarga las garras, un tendón conectado a los músculos flexo res tira hacia abajo y afuera de las falanges asomando al instante todas las uñas. Su hermosa piel moteada, adornada con numerosas rosetas, es un camuflaje perfecto que lo hace prácticamente invisible si está inmóvil entre las luces y sombras de la selva.

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INDIA - 1962 22 que tiene el leopardo africano: ésta es la principal diferencia anatómica entre esos dos félidos. En este mi tercer shikar había de enredarme en dos interesantes experien­cias con esos peligrosos gatos; es por ello que me he ocupado en ilustrar someramente al lector sobre sus características. Habían transcurrido 22 días sin enfrentarnos a un animal peligroso: ni panteras ni tigres. Ocho noches habíamos pasado esperando en los machanes, unas veces Fernando y yo juntos y otras en rumbos dis­tantes cada uno. Siempre, en otros shikars, había preferido que­darme solo en un machán, porque hay relativa co­modidad y porque un hombre hace menos ruido que dos; un movimiento o una tos que no se pudo con­tener pueden echar a perder un acecho de muchas horas. Pero tenía un problema: en cacerías anteriores usaba en mi rifle una lámpara de baterías que yo descubrí, adaptable al cañón con un sistema sen­cillo y muy práctico cuando se está solo en un ma­chán; pero esta vez no tenía esa lámpara y ahora tendría que usar una larga de cinco baterías, que en el momento de ir a disparar mantendría sobre mi cabeza con la mano izquierda en tanto que con la derecha manejaría el rifle apoyando el cañón sobre alguna rama, ya que de otra manera sería imposible apuntar con precisión. La tarea no era fácil y tuve que ejercitarme durante horas por la noche en el campamento. Por los rugidos que va­rias noches oímos y por huellas descubiertas está­ bamos seguros de que ciertamente había tigres, pero nunca se arrimaban a los búfalos vivos que poníamos de carnada, como si supieran que nos­otros estábamos cerca esperando en los macha­nes y, en caso de una muerte, nunca regresaban a devorar los restos de sus víctimas. —Estos caballeros son muy enigmáticos —solía decir Keeler refiriéndose a los tigres. Tanto empeño teníamos en cazar uno que, alter­ nando las noches, una la pasábamos durmiendo y descansando en el campamento y otra velando en el machán a nuestra respectiva carnada que eran los bodas vivos. Al fin llegó el día. En una malísima brecha que hacía tiempo no había sido transitada por carretas encontramos huellas frescas de tigre. En el acto atamos un búfalo de año y medio en el lugar que nos pareció más apropiado y preparamos el ma­chán, por cierto que con mucha dificultad, pues el árbol era un kenji muy raquítico. A las 4 p.m. ya estaba yo allí. Para Fernando se preparó otro ma­chán a unos 300 metros del mío, en

El jaguar americano, a pesar de ser más pesado que la pantera, no tiene punto de comparación con ésta en cuanto a peligrosidad. de su existencia es de unos 20 años. i20 años de cazar y matar continua­mente! En cuanto a peligrosidad, la opinión de todo cazador experto y con larga experiencia es unáni­me, y cuando se trata de perseguir a una de estas fieras heridas, los cazadores —particularmente los conocedores, los profesionales— saben que se ve­ rán en dificultades o, como dice el refrán: se han metido en camisa de once varas. En África se le teme más a un leopardo herido que a un león he­rido. En la pelea es feroz y valiente; luchará hasta el último aliento de su vida. Tendwa es el nombre del leopardo en la India y, aparte de IIamársele pantera, tiene muchos nom­bres nativos, como kala, bureta, chigri, badú, etc. Cosa importante es que la pantera de la India tie­ne 28 vértebras contra

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INDIA - 1962 un lugar por donde suponíamos también rondaba la fiera. Si no tenía suerte yo, tal vez la tendría Fernando, a quien acompañaba el shikari Sheraffat. Mi machán estaba completamente en la falda de una selva muy cerrada, en el punto donde se que­braba el terreno inclinado a la orilla de la brecha. Al lado opuesto, a 8 metros, atamos al becerro a un matojo; atrás de éste había un ligero zanjón y luego un extenso breñal. No sé por qué presentía que por un pequeño clarito, a la izquierda del be­cerro, entraría la fiera. Sinceramente deseaba que mejor le entrara a Fernando para que sintiera esa gran emoción que yo había sentido otras veces. Cuando el sol, la cobija de los pobres, estaba por ocultarse, empecé a acomodarme para no mo­verme más; me puse mi grueso suéter, coloqué en su lugar la lámpara y el rifle, de tal manera que a tientas, en la oscuridad, les pudiera echar mano sin hacer el menor ruido. Examiné todo a mi derre­dor, tentaba todas las hojas de las ramas del ca­muflaje de mi machán arrancando las hojas se­cas, porque cualquier rozón mío, del rifle o de la lámpara en el momento culminante, sería desas­troso, podría alarmar y ahuyentar a la fiera echán­dolo todo a perder. Ya había ejercitado mi línea de tiro; con mi cuchillo había hecho en un bra­zo del árbol una ligera hendidura donde apoyar el cañón del rifle asegurando su posición, pues con la mano izquierda manejaría la lámpara y con la derecha dispararía el rifle. En otra página he explicado por qué la popular lámpara de baterías que se sujeta a la cabeza no es práctica en la caza nocturna del tigre. Cuando el sol está por ocultarse es la hora en que empiezan las probabilidades de que la fiera esperada asome la nariz, es el amanecer de los car­niceros nocturnos y desde esa hora el cazador debe estar continuamente alerta. Muchos cazadores, por no extremar sus cuidados y precauciones para evi­tar el menor ruido o movimiento, han perdido la única oportunidad de matar un tigre. Por el clarito abierto entre las ramas de mi ma­chán, que no estaba a más de tres metros de altura, observaba al becerro, que no se daba cuenta de mi presencia, pues ni una vez había levantado la cabeza. Por mi parte, muy de vez en cuando, len­tamente, atisbaba con el rabo del ojo el breñal y la brecha por uno y otro lado. Eran las 6:30 de la tarde. El sol se había ocultadoo cuando a mi derecha, enfrente y cinco metros a la izquierda del katra (búfalo joven), precisamen­te por donde había imaginado que llegaría, asomó la cabeza o, mejor dicho, con gran emoción descu­brí la cabeza no de sher sino de una barah tendwa (gran pantera). Hasta la respiración se me cortó cuando la vi. Todavía había bastante luz, me quedé como pe­trificado,

pues tenía la vista fija no sé si en mí o en el árbol. Nuestras miradas se cruzaban. Estando a sólo ocho metros de distancia no había percibido el menor ruido de sus pasos cuando llegó, no obs­tante que imperaba el más completo silencio. Ni siquiera pensé en tomar mi rifle, bien sabía que al menor movimiento o ruido la haría huir o se me vendría encima. Así, los dos con la mirada fija y sin pestañear, duramos unos cinco interminables minutos. Quería, como un yogi, hasta contener la respiración y parar los latidos de mi corazón, que oía tan fuertes como cuando va uno escalando a pie una alta montaña. Solamente veía la cabeza que, finalmente, mo­vió para atisbar a uno y otro lado, quitándome la vista de encima. Entonces sentí seguridad de que su sospecha de estar frente a un hombre se había disipado gracias a mi inmovilidad, pero aún así se­guí sin moverme. Pensé en que iba a presenciar el ataque al katra. ¿Pensamiento tal vez un poco morboso? ¡Qué emoción! Dio un paso al frente saliendo del zan­jón y se sentó en el bordo en la forma en que acos­tumbran sentarse los perros apoyándose en sus ma­nos tirantes; su cuerpo entero estaba a la vista. Pero ¡oh!... ¡Qué impaciencia! ¿Por qué no atacaba de una vez? ¿Qué era lo que esperaba? La tarde moría, pronto oscurecería y yo perdería ese gran espectáculo (?). ¡Qué cautela y descon­fianza de animal! Veía para un lado y veía para otro con una calma que me desesperaba, pero ni una vez volvió a levantar la vista hacia mí, lo cual me tranquilizaba, seguro de que no me había visto ni sentido. Pensé en tomar mi rifle, pero ya era de­masiado tarde y tendría que usar la lámpara para precisar mi tiro en parte vital. En esos momentos ocurrió lo que menos espe­raba: en lugar de atacar al katra o salir más al des­cubierto, se fue reculando hasta desaparecer por donde había llegado. Eso no me preocupó, estaba seguro de que regresaría a matar a su víctima y entonces sí la recepción sería una bala de mi .375. Lo que me inquietó un poco fue que estando mi árbol en la falda del monte, por mi espalda la altu­ra del machán era de solamente 2 metros. Un ata­que a mi persona por ese lado era sumamente fácil para una fiera tan ágil. Ya oscura la noche, tal cual lo esperaba, volvió tendwa; su anuncio fue un las­timoso bramido de pánico y dolor del pobre katra. En el acto agarré mi rifle y la lámpara, pero sin tomar mi posición de ti ro para no moverme dema­siado. Debía esperar hasta oír —puesto que nada podía ver— el ruido que haría la fiera al devorar a su víctima. Vaya continuar brevemente este pasaje de los dramas sangrientos de la selva a manera de un diálogo con mi “otro yo”, porque no considerándo­me un escritor profesional

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INDIA - 1962 encuentro más real y me­nos difícil expresar así la intensa ansiedad y emo­ción que me embargaba: —¿Qué pasa que no empieza? ¡Ya han trans­currido dos minutos de silencio! —Tal vez esté viendo a su derredor antes de ... [otro doloroso bramido y otro silencio]. —Bueno ... y ahora, ¿qué? ¡Pues seguramente con sus poderosos colmillos lo tenía sujeto por el pescuezo y lo soltó por un instante, volviendo a la carga. —No tardaremos en oír las tarascadas. Mien­tras, trata de incorporarte un poco para encañonar tu rifle. [No terminé de hacerlo, quedando en una posición muy forzada y castigada, porque en esos momentos oímos un tercer aterrador bramido del katra.] —¡lmposible!, . . ¿Qué diablos ocurre? —Y, ¿qué diablos te ocurre a ti también? Estás temblando Benito, todos tus nervios y músculos es­tán en tensión. ¡Serénate! —Es que ... esta incomodidad de mi cuerpo ... [Estaba medio arrodillado con el cuerpo echado ha­cia adelante, en posición semejante a la de un mu­sulmán cuando está orando.] —Miedo, no; ¿miedo de qué? Me tiemblan las piernas, sí, pero no sé por qué. [Dos veces más se repitió la misma escena, cada vez que oía el bra­mido me movía un poco para acabar de encañonar mi rifle y cada vez me ponía más nervioso oyendo aquel drama a ocho metros de mí, sin poder ver nada.] —¡Sexto ataque! ¡Qué bárbaro! ¿Es que no va a acabar de matarlo nunca? ¿O es una fiera des­dentada que no puede matar? —Escucha ....... ya no es bramido ... son los roncos estertores ¡es la muerte! Ahora espera a que empiece a romper los huesos, espera que ... —¡Qué espera, ni qué espera: ya no aguanto más! Efectivamente, ya estaba que estallaba de impa­ ciencia, creo que nunca, ante ningún animal peli­ groso, me había sentido tan nervioso. Mi rifle ya estaba encañonado y mi dedo puesto en el gatillo. Con la mano izquierda prendí la lámpara iluminan­do el terreno. Vi que el katra ya estaba muerto y tras de él, medio oculto en la maleza, la pantera tiraba de su presa con el cuerpo casi tendido, ha­ciendo fuerza hacia atrás, clavando en la tierra sus garras para arrastrar a su víctima a lugar más cu­bierto. Todo lo que veía de la pantera era la ca­beza, el resto de su cuerpo quedaba oculto por el katra y los matorrales. Blanco difícil, dada mi condición nerviosa y la posición de tiro, puesto que tenía que manejar el rifle con una sola mano. Apun­té a la cabeza y oprimí el

gatillo; a la detonación la fiera desapareció de un gran salto girando sobre Ias patas traseras. ¡Maldita sea! ¡Se me fue! Sentí que había errado el tiro limpiamente ¡a ocho metros de distancia! Por costumbre de caza­dor o tal vez por sugerencia instantánea de mi otro yo, o mi subconsciente, como quiera llamarlo el lec­tor, volteé a mi derecha iluminando el campo por la brecha llevándome la bendita gran sorpresa. La pantera había huido por donde había llega­do, pero su ángel guardián se durmió o su destino le hizo dar la vuelta en semicírculo, parándose un instante en terreno abierto, a media brecha y a quince metros de mí cuando el rayo de luz ilumina­ba el lugar; la fiera se veía enorme, un blanco fácil. Desde que disparé y erré, había cortado cartu­cho en un instante, como debe ser regla en todo cazador, así que estaba preparado. No tardé una fracción de segundo en apuntar y disparé. Dio un pavoroso rugido desapareciendo de un gran salto en la oscuridad. Me quedé atento, tratando de ilu­minar el terreno por donde huía; oí otro rugido de dolor y después otro más lejano, pero ese tercero y último era distinto al primero; éste fue ya un ru­gido sordo, doloroso, lastimero, una protesta a la vida que se escapaba con su último aliento. ¡Era la muerte! Ahora estaba seguro de la eficacia de mi segundo tiro, sabía que la pantera había caído para siempre. La tranquilidad volvió a mí con la sa­tisfacción que el lector pueda imaginarse después de haber errado mi primer tiro ¡a ocho metros!, es decir, tan corto, que hasta con un piedrazo hubiera dado en el blanco. Fernando y Sheraffat habían oído los dos dispa­ros y los tres rugidos de la pantera. Estaba yo tranquilo, fumándome un cigarrillo y contemplando las estrellas cuando vi una luz de lámpara. Era Sheraffat que, no aguantándose las ganas, iba a ver si era pantera o tigre lo que había matado, pues también estaba seguro de que la pie­za había caído. Por prudentes consejos míos en estos casos, Fernando se había quedado esperan­do en su machán. Bajé de mi árbol y con Sheraffat nos fuimos en busca del felino, que pronto encon­tramos. Era una hermosa pantera macho en pleni­tud de la vida adulta; su piel dorada cubierta de rosetas estaba en perfectas condiciones, como está el sedoso pelaje de todos los gatos de la India en época de invierno. Mi tiro, que dadas las circuns­tancias, puedo llamar un tiro de suerte, había par­tido el corazón de la fiera que midió ocho pies con tres pulgadas (2.47 m) de la cola a la punta de la nariz (medido entre estacas). Por experiencia y curiosidad quería desentrañar el

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La pantera que tan cruelmente atacó al “katra”, resultó ser un hermoso macho.

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INDIA - 1962 cazando perdices, huilotas y pavos reales que había en abundancia y que tan bien sabía preparar nuestro cocinero Maduraji, quien siempr­e dio satisfacción a nuestros estómagos y deleite a nuestro paladar. Ya llevábamos más de un mes de cacería: habíam­os roto el récord de permanencia en árboles y machanes. Si en mi primer shikar de 1956 había pasado siete noches con un total de 102 horas en machanes esperando al tigre, ahora llevábamos ya 17 noches con un total de 201 horas. Ya me sabía de memoria los nombres que habíamos pues­to a los diferentes machanes para distinguir los rumbos. El más frecuentado era el de Sherko, lugar que ya soñaba yo. Me subía a los árboles con la ligereza de un mono. No había noche que pasara allí sin dejar de oír los rugidos del mismo “tigre de Sherko”, que, a juzgar por las grandes huellas de sus zarpas, debía ser enorme, pero tan astuto, tan elusivo e inteligente que los shikaris nativos ase­guraban, juraban que era el mismísimo shaitan –de­monio— en persona. En cierta ocasión, después de pasar una malí­ sima noche en mi machán en Imalia —donde tam­ poco hubo éxito—, lugar que estaba a 40 km de pé­ sima brecha alejado del campamento, desvelados y molidos regresamos al siguiente mediodía a Tan­da, donde nos recibieron nuestros sirvientes con un buen baño y sabroso almuerzo del consabido pavo real con chapatties. Pero lo mejor fue la noticia de que en la noche anterior el tigre de Sherko ha­bía matado un katra. No era cosa nueva: ese mismo tigre ya había matado a tres en los días anteriores y en el mismo lugar; pero nunca volvía. Recuérdese que el tigre es un cazador nocturno. Nos sentíamos tan cansa­dos que resolvimos no ir al machán. Después nos arrepentimos, pues el condenado sher volvió esa noche. Pensando que regresaría una vez más, ordené se atara un búfalo de año y medio, gordo y tan apetitoso que se le antojaría al tigre más exigente. A las 4:30 p.m. nos fuimos al machán; pasó la tar­de, oímos el balar de un chital, después el graznar de un pavo real y más tarde, a las 8:30, el sonoro rugir de un tigre, que calculé estaría a unos 400 metros. Todo hacía suponer que esa noche tendría­mos suerte. Los rugidos se sucedieron hasta oírse a 100 metros, pero ese diabólico sher no llegó al katra. Tal parece que presentía que la muerte ace­chaba tras de aquella tentadora carnada que le ser­ víamos en bandeja de plata. Era exasperante la astucia de esa fiera; la no­ che que no pasábamos en el machán probando otros lugares llegaba, mataba y devoraba la mitad de un katra y la noche que lo esperábamos no lle­gaba. Siempre

Nuestro cocinero Maduraji da buena cuenta de la caza menor que cobramos durante el día. misterio, aclarar lo ocurrido y visualizar cómo había sido el ataque de la pantera sobre el katra, que tan nervioso me puso. A la siguiente mañana, acompañado de Fernan­ do, Keeler y dos shikaris fuimos al terreno de los acontecimientos, donde con mis propios ojos me convencí del sadismo apenas creíble por lo incon­ cebiblemente sanguinarias que son estas fieras; nin­ gún otro animal carnicero entre los félidos es tan cruel, artero y asesino. Muchas veces el leopardo mata nomás por matar, como si encontrara un gran pacer en ello. Si entra en un rebaño de cabras borregos o becerritos es capaz de matar seis o siete, de los cuales apenas si se comerá alguno. Haciendo un estudio de las huellas nos dimos enta de que mi pantera había estado jugando, martirizando al búfalo, así como el gato doméstico juega con el ratón. Cada bramido del búfalo había sido un zarpazo que recibía de su verdugo. Asestaba éste un golpe y se retiraba un metro para ver morir a su víctima, esperaba dos minutos y otro golpe y otro y otro más hasta completar seis. En­tonces, cuando estuvo harto, atacó a matar, cosa e logró en un instante clavando sus cuatro pode­rosos colmillos en la garganta del infeliz katra. Este e uno de los casos más singulares que he presenciado en cacerías ... Después de la muerte de la pantera siguieron más noches de machán, oyendo algunas veces los rugidos de tigre, que nunca se arrimó. En el día nos divertíamos

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INDIA - 1962 tomábamos mil precauciones para no dejar nuestras huellas; subíamos al árbol y des­pedíamos a Keeler, a Mickel y a los shikaris que nos habían acompañado para después alejarse pla­ticando en voz alta, dizque para despistar a sher. De esa manera, si el tigre estaba cerca y nos había oído llegar, seguramente supondría que todo el gru­po se había alejado del lugar; luego guardábamos absoluto silencio: todo inútil, sólo oíamos sus im­presionantes rugidos por la noche como si lo hicie­ra para demostrarnos su superior astucia. Algunas veces Fernando y yo pasábamos la no­che en el mismo machán y otras cada uno en di­ferentes rumbos, pero ese demonio parece que nos veía o adivinaba el peligro que siempre evitó. Otras veces, sólo Fernando y yo, a pie y con el mayor sigilo llegábamos al machán, que con frecuencia preparábamos en diferentes árboles. Difícilmente habrá otro cazador que haya puesto mayor esfuer­zo ni tenido tanta paciencia, tenacidad y empeño en lograr abatir un tigre real de Bengala como en esta ocasión la teníamos Fernando y yo. Y hubié­ramos pasado toda la vida esperando a ese ladino gato si no fuera que nuestros permisos tocaban a su fin y el pleito de Keeler y Hafeez, que tanto per­judicó nuestro shikar, se agriaba cada día más. ¿Sabotaje de Hafeez? ¿Astucia casi humana del tigre? Lo cierto es que, a pesar de nuestro empeño, a ese endemoniado tigre de Sherko no le llegó su día, se burló de nosotros.

Uno de los momentos más peligrosos en mi vida de cazador Ya teníamos más de un mes de cacería; sólo nos quedaban cinco días para terminar. Aprove­chamos el tiempo lo más posible: cuando no pasába­mos la noche en un machán, salíamos en jeep a recorrer brechas con la esperanza de encontrarnos con un félido. Ya he explicado que tanto los tigres como los leopardos tienen cierta preferencia en ca­minar por brechas y veredas y son incontables los casos en que estos animales han sido abatidos desde un jeep en encuentros casuales. Tanto en China como en la India el color rojo es de buena suerte. Tan arraigada está la creencia que hasta los certificados

Inútilmente intentamos cazar en este shikar el codiciado Tigre de Bengala.

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Una pantera habĂ­a atacado un becerro propiedad de los campesinos de la aldea de Bhampur . . .

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INDIA - 1962 de matrimonio se escriben en papel rojo. Por eso es que el domingo 4 de febrero de 1962 es una fecha que tengo marcada en rojo en el calendario de mis memorias venatorias pues fue el día en el que Fernando y yo nos hemos visto en mayor peligro. Keeler se encontraba desde el día primero en otro campamento a 30 km del nuestro, sirviendo como guía a un cazador estadounidense, Mr. Rupert Johnson, de Nueva York. Así que quedaron a nues­tras órdenes sólo Hafeez y Mickel como guías pro­fesionales. A las 5 p.m. estábamos trepados en el jeep para iniciar el acostumbrado recorrido, que generalmen­te se alargaba hasta las 11 ó 12 de la noche en que regresábamos a cenar al campamento. Por consiguiente sólo llevábamos lo indispensable para unas horas: café en un termo y una cobija. ¡Qué ajenos estábamos de que el viajecito se prolongaría por cuatro días! Tomamos rumbo a Bhampur, aldea cerca de la cual tuvimos nuestro segundo campamento. A las 8:30, después de un continuo zangoloteo de jeep, todo lo que vimos fue un cuatro cuernos, que Fer­nando abatió de un tiro. Descansamos un rato y luego seguimos a muy baja velocidad a Bhampur, a donde llegamos a medianoche. Los aldeanos del lugar, por cierto pertenecientes a una casta muy servicial y hospitalaria, corrieron hacia nosotros cuando paramos el jeep. Noté que en el grupo dos o tres de ellos hablaban agitada y atropelladamen­ te. “Parando oreja” sólo entendí una que otra pa­labra: tendwa; marjay, barah, katra, chotah, udar­sechelo, nullah (pantera, macho grande, becerro chico, por allí, en el riachuelo). Me explicó Hafeez que hacía cinco minutos que una pantera había matado a un becerrito cerca de un riachuelo, a 150 metros de la pequeña aldea. En el acto nos dirigimos al lugar; la noche era muy oscura y el cielo amenazaba con negros nubarro­nes. Con tan gratas noticias se nos quitó el frío, hicimos a un lado las cobijas y Fernando y yo pre­paramos nuestros rifles. En el asiento delantero manejaba Hafeez, yo en medio y Fernando a la de­recha para que tuviera mayor libertad de acción en el lance al disparar. Bajamos el parabrisas del jeep y echamos a andar. El terreno era plano, pero cu­bierto de un chaparral y matojos con uno que otro clarito. A nuestra derecha corría un amplio riachue­lo de quietas aguas casi estancadas y de poca pro­fundidad, uno de cuyos bordos era muy alto y al parecer inaccesible por lo resbaloso y mojado; sólo había una vereda poco profunda que daba acceso a la gente de la aldea para abastecerse de agua. Ambos lados del nullah estaban cubiertos por un denso follaje’ casi impenetrable.

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Además de los fanales del jeep contábamos con una poderosa lám­para de mano conectada al acumulador del carro por medio de un largo cable, muy útil por cierto para linternear. Con dificultad y muchas precauciones penetra­mos en aquel laberinto hasta descubrir al becerro muerto. Por ningún lado vimos a la pantera; era de suponerse que por las luces y el ruido del motor se había alejado agazapándose por ahí cerca en la tupida maleza. Ayudados por las lámparas, desde el jeep y con los rifles listos, escudriñamos a nues­tro derredor, acercándonos al becerro. Mickel se apeó a examinar las huellas por don­ de había huido la pantera, regresando después de estudiarlas y señalar el rumbo. Reemprendimos la búsqueda. Las luces no penetraban el chaparral y follaje a más de 30 metros y en cada clarito nos deteníamos a escudriñar cada matorral. Así andu­vimos un buen rato, hasta que al fin descubrí a dis­tancia, entre los matojos, un inconfundible par de ojos que con el rayo de luz se veían amarillos, color de oro incandescente fundido en un crisol, iguales a como se ven los de un tigre o un león. ¡Era la pantera! —¡Allí está! —indiqué a Hafeez. —¿Por qué no le tiras? —me contestó. —Porque sólo la vi un instante. Ponte listo, Fernando. Y tú —ordené a Hafeez— echa a andar el carro, pero muy despacio. Caminamos unos diez metros cuando vi moverse un bulto como un manchón blanquizco. —¡Tírale! —exclamó Hafeez. Pero yo no estaba seguro, podía ser una hiena rayada. Mientras tanto, Fernando, que también bus­ caba, alerta, sin decir agua va, hizo un tiro muy rá­pido. Se oyó la detonación y al mismo tiempo un pavoroso rugido que me estremeció. Fue en ese instante que vi claramente a la fie­ ra revolverse, caer sobre su lomo y huir. Todo ocu­rrió en una fracción de segundo; fueron tan rápidos sus movimientos- que, no obstante tener mi rifle encañonado, aunque incómodo en el asiento de enmedio, no me dio tiempo a disparar y tampoco pudo Fernando intentar un segundo tiro. —¡Le pegaste! —dije a Fernando, dándole en la espalda una palmada de felicitación—. ¿Viste en qué lugar apuntaste? —No estoy muy seguro —contestó—. No le vi los ojos, tiré al bulto, a lo que me pareció eran los hombros. Fernando se veía emocionado, y ¿quién no, en tales momentos y tales circunstancias? Los minutos que


INDIA - 1962 siguieron fueron de alta tensión nerviosa. Echa­mos a andar el jeep. —Mantengan el dedo en el gatillo de sus rifles y estén muy alertas —advirtió Mickel, que iba en el asiento trasero—; de seguro que la pantera está pegada y en estos casos es frecuente que se echen sobre las luces, que probablemente sea lo único que ven. Recuerde el lector que el jeep llevaba el para­brisas caído sobre el cofre y sin toldo. Avanzamos a vuelta de rueda, con toda cautela y el Jesús en la boca, hasta llegar al lugar donde había estado la pantera. Descubrimos rastros de sangre y estudiando las huellas llegamos a la con­clusión de que la bala había hecho impacto en una pierna, pues medio arrastraba una pata. Buscamos un poco, siempre con cautela y prontos a disparar; pero los cánones de la caza mayor aconsejan que en tales circunstancias lo mejor es esperar a que la fiera se enfríe, se sangre y se debilite y eso fue lo que hicimos. Lo contrario, esto es, seguir bus­cando y de noche era sumamente peligroso, así que aplazamos la cosa para la mañana siguiente. Regresamos a la aldehuela. A hora tan avanza­da todo lo que esas pobres gentes pudieron ofre­cernos de cena fueron dos chapatties con sal. La noche fue pésima, dormimos en unos duros y pe­queños charpoys —unos catres formados por un marco de cuatro palos con patas y con un entreteji­do de mecates a guisa de tambor, algo semejante a los rústicos catres que usan los rancheros pobres de la “Tierra Caliente” del estado de Michoacán, en México— bajo un cobertizo abierto. Para colmo de males a las dos de la mañana empezó a llover con un viento tan frío que calaba los huesos. Huelga decir que no pudimos dormir pensando en que la Iluvia borraría los rastros de sangre difi­cultando seguir las huellas de tendwa. Fernando estaba triste. Su primera víctima peli­ grosa de la India trajo problemas, estaba herida y la tarea de encontrarla sería dura y peligrosa. Re­pasé en mi memoria todos los casos en que se busca un leopardo herido encontrando en que no hubo uno sin consecuencias sangrientas. El caza­dor o guía que no había sido muerto, por lo menos había pasado meses en el hospital, quedando lisia­do o marcado para el resto de su vida. Recordé el caso del leopardo que atacó a Erik Rungren, guía de mi estimado amigo el doctor T. M. Agundis —pa­saje que ya relaté en el primer tomo de este Ii­bro—; el caso de la pantera que en mi shikar de 1956 atacó a G. Holland, guía de Silvano, y muchos otros que he leído o me han contado. Ansiábamos que amaneciera y dejara de llover. Llegó el alba y nos levantamos, ni

las botas nos habíamos quitado al acostarnos. La lluvia seguía, era una de esas calamitosas lluvias menuditas y penetrantes. Ape­nas hubo buena luz nos preparamos; el lugar de los acontecimientos quedaba tan cerca que no ne­cesitamos el jeep. Sólo contábamos con dos rifles. Lo ideal en estos casos es una escopeta cuata cargada con gruesas postas, pero no era posible ir por ella has­ ta el campamento-base, tan retirado y camino tan lodoso. Nos llevamos unos nativos de la aldea; Ha­ feez, Mickel,Sheraffat, Fernando y yo llegamos a donde estaba el becerrito muerto, observando que no había sido tocado; pero tal como suponíamos, los rastros de sangre habían sido totalmente bo­rrados por la lluvia. Con mucho cuidado y mucho miedo empezamos a buscar en todas direcciones, dándome perfecta cuenta de que nos habíamos metido en camisa de once varas. La situación era por demás peligrosa; los arbustos y matorrales eran tan tupidos que a cuatro o cinco metros no podíamos penetrarlos con la vista y en cualquiera de ellos podría estar aga­zapado nuestro enemigo. Arrojábamos terrones y piedras a sabiendas de su inutilidad; eso es práctico cuando se busca un león herido, que siempre ruge denunciando el lugar en que está; pero no así el leopardo o la pantera, que, silenciosa y quieta, aguarda hasta que el ca­zador está tan cerca que de un solo salto cae sobre él. Se me ocurrió que los nativos trajeran sus pe­ rros criollos. Pronto estuvieron de regreso con tres simpáticos perritos corrientes, pero fue inútil. Bus­caron el rastro y aparentemente lo siguieron: se arrimaban a un grupo de matorrales, ladraban y luego se acercaban más y gruñían, pero no entra­ban; se arrimaban a otro matorral y se repetía la treta. Nos fastidiamos de su ineficacia, al compro­bar que los perros tenían más miedo que nosotros. —Por aquí —opinaban unos. —No ... ¡es por acá! —decían otros. —Seguramente sólo fue un rozón y ya debe estar muy lejos —decía Hafeez. —Tal vez sea, pero de aquí no nos vamos hasta revisar todos los matojos —ordené al fin. Las horas corrían, Fernando y yo buscábamos juntos y los demás, desarmados, era natural que no se arriesgaran mucho, pero también buscaban. La gente, confiada en que la fiera había huido, per­dió el miedo y se regaba por todas partes. De pron­to oí la voz de Mickel que gritaba: —i Míster Albarrán ... Míster Albarrán ... aquí. .. aquí. .. venga.

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La pantera agazapada podĂ­a caer sobre nosotros ...

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INDIA - 1962 Fernando y yo corrimos en dirección de la voz, encontrándonos con Mickel que pálido, como tor­tilla de harina, con la cara desencajada y saliéndo­sele los ojos corría a nuestro encuentro, agitado: —¡La vi ... la vi ... se me iba a echar encima! Por un rato seguimos la dirección que nos indi­có Mickel sin encontrar nada; entonces se me ocurrió un plan que desde luego pusimos en prácti­ca. Puesto que la fiera estaba más o menos localiza­da organizamos una arreada con los nativos del lugar con órdenes de llevar sus hachas para protegerse. Debían caminar en peine gritando a todo pulmón y arrojando piedras mientras Fernando y yo esperá­bamos al otro lado de aquel manchón de maleza en la que había un clarito por donde suponíamos que saltaría tendwa. Reunimos 15 nativos, pero no los vi muy animosos y entonces le pedí a Mickel los acompañara, dándole el rifle de Fernando para pro­tegerse a sí mismo y a los arreadores. —Bueno, Fernando, no nos queda más que un rifle; mejor vete a la aldea o aléjate a parte segura. -No ... pap. Yo herí a esa pantera y no quiero perderme de esta aventura. Déjame estar a tu lado; no tengo rifle, pero por lo menos tengo mi cuchillo de caza, que de algo puede servirnos en un mo­mento dado. —Está bien, pero no te apartes de mí ni un me­tro, la cosa está peliaguda y pudiera irnos muy mal. El manchón donde se suponía estar localizada la pantera era un círculo de unos 80 metros. Fer­nando y yo nos colocamos al extremo del clarito que ya mencioné; a nuestra derecha, el arroyo con el bordo alto y resbaladizo por donde no podría tre­par la fiera; a nuestro frente y por el lado izquierdo avanzarían los arreadores. La estratégica planeación parecía correcta. La lluvia seguía. Fernando se paró a mi izquierda para dejarme mayor libertad al ma­nejar mi rifle y esperamos emocionadísimos. Comenzó la arreada con toda la gente. Poco a poco se oían los gritos más cerca hasta llegar a lo que calculé serían 40 metros de nosotros, entonces se detuvieron. El manchón de matorrales, arbustos y follaje era cerradísimo, de lo más denso, y los arreadores no se atrevieron a penetrar más. Está­bamos tan cerca unos de otros que ya dudaba es­tuviese por ahí la pantera. Era tal la emoción sen­tida en esos momentos de tensión que, a pesar del frío y la lluvia, me sudaban las manos y sentía un vacío en el estómago. Fernando callaba; segura­mente sentía lo mismo que yo. Dos de los batidores se acercaron por nuestro lado izquierdo. —¡Udarsechelo ... tendwa ... udarsechelo! [¡ Por allí

... Pantera ... Por allí!] Fue todo lo que de sus palabras entendí. Sus agitados ademanes y gesticulaciones, que me pa­recieron más expresivas, me indicaban que en la parte más boscosa, a unos 20 metros, debía estar la pantera. Por supuesto, los nativos conocían el terreno palmo a palmo. A señas le indiqué al que me pareció más listo y animoso que entráramos al lugar. Luego pude cer­ ciorarme que había una zanjita poco profunda, com­ pletamente cubierta por la maleza; era el lugar, la parte a que no se atrevieron a penetrar los batido­res deteniendo su avance. Hacia allí nos dirigimos: Fernando empuñando su cuchillo y atrás, a mi derecha, el nativo. Paso a paso, devorando con los ojos la maleza, con mi rifle en guardia alta, como cuando se tira al trap, y tragando el miedo, avanzábamos con cautela, cons­cientes del peligro que corríamos; pero no me sentía nervioso. Tal vez tantas horas de tensión (eran las 10:30 a.m.) me habían calmado; sentía segu­ridad en mi pulso y en mi rifle. Por mi hombro aso­maba de vez en cuanto el cabo del hacha del hindú señalando el lugar donde suponía estaría agazapada nuestra víctima o nuestro verdugo. Yo me estir­aba, me movía para uno y otro lado, me agachaba buscando entre los claritos de luz entre las ramas, pero no descubría nada; daba otro paso al frente y volvía a buscar. Ya era demasiado, estábamos muy metidos y si estaba por ahí seguramente de un momento a otro la pantera rompería el acecho para de un salto caer sobre nosotros. El resto de los batidores permanecía al otro lado, sin moverse. Avanzamos unos pasos más —después, cuando medí la distancia, supe que estábamos a cuatro metros de la zanja— siempre buscando, encañonan­do el rifle con el dedo en el gatillo. De pronto aso­mó la cabeza notablemente enfurecida, dando un pavoroso rugido; sus fauces abiertas despedían el vaho de sus entrañas dejando entrever sus largos y asesinos colmillos que la noche anterior dieron muerte al becerrito; su mirada era de dolor, odio y coraje. Todo ocurrió en la fracción de un segundo. En el preciso instante en que la bestia saltó inician­do su carga, la mira de mi rifle estaba, casualmen­ te, apuntando en esa dirección. Mi serenidad, mi experiencia y, sobre todo, mi buena estrella, se unieron para colaborar conmigo, porque simultánea­mente con el salto oprimí el gatillo y ... ¡Qué fracción de segundo tan emocionante, tan maravillosa e inolvidable! ¡Como no la había senti­do nunca! Porque creo que nunca en mi vida de cazador estuve no sólo yo, sino también Fernando, en mayor

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peligro. ¡Tendwa cayó fulminada al borde del zanjón! En el acto corté cartucho sin dejar de encañonar. Pero no hubo necesidad de otro tiro, tendwa agonizaba; por su hocico, mil veces carni­cero y asesino, seguía saliendo el vaho, último aliento de su vida. Un grito tarzanesco se escapó de mi garganta: fi ... niii ... sh!, avisando a Mickel, a Hafeez y al resto de los batidores que todo había terminado. Sentí un alivio tan grande como cuando me bajé del árbol para buscar al primer tigre que cacé, pues si desgraciadamente hubiera errado el tiro con toda seguridad nos hubiese ido muy mal, pues la pante­ra habría caído sobre nosotros sin darme tiempo de cortar cartucho. Había sido tan grande, tan intensa mi concen­tración en esos momentos de peligro, que no pude apreciar ni poner atención a las reacciones de Fer­nando, quien, muy hombrecito, no se apartó de mi lado, no obstante llevar por toda arma su cuchillo de caza, pero me imagino que sintió la misma o más grande emoción que yo. Lo primero que hice fue darle un estrecho abrazo sin decirnos una pa­labra, pues en situaciones así no se le ocurren a uno frases estimulantes, que, además, salen sobran­do. Son ocasiones en que el silencio es más ex­ presivo y esta ocasión fue una de ellas. Mi tiro, a cuatro metros de distancia, entró en el pecho atravesando todo el cuerpo de la pantera; fue un tiro tan afortunado que seguramente no vol­veré a repetirlo en mi vida. De todos hubo felicitaciones para Fernando y para mí, por la forma en que habíamos dado fin a una situación de lo más peligrosa en caza mayor. El rápido tiro que hizo Fernando al descubrir a la fiera, había hecho impacto en los cuartos trase­ros de ésta; un tiro alto que desafortunadamente no dio en área vital, sino un poco alto en la pierna trasera, lo cual, por otra parte, fue una bendición que nos dio la oportunidad de

experimentar, de llevar pendiente de nuestras narices una gran emo­ción, una alta tensión que se prolongó por más de tres horas, terminando venturosamente. Algunos cazadores aseguran que un leopardo o tigre heridos siempre cargan cuando se les per­sigue. Y en otras circunstancias, una o dos de cada diez veces los animales reaccionan y actúan en for­ma diferente. No siempre huyen y no siempre ata­can. No hay una regla precisa, no solamente entre los carnívoros depredadores, sino en cualquier ani­mal salvaje; depende de las circunstancias, inclu­yendo el momento del lance y terreno en que se les encuentre. Simplemente, un venado que haya sido perse­guido o muy “baleado” será más difícil de cazar porque tiene ya conocimiento de su enemigo: el hombre; se tornará más precavido y elusivo; por eso es que los buenos trofeos de caza resultan tan difíciles de abatir, de ponerse a tiro. Son ani­males adultos que han adquirido alguna experien­cia y poseen un instinto más agudo o tal vez cono­cimiento de los peligros que lo rodean y entonces se refugian en los lugares más inaccesibles al hom­bre y a los carnívoros depredadores. El borrego silvestre, ese retador del cazador, que se refugia en los altos picos y escarpadas mon­tañas, protegiéndose del lobo y del hombre, si llega a la vejez, es porque ya se las sabe de todas, todas. Además de su maravilloso instinto, los animales son más inteligentes de lo que suponemos; segu­ ramente conocen los dones con que la naturaleza los ha favorecido para burlar o eludir a sus enemi­gos. Para algunos es el mimetismo, confundiéndose el color de su pelaje con el medio que los rodea, haciéndolos casi invisibles; para otros, es la inmo­vilidad absoluta dentro del follaje o breña, como ocurre con el gran kudu de África, y para otros su agilidad para huir. Pero el hombre, cazador atávi­co y por naturaleza desde que se tiene conocimien­to de la historia humana, y, además,

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Posiblemente el momento más peligroso en mi vida de cazador, lo produjo esta pantera. dotado de una inteligencia superior, siempre se dará sus manías para perseguir y encontrar hasta los lugares más remotos e inaccesibles del mundo a los animales salvajes más eludibles como el Borrego de Marco Polo, el Bharal (borrego azul) de los Himalayas y otros. Esa pantera fue nuestra última pieza abatida en ese shikar. Con tal motivo y allí, con tendwa a nues­tros pies, le di un abrazo a Fernando, un abrazo de alternativa al nuevo cazador de los Tres Continen­tes: Asia, África y América. Desgraciadamente no teníamos, al menos,

un tequila, aunque fuese en ayunas, para celebrar el acontecimiento, pero en cambio nos quitamos el sombrero para recibir la lluvia en la cara y en nuestro corazón, como una bendición del cielo en premio a nuestra tenacidad.

La caza es uno de los deportes en que más se sufre físicamente No creo equivocarme al asegurar que la caza es uno

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Se acabó el shikar. Muy cansados pero felices, retornamos al campamento en carreta, debido al mal estado de los caminos. de los deportes en que tiene que aguan­tarse el mayor número de sufrimientos físicos. Si alguien objetara diciendo que ese lugar correspon­de al alpinismo, lo refutaría explicándole a qué temperaturas, en qué terrenos y a qué alturas se cazan los borregos y cabras salvajes del mundo. En la caza también se presentan serios peligros y se tiene la mayor variedad de molestias: sed, ham­bre, frío, calor, cansancio, ampollas, rasguños, las­timadas, lluvia y mil cosas más que no soportaría un fakir, porque no es uno, sino muchos los díasque hay que sufrir y aguantar. Naturalmente reco­nozco el valor del alpinista y los numerosos riesgos en que expone su vida. Un mal paso es la muerte. Debido a la lluvia nuestro regreso al campamen­ to se presentó problemático. El suelo estaba impo­ sible de resbaloso, chicloso y pegajoso; a cada paso levantábamos un adobe en cada bota. Unos opinaban que debíamos esperar —el hindú nunca tiene prisa— a que se quitara la lluvia y oreara el terreno, pero, y ¿sabía alguien cuándo dejaría de llover? Nuestra cena había sido una tortilla, un cha­patti con sal a secas, porque ya la cantimplora de agua clarinada estaba vacía y le

teníamos miedo al agua sucia, charandosa, de la aldea. No había­mos desayunado y deseábamos con toda el alma la comodidad de nuestro campamento y la buena co­mida que ya tendría preparada Maduraij. —No podemos partir con esta lluvia —decía Hafeez—; el jeep no llegará aunque tenga doble tracción. —De todos modos lo intentaremos —le contes­té—; la lluvia puede durar días y no tenemos alimentos, ni sal para conservar la piel de la pan­tera; en alguna forma tenemos que llegar al cam­pamento. Quince minutos después salimos en el jeep, pero no caminamos ni un kilómetro. Al llegar a un arro­yo se atascó; fue inútil la tracción de las cuatro ruedas, que patinaban en terreno tan fangoso. En la aldea no había caballos y ni siquiera una carre­ta de bueyes, así que resolvimos seguir a pie; la distancia era de 50 km, pero pasaríamos por la al­dea de Candaria que quedaba a dos horas de ca­mino. —Ahí —nos decía nuestro musulmán Hafeez ­alquilaremos una o dos carretas tiradas por bueyes sagrados y se sentirán ustedes como en el Olim­po—. Solamente él se rio del chiste.

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INDIA - 1962 Sheraffat y Mickel se quedaron cuidando el jeep y el resto emprendimos la caminata. La lluvia seguía impertinente, el barro hacía más pesado el cami­nar. A la 1 p.m. llegamos a Candaria, donde sólo adquirimos una carretita en miniatura que era una ridiculez; son tan pequeñas que parecen de jugue­te: 1.20 m de largo por 80 cm de ancho. Sólo cabía uno de nosotros sentado y el nativo montado a hor­cajadas en la horquilla. Peor era nada y de todos modos resultó útil. Ratitos a pie y ratitos en la carreta nos íbamos turnando, sin agua y nada que comer desde el día anterior, cruzando por valles y montes, muy cansados, llegó la noche, noche oscura, sin una luz. Adivinando nuestra ruta llegamos a las 10 p.m. a una adehuela. Temiendo perder el camino resolví pasáramos allí la noche; a esa hora todo mundo dormía, hacía mucho frío y estábamos empapados hasta los tuétanos. Ordené a Hafeez que consiguiera algo: necesi­tamos leña, un té calientito, cobijas y arroz, cha­pattis, cualquier cosa que mitigara nuestro hambriento estómago; pero esa gente, cosa rara en el campo, que estimaba tan hospitalaria, nos negó todo. Sólo conseguimos tres chapattis, que nos su­pieron a gloria. No aceptamos el agua, seguramen­te contaminada; haciendo un hueco con las manos recogimos la lluvia del cielo, que fue mejor. No hubo leña, estaba mojada, pero había estiércol que, a pesar del humo que nos ahogaba, nos calentó un poco. ¿Cobijas? Tampoco, sólo una que alquilé a un muchacho curioso que se arrimó a nosotros: diez rupias por una noche. Una nueva no costaría más, pero la necesitábamos; toda nuestra ropa estaba hecha una sopa y el frío arreciaba. Nos tendimos en un cobertizo abierto pasando otra noche de todos los diablos tiritando de frío sin lograr secar nuestras ropas. Tan pronto aclaró el alba nos levantamos para continuar nuestro viaje en ayunas, entonces me di cuenta del por qué de la inhospitalidad de la gente de esa casta. La razón fue que eran brahmanistas, enemigos acérrimos de los musulmanes y Hafeez era musulmán; no sé si ya lo sabían o lo adivina­ron. A riesgo de cansar al lector pondré otros cuan­tos renglones sobre religión. El islamismo descansa en un solo hombre, el Profeta, y un texto preciso: el Corán, mientras el hinduismo era una religión revelada, sin fundador, sin dogma definido Hindúes y musulmanes vivían juntos en la India, lo cual creaba un sinnúmero de problemas ...

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INDIA - 1962 Dramático encuentro de R. H. Johnson con una pantera herida

ni clero estructurado. Para el islamita (musulmán) el Crea­dor es algo independiente de su creación y ordena y preside su obra. Para el hindú, en cambio, el Creador y su creación se confunden en uno y son indivisibles. El hindú, por tanto, venera a Dios en cualquier forma que se le antoje: en los animales, en sus an­tepasados, en los sabios, en los espíritus, en las fuerzas naturales, en las encarnaciones divinas ... lo Absoluto ... Para el musulmán, por lo contrario, no existe más Dios que Alá; además el Corán pro­híbe a los fieles representarlo en forma sensible. La peor barrera para el entendimiento entre hin­ dúes y musulmanes era, y es, sin embargo, el orden jerárquico de la sociedad hindú: el sistema de cas­tas, unido a la creencia de la reencarnación. El hin­dú cree que su forma corporal es simplemente la vestidura del alma en su transmigración por la eter­nidad. El bien y el mal acumulados en cada periodo de vida mortal determina si en la próxima encarnación esa alma transmigrará hacia un nivel superior o in­ferior en la jerarquía de las castas. Así, pues, el hindú de casta no toca ningún ali­mento en presencia de un musulmán. Y si éste en­tra en una cocina hindú la contamina. Si una mano de musulmán llega a tocar a un brahman o persona de la más elevada casta hindú, el tocado sale gritando a purificarse con abluciones rituales que se prolongan por horas enteras. Esto explica la actitud de los aldeanos de Can­daria ... Eran hindúes de casta y Hafeez un musul­mán. ¡Sea por Dios! Después, en el camino, conseguimos otra carretita. En condiciones de miserables intocables, pero satisfechos de nuestra aventura con la pantera, llegamos al campamento a las 3 p.m. Nuestro cocinero (cristiano) Maduraij, su ayudante Daniel y el boy del campamento, tam­bién cristiano, habían orado las dos noches temien­do nos hubiera pasado una desgracié. Ese día hubo pavo real rociado con cerveza a falta de champaña o un buen vino tinto. Luego, a dormir a pierna suel­ta hasta el día siguiente, en que todo sufrimiento estaba olvidado. Nuestro shikar llegaba a su término, cerrándolo con broche de oro gracias a la pantera herida y emocionantemente rematada. El estadounidense R. H. Johnson, quien había tenido tan mala suerte, seguía porfiado intentando matar su tigre, pero nunca lo logró. En cambio vivió una aventura semejante a la nuestra con una pan­tera herida, sólo que con diferente suerte, confir­mando una vez más la peligrosidad de esos en­cuentros.

Ya de regreso, en Guadalajara, recibimos una carta de Hafeez en la que, entre otras cosas, nos informaba el percance ocurrido en el shikar de Johnson. Ya dije que después de pasar unas tres semanas con nosotros se fue el irlandés Keeler para atender el campamento del estadounidense y de paso se llevó al shikari nativo que también nos ha­bía servido. A continuación me referiré al conteni­do de dicha carta, que traduje al español: “Señor Albarrán: sólo para su conocimiento le comunico que Mr. Johnson hirió a una pantera y a la siguiente mañana tanto el capitán Keeler como Mr. Johnson y Mushtag fueron a buscarla —la bala hirió a la pantera en una pierna trasera—. La pan­tera saltó sobre Mushtag clavándole sus zarpas en la cabeza y desgarrándole con sus colmillos un hombro, dejándolo inconsciente. Antes de que ca­ yera Mushtag, Mr. Johnson, en lugar de disparar sobre la pantera con su rifle cuate calibre .450 trató de golpearla con la culata, rompiéndola en dos pedazos. La fiera soltó a Mushtag y huyó. Después de esa lucha y nueva búsqueda, al fin encontraron a la pantera, que resultó ser una hembra que midió solamente 1.92 m. “En el mismo machán que usted ocupó en Tan­da, Mr. Johnson erró el tiro sobre el enorme tigre que tantas noches estuvieron usted y su hijo Fer­nando esperando. De manera que el único trofeo que cazó Johnson fue la pantera y regresó ayer a su país. “Sinceramente. A. Hafeez.” Interesado en más detalles sobre ese percance le pedí a Fernando le escribiera a Hafeez, quien, muy cortésmente, contestó nuestra carta el 15 de marzo de 1962. Traducida al español, la carta rela­ta, más o menos, lo siguiente: “Estimado Sr. Fernando Albarrán: El caso del Sr. Rupert H. Johnson. 70 Wall St. New York, N. Y. Reservado del 27 de enero al 17 de febrero de 1962 con Game Trails — Area re­servada No. 6. Game Trails India – Bhopal. Shooting block No. 6. “Había una muerte cerca de la Villa de Patharia a solamente dos millas del que fuera nuestro cam­pamento de Kushalpura. A las 3 p.m. se fue Mr. Johnson a subirse al machán acompañado del shi­kari Mushtag. La pantera «entró» acercándose al kill a plena luz del día, como a las 6 p.m., Johnson hizo dos rápidos disparos con su rifle .375 a una distancia de menos de 20 metros. Desafortunada­ mente erró limpiamente los dos tiros y la pantera huyó, pero volvió a los 30 ó 40 minutos, seguramen­te estaba muy hambrienta. Entonces Mushtag pren­dió la lámpara

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Las ratas del templo de Deshnoke se daban una espléndida vida.

fue dado personalmente por Mushtag, en el hospital, y confirmado por algunos de los hue­lIeros que presenciaron el percance.] “Sinceramente. A. Hafeez.” P. D. Johnson usaba un rifle .375 y un cuate .450.

de baterías iluminando el terreno, Johnson probó nuevamente suerte disparando un tiro que esta vez hizo blanco en la pierna trasera --exactamente en el mismo lugar en que Fernando hirió su pantera- y la fiera dio un salto desapareciendo entre los matorrales. A las 12 de la noche llegó el capitán Keeler con el jeep y todos se fue­ron al campamento. “A temprana hora de la mañana siguiente, se organizó un grupo de huelleros sudras locales ca­pitaneados por Keeler y Johnson. Al llegar al lugar de los acontecimientos encontraron rastros de san­gre: el leopardo, que no se había alejado más de 100 metros, estaba emboscado, echado en un man­chón de tupida maleza cerca de un arroyo seco. Mushtag, que encabezaba el grupo de hombres, iba delante siguiendo el rastro de sangre, armado de un rifle cuate calibre .450. De repente, dando un fuerte gruñido, saltó la pantera sobre Mushtag sin darle tiempo a disparar. El pobre hombre estaba tan asustado y atarantado que en vez de luchar y defenderse lo único que se le ocurrió fue golpear el suelo con la culata del rifle pidiendo socorro a gritos. Mushtag cayó al suelo y la pantera comenzó a darle tarascadas en un hombro y clavarle sus zarpas en la cabeza. Al ver tal escena todos los hombres corrieron despavoridos para salvar el pe­llejo. Por fortuna la pantera, que también estaba asustada, soltó a Mushtag corriendo a emboscarse nuevamente en la densa maleza. “Después de media hora se reorganizó el grupo de rastreadores y uno de ellos, que llevaba una es­copeta pisponera, disparó rematando a la fiera. [Este relato

Ratas sagradas alimentadas y protegidas en un templo de Rajasthan Templo de mármol dedicado a la diosa Bhag­wati Karniji o Karni Devi, en Deshnoke, estado de Rajasthan. Es tan grave el problema de estos vora­ces roedores en casi toda Asia que consumen, según estadísticas, 48 millones de toneladas de arroz y otros granos por año. Pero ... los devotos explican que las ratas, como toda criatura viviente, son bienvenidas. Sin embargo, algunos hindúes cri­tican el gasto de 3 500 dólares anuales —solamente en ese templo— en alimentar a las ratas, en tanto que el pueblo sufre hambre. El alimento lo ponen en bandejas con dulces, leche y granos frente al bonito y significativo altar con la imagen escultural de la diosa. Ya de regreso desayunábamos en el Hotel Im­perial de Nueva Delhi hojeando el periódico The Sunday Standard, de Bombay, fecha 14 de enero de 1962. Encontré un artículo que llamó mi aten­ción, algo que me pareció sorprendente en pleno siglo XX, en plena “era espacial”, que pone de manifiesto la superstición y el espíritu religioso hin­dú en su extraño grado popular: “Rats are fed, protected

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En la India existen gran cantidad de sectas religiosas. Estos fieles de una de ellas llevan ofrendas a una cobra.

in Rajasthan temple”. El artículo, fielmen­te traducido al español, dice: “El magnífico templo de mármol de Karni Devi, en Deshnoke, a 32 km al sur de Bikaner, es un tem­plo diferente a los demás, es una verdadera resi­dencia de ratas sagradas. El templo fue dedicado a Karni Devi, una notable mujer que vivió en matri­monio antes de ser deificada. Tiene miles de ratas escrupulosamente protegidas y adecuadamente ali­mentadas. La renta señalada para el mantenimiento del templo incluye, entre otras provisiones, miles de rupias—moneda de la India— para comprar leche y otras exquisiteces que alimentan a las ratas. A los peregrinos y otros devotos se les advierte tener cuidado de no pisar y ni siquiera tocar con los pies a los sagrados roedores. El patio del templo está cubierto con una fina malla de alambre a fin de evitar que los cuervos, milanos o águilas los ata­quen. Una guardia especial vigila constantemente durante las 24 horas del día el lugar, para evitar que algún gato se introduzca. [Lógicamente parece no existir ninguna relación entre

la diosa y las ratas, excepto, tal vez, porque ella tenía un rinconcito en su corazón hacia el vivaz vehículo del dios Gampati. Como quiera que sea, a quienes visitan el templo se les asegura que es de “buen agüero” si las ratas se le suben al cuerpo.] “Debido a los buenos cuidado y vastas pro­visiones que han desplegado las autoridades del templo para hacer felices a esos animalitos, las ra­tas de Deshnoke se han multiplicado a tal grado que han sobrepasado el número de los 15 000 or­gullosos seres humanos que habitan el sagrado pueblo. El nombre de Deshnoke literalmente significa «nariz de la nación», aunque no se ha hecho famo­ so precisamente por su nombre. El pueblo adquirió fama principalmente por su templo que fue funda­do por Karni Devi personalmente en el año 1419. Karni misma ejercía una extraña solicitud hacia la mujer hindú. Descendiente de una tribu de poetas, los charrans, del norte de la India, desde su niñez mostró profunda inclinación por una vida espiritual. Dotada de poderes sobrenaturales desde muy joven atrajo miles de devotos que acudían desde Rajas­

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INDIA - 1962 Palabras en hindú

than, Madhya Pradesh, Gujarat y Kathlawar. “Más sorprendente fue la historia cuando ocu­rrió que, después de los ocho meses de casada, no sólo abandonó su hogar para convertirse en una sanyasini —monja—, sino que antes de hacerlo convenció a su marido para que se casara con la her­mana menor de ella. Gulab Bal Depa aceptó y en­contró más felicidad con su nueva esposa. “Para ser más curioso este caso, sucede que las cinco hermanas de Karni Devi también son veneradas como diosas en diversas partes del norte de la India. En su mayor parte los devotos de Karni per­tenecen al estrato de la más alta sociedad, mientras que sus hermanas mayores, principalmente Lal Ba; y Phool Bai, son veneradas en su mayor parte por las clases humildes del Indus (región noroeste del país) y las aborígenes tribus de Mewar.” Este caso de las ratas sagradas no es extraño ni cosa del otro mundo para el pueblo hindú, pero sí lo es para los pueblos de Occidente. Y todavía hay más. Nos encontrábamos en Hong Kong leyendo el periódico China Mail de febrero 20 de 1962 en el que insertó la siguiente increíble noticia que transcribo traducida al español y que seguramente interesará al lector: “New Dehli, febrero 19, 1962. Un hindú fue arres­tado ayer cuando en una bandeja de cobre llevaba cercenada la cabeza de una niña —como lo hiciera Salomé con la cabeza del Bautista— para ofrecerla a Kali, la diosa de la destrucción, reportó hoy un periódico. The Indian Express de Agra, en su co­lumna policiaca, señala que el individuo, conocído solamente como Jawaharial, había adornado la ca­beza con pétalos de rosa antes de llevarla al tem­plo de la diosa. La policía dice que en la casa de Jawaharial se encontró el cuerpo sin cabeza de una niña. de siete años. - U.P.I.”

Útiles para el cazador que desconoce el idioma. — Escritas como se pronuncian—. El taral Marjay Mardin Barah Chotah Mukadam Bungla chelo Baito Roko– thero Ja Nain Tendwa Sher Barking deer Agechelo Indarsechelo Udarsechelo Acha Tsiada Garam Tanda Nain nisham Simhg Shaitan Bodhisattva Sahib Bhutia Muggeri Rowkah Chukor Shikar Monk Langoors Jauda Nullah Saddu Moldharis Namaste

Resumen de caza 2 Panteras (Felís pardus) 2 Nilgai (Boselaphus tragocamelus) 4 Cuatro cuernos (Tetraceros quadricornis) 1 Black buck (Antílope cervicapra) 3 Chinkaras (Gacella bennetti) 1 Sanibar (Cervus unicolor) 1 Hiena rayada (Hyaena striata) Total: 14 piezas, amén de un sinnúmero de pa­vos reales, perdices, codornices, huilotas y otras aves que cazamos para la cazuela. Por ahora cierro este capítulo de mis shikaris en la India misteriosa.

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Fajas pantanosas y planicies de pastos entre las estribaciones de los Himalayas y las planicies. Macho. Hembra. Grande. Chico. Jefe de aldea o villa. Regresar a casa. Espérame aquí. Párate. Sí. No. Pantera. Tigre. Venado ladrador. Vete por delante. Por aquí. Por ahí Esta bien, si, entiendo. Más. Caliente. Frío. No hay huellas de animales. Cuernos. Demonio, diablo. Hombre divino por nacimiento como Buda y Cristo (Arcángel). Señor o amo. Hombre de otra región del país. Cocodrilo de hocico ancho de la India. Arroyo seco, ancho. Perdiz de las colinas. Cacería Dios del ayuno y la meditación. Monitos graciosos, los hay abundantes en la selva y estaciones de ferrocarril y en los templos; son sagrados hijos del dios Mani. Aparejo para elefantes. Zanja o arroyuelo seco o con agua. Yogui, ermitaño, un santón. Pastores ganaderos. Saludo y despedida. Así se despidió


INDIA - 1962 Benares Hinduismo Pugree Achuut Chuprao Bhagavat Hari Sunnyasis Boda o Katra Nirvana

de mi el elefante que montaba yo cuando en Mysor maté al Gaur. Ciudad sagrada. Cremaciones en los Gaths —escaleras que bajan hasta el río Ganges en que se efectúan las incineraciones—; antes se golpeaba el cráneo del difunto abriendo una hendidura para que el alma pueda salir, escapar del cráneo como de una prisión. Después se arrojan las cenizas al río. La religión más antigua. Turbante hindú El intocable, descastado, miserable. Quieto. Bienaventurado. Lord. Santón, ermitaño. Becerro domesticó, de búfalo. Cielo. Salvación suprema del alma, fin de las reencarnaciones, transmigraciones.

Karma Mahout Ankus Pandit Guru Bramin Raja Maharaja OM Jatria Rayputa Sudra Curry Nimbú Pani Gur Bhilí

Hado, destino a donde nos conducen las buenas o malas acciones y obras durante la vida. El que montado, guía un elefante La quijada u hoz de hierro que usan los mahouts para guiar al elefante Casta superior Brahman religiosa con autoridad semejante a la de un obispo y un gobernante. Predicador o guía religioso. Sacerdote, casta número 1. Dueño de un Estado grande Dueño de un Estado chico. Simboliza el principio divino del hinduismo. Casta guerrera como el Samurai del Japón, aunque menos preparado. Casta guerrera que sustituyó al Jatria Casta del jornalero, del peón, del campesino. Es la cuarta casta. Popular plato hindú. Limón. Agua. Azúcar sin refinar. Calabacita dura, Sirve para curar disentería, se machaca una

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Ghee Jowar Dall Ragi Chapatti Mirche Charpoy

calabacita, se disuelve en agua y se la bebe en dos tomas al día. Mantequilla. Grano parecido al milo-maíz. Grano como la lenteja, sabe a garbanza. Granito gris, molido hacen atole, tamales. Tortilla de harina integral con sal y algo de mantequilla o aceite. Chile verde. Marco de madera con tejido a cuadros de mecate, catre.

Flora y fruto hindú Babul Arrack Neem Khakar Loto Teak Pipal Sal tree Sher-kho Taiga Kunji – o Bodhi Banyan Ringales Semuli

Árbol de cuya corteza hacen el aguardiente Arrak. Auardiente de corteza del babul. Árbol parecido al tabachín. Hacen jabón, es medicinal y se usa para lavarse los dientes. Árbol mediano que una vez al año se llena de hermosas flores rojas como la “nochebuena”; en inglés le llaman “Flame of the forest Tree” Flor simblo del legendario manantial de Brahma. (Tectona-grandis) Árbo mediano abundante, muy duro y de hoja de medio metro. Higuera grande, sagrada, silvestre, (Shorea robusta) Árbol que en inglés le llaman ever green, alto , delgado y muy abundante en los bosques de la India Central. C.P. Árbol mediano , raquítico y muy verde. (El Spruce de Alaska y Mongolia) Pino raquítico de clima muy frío. El árbol raquítico desde donde maté una pantera en 1962. Árbol gigante parecido a la higuera. Montes y chaparrales cubiertos de bambúes Ceiba-Bombax Malbaricum —como los de San José Purúa—. Árbol muy bonito, grande y frondoso.


15 Alaska 1963

Hace cinco meses, los médicos de Toronto, Ca­nadá,

Ese era mi problema. Hacía 10 meses que había planeado volver al Ártico en busca de un señor ejemplar de oso polar y como en Kotzebue, campa­mento base, no había cirujanos, sólo chamanes, ten­dría, en caso necesario, que volar en avioneta a Fairbanks o Anchorage. A ninguna de estas dos ciudades se llega en seis horas de vuelo desde el Ártico y, además, debía tener la suerte de que hi­ciera buen tiempo para que una avioneta pudiera llevarme. Hacía meses que con Tommy Thompson, nues­tro viejo y ya conocido piloto y guía, había firmado trato para iniciar la cacería a fines del mes de febrero y ahora

descubrieron que tenía yo dos úlceras: una duodenal, y gástrica la otra. Por esta razón debía abandonar mis cacerías hasta obtener un completo alivio. Regresé a Guadalajara y, después de estu­diar las radiografías, mis médicos opinaron lo mis­mo, sujetándome a una rigurosísima dieta. La úlce­ra gástrica era la más peligrosa y traicionera. El peligro consistía en que si me iba de caza aleján­dome de la civilización y centros médicos, podía ocurrir que sufriera una perforación del estómago y si en un término de seis horas no había interven­ción quirúrgica seguramente moriría.

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ALASKA - 1963 Piper Super­Cub para estrenarlas en nuestra cacería, se encon­traba todavía en Anchorage y nos comunicó que si lo deseábamos podíamos disfrutar de las fiestas y él se adelantaría para hacer algunos preparativos en Kotzebue y estar listo para cuando arribáramos. Aceptamos.

Campeonato mundial de carreras de trineos. El Perro Amigo El perro, buen amigo del hombre, fue el primer animal domesticado en la época paleolítica, hace 15 000 años y sigue siendo un gran amigo. No temas, mi señor; estoy alerta mientras tú de la tierra te desligas y con el sueño tu dolor mitigas, dejando el alma a la esperanza abierta. Vendrá la aurora y te diré: despierta, huyeron ya las sombras enemigas. Soy compañero fiel en tus fatigas y celoso guardián junto a la puerta. Te avisaré del rondador nocturno, del amigo traidor, del lobo fiero que siempre anhelan encontrarte inerme. Y, si llega con paso taciturno la muerte, con mi aullido lastimero también te avisaré. ¡Descansa y duerme! Manuel José Othón Es muy agradable volver a lugares conocidos donde se encuentra gente cordial, hospitalaria, sen­cilla, franca y amiga; gente buena, gente de pue­blo, como la de Anchorage, donde ya contábamos con algunos amigos; hasta una mesera de la cafe­tería del hotel nos reconoció, saludándonos con una sonrisa. Toda la ciudad y el campo estaban cu­biertos de nieve y yo sentía placer al llenar mis pul­mones con aquel aire tan puro y tan frío. Es una costumbre curiosa y muy simpática la de que en esa temporada de fiestas todos o casi todos los hombres y mujeres se visten con ropas de antiguas modas pueblerinas que dan un alegre toque pintoresco. En las tiendas se veía a las empleadas con alta bota borceguí, medias rayadas de colores; vestidos con crinolina y larga manga con la parte superior abombada; sombrero de anchísima ala adornado con finas plumas de avestruz, piel de zorro al cue­llo y guantes. Los hombres se dejan crecer la bar­ba y los bigotes, usan bombín inglés o sombrero de paja, largos sacos con dibujos a cuadros y pantalón muy estrecho. En fin, todo mundo se

Llevando mi rifle, piso nuevamente la tierra de Alaska. parecía que mis úlceras lo impedi­rían; pero cuando llegó el mes, confiando en mi buena estrella y en el tratamiento que me había prescrito mi querido amigo el doctor Ignacio Chá­vez —el de Guadalajara, pues hay otro del mismo nombre en la ciudad de México—, decidí hacer el viaje. Y fue así como el día 21 de febrero de 1963 mi hijo Fernando y yo abordamos el avión iniciando el recorrido de 7 500 kilómetros que hay de Guada­lajara a Kotzebue. Dormimos en Seattle y al día siguiente nos registrábamos en nuestro conocido Hotel Westward, de Anchorage. Pensábamos continuar lo más pronto posible a Kotzebue, pero nos encontramos con la novedad de que habíamos llegado precisamente en los días en que se celebraban las tradicionales fiestas anua­les, a las cuales desde hace muchos años se les da el nombre de Fur Rendez-vous. Tommy, que aca­baba de adquirir dos nuevas avionetas

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ALASKA - 1963 pres­ta, colabora de buena gana a engalanar las fiestas. Hubo exhibición de hombres con largas y bien cor­tadas barbas y los respectivos premios; encuentros de hockey, competencias de esquí, desfiles, carros alegóricos, carreras de automóviles, exhibición de pinturas y mil cosas más. Pero la atracción princi­pal eran las famosas carreras de trineos tirados por perros, en las que se disputaban nada menos que el campeonato mundial. Competidores de Fairbanks, de Juneau, de Hommer, de Canadá, de la Unión Americana y de muchas otras partes, que habían hecho el largo viaje llevando en vehículos especia­les sus perros y trineos para competir. El cielo siem­pre estuvo nublado y una lIoviznita menuda y per­sistente no impidió el desborde de la alegría. Toda la ciudad parecía una romería y la cara de toda la gente se mostraba sonriente y amiga, como quisié­ramos que fueran todos los habitantes de este mun­do enfermo y lleno de tribulaciones. La calle 4 es la principal de Anchorage, cruza toda la ciudad y fue el punto de partida y la meta de las carreras en un recorrido de 40 km. El campeonato se disputaba en tres días de carreras y el competidor que hiciera el menor tiempo acumulado en esos tres días resultaría campeón. Diecisiete fueron los contendientes, de los cuales 11 mushers —los individuos que guían los trineos— eran esqui­males o

indios del interior. Toda Alaska concurrió a esas carreras y toda la gente lucía sus muy vis­tosas parkas, ofreciendo la más ostentosa exhibi­ción de finas pieles: sacos totalmente confecciona­dos con pieles de nutria de mar y tierra, de lobo, de mink, de diversas especies de foca —hay 47 espe­cies—, que son tan bonitas, incluyendo la foca mo­ teada de Noruega; pieles de zorro, de castor, ar­miño, oso pardo, etc. Allí el lujo es la parka mejor confeccionada con las más finas pieles. Espectáculo de maravilla al iniciarse las carre­ras. Se prepara el primer competidor, el número 1, con un equipo de 10 preciosos perros siberianos; ya está en la línea y sus perros, ansiosos por partir, saltan y aúllan; sólo el perro líder del equipo per­manece quieto, tranquilo, volteando a ver su equipo como si quisiera cerciorarse de que todo está en su debido orden; él es el responsable del éxito o fracaso. “5-4-3-2-1” Y parten como una exhalación*al grito de “iHauk!” que da el musher que va pa­rado con el pie izquierdo en el trineo mientras que con el derecho empuja sobre la nieve ayudando a sus perros. Después de tres minutos salió el número 2 y lue­ go vimos partir al número 3, cuyo musher fue el doc­ tor Lombard, quien hizo el viaje desde Massachusetts y que ya había competido durante seis años sin lograr En Anchorage presenciamos la salida de los competidores del campeonato mundial de carreras de trineos.

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ALASKA - 1963

Durante la escala en Nome con destino a Kotzebue, Fernando se retrata con las aeromozas.

En Kotzebue

el primer lugar. Llevó un equipo de 11 perros de lo más hermosos, todos de la raza siberiana huskey que tienen un ojo azul-blanco y el otro café y el pelo gris plata: todos parecían hermanos. Tam­bién había trineos con perros Samoyed siberianos, nombre de una aldea de ese nombre, en el Ártico, muy al norte de Siberia, donde habita la tribu de los yakuts. Había también perros malamut y mc­kenzie con sangre del San Bernardo que pesan 60 kilos. Los mushers sólo usan cuatro palabras para mando del equipo. Mush-Gee-Hauk y Whoa. Ni un día nos perdimos del espectáculo y cuando termi­naron las carreras supimos que el doctor Lombard resultó, por fin, campeón absoluto, haciendo un promedio de tiempo de una hora 38 minutos en los 40 kilómetros. Con el amigo H. Swank, que tenía un negocio de artículos deportivos, obtuvimos nuestros permi­sos para cazar nuestros dos osos polares. Por cier­to que en ese tiempo la caza del oso polar resul­taba ser la más cara del mundo: costaba 2 000 dólares cada permiso. Hoy, en 1978, está totalmen­te vedada su caza.

El día 25 abordamos un DC-4 para dar el últi­mo salto de 1 280 km a Kotzebue. El avión era de carga y pasaje y en cuatro horas, después de hacer escala en Nome, llegamos a nuestro destino. La aldea había cambiado mucho desde 1956, en que hicimos nuestra primera visita. El progreso inconte­nible de ese país no ha respetado el Ártico y va desplazando el orden de vida que durante siglos conservó el esquimal, sumido en el más puro pri­ mitivismo y que en su dura lucha por la super­vivencia en región tan hostil y adversa sabía bastarse a sí mismo, sin ayuda de los pueblos ci­vilizados. Todavía construían y usaban el ligero y resistente oomiak —barca— hecha con piel cruda de morsa; ahora el motor de gasolina va sustitu­yendo al remo; todavía la caza y pesca era su prin­cipal alimento, aunque ya en la tienda de Salinas abundaban los alimentos enlatados; todavía usaban el arpón, arma primitiva que el rifle va sustituyendo; antes se vestían totalmente con pieles de animales, hoy más

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ALASKA - 1963 de un 50% de su indumentaria es confec­cionada con telas de “polyester” y muy pocos usan ya las primorosas parkas de finas pieles, que otrora distinguieron al esquimal del Ártico; hoy se expor­tan a las ciudades, donde el hombre blanco las paga a muy alto precio. Si Peary o Cook resucitaran y vieran esta trans­ formación, este notable cambio, no sé qué pensa­rían; pero seguramente sentirían la melancólica nostalgia de las tierras y nieves vírgenes que ellos dieron a conocer al mundo civilizado. Sin embargo, todavía hay aisladas pequeñas aldeas donde vive el esquimal en forma completamente primitiva. Pasaron varios días nublados en que no pudi­mos salir a cazar. Sin sol no es fácil distinguir el tamaño de las huellas de un oso desde la avioneta y la vista se fatiga en media hora; además, siempre hay el peligro de perderse o ser sorprendido por las terribles ventiscas. No había más remedio que esperar. En nuestro cuarto platicábamos con Tommy que nos ilustraba respecto a la regla “30-30-30” que han establecido los técnicos que temporalmente viven en las más septentrionales avanzadas de radar y observaciones científicas en el Ártico. Esa simple regla se explica en la siguiente forma: “A una temperatura de 30 grados centígrados bajo cero, con vientos de 30 nudos, el cuerpo de un ser humano desnudo y expuesto a la intemperie se congelaría totalmente en 30 segundos.” Ya ha­bía leído que una inmersión en agua salobre, cuan­do el termómetro marca 30 grados C. bajo cero y con fuertes vientos en un minuto sería segura la muerte. Cuando escuchaba esto me asomé a ver el ter­ mómetro que colgaba en la ventana: la temperatu­ra era de 20 grados bajo cero. No sé a qué fenó­meno se deba, pero observé que en el curso del día la temperatura variaba con frecuencia: en media hora subía o bajaba 10 ó 15 grados. Ni la temperatura ni la nieve que caía eran obs­ táculo para salir a estirar las piernas. Así vimos cómo perforando la capa de hielo el esquimal hace un agujero de unos 30 centímetros de circunferen­cia, para, a través de él, pescar en las aguas del mar el alimento para sus perros. El agujero estaba a 100 metros de nuestro cuarto y la capa del manto de hielo macizo tenía un metro de espesor y ahí, sentado pacientemente, un esquimal bajaba y su­bía constantemente su anzuelo sin carnada, pues no la necesitaba. Los pececillos son tan abundan­tes que con el puro tirón de la línea o cordón los pescados se ensartaban en el anzuelo de cuatro puntas como garfios invertidos.

Notamos que Kotzebue había cambiado desde nuestra última visita. Fernando posa en una de sus calles abiertas. Otro día contratamos un trineo para que nos llevara al Lago de Hielo. Esto es algo que no ha cambiado en Kotzebue, aldea que por hallarse a la orilla del mar, rodeada de hielo y nieve salada, carece de agua potable para beber. El Lago de Hielo llena esa necesidad. En verano el agua cris­talina se lleva a la aldea en tambos y en invierno se saca cortando con serrucho transparentes y du­rísimos bloques de hielo que se llevan en trineos, se depositan amontonados fuera de las chozas y a fuego se derriten los necesarios, convirtiéndose en purísima agua. La tonelada de hielo costaba 10 dólares. El Lago de Hielo dista 3 kilómetros de la aldea. Allá nos fuimos en nuestro trineo aprovechando para filmar un poco y tomar algunas fotografías. Al grito de “ihauk!”,

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Mientras esperamos que mejore el tiempo observo el tĂ­pico modo esquimal de pescar en el hielo, y realizo algunos aseos en trineo por los alrededores.

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Espero con impaciencia el momento de volver a ver al señor de los hielos; el oso polar ... del musher esquimal los pe­rros partieron a la carrera. Después, cuando les gritaba “ikamah”, “kamah!”, el perro líder del equi­po de 11 perros doblaba a la izquierda; al grito de “¡igii!” daban vuelta a la derecha y para detenerse el musher se paraba firmemente con un pie sobre el freno, formado de un resorte con dos agujas o clavos largos que penetran en la nieve. Muy inteligentes son los perros de los trineos a los que equivocadamente se les supone salvajes y pe­ligrosos descendientes del lobo; todo lo contrario, son mansos y es muy raro que ataquen al hombre. En cambio, son muy peleoneros y cuando no están trabajando siempre se les tiene amarrados y se­parados. Lo primero que hacíamos todos los días al des­pertar en las madrugadas, era asomarnos por la ventana y el día 28 ví con alegría un brillante cielo azul; no nevaba. Pero dieron las nueve y Tommy no nos daba el aviso de prepararnos a salir. Extra­ñados, fuimos a su cuarto y

notando nuestra impa­ciencia nos dijo: —No me gusta el horizonte, mírenlo ... no está tan azul como aquí arriba. Pero intentaremos, pre­párense. Efectivamente, allá ... en el horizonte, apenas se notaba una ligera franja gris. A las 10 de la ma­ñana, llenos de contento, abordamos nuestros blan­cos y nuevos Piper Super-Cubs que parecían una pareja de ptarmigans. Fernando volaría con Jim Cann, un piloto de unos 32 años, ayudante de Tom­my, y yo volaría con este último, porque habíamos acordado que yo cazaría el primer oso; pero no hubo suerte ese primer día. Después de volar unos 15 minutos en dirección norte, el cielo se encapotó y era imposible ver claramente una huella para, por su tamaño y profundidad en la nieve, apreciar si era de un oso bien grande. Todo en nuestro de­rredor se veía gris: apenas si distinguía la avioneta de Fernando que volaba atrás y a menor altura. Pronto el hielo opacó los cristales de la avioneta y la nieve

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Por fin despejó el tiempo y nos encontramos listos con nuestros pilotos para realizar la primera salida.

cerró la visibilidad. —Mejor nos regresamos —dijo Tommy—, pues tenemos un banco de nieve que es muy peligroso. Pronto se formaría hielo en las alas y en la pun­ ta de las hélices, y como consecuencia se produci­ría una descompensación que haría trepidar la avioneta obligándonos a un aterrizaje forzoso en cualquier lugar. —Pues vámonos—. Más valía creerlo que ave­ riguarlo. Al aterrizar en Kotzebue observé que una delga­ da capa de hielo transparente se había formado en diversas partes del aparato. No hacía mucho frío, sólo estábamos a 5 grados bajo cero, pero ¡mal­dito sea ese banco de nieve! Ya teníamos cuatro días encerrados. No hubo más remedio que seguir leyendo Las verdes colinas de África del gran Hemingway, libro al que por cier­to no le encontré más sabor que su ameno y pre­ciso estilo.

En cuanto a sus relatos de safaris afri­canos no tiene nada extraordinario, se pierde en el montón, está muy lejos de. compararse a su obra El viejo y el mar, que le valió merecer el Premio Nobel o Por quién doblan las campanas. Cuando nos fuimos a comer nevaba fuerte y el frío arreciaba. Encontramos a Tommy y con una sonrisa nos anunció: —Ahora sí, señores, creo que mañana podremos salir. Cuando la temperatura baja, el cielo se limpia. —¿No más bancos de nieve? —interrogué. —No más —afirmó. Vaya ... cuántas cosas estaba aprendiendo res­ pecto al Ártico.

i”Nanook” a la vista! Lo que carga una “Piper”. i” Nanook” a la vis­ta! La nariz

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ALASKA - 1963 Más tarde había de probar lo correcto de tales previsiones. El cielo era azul y el sol en todo su esplendor hacía brillar los filos de los crestones de hielo o de cualquier protuberancia producida por la presión en la capa de hielo. A la altura de 40 metros a que íbamos volando sería fácilmente perceptible hasta la huella de un conejo. Después de 40 minu­tos ya no se veía ni una sola montaña y ante nos­ otros se extendía la inmensidad del Océano Glacial Ártico; no había puntos de referencia y el horizon­te se perdía de vista. ¡lmpresionante soledad sin una alma viviente! Lo primero que vimos fue una gran parvada de patos en una angosta grieta, cuya agua se veía completamente negra. Era cosa rara ver patos en esa temporada en que todavía no empiezan los deshielos. Seguramente reposaban en su larga migración. El manto de hielo estaba tan corrugado que no había apenas un lugarcito llano para un aterrizaje forzoso. Seguimos volando, siempre en línea recta hacia el

de Fernando. ¡Osa al agua! Cobro mi segundo oso polar. 1ro. de marzo. Buen día. A las 8 a.m. despega­ron las avionetas tomando rumbo noroeste, pero antes observé todo lo que en la parte trasera car­gaban en previsión de cualquier incidente: Una tienda ligera de campaña. Dos pares de raquetas para andar sobre la nieve. Dos bolsas de. dormir. Alimentos concentrados para seis días. Lata de aceite extra para el motor. Cuatro botes extra de gasolina. Embudo. Herramientas. Botiquín de primeros auxilios. Extinguidor de fuego. Guantes extra. Calcetines extra. Cuatro cartuchos de luces, para usarse en caso de perderse; facilitan la localización.

Desde mi avioneta fotografío el aparato de Fernando y el inmenso terreno donde nos es imposible aterrizar debido a las cretas de hielo.

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ALASKA - 1963 norte. Ya desesperaba de no ver una sola huella, pero a las 10:30 a.m., después de dos y media horas de vuelo, divisamos una que inmediatamente seguimos a muy baja altura. A los 15 minutos vimos el oso. Nos pareció chico y seguimos adelante. Momentos después vimos una osa con dos oseznos ya grandes que también pasamos de largo. A las 11 :30 encontramos una huella grande que desde luego seguimos y no tardamos en descubrir al oso. Tommy dio varios círculos a su derredor volando a no más de 30 metros de altura para verlo bien y apreciar su tamaño, luego me dijo: —Me parece muy bueno; pasa de los 10 pies. ¿Quieres tirarle? Pensé en los días que habíamos perdido ence­rrados y que tal vez al siguiente amanecería nubla­do. Además, si ese no daba la medida deseada to­davía faltaba el que abatiría Fernando, así que contesté: —Sí, pero el próximo, el de Fernando, tendrá que ser un señor Nanook que mida más de los 10 pies. Dicho esto se comunicó con Jim. En tanto el oso corría sin parar. Tommy le había dicho a Jim que aterrizara inmediatamente después de nosotros. La idea era filmar la acción con dos cámaras, una operada por Fernando y la otra por Tommy. Bata­llamos un poco hasta encontrar un lugarcito de nieve plano donde aterrizar, cerca del cual había una grieta o canal angosto que se abría en la capa polar, tan delgada que no aguanta el peso de una avioneta ni la de un hombre: Este tipo de grietas se ven de un color gris pálido desde la altura y de­notan una cubierta de hielo muy delgada. Aterrizamos y caminamos un buen trecho entre los témpanos, pero no descubrimos alosa que se nos perdía entre los hielos acumulados por la pre­sión del mar, con tal abundancia como si de lo alto hubiesen sido regados a granel. Caminábamos muy atentos, con un viento hela­ dísimo, cuando se me ocurrió voltear a ver a Fer­nando que caminaba a mi derecha. —¡Fernando! ¡Tienes la nariz blanca ... ! ¡Ven Jim; mira la cara de Fernando! Jim corrió acercándose a Fernando. —No te toques la nariz porque te la quiebras, está congelada; haz un hueco con las manos cu­briéndote las fosas nasales, que se calentarán con tu aliento y luego te las frotas para normalizar la circulación. Así lo hizo Fernando que no pronunciaba una palabra y pronto su blanca nariz recuperó su color natural. Si no he volteado a verlo no sé qué hu­biese ocurrido, pues es bien sabido que cuando se congelan y “queman” algunas de las extremida­des del cuerpo el

individuo no se da inmediata cuenta porque ha perdido la sensibilidad. No se siente. A Peary, en una de sus expediciones entran­do por Groenlandia para llegar al Polo Norte, se le congelaron los dedos de ambos pies y tuvieron que amputárselos. En nuestro caso no pasó del susto que nos lle­vamos. Como por ninguna parte descubríamos al oso, Tommy resolvió volver a su Piper a fin de elevarse y localizar al plantígrado y “arrearlo” en dirección nuestra. Poco después vimos al oso a unos 300 metros. Se acercaba y yo me preparé revisando mi rifle, pues podría ocurrir que en el momento del lance no funcionara bien debido al frío, como des­pués ocurrió con la cámara Bollex. Dispararía cuando estuviera a 30 ó 40 metros. Quería saborear ese momento viendo de cerca a Nanook. Pero tal vez nos venteó, pues cuando es­taba a 80 metros, en lugar de seguir de frente tor­ció a su izquierda; temí que se me fuera y disparé. A mi segundo tiro cayó, pero desgraciadamente no sobre el hielo macizo, sino en esa malhadada grieta que ya mencioné. Nos acercamos. El oso no había muerto; en su agonía luchaba por cruzar la grieta y salir del agua. Sin lograr trepar por el banco de hielo, después de varios intentos se hundió en las aguas y desapareció bajo la capa de hielo. En vano esperamos un buen rato sin volverlo a ver: se lo llevó la corriente del mar bajo la capa de hielo. Nada podíamos hacer. Aunque hubiera flotado, sacar de esas heladas aguas un animal de 600 ki­los sin disponer de una cuerda no hubiera sido tarea fácil en aquel frío tan tremendo. i Lástima! ¡Qué pena! Volvimos a nuestras avionetas y a buscar otra huella y no tardamos en encontrarla: parece que habíamos dado con el rendez-vous de los osos polares. —¡Míralo, allí está! Parece muy bueno —me de­cía Tommy, en tanto daba un círculo volando el Piper hasta una altura de unos 15 metros; el oso se veía de un color crema en contraste con la blan­cura de la nieve. Al pasar volando cerca de él vol­teaba furioso la cabeza abriendo el hocico como si quisiera alcanzarnos para mordernos. Esta vez todo salió bien. Aterrizamos cerca de la bestia; en seguida aterrizó Fernando con la cá­mara, pero yo ya me había adelantado, Disparé a 50 metros y el oso cayó revolcándose. No hice un segundo disparo para rematarlo: quería que Fer­nando filmara la acción. Lo esperé unos instantes y nos encaminamos hacia mi presunta víctima, que en esos momentos se recuperó, se levantó y corrió perdiéndose por momentos entre los témpanos de hielo que hacían quebradísimo y difícil el campo de acción. Corriendo y saltando disparé

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En pleno vuelo descubrimos a un oso que posteriormente cobré. Fue un buen ejemplar, aunque no llegó a medir más de 10 pies.

rápidamen­te otra y otra vez; para esto, naturalmente, me ha­bía quitado el guante de la mano derecha. Ya la tenía entumida, la cara morada, el moco colgando de la punta de la nariz, los ojos llorosos, cayendo lágrimas semicongeladas semejantes a “nieve ras­pada”. Tuve que recargar el rifle para seguir dis­parando, pues con mis tiros erráticos el oso no caía. Con mis dedos torpes e insensibles por el frío me costó trabajo sacar los cartuchos que traía en la bolsa del pantalón. Finalmente, después de 7 disparos, de los cuales unos hicieron blanco en el oso y otros en los témpanos, el Nanook cayó. Fue un buen ejemplar, aunque no llegó a medir más de 10 pies como era mi deseo. El frío era

tremendo, tanto que cuando posé para que Fernando me fil­mara con mi oso la cámara se atascó, no funcionó, no obstante haber tenido la precaución de quitarle todo vestigio de aceite. Lo mismo habíamos hecho con los rifles, pues si en su mecanismo se deja aceite o grasa, lo más seguro es que, a tempera­turas tan bajas, éste se congele y la aguja o mar­tillo se atasque. Y ya me imagino la desesperación y rabia del cazador. Debíamos darnos prisa en quitar la copina al oso. Eran las 2 p.m. y se hacía tarde. Por regla general en los meses de febrero y marzo, si a la una de la tarde el cazador no logró abatir su pieza debe regresar, pues es complicado y peligroso cazar des­pués de esa hora.

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Volamos a poca altura para comprobar el tamaño del oso ...

día, el termómetro marcaba 25 grados bajo cero. Nos cambiamos las botas insuladas por otras es­peciales; dos pares de gruesos calcetines de lana más otros de fieltro, ya que el día anterior sentimos mucho el frío. A las 8 a.m. despegaron nuestras avionetas rum­bo noroeste, en dirección de Point Hope, igual que el día anterior. Esta vez Fernando se fue con Tom­my, quien tenía mayor experiencia en la caza polar, y yo me fui con Jim, muy buen piloto, no obstante llevar un récord de solamente 1 300 horas de vuelo. Como ya sabíamos el rumbo donde andaban los osos, ese día vimos el primero a la hora y media de vuelo. Era un oso joven y nos concretamos a filmar un poco desde la avioneta. ¡Qué hermosos son los animales cuando se

Quitar la piel al oso y regresar al campamento se lleva tres horas y una ventisca inesperada por la tarde puede ser fatal. Téngase presente que en Kotzebue no hay servicio meteo­rológico. Se sale a la buena de Dios. A las 17:30, ya pardeando la tarde, aterrizamos en Kotzebue después de haber volado en ese día 800 kilómetros en los Pipers. Durante tan largo vuelo sobre el Océano Ártico nunca vimos un iglú o choza, ni un alma viviente.

Fernando tumbó un enorme “Nanook” Marzo 2, cumpleaños de Fernando. Muy bonito

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les ve en su ambiente natural y salvaje! Seguimos adelante. El frío era muy intenso; las manos siempre heladas, a pesar de ir dentro de la cabina y de los insulados guantes dobles que nos habíamos puesto. Había en la avioneta un tubo que despedía un poco de aire cálido y cerca de él puse la cámara Bollex con objeto de conservarla calientita a fin de que no volviera a atascarse en los momentos en que Fernando tratara de tumbar su Nanook, pues tenía mucho interés en filmar una larga y buena acción del gran oso que la suerte le brindara como regalo de cumpleaños en su sépti­ma cacería internacional de altura . El campo de nieve estaba intensamente surcado de témpanos y las grietas no eran para menos. Los témpanos medían desde 5 hasta 40 metros de an­cho por 100 metros de largo y algunos se alarga­ban por kilómetros. Lugar ideal para los osos que en las orillas de las aguas de las grietas buscan y encuentran focas qUe cazar, principalmente en esa época del año. Tommy encontró una huella y la siguió, volando a muy baja altura, zigzagueando con habilidad de piloto experto en cacerías árticas. A 40 metros de altura la huella parece la de un gigante con grandes botas que deja la marca del talón y de la planta, ya que al caminar el oso deja la huella de su pata muy pegada tras de la mano del mismo lado, de tal manera que en la nieve fresca la huella de un buen oso adulto mide 17 pulgadas. De vez en cuando Tommy daba un círculo. Ha­bía perdido la huella al cruzar una grieta o un tra­mo de hielo duro y liso, donde es muy difícil des­cubrirla, o bien se cruzaban dos huellas, por lo que había que estar seguro de seguir la mejor, la más fresca y más grande; una huella vieja pierde el filo de sus bordes laterales, muy notables por el brillo que les da el sol. Cuando se cruzan varias huellas la cosa se complica, es un laberinto. El

oso polar casi nunca sigue una línea recta: va buscando grie­tas o respiraderos de focas, camina mucho y es incansable. En su dominio no tiene más enemigo que el hombre y, ocasionalmente, el lobo ártico si el oso es joven. Entre un largo crestón de grandes témpanos de hielo que se antoja hubieran sido regados a granel por un descomunal gigante venido de otros mun­dos, descubrimos entre la blanca nieve un primoro­so oso color crema. Con sorprendente rapidez co­rrió asustado por el ruido de la avioneta y con la agilidad de una gacela saltaba sobre aquel mal-país de trozos de hielo. Una y otra vez volamos sobre él a unos 10 me­tros de altura para apreciar bien su tamaño. Su pelaje era hermoso y muy largo, esponjado, limpí­simo, color de mantequilla, brillante; piel sedosa, movediza como la piel de un fino toro cebú de la India; su cuerpo, gordo, redondeado y grácil, ligero y nervioso, pero ... era un oso joven. Casi me ale­gré de que no fuera un adulto. ¡Me había parecido tan simpático! Todos los osos jóvenes son nervio­sos y asustadizos; los viejos se distinguen por el cuello y cuerpo, que son más largos, y las huellas que dejan se ven muy abiertas; son más calmados y serenos o, tal vez, ya hartos de su errabunda vida persiguiendo focas en su país sin límites, desde el Mar de Kara y Groenlandia hasta el Mar de Behring, no sienten temor de nada ni de nadie. Para ser más exacto, su hogar abarca todo el Océano Glacial Ártico, unos 14 millones de kilómetros cuadrados; más grande que toda América Latina, igual que toda la Antártida. Perdonamos la vida de aquel oso y seguimos adelante. En nuestro contrato con Tommy habíamos establecido la condición de que por lo menos uno de los dos osos que se nos permitía cazar tendría que medir más de 10 pies. Buscamos otra huella y pronto vi que el

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A 30° bajo cero felicito a Fernando por el soberbio oso polar que cobró el día de su santo. Un momento después estuvo a punto de perder la vida congelado.

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ALASKA - 1963 Piper de Tommy torcía a la dere­cha y luego a la izquierda; había cruzado la hue­lla. Quince minutos después entre los crestones de hielo vi a un oso de lento caminar. Jim y yo, que volábamos a mayor altura, observábamos y seguía­mos a la avioneta que daba círculos alrededor del oso que, molesto, tal vez enojado, levantaba la ca­beza y mordía el aire en señal de protesta contra ese ruido infernal de los blancos pájaros de acero que invadían su soberanía, rompiendo el eterno si­lencio de las mudas nieves. Tommy aterrizó en un claro de nieve, pero inme­ diatamente se elevó; creí que tampoco ese oso lle­ naba las medidas deseadas, pues es difícil apreciar con exactitud desde el aire el tamaño de un animal en movimiento. La avioneta de Fernando dio tres círculos más y aterrizó de nuevo. Nosotros, ya seguros de que se trataba de cazar el oso, clavamos el Piper con rapidez, aterrizando cuando Fernando ya caminaba con su rifle listo. Tommy lo seguía con su cámara de filmar de 16 mm. Bajé rápidamente con mi cámara Bollex pegada a mi costado y abrigada con mi parka a fin de que no se enfriara; pero antes :e eché un ojo al termó­metro: marcaba 30 grados bajo cero; el viento era fuerte y el frío se sentía tan intenso como la emo­ción de la caza. Casi corrí para alcanzar a Fernando. El oso ya no estaba a la vista, se perdía entre las grandes masas de témpanos que formaban los abundantes crestones, aunque estaba localizado y no podía estar lejos. En esa dirección encaminaba sus pasos Fernando, a quien yo iba dando alcan­ce. En esos momentos descubrimos al oso, el cual, probablemente, también nos vio. Aunque un poco inquieto, no huía. Con seguridad estaba muy ham­briento y no quería alejarse de la orilla de una grieta en que porfiaba encontrar alguna foca. Quería yo filmar a corta distancia y Fernando siguió acercándose entre los témpanos. Tommy y yo lo seguimos con nuestras cámaras, a 10 metros, en un ligero ángulo, con objeto de que en la lente entraran el cazador y la bestia. Cuando Fernando llegó a 40 metros de su víctima, que estaba de fren­te, con la cabeza levantada tratando de ventearnos o de echársenos encima, disparó. Al recibir el im­pacto de la bala del .375, rifle tan querido para la caza mayor y que nunca nos ha fallado, el monar­ca de las nieves, herido de muerte, se revolvió en sus cuartos traseros en los momentos en que Fer­nando, sin atarantarse y con rapidez, hizo un se­gundo disparo, innecesario tal vez, porque estando el animalazo tan cerca de la grieta quiso asegurar­se de

que no se repitiera el caso del oso que perdí cuando cayó mortalmente herido y desapareció en las frías aguas. Al recibir el segundo plomazo el oso cayó sobre su lomo agitando las cuatro patas en el aire y momentos después quedó inmóvil. Huelga decir que desde que nos bajamos de las avionetas, nadie habló una sola palabra. Caza­dores experimentados, sabíamos cada uno lo que debíamos hacer. La filmación que tanto deseába­mos salió magnífica: logré tomar toda la acción, principalmente el momento de los dos disparos, me­tiendo en la lente de la cámara a Fernando y al oso. Un perdurable recuerdo de esos emocionan­tes momentos y de las angustias que a continua­ción siguieron, como si fuese una venganza del Nanook. —¡Bonito regalo de aniversario! —dije a Fer­nando dándole un abrazo—. Todo salió bien. —Gracias, papo ¿Filmaste la acción? —Sí, hombre, toda; la cámara funcionó bien esta vez; ojala y no salga velada la película o le pase algo. Que de salir bien, se alegrarán de verla tus nietos dentro de 40 años. Tommy y Jim también lo felicitaron. Muy satisfechos y contentos nos aproximamos al oso. No pudimos llegar hasta él, pues había caído precisamente en la orilla opuesta de la grieta que medía unos 4 metros de ancho y una ligera capa de hielo cubría sus negras aguas. Nos dimos cuenta de que el oso estaba bien muerto y no siendo posible cruzar la grieta más que en los Pipers, volvimos a ellos. Hasta entonces, en el trayecto, que no sería de más de 200 metros, sentimos lo intenso del frío. A pesar de los tres pares de gruesos calcetines, de las botas especia­les y de los guantes dobles, sentía entumidas, he­ladas las extremidades; la nariz, morada, no dejaba de gotear; los ojos, llorosos; los dedos insensibles, torpes, helados por el frío que penetraba los guan­tes; el aire caliente de mi respiración se convertía en diminutos hielos amontonados en la piel de lobo de la capucha de nuestras parkas. Estar a 30 gra­dos bajo cero se dice fácil cuando se vive cómo­damente en la ciudad a una temperatura de 25 grados C sobre cero, pero para darse una mejor idea hay que sufrirla, hay que sentirla, hay que ir al Ártico en febrero y marzo, ya que no puede ex­plicarse por medio de frases. En esos momentos no sé cómo le haría yo si en tales lugares y en tal tiempo le dieran ganas de una necesidad mayor a mi viejo organismo. ¡Ni pensarlo! Nuestras avionetas despegaron y momentos des­ pués aterrizábamos al otro lado de la grieta, a 50 metros

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ALASKA - 1963 del oso. Entonces ocurrió lo inesperado, algo que no estaba programado. Llegamos al lugar donde estaba el oso, nos arri­ mamos sin decir palabra y admiramos ese plantí­grado tan grande y bonito, igual que ocurre cuan­do a nuestro lado pasa una belleza en los Campos Elíseos. —¡Mira nomás qué animalazo cazaste! —le dije a Fernando . —¡Vamos a medirlo! —contestó con una alegría que no le cabía en la cara. Tommy, quien también estaba emocionado, sacó su cinta de medir. No fue mucho, pero el oso midió un poquito más de los 10 pies. Filmamos otro poco y se tomaron más fotos a colores con mi cámara Leica. Tommy había cum­plido su contrato satisfactoriamente. [Aquí debo enterar al estimado lector que para clasificar a un oso polar en el libro de récords lo importante, más que el tamaño de la piel, es medir el cráneo del oso tanto a lo ancho como a lo largo sin considerar el maxilar inferior. Un taxidermista sin escrúpulos puede alargar diez o más pulgadas el tamaño de una piel de oso para halagar a su cliente, y eso no vale, es hacerse tonto.] —A ver, pap, quiero tomar una foto: tú solo con el oso —dijo Fernando. —Bien, hombre, puedes tomar las que quieras; hoy tienes razón en todo. Tiraste bien, serenamen­ te, calmado; lo hiciste mejor que con tu primer león en África; todo ha salido bien, muchacho. . . ¡Ven­ga otro abrazo! Tomé mi pose y Fernando empezó a enfocar la cámara dando unos pasos hacia atrás, sin voltear la cabeza, para tomar la distancia adecuada. De pronto vi que se hundía, que desaparecía en la nieve. —iiFernando!! —grité dando un salto. Recuerde el lector que el oso había caído a la orilla de una grieta cubierta por una delgada capa de hielo. Sobre esa capa, sin darse cuenta, se ha­bía parado Fernando. El hielo sólo resistió su peso menos de un segundo. No se hundió totalmente por­que instintivamente extendió los brazos deteniéndo­se en el macizo borde del banco de hielo. De otra suerte, si en vez de hundirse verticalmente hubiera caído de espalda, él o yo —al intentar salvarlo­— le hubiéramos ido a hacer compañía al oso ahoga­do el día anterior. A mi grito, Tommy saltó y entre los dos sacamos a Fernando, quien no había tenido tiempo ni de gritar; estaba muy asustado y no habló una pala­bra. Mientras esto hacíamos, Jim había corrido a la avioneta para sacar una bolsa de dormir y unos guantes de repuesto.

Fernando se había hundido hasta las axilas y debíamos, con la mayor rapidez, desvestirlo al aire libre, en aquel frío insoportable, para meterlo en la bolsa y llevarlo a la cabina de la avioneta. En unos segundos Fernando ya no sen­tía las manos; no podía moverlas, no obstante que tenía puestos los guantes que yo me había quitado. Sabíamos que en tales condiciones, a tal tempera­tura, en cosa de segundos el agua que empapa la ropa por dentro y por fuera se convierte en una dura capa de hielo que en el cuerpo congelado va paralizando el torrente sanguíneo. Recuérdese la regla de “30-30-30”. En un san­tiamén desnudamos a Fernando, a la intemperie, ya que dentro de la avioneta, por su estrechez de 71 centímetros de ancho y el estorbo de los asientos, sería imposible hacerlo. Le quitamos botas, pantalones y los calzones largos especiales que se usan en temperaturas muy bajas. Mientras, Jim, que ya había regresado con la bolsa de dormir, quitaba la parka y el resto de la ropa, Tommy y yo abrimos nuestras parkas y camisolas poniendo en nuestro pecho cada uno de los helados pies de Fernando, abrigándolos para calentarlos; luego lo metimos en la bolsa de dormir y lo llevamos a la cabina de una de las avionetas. Tommy y Jim, todavía preocupados, se fueron a desollar al oso mientras yo me quedé junto a la avioneta observando desde afuera a Fernando que no pestañeaba, ni hablaba, ni hacía movimiento al­guno. No quise ni me importaba tomar más fotos. Después de unos 10 minutos Fernando pudo hablar y le di a comer unos chocolates; solamente cuando me dijo que ya sentía entrar un poco en calor, más tranquilo fui a ver al oso. Tommy ya estaba midien­do el cráneo desnudo, que marcó 14 pulgadas de largo por 13 12/16” de ancho, un total de 27 12/16”.Con notable satisfacción me dijo Tommy: —¡Entra en la escala de récords del libro de Boone and Crockett! Como ya indiqué antes, el tamaño del cráneo y no el de la piel es lo que sirve de base para con­siderar la importancia del trofeo de caza. El récord mundial del cráneo del oso polar mide en total 2812/16”, esto es: una pulgada más que el que cazó Fernando ese día. Enseguida fui a comunicárselo a Fernando, quien por poco salta de gusto fuera del Piper. Afor­tunadamente se sentía mejor y parecía que la cosa no había pasado de un buen susto, aunque todavía podría presentarse una pulmonía que, gracias a Dios, nunca llegó. A continuación transcribo parte del Diario de Fernando: “Todo empezó a las 8 a.m., hora en que con una temperatura de 30 grados bajo cero, la más baja que hemos

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Una interpretación muy apegada a la realidad de la casi fatal caída de Fernando en el agua helada.

sin dejar de caminar despacio por la orilla de la grieta. “Pregunté a Tommy si su tamaño pasaría de los 10 pies, me contestó que era muy probable y en­tonces decidí abatirlo; aterrizamos seguidos por mi papá. Caminé en dirección que suponía estaba el oso que de momento no veía, pero no tardé en des­cubrirlo. Entonces, agachándome y cubriéndome con los témpanos me fui acercando, me asomé y vi al oso a unos 40 metros: majestuoso, muy gran­ de y parecía muy confiado y seguro de su poder; estaba sobre unos témpanos. “Era un espectáculo magnífico, con el sol a mi espalda. Todo perfecto, casi como lo había soñado tantas veces. Me quité el guante de la mano dere­cha, apunté rápidamente y oprimí el gatillo: sentí que la bala había pegado. Al impacto cayó el oso, pataleaba haciendo esfuerzos por levantarse; le dejé ir otro tiro para asegurarlo y para que no sufriera y esta vez ya no se movió. Todo pasó en unos cuan­tos

tenido, despegamos rumbo noroeste, sin­tiendo la emoción de otras veces. Mientras volá­bamos me iba imaginando la forma en que le tira­ría a mi oso, recordaba que no debía precipitarme ni tardar mucho en disparar; también pensaba en cómo conservar caliente mi mano derecha para que no se me entumiera perdiendo sensibilidad, esto era necesarísimo para disparar acertadamente. “Después de 2½ horas de vuelo fui yo quien descubrió la huella del que sería mí oso, toqué con la mano el hombro de Tommy señalándole la direc­ción e inmediatamente dimos vuelta, cruzamos la huella y la seguimos, volando a 30 metros de altura y a una velocidad de 90 km por hora; 15 minutos después descubrimos el oso entre grandes témpa­nos de hielo cerca de una angosta grieta, El ani­ mal se veía grande y no corrió ni se asustó. Dimos varios círculos que aproveché para filmarlo con la cámara de Tommy. Cuando pasamos sobre él nos miraba desafiante

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ALASKA - 1963 después ya estábamos de regreso con las manos vacías. El tiempo tenía cara de ma­los amigos y probablemente encontraríamos nieve en la atmósfera. Eso era peligroso y Tommy no que­ría exponerse a más riesgos. Así que no hubo lobos y como en Kotzebue una vez que empieza una ventisca nunca se sabe cuán­tos días va a durar, decidimos dar por terminada nuestra cacería. Ya de regreso en Anchorage, al leer los perió­dicos me di cuenta de lo prudente que había sido Tommy en no querer salir en busca de los lobos con una atmósfera dudosa y por qué se le conside­raba en Alaska como uno de los mejores pilotos y experimentado cazador. El accidente fatal que su­ frió otra pareja de cazadores, precisamente ese do­mingo, nos pudo haber ocurrido a nosotros. A continuación transcribo los artículos de la prensa que traduje al español:

segundos, pero, tan inolvidables, que compen­san las molestias sufridas por el intenso frío. “El oso cayó a 4 metros de la orilla de la grieta y después de que Tommy tomó unas fotos con su cámara quise sacar unas con la mía y al ir tomando la distancia requerida no me fijé que el hielo que cubría la grieta era de un color gris y, por lo tanto, muy delgado. De pronto me hundí casi hasta el cuello; traté de abrir las piernas y de agarrarme del borde del banco de hielo, lo cual evitó que me hun­diera completamente. En unos instantes sentí cómo penetraba el agua helada en mis botas y llegaba a mi piel subiendo por mi cuerpo; nunca había sen­tido una sensación igual. Era tan fría la impresión del agua que no pude ni tuve tiempo de gritar e inconscientemente todavía sostenía la cámara Leica en mis manos. “Afortunadamente mi papá y Tommy estaban muy cerca y me sacaron pronto. No creo haber es­tado en el agua más de 8 segundos, los suficientes para que se me helaran los pies. Me desvistieron, me pusieron unas medias secas, mi papá me dio sus guantes y luego él y Tommy metieron mis pies en sus pechos abrigándolos con sus parkas. “Mis pies estaban blancos, helados, no los sen­tía; tampoco podía mover los dedos de las manos. Luego me metieron en una bolsa de dormir y me subieron a una de las avionetas. Bueno, me aten­dieron como a un niño. Hasta después de 15 minu­tos empecé a mover los pies y las manos, me comí unos chocolates y bien abrigado, soplando con la boca aire caliente dentro de la bolsa de dormir, fui calentándome poco a poco. La impresión que reci­bí al caer al agua no me dejaba recordar con cla­ridad por qué ni cómo caí, no sé cómo me saca­ron, Toda mi ropa, que quedó a la intemperie, se puso dura como una piedra.” Hasta aquí las palabras de Fernando. Pensaba yo que por lo menos se iba a pescar una pulmonía o un fuerte resfriado, pero ... ¡Oh, divina juventud. . .! Nada le afectó. Regresamos a Kotzebue y después de tomar un buen baño caliente que nos reconfortó grandemen­te, nos dispusimos a celebrar los éxitos y penurias del día brindando con cerveza —a falta de cham­paña—, que bien merecíamos.

“Anchorage Daily Times”: “Anchorage, Alaska, marzo 5, 1963. Cuatro ca­zadores de osos polares a la deriva en los Hielos del Ártico”. Así rezaba el encabezado. “Las avio­netas de cuatro residentes de Anchorage se vieron forzadas a aterrizar sobre los hielos a la deriva en la región de Lisburne, 150 millas al noroeste de Kotzebue —exactamente por la región donde andá­bamos Fernando y yo—, donde esperan ser resca­tados el día de hoy. El cuarteto de cazadores, cuya localización no ha sido posible todavía, volaban en dos avionetas ligeras, ellos son el matrimonio Ha­rold Paddock con domicilio en 329 East 10 Ave. y los dos guías-pilotos W. T. (Bill) Ellis y Ralph Marshall, ambos experimentados cazadores de osos polares. , “De acuerdo con una radiotransmisión que hizo Ellis hoy a las 9 a.m., él cree que están en alguna parte entre Point Hope y Point Lisburne, unas 35 millas al sur sobre un gran témpano de hielo a la deriva a unas 20 millas de la costa. Dice que hay muy poca visibilidad y fuerte ventisca. La tempera­tura es tan baja que no han podido echar a andar los motores. El Departamento del Tiempo de EE.UU. reportó temperaturas de 17 y 23 grados bajo cero. “El grupo despegó de Point Hope la tarde del domingo; viendo que no regresaban ayer, lunes, la Civil Air Patrol inició la búsqueda. “El mayor Wilbur Hackett, Jefe del Centro de Rescates Coordinados, en Elmendorf, voló hoy rum­bo al norte a las 11 a.m., a fin de organizar en Kotzebue un grupo de auxilio. Lo acompañan dos paracaidistas de rescate. Elmendorf envió dos avio­nes de transporte, un C.45 y un C.123, que buscarán a las avionetas en el

La prudencia libra el pellejo. Fin de la cacería ártica El domingo descansamos con intenciones de salir el lunes en busca de lobos, pero al llegarse el día el cielo presentaba algo de niebla por el lado sureste. Sin embargo, Tommy resolvió que saliéra­mos. Media hora

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Debido al mal tiempo no pudimos salir a la busca de ese gran depredador de la fauna que es el lobo ártico.

área en que se perdieron. Warren Thompson, miembro de la CAP. de Kot­zebue, también anda en la búsqueda piloteando un L.20 Beaver equipado con un aparato especial de localización. Lo menos otros cinco aviones particu­lares de Kotzebue andan buscándolos. “Hay informes de que mientras en Kotzebue la visibilidad es de 30 millas los vientos entre Punta Lisburne y Point Hope estaban creando localmente problemas de visibilidad.” Siguen otros datos de menor importancia que omito por brevedad. Otro periódico, el Anchorage Daily News, de la misma fecha, también informa de este incidente en términos análogos. Todo esfuerzo fue inútil. En 1962 fueron 6 los cazadores que perdieron la vida y casi todos los años hay desenlaces fata­les. Así es que en esa región del mundo puede considerarse la caza tan peligrosa o más que en África o Asia, aunque por causas diferentes y debe tomarse en cuenta que a

África concurren 100 ve­ces más cazadores. En Alaska y el Ártico el principal peligro radica en los vuelos en avionetas ligeras sobre terrenos desolados y sin pistas de aterrizaje; por eso es que a los pilotos guías se les llama pilotos de la selva, entre neblinas, ventiscas, vientos fuertes; todo ello a temperaturas siempre bajo cero. En el Ártico dé poco o nada sirven las brújulas para orientarse, pues la proximidad del polo magnético las vuelve locas haciéndolas variar hasta 30 grados. A los “pilotos de la selva”; se les llama así, un poco inadecuadamente, porque lo mismo vuelan de la Península de Alaska hasta las Islas Aleutianas que sobre el Ártico hasta Point Barrow, el lugar más septentrional y habitable de Estados Unidos. Antes de iniciar cada vuelo hay que calentar los motores con una compresora de aire caliente, pues de lo contrario no podrán echarse a andar, y en los aterrizajes para ir de caza debe cubrirse inmedia­ tamente con una gruesa colchoneta que siempre se

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Antes de partir de Kottebue visito la tumba de uno de los pilotos que me acompañaron en mi anterior cacería en Alaska, el cual murió tiempo después en un trágico accidente de caza.

El peligro está en los vuelos

lleva a bordo, ya que de no hacerlo el motor se enfriará en unos minutos y no disponiendo de la compresora de aire caliente será imposible hacer­los funcionar, con las consecuencias que ya el lec­tor leyó. Cada vez hay que sacudir enérgicamente la avioneta tirando hacia arriba los alerones para des­pegar los esquíes —naturalmente que en el Ártico toda avioneta está equipada con esquís—, que se han adherido tan firmemente en la nieve como si estuviesen soldados. De otra manera, aun desbo­cando el motor, no es posible el despegue. Si durante los vuelos —cuando se sale a ca­zar— lo sorprende a uno una ventisca, que son tan frecuentes, y se ve obligado a aterrizar sobre la nie­ve, como en el caso que antes he transcrito, aunque logre uno comunicarse por radio pidiendo auxilio no será posible la localización por falta de visibi­lidad y por la misma causa no podría aterrizar la avioneta auxiliadora.

En resumen, en Alaska, el peligro son los vue­los, en tanto que en África o Asia el peligro está en los encuentros con los animales peligrosos y las víboras, así como dar un mal paso y desbarran­carse en las grandes alturas. Sin duda que los años, que ya me van encaneciendo, no han podido con­tener mi espíritu aventurero y mi arraigada afición a la cacería. Cada año que pasa, cada cacería que termino, pienso que será la última, que ya es tiempo de abandonar este tan viril deporte, que debo aceptar que ya es un poco tarde, que ni la resistencia, ni la rapidez en los reflejos, ni la agi­lidad de movimientos son los mismos que diez años atrás. Con frecuencia vienen a mi mente las amar­guras por las que pasó Santiago, el personaje de la gran novela El viejo y el mar, del gran escritor y gran deportista Ernest Hemingway. Pero no puedo ni quiero evitar la atracción del campo, la belleza de la Naturaleza y de los anima­les en su ambiente

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ALASKA - 1963 natural, que son para mí como un imán irresistible que alienta mi espíritu y hace el milagro de remozar mi cuerpo, dándole nuevos bríos como un suero vivificador. Por eso, cuando nuestro poderoso jet despegó de la pista de Anchor­ age, no pude contener un profundo suspiro al des­pedirme de Alaska con la mirada fija en las blan­cas montañas de Chugach, de las que sentía desde mi primer viaje como si me dieran siempre un amable saludo de bienvenida al Ártico y a la península. Me invadía cierta tristeza. Y es que en el Ártico siente uno como si se diera cuenta del misterio de la vida, se llega a querer su desolación, su frío, su silencio, su aire purísimo, sus puestas de sol en el horizonte, sus inmensos mantos gla­ciales, sus montes cubiertos de nieve. . . y su todo. Como cuando un trampero después de un año vuel­ve a la solitaria cabaña olvidada en la soledad de la tundra. Cuando al llegar a Anchorage volví a pisar la nieve, me pareció volver a mi hogar, algo ya co­nocido y muy querido. Y al abandonarlo, una vez terminada la cacería, sentí una nostalgia que no había sentido por ningún otro lugar de caza. En oposición a las mil calamidades que en las grandes ciudades hacen estallar los nervios, se dis­frutaba de la paz y la tranquilidad de los campos africanos donde el silencio sólo era interrumpido por las sabrosas serenatas con que nos regalaban al oído los sonoros rugidos del león o los agudos aullidos de las hienas y chacales. En el Ártico es ese gran silencio, casi absoluto en la inmensidad de cielo y nieve, el que nos invita a meditar con Dios y soñar en el espacio infinito. Silencio en que solamente por las mañanas y tar­des rompe su transparente velo el misterioso aullar de los perros Huskies, haciendo coro todos a un tiempo, como si esa fuera la Ley del Ártico impues­ta por Tlam-Shua, ser sobrenatural de los esqui­ males que abarca todas las fuerzas de la Natu­raleza que el hombre teme.

Pasando un frío tremendo, pero feliz por los éxitos conseguidos, me despido nuevamente del Ártico.

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Segundo intento tras del bongo

principal de buscar el bongo, antílope tan codiciado como el borrego de Marco Polo por los cazadores veteranos y tan difícil de dejarse ver. El día 6 aterrizamos en el aeropuerto de Nairo­bi, donde nos esperaba el cazador blanco Walter Jones, a quien conocí desde mi primer safari afri­cano en el que servía como auxiliar del cazador blanco Bill Jenvey. Pensé que después de 10 años de experiencia habría acumulado muy amplios co­nocimientos y lo contraté. Glen Cottar, profesional de primera, sería el cazadorguía de Miguel. Nairobi ya no era la provincia que conocí en 1954.

Una vida entera no es suficiente para abatir y formar una colección completa de todas las espe­cies de la fauna silvestre del mundo. Ningún caza­dor puede ni podrá preciarse de tal hazaña, así no se ocupe de otra cosa en toda su vida. El día 19 de enero de 1964, acompañado por mi buen amigo Miguel Jasso, abandonaba Guadala­jara para iniciar un viaje con destino a Kenya, país que en plan de caza visitaba por tercera vez, con el objetivo 137


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Nairobi, ya una moderna ciudad, fue afectada también por el cambio que se produjo en la vieja África. ¡Ha cambiado tanto!— y ahora está peor—. Sus modernísimos comercios, nuevos hoteles de lujo de 15 pisos como el Hilton, cines, teatros, bellas avenidas, magnífico aeropuerto, etc., le han hecho perder su carácter de centro-base de los ca­zadores. Hoy es una ciudad de más de 300 mil habitantes en la que abundan más turistas y hippies melenudos que cazadores. También ha cambiado la vida en algunos aspec­tos: todo es más caro y en el comercio sigue domi­nando la raza indostánica. El hombre más rico de África Oriental es un hindú que tiene el monopolio de los ingenios de azúcar. El 98% del comercio en Uganda, Kenya, y lo que ahora es Tanzania, está controlado por hindúes. El gobierno de Kenya ha fijado impuestos hasta por el uso de televisores, pero la raza blanca paga un 80% más que la raza negra —cambian los tiempos. En los timbres postales todavía, como en la época de la rebelión de los Mau-Mau, se imprime el slogan de Uhuru na Moja (Independencia y libertad) que fue su grito de guerra unido al de ¡Fuera blancos! 8 de enero: Este día salimos de Nairobi. Miguel y yo nos dijimos adiós, deseándonos buena suerte. El tomaría su camino y yo el mío en busca del men­tado bongo. Un Cessna me esperaba en el aero­puerto para un vuelo especial que me llevaría a Kericho. Nos elevamos y pronto admiraba desde la altura la anchísima espina dorsal del Rift Valley y después las extensas y verdes plantaciones de té cultivadas con la misma técnica

que en el Lejano Oriente. En 50 minutos llegamos a Kericho, pintores­ca y bonita población enclavada entre frondosos y abundantes bosques vírgenes, plantíos de té y variadas flores. Siempre me ha parecido que la re­ gión más fértil y bella de Kenya está en sus tierras altas, tierras de los bravos kikuyos iniciadores de la rebelión Mau-Mau. En el alto Monte Kenya habita Ngai, su dios, que les dio fortaleza para obtener la independencia de su país.

La jungla del South West Mau Crown Forest Reserve Abordamos un jeep que nos llevaría a algún lugar. —Me ha dado mucho gusto volver a verte des­pués de diez años, Walter, si así como has engor­dado has progresado como cazador profesional, se­guramente que me irá bien. —Seguramente que también tú, Beni —contes­tó Walter—, ya no eres un principiante. He oído de tus safaris en otras partes no sólo en África sino del mundo entero, pues ya sabes que a Kenya vie­nen cazadores de todo el orbe y todo se platica al calor de las fogatas o en el bar del Hotel Stanley de Nairobi. —Oye, Walter, estos campos y montes están tan preciosos como los de la península de Alaska en el otoño. ¿Allí es donde vamos a cazar? —Ya lo veras. Anda, sube y vámonos. Seguimos

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AFRICA - 1964 por una mala brecha hasta llegar a un lugar donde nos esperaba parte de nuestra ser­vidumbre. Un camión había llevado todo el equipo de campo. En unos maderos de tamaño regular, su­jeto por dos estacas, había un aviso pintado sobre un fondo blanco que decía: South West Mau Crown Forest Reserve. Esa era la puerta sagrada del mun­do de los bongos. —Bien, Beni, aquí se queda el camión, se queda el jeep y se queda la holgazanería. Partiremos de inmediato a pie si estás listo; parte del campamen­to ya se fue y el resto que ves lo llevarán los mu­chachos a lomo, pues no hay otro medio de trans­porte. Esta es una reserva forestal en la que no se ha cazado ni existe una alma desde hace años. Vamos a emprender un safari sin muchas comodi­dades, igual que lo hiciera hace más de 50 años el gran cazador Selous. —¿Qué tan lejos queda el lugar de acampar? — interrogué. —A cinco horas de buen caminar. Vámonos ya. Me gustó la idea, al fin tendría un verdadero sa­fari algo parecido a los muchos que había leído de los viejos buenos tiempos, era la primera vez que tendría que llegar a pie a un campamento. A poco andar, desde una altura pude apreciar la den­sa selva en la que buscaría el bongo, un inmenso manto verde, cerradísimo, muy parecido a las jun­glas del Congo (hoy Zaire). Exactamente, después de cinco horas de duro

caminar, sin un descanso, llegamos al lugar del campamento, precioso sitio en medio de la selva virgen, en un claro florido cubierto de siemprevivas; a 50 metros corrían las cristalinas aguas del río Kipsinoi. Estábamos a una altura de 2,500 metros sobre el nivel del mar. Hice llamar a nuestros negritos de servicio para conocer sus nombres: Nzui, Mui, Kaioo, Sangarube, Wambua, Kamu Ndolo, Mlolo, Mwea y Arap Kutey; este último era un huellero local, único que conocía los terrenos, seguramente un cazador furtivo. Quien va a la caza del bongo debe proveerse de gran paciencia y tenacidad. No es una cacería alegre, como tampoco lo es la caza del nyala de la montaña. La fauna en las regiones que habita es muy limitada y esta vez lo único que vi fueron 2 bushbuck y una sola huella de leopardo. El bush­buck es un animal muy elusivo, tímido, y sus há­bitos nocturnos y enormes orejas de un finísimo oído hacen muy difícil el acecho. Nuestros negritos sirvientes recibieron órdenes de no cantar ni hacer ruido. Para un negro el peor castigo es prohibirle cantar cuando está de safari. El primer día arreglamos nuestro pequeño cam­ pamento y al siguiente, a las 4 de la mañana, ya estaba listo. Empezamos a caminar en fila india, primero el huellero local Arap con una lámpara de gasolina, enseguida yo, luego Walter y finalmente Sangarube con otra lámpara. La mañana era fría, oscura, la tierra La entrada a los terrenos de caza del difícil bongo.

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Durante varios días buscamos afanosamente pero sin éxito al elusivo bongo.

empapada y chiclosa y el abun­dante rocío pronto me empapó hasta el pellejo a la altura de la cintura. Después de una hora aclaró el día y pude admirar la belleza de la selva virgen, tan bella y virgen como no la había visto antes en la India; multitud de pájaros, particularmente el rain bird que canta muy bonito, parecido al did-do-youit de la India, alegraban con sus alegres trinos nues­ tro camino; el aire purísimo llenaba mis pulmones y me hacía sentir tan contento que por momentos me hacía olvidar la importancia del antílope que buscaba. Apagamos las linternas que dejamos en un lugar y, en adelante, doblamos nuestras precauciones para evitar hacer el menor ruido, caminando más despacio y pisando sobre la huella del que iba ade­ lante. Así íbamos acercándonos a un lamedero sali­ troso en el que confiábamos encontrar bongos. Se quedaron los dos negros siguiendo nada más Walter y yo. Agachándonos y con mil precauciones llega­mos al

lugar escudriñándolo sistemáticamente, igual como se procede al otear con los prismáticos las serranías en que habita el borrego salvaje entre las rocas de un reliz. No había nada. Luego, en las cercanías, encontramos abundantes huellas y algu­nas me parecieron frescas, pero difícil de precisar la edad debido a lo muy mojado de la tierra. Tenía­mos todo el día por delante, de modo que pla­neamos seguir la huella más grande confiando en nuestro huellero local. No imaginaba la molestia que me causaría ese primer día y los muchos que le si­guieron. Aparte de cargar con todos los años de mi pobre humanidad, cargaría con un pesado rifle calibre .458 que Walter me prestó, pues el .30-06 que yo había traído resultó impráctico, lo indicado es un rifle de gran poder usando balas sólidas ca­paces de perforar un bambú o rama sin perder su trayectoria. Empezamos a subir y a bajar montes muy her­mosos, pero terriblemente pesados, tupido follaje, árboles de

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AFRICA - 1964 maderas preciosas y esa infame red de bambúes que era una pesadilla; los había verdes y frescos, viejos y secos, muchísimos se cruzaban haciendo una malla que impedía el paso franco, y los bambúes muertos, los caídos, quedaban medio enterrados en el barro chicloso y mojado que, al pisarlos, hacían resbalar a uno. El primer día me di cuatro sentones. Nos dieron las 12 sin ver ni oír nada. El sol caía verticalmente sobre la copa de los árboles y los bambúes, pero sus rayos no llegaban al suelo; increíble, pero así es esa reserva forestal en la que no hay un solo aserradero ni un leñador, ni una choza, ni alma viviente; exuberan­cia, arroyos, ríos, lluvia, rocío y sombra, tal es el hábitat del bongo. Regresamos al campamento sintiéndome muy cansado. Al día siguiente repetimos la misma his­toria. En el lamedero encontramos dos huellas muy buenas, las seguimos. Arap, nuestro huellero de la tribu kipsigis, caminaba muy aprisa, lo que es un error cuando se caza el bongo siguiendo la hue­lla, pues tiene un tranco largo, difícil de seguir, pero ese día estaba decidido a sufrirlo todo; sólo nos deteníamos de vez en cuando un instante para escuchar, luego seguíamos subiendo y bajando montes. Las huellas eran tan atractivas que me hicieron olvidar el cansancio y las molestias: a toda costa quería ver a ese antílope que por tantos años era mi obsesión. Y nos dieron las dos de la tarde, preciso mo­mento en que, sin ver nada, oímos la carrera de dos animales, luego, al seguir las huellas, nos di­mos cuenta que esa carrera la habían dado los dos bongos que íbamos restreando. i Inútil seguir­los! De muy mal humor y muy a mi pesar dimos media vuelta. Meditando llegué a la conclusión de que la forma en que seguimos las huellas fue to­talmente absurda. Habíamos seguido la huella ca­minando en línea recta demasiado aprisa y sin po­der evitar el hacer ruido y, en la última media hora, llevábamos el aire en la nuca. Al menos de­bimos dar algún rodeo para tener un aire cruzado. Cualquier cazador sabe que llevando cola a viento nunca llegará a ver su presa y menos a un bongo que tiene enormes orejotas y finísimo olfato. El tercer día madrugamos como de costumbre. Esa vez iríamos más lejos en busca de otro lame­dero, sabíamos que con nuestro ir y venir por el mismo terreno los bongos se habían ahuyentado, si es que los había cerca del primer lamedero. Ca­minamos todo un larguísimo día y llegamos a un precioso lugar donde encontramos un lamedero, pero no había sino huellas borrosas en el barro húmedo. Regresamos cortando terreno y abriendo camino a machete en la jungla cerrada. En todo el día no encontré un lugar seco donde sentarme un rato a descansar, ni siquiera un árbol caído o una roca, sólo bambú, bambú...

Un bushbuck, pieza que faltaba en mi colección, sustituyó al bongo que no apareció.

bambú y tierra mo­jada. Me acordé de otro día agotador parecido a éste: fue en Alaska, cuando cazábamos Fernando y yo la cabra montañesa, en que aguantamos 14 duras horas sin parar. Me sentía muy desalentado. Pese a los diez años de experiencia como cazador profesional, Walter nunca había cazado un bongo y, por lo tanto, no sabía la técnica a seguir, y Arap, el guía local, po­seía una admirable facultad para no perder una huella; era bueno como un bindibúe de Australia o un bosquimano de África, pero no sabía cómo lle­gar a la pieza sin que ésta lo viese o sintiese. CIa­ro, nunca había usado un rifle, sólo sabía armar las crueles trampas de alambre y otras que arman en las veredas de los animales. Pero seguí insistiendo cuatro días más sin tener éxito. El último día, cerca de las 11 de la mañana le dije a Walter que hiciera un reconocimiento por alguna parte mientras yo me quedaba en un bonito claro al que habíamos llegado. Sangarube se que­daría conmigo. Media hora después un pobrecito bushbuck cometió la osadía de ir a visitarme; no tardé en descubrirlo entre el alto pasto, primer ani­mal que veía en siete días de vagar por esos mon­tes de Dios; sólo asomaba el pecho y la cabeza, apunté, disparé y el desdichado cayó sobre sus huellas. Después de todo me dio gusto porque era una especie que hacía falta en mi colección y tam­bién porque tendríamos cena.

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El autor frente a las cerradísimas selvas altas de Kenya, hábitat natural del bongo. Resolví esperar en el mismo lugar unas horas más. El cielo estaba encapotado, cubierto de negras nubes y a poco empezó un fuerte viento que me hizo recordar las noches que pasé en las selvas indostanas a la es­pera del astuto tigre de Bengala.

invade una sensación inquietante, parece que flota en el ambiente algo parecido a lo que dice. en su libro el poeta Kipling: ¡¡Es el miedo que cruza por la selva!! Se llegó la tarde y regresamos al campamento. Esta cacería fue una dura prueba para mi vieja humanidad. Desde que llegué al campamento pes­qué un catarro que, con el rocío de todos los días, el frío a esa altura, el diario agotamiento, la fatiga, el sudor y los sentones al resbalar, no me abandonó, aumentando mis sufrimientos. Sin em­bargo, tuve mi recompensa espiritual, pues todos los días gocé admirando los encantos y maravillas de esa selva tan primitiva que el pensamiento re­trocede al origen del mundo, al paraíso que tan genialmente describe Milton en su obra El paraíso perdido, y yo estaba ahí impregnado de una natu­raleza tan virgen que la sentía en las venas, infla­ mando mi espíritu. Hoy en día la selva es un refugio para los humanos. Agosto 17: Convencido de que ya no tenía ob­ jeto seguir dije a Walter que era tiempo de levan­tar el campamento, y éste, mortificado por el fra­caso, me contestó: —Tengo una idea, Beni. —Qué bueno, a ver, dí. —Mira, siguiendo las huellas no conseguiremos nada; se me ocurre poner en las veredas de los ani­males una trampas de alambre como lo hacen los furtivos, tal

El alma viva de los bambúes Con el viento comenzaron a dejarse oír los sil­ bidos y extraños ruidos que producen los bambúes al chocar contra otros; parecía como si celebraran una fantasmagórica orgía en su singular lenguaje selvático. Un supersticioso individuo de siglos o milenios pasados hubiera creído que eran voces de ultra­tumba, lamentos de espíritus de almas atormenta-das, rechinar de puertas del infierno, gritos, sollo­zos, aplausos y qué sé yo. En bosques como éste los bambúes están tan apretujados y larguiruchos que, como antes dije, al mecerlos el viento se fro­tan y restregan unos contra otros produciendo esos fantásticos ruidos. El bambú gime como un niño, llora, rechina como una puerta de grandes goznes oxidados y mohosos, aplaude como una multitud entusiasmada, grita y canta. Oír todo esto a la luz del día despierta curiosidad, pero oírlo en la oscura noche, y solo en la selva, es algo que impresiona, preocupa y atemoriza, sobre todo si a la vez se deja oír el rugir del tigre; entonces sentimos que a nuestro ser le

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AFRICA - 1964 vez tengamos mejor suerte. —Pero, Walter, eso es inadmisible, yo he veni­do a cazar, no a trampear y, además, ahorcar con alambre es echar a perder la piel de tan hermoso antílope. —Es que son tan listos estos animales que si usamos soga de mecate ventearían el humor de­jado por el hombre en ella y no entrarían. No acepté. Sentí en el alma el haber fallado por segunda vez en la caza del bongo, pero, bueno, ya lo he dicho antes: a los cazadores siempre hay alguna especie que se nos niega o, al menos, nos cuesta mucho tiempo y trabajo tenerla bajo la mira de nuestro rifle. Así es este deporte en el que también la suerte interviene. Años más tarde comprobaría la verdad de tal aseveración en mi tercer intento a la caza del bongo en la hoy República Popular de Zaire (ex Congo Belga). La misma noche del día 17 dormimos en Keri­cho, al día siguiente en Nairobi y el día 19 acam­pábamos a las orillas del río Athi.

incontenible caza furtiva de los nativos, entonces la extinción será un hecho en poco tiempo. Los días 20, 21, 22 Y 23 de agosto los trabaja­mos muy duro, hasta 14 horas al día, en jeep y a pie, pero sólo vimos dos machos chicos. Otro día vi la migración de una gran manada de 150 elefan­tes que seguramente se dirigía al río en busca de agua. Ver una manada de estos gigantes siempre será un espectáculo fascinante e interesante. El día 25 recibí un gran susto: seguíamos bus­cando los rinos en terreno muy montoso, con un abundante pastizal alto, grueso, seco y cortante que cubría la altura de un hombre. Probablemente re­sulté alérgico a esos pastos, porque me dio un catarro con estornudos tan frecuentes y molestos que llegaron a desesperarme. Las largas camina­tas, el calor, el abundante sudor y el catarro son cuatro morbos que a cualquier santo fastidian. Ese mal día encontramos una huella fresca que desde luego seguimos. Por delante iba un gigan­tesco huellero local negro, parecido al Lotario que siempre saca de aprietos a Mandrake en las pági­nas cómicas del periódico Excélsior, le seguía yo y luego los demás. Caminábamos despacio, pelan­do el ojo y aguzando el oído. Terreno difícil, pues en cada voluminoso matorral del tupidísimo folla­je —medía más de 2 metros de altura por 4 de diámetro— nos deteníamos con cautela: el paqui­dermo podría estar del otro lado. Inspeccionába­ mos con cuidado esos matojos a los que nuestra vista no penetraba a más de un metro y luego seguíamos adelante. Esto se repitió varias veces, pero tenía que

Campamento en el río Athi Acampamos en las márgenes del río Athi con la intención de buscar un buen rinoceronte con el ob­ jeto de mandarlo disecar entero para nuestro salón de trofeos, pensando en que, tal como andaban las cosas, el rinoceronte es una de las especies que tiende a extinguirse. Los zoólogos cuentan que no saben por qué causas casi se ha detenido to­talmente la reproducción de estos paquidermos, y si a ello le agregamos la

Posiblemente la manada de elefantes que encontramos se encaminaba en busca de agua ...

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AFRICA - 1964 llegarse la hora. . . y llegó. Escudriñábamos un matorral cuando de pronto oímos un fuerte e inconfundible resoplido de rino­ceronte seguido de un ruido en el breñal; instantá­neamente cundió el pánico: el negrote que iba de­lante de mí dio media vuelta y abriéndose paso, sin importarle su bwana, me dio un empujón tan fuerte que perdí el equilibrio y caí, pero no solté el rifle cuate y, desde esa posición, encañoné el arma en dirección de donde suponía cargaba el rino; afor­ tunadamente eso no ocurrió, pero alcancé a ver al bruto a unos 8 metros cuando salía por un lado del alto matorral. De un salto me puse en pie con intenciones de dispararle; aprecié su cuerno delantero de 15 pulgadas y lo dejé ir. El susto fue mayúsculo; hubiera matado al infeliz negro que me tumbó, aunque en tales momentos de peligro esa gente —incluyendo a Walter— y cualquiera otra ni siquiera espera el grito de sálvese el que pueda, sino que cada uno sólo piensa, por instinto, salvar el pellejo sin importarle los demás. No sé si el rino me vio, pero si se le hubiese ocurrido cargar yo a habría pasado muy mal en las condiciones en que me encontraba. Después del susto todos reíamos, menos el negrote. Al día siguiente recibí otro susto similar con otro rino, pero no tiene objeto repetir el relato. Decidimos abandonar ese malhadado campa­mento en que vi hasta cinco rinos, pero todos con cuernos chicos.

o resultado de lo que lla­mamos melanismo —pigmentos negros de las célu­las que produce la coloración de la piel y el pelo—, como es el caso de la pantera negra, o bien efectos ecológicos de adaptación y ambiente en que vi­ ven. Un leopardo de las selvas muy boscosas pre­senta un mayor colorido en el pelo de las rosetas de su piel que uno que vive en lugares semidesér­ticos o en las alturas, como el leopardo de las­nieves. Estamos en nuestro campamento relativamente cerca del pueblo de Narok. Han pasado 19 días de safari y he disparado un solo tiro, el del bushbuck que cobré en la Reserva Mau. Cuando se siente uno harto de la mala suerte de un campamento, renacen las esperanzas al mudarse a otro. Esta vez mi compañero y amigo Miguel Jasso y yo acamparíamos juntos por primera vez desde que empezó el safari. Cuando llegué al lugar ya Glen, el cazador blan­co de Miguel, había colgado 4 carnadas para el leo­pardo en unos árboles a 20 kilómetros del campamentoeste sistema

El leopardo africano (Panthera pardus) Es el más astuto, sanguinario y peligroso de todos los félidos; pero algo más he de referir sobre este interesantísimo bicho: El leopardo es uno de los más hermosos y grandes félidos, a la vez que el más ampliamente distribuido, arraigándose tenazmente en el terreno. Se le encuentra en la floresta subártica de Siberia, en los montes de bambú de China y la India, en una gran parte de Asia Menor, en Su­ matra. Ceilán, etc. y es tan adaptable en climas fríos como en los tropicales. En cambio, al tigre rayado no le gusta el calor león le disgusta la lluvia que lo pone de mal humor. Tanto el león como el tigre de Bengala van escaseando a gran prisa por el abuso de la caza. Pero el astuto y elusivo leopardo se las ha arreglado para conservarse en buen número. Sus presas varían mucho: el ciervo, el jabalí, los monos, los perros, los becerros, las chivas y hasta las gallinas, cuando escasea su presa natural. Cualquier pequeño lugar en montañas o selvas le sirve de seguro refugio. Hay diversas especies de leopardos, in­cluyendo la rara pantera negra y el leopardo de las nieves, consecuencia

El leopardo es un gran cazador y ocupa el 5o lugar entre los animales peligrosos de África.

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Un hueIlero nativo coloca en la espesura de la selva, la carnada de impala para atraer al leopardo.

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de colgar de un árbol grandes trozos de carne como cebo para leopardo es dife­rente al de la India, donde la carnada son animales vivos, las que se atan de alguna estaca a nivel de la tierra y el cazador espera a corta distancia. En mis shikars en la India ya había cobrado, en com­pañía de mi hijo Fernando, cuatro panteras, pero nunca en mis safaris africanos había visto un solo leopardo. Esta vez lo intentaría. Nuestro campamento está en terrenos de la tribu masai, en el Rift Valley. Amplias planicies con la­merías bajos, montes arbolados a distancia y no falta el agua. El día 28 salí con Walter a unos montes a 30 km del campamento, en los que, según los nativos del lugar, había un monstruo de rinoceronte que tenía el diablo adentro. Salimos de madrugada y al rayar el alba ya estábamos en el lugar. Todo el día caminamos sin ver más que una huella, muy gran­de por cierto. A buena hora regresamos al campa­mento y a las 5 de la tarde, después de un buen refrigerio, salimos en dos jeeps: en uno iban Mi­guel, Glen y un huellero, y en el otro Walter, mi huellero y yo, para esperar al leopardo que era la bestia en turno. El lugar quedaba a media hora de jeep; montes muy bonitos, tupidos, un tanto pare­cidos a los de Madhya Pradesh de la India, con abundancia de follaje, casi impenetrable, propio y típico hábitat de este felino. Con días de anticipa­ción había escogido Glen los dos lugares-que le parecieron más idóneos; ahí colgó de los árboles carnadas de sabrosos impalas; los invitados acu­dieron a la cita, de manera que considerábamos un hecho que volverían al festín. Me sentía impaciente. Dejé a Miguel en su “pues­to” y seguí adelante otros cuatro kilómetros. Mi es­condite era una ligera enramada provisional a nivel del suelo que se metía en el monte hasta lo más cerrado, al que llegamos a pie, naturalmente evitan­do hacer el menor ruido. Desde mi tollo o escondri­jo examiné el lugar: un reducido claro con algunos matorrales bajos y al fondo,

a unos 25 metros, del brazo de un árbol y a ocho metros de altura, se veía dispuesta en forma estratégica la mitad de un impala que servía de cebo. Desde mi tollo probé las miras de mi .30-06, revisé la carga de cartuchos con balas de 180 granos punta suave y esperé. Walter se sentó en el suelo espalda contra espalda. Esperar horas y horas en un incómodo tollo pondría a prueba hasta a un yogi hindú; se aco­moda uno sentado lo mejor que pueda y no mo­verá un solo músculo, ni fumará, ni hablará; .tendrá que aguantar a las hormigas que recorren su cuer­po, los piquetes de mosco o los de la mosca tse­tsé sin tratar de mover una mano, a riesgo de que lo descubra el leopardo, el cual puede estar muy erca, metido en lo más denso del follaje, y si esto ocurre no se arrimará a la carnada. Ansiosamente esperé y esperé sin pestañear, con la mirada fija en el fondo del monte como un bobo o un hipnotizado, pero el chui, como llaman en swahili al leopardo, no llegó; a las 7:15 p.m. oscu­reció y era hora de regresar al campamento. En la India está permitido cazar, linterneando, a estos bichos por la noche, pero en África no. Malhumorado pensaba que mi perra mala suer­ te continuaba, pero no me desanimé, ya cambia­ría. Tampoco a Miguel le “entró” el leopardo que esperaba. Muy temprano volvimos en busca del rinoce­ronte; sólo cambió un poquito la historia del día anterior: sólo huellas .. . huellas durante seis duras horas en el monte; por los rastros dedujimos, en la tarde, que andábamos por el encame del paqui­dermo; se veían huellas, rastros y estiércol por to­dos lados y direcciones. Caminábamos muy alertas, sabíamos que la presa debía estar cerca y, en efecto, así fue, pero no la vimos; de pronto, oímos un estruendoso ruido producido por el quebradero de palos y ramas que rompía el rinoceronte al abrir­se paso como un huracán. Debimos haber estado a no más de 50 metros cuando nos sintió. Lo se­guimos durante

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El leopardo entró cautelosamente por el lado izquierdo ... dos pesadas y larguísimas horas sin lograr verlo. Era evidente que ese tanque viviente v tenía al diablo metido en el cuerpo o era una de esas bestias que saben latín, como decimos de los animales muy astutos o baleados. Inútil seguir. El mismo día a las 5 p.m. ya estaba en mi tollo esperando al leopardo. A las 6:10 oí un tiro de Mi­guel, que en este su primer safari africano tuvo buena suerte; su leopardo le “entró” de día, con buena luz. Me sentí pesimista, no creí llegara mi bicho; sin embargo, esperé. A las siete ya empe­zaba a oscurecer, esperaría 15 minutos más, pero a las 7:10 se presentó mi deseado leopardo: yo estaba listo. Entró por el lado izquierdo y segura­mente por la poca luz lo vi medio blanquizco, pa­ recía un animal albino; las rosetas de su hermoso pelaje se perdían, por eso no estaba seguro fuera leopardo. Se aproximó con mucha cautela, viendo a todos lados, y de repente trepó con la rapidez de una ardilla por el árbol que no medía más de 25 cm de circunferencia “iies mi chui!!” —pensé—. Grande fue mi emoción, sentí una rara sensación en todo mi cuerpo, pero me controlé, no hice nin­gún movimiento rápido, calmadamente, puse la mira en la hermosa fiera a través del telescopio, pues sin él, debido a la poca luz, no hubiera podido pre­cisar mi tiro en parte vital. No debía precipitarme, sabía que no tenía

posibilidad ni tiempo para hacer un segundo disparo: el bicho debía caer muerto de un solo tiro. Esperé a que me diera un buen blanco, que empezara su cena. La oscuridad au­mentaba, no había más tiempo, el bicho veía a to­dos lados con la cabeza baja cubriéndose el pecho sin empezar a comer, pero aproveché un momento en que levantó un poco la cabeza mirando hacia mí. Oprimí el llamador y la fiera dio un tremendo salto, voló cubriendo un trecho de 12 metros y ya no la vi, la maleza lo impedía. En esos momentos, que son tan breves, me in­vadió una mezcla de intensa emoción y sensación de peligro, tal vez parecida a la que se siente cuan­do lo sorprende a uno un sismo en un décimo piso y no se sabe qué hacer, o mejor, que nada se puede hacer porque ya la oscuridad era completa, tampoco oía un solo ruido, ni un gemido o estertor de muerte; si mi tiro no había sido instantáneamen­te mortal, la fiera se emboscaría y el buscar un leopardo herido implica uno de los mayores peli­gros en la caza mayor: saltaría sobre cualquiera de nosotros. Recuérdese que un leopardo herido es más terrible que un león. No disponía de una lám­para de baterías ni cosa parecida. ¿Por qué llegó tan tarde esta pesadilla? Así las cosas, esperamos con angustia en el pecho y el Jesús en los labios sin movernos del

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AFRICA - 1964 escondrijo. Nuestro huellero y el chofer del jeep oyeron el disparo, prudentemente esperaron 10 minutos, echa­ron a andar el jeep y llegaron cerca de nosotros. ¡Qué bueno! Primero echamos las luces de los fanales hasta donde se pudo. Nada vimos. Luego, con una pobre lámpara de mano de dos baterías, empezó la agonía de buscar en la noche un leo­pardo que no sabe uno si está muerto o solamente herido. Por si esto fuese poco, no disponíamos de una escopeta con postas que es el arma indicada en tales casos. Walter con la lámpara y su rifle cuate en la ma­no izquierda y yo mi .30-06 listo a la altura de la cintura, en tales circunstancias no es práctico encarar el rifle al hombro para disparar a tres o cuatro metros. Primero, con extrema cautela y mu­cho miedo buscamos en los matojos en donde

el leopardo cayó al saltar; luego nos guiamos por donde había entrado. Diez eternos minutos de tre­menda tensión transcurrieron buscando en las proximidades y, finalmente, a unos ocho metros del árbol, vimos, entre los matojos, una parte de la piel moteada. ¡¡ Qué alivio y satisfacción tan grandes!! El bicho estaba bien muerto, sólo pudo correr esos larguísimos ocho metros. Precioso animal, un ma­cho adulto, grande y limpia la piel. Lo mandé dise­car de cuerpo entero. Mi suerte había cambiado tantito, solamente tantito, pues si ese félido tarda tres minutos más en llegar no hubiera podido pre­cisar mi tiro por falta de luz. El tiro fue perfecto, entrando de frente en el pecho del bicho . También Miguel había liquidado de un tiro a su leopardo. Dos magníficos ejemplares con bonito pelaje ha­bían

Por fin conseguí cobrar mi primer leopardo africano, fue un hermoso ejemplar que contemplo a la luz de la lámpara de mano.

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AFRICA - 1964 agua. Hablemos un poco de este félido cuya regia fi­gura ha sido, a través de los tiempos, símbolo de poder — es el emblema nacional de Etiopía—, go­bierno, fuerza, dignidad y real nobleza. En todas las ciudades del mundo encontramos su imagen esculpida en bronce o en mármoles que decoran, significativamente, tumbas de héroes, par­ques, escudos de armas, etc., consecuencia de la simpatía y del afecto que sus cualidades despiertan en los sentimientos del ser humano.

El león africano de Loita (Panthera leo) El león al que llamamos africano, fue contem­ poráneo del ya extinto tigre sable o macairodo que habitó en Europa hace más de 60 mil años; luego, lo mismo que otras especies de la fauna, obligados por la última glaciación qué cubrió de nieve todo el continente europeo y parte de otros, emigró al Asia y África en busca de clima más benigno y abundante presa. Actualmente, de hecho, el león es africano, fuera de África sólo en el Parque Nacio­nal de Gir Forest, India, existe una reducida reser­va en estado libre y salvaje. En la India está totalmente prohibido cazarlo. Pero en épocas remotas el león vivía en otras parte del orbe: hace 3 700 años el código babilo­nio, en la parte que se refiere a la pérdida de un animal doméstico reza: “Si una visitación de Dios ha ocurrido en un redil, o un león ha causado una muerte, el pastor debe probar su inocencia en pre­sencia de Dios”. También dice la Biblia: “Cuando David, hijo de Isaí, de niño era pastor, había adquirido destreza en el manejo de la honda que usaba para ahuyentar a los leones y osos”. Todas las realezas de Asia y Europa —hace un siglo se cazaban leones en Asia— cultivaron el de­porte de cazar leones demostrando su habilidad,. destreza y valor, pues, a diferencia de las ventajas de los rifles modernos, en aquellos tiempos usa­ban la lanza, el arco y la flecha. Amenofis lll, faraón de Egipto, por los años 1400 a. de C., en diez años mató 102 leones con el arco. Usurbanipal lll, rey de Asiria, 668-626 a. de C., era también un gran aficionado a la caza de león con el arco. En fin, para qué citar más nombres si en la historia abundan estos hechos deportivos, de­mostrando con ello que el hombre ha sido un ca­zador atávico, nato, desde siempre y en todo lugar que habita.

Uno de los escasos leones asiáticos que quedan vivos, descansa en el parque nacional de Gir Forest, India. caído en el término de dos horas. Así es la caza . Por la noche hubo abundancia de jaiboles y amena plática al calor de la imprescindible fogata.

Campamento en las planicies de Loita Febrero 19: Esta región, que casi colinda con las planicies de Serengeti, es una Reserva Masai en la que seguimos acampando juntos Miguel y yo. El terreno es el típico hábitat del león: planicies salpicadas de matojos, manchones rocosos en la­merías bajos y breñosos, arroyos, arboledas y bas­tante fauna. Es su señorío feudal en el cual no falta la carne ni el

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Hermosa cabeza de le贸n tallada en alabastro que adornaba una de las puertas del Templo de Ninurta de Kalchu, Asiria (883-859 a. C.)

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Diego Velázquez representó en este cuadro pintado en el siglo XVII una cacería del rey Felipe IV de España, donde en un cercado improvisado y acompañado de personajes de la corte, el rey va a combatir con un jabalí que traerán los batidores.

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AFRICA - 1964 En los imperios y monarquías, tanto de Asia como de Europa, la caza fue considerada como un ejercicio privado, un privilegio de las familias reales.

de Rute, Ara­cena y Vizcaya, 100 tocinos, 400 arrobas de aceite [una arroba tiene once kilos y medio], 1,000 de agua del caño dorado de Sanlúcar, 300 arrobas de uvas, orejones, dátiles y otras frutas: 600 arro­bas de salmón, atún de ijada y pescado; gran can­tidad de arencones, 50 arrobas de manteca de Flandes, 500 palmas de manteca fresca de vaca y 800 libras de la de puerco; gran cantidad de leche de vaca, 300 quesos de Flandes, 400 melones, 1,000 barriles y botijas de aceitunas, 100 arrobas de azú­ car más otras 100 de pilones, 50 arrobas de miel, 200 arrobas de cajas de conservas cubiertas y al­mibares, 8,000 naranjas, 3,000 limones, especias de todo género, 4,000 bujias, 4,000 velones, 800 ha­chas [velas gruesas de cera con 4 pabilos], 100 hachotes, 100 morteretes, todo de cera blanca, 11,000 velas de cebo, árboles grandes de navío y 60 berlingas para los fuegos [fuegos pirotécnicos], 10 carretadas de sal. Para la caballeriza de S.M. se enviaron 250 carretadas de paja, 1,500 sacos de tri­go. Para la cocina se cortaron 4,000 cargas de leña y se llevaron 40,000 kilos de carbón. De la Villa de Huelva se enviaron 500 barriles de escabeches, len­guados y besugos, 1,000 barriles de pescados «re­galados», 1,400 pastelones de lampreas. Cada día entraban 20 cargas de pescados frescos. Traianse cada día 46 mulas cargadas con nieve de Randa, 8,000 cabritos, 6,000 perdices y conejos, 16,000 ga­llinas y 7,000 pollos, 100,000 huevos. A dos leguas se pusieron 6,000 cabras paridas para obtener su leche para natas todos los días. Doce cargas de palmitos de Meca que mucho gustaban a S.M. “En la primera cena concurrieron 12,000 comen­sales sumados los de S.M. y los del Duque. Para todos hubo abundancia. “El aposento de S.M. y los de todos los nobles invitados fueron regiamente atendidos: sobremesas de Damasco con flores de oro, otros de guadame­cil, otros de tabi con pasamanos de oro, otros más de raya de cochinilla con flecos de oro. Todo ello para 94 aposentos y tiendas. En el de S.M. había una caja (baúl) grande de plata grabadas las Armas Reales, forrada por dentro con cuero de ámbar con funda de lo mismo, cairelada y con alamares (presillas) de seda verde y plata y dentro i cien pares de guantes! faltriqueras (bolsillos) y otros meneste­res; había dos cajas más similares llenas de pasti­llas, pebetes, etc. Todo esto con un valor de 6,000 ducados [antigua moneda que actualmente equival­dría a 330 pesos mexicanos un ducado]. “De la misma forma fueron ajuareados y aten­didos el aposento del Infante, del Conde de Oliva­res y todos los nobles invitados que seria prolijo nombrar. “Empezó la cacería que duró 12 días. En el or­den

Fastuosidad de una cacería en el siglo XVII Nuestros remotísimos ancestros matarían a ga­rrotazos los chivos para su diario alimento; pero veamos lo que por placer y ostentación hacía la realeza europea por pura diversión en su afición cinegética durante los siglos XIII a XIX, llegando a su culminación y fastuosidad en la época de Felipe IV, en que la caza era privilegio exclusivo de la realeza. Al campesino, a la clase media, al plebeyo, al cazador furtivo les estaba vedada so pena de in­currir en duros castigos. Mucho antes, casi todos los monarcas de la Casa de Austria y de la Casa Barbón fueron caza­dores, desde Felipe V, rey de Francia y de Navarra, hasta Alfonso XIII. Para dar al lector una ligera idea de la fastuo­sidad, esplendor y derroche sin igual al que se ha­bía llegado en esas cacerías de la nobleza, trans­cribiré, abreviadas, unas páginas de la Historia de la montería en España, bellísimo y raro libro del siglo XVII, lujosamente impreso en papel de hilo con grabados y códices que son todo un arte del buril y el manuscrito. “Expedición de caza del Rey Felipe IV en 1624. “Coto de Doña Ana, en Andalucia, propiedad del Duque de Medinasidonia, Montero Mayor de S.M. [alto cargo de la realeza desempeñado por nobles caballeros; montería significa caza mayor] situado en los más bellos parajes de la margen de­recha del Guadalquivir. “El Duque mandó construir en el bosque una ciudad capaz para hospedaje de S.M. y su corte: 30 aposentos de ricas tapicerías, caballeriza de 200 plazas para los caballos de S.M., cocheras para todos los carruajes, 100 toneladas de cebada, pa­jar, dos cocinas de 40 metros de largo cada una, un gran horno para el pan. Eso fue nada más en lo que se refiere a S.M.; además, se construyó para los «señores» que acompañarían al Duque y gente de servicios: 6 casas, caballeriza de 150 pesebres, cocheras, pajar, granero, cocinas y horno, 27 tien­das, 22 barracas para la gente que seguía a S.M., criados y vasallos del Duque con capacidad de 800 personas. “Para estas obras se llevaron: 8,000 tablas, 1,500 pinos, 100 velas de navio, 60,000 clavos y muchos materiales y pertrechos; loza fina de China, tapice­ria, 700 fanegas de harina de primera, 100 más para los perros de S.M. y los del Duque, 80 botas de vino añejo, gran cantidad de vino de Lucerna y bastar­do, 10 botas de vinagre, 200 jamones

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AFRICA - 1964 adecuado de la época iban distribuidos los criados y vasallos del Duque adiestrados para la montería: Monteros [cazadores, guías profesionales al servicio del Duque) de a pie y de a caballo, trompetas, «tiradores de vuelo», lacayos, cocheros, «ca­ballerizos mayores», ayudas de cámara, pajes, etc.; servidores que en conjunto sumaban 500.” Todos vestían lujosos atuendos que, para dar una ligera idea al lector, bastará describir un poco a los monteros: “todos con libreas de paño de Se­gavia, calzón verde, capotillo y ropilla, forrado con tafetán anaranjado, bonetes y guarnición, cada uno con los instrumentos de su ministerio y todos a ca­ballo; guarnecidos los aderezos en seda verde so­bre ante, espadas y espuelas doradas, botas negras con cañones de grana guarnecidas de plata y len­ tejuelas, bolsas de guarnición de ante, botones y toquillas de plata, gran cantidad de lanzas, municiones, pólvora, y mil detalles más. ‘“ Al Duque de Medinasidonia no le pareció suficientee el espléndido agasajo ofrecido y para demostrar su lealtad al Soberano quiso «cerrar con broche de oro» obsequiando al regio huésped y a los personajes de su séquito con caballos de pura raza de los que se criaban en las dehesas de Cór­doba, ciudad que Don Quijote llamaba «madre de los mejores caballos del mundo». “Los adornó, además, tal como consta en la lis­ta siguiente: “A S.M. el mansillo andador con aderezo de ti­gre bordado de oro. “Al señor Infante, caballo castaño con aderezo de tigre bordado de oro. “Al señor Conde de Olivares, otro del mismo aderezo que el de S.M. “A Castelrodrigo, el salvaje, aderezo bordado a colores. “Al Almirante, el alazán grande, aderezo de mon­te bordado. “A Don Luis de Haro, otro del mismo aderezo. “Al Marqués de Orani, el rusio del mismo aderezo. “Al de Puebla, un castaño. “A Don Jaime de Cárdenas, otro igual. “Al de Palma, un mansillo. “A los ballesteros dos caballos.” Todo este derroche de lujo y fastuosidad pare­ce exagerado y hasta increíble en nuestros días, pero es una verdad histórica; recuérdese que en aquél tiempo no existían para los ricos aristócra­tas, nobles y monarcas, la diversidad de atraccio­nes de que disfrutamos en el mundo actual. Olvidaba mencionar que, además, hubo dos com­

pañías de comediantes en las que figuraban algu­nas damas jóvenes, que pasaron a la posteridad retratadas en el Convento de las Descalzas Reales. La caza era para ellos su deporte favorito por excelencia, que, además de ser viril, los preparaba físicamente para la guerra, usaban en su tiempo. El Duque de Medinasidonia, anfitrión de la cacería que he referido, era el Mon­tero Mayor del Rey, alto cargo de la realeza desem­peñado por nobles caballeros. Al leer estos verídicos datos del derroche de lujo en que esas que más que cacerías eran orgías de la realeza, tal vez nos parezcan exageradas las cifras, pero téngase en cuenta la más que holgada posición de que disfrutaba la aristocracia y noble­za de antes y después del siglo XV en que Castilla y Aragón, juntas, contaban con una población de nueve millones de habitantes, de los cuales el 0.8 por ciento estaba constituido por la nobleza y un 0.85 por la aristocracia urbana, dando este total un 1.65 por ciento respecto al resto de la población. Bien, pues esa pequeña porción de individuos era propietaria del 97 por ciento del suelo de la penín­sula, en una época en que la tierra era el princi­pal medio de subsistencia y producción. Los nobles contaban con rentas fantásticas, había algunos como. el Marqués de Villena que tenía ingresos anuales de 100 mil ducados de oro; en términos modernos esa suma significa unos 33 millones de pesos me­xicanos. Considere el lector que en México por el año de 1910 el litro de maíz valía 3 y medio centavos y hace poco más de un siglo, según datos del Barón de Humboldt, en su Ensayo político sobre la Nueva España, el hectolitro valía 75 centavos (menos de un centavo el litro). El Duque de Medinasidonia era asimismo uno de los grandes potentados de ese tiempo y, natu­ralmente, podía permitirse el lujo de agasajar a S.M. con orgías cinegéticas en las que se gastaba una fortuna, en las cuales abundaban las mejores viandas, exquisitos vinos añejos y costosos regalos para los miles de invitados. No cabe duda de que en todos los tiempos y en todos los países del mundo siempre han habido lambiscones. De manera, pues, que en tiempos ya lejanos los leones eran comunes en la Tierra Santa y en toda Asia Menor; pero tal parece que al emigrar de Si­beria hacia el Oriente el tigre eliminó al león. Por el año de 1903 el famoso cazador A. B. Per­cival recibió el encargo del H. H. Maharajá de Gwa­liar, India, de capturar leones africanos y enviár­selos con el fin de intentar la reproducción de estas fieras que en otro tiempo abundaban en las selvas de Scinde, India. Percival cumplió con la orden pero el intento falló. El tigre siberiano o bengalés, vestido con un vis­toso

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AFRICA - 1964 pelaje alazán tostado, dorado con listas casi negras, y el leopardo, así como el jaguar con sus lomos de oro, preciosamente embellecidos con abundantes lunares como rosas sobre terciopelo, son felinos de piel muy hermosa, pero de todos los gatos sólo el león africano posee en la testa esa abundante melena que es su Corona Real. Esa melena lo ha convertido en un codiciado trofeo de caza; es víctima de su cabellera y sin ella apenas tendría su figura un ligero mayor atractivo que el león americano (puma). Sin serlo se le da la categoría de rey de la selva; por eso todo ca­zador que va al África quiere ver tendido a sus pies al simba, siendo que hay otras especies que para abatirlas requieren del cazador mayor habilidad, más esfuerzo y gran dosis de vigor, fibra y resis­tencia. Pero los leones se están acabando. Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial se ha multipli­cado el número de cazadores y el pobre rey de la selva ya no encuentra dónde esconderse, donde no lo encuentre ni lo siga su enemigo número uno: el hombre. Cuando el león nace apenas mide 30 centíme­tros y su peso no llega al medio kilo. Nace con los ojos cerrados y no es sino hasta la edad de dos años que la madre lo abandona para que se valga por sí solo. Cuando son muy pequeños, la madre sólo los abandona para ir a beber agua o en busca de alimento de caza. Durante esos lapsos, numero­sos peligros amenazan a los bebés: las serpientes, las hormigas carniceras que pueden devorarlos vivos, las hienas y los pequeños animales carní­voros. A los tres meses ya salen siguiendo a la madre por todas partes: ella les procura carne fresca ca­zando pequeños mamíferos, aves, monos jóvenes, etc. Antes de cumplir el año empieza el aprendiza­je de la caza hasta cumplir los dos años en que estos príncipes dirán adiós a sus padres y darán los primeros pasos para convertirse en futuros mo­ narcas.

Para el león una buena melena representa poderío y majestad, pero contribuye al mismo tiempo a su perdición por ser codiciada por los cazadores. Hasta que no tienen dos años cumplidos, mamá leona cuida de sus cachorros con gran afecto y dedicación.

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Estirándose y disimulando su presencia, la leona mayor se coloca en el lugar adecuado para cargar sobre la pieza escogida .

El león al acecho

compañeras, continúa sola, pegada al suelo, metro tras metro, dando un rodeo al sitio donde está el grupo de cebras. Cuando llega a cierta distancia, sin ninguna señal previa los otros felinos se ponen en marcha en línea recta hacia las cebras; no les importa la dirección del viento que llevan en la cola ni el ser descubiertas. Las cebras, advertidas por alguna de ellas, inician un movimiento y enseguida un galope tendido. En ese momento los felinos aumentan su velocidad. Las cebras huyen. El plan del acecho ha sido tan bien calculado como el de los astronautas para ir a la Luna: la huida se realiza precisamente en dirección de la leo­na mayor. ¡De pronto las cebras se dan cuenta del truco! Pero ya es tarde: se dividen en dos gru­pos y una parte salvará a la otra. Los felinos ata­cantes se dirigen a uno de los grupos. En el mo­mento en que las cebras pasan cerca de un matorral, salta la leona como un relámpago, cortan­do oblicuamente la ruta de la cebra que encabeza al grupo. La cebra intenta un saque, pero en ese instante en su lomo se clavan como puñales las aceradas uñas de una de las zarpas de la leona y las de la otra se clavan en la cabeza y los cuatro colmillos se hincan en el cuello. Con un movimien­to tremendo y rápido la fiera obliga a que la des­dichada cebra baje la cabeza y, desequilibrada, caiga sobre su propio morro,

Vamos a figurarnos una familia compuesta de papá león, de mamá, de cachorros de dos años y e tres leonas. Todos tienen hambre y se dirigen a una planicie. El gran macho se detiene un mom­ento junto a una acacia a pasar revista a la famil­ia y luego sigue al grupo. Avanzan lentamente: los jóvenes príncipes comprenden, por instinto, que la cosa va en serio; el jefe león se detiene y se sienta, los demás siguen caminando sin prisa —el león muy holgazán, nunca tiene prisa—, en fila india, hasta llegar a un montículo que domina una llanura o una hondonada. Minutos hace que el rey está inmóvil con sus dorados ojos fijos en un punto de la llanura: ha visto una manada de cebras. Las leones se dan cuenta de que, como de costumbre, es hora de empezar a trabajar. La cebra es un animal grande, fuerte, veloz y muy resistente en su larga carrera y los leones lo saben. Sin hacer la menor señal, el grupo se divide silen­ ciosamente. Todo el grupo sabe lo que cada uno debe hacer. Una hembra se queda con los cachorro­s mientras las otras y el león empiezan a arras­trarse, medio ocultos, en el pasto y la yerba, utilizando cada desigualdad del terreno para permanecer invisibles y seguir adelante. La leona mayor se separa de sus

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AFRICA - 1964 rompiéndose las vértebras del cuello por su propio peso y por el de su enemiga. La muerte es instantánea, el drama sólo ha durado un minuto. Obsérvese que la leona dio un rodeo, de tal suerte que no fue vista ni ven­teada por las cebras; una vez en su sitio, los otros felinos marcharon directo llevando deliberadamen­te el viento en la cola, a sabiendas de que pronto las ventearían las cebras echando a correr en di­rección de la leona que esperaba. ¡Un acecho per­fecto! Esta es solamente una de las varias técnicas de los leones para cazar, en otra parte de este libro relato cómo tres leonas atacaron a un búfalo, acto que presencié en mi safari de 1965 en Bechuana­land (hoy Botswana).

tierna piel del vientre de la cebra, sin perforar los intestinos, con una precisión digna del bisturí de un cirujano, extrae las entrañas y el estómago y los lanza a unos metros de distancia, cubriéndolos con un poco de tierra. El león, como todos los gatos, es muy limpio. Naturalmente que el jefe es el primero en dar comienzo al almuerzo, toma las mejores partes empezando con el corazón, el híga­do y los riñones. Las hienas, los chacales y los buitres —barren­deros de la selva— limpiarán la carroña. El león no es un carnívoro sanguinario, sólo mata un animal cada tercer día, lo necesario para él y su familia. El Loila es zona que habita la tribu masai. Cer­ca de nuestro campamento corre un arroyuelo rodeado de árboles y follaje. Lo primero que hicimos fue buscar huellas de simba, encontrando dos en diferentes rumbos. Vimos cebras, kongonis, impa­las, topis, thomis, elands y jirafas; lugar ideal para leones. Desde luego me ocupé de cazar dos cebras que servirían de carnada, luego, siguiendo la técnica usual, las preparamos y colgamos de unos ár­ boles escogidos en lugares que nos parecieron los más indicados. El día 3 la concurrieron los leones y nos fuimos en

El festín Casi sin aliento la leona se tiende a lo largo de su víctima y lame un poco de la sangre que brota de las heridas que abrieron sus zarpas, luego lle­ga al trote el resto de la familia, encabezada por el jefe —que, en estos casos, a semejanza de un gran mariscal en combate, se conserva a la expec­tativa, observándolo todo—, luego se echa, rasga la

La leona ha caído sobre una cebra provocándole la rotura de las vértebras del cuello.

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Entre toda la familia que preside el gran señor, pronto dan buena cuenta de la pieza cazada. busca de impalas. Había visto algunas buenas manadas y cobré uno de estos gráciles antílopes con buenos cuernos que midieron 29 pulgadas; des­pués tumbé sin dificultad una cebra de bonita piel. ¡Vaya!. , después de tantos días en blanco ahora le estaba dando gusto al dedo. Al otro día Walter yo nos fuimos a uno de los tollas que habíamos reparado a 50 metros de la carnada para el león. Esperábamos pacientemente sentados sobre el pasto, yo veía hacia la carnada y Walter en dirección puesta, cuando del cercano arroyo, rodeado de tupido follaje, fueron saliendo una a una cuatro jóv­enes y hermosas leonas. Inmediatamente preparé el rifle .375. Pensé que seguramente no tardaría en salir un varón adulto de negra melena. En sa­faris anteriores había cobrado ya tres félidos, pero había tenido la suerte de un melena negra. En lugar del varón se presentó un cachorro de cuatro años. iBah!, . “ me concreté a recrear la pupila. Hora y media me divertí viéndolos: bonito es­pectáculo, comían de la cebra, jugaban y cuida­ban de que los buitres o las hienas que ya estaban presentes se acercaran a su mesa. Un buitre se atrevió y una leona se lanzó como rayo

y de un buen zarpazo lo arrojó a diez metros. El buitre mu­ rió, Repentinamente, sin motivo aparente, a las 8 a.m. se fueron hacia el arroyo, perdiéndose en la maleza. Al día siguiente ya no volvieron al lugar. Febrero 6: Anotación en mi Diario. Mi compañe­ro Miguel tuvo mala suerte con los leones, no vio uno solo y el término de su safari venció ayer, pero tuvo buena suerte con otras especies como el ele­fante, rino y leopardo. Yo insistiré cinco días más. Hoy pusimos más carnadas: una cebra y un wilde­beast que abatí. En la llanura por donde solía ir Miguel vi una leona llevando en el hocico a su ca­ chorrito, seguramente cambiaba de cubil. Nos acer­camos en el jeep, pero sólo un poco, no quisimos inquietarla; siguió su camino hasta perderse de vis­ta. Más tarde nos topamos sorpresivamente con un cheetah (guepardo); paramos el jeep a no más de 40 metros y el gato se echó en el pastizal de no más de20 centímetros de alto tratando de ocultar­se; momentos después se tendió de costado que­dándose completamente quieto. -Son argucias de la fauna para evadir el peligro-. i Pobrecito! Al arrancar el motor partió a la carrera. De esta especie de felino está

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AFRICA - 1964 totalmente vedada la caza en toda África.

Emoción y susto mayúsculo con una leona Me impacientaba viendo pasar los días sin en­contrar el león que buscaba, pero el día 7, a las 5:15 a.m., nos fuimos a una de las carnadas, nos sentamos tras una insignificante cerca de ramas que improvisamos a guisa de escondrijo, a 30 me­tros de la carnada, y aguardé con la esperanza de que entrara un melena negra. A las 6:30 entró una leona por mi lado derecho; la carnada era un wildebeast colgado de un árbol pegado al arroyo que ya he mencionado. Se arrimó la leona, echó un vistazo a la carnada, e inmediatamente volteó, fijando la mirada hacia el tollo. Yo estaba sentado en el pasto cargando el cuerpo sobre mi nalga iz­quierda con el rifle listo asomando el cañón por un clarito de la enramada; Walter, también sentado, apoyaba la espalda sobre la mía, de manera que no podía ver la línea entre nosotros y la carnada. No sé si la leona extrañó la débil enramada en la llanura, el caso es que, sin titubear un instante, empezó a caminar hacia nosotros con un trotecito que no llegó a carrera. Seguramente sospechaba algo y quiso saber lo que era. La situación era por demás comprometida porque no se me permite cazar leonas. “iAve María ... ! —pensé— ¿qué hago ahora con esta dama? Correr es inútil.” La tensión era tremenda, en fracciones de segundo la distan­cia se acortaba, ., algo iba a pasar, tenía mi rifle listo; pero por no hacer movimiento alguno no tenía encañonada a la leona. Cuando la infeliz gata se acercó a cuatro metros quité silenciosamente el seguro del rifle. “Si da un paso más la mato ... -pensé-, vale más mi pellejo que el de esa gata.” Mas no sé cómo se me ocurrió en esos momentos de alta tensión dar un grito, un grito tan terrífico y sonoro que ya lo quisiera Tarzán; fue un ¡Aaarrh ... !, largo, gutural, nervioso, que salió de mi garganta seca, debió haber sido un grito pavo­roso, de espanto, porque la leona, sorprendida, se llevó tal susto que dio un salto a su izquierda vol­viendo grupas a todo correr y no paró ni volteó hasta meterse en la maleza de donde había salido. ¡Bendito sea Dios que así fue! Sería curioso saber lo que esa leona fue a contarle a sus parientes. Pasado el susto medí la distancia valiéndome de las huellas que dejó la leona: ¡cuatro metros de nosotros! El grito que se me ocurrió lo di porque segu­ramente me acordé de la carga que inició una leo­na en mi segundo safari africano, que ya he referido en otras páginas, pero repetiré unos ren­glones: Estaba la leona con su rey y tres cachorros de unos tres años; de un tiro abatí al león y la

Procuramos no molestar a la leona que llevaba en la boca a su cachorrito ...

leo­na se nos echó encima; entonces mi guía lanzó un estentóreo grito y la leona se detuvo un instante mientras yo colocaba deliberadamente un tiro a un metro delante de ella; la detonación y el polvo que levantó la bala la hicieron dar media vuelta. Es en estas situaciones comprometidas donde cuenta la experiencia de un cazador para resolverlas sin pe­ligro de su vida ni meterse en problemas infringien­do los reglamentos de caza. En el caso de la leona de Loita, afortunadamen­te el grito volvió a dar resultado, pues si he tenido que disparar, tal vez, dadas las circunstancias, mi tiro diera o no en el blanco, deteniendo o no a la fiera. Eso no lo sé. Creo que desde entonces grito por las noches cuando sufro una pesadilla. De buena nos hemos salvado —dijo Walter—, sólo me di cuenta del peligro cuando quitaste el seguro del rifle, pero no sabía que estuviera tan cerca. ¡Qué momentos tan excitantes y sabrosos nos

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AFRICA - 1964 brinda la caza cuando el peligro ha pasado! Pri­mero fueron los rinocerontes, después el leopardo y luego esa leona correlona, pero aún faltaba el postre, todavía me estaba reservado otro de esos tragos: el octavo día en ese campamento cacé una gacela de Grant, una cebra y vi una manada de once perros salvajes. Sólo me quedaban dos días de safari. La mañana del penúltimo día cacé mi cuarta cebra y un par de dik-diks; por la tarde volvimos a los terrenos donde había visto el cheetah días an­tes y otra vez vimos a dos de esos veloces gatos y, ya sin esperanzas de ver mi león, seguimos en el jeep sin rumbo, cuando de pronto vi entre los matorrales la cabeza de una leona, luego otra; se alejaron las dos, pero se nos ocurrió poner cerca del lugar una carnada. Ya era tarde, pronto se ocul­taría el sol. Inmediatamente nos desviamos un poco en busca de algún antílope para carnada. No tar­ damos en ver un wildebeast solitario que de un tiro abatió Walter; lo abrimos en canal, lo arrastra­mos un buen trecho con el jeep para dejar rastro a los leones y luego lo colgamos de un árbol en lugar apropiado. De prisa, entre los matorrales le­vantamos con ramas un escondrijo a 35 metros de la carnada y estudiamos la línea por donde debía­mos llegar muy temprano a la mañana siguiente. Con pedazos de papel sanitario prendido en los arbustos fuimos marcando el camino, Esto es muy importante en la caza cuando muy de madrugada hay que llegar al escondrijo sin pérdida de tiempo, de otro modo es frecuente perder el camino más corto y llegar tarde al lugar. Antes del amanecer abordamos el jeep y 20 mi­ nutos después nos apeamos a unos dos kilómetros de la carnada para seguir a pie, haciendo el menor ruido posible. El pasto mojado por el rocío amorti­guaba nuestros pasos. Caminábamos por un ligero declive en línea recta hacia el escondrijo, valiéndo­nos de las marcas de papel que dejamos; más abajo quedaba la carnada, el campo era abierto, excepto un arroyo que quedaba a la derecha, rodeado de ve­getación muy tupida. Ya estábamos a 30 metros del escondrijo y a 65 de la carnada, que, por cierto, no veíamos. Eh ese momento oí un portentoso ru­gido que me estremeció, luego otro, quité el seguro de mi rifle y nos detuvimos.

Cacé un par de dik-diks, esos diminutos antílopes del tamaño de una liebre y nuevamente localicé a los dos cheetahs ...

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AFRICA - 1964 Siguieron roncos gru­ñidos y otro fuerte rugido. No veíamos ninguna fiera, pero supuse nos habíamos encontrado con un grupo familiar de simbas, cuyos rugidos a 65 metros en la selva se oyen como truenos de tempestad. Temerosos de una carga empezamos a dar unos pasos hacia atrás, pero sin quitar la vista del lugar de donde procedían los rugidos, sin dar la espalda y con los rifles listos, rogando a Dios no vernos en un trágico aprieto. —No están en la carnada, sino pegados al es­condrijo —dijo Walter. Hasta entonces ni él ni yo habíamos chistado una palabra—. No te muevas. Nos detuvimos, fija la mirada, tensos todos los músculos, temor, y la boca seca, esperando lo que pudiera ocurrir. Cesaron los rugidos que en otras circunstancias hubiera gozado por lo mucho que me gustan. El rugir del león es el sonido más grato al cazador y se torna sinfonía cuando ruge todo un grupo. El viento era desfavorable, nos daba en la nuca y posiblemente nos ventearon. Por el lado derecho del escondrijo se asomó una leona que a paso lento, tranquila, sin voltear, sin temor, satisfecha del banquete que le habíamos preparado, se dirigió hacia el arroyo; la siguió otra leona que tampoco volteó a vernos —recuérdese qué estábamos a unos 30 metros—¡Y después si­guió el simba ... ! Al fin, después de nueve días de sustos y ver sólo hembras se presentó el señor de la jungla. —¡Es un macho ... ! —dije a Walter rebosando de alegría. Olvidé el miedo y no pensé en lo que pudiera ocurrir. Encaré mi rifle, fijé la mira en los hombros del simba, el cual, atravesado, caminaba a paso lento siguiendo a las leonas, y oprimí el gatillo. El tiro fue un poco alto, dio en la espina paralizando al instante los cuartos traseros de la bestia; un segundo balazo al corazón terminó la vida de la noble fiera ... En ese preciso momen­to otra leona salió del escondrijo y tras ella ... ¡Oh, Dios mío ... ! ... se presentó en escena un precioso cromo digno del pincel de Delacroix, nada menos que un melena negra, mi sueño en cada safari! Te­nía una larga, hermosa, rizada y abundante melena negra que se extendía hasta medio lomo y corría por el ancho pecho casi hasta la barriga. Mi licencia sólo autorizaba un león, pero enca­ré mi rifle apuntando a este segundo simba. —¡No puedes, Beni! —me gritó Walter desviando con la mano la dirección del rifle sobre el simba—, ¡ya tumbaste el tuyo! —¡Déjame tirarle, te doy mil dólares! —No es posible —replicó—, perdería mi licencia de

Un magnífico “melena negra”; sueño de todos los cazadores.

cazador profesional. —Pues enterramos el primero y me llevo el se­gundo. —No hombre, los masaís denunciarían esto, lo siento Beni, no puedes. El simba nos dio tiempo para esa discusión que sólo duró unos segundos. El león de tan bella es­tampa se alejó a paso lento, aunque a la última leona, tal vez la favorita del cortejo, le vi intencio­nes de atacar; entonces disparé sin intenciones de matarla y se fue a reunir con los demás. Tranquilamente, sin correr y tal vez creyendo que sólo dormía el simba que abatí, se perdió el grupo internándose en la maleza que rodeaba el arroyo. El simba que había caído era adulto y grande, pero no llegaba a la categoría del otro. Walter tomó una foto en la que se advierte mi disgusto al per­der una oportunidad que tal vez nunca volvería a

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No obstante que el león abatido en Loita fue un buen ejemplar,en mi rostro se nota el disgusto por haber tenído que dejar ir a un espléndido “melena negra”.

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AFRICA - 1964 RESULTADOS

presentarse. Por eso digo que mi suerte de ese día fue sólo a medias. ¿Por qué no salió primero ese melena negra? ¿Fue mala suerte o debimos dar un rodeo para ver al grupo por el lado opuesto? Pero, y de hacerlo, ¿esperarían los simbas? Además, ¿cómo íbamos a saber que había dos machos? Así es la caza, hay trofeos de caza récords que caen el primer día y otros que, pese al largo tra­bajo y perseverancia, nunca los verá el cazador ante la mira de su rifle. Mi safari tocaba a su tér­mino; 10 días busqué al simba y éste fue el último. Cinco veces en diferentes lugares vi grupos de leo­ nas, pero ni un macho. Otro simba cobraría el año siguiente en Bechua­naland, enorme en tamaño, pero no un melena negra. Fuera de los Parques Nacionales y las Reser­vas, en África son tan escasos los leones que son pocos los cazadores que tienen la suerte de aba­tirlos. Así, en esa forma, terminó mi quinto safari afri­cano, pensando en regresar para el próximo año.

Piezas cobradas: 1 león 1 bushbuck 1 leopardo 1 búfalo (para carnada) 1 impala 1 thomi 4 cebras 1 gacel a de Grant

Además, varios animales para la cazuela y car­nada. Duración del safari y recorrido 40,000 km en avión. 3,500 km en jeep. 150 km a pie aproximadamente. 35 días de safari.

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17 África 1965

Un salón de trofeos no puede considerarse com­pleto

variani), al bongo o al nyala de la montaña. Sobre todo al bongo, cuadrúpedo fantasma que tan mal parado me ha dejado las tres veces que he intentado cazarlo: la primera en el Chad, la segunda en Kenya y la tercera en el Congo. El hábitat del sitatunga se limita a lugares pan­ tanosos, juncales, tulares cenagosos, bancos de al­tos papiros —como los descritos en el safari de Angola— y marjales. En resumen, es un antílope acuático, nocturno, que sólo abandona su cubil dentro del inaccesible marjal para comer en el lu­gar más próximo de tierra firme. Su

ni satisfecha la afición del cazador si en su colección no está presente la cabeza de un sita­tunga, ese animalito acuático de poco más de 100 kilos, de hermosos cuernos en forma de lira, tan codiciado por su escasez, por lo difícil de arrimar­se a él debido a su inaccesible hábitat, por su timi­dez y hábitos nocturnos. Muchos cazadores profe­sionales de África lo colocan en el segundo o tercer lugar en la escala de ameritados trofeos de caza entre los antílopes y gacelas, ya que el pri­mer lugar le correspondería al gran kudu, al sable gigante (H. niger

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AFRICA - 1965 dieta consiste en hojitas, puntas de ramitas tiernas y los diversos frutos silvestres que dan los arbustos. Considero que los lugares más propicios para cobrar un sitatunga son los pantanos de Okavango y en algunos trechos de los pantanos cubiertos de altos papiros que se forman en las márgenes del río Chobe. Ambos lugares se encuentran en la hoy República de Botswana. En mi parcialmente afortunado safari de Ango­la de 1960 tuve la oportunidad de ver a 800 me­tros de distancia, con los prismáticos, a orillas de los bancos de papiros, a dos sitatungas hembras (sólo los machos tienen cuernos). Eso fue todo, pero lo suficiente como para acrecentar mi propó­sito de abatir, por lo menos, a un ejemplar, gloria ael cazador. Bechuanaland es una considerable extensión de tierras africanas que abarcan 574980 km2 y sola­ mente 610 mi I habitantes. Menos de 150 mi I km2 son habitables para el hombre, el resto lo cubre el desierto de Kalahari —89 entre los 12 grandes de­siertos del orbe—. Es un país seco, de muy escasa población, pero de rica y abundante fauna. Hasta 1965 fue un protectorado inglés y en 1966 obtuvo su independencia; con tal motivo cambió su origi­nal nombre de Bechuanaland por el de Botswana. Sus vías de comunicación son muy precarias, pues sólo cuenta con 40 km de camino pavimentado; el resto son malas brechas sin terracería. Su econo­mía es esencialmente pastoril y los campos son áridos, casi sin agua. Para calmar la sed la fauna silvestre tiene que caminar mucho para acudir a los pocos charcos de agua que dejan las lluvias. Creo que es el país menos poblado de toda África. En el safari del año anterior había conocido en Kenya al cazador blanco Glen Cottar quien me cau­só buena impresión; cazador de estirpe, su padre, Charles Cottar, famoso cazador profesional, acabó trágicamente sus días en los cuernos de un rinoce­ronte, y en 1965 un búfalo por poco mata también a Glen. Salvó milagrosamente su vida, pero estuvo hospitalizado varios meses. En nuestro encuentro quedó todo arreglado para que, en 1965, me sirviera de guía en Bechuanaland y convenimos en que me esperaría en Livingston con todo el equipo de caza listo. El 23 de julio salí de Guadalajara, sintiendo que no me acompañara ninguno de mis hijos. Para llegar a Bechuanaland la vía más directa es volar de Europa a Salisbury y de allí tomar otro avión de la Línea Central África Airways para Livingston, que queda a unos minutos de Bechuana­land por carretera;

debía ser precisamente Nairobi en donde obtendría mi visa para Bechuanaland y también el punto para adquirir municiones y otros implementos. En Nairobi me esperaba Pati, la ac­tiva esposa de Glen, para ayudarme en la famosa visa. El 30 de julio volé los 2 182 km a Livingston, y en la tarde, desde la terraza del ya conocido Hotel Victoria Falls, contemplaba el paisaje. Ese día tuvi­mos tiempo para ir a disfrutar, filmar y admirar las renombradas Cataratas Victoria que el gran explo­rador y misionero David Livingston descubrió en 1855. Horas enteras pasé admirando ese maravillo­so espectáculo natural, alternando mi tiempo con paseos a pie por las riberas del anchuroso y legen­dario río Zambeze, tan lleno de historia, antes de que sus aguas vayan a caer, dándole vida a las cataratas, en esa profunda y estrecha grieta que tal parece que se traga el inmenso volumen de agua y es que, a diferencia de las Cataratas del Niágara, el fondo de las Victoria se pierde por la densa brisa. Allí, sentado al borde del río, bajo la sombra de una acacia y con una agradable tem­peratura de 70 grados F., di vuelo a mi memoria recordando la interesantísima, provechosa y dra­mática vida de los hombres valientes y tenaces que, con su ejemplo, han llenado tantas páginas en la historia y el saber humano, tales como Livingston, R. F. Burton, Speke, J. Bruce, Johann Rebmann, y otros. Creo que ningún otro río de África ha mere­cido el sacrificio de la vida de tan numerosos ex­ploradores como el Nilo y el Zambeze. Chico es el mundo: por la tarde tomábamos una cerveza en la terraza del hotel cuando recibí la sorpresa de encontrarme con Berry Brooks, cono­cido cazador estadounidense a quien se debe la idea de mandar editar el libro International Sport, en el cual figuran los nombres de los cazadores internacionales más destacados de Norteamérica, incluyendo a México. Platicamos un buen rato, Berry iba de safari a Zambia. Minutos después me encontré con Mario Quin­tanilla y su hijo, de Monterrey, N. L., que también iban de safari a Bechuanaland. Con ellos pasó un caso que, con frecuencia, le ocurre a los cazadores que van al África por pri­mera vez: padre e hijo calzaban botas y vestían ropa de caqui, como es lo usual cuando se va de safari, cuando estábamos tomando una cerveza en la terraza y, al terminar la cerveza, dijo Mario: —Bueno, nosotros ya nos vamos a cenar, ¿gus­tas? —¿Qué? —argüí—, ¿no piensan ponerse saco y corbata? —Así nos vamos, además, dejamos nuestra ropa

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AFRICA - 1965 catrina en Salisbury. —Pues se ponen saco y corbata o no hay cena, porque es requisito, tanto en el restaurante como en el bar. —Pero ... ¡qué reglamentos tan ridículos de estos hijos . . ... de la rubia Albión . . . ni que estuviéramos en el Savoy de Londres! —Pues así es y no tiene remedio. Tuvieron que conformarse con unos sandwiches servidos en la terraza.

Campamento en Nunga El 19 de agosto llegó por mí Glen para partir al primer campamento. Dos grandes jeeps Toyota con doble tracción y carrocería especial para caza com­ponían el equipo de transporte. Estaban nuevecitos. Glen me presentó a los nueve morenos que harían los servicios de campo y campamento; todos ellos tenían los raros nombres usuales de África: Dixon, Brick, Cheathouse, Gineafoul, Voluntaire, Nigth, Machinboy, Scoth y Makiwa, este último, un buen huellero. Como ya dije, mi objetivo principal en este sa­fari era, en primer lugar, el sitatunga y después el gemsbuck (rey de la familia de los órix) y el spring­buck, raro animalito que hacía falta en mi colec­ción. De paso, mi licencia autorizaba al elefante, al kudu, al sable, al león, etc., especies que ya había cobrado en safaris anteriores. Muy contento de ir a caza en nuevos terrenos africanos, hasta entonces desconocidos para mí, subí al jeep con Glen y partimos. Para llegar al campamento-base debíamos cubrir 240 km de muy malas brechas en país tan despo­blado. Pronto entramos en terrenos de caza y lo primero que vimos fue un grupo de 13 elefantes, entre ellos uno enorme, un monstruo. De inmediato sentí gran emoción y ganas de cazarlo, pero no tar­dé en darme cuenta de que tenía un colmillo roto a la mitad. ¡Qué lástima!, pues fuera de Kenya y el Congo es sumamente difícil encontrar un elefan­te con colmillos de más de 90 libras por lado, y el colmillo entero de éste seguramente pasaba de 120 libras. Lo dejamos. Más adelante vi un gran kudu con cuernos de dos y media vueltas, después a unos cheetas —está prohibido cazarlos— y luego a un sable con cuer­nos de unas 40 pulgadas. Buena impresión para empezar. Llegamos a Nunga, campamento-base de la Bechuanaland Hunters Ltd., con quienes se había arreglado Glen para que se me permitiera cazar en su concesión territorial. El sistema de estos con­tratistas es similar a los de la India y Angola, esto es: el punto de

En ocasiones se descubren elefantes que a pesar de su gran tamaño tienen alguno de sus colmillos roto o ambos poco desarrollados.

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AFRICA - 1965

Cazadores furtivos africanos; sus conocimientos sobre los diferentes animales y sus costumbres no tienen límites. partida para cazar son los campa­mentos permanentes en los que se tienen las me­jores comodidades, pero no se puede uno alejar mucho para cubrir más terreno y hay que regresar a dormir todos los días. Esa forma no me gusta, pues le resta sabor al deporte, así como tampoco me gustan los tiros a 400 ó 500 metros —excepto cuando es necesario con borregos o cabras silvestres— con rifles de gran velocidad y trayectoria muy plana. Siempre produce más satisfacción y más emoción arrimarse a unos 100 metros de un animal, después de un paciente e inteligente acecho, y aba­tirlo limpiamente de un solo tiro bien colocado, en vez de pancearlo con un tiro a 400 metros. No, yo prefiero mi .30-06 con velocidad de 2 700 pies por segundo que un rifle con balas teledirigidas, si las hubiese. El primer día de campeo se fue en blanco; bre­ chas malas y muy quebradas en que daba el jeep más brincos que un saltamontes, 12 k/p/h era la máxima velocidad del Toyota. Cerca de la frontera con Rhodesia vimos muchos sables, roanos, kudus jóvenes sasabies y elands, nada extraordinario. Lle­gué al campamento con las nalgas doloridas y mar­chitas por tanto brinco. Al día siguiente se repitió la función y para el día 4 mandé a volar todas las comodidades del cam­pamento-

base. —Vámonos de aquí —dije a Glen—, quiero dor­mir a campo raso contemplando las estrellas, oír el rugido del simba y el aullar de las hienas y los chacales ... i Eso es vida!, no los campamentos con aire acondicionado.

Por un error me convierto en cazador furtivo en Rhodesia Dejamos Nunga y a los pocos kilómetros nos metimos en terrenos de Rhodesia, región reseca, sin arroyos ni ríos, sólo algún charco en los que siempre vi elefantes y sables. Llegó la noche y nos quedamos en cualquier parte, a campo raso, cerca de un charco ya sin agua, sólo humedad. En estas hondonadas o depresiones se encuentra algo de agua casi a flor de tierra, los animales silvestres lo saben, escarban y la encuentran. Antes de rayar el sol nos levantamos y, al cru­zar el mencionado charco, vimos tres sables entre los que destacaba un bonito macho de un pelaje prieto, sedoso y brillante, como el plumaje de un sanate. —Me gusta ese prieto —dije a Glen—, voy a tirarle. —No puedes, Beni —me contestó—, estamos en terrenos prohibidos, en Rhodesia; el guarda de la fauna

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AFRICA - 1965 pudiera estar cerca y oír los tiros y si eso ocurriera no tienes idea del lío en que nos metemos. — Y qué, pues le damos una mordida y asunto arreglado. ‘ —No, Beni, lo que sí es seguro es que nos me­ten a la cárcel, pero, bueno ... está tan bonito que vale la pena correr el riesgo, tírale, lo echamos al carro y nos vamos. El hecho de que por primera vez me convertía en un cazador furtivo en país extraño con peligro de ir a la cárcel, me puso nervioso, pero me decidí. Probaría esa doble emoción, la de la caza y el ries­go de ir a la cárcel. Me crecí pensando que aunque sólo fuese por un día me convertiría en un cazador furtivo, esto es, en un verdadero cazador. El cazador furtivo, el poacher africano, el bracon­ nier francés, el wilddieb alemán, el zurronero espa­ñol; nuestros rancheros huelleros, que también son cazadores furtivos, son los verdaderos conocedores de la fauna y del arte cinegético. Son los que sa­ben, los que conocen los fundamentos básicos de’ la persecución de la caza y los mil pequeños re­cursos que desconocemos nosotros los amateurs, los que vivimos en la ciudad y que sólo salimos una o dos veces al año. Los que nos llamamos caza­dores internacionales, hablando con toda franque­za, tenemos que reconocer que a pesar de nuestra profunda afición y finas armas no podemos menos que admirar a ese cazador

ranchero furtivo, hom­bre de la sierra o de la selva que se pasa la vida entera en la práctica diaria echando tiros con su mohoso .3’0-06 y con su escopeta pisponera. Com­ párese a uno de nosotros, los de la ciudad, con uno de los cazadores bosquimanos del desierto de Ka­lahari, tribu a la que ya me he referido en otro capítulo. Y en verdad que en esta prueba quedé más que convencido: ¡qué mal me fue! El sable presentaba un blanco fácil, estaba pa­rado, volteando un poco la cabeza, en ese típico ángulo un tantito cruzado a no más de 180 metros. Ya ponía cuidadosamente la mira de mi .30-06 en los negros hombros de tan gallardo animal, cuan­do en mala hora me dice Glen: “Un solo tiro, Beni, uno solo”. Esa advertencia fue como un maleficio que echó a perder todo, me puso más nervioso. El sable veía hacia nosotros cuando oprimí el llama­dor. El antílope cayó de rodillas, al instante corté cartucho disponiéndome a un segundo disparo para asegurarlo cuando gritó Glen: iNO! ... iNo dispa­res más! Seguramente por la actitud en que cayó el ani­mal creyó Glen que mi bala había interesado la espina paralizándolo y sería fácil rematarlo a cu­chillo, evitando de paso que el supuesto guarda oficial oyera un segundo disparo que comprobara la presencia de un cazador furtivo, y ... en ese mo­mento empezó el drama: el sable se levantó y El sable de la derecha fue el causante de mi iniciación como cazador furtivo.

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AFRICA - 1965 corrió perdiéndose en la espesura. Sin huellero que nos acompañara lo seguimos. Una hora más tarde lo vi un instante sin darme tiempo de disparar. Com­prendí que la herida no era mortal y que se me presentaba una larga caminata con el agravante de seguir el rastro en terrenos prohibidos; ni siquie­ra tenía visa ni pasaporte. El terreno era semi plano, muy arenoso, boscoso, chaparral muy tupido. Segui­mos huelleando a paso ligero. Dos horas después lo volvimos a ver, parado sobre la huella, a unos 100 metros. Sin perder un instante encaré el rifle y disparé y el animal cayó redondo iAh! ... , iqué alivio sentí! Nos acercamos, y al examinar los cuer­nos ya no me parecieron tan buenos. Los medimos y sólo dieron 43 pulgadas. Busqué la herida del primer tiro: ni rastro encontré. Glen y yo, un tanto sorprendidos, nos veíamos cara a cara con un inte­rrogante in mente. i Exploté! —i Por vida de San Eustaquio! i Este es otro sable! —Así lo veo —repuso Glen—, pero ... ¿cómo podíamos distinguirlo si estaba sobre las mismísi­mas huellas del otro? Esto le puede pasar a cual­quier cazador. Bien, pero tampoco podemos dejar al herido, y ahora, si nos sorprende algún guarda de la fauna el pecado es doble. No tiene remedio, vamos ade­lante. Me sentía muy mortificado, hubiera preferido errar limpiamente este tiro tan acertado. Dios, cuán­to más tendríamos que seguir huelleando en terre­no prohibido, sin agua y con el sol ya alto, que desde hacía rato me hacía sudar a chorros. Seguimos adelante y finalmente perdimos el ras­tro que se confundió con otras huellas, ya no vimos sangre en las matas o en la arena. Inútil seguir, así que, con todo el dolor de mi corazón y humillada mi dignidad de cazador, emprendimos el regreso. Después de siete horas de duro caminar sin des­cansar un minuto, sin agua, en terreno arenoso, ago­tado y triste, llegamos adonde estaba el jeep. Dejar un animal herido es uno de los tragos amargos que alguna vez tenemos que sufrir los ca­zadores; es el mismo caso de un corredor o un alpinista que no llega a la meta. Yo cometí el error de no precisar el tiro al primer sable y Glen co­metió otro cuando me detuvo al intentar mi segun­do disparo, pues hubiera evitado esa calamidad. Mal me fue como cazador furtivo. Más tarde advertí a Glen que por ningún motivo se repitiera el caso de meternos en terrenos prohibidos. Glen es un buen cazador profesional, uno de esos pocos que sienten el placer de la caza, que se emocionan, entusiasman y excitan en los momen­tos de acción. Seguramente que, cuando vimos al sable en el charco, no aguantó la tentación y per­mitió le disparara, aun a riesgo de perder su licen­cia de cazador blanco por infringir las

leyes de caza de Rhodesia; en sí, Glen es uno de esos profesio­nales que no dejan al aficionado tirar sobre cual­ quier animalucho que está lejos de considerarse un trofeo de caza, sino que procura cumplir al má­ximo, haciendo honor a su profesión y a su estirpe de familia de cazadores.

Jari Jari no es una aldea sino un lugar como otro cualquiera en la selva, pero tiene el atractivo de poseer un charco adonde concurren numerosos ani­males a calmar su sed. Ya pardeando la tarde llegamos al lugar que me pareció muy propio para acampar; grandes y fron­dosos árboles en círculo prodigaban su agradable y fresca sombra, los cuales me hicieron recordar los verdes manglares que embellecen las riberas del Lago Chapala. A 600 metros quedaba el char­co Jari. En cuanto llegamos empecé a curiosear el lugar y enseguida me gritó Glen: “¡Beni ... ven a ver esto!” Ahí, en pleno lugar para acampar, me mos­tró numerosas huellas de león, entre las que se destacaban unas enormes que medían 13 centíme­tros aproximadamente. Estaban tan fresquecitas que instintivamente miré a uno y otro lado, por si acaso. Seguimos viendo huellas hasta que oscureció. Los charcos son depresiones más o menos circu­ lares con un diámetro variable que va de los diez a los cien metros. En la época de lluvias se llenan y, en terreno tan arenoso, se forma un resumidero que para julio la superficie del charco apenas si está húmeda, pero si se escarba se encuentra agua a unos cuantos centímetros de profundidad. Esto es común en terrenos arenosos: lo mismo ocurre en los ueds del desierto del Sahara que en los lechos de los ríos que se ven aparentemente secos. Para algunos animales de pezuña o cascadura, como las cebras, no es problema la escasez del líquido; saben por instinto o por aprendizaje dónde encon­trarla, escarbando un poco y para los elefantes es más fácil: usan sus maravillosas trompas como si fuesen perforadoras o palas mecánicas, haciendo hoyos de más de un metro de profundidad y apenas un poco más amplios que el grueso de sus trompas. El charco de Jari era muy grande: tenía 20 per­foraciones hechas por elefantes, cuyo peso hacía brotar un poco de agua, la cual era aprovechada por otras bestias que no saben o no pueden escar­bar. Con las continuas visitas de los elefantes, sus voluminosas defecaciones habían dado a la super­ficie del charco un color café. La primera y todas las noches que pasé en ese campamento fueron deliciosas. No había la tediosa mosca tse-tsé ni moscos, la temperatura era ideal y nunca faltaron

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Una gran variedad de animales rodeaban el charco de Jari. Pude fotografiar desde el jeep una hembra de gran kudu, varios sables y algunos elefantes que acompaĂąados de sus crĂ­as buscaban el agua, que mezclada con lodo, almacenaba el charco.

Un joven elefante despuĂŠs de practicar un hoyo en el lecho de charco, bebe el agua depositada en el fondo.

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Curiosa fotografía donde se observan búfalos y francolines —ave parecida a la perdiz, de carne exquisita— absorbiendo la escasa agua del charco de Jari.

las serenatas de los leones, las hienas, los chacales y los elefantes. Una orquesta completa, ¡un pequeño paraíso del cazador! El 6 de agosto fue día de suerte: cayeron dos reyes de la selva, el número 1 y el 2, es decir, un elefante y un león. Muy temprano nos informó Makiwa, mi mejor huellero, que al asomarse al charco vio que un león mataba a un búfalo chico. De inmediato fuimos, vimos el lugar y, efectivamente, encontramos todas las trazas de un animal muerto por un león o un leopardo. El felino arrastró al becerro, pero nos sorprendió ¿cómo era que a 10 metros fuera del char­co se perdía el rastro que dejaba el cuerpo del becerro?, ¿cómo, por grande y fuerte que

fuese no dejaba al menos el rastro de una pata de su víctima que pegara al suelo? Resolvimos seguir una huella grande, ¡había tantas! Pero antes bus­camos por el charco y sus orillas sIn resultado. Más de una hora seguimos la huella grande. La frescura de una huella en la arena se advierte. por el color oscuro de la arena más fresca o húmeda que remueve el animal al dar el paso. Después de más de una hora nos regresamos, no era lógico que un león se alejara tanto para devorar su pre­sa; seguramente habíamos seguido otra huella. Al llegar cerca del charco vimos buitres volando en círculo. Nos dirigimos al lugar y descubrimos, medio escondido entre los

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AFRICA - 1965 matorrales, un búfalo joven, muerto por un león y a menos de 50 metros, un búfalo grande, adulto, también muerto por el simba. Seguimos explorando el terreno y descubrimos otros cinco búfalos muertos por el león, pero no devorados. Las víctimas más recientes eran el becerro y el primer adulto que descubrimos; los otros, po­brecitos, hacía unos dos días que habían sido atacados. El caso era muy extraño. Por naturaleza, el león no es sanguinario, sólo mata lo necesario para llenar la barriga. Ese simba debía ser un mons­truo, un sanguinario asesino ¡implacable, más san­guinario que Tamerlán y Gengis Kan juntos. Y, por otra parte, debía ser un buen trofeo de caza. Sentí unos locos deseos de acabar cuanto antes con ese; bruto, azote de los búfalos de Jar. En vano lo buscamos un buen rato, pero. segu­ ramente volvería por la tarde a cenarse el tierno becerro. Makiwa construyó un escondite en un pun­to estratégico que ocuparíamos por la tarde antes de que

llegara el bicho. Como estábamos en ayunas volvimos al cam­ pamento a almorzar y, una vez satisfechos, salimos a observar el charco. ¡Ya estaba lleno de elefantes y búfalos calmando su sed! Ese espectáculo que es gloria para el cazador se repetía todos los días, como si fuese un parque zoológico. —Mira ... —me dijo Glen— ahí va saliendo un buen elefante, difícilmente veremos otro igual en todo el safari. Con la ayuda de los prismáticos calculé el peso de los colmillos en 80 libras por lado, sólo en Kenya o el Congo los hay mejores. Resolví cazarlo. Con los colmillos de ese paqui­dermo completaría una docena que adornan nues­tro salón de trofeos. Además, siempre me emociona profundamente la caza de esos gigantes. —Vamos por él —indiqué a Glen. Aunque en Bechuanaland no se observan los reglamentos de caza en forma tan estricta como regían hace 15 años en África Oriental, dejamos que el elefante Este fue el primero de los 7 búfalos que encontramos muertos por el león.

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Con su peso los elefantes hacían brotar un poco de agua ... se alejara del charco lo bastante para no ahuyentar con las detonaciones al resto de los animales. A prudente distancia lo seguimos en el breñal. Ya tenía en mis manos el rifle cuate, 50 pasos atrás nos seguía Makiwa y Voluntaire. De esa manera caminamos unos tres kilómetros hasta que el tembo entró en un clarito; el viento era favorable —pico a viento— y en un terreno arenoso me fui arrimando a paso acelerado sin hacer ruido. El andar del tembo era lento, deteniéndose de tre­cho en trecho para arrancar alguna rama tierna. Cuando estuve a 25 metros con la bestia atravesada apunté al oído y disparé: el animal cayó de rodi­ llas haciendo un esfuerzo por levantarse; al instan­te hice un segundo disparo al mismo lugar -los dos tiros fueron un poquitín traseros- y el enorme tembo cayó de costado. —¡Córrele ... ! ¡Acércate por detrás ... ! ¡Ponle un tiro en la nuca ... ! i¿ Ya recargaste?! —gritaba Glen emocionado. —Cállate ya, hombre, que no es el primer tem­bo que mato —contesté a Glen mientras me acer­caba dando vuelta por la cola para dar el tiro de gracia al tembo que todavía se movía. No critico a Glen por sus gritos y excitación en esos momentos.

Si no sintiera uno esa fuerte emoción no valdría la pena practicar este noble deporte. Mi primer tiro fue mortal, pero suceden cosas y casos tan increíbles con los elefantes como el que ya he relatado del gran cazador F. Courtney Selous. Más tarde, de egreso al campamento-base, me sentí muy satisfecho cuando pesamos los colmillos que dieron 88 libras uno y 90 el otro, peso excep­cional en elefantes de ese país. Fueron los mejo­res colmillos del año. A las 2 p.m. regresamos al campamento de Jari y a las cinco nos fuimos Glen y yo al escondrijo a esperar al león. A las seis llegó una leona que, cal­mada, tranquila y confiada, se arrimó a dar un mordisco al becerro muerto; un minuto después llegó otra invitada. Para entonces ya me sentía intran­quilo, con un poco de miedo. No teníamos más defensa que el rifle. El escondite sólo era una dé­bil Y simple enramada de un solo frente a nivel del suelo. El macho asesino no llegaba. Con fre­cuencia volteaba a ver por mi espalda con el ra­billo del ojo, con parecida sensación a la de los individuos que padecen delirio de persecución. Pero el simba no falló a la cita. Galantemente permitió que sus dos damas se adelantaran al convite y aho­ra llegaba

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Un buen elefante saliendo del charco de Jari. majestuoso, contoneándose como un po­lítico sabedor que lo espera un mitin de pueblo. Con paso lento se acercaba a su víctima y de pronto se paró. Creo que también mi corazón se paró al ver a ese bruto que me pareció tan grande como los leones esculpidos que embellecen la Plaza de Trafalgar de Londres. Pero éste era de carne y hueso y estaba a 30 metros de nosotros. Si al disp­arar no colocaba bien mi tiro y se nos echaban encima las hembras o el macho, seguramente iríamos a reunirnos con los seis búfalos muertos. No esperé más, encaré el rifle apuntando un poco alto corazón y disparé. La gran bestia cayó sin

dar lamento, sin un rugido, poco a poco se le iba a vida desprendiéndose del cuerpo herido; sin un gemido se doblaba, su cuello y su cabeza se rindieron al peso de la muerte, sin haber probado un bocado de su última víctima. En esta ocasión no repuse inmediatamente el cartucho disparado por temor a que se nos echaran encima las leonas sin darme tiempo a recargar, cosa que no ocurrió. Por la misma razón no e hice un segundo disparo al león. Permanecimos ocultos en nuestro escondrijo. Las leonas caminaban nerviosas de un lado a otro sin

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AFRICA - 1965 Se llegó la noche y, al calor de la fogata, feste­jamos ese sustancioso día de reyes, puesto que cayeron dos, con un buen jaibol y, ya en la noche, con la barriga llena y el corazón contento, no faltó la serenata de rugidos de los simbas. De los ocho días que pasé en el campamento de este fantástico charco de Jari no hubo uno que pasa­ ra sin dejar de observar horas y horas a tanto animal que llegaba. El 8 de agosto conté los que había por la mañana: 15 elefantes, 13 sables, 5 avestruces, 50 búfalos y un wart-hog. Éste fue un día de suerte. Salimos a campear tomando una mala brecha hacia el sur y una hora después San Eustaquio, patrón de los cazadores, me obsequió con un sable. A primera vista me gus­tó, nos bajamos del jeep, lo seguimos y no tarda­mos en verlo parado, atravesado, volteando la cabeza hacia nosotros. Estaba en un clarito a 150 metros, como en un stand de tiro. Preciosa estam­ pa de animal que pocos minutos después cayó con dos tiros de mi .30-06. Los cuernos midieron 45 pulgadas uno y 44 ¾ el otro. iAlá ... ! Este 10 de agosto ha sido uno de los mejores días que he vivido y gozado en mis sa­faris; nuevas especies que me hacían falta, el bien tirar y, para cerrar el día, presenciar el terrible drama de todos los días: la ley de la selva, matar para vivir, espectáculo único en la vida salvaje de los animales, pues entre los humanos ya son po­cos los caníbales que quedan en el mundo, y los monstruos, ogros de Ariosto, sólo existen en su libro Orlando furioso, producto de su fecunda ima­ginación. Difícilmente volveré a ver lo que ocurrió este día diez. El gemsbuck era mi objetivo del día. Nunca ha­bía visto uno en mis safaris anteriores. Este antí­lope tiene su lugar aparte. Sus parientes, el beisa y el cimitarra, ocupan segundos lugares, aunque el cimitarra del desierto, de ojos mongólicos y fina estampa, es muy escaso y codiciado. El hogar del gemsbuck es el desierto de Kala­hari y pocos de ellos se encuentran en las regiones próximas. Como todos los órix, no bebe agua ne­cesariamente. En la fría mañana tomamos por una mala brecha cubierta de gruesa capa de arena; esto hacía más lento el correr del jeep. El campo era plano, cu­bierto por un denso chaparral que recuerda a la Huasteca potosina de México, sólo interrumpido por extensas llanuras como las de Wyoming, que de tre­cho en trecho se abrían a la vista. Al entrar a esas llanuras nos deteníamos para examinarlas con los prismáticos desde el capacete del jeep. Así pasaron tres tiaras sin ver nada más que un grupo de tres elefantes. Torcimos a mano derecha por una vieja brecha sin huellas de jeep. Después de una hora llegamos a un mísero rancho

El león que llegó al festín de los búfalos muertos fue un magnífico ejemplar pero de escasísima melena. Cayó con un solo tiro al corazón.

alejarse. Fueron momentos muy angustiosos para mí y seguramente también para Glen. Nada podíamos hacer. La leona más grande rugía y ge­mía, se acercaba al simba muerto y volvía a dar vueltas y a rugir como si se diera cuenta del drama. Esto duró unos sabrosos y larguísimos cinco minu­tos de alta tensión, de peligro y ansiedad. Final­mente, se alejaron las leonas y la sangre volvió a mi corazón. ¡Qué lindos momentos nos brinda la caza! —¡Ese monstruo es un récord! —exclamó Glen entusiasmado. —Probablemente —repuse—, pero Sansón tenía una cabellera más larga. Efectivamente, el simba era enorme pero de me­ lena muy corta. Sin embargo, me sentía satisfecho de haberlo abatido y con ello, tal vez, salvado ‘la vida de no sé cuántos búfalos más, pues en los días que. siguieron encontramos otros seis búfalos muer­tos enteros, sin devorar; seguramente víctimas del mismo asesino.

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Al charco de Jari llegaban muy buenos sables, de ellos abatĂ­ uno cuyos cuernos fueron excepcionales.

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AFRICA - 1965 emprendiendo veloz carre­ra dando prodigiosos saltos semejantes a los im­palas. A larga distancia el color alazán de su pe­laje, con una franja oscura que corre a lo largo de sus costados, puede confundirse con los thomis, pero no mueve la cola de rehilete como éste. Su peso es de unos 35 kilos y su altura a los hombros de 80 cm. Difícil blanco para tirar a larga distancia. Tampoco bebe agua. La manada se componía de unos 30 animales, entre los que sólo había un macho. Estudiamos la forma de acercarme. “No lograrás acercarte a me­nos de 300 a 400 metros”, dijo Glen. Me bajé del jeep y Glen siguió dando un semicírculo mientras yo me alejaba por el lado opuesto. La manada co­rría y corría alejándose del jeep pero no de mí; al fin se detuvo un momento, me tiré a tierra. Sin mi­rar por el telescopio del rifle, el animal se veía tan pequeño que, considerando el fuerte viento que soplaba, me pareció sumamente aventurado dar en el blanco, pues seguramente que al primer tiro co­rrería mezclándose con las hembras y adiós mi opor­tunidad. Pero ese era mi día de suerte. Calculé la distancia entre 300 y 350 metros, puse la retícula del telescopio 30 centímetros arriba de la espina del animalito, un poco a la izquierda por el viento cruzado que había, y oprimí el gatillo. Con gran alegría y un poco de sorpresa o, al revés, con mu­cha sorpresa y un poco de alegría, vi que el ani­malito cayó, pero aún se movía, Glen en el jeep y yo a pie, nos acercamos y lo rematé con un tiro de un riflecito .22 de Glen. No obstante haber apun­tado 30 centímetros arriba del lomo con mi .30-06, el tiro fue bajo: pegó en la parte superior de los brazuelos rompiéndolos de tal modo que no pudo ya correr. En el instante mismo en que la vida se les escapa a estos animalitos, su pelaje presenta un aspecto raro y único, aunque en cierta forma muy parecido a cuando se le eriza el pelo a un gato o a un perro enojado. A partir del medio lomo has­ta abajo de las ancas se abrió en línea recta una ancha franja de su largo pelaje alazán, dejando al descubierto su pelo blanquísimo, de tan bello as­pecto que recuerda a una gran magnolia abierta en primavera. Se puede apreciar mejor en la foto­ grafía que tomé. Pasado un minuto, el pelo volvió a su posición normal. Sólo las puntas del pelo son color alazán. Eran las 12 del mediodía.

El springbuck es un antílope muy raro, gracioso y veloz ...

de ganado vacuno que cuidaba un solo hombre y su perrito, ambos. con un aspecto tan lastimoso en esa inmensa sole­ dad que sentí se me encogía el corazón. El pobre hombre obtenía el agua de un pozo poco profundo, pues esas planicies son un resumidero que se inun­da en la época de lluvias. El individuo nos informó que tal vez encontraríamos por allí algunos spring­buck, antílope muy tímido, elusivo, raro, gracioso, veloz y muy codiciado por su rareza y por lo. difícil de arrimarse a él, puesto que, a manera del berren­ do, vive en planicies muy abiertas en las que abun­da el pasto. Esto, y su velocidad, son sus defensas contra sus enemigos. No tardamos en descubrir una manada en la llanura, a unos mil metros y, así de lejos, nos descubrieron,

El gemsbuck Decidimos regresar por otra brecha para .en­troncar con la principal que nos llevaría al campa­mento, buscando de paso al órix. A la media hora Makiwa vio un par de estos antílopes, pero esta­ban muy lejos. Aceleramos el jeep y sólo alcancé a ver por un instante a unos que se alejaban a todo correr. El terreno era boscoso y muy quebra­do y

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AFRICA - 1965 desistimos. Una hora después oí otra vez la voz de Makiwa que siempre iba alerta, asomado por la ventana del toldo: —¡Gemsbuck, .. ahí, .. por aquellos matorrales! ... Brinqué del jeep, segui­do de Makiwa y Glen, dirigiéndonos al punto señalado. Caminamos 200 metros y otra vez fue ese extra­ ordinario huellero el primero en ver al animal arado entre la breña a unos 200 metros de nosot­ros; por más que el huellero señalaba el lugar n el dedo, tardé en descubrir primero los largos cuernos que parecían lanzas masais y luego la cabeza y el cuello; fue todo lo que pude ver, el res­

to del cuerpo se perdía en el reseco y tupido breñal. Con el rifle en las manos me sentía emocionado y ansioso; ahí, a tiro, tenía al rey de los órix e nunca antes había visto, una especie de la faun­a africana que, con sobrada razón, orgullosamente Me lucir un cazador en su salón de trofeos de caza. Cazadores van hasta el desierto de Kalahari exclusivamente en busca de esta gacela, con el deseo de cobrar una. Estaba yo un poco nervioso por las condiciones de tiro, no veía la posición ni el cuerpo del animal. Tenía que disparar a pie fir­me y sabía que de no colocar bien mi tiro se repetiría el penoso caso del sable

Tuve la suerte de abatir a más de 300 metros al macho de la manada de springbucks. Ya cobrado pude observar el curioso fenómeno que ocurre con su pelaje al momento de la muerte.

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Al gemsbuck se le considera el rey de los órix.

herido. Más o menos adiviné la posición de su cuerpo, apunté a los hombros y oprimí el llamador, oí el impacto de la bala y el órix salió corriendo por el lado iz­quierdo, pero sin mucha velocidad. Eso me tran­quilizó un poco. No tuve tiempo de un segundo disparo. Se me perdió y lo seguimos corriendo, Makiwa por delante. Al llegar a un lugar descubrí sangre oscura. ¡Buena señal! Una sonrisa asomó en mis labios. Seguimos la huella y a 100 metros lo volví a ver. Corrió y rápidamente disparé a los cuartos traseros, que era el único blanco que pre­sentaba. Buen tiro, el animalito cayó. Me sentí feliz al arrimarme y ver tendido tan precioso ejemplar, un macho adulto con peso de más de 200 kilos, con largos cuernos rectos, negros, simétricos y piel limpia y sana. Mi primer tiro dio en los hombros, extrañándome no haya caído el animal, y el segun­do en los cuartos traseros, alcanzando órganos vitales. Tomamos unas fotos. Eran las 2 p.m. Seguimos adelante rumbo al campamento. Me sentía contento en buena forma había cobrado dos significativas especies.

Pero noi habían terminado las emociones de ese bendito día, faltaba un gran espectáculo. Drama en la selva. A las 4 p.m. estábamos ya descansando Glen y yo en el campamento, brindan­do con un jaibol por los éxitos del día y después de un rato nos fuimos a asomar al charco en que, como todos los días, abundaban elefantes, búfalos, sables, avestruces y jirafas. Continuamente unos se iban y otros llegaban. Los primeros permanecían 2 horas bebiendo agua, retozando y peleando. Es sumamente divertido e interesante ver jugar a los tatos, bebés elefantitos hasta de un mes de edad. La madre elefanta siempre está al cuidado para protegerlos y amamantarlos —las elefantas sólo tienen dos glándulas mamarias, como los humanos, una al lado de cada pierna—. Es evidente el respeto que los búfalos y todo animal siente por los tem­bos. Cuando un búfalo bebía agua en uno de los hoyos y a éste llegaba un elefante, se hacía a un lado; pero en una ocasión el búfalo no se quitó y entonces el elefante metió sus largos colmillos por debajo

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AFRICA - 1965 de la barriga y como una pluma lo levantó en vilo y lo arrojó a buena distancia; el búfalo se fue como perro, con la cola entre las piernas. Diariamente disfrutaba de ese extraordinario es­ pectáculo, pero ese día me tocó en suerte presen­ciar algo muy especial: faltaban unos minutos para las seis cuando abordamos el jeep y nos estacio­namos muy cerca del charco. A esa hora sólo ha­bía búfalos, elefantes y tres jirafas y éstas pronto se fueron. Nos divertíamos viendo cómo llegaban más búfalos y elefantes sedientos. Nuestro jeep estaba al descubierto, pero sabido es que el hom­bre y no los vehículos es lo que inquieta a los ani­males, si salta uno fuera, indudablemente pasa algo: se alejan o atacan. La tarde caía, el sol se había ocultado, se apro­ximaba el diario drama nocturno de la selva; el simba y el chui se desperezan en su cubil, se pre­paran; tal vez ya tienen en mente el derrotero que han de seguir en busca de su presa. Estábamos comentando los sucesos del día al calor de la fo­gata cuando se dejó oír la voz de Makiwa: —¡Simba kulia! [León a la derecha]. Volteamos y vimos no un león sino una leona que a paso lento y pausado se dirigía al charco con la mirada fija sobre los ani­males. Vio el jeep y se paró sólo por curiosear, mas no le importamos; adelantó unos pasos y se sentó sin apartar más la vista de los búfalos que estaban a 100 metros. Corrí la vista y descubrí otra leona que, cautelosa, cubriéndose con el pasto, lle­gó en fila india y se sentó seis metros atrás de su hermana, luego ¡otra más!, por el mismo camino; y también se sentó a corta distancia de la segunda. Estas últimas ni siquiera nos echaron una mirada: as tres se habían dado cita en el charco de Jari. —Aquí va a pasar algo —dije a Glen en voz muy baja—, esas muchachas traen malas inten­ciones. —Seguro que va a pasar algo —me contestó—, pero es una lástima que no podamos filmar, el sol se metió y pronto no habrá luz suficiente. Pasaron unos minutos, las leonas dieron unos pasos y volvieron a sentarse. Me moría de impacien­cia y emoción. A lo lejos llegaban grupos de búfalo­s en fila india. —¿Por qué no atacan esas leonas? ¿Es que no tienen hambre, o les falta valor, o esperan a su rey? —GIen no contestó. El rey no llegaba. “A lo mejor era el que les maté —pensaba yo— y estas güeras son las que noche por noche protestan con sus serenatas de rugidos.” Volvieron a adelantar unos pasos, siempre sepa­ radas unos 10 metros una tras de la otra; finalmen­te una, la que iba delante, se atrevió metiéndose entre los elefantes que no le hicieron el menor caso. En el

El autor con un gemsbuck cazado en el desierto de Kalahari.

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AFRICA - 1965 achicharrado y reseco por los ardien­tes rayos del sol descubre jubiloso, a distancia, las palmas datileras, indicio de existencia del oasis que mitigará la sed y dará reposo al cuerpo bajo la fresca y agradable sombra de sus alas. De ese modo pasaban los búfalos frente a las leonas. Esperaron pacientes, sin prisa, y cuando pa­ saba el último búfalo, una, la primera en llegar, se le cruzó, deteniéndolo sin atacarlo; el gran toro se paró de golpe, luego lo rodearon las otras fe­linas. Las tres fieras lo acosaban siguiendo el mis­mo sistema de los perros de caza, acosando a un jabalí de los gigantes o a un jaguar; el búfalo arre­metía de vez en cuando a la leona más atrevida; ésta saltaba a un lado evadiendo la acometida. No había prisa, no atacaban decididamente, tampoco lo hacía el búfalo, sólo intentos, tanteos de una y otra parte, se notaba que también ellas sentían res­peto a este poderoso animal, que muchas veces, en singular combate, mano a mano contra el sim­ba, ha salido victorioso. En un ligero descuido una leona saltó sobre las ancas de la bestia, pero con un movimiento rápido se la sacudió librándose de ella; otra saltó sobre el mismo lugar y también se la quitó de encima. Tal parece que al principio no atacan otra parte temiendo el alcance de los temibles cuernos, aun­que, al tercer intento, una de las leonas se prendió firmemente y de inmediato otra atacó por un cos­tado. Ni una vez saltaron sobre el cuello; el búfalo, echando espuma por el hocico y reflejándose el pánico en sus vidriosos ojos que parecían saltarse fuera de sus órbitas, ya no tuvo bríos ni ánimo de lucha y cayó al suelo emitiendo fuertes y dolorosos gemidos; entonces las tres hembras atacaron. Lo raro, lo dramático, lo triste, era que ninguno de tantos búfalos que había hizo el menor intento de acudir en defensa de su hermano. Estábamos a 100 metros, oscurecía, ya casi no se veía. —¡Infelices, felonas! ¡Gatas montoneras! —grité sin contenerme. —¡Vamos a echárnosles encima! —dijo Glen. —Vamos a rescatarlo —contesté. Puso Glen en marcha el motor del jeep, pren­dió las luces, aceleró, y pronto nos metimos entre los elefantes y búfalos armándose un lío de los diablos. Debido a los hoyos que había no podíamos ir en línea recta sino salvándolos, dando ligeros rodeos; las luces, el ruido del motor y la sorpresa, sembraron la confusión y el pánico entre todos los animales que huían por todos lados levantando una nube de polvo que, con la oscuridad, nos impedía localizar

Desde el tronco que se encuentra en la mitad del charco de Jari, inició la leona su carga sobre uno de los numerosos búfalos que llegan a beber el agua fangosa.

centro del gran charco había un árbol y un pequeño promontorio de no más de un metro de altura; allí se detuvo la leona en posición de ataque, con todos los músculos contraídos. Mientras tanto vi que por el lado izquierdo arri­baba un grupo de 10 búfalos que empezaron a des­filar a 8 metros frente a la leona. En esos momen­tos, materialmente embarrándose en el suelo, se aproximaron las otras dos leonas llegando hasta el montículo. Pleno de gran emoción tragaba yo saliva y apretaba los puños. Los búfalos seguían desfilando sin voltear a ver a la leona o no la advirtieron; seguramente, sedien­tos, no tenían otro pensamiento que el ansia, la obsesión, la imperiosa necesidad de calmar su sed de no sé cuanto tiempo; como el nómada del de­sierto, quien

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AFRICA - 1965 al búfalo atacado o a las leonas; en eso oí y sentí un golpe en la parte trasera del jeep. —¡Búfalo! —grité a Glen que volteó a ver por el lado izquierdo—. ¡Elefante a la derecha! ¡Acelera! —volví a gritar. Un elefantote se nos echaba encima, estaba a cinco metros con la trompa tendida hacia delante. Aceleró Glen y salimos del peligro. Ya fue­ ra del charco —recuérdese que el charco cubría una gran área seca, sin más agua que la de los reducidos hoyos o pozos que con sus trompas ha­cían los elefantes— nos detuvimos calmadamente para observar el campo de los acontecimientos. Ya no vimos un solo animal, fuimos adonde había caído el búfalo atacado y ni su rastro encontramos, se­guramente nuestra oportuna intervención le salvó la vida, se recuperó y se fue. Esa aventura de meternos entre los búfalos y los elefantes fue un tanto peligrosa pero divertida, inolvidable. Para sellar las emociones vividas en ese ben­dito día, de regreso al campamento vimos un saté­lite, parecía en tamaño un poco más grande y más brillante que Venus, el lucero de la mañana. Por pura payasada Glen le disparó un tiro diciéndome luego: “Sería ridículo que cayera, ¿verdad? Ja ... ja ... ja ... “ Eran las 8 p.m., al calor de la fogata celebrá­bamos con sendos jaiboles, seguidos de sabrosa cena de costillas de springbuck al pastor, francoli­nes y avutarda menor a la cacerola, rociadas con buen vino tinto. Siguieron los comentarios de sobre­mesa hasta las once de la noche. Y pasó uno de esos escasos días estelares, exi­tosos y felices que con tacañería nos brinda el de­porte. Un día que tal vez no vuelva a repetirse en mi larga vida de cazador. 14 de agosto: Abandonamos el charco Jari para regresar al campamento-base a reabastecernos de vituallas y dejar pieles y cornamentas de los anima­les cobrados. En Nunga encontré al cazador Michael F. Bradford y a su esposa, quienes ya iban de re­greso a Miami donde residen.

“Un elefante se nos echaba encima ... “

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En las riberas del río Chobe se podían ver muy buenos ejemplares de los feísimos Wart-Hog y gran cantidad de sassabies.

El sitatunga

lechwe, es un antílope de hábitos anfibios. Su hábitat son preferentemente los inacce­sibles pantanos cubiertos de tupidos bancos de pa­piro y altos juncos que alcanzan alturas de más de 3 metros fuera del nivel del agua. Mirándolos desde cierta altura presentan la misma apariencia que las extensas plantaciones de caña de azúcar, ya madu­ ras. El sitatunga está dotado de las típicas carac­terísticas de un cuadrúpedo acuático: orejas cortas, pelo largo; la división de los larguísimos carnicoles de las pezuñas es más larga y separada que las de cualquier otro antílope; la parte trasera está medio acojinada a semejanza de las pezuñas del borrego salvaje. Tal estructura permite el despliegue de los carnicoles que ayudan a soportar el peso del ani­mal en los terrenos pantanosos, a modo del uso de las raquetas para andar sobre la nieve. Es de hábitos nocturnos y ocasionalmente se le ve du­rante el día sobre los islotes de los pantanos y siempre muy cerca de los bancos de papiro, así que, de un salto, desaparece. Otra de sus defensas es el sumergirse en el agua de tal modo que sólo asoma la nariz al ir nadando, tal como solemos ver a los cocodrilos. Su dieta consiste en hojitas y ramas muy tiernas, así como los frutos silvestres na­turales de los arbustos y en ocasiones tiernos pa­tos. Su peso promedio es de unos 100 kilos. Los pantanos en donde cazaría a este animal miden

(Umnotragus spekii spekii) Ahora tocaba el turno al sitatunga. Como ya he dicho, este antílope era el principal objetivo del sa­fari y por eso había escogido Bechuanaland, que es el país más socorrido en esta especie, en los pantanos de Okavango y en aquellos que forma el río Chobe. Dejamos Nunga y partimos. Todo un día de jeep sin ver ni un nativo ni una aldea. Por la tarde pa­samos por Kazane, único pueblito que tocamos. Seguimos de frente ya por las riberas del Chobe. Bonitos terrenos en que abundaban los sables, los kudus, los elefantes, los sassabies, las cebras, los elands, los wart-hog, los monos y los roanos. Lle­gó la noche y dormimos a campo raso a 50 km de Kazane.

Campamento en el Chobe Estoy ya en el campamento, cómodo, bonito, agradable, a las orillas del río de aguas cristalinas; me recordó el campamento de Mucusso, en Angola, a las orillas del río Luengue. Finalmente estaba en terrenos del sitatunga, fa­moso trofeo de caza por muy pocos alcanzado. Este animal, 90% acuático, mucho, mucho más acuático que el

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Por sus hábitos y por los terrenos acuáticos donde habita, el sitatunga es uno de los trofeos africanos más difíciles de obtener.

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AFRICA - 1965 aproximadamente 400 kilómetros cuadrados y en ellos abundan numerosos islotitos que apenas sobresalen del agua; ahí es donde por la noche, y ocasionalmente de día, salen a comer los sitatungas. El pantano está surcado por algunos pocos canales por donde nos meteríamos a buscar la presa, utili­zando una balsa con pontones sobre la cual -se construyó una torre de dos metros de altura, en cuyo extremo había una plataforma en la que nos treparíamos; era la única forma de poder descubrir a esos bichos. Lo que más me preocupó y mortificó en este campamento fue la abundancia de la fatídica mos­ca tsetsé, tan dañina y brava. Su piquete es lo de menos, lo malo es la posibilidad de contraer el mal del sueño. En otra parte de este libro hago amplia referencia de este terrible insecto y la enfermedad citada. Por la mañana abordamos la balsa y nos subi­mos a la plataforma de observación donde estaba adaptado el timón que manejaría Glen; en la parte baja iban tres negros que atenderían el motor y servicios varios. Para mí, ésta era una nueva mo­dalidad de caza. Nos adentramos por un canal de unos 10 metros de ancho. Olvidaba mencionar que el río Chobe es una prolongación del gran río Zambeze, tan fa­moso en los relatos históricos de las exploraciones africanas. Toma el nombre de Chobe en Kazungu­la, unos 80 km después· de dejar las Cataratas Victoria. La balsa se deslizaba lentamente, Glen y yo vol­ teábamos constantemente a uno y otro lado. Así ten­dríamos que pasar hora tras hora, día tras día des­de la mañana hasta que se ocultara el sol. Es monótona y cansada esta forma dé cazar; casi in­móvil todo el día y bajo los rayos del sol acaba uno verdaderamente tatemado pero en esos panta­nos es el cínico y más práctico sistema para cazar el raro y difícil sitatunga y, precisamente; estas dificultades lo convierten en tan codiciado trofeo. Sin la dichosa balsa sería casi imposible cazarlo. Después de una hora vimos la primera hembra, luego otra y otra y más tarde un macho joven. Como sucede siempre, los machos adultos, los viejos ba­chilleres, son tan desconfiados y listos que difícil­mente se dejan ver. Mientras tanto, pensaba en cómo diablos le tiraría al macho qué me saliera. Con la corriente del río se balanceaba mucho la balsa y con cualquier ligero movimiento nuestro o de los prietos que iban abajo se ladeaba todo el aparato como si estuviese suspendido de un cable en el espacio; por otra parte, las hembras que ha­bía visto en los claros de los islotes siempre esta­ban a un salto de los bancos de papiros y al oír el ruido del motor de la balsa se ponían alerta y en cuanto nos veían en dos o tres saltos, chapoteando en el pantano, desaparecían. Tan pronto veíamos uno Glen

\Un negrito con su cayuco entra en uno de los canales que tienen los enormes pantanos donde íbamos a buscar al sítatunga.

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La forma de las pezuñas del sitatunga le permiten moverse libremente por las difíciles zonas pantanosas que forman su hábitat. Tal como ocurre con otras especies de antílopes, los primeros ejemplares que vimos de sitatunga fueron hembras.

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Qué difícil nos fue cobrar al sitatunga entre la tupida vegetación donde había caído.

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frenaba la balsa parando el motor, ha­ciéndome perder más el equilibrio. ¿Cómo, pues, tiraría cuando se me presentara la oportunidad? Tal vez a corta distancia tuviera suerte con tiros rápidos, al descubrir, en forma parecida a como cacé el addax en el desierto del Sahara, esto es, encañonando, sin pretender fijar la mira del rifle. Pero a máS. de 100 metros sería muy difícil. Lógi­camente, esto último fue lo primero que ocurrió: al mediodía vimos un macho regular, pero lejos. Glen paró el motor y atracó la balsa contra los papiros, la balsa se balanceaba. —Ese macho no está mal; como tienes licencia para dos sería bueno asegures éste —decía Glen que ya había observado con los binoculares al si­tatunga. —Pero ese bicho está a 300 metros, Glen, y este armatoste se mueve mucho, imposible que pueda hacer blanco. —Inténtalo, hombre, tal vez con un tiro de suer­te, ¿eh? —Sí ... , claro, sólo una chiripa, pero, .. bueno, lo intentaré. Me acomodé lo mejor que pude, apunté... a veces veía el grano del rifle entre los papiros y otras en el azul del cielo ... ¡bang ... !, dejé ir el primer tiro, el animal corrió o, mejor dicho, saltó; hice otros tres disparos y el antílope desapareció. Ni un tiro dio en el blanco. —El primero fue bajo —decía Glen— y los otros no los vi. —¡Claro! — le contesté—, ¡cómo ibas a verlos si en vez de darle al sitatunga por poco le doy a un satélite! Estaba preocupado, pero no desanimado, al me­nos sabía que había sitatungas y no saldría de allí sin llevarme a lo menos uno. Horas después vimos otro y esta vez San Humberto vino en mi ayuda: mi primer tiro fue bajo, dio en el brazuelo, el animal corrió y disparé el segundo tiro que también dio en el blanco, pero el bicho tuvo vida y tiempo para adentrarse en los juncales. —Diste dos veces en el blanco, no se irá —decía, Glen—, ¡Vamos muchachos. . . , a trabajar!

Dos de los negros que sabían cómo arreglárse­las en esos imposibles pantanos, se metieron desde luego saltando de la balsa; el agua les daba a la cintura, pues los islotes que he mencionado no son todos de tierra firme al descubierto sino pantanos semicubiertos de agua y vegetación corta, de un metro de altura, que es lo que comen estos anima­les acuáticos, momentos únicos en que se nos per­mite verlos. Los negros encontraron muerto al sitatunga que con bastante trabajo llevaron hasta la balsa, no sin antes filmar un poco con mi cámara de 16 mm. Me sentí contento al ver asegurado ese animal en el que había pensado desde hacía 4 años. Sentí la misma satisfacción que el individuo que ha aca­riciado por mucho tiempo un deseo, algo así como una casa, un automóvil, un largo viaje, o bien ter­minar su carrera universitaria para poder casarse con la mujer amada y, al fin, ve llegar el día en que sus sueños se realizan después de tan larga espera. Los cuernos del sitatunga midieron 73 centíme­tros y sus largas pezuñas 13 centímetros del talón a la punta de los carnicoles. Su carne es muy sa­brosa. —Aposté 20 libras a que cazarías uno con cuer­nos de más de 30 pulgadas —me decía Glen. —Pues yo te doy cien si lo logramos —le con­testé—, ya sé que eres un profesional con buena suerte. Tomé unas fotos y terminó el día. Dejamos descansar un día a los sitatungas para irnos a la jungla, a tierra firme. No me importó per­der un día en vista de que en el primero cobré un buen ejemplar, seguramente vendría otro en los once días que todavía faltaban. En la selva vi diversas especies de los animales que ya había cazado en otros países. No les tiré, sólo me ocupé de filmar a una docena de hipopó­tamos que se refrescaban metidos en un charco de río; pobrecitos, por más que los

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El hipopótamo nunca me interesó como trofeo de caza. provoqué a que salieran del agua, acercándome hasta 10 metros y arrojándoles piedras, no lo conseguí; sólo manifes­taban su disgusto abriendo sus monstruosas fauces. Nunca me ha interesado fusilar a estos gigantescos paquidermos anfibios que pesan hasta 3 toneladas, porque me parecen inofensivos, fácil de abatirse y, por lo mismo, no los considero como señores tro­feos de caza. De modo que sólo me ocupé de filmar un poco. De regreso al campamento nos atacaron muy duro las moscas tse-tsé. 18 de agosto. Vuelta sobre el sitatunga: Todo el día lo pasamos en los canales, nos alejamos mu­cho y vi muchos lechwes en islotes medio secos, pero siempre la misma cosa: hembra, hembra con cría, macho joven; aquel macho no es mejor que el ya cobrado; lechwe chico, lechwes hembras en grupo, Esta cancioncita monótona sólo fue inte­rrumpida por un hipopótamo que no sé cómo sur­gió a la superficie del agua nadando delante de la balsa; lo seguíamos, se zambullía, salía a respi­rar y seguía nadando. Como el canal no era muy profundo, el hipopótamo hacía olas y de esta ma­nera, cuando se zambullía, adivinábamos su posi­ción, volvía a salir dando fuertes resoplidos y volvía a hundirse, momentos que aprovechaba para filmar. También filmé los sitatungas, oportunidad que a po­cos cazadores se les presenta. La filmación resultó aceptable. Otra vez el día 19 dejamos tranquilos a los sita­tungas para internarnos en el monte. Vimos dos leones jóvenes y otros animales. Para la cazuelacacé de un tiro a un impala, aunque no hacía mu­cha falta la carne, puesto que todos los días tenía­mos pescado fresco del río, dos variedades que llaman bream y tilapia, pesan un kilo, su carne es blanca y muy sabrosa. Pensando que el ruido del motor ponía alerta a los

sitatungas y que sin la balsa no haríamos nada, decidimos alejarnos por el canal y acampar en un islote seco, socorrido de árboles y palmeras, cir­cundado de papiros y el pantano. Un pedazo de paraíso. Allí, desde lo alto de los árboles, podría­mos observar y esperar a que se arrimara un buen macho. Mi proposición le pareció a Glen. Salimos con lo más necesario para pasar 3 ó 4 días llevándonos dos nativos, todo en la balsa. El primer día no vi nada bueno; dormí en mi tiendita volante y al amanecer por poco grito de sorpre­sa. . . Allí, frente a mi tienda, a 30 metros, pegada a los juncos, ramoneaba una hembra; sin hacer movimientos rápidos me volví para tomar el rifle con la esperanza de que asomara un macho; nunca se presentó y la hembra se fue, pero me quedó la impresión de que estábamos en buen lugar. Todo el día lo pasamos encaramados en lo alto de un árbol observando con los prismáticos. Vimos algu­nas hembras, machos jóvenes y dos adultos, pero estaban demasiado lejos, fuera de tiro, imposible llegar a ellos a pie y menos en la balsa; debería­ mos, pues, esperar a que un buen macho se le me­tiera lo loco y se acercara siquiera a 300 metros, lo cual no sucedió en los tres días que siguieron, pese a tan bonito lugar, en el corazón del hogar de esos bichos. Hay razón para que a este antílope se le conceda tanta importancia como un señor trofeo de caza. Muy desalentado volví al campamento-base. Ya habíamos recorrido en la balsa muchas veces los tres únicos canales transitables durante siete días sin más éxito que el primer día. Era inútil nuestra porfía. Volvimos a la selva con el propósito de tumbar un buen gran kudu si lo veía. Nos alejamos bastan­te, rumbo al río Subuti, un río seco con algunos char­cos fangosos. En el campamento del islote había observado la

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AFRICA - 1965 presencia de unas águilas que no había visto antes. Les llaman águilas pescadoras, seguramente de la familia de las Pandionidae; es grande, cabeza y cola blancas, pico amarillo, alas negras, pecho café. Cuando cantan o llaman a sus compañeras, su canto se asemeja al grito de un niño. iCui ... cui ... cuiii! Se lanzan al agua sobre su presa en rápido vuelo con las garras completamente tirantes hacia adelante sobrepasando su cabeza. El canto y vuelo de estas águilas anuncian al cazador la presencia de agua cercana, cosa muy útil e importante en regiones áridas: donde hay estas aves, hay agua, y donde hay agua hay caza. Los charcos del río Subuti los descubríamos gra­cias a las águilas pescadoras. Anduvimos mucho y vimos muchos animales, más de dos mil búfa­ los, gran cantidad de sables y otras varias espe­cies; sobre ninguno de esos animales tiré porque ya los había cazado en años anteriores, y en cuanto al kudu, lo había, pero ninguno de los que vi tenía cuernos de más de dos vueltas. Llegó la tarde y emprendimos el regreso. En terrenos muy trillados generalmente regresa uno siguiendo una rodada y en terreno como en el que andábamos, casi vir­gen, debe uno guiarse siguiendo la huella de su propio jeep; esto último fue lo que hicimos al prin­cipio, pero luego Glen quiso cortar camino, abandonó la huella y al poco rato, en breñal tan tupido y alto, sin puntos de referencia, nos perdimos. El terreno era malísimo; breña dura, espinos, arena, aridez. Glen porfiaba en una dirección equivocada buscando cruzar un río seco que, sin darse cuen­ta, ya habíamos dejado atrás; seguimos hasta que oscureció; antes se nos había tronado una llanta y quedaba ya muy poca gasolina. —Aquí nos quedamos —dije a Glen.

Águila pescadora del río Subuti.

Saltando de islote en islote vimos varias hembras de lechwe con sus crías ...

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AFRICA - 1965 —Ya sé que estamos perdidos contestó—, pero, ¿por qué no seguimos 15 minutos más? —Pues porque ya es de noche y los cánones aconsejan que una vez perdido, al caer la noche no debe el cazador seguir adelante y, además, nos, queda poca gasolina y tenemos una llanta tronada. —Creo que tienes razón. Nos quedamos a campo abierto, sin comida y sin cobijas, pero sin frío, nuestros morenos sirvien­tes Makiwa y Dixon se encargaron de mantener viva toda la noche una buena fogata y en toda la noche no hubo sorpresa alguna. En cuanto clareó el día volvimos por el mismo rodado. Pronto vimos un par de roanos, uno de ellos me pareció bueno y decidí abatirlo: un tiro que dio en el blanco y otro para rematar, fueron suficientes. Sin más contratiempos — que por cier­to me gustan porque le dan sabor al caldo— llega­mos al campamento. Un baño caliente, ropa limpia, Entre los últimos anímales que abatí en este safari, se encontraba un roano y un buen ejemplar de lechwe colorado.

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buena comida y. . . a dormir.

pareció mejor; mi licencia autorizaba dos piezas y quise asegurar la primera, Más tarde me arrepentí, porque con más paciencia y trabajo seguramente hubiese cobrado mejores ejemplares. El terreno en que andábamos era una extensa planicie de pasto corto con grandes manchones de tierra encharcada y ligerísimos lomerías pelones. Seguimos buscando y de paso se me presentó un reedbuck de no malos bigotes. No me interesó, pero Glen insistió en que tirara, pues era un bonito ejemplar. Me decidí, aunque no lo hubiera hecho si he sabido lo mal que iba a tirar. Estaba a 300 metros. Mi primer tiro dio en una pierna; corrió, lo seguí hasta que se me perdió entre un grupo de lechwes que también corrieron; eran unos 30. Des­pués de mucho batallar lo volví a ver, lejos. Final­mente, cayó el pobrecito en el cuarto tiro. Buenos cuernos, muy simétricos; midieron 37 cm. Mientras Makiwa desollaba al animalito vi con los prismáticos un grupo de 35 lechwes —realmen­te había tantas de estas ágiles gacelas como be­rrendos se ven en Wyoming. Todos eran machos, pues las hembras no tienen cuernos. Se me alegró la pupila y olvidé el mal sabor que me dejó el reedbuck. Caminamos un poco y nos vieron. Esta­ ban a 500 metros y soplaba fuerte viento cruzado. Le eché ojo al que me pareció mejor y le dejé ir dos tiros sin dar en el blanco. Me volvió el mal humor. Había levantado bastante la retícula del te­lescopio y no fue lo suficiente, fueron tiros bajos. Usaba mi .30-06 con bala de 150 granos, que ni bala ni rifle son adecuados para esas distancias; a más de 250 metros la bala cae una barbaridad. Pero estábamos en campo muy abierto, no había modo de arrimarme. Con los disparos se pusieron más alertas y desconfiados y el grupo se dividió en dos. Seguimos al que me pareció el mejor y después de mucho sudar logré acercarme un poco. —¿A qué distancia los tenemos? —pregunté a Glen.

El lechwe

(Kobus leche, del grupo de los Kobs) 26 de agosto: Por la tarde hicimos preparativos para un campamento volante; iríamos a la conce­sión del cazador blanco Peter Becker, que distaba dos horas en jeep, buscaríamos un buen lechwe que mejorara las medidas del que cobró mi hijo Fernando en nuestro safari de 1960 en Angola. Tan­to en Botswana como en Rhodesia abundan estos bonitos antílopes semiacuáticos. A diferencia de su primo, el lechwe del Nilo de oscuro pelaje, el lechwe que buscaría tiene un pelaje castaño en el lomo, blanco en las partes inferiores y oscuro en las piernas, con manchones blancos arriba de las pezuñas. Pesa un promedio de 110 kilos. Partimos y a poco andar vimos un león cacho­rro de 3 años; lo dejamos atrás y una hora después Makiwa le quitaba la copina a una cebra que cobré. No perdono a esas mulas cuya piel es muy deco­rativa. Llegamos al campamento de Peter que me pareció muy bonito y ordenado: el lugar está sobre una loma ligera, rodeada de extensa llanura. Des­ de el campamento podíamos ver todos los días bú­falos, impalas, sassabies y monos que, como estaba prohibido cazarlos en las cercanías, ya se habían acostumbrado al lugar en que sabían no se les molestaba. Era agradable el panorama viendo ani­males todo el día, como si se estuviese en un par­que zoológico. Buen cazador blanco este Peter, muy organizado y agradable persona. Rayando el sol salimos al campo y no tardamos en ver los primeros grupos de estos antílopes. Me di cuenta de que en esa concesión de Peter se en­cuentra una de las grandes concentraciones de los lechwes. Un grupo de seis estaba a buena distancia y de un tiro cobré el que me

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AFRICA - 1965 BALANCE DE ESTE SAFARI:

—De 350 a 400 metros, mejor trataremos de acercarnos —repuso Glen. —No, porque se nos van. . . y ahí veo uno muy bueno, el quinto, de izquierda a derecha, mejor in­tentaré desde aquí. Me tendí pecho a tierra mojándome toda la ba­rriga en el agua encharcada y apunté lo mejor que pude, unos 40 centímetros por arriba del lomo de a gacela y un poco a la izquierda. Tomando en cuenta el viento cruzado, disparé, y el animal cayó, pero se movía; caminé 100 metros y temeroso de que se repitiera el caso del sable que se levantó y se fue, hice otro disparo que liquidó a la gacela. Bonito ejemplar, los cuernos midieron 66 centím­etros. Al regresar al campamento de Peter me encontré con Ed Kennedy, cazador que vive en la capi­tal de México, quien con su distinguida esposa y sus hijos había ido a disfrutar las delicias de un safari. Por la noche charlamos largo y tendido brin­dando con champaña que obsequió Ed. De ese en­cuentro surgió una franca y feliz amistad que, con el tiempo, se ha fortalecido. Salud, amigo Ed. Al día siguiente regresamos a mi campamento del Chobe para volver a la carga sobre los sitatun­gas, pero no tuve suerte, pues sólo vimos hembras y machos jóvenes. 29 de agosto: Di por terminado el safari empren­ diendo el regreso. Por la noche nos hospedamos en el campamento de dos guardas de la fauna. Du­e la cena, entre otras cosas, sirvieron una buena sopa de pescado y luego el plato fuerte: ¡ratas de campo cocinadas con una salsa café oscura! Vaya tiempos éstos ... ! Pretexté sentirme indispuesto, tomé una cerveza y me fui a la cama. Para guisos raros, extravagantes y deliciosos, los chinos, pero. . . ¿ra­tas? ¡NO! Por cierto que son unas ratotas de campo del tamaño de una liebre y tal vez sean muy limpias y apetitosas, pero me repugnan. Llegamos a Victoria donde descansé dos días visitando una vez más las cataratas viendo caer la tarde a orillas del Zambeze. Inicié mi largo regreso al hogar, vía Livingston Salisbury - Luanda - Lisboa - Zurich - Londres - Nue­rk México - Guadalajara.

Piezas cobradas: 1 elefante 1 león 1 gemsbuck 1 sable 1 springbuck 1 sitatunga 1 roano 1 impala 1 sassaby 1 cebra 1 reedbuck 2 lechwes -------Total 13 piezas Kilómetros de vuelo: Kilómetros en jeep:

40,000 3,200

Glen regresó a Nairobi para cumplir otro safa­ri con el cazador Arturo Acevedo, de Argentina. Mala suerte, pues muy poquito faltó para que Glen perdiera la vida: cazaban un búfalo solitario en terreno boscoso y pasto alto; Arturo hirió a la bes­tia, ésta se emboscó, la siguieron, hicieron varios tiros sin resultado efectivo, siguieron tras el animal en terreno muy denso —situación por demás peli­grosa cuando se trata de un búfalo herido—, éste, emboscado, esperó a los cazadores y cuando Glen estuvo a cortísima distancia el búfalo cargó sobre él. Glen disparó su rifle cuate de alto poder, pero el búfalo siguió de frente clavando sus terribles pito­nes en la pierna de Glen lanzándolo por el aire. La herida fue tremenda, por un milímetro no le rasgó la arteria femoral que quedó al descubierto; esto le salvó la vida y sólo le costó seis meses de hospital. El búfalo se llevó once balazos y Glen cometió un error que él mismo me contó: antes de ser ata­cado había disparado sin reponer el cartucho que­mado, quedando un solo tiro en el rifle cuate; dis­paró al embestir la bestia y de hecho quedó desarmado.

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18 E.U. 1966

Cacería del puma

era muy estrellada y la temperatura ideal, el puma tendría todavía su tupída piel de invierno. Llegamos a una típica cabaña hecha de troncos de pino y con una acogedora chimenea de piedra, las montañas de alrededor eran elevadas y salpicadas de “cotton trees” sauces y pinos, La cabaña consta de un solo cuarto donde se mezcla todo: la cocina, la mesa para comer, unos sofás frente a la chimenea y las camas; es muy agradable, dormí cerca de la chimenea oyendo por un lado el fuego y por el otro el arroyo que pasa muy cerca de la casa. Afortunadamente Milt Holt, mí guía, y Smokey, el entrenador de los perros no

Transcrito del diario de Fernando.

De Las Vegas a Gun Lock, caserío de 74 almas en el

extremo suroeste de Utah sólo hay desierto. Son las 8:30 de la noche cuando emprendemos el camino al campamento llevando en una camioneta once maravillosos perros. No hay ni veredas, vamos por el desierto y por los arenosos lechos de los arro­yos, comenzando a subir por el arroyo llamado “Beaver Oam” hasta llegar a “Mineral Mountain”, que es donde vive mi puma, La noche del 10. de marzo

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E.U. - 1966 Los perros iban dispersos a unos 400 m de nos­otros, ladraban mucho al principio, pero con el cansancio se fueron aplacando pues íbamos subiendo por la sierra que alcanza 3500 m sobre el nivel del mar. El paisaje era hermoso, tierra desértica pedregosa amarillenta, pero con pinos muy verdes, la temperatura ideal, el aire purísimo, me sentía feliz, el ir a caballo tiene la ventaja de que se puede uno ensi­mismar en sus pensamientos más fácilmente que cuando va caminando al cuidado de no tropezarse. Como a las dos horas de camino vi tres venados corriendo alegremente, seguimos cabalgando y em­ pezamos a bajar por el cauce de un arroyo, los pe­rros de vez en cuando encontraban un rastro y lo indicaban con un diferente ladrido más ladino, una de las mejores narices la tenía un “Hound dog” lla­mado apropiadamente “Old Rusty” por su edad y su color, otro se llamaba “Skitter”, otro “Big Spot” y el último “Fast Spot”. Este era sólo un cachorro, pero muy simpático, y bravo, con orejas muy largas y ojos enrojecidos y tristes, muy tristes, tenía la piel blanco sucio y manchas negras. No encontrábamos huellas frescas, cruzamos algunas de gato montés que entusiasmaron a los pe­rros, pero ninguna de puma, sin embargo, huellas de venado se veían por todas partes, de cualquier forma estaba seguro de que encontraríamos tarde o temprano una buena y fresca huella de puma. Dába­mos semicírculos, siguiendo los arroyos y así cabal­gamos ocho horas ese día, desmontando sólo cuan­do algún paso era demasiado peligroso, subimos y bajamos laderas toda la mañana y calculando que se recorren 8 kilómetros por hora, ese día recorri­mos más de 60 kilómetros. La tarde la pasé leyendo junto al arroyo y a las 8:00 p.m. ya estaba durmiendo. Empezamos el siguiente día también muy tem­prano, pero iba a ser completamente distinto. Como a la hora de ir cabalgando, los perros que iban unos 100 metros adelante dieron la voz de alerta, pues habían encontrado una huella muy fresca; picándole espuelas al caballo nos dirigimos donde ladraban. los perros para verlos correr cuesta arriba, vimos una huella claramente marcada en la arena y corrimos tras ellos. Ésta es una de las horas más agitadas que recuerdo en mi vida, hay que ir apresuradamen­te por esos terrenos tan escabrosos subiendo y ba­jando lechos de arroyos secos, cuidando de no golpearse con los árboles y matojos para compro­barlo. Lo interesante de la cacería había comenzado y mantenerse arriba del caballo tiene mucho chiste cuando no se está acostumbrado a montar diaria­mente. La emoción crece conforme los ladridos se hacen más fuertes, se presiente que ya acorralaron

Hábil cazador, un puma comienza su festín con el venado que acaba de matar. roncaron y me permitieron disfrutar de esos arrullos y de la gran ilu­sión que se siente al pensar que al día siguiente sal­dré a cazar mi puma. Antes de dormirme revisé el rifle que utilizaré, un 7 mm Magnum corto. A las 6:00 a.m. ya estábamos listos, hacía un fresco agradable, después de un típico desayuno americano de hot cakes con tocino y café negro. Ensillamos los caballos y como de costumbre el guía trata de darle al cliente el peor animal, en los primeros metros noté que el mío tenía muy mal paso, por ser el más pequeño, trotaba mucho al querer mantener el ritmo con los otros, pedí a Milt me lo cambiara y obtuve a “Cute face”, un hermoso caballo que me cargaría dos días por las sierras más escarpadas imaginables, lo recuerdo con mucho agradecimiento.

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al puma, por fin yendo cuesta arriba divisé 3 o 4 perros que ladraban en nuestra dirección y daban vueltas en el mismo lugar. Al principio pensé que habrían perdido el rastro, pero después comprendí que ladraban para pedirnos que nos apresuráramos, ya que tenían rodeado al puma en la base de un pino chaparro y tupido. El animal se veía de muy buen tamaño, con una piel tersa y esponjada y con una larga cola, el pecho blanco y con el típico gru­ñido de los gatos trataba de hacerse respetar. Los perros no cesaban de ladrarle, me acerqué a tomar­le fotos aproximadamente a unos 3 metros pues sabía que no

atacaría mientras estuvieran ahí los perros, verlo tan cerca me quitó las ganas de ma­tarlo, hubiera preferido dejarlo ir, pero lo necesitá­bamos para el museo, sonó el disparo y el puma cayó instantáneamente. Una muerte limpia, rápida, sin dolor, como la merecía ese hermoso animal. Una vez muerto los perros se acercaron a mor­derlo, después de las fotos de rigor lo subimos a mi caballo y emprendimos el regreso al campamento. Satisfecho por haber logrado mi objetivo, obviamen­te el matarlo no fue nada difícil pues el trabajo estuvo en correr esa última hora a caballo.

Prácticamente al alcance de la mano, tenía al puma acorralado por los perros ...

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De regreso al campamento y con el puma atravesado sobre el caballo, Fernando expresa su satisfacci贸n por el trofeo conseguido.

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En realidad, ¿qué es lo que nos induce a la caza?

tarea de toda la vida consistía en la caza y habilidad del hombre para ejecutarla, única forma de vida que, con pocas excepciones, todavía hace unas cuantas décadas subsistían en algunas tribus paleolíticas de nuestro siglo XX, tales como los bosquimanos de África, los bindibúes de Australia, los fueguinos de la Tierra del Fuego en Sudaméri­ca o los esquimales del Ártico, si bien estos últi­mos tenían y tienen la ventaja de los hielos perennes para almacenar y conservar por tiempo indefinido el producto de la caza. ¿O será esta afición vena­toria un escape, un pretexto para alejarse tempo­ralmente del smog, de la crítica pueblerina, de las obligaciones

¿Instinto sanguinario o herencia atávica que llevamos oculta a flor de piel? Y, ¿por qué atavis­mo si nuestros ancestros, los hombres paleolíti­cos, no cazaban por diversión o placer sino por necesidad, puesto que pervivían dependiendo ex­clusivamente de la caza y de la exigua pepena de algunos frutos silvestres, ya que ignoraban total­mente la industria agropecuaria? Antes de ser ca­zador el hombre prehistórico fue pepenador, como todavía lo son todos los monos salvajes. En remo­tos tiempos no existían cazadores aficionados, como tampoco había escala de ricos y pobres. La diaria

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MONGOLIA - 1966 sociales, y huir de la oficina de tra­bajo para meterse al monte y sentirse más libre al abrigo de la naturaleza volviendo al primitivismo? ¿O será el motivo un llamado ancestral, un desper­tar instintivo, salvaje, como expresa un escritor más o menos en las siguientes palabras?: Es la fiera que dormita en el fondo de todo buen cazador y al des­pabilarse siente que se le aguzan los colmillos y se le hace agua la boca. Tal vez esto último sea lo más acertado, pues el hombre, como todo animal carnívoro salvaje, también tiene colmillos, muerde, ¡Y en qué forma! Tómese como se quiera y sea lo que fuere, el hecho es que el deporte venatorio o cinegético con­tribuye en gran parte a la formación del carácter del hombre para enfrentarse, más firme y vigoro­samente, con más confianza, con los diarios pro­blemas que presenta la lucha por el bienestar de nuestros seres queridos. A los infortunados que nunca han oído el rugir de la selva, ni han recibido la fresca caricia del aire en la montaña, ni sentido la agradable fatiga al calor de la fogata después de larga caminata, sería inútil tratar de explicarle el placer y, más bien, la felicidad que nos brinda la caza. Lo mejor sería su­gerirle pasar solo una noche entera en el corazón de la jungla india y oír el impresionante rugir del tigre de Bengala, o bien, salir de madrugada y me­terse solo, siempre solo, al bosque, para observar la fauna local, oír el trino de los pájaros, el canto del viento y aspirar, con ganas, el aroma del pinar y la tierra mojada. Si además de esta prueba se tercia el rifle al hombro y llegan a él, pero no las siente, las fuertes emociones y alta tensión que son lo atractivo de la afición, entonces no valdrá la pena que practique este deporte de la caza, por­que resultaría como el siguiente chiste: dos mucha­chos jóvenes muy aficionados a la caza menor un buen día convencieron al papá a que los acompa­ñara a tirar a los patos en una cercana laguna. Al clarear el día, en pleno mes de diciembre, ya es­taban metidos en un tular con el agua a la cintura. Después de dos horas el papá no había matado un solo pato, y morado, tiritando de frío, con más ganas de un café calientito que de disparar su es­copeta, aguantándose sin salir del agua por no dar su brazo a torcer. En esos momentos llega su amigo al que sí le gustaba la cacería y sorprendido le dice: —Pero Pancho ¿qué diablos andas haciendo tú aquí, si nunca te ha gustado la caza? —No, nun­ca me ha gustado la cacería ni me gustará, pero según estos pendejos me estoy divirtiendo mucho —contestó Pancho. Algunos se gastan una fortuna en una cuadra de finos caballos “pura sangre” que tendrán que ayatear, alimentar y cuidar con veterinario de ca­becera todos los días para, con alguna frecuencia, disfrutar viéndolos correr en los

hipódromos. Otros gastan cientos de miles de pesos en autos depor­tivos que, por su alta calidad, complicado mecanis­mo y tremenda potencia de motor se mide, como el pulque, por litros. Esos autos se pasan la mitad del tiempo en el taller checando, revisando y ajustando esto y aquello para, una vez afinado, sentir el vértigo de la suicida velocidad de 300 kilóme­tros por hora y el dueño arriesga el pellejo durante las competencias de tan viril y emocionante depor­te. Otros más, derrochan sus dineros en yates o veleros para gozar las delicias de la pesca o las­regatas en el mar con jaiboles al canto. Pero gastarse una fortuna; volar 40 mil kilóme­tros; correr el riesgo de quedar atrapado tras la Cortina de Hierro como consecuencia de una de esas guerras sorpresivas hoy tan de moda; pasar hambre y frío; aguantar el calor, Ia sed, sustos y fatiga; hacer el papelito de sordomudo por el des­conocimiento de idiomas y dialectos y pasar todas las incomodidades que han de soportarse en regio­nes desoladas, esteparias o selváticas, lejos de los centros civilizados, para, si se tiene suerte, después de muchos días de sudar pacientemente, lograr aba­tir un animal, o, tal vez, dos ejemplares de una especie importante de la fauna mundial y volver a casa sin más premio ni más gloria que la íntima satisfacción deportiva de haber coronado su sueño, realizado un propósito largos años acariciado y, después, tener un recuerdo tangible para toda la vida, tangible porque ahí, en el salón de trofeos de caza estarán disecadas las piezas cobradas. Tal premio debe ser algo semejante a lo que segura­mente sentirá el alpinista cuando después de algu­nos intentos y mucho esfuerzo llega a la cima de la montaña, ahí donde no hay exhibicionismos ni aplausos ni laureles o premios en efectivo, sino sólo el silencio y la soledad que lo rodean; entonces el deportista puro, de pie, calmada, sosegadamente, respira profundo y, dibujándose una sonrisa en sus labios, levanta los ojos al cielo dando gracias a Dios por un feliz propósito cumplido. Decía yo, volviendo a las cacerías: gastarse una fortuna para esto parece cosa de locos. En breves líneas he intentado exponer lo que tiene uno que pasar, hacer y, sobre todo, aguantar para cazar una de las más raras especies como es el nyala de la montaña, el bongo, el argali de Mongolia o el borrego de Marco Polo. Para nos­otros, los cazadores veteranos, abatir los especí­menes arriba nombrados es la máxima aspiración. Naturalmente que si un neófito en este deporte ve colgada en el muro de un salón la cabeza de un argali bien pudiera pensar o comentar: ¡Bah! ... ¡bah! ... , este dizque cazador debe estar chiflado; gastarse un dineral y recorrer medio mundo para traer un animal al que sólo le encuentro alguna diferencia con los cameros que veo en los ranchos, tal vez

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MONGOLIA - 1966 más grandote; a mí me parece un disparate. A ese pobre ignorante le diría yo que si fuese cazador, o si tan sólo tuviese el privilegio de ver a la caída de la tardé la gallarda y majestuosa silueta de un buen ejemplar de borrego salvaje dibuján­dose en el fondo de un cielo azul sobre el filo de la montaña, se le cortaría la respiración, quedán­dose con la boca abierta y emocionado, lleno de admiración, como quien ve una aparición celeste, y entonces comprendería por qué un cazador hace lo imposible, paga hasta lo que no tiene y pone todo su esfuerzo por adquirir a pulso ese digno y meritorio trofeo de caza. En el libro The Great Arc of the Wild Sheep de J. L. Clark, que es un texto, el cual considera al Ovis ammon ammon como el mejor representativo de todos los borregos silvestres, no obstante haber basado su criterio en las medidas récord mundial del siglo pasado. Veamos: Argali es una palabra mongólica para designar cualquier raza de los borregos silvestres y com­prende al grupo de los ammon que habitan en Asia. A este grupo lo encabeza el Ovis ammon ammon clasificado como especie, es decir, como el tipo primigenio, origen de todas las subespecies y, para mí, no sólo fue la semilla sino que es y sigue siendo el papá de todos los borregos salvajes, si bien, por otra parte, al de Marco Polo se le cataloga como el rey de reyes por su graciosa cuerna, esbelta fi­gura y, principalmente, su inaccesible hábitat; pero el Ovis ammon ammon se lo lleva, lo supera en peso y score en puntos por su cornamenta cuya masivi­dad en la base mide hasta 53 centímetros, 1.70 m de longitud y más de un metro de punta a punta. ¡Es mucho borrego!

El oficial del ejército de la Rusia zarista N. M. Przewalski, durante sus exploraciones por el desierto de Gobi en el siglo XIX, fue uno de los primeros europeos en comprobar la existencia de los argalis.

Cabeza disecada de un argali del desierto del Gobi que contaba aproximadamente con 8 años de edad.

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Argalis del desierto de Altai. Hace unos cuantos años se consideraba al Mar­ co Polo como el número uno de los borregos sal­vajes; hoy las opiniones están divididas y es que cada uno de estos magníficos ejemplares de la fauna silvestre tiene lo suyo: cornamenta, pelaje, peso, hábitat, todo es diferente, porque en puntos de score los cuernos del Ovis ammon ammon sobre­pasan al Marco Polo y también en tamaño y peso del cuerpo; en cambio, los cuernos del Marco Polo son más largos y la delicada estampa de su silueta estéticamente es un arte; además, por otra parte, para cazar a este olímpico monarca de las alturas hay que irlo a buscar en un mundo raro, a niveles que pasan de los 5000 metros sobre el nivel del mar, entre las montañas más altas del orbe que son su hogar. Son palabras mayores hablar de ca­zar este borrego, es mucho, pero mucho más difícil de cobrarse que el primero. Tan sólo el hecho de llegar a las regiones de su hogar, entre esas mon­tañas sagradas, más que una aventura significa una hazaña. Por ello más

Score récord mundial del Ovis ammon ammon (cazado en 1970) Largo de cuerno Circunferencia, base del cuerno Punta a punta de cuernos Peso de la cabeza con cuernos, sin piel, ni maxilar inferior Peso del cuerpo entero Altura a los hombros

1.69 m 0.53 m 1.11 m 23 kg aprox. 160 kg aprox. 1.25 m

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Borregos de Marco Polo.

adelante le dedicaré a este interesantísimo ejemplar de la fauna silvestre un capítulo especial; por ahora volvamos al no menos interesante argali de los montes Altai de Mongolia. Haciendo a un lado a los cazadores furtivos na­tivos, el primer deportista que cazó el Ovis ammon ammon — Typica— fue el mayor Cumberland en 1895 en los montes Altai, ese masivo grupo de mon­tes donde convergen las fronteras de Rusia, China y la República Popular de Mongolia. En 1900 le si­guió el famoso cazador inglés George Littledale y después, en 1920-22, le tocó el turno al expedicio­nario, cazador, escritor, escultor, etcétera, J. L. Clark. Desde entonces, que yo sepa, los países cita­dos cerraron las puertas a cazadores extranjeros, o tal vez por ignorancia de la fauna existente ningún

Score récord mundial del borrego de Marco Polo Largo de cuerno Circunferencia en la base Punta a punta Peso de la cabeza con cuernos, sin piel, ni maxilar inferior Peso del cuerpo entero Altura a los hombros

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1.90 m 0.41 m 1.38 m

13 kg aprox. 110 a 125 kg 1.10 m


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Cornamenta del rĂŠcord mundial de argali Gel desierto de Gobi.

Cornamenta del rĂŠcord mundial de argali del desierto de Altai.

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La impresionante cornamenta de un borrego de Marco Poto. Robin Hood se aventuró por esas lejanas tierras en busca de los argalis. Había de pasar cerca de me­dio siglo para que, casi en forma accidental, el empedernido cazador de borregos silvestres, George Landreth fue a parar a Mongolia y dio con la mo­rada de estos tan preciados animales. La aventura tuvo lugar en el año de 1965, en Gurban Sahyan, al sur de los montes Altai. Por mi parte, para entonces, como profundo afi­cionado al arte venatorio, me encontraba bien do­cumentado respecto a la fauna asiática y de las pocas o ninguna posibilidad de obtener permiso de caza en ninguno de los países como Rusia, China, Pakistán, Afganistán, Mongolia o el Tíbet. Mi inte­rés en Mongolia surgió cuando, en 1962, leí un ar­tículo del Geographic Magazine en el que, entre otras cosas, se mencionaba el hallazgo de huesos y huevos fosilizados de dinosaurios que hace 90 millones de años existieron en Mongolia, precisa­mente en la zona de Gurban Sahyan. Esos gigantes prehistóricos, que científicamente se llaman Balu­chitherium, medían nada menos que cinco metros de altura por más de siete de largo. Nunca antes, en ninguna parte del mundo, se habían encontrado huevos de dinosaurio; por lo tanto, la noticia causó sensación e interés en paleontología. Cuando tuve noticias de que Landreth había ca­ zado un argali me comuniqué con él para documen­ tarme. La información fue escasa y llena de pro­blemas, baste decir que en México no hay consulado o, al menos, un representante de negocios de Mon­golia. Escribí al Departamento de Turismo y en oc­tubre de 1966, ya un poco avanzada la temporada de caza, con el invierno en puerta, recibí una lacó­nica carta que traducida del inglés decía:

lamente 2 días. Pero en nuestro país se puede cazar desde septiembre hasta fines de noviembre. Si us­ted desea venir de cacería, favor de escribirnos inmediatamente informándonos la fecha de su arri­bo, tipo de armas que usara y qué animales desea cobrar. Tscdendorj (rúbrica) Contesté enviando un cable y una carta anun­ciando que Gerardo y yo llegaríamos a Ulan Bator el día 2 de noviembre. ¡Y nos fuimos! He dicho nos fuimos, porque en esta ocasión me acompañó mi hijo Gerardo. No podía esperar un año más, tenía que aprovechar esa oportunidad y cazar en noviembre. El 15 de octubre de 1966 salimos de Guadala­jara sin más visas que la de Rusia. El itinerario fue México, D. F., Bruselas, Moscú y Ulan Bator, capi­tal de Mongolia, si todo se arreglaba. Naturalmente que no contábamos con el contrato de caza, usual en otros países, ni sabíamos cuántos días duraría el shikar, ni cuánto nos costaría, y mil detalles más. Simplemente partimos con nuestros rifles y lo in­dispensable. Si no tomaba de inmediato esa deci­sión tal vez no se presentara otra oportunidad, y con lo mal que andaban las cosas en nuestro béli­co mundo, ¿quién podría asegurar que Mongolia, geográficamente situada como un sandwich entre sus vecinos China y Rusia, mantendría su tran­quila paz sin invasiones ni guerra para 1967? Moscú nos recibió con una temperatura de 10 grados bajo cero, por la noche hubo fuerte neva­da y, en la mañana del día 28, al asomarme por la ventana de mi cuarto del Hotel Ucrania, a mi vista se presentó un panorama bellísimo: a mis pies, allá abajo, se extendía, toda cubierta por un manto de nieve, parte de la gran ciudad de seis millones de habitantes, dándome la impresión, como siem­ pre la imagina el turista antes de visitarla por pri­mera vez ... : mucha nieve. Luego seguirían la presencia de abrigos de

10 de octubre de 1966 Señor Albarrán: Desafortunadamente recibimos su carta hace so­

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MONGOLIA - 1966 la mayor parte del pueblo] donde protegerse del frío; alguien que les cocine, caballos y otros servicios. —Señor Cónsul —argumenté—, contesté la carta del señor Tscdendorj anunciando que para el 2 de noviembre llegaríamos a Ulan Bator, enviamos también un cable, y es de suponerse que ya tienen listo todo. —Imposible, lo siento mucho, no tienen respuesta de ese cable; comprenda que, aunque contamos con un Departamento de Turismo, no estamos preparados para recibir cazadores; por lo tanto, no puedo expedir las visas sin antes estar seguro de que no tendrán problemas. Las palabras del Cónsul nos cayeron como una ducha de granizo, pero tenía razón, no quería exponernos, “Maldita sean el lobo gris, la corza rojiza y la abuela de este tipo”, gruñí entre dientes, “y lo peor es que aquí no existe la bendita mordida que todo lo arregla en un momento, la cual, en mi concepto, debía establecerse por decreto en todo el mundo civilizado”. Tampoco había comunicación telefónica entre Moscú y Mongolia, así que salimos del consulado como perros, con la cola entre las patas. El lobo gris y la corza rojiza que arriba menciono son —según reza la fabulosa leyenda— los ancestros, el origen de la familia gengiskánica; algo semejante a la leyenda de la loba que alimentó a los hermanos Rómulo y Remo, el primero, después de asesinar a su hermano, se coronó primer rey de Roma. Afortunadamente Alkana, nuestra intérprete-guía, fue muy lista; no sé cómo se informó que el señor Damdinsurengyn Togootch —vaya nombrecito—, director general del Departamento de Turismo de Mongolia se encontraba en el Hotel Metropol, de paso para Berlín Oriental . . . y ahí lo encontramos. Este bendito señor, quien con anterioridad había visitado México, nos recibió muy amable, No hablaba inglés ni francés, pero no hizo falta; ordenó una botella de vodka hecho en Mongolia y después de los primeros tres tragos gordos se levantó usó el teléfono instruyendo al Consul, quien, desde luego, dio trámite a las visas, quedando en un santiamén todo arreglado, Tipo simpático este Togootch; alto, delgado, activo, rápido, culto, inteligente y tan campechano que al terminar nuestro asunto acabamos también con la botella de vodka que, siguiendo la costumbre rusa, de un trago vaciábamos cada copa. No cabe duda que en el amor, la amistad y los negocios, el embajador más eficaz es el vino. Noviembre 19, A las 8 p.m, abordamos un avión de la línea Aeroflot que nos llevaría a Ulan Bator, haciendo

Mientras resolvemos las imprevistas dificultades, conozco la ciudad de Moscú y me retrato frente a la iglesia de San Basilio. finas pieles, la imprescindible visita al Kremlin, la tumba de Lenin, el gran teatro Bolshoi con su hermosísimo ballet de impresionante perfección, gracia y belleza, su biblioteca con 20 millones de libros y ... a tomar vodka a botella por cabeza, que para eso tiene uno el pretexto del frío. Pero lo primero, lo más importante, era conseguir las visas para Mongolia; contratamos una guía intérprete y nos fuimos al consulado mongol, donde presenté mi pasaporte y la carta antes citada. —Señor Albarrán —me dijo el Cónsul—, para ir de caza a mi país se requiere algo más que esta simple carta del Departamento de Turismo; ustedes necesitan un contrato, intérprete, guía, medios de transporte, yurtas [las típicas tiendas transportables tan prácticas que usaban las huestes de Gengis Kan y todavía usan

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Gerardo en la Plaza Roja de Moscú ..

escalas en Omsk e Irkutsk. Once horas duró el vuelo para cubrir los 5000 kilómetros por aire. Llegamos a las 7 a.m. del día 2. Como nuestro vuelo fue nocturno no pudimos disfrutar del interesante panorama que ofrece el cruzar los Montes Urales y la inmensa extensión territorial de la taiga siberiana, pero ese placer me estaba reservado para mi segundo shikar mongólico en 1968. LA REPÚBLICA POPULAR DE MONGOLlA SU BANDERA Significado: a) Achón de fuego que significa acción perenne. b) El círculo redondo representa al Sol, y más abajo la media Luna, ambos significan progreso bajo el cielo. c) La figura que sigue en forma de pirámide invertida y la última de abajo son puntas de flecha que indican persecución sobre el enemigo que intente invadir el país y echarlo fuera. d) Los dos peces en circulo advierten que hay que imitar sus cualidades, son rápidos en el ataque y siempre están alerta, nunca cierran los ojos.

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Pastores nómadas mongoles con los caballos descendientes de los que montaban los guerreros de Gengis Kan, e) Por último, las 4 barras, dos verticales y dos horizontales, representan muros de protección, fortalezas contra el invasor.

pueblo, conserva sus antiguas costumbres de nómada pastoril, semejante al pueblo de Irán y Afganistán. Los arat, pastores del campo y del desierto diriase que tienen su verdadero hogar sobre el lomo de su caballo y cuando les da Ia gana o escasea el agua y el pasto en cosa de unas horas desarman su yurta —tienda—, la cargan sobre el lomo de un camello y se largan a otra parte. Continúan igual que hace siete siglos, cuando Gengis Kan, seguido por sus aguerridas huestes de bravos centauros —mongol significa hombre bravo—, a base de flecha, arco y sable forjó su gran imperio. Seguramente la vida sencilla de esta raza, vida al aire libre y puro del desierto y la estepa, ha hecho de él un individuo sano, fuerte, alegre y sin complejos. Recuerde el lector la marcialidad, garbo y hasta arrogancia con que marchaba aquel luchador semidesnudo, gigante mongol, portaestandarte que desfiló en la Olimpiada de 1968 en la capital de México, típico representativo de su país. Al igual que el tuareg del desierto del Sahara en África, quien no cambiaría por un palacio su tienda roja en las inmensas dunas, el arat de

El país tiene una extensión territorial de 1 56 5000 incluyendo fa parte que te toca del desierto de Gobi y su población apenas llega a 1 300 000 habitantes, gente sencilla, alegre, sin muchos lujos pero con la barriga llena; ahí no hay hambre y tampoco se carece de las cosas necesarias. Lo más importante es su riqueza pecuaria que alcanza la cifra de unos 30 millones de cabezas entre ganado vacuno, caballar, lanar, camellar y cabrío, de la que aprovechan todo, hasta la leche de camella, del yac y de la yegua; con la de esta última se elabora la mongólica bebida nacional que llaman kumiz muy sabrosa si se, toma bien fría y es popular como el pulque en México, A excepción de Ullan Bator con una población de 170 mil habitantes, sólo cuenta con otros dos pueblos con menos de 8 000, los demás son pequeñas poblaciones y aldeas ... El resto, el 80 por ciento del

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Los emperadores mongoles que heredaron el imperio creado por Gengis Kan eran grandes aficionados a la caza. En esta pintura del año 1560 se ve al gran mongol Akbar cazando con un guepardo domesticado. Mangona prefiere vivir libre, a campo abierto en su yurta de la estepa sin limites, cuidando de su ganado, su tienda y saboreando su kumiz, sin importarle las. computadoras ni los problemas del mundo exterior. Es cordial, servicial y hospitalario como lo es todo hombre humilde de campo. Ignora lo que es una cuenta bancaria o una úlcera gástrica. Es curioso observar que en toda Mongolia no existe un monumento, un mausoleo, una región, el nombre de una calle, una placa conmemorativa, ni siquiera una montaña o una sencilla lápida que ostente y recuerde al gran conquistador Gengis Kan, nombre que significa rey de reyes, y ciertamente lo fue, porque larga es la lista de los monarcas que venció y humilló este iletrado pero genial hombre que al morir dejó como herencia, a sus hijos, a sus nietos y a su pueblo, uno de los imperios más vastos que han existido en la historia del mundo

y más duradero que el de un Alejandro de Macedonia, Alejandro el Grande fue educado por célebres filósofos como Aristóteles, Leónidas y Demóstenes; en cambio, Gengis Kan nunca aprendió a leer, pero fue, por naturaleza, un genio estratega, calculador, previsor y administrador. El imperio de este mongol de acero se extendió desde el Pacífico hasta el Mediterráneo y el Elba; desde el Golfo Pérsico y el Mar de Aral hasta Pekín; desde las selvas del Baikal hasta el Indo. César y Alejandro el Grande debieron en gran parte sus triunfos a la herencia que dejaron sus precursores, quienes habían creado y perfeccionado la legión romana el primero y la falange macedónica el segundo, César murió asesinado; Alejandro murió a la edad de 33 años a consecuencia de una de sus grandes bacanales. Otro gran conquistador, Napoleón, murió prisionero en la isla de Santa Elena con el amargo sabor de la derrota. En

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Los monjes de los monasterios lamaístas controlaron durante siglos el poder en Mongolia.

cambio, Gengis Kan, ese formidable mongol de acero, tuvo que fabricarse sus propios instrumentos de guerra, nunca perdió una guerra y murió entre sus huestes guerreras a consecuencia de la caída de su caballo durante una cacería de osos sufrida tiempo atrás. Murió en la cumbre de su gloria a la edad de 60 años, cuando con su ejército marchaba sobre Catay —antiguo nombre de China—, país que ya en esa época contaba con una población de 100 millones de habitantes. Hoy el pueblo mongol aparenta olvidar al conquistador y, para colmo, ni siquiera se ha podido localizar su sepultura. Él mismo escogió el lugar cerca del río Onon, donde nació, en las estribaciones de las alturas que componen el macizo del Burkan-Kaldun, la misma selva sagrada, de impenetrable espesura, a la que siempre iba en vísperas e emprender sus guerras para invocar a su Tengri Eterno Cielo Azul —antiguo Dios Supremo de los mongoles—. Bajo ese manto de cedros, abetos y alerces duerme el último sueño el indomable conquistador. Después de sepultado se prohibió visitar el lugar y, con el tiempo, la selva lo cubrió sin que asta hoy haya sido posible localizarlo, y creo que no le importa al pueblo, que hoy sólo le rinde Ita a su libertador Sukhe Bator y a Lenin, quien, por cierto, aseguran, tenía sangre mongólica por parte de la madre. Al correr de los siglos el pueblo mongol no sólo a olvidando a Gengis Kan sino hasta su antigua lengua uralo-altaica, adoptando oficialmente el alfabeto cirílico con dos letras más que el ruso. En el pequeño museo de Ulan Bator solamente se exhiben, como cosa curiosa,

unos cuantos objetos, reproducciones de los usados en la época del conquistador, tales como los tuks —banderas de guerra— confeccionadas con un aro del que penden 9 colas, unas blancas de caballo y otras negras de yac. El número 9 es de suerte entre los mongoles como lo es el 7 para los italianos, También hay un tambor metálico, grande, con adornos de plata y, arriba, en el centro, tiene fijado un gran tridente cuyas puntas despiden una especie de llamas de plata. Ese tambor era colocado a la entrada de la puerta de la yurta de Gengis Kan como símbolo de su alta jerarquía. Los mongoles creían que el alma de su líder habitaba en los estandartes y bajo esa protección — como decía Gengis Kan a su pueblo— conquistarían todo el mundo para gloria del Eterno Cielo Azul —su dios—. En una vitrina del museo se exhiben tres huevos fosilizados de dinosaurio, encontrados en Gurgan Sahyan, cuya edad se remonta a 90 millones de años.

Ulan Bator Por la mañana, minutos después de despegar nuestro avión de la pista de Irkutsk, volábamos ya bajo el cielo de Mongolia; el bellísimo Lago Baikal, el más profundo del mundo, había quedado atrás. Luego, mi pensamiento se hundió en los siglos de la Historia: En el predestinado paisaje del Onon se amaron el Lobo Gris y la Corza Rojiza y su hijo Batachikan seria el abuelo de la familia gengiskánica. Así reza la leyenda que dio origen a la familia, que, a puño y flecha, de la nada, había de unir a su pueblo para después conquistar a casi

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Con un frío sumamente intenso aterrizamos en pleno desierto de Gobi en la aldea Dalan Ozadagad, de donde partiríamos en jeep a nuestro campamento.

todo un continente. Pasan los siglos y China, que había sido subyugada por los mongoles, absorbe a Mongolia y ésta se libera de ella en 1924 para convertirse en la hoy República Popular de Mongolia. Esa es la eterna historia del mundo, unos imperios caen y otros surgen. Antes de 1921 Mongolia era prácticamente un país agropecuario en su totalidad, una mina de riqueza con métodos primitivos bajo un régimen de jutujtu o Buda Viviente. Los monasterios lamaístas regidos por lamas y abades mongoles y chinos tenían en sus manos las riendas del gobierno y el poder bajo un sistema feudal, de suerte que toda la riqueza era poseída por los religiosos y unos cuantos nobles. Existían 75 monasterios que China tenía bajo su dominio para gobernar y conservar el país a su conveniencia. Surge la República Popular de Mongolia. En 1920 sólo contaba Mongolia con 2 imprentas de mano, uno de sus operadores era el líder Sukhe Bator, hoy héroe nacional, libertador de su pueblo. En ese año fue a Moscú a pedir ayuda a Lenin. En 1921 tropas soviéticas entraron a Mongolia. Dos años más tarde Sukhe Bator fue envenenado: se encontraba enfermo y el lama le envió su médico para atenderlo y éste le suministró el veneno, eso se supone, y murió. Pero la idea libertaria fructificó y para 1924 se proclamó la independencia de Mongolia antes subyugada por China. Más tarde, en la década de 1930-1940, surgió un conflicto entre el gobierno y los monasterios; éstos, que oprimían al pueblo, fueron aniquilados y hoy día predomina el ateísmo. En Ulan Bator sólo queda un monasterio con un reducido grupo de sacerdotes que más bien parece una atracción turística. La antigua religión fue el lamainismo

en su forma mahayana en la que el lama era autoridad absoluta de la Iglesia y el Estado. Al aterrizar en el aeropuerto nos recibieron dos individuos que nos servirían de intérpretes en inglés, Send Ochir y Achir Pal. Ya en el hotel, sólo hay uno, me di cuenta que nadie del servicio hablaba inglés, pues Mongolia es el único país en el que no he visto un solo turista gringo, ni otras plagas que invaden al mundo. De inmediato nos presentaron al señor Tscdendorj, con quien en media hora nos pusimos de acuerdo en todo lo relativo al shikar que duraría diez días con derecho a cazar 4 argalis y 2 ibex. El frío se dejó sentir muy fuerte. El país es extremoso: en verano la temperatura sube a 40 grados C. y en invierno baja a 38 bajo cero. Tanto en Ulan Bator como en los pequeños pueblos y aldeas es de notarse una cosa interesantísima: en esta época de inquietud, incertidumbre, guerras, secuestros y tantas calamidades que se extienden como un cáncer en el mundo, Mongolia es un oasis de tranquilidad y trabajo donde el pueblo, con la barriga llena y el corazón contento lleva la sonrisa a flor de labio.

Campamento en el desierto El 3 de noviembre partimos de Ulan Bator, abordamos un avión U-2 bimotor que nos llevaría a un sitio no muy lejos del que sería nuestro campamento. El lugar de cacería eran los montes Altai de Gurban Sahyan, propiamente una prolongación de la cadena Altai que se mete en el desierto de Gobi. Este desierto es diferente al del Sahara que conocí

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MONGOLIA - 1966 formación de charcos y pequeñas lagunas con las aguas que sueltan las lluvias y las nieves de invierno, sin que lleguen a agotarse totalmente en el curso del año. El limo que dejan las nieves de invierno prácticamente cubren todo el país y sirve de fertilizante que enriquece al suelo. De suerte que el numeroso ganado y la fauna silvestre esteparia no carecen de alimento ni padecen de sed. Desde el avión observaba las inmensas llanuras, horizontes sin límite, alternativamente ardientes o helados, son las estepas infinitas, es el hogar donde los nómadas del desierto en cualquier lugar propicio arman su yurta y llevan a apacentar su ganado. Además, el arat no paga impuestos, sólo está obligado a vender sus productos por conducto de las Cooperativas o Uniones del Estado al precio que éste fija. Mongolia es un país totalmente socialista y bajo esas normas el pueblo prospera, en apariencia se le ve feliz. Después de dos horas de vuelo aterrizamos. en la pequeña pista del poblado Dalan Dzadagad, en pleno desierto. El frío era intenso. Un jeep ruso nos esperaba. Una hora en éste por el desierto y llegamos al campamento que fue una verdadera sorpresa, pues superaba a los que he ocupado en África, India o América, Éste se componía de tres yurtas, de las cuales una servía de cocina, una para nuestros guías y servidores, y la tercera de recámara para nosotros, con piso de madera alfombrada, estufa al centro, camas confortables, mesas, etc. No hubo necesidad de usar las bolsas de dormir que habíamos comprado en Bruselas. Por si estas comodidades fuesen pocas, también teníamos a Sumaya, nuestra guapetona y chapeteada cocinera. Achir Pal nos presentó a quienes serían nuestros guías: Tchizhin y Jungdung, a los choferes del jeep y del camión de redilas y a un arat que, junto con su mujer, cuidaba el campamento y el ganadito que poseían. El viento que llegaba de las montañas de Gurban Sahyan era fuerte y extremadamente helado, semejante a los vientos que continuamente barren y azotan las islas Aleutianas. Antes de entrar en nuestra yurta quise contemplar las montañas que serían el escenario de nuestro shikar. Calculé en 50 los kilómetros que nos separaban, pero ¡qué imponentes se veían! Desde las arenas del Gobi se elevaban sus altas cimas cubiertas de nieve, lo que indicaba la baja temperatura y vientos cortantes que tendríamos que soportar durante la búsqueda del argali y los ibex. Mientras contemplaba con los binoculares sentí que se me estremecía el cuerpo de sólo pensar que si ahí en el desierto teníamos una temperatura de 15 grados centígrados bajo cero, ¿cómo estaría allá arriba? En el desierto del Sahara cacé el addax con una

Aunque la fotografía del desierto de Gobi que tomé desde el avión no es buena, en ella se pueden apreciar sus características geográficas.

cuando fui a cazar los raros antílopes addax y órix cimitarra; tampoco se parece a nuestros desiertos de México. El de Gobi carece de oasis, de palme-as. de altas dunas arenosas, no crecen los cactos su suelo es muy duro, apenas cubierto por una ligera capa de arena gruesa; no crece un solo arbusto ni matorrales, solamente pasto ralo, cebollitas silvestres de las que mucho gustan los argalis y pequeña vegetación como los diminutos tamariscos que dan al desierto un tinte color rosa. Por fortuna para los mongoles el agua se encuentra a poca profundidad y la dureza del suelo propicia la

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MONGOLIA - 1966 temperatura de 50 grados C. sobre cero y ahora en Mongolia cazaría a 20 grados bajo cero. Son los extremos de este deporte. Nuestra primera comida en el campamento fue de vodka y caviar, mucho más vodka que caviar. En este mi deporte favorito he abatido ejemplares de casi toda la fauna peligrosa de Asia, África y América, enfrentándome a leones, leopardos, tigres de Bengala, osos polares, kodiaks, búfalos, elefantes, rinocerontes, etc. Todos me hicieron sentir grandes emociones y algunos sustos por su peligrosidad; otras veces me vi en situaciones comprometidas con animales heridos. Nos invade gran tensión nerviosa y resequedad de boca cuando, en un acecho, tiene uno que arrimarse a muy corta distancia de la temible bestia, las glándulas suprarrenales segregan mayor volumen de adrenalina acelerando el ritmo del corazón y, en fin, es evidente que el cazador se arriesga, pone en peligro su vida. En cambio, tratándose de borregos, tal vez pueda uno romperse algunos huesos al desbarrancarse, pero, iah!, . “ ¡caray!, qué lugar tan distinguido ocupan en el arte venatorio. El borrego salvaje tiene su lugar aparte, debe considerársele siempre como Caza de Altura, no por el hecho de que hay que buscarlo en los lugares más alejados e inaccesibles de las sierras y montañas que son su típico hábitat natural, sino por lo difícil, lo mucho que hay que sudar, por la habilidad, la paciencia y conocimientos que tendrá que poner en juego el cazador para llegar hasta él a distancia de tiro. Entre los individuos que habrían de servirnos durante el shikar solamente Achir Pal hablaba inglés. No nos importaba, porque el lenguaje venatorio, como el del amor, son universales, una seña con la mano, un silbido o una piedrecilla arrojada al compañero que va adelante es suficiente para indicarle que espere o que vea hacia tal o cual lugar. Pasamos el día en el campamento; cerca hay un pozo al que los arats llevan a abrevar sus numerosas caballadas, Sus pequeños caballos, no más altos que un pony, son de pura raza, chaparros, cortos, pelo largo e hirsuto, nerviosos, broncos e increíblemente resistentes, ya que pueden cubrir 80 kilómetros diariamente sin mostrar cansancio; briosos, fuertes, paso rápido y acentuado, menudito, parece como si les dieran cuerda; aun en la dura sierra no usan herraduras. Muy simpáticos y útiles animales. Para apreciar mejor la resistencia de esos formidables caballitos que parecen de carrusel debemos recordar que es la misma raza de los que llevaron a los invencibles arqueros de Gengis Kan hasta la misma Europa Occidental.

Mientras yo visito las yurtas del campamento, Gerardo saluda a nuestra cocinera Zumaya.

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Calculé en 50 kilómetros la distancia que desde el campamento había hasta las estribaciones de los montes Gurban Sahayan, terrenos de caza de los argalis y cabras.

Cae un ibex siberiano

quitarme el grueso guante y entonces sentía los dedos tan entumecidos y torpes por el frío como los de un labriego retrasado mental. Los ojos llorosos entorpecen la vista, la nublan y para protegerla es de recomendarse el uso de los goggles, pero nosotros no los llevamos. Toda la sierra es pelona, ni siquiera en la falda crece un solo arbusto o arbolillo como en las Rocallosas del Canadá. No, en Gurban Sahyan sólo hay picos desnudos, laja y nieve fresca, blanda y traicionera: a cada paso no sabe uno hasta dónde va a hundirse. Al llegar a la cima de una cuchilla, mi guía y yo nos asomamos al cañón con mucho cuidado; allí, en el fondo, estaban cuatro hembras y un argali macho, pero joven, de unos 6 años. No tardaron en vernos y empezar a trepar por el lado opuesto. Sentí profunda alegría, Era el primer mexicano que veía uno de estos borregos en su propio terreno. Ni siquiera lo encañoné, como trofeo de caza era muy chico, pero ver por primera vez a un argali vivo, en su medio ambiente, es una sensación como la del amor a primera vista. Antes de disparar sobre un borrego debe estimarse el tamaño de los cuernos observando al animal, ya sea de frente, por detrás o atravesado, para ver cuánto caen o sobresalen del cuerpo o si dan el círculo completo según la raza. EI borrego Dall y el Marco Polo por ejemplo, los tienen muy abiertos y otros, como el Bighorn, muy recogidos, dando estos últimos un círculo completo con menos longitud que los de los anteriores. El argali adulto, a diferencia de otros borregos, en el invierno, presenta blanquizco el pelaje del lomo, como si estuviese canoso, cosa que ayuda al Cazador para apreciar en un instante la edad cuando el animal está en movimiento y en manada,

(Capra sibirica) Primer día de caza, A las 6 a,m. trepamos al jeep de manufactura rusa y, una hora después, estábamos en la falda de los montes Altai. En el trayecto me sentí emocionado al verme entre la raza mongólica en esa parte del mundo, y mi pensamiento se remontó a la era mesozoica, mi imaginación pobló de abundante flora y fauna de esa época a la hoy extensa región desértica del Gobi, donde hace 90 millones de años ramoneaban los dinosaurios y otras bestias monstruosas, como los gigantes rinocerontes peludos, los mastodontes y muchos otros que hace tiempo se extinguieron. También en las vastas dunas del Sahara hace 6 000 años florecieron bosques y grandes lagos en que no escaseaba la fauna prehistórica, efectos naturales, lógicos de las glaciaciones y violencias tectónicas que desde siempre siguen transformando la corteza de la Tierra; ejemplo es la cordillera de los Alpes que se va achaparrando, está decadente, menopáusica, en tanto que la cordillera del Himalaya como la de los Andes son comparativamente jóvenes, siguen desarrollándose, siguen creciendo. Gerardo por su lado y yo por el mío empezamos a encumbrar y de inmediato, me di cuenta de lo dura que sería la cacería del argali, sobre todo para mí con 63 años encima. Después de una hora ya me había dado tres sentones, tenía los pies y las manos helados, el recio viento hacía llorar mis ojos, y el moco, que no dejaba de drenar como gotera de llave descompuesta, era una lata, pues para sacar mi paliacate del bolsillo tenía que

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Seguimos caminando y poco después vi un macho que, a toda carrera, cruzaba por la ladera del cañón frente a nosotros, a unos 600 metros de distancia. No pude apreciar el tamaño de la cornamenta, pero debió ser un macho regular. Tampoco intenté un tiro que sería muy aventurado con riesgo de asustar a otros que bien pudiera haber por ahí. Pensé que con tan buenos auspicios habría

muchos borregos y contaba con diez días para seleccionar al menos un buen ejemplar. ¡Qué equivocado estuve! Gerardo tendría la suerte de cobrar ese ejemplar, pero no sería sino hasta el último día de caza, des¡:5ués de muchos trabajos en prolongados acechos y agotadoras caminatas, más largas que las de un maratón olímpico.

Con mi guía Tchoizhin dispuesto a comenzar la dura cacería de los argalis.

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Acompañado de su guía, Gerardo empieza a encumbrar unas lomas en busca de los borregos. Aunque en este primer día no tuvo suerte con los argalis, logró abatir un buen ejemplar de ibex siberiano.

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MONGOLIA - 1966 En el resto del día sólo vi yacs y unos ibex fuera de tiro, que tampoco quise acechar; primero serían los argalis. Me dediqué a filmar un poco. Al regresar al pie de la montaña en donde de­jamos el jeep, encontré a Gerardo; él tampoco tuvo suerte con los borregos, pero, en cambio, de un bonito tiro dobló a un magnífico ibex con cuernos que midieron un metro 12 centímetros y 66 centí­metros de punta a punta. Además, con muy largo y bonito pelaje de invierno. Tan sólo por este trofeo, por esta especie de cabra montesa que hace 70 mil años ya cazaban los prehistóricos hombres de Neanderthal, valió la pena el haber hecho el viaje. Los sentones no contaban. Los ibex de Mongolia tienen un lugar preferente entre las diversas y grandes cabras salvajes del mundo, principalmente por sus largos cuernos, que no corresponden al mediano cuerpo de estas acro­báticas chivas, más bonitas, por cierto, que la que en bronce esculpió y fundió el gran Pablo Picasso. . El día siguiente se fue en blanco, no vimos nada; sólo tuve el placer de admirar las mil cumbres blancas cubiertas de nieve y, allá abajo, en la distancia, el gran desierto de un color ocrerojizo que se pierde en el horizonte. . Otro día cayó un segundo ibex, no tan grande como el primero pero igualmente bonito. Al regre­sar donde estaba el camión, la cocinera Sumaya nos esperaba con una deliciosa y abundante sopa muy calientita que con el

friazo nos supo a gloria, sin faltar el reconfortante kumiz. Esta bebida se hace con leche de yegua, se fermenta en botas de piel de cabra batiéndola con un palo varias veces al día. Luego la cuelan quedando un líquido como suero, de la misma densidad y semejante color del pulque, sabor agradable, ligeramente ácido. Bebida que todo mongol, incluyendo al lama, lo toman con placer. El 8 de noviembre cayó una fuerte nevada obli­gándonos a permanecer en el campamento. El tiem­po cambiaba, generalmente, tres y cuatro veces aL día, siempre de mal a peor; se limpia y nubla el cie­lo; se oculta y sale el sol; pero no calienta; el viento sopla fuerte, muy frío, las 24 horas del día. El 9 de noviembre cayó el primer argali que no fue tan bueno como lo que deseábamos; tenía los cuernos romos, despuntados, como los tienen casi todos los borregos silvestres. Midieron solamente 38 y 39 pulgadas (99 centímetros) con base de 17 pulgadas. En los días que siguieron cayeron otros dos, uno con cuernos iguales que el primero y el otro un poco mejor, con 40 y 41 pulgadas. El tiempo se nos iba y aún no habíamos tenido buena suerte. Decididamente llegamos tarde, ya entrado el invierno, y los argalis se habían movido a un lugar mejor protegido. Agosto, septiembre y octubre son los mejores meses, aunque los anima­les no tienen la piel tan bonita como en invierno. Los argalis no abundaban

Protegido en un duro picacho, busco afanosamente los borregos.

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La suerte estuvo con Gerardo el último día de cacería, pues logró cobrar un buen argali.

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Al despedirnos, guías y cocinera posan con Gerardo teniendo al frente los dos argalis obtenídos en esta cacería. como en su carta decía G. Landerth, al contrario, estaban escasos y difíciles de acechar. Sólo nos quedaban dos días de caza y el último fue el de gracia. Ayudado por San Eustaquio, San Humberto y Nuestra Señora de la Cabeza —todos juntos patronos del cazador—, Gerardo, ya muy ejercitado, había “hecho piernas”; todo el día su­bía y bajaba cumbres y sierras sin descanso, como una chiva, mereció un poco de suerte en premio de su tenacidad y esfuerzo y ese día abatió el mejor de los 4 argalis. —¡Ahora sí, en tu libro ya puedes agregar un capítulo sobre el argali del Gobi! —me gritó lleno de contento al encontrarnos en el punto de reunión. —Claro, te felicito, ya era justo. Antes de me­dirlo te aseguro que es un señor trofeo de caza. Un cuerno midió 44 pulgadas, y el otro 43 y la base midió 18 pulgadas de circunferencia y 60 cen­tímetros de punta a punta. De no estar romos los cuernos, siguiendo el sistema usual de medición, habría dado cinco pulgadas más el mejor cuerno. Estimé en 14 años

su edad y un peso aproximado de 170 kilos. Midió 2.32 metros —entre estacas— de la punta de la nariz al nacimiento de la cola, muy pequeña por cierto. Mucho más grande y pesado que cualquiera de las especies de borregos salvajes de América, su pelo era largo, de un gris blanco en todo lo largo del lomo. A falta de champaña celebramos con buenos tragos de kumiz. Ordené di secarlo de cuerpo entero como re­cuerdo de haber sido los primeros mexicanos que, llevados por una gran afición a la caza mayor, nos aventuramos en el lejano país de Gengis Kan. De regreso a Ulan Bator me aseguraron que para 1968 se abriría otra zona de caza en los montes del medio Altai y para 1970 en el gran Altai, lugares montañosos que alcanzan alturas de 3 500 metros. Se localizan al noroeste de Mongolia, en la frontera con China y Rusia, donde se han cobrado los me­jores ejemplares del Ovis ammon ammon, incluyen­do al récord mundial de todos los tiempos y el papá de todos los borregos salvajes, el cual, señor

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Cuando decimos adiós al desierto de Gobi llevo ya el deseo de volver a un nuevo shikar. trof­eo de caza, disputa el primer lugar del mundo con el borrego Marco Polo y con el bongo —antílope africano considerado ya como el trofeo número uno de toda la fauna de ese continente—. Haciendo comparaciones anatómicas y tomando en cuenta el hábitat, la robustez, reciedumbre y masividad de cornamenta del Ovis ammon ammon en relación con la gracia, belleza y larga cornamenta del Marco Polo, es tanto como comparar la ruda tosquedad de un campeón de lucha libre con la estética pres­tancia y donaire de una joven estrella del ballet clásico. Cada uno tiene lo suyo y la clasificación resulta difícil, a no ser que el

Ovis ammon ammon se lleva la palma por el hecho de ser especie, en tanto que el Marco Polo está clasificado como una subespecie del primero. Sin embargo, entre caza­dores se le estima como el rey de reyes por su belleza, larga cuerna y lo extremadamente difícil que resulta llegar hasta su hogar en las alturas que ge­neralmente pasan de los 5 000 metros. Regresé a mi hogar con el firme propósito de volver a las sierras del Altai con otro de mis hijos y mis deseos, gracias a Dios, fueron cumplidos.

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Museo de caza Benito Albarrán

La fachada del museo Benito Albarrán, situado en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, reproduce fielmente una típica construcción del noroeste de África

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Después de muchos años de esfuerzos, Benito Albarrán consiguió crear uno de los mejores museos de caza del mundo. En él posa satisfecho frente al extraordinario borrego de Marco Polo que abatió en los Pamires afganos.

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El museo está concebido y diseñado para destacar los trofeos cobrados por el autor y sus hijos, además de las piezas de arte que se encuentran en su interior. De varias especies de animales exhibidos, está hoy terminantemente prohibida su caza

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Uno de los más interesantes lugares del museo es el diorama donde están montados los trofeos que corresponden a la fauna de alta montaña, cazados en diferentes partes del mundo. Comenzando por la izquierda se encuentra un audad, arriba un ibex de Mongolia, un urial y la cabeza de la capra hispánica; en el centro se destaca el borrego de Marco Polo, rematado por varios ibex de Mongolia y de Irán. Abajo un borrego armeniano y encima de éste, un ibex himalayo. En la extrema derecha se localizan un ejemplar de cuerpo entero y varias cabezas de argalis de los desiertos de Gobi y Altai.

En la imagen de la izquierda un borrego Dall se mezcla en las montañas de Alaska con cabras salvajes montañesas.

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La majestuosidad del “Rey de Reyes�, o borrego de Marco Polo.

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Fauna de la India. Dos tigres de Bengala cazados por el autor y dentro de la vegetaciĂłn las cabezas de un sambar, un nilgai y un jabalĂ­. Estas dos panteras hindĂşes estĂĄn presentadas en actitud de pelearse entre ellas.

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Borregos cimarrones de las sierras del norte del país, una magnífica cabeza de venado bura abatido en Sonora y un jaguar de las selvas de Nayarit son exponentes de la fauna cinegética de México.

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Buen ejemplar de oso grizzly cazado en Alaska.

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Una pelea de borregos Stone teniendo como fondo MontaĂąas Rocallosas del CanadĂĄ. Este elk es un seĂąor trofeo debido a su gran cornamenta.

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Los berrendos, veloces antĂ­lopes oriundos de NorteamĂŠrica, estĂĄn representados por estos ejemplares.`

En un diorama de gran realismo, un borrego Bighorn contempla el descenso de un oso negro.

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La mole impresionante del oso Kodiak de Alaska, el carnĂ­voro mĂĄs grande del mundo.

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Estos osos polares discuten la posesión de la cría de foca con un esquimal. El oso que se encuentra de pie es un trofeo fuera de lo común.

Alces y caribúes de Alaska. La cornamenta de la izquierda es excepcional

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El realismo con que se encuentra montado este le贸n cazado por el autor en uno de sus varios safaris africanos, hace pensar en un inminente ataque.

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Sables cazados por el autor y su hijo Fernando en Angola y Botswana.

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A este gran ejemplar de rinoceronte blanco lo abatĂ­ en SudĂĄfrica en 1973.

Cabezas de bĂşfalos cobrados en diferentes safaris africanos.

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Sobre las calientes dunas se encuentran los trofeos cazados por el autor en los desiertos de África; gacelas dorcas, órix blancos, addax y gacelas damma.

Varías especies de antílopes y gacelas de África. De izquierda a derecha se encuentran ejemplares de redbucks, bontebock, impalas del sur, nyalas, un antílope de Hunter y dos impalas.

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En este montaje sumamente realista, un leopardo cae sobre un desprevenido bushbuck.

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Entre los trofeos más notables del museo se encuentran los difíciles bongos, cobrados en Zaire después de varios safaris y muchos esfuerzos. Ejemplares de antílopes acuáticos africanos; lechwes, redbucks y waterbucks.

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León atacando a un buen gemsbuck. Ambas piezas fueron cazadas en África por el autor. La gran cabeza de kudu mayor abatido por el autor en Angola se encuentra rodeada por un kudu menor, un bushbuck, dos graciosos generuks y tres gacelas de Thomson.

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El gran nyala cazado en las montaĂąas abisinias. Ă‘us; especie de la variada fauna africana.

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20 Mongolia 1968

Un salón de trofeos de caza representa toda una vida

El 28 de julio llegamos a Moscú. En años ante­riores el viajero estaba obligado a alojarse en el hotel que el Departamento de Turismo señalara, pero las cosas van cambiando. Solicitamos que, si era posible, nos alojaran en el nuevo, moderno y funcional Hotel Russia que tiene 3 181 habitaciones, ubicado en uno de los mejores lugares, cercano al Kremlin. Los servicios seguían muy lentos y malos. Cada vez que visito esta gran ciudad me gusta más, la encuentro más bella. Fundada a mediados del siglo XII por Yuri Dolgoruki., príncipe de Sudal Ros­tov, se ha transformado y modernizado totalmente.

del cazador. Cuando éste entra a él vuelve a recordar y a vivir los éxitos y fracasos de su gran afición. Cuando los años nos cubren el cabello de blanco y con tristeza colgamos las armas, siempre quedará allí plasmada, de cuerpo entero, la recom­pensa. . . el recuerdo, que es tanto como volver a vivir. Infeliz de aquel que no deja una estela en su vida. En este segundo shikar mongolés me acompañó mi hijo Fernando, quien, para entonces, ya tenía en su haber la experiencia de 12 cacerías internacio­nales.

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MONGOLIA - 1968 Con temperatura agradable de 22 grados C. per­ manecimos en Moscú disfrutando de todo lo que tiene de interesante al viajero. La Universidad, con capacidad para 40 mil alumnos, situada en lo alto de una colina es un encanto por su estilo arquitectónico y, principalmente, porque un tanto alejada de la ciudad de casi siete millones de habitantes, a embellecen notablemente amplísimos y hermosos jardines y parques que la rodean. El vuelo de Moscú a Mongolia nos tocó de día, así que esta vez pude observar a vuelo de pájaro s Montes Urales que marcan los límites de Europa y Asia; luego siguieron las inmensas taigas siberianas cubiertas de pinos, abetos, alerces y otras coníferas. Después de pasar la ciudad de Irkutsk se presentó a nuestra vista el gran Lago Saikal de aguas cristalinas y puras enclavado en medio de pro­fusos y verdes bosques. Es el lago más profundo del mundo —1 620 metros— con una extensión de 665 kilómetros de largo, lo alimentan 336 ríos, sus aguas tienen una sola salida por el río Angara. En verano es un hermoso lugar, ideal para el

descanso mental y el ejercicio físico moderado; se conecta con Irkutsk por buena carretera asfaltada. Agosto 19. Llegamos a Ulan Sator e hicimos los arreglos necesarios. Confié en que los buenos ser­ios de campamento que había tenido en mi shikar de 1966 serían iguales o tal vez mejores, de manera que sólo nos ocupamos de llevar agua mineral, cer­veza y mucha sal para la preparación de las pieles de los argalis que cobraríamos. ¡Cómo había de arrepentirme más tarde de esta imprevisión! El 3 de agosto a las 8 a.m. abordamos un avión tipo DC-3 —Tupolev— que nos llevaría al pequeño poblado de Yusun Sulag, cruzando en dos horas 45 minutos 800 kilómetros del desierto de Gobi. Allí nos esperaba en un jeep no el universitario Achir Pal, quien me había servido de intérprete la vez anterior, sino un burdo mongol de cabellera de cepillo que hablaba un inglés apenas inteligible. Este indivi­duo de nombre Dorlig, haría de intérprete a la vez que de guía y todo lo demás. Trepamos al jeep y partimos en dirección noroeste. Durante ocho ho­ras corrimos por el

Otra vez en Ulan Bator encuentro los típicos pastores del desierto de Gobi.

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desierto de Sharga, socorrido por amplios manchones de verde pasto y matojos de poca altura, llegando finalmente al campamento situado a corta distancia de los montes del medio Altai, provincia de Hobdo, donde cazaríamos nues­ tros borregos. El campamento fue un desencanto: una mala yurta que servía de cocina y dormitorio a la servi­dumbre y dos pequeñas tiendas de lona para nos­otros. Llegamos con apetito y pedí de comer. Se nos sirvió té y carne de borrego doméstico con arroz en un plato de carcelero, no más. Nos fuimos a urgar qué otra cosa había de alimentos para los 10 días de caza y sólo encontramos un saco de harina y algo de esa grasa de borrego doméstico tan usual en la cocina de Asia Central. Me sentí verdaderamente molesto; irritado pre­gunté a Dorlig si no había pan, huevos, queso, ver­duras, frutas y demás. ¡No!, ni siquiera vodka, kumiz o el tarag, una especie de yogurt hecho con leche de camella, que nunca les falta. —¡Pero esto es un desastre! —exclamé furioso, dirigiéndome a Dorlig y a Fernando—. En el campa­mento de Gurban Sahyan teníamos ... —Cálmate, papá —intervino Fernando—, esta­mos tan lejos que ya nada se puede hacer, al menos hay harina con la que haremos tortillas, lo principal es tumbar nuestros borregos. —Tienes razón, pero al menos voy a mandar a éstos a buscar cebollas silvestres que tanto abun­dan en estos campos. La gran diferencia entre uno y otro campamen­to es que el de Gurban Sahyan era permanente, en pleno desierto, al que anualmente, en verano, con­curren turistas y científicos de los países socialistas, unos a disfrutar del sol y las delicias del desierto y otros a investigar paleontología, antropología y qué sé yo; recuérdese que hace 90 millones de años abundaba la flora y la fauna de la época en laque hoy es

el desierto de Gobi; por lo tanto, los visi­tantes disfrutaban de las comodidades y servicios como los que recibimos Gerardo y yo durante el shikar que ya he relatado. Hacía bastante frío, un frío que no esperába­mos en agosto y tuvimos que comprar unos típicos caftans, esos abrigos largos con mangas más largas de lo normal, las cuales tienen por objeto proteger del frío las manos,

Las cebollitas silvestres del desierto de Altai.

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En lo alto de la sierra contemplamos unas curiosas pinturas rupestres realizadas por cazadores nativos, que representan a los argalis.

sustituyendo los guantes en invierno. Todo mongol, hombre o mujer, usan esos caftans que, tanto en el campo como en la ciudad, resultan muy abrigadores y confortables. Agosto 4. Primer día de caza: Con atuendo mon­gol salimos esta vez montados en los admirables caballitos. Fernando parecía que iba sobre un caballito de carrusel de feria de pueblo. Ya en la sierra dejamos los caballos en algún lugar y seguimos encumbrando a pie. Estábamos a una altura de 2 500 metros sobre el nivel del mar. No tardamos en lle­gar a la cima de un picacho. Cautelosamente nos asomamos y descubrimos un grupo de 4 argalis ma­ chos, a unos 200 metros, y otro grupo de 3 un poco más lejos. Grande fue mi emoción al ver a distancia e tiro a tan estupendos animales, codicia de todo veterano cazador. Emisiones extra de adrenalina co­rrieron por mi sangre haciendo sudar mis manos. Avido y ansioso usando los binoculares, me puse a observarlos uno por uno. Tenía a mi lado, listo para disparar, mi .30-06 con telescopio de 21/2 a 6 pode­res. Tranquilamente pastaban los argalis sin advertir nuestra presencia. Casi no se movían. Su pelaje bri­llaba como terciopelo al recibir los rayos del sol.

Los vi muy grandes. Uno de ellos, echado, estiraba el cuello descansando en el suelo su formidable y pesada cornamenta. Fernando y yo nos escurrimos un poco entre las peñas para cambiar impresiones, llegando a la conlusión de que el mejor era el argali que descansaba la cabeza sobre el suelo, pero, según cálcu­los, estimamos que los cuernos no pasaban de medir a lo sumo 1.27 m. Unos minutos más segui­mos viendo, disfrutando de ese bello cuadro y se­ guimos adelante. Buscaríamos algo mejor. En el resto del día vimos más argalis; en total 15 machos y 29 hembras con críos, pero nada que ameritara cobrarse. Me pareció extraño el no haber visto ni un ibex. Nuestros permisos autorizaban no 2 argalis y un ibex cada uno como en Gurban Sah­yan, sino que ahora sólo teníamos derecho a un borrego y un ibex por cazador. El precio también había aumentado considerablemente. Volvimos a las deficiencias e incomodidades: en una gran bandeja o lavamanos de lámina nos aseá­bamos y en la misma, después de limpiarla bien, Fernando amasaba harina y hacíamos tortillas lo mejor que podíamos; el agua

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MONGOLIA - 1968 se traía de lejos y debíamos economizarla, pero habíamos visto mu­chos argalis y cualquier sacrificio era poco si lográ­ bamos abatir un buen ejemplar . Agosto 5. La noche anterior nevó, fue fría y llu­viosa, pero el siguiente día fue hermoso; sol radiante, cielo azul, sin viento, mañana fresca como de primavera. Salimos tarde, a las 6 a.m., cosa que me puso de mal humor y le llamé la atención a Dorlig ordenándole en lo futuro salir más temprano; me contestó que no era necesario madrugar, ase­gurando que cualquier hora del día sería buena para cazar el argali. Días después me di cuenta de que Dorlig tenía razón: la conducta de los argalis en los montes Altai es totalmente diferente a la de los borregos silvestres del resto del mundo cuando se les acecha y, principalmente, cuando no están mortalmente heridos, como le pasó a Fernando y a otros cazadores. De explicarlo me ocuparé más adelante. Trepamos a los jeeps —disponíamos de dos­ —y partimos. Siguieron momentos de placer que ale­gran el corazón y llenan de optimismo al cazador más escéptico. El duro suelo estepario estaba cu­bierto de pequeñas florecillas blancas, azules, ama­rillas, cafés y pasto ligeramente amarillo. Llegamos a las estribaciones de los montes que recorrería­mos, Fernando y su guía Djamsaram —un arat de edad indefinida, piel como la de los genuinos

cow­boys de Texas, reseca por los efectos del viento, el sol y la nieve— empezaron a encumbrar la primera cuchilla y luego el camarada Chimid, jefe de esa árida región o Distrito que llaman Estación, quien se dignó visitarnos, mi guía y dos individuos más seguimos en los jeeps por el fondo de los caño­nes y planicies cercanas. Un poco extrañado pre­gunté: —¿Qué andamos haciendo? ¿Cuál es el plan? —Ahora verá —contestó Dorlig—, pronto encontraremos argalis en la estepa. En efecto, íbamos por una planicie de unos mil metros de ancho entre dos montes, cuando descu­brimos un grupo de 5 argalis, abajo, en plena lla­nura, muy pegados al monte del lado opuesto. De­tuvimos el jeep y esperamos. No había un solo macho adulto en el grupo y, de haberlo, tampoco hubiera sido posible acecharlo, pues para hacerlo tendríamos que cruzar la llanura. Echamos a andar el jeep y al instante encumbraron metiéndose por un estrecho arroyo seco. Seguimos por la estepa —a cualquier planicie le llaman estepa— y no tar­damos en descubrir, en parecidas circunstancias, otro grupo de 9 machos, a los que tampoco era posible arrimarnos, pero los asustamos para que en­ cumbraran con el fin de arreárselos a Fernando en lo alto del monte. El sistema de caza en jeep no me gustaba ni lo

Tenía razón nuestro guía Dorlig; pronto localizamos en la estepa varios grupos de borregos los cuales pude fotografiar corriendo en la lejanía.

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MONGOLIA - 1968 entendía deportivamente, pero era el segundo día de caza y acepté seguir adelante. Más tarde nos encontramos con un tercer grupo que venía hacia nosotros. Paramos el jeep detrás de un ligero re­codo. Cuando los borregos estaban a unos 500 metros preparé mi rifle, echándole ojo a uno que me pareció muy bueno, pero en ese momento, sin ad­vertencia alguna, el chofer puso en marcha el motor arrancó sobre los borregos, que al momento empezaron a encumbrar perdiéndose entre los veri­cuetos de la sierra como frecuentemente ocurre en la caza de estos animales. Estos guías están acos­tumbrados a cazar por la carne y no le dan la menor importancia a los cuernos, a un buen ejemp­lar, a lo que los cazadores llamamos trofeo de caza; para ellos cualquier borrego es bueno. —¿Qué pasa con ustedes? —interpelé al guía Monjor y a Dorlig—; esto no me gusta, ya arreamos bastantes argalis, ahora quiero cazar el mío. —Le explicaré —contestó Dorlig—: si se sor­prende un grupo de argalis en la estepa, un poco lejos de los montes, se lanza uno sobre ellos con el jeep a toda velocidad y los persigue hasta po­nerse a tiro. —Pero ¿cómo los vamos a perseguir si lo pri­mero que hacen es encumbrar? —insistí por cu­riosidad. —Bueno —siguió diciendo Dorlig—, si como ya le dije, los encuentra uno un poco retirados del monte no siempre encumbran sino que a toda ca­rrera se irán por la estepa, entonces por lo pesado e su cabeza pronto se cansan y disminuyen su carrera, dando oportunidad de llegar a distancia y cazarlos. —De todos modos no me gusta tal sistema, prefi­ero acechar y cazar en la sierra. ¡Vámonos! Me acordé que también al antílope addax del desierto del Sahara se le caza persiguiéndolo y disp­arando desde un jeep, pero allá en las dunas, en terreno tan abierto, no hay otra forma, al menos por donde yo anduve. Ese segundo día recorrí estepas en jeep y en­cumbré dos bajos montes sin ver nada que ameri­tara hacer uso de mi rifle. Al llegar al campamento me sentí un poco cansado. Durante el recorrido en­tré en la estepa dos cornamentas de argalis y grandes, ya calcinadas por la acción solar, los cuernos de la mejor medían 55 pulgadas por lado. Desgraciadamente, los arats de Mongolia, a semejanza de los campesinos de México, de Rusia, de Pakistán, de Afganistán, de China y de otros paí­ses, sólo matan por la carne a estos soberbios, por­tentosos, extraordinarios argalis, orgullo de la fauna mundial, preciado galardón del aficionado a la caza mayor. El día siguiente fue de suerte. Salimos a caballo­, en los ponies, muy buenos y seguros en la sierr­a, no obstante que no usan herraduras. Los mon­tes y sierras son igual

de pelones, sólo que más elevados que los de Gurban Sahyan; no crece un arbusto. A media altura Fernando tomó por su rumbo y yo por el mío, no volvimos a vernos sino hasta por la tarde. Cerca de donde andaba Fernan­do me encontré con Dorlig, quien me andaba bus­cando en el preciso momento en que yo iniciaba el acecho sobre un argali solitario que me pareció muy bueno; antes había visto tres machos pero ninguno como éste. —No, tú no puedes tirar —fue lo primero que me dijo Dorlig. —Pero, ¿por qué? —Pues porque Fernando hizo un doblete, tumbó dos argalis y no tienen derecho a cazar más de dos. Dorlig tenía razón; con todo el dolor de mi co­razón eché una triste mirada a la sierra, suspiré, y nos fuimos al encuentro de Fernando. El muchacho estaba alegre como nunca, los jeeps ya estaban en el lugar y los guías, choferes, etc., lo felicitaban con entusiasmo. Primero que nada le eché un ojo a las corna­mentas. Me parecieron extraordinarias y ¡qué gran­des los cuerpos de los argalis! —Mira éste, aunque tiene las puntas romas y astilladas es el mejor. ¡Qué machote tan grande y tan bonito! Ya lo medí —de­cía Fernando, tan contento como cuando a los 8 años de edad mató su primera huilota. Yo no habla­ba, emocionado no hacía más que admirar a ese soberbio ejemplar de argali, el borrego más grande entre los nueve grandes. Después de unos minutos de contemplación medí los cuernos: 55 pulgadas el derecho y 531½ el izquierdo, la circunferencia de la base midió 21 pulgadas y 33¾de punta a punta. Después de un año el score dio un total de 233 7/8 en puntos. —¡Bien, muchacho, te felicito, venga un abrazo y la botella de vodka que vi trae el camarada Chi­mid Purev!—. Fernando bebió un trago gordo de cargador ruso y yo otro. —Ahora dime, cuéntame ¿por qué mataste dos y por qué están aquí tan reti­rados de la sierra? Pues vi un grupo de tres machos, uno de ellos muy bueno y le tiré, cayó, y en ese momento saltó otro que salió de no sé dónde; vi tan grande y abierta la cornamenta que resolví tirarle sabiendo que teníamos derecho a dos. No aguanté las ganas. Como tiré cuando el argali se alejaba corriendo, mi tiro resultó trasero. El animal corrió hacia abajo en vez de encumbrar y entonces, entre palabras en mongol, inglés y a señas, entendí que el guía me decía: “Vamos al jeep que está allá abajo”. Corrimos, trepamos al jeep y no tardamos en volver a ver al animal corriendo por la estepa. Lo perse­guimos y agitado cayó aquí donde le di el tiro de gracia; luego, los muchachos fueron a traer en un jeep al que cayó allá arriba en tanto Dorlig fue a buscarte.

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i Vaya par de borregos que caz贸 Fernando ... !

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Ya en el campamento Fernando exhibe orgulloso la poderosa cornamenta de uno de los argalis que abatió. —Está bien, lo único malo es que me dejaste sin borrego. —Tienes razón, no pude contenerme, pero tó­mate otro trago de vodka, luego veremos cómo arre­glar que tú cobres un tercero. Tomamos las fotos de rigor y volvimos al campamento. Fernando había cometido un error justificado: vio que los cuernos del segundo argali se extendían: mucho hacia afuera y sin tiempo de examinar­ás detenidamente creyó era un ejemplar récord y le tiró. Efectivamente, los cuernos midieron 35¼ pulgadas de punta a punta, pero el mejor cuerno midió 48½pulgadas. De todos modos me sentí contento. Si el lector ha salido de caza con alguno de sus hijos que haya heredado

su gran afición, estará de acuerdo con­migo en que, cuando los chicos tiran y lo hacen bien, los padres sienten la misma emoción, la mis­ma satisfacción y alegría como si fuesen ellos quie­nes actúan. Muchas veces, cuando uno de mis hi­jos está con la mira de su rifle sobre un animal de especie importante y yo con la cámara en las ma­nos, me olvido de filmar la acción. Parecidos sen­timientos me expresaba, con visible alegría, en re­ciente plática, mi estimado amigo el ingeniero Héctor Cuéllar, quien llevó de safari a África a su joven hijo. Como quiera que fuese, ya contábamos en nues­tra colección con un buen ejemplar del codiciado Ovis ammon ammon, papá de todos los borregos silvestres. En los días de caza transcurridos no habíamos visto ni

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MONGOLIA - 1968 un ibex. No los había. En cambio, por pri­mera vez, vimos tres saigas, raro antílope asiático de cuernos claros color ágata o jade blanco, que en época prehistórica también ramoneaba en las praderas de América. Los que vimos eran muy chicos, no les tiramos ni teníamos permiso para ha­cerlo. Como no había ibex y teníamos permiso para cazar dos, ya en el campamento discutimos con el camarada Chimid Purev y Dorlig cambiar los 2 ibex por un argali. Al terminar la botella de vodka, se arregló favorablemente el asunto y el shikar con­tinuó. Dos días más duró el shikar. El primer día se fue en blanco, sólo vimos hembras y machos que no llegaban a la mayoría de edad. Seguimos a ca­ballo y luego a pie encumbrando una alta sierra muy dura y difícil, por la abundancia de laja suelta. Sudando llegué a la cima, erizada de picos desnu­dos, desde donde empecé a escudriñar con el te­lescopio todo el contorno sin encontrar el viejo argali que deseaba. Al siguiente día cobré el tercer argali, no fue di­fícil tarea pero no pude superar en medidas al que abatió Fernando. Me encontraba en lugar no muy escabroso de la sierra, cerca de la estepa, a nivel más alto que el argali solitario que descubrí. El ani­mal no me había visto ni venteado, cosa que me dio la oportunidad de observarlo a placer, estudiando cuidadosamente la cornamenta que me pareció muy buena, y el hecho de que se trataba de un borrego solitario me hizo creer en un adulto de 14 años, de cuernos muy masivos que contarían muchos puntos. Lo tenía a unos 170 metros. Hice mi primer dis­paro y

Hembra de saiga; rarismo antílope que actualmente sólo se encuentra en Asia.

Desde esta dura sierra de piedras oscuras intento localizar a mi argali.

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Mi rifle sirve para atestiguar lo difĂ­cil que nos fue llegar a estos agrestes picos de las sierras del Medio Altai.

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sentí había dado en el blanco, pero el argali no cayó sino que corrió hacia abajo igual que lo hizo el segundo que abatió Fernando. Seguramente buscaba escapar por la estepa, pero no le di tiempo. Después de correr unos 100 metros se detuvo presentando blanco y aproveché la oportunidad tumbándolo con un segundo tiro. Así de simple cayó el tercer Ovis ammon ammon, poniendo fin a mi segundo shikar en Mongolia. Ac­tualmente, desde 1970, se abrió la caza en los mon­tes del gran Altai, zona en la cual el mismo año el cazador MacElroy tuvo la feliz suerte de abatir el argali que constituyó el récord mundial de todos los tiempos. Tal vez en fecha no lejana alguno de los Albarrán tengamos suerte y logremos cobrar en el gran Altai un argali que, en cornamenta, su­pere a los 7 que hasta hoy hemos cazado. Medidas del tercer argali: cuerno derecho 53”, el izquierdo 53”, circunferencia de la base 21”, pun­ta a punta 33”. En esta cacería observé en los hábitos y reac­ciones del borrego silvestre una excepción a la re­gia: en pláticas con cazadores amigos, en mis propias experiencias y en muchos libros que he leído, siempre se dice que para llegar a distancia de tiro de uno de estos bichos es indispensable obser­var estas tres reglas fundamentales: altura, viento y ruido. a) Debe subirse de madrugada a la sierra o montaña porque a esa hora el viento baja, los animales ramonean en los fondos bajos y, de esta suerte, el cazador puede llegar a la cima de la sie­rra al romper el día sin ser venteado. Más o menos de las 7 a las 8 de la mañana el aire se calienta y cambia de dirección, empieza a subir y los borre­gos a encumbrar, pero el cazador ya está arriba con viento favorable. b) Evitar el hacer ruido que denuncie la presencia del cazador. c) El cazador deberá ver primero al animal sin que éste lo vea a él, pues si ocurre lo contrario lo más probable es que se pierda la presa. Todo esto es muy cierto. Al borrego se le caza por

sorpresa después de un inteligente acecho, muy de mañana. Si a pesar de que el cazador toma to­das las precauciones para no ser advertido duran­te el acecho, el borrego siente el peligro que le amenaza y se aleja encumbrando, dejando perplejo al cazador, yo diría que fue el instinto, su Ángel Guardián, su cuarto sentido el que le advirtió el pe­ligro. Esto ocurre con alguna frecuencia cuando acechamos un animal adulto, sagaz, astuto y muy corrido; por eso alcanza la edad madura burlando al lobo y al hombre. De estos patriarcas de la mon­taña con frecuencia solemos decir: Se me fue, se esfumó como un fantasma, era un borrego que ha­blaba latín. Pero volvamos a la excepción que trato de ex­plicar. Por lo común todo borrego asustado o lige­ramente herido tiende a escapar encumbrando la sierra; sin embargo, el argali hace todo lo contra­rio, no una sino muchas veces. Cuando andábamos en lo alto de la sierra e intencionalmente nos dejá­bamos ver por algún grupo de argalis jóvenes, és­tos corrían hacia abajo, hacia la estepa, tal como ocurrió con dos de los tres que abatimos. Tal vez se deba al enorme peso de sus cornamentas y a que, al menos en los meses que estuvimos durante nuestros dos shikars, no había lobos, y a que su otro enemigo, el hombre, no tiene la velocidad suficien­te para perseguirlo y alcanzarlo en las planicies. Terminó la cacería y abandonamos el paraíso de los argalis, pues así debe llamarse a la cadena de los montes Altai, la cual, partiendo del noroeste extiende al sureste dividiendo en dos al famoso desierto de Gobi. Iniciamos nuestro regreso con un muy desagra­ ble vuelo de Yusun Bulag a Ulan Bator. El avión era de carga y al abordarlo recibimos de golpe un insoportable y pestilente olor. A bordo había unos pasajeros entre los que se contaban 10 mujeres con sus bebés de pecho, hombres, mujeres y niños vomitando. Naturalmente, todos pertenecían a familias de pastores no acostumbrados al transporte aéreo. Peor aún, el viejo avión carecía de

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Punto final a este segundo shikar asiático. Con una de las cabezas de los tres argalis cobrados y sirviendo de fondo las montañas donde cazamos, me retrato con el grupo de guías. asientos, no tenía, por tanto, cinturones de seguridad y sólo unas cuantas y pequeñas ventanillas semejantes a las de una celda de prisión. Los pasajeros iban tira­dos o sentados en el piso, o bien sobre cajas o velices. No había remedio y nos acomodamos lo mejor que pudimos. 4 horas había de durar ese suplicio. Despegamos. Los vómitos arreciaron, hubo competencia de llanto entre los pobrecitos bebés, cuyas amorosas madres los alimentaban dándoles el pecho en tanto ellos hacían sus necesidades físi­cas. Un borracho buscaba sus anteojos que había perdido. La azafata —porque, eso sí, contábamos con nuestra azafata, si así se le puede llamar a una pobre mujer sin uniforme, de unos 35 a 40 años de edad, evidentemente con un embarazo de unos 7 meses— no se daba abasto con el

reparto de bol­sas higiénicas y cuando éstas se acabaron empe­zaron a usar una cubeta de plástico que bondado­ samente se turnaban. A la media hora de vuelo, con todo el pasaje tendido en el suelo, aquello parecía una improvisada sala de hospital de emergencia de última clase. Imaginé si algo semejante sería el transporte de prisioneros a Siberia que, en furgo­nes de carga cerrados, se hacía en tiempos del za­rismo en Rusia. Esto y más hay que aguantar en las cacerías; no obstante, Mongolia es un país de paz y trabajo, progresa. Hombres y mujeres trabajan, no hay un solo pordiosero, no hay problema de tierras, no hay propiedad privada, todo es estatal, a excepción de los objetos de utilidad temporal como autos, refri­geradores, TV, radios, etc. Un arat puede

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ser pro­pietario hasta de 25 vacas, lo que exceda, a fin de año, lo compra el Estado al precio que éste fija. Dentro de ese sistema de gobierno, llámesele so­cialista o comunista, la gente de campo, el obrero, el burócrata o los de nivel más bajo en la escala social, no carecen de lo necesario y se les ve feli­ces. No hay analfabetos, la enseñanza, incluyendo la universitaria, es gratis, y cada año 2 mil estudian­tes son enviados por cuenta del Estado a las uni­versidades europeas. Una vez pregunté a Achir, nuestro intérprete del primer shikar en Mongolia, quien actualmente re­presenta a su país en la ONU: —Dentro de este sistema de gobierno en el cual no existe la propiedad privada, ¿cuál es su am­bición? ¿Para qué luchar, trabajar duro, si es tan limitada la posesión de bienes utilitarios? —Pues verá usted —me contestó—, tendré la satisfacción de hacer algo por mi país y la vani­dad, el orgullo de sentirme intelectualmente supe­rior a muchos de mis paisanos. El saber alimenta el espíritu y nos hace felices. De Ulan Bator a Moscú volamos por Aeroflot en asientos de primera, un servicio que antes no había. Esta misma línea tiene vuelos de Leningrado a Pekín, China, con escalas en Omsk e Irkutsk. Rusia va abriendo las puertas al turismo mundial, pero le falta mucho, hay demasiado papeleo, hay control efectivo, pero el sistema es muy anticuado y lento. En los bancos, hoteles y casas de cambio, etc., como en casi toda Asia, al lado de una moderna máquina calculadora vemos al ingenioso, preciso, práctico y barato ábaco, inventado hace 2500 años por el

noble chino Tai-he. De esta suerte, la com­putadora del siglo XX y el milenario ábaco de Con­fucio van de la mano. En el Hotel Russia, el más grande de todo el país, no hay kardex. Por otra parte, además de ser Moscú una ciudad muy bella y turística, tal parece que el Kremlin se propone imprimir en la mente del pueblo el culto a su gran­deza, al progreso alcanzado en 50 años, que el camarada se sienta orgulloso de su país, de sus adelantos en la industria y en la ciencia y con ello despertar en su espíritu el sentimiento de la uni­dad nacional, el amor a su patria, que es lo que ha dado vigor, fuerza y poder a las grandes naciones para alcanzar su meta. Rusia trabaja y estudia, y si a esto añadimos los inmensos recursos de su enorme extensión territo­ rial, entonces nos podremos imaginar su fortale­cimiento y el lugar que seguirá ocupando dentro del marco de las grandes potencias. Actualmente la estadística de graduados universitarios al año coloca a Rusia en un nivel envidiable: Estados Unidos de América .................. 450 000 Rusia ..................................................... 325 000 Toda Europa Occidental .........................120 000 México ... bueno, también conozco la estadísti­ca. En porcentaje de juventud le ganamos a todo el mundo, pero en cuanto a graduados ... será mejor que lo investigue el lector, son muchos los que in­gresan a la Universidad y luego destripan. Y aquí pongo punto final a mi segundo shikar en la tierra de Gengis Kan.

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El borrego Stone

y Prince George y tomamos un taxi que en dos horas y media por la carretera que va a Alaska llegamos a Toad River Lodge, una posa­da a la orilla de la carretera a 1 800 kilómetros de Vancouver, donde nos esperaba nuestro guía Bob Kjos. Allí pasamos la noche y, a la mañana siguien­te, abordamos una camioneta que por más de dos horas nos llevó por una muy mala brecha hasta un lugar convenido para reunirnos con nuestros guías, quienes ya tenían listos los caballos que nos tras­ladarían hasta el campamentobase. Trabajo me costó alcanzar los estribos de mi montura vaquera. Mi corcel era tan corpulento y grandote que me

(Ovis dalli stonei)

El 27 de julio de 1969 mis hijos Gerardo y Fer­nando, y el que esto escribe, abordamos un avión en Guadalajara y llegamos a la ciudad de Vancouver, Columbia Británica, hospedándonos en el Hotel Bayshore Inn con vista que da a la preciosa bahía. No era la primera vez que visitaba esa bella ciudad que, junto con toda la provincia, hacen honor al turístico lema publicitario que se lee: Bella Columbia Británica. El 30 tomamos otro avión que en dos horas nos llevó al Fuerte St. John pasando por el Fuerte Nelson 253


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Nos dirigimos a nuestro campamento base, en el centro de las imponentes Montañas Rocallosas. pa­reció uno de esos percherones que se ven en Munich tirando de los enormes carros con grandes barriles de la famosa cerveza del lugar. Todo el recorrido lo hicimos por el fondo de profundos cañones que forman las altas montañas cubiertas de coníferas. Nos encontramos en la zona geográfica de los montes Cassiar, cerca de los linderos de Alberta y el territorio del Yukon. Nuestro campamento es­taba en el fondo de un cañón, en el corazón de las formidables Montañas Rocallosas que forman parte de la inmensa cordillera que nace en el Ártico y extiende su espinazo hasta la cordillera Andina, prácticamente una barrera de picos, montañas y montes, a todo lo largo por el lado oeste del Conti­nente Americano. Nuestra tienda era humilde y dormiríamos meti­dos en nuestras bolsas de dormir tendidos en el sue­lo raso. Pero el lugar no podía ser más bello; cerca corría un río y nos rodeaban frondosos montes y formidables picachos tan altos que las cimas, ya sin vegetación, se ven azules, casi negras, cuan­do no están cubiertas por las nubes. El equipo de servicio se componía de 3 guías: Charly, Menly y Ted, un indio del norte, muy buen guía; Eric, padre

de Bob, hacía de cocinero. Nuestro principal objetivo, por supuesto, era el borrego Stone, subespecie del borrego Dall, al que ya me he referido. El primero de agosto salimos para nuestro primer campamento ligero. Disponía­mos de 15 caballos para trasladar a la gente y todas nuestras cosas. Después de tres horas de cruzar ríos por el fondo de los cañones llegamos al lugar para acampar. Hacía mucho frío y el cielo empeza­ba a cubrirse de nubes que amenazaban lluvia. Ese primer día hicimos un recorrido de prueba; monta­ñas y más montañas enlazadas, continuas, separa­ das solamente por el fondo de los cañones que dejaban reducidos espacios de 100 a 500 metros de anchura, en los cuales siempre corre un río. Desde abajo, el monte se va vistiendo de verde, oscura espesura que forman las raquíticas pero muy tupi­das coníferas y arbustos, gruesas alfombras de es­ponjosos musgos, blandos y siempre empapados, que al pisarlas se hunden los pies en ellas. Una irritante molestia eran las abundantes mimbreras, delgadas y duras como el alambre, que se cruzaban como una trampa a nuestro paso y que, en lo que a mí toca, me hacían soltar una maldición a cada latigazo que recibía en la cara. Así se llega al límite de la vegetación y siguen

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El borrego Stone, codiciado trofeo de la fauna de alta montaña, era el principal objetivo de esta cacería en Canadá. inaccesibles picachos, tan desnudos como una vedette de los barrios bajos, declives de 50 grados, increíbles escarpaduras, re­pechos, relices, escolleras, abismos cortados a tajo, contrafuertes y la odiosa laja suelta que cubre una gran parte del terreno, propiciando que uno resba­le por lo menos cien metros y se acabe el safari. En otras palabras, ése es el escenario que presen­tan Ios terrenos en que habitan el borrego Stone o el Bighorn: ríos, cañones y espectaculares monta­ñas que se elevan hasta 1 500 metros del fondo de los cañones, un serio desafío para el cazador que va en pos de su borrego. Y si no hubo suerte, ¿qué más da?, ya tendrá otra oportunidad; por lo pronto es un privilegio la contemplación escénica desde

las alturas, sólo superada por la Cordillera de los Andes y por los imponentes Pamires de los Himalayas. Ni los montes o sierras del Gran Altai de Mongolia, ni Alaska, ni la Sierra Madre de Mé­xico, todas ellas terrenos de borregos salvajes, tie­nen comparación con las Rocallosas. Allá arriba, en la cima, el silencio es como el del desierto, casi absoluto, sólo se oye la respira­ción, el latir del corazón y el viento cuando sopla fuerte; no hay pájaros ni buitres, sólo las águilas remontan a esas alturas. Vi una y la contemplé u buen rato: majestuosa, solitaria, no batía las alas sino que suavemente se deslizaba aprovechando las corrientes de los vientos. Imaginé un planeador con vida, sin piloto, libre en el espacio infinito.

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Las modestas tiendas del campamento fueron instaladas al pie de las montañas. Desde lo alto de una montaña escudriñábamos con los prismáticos y el telescopio los riscos y las roquedades de enfrente, a uno y otro lado del ca­ñón, sin descubrir nada. Encumbramos otra mon­taña sin mejor suerte. Es todo lo que se puede ha­cer a pie en un día y aunque oscurece hasta las diez de la noche no alcanza el tiempo para encum­brar más de dos montañas. Horas enteras pasába­ mos usando los prismáticos sin ver un solo animal en terrenos tan ideales para borregos, tal vez algu­no echado escapó a nuestra vista. Sabido es que si no se mueven es en extremo difícil descubrir­los: el mimetismo los protege y el color de su pelaje se confunde con el de las rocas. El primer día se fue en blanco y así se irían otros muchos. Por la noche dormimos sobre un im­provisado colchón de tiernas ramas de pino. Toda la noche llovió y las montañas se cubrie­ron de nieve. Desde nuestro campamento vimos en las alturas a tres borregos, usamos el telescopio para estimar las cornamentas, pero fue inútil: la lluvia, menudita, impidió la claridad. De todos mo­dos, animados por la presencia de los primeros bo­rregos, Fer y Gerardo decidieron encumbrar.

Horas después regresaron como ratas mojadas, tiritando de frío y con las manos vacías; el mejor de los tres borregos no llegaba a los cinco años. Los de­jaron ir. El 3 de agosto fue una de las pocas mañanas en que el sol brilló. Como todos los días, después de unas dos horas a caballo por los cañones, se­guimos a pie por la montaña, tomando cada uno por rumbo diferente. Seis horas más tarde volvimos a reunirnos en el mismo lugar sin haber visto nin­gún animal. De regreso al campamento se nos cru­zó una osa grizzly seguida por su pequeño osezno. Se alejó: no quiso meterse con nosotros ni nosotros con ella. El siguiente fue un día muy lluvioso y frío. 12 horas pasamos en la montaña, parte a caballo y par­te a pie, más a pie que a caballo, sin haber visto nada. Fer y yo fuimos los primeros en regresar al campamento. Desde allí descubrimos en la monta­ña de enfrente, muy a la derecha, lejos, y a gran altura, dos cabras salvajes. A través de los prismá­ticos una se veía de buen tamaño, parecía un ma­cho de apreciable cornamenta. Como ya era tarde y no teníamos mayor interés en estos animales, que con anterioridad habíamos cobrado en Alaska, sólo

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nos divertíamos observando su malabarístico cami­nar por la escarpadura; caminaban de derecha a izquierda, de manera que, aunque a gran altura, se aproximaban a nosotros. En eso llegó Gerardo que no había visto ni una ardilla en todo el día. Nunca había visto una cabra montés en la montaña, de suerte que cuando se la señalamos se entusiasmó de tal modo que me dijo: —Mira, papá, probablemente crucen y bajen un poco por aquel manchón de nieve que se ve arriba del límite de la vegetación, cerca de los contrafuer­tes que están a la izquierda, veré si puedo llegar. —Pero tendrás que caminar unos 2 kilómetros por el fondo izquierdo del cañón, luego cruzar el río y encumbrar esa montaña tan vertical que pare­ce más propia para alpinistas que para cazadores, tal vez no llegues a tiempo. —De todos modos lo intentaré —insistió Gerar­do—, a lo mejor es una cabra viuda con ganas de morir aburrida de estas soledades. Eran las 7:30 p.m. y a las 10 se acabaría la luz del día. Gerardo montó a pelo su caballo seguido por su guía Charley y se fueron. Fer y yo seguimos observando con los binoculares. La suerte pareció premiar la tenacidad y el en­tusiasmo de Gerardo. Después de cerca de una hora, las dos cabras llegaron al blanco manchón de nieve. La ascensión resultó más difícil de lo que supuse. El encumbrar de Gerardo y su guía era muy lento, cosa que me impacientaba y ponía nervioso. Después de mucho los descubrí con los prismáticos en el preciso momento en que Gerardo encaraba su rifle y las cabras llegaban en línea recta al nivel más alto. El tiempo y la distancia para el encuentro

resultaron tan bien calculados como el de los astro­nautas para ir a la Luna. Se escuchó un disparo y vi que una de las ca­bras daba unos pasos y se detenía. Otro fogonazo y el Billy, así se le llama cariñosamente a la cabra montés macho y a la hembra se le dice Nanni, se movió perdiéndose de vista entre las rocas. Ya no salió, con seguridad estaba tocada. Penosamente llegaron cazador y guía al lugar donde cayó la ca­bra; oí otro tiro y ya no pude ver más. A las 9:30 llegaron al campamento con la ca­beza, la copina y carne fresca para cenar. Todo le salió bien a Gerardo y tuvo, además, la suerte de haber cobrado un magnífico ejemplar de Billy, cuyos cuernos simétricos y muy abiertos entraron en la medida récord.

Descubrimos un par de las difíciles cabras montañesas ...

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Gerardo cobró un magnífico ejemplar de cabra montañesa cuyos cuernos excepcionales entraron en los primeros lugares récord.

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Sigue la suerte de Gerardo, pues pudo abatir un buen borrego Stone.

Largo del cuerno derecho Largo del cuerno izquierdo Base circunferencia cuerno derecho Base circunferencia cuerno izquierdo Base circunferencia 3/4” cuerno izquierda Base circunferencia 3/4” cuerno Derecho Punta a punta

10.4/8” 10.2/8” 5.6/8” 5.6/8”

Marco Polo—, consecuencia de las peleas y el uso en las peñas­cosas regiones que habitan. El cuerno del lado de­ recho midió 39” y el izquierdo 36”. Calculé que el cuerno izquierdo había perdido unos 15 centíme­tros, lo que era una lástima, pero al menos ya con­tábamos con uno de estos animales siempre tan difíciles de verse y cobrarse. La carne es muy sa­brosa, más que la de cabra o del caribú. Dos días después, Fernando abatió de un tiro a una cabra. Era su primer disparo en 12 lluviosos días de caza, tan lluviosos que por la noche tenía­mos que poner ropa y botas a secar cerca de la lumbre; había sido un error no llevar botas de re­puesto. A Fer le dolía, le molestaba la rodilla que le operaron del menisco; tal vez se debía al frío y a mucho andar, pero el dolor no fue suficiente moti­vo para retenerlo inactivo en el campamento. 13 de agosto: Bonita mañana, el sol brillaba pe pronto se cubrió de nubes y empezó a llover. Sólo nos quedaban dos días de caza. Al amanecer sa­lieron Gerardo y Fer, decididos a quedarse en la cumbre de la montaña para aprovechar esa tarde, la madrugada y la tarde del siguiente día. Buena idea. Los acompañaron los guías Charly y el indio. Irían lejos. Tres horas a caballo por el fondo de los cañones para luego encumbrar a pie. Llevaron lo más indispensable. 14 de agosto: Anotación en mi Diario: Horrible el día de ayer, lluvia persistente día y noche y hoy sigue igual, la temperatura está bajo cero con vien­to muy frío. Me

2” 2” 9.4/8”

Gerardo se sintió feliz con su bonito trofeo de caza y con gusto celebramos la primera pieza co­brada en el safari. Cambiamos de campamento. En todo el día sólo vimos una cabra a gran altura. Siguieron otros 3 días en blanco, días en los que no dejó de llover un momento. A pesar de ello, aguantando la lluvia y el frío no dejamos de seguir buscando. Fer y Ge­rardo mostraron tal empeño que hubo días que per­manecieron en la alta montaña hasta 14 horas sopor­tando las agobiantes caminatas y las inclemencias del mal tiempo. Con las manos vacías volvimos el día 9 al cam­pamentobase. Seguía lloviendo, pero ese día la suerte cam­bió. 10 horas de andar en la montaña fueron premia­das con el primer borrego que cayó por el rifle de Gerardo, un buen ejemplar de 13 años con cuernos masivos, recogidos, romos, astillados y gastados como los tienen casi todos los borregos silvestres adultos —a excepción del Dall y el

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Fernando se movió incansablemente para cobrar sus trofeos. Al final la suerte estuvo con él.

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Muy contento por el éxito logrado por mis hijos, observo las cabras y borregos que cazaron.

imagino la mala noche que pasa­rían mis muchachos, a la intemperie, sin tienda de campaña que los proteja de la lluvia, metidos en alguna oquedad de la montaña y, lo que es peor, sin poder esta mañana usar los binoculares para lo­calizar los borregos, porque la lluvia y las nubes de un cielo encapotado cubren los picos de la mon­taña hasta la altura del limite de la vegetación. Pien­so en- el desaliento que seguramente los embarga en su inútil esfuerzo. Afortunadamente, a las diez de la mañana del último día cambió el tiempo, se despejó el cielo y con ello vino la suerte. Tal vez Kuan Yin, diosa chi­na de la compasión, premió el afán y porfía de los cazadores, porque Fer finalmente cobró su borrego. ¿Por qué en la cacería ha de ocurrir con tan desesperante frecuencia que la suerte, como si es­tuviese coja, arrastrándose, jadeante, se presenta siempre en los

últimos días, cuando el cazador está a punto de estallar? Lo mismo nos pasó en Mongo­lia con los argalis y en Etiopía con el nyala de la montaña. El borrego que abatió Fernando parecía ni más ni menos que el hermano gemelo del de Gerardo, los dos con ciertas características que hacen pre­sumir en una probable cruza con los Bighorn de la vecina provincia de Alberta. Por la noche, ya calientitos, todos juntos, olvi­dando las mal pasadas, fatigas y penurias, festeja­mos el final del safari con calientes tecitos con pi­quete de coñac y botanas de costillas de borrego Stone al pastor. De los 15 días que duró el safari, 9 fueron de persistentes lluvias, día y noche. Al final de la cacería acabamos como los came­lias, que hasta la joroba pierden después de una larga travesía por el desierto, muy trajinados pero muy contentos.

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22 México 1971

Doblete de borregos cimarrones

tan cerrada, con suelo reseco y cubierto de hojarasca, es prácticamente imposible evitar hacer ruido. En la sierra hay veces que en 10 días de brega puede uno acabarse las botas sin ver un solo borre­go de cornamenta decente y, otras veces, al primer día, con poco esfuerzo, cae un excelente ejemplar. Siete noches completas pasé en el corazón de las selvas de la India para cobrar mi primer tigre de Bengala; en cambio, en mi segundo shikar cayó el primer día. En un bimotor Cessna 310 aterrizamos en la pista de Punta Peñasco, Sonora, mi viejo amigo, el licenciado Vicente Zuno Arce, mi hijo Fernando y yo. Tito Ordóñez, a

A

los borregos salvajes y a otras especies de animales, por su rareza, escasez o dificultad de ver­se, los llamamos trofeos de caza. Cobrarlos en buen número depende del lugar seleccionado, tiem­po oportuno de la estación del año, conocimien­tos, experiencia, tenacidad y suerte. Recuérdese, por ejemplo, mi fracaso tras el bongo en la Repú­blica Democrática del Congo; en plena época de lluvias, en 21 días de safari en la selva, no cayó una gota de agua, y si no llueve no hay bongo cuando se caza siguiendo la huella, porque en ese tipo de selva

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Aquella cacería en Sonora tenía como objetivo los borregos cimarrones de la sierra del Pinacate. quien he citado en otros capítulos nos esperaba, pues se había anticipado, llegan­do días antes para establecer el campamento en un lugar de la Sierra del Pinacate, famosa por sus borregos. Vituallas, agua, huelleros, todo estaba ya listo debido a la diligencia de Tito. En una camioneta de doble tracción que había mandado desde Guadalajara partimos hacia el cam­pamento, adonde llegamos ya de noche. Ahí esta­ban nuestros huelleros Chico Pancho —Francisco Montaño Pesqueira—, muy conocedor del rumbo, quien, a su vez, contrató a otros huelleros de nom­bres Fernando Palomares y Matías; además, a un cocinero y a dos ayudantes para servicio del cam­pamento; sólo faltaron los caballos que no llegaron por haber cambiado el proyectado lugar de caza; por lo tanto, desde el campamento emprenderíamos todo el safari a pie por esas áridas, pero bendi­tas sierras del Pinacate. Tomaba un frugal desayuno sin dejar de ver las siluetas

de la sierra, que débilmente se dibujaban bajo un cielo gris pálido; minutos después pude apreciar la belleza del lugar. Tito Ordóñez no podía haber escogido otro mejor: el campamento en una hondonada bien protegida contra los vientos y el frío de la noche; al fondo, un alto repecho de roca viva, rojiza, le daba al lugar un toque de escondri­ jo de bandoleros. Naturalmente no había agua en todo el contorno, aunque Tito la había llevado en tambos de 200 litros. En general, el panorama ofrecía el típico hábi­tat del borrego del desierto: variedad y abundancia de cactos, resequedad, etcétera. Lo único diferente eran unos extensos pedregales basálticos, agudos, que por su aspecto y forma dimos en llamar los chicharrones. A los lados y al frente la sierra cir­cundaba al campamento. Fernando y Tito Zuno se fueron por su lado y yo por el mío, acompañado por Tito Ordóñez y Chico Pancho. Como a las ocho estábamos a

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MÉXICO - 1971 media sierra, que, por cierto no era tan dura de encumbrar, no obstante la dificul­tad de caminar sobre la gruesa capa de chicha­rrones. Me detuve a escudriñar sistemáticamente las rocosas cuchillas y lomas a mi derredor, sin des­ cubrir un solo animal. No me desanimé, era el pri­mer día, era todavía temprano y aún no llegábamos a la cima. Seguimos caminando un poco, bajo el filo de las cuchillas, cuidándonos de no ser vistos por estos bichos que siempre están alerta mirando hacia abajo, por donde llega el peligro. Ese día era mi día: descansando un rato tras de un cordón de basaltos descubrí con los binoculares, en lo alto de la sierra, muy lejos, un borrego solitario que trastumbaba la cumbre. Pronto se perdió de vista. Seguí buscando y no tardé en descubrir por el mismo rumbo una pareja de machos caminando ho­rizontalmente por una ladera en la misma dirección. Me sentí entusiasmado: ¡había borregos! Sería cuestión de tiempo. En eso me dice Chico Pancho: —Mire, don Benito, allá arriba, a la izquierda, casi al filo de la sierra. —Corrí los prismáticos y no tar­dé en descubrir a 1 200 metros unos puntitos que se movían, ¡uno... dos... tres... cuatro... cinco borregos venían bajando! Fijé los binoculares so­bre las rocas para ver mejor. Mi corazón dio un brinco de gusto: ¡los cinco borregos eran machos! No bajaban asustados sino caminando despacio, parándose aquí y allá, dando cortos rodeos, buscando los renuevos del dulce pas­to que comían a placer. —¡Sigan viendo ... pero no se muevan ... ! —ad­vertí a Ordóñez y a Chico Pancho, quienes no qui­taban la vista de la sierra—, sólo asomen la cabeza sobre las rocas. No hagan movimientos rápidos. —Mira, Beni ... ¡son cinco en bandeja de pla­ta! —decía Tito Ordóñez. —Sí, Tito, ya los vi, parece que hay dos buenos. —Oye —dije a Chico Pancho—, no vienen hacia nosotros, tal vez bajen por la loma de allá en­frente, a la derecha; tú que conoces el terreno busca cómo podemos acercarnos sin que nos vean; en línea recta no es práctico y desde arriba nos descubrirían fácilmente. —Esos borregos ya los tiene en la bolsa, don Benito — decía Chico Pancho visiblemente excita­do—; mire, en vez de subir vamos a bajar un poco cubriéndonos con estos cordones de chicharrones y allá, a media falda de aquel cerro, se los va a echar. A Tito y a mí nos pareció bien la idea del ace­cho y sin más dilación nos fuimos escurriendo, pro­curando no desprender una roca que, al rodar, hi­ciese ruido. Recomendé no asomarnos hasta llegar al lugar indicado. Los minutos se me hicieron horas. El terreno que cruzábamos era sobre puros chicharrones, ba­salto duro,

cortante, que hacía más lento nuestro paso, pero, a la vez, de mucho nos sirvieron los cordones que nos cubrían como cercas de rocas sobrepuestas. Llegamos al lugar. Tito Ordóñez se quedó un poco atrás, a unos 50 metros, a mi izquierda, mientras Chico Pancho y yo nos arrastra­mos un poco más. Me asomé: los borregos seguían bajando tranquilos, sin sospechar nada, aunque to­davía estaban a unos 600 metros. De los cinco sólo vi tres, los otros dos se habían cortado y perdido de vista. —No podemos avanzar más, esperemos —decía Chico Pancho. —Ya no hables más, cállate y asómate, pero pon mucho cuidado. Al fin borreguero, Pancho, emocionado, sin aguantar las ganas, siguió asomándose. Los cima­rrones continuaron bajando y luego se perdieron en una hondonada tras de un cordón. No esperé, se­guido por Pancho me corrí unos 40 metros a la derecha, me asomé y, mero enfrente, a 300 metros, estaba un macho tras las rocas; sólo mostraba el cuello y la cabeza. Sobre mi sombrero de fieltro apoyé mi .30-06 que ya tenía cartucho en la recá­mara y a través del telescopio admiré los cuernos del cimarrón —el término cimarrón significa salva­je; pero en México, en la jerga de los cazadores, al borrego salvaje del desierto le llamamos simplemen­te cimarrón—, que tal vez por instinto veía fijamente en mi dirección. Mi corazón, intoxicado por la emo­ción, latía más fuerte, me sudaban las manos y sentía la boca seca. —¡Tírele, don Benito, ese es el mero grande! —me decía Pancho en voz baja. No hice caso, era un tiro muy arriesgado y difí­cil; esperaría a que presentara un mejor blanco. Si no lo hacía ese día, seguramente tendría otra opor­tunidad en los muchos días que tenía por delante. Mi paciencia dio resultado, el animal se movió, se perdió y lo volví a ver junto con los otros dos com­pañeros 20 metros más lejos. Se alejaban, pero no asustados. —¡Ora sí, don Benito, al de la derecha, tírele o se nos van! —decía Chico Pancho impaciente. Mi rifle estaba alineado a 200 metros, calculé en 300 la distancia, apunté con la mira telescópica unos cinco centímetros arriba del lomo, atrás de la paletilla, y, aprovechando un momento en que el macho seleccionado se detuvo cruzado en ligero ángulo, oprimí el gatillo de pelo. —¡Ya se lo echó! —gritó Chico Pancho— ¡Aho­ra al otro... ándele ... tírele al otro que también está rebueno! —No. .. hombre, sólo tengo permiso para tum­bar uno. —¡ Pero, mire nomás qué chulo cimarrón, tíre­le, y luego a ver cómo se las arregla!

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Sumamente satisfecho me encuentro con mi doblete de borregos. La tentación era muy grande, un doblete de ci­marrones: 4 años me había costado el que cobré en Baja California y hoy esta oportunidad en el primer día de safari. Palabrería, decisión y pensamientos fue cosa de un instante. El segundo borrego iba ya más lejos. Apunté con todo cuidado, disparé y, después de dar unos pocos pasos tambaleantes, cayó. No hubo necesidad del tiro de gracia,

los dos borregos quedaron bien muertos al primer tiro. En ese momento Tito Ordóñez, muy cazador de borregos, se arrimó corriendo, pálido de emoción, a darme un abrazo. “iQué bárbaro, te felicito Beni! ¡Qué doblete a esa distancia ... y de un tiro cada uno!” Eran las 12 del mediodía. Tomamos las indispensables fotos, descopina­mos los

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Después de haber abatido un buen ejemplar, Fernando baja de la sierra acompañado del guía que carga la cabeza del borrego cimarrón.

cimarrones y felices regresamos al campa­mento. En total, solamente fueron nueve horas de sierra. Así es la suerte. Más tarde llegaron Tito Zuno y Fernando. Am­bos vieron otros borregos, pero no tan buenos ejem­plares como lo que deseaban, así que sólo se con­cretaron a filmar unas escenas que resultaron muy interesantes y bonitas. Cuando se dieron cuenta de mi doblete recibí el abrazo de rigor, muy sincero y acompañado con un doblete de coñac. Sólo quedaba un problema a resolver: Tito Zuno, Fernando y yo teníamos nuestros permisos corres­ pondientes para cobrar un borrego cada uno, y Tito Ordóñez, viejo amigo, había ido con el exclusivo objeto de organizar la tirada escogiendo el lugar y arreglar todo lo demás. —Bueno, y ahora ... ¿cómo le hacemos con mis dos cimarrones? —pregunté a los amigos. —No te preocupes por ello —contestó Tito Zuno—, aquí está mi licencia, úsala. —Pero, no ... hombre. —Nada de peros, sírvete de ella, somos amigos y a mí me basta con ver estos soberbios animales como hoy lo hicimos. Mañana acompañaré a Fer­nando a que cobre el suyo, seguramente encontra­remos uno mejor que cualquiera de los que vimos hoy. —Bien, pues, te agradezco este gentil rasgo de amigo. ¡Vengá. un abrazo y otra ronda de coñac! A la mañana siguiente se fueron a la sierra Tito Zuno y

Fernando, llevándose como huellero a Chico Pancho y a Fernando Palomares, muy buen pisteiro. Por mi parte tercié mi rifle al hombro, tomé la cámara y me fui solo por la sierra con el propósito de estudiar y tomar fotos de la flora del desierto, siempre interesante si se sabe observar de cerca. Había de todo: juvena, yerba de vaso, salvia, palo verde, gobernadora, torote, variedad de cactus, abundando la cholla saltadora que, con el sol al fondo, parecían de oro sus múltiples espinitas, el mirto, esa planta que da una florecilla roja, larguita, y en su cáliz contiene miel de la que gustan los pequeños colibríes que tanto abundan en el lugar. El paseo con temperatura de 22 grados C. fue un placer. Por la tarde regresaron Tito Zuno y Fernando con un borregote mucho mejor que cualquiera de los dos que yo había cobrado. —i Mira nomaaaás... muchacho!, i qué cabeza tan bonita! —dije a Fer al examinar la cornamenta. —Hice bien, pap, en aguantar las ganas de tirar­le a uno de los que vi ayer. En verdad que éste es más grande. —Te felicito, muchacho, realmente es mejor ejemplar que los míos. Hiciste bien, veo que como cazador ya has madurado mucho. Al calor de la fogata y de la plática, hasta bien entrada la noche hicimos frecuentes libaciones, in­tercaladas con deliciosas costillas de cimarrón al pastor, dando, de esta suerte, fin a tan exitoso sa­fari en la Sierra del Pinacate.

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23 África 1971

Etiopía

el invierno, se va también en grupo, a escalar el Volcán de Colima, después sigue con el de Toluca y ya para entonces se deleita leyendo artículos sobre alpinismo. Más de diez ve­ces ha leído la hazaña de Sir Hillary que, en 1953, llegó a la cima del Everest y le son familiares los nombres de todo el equipo que se requiere para el montañismo y un buen día se aventura en el lz­taccíhuatl, para enseguida escalar el Popocatépetl. Ya no habrá nada que lo detenga porque en su corazón ha arraigado la verdadera afición, ha arries­gado la vida en su deporte, ha llegado a la cumbre, y allá arriba, solo, sin espectadores ni aplausos ni exhibicionismo, siente

En la caza como en cualquier otra afición de­portiva, así como en el coleccionismo de raros ob­jetos de arte o en la filatelia, cuanto más se avan­za más arduo. y difícil se presenta el camino y nunca, o rarísima vez, se llega a la meta deseada. Pongamos pr caso al alpinista. Sin conocimientos de alpinismo ni preparación ni equipo, Juanito se va con’ un grupo de muchachos de la escuela a encumbrar el cerro X o Z, cercanos a su pueblo, para disfrutar del aire puro, de las vistas panorá­micas desde las alturas y es el primero en llegar a la cima. Luego, al llegar 267


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Acompañado de mis hijos Gerardo y Benito, fui a África en busca del nyala de la montaña, antílope que solamente se encuentra en Etiopia.

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ÁFRICA - 1971 por primera vez el placer íntimo, la satisfacción que produce el esfuerzo voluntario tan diferente a la fatiga y esfuerzo que pro­duce el deporte profesional a sueldo o el trabajo hecho a la fuerza, maldición del Génesis. Al llegar a ese nivel el aficionado se convierte en internacional, se irá a los Andes a conquistar el Aconcagua y el Chimborazo, luego escalará el Mon­te Blanco y el Matterhorn de los Alpes; piensa, y tal vez lo intente, con o sin éxito, escalar el Annapurna de los Himalayas, o tal vez hasta el Makalu. Pero, finalmente, vencido por los años abandonará tan duro deporte y más tarde morirá sin haber realizado el sueño dorado de todo gran alpinista ... i contem­plar el mundo a sus pies desde la cima del Everest, el pico más alto del orbe, al que los nativos tibe­tanos llaman Diosa Madre de la Tierra. Qué pena que sea tan corto el lapso de la vida en que, disponemos de una condición física ágil, sana y fuerte. Pues cosa semejante le ocurre al verdadero, al apasionado cazador por afición, con las numerosí­ simas especies de la fauna mundial. Por regla ge­neral empezará Luisito desde su tierna edad con la escopeta pisponera tras las huilotas, patos, conejos, liebres, etc. Más tarde, si el papá es cazador, esti­mulará al hijo en el deporte comprándole un rifle baratón como premio a las buenas calificaciones que Luisito obtuvo en los exámenes de la escuela. De vez en cuando padre e hijo saldrán juntos a cazar venados y una noche hay fiesta en casa por­que Luisito tumbó su primer cola blanca. Pasan los años, Luisito sigue cazando, aprove­ cha todo momento para salir al campo; para él no hay mejor ni más viril deporte que la caza; en ella encuentra fuertes emociones, vida libre al aire y al sol, en la que se vigorizan cuerpo y alma y de paso se forja el carácter del hombre; descubre la alegría de vivir cuando en la sierra, en los campos o en el monte, con su rifle al hombro, siente ganas de cantar haciéndoles segunda a los trinos de los pajarillos que cruzan en su camino; se da cuenta, y piensa, que hoy en día la montaña y la sierra son el mejor refugio del hombre; que la metrópoli, el progreso, el maquinismo, la electrónica y todo eso que llamamos progreso y civilización —léase smog—, va alejando más al hombre de la Natura­leza. Y cuando de la mente de Luisito broten estos saludables pensamientos será señal inequívoca de que el morbo del arte venatorio corre ya por sus venas, a Dios gracias. En sus correrías ya ha caza­do jabalíes, güindures y otras especies de la fau­na local, pero cuando en las sierras de Sonora

cobró un borrego cimarrón y poco después un ja­guar en la jungla nayarita fue hasta entonces que empezó a soñar en Alaska y África, convirtiéndose en cazador internacional. Cuando el deporte en el hombre llega a este nivel es que ya se encuentra en el caso del alpinis­ta que antes he citado. El cazador seguirá cazando toda su vida, pero para ser internacional no bastará su gran afición; a diferencia del alpinista, el caza­dor deberá disponer de un muy vasto y voluminoso equipo, mucho tiempo y mucho dinero. Y aún así, disponiendo de los tres factores básicos: afición, tiempo y dinero, llegará, como el alpinista, a la meta de su vida sin haber podido, ya sea por mala suerte o cualquiera otra circunstancia, cobrar un Marco Polo, un nyala de la montaña, un markhor, un argali, un bongo, un elefante con colmillos de más de 50 kilos por lado. No hay en el mundo entero un solo cazador que se ufane de haber cobrado todas las más im­portantes especies de la fauna mundial.

El nyala de la montaña (Tragelaphus buxtoni) El 25 de marzo de 1971, acompañado por mis hijos Gerardo y Benito, partí de Guadalajara con destino a Etiopía en busca principalmente del nyala de la montaña, hermoso antílope que sólo se en­cuentra en ese país, si bien tiene un pariente que habita en Mozambique: el nyala, más chico, de piel más oscura y pesa la mitad que el otro; el de Etio­pía pesa 225 kilos contra 110 del de Mozambique. Las montañas Arussi y las de Bale, en Etiopía, son el hogar exclusivo del nyala de la montaña, antí­lope considerado tan esplendoroso como el gran kudu y el sable real; en ninguna otra parte del mun­do se encuentra este magnífico animal. Pasamos unos días en Londres y el 30 de mar­zo nos registrábamos en el moderno y lujoso Hotel Hilton de Addis-Abeba, capital de Etiopía. Etiopía. Este país tiene una extensión de medio millón de km2 en la que se encuentran montañas rocosas tan altas como las Ras Dascian de 4 620 metros; elevados montes en los que abunda el gi­gantesco árbol cusso, de dura y fina madera; de­presiones salitrosas y desérticas bajo el nivel del mar, como el infierno del Danakil, miserable pro­vincia de Eritrea, donde por el equivalente de me­dio dólar y una bota de agua el miserable etíope trabaja en las minas de sal todo el día bajo los ra­yos del sol y a una temperatura arriba de los 50 grados C. Viven estos infelices en improvisadas cho­zas construidas con

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Gerardo y Benito en el campamento establecido a 3 000 metros de altura en los Montes del Din, Etiopía.

bloques de sal, a semejanza de los iglús del cazador esquimal en el Ártico, cons­truidos con bloques de hielo. Sin embargo, este antiguo Imperio Etíope, re­gido por el Negus, va progresando, aunque muy len­tamente. Hay bastante turismo y la red de comunicaciones locales por aire y tierra no son de mejor pero sí aceptables. No se han levantado censos de población y por lo tanto no se sabe cuántos habitantes tiene el país; según malos cálculos van de los 12 a los 20 millones. Etíope es el significado que antiguamente se daba a todos los pueblos de piel oscura o negra que habitaban gran parte de África Oriental, mucho después de que se descubriera el origen del Nilo Azul — que nace en el Lago Tana, en Etiopía— o del Blanco —que nace en el Lago Victoria, por el lado de Uganda. Pero los rasgos fisonómicos del nativo etíope, a diferencia de casi todos los aborígenes del resto de África, son completamente distintos y muy variados. El tipo que domina tiene más rasgos caucási­cos

que negroides. La coloración de la piel en las clases elevadas es casi blanca, pero va bajando en la escala social hasta llegar a la muy oscura, prin­cipalmente en la provincia del sur. En cambio, en regiones como la de Axum —antigua metrópoli del Imperio Etíope— se ven individuos de líneas facia­les bastante puras que nos recuerdan las de los griegos: nariz recta y fina, labios delgados, cabeza pequeña y proporcionada, cuerpo esbelto y cabello un tanto crespo. Y no es raro ver mujeres jóvenes verdaderamente hermosas. La lengua oficial y do­minante es el amharic, con mucho de árabe y he­breo. El 93% de la población es analfabeta. Abril 2: Campamento a 3 mil metros de altura. Dejamos Addis-Abeba abordando una avioneta que en 40 minutos nos puso a orillas del río Awash, donde nos esperaba el guía Grey Goodman, mu­chacho de 22 años, muy agradable y trabajador, pero que como guía profesional estaba todavía verde. En un jeep nos condujo a un agradable cam­pamento para turistas que van a asolearse

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Los terrenos de caza del nyala de la montaña.

en la Reserva de Caza de abundante fauna. Media hora después partimos en el jeep. Viajamos cinco horas de mala brecha pasando por lomeríos pelones y resecos, muy poblados por gente del campo que no conoce otro utensilio que el azadón y el arado egipcio de hace 5 mil años para el cultivo de la tierra. Nuestro campamento está en el corazón de las montañas Arussi, a unos 3 mil metros de altura. Gran riqueza forestal, bonito lugar en que abundan las coníferas evergreen — árbol que se conserva verde todo el año—, juníperos, etc.; monte cerra­do, verde, diferente a otras partes de África. El con­tinuo canto de los pájaros que abundan dan un tono de alegría al campamento. Algunos de esos paja­rillos son tan raros como el bellísimo cucú esme­ralda, o el comehormigas. Naturalmente, el lugar es frío y muy lluvioso. Nuestro contratista, Ted Shatto, que a la vez la haría

de guía, nos presentó al cuerpo de servicio que sólo era de cinco etíopes incluyendo al coci­nero. En estos safaris no se comparan los servicios con los de Kenya de hace 15 años, en que tenía 17 nativos a mi servicio y hasta excesivas comodidades. Abril 3: Llovió copiosamente por la noche an­terior, pero este día brilló el sol. Se nos aseguró que habría caballos o mulas para hacer menos pe­sadas las largas caminatas en la montaña, aunque no los hubo, de modo que todo el safari lo hicimos a pie y al primer día, a las primeras de cambio, me di cuenta de lo duro que sería la caza. Cada uno salimos por rumbo diferente y desde el momento de salir del campamento fue cosa de subir y bajar montes muy tupidos, como que es el hábitat natural del nyala de la montaña y del bush­buck meneliki. El primer día fue de suerte, pues nos hizo pen­sar en un

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ÁFRICA - 1971 y menos un colobus, que tal vez no sea el más gracioso, pero sí el más bonito. Muy ajenos al trajín que íbamos a tener en los 13 días siguientes, por la noche festejamos con co­ñac el éxito de Benito. Abril 6: Los días 4 y 5 salimos temprano. Yo re­gresé a las 2 p.m. y los muchachos hasta las nueve de la noche. Ya me había dado cuenta de lo duro y difícil que sería la pelea en montes tan cerrados, muy pendientes, resbalosos por el abundante lodo y lo empapado del terreno, peñascoso como las Ro­callosas del Canadá, con relices y barrancones don­de un mal paso puede ser un viaje al otro mundo. A un animal tan tímido como el nyala de la monta­ña, hay que cazarlo de arriba hacia abajo y muy temprano, o entrada la tarde, como al borrego sal­vaje y, como a éste, buscarlo en las alturas, en los claritos de la montaña, pues fuera de ellos no se ve a 50 metros; además, es de hábitos nocturnos y, por consiguiente, hay que madrugarlo. Tres horas se requerían para llegar a la cima de las montañas más próximas y dos para bajar, así que se perdían cinco horas. El día 5 los muchachos habían visto a las siete de la mañana un macho con una hembra y un crío que subían al monte. Sólo los vieron un instante, sin darles tiempo a disparar, seguramente porque los bichos ya los habían sentido. Inútil fue seguir la huella. . Por la noche, al calor de sabrosa fogata, decía Gerardo entusiasmado: —Para mí, el nyala macho que vi supera en belleza al gran kudu y al sable real. . . ¡Nomás vieran qué animal! ... ¡Qué animal . . .! Por su parte, Benito dijo que no volvería a Gua­dalajara sin su nyala. Cuando un cazador se expresa de esta suerte es que en su corazón ya anidó el amor a la naturaleza en todo su esplendor y grandeza; la goza, la disfru­ta en el ambiente natural, libre, fuera de zoológicos e invernaderos. Ya no importa, se aguanta todo, es­fuerzo, hambre, frío, agotamiento; se soporta todo con estoicismo espartano. Los días que siguieron fueron de gran esfuerzo físico en un ambiente de lluvia, viento muy frío y neblina. Teníamos permiso para dos nyalas y viendo el entusiasmo de mis muchachos les di la alternativa. Ellos serían los cazadores y yo el compañero y con­sejero. Di la orden a Ted que hiciera los prepa­rativos para ir a dormir a la cima del monte y aprovechar el amanecer, cazando a la espera des­de algún punto estratégico desde el cual se dominara un buen tramo de terreno abierto. Por otra parte, esta disposición economizaba tiempo y es­fuerzos, sobre todo a mí, pues a esa altura de más de 3 mil metros

El gracioso bushbuck Arussi. De esta escasa especie cobró mi hijo Benito un ejemplar cuyos cuernos entraron en la medida récord.

safari totalmente exitoso en el Monte Gugu. Al mediodía mi hijo Benito abatió un magní­fico bushbuck Arussi — Tragelaphus scriptus mene­liki—. Hay varias especies de bushbuck, pero a juzgar por los poquísimos de la especie Arussi me­nelíki que figuran en el libro de récords de R. W., en el cual figuran solamente 18 bushbuck de esta especie y la mitad fueron abatidos por cazadores o tramperos nativos y no se conoce la fecha en que fueron cazados, se comprenderá la importancia y mérito del que cobró Benito. Los cuernos midieron: Cuerno derecho Cuerno izquierdo Circunferencia de la base Punta a punta

35 cm 34.5 cm 14 cm 12 cm

Seguramente que al medirlos, después de trans­currir los tres meses requeridos estará en el segun­do o tercer lugar en la medida récord. El peso aproximado de este escurridizo antílope es de 55 kilos. Por mi parte, sólo vi dos bushbuck de cuernos chicos. Los dejé ir. Me divertí viendo de cerca mu­chos monos de la especie colobus. Nunca he ma­tado ni mataré un mono

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Rarísima fotografía de una familia de los tímidos antílopes nyala; el padre, la madre y un crío.

y con tantos años que llevo encima mis esfuerzos eran sobrehumanos. En terreno más o menos plano aguanto caminatas de todo el día, pero me mata encumbrar elevadas montañas. ¡Cuán­ta falta me hizo un caballo! Mi pobre corazón sal­taba dentro del pecho, con tal agitación y sonoridad que fácilmente lo oía como si me dijera a gritos: “¡Espera un poquito hombre ... ten piedad y com­pasión de mí!” El día 7 Gerardo y Benito se fueron a la cum­bre. Por todo campamento se llevaron una lona que sirviese de tienda y sus bolsas para dormir. Yo me quedé en el campamentobase, dando mis explora­ciones por los montes más cercanos con la espe­ranza de oír los fogonazos. Todo el día llovió con fuertes vientos y, algo peor: densas nubes bajas y neblina cubrían el monte alto e impedían ver a más de 10 metros, paralizando la caza. Por la noche siguió la lluvia calmándose al amanecer, aunque seguía una neblina

imposible. Feo se presentaba el día 8; afortunadamente por la tarde aclaró el tiempo y con ello vino la suerte: Gerardo se había acurrucado —valga la palabra —­en una saliente de las rocosidades de una cuchilla con un profundo precipicio a sus pies, desde donde podía dominar un amplio claro a unos 200 metros. A las 6 p.m., cuando desesperanzado pensaba con otro día en blanco, se asomaron por las orillas del clarito dos bushbuck y un momento después ¡un buen nyala macho! El nyala, tal vez jugando, tiraba cornadas a los bushbuck. Nunca se dio cuenta de que arriba lo esperaba un cazador. No obstante, la gran emoción natural del momento y aterido de frío, Gerardo tuvo la suficiente calma y control de ner­vios: apuntó con su .30-06, disparó y el corpulento antílope rodó unos metros por la barranca, tal vez ya sin vida ¡el nyala es un animal muy sensible a la muerte—, mientras Gerardo, sin poderse con­tener,

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Gerardo con el magnífico nyala gigante cazado por él en las montañas de Abisinia.

gritaba: ¡Nyala! ... ¡Nyala! ... i ¡Mi Nyala! ... Al oírlo Ted, quien se había alejado a preparar un café, corrió al lugar en ayuda de Gerardo para ba­jar a desollar y recoger el ansiado trofeo. He dicho trofeo porque así, como tal, debe considerarse al nyala de la montaña, un señor trofeo de caza que pesa 225 kilos, tan grande como un gemsbuck o un bongo, y decir nyala de la montaña o bongo son pa­ labras mayores. Fue un buen tiro: no hubo necesidad de seguir o buscar el animal. Los cuernos midieron 71 centí­metros. Precioso antílope, producto de seis días de durísimo trabajo.

Contábamos ya con dos buenos ejemplares de las montañas etíopes, ahora faltaba el segundo nya­la, el de Benito, quien había jurado no volver a casa sin antes cobrarlo, pero la suerte le fue ad­versa. El viernes 9 de abril Benito se fue al monte y Gerardo se quedó en el campamento-base a des­cansar. Día en blanco. Los cinco que siguieron fue­ron lluviosos, fríos y vanos. Tres de esos días se pasaron en la cima Benito y Gerardo con las con­siguientes incomodidades. Ni siquiera hicieron foga­tas para no ahuyentar a la presa, aparte de que tampoco era fácil prender fuego con leños mojados.

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ÁFRICA - 1971 Los dos últimos días dormimos todos en el cam­ pamento-base y los muchachos, en un último es­fuerzo, salían a las cinco de la mañana para regresar a las ocho de la noche. Tal es el deporte de la e mayor o montería, como le llaman en España. Terminó el safari sin cobrar más piezas menos ninguno de nosotros se enfermó ni con catarro. Mis muchachos estaban tan sanos y fuertes como un roble. En este safari el éxito fue mediano, sólo cayeron dos piezas en 15 días, pero en la caza como en otros deportes cuenta la buena o mala suerte aunque no en forma total. Hay animales muy difíciles de verse y más difícil es ponerse a tiro, ce con el nyala; sin embargo, en nuestro caso corrieron cuatro factores que entorpecieron un mejor éxito: 1˚, la fauna en el área que cazamos era muy limitada y escasa, sobre todo el nyala: en 15 días solo vimos el que cobró Gerardo y el que nos dio oportunidad de dispararle. Aparte del nyala, sólo vimos bushbuck, monos y una sola huella de leopardo. 2˚, en toda África abunda el cazador furtivo que por la carne es capaz de acabar con la fauna local.3˚, no hubo los caballos o mulas que se nos habían asegurado—único medio de transporte—;esta falla impidió cambiar el campamento a otro lugar y dar más agilidad a la caza, como se procede en el Canadá, en Irán y en otro países montañosos, por lo que tuvimos que limitar la caza a una sola área de tres montañas. 4°, Ted es un experimentado guía y contratista, pero está un poco enfermo y fuera de edad para este tipo de caza, en la cual se requieren de pulmones y piernas con músculos de acero. Dos días estuvo ausente porque fue a extraerse una muela. Además de Ted sólo contábamos con Grey, un muchacho de 22 años que llevó todo el peso como

guía, aunque sin experiencia, sin iniciativa ni conocimiento del terreno; eso sí, muy trabajador, amable, servicial, agradable y con muy buena voluntad, pero eso no bastaba, estaba aún verde. Los primeros cuatro días los perdimos saliendo un poco tarde y las horas se nos iban en subir y bajar el monte, no como cazadores sino como arrieros. Si hubo éxito en que Gerardo cobrara su nyala, fue gracias a la orden que di para que mis muchachos, en compañía de Grey, se quedaran en la cima del monte. Sólo una noche los acompaños Ted y precisamente el día que hubo fortuna. La carne del nyala es buena, suave, de poco sabor; es más sabrosa que la del bushbuck. Entre las cosas raras que observé en el campo fue un águila que se llama Lammergeyer —Gipheatus barbatus—, cuya particularidad es que con sus garras levanta del suelo huesos frescos de animales, se eleva y desde cierta altura los suelta sobre las rocas para que se rompan y así pueda comerse el tuétano que contienen. Su plumaje es amarillo, blanco, negro y además tiene bifotes, Que yo sepa, sólo hay otra ave que se valga de semejante artificio para procurarse alimento: el buitre egipcio: para romper el duro cascarón del huevo de avestruz levanta con el pico una piedra y repetidas veces la arroja con fuerza contra el cascarón. Resumen final del safari en Etíopia: la noche del 14 de abril llegamos a Addis-Abeba después de nueve horas de jeep y dimos fin al safari. RESUMEN DE LA CAZA 1 nyala de la montaña 1 bushbuck —Arussi meneliki—

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24 África 1971

El

más de dos pisos y actualmente se ven ultramodernas construcciones de 15 pisos. Como en cualquier ciudad europea, Nairobi posee buenos restaurantes, joyerías, perfumerías, boutiques, tiendas de antigüedades, teatros, cines, cabarets de primera clase, campos de golf y otros deportes; tampoco faltan en las calles y en los ho­teles los hippies sucios y melenudos, cargados con su mochila en el lomo y pidiendo su “aventón” para ir gratis a cualquier parte. Este espectáculo es lo que más desentona en una ciudad otrora típico cen­tro mundial de cazadores. ¡Qué lástima! El día 17 abordamos un avión que nos llevaría a

viernes 26 de abril volamos de Addis-Abeba a Nairobi, Kenya, para seguir a Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo. Ahí se lle­varía a cabo mi octavo safari africano acompañado por primera vez por mis tres hijos: Gerardo, Benito y Fernando. En Nairobi llegamos al Hotel Hilton, nuevo, de lujo, moderno, turístico, aunque el Stanley seguía siendo el punto de reunión de los cazado­res. Nairobi tenía unos 75 años de fundada y ya contaba con una población de 300 mil habitantes. Progresó a grandes pasos desde su independencia —diciembre de 1963—, convirtiéndose en una ciu­dad industrial y turística. Dos décadas atrás no te­nía un solo edificio de

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ÁFRICA - 1971

De paso para Zaire hicimos escala en Nairobi, ciudad que seguía creciendo y modernizándose año con año. Kinshasa —única puerta de entrada por el aire al Congo—, haciendo escalas en Entebbe, Uganda y Burundi. Después de seis horas de vuelo aterriza­s en el aeropuerto N’Dijili de Kinshasa y nos quedamos en el Hotel Okapi, desde el cual se domina el gran río Congo y la capital de millón y medio de habitantes. El día 19 llegó mi hijo Fernando, quien viajo a Europa para reunirse con nosotros. Desde que llegamos a Kinshasa tuvimos las aten­es de Marcel Van Den Bulke, uno de los direc­s del Congo Wild Life Safari, negociación que habíamos contratado para nuestro safari. Lo primero que hizo fue advertirnos que tuviéramos paciencia porque en el país una semana de demora era normal en cualquier actividad. La República de Zaire —ex Congo Belga— se independizó en junio de 1960 después de un colo­niaje que duró 52 años, durante los cuales la po­blación de19 millones de negros fueron goberna­dos por 50 mil blancos. País territorial mente más grande que México —2345409 km2—, es principalmente agrícola y rico en otros productos que le garantizan un brillante futuro si no surgen revueltas como las de los cua­tro primeros años de independencia, cuyo costo fue de más de un millón de vidas. Hay zonas tan pobladas como su capital Kin­shasa — antes Leopoldville—, donde se ha concen­trado un 15%

de la población, y extensísimas áreas selváticas, tan escasamente pobladas como el Mato Grosso de Brasil. El turismo internacional es prác­ticamente nulo. Durante los 52 años que duró el dominio colo­nial belga, se privó a los congoleños de toda pre­paración política. Los aborígenes a los que se les permitió recibir instrucción superior no llegaron a treinta. Cuando en 1960 los belgas abandonaron re­pentinamente el país, éste se sumió en la más terri­ble anarquía y se desencadenaron las matanzas, las guerrillas tribales y los movimientos secesionistas que llevaron al país a un caos total. En 1965 las cosas cambiaron bajo el mando de una mano férrea y sin escrúpulos: Mobutu, sargento mayor en el ejército colonial y jefe del Estado Mayor después de la independencia, se apoderó del gobierno en 1965. Anuló a los tes­tarudos, reorganizó el ejército, impuso reformas económicas que lograron contener la inflación y con­siguió hacer de su moneda una de las más fuertes del mundo subdesarrollado. No tardaron en acudir los inversionistas extranjeros y florecieron las minas de cobre, las fábricas y cultivos, convirtiéndose el país en un ejemplo del progreso africano. Mobutu no se andaba por las ramas cuando se trataba de poner en acción su voluntad de hierro. En 1971, furioso por una manifestación calleje­ra que

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ÁFRICA - 1971 contra él organizaron los estudiantes universitarios, obligó a 2 600 de ellos a ingresar en el ejército.· Los estudiantessoldados tuvieron que ha­cer instrucción y gimnasia durante todo el verano y regresar a clases en el otoño, en uniforme y lle­vando vida de cuartel. En octubre de 1971 decidió cambiar el nombre del Congo y buscó uno que representara mejor al país .en su totalidad, por tanto, ordenó a las empre­sas y oficinas públicas que, sin excepción, elimina­ran dicho nombre de sus letreros y cartas y lo sustituyeran por el de Zaire, nombre que, según ex­plicó, era más auténticamente africano. En realidad es un barbarismo de la palabra en portugués Nzadi, antiguo nombre del río Congo. La capital, Leopold­ville, se convirtió en Kinshasa y las demás ciudades del país fueron rebautizadas. Decretó que todos los mestizos de padre euro­peo prescindieran de sus nombres extranjeros. Una publicación belga ridiculizó a Mobutu al indicar que él mismo tenía nombres de pila cristianos: Joseph Désiré. Al día siguiente el gobernante anunció iracundo que, desde ese momento, se llamaría Mo­butu Sese Seko Kubu Ngbendu Wa Za Banga, nom­bres que, entre otras cosas, quieren decir gran gue­rrero, la tierra y el gallo que no deja gallina sin cubrir. Y volviendo a lo nuestro, todo quedó listo el día 19 para partir a Isiro donde se iniciaría nuestro sa­fari, cuyo principal objetivo sería el bongo. Otra vez intentaría cazar a este famoso antílope, que, conjuntamente con el borrego de Marco Polo, era una obsesión para mí. En dos ocasiones lo había intentado sin éxito: la primera en 1959 en África Ecuatorial Francesa, en la parte que hoy es Ubangui, zona de la Repú­blica Central Africana, y la segunda en Kenya, en 1964. Esta vez sería la tercera y, por los halagado­res informes obtenidos, me sentía optimista; ade­más, me acompañaban mis tres hijos a cazar en un país en el que durante los diez últimos años se había vedado totalmente la caza a extranjeros. Pero lo mejor de todo es que iríamos a una área en la que en muy reciente fecha se había descubierto un verdadero paraíso del bongo y de grandes elefan­tes con colmillos tan grandes que pasaban de los 50 kilos por lado. El 20 de abril, a las 8 a.m., debíamos abordar el avión que nos llevaría a Isiro. Marcel nos acompa­ñó al aeropuerto donde pasamos un mal rato: Be­nito dejó su pasaporte en la administración del ho­tel, considerando innecesario llevarlo a la selva; pero al’ registrarnos como pasajeros nos lo exigieron. El avión despegaría en 10 minutos y para ir por el pa­saporte y volver al aeropuerto se haría no menos de media hora en auto y como no había teléfono para pedirlo no hubo manera de arreglo. El próximo vuelo sería cuatro días después y no había otro medio de transporte rápido a

Isiro, pues por el río Congo se hacían 15 días en lanchones y más de un mes por tierra, porque no hay carretera. En tales circunstancias, mi preocupación fue grande, de modo que le mandé ofrecer al piloto 200 dólares para que demorara un poco el vuelo, pero no dio resultado. Benito y Marcel se fueron a toda prisa por el pasaporte. Pasaron los 10 minu­tos y Gerardo, Fer y yo abordamos el avión, un vie­jo Focker, bimotor de 36 plazas. Empezó a taxear para tomar la pista, sin embargo algo andaba mal en el motor izquierdo y tuvo que regresar para su arreglo. i Bendito sea Dios! Esto permitió una demo­ra de 20 minutos de pruebas y exámenes del motor. En el último momento, cuando ya estábamos otra vez en la pista, ansiosamente nos asomábamos por la ventanilla y vimos a Benito correr como un azo­gado hacia el avión. Se me quitó el vacío que sen­tía en el estómago. El tiempo estimado de vuelo era de tres horas a Kizangani y de una hora más a Isiro, donde nos esperaban nuestros guías. Durante las tres horas de vuelo a Kizangani el panorama no cambió: todo fue un monte verde y una planicie selvática densamen­te cerrada, verde oscuro; ni un cerro ni una mon­taña como punto de referencia, sólo el brillante hilo de plata del río Congo, inmensa serpiente que de­vora la jungla a lo largo de su trayectoria —4,600 kilómetros—, de Katanga —donde nace— hasta An­gola, desembocando en el Atlántico; ni una aldea ni un cultivo o campo despejado. Pensaba que era tan impresionante como volar sobre las nieves del Ártico en busca del oso polar. Mientras cavilaba, mis muchachos platicaban en francés con un individuo sobre algo que los hizo reír a carcajadas. Pregunté a qué se debía tanta risa y Gerardo me contestó: —Este belga nos cuen­ta un suceso, dramático y jocoso a la vez: que por aquí, en esta parte de la selva, hace menos de un año, cayó una avioneta que volaba de Kizangani a Kinshasa; que el piloto no murió al caer, pero los negros se lo comieron, y que después de dos me­ses de búsqueda sólo encontraron sus huesos, sus objetos personales y la avioneta destrozada. Aterrizamos en Kizangani, ciudad que antes se llamó Stanleyville. Después de 15 minutos se nos comunicó que el motor izquierdo seguía fallando, se calentaba mucho, y el vuelo no podía continuar a Isiro, por lo que tendríamos que esperar otro avión de Kinshasa, sabe Dios cuánto tiempo. Me acordé de la advertencia de que en ese país era cosa normal las demoras de una semana. Nunca hagas hoy lo que puedas hacer mañana, reza un refrán africano. El principal comercio del lugar, al igual que en otros países africanos, está en manos de griegos, árabes o hindúes.

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ÁFRICA - 1971 en administración pública y menos aún en economía hacendaria. El desastre no se hizo esperar. Primero, Patricio Lumumba ‘ocu­pó el cargo de Primer Ministro del Congo y en 1961 fue asesinado. Lumumba se había atraído el apoyo de muchas crédulas e ignorantes tribus prometién­doles que, al obtenerse la independencia todos ten­drían casas propias y automóviles y no se verían obligados a trabajar. Era tal la fe que tenían en su jefe que todavía tres años después de su muerte esas masas creían positivamente que Lumumba vol­vería a la tierra en un segundo advenimiento para cumplir su promesa. Después de su asesinato si­guió el de otros jefes y se extendió la anarquía en todo el país. En 1964, el general congoleño Nicolás Olenga era, por decirlo así, el jefe máximo de la nueva República Popular. Olenga, señor de los simbas, pertenecía a la tribu de los betetelas y había cobra­do fama como chamán valiéndose de la magia y el fetichismo, tan comunes en las tribus africanas. A las turbas de su ejército les llamaba simbas, leo­nes en lengua swahili. Las había convencido de que cierto dawa —poder mágico— los protegía ha­ciéndolos invulnerables a las balas enemigas. Gra­cias a esa potente dawa no temían a nada y en la lucha su arrojo y bravura eran tan terribles que los hacían incontenibles. Las hábiles artimañas de Olenga nos resultan familiares si recordamos que también en la Revo­lución mexicana ocurrió algo semejante con nues­tros bravísimos yaquis de Sonora, a quienes se les había hecho creer que si caían de un balazo en el combate al día siguiente resucitarían en su tierra. Lo mismo se les hizo pensar a algunos rebeldes, diciéndoles que si llevaban un escapulario colgado al cuello tal reliquia haría el milagro de desviar la bala enemiga. Las tropas del gobierno congoleño sentían tal terror frente a las turbas de los simbas, que éstos, en tres semanas, invadieron extensos territorios de la parte oriental de la República y se apoderaron de Stanleyville, ciudad de unos 15 mil habitantes, donde establecieron temporalmente su cuartel ge­neral e hicieron prisioneros a todos los extranjeros con sus familias, incluyendo al Cuerpo Consular de los Estados Unidos de América, Bélgica, Francia, Inglaterra, Grecia, Italia y Holanda. Ciento once días de vejaciones, sufrimiento físico y muertes pasaron los prisioneros esperando angustiosamente que de un momento a otro acabarían con sus vidas. En uno de sus frecuentes arranques bélicos, el general Olenga le manifestó a Michael Hoyt, representante estadounidense: —Declararé la guerra a los Estados Unidos. Esto dará una idea de la mentalidad del general. Los actos de barbarie y salvajismo cometidos por Olenga en Kizangani estremecieron al mundo. Se calcula que unas 800

La práctica de la brujería y el fetichismo estaba sumamente extendida entre los habitantes del Congo. Esta máscara se utiliza en algunos ritos mágicos. Kizangani se localiza casi en el corazón de la inmensa selva húmeda, la cual abarca más de la mi­tad de todo el país, poco más de 1 000 kilómetros de norte a sur y otros tantos de este a oeste. En 1964, cuando todavía el país se agitaba con las convulsiones de la última revuelta que había sufri­do la nueva república desde su independencia, Ki­zangani era considerada una de las ciudades más prósperas, modernas y bonitas del África congole­ña. Espaciosas y floridas quintas y bellos parques; cómodos hoteles, restaurantes, grandes edificios comerciales y de apartamentos, cines y lugares de esparcimiento, etcétera, acreditaban la fama de que gozaba la ciudad. Tal obra fue resultado de 52 años del trabajo realizado por unos 1 500 belgas, grie­gos, hindúes, árabes, canadienses, estadounidenses y holandeses, todos colonos residentes. Pero cuan­do el gobierno belga se vio obligado a aceptar en 1960 la independencia del Congo, dejó un país de 19 millones de almas con sólo 30 individuos gra­duados en la universidad y ni un solo congoleño preparado, adiestrado

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En las orillas del gran río Congo abundaban las aves de varias especies y los hipopótamos. personas fueron asesina­das al pie del monumento erigido en memoria de Lumumba, muchas de las cuales fueron quemadas vivas. Caso verdaderamente macabro fue el de Sil­vestre Bondeke, individuo importante a quien le atri­ buían poder mágico. Lo condenaron a muerte y vivo aún la turba le arrancó el hígado del cuerpo y para adquirir poder se disputaron los pedazos del órga­no y se los devoraron con avidez de buitres. Después de oír esos escalofriantes acontecimien­tos, no sorprende el caso del aviador que cayó en la selva virgen y se lo comieron los aborígenes; aun cuando sí es sorprendente que existan lugares en el mundo en los que se practica el canibalismo. Felizmente, en la ahora República Democrática del Congo la noche quedó atrás:

restaña sus heridas en un ambiente de paz y tranquilidad. Un millón de vidas fue el precio de la independencia y la liber­tad que hoy disfrutan. El anchuroso río Congo pasa a las orillas de la ciudad, dándole un toque de vida, movimiento, be­lleza y alegría al lugar. Por la tarde se ve en sus márgenes a centenares de pescadores que viven y mueren en sus primitivas canoas, porque también les sirven de hogar. Me recordaron el Aberdeen de Hong Kong. Del lado opuesto a los pescadores hay una hermosa y muy arbolada pradera desde la cual se disfrutan tardes crepusculares de un encanto que se antoja lugar para vivir. En otro tiempo fue un parque zoológico. Desde allí se ven, al otro lado, en la playa, las fogatas que encienden en la arena los pescadores para cocinar la raíz

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ÁFRICA - 1971 Camino a nuestro primer campamento nos enseñaron unos estupendos colmillos de elefante que acababa de cazar un nativo. Eso me recordó que no siempre los grandes trofeos han sido cobrados por cazadores deportistas, pues el récord mundial de colmillos de elefante que se ven en la página siguiente, pertenecían a un paquidermo derribado en Kenya el año de 1898, por un esclavo negro.

de gua­camote, bien conocida en México, y la mandioca; la machacan para hacer una masa, la envuelven con hojas de plátano y preparan tamales que ponen a cocer al vapor. Éstos, la pesca y el pilipili —pi­cante— constituyen su principal alimento. Mientras se prepara la cena, los hombres charlan y los niños, descalzos, se divierten jugando y cantando en círcu­lo, algo parecido a Naranja dulce ... limón partido, que en tiempos lejanos cantaba en los patios de las casas nuestra niñez mexicana. Me metí en el círculo y rieron a mandíbula batiente. Kizangani está muy apartado de otros pueblos y sus redes de comunicación terrestre dejan mucho que desear. En este lugar tuvimos un inesperado encuentro, un caso único en un millón: después de cenar fui­mos a caminar un poco por la calle y de repente se nos paró enfrente un individuo que, al recono­cerlo, resultó ser Sy Feldman, vecino de la casa de Fernando en Guadalajara. Este señor, de raza cana­diense, es uno de esos empedernidos trotamundos que no hacen otra cosa que viajar y cuyo mayor placer el cruzar países de extremo a extremo en un trailer bien acondicionado en compañía de su esposa y de sus dos hijos menores. En esta ocasión andaba recorriendo todo el continente africano por los caminos más increíbles. Ya sabíamos que andaba en África, pero encontrarlo por la noche y en la calle, en un lugar como Kizangani y por el hecho de haberse interrumpido nuestro vuelo, resultó una muy extraña casualidad. Tanto a él como a nos­otros nos dio gusto dicho encuentro y I)os fuimos al bar del hotelito para charlar un buen rato. Tuvimos la suerte que al siguiente día llegara el

esperado avión y en una hora de vuelo aterriza­mos en Isiro, donde ya nos esperaban Arnold Cal­lens, de 32 años, y Adrián Karl, de 22. Eran los dos cazadores blancos que nos servirían de guías en el safari. El 23 de abril partimos de Isiro en tres jeeps y una camioneta pick-up rumbo al primer campamen­to. Después de 6 horas de brecha regular llegamos a Dungu, pequeño pueblo donde nos detuvimos a tomar un delicioso café que nos invitó un griego, dueño de una extensa plantación de cafetales. Nos mostró un extraordinario par de colmillos de ele­fante recién cobrado por un nativo. Uno de elfos pesó 72 kilos y 76 el otro. La circunferencia midió 56 centímetros y 2.20 metros de largo. ¡Qué suerte, así es como caen muchos récords! Esto nos alentó mucho, comprobando que el Congo no sólo es el paraíso del bongo sino el de los grandes elefantes con colmillos que superan las 100 libras por lado. Seguimos adelante. Todo el terreno fue plano, verde oscuro, y sin puntos de referencia que guia­ran a uno. Si un cazador se pierde en esa pesada jungla sólo un milagro lo salvaría. Tres horas más de brecha y llegamos al campamento-base, bonito lugar a las orillas del río Uele —tributario del Con­go—, profusamente rodeado de alta arboleda. El día 24 salimos de caza, Fer y Benito con el guía Arnold, Gerardo y yo con Adrián. Lo primero que vimos fueron bastantes waterbucks y cobs. De estos últimos, Gerardo tumbó uno de un buen tiro. Por su parte, Benito y Fer siguieron a una partida de búfalos durante 3 horas en terreno de pastos tan altos que los cubría, dificultando

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テ:RICA - 1971

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ÁFRICA - 1971 sobremane­ra el acecho, aunque, finalmente, en campo más propicio, descubrieron a un grupo de 8 bestias que no supieron si era al que seguían o era otro. En ese momento vieron a su izquierda, a unos 100 me­tros, a un leopardo trepado en un árbol. De un salto desapareció sin darles tiempo a disparar. Si­guieron a tres de los búfalos, haciendo un bonito e interesante acecho hasta colocarse a 50 metros de ellos. Benito tiraría con el rifle .375, Fer filmaría la acción y Arnold seguiría tras de ellos. Del grupo destacaba un buen macho, al que, cuando presentó blanco, Benito le disparó. Al oír el tiro, la manada, tal vez confusa, se les echó encima, acortando la distancia hasta unos 15 metros, momentos en ex­tremo peligrosos y muy emocionantes. En tanto que Benito seguía disparando al búfalo herido, Arnold gritaba y agitaba los brazos tratando de asustar a los otros y desviarlos, y Fer filmaba la acción de alta tensión. Por fortuna, al cuarto tiro cayó el bú­falo padre, el resto de la manada se cortó y los ca­zadores respiraron tranquilos . Siempre ha sido y será emocionante, excitante y peligroso enfrentarse a un búfalo, pues esta po­derosa bestia ha causado más víctimas que los leo­nes, leopardos o elefantes. El búfalo que cazó Be­nito era un Caffer equinoxialís, diferente al popular Cape Búfalo de África Oriental. Pasó el día y ya que en la región no había bon­ gos —nuestro principal objetivo—, optamos por irnos al día siguiente. Partimos al campamento No. 2. Llegamos después de 5 horas de jeep. En el camino nos encontramos con el chef del Distrito de Zande, un negro como cualquier otro, pero con mando sobre 30 mil habitantes de la región. Para vivir ocupa toda una aldehuela para sus 12 espo­sas con 42 hijos. iArrea! Nuestro campamento estaba en una pequeña al­dea situada cerca de la frontera sur del Sudán, área donde abunda la principal dieta del bongo: una es­pecie de arbustos, que ingiere con tiernas hojas. retoños, tallos, vástagos, la pulpa y la corteza de árboles quemados. El bongo no come pastos. Nuestro campamento presentaba un aspecto hu­ milde, improvisado; lo mismo sucedía con los ser­vicios y medios de transporte. Estaba muy lejos de compararse con la organización y servicios de los safaris de Kenya, Zambia, Tanzania y otros. Debido probablemente a que en Zaire apenas empezaba e jugoso negocio de los safaris y los contratistas estaban muy poco preparados. Nosotros éramos de los primeros cazadores.

El leopardo desapareció al instante ...

Benito con la cabeza del búfalo cafre que mató y cuyos cuernos son distintos a los que tenían los que cobramos anteriormente en otras partes del continente africano.

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Con mi hijo Benito descanso en nuestro rudimentario campamento, pues al Congo no habían llegado los lujos y comodidades de los safaris organizados en otras partes de África. El bongo (Boocercus curycerus cooperi)

La forma más fácil de cazarlo es esperando pa­ cientemente trepado en un machán, armado sobre un árbol, cerca de un lamedero, rico en sales mine­rales en reducidos y húmedos manchones. Los ma­chanes deben prepararse en lugares estratégicos, lo menos un mes antes de abrirse la época de caza para que los animales no extrañen. Nuestros caza­dores blancos no tuvieron esa previsión que contri­buyó a nuestra mala suerte, y la cacería se haría totalmente a pie, huelleando. Benito salió con Simón —huellero local negro—, Fernando con Adrián, Gerardo con Cristofe, otro huelle ro local que hablaba francés, y yo con Arnold y un huellero de nombre Sodúa. Pronto nos dimos cuenta de lo difícil que sería la caza, pues el’ hábi­tat del bongo es de muy difícil acceso. A poco an­dar entre los altos y cortantes pastos, ya iba empapado por el rocío del denso follaje, y para las 9 a.m. la temperatura era de 40 grados C. en un mar verde y sofocante que lo mojado de mi cuerpo y ropa se evaporara, tal como suele verse el ardien­te pavimento después de una ligera lluvia. Ese pri­mer día vimos muchas huellas de

26 de abril: Primer día a caza del bongo. En mis relatos de los safaris en África Ecuatorial Francesa — hoy República de Chad y República Central Afri­cana— en 1959, y en Kenya en 1964, algunos de los hábitos de este difícil bicho, que señalé para desgracia del cazador, tiene todos sus sentidos muy desarrollados; es nocturno, escurridizo, extre­madamente elusivo, siempre metido en lo más den­so y sombrío de las selvas y montes, lugares donde prácticamente es imposible verlo a una distancia de 6 metros. Es inconcebible cómo este pesado animal de más de 200 kilos y de patas cortas corra a considerable velocidad en tales breñales, achaparrándose, doblando las patas como si andará en cuclillas, extendiendo el cuello hacia adelante y pegando los cuernos sobre su lomo; pero lo cierto es que el bongo, el cual mide 1.25 m de altura a los hombros, se escurre en varejonales en los que difícilmente logra pasar un hombre arrastrándose sobre el suelo.

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Al bongo, debido a lo tupido de las selvas donde habita, el cazador no lo puede localizar a una distancia mayor de 6 metros. bongo, viejas y secas y en seis horas de caminar en la selva no vimos a un solo animal, excepto monos. —Si no llueve, no tendremos bongo. Hace ca­torce días que no cae una gota —sentenció Arnold. —¿Por qué? —repuse yo. —Porque con la hojarasca seca no será posible evitar hacer ruido y no podremos arrimarnos sin ser advertidos; por otra parte, no es fácil seguir la hue­lla en terreno seco y duro. —Bueno —repliqué optimista—, tenemos mu­chos días por delante y estamos en temporada de lluvia. Tu problema es que yo tumbe mi bongo, y sí los hay, porque hemos visto muchas huellas. Así es que más vale que le reces a San Isidro el labra­dor para que mande la lluvia.

—Desde luego que hay bongos, en ninguna par­te del mundo hay mayor concentración de estos antílopes, “coco” de los cazadores, pero ... Dos de mis muchachos tuvieron mejor suerte ese primer día: vieron unas hembras. Naturalmente no les tiraron; queríamos un macho adulto. Aquí cabe insertar unas notas del Diario de Fer­nando: Al tercer día me tocó ver un bongo al que du­rante cinco horas le había seguido la huella. Desgraciadamentee nunca pude ver el cuerpo entero, ni siquiera los cuernos. Por el tamaño de la huella suponía sería un macho grande, pero no estaba se­guro. Hubo un momento en que lo tuve muy cerca, me lo señaló mi buen huellero Balunga; estaba en­tre el denso follaje a unos 15 metros y aun así era tan oscuro

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ÁFRICA - 1971 y sombrío el lugar que sólo pude ver una parte del cuerpo, un manchón dorado rojizo; tiré y no dí en el blanco, sólo oí el tropel al salir corriendo el animal. Después descubrimos que mi bala fue desviada por una gruesa rama que no vi debido a las negras sombras del lugar. En otra ocasión también Gerardo vio un man­chón rojizo entre la breña, tiró y dio en el blanco, corrió emocionado, sólo para ver que lo que había caído, no era un bongo sino un bush pig, animal cuyo color de pelaje es muy parecido al de los bongos; menos mal que este animalito hacía falta en nuestro salón de trofeos. Cuando se va en busca del bongo, generalmente la primera recomendación que hace el cazador blanco es: si en la espesura, entre las ramas, ves una mancha rojiza, tírale porque es un bongo. Tal consejo es un error. Lo que busca el cazador, por lo que ha pagado y hecho un largo viaje, es un bon­go macho y adulto, no un bebé o una hembra, aun­que también ésta merece y debe ser considerada como un trofeo de caza. Todos los días el “toque de Diana” era a las 4 de la madrugada. Tomábamos un ligero refrigerio, abordábamos los jeeps y después de caminar un trecho por la brecha abandonábamos el jeep y a las 5 empezaba la caminata por la selva. Esta ca­cería se hace totalmente a pie, pues el bongo es un animal de hábitos nocturnos. Como al leopardo, se le caza temprano o pardeando la tarde; pocas veces se le ve después de las nueve. Durante el día busca su encame en lo más denso de la selva o el monte, dejando siempre una puerta de escape. Cierto día me tocó observar un muy inteligente huelleo de mi guía Sodúa, quien siempre iba por delante: cortamos una huella fresca y grande que, desde luego, seguimos en terreno reseco y cubier­to de hojarasca y monte cerrado. El huelleo era lento. Procurando no hacer ruido y sin dirigirnos una sola palabra, de vez en cuando se detenía So­dúa —se me había advertido que cuando lo hiciera era indicio de que algo había oído y debíamos que­darnos instantáneamente paralizados, sin pestañear para que él pudiera escuchar mejor. Nunca perdió el rastro y cualquier pequeño detalle le era útil; un pastito doblado, una marca fresca que a su pasohabía dejado el animal en la corteza de un árbol que había roído, una hoja arrancada de un arbusto o las puntas mordidas de unas jugosas y frescas plantas parecidas a largos espárragos. Todo nos lo señalaba con la mano sin pronunciar palabra. Ha­bía momentos en los que sentía, sabía yo, que estábamos tan cerca del animal que llevaba el rifle listo para un tiro rápido, pues en cualquier momento lo vería. —Mira, aquí se echó —me decía Arnold a señas. Pero ese bongo sabía latín, era un zorro sabio que se reía de

Mi guía Sodúa era expertísimo en localizar y seguir las huellas del bongo.

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Las cerradas selvas donde se caza al bongo en Zaire son por sus condiciones climatológicas y por la gran cantidad de víboras venenosas y plagas que en ellas existen, verdaderas trampas para el cazador. sus perseguidores; daba una media vuel­ta a la izquierda, luego a la derecha, después en círculo y en seguida se metía en unos varejonales tan cerrados y bajos que sólo a gatas podíamos entrar a ellos. Nuestro paso era lento, varias veces perdimos la huella y tiempo para volverla a encontrar en te­rreno duro y seco. El endiablado bicho nos traía locos: salió del varejonal donde creíamos se echa­ría a sestear pero lo hizo para después de dar un sinnúmero de vueltas volverse a meter; seguramen­ te era el lugar de su encame. Sudando y a duras penas logramos arrimarnos a unos 20 metros, pero ... ¡maldición! ... sólo pudimos oír el estruen­do de su carrera sin ver su

sombra. Inútil seguir­lo: lo habíamos hecho durante 6 horas en ese infierno verde. No exagero al decir que en estas selvas del Con­go todo es una trampa, todo está en contra del ca­zador. Tal vez la caza ael bongo en estos lugares sea la única en que las ventajas están niveladas, siempre y cuando la caza se practique al estilo de lo que llamamos al rececho, es decir, campeando, encontrando una huella y seguirla hasta dar con la pieza, y no trepado en un machán o esperando en alguna de las veredas formadas por el ir y venir de los animales salvajes. Cuando se caza el bongo al rececho no hay handicap

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ÁFRICA - 1971 para el cazador ni para el animal. ¡NO! Cazar un bongo al rececho es realmente un reto a la inteligencia del hombre contra los agudos senti­dos -principalmente el oído- y la astucia del bon­go. En selvas tan cerradas, las posibilidades quedan igualadas. Otra cosa: si el cazador foráneo no lleva por delante un guía local —me refiero a la caza en el Congo—, estará expuesto a caer en una de las mil trampas perfectamente disimuladas que los cazadores furtivos —negros— preparan en las ve­redas de los animales, hechas en forma de amplios pozos de 3 metros de profundidad con picudas es­tacas clavadas en el fondo. El animal o el hombre que caiga a ellas recibirá más de 10 lanzazos. Otras calamidades son: a) el candente sol al mediodía lo tatema a uno con temperatura de 50 grados C. ; b) en todo el terreno se cruzan, casi pegadas al suelo, unas resistentes lianas o guías, del grueso de un espagueti, con las que con frecuencia se enreda uno y muchas veces se cae uno echando ajos y cebollas; c) los pastos son tan altos, tiesos, duros y cortantes y con no sé qué sustancia que sus pe­queñas cortadas infectan la piel; d) hay una espe­cie de hormigas que en vez de caminar por el suelo o por el tronco de los árboles infestan las hojas de los arbustos y plantas y, cuando alguien pasa y las roza, entonces se dejan caer para atacar con sus piquetes, de manera que se ve uno obligado a des­nudarse o de plano aguantarse en plena selva cuan­do se está a punto de descubrir la pieza que se acecha; e) la abundancia de víboras, principalmen­te la pitón, que por su gran tamaño es fácil de descubrir y no es venenosa, aunque abundan la Bushsnake y la Gaboon Viper, en extremo vene­nosas. Particularmente preocupan las vipers. Aunque su veneno no es muy rápido, si en unos minutos no se inyecta suero la víctima muere en menos de una hora. A diferencia de la cobra que muerde y mas­tica con sus cortos colmillos, la viper abre amplia­mente el hocico y con sus largos colmillos hacia afuera se lanza enterrándolos profundamente en la carne. Con los colmillos clavados tira hacia abajo, comprimiendo sus glándulas llenas de veneno y despide su contenido, arrojándolo en las heridas por el canal que tienen los colmillos. Mide más de un metro de largo por unos 10 centímetros de grueso. Ya puede imaginarse el lector la impresión y el tremendo susto que se lleva el cazador si se en­cuentra con una de estas víboras en el preciso mo­mento en que, de rodillas, arrastrándose por el sue­lo en un intrincado varejonal, trata de arrimarse a uno de los echaderos del bongo. También son abundantísimos los ciempiés, que no son peligrosos, pero no dejan de ser desagra­dables y repugnantes como las ratas. En este lugar, como en la mayor parte de Áfri­ca,

El recuerdo de las víboras no me dejaba tranquilo ... prevalece entre los nativos la ignorancia, el tabú, el chamán, la idolatría, la brujería, el fetichismo; por ejemplo, no comen la carne del bongo porque de hacerlo — piensan— adquirirían la lepra, enfer­medad muy común en esas partes. Por eso el cazador furtivo respeta, no caza a este animal, a menos que sea por la piel. Durante días no comimos más que carne de unas gallinas enanas que llaman cucus, pero Benito cazó para la cazuela un bushbuck y lo saboreamos con placer. Abril 30. Nota en mi Diario: A sugestión mía an­tier se armó un machán cerca de un comedero, pues me pareció propició por estar en lugar muy cerra­do de la selva, a dos horas de la brecha en que dejamos el jeep, y ayer a las 5 p.m. ya estaba tre­pado para pasar la noche solo. Todo fue en vano: nunca se arrimó un solo animal, no obstante que además del bongo había algunos bushbucks, jaba­líes gigantes del bosque, y un bush pigs. 16 horas pasé en el árbol sin dormir. Probablemente los aní­males se alejaron

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ÁFRICA - 1971 En el campamento de Fer y mío hay un grupo de chozas que no llega a aldehuela. Los cazadores blancos dormirán en el suelo, pues no tienen tien­da. El comedor consta de una mesa y seis sillas a la intemperie. Todo es deficiente. El único placer. es la cerveza fría, una bendición, así como el in­agotable buen humor de los muchachos que todo lo aguantan no obstante la mala suerte. La primera noche llevamos un buen susto: cenábamos bajo la mortecina luz de una lámpara cuando Fernando gri­tó: ¡Víbora!, al mismo tiempo que daba un prodigioso salto; yo no tuve más tiempo que levantar los píes más alto que un bailarín ruso. No pasó del susto. Seguramente obró en Fer el instinto del ca­zador, que se agudiza en el campo; de reojo miró el suelo y descubrió una víbora que se arrastraba a no más de un metro en dirección nuestra; los negros se ocuparon de matarla, pero lo curioso del caso es que nadie supo qué tipo de serpiente era, venenosa o no. El 5 de mayo hubo otro caso curioso: salí con Arnold y como a las 10 a.m. nos encontramos a Benito en plena selva. Andaba cazando, pero su campamento quedaba a 40 kilómetros del mío. Me dio gusto el encuentro y a la vez pena; él y Gerar­do llevaban 4 días en el miserable campamento sin cocinero ni otra servidumbre que dos negros que hacían de huelleros. Ellos mismos tenían que arre­glárselas para comer de lo poco que había, ¡hasta hormigas! y lo peor es que no habían tenido suerte con los bongos. Aquí cabe una explicación: no sé a qué especie pertenecen estas hormigas o termitas. Vuelan. Es el platillo favorito de los negros que las cocinan en diversas formas. Las colectan fácilmente: por la noche ponen una vasija y sobre ella cuelgan una lámpara encendida. La luz atrae a la hormiga y al acercarse a la lámpara se queman sus fragilísimas alas y entonces cae en el recipiente de donde es recogida. Abundan tanto estas hormigas que en me­nos de una hora se colecta más de un kilo en cada recipiente. El complemento de este alimento es el guacamote, la mandioca y frutos como el mango, el plátano y los cacahuates. En todo el territorio no vi ganado de ninguna especie, ni caballos, ni vacas, ni burros. No tienen leche, pero no les falta la mariguana ni el pombe, licor fuerte hecho con flor de palma, ni el malafú, cerveza elaborada con plátano y sorgo. Le dije a Benito que con Gerardo se concentra­ran a mi campamento. Jueves 6 de mayo. Nota en mi Diario: Llevamos ya 12 días buscando el bongo. Caminamos de sol a sol con un breve descanso a mediodía y no he­mos podído cazar uno de estos bichos a pesar de tanto esfuerzo y sudor. Sigue sin llover. La selva cubre miles y miles de

En el Congo los nativos preparan con plátano y sorgo una especie de cerveza llamada “malafú”. del lugar debido al ruido y movimiento que los nativos hicieron al armar el ma­chán a última hora. Mayo 19. Nota en mi Diario: Cambio de campa­mento. Han pasado 7 días y sigue sin llover. He­mos trillado mucho el terreno caminando diariamen­te no menos de 8 horas. El calor aumenta, sudamos mucho y yo olvidé traer tabletas de cloruro de so­dio para evitar una probable deshidratación. Deci­dimos cambiar el campamento e irnos más al nor­te: Fer y yo a un lugar que se llama Mussumbu y Gerardo y Benito en bicicleta —no hay brecha para ir en jeep— a Zande, con una tienda menos que volante a pasar tres días. ¡Vaya tipo de transporte en un safari! Pero no nos quejamos, el bongo me­rece todo esfuerzo.

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kilómetros cuadrados, pero para la caza del bongo no se han explorado más que las dos áreas que ya conocemos. Seguro que en años venideros se abrirán otras zonas en las que estoy seguro hay bongos, pues es el típico hábitat de este antílope. Anoche fui a quedarme otra vez en el machán del otro campamento, pero la historia se repitió: ningún animal se presentó en las 15 horas que allí pasé sin moverme, como un faquir hindú. Parece una maldición cómo se nos ha nega­do este animal. Reportaje de Gerardo que citaré aquí como una anécdota: Nos fuimos rumbo al norte siguiendo du­rante horas y horas una huella grande y por aquello del mediodía, después de tanto caminar y tanto sudar nos detuvimos y pregunté a mi guía Cristofer: —Oye, ¿no estamos cerca del río Vele? —¿Cerca del río? No, jefe ... , andamos metidos en El Sudán; hace ya un buen rato que cruzamos la frontera. —¿Qué? ¡Ah, bárbaro! ¿Cómo no me lo habías dicho? Vámonos de aquí antes de encontrarnos con una patrulla. Gerardo tenía razón de preocuparse: se habían metido en la zona de un país que, como Irlanda, se sangraba por motivos politicorreligiosos. Efectivamente, aunque la prensa de México poco o nada informa, desde hace años existe en El Sudán una sangrienta revuelta entre los musulmanes del nor­te y los católicos del sur; éstos llevan la peor parte y en el Congo se habían refugiado 4 mil de ellos. Así de seria era la situación. El caso de Gerardo no dejaba de ser un tanto chusco, si bien pudo ser dramático en caso de toparse con alguna patrulla sudanesa, y esto hubiera sido el colmo de nuestra perra suerte. Estos nativos, como toda la gente de campo, es buena, humana y servicial cuando se la trata bien. Un día Fer y yo salimos con nuestros guías en un jeep, lo dejamos en la brecha frente a una choza y nos metimos a la selva, cada uno por rumbo dis­tinto. A la una de la tarde regresé al lugar, me senté a la sombra de un frondoso mango a esperar

a Fer. A poco rato el habitante de la choza me lle­vó una silla rústica y minutos después agua fresca, dos plátanos y un buen puño de cacahuates recién tostaditos. Todo por el módico precio de muchas gracias, sin ningún interés. Esta conducta, muy hu­mana, de la gente humilde, ignorante, que nunca usa dientes postizos, que vive como el sapo en su pozo, ignorando la inmensidad del mar, no se ob­serva en ninguna ciudad del mundo civilizado. Son muchas y diversas las calamidades que he­mos tenido que soportar en este safari. Un día Fer sintió una molestia en las nasales y al día siguiente me pasó lo mismo. Comezón muy dentro de una fosa nasal y al tocarme con el dedo meñique creí sería un especie de grano, como una. verruga. De tanto insistir logré desprenderlo al tercer día, des­cubriendo que era una garrapata, cosa insólita en cacería, ya que estos insectos suelen meterse casi siempre en los oídos, no en la nariz. A continuación transcribo un pasaje del Diario de Fer en el que relata el acecho de uno de tan­tos días: Nunca en ningún safari nos hemos esforzado tan­ to y con tan mala suerte. Aquí hemos tenido algunas aproximaciones, pero a la mera hora, cuando estamos cerca, sólo oímos el correr del bongo. Hoy me pasó algo desesperante: como de costumbre, salí temprano acompañado de Bate y Sodúa y cru­zamos una de las huellas más grandes que he vis­to, seguramente la de un buen macho. La seguimos durante tres horas hasta llegar a uno de esos luga­res donde la selva es tan densa e intrincada que parece lugar prohibido al hombre, donde sólo el bongo puede penetrar. Era seguro que el animal se dirigía a su encame donde pasaría el resto del día y deberíamos estar muy cerca. Bate y yo nos adelantamos caminando despacio y con muchísimo cuidado, hasta me quité las botas para no hacer ruido. Conforme avanzábamos, más y más se cerra­ba el breñal; ya no era posible caminar agachados y menos erectos y seguímos

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ÁFRICA - 1971 reptil! Adelantamos unos cuantos metros y oí un ruido como un tap-tap ligero ... , Bate volteó para decir­me en silencio, moviendo los labios: M’ Ban-ga-na, bongo en el (dialecto zande lingala. En ese preciso momento empecé a sentir piquetes en el cuello, cos­tillas y espalda. Eran hormigas que no sé de dónde diablos cayeron y se me subieron. No hice caso, me aguanté sin tratar de quitármelas ni rascarme; mi emoción era más fuerte. Nos arrastramos otro poco más en aquel suplicio de víboras, hormigas, espinas y sofocante calor. Al fin, a no más de 6 metros pude ver, con mi cabeza pegada al suelo, por debajo de tan tupida maleza que oscurecía el lugar, no el cuerpo sino las dos patas de un bongo; una de ellas la subía y pateaba como suelen ha­cerlo los caballos. Por más que estiraba el pescuezo no podía ver más, no sabia si era macho o hembra o un crío y yo quería estar seguro de tirarle a un macho. Me coloqué en posición de tirar esperando se moviera un poquito y poder verlo, pero no lo hacía. Tal vez su instinto le advirtió el peligro y de un salto desapareció sin que yo alcanzara a ver más que el agitado movimiento de las ramas de los árboles y arbustos por donde partió. Hora y me­dia seguimos el rastro sin volverlo a ver. Tal vez hice mal en no tirarle adivinando más o menos la posición de su cuerpo, pero hubiera mal­decido tal momento si en vez de un macho adulto hubiera caído uno joven o una hembra. Por una amarga experiencia sufrida ya no me gusta disparar sin ver a qué le tiro; por otra parte, tampoco Bate estaba seguro, de lo contrario me hubiera hecho la seña de tirar. Ciertamente, Fernando no exagera: el bongo, que debe escribirse con mayúscula por su alto ran­go, es un antílope dotado de un oído finísimo, de enormes orejas de radar capaces de captar hasta las más ligeras ondas sonoras. Bajo la boscosa, tupida y sombría arboleda se extiende una impenetrable maraña de espinos, del­gadas lianas entrelazadas, ramajes que se cruzan y varejones retorcidos en donde el sol nunca toca el suelo. Muy dentro de estos lugares buscan los bon­gos sus encames o echaderos y para llegar a ellos han formado una especie de túneles naturales tan bajos y estrechos que difícilmente pasa por ellos un hombre. Esos encames son una protección na­tural contra el hombre y contra el leopardo, felino que, por regla general, para matar salta sobre su presa desde regular distancia y en dichos lugares no podría hacerlo. Mayo 13. Nuestro safari llegó a su término. Tuvi­mos mala suerte, no llovió y no hubo bongo. Estu­vimos 21 días en la selva sin descansar uno solo. Haciendo uso de un podómetro calculamos haber caminado los cuatro, a pie, en la selva, un total de 1 200 kilómetros. Ello dará una idea del esfuerzo que desempeñamos en vano.

Fernando tras el bongo en las selvas de Zaire. Según confiesa en su diario, este infructuoso safari fue uno de los más difíciles de su vida de cazador.

de rodillas, a gatas, luego arrastrándonos como reptiles, metidos bajo un túnel espeso, de verde maleza, maraña de varas y hojarasca secas; sudando a chorros avanzábamos con dificultad y en eso Bate, sin decir palabra, me hizo una seña con la mano, apuntando a mi izquier­da: ¡una víbora Gaboon Viper a tres metros! Impo­sible alejarnos corriendo, no se podía, estábamos petrificados, sin pestañear. La víbora se fue y mi corazón volvió a su lugar, pero. “ ¡qué momentos tan angustiosos me hizo pasar tan venenoso

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Con mis tres hijos en el campamento. ¡A pesar de nuestros esfuerzos no pudimos abatir al condenado bongo!

El regreso

en Pa­rís, estudiando, conquistó muchas amistades entre pintores, de modo que quiso quedarse unos días más para convivir con sus amigos y visitar algunas exposiciones de pintura. Veinticuatro horas más tar­de un amigo lo llamó al hotel para anunciarle su visita de inmediato. Llegó al hotel y el conserje se ocupó de llamar por teléfono al cuarto, sin obtener respuesta. —No contesta —dijo al visitante—, pero estoy seguro que no ha salido; puede usted pasar. El amigo halló la puerta sin pasador y entró, lla­mó a voces, buscó y, finalmente, encontró a Gerar­do sin sentido, en estado comatoso, tirado en el piso del baño. Minutos después, gracias a la pro­videncial visita del amigo, Gerardo fue conducido en una ambulancia al famoso Hospital Claude Ber­nard, especializado en enfermedades africanas. Cua­tro días estuvo inconsciente, luchando entre la vida y la muerte, atendido día y noche por médicos que no se apartaban un momento del cuarto. Al quinto día nos comunicaron que estaba fuera de peligro, aunque todavía

Por poco matan a Gerardo los “minitigres voladores” Nuestra mala suerte no había terminado, faltaba lo peor: pasamos un día en Isiro, seguimos a Kin­shasa y el 16 de mayo llegamos a París, aparente­mente en buena salud. Al día siguiente Gerardo se sintió mal, llamamos al doctor del hotel y después del examen diagnosticó una ligera gripe. i Malhaya el alma de galeno tan estúpido!, pues su error por poco le cuesta la vida a Gerardo —también en Pa­rís se tuestan habas—: lo que padecía era una gra­ve enfermedad contraída por el piquete de un mosquito al que ahora llamamos minitigres vola­dores. Al día siguiente Gerardo se sintió mejor. No había por qué preocuparse, así que Fernando, Be­nito y yo tomamos el avión para Guadalajara, aje­nos completamente a lo que iba a ocurrir.Gerardo es pintor, en tres años que vivió

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ÁFRICA - 1971 no recuperaba el habla. Gracias a la oportuna atención médica Gerardo se salvó, pues si se ha demorado un día más en llegar hubiese sido demasiado tarde. Esto fue lo que los médicos dijeron, agregando que en toda la historia del hos­pital sólo cuatro casos tan graves como el de Ge­ rardo se habían registrado y, de ellos, sólo dos se salvaron. Un mes después llegó Gerardo a Guadalajara hecho un esqueleto: había perdido 12 kilos de peso. La enfermedad no fue una gripita como dijo el médico (?) ignorante, sino un paludismo pernicioso, tal vez desconocido en México, que llaman palustre o plasmodium falciparium contraído por el piquete de un mosco portador del virus. Entre otras complicaciones, en el curso de la enfermedad se presentaron diarreas negras, vómi­tos, bloqueo total de los riñones —le aplicaron un aparato exterior para hacerlos funcionar—, dismi­nución extrema de glóbulos rojos, deshidratación, elevada temperatura, urea muy alta, dolores en las articulaciones, sed excesiva, ofuscación mental, sor­dera, copiosas transpiraciones y no sé cuantos tras­tornos más. En 1963 por poco pierdo a mi hijo Fernando du­rante

nuestra segunda cacería en busca del oso polar en las gélidas mansiones del Ártico y ahora, providencialmente, se salvó mi hijo Gerardo, en parte, gracias a la bendita visita de su amigo, el pin­tor chileno Patricio Zamora, y la oportuna llegada a París, pues si duramos dos días más en el Con­go a estas horas Gerardo ya estaría en los Happy Hunting Grounds porque no hubiera sido posible trasladarlo rápidamente a un buen centro médico. Pero, i bah!, los riesgos que se corren en los safa­ris no sólo ocurren cuando se enfrenta el cazador a los animales peligrosos, sino también suceden por otros motivos, como piquetes de víboras, per­derse en la selva o desbarrancarse. Eso es lógico y probable, pero suena hasta ridículo que un insig­ nificante, un infeliz mosquito pueda, en forma tan simple, tan sin chiste, sin lucha, sin pelea, sin dar­nos cuenta de la presencia del peligro, mandarlo a uno al otro mundo. Y, sin embargo, así de fácil puede a veces cortarse el hilo de nuestras vidas. ¡Cuidado, amigo cazador, con esos inadvertidos asesinos: los minitigres voladores! Por tercera vez no tuve suerte con el bongo, pero en julio de 1972 volveremos a intentarlo, ya están hechos los arreglos en el mismo país del Congo —Zaire.

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25 África 1972

1972 fue un año de suerte. Formalmente había­mos quedado con los contratistas, Wild Life Safari de Zaire, que volveríamos a intentar la caza del bongo que tan mal nos había hecho quedar el año anterior. Estaba dispuesto a ir, pero a principios del año se me presentó la oportunidad de intentar, en agosto, la caza del borrego de Marco Polo en los Pamires de Afganistán, ya que durante 12 años había estado haciendo gestiones sin éxito para que se me permitiera cazarlo en los Pamires rusos, chi­nos, afganos o pakistanos, zona geográfica extre­madamente montañosa, hogar de ese fantástico ani­mal, al que los cazadores le llamamos rey de reyes o cariñosamente Poli en honor

del legendario aventurero y explorador veneciano Marco Polo, que en 1273 encontró y describió unos cuernos del borre­go que hoy lleva su nombre. De modo que no des­ aprovecharía oportunidad tan largo tiempo espera­da, pero tampoco haría a un lado al escurridizo bongo, animal que ha burlado a tantos cazadores y que durante el difícil acecho le pone a uno los nervios de punta, a tal grado que raya en tensión histérica. Si al borrego de Marco Polo se le da el rango de rey de reyes, el bongo por su parte tiene merecida fama de ser el Trofeo de Caza Número Uno de la fauna africana, categoría que se le ha adjudicado por su bella estampa, por su cornamenta masiva en forma de

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ÁFRICA - 1972 lira, etc.; pero principalmente por lo elusivo, por su ex­trema sagacidad y lo difícil que resulta tenerlo ante la mira del rifle de quien se anima a buscarlo. En las tupidas selvas de Zaire muy rara vez el cazador verá el cuerpo entero de un bongo antes de matarlo, al menos que sea a la espera sobre un machán, pero nunca cuando se le sigue huellean­do. Sería mucha suerte. En una cena familiar quedó todo arreglado: Ge­rardo y Benito irían en el mes de julio a cazar el bongo y en agosto Fernando y yo iríamos tras del Marco Polo. A la hora de los postres hicimos una apuesta de 500 pesos que se llevaría la pare­ja que tuviese mejor éxito. Sentí mucho no ir tras del mentado bongo, pues en tres safaris se había burlado de mí dejándome con un palmo de narices, pero el tiempo no me permitía efectuar una doble cacería. A falta de pan buenas son las semitas, dice el refrán ranchero, de manera que, al menos, me daré el gusto de escribir un capítulo acerca de este gran trofeo de caza, como si fuese el epitafio de los dos bongos que en este safari, con suerte, con mucho empeño y bastante trabajo cobró Benito, ganando también los 500 pesos. Lo que a continuación relato fue tomado de los diarios de mis dos hijos, sin alterar el fondo del contenido ni extenderme mucho sobre aspectos que ya he referido en el capítulo anterior.

nativos cuando van de caza a sus pequeños plan­tíos de mandioca, maíz, cacahuate, o en busca de la palmera que produce el cóngoro, bebida popular embriagante si se toma en grandes cantidades, a la cual me referiré más adelante. Continuamos por las angostas sendas hasta dar con el primer plantío de mandioca; las hojitas y puntas de esta planta que se cultiva junto con el maíz son el alimento prefe­rido del bongo y, cosa rara en un rumiante, no come el maíz ni los tiernos pastos. Estos comederos que por la noche visitan los bongos y otros animales son de lo más indicado para encontrar una buena huella, fresca y grande, de las bestias selváticas. A las 8.00 a.m. encontramos la primera huella. Me pareció muy buena y, desde luego, nos dispu­simos a seguirla, pero de pronto nos encontramos en un campocomedero, en el cual la huella se confundía con otras de pequeños bongos hembras y de otros animales, de manera que no fue posible seguir la buena. Además, por la experiencia adqui­rida, Benito y yo habíamos acordado que de ningu­na manera seguiríamos huellas chicas y menos de manadas en las que generalmente no se mezclan los machos adultos, pues nosotros queríamos un macho adulto, grande. Por cierto que es tan robus­to, poderoso y fuerte este antílope, que con frecuen­cia a metro y medio o más de altura se ven gruesas y consistentes ramas de árbol mochas, marcas que el bongo deja: con un solo movimiento de cabeza, colocando la rama entre sus cuernos, ¡crac!, la rom­pe como si fuese un palillo de dientes. Es otra de las señas que sirven de guía al cazador. La circun­ferencia de la parte más gruesa del pescuezo de un bongo mide 53” [1.34 m], y el cuerpo entero de un adulto pesa 225 kilos. El día se fue en blanco. Tampoco Benito tuvo suerte. Por la noche recibimos la primera andanada de piquetes de hormigas e insectos, las pequeñas cortadas que prodigan los altos y filosos pastos, amén de los rasguños de la latosa uña de gato. To­mamos unas tabletas de cloruro de sodio en previ­sión de una posible deshidratación, pues, sudamos copiosamente casi todo el día, principalmente mi hermano Benito. Estas ligeras molestias serían cosa habitual durante todos los días del safari. El 8 de julio fue otro día en blanco, muy pesa­do. Caminé durante diez horas por la selva, llegué al campamento muy cansado, pero sin perder el ánimo. Sé que para abatir a este animal no existe forma práctica ni fácil y hay que fajarse muy duro. También Benito llegó fatigado, empapado en sudor y renegando contra los bongos, pues siguió una gran huella durante horas y horas sin lograr apro­ximarse al animal, que en cuanto lo sentía corría como si hubiese visto al diablo. Sigue el mal tiempo, todo el día llovió, lo pasa­mos tan

Dice Gerardo: 6 de julio de 1972. A 30 km de Isiro, en una pé­sima brecha se encuentra nuestro campamento, en un lugar que se llama Límba Teibute Kipate, zona en la que vive la tribu asande, nueva área de caza abierta en este año, con vegetación tropical como lo es una inmensa parte del país; selva muy bos­cosa, húmeda, lluviosa y cálida durante buena parte del año. Y en el campamento nos decía nuestro conocido cazador blanco Arnold Callens: Ahora si de seguro se llevarán sus bongos, casi todos los días llueve y hay muchas huellas frescas en las cercaníass, no como el año pasado que tan mala suer­te tuvimos”. Esas palabras nos animaron mucho y después de larga plática nos fuimos a dormir llenos de optimismo para levantarnos temprano y empe­zar el safari, mejor dicho, la tarea, porque cazar un bongo es meterse en camisa de once varas. 7 de julio, primer día de caza. A las 4.30 nos le­vantamos y a las 5.00 a.m. partimos en dos jeeps. A unos 20 km de mala brecha nos detuvimos en plena selva. Benito siguió adelante con Kari – ca­zador blanco— y su buen huellero local, un negrito de nombre Jean. Arnold, mi huellero M’Bali y yo nos bajamos del jeep y a pie nos internamos en la selva, siguiendo por unas vereditas que trazan los

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El duíker, pequeño antílope de las selvas del Congo, es atrapado por los nativos en redes, hacia donde son empujados por medio de batidas.

empapados como marineros en un tempo­ral. Benito cortó los pantalones hasta arriba de la rodilla porque mojados, con la fricción, le raspaban las rodillas al andar. Hoy decidimos no cargar con cosas innecesarias durante las caminatas, tales como cartucheras —la carga del rifle es suficiente para un bongo, ¡se le tira tan cerca!—, sombrero, anteojos solares, etcétera, pues así nuestros movi­mientos serían más libres, nos sentiríamos más li­geros. Da envidia ver a los huelleros negros que casi desnudos van por la selva sin otro artefacto que su lanza para protegerse contra las serpientes o por mera costumbre. Descalzos no hacen el me­nor ruido, no sudan, no sienten hambre, ni sed, ¡va­mos!, ni siquiera se despeinan y si se sienten un poco cansados mastican una nuez que llaman Cola, la cual se da en vainas que contienen seis nueces que, como el tamarindo, penden de los árboles. No sé qué sustancia estimulante tan efectiva contienen, pero debe ser algo a base de anfetaminas como la benzedrina o el ritalio, el caso es que se les ve re­cuperarse en cosa de pocos minutos. El sabor de esta nuez es un poco amargo, pero no desagrada­ble, activa el funcionamiento de las glándulas salí­vales, limpia la garganta y deja uno de sentir la sed y el hambre. Cuando el individuo la ingiere se siente más energético. En los días que siguieron no dejé de cargar mi nuececita, pues es muy con­veniente. Hay momentos en que se tienen que cami­nar de sol a sol y se agota uno, se azonza y siente como cuando después de una larga trasnochada se llega al hogar a las cinco de la mañana

con una cruda terrible, marchito el semblante, aliento inso­ portable y haciendo equis entra uno de puntilla tratando de evitar que la familia se dé cuenta. Yo recomendaría a los cazadores masticar su nuececi­ta, muy particularmente cuando en un largo y pe­sado huelleo se sienta estar ya cerca de la presa, pues es de vital importancia estar despabilado y alerta como un piloto corredor de autos, ya que un pestañeo puede costar un viaje al otro mundo. En tales circunstancias de cacería, cuando se siente que el bongo está cerca, pero no lo vemos ni sa­bemos si está a 30 ó 500 metros, es cuando cae bien la nuez para renovar ánimos y amortiguar molestias. Siguen los días de agotadores huelleos sin éxi­to. Hoy el chef Francois nos día una exquisita co­mida en la que el plato fuerte fue un guisado de duíker, antílope de sabrosa carne, producto de las cacerías comunales que consisten en atrapar ani­males salvajes por medio de redes y luego matarlos a lanzazos. En lugares escogidos se montan las redes, después se organiza una arreada o batida utilizando a individuos que son auxiliados por unos pequeños perritos, apenas más grandes que un chi­huahueño, pero valientes. Son originarios del Congo y no saben o no pueden ladrar, de manera que para localizarlos durante la caza se les cuelga al cuello un cencerro de madera, cuyo ruido, a la vez, los pone nerviosos, los excita y los hace más entrones. Se usan principalmente como ventares para localizar y seguir la presa, empujándola hacia las redes.* Su raza se llama bali-cuecue. El color de su pelaje es

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Por ser un animal tan difícil de localizar, esta fotografía de un bongo moviéndose en la espesura de la selva es excepcional.

Cómo se huellea un bongo

negro con manchones blancos en las partes ba­jas unos, y otros amarillo alazán. En Europa se ha establecido su Pedigree, genealogía, cotizándose a un alto precio. En el trabajo son incansables para su tamaño. Benito se trajo dos a Guadalajara. El bongo es el único animal que rompe las redes cuan­do cae atrapado en ellas y se escapa. La tenacidad, trabajo y paciencia en el huelleo tras de un bongo pone a prueba la verdadera afi­ción del cazador, porque no es lo mismo cazarlo al rececho, esto es, cruzar una huella y seguirla campeando hasta dar con el antílope, que cazarlo a la espera, sentado cómodamente, sin sudar, en un machán construido previamente sobre la copa de un árbol, cerca de un lamedero salitroso acuoso, sistema muy práctico, pero sin sabor deportivo, que no le proporciona al cazador la gran satisfac­ción del éxito alcanzado cuando la codiciada pieza es cazada. Continuemos ahora con el relato de Gerardo:

Han pasado diez días de actividad en la selva y todavía no hemos visto un bongo macho. Hoy su­gerí volver a una área que ya hemos recorrido, pero me gusta, me late. No había transcurrido una hora cuando M’Bali nos mandó a buscar, comunicándome que había encontrado una huella grande. Luego pude compro­bar que, efectivamente, se trataba de un ejemplar muy grande, mas no esperaba que fuese un bongo viejo tan astuto y con tantas mañas que más de una vez llegó a exasperarme, a enfurecerme y a maldecir su estampa y la mía, pues cuando ya es­taba cerca, a punto de descubrirlo en el tupido fo­llaje, se esfumaba como un fantasma y sólo oía el ruido que producía en su carrera. El terreno en que se había localizado era uno de esos extensos bre­ñales y juncales tan tupidos, recíos y altos que lo tapan a uno,

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ÁFRICA - 1972 terreno muy difícil de huellear. ¿Qué hacer? Llegamos a la conclusión de practicar una batida con sólo dos nativos como arreadores, yo esperaría en un lugar estratégico. Vi que los dos nativos discutían y pregunté a M’ Bali el motivo: “Tie­nen miedo —me dijo—, es que en este tipo de te­rreno el bongo es peligroso, cuando está uno cerca y se le perturba suele volverse y cargar contra el cazador. En batidas con perros ha sido frecuente que el bongo acometa al perro, éste corre hacia su amo buscando protección y de pronto, en medio del breñal tan cerrado, el cazador se topa con el pe­ligroso antílope, tan peligroso como puede serlo un cape búfalo, con las consecuencias que puedes ima­ ginar. Precisamente hace pocos días hubo uno de estos casos y la víctima, un compañero amigo, se encuentra grave”. [M’Bali, nativo huellero de Gerardo, habla francés.] Finalmente se inició la batida haciendo el mayor ruido posible con palos y gritos. Si el bongo no salía en nuestra dirección por lo menos lo haría fuera de la maleza en terrenos más favorables para seguir la huella. La batida terminó, sólo oí los rui­dos, pero no vi nada. M’ Bali es un genial huellero de extraordinario oído y desde el sitio en que nos encontrábamos me decía con señas todos los mo­ vimientos que hacían tanto los batidores como el animal, guiándose por los ruidos producidos, des­pués, cuando los nativos llegaron a nosotros, com­probé la “clarividencia” de M’ Bali al contar los su­cesos: Con mucho miedo y cautela caminaban unos cuantos pasos haciendo bastante ruido y el bongo también caminaba un corto trecho y se paraba como para oír cuál sería el próximo movimiento de sus perseguidores y qué tan lejos estaban. [El bongo confía, depende más de su fino oído que de la vis­ta y olfato, se embosca y espera para cerciorarse del enemigo que lo persigue, por eso es que permi­te se acerque mucho el cazador.] De esta manera transcurrió una hora y, finalmente, nos fueron a mostrar por dónde había salido el animal. En pocos minutos volvimos a encontrar la hue­lla y las horas siguientes fueron un infierno, una horrenda y desesperante pesadilla. El astuto animal volvió casi sobre sus mismos pasos [la misma maniobra que practican algunos astutos venados para engañar al cazador] y otra vez se metió en el denso follaje, M’ Bali y yo lo se­guíamos tan de cerca que muy excitado por la emo­ción caminaba como loco entre la breña sin importarme los rasguños y varejonazos que a cada paso recibía de la uña de gato y los mimbrerales. Esto ocurría a la 1 :30 p.m., bajo un cielo nublado, con un tremendo calor sofocante de 40 o más grados centígrados, más que en la selva me sentía como si estuviese dentro de una vaporizante olla de tama­les. No vimos al bongo, sólo

oímos la carrera cuan­do más cerca de él anduvimos. Al salir de ese suplicio nuestro aspecto daba lástima, yo tenia los brazos sangrantes, llenos de los rasguños de la uña de gato, jadeando, empa­pado en sudor y muy encorajinado. Afortunadamen­te en ese momento empezó a llover y se renova­ron mis ánimos, pues con la lluvia aumentaron las posibilidades de lograr ver al animal. —Dame una de esas nueces. No, mejor dame dos y vamos todos a seguirle —dije a M’ Bali. Caminando más de prisa y con menos precau­ciones seguimos tras la huella. Con alguna frecuencia M’Balí se detenía, esperando oír algún ruido y yo también “paraba oreja”. En una ocasión pude es­cuchar los movimientos de la bestia y M’Balí corrió haciéndome señas de seguirlo; corrí tras de él por una veredita que presentaba pocos obstáculos, pero para entonces la lluvia ya se había convertido en un torrencial aguacero. Corrimos en semicírculo para salirle al encuentro al condenado animal, to­mando en cuenta que la lluvia lo haría amainar el paso. Todo fue inútil, pues el bicho no salió como esperábamos. Luego se nos reunieron los dos batidores, organizamos otra arreada y esperamos. Fue en vano, el viejo mañoso se las sabía todas y no se dejó ver. El aguacero borró la huella y muy a mi pesar desistimos, era inútil, aunque no podré olvi­dar la experiencia y el inteligente trabajo que mi huellero M’Bali ejecutó ese día. [Cierto, por mucha experiencia acumulada que tengan los cazadores blancos o los aficionados como yo, en los huelleos nos superan con mucho los na­tivos. En Zaire, como en otros países de África, el negrito local es el que sabe dónde duermen las huilotas, el que conoce palmo a palmo los terrenos y dónde y cómo llegar a la pieza que se busca. En resumen, es quien hace la principal labor, en tanto que el cazador blanco se ocupa de cosas secunda­ rias. En esta ocasión tanto Gerardo como Benito siempre se metieron a la selva acompañados sola­mente por los huelleros-guías.] Al día siguiente M’ Bali no salió, cayó enfermo, agotado, según me dijeron tenía dolor de cabeza y diarrea diplomática —léase pretexto—. Y se llegó el 22 de julio, sólo nos quedaban tres días de caza efectiva. Por la noche vi a mi hermano Benito desalentado, triste y tal vez pensando, como yo, en un posible fracaso, repetición del año ante­rior. Traté de animarlo diciéndole: “Ya verás, her­mano, cómo vamos a fusilar a dos de estos fantas­mas al mismo tiempo y en el mismo día”. Benito no habló, sólo asintió con la cabeza. Sin embargo, faltaban esos tres días en que, como el individuo sentenciado a muerte, sólo abriga la esperanza del indulto presidencial, un milagro que salvará su vida.

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ÁFRICA - 1972 encontramos una buena huella fresca y grande que desde luego seguimos paso a paso, sin precipitación, Jean y yo solos. Ya Había cortado mis pantalones arriba de la rodilla, dejan­do en el campamento el sombrero y otras futilezas que en ese tipo de cacería sólo sirven de estorbo; ahora me sentía más ligero y libre en movimientos. De esta manera caminamos largo rato siguiendo el rastro hasta llegar a un punto en que oí muy cerca los peculiares bufidos [el bongo no da resoplidos nasales como suelen hacerlo algunos cérvidos al ser sorprendidos, sino que emite una especie de bufidos cortos, semejantes a los del rinoceronte cuando es perturbado por la presencia del hombre], pero lo espeso de la selva me impedía verlo. Do­blamos las precauciones caminando en cuclillas. Oímos el ruido que hizo al levantarse y creí lo perdería como había ocurrido otras veces, aunque se detuvo a unos 30 metros. Volvimos un corto trecho sobre nuestros propios pasos haciendo un semi­círculo para evitar el denso breñal al que no po­ díamos penetrar sin hacer ruido y volvimos a en­contrar la huella. Siguió el rastreo y después de caminar una media hora de tensa concentración pude ver los cuartos traseros del bongo que seguía caminando a paso lento, pues seguramente no nos había sentido. Una gran sensación sacudió todo mí cuerpo y no esperé más: precipitadamente encaré mi .375 y disparé. De un brinco el antílope desapa­ reció en la espesura, mas yo estaba seguro de ha­ber dado en el blanco, aunque no muy cierto del lugar del impacto de la bala. Esperamos 15 minu­tos como se me había recomendado proceder en el caso de un bongo que suponemos herido por lo muy peligroso que es en tales circunstancias. Lue­go seguimos para buscar los rastros de sangre que no tardé en encontrar. Lleno de emoción y conten­to, con ansia loca, como quien va al encuentro de un ser querido largo tiempo ausente y esperado, abrí más los ojos y con el rifle listo caminé de prisa sin perder el rastro. Menos de media hora después, a unos metros de distancia” dentro de tu­pidísimo breñal en el que abundaban las mimbre­ras, pude ver que las ramas de unos arbustos se movían; fijé más la vista en el lugar y entre las oscuras sombras del follaje descubrí un manchón rojizo y disparé sobre él. Esta vez mi tiro fue mor­tal, el bongo ... mi bongo!, cayó, mas como intentó levantarse hice un tercer disparo que dio en el co­razón. El antílope —ese espectro que fue una ob­sesión de años fracasados, que tanto nos hizo su­dar y sufrir, ¡sí señor!, sufrir, pues no fue otra cosa la exasperación y el rechinar de dientes que expe­rimentamos mi hermano y yo durante este safari y los cuatro Albarrán que vinimos en 1971 en su búsqueda—finalmente yacía bien muerto a mis pies. Por un momento me quedé mudo contemplando

Así, nosotros teníamos la esperanza de que en esos pocos días tal vez la veleidosa suerte, al fin femenina diera un cambio llevándonos al éxito. La es­peranza es un llamado a la acción, hay que porfiar mientras haya una posibilidad, y así lo hicimos has­ta el final. Por segunda vez Gerardo volvería al hogar con las manos vacías y amargura en su corazón. En Etiopía a él le sonrió la suerte cobrando el nyala de la montaña, mas ahora los hados le fueron ad­versos, le voltearon la espalda para, a última hora, sonreírle a su hermano Benito. Hasta aquí el relato de Gerardo para seguir con el de mi hijo Benito.

Relato de Benito Los primeros cuatro días fueron pesados, me sentía disgustado conmigo mismo porque no podía caminar con el sigilo y ligereza que lo hacía mi hue­llero negro, menos negro que mi suerte. Como iba descalzo, casi encuerado y acostumbrado a la selva se movía en ésta como el pez en el agua mientras yo, acomplejado con el peso de mi cuerpo, las bo­tas, rifle y demás chivas que carga uno, me sentía torpe y lento en las largas caminatas. Cada vez que Jean, nombre del huellero, volteaba la cabeza con sentenciosa mirada de reproche porque al pisar con mis botas alguna varita producía el ruido na­tural, yo me sentía mortificado como cuando en la escuela primaria el “mula” de mi profesor me cas­tigaba por no poner la debida atención en la clase. Al quinto día sólo cargué con el rifle y lo estric­tamente necesario; mi hermano me prestó unos zapatos tenis, pero fue un martirio, me venían chi­cos, sólo los aguanté un día. Igual que procedimos el año anterior, a los na­tivos que viven a lo largo de la brecha que serpen­tea por la selva les ofrecimos dinero al que nos mostrara una buena huella de bongo macho.

Cae el primer bongo Así pasaron 17 infructuosos y desalentadores días en blanco en los que no disparamos un solo tiro. Todo esfuerzo había sido en vano, inútil. Mu­chas veces me acerqué al bongo que rastreaba, pero nunca lo veía, sólo oía los ruidos que al huir producía en el fondo de la selva, como el eco de un espíritu chocarrero. A mi hermano no le había ido mejor pero, como dicen los rancheros: a cada pueblito se le llega su fiestecita y, finalmente, llegó el día 23 de julio. Me fui más lejos que de costumbre a un área que queda a 33 kilómetros de Limba, cerca del río Tuli. A las 8:00 a.m.

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Después de 17 días de agotadora búsqueda, mi hijo Benito tuvo la gran satisfacción de abatir un buen ejemplar de bongo. Aquí se lo muestra a su hermano Gerardo.

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ÁFRICA - 1972 admirando la formidable bestia, realización de sueño. Esa noche había que celebrar el acontecimientoy todos los huelleros, los cazadores blancos, los servidores del campamento y algunos visitantes nos reunimos. Mi hermano Gerardo, visiblemente emocionado y llena de júbilo su corazón, casi con lágrimas en los ojos, sin hablar, me dio un efusivo abrazo yde inmediato empezaron las libaciones con buenas dosis de cóngoro. Asi como algunos países y regiones tienen sus bebidas predilectas, nacionales o populares, como el sake en Japón, el schnaps en los Alpes Bávaros, el sam-cheng en China, el arrac en la India, la cerveza en Munich, el vodka en Rusia, el kumiz en Mon­golia, el mate con piquete en Argentina y las hojas con alcohol, el pulque y el tequila en México ... , en estas latitudes lo es el cóngoro. Lo produce una alta palmera que llaman rafia. Cuando está madura, de la corola o parte más alta brota un grueso tallo del que nace una flor que dará la semilla y cuando todo está en su punto se corta el tallo por la base, se raspa la pulpa de la palmera hasta una profundidad capaz de contener diez litros de líquido —igual que se hace con el corazón o piña del maguey que dará la miel para hacer el pulque—. Es tan grueso y gene­roso el corazón de la rafia que produce hasta diez los diarios del preciado líquido —cóngoro— que, dicho sea de paso, nos gustó mucho su agradable sabor. No requiere filtración ni elaboración alguna, simplemente se toma fresco, tal como lo da la pal­mera. No fermenta, aunque sólo dura en buenas condiciones tres días, después pierde fuerza y sa­bor. Embriaga si se toma en grandes cantidades. Su apariencia es parecida a la tuba de Colima. Los activos también la mezclan con harina de maíz, milo ,trigo y hacen pan o tortillas. Pero todavía faltaban dos días para terminar el safari, tiempo que debía aprovecharse.

estaba metido en tupido follaje de juncales, mimbrerales, arbustos, árboles y diversas plantas que impedían verlo, pero mi sexto sentido de ca­zador me advertía que por allí muy cerca debía estar. Sin hacer el menor ruido buscaba y busca­ba, agachándome y moviéndome, dando uno o dos pasos a uno y otro lado; de pronto, a unos 15 me­ tros, saltó como lo hacen los sitatungas, metiéndose en maleza tan cerrada que no pudimos entrar. Jean y yo, un poco desanimados, pensando en que se nos iba la última oportunidad en el último día de caza, titubeamos unos minutos: ¿debíamos seguir adelante o volver al campamento? “Bueno –dije a Jean—, vamos a la cercana choza que pasamos, tomaremos un trago de cóngoro, comemos unos ca­cahuates y luego decidiré.” Así lo hicimos. No ha­bían pasado diez minutos cuando llegó sudoroso uno de los muchachos a los que había ofrecido cin­co zaires —un zaire equivale a dos dólares— si me mostraban una buena huella fresca, diciéndome de una que no estaba lejos. Como la lluvia borraba las huellas no me sentía con muchos ánimos de ir, pero mi huellero Jean no pensó lo mismo, me convenció y, aunque un poco cansados, resolvimos ir. Era me­diodía cuando dimos con la huella, cosa rara, por­que es costumbre del bongo echarse durante el día en sus encames. Jean y yo seguimos solos tras la huella, caminando muy lentamente, con cuidado, evitando hacer el menor ruido. Al transcurrir cosa de una hora se dejaron oír los ansiados bufidos que me pusieron alerta; agucé la vista, escudriñan­do metro por metro el denso follaje y, finalmente, vi que algo se movía. Disparé rápido sin ver al ani­mal que tocado corrió y cayó a treinta metros. Tan grande era la excitación que me invadía que esta vez no esperé como mandan los cánones venato­rios, pues estaba bien seguro de haber dado en el blanco. Corrí tras él guiándome por donde oía el ruido y lo encontré a corta distancia tirado pero todavía con vida. Lo quité de sufrir dándole el tiro de gracia. A la 1 :30 de la tarde había cobrado mi segundo bongo. Abatir buenos trofeos de caza requiere mucho trabajo, mucho tiempo y mucha suerte, porque yo sí creo en la diosa Fortuna, en el azar, tal como pegarle al gordo en la lotería o tener suerte en el juego de los naipes, si bien, en otros aspectos, como en la caza, se requiere fundamentalmente que el aficionado sea tesonero y conocedor. En el caso del segundo bongo que abatió Benito bien pudo ser una hembra o un récord mundial, pues dispa­ró al bulto que se movía, sin ver al animal. Le tocó en suerte que la pieza fuera un bonito bongo ma­cho. Cuántos principiantes al primer intento cobra­ron un magnífico trofeo de caza que a otros muy fogueados en estas artes se les negó siempre. Cuando se caza el bongo huelleando, general­mente

Cae el segundo bongo El penúltimo día se fue en blanco, pero el 25 de julio repitió la suerte. A las 7:00 a.m. ya estaba en la misma aérea donde cayó mi primer bongo. Llovía, aunque eso no era obstáculo: sólo en los aguaceros no salen a comer los animales. Encontra­ mos una buena huella que durante cuatro largas horas seguimos, mas ya no me enfadaba ni sentía cansancio, tal vez mi éxito de dos días antes había obrado en mi cuerpo como una fuerte dosis vitamínica que a su vez estimuló mi espíritu para la brega. El antílope seguía caminando sin dar trazas de que buscara el encame; tal vez nos había sentido. Finalmente, después de otra hora de caminata, pudimos acercarnos. Como era ya costumbre, el animal

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テ:RICA - 1972

Ya disecado y en el jardテュn de nuestra casa en Guadalajara, volvemos a admirar el segundo bongo que cazテウ Benito en las selvas del Congo.

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ÁFRICA - 1972 no se ven los cuernos ni el cuerpo entero del animal y el cazador dispara sobre un manchón rojizo con rayas blancas que se ve entre oscuras sombras de tupida vegetación. Si da en el blanco y cae el antílope, sólo al arrimarse y verlo sabrá si la pieza deseada resultó ser un macho adulto de gran cornamenta o simplemente una hembra o un macho joven; eso depende de su buena o mala estrena. Desde 1959 he intentado encontrar un bongo ante la mira de mi rifle y a la fecha ya suman 54 días completos, cuatro safaris en tres diferentes paí­ses africanos los que, acompañado por mis hijos, he dedicado a la caza de este antílope. Primero en la República del Chad, después en la South West Mau Crown Forest Reserve, de Kenya, luego, en 1971, en Zaire, y no fue sino en los últimos tres días del safari, en julio de 1972, que mi hijo Benito y no yo, que

andaba ocupado en lo de mi cacería en los Pamires, quien tuvo la suerte de abatir dos bongos en las selvas de la República Democrática de Zaire. Para terminar este capítulo dedicado al bongo, Trofeo de Caza Número Uno de la fauna africana, especie tan difícil como codiciada por los verdade­ros aficionados, quienes en sus innumerables safaris han acabado muchas botas persiguiendo a las ra­ras especies de la fauna mundial, me place, por venirle bien al esfuerzo deportivo, insertar el si­guiente Poema al Cazador, en idioma inglés, que no traduzco al español porque perdería su deleite poético: He knew the troubles of traking The business of camp and kits. And the pleasure that pays. For the pain of all. The ultimate shot that hits.

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26 Afganistán 1972

El borrego Marco Polo

las cualidades del cazador, sólo compa­rables para cazar otros —muy pocos— animales, como el markhor, el blue sheep y los ibex asiáticos o el bongo africano. Es una larga historia mi empeño en abatir al bo­rrego Marco Polo, animal que en el arte venatorio o cinegético es considerado como el Trofeo de Caza Número Uno y, por lo tanto, la máxima aspiración del verdadero aficionado a este noble deporte. En el capitulo referente a los argalis de Mon­golia hago comparaciones entre el borrego de Mar­co Polo y el argali, los dos más importantes en su género, permitiéndome

(Ovis ammon poli)

Son muy pocos y raros los animales de la caza mayor

que despierten tanto interés en el corazón del cazador y amante de las salvajes regiones de la tierra como un buen ejemplar de borrego silves­tre. La fina estampa de su fuerte y vigoroso cuerpo parece haber sido creado para soportar sus masi­vos cuernos, que luce gallardamente con orgullo y dignidad. El cazarlo pone a prueba al máximo los recursos, la paciencia, la resistencia física, los es­fuerzos y

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AFGANISTÁN - 1972 poner a cada uno de ellos en su lugar, según mi particular opinión y la de muchos otros cazadores. Al primero se le adjudica el alto rango de rey de reyes, tanto por las cualidades que engalanan su cuerpo y bella estampa, como por sus largos y atractivos cuernos y, prin­cipalmente, por su inaccesible hábitat, el más salvaje y prohibitivo, por lo dificilísimo que resulta para el cazador llegar hasta él una vez que ha salvado los mil y un obstáculos que las autoridades civiles o militares le interponen al paso. El argali, ya lo he dicho antes, es el Padre —con mayúscula— de to­dos los borregos salvajes, por ser una especie tipo y no una subespecie como lo es el Marco Polo y por ser, en todos los aspectos y desde todo punto de vista, imás borrego! La caza, ya sea por necesidad o por afición de­portiva, nunca ha dejado de practicarse muy acti­vamente por hombres ricos o pobres, nobles o ple­beyos, intelectuales o analfabetos, pero en el último cuarto de siglo ha aumentado de tal manera el nú­mero de aficionados y mercaderes que, salvo algu­nas excepciones, ya no hay rincón del mundo don­de la fauna salvaje encuentre refugio seguro, en estos tiempos ya no existen las Arcas de Noé. Una de esas excepciones se localiza en lo que se llama el Techo del Mundo, atinado adjetivo, pues se apli­ca a una muy extensa región montañosa, la más alta del orbe, sembrada de elevadísimos picos inac­cesibles, a la cabeza de los cuales está el Everest, el más alto de todos, rodeado de mil parientes que le llegan al hombro. Decir Himalaya y decir Pamires es decir Bam-i­-Dunya —Techo del Mundo en lengua nativa local—, esto es, Asia; pero para los cazadores decir Pami­res es pensar automáticamente en el hogar sagrado del casi mitológico borrego Marco Polo, recinto que, desde hace cerca de medio siglo, cerró las puer­tas al cazador aficionado extranjero. Todavía hoy en día sigue vedada la caza en los Pamires rusos, chi­nos y pakistanos y sólo Afganistán, desde hace muy poco tiempo, le permite el acceso a los Pamires de ese país a un reducidísimo número de cazadores. Los Pamires: el significado de esta palabra vie­ne del idioma persa: pai-pie y mir-montaña, esto es, al pie de la montaña. Los Pamires se extienden desde el Turquestán chino en Sinkiang, sobre la frontera rusa en Tadji­kistán, y siguen hacia el sur por el Wakhan en Afga­nistán. El Corredor Wakhan es una angosta lengua de tierra abrupta que entra por el este ala frontera china, por el norte a Rusia y por el sur a Pakistán. Los picos cubiertos de nieve de los Pamires chinos, rusos, pakistanos y afganos son los únicos terrenos en los que se supone se puede encontrar al famo­so borrego de Marco Polo, que por brevedad en las siguientes

páginas le llamaré simplemente Poli, área extremadamente montañosa, la cual, por cier­to, geográficamente colinda con dos superpoten­cias: Rusia y China. Los Pamires son una prolongación de la Cor­dillera Himalaya; ésta, como la Cordillera de los An­des, son portentosas obras de la naturaleza, tan grandiosas e imponentes que no es fácil describir­las. Si se las compara con los Alpes o los Pirineos de Europa, éstos resultan una pequeñez, diríase que son los hermanos menores, si en realidad no fuesen los abuelos, aunque no por eso vamos a menospreciar la pintoresca belleza de sus valles, sus glaciares, montañas y maravillosos paisajes. El Monte Blanco de los Alpes y el Monte Rosa sólo alcanzan, respectivamente, una altura de 4 810 me­tros y 4 638, en tanto que el Himalaya y la región de los Pamires cuentan con once picos que se elevan a más de 8 000 metros y cualquiera de ellos es más alto que el más alto de los existentes en el mundo, incluyendo al Aconcagua de los argentinos (6 954 m), al MacKinley de Alaska (6 187 m), al Kilimanjaro de África (5 895 m), al Iztaccíhuatl (5 360 m) y al Popocatépetl (5 452 m) de México, etcétera. Las montañas siempre han inspirado ideas es­pirituales, tal vez porque en ellas reina el silencio y sólo oímos la voz de la naturaleza. Moisés recibió los Diez Mandamientos en el Monte Sinaí; Buda na­ció en las estribaciones del Himalaya; los claustros, monasterios y ermitas buscan la soledad en las al­turas; el Loto Dorado del dios hindú Visnú tenía por pétalos las cimas del Himalaya y de su corazón manaba un río de santidad, el sagrado río Ganges; el profeta Ezequiel situó el paraíso terrenal sobre una elevada montaña; los griegos ubicaron su pan­teón en el Monte Olimpo, del cual Homero cantó: No hay viento que lo agite, ni lluvia que lo moje, ni nieve que lo cubra; se levanta entre un mar sin nu­ bes de límpida atmósfera y una radiante blancura lo invade todo. Ahí los felices dioses pasan sus deliciosas vidas. Es tan impresionante la contemplación de las montañas Himalayas, aun para los tibetanos y los sherpas del Nepal, que la superstición y la le­yenda han dado origen a la fabulosa existencia del Ghuteh —Yeti, el abominable hombre de las nie­ves—, en vano buscado por diversas expediciones científicas de varios países en el curso de los últi­mos veinte años; así como también se cree en la existencia de espíritus y deidades divinas que habi­tan en las alturas. Himalaya, palabra del sánscrito, lengua clásica y primitiva de la raza aria, significa mansión de las nieves; al Monte Everest mística o románticamente le llaman Chomolugma, Diosa Madre del Mundo; al pico Makalu, de 8 470 metros, se le llama Diosa de la destrucción; al pico Rakasposhi, Reina de las nie­ves; por lo tanto, también

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En la poderosa cadena de los Himalayas se encuentran los picos mĂĄs altos del mundo, entre ellos el Monte Everest y el pico Malaku.

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cabría llamar al Himalaya Morada de los dioses. Los budistas del Japón ve­neran al Fujiyama como símbolo de pureza y emprenden peregrinaciones a su cúspide, cual lo hacen los musulmanes a La Meca. En fin, las montañas, lo mismo que el Sol y la Luna, siempre han inspirado ideas espirituales y, en cierta forma, hay razón, sobran motivos, pues la nieve que se acumula en ellas es de enorme influencia en la vida de la hu­manidad, de las plantas, de los animales y de todo ser viviente; basta tener presente que unas tres cuartas partes del agua dulce del mundo —29 mi­llones de kilómetros cúbicos aproximadamente ­se encuentran en forma de hielo almacenadas en los glaciares, en las montañas, en Groenlandia, en ambos polos y en otros lugares.

Afganistán es tierra de bravos guerreros y consumados jinetes.

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AFGANISTÁN - 1972 Afganistán Antes de entrar en materia de cacería hable­mos un poco sobre Afganistán, país que se llamaba Ariana cuando fue invadido por Alejandro el Gran­de. No tiene salida al mar, ni ferrocarriles ni tele­visión. Las altas montañas, desiertos inhóspitos, fér­tiles y verdes oasis son los componentes de la vida física del pueblo. Oxus, Kabul, Kunduz, Hindu Kush, etc., son nombres de los ríos que dan vida a este montañoso país, así como el río Nilo ha sido des­de siempre fuente vital para los egipcios. País tan poco conocido actualmente, sin embargo, fue geo­gráficamente un punto de la mayor importancia co­mercial, étnica y militarmente durante más de dos mil años. Tal vez fue también la cuna de la gran raza aria, esto es, la indopersa, que primitivamente se estableció en Bactriana —hoy Balkh—, una re­gión de Afganistán. Como objetivo militar sufrido invasiones des­de hace 2 600 años hasta el siglo XX, empezando por Ciro el Grande, fundador de la monarquía per­sa; le siguieron Alejandro el Grande, Gengis Kan, Tamerlán, Bretaña, etc. Todavía hoy en día —ya un pueblo libre desde 1921—, Rusia y los Estados Unidos coquetean y se disputan el amor de Afga­nistán con la trillada y poco efectiva ayuda econó­ mica sin tecnología. Es cosa corriente ver por las calles de sus pueblos rostros de rasgos fisonómicos marcadamente mongoloides, persas, turcos y grie­gos, gente rubia de ojos azules y gente morena: es la huella, es la dramática historia escrita con san­gre que los conquistadores dejaron. Es interesante recordar un terrible episodio his­tórico, de crueldad sin límites en la cadena de con­quistas de Gengis Kan, el cual tuvo lugar en el anti­guo y hermoso valle de Bamiyan, situado a unos 200 kilómetros de Kabul, capital de Afganistán: Después de haber tomado Balj y Talekan —dice la historia—, Gengis Kan se fue a pasar el verano de 1221 a las montañas de Bactriana; después se dirigió hacia el sur y franqueó la alta barrera mon­tañosa que de este a oeste y casi sin interrupción separa la antigua Bactriana del Afganistán central, desde el río Hindu Kush hasta los Paropamisus. En el corazón de aquella red de montañas la ciudad de Bamiyan tenía una importancia estratégica de primer orden. Lugares pletóricos de historia, co­menzando por el farallón, perforado por antiguas grutas búdicas, cuyas gigantescas esculturas en bajorrelieve de 35 y 50 metros de altura contem­plan desde hace diecisiete siglos el todavía hoy fresco valle de Bamiyan, con sus ríos, cultivos y bosquecillos de chopos y sauces. Frente al farallón búdico, sobre la meseta de Char-i-gorgola, se alzaba como

Debido a las numerosas invasiones que Afganistán sufrió a través del tiempo, en sus habitantes se observan diferentes rasgos étnicos. un vigía solitario la ciudadela musulmana del siglo XIII. Ninguna fortaleza iba a costar tan cara al con­quistador. Su nieto Mutugen, hijo de Chagatai, a quien tanto amaba, iba a morir por una flecha lan­zada por los aguijoneados defensores. Encolerizado y con el ansia de vengarlo, Gengis Kan, enfurecido, dio la orden del asalto. Él mismo, con la cabeza des­cubierta participó en la batalla. Sus tropas, animadas por su ira tomaron la fortaleza por escalamiento. Luego dio la terrible orden de que todo ser viviente, tanto hombre como animal, fuera exterminado, que no hubiera un solo prisionero, que el niño fuera muerto en el vientre de la madre, que no se hiciera botín, que todo debía ser despiadadamente destrui­do. En fin, que después de aquella obra de muerte, ninguna criatura volviera a habitar el lugar, que luego recibió el nombre de Villa Maldita.

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AFGANISTÁN - 1972 vivieron en China, llevaron a Constantinopla una pequeña cantidad de capullos de gusanos de seda y tiempo después la sericultura se extendió a Europa. Uno de los tapetes más famosos por su calidad y por su historia fue el que, como un presente, en­vió Cleopatra a César cuando Egipto fue anexado al Imperio Romano. Para llegar ante el conquista­dor, Cleopatra se valió de la artimaña de envolverse en el tapete que, al ser desenrollado, ante la sor­presa del dictador surgió la reina de irresistibles atractivos y encantos que habían de cautivar a César. El tapete era de seda china, hecho en China y no en Persia. De suerte que los tapetes también tu­vieron su origen en aquel país y, posteriormente, desde hace unos 3000 años, se empezaron a tejer los hoy tan famosos tapetes persas de lana, y los de lana y seda tejidos a mano. Resulta, pues, que el comercio, principalmente de seda, tapetes, especias y otras mercancías, fue lo que abrió, lo que dio origen al famoso Camino de la Seda, también llamado la Ruta de Marco Polo, seguramente por los relatos que escribió este famo­so aventurero veneciano cuando entró a China, cru­zando les imponentes pasos de las montañas, hoy recorridos por los tesoneros y porfiados cazadores en busca del borrego salvaje que lleva el nombre del intrépido trotamundos. Como una paradoja, las tierras afganas, campo de sangrientas batallas, también fueron camino de la cultura que de la India recibió el Asia Central y aquélla de ésta, llevada por los arios hace 3500 años: el clásico idioma sánscrito, aún lengua sa­grada de los brahmanes de la India.

Entre rocas y profundos barrancos, vamos en nuestros jeeps por los mismos caminos que fueron descritos por Marco Polo cuando recorrió la “Ruta de la Seda”.

En las grandes alturas el hombre muere un poco cada día

Hoy en día, sobre la mesa del abandonado farallón del fértil valle de Bamiyan, nada ha cambia­do desde aquellos negros días, la desolación actual de Char-i-gorgola sigue siendo mudo testigo del do­lor y la ira del terrible y sanguinario conquistador que de esta suerte, vengó la muerte de su nieto Mutugen.

Antes de entrar en materia de caza, es conve­niente que el lector se entere del porqué de los pe­ligros a grandes alturas. Para un cazador resulta mil veces más difícil lle­gar a ponerse a distancia de tiro de un Poli que de un tigre de Bengala, de un elefante o de un león africano; más difícil porque el Poli habita en alturas montañosas que pasan de los 5 000 metros, y cazar a esos niveles se dice fácilmente cuando se está al nivel del mar, pero al hablar y pensar en ir tras de un Poli se tartamudea y tiembla la voz porque son palabras mayores. Primero hay que pensarlo dos veces, luego, someterse a un examen médico para ver cómo anda el corazón y hacer testamento, porque el simple hecho de tener que resistir y aguantar el rigor de las alturas a las que el organis­mo del hombre no está adaptado, es exponerse a

El Camino de la Seda La seda surgió en China. Desde tiempos prehistóricoss fue cuna tanto de los gusanos de seda como de la industrialización de ésta. Ambos adelantos se atribuyen a la esposa del ario emperador Huang-Ti, quien se supone —toda la historia está llena de suposiciones y con­tradicciones—, vivió hace más de 4000 años. Como quiera que sea, su cultura floreció desde hace 3 000 años no fue si no hasta el año de 1552 de nuestra era en que dos monjes nestorianos, quienes

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En los Pamires afganos los yaks, animales adaptados a las alturas, son utilísimos medios de transporte como lo demuestran dos de nuestros guías.

una lucha con nuestra propia naturaleza. Pero vale la pena correr los riesgos de quedarse sembrado en la montaña. Tan sólo el hecho de encontrarse en los Pamires, la tierra más desolada, región pro­hibida al hombre, en medio de una geografía im­posible que se antoja labor caprichosa de la natu­raleza, rodeado de glaciares, picos que desafían al cielo y blancas montañas cubiertas de nieve, pano­rama tan impresionante, tan imponente como el fan­tástico sueño de un astronauta en otros mundos. Esto, en sí, a más de ser un privilegio, es una meritoria y gran aventura. Al Poli se le busca en terrenos que van de los 4 500 a los 7 000 metros. A esas alturas se ha com­probado científicamente que el hombre muere un poco cada día, debido, principalmente, al enrareci­miento del aire, a la presión atmosférica, a los rayos ultravioleta que no se filtran adecuadamente, insu­ficiencia de oxígeno, etcétera. Al nivel del mar el organismo humano está adap­ tado a una densidad o presión de 1.05 kg por cen­ tímetro cuadrado; sus pulmones están dispuestos de tal manera que, cuando inhala una bocanada de aire, esa presión puede obtener a través de los fi­nísimos tejidos

de los alveolos pulmonares la can­tidad de oxígeno que la sangre necesita. Pero conforme se sube, la presión se reduce. A 3 000 metros ya ha disminuido a 0.7 kg por centímetro cuadrado, insuficiente para hacer pasar el oxígeno necesario a la sangre, y a 5 400 metros la presión atmosférica es sólo la mitad de lo normal al nivel del mar y pocas personas dejan de sentir trastornos pronunciados que gradual y en forma permanente van deteriorando su organismo, que finalmente lo llevarán a una muerte segura si no logra sobrepo­nerse a la deficiencia de oxígeno. Todo cazador que por unos 20 días va a los Pamires en busca del Poli pierde de 4 a 5 kilos de peso. Sin embargo, por un fenómeno de adaptación —el hombre es el animal más adaptable del mun­do—, la gente que vive en regiones a grandes altu­ras como los aucanquilchas y los quechuas de los Andes, el lugar más alto de la Tierra habitado por el hombre —5 170 metros—, así como los nativos sherpas del Nepal, tiene un organismo, en cierto modo, diferente al del resto de la humanidad, espe­cialmente en lo que concierne a los sistemas respi­ ratorio y circulatorio. Esos montañeses tienen el tórax muy

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AFGANISTÁN - 1972 desarrollado y los pulmones en propor­ción. Esto permite que por los tejidos pulmonares. circule más sangre y que ésta recoja una cantidad mayor de oxígeno del aire inhalado. El cuerpo del000 indígena de los Andes como el del sherpa de Nepal es compacto y regordete, lo que significa que la sangre no tiene que ser bombeada tan lejos para circular. Por el organismo de estos nativos corre mayor cantidad de sangre que en el del hombre que vive en tierras bajas. En el cuerpo de dos individuos del mismo peso, de 59 kilos, por ejemplo, el de un andino tiene 5.7 litros de sangre, más de la mitad formada por glóbulos rojos, en tanto que el de tie­rra baja sólo tiene 4.7 litros, de los cuales menos de la mitad de la sangre está constituida por gló­bulos rojos. Ahora bien, estos glóbulos son los que llevan la hemoglobina, sustancia importantísima que capta y absorbe el oxígeno para luego distri­buirlo en los tejidos del organismo. En un individuo adaptado a las alturas su cora­zón se alarga para vencer el aumento de resisten­cia en los pequeños vasos sanguíneos de los pul­mones y, a la vez, el volumen de los pulmones aumenta en un 10 por ciento. A la altura en la que habita el borrego Poli, él aire que se respira contiene un 25 por ciento apro­ximadamente menos de oxígeno que al nivel del mar. Ese es el peligro al que se expone un cazador inadaptado como somos la mayoría. Recuérdese cómo la prensa extranjera atacó a México por la inadecuada altura de su capital, aduciendo hasta la probable muerte de algunos atletas por el esfuer­ zo desempeñado durante las pruebas de la Olimpia­da de 1968. Yeso que sólo se trata de una altura de 2 240 metros sobre el nivel del mar. Antes de ir a México muchos atletas competi­dores buscaron previamente lugares, de adaptación como el Perú. Veamos ahora los trastornos sintomáticos que en el hombre puede producir el aire enrarecido has­ta culminar en el mortal edema pulmonar: * *

* - Temperatura baja. * * - Confusión mental. * - Depresión. * * - Entrar en estado semicomatoso. * * - Indisposición, dificultad para orinar. * - Inflamación de la vena yugular en el cuello. * * - Letargo progresivo tendiente a inmovilidad. * * - Disnea, gorgoteo en la respiración. * - Enrojecimiento de la cara como cuando se sonroja un individuo. - Vista borrosa. El guión (-) que antecede significa síntoma tempranero. Un asterisco (*) indica peligro; dos asteriscos (* *) indican peligro extremo. Desde luego que el cerebro, ese maravilloso ór­gano de donde emanan todos nuestros pensamien­tos, es el que más se resiente al no recibir el oxígeno que derramará en todo el organismo; cada molécula contiene normalmente cuatro moléculas de oxígeno y los tejidos absorben de la molécula de hemoglobina una de oxígeno y regresa a los pulmo­nes por el sistema venoso para recuperar lo per­dido. Ahora bien, el corazón bombea 1 500 litros de sangre arterial al día —pobre corazón— y de este volumen 400 litros fluyen al cerebro que sólo pesa, como promedio, un kilo y medio aproximada­mente. Por consiguiente, sólo constituye una cin­cuentava parte del peso total del cuerpo humano. De modo que este órgano resulta ser, proporcional­mente, el más voraz, puesto que por su red pasa casi una cuarta parte de toda la sangre que el co­razón impele y, a la vez, absorbe el mismo porcen­taje de oxígeno. Considerando este vasto sistema de irrigación y alimento sanguíneo y tomando en cuenta que a una altura de 5000 metros el aire enrarecido con­tiene un 25 por ciento menos de oxígeno que al nivel del mar, resulta que si un individuo da un sal­to repentino a 5000 o más metros de altura, su or­ganismo y, muy principalmente su cerebro, sufrirá múltiples trastornos tanto mentales como físicos, ta­ les como confusión mental y visual, movimientos torpes, etcétera ... ¡Vaya! ... , no será el mismo in­dividuo. La enfermedad en las alturas abarca desde el dolor de cabeza y náusea, que comúnmente llama­mos mal de la montaña, hasta el edema pulmonar, que es fatal. El principal remedio es la inmediata atención médica, dentro de lo posible en la lejana soledad de la montaña, y el uso del oxígeno enva­sado, cosa ‘elemental; pero si se presentan los trastornos que hemos señalado en la página ante­rior, lo indicado es abandonar de inmediato las al­turas, porque si no se toman las precauciones de­bidas la muerte puede

- Tos seca. - Tos aguda avanzada, con esputos color rosa. - Presión, dolor en el pecho. - Decaimiento. - Insomnio. - Dolor de cabeza (casi permanente). - Vahídos, desvanecimiento. - Infección de estreptococos en la garganta. - Palpitación irregular del corazón. - Náusea. - Falta de apetito.

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En esta cabeza disecada se aprecia la típica forma de la cornamenta del borrego de Marco Polo.

presentarse en un término de nueve a veinticuatro horas. Es esencial la mutua observación entre los com­pañeros de cacería. Pescar un edema pulmonar en los Pamires es sinónimo de muerte. En los últimos años han habido tres casos fatales, el más recien­te le ocurrió al cazador californiano W. Picher en los mismos terrenos de los Pamires afganos donde fuimos de caza el año de 1972 mi hijo Fernando y yo en compañía del doctor Moreno.

todo lo necesario. Al noreste se caminan otros 40 días sin cambio alguno ni vegetación. Luego se encuentra gente salvaje, idólatra, cubriéndose con pieles de bestias. Son en verdad una raza del demonio. Hay grupos de animales salvajes, entre ellos borregos silvestres de gran alzada cuyos cuernos bien alcan­zan seis palmas de largos. De estos cuernos los pastores hacen escudillas donde comer. Debo aclarar que Marco Polo encontró cuernos de borrego, pero nunca vio al animal. En Europa la noticia de la existencia de un borrego tan grande se tomó como una fábula y se olvidó el asunto. Pasaron los siglos, casi 600 años, y por 1838 el oficial inglés Wood llevó a Inglaterra dos grandes cornamentas de estos borregos, dando de esta ma­nera crédito a lo dicho por Marco Polo. El magní­fico animal sí existía, y dos años después, ante la Sociedad Zoológica de Londres, un señor Blyth, especializado en animales silvestres, propuso su nombre para el borrego, expresando: I here propase to dedicate the present splendid animal to the il­lustriaus Venetian traveler of the thirteenth century, by the name of Ovis poli. Años después, en 1888, el primer deportista que cazó un Poli fue el inglés George Littledale en los Pamires rusos. Más tarde, unos cuantos osados ca­zadores siguieron sus pasos y en la última década del siglo pasado toda la región que comprendía los Pamires rusos se consideró como tierra prohibida a todo cazador deportista; las puertas quedaron se­lladas y todavía hoy la situación no ha cambiado en ese país, aunque desde 1972 se permitió cazar en el Cáucaso algunas especies de animales silves­tres como el tur, importante trofeo de caza, pero los Pamires siguen cerrados.

Primer Marco Polo que vi t Hace 20 años, de paso a un safari al África, me encontraba en París y fui a visitar el museo dedica­do exclusivamente al Duc d’Orleáns, tal vez el más grande cazador de todos los tiempos. Lo que más me impresionó fue el borrego de Marco Polo que se exhibe disecado de cuerpo entero. Que yo sepa, en esos años, a excepción del Museo de Historia Natural de Chicago, ningún otro museo en el mun­do contaba con ese raro espécimen. Imborrable quedó en mi memoria la imagen de dicho animal. Luego, por medio de libros, me ilustré de toda su historia a partir de 1273, fecha en que Marco Polo describió unos cuernos que encontró en los Pami­res afganos en su viaje hacia China. Pero sería lar­go y tal vez cansado para el lector darle una refe­rencia completa, por lo que es mejor ser breve empezando por transcribir la descripción que de tan fabuloso borrego hizo el veneciano. Dice así: A la región le llaman Pamir que para cruzarse se tiene que caminar durante doce días consecuti­vos entre desérticas montañas sin encontrar una alma viviente ni nada que sea verde, de manera que el viajero está obligado a cargar con

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Esta es la primera cornamenta del hasta entonces desconocido “Ovis Poli”, que contemplaron los europeos. Fue enviada a Inglaterra en 1838 por un oficial británico.

Luego, en el primer cuarto de nuestro siglo, va­ liéndose de influencias políticas, Teodoro, hijo, y Kermit Roosevelt organizaron una costosa expedi­ción científica enriqueciendo el museo de Chicago con unos Polis que cobraron en los Pamires rusos y, dos años después (1927), otra expedición de los Estados Unidos, encabezada por W. Marden y J. L. Clark, cobró también algunos animales en territo­rio ruso y ... punto, no más permisos durante los siguientes 30 años. En 1957 el príncipe Abdorreza Pahlavi, gran ca­zador, hermano del Sha de Irán, se las arregló para ir de caza a los Pamires rusos, afganos y pakistanos, sin límite de tiempo. Obsérvese que antes sólo se había cazado en territorio ruso. Su caravana de servicio se componía nada menos que de 100 bes­tias de carga y gran número de sirvientes. Pero con todo eso, la caza no fue fácil y sólo logró cobrar Poli con cuernos que midieron 45 pulgadas (1.14 m )en los Pamires afganos y otro en Tadjikistan( Pamires rusos) con cuernos de 50 pulgadas (1.27m) . De manera que no fue mucha suerte. Pero este príncipe, muy conocido entre los cazadores internacionales, dijo: Es por algo que al Ovis ammon poli se le llama justamente el Trofeo de Caza Número Uno del Mundo. En los siguientes 14 años un grupo que no llega a la media docena, en una u otra forma obtuvo per­miso para cazar en los Pamires y, finalmente, en Afganistán abrió las puertas para que un muy limitado número de diez deportistas por año tuviéramos acceso a los Pamires del país. En una revista de 1958 leí la hazaña del príncipe Abdorreza y a partir de esa fecha se convirtió en una permanente obsesión el que algún día luciera en mi salón de trofeos de caza un borrego de Mar­co Polo, disecado de cuerpo entero. Transcurrieron 12 largos años de continuas y vanas gestiones para obtener el anhelado permiso, pero un buen

día de 1970 la firma Inter-Globe Safaris de San Francisco, California, me envió un ofreci­miento para que en los Pamires rusos dos de mis hijos y yo pudiéramos cazar un Poli cada uno. Como presidente de esa negociación — que nunca existió —firmaba un estadounidense de origen yugoslavo cuyo nombre es Paul Sjeklocha. De inmediato escribí pidiendo mayor información y días más tar­de todo quedó arreglado, nos sentimos tan felices que nos pusimos un buen cuete de tequila con charalitos de Chapala y empezamos los preparativos. Se nos había puesto por condición remitir por adelantado todo el importe del shikar y así lo hicimos: vaciamos la alcancía, empeñamos la camisa y enviamos el dinero. Cancelé un safari que ya te­nía concertado en Etiopía para ese mismo año, perdiendo 2,000 dólares que había adelantado. Tal era mi interés de aprovechar la oportunidad que se me presentaba de ir a los Pamires y tal la habilidad y astucia de ese “hijo de la tiznada” de Sjeklocha que resultó ser un sinvergüenza. Bien sabía la an­siedad de muchos cazadores por cazar un Poli, puesto que no fuimos los únicos cándidos que caímos en el garlito: ocho gringos y nosotros estu­vimos en el mismo grupo de incautos. En el amplísimo folleto de 60 hojas que recibí como instructivo, figuraba, entre otras muchas co­sas, el siguiente itinerario partiendo el 16 de julio de 1970: Los Ángeles, París, Moscú y Dushambe, ca­pital de la Provincia de Tadjiskistan. De allí segui­ríamos en jeeps y yaks hasta Murgab, en el Upper Badakhsanky, lugar del supuesto campamento-base para de allí establecer, ya en los Pamires, subcam­pamentos volantes en lugares como Rankul, Karakul y Muzkol. Nos parecía todo tan claro y perfecto, tan lleno de historia, literatura y detalles el mentado folleto, que me convencí de que este bandido de Sjeklocha era todo un señor organizador —todo sinvergüenza es simpático y de

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AFGANISTÁN - 1972 fácil palabra, dos buenas cuali­dades para embaucar. El 4 de julio estaba señalado para iniciar el via­je, mas recibimos la noticia de que la cacería se posponía hasta el 10 de agosto. Acepté de mala gana. Más tarde, en el mismo mes de julio, recibí otra carta en la que nuevamente se posponía la fe­cha para el 5 de septiembre pretextando que el nivel de las aguas de los ríos estaban muy altas y las brechas para jeeps destrozadas e imposibles y que para las nevadas de septiembre todo estaría mejor. Naturalmente que tuve que aceptar la nueva fecha. Por fin, después de dos meses de demoras, el 4 de septiembre volamos ya no a Los Ángeles sino a Nueva York y dos días después a Londres. En el aeropuerto nos esperaba el jijo de Sjeklocha y los ocho gringos cazadores que ya mencioné formarían con nosotros el grupo que iría a los Pamires rusos. Una hora después abordábamos un jet de la B.O. A.C. que en tres horas nos puso en Moscú. Cinco días estuvimos en esa bella ciudad digi­riendo las artimañas de Sjeklocha que pretextaba problemas de visas y mil cosas. Finalmente, se co­municó a todo el grupo que por ese año se habían cancelado los permisos de caza, debido a que los guías con todo el equipo de servicio desde hacía dos meses estaban en la alta montaña y ya se ha­ bían cansado de esperar tanto tiempo y habían op­tado por levantar el campamento. Treinta días después, los del grupo Albarrán, defraudados, burlados y encorajinados, iniciamos una fuerte demanda contra el vivales de Sjeklocha, pero éste voló a Yugoslavia dejándonos con un palmo de narices. No nos dimos por vencidos y nuestras gestiones para cazar al difícil Poli siguieron adelante. Supi­mos que la firma de los taxidermistas de Seattle, hermanos Klineburger, habían obtenido una conce­sión exclusiva para llevar a diez cazadores al año en pos del Poli y de los ibex en el famoso Corredor Wakhan de Afganistán. Nos pusimos en contacto con ellos y conocedores del fraude de que fuimos víctimas, nos dieron prioridad. De esta manera que­dó concertado el shikar en los Pamires. Iríamos mi hijo Fernando, nuestro muy estimado amigo el doctor Arturo Moreno Vera y el que esto escribe. La fecha se fijó para que elementos del Departamento de Tu­rismo de Afganistán nos recibieran el 28 de agosto de 1972. En realidad, ese Departamento es el que maneja el negocio de la caza. 24 de agosto de 1972. Iniciamos el viaje. Pasaré aquí unas líneas del Diario de Fernando: El equipo lo examiné minuciosamente varias ve­ces. Pasé los últimos días en Guadalajara dejando “memos” sobre todos mis pendientes y puedo partir sin preocupaciones. El último día, antes de empren­der una cacería, siempre siento algo de melancolía y veo a las personas con la

sensación de que ya no las encontraré igual. No me gusta despedirme y tantas veces contestar a preguntas como ... ¿Qué vas a cazar ahora? ¿Adónde vas? ¿Cuánto tiempo durará tu cacería? ¿ Tanto trabajo para matar un pobre borrego?.. ¡Qué pocas personas pueden imaginarse lo que significa la realización de un sue­ño! ¿No son las ilusiones y las metas que nos fija­mos las que nos mueven? Parece que el complica­do juego (?) de la vida consiste en meterse uno en un problema para después sentir la satisfacción de, airosamente, salir de él, y míentras más grande sea el problema mayor será la satisfacción. En especial me duele alejarme de mí familia aunque sólo sea temporalmente. Mis pequeños hijos Ana Karina y Kim. .. ¡en qué mundo tan dis­tinto viven! Físicamente me preparé lo mejor que pude, dos meses antes de partir dejé de fumar, hacía gimnasia y corría un kilómetro diariamente para hacer pier­nas, y por las tardes hacía 15 kilómetros en bicicle­ta a 25 kph. De manera que me sentía muy bien. Sin embargo, por lo mucho que había leído sobre montañismo y sus penalidades, considerando mi edad (70), no me hacía grandes ilusiones de poder llegar hasta las alturas en que habita el Poli. Sensa­tamente, haría los mayores esfuerzos hasta donde mis pulmones y piernas aguantaran sin exponerme excesivamente al edema pulmonar que de paso pon­dría fin a la cacería. De cualquier manera y como quiera que fuese, ya estaba en puerta la aventura, la realización del largo sueño de encontrarme algún día en el Techo del Mundo, y si no tenía suerte me conformaría con sólo ver a través del telescopio de mi rifle la señorial silueta de un Poli, lo cual sería ya un privilegio, pues al fin y al cabo ahí estarían Moreno y Fernando, más jóvenes y físicamente más resistentes. Nunca he sido partidario de armas de gran ve­locidad con balas de trayectoria muy plana, pro­pias para tiros a larga distancia, porque, como he dicho en otras páginas de este libro, el verdadero placer y sabor de la caza está en el acecho inteli­gente, deportivo, en el cual se pone en juego la ha­bilidad del cazador contra los agudos instintos y sentidos del animal. Es más satisfactorio trabajar, arrimarse jadeando a la pieza a 100 metros y en el excitante lance liquidarla limpiamente de un solo tiro bien puesto, que aventurar un disparo a 400 me­tros, pues a más de ser un poco aventurado care­ce de emoción y hay tiempo suficiente para apoyar el arma, medir la distancia, normalizar la respira­ción, etc., y porque el animal generalmente está pa­ rado, tranquilo, ajeno al peligro que le amenaza. Mi rifle predilecto para animales medianos, como los venados y los antílopes, ha sido siempre el .30-06, cuyas balas, supongamos de 180 granos, caen una barbaridad después de los 200 metros y, por lo tanto, muy imprecisas

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*La mezquita de Mazar-E-Sharif de Kabul, con incrustaciones de lapislázuli, es todo un ejemplo del arte musulmán.

Kabul, capital de Afganistán

a mayores distancias. Pero ahora se trataba de un borrego de Marco Polo, sin discusión el más difícil y escaso de todos los borregos salvajes del mundo, y errar un tiro so­bre este animal es no volverlo a ver nunca. Por otra parte, es sumamente difícil arrimarse en terrenos tan abiertos y desnudos de vegetación, como es el caso de su montañoso hogar. En el arte venatorio la caza del Poli es la única en que las ventajas son iguales, no hay handicap para el cazador ni para la presa. Tal vez lo único en favor del cazador actual sean las modernas armas para usar parque de veloz y plana trayectoria de largo alcance, así como las miras telescópicas. Por lo demás, el uso de binocula­ res para localizar al animal, lo supera el borrego con su extraordinaria vista de halcón que equivale a ocho poderes. Claro que en esta ocasión no llevamos nuestros . 3006, sino rifles calibre 7 milímetros, Magnum, con telescopio y llamador de pelo, que tres años antes ordenamos a la firma Holland & Holland de Londres. ¡Un primor de rifles!

28 de agosto. Dormimos en Teherán la noche an­terior y este día llegamos a Kabul, una de las ciu­dades más antiguas de Asia. Está a 2 172 metros sobre el nivel del mar, casi igual que la ciudad de México, con una población de 500 mil habitantes. La extensión territorial del país es de 400 mil km2. Pasaré por alto el engorro de aduanas y migra­ción que en toda Asia pone a prueba la paciencia del viajero. Ya nos esperaba Safat Mir, un empleado intér­prete del Departamento de Turismo, quien nos llevó al hotel Intercontinental, nuevo, de lujo, situado en la cima de una colina con una preciosa vista por todos lados . Disponíamos de dos días para preparativos y compras, aunque más bien nos ocuparíamos de re­visar equipo y botiquín, pues en cuanto a alimentos se nos dijo que no nos preocupáramos, que ya todo estaba listo para el trayecto de cinco días en jeep, caballos y yaks para llegar al campamento-base y para los días de caza.

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Visitamos los artesanos locales para comprar los imprescindibles regalos.

Una vez que todo quedó empacado conveniente­mente nos dedicamos al placer de comprar objetos para regalo, principalmente de lapislázuli, a precios muy bajos. Imperdonable dejar de visitar el museo de una ciudad que tenía 100 mil habitantes cuando París y Londres eran sólo unas insignificantes villas, os­curas cultural mente. Repasando la historia del auge y decadencia de algunos países, no puede uno menos que pensar en el destino de nuestras grandes urbes. ¿Cuál declinará primero? Y, ¿por qué tienen que declinar las grandes civilizaciones, las grandes culturas como la griega o la egipcia? Es penosa la miseria que prevalece en Afganis­tán. No tiene ferrocarriles ni TV; no conoce el volu­men de su población —estimada en 16 millones—, pero cuando le preguntamos a Safat, éste argumen­tó que sólo eran 12 millones de hombres y no se sabía cuántas mujeres porque no las tomaban en cuenta.

En todo el vuelo no vimos otra cosa que altos montes sin vegetación, montañas, riscos y desfila­deros de una belleza increíble. No obstante esa aridez en el fondo de los caño­nes, se aprecian, aquí y allá, los verdes campos de cultivo, en fuerte contraste con la resequedad que los rodea. Esos campos, a semejanza de los ejidos, son irrigados por un sistema que llaman Karez, úni­co en el mundo, según creo. A cierta altura de las colinas perforan pozos y por canales subterráneos el agua corre por gravedad, conduciéndola al culti­vo que la necesita mediante un sistema de red muy complicado pero muy ingenioso. El individuo rico perfora el pozo y construye el sistema de riego que alimentará a un conjunto de tierras de varios due­ño y el dueño del pozo le cobra el agua al pobre agricultor. Las casas de las pequeñas aldeas parecían bro­tar de la misma tierra como si estuviesen sembra­das, y desde el avión los cultivos a lo largo de las cañadas parecen un inmenso rompecabezas. Nuestros compañeros de vuelo eran de lo más variado: afganos; gazzaras del desierto, de típicos ­rasgos mongólicos; mujeres de Nuristan cubiertas de pies a cabeza con sus típicos chadris azules —muy usuales en la religión islámica—; espigadas jovencitas de blanca tez, pelo rubio, nariz aquilina, pobladas cejas negras, labios finos, cuello aristócrata, seguramente pertenecientes a la tribu pathan de la antigua gran raza aria.

Primera jornada del itinerario a los Pamires 31 de agosto. A las 5:15 a.m. pasó Safat por nos­otros y no fue sino hasta las 7:30 que pudimos abor­dar un avión Twin Otter de la Baktar Air Lines, el cual nos llevaría a Faizabad con escala en Kunduz, ahorrándonos con este vuelo dos muy pesados días de jeep, suerte que, por mal tiempo, no tuvimos al regreso.

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Faizabad, pequeña población sin atractivo, es el punto desde donde comenzamos por tierra el trayecto hacia los Pamires. Después de un frugal almuerzo partimos inmediatamente.

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AFGANISTÁN - 1972 Faizabad Sobre una pista de tierra suelta aterrizamos en Faizabad, pueblo de 10 mil habitantes; ahí nos es­peraban Amadín y un chofer con dos jeeps Toyota casi nuevos. Faizabad está situado al norte de Kabul, a esca­sos 70 kilómetros por aire de la frontera rusa y a 1 200 metros sobre el nivel del mar. En esta población no hay un hotel o una fonda donde comer. Vi todo tan miserable, sucio y depri­mente que le ordené a Amadín cargar el equipo en los jeeps para partir cuanto antes. Mientras tanto, recorrimos el bazar que, como en casi todos los pueblos de Asia, es una angosta calle con mil ten­dejones en los que se vende de todo o casi de todo: sal de mina, frutas, telas, especias, granos, zapatos, chucherías de bisutería que en humilde brasero fabrica al aire libre el orfebre . La primera falla de los organizadores del shikar fue que ni en el avión ni en Faizabad nos dieron de comer algo decentemente comible, pero el ham­bre nos obligó a aceptar una cochina sopa de arroz con carne de borrego, una lata de fruta en almíbar y nan. Desde México traíamos alguna latería, ali­mentos deshidratados, chocolates y otras cosas más, que no desempacamos por no demorarnos y por estar confiados en la larga lista de productos ali­ menticios que figuraban en el contrato de cacería, de modo que tuvimos que aguantarnos. A la 1 :30 p.m. trepamos en los jeeps y partimos. Desde ese momento, de una altura de 1 200 metros tendríamos que subir, subir y subir montañas si­guiendo por el fondo de los cañones hasta cruzar el Paso Sargas a 5 170 metros de altura. Ya no ha­bía planicies y constantemente transitábamos por angostas brechas trazadas en las márgenes de al­gún río. En esta ocasión remontábamos el anchuro­so Kocchah de cristalinas aguas. A todo lo largo, de trecho en trecho, se ven pin­torescas aldehuelas con verdes huertas y frutales que contrastan notablemente con la reseca aridez de la serranía; en ellas abundan los melones, las sandías, los duraznos, los chabacanos, las manza­nas, las peras y las almendras, cuyos grandes y her­mosos árboles, por el verde oscuro de sus hojas y su frondosidad, se confunden a distancia con el lau­rel de la India. También abunda el saphaydar, árbol parecido al ciprés, alto y espigado, que rodea las parcelas y realza su belleza. La amalgama de matices, el rumor de las aguas verdejade del río y el viaje por tierras desconoci­das invitan a la meditación y al éxtasis. La brecha es muy angosta, difícil y polvorienta. A las 6 p.m. paramos al lado de una casita y un tejaban abierto

Nuestros jeeps transitan con dificultad por el pedregoso “Camino de la Seda”.

con un entarimado simple. A los te­jabanes se les llama pomposamente casas de té, bebida predilecta en toda Asia. —Aquí nos quedaremos —dijo Amadín. —¿Por qué, si todavía es temprano? —interrogué. —Pues. .. como ustedes ven, la brecha es muy mala y peligrosa, pronto oscurecerá y yo quiero que lleguen vivos a Qala Panja. Nos quedamos. El lugar se llama Basheng. Com­ partimos el entarimado con otros cinco viajeros mu­ sulmanes, cenamos kabab y tomamos té antes de dormir en el entarimado-restaurante-hotel. Al lado nuestro los musulmanes, arrodillados y viendo ha­cia La Meca, rezaban sus oraciones. La noche era fresca, con un cielo tan lleno de estrellas que pa­recía Noche Navideña.

Qala Panja Viernes 1° de septiembre. Algo del Diario de Fer­nando: Salimos a las 6 a.m. siguiendo por el tortuoso camino; poco a poco vamos dejando atrás los ver­des vallecitos como cuando se va uno aproximando al desierto del Sahara. Nos llamó la atención un plantío grande de amapola — hay muchos— que atraen la atención del que pasa, por los alegres colores rojos y blancos de los capullos en flor. Nos detuvimos a observar a un individuo ocupado en un

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Fernando en uno de los muchos sembradíos de amapola que encontramos en el camino.

rudimentario proceso de elaboración del opio: hacen unas ligeras incisiones en la cubierta del ca­pullo que en forma de nuez guarda cientos de semillas, luego, con la ancha hoja de un cuchillo, raspan y juntan la goma segregada, después la dejan secar y, a su debido tiempo, la hacen polvo para comerla o fumarla. Nos decía el doctor Amini que no hay prohibición para el cultivo de esta plan­ta, ya sea en el campo o en la montaña, cuyos habitantes son muy adictos y la usan para hábito o para calmar cualquier dolor. Estimula y adormece los sentidos—igual le ocurre a los andinos que mastican la hoja de coca— y permite que olviden un poco la extrema miseria de sus vidas. El Gobierno tolera esto—nos cuenta el doctor Amini— con la mira de evitarse problemas y conservar al pueblo en la ignorancia y embrutecido como durante siglos lo estuvo China, La política del actual monarca, H. M. Mohammad Zahir Sha, es no instruir al pueblo para conservar el poder. ¿Qué sabe el sapo en su pozo de la inmensidad del mar? Al mediodía llegamos a Iskashin, un poblado fronterizo con el Turquestán ruso y de él solo nos separa el río

Oxus, de un lado del progreso ruso y del otro lado el atraso afgano; sólo la tipografía no cambia. En adelante, el camino fue peor: desfiladeros que dan miedo, los jeeps pasan temblando por angostísimas brechas, en algunas partes apuntaladas con piedras sobrepuestas a modo de cuñas; estas increíbles brechas están cortadas en la roca viva a mitad de montañas de un declive casi vertical. Estamos ya pasando por el cuello del Correrdor Wakhan, donde comienzan los Pamires afganos, metas de nuestro shikar. A las 6 p.m. después de 12 horas de jeep, llegamos a Qala Panja, nombre que significa donde dos ríos se juntan, el Oxus y el Wakhan, lugar a 3 mil metros de altura. Se acabaron las comodidades del jeep, en lo sucesivo todo será cubrir distancias a caballo, en yak y a pie. Sábado 2 de septiembre. Esta jornada sería a caballo. Llevamos doce caballos y seis burros para transporte. Nos costó mucho tiempo y trabajo medio organizar a la gente que discute y habla sin cesar y fue un lío distribuir a la carga proporcionada, repartiéndola de tal modo que si alguna bestia caía al precipito, en otra carga nos quedarían

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alimentos y botiquín. Especial cuidado tuvimos en proteger nuestras armas desde México las traíamos empacadas en resistentes estuches de forma de fundas de rifle, construidos con un material plástico durísimo. Resultaron muy prácticos y seguros para el transporte sobre bestis. A las 9 a.m. partimos, pero nos extrañó que cada uno de nosotros se le asignara un mozo de estribo durante el viaje iría tirando del cabestro como si fuéramos unos niños, aunque al llegar a los primeros desfiladeros, con pasos en extremo peligrosos, nos dimos cuenta de lo atinado de tal medida: un desequilibrio, un mal paso, y la muerte de bestia y jinete serían seguras. Seguimos por las márgenes del río Oxus. Por indicaciones de Pier, en ocasiones caminábamos a pie en alturas que pasaban de los 3 mil metros para irnos adaptando; a veces, en angostísimos y peligrosos tramos de los desfiladeros, los mozos de estribo nos pedían que nos apeáramos, y otras íba­mos con los pies fuera de los estribos para saltar en caso de un traspiés de la bestia.

Aldea de Sargas 4a Jornada —en yaks—. Después de 8 horas a caballo y a pie llegamos a la pintoresca aldea de Sargas, a 3 200 metros de altura, al lado del río y al pie de imponentes montañas que al día siguiente tendríamos que encumbrar. Bonito paraje el de esa aldea: el Oxus, famoso en la

En la aldea de Qala Panja cambiamos los jeeps por caballos. Así seguiríamos hasta la aldea de Sargas.

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El lector puede apreciar los peligrosos pasos que hombres y bestias tuvimos que recorrer para llegar a la aldea de Sargas.

historia, los pequeños trigales, la gente de la montaña, el cielo azulísimo y, al fondo, asomando entre los Pamires su blanca cabeza, el Baba Tangui —El Abuelo—, pico de 6400 metros —parecido al gran Everest—, que casi siempre tuvimos ante nues­tra vista; pico colindante con Paquistán por el lado sur. Domingo 3 de septiembre. En la jornada de este día ya no serían útiles los caballos ni los burros. Montaríamos en yak, legendario pariente del bison­te, rara especie de bovino de pelo muy largo, mechudo hippie de la alta montaña, res estúpida, terca, gordiflona, de patas muy cortas y paso de

tortuga ... pero, i qué paso tan seguro el de estas bestias en las nieves y en las pedregrosas monta­ñas del Himalaya o Los Pamires, niveles en los que ni la mula ni el burro o el caballo han podido adap­tarse! A pesar de no usar herraduras en sus pezu­ñas, su andar es mucho más firme y seguro en la sierra escarpada y en los desfiladeros que el de una mula. Además, suministra la carne, leche, man­ tequilla, pelo, piel y el estiércol que se usa como fertilizante y, principalmente, como combustible casero. Empezamos a encumbrar la tierra prohibida, ale­ jándonos del tranquilizante murmullo de la corrien­te del

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A pesar del difícil y fatigoso viaje, se manifiesta en nuestros rostros el placer que sentimos por encontrarnos en los Pamires de Afganistán.

Oxus. Hasta nuestro regreso no volveríamos a ver una aldea, ni cultivos, ni árboles o arbustos, sólo pelonas montañas rocosas, picos, y en el fondo de los cañones, aquí y allá, laguitos y vallecitos donde crecen manchones de verde pasto. Muy duro era el ascenso para las bestias que a cada rato se paraban, jadeando, y no había poder que las hi­ciera levantarse antes de normalizar su agitada res­piración. A mi yak llegué a contarle 160 respiracio­nes por minuto. Después de seis horas de encumbrar montañas sin una sola planicie, llegamos a la cima del Paso Sargas, bella vista panorámica de picos y blancas cumbres cubiertas de nieve y muy cerca sobresalía el Baba Tangui, a nuestra derecha los picos de Paquistán y a la izquierda los Pamires rusos. De 3 200 metros habíamos ascendido a 5 170 en sólo seis horas, dura prueba para las bestias. Pero... i ya estábamos en terrenos de los Pamires!, principio de mi anhelado sueño que parecía imposible. Entusias­mados y alegres los tres cazadores tomamos fotos, comimos nieve,

reímos y mutuamente nos preguntá­bamos si sentíamos malestar alguno. ¡No!, ninguna molestia a pesar de la altura; sólo yo sentí una li­gera presión en el pecho. “iQué maravilla —pensaba yo— creo que exa­geran mucho acerca del malestar en las alturas los libros que he leído y lo que me han contado algu­nos montañistas!” Durante otras cuatro horas fuimos bajando has­ta llegar a un estrecho valle en el que sólo encon­tramos una burda choza de piedra. El lugar se lla­ma Valle Sargas y está a un nivel de 4 410 metros de altura rodeado de montañas. Cerca de la choza corre un arroyito de purísima agua cristalina. En algunas partes manchones de corto pasto cubren la tierra. Este sería el lugar de nuestro primer cam­pamento provisional de caza; luego, para llegar al campamento-base de Tuliboi, haríamos otro día en yak. La temperatura estaba bajo cero. A las 8 p.m. nos fuimos a acostar, nuestras tien­das de campaña eran ligeras, individuales. EI doctor Moreno le tocó la suya, mientras que Fernando y yo tuvimos que

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Acompañado de mi amigo el doctor Moreno y de algunos lugareños contemplo desde Sargas al Baba Tangui y a las montañas que lo rodean, hogar del codiciado borrego de Marco Polo.

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compartir una en la que apenas cabían nuestras bolsas de dormir. A la hora y media despertamos boqueando, ja­lando aire hacia los pulmones; la altura empezaba a cobrar su tributo a los invasores. Fernando sentía fuerte presión y dolor en el pecho y la cabeza, su respiración era anormal y su pulso subió a 120 por minuto. Por mi parte, padecía de las mismas moles­tias y mi pulso sólo era de 68.

cilindros de oxíge­no que tenían en el campamento. Los Salvo pueden llevarse fácilmente en un morral durante las duras caminatas cuesta arriba, que es cuando más oxí­geno extra requiere el organismo. Pero no debe abu­ sarse de este oxígeno porque, de hacerlo, el organis­mo, desadaptado a las alturas, en cuanto el cazador desciende a bajos niveles sufre trastornos.

Alineación de los rifles

En el Valle de Sargas

Lo primero era alinear nuestros rifles. Para tal propósito nos alejamos a pie unos 1 500 metros del campamento detrás de un cerro bajo. Debido a lo tenue de la atmósfera y a la menor resistencia del aire en esas alturas, la trayectoria de las balas es mucho más plana y veloz que al nivel del mar; por lo tanto, tendríamos que alinear nuestros rifles 7 mm Magnum, de tal modo que una bala de 150 granos a una distancia de 200 metros diera a la altura del corazón de un Poli (la anchura del cuerpo de un Poli, midiendo entre estacas y en línea recta, de la cruz a la parte baja del codillo, mide 60 centímetros) y a una distancia de 400 metros, apuntándole a la altura de la cruz, también se le daría en el corazón. Pusimos unos blancos a esas distancias, ajustamos las miras telescópicas y las

Lunes 4 de septiembre. Día de descanso. Nin­guno de nosotros pudo dormir por dificultades en la respiración. Al preguntar a Fer cómo se sentía me contestó de la siguiente manera: “No muy bien, pue­do oír mi corazón perfectamente, como si acabara de jugar un reñido partido de squash. Esta excitación no me dejó dormir, a ratos me atacaba una taquicardia que nunca había sentido; el dolor en el pecho y la cabeza no me abandona, ojalá pronto nos adapte­mos para que terminen estas molestias”. De México llevamos oxígeno envasado en unas esferas que tienen el nombre de Salvo. Caben en la palma de la mano de un hombre honrado y son mu­cho más apropiadas por su tamaño y contenido que los pesados y voluminosos

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Montados en yaks, seguimos a los terrenos de caza del Poli.

prácticas de tiro fueron satisfactorias. Este conocimiento de balística para grandes al­turas es necesario para no incurrir en errores que pueden costarle muy caro al cazador. En estas mon­tañas, terrenos en los que no hay puntos de refe­rencia, existe la tendencia de sobrestimar la distan­cia, pasando la bala por encima del lomo del animal. Por ejemplo, si al nivel del mar se alinea una mira telescópica a unos 350 metros para pegar en el centro del diana con una bala de 150 granos, a la misma distancia, pero a una altura de 5 mil metros, el proyectil pegará unos 13 centímetros más alto. Al regresar al campamento vimos que Hibrahim —muy buen guía— empleaba un telescopio de 40 poderes, y que apuntaba a la montaña de enfrente: ya había localizado a un grupo de seis Polis que es­taban echados sobre un manchón de nieve. Desde luego, con entusiasmo de niños, nos pusimos a observar. ¡AI fin, ante mi vista tenía vivitos y coleando a los monarcas de las alturas, que tranquilamente mi­raban hacia abajo! Que yo sepa, en ningún zoológico del mundo hay un borrego de Marco Polo vivo. Aun con el telescopio me costó trabajo locali­zarlos: se confundían con la nieve a una distancia de unos dos kilómetros de nosotros. —¿Ya los viste, pap? —me preguntó Fer. —Sí, son seis, pero no puedo apreciar la importancia de los cuernos, tengo borrosa la vista. -Ahora déjame verlos yo un ratito. —Espera un momento más.

Luego le pasé el telescopio. —i Vamos por ellos! —le dije a Pier, responsa­ble del shikar, único de los servidores que hablaba un poco de inglés. —Imposible —contestó—, no llegaríamos, están a media montaña, nos verían y, además, observará usted que no tardarán en encumbrar más, aparte de que, según mi parecer y el de Shahik, todos son machos muy chicos. Durante una hora seguimos observándolos y lue­go desaparecieron. Fue grande nuestro optimismo con la presencia de esos Polis. El doctor Moreno, quien no se despegaba del telescopio, descubrió en la misma montaña otro grupo de once bebés y hembras. El resto del día lo pasamos en preparativos, para al día siguiente emprender la primera tentativa. Sólo me preocupaba el que Fer prácticamente no había comido en todo el día; lo veía triste y callado. En el campamento no había una sola sombra que nos protegiera de los rayos del sol y era natu­ral que por la mañana la temperatura fuese de 20 grados bajo cero, pero suena a extraña paradoja que en montañas de esa altura el termómetro mar­cara 32 grados centígrados sobre cero al mediodía. Nuestras pequeñas tiendas eran un horno. Hace ca­lor porque la intensa luz solar que cruza la tenue atmósfera calienta el suelo rocoso produciendo ni­chos calientes y el delgado aire de esas alturas no filtra adecuadamente los abrasadores rayos ultra­violeta, condición atmosférica que da lugar a la for­mación de manchones de verde pasto, los cuales nacen en el fondo de los pequeños valles.

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Nuestro primer campamento en el valle de Sargas quedó instalado a 4410 metros de altura.

“Aquellos que nunca han sentido la extenuante fa­ tiga que hay que vencer al encumbrar una peñas­cosa montaña, cruzando sobre campos de nieve dura; la tensa impaciencia del acecho final, o el tre­mendo quebranto de nervios que se sufre por la incertidumbre del éxito o del fracaso, no pueden ni siquiera tener la menor idea del afán, esfuerzo, trabajo, resistencia física y torturas inevitables que hay que aguantar para llegar a cobrar una buena cabeza de borrego salvaje. “El más sagaz entre los sagaces, el más juicio­ so entre los juiciosos de todos los borregos, esos viejos patriarcas que han pasado toda su vida y sobrevivido a las vicisitudes, optan por buscar refu­gio y protección en los valles más altos, escondidos e inaccesibles, adonde hasta los mejores cazadores de hueso colorado, tenaces y con suficiente aguan­te, vacilan mucho y lo piensan ante

Pero no se suda, el aire es seco como en el desierto del Sahara, sólo quema y ampolla la piel, al igual que si estuviese en una playa tropical y si uno no se protege con crema especial en pocos días la piel de la cara queda como una torta pare­cida —valga la comparación— a una concha de pan. Después de leer lo anterior se comprenderá por qué los borregos que vimos estaban echados sobre un manchón de nieve. Por la noche, que es cuando bajan a comer en los valles, quedan protegidos de los fríos vientos por su adecuado pelaje.

Disertación sobre la caza del borrego silvestre Martes 5 de septiembre: Primer día de caza.

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AFGANISTÁN - 1972 la sola idea de emprender la aventura. Y una vez en el terreno el cazador hará uso de toda su experiencia y habili­ dad para hacerle el juego al borrego, porque su presa está en su propio terreno, en ese reducido, laberíntico santuario de profundos cañones, altos picos, barrancones y escarpaduras en las que una vida entera de experiencia le han enseñado dónde encontrar los lugares más seguros y pacíficos para pasar solitario sus últimos melancólicos años [ la máxima vida de un borrego son 15 años]. Allí ni el hombre ni la bestia carnívora podrán llegar sin que el. casero se entere, y ahí está el quid, porque fami­liarizado con cada rincón, cada grieta y recodo, puede fácilmente escurrirse entre la niebla o las rocosidades y desaparecer en un santiamén ante la perplejidad del cazador. Sólo aquellos fogueados en la caza del borrego, que conocen bien los te­rrenos, las señales delatoras y las triquiñuelas, sa­ben que es inútil seguir un borrego avisado, y sólo un hombre con sangre de cazador de borregos en sus venas persistirá en pasar una durísima, conge­lante y larga noche encogido en una grieta entre las rocas, sin fuego ni comida, soportando los he­lados vientos, rogando a Dios que pronto amanezca para continuar su cacería. Entonces, sin haber dor­mido, entumecido su cuerpo, seguirá despacio, cau­ teloso y alerta, igual que otro animal salvaje en busca de una presa. Si procede como los cánones venatorios mandan, encontrará su codiciado gran macho adulto, descuidado, tranquilo y comiendo afa­nosamente, porque nunca antes ha sido molestado a tan temprana hora. Pero el cazador está helado, tiritando; sus dedos están insensibles y tiesos para oprimir lenta y suavemente el gatillo en caso de que el animal esté alerta. En la luz clara y fría del amanecer las distancias son engañosas, pero sigue subiendo, esforzándose por llegar a la cima de la más alta cuchilla, porque a toda costa evitará que la plena luz del día lo sorprenda sin haber alcan­zado una mayor altura que la del borrego en cual­quier lugar en que se encuentre. Luego, al aclarar el alba, cuando el frío es más intenso, piensa si podrá resistir, pero aguanta, resuelve no hacer nin­gún movimiento innecesario, otea, busca, escudriña y ve metro por metro el terreno; el viento cortante y helado hacen llorar sus ojos; lágrimas congeladas corren por sus mejillas y su vista es borrosa. Echa otra mirada hacia abajo, sobre un conjunto de rocas sospechoso. Ahí está su gran borrego. Espera y es­tudia la situación. Es un tiro largo y difícil. La real cabeza pronto se perdería de vista si no dispara de inmediato, pero ... ¿sé arriesgaría? Apoyó su rifle lo mejor que pudo, apuntó y oprimió el llamador. La bala apenas rozó el lomo del borrego estrellándose más allá en las rocas. De un gran salto el patriarca de las alturas desapareció. Pero él es un verdadero cazador de borregos

y volverá a intentarlo otro día. Tal vez hasta el siguiente año porque ya están pró­ximas las tormentas de nieve de invierno. Confía en que ahí estará su borrego el año venidero, si el Gran Espíritu de la Montaña se lo reserva, tal vez para entonces estará más enclenque, pero todavía conservará su estupenda cornamenta, y será mucho mejor cobrarlo ese año entrante que dejarlo sufrir otro crudo invierno sólo para sucumbir dejando esa preciosa, masiva cornamenta enterrada, perdida bajo los escombros de una avalancha de nieve.” Lo antes escrito es del eminente expedicionario, escritor, escultor y cazador J. L. Clark. Bellas frases que me he permitido traducir del inglés, agregando un poquito de mi propia cosecha con el solo fin de dar mayor énfasis a la apasionante caza del Pa­triarca de las Alturas, excepcional galardón para el feliz aficionado que logra abatirlo. Para llegar clareando el día a terrenos de los borregos teníamos que levantarnos a las dos de la madrugada. A tan temprana hora no se siente ape­tito. Fer sólo tomó jugo de naranja y dos galletas, pero Moreno y yo nos servimos bastante avena con leche de lata. En cacerías siempre acostumbro co­mer avena aun sin tener apetito, pues es necesario alimentarse lo mejor posible a fin de conservar ener­gías. Todos nos ayudábamos con vitaminas. Toda nuestra ropa era la adecuada: botas, guan­tes y calcetines dobles, etc., todos insulados, en cambio la tienda donde dormíamos Fer y yo era tan chica que teníamos que vestirnos sentados, muy incómodos, primero uno y luego el otro; hacerlo afuera, con frío tan intenso, resultaba peor, pues podría pescarse una pulmonía. Parece increíble el esfuerzo que se hace en esta operación; debe uno proceder a pausas y, aun así, acaba uno jadeando, medio agotado y jalando profundamente aire con la boca. Al pararme sentía dolor en el pecho y un momentáneo mareo y la presión y el dolor de cabe­za seguían permanentes; la aspirina no era eficaz. Montamos sobre nuestros yaks. Venus y Marte brillaban esplendorosos en un cielo negro; el frío era congelante. Dentro de las botas movía los de­dos de los pies para activar la circulación de la sangre, ya que la deficiencia de oxígeno provoca que las manos y los pies tiendan a enfriarse más de lo normal a pesar de las botas insuladas. A las dos horas de camino, subiendo la monta­ña, nadie había pronunciado una sola palabra. En la oscuridad seguíamos la apenas visible silueta del guía Shahik y las más cercanas del resto del grupo se veían como negros fantasmas o comandos de asalto. Bien sabíamos que cualquier ruido podía poner alerta a los Polis. A las 5 a.m. empezó a clarear y los binoculares a funcionar, oteando las montañas más cercanas. No

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El autor ya dispuesto a montar en su yak, observa primero el altímetro que marca 4750 metros de altura.

tardó Shahik en descubrir tres Polis y un ibex, aunque no pudimos apreciar bien el tamaño de los cuernos. Desafortunadamente, el ibex que estaba más próximo nos sintió, se alarmó y en su carrera asustó a los borregos y también corrieron. Era inútil seguirlos. Por otra parte, si bien la caminata no fue muy larga, lo cierto es que nos dolían las piernas y teníamos que detenernos a cada instante para respirar hondo. Sucede que en los músculos que trabajan demasiado, como cuando se corre o se camina mucho, se genera una excesiva acumula­ción de ácido úrico que produce una contracción muscular que produce dolor a cada paso y, a la vez, constituye una carga, un mal para los riñones; por eso debe observarse el color de la orina: si ésta se pone turbia, oscura o de color caoba, debe atenderse de inmediato al individuo afectado. De ahí que diariamente nos administrábamos un diurético. A extremas

altitudes les sucede lo mismo a los alpinistas y por ello se ven sometidos a dar sólo unos pocos, torturadores pasos, deteniéndose a descansar largos minutos antes de continuar el ascenso. Más duro es para el cazador que, durante la agonía del acecho, no dispone de tiempo para hacer altos porque los borregos no esperan. A las 9 a.m. terminó la cacería del primer día. Para llegar a otro vallecito de los pocos que exis­ten —son los comederos— se requerían cuando menos dos horas en yak, y los borregos, de hábi­tos nocturnos en esas montañas, a las 9 a.m. ya van encumbrando los riscos para reposar en sus encames en lo más alto de los picos. De regreso sólo vimos un lobo a distancia, mu­ chas marmotas —abundan— y cuervos, únicos pá­jaros en esos terrenos. Para el mediodía ya está­bamos en el campamento, nada había que hacer en el resto del día y

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AFGANISTÁN - 1972 así serían los siguientes hasta el final del shikar. El esfuerzo que hizo Fernando durante el acecho empeoró su malestar, produciéndole un fuerte do­lor de cabeza; después, durante todo el día, aunque no se quejaba, lo noté triste, callado, decaído, sin apetito, con náuseas, presión en el pecho y el pul­so seguía en 120, pero no presentaba síntomas más serios. Moreno lo examinó y nos tranquilizó. No recuer­do qué medicina le prescribió. A las 8 p.m. hice que inhalara oxígeno durante dos minutos y se fue a dormir. El doctor Moreno sólo sentía dolor en la ca­beza y el pecho. Por mi parte, sentía las mismas molestias que Moreno, a más de un notable entor­pecimiento en mis movimientos. Me preocupó el estado de Fer, sobre todo que no había casi comido en dos días; eso lo debilita­ría rápidamente y podría traer malas consecuen­cias. Pensé que si al día siguiente no mejoraba daría por terminada la cacería. Regresaría sin mi Poli, pero no expondría a mi hijo a un posible des­enlace como el de Picher.

donde, por indicaciones de Shahik, des­montamos y los tres cazadores seguimos adelante, a pie, en tanto las bestias y la gente de servicio esperaría en el lugar. Adivinaba yo que se trataba de llegar al filo de una cuchilla para asomarnos a algún valle, y así fue. 50 metros antes de llegar a la cima Shahik nos hizo señas de esperar, mien­tras él se adelantaba a ver si había algo. ¡ Qué bue­no, porque yo iba ya jadeando. El altímetro marcaba 4 750 metros de altitud. Vi cómo cuidadosa y lentamente Shahik se ten­dió entre las peñas de un bordo y comenzó a usar los binoculares. No esperé más, debía acercarme ... Ya estaba a 10 metros cuando me llamó a señas. En ese instante sentí la misma emoción que cuando, después de siete pacientes noches de espera en la jungla india, se dejaron oír finalmente las tremen­das tarascadas que un tigre de Bengala le daba a las entrañas de un búfalo que sirvió de carnada. Revisé mi rifle, puse el seguro -y seguí adelante, jadeando, con la lengua afuera. Después supe que Fer me seguía con la cámara de filmar. Sólo me faltaban 10 metros para llegar adonde estaba Sha­hik, pero ... i ah, caray!, i qué esfuerzo tan duro! La excitación, la emoción, la prisa, el ansia, Ios años, todo se me juntó. Cuando en mis ratos libres solía leer que algunos alpinistas, estando ya a 100 me­tros para llegar a la cima de su objetivo, no podían dar más de cinco o seis pasos y se veían obligados a detenerse a descansar un momento, pensaba que era una exageración. Cómo era posible que para cubrir un tramo de 100 metros se descansara quin­ce veces y hacer casi una hora. Y, sin embargo, así es. Para darse cuenta de lo que hay que sopor­tar y sufrir en deportes que, como la cacería, se practican en ambientes de intensísimo frío o calor o a grandes alturas, no basta la lectura, eso hay que vivirlo y sentirlo. Al llegar al roquedal a donde estaba Shahik, me dijo en voz muy baja: polis, y con los dedos de la mano indicó que eran cuatro. Por el esfuerzo esta­ba yo que echaba los hígados por la boca, me sen­tía aturdido. Intenté asomarme al bonito valle que se extendía allá abajo y tuve que agacharme, ce­rrar los ojos y apoyar por un momento la cabeza sobre mi brazo izquierdo. Mi agitación no se cal­maba por más que trataba de aspirar profunda­mente, jalando aire con la boca, y mi vista era borrosa, como quien ve a través de un velo o de binoculares desafocados. Lo que me pasaba en esos momentos no era otra cosa que la carencia de oxí­geno en el cerebro; me sentía torpe y falto de con­centración. A los cuatro borregos, que a unos 270 metros pastaban tranquilamente en el fondo del valle, los veía con los binoculares de igual modo a como en las fuertes reverberaciones de los cálidos medio­días en las llanuras

Cae el rey de reyes Miércoles 6 de septiembre. Hoy fue para mí un gran día, el más feliz, en mis veinte años de caza mayor internacional y, lo más satisfactorio, cuando mi vida hacía años ya había tramontado la etapa en que el deportista disfruta de plenas facultades físicas. Pero ya lo había expresado en un artículo de prensa que escribí en 1970 ... “No me iré a gusto de este mundo sin llevarme un Ovis ammon poli de cola.” A las 3 a.m. nos despertaron: “Tengo hambre” fueron las primeras palabras que escuché de Fer, “dormí bien y me siento mejor. Siento mucho que te hayas preocupado por mí, pap; yo, el más joven del grupo, que me sentía en las mejores condicio­nes físicas, fui el primero en desinflarme. Pero aho­ra sí, vamos a zumbarle a los Polis”. Salimos montados en nuestros yaks. Mañana fría, 20 grados bajo cero. Como a las 6 a.m. empe­zamos a ver grupos de borregos; primero uno de nueve Polis de kindergarten, muy pollitos, revueltos con hembras, luego otro de cuatro pequeños y seis medianos. Los dejamos en paz. Como ha sido costumbre, cuando salgo de caza con alguno de mis hijos, si se trata de ir en pos de un bicho faro y difícil, aseguramos al primero, aunque sólo sea aceptable, sin pretender que entre en la medida récord, y el segundo tendrá que ser muy bueno o nada. De esta manera, si no tenemos suerte, al menos no regresamos al hogar con las manos vacías. Esta vez yo tiraría primero. Seguimos encumbrando hasta un punto deter­minado,

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africanas se ven danzar, flotan­do, las temblorosas, gelatinosas e imprecisas fi­guras de los antílopes. Los dedos de mi mano derecha, sin guante, los tenía entumecidos, torpes e insensibles por el frío; los ojos me lloraban; tuve que calmarme y esperar no sé si un minuto o más. Afortunadamente los Polis no nos sintieron. A esa hora, en la montaña; el viento empieza a subir, de modo que era favorable. Ya en posición de tiro estudié bien las corna­mentas de los cuatro machos, aunque la imagina­ción, la oportunidad por tanto tiempo buscada y esperada nos hace ver más alargados los cuernos de un animal que se ha observado durante minutos antes de decidirse a disparar; sin embargo, ningu­no me pareció un récord. Pero como dije antes, aseguraría el primero. Quité el seguro, puse el gati­llo de pelo y apuntando cuidadosamente disparé sobre el macho que me pareció el mejor. Mi tiro dio en los pulmones. Todos corrieron, pero mi se­gundo tiro, bastante rápido, dio en el corazón del animal. Las condiciones en que disparé sobre el Poli son tan difíciles de describir que sólo quienes prac­ tican este deporte lo pueden comprender. Así fue como cayó el rey de reyes, estrenando mi 7 milímetros, y así fue como me convertí en el primer latinoamericano que cobra un borrego de Marco Polo, Trofeo de Caza Número Uno de la fau­na salvaje mundial. A mi espalda estaba Fernando que, seguramen­te tan emocionadísimo como yo, sólo filmó parte de la acción. Eran las 8 a.m. y estábamos a 4 800 metros de altura en los Pamires afganos. La realización de un sueño de doce años se había cumplido en sólo unos pocos minutos de intensa emoción. Así de breves son los momentos estelares en la vida de un ca­zador. Si hubiese olvidado el frío y el malestar físico producido por el aire enrarecido, tal vez habría dis­frutado mejor el bellísimo paisaje donde cayó mi Poli, una de esas caprichosas, embriagantes crea­ciones de la naturaleza

cuando está de buen hu­mor. “ i una maravilla! Un anfiteatro, un vallecito circundado por imponentes picos rocosos, en parte cubiertos de nieve, desfiladeros, abruptos contra­ fuertes y riscos. Todo dibujándose en el fondo de un cielo azul, azulísimo, como nunca lo había visto. El color de las desnudas rocas se antojaba de cho­colate pálido. Y al pie de la montaña más cercana un bellísimo laguito verde esmeralda que por su en­canto y lugar diríase un estanque de deidades. Su agua, purísima; en ella podían verse las pie­dras y la arena hasta en las partes más profundas. A distancia, por el color y la quietud de sus aguas —un espejo—, daba la impresión de ser una enor­me y fantástica esmeralda. Una vez en el campamento, nos rasuramos, nos lavamos la cara y tendimos una cobija sobre el pas­to a la orilla del arroyuelo, disponiéndonos a fes­tejar ese día inolvidable con queso, galletas y, a falta de champaña, con una botella de oporto que compramos en Londres. En estos lugares nadie, ni los nativos ni nosotros fumamos ni bebemos alcohol, cuando mucho una cerveza. Más tarde, Moreno preparó al carbón, file­tes y costillas de Poli, carne un poco dura, pero sabrosa. Seguramente que en ese día fuimos los únicos en el mundo que comimos costillas de Poli rocia­das con el exquisito Quinta do Noval 1955 Vintage Port. Con el éxito del día todo cambió y los malesta­res fueron menores. Fer empezó a sentir más ape­tito, el buen humor dio los primeros pasos y rena­ció el optimismo. Había caído el primer Poli y ahora Fernando buscaría uno con mejor cornamenta.

Tuliboi Jueves 7 de septiembre. Hoy llegamos a un va­lIecito que se llama Tuliboi, donde está el campa­mento-base. Para llegar a este lugar de los Pamires en tiempos pasados

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El borrego de Marco Polo que abatí resultó un magnífico ejemplar. El contemplarlo ya montado en mi casa de Guadalajara me hace volver a vivir los inolvidables momentos de su caza.

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AFGANISTÁN - 1972 habríamos hecho tres semanas a caballo y en yaks; hoy, los jeeps y el avión ahorran mucho tiempo. Del Diario de Fernando es lo siguiente: Antes de movernos de campamento decidimos probar una vez más en este lugar. Mi papá se que­dó en el campamento. El Dr. Moreno y yo fuimos en vano, pues sólo vimos animales pequeños. De cual­quier forma 6½ horas de yak más otras 5 horas de este campamento al de Tulíboi hicieron el día bas­tante cansado. La temperatura sigue entre -15°- 20° C. En las montañas no hemos tenido casi nada de viento. En el camino a Tuliboi encontramos mu­chos rebaños de cabras, borregos y vacas. Los wak­his [por lo del Corredor Wakhan] nos saludan muy amables y hasta invitan té que para ellos es el prin­cipal pasatiempo. A estos valles sólo se viene du­rante el verano, pues están cubiertos de nieve de octubre a junio. Sólo cuatro meses del tiño no hay nieve y aun ahora, a medio verano, el agua se des­congela poco a poco en la mañana. El sol es inten­so, pero no sudamos aunque sentimos que nos quema. En todo el día no nos quitamos la ropa insulada interior y la camisola gruesa de lana. Bas­tante aporreados llegamos por fin al campamento de Tuliboi que, como los demás, está a la orilla de uno de los numerosos arroyos de purísima agua. Éste ya es un campamento muy grande y que no esperábamos nunca que lo hubiese en estos luga­res tan lejanos. Para los cazadores hay una yurta, muy calientita con fieltro como techo, bastante gran­de y cupimos los tres con todo y mesa, sillas y catres. Está alfombrada con una tela de lana de brillantes colores. Ahí encontramos la latería que dejaron otros cazadores más previsores que nos­otros, pues trajeron alimentos de sobra. Hay una tienda especial para comer, con mesa y sillas. Una sorpresa más: otra tienda con una regadera de lona. Para mí ha sido el más cómodo campamento en cacerías de borregos. El Dr. Amíni tiene su tienda especial con toda clase de medicinas y equipo has­ta para hacer una operación de emergencia. Tiene la función de atender a los cazadores [ya se han muerto dos] por los efectos de la altura; también atiende a los wakhis de la zona que casi siempre se quejan del estómago. Como en África, hay mu­ cha desnutrición, enfermedades contagiosas, tu­berculosis, tracoma, enfermedades venéreas, etc. Es interesante saber cómo se vivía antes, pero es impresionante ver cómo en estos lugares se transfor­ma en un enorme problema cualquier enfermedad. Realmente sólo sobreviven los más fuertes, pero qué vida tan calmada llevan; para ellos no existe el tiempo, ni las horas ni los minutos; sólo existen las estaciones. En la primavera y el verano deben proveerse para sobrevivir en invierno y en esto consiste para ellos la vida. ¡Qué interesante sería llevar a una de estas personas

Después de cobrar mi borrego nos trasladamos a un nuevo campamento situado en un valle llamado Tuliboi.

a una isla tropical o a una ciudad! Viernes 8 de septiembre. El campamento de Tu­liboi está a 4 204 metros de altura, rodeado de muy altas montañas y por cualquier lado que saliéramos de caza tendríamos que encumbrar a más de 5 000 metros. Olvidaba mencionar que al llegar a Qala Panja nos cruzamos con “Butch” White y el doctor Robert Speegle, dos cazadores estadounidenses que ter­minaban su shikar en los Pamires. Sólo uno de ellos tuvo suerte en cobrar un Poli, no mejor que el mío. Los dos abatieron sus ibex. Estos amigos nos conta­ron haber visto en terrenos de Tuliboi un grupo de nueve borregos, entre los que destacaba uno con cuernos tan largos que seguramente pasarían de me­tro y medio. Tres días lo siguieron, pero nunca logra­ron ponerse a distancia de tiro —tenga presente el lector que el cazador que va tras de un tur, un markhor, o un Poli, es porque ya ha cazado las es­pecies más comunes y, por lo tanto, cuenta con una amplia experiencia en la caza mayor. Estos dos ca­zadores nos desearon suerte si veíamos el grupo de Polis al que ellos no pudieron arrimarse. Nota en mi Diario: Los tres seguimos sintiendo algunas molestias, aunque no de carácter serio: dolor y presión en la cabeza y el pecho, resequedad en laringe y nasales. El moco y esputos salen con mezcla sanguinolenta por efecto del aire tenue y la falta de humedad en la atmósfera. También estamos requemados del cutis y los

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En un pasaje lleno de belleza natural Fernando se dispone a probar suerte con los borregos e ibex.

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AFGANISTÁN - 1972 labios partídos. Al me­diodía el termómetro marca hasta 32 grados C.; el sol nos quema pero no sudamos. Todo esto es so­portable, menos el torturador ascenso a pie en las montañas. Viernes 8 de septiembre. Tomado del Diario de Fernando: Nos levantamos a las 2:30 a.m. y en nuestros yaks empezamos a recorrer los vall citos entre las montañas de Tuliboi. A las 5:00 a.m., clareando la mañana, descubrimos varios grupos de borregos, pero eran animales muy chicos. Subimos hasta 4,900 metros. Frío intenso. Siento la falta de oxígeno, pero como con más apetito y me siento bien. Regre­samos como a las 11 :00 a.m. Después de ocho polvorientos días tomamos un buen baño y nos cambiamos de ropa. Qué bien se siente estar limpio. Mañana entraremos por el lado norte. Sábado 9 de septiembre. Nuestro cocinero Islam nos despertó a las 2:30 a.m. En la noche pasé un susto mayúsculo: desperté jadeando con fuerte do­lor en el pecho y en la cabeza y un feo gorgoteo al respirar que nunca en mi vida había sentido. Pero ahí estaba nuestro amigo el doctor Moreno, quien diagnosticó una bronquitis. Eso me tranquilizó, pero por lo pronto pasé un mal rato, pues cualquier malestar puede conducir al abandono de las alturas y, por tanto, a la sus­pensión de la cacería. Proceder de otro modo es peligroso. Por aquello de las dudas ese día me que­dé en el campamento contemplando las montañas. Moreno y Fer se fueron a campear. Vieron un gran lobo gris y a un total de diecisiete borreguitos, entre los cuales destacaba uno regular al que Fer no quiso tirarle. Lo dicho, buscaría algo bueno o nada. El día se fue en blanco. Domingo 10 de septiembre. Ese domingo 10 fue un día de suerte para Fer. El día anterior habíamos hablado sobre lo rápido que se iban los días, sólo nos quedaban seis. Debíamos cambiar de planes. Moreno se fue por su lado en busca de un ibex — famosa cabra montesa—, mientras Fer y yo salimos a las 4 a.m. para probar en un valle cerca­no. Aguantando un frío de 25 grados centígrados bajo cero, desde el campamento empezamos a en­cumbrar por un peñascal tremendo que no tenía ni una pizca de tierra; un verdadero río de piedras en un cañón tan inclinado que una mula no podría su­bir, aunque no imposible para los yaks. Nos acom­pañaban Hibrahim, Shahik, un portador y Pier. Al romper el día descubrimos, por el lado iz­quierdo, en lo más alto de la sierra, una manada de unos treinta ibex, cuya silueta, apenas visible por la distancia y la poca luz, se dibujaba en el hori­zonte cual espigas de un trigal. Nos detuvimos un minuto a observarlo, pero ni siquiera

pensamos en un acecho. Seguimos encumbrando por el cañón con la es­peranza de ver un buen Poli. Llegamos a un anfi­teatro en forma de herradura sin salida, delineado por una verdadera barra o muralla de altísimas mon­tañas y glaciares inaccesibles. En el fondo bajo se extendía un amplio vallecito de unos 300 metros con muy buen pasto y un arroyo de aguas purísi­ mas. Terreno ideal para los Polis. No había uno solo. —Bonito lugar —decía Fernando—; si yo fuera borrego aquí pasaría el resto de mi vida. Efectivamente, éstos son los típicos comederos estratégicos, que al menor peligro el animal encum­bra sin que sea posible seguirlo. También hay man­chones de verde pasto en pelonas laderas, imposi­bles para un acecho sin ser visto. Estábamos a una altura de 4 562 metros. Em­prendimos el regreso e intentaríamos otro lugar. Ba­jamos un poco y volvimos a ver al grupo de ibex que encumbraba a considerable altura, tan arriba y lejos de nosotros que ni siquiera se inquietaron. Los observamos con el telescopio. Entre rocas y nieve seguían subiendo lentamente a sus inasequi­bles encames. —Como no hubo Poli, ahora sí voy por una de esas chivas barbonas —dijo Fernando. —Tal vez no llegues a tiempo —repuse—, los ibex están en movimiento y esa cascada de piedra suelta que tienes que vencer te obligará a ir muy despacio. —De todos modos lo intentaré, tú ya cumpliste con tu Poli, pero yo no he estrenado mi rifle. —Bueno, por lo menos monta en tu yak hasta donde aguante y no olvides la esfera de oxígeno, seguro que la vas a necesitar. Buena suerte. Solamente Pier y Shahik acompañaron a Fer, además de un arreador que los seguiría a distancia para cuidar de los yaks cuando éstos ya no pudie­ran seguir adelante. Yo esperaría en el lugar con Hibrahim. Para un solo ibex mi compañía no era necesaria.

Un reto al cazador. A 5 475 metros de altura cayó el ibex Es muy amplia la variedad de los ibex en el mundo y algunos son enormes como los de Tien Shan, los de Balti, Gilgit, Persia, etc. Todos se mencionan en los libros que señalan los récords, pero nada dicen del ibex himalayo de los Pamires afga­nos, cuya máxima medida de cuernos récord —se­gún R Lydekker— es de 48½ pulgadas (1.23 m). Creo que de todas las cabras monteses el ibex himalayo es el más grande de cuerpo y el que menos han cazado. En los mejores libros de caza de princi­pios del

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AFGANISTÁN - 1972 cazador. A esto se deben los escasos datos acerca de esta formidable cabra salvaje en los libros de todos los tiempos. Muy contados son los cazadores que han tenido la suerte de cobrar tan preciado trofeo superior a sus vecinos parientes de Mongolia. Los hábitos del ibex himalayo son muy seme­jantes a los del Poli y al markhor. Generalmente van en grupos y se mueven muy temprano o ya tar­de. Durante el día se echan, protegiéndose en la nieve y en las rocosidades de lugares inaccesibles, lejos y muy arriba, en áreas donde no es fácil ver­los. Bajan de noche a comer lo poco que encuen­tran en montañas tan pelonas y, por la mañana temprano, suben lentamente, tascando lo que en­cuentran en su camino hacia los encames que acos­tumbran hacer durante el día. Mientras los otros duermen, uno o dos de la manada permanecen vigilando cuidadosamente los flancos de la montaña para dar la alarma al menor indicio de peligro. Por tanto, no es fácil acechar desde abajo. Lo mejor es el campear tempranero, llegar al lugar más probable, cuando empiezan a subir. La manada de ibex estaba muy arriba, a unos 1 500 metros de donde yo estaba. Fer empezó a en­cumbrar por un cañón; lo seguí con los binocula­res hasta perderlo de vista, aunque no vi más a la manada. El frío era intenso y el sol empezaba a dorar los picos más altos. Bello paisaje digno de una postal. Después de dos larguísimas horas de natural im­ paciencia y cierta angustia, oí el ansiado disparo, muy raro por cierto, parecido al estrépito que pro­ducen los veloces jets de guerra al romper la barrera del sonido; pero el eco del disparo de Fer se alar­gó, cual se alarga el trueno producido por un re­Iámpago en la tempestad, hasta perderse a lo lejos lamiendo los picos de las sagradas montañas. Sólo oí un disparo. ¿Le pegaría, o se le fue el animal sin darle tiempo a un segundo tiro? Por re­gIa general, cuando se va tras de un animal raro y difícil de ver, aunque caiga al primer tiro, se ase­gura con un segundo plomazo. Así pensaba yo. En ese momento, como si no dudara del éxito, el buen Hibrahim me dijo a señas que iba al en­cuentro de Fer para ayudar a cargar el ibex. Finalmente, después de mucho esperar, vi unos puntitos negros en la altura y minutos después la sonriente cara de Fer, quien llegó diciéndome: —¡Nomás vas a ver, pap, qué machote tan bue­no tumbé! —A ver ... , a ver, cuéntame desde el principio. “— Pues verás —decía Fernando—, Pier y yo pla­neamos el acecho subiendo por ese pedregoso ca­ñón que ves

La típica cornamenta y barba dad ibex himalayo.

siglo o contemporáneos rara vez se hace referencia a él; tal vez los más documentados sean los que escribieron R. LyolekkeIen 1907 y G. Bur­ad en 1925. Los cazadores que más perseguían alas borre­gos e ibex de las regiones del Himalaya eran los ofi­ciales del ejército inglés y los Comisionados du­rante el colonialismo en los países asiáticos. El camino menos difícil y la región más frecuen­te para llegar a las alturas era por Srinagar, Ca­chemira, seguir casi en línea recta hacia el norte, metiéndose en terrenos de lo que es hoy Pakistán, cazar en Gilgit y Balti, al norte de la cor­dillera de Karakorum, y de allí seguir hasta la fron­tera del Corredor Wakhan de Afganistán, i16 jor­nadas en yak y a pie se requerían para llegar! Pero los cazadores no entrabana los Pamires afganos, tal vez por desconocimiento del terreno o por evitar los formidables pasos del Kyhber y el Balang, rutas tan terribles en aquellos tiempos que aun Alejandro el Grande evitó cuando en el año 333 a. de C. in­vadió el norte de la India. Cazar el borrego de Marco Polo y el ibex en los Pamires afganos era, y sigue siendo, un verdadero desafío al

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En la sonrisa de Fernando a su llegada al campamento puedo apreciar la satisfacción por el gran ibex himalayo que acababa de cobrar.

allá a la derecha, cubriéndonos, sin intentar ver más a la manada hasta que calculamos haber llegado a unos 400 metros. La subida, pri­mero en yaks, fue muy difícil sobre el raudal de piedras, pero los benditos yaks hicieron posible que encumbráramos con bastante rapidez, no­más que pronto se agotaron y ya no pudieron más. Seguimos a pie por una pendiente muy inclinada. No te imaginas ... por el ansia de llegar a tiempo me excedí en el esfuerzo, aunque me detenía con frecuencia para recuperar tantito mi respiración. Fue sólo una media hora de caminar a pie, .. i qué esfuerzo! ¡ Ríete de cuando andábamos tras el bo­ rrego Stone en las Rocallosas de Canadá! Hubo momentos en que me sentí verdaderamente agota­do, sin aire. Vi el altímetro y marcaba 5 475 metros. Quiere decir que andaba yo cazando a una altura mayor que la del Popocatépetl. Sólo nos faltaban 20 metros para llegar al punto que nos habíamos fijado, cuando a unos 300 metros se atravesó

fren­te a nosotros una manada de ibex. No sé si sería la misma que acechábamos. Nos cubrimos entre las piedras y arrastrándonos como lagartijas subimos el corto tramo que nos faltaba. Casi se me salía el corazón. Parece increíble, pap, el esfuerzo tan gran­de que a esa altura se requiere para encumbrar escasos 20 metros. En tan deplorables condiciones de agitación me era imposible precisar un tiro; afor­tunadamente, por la favorable topografía del terreno la manada empezó a acercarse hasta unos 250 metros. Corté cartucho y sobre las piedras puse mi guante para’ que le sirviera de apoyo al rifle. Unas veces usaba los binoculares y otras el telescopio del rifle, pero no podía precisar cuál macho era el de mejor cornamenta [deficiente percepción visual por falta de oxígeno en el cerebro]. Empezaron a alejarse muy despacio, aspiré un poco del oxígeno que llevaba y aún así necesité cerca de diez minutos para que mi respiración se normalizara un poco

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AFGANISTÁN - 1972 y poder tirar. Por eliminación fui seleccionan­do al mejor animal, mas como estaban en la som­bra de la montaña se me hizo más difícil la tarea. Por fin escogí un macho de lomo oscuro; por su corpulencia y cornamenta destacaba de los demás. Sin embargo, entre tanto animal no era fácil que presentara blanco, fuese porque se atravesara una hembra o se perdiera en el peñascal o se volteara. Mientras tanto, se iban alejando. Después comprobé que estaban ya a 350 metros de distancia y a unos 100 metros más arriba de mí. Ya lo tenía en la mira telescópica cuando Pier me dijo: “El quinto es el bueno”. Resultó ser el mismo que yo había esco­gido. Los dedos de mi mano derecha estaban entu­midos por el frío, no los sentía, y quizá eso me ayudó para hacer un tiro limpio a tan larga distan­cia. Apunté a la paletilla, a la altura de la cruz, y la bala dio en el puro corazón: cayó sin dar un paso. Rápidamente corté cartucho. No fue necesa­rio un segundo tiro, pues con gran alegría vi que movía las patas en el aire, señal inequívoca de muerte ... i Qué momento tan grande de felicidad sentí! Más gusto y alegría sentí al acercarme y ver el gran tamaño del animal, tan hermoso. Todos me felicitaron por el buen tiro y limpia muerte de mi ibex. Los cuernos midieron un metro 20 centímetros —47 pulgadas el derecho y un metro diecisiete y medio [46%] el izquierdo— y la abertura de punta a punta 70 centímetros. Es mucho más grande que los ibex que cazaste en Mongolia. Apenas pudimos arrastrarlo entre cuatro hombres a un lugar para desollarlo. De la nariz al nacimiento de la cola mi­dió 1.65 m., cuerpo extraordinario para una cabra salvaje. Seguro entrará en los primeros lugares ré­cord. “Qué satisfacción tan grande sentí, pap, y cómo volaba el tiempo en esos instantes, a diferencia de lo que se esfuerza uno durante el acecho. Después del tiro efectivo, al momento me sentí como nuevo, como si acabara de salir de darme un baño turco. Luego me puse a contemplar la serranía, las mon­tañas, la panorámica de los Pamires donde cayó el ibex. Más tarde, cuando en el salón de trofeos de caza contemple esta codiciada pieza, volveré a so­ñar cómo pasó todo yesos recuerdos serán la re­ compensa, el incentivo que me obliguen a seguir adelante en este deporte, buscando animales raros, buscando nuevas metas, nuevas aventuras, olvidando los riesgos y malos ratos. Nos falta el difícil markhor.” Ahí, en el Techo del Mundo, le di un abrazo a Fernando por su éxito en ese día inolvidable. Regresamos al campamento. El doctor Moreno todavía no llegaba. Por la tarde bajó de la montaña y a poco nos dio la noticia de que se había echado un doblete de ibex, que, por cierto, resultaron muy bonitos ejemplares. Por la tarde cenamos costillas de ibex, más sa­brosas

que las del Poli, y así cerramos ese día exi­toso. Sólo faltaba insistir en el Poli de Fernando. Lunes 11 de septiembre. De mi Diario: Los Pamires son impresionantes y hermosos, pero se sufre mucho. Yo sigo con mi bronquitis, la mucosa de mis nasales está en carne viva, sangran y me arden, lo mismo les pasa a Moreno y a Fer. Los dolores de cabeza siguen permanentes, come­mos poco y seguramente hemos bajado de peso. Con el intenso frío de la madrugada todo se pone tieso. Tan sólo el ponerme las duras botas y ves­tirme me cansa y acelera el ritmo de mi corazón. Nos cuidamos, tomamos vitaminas y diuréticos para no enfermar y dar al traste con la cacería. Este fue otro día en blanco. Once pesadas ho­ras en yak. Sólo vimos hembras y marmotas. Martes 12 de septiembre. Fer y Moreno se fue­ron a la montaña a las 2 a.m. y yo me quedé en el campamento para limpiar y salar las pieles de los ibex. Transcribo del Diario de Fer sus impresiones de este día: Nos levantamos a la 1 :30 a.m., estamos entre —100-150 C. y nos abrigamos bastante para evitar una enfermedad que acabaría con la cacería. Mi papá y el Dr. Moreno desayunan su avena, yo sin mu­cha hambre tomo un café, algunas galletas, a veces un trozo de jamón y fruta en almíbar. Salimos en nuestros yaks con el cielo cubierto de estrellas. Sólo los yaks y los arreadores pueden ver el camino. Son de dos y media a tres horas de caminata. Voy moviendo los dedos de los pies para evitar que se enfríen demasiado. De todas maneras se entume­cen, igual las manos, a pesar de los guantes. Debe­mos estar a unos —200 C. Afortunadamente no hay viento. Cuántas cosas se piensan en estas horas ideales para meditar. He pensado y hasta soñado, siguiendo el ritmo del yak, la forma de cazar mi bo­rrego, en lo que debo recordar para evitar un error, calmarme, no precipitar el tiro si estoy agi­tado, respirar profundamente en las subidas, juzgar bien los cuernos, cuidar el viento, etc. Otras veces pienso en mi casa con Ana Cecilia, Ana Karina y Kim. En fin, casi regreso a mi casa. Hago planes para los negocios, analizo personas y mis sentimien­tos. Pensé en lo que debe hacer Ana Cecilia como hobby, qué hacer con Nito. Planes. La casa futura en Chapala. Recuerdos pendientes. Hay tanto por hacer. El tiempo vuela. El cielo va cambiando, sólo van quedando en el cielo las estrellas más brillan­tes. Empieza a clarear y empezamos a tratar de des­cubrir en la todavía oscura y fría mañana la silueta de algún borrego. Llegamos a los lagos de esme­ralda. Lo estrecho del valle evita el viento y en cierto momento del amanecer cuando aún no sale el sol sobre los nevados riscos, vemos esa mara­villa de

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AFGANISTÁN - 1972

Nuestro compañero el doctor Moreno, rodeado de guías y portadores, solamente obtuvo permiso para cazar 2 ibex.

lagos. Los afganos le han dado a cada mon­taña el nombre de una deidad y ésta debe ser una diosa de hermosos ojos verdes; es como ver una esmeralda de 1,000 metros, con su profundidad, sus jardines y finamente pulida. Tan sólo para ver esto vale la pena el viaje. Un día. Por fin Shahik descubre en el fondo del valle derecho a un grupo de doce borregos; están a 1 500 metros de nosotros y los observamos con el telescopio; son de buen tamaño. De pronto descubro a uno que me hace dudar si es cierto: un enorme borrego con las puntas grue­sas apuntando hacia la tierra. Debe tener casi 60”. ¡Qué sueño de trofeo, pero qué listo! No hay forma de llegarles. Ya es muy tarde. El sol ha salido y el viento no nos favorece. Estudiamos todas las posibilidades de un acecho y no es posible, no podemos cruzar los glaciares que los rodean. Los acechos latera­les quedan descartados pues nos verían fácilmen­te. Además de la dificultad del terreno, sólo queda el fondo del arroyo pero el viento a su favor los haría huir inmediatamente. Decidimos cazarlos ma­ñana. Al volver, casi con la seguridad de encontrar­los en el mismo valle, llegamos con la mañana os­cura y empezamos a caminar, dejando los yaks atrás para no hacer ruido. Los vemos, cerca del lago, como a 800 metros, aunque no los vemos a todos: están caminando, alejándose de nosotros, lentamente. Aprovechamos un momento en que trastumban una loma para meternos por el fondo del arroyo sin que nos vean. El viento nos favorece. Nos vamos acercando y no los vemos. De pronto, Hibrahim, en voz alta, habla con

Pier, señalando hacia los altos riscos de la izquierda. Nos vieron y ya van huyendo. Todas las esperanzas se vienen abajo. ¿Cómo es posible que nos hayan visto? Na­die se lo explica. Los veo por el telescopio por últi­ma vez, en lo más alto de los riscos. Su silueta contrasta con el cielo azul. Nuestra presa nos está observando con el hocico abierto y el pescuezo in­flado por el esfuerzo hecho al subir 20 ó 21 mil pies, jadeando, el pecho y la cabeza casi blancos. Ya seguro de que no podemos seguirlo, lentamente se voltea y se pierde en el horizonte. Ahora parece que sólo fue un sueño más. Bajamos al valle y mi papá puede ver en nuestras caras y silencio que la oportunidad se ha ido. Todos volvemos en silencio. Sólo nos quedan dos días de cacería y sabemos que otra oportunidad es escasa. Al regresar a las 2 p.m., más o menos, después de 12 horas, estamos cansados, nos lavamos y comemos abundantemen­te. El ibex, el kabab con arroz y el nan han sido lo mejor. Tomamos una cerveza, fruta en almíbar y queso. Nos vamos a dormir una siesta de casi 2 ho­ras. Nos levantamos a las 5:30 para medio platicar, arreglar algunas cosas y cenar ligeramente antes de acostarnos a las 8 p.m. Estamos durmiendo menos de 6 horas, hoy, penúltimo día de caza. En un último intento volveré al valle izquierdo. La mañana vuelve a empezar igual, sólo que con menos optimismo. Comenzamos a subir por el fondo del valle y ante mi sorpresa brevemente volvemos a ver al mismo grupo antes de que desaparezcan en una arruga del valle;. Están pastando a unos 1 000 metros de

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AFGANISTÁN - 1972 nosotros y todo nos es favorable: el viento, el tiem­po, el sol. Con un renovado optimismo emprende­mos la caminata. Tendríamos que subir en unas 3 horas de acecho de 15 600 a 18 800 pies. Esta fue la subida más pesada. Cómo influye el oxígeno. Fue muy interesante, pues a cada nueva loma y ho­rizonte esperábamos ver a los borregos y subimos lentamente sin hacer ruido, cuidándonos de no ser vistos. Llegamos hasta el último glaciar y creemos que se quedaron atrás de nosotros, pues estamos seguros de que era imposible que hubiesen subido por los riscos sin haberlos visto. Descendemos por dos lados con mucho cuidado y nuevamente con el viento a nuestro favor recordé aquella bendición de May the wind be always in your back, y pensé que alguna hada me protegía esta vez; pero llega­mos nuevamente al fondo del valle sin verlos. Pasó todo como un espejismo. Al emprender el triste re­ greso al campamento pensaba que por este año ya todo había terminado y algún día tendría que vol­ver; pensé que quizá era mejor seguir conservando la ilusión unos años más, pero todavía hay tantos borregos y markhores para cazar. Hasta aquí el relato de Fernando.

huelleros: no hacen ruido, no hablan, no fuman, no tosen; siempre van probando la dirección del viento y cuando llegan al filo de una cuchilla se asoman al valle o al fondo de un cañón con extre­mo cuidado, sin mostrar el cuerpo. Pero todo eso no fue suficiente: los Polis fueron más listos. 16 de septiembre. Ultimo día de caza. Nos vamos. Pasamos la noche en el Valle Sar­gas, lugar del primer campamento. Fernando salió a campear por los terrenos donde cobré mi Poli y vio un grupito de machos muy jóvenes. Pier insis­tió en que le tirara a uno para que al menos no se fuera sin su Poli, pero Fer rehusó: lo dejaría crecer para otro cazador. Se contentó con apuntar a uno y oprimir el gatillo de su rifle descargado. Todavía el último día se levantó Fer a las 2 a.m., con el deseo vehemente de encontrar su trofeo de caza. Nos encontraríamos en la aldea de Sargas. No tuvo suerte. No todo debemos atribuirlo a la mala suerte, sino en gran parte a la reducida área de caza y al tiempo demasiado corto. Si se hacen comparacio­nes, encontramos que en Canadá para cazar al bo­rrego Stone o al Bighorn sólo se conceden permisos con no menos de 15 días de caza efectivos; en cambio, para cobrar un Poli en los Pamires afganos el límite es de 10 días para cada grupo de dos ca­ zadores —sólo se admite un grupo a la vez— y, además, deben ir los dos cazadores juntos, de suer­te que, de hecho, el tiempo se reduce a 5 días. Peor para el cazador si le toca un mal temporal. Como resultado de todo esto, la mitad de los cazadores regresan al hogar con las manos vacías y la otra mitad con ejemplares de cornamenta poco satisfactoria. Ojala y el Departamento de Turismo de ese país, el cual maneja el negocio de la caza, mejore condi­ciones tan desfavorables, pues, de hecho, es un abuso el que está cometiéndose con los cazadores aficionados extranjeros, quienes de tan lejos vamos a los Pamires ansiosos de abatir un Poli. En mi concepto, deberían extenderse permisos por un mínimo de 15 días de caza efectiva y, a la vez, abrir nuevas y más amplias áreas de caza, pe­netrando más en los Pamires hacia el este por el Corredor Wakhan en dirección a la frontera con Chi­na, a unos 5 días en yak partiendo de Qala Panja, a terrenos más vírgenes donde, sin duda, habrá más Polis. Y ojala pronto se permita la caza en los Pa­mires rusos o chinos, más extensos y donde segu­ramente abunda más el Poli. Como en nuestro caso, tuvimos buen tiempo, aprovechamos al máximo todos los días, sobre todo Fernando. El doctor Moreno no fue con el propó­sito de cazar el Poli y sólo obtuvo permiso para cobrar el ibex, ya que no se permiten más de dos cazadores a un tiempo

Los bachilleres Miércoles 13 de septiembre. Cuando ve uno cómo proceden ciertos animales, tan astutos, escu­rridizos y sagaces, se piensa cuán equivocados po­demos estar cuando suponemos que sólo están do­tados de una inteligencia muy limitada, equivalente a instinto omnisciente, es decir, capacidad de apren­der y memorizar, pero carentes de reflexión, facul­tad exclusiva de los seres humanos. El instinto es movimiento, es acción y no da lugar a la reflexión. Así como hay hombres más inteligentes que otros, así también hay algunos animales mejor dotados de inteligencia que otros. Ahora bien, este grupo de borregos resultó ser un puñado de bachilleres superdotados, pues se las sabían de todas todas para burlar a sus enemigos. Después del fracaso con los “bachilleres” le ofrecí a Shahik, quien se jactaba de haber matado a más de cien Polis en su vida, que le daría 80 mil afganis — aproximadamente 1 000 dólares— si lo­graba guiar a Fernando a distancia de tiro de un Poli, tan bueno como el macho que habían visto. Suma fabulosa para un nativo de las montañas. A Shahik le brillaron los ojos y entusiasmado se lamió los labios, mas no pudo ganarse la tentadora oferta. Por la forma de actuar en los acechos, debo re­conocer que tanto Shahik como Hibrahim son buenos guías-

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AFGANISTÁN - 1972

Un refrigerio durante el largo y pesado viaje de regreso. Al despedirnos, Shahik me presenta nuevamente los cuernos’ de mi borrego de Marco Polo. para el borrego. Creo que con 5 días más y con un poco de suerte Fernando hubiera abatido su borrego. No pudimos obtener una prórroga de plazo porque el siguiente grupo de dos cazadores ya estaba por llegar. Tan pronto terminó nuestro shikar se soltó una ventisquera de los mil demonios e impidió los vue­los Kabul-Faizabad, así que nuestro regreso a Kabul fue más duro: tres días en yak y a caballo, más otros tres en jeep cruzando el tremendo Paso de Salang, metiéndonos por el túnel más alto del mun­do, 3352 metros de altura y 4 kilómetros de largo.

Fin de fiesta en la aldea de Sargas La noche no cae sino sube: Los tres cazadores estamos sentados a la orilla de un trigal en muda admiración, contemplando la magnífica obra pano­rámica de la naturaleza, rumiando nuestros íntimos pensamientos. Las sombras de la noche van cu­briendo el fondo de los cañones y sólo se ven las blancas, luminosas cumbres de las gigantescas montañas, sobresaliendo el majestuoso pico del Baba Tangui, guardián del Corredor Wakhan, hogar del Ovis ammon poli, rey de reyes en los Pamires afganos.

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27 Irán 1973

31 de octubre. Ya estamos en Teherán haciendo preparativos para iniciar mi séptimo shikar asiático. País éste que por las victoriosas conquistas de Ciro el Grande, fundador de la monarquía persa hace 25 siglos, ameritó ser el primer imperio del mundo, im­perio que por el año 331 a. de C. fue invadido, con­quistado y devastado por otro gran conquistador, Alejandro de Macedonia. Dominio que sólo duró siete años. Luego, durante siglos, siguió una suce­sión de invasiones culminando en la Primera Gue­rra Mundial con la incursión de los ejércitos rusos, ingleses y turcos, violando la neutralidad del país. Al terminar la guerra el pueblo quedó sumido en extre­ma miseria, sin esperanzas

de una resurrección, pero en 1921 surgió el general Reza Khan, comandan­te en jefe de la Brigada Cosaca del Norte, he­roico patriota que de Oazin a Teherán marchó con 3 000 soldados a libertar al pueblo, poniendo fin a la larga cadena de conquistas que había tenido. La Reforma Agraria es otra de las conquistas —ejemplo que presencié desde nuestro primer cam­pamento de caza cerca de las montañas—. Me lla­mó la atención ver trabajar la tierra con tractores a las once de la noche. Tomé informes: era una de las llamadas empresas agrícolas, comunidades agrope­cuarias, cooperativas, ejidos, o como se les quiera llamar. En este lugar se había hecho un reparto de tierras

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IRÁN - 1973 donde vimos algunos trama­dos de lana y seda finísimos, preciosos, con motivos de costumbres persas, que deben usarse como go­belinos y no como tapetes, algunos de ellos más parecían pinturas al óleo que tapetes, de 1 500 nu­dos por pulgada cuadrada, y tapetes de 3 x 4 me­tros que valían un millón de pesos. Un viaje a Irán con escala en Estambul y Beirut vale la pena.

El borrego armeniano (Ovis ophion armeniana)

Cambio de guardia en la humilde tumba de Ciro el Grande, fundador de la monarquía persa.

entre 80 familias campesinas indigentes y a cada una le tocaron 20 hectáreas. Todo el grupo formó una sociedad o empresa cooperativa con de­rechos y obligaciones iguales, pues ninguno poseía ni más ni menos. De esta manera pudieron obtener créditos y asesoramiento agropecuario de parte del gobierno para adquirir maquinaria, ganado, semi­llas, etc. Los productos cosechados y el ganado son enviados al mercado en cooperativa y cada propie­tario —accionista— recibe su participación corres­pondiente sobre las utilidades. Pero además de sus dividendos todo accionista que trabaje la tierra —todos trabajan— percibe un salario diario por su labor como un ingreso extra. Vale la pena visitar Irán por la legendaria his­toria y por sus incontables atractivos: bazares que son un encanto; fina joyería de muy buen gusto, las más finas del mundo; numerosas tiendas exclu­sivas para tapetes, en

Jueves 19 de noviembre. Kashkuli, nuestro guía profesional, individuo recio, cazador desde siem­pre, nacido en la vida nómada del desierto y la mon­taña, nos decía en una ocasión: —¡Cazar... ca­zar. .. cazar en la montaña, eso es vivir, eso es libertad, la ciudad es una cárcel! Dame un rifle, un saco de nan [pan] de Tabriz, vodka y chelo kabab [arroz y carne, plato nacional] y suéltame solo en la montaña. En Teherán abordamos un avión que en 45 mi­nutos nos puso en la vieja ciudad de Tabriz, situa­da al noreste de Teherán, ciudad históricamente famosa y hoy célebre por sus finos tapetes. Allí nos esperaban dos jeeps, pero uno de ellos su­frió una descompostura y tuvimos que esperar. Par­timos rumbo a nuestro primer campamento y por la demora no llegamos y nos vimos forzados a pa­sar la noche en Khoy, ciudad cercana a la frontera rusa. A la siguiente mañana llegamos al lugar del cam­ pamento. Vaya... ahora sí disfrutaríamos de una verdadera cacería como en los viejos tiempos, dura y auténticamente deportiva. A la vista teníamos la sierra, la montaña, desnuda, árida y reseca, de po­bre vegetación, cañones tan profundos que marean, escarpaduras y cantiles que dan escalofrío, como que es el típico hábitat de los borregos y las ca­bras salvajes. Nuestro campamento de tiendas de lona está situado en un valle rodeado de montañas que colindan por el lado norte con Armenia, con la URSS y, por el lado oeste, con Turquía. Hacía mucho frío con vientos muy fuertes. El mismo día llegó al campamento el guarda de la fauna. En todo shikar siempre está presente uno de estos vigilantes para que se respeten los regla­mentos de caza; por ejemplo, si un cazador hiere a un animal y lo pierde entonces tendrá que pagar­lo y cubrir el importe —bastante caro— de un se­gundo permiso. También llegó Bob Pelletier, caza­dor estadounidense, con quien hicimos muy buena amistad, acompañado por Manú, su guía profesio­nal persa. El primer día fue de reconocimiento. Por el ca­mino vimos tres tanques rusos ya inútiles, abando­nados, enmohecida chatarra, triste recuerdo de las invasiones al


IRÁN - 1973 país. En la montaña descubrimos unos 45 borregos, lo cual nos alegró, aunque ni un solo macho que ameritara sudar para cobrarlo. Noviembre 3. Segundo día de caza. ¡Maldición! Perra suerte para mí que pesqué una aguda gripe que me obligó a permanecer varios días en el cam­pamento. No tenemos bolsas de dormir, mi tienda de lona tenía más agujeros que una coladera y por la noche la temperatura bajó a 10 grados bajo cero. Anhelaba que mi mal pasara pronto y como no de­bía salir de mi tienda y exponerme a una pulmonía tuve que aguantarme encerrado. Descorazonado y malhumorado cual novio despechado, esa noche me tomé media botella de vodka con una botana de pistachos. Afortunadamente ahí estaba mi hijo Fer­nando, quien cargaría con las dos faenas como sue­le ocurrir en las corridas de toros cuando uno de los mataores recibe una cornada. Fernando salió acompañado de Cecilia, Kash­kuli, el guarda y un chico que cuidaría dos pencos, mostrencos, que cargarían con las piezas cobradas. A continuación, el relato que transcribo del Dia­rio de Fer. Salimos Cecilia, Kashkuli y yo con el guardia, el jefe de la aldea y un chiquillo con dos caballos. Em­pezamos a subir las pedregosas cuestas. El viento se calmó; el cielo azul. Caminando despacio, pa­rándonos para observar con los binoculares, pasa­mos casi toda la mañana. Al mediodía llegamos a la parte más alta de la sierra. Sólo vimos hembras y machos pequeños. Desde la alta meseta veíanse grandes valles, nevadas montañas, cortados riscos. Muy lejos, con el telescopio, descubrimos a unos ibex. No fue posible acercarnos por la hora del día. Comemos algo. Generalmente se lleva una mochila bien surtida con nan, sturgeon, tomates en lata, ce­bollas, carne en lata como spam, queso de cabra blanco muy bueno y té, que con el vodka son la bebida nacional. Hace un poco de frío, pero ve­nimos bien abrigados. Ya de regreso, cuando creí que ya no veríamos ningún borrego que valiera la pena, Kashkuli descubrió seis machos, uno de los cuales era grande. Comenzamos a bajar para tratar de acercarnos. Cecilia se quedó junto a los caba­llos y los dos seguimos con mucho cuidado. Las lomas son planas, no hay piedras dónde protegerse o tener un buen apoyo. Nos arrastramos los últimos metros entre piedras y espinas, hasta ligeramente sobresalir sobre el filo de la loma. Me quité la cha­marra y la cachucha para no ser visto por los bo­rregos y para que me sirvieran de apoyo. Estaban a unos 200 metros y a unos 100 metros más abajo que nosotros. El escaso pasto amarillento no me dejaba verlos bien y estaban tan juntos que tirar así era peligroso porque podía

herir a otro pequeño. En eso estábamos cuando el macho más grande nos sintió, dio un poco la vuelta y empezó a cami­nar, alejándose; sentí angustia: estaban muy cerca de una cuchilla y unos metros más y ya no los ve­ría. Decidí tirar aunque el ángulo del borrego no fuera el ideal. Tuve que tirarle al costillar. Le pegué, pero siguió corriendo. Muy rápido hice un segundo tiro y de nada sirvió. Corrimos cuesta abajo y des­pués subimos por la otra loma, por donde los bo­rregos se habían ido. Es difícil correr en estos lu­gares; sudaba a chorros y tenía la boca seca. Al llegar a la cima vi con alegría que ahí estaba muer­to mi primer borrego armeniano. Era hermoso, de unos 50 kg, rojizo, con una larga barba negra y los cuernos como sombrero de charro; midieron 60 cm en la curva más abierta. No es malo, pues el más grande, cazado este año, fue de 62 cm. Al poco rato llegó Cecilia en su caballo, fastidiada porque no había podido ver el tiro y porque no lograba que el caballo fuera en la dirección que ella quería. Después de quejarse un rato, me felicitó. Estoy feliz con este primer trofeo y volvemos al campamento ya de noche, con frío. Mi papá nos recibe con ale­gría y un abrazo de felicitación. Bob también mató su borrego, pero fue pequeño. De cualquier manera todos cenamos muy contentos. La temperatura em­pezaba a bajar.

El ibex persa (Capra hircus aegagrus) Noviembre 4. La temperatura sigue bajando y yo encerrado con mi fuerte gripe, fastidiado, sólo me distrae la lectura amena y filosófica de Omar Khayyam. A temprana hora salieron Fernando y Ce­cilia, quien no lo deja ni a sol ni a sombra, resis­tiendo, como buena deportista que es, las pesadas caminatas, al igual que cualquier montañista. Continúo con los relatos de Fernando: Cada día parece ser mejor que el anterior y cada nueva experiencia vivida se convierte en un recuer­do, que aun cuando en parte se olvide, en algo cambia nuestras vidas. El día no parecía tener bue­na perspectiva. Tuvimos problemas con la camioneta y salimos hasta las 8 a.m. El día era frío y nublado. Recorrimos unos 30 km hasta llegar a la vista de Jolfa, en la frontera rusa; ahí, unos kilómetros an­tes, tomamos un camino más pequeño que nos condujo entre las montañas hasta una pequeña aldea, compuesta de unas cuantas casas de adobe, escasos árboles, gente vieja. En ella contratamos un guía y seguimos en la camioneta, subiendo por el seco y pedregoso lecho de un río que en tiempo de lluvias y por los deshielos debe ser muy cauda­loso. No pudimos llegar muy lejos, pues la camio­neta estaba muy pesada. Bajamos la mochila de la


IRÁN - 1973 comida, el rifle y mi mochila con las cámaras de cine y fotografía, el flash, las baterías extra, una lamparita, cerillos, impermeable, el telescopio con su tripié, los binoculares, los rollos de repuesto; la cinta para medir, cuchillo, piedra para afilar, choco­lates y cuadritos de azúcar. Yo llevo como ropa un par de medias delgadas y un par de medias grue­sas de lana, botas insuladas, ropa interior de lana insulada, un pantalón cerrado en la base y grueso, camisola de lana y la parka, una bufanda de seda y el pasamontañas y en las bolsas de la parka una cachucha delgada, azúcar en cuadritos, dos man­darinas, una navaja, los guantes, pañuelo, kleenex y dinero para una emergencia. Empezamos a subir por unos cañones muy bonitos y cerrados. El día aclaró y teníamos un cielo azul sobre nosotros. Des­pués de unas dos horas de subir, llegamos a unas casitas que parecían abandonadas y sólo unos pe­rros salieron a recibirnos. Después aparecieron unos cuantos viejitos contrahechos, artríticos y sucios. Nos dio la impresión de ser un lugar donde ya nada más quedaban las ruinas, los viejos y los en­fermos. Pasamos por entre las casas de adobe. El paisaje: unos cuantos árboles y alrededor sólo mon­tañas de piedra y un escaso y amarillento pasto. La cara de la gente es clásica de estas regiones: tipo turco —hablan turco—, con bigote. Las mujeres, de piel clara, tapadas casi totalmente, dejando ver sus ojos cafés o claros. En su rostro se delatan las arru­gas, prematuras por el frío, el viento y el polvo; caras tranquilas, sin tensión, pero aburridas. Aqui el tiempo no cuenta. Nunca han hecho mucho y tampoco tienen ningún futuro; viven —¿sobrevi­ven?— al día y sus únicos placeres es tomar el té, platicar con los amigos —no sé de qué— y fumar. Aquí comimos un poco de nan y aceptamos, por cortesía, un té... Con dos burros que cargarían nuestro equipo empezamos a subir nuevamente por el lecho de un río, ahora cada vez más angosto y más empinado, con rocas más grandes y menos arena. Seguimos una vereda, pasamos junto a los pastores con sus chivas, borregos y perros, nos sa­ludamos inclinando la cabeza y el salam aleikum. Llegamos a unos escondidos y ya cosechados plantíos de amapola. Las laderas son bastante in­clinadas. En las subidas Cecilia monta uno de los burros. Kashkufi se adelanta con un guía. Toda­vía no sabemos sí habrán ibex en esta zona y en en este mes. A las 2 p.m. llegamos a la cima de la montaña. ¡Qué vista tan hermosa! El día es muy claro y a unos 1 000 m abajo, podemos ver al pie del acantilado un hilo plateado que serpentea y se pierde en el valle. A unos 4 km, entre las montañas, vemos una estación militar rusa con su carretera y su vía del tren. Son unos cuantos edificios ama­rillos con techo de lámina, al pie de unas altas montañas nevadas. La nieve no tardará en

llegar a estas montañas. Muy lejos alcanzamos a ver un pue­blo ruso. En la cima hace un viento fuerte y helado a pesar del sol y la claridad del día. Hace frío y no dejamos los guantes y la parka. Con Káshkufi y los dos guías tomamos nuestro lunch habitual. Hace­mos un fuego para el té y calentarnos las manos. Kashkuli me dice que abajo, en el acantilado, hay unos ibex, aunque es imposible acercarnos. De cualquier manera, decidimos observarlos con el te­lescopio después de la comida. Es increíble el lugar donde están, casi al fondo, entre unas rocas y arbustos, protegidos por el alto risco por tres la­dos y sólo por abajo podría alguien acercárseles y eso no es posible, pues el viento viene de abajo; además, tienen un vigía constante. Es un problema, el risco está cortado casi verticalmente, hay muchas piedras flojas, ya son las 3 p.m. y a las 6 p.m. todo estará oscuro y estamos a más de cuatro horas de la última aldea. Aunque es peligroso y ya es tarde y todo parece difícil, Kashkuli me pregunta si quie­ ro probar suerte. Acepto inmediatamente. Cecilia se queda en la cima con uno de los guías. No debemos hacer ruido y la bajada es muy difícil. Con mucho cuidado para no hacer rodar las piedras y, al mis­mo tiempo, con rapidez por lo limitado del, tiempo, empezamos a bajar por el risco aprovechando una hendidura que nos ocultaba de los ibex. Duramos una media hora bajando. Estoy sudando y con la respiración muy excitada llegamos hasta una sa­liente, donde ya no es posible bajar más ni tam­poco ir hacia los lados. Es como una península y sólo podemos subir por donde bajamos. Ahí, con mucho cuidado y boca abajo, nos asomamos lenta­mente. Los ibex seguían comiendo en el mismo lu­gar. Kashkufi estimó unos 500 metros, pero a mí me pareció aún más lejos. Están a un ángulo de unos 60 grados, abajo de nosotros. Los observa­mos un rato, que a mí me pareció eterno. No hay alternativa: debo tirarle arriesgando un tiro. Volver aquí otro día sería lo mismo, un acecho casi impo­sible y, además, muy largo. Me acomodo entre las rocas, poniendo el pasamontaña bajo el rifle. Esta­mos a la orilla del risco cortado a pico, las rocas son afiladas. En una roca sujeto la correa del rifle para tenerlo más firme. Hay viento y me lloran los ojos al ver por el telescopio. La emoción me tiene con la boca seca, pero la respiración ya es casi nor­mal. Por indicaciones de Kashkuli, quien trae los bi­noculares, descubro entre los veinte ibex al macho principal. Está entre las rocas y unos matojos ver­ des; sólo se le ven los cuernos. Ya estoy listo para disparar y espero el momento en que lo pueda ver bien. En esos momentos hago todos los cálculos de distancia, el ángulo de tiro y recuerdo que debo aguantar la respiración y presionar suavemente el gatillo. El viento me ha enfriado la mano derecha. Por fin mi ibex da unos pasos adelante y lo


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Fernando con la copina y los cuernos del ibex persa que abatió después de una accidentada cacería.

veo, hermoso, enorme, con unos cuernos que le dan media vuelta completa sobre el lomo. Se distingue inmediatamente entre los demás por su color, más blanco, con marcas y barba negra. Es solamente un momento, unos cuantos segundos, eh que siente uno una máxima emoción y nerviosismo antes de disparar. Pongo la cruz del telescopio a la altura de la cabeza y disparo. ¡Decepción! El tiro pega ligeramente alto; no calculé bien el ángulo. Corto cartucho y estoy listo para disparar de nuevo, pero el ibex corre en línea sesgada hacia arriba y hacia nosotros; entonces aprovecho para tirar en los mo­mentos en que más o menos se para; sin embargo el rifle no dispara en dos ocasiones, debido -así lo creo- a que puse y quité el gatillo de pelo y el seguro. Me desconcierto y fallo los siguientes cinco tiros. Los ibex, sorprendidos, corren de un lado para otro, no saben de dónde les están tirando, se imaginan todo menos que alguien está arriba de ellos y su defensa es encumbrar.

Al séptimo tiro fallado, se pierden entre las rocas de nuestra dere­cha. La angustia se refleja en nuestros rostros. Es­toy muy excitado. Subimos, rápido, unos 15 metros para poderlos encontrar a tiro nuevamente. Esos 15 metros me hacen perder la respiración. La pen­diente es casi una pared. Caen muchas piedras y se precipitan hacia el abismo. Al descubrirlos de nuevo en la ladera, a unos 250 metros, subiendo apresuradamente, vuelvo a disparar y por fin le pego en una mano. Esto no lo detiene en su carrera. Jun­to a los demás ibex sigue subiendo. Vuelvo a tirar el noveno tiro y lo fallo limpiamente. Ya sólo me quedan dos tiros. Cargo otra vez y decido no volver a disparar hasta que se pare y tenga seguro el tiró. Por lo difícil, aun para los ibex, la subida la hacían lentamente, pero alejándose de nosotros. El ibex blanco empezaba a quedarse un poco atrás y se dirige al pie de unas grandes rocas, caminando por una pequeña saliente de la pared de


IRÁN - 1973 roca cuando toma un pequeño descanso, se para y voltea hacia abajo. Aprovecho el momento y disparo —están a 300 metros—, se oye que el tiro le pega, pero sigue parado sin moverse; vuelvo a cargar, es mi último tiro: o cae ahora o se me va este hermoso trofeo. Pienso muy bien, disparo y le vuelvo a pegar. Sigue parado, no me lo explico. Kashkuli también está nervioso y sorprendido. ¿Por qué no cae? Lo veo con los gemelos y en eso se echa, doy un suspiro de alivio. Kushkuli me dice: “Ya murió”. Todavía no estoy seguro. En eso veo que hace un último intento por levantarse; no lo logra y cae bien muer­to. La emoción me deja sin hablar, sólo lo observo. El sol ya está bajo e inmediatamente pienso cómo vamos a llegar hasta donde está si no hay forma de hacerlo. Decidimos que yo vuelva por Cecilia a la cima y con los burros nos acerquemos a un pun­to donde nos encontrarán con el ibex, pues Kash­kuli y los dos guías darán un rodeo y bajarán por él. Tardo casi 45 minutos en subir lo más aprisa que puedo. El corazón me late fuertemente, tengo mucha sed y abro la boca para respirar. Me tercio el rifle para poder agarrarme con las dos manos y lograr subir. El sudor me empapa totalmente y sien­to cómo se enfría con el viento. Por fin, llego a unos metros de la cima, veo a Cecilia y le indico que ya lo logré. Tomo una mandarina de la parka, me como la mitad y me sabe a gloria. Todavía no alcanzo a decir nada, estoy medio muerto y me dejo caer sobre un arbusto a descansar unos minutos y recuperar la respiración. Cecilia me dice que estoy amarillo y que nunca me había visto así, ni aun después de un agitado partido de squash. Cierro los ojos y pienso que ya todo pasó, que logré un buen ibex y ahora sólo quedaba regresar. Ya todo es fácil después de la victoria. Interiormente me río y me siento feliz y por fuera sigo medio muerto. Pasan unos minutos y le platico a Cecilia lo suce­dido. Ella me cuenta entusiasmada que el resto de la manada se le acercó hasta unos 200 metros y la vio muy bien. Poco a poco me vuelve el alma al cuerpo, me recupero y empezamos a bajar arrean­do los burros hasta el punto convenido. El sol se está ocultando, comienza a bajar la temperatura; las nubes están muy hermosas. En la cima del risco, Cecilia y yo esperamos a que Kushkuli y los otros dos guías regresen con el ibex. Es tan grande el cañón y tan difícil la subida que no nos imagi­ namos cómo van a poder subir. Oscurece y empe­zamos a pensar en que tal vez no nos encuentren y tengamos que volver a la aldea solos. Afortunada­mente teníamos suficiente ropa, el space blanket, agua, comida, cerillos y hasta una lamparita de emergencia. En eso pensábamos cuando apareció Kashkuli cargando al ibex. Nos dio mucho gusto y fuimos a su encuentro. Es admirable cómo en tan poco tiempo pudo subir con la copina y los cuer­nos a

cuestas. Con sólo el rifle yo duré tres veces más de tiempo en subir y me costó mucho trabajo. Al acercarnos vimos que Kashkuli traía una mano lastimada. Le preguntamos qué le había pasado y nos contó que al subir y dar un salto la punta de uno de los cuernos tocó una piedra que lo desba­lanceó, lo hizo caer y, por suerte, sólo se fracturó la mano izquierda, pero había estado en peligro de matarse, pues en esos riscos es difícil detenerse. Los guías lo vieron caer y creyeron segura su muer­te. Es muy aguantador y no se queja, pero debe dolerle mucho; además, al quitarle la piel se hizo una buena cortada en el dedo pulgar de la otra mano. Se le veía el hueso. Con un paliacate le ven­dé la mano fracturada para que no se le moviera y con mi bufanda le hice un cabrestillo, le di dos aspirinas que traía y empezamos a bajar hacia la aldea. Ya era de noche y no tardó en salir una her­mosa luna llena que hizo más fácil la bajada. Du­ramos unas 3 horas en bajar. Con el gusto de haber logrado tan buen ibex, no sentí ni el cansancio. Bajamos entre las rocas, iluminadas con esa luz tan especial de la luna que hace aparecer todo tan misterioso; es una luz irreal que se antoja para un cuento. Por fin, llegamos a la aldea que parecía desierta, no se veía ni una luz, sólo los perros em­pezaron a ladrar. El jeep ya se había ido, eran como las 9 de la noche. Entramos en la casa del jefe de la aldea que nos recibió muy amablemente. En la pequeña antecámara que sirve también de media cocina, dejamos las botas y entramos a la única recámara que sirve para todo. Medía unos 4 x 6 m con dos pequeñas ventanas, piso y paredes de ado­be, con techo de paja y madera. El piso estaba cubierto de tapetes hechos a mano de lado a lado y en una vasija ardían las brasas del estiércol que servía como calentador, pero producía un fuerte y acre olor. Había una lámpara de aceite en uno de los nichos, un cofre de hojalata y madera que les servía para guardar sus escasos valores y al fondo unos grandes almohadones de seda en vivos colo­res. No había sillas ni mesas; no las acostumbran, se sientan generalmente sobre el pie izquierdo y el derecho flexionado y vertical. El centro de todo el cuarto era un samovar de bronce con charola y cuatro platitos, dos tazas de porcelana y dos vasi­tos de vidrio, eso era todo; al lado, envuelto en una tela, los cuadritos de azúcar que con unas pinzas cortan de un cono de azúcar grande. La tetera que está arriba del samovar contiene un exquisito y fuer­te té color canela; nos lo sirven en las tacitas a Ce­cilia y a mí. Kashkuli y el jefe usan los dos vasitos. Empieza a llegar gente, hermanos, sobrinos, niños, la señora de la casa. En la antecámara alcanzamos a ver a las mujeres que no dejan entrar, sólo se aso­man a vernos. Toda la plática en turco ‘gira sobre el ibex y el accidente de Kashkuli. Pasa un rato y nos traen de


IRÁN - 1973 cenar; envueltas en una tela traen enormes tortillas que extienden como un naipe fren­te a cada uno de nosotros; las tortillas, ovaladas, miden unos 60 cm de diámetro; sirven como platos y en su centro ponen otras más pequeñas que son las que se comen y, al mismo tiempo, sirven de cubiertos. En un plato nos traen unos pedazos de filete del ibex, jugosos, asados al carbón, dos cebollas cortadas en cuatro partes, sal y el impres­cindible queso blanco de cabra, después traen yo­gurt y unos tamalitos calientes de hojas de col, re­llenas de carne molida, arroz y frijoles. Todo nos supo de maravilla, acompañado, desde luego, con el maravilloso té. Al principio nadie quería comer, sólo el jefe, Kashkuli y nosotros; después vimos que era por cortesía. Una vez satisfechos, todos se acer­ caron y empezaron a comer; las tazas y vasitos para todos, pero habiendo estado nosotros en Chapala ya estamos inmunes a cualquier contaminación. De la mochila sacamos un jugoso melón verde que sir­vió de postre. Aún no me imaginaba dónde dormiríamos. Siguió la plática. Cuando Cecilia empezó a bostezar muy seguido y comenzó a cabecear, des­doblaron los almohadones que eran una especie de colchonetas y los tendieron ahí mismo: un almoha­dón como colchón y otros dos para taparnos. De co­lores vivos y florecitas, se notaba que los hacían ellos mismos y los rellenaban con lana de borrego. De cabecera nos sirvieron unas enormes almohadas rojas de seda gruesa. Todo nos pareció excelente. Oímos cómo discutían a dónde se irían a dormir los que usualmente dormían en ese cuarto; pronto se arreglaron y nos dejaron a los tres en el cuarto. Dormimos muy bien y al día siguiente notamos que nos habían picado bastante algunos animalitos, chin­ ches o algo parecido. Lunes 5 de noviembre. Despertamos temprano, pero seguimos flojeando hasta las 7 a.m., hora en que empezamos a hablar; entonces entró la señora de la casa, recorrió la delgada cortina y nos indicó con la mano hacia afuera, hablando en turco; nos asomamos y vimos todo blanco, seguía nevando abundantemente y parecía una tarjeta de navidad; los árboles cargados de nieve fresca, las bardas, todo cubierto de blanco, sólo los muros de adobe y los árboles hacían contraste. Desayunamos lige­ramente e iniciamos el regreso al otro pueblo. Nos despedimos con mucho agradecimiento de la gente que nos hospedó. Yo le regalé mi navaja al señor y Cecilia un rojo paliacate a la señora. Tardamos otras tres horas en bajar al otro pueblo. Todo el tiempo nevando, la vista de las montañas y las ro­cas es fantástica. Nos sentimos felices pensando en lo bien que había salido todo, hasta el viento está a nuestra espalda y no nos cae la nieve en la cara. Al llegar a la aldea donde debía estar el jeep, nos enteramos que no estaba

y que no vendría has­ta las 13 horas y eso tal vez, pues con la nevada pensamos que quizás no podía pasar. Nos dijeron que el campamento estaba a 25 km —en realidad está como a 40— y decidimos antes que se hiciera tarde regresar caminando. Seguía nevando y hacía frío, pero no lo sentimos por la ropa gruesa que traíamos y el ejercicio. El camino estaba lodoso y la nieve se combinaba un poco con la lluvia. Cami­namos dos horas y nos encontramos con el jeep que por fin venía a buscarnos. Regresamos al cam­pamento a dar una buena comida y a descansar. Mi papá se puso feliz al ver al hermoso ibex, Bob tam­bién nos felicitó y Cecilia se dio gusto contando lo sucedido. Medidas del ibex persa cobrado: Largo del cuerno derecho

97 cm (38¼”)

Largo del cuerno izquierdo 93 cm (36½”) Abertura de los cuernos

46 cm (18”)

Hasta aquí el relato de Fernando. 6 de noviembre. No pudimos convencer a Kash­kuli de que se fuera a Teherán a curar la fractura de su mano; se empeñó en seguir el shikar y tuvi­mos que aceptar, ya que era un magnífico guía. Las montañas y las planicies, hasta donde al­canzaba la vista, estaban cubiertas de nieve aun cuando ya había cesado de nevar. El cielo estaba limpio y yo me sentía un poco mejor de mi gripe. No soporté el encierro y salimos a la montaña en busca de un segundo borrego armeniano, que aho­ra me tocaría cazar, pero tal parece que la mala suerte me perseguía como a un perro rabioso. Once horas estuvimos en la montaña sin ver un macho que ameritara el acecho, sin embargo, el día no se fue en blanco, pues pesqué una severa recaída de mi gripe, obligándome a seguir encerrado, co­miendo los pistachos, tomando vodka y leyendo al poeta Omar Khayyam. Día y noche la temperatura estaba bajo cero. 7 de noviembre. Me quedé encerrado y Fernan­do y Cecilia salieron de nuevo. El relato de Fernando dice: Otro día de buena suerte. Mi papá decidió no salir, pues según él nos trae mala suerte. Pasamos mediodía en la cima de las montañas sin ver nada más que escasas hembras y machos chicos. Como a las 2 p.m. empezamos a bajar a un valle muy bonito y comimos en un arroyo; ahí encontramos una pesada bala de cañón, recuerdos de la segun­da guerra, de alguna batalla con los rusos hace mu­


IRÁN - 1973 chos años. Ya empezábamos el regreso, cuando Kashkuli descubrió en una colina cercana, a unos 1 000 metros, una manada de unos 30 machos; to­dos nos quedamos quietos, mientras veíamos cómo corrían alarmados hacia arriba. Cuando sintieron que ya no había peligro, se pararon y caminaron lentamente, comiendo. Nosotros seguíamos sin mo­vernos. Con los binoculares alcancé a ver varios machos grandes. No sabíamos qué hacer. Nos veían constantemente mientras unos comían. Así pasó me­dia hora hasta que decidimos que Cecilia y un guía se quedaran ahí mismo mientras Kashkuli, el niño del caballo y yo seguíamos nuestro camino, aparentemente sin voltear a ver a los borregos, y veríamos el resultado. Salió bien. Pronto subimos la colina y nos perdimos. Cuando ya no nos veían los borregos, le indicamos al niño que se queda­ ra ahí y Kashkuli y yo corrimos cuesta arriba. Nos tomó cerca de media hora hacer esta maniobra. Observamos desde la loma que Cecilia y el guía se habían movido hacia un arroyo seco y por su postura dedujimos que los borregos seguían en el mismo lugar. Apresuradamente subimos la pedrego­sa cuesta y calculamos el lugar donde estarían. Kashkuli, con mucho cuidado y arrastrándose los últimos metros antes de llegar a unas peñas, se aso­mó y localizó al borrego más grande; esto me dio tiempo para normalizar mi respiración, me indicó la dirección en que estaban y me arrastré hacia las mismas rocas. Ya había cortado cartucho silencio­samente y estaba listo; me asomé y vi a los borre­gos a unos 120 metros. ¡Qué vista tan hermosa! Es­taba a unos 30 mts. más abajo que nosotros y comían tranquilamente, mientras tanto otros vigila­ban a Cecilia y al guía. No se imaginaban que les saldríamos por arriba. No tardé en descubrir al ma­cho más grande cuando levantó la cabeza, exhibien­do sus enormes cuernos y su barba negra recor­tada. Apunté y, sin tardar más, disparé: le pegué muy bien, corrió unos metros y cayó bien muerto. Kashkuli me había pedido que si yo mataba mi bo­rrego al primer disparo, lo dejara tirar a él. Como buen cazador ya le andaba por disparar. Falló de­bido a su fractura, aunque salieron más borregos por todas partes. Apoyándose en unas piedras, mató uno pequeño, con el propósito de llevar carne al campamento. En tanto, yo bajé excitado a ver mi borrego. ¡Una maravilla! Midió 26½ esto hace chiquito al anterior y era, de lejos, el mejor arme­niano cazado en el año. Al rato llegó Cecilia con el guía, muy emocionada. “A que ni te imaginas lo que me pasó, me pasaron los borregos a 12 m, no me lo vas a creer, pero conté 15 pasos! En efecto, al oír los disparos, toda la manada se fue por el arroyo donde estaba Cecilia; fue una auténtica car­ga de borregos y cuando estaban a 15 metros Ce­cilia y el guía se pararon, agitaron los brazos y gritaron para asustarlos.

Cecilia estaba asustada y, a la vez, emocionada. El guía se moría de risa contándole a Kashkuli lo sucedido e imitó cómo Cecilia se había hecho para atrás y la expresión de su cara al ver a los borregos tan cerca. ¡Lástima que no haya tenido un arma o una cámara a la mano, pues una experiencia así no pasa más que una vez en la vida! Felices volvimos, ya noche, al campamento. El caballo que llevaba al borrego llegó primero que nosotros y mi papá exclamó: “i Qué bárbaro!. .. que hermoso borrego”. Todo el cam­pamento nos felicitó y comentó que el borrego era una medalla de Oro. Lo midieron una y otra vez y brindamos con un vodka helado por el éxito de esta primera parte de nuestra cacería en Irán. Ya con más calma tomamos las medidas de la cornamenta del borrego: Largo de cada cuerno 67 1/2 cm (26 6/8”) Circunferencia en la base

25 1/2 cm (10”)

Abertura máxima en la curva 73 cm (28 3/4”) Al terminar de medir los cuernos el guardia que estaba presente dijo que ese ejemplar ameritaría la medalla de Oro, no sólo por las dimensiones de la cornamenta sino por las clásicas características de la especie. La medalla de oro y una de plata para el segundo lugar son un galardón estableci­do en Irán para los mejores trofeos de caza co­ brados en dicho país. 8 de noviembre. Regresamos a Tabriz y ahí abor­damos un avión a Teherán para luego continuar al segundo campamento.

El urial elburz (Ovis orientalis) 9 de noviembre. Ahora le tocaba el turno al bo­rrego urial elburz. A las 3 p.m. emprendimos en un jeep el viaje a lo que sería nuestro segundo cam­pamento en las desérticas serranías, entre los bos­ques Kopet y el ,extenso desierto Dashtekavir, a unos 500 km al norte de Teherán por camino carreteroy a unos 1 000 km al este de nuestro primer cam­ pamento. Por una angosta y peligrosa carretera que ser­ pentea por el fondo de imponentes cañones, cru­zamos las impresionantes montañas Elburz y de paso vimos la Demavend, la montaña más alta de Irán, 5 671 metros. No pudimos llegar al cam­pamento y dormimos en Sari, población en la cos­ta del Mar Caspio, florido lugar, muy próspero en fruticultura, cuyas granadas, que llamamos chinas, son una delicia.


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Otro gran éxito se apuntó Fernando con este formidable ejemplar de borrego armeniano que entró en la categoría de “medalla de Oro”.


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Un buen macho de urial Elburg.

Por la mañana, al salir del hotel, nos encontra­mos con nuestro muy estimado amigo C. J. McElroy, famoso cazador de hueso colorado, presidente del Safari Club International de Estados Unidos, quien también andaba de cacería. Continuamos nuestro camino, en partes cubiertas de nieve, y ya de no­che llegamos al lugar de nuestro campamento. 10 de noviembre. Ya estábamos en terrenos del urial, zona semejante a la del borrego armeniano, un poco salpicada de matojos y de medianos ar­bustos, aunque igualmente escabrosa y quebrada, típico hogar del borrego silvestre. Nos acompañaban el amigo Bob y el guardia de la región. Se nos dijo que tendríamos caballos, pero que

aún no llega­ban. Salimos en jeep y en 30 minutos nos dejó en la falda de la sierra; de ahí seguimos a pie en plan de reconocimiento. Se nos fue el día sin ver un ani­mal y al siguiente sólo a machos chicos. 12 de noviembre. Doblete de uriales. Salimos en el jeep, aunque se descompuso cuando aún no ha­bíamos recorrido ni 6 km; por tanto, seguimos una larga caminata hasta llegar al pie de la montaña: allí nos encontramos con dos guías, quienes nos al­canzaron con los caballos. Comenzamos a encumbrar y al mediodía todavía no llegábamos a la más alta montaña, que era nues­tra meta, para, de ahí, descender por otro lado en busca de los


IRÁN - 1973 uriales. A nuestro paso cruzamos ba­rrancones y cañones tan profundos e impresionan­tes que nos producían mareos al asomarnos. A las 2 p.m. sólo habíamos visto un espectáculo intere­sante: media docena de enormes águilas que, como buitres, revoloteaban dando círculos sobre la escar­padura; seguramente tenían su nido en algún lugar y no se alejaban, temerosas de un ataque a sus polluelos. Por un buen rato observamos el majes­ tuoso vuelo de estas aves planeadoras. Minutos después descubrimos un numeroso grupo de borre­gos, al otro lado del profundo cañón, a media falda; comían tranquilamente el amarillento pasto. La dis­tancia estaba fuera de tiro y no había posibilidad de un acecho práctico. Mandamos dos excursionis­tas a que dieran un amplio roseo hasta llegar al filo del lado opuesto para asustar a la manada ha­ ciendo rodar piedras, con la esperanza de que co­rrieran encumbrando hacia nosotros. La batida no dio resultado; la manada fue muy lista, corrió a lo largo del cañón hasta perderse de vista. Bonito es­pectáculo. Seguimos encumbrando montañas y picos cu­biertos de nieve en la cual, como un collar de cuen­tas o pasos de alpinistas, se dibujaban los largos hilos de las huellas de los borregos. Nada más. Decidimos regresar aprovechando las horas de la tarde, tan propicias en la caza. Nos dividimos: Fernando, Kashkuli, un huellero y Cecilia, quien ya me había sorprendido por su aguante para caminar a pie en la montaña, se irían por el filo de las sie­rras mientras que yo seguiría bajando por el fondo de los cañones con los caballos y con dos huelle­ros. De esta manera confiamos en que a uno u otro grupo nos salieran los uriales. .. y salieron, pero otra vez los hados sonrieron a Fernando, cuyo re­lato es el siguiente: Decidimos regresar y aprovechar las últimas horas de la tarde, quizás las más propicias para ca­zar, y seguimos el rumbo por donde se habían ido, con la esperanza de encontrarlos nuevamente. No tardamos en hacerlo, aunque no estoy seguro que fueran los mismos, pero en cualquier forma decidi­mos echarles un ojo. Kashkuli descubrió uno que era bastante bueno, después otro; en total era una manada de unos 15 ó 20 uriales, la mayoría machos. Mi papá, debido a la dificultad del terreno y a que debíamos no sólo caminar sino correr entre las piedras para ponernos a tiro y cortarles el camino y el aire, se quedó con los caballos para bajar por un camino más accesible. Cecilia, el guardia, Kash­kuli y yo, emprendimos la carrera por un lado de la cima de la montaña [nunca un cazador de borre­ gos debe ir por la cima, pues la silueta contra el cielo es visible a muchos kilómetros; siempre a unos metros de la cima, caminando un poco ladeado; es cansado pero

necesario. Bajamos rápidamente has­ta un lugar en que pudimos observar un valle muy bonito, muy grande, y con unos riscos bastante pro­nunciados; ahí, como a unos 250 metros, descubri­mos a los uriales y empecé a tomar posición para disparar. Ya estaba oscureciendo, ya quedaban solo unos cuantos minutos de luz. Kashkuli, quien ob­servaba con los binoculares, en un momento en que pudimos ver a seis de los borregos más grandes, me indicó que el de la izquierda, el primero, era el mejor. No acababa de hablar cuando yo ya ha­bía disparado, pues estaban caminando hacia un cañón e iban a perderse detrás de unas rocas y quizás ya nunca los veríamos. Estaba yo tan segu­ro de mí mismo y de mi puntería, que no dudé; el tiro fue un poco alto, en los pulmones, pero le pe­gué. No cayó al momento, sino que siguió, herido, caminando lentamente, pero de cualquier manera sabía que caería. Al oír el tiro salieron uriales de todos lados, la mayor parte eran hembras y peque­ños, pero vimos cómo salían unos borregos bastan­ te grandes y, sobre todo, uno de ellos destacaba por sus largas barbas blancas. No pudimos tirarle de ahí, así que corrimos nuevamente cuesta abajo para poder llegar a unas rocas de donde sí podría hacer el disparo; sin embargo, los borregos ya se habían alejado bastante y subían por el lado opues­to del cañón; iban corriendo en forma atravesada, a unos 350 metros, un poco arriba de nosotros. Kashkuli me volvió a indicar que el que se veía más grande y blanco era el bueno y decidí tirarle a pe­sar de la distancia y de que estaban caminando bastante aprisa. Fue un buen tiro, bien pegado: cayó y todo mundo me felicitó bastante. Tal vez no es­peraban que le diera a esa distancia. El guardia, el otro guía y Kashkuli brincaban de gusto y se les notaba el entusiasmo y la sinceridad de sus expre­siones; en eso estábamos, cuando vi que al primer urial al que le había disparado estaba a nuestra de­recha, parado, caminando muy, muy lentamente, como a 80 ó 90 metros, y lo rematé de un tiro para que ya no sufriera y así cobré dos buenos uriales. El primero tuvo 27/½”, que no es muy bueno; el se­gundo, el de las barbas blancas, sí era un magnífico urial de 32” con unos cuernos muy simétricos y bonitos. Cecilia, quien había visto todo desde unos metros más atrás, estaba tan emocionada como yo. Estos son los momentos que deben compartirse. Ya oscureciendo o más bien, ya a oscuras, llegó mi papá con los caballos. Le dio mucho gusto mi éxito en este segundo día de cacería en los uriales; sólo siento que no haya estado en el momento del tiro para que pudiera divertirse más o tener la oportu­ nidad de disparar él mismo. .. Ayudándonos de la lámpara de mano, abrimos los uriales y los monta­mos en una mula que Ilevábamos para cargarlos. Tomamos algunas fotografías y ese momento lo aprovecharon las garrapatas


IRÁN - 1973 para subírsenos; des­pués las sentíamos más de la cuenta. Como se había descompuesto nuestro jeep, tuvimos que em­prender el regreso a pie hasta el campamento, adon­de llegamos ya bastante entrada la noche; creo que eran las nueve o las nueve y media. La luna nos ayudó a hacer la caminata más fácil. Y así ter­minó esta segunda parte de la cacería, cobrando dos buenos uriales. Fue un bonito día. Al llegar al campamento ya estaba haciendo bastante frío. Fue muy agradable la cena con vodka iraniano y caviar. Yo había seguido por el fondo de los cañones y de vez en cuando, muy en lo alto de la montaña, veía a Fernando y a sus acompañantes; luego oí el primer tiro y ya no vi ni oí más. De todos modos, resultó bien el plan: posiblemente alarmé a la ma­nada de borregos que le salió a Fernando. Mientras los huelleros, todos buenos cazadores, cargaron con los dos uriales y nos reuníamos don­de las bestias de carga esperaban, se llegó la noche. Tomamos unas fotos con flash, charlamos, comentamos, reímos y felices emprendimos el re­greso. Los caballos cargaron con los uriales. Tres largas horas a pie y de noche hicimos para llegar al campamento. A más del penoso regreso, durante todo el tiempo nos quitamos no sé cuántas ga­rrapatas que nos habían invadido mientras tomába­mos las fotos. Esos pobres borregos tenían en las orejas cientos de esos asquerosos parásitos. Nuestra licencia quedó cubierta con los uriales. Al día siguiente llegamos a nuestro hotel en Tehe­rán, a las once de la noche. Ahora le tocaría el turno al red sheep. Borrego pelirrojo que habita en las serranías cercanas a Teherán. Su caza esta­ba programada para los días 17 y 18 de noviembre y no habría necesidad de campamento, pues dor­miríamos en el hotel Hilton de Teherán. Dicha serranía es, propiamente, un extenso coto de caza de su Majestad Imperial y de la realeza, aunque existe la gentileza de permitirle la caza a unos pocos aficionados a la montería, quienes sole­mos ir a ese próspero país, de enorme interés his­tórico. Las licencias sólo autorizan dos días de caza, tiempo sumamente limitado para cobrar un buen ejemplar de borrego. Por desgracia, al príncipe Ber­nardo de Holanda se le ocurrió visitar el país —no sé si para tratar el problema del petróleo creado por los árabes musulmanes— y, naturalmente, fue invitado a cazar al red sheep, precisamente en los días que se nos habían señalado; en consecuencia, se pospuso nuestro turno para después de que el príncipe terminara su shikar. Esto trastornó nuestra cacería y como perdimos muchos días ya no había tiempo para ir a la provin­cia de Shiraz a cazar al borrego de ese nombre, pues tan sólo para ir y regresar se requieren dos días. No hubo más remedio que

ocupar nuestro tiempo en vi­sitar los famosos bazares y el museo, donde, entre otras valiosísimas joyas de la Corona Real,. se exhibe el maravilloso y mundialmente famoso Trono del Pavo Real, que los persas se llevaron como un souvenir cuando invadieron la India. El príncipe Bernardo regresó a su país y se nos avisó que ya podíamos continuar nuestra cacería en una región de las montañas Elburz, a menos de una hora de Teherán en jeep. Pero no hubo jeep, así que rentamos un taxi que nos llevó hasta la en­trada de la zona de caza. Un guardia nos acompañaría. Se nos había di­cho que dispondríamos de caballos, pero sólo con­tamos con el del guardia. La montería se haría a pie. Al principio nos pa­reció un lomerío fácil de encumbrar, pero conforme íbamos ascendiendo el terreno se presentó más es­cabroso y difícil y muy bonito por sus altas monta­ñas cubiertas de nieve. Nos sentíamos muy desalentados por los días perdidos en demoras, desorganización, falta de transporte, etcétera. Sólo se nos permitieron dos días para cazar al red sheep en terrenos trillados por el príncipe Bernardo y su numerosa comitiva. El primer día fue tiempo perdido. Llegamos has­ta la cima de la montaña más alta sin ver más de una manada de hembras y crías. De regreso, Fer­nando descubrió a 500 metros la silueta de un ma­jestuoso ibex, todo un sueño. Su lomo completamen­te blanco y sus arqueados cuernos tan grandes que seguro entrarían en primerísimo lugar en la escala de récords. Kashkuli calculó que medirían 50 pulgadas. Animal tan hermoso en ningún zoológico del mundo se le ve vivo; disecado, sólo el príncipe Abdorreza posee el récord mundial, con cuernos que miden 54 pulgadas. Con gran alegría me dispuse al acecho. — Vamos, ¿qué esperas? —dijo Fernando a Kashkuli, pero el guardia no per­mitió que le tiráramos argumentando que era zona reservada para la realeza o invitados de su Majes­tad. El berrinche que hicimos nos duró un mes. Para colmo de males, el guía que cargaba mi rifle le dio un golpe al telescopio. No sé si ésta fue la causa o mi enfado, el caso es que por la tarde tuve la oportunidad de tirarle a un borrego macho a no más de 120 metros, en el fondo de un valle­cito, y erré limpiamente, sin tener tiempo para un segundo disparo. Tal vez mi error se debió a la corta distancia, a lo incómodo de mi posición en una escarpadura con un declive de 45 grados, al gol­pe que recibió el telescopio, o al berrinche que hice con lo del ibex; lo cierto es que erré, mi tiro fue alto. Al día siguiente, último de nuestro shikar, enfa­dado conmigo mismo ya no quise ira la montaña y salió Fernando con Cecilia. Los resultados de ese día los relata Fernando


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Para rematar su brillante actuación en esta cacería irania, Fernando cobró un doblete de uriales.

de la siguiente manera: En toda la mañana nada vimos y el resto del día lo pasamos caminando, buscando borregos en cada recoveco de los riscos, pero sin éxito. Ya de regre­so, en un valle muy bonito, aunque bastante lejos, vimos una gran manada de por lo menos 300; tran­quilamente saboreaban los tiernos pastos de un altiplano. Entre ellos había muy numerosos y buenos machos, unos con barbas negras y otros con barbas blancas. Pensé que al fin se me presentaba en bandeja de plata la oportunidad de tumbar un barba blanca. El acecho era relativamente fácil. Se me hizo agua la boca y comencé a caminar hacia la manada; me detuvo Kashkuli, diciéndome:

—No podemos, Fernando, lo siento de veras, el guardia dice que esa y otras manadas han sido arreadas a estos lugares porque mañana vendrá de cacería el príncipe Abdorreza, hermano de su Majestad Imperial. Vaya ... vaya, primero interrumpió nuestra cace­ría el príncipe Bernardo y ahora la interrumpe el príncipe Abdorreza. Es evidente que los mejores ejemplares están reservados para la Familia Real y sus invitados. Ya puede imaginarse el lector nuestro estado de ánimo. Tradicionalmente, en toda la historia de Persia, desde hace 25 siglos, todo monarca del Imperio o ex Imperio, ha sido buen cazador y buen jinete. Tal parece que el pueblo nunca ha visto con agrado a un monarca sin


IRÁN - 1973 estas cualidades, símbolo de arro­jo, destreza, sagacidad, agilidad, etc. Casi no hay semana sin que el príncipe Abdorreza o el monar­ca Shahansha disfruten de un shikar en las monta­ñas con algún personaje político extranjero, como si ello fuese un ceremonial protocolario. Nos con­ taba Kashkuli que con frecuencia su Majestad solfa salir montado a caballo para perseguir borregos a galope tendido, disparándoles con su rifle a seme­janza de como en el siglo pasado lo hacían los pieles rojas de Norteamérica, quienes montando en pelo, arrojaban sus lanzas o flechas a los bisontes. Abdorreza, gran cazador, empedernido, estaría en la montaña varios días, así que, muy contraria­dos por

las numerosas deficiencias de la organiza­ción, dimos por terminado nuestro shikar en Irán. De los 21 días que estipulaba nuestro contrato, sólo 9 fueron de caza activa y el resto transportes, demo­ras, hotel y otras inconveniencias que no tiene caso repetir. No obstante, algún día volveremos a Irán, país que hace 2500 años era el corazón de Persia, pri­mer imperio mundial de la historia, devastado des­pués por Alejandro Magno. La fauna del país es codiciable, variada, y la forma en que se practica el arte de la montería es auténticamente deportiva, bronca, recia, y tan sabrosa como los pistachos de esas legendarias tierras asiáticas.


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Octubre

Guadalajara, México, Río de Janeiro, Johannes .. burg y Durban. Hasta allí por avión. Por cierto que el vuelo de Río a Johannesburg, que hicimos en siete horas y media sin escala, fue un placer por el magnífico servicio de la línea Varig: selectos hors d’oeuvres, finos y delicados vinos de mesa y exqui­sitas viandas que me hicieron recordar el famoso restaurante Lasarre de París. 8 de octubre. De todos los países africanos que he visitado en mis correrías cinegéticas, ninguna ciudad me ha impresionado tan gratamente como Johannesburg —ciudad con 1 400 000 habitantes—, a tal grado que si por alguna causa de fuerza ma­yor me viera obligado a

3 de 1973. En esa fecha, acompañado por mi hijo Fernando y su esposa Ana Cecilia, ini­ciamos una doble cacería; la primera sería en te­rrenos de Sudáfrica y de ahí volaríamos a Irán, Asia.

El rinoceronte blanco (Ceratotherium simun simun) Este raro paquidermo, sólo superado en tama­ño por el elefante, es muy perseguido y, por ello, sentenciado a la extinción, sería mi primer objeti­vo. Planeamos el siguiente itinerario:

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El gran puerto sudafricano de Durban fue el punto de partida para el safari. Nuestros terrenos de caza se encontraban en Zululand, patria de los antaños bravos guerreros zulús. abandonar mi país, aquél sería el lugar adonde me iría a vivir, o a Ciudad del Cabo, lugar muy turístico y hermoso, donde se dan un abrazo los océanos índico y Atlántico, para admirar en sus bellas playas de blanca arena a las hermosas mujeres bóeres de origen holandés-in­glés. Es un lugar que yo le recomendaría para va­cacionar a los solterones crónicos. Del aeropuerto Jan Smüts nos trasladamos al modernísimo y lujoso Hotel Carlton. Es de llamar la atención la educación, cortesía, buena vida y el buen gusto en el vestir de esa gente. Aun para ir al cine, la mujer, muy femenina, se adereza como si fuese a una ópera de gala. Es raro ver una mu­chacha con pantalones o a un melenudo. Toda la ciudad se ve limpia, no hay basureros ni pordio­seros. No se explica uno cómo Vasco de Gama y el pueblo portugués abandonaron esas tierras para irse a Mozambique, acontecimiento que aprovecharon los holandeses, luego los ingleses, y ambos se que­daron, se mezcló la sangre y surgió la raza y la lengua afrikaans. Hoy la lengua inglesa y la afri­kaans son lenguas oficiales. En general, el afrikaner es cortés, educado, cor­ dial, comunicativo, amigable. La gente se ve tran­quila,

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El emblema nacional de Sudáfrica es el sprinbok, gacela que apenas hace un siglo abundaba por millones en aquella nación. calmada; no se ven rostros neuróticos sino sonrientes; no hay demasiados anuncios que tanto afean las avenidas; no hay exhibiciones pornográficas como en otros países; en cambio, practican todos los deportes; no se ve un borracho en las ca­lles. No ha olvidado o aprendió cómo vivir bien. Hasta su música es suave, melodiosa, dulce, no es­tridente, ruidosa, hiriente como el rock and roll. Fuimos a ver un campeonato de squash que nos pareció formidable. Ya en camino al hotel me decía Fernando: —No cabe duda que al viajar salimos de nues­tras costumbres y el ver otros horizontes renueva nuestras ambiciones. Creo que debemos hacer lo posible para mejorar el ambiente en que vivimos en Guadalajara, que haya una superación constan­te en todos los niveles. Para mis adentros pensé: “Este muchacho se está volviendo viejo prematuramente, yo, a su edad, estaría pensando en el Lido de París.” En 45 minutos el avión nos transportó a Durban, donde uno de nuestros guías profesionales, un por­tugués, Mario Damián, nos esperaba con una Com­bi V.W. Nos hospedamos en el Hotel Edward. A la mañana siguiente partimos por la costa del Océano índico, luego tomamos por una brecha y en cuatro horas llegamos a lo que sería nuestro campamento-base, un

motel de categoría tres estrellas, pomposamente llamado Safari Lodge, en Zu­luland, provincia de Natal, República de Sudáfrica. Ya estábamos en la tierra del springbok, emble­ ma del país, graciosa gacela de carne exquisita que, según datos del siglo pasado, abundaba por docenas de millones que se salían del sudoeste de África y del desierto de Kalahari hacia la república de Botswana. En una de estas migraciones se esti­mó una población global de 100 millones de gace­las, siempre seguidas por leones, hienas, chacales y buitres para devorar a las rezagadas que, por ago­tamiento, no podían seguir adelante. Había tantos de estos animalitos que era insólito que un grupo de cazadores abatiera mil gacelas en un solo día. Hoy sólo quedan unas 15 mil y estuvieron a punto de extinguirse como pasó con el bisonte en Norteamé­rica. La exportación de pieles y la industrialización de la carne que todavía hoy lleva el nombre de Bilton Meat —una especie de cecina seca condi­mentada, muy sabrosa— fue la causa de las masa­cres del springbok. Para dar una idea de la inconciencia de los causantes de este drama, de las tremendas matan­zas de la época, se menciona que uno solo de los mercaderes exportó en dos años —de 1878 a 1880— i2 millones de pieles!

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Los antiguos deportistas que cazaban en África hacían sus recorridos a pie, sin la facilidad de tener los vehículos y los cómodos campamentos que se utilizan actualmente. Sudáfrica fue la puerta de entrada de los pri­meros grandes cazadores que desde el siglo pasado y principios de éste fueron llegando a lo que llamamos Continente Negro, otrora paraíso de los cazadores y que hoy, por múltiples causas, ha ve­nido a menos deportivamente por la insaciable vora­cidad y abuso de los señores contratistas que ex­primen el bolsillo del cazador amateur. Para tener una idea, una imagen de lo que fue ese paraíso del cazador, basta recordar nombres como Percival, Gordon Cumming, Baldwin, Selous y otros. Particu­larmente Selous, uno de los más grandes cazado­res en la historia de la montería, si tomamos en consideración el tipo de armas y municiones que usaba, tan en desventaja con las modernas. Por el año de 1781 llegó Selous a África y en menos de tres años abatió 548 animales, entre los que se contaban 100 búfalos, 20 elefantes, 13 leo­nes y 12 rinocerontes. Los safaris, campamentos y equipos estaban muy lejos de compararse con los actuales; la caza era en verdad un viril deporte en toda la extensión de la palabra. Safaris de seis meses, todo a pie y a caballo, nada de jeeps ni mi­ras telescópicas. Todo el equipo —bien poco— se transportaba en burros, en carretas tiradas por bueyes o a lomo de los nativos. El cazador tenía que abatir diariamente suficientes animales para alimentar, por lo menos, a 50 de ellos, contratados para diversos servicios. Las primeras armas que usó Selous eran casi rudimentarias. Empezó con un rifle-escopeta —se­mejante al tipo de las pisponeras que todavía algunos rancheros usan en México— de cañón liso, calibre 4, que se cargaba por la boca; la carga consistía en el volumen de pólvora negra que cu­piera en el hueco de la palma de la mano -aproxi­madamente 65 gramos— y como munición postas de plomo endurecido con una aleación de zinc y mercurio. Cada posta pesaba 128 gramos —¡qué bárbaro!—, es decir,

el equivalente a cuatro balas modernas de 510 granos para un rifle .458 o un .470. No deben confundirse los gramos con los granos; éstos pesan cinco centigramos cada uno, lo que aproximadamente pesa un grano normal de cebada, sistema antiguo de pesas que ignoro por qué todavía hoy se usa para el peso de las muni­ciones. Esos rifles de un cañón los fabricaba Isaac Hallis, de Birmingham, y pesaban 5 kilos 750 gra­mos. Más tarde. Selous usó otros, como el de Beker. Pesaba 10 kilos y tenía un larguísimo cañón de 92 centímetros; en él usó postas de punta cóni­ca de 115 gramos cubiertas con una ligera capa de seda engrasada y una carga de 56 gramos de pól­vora negra. Las tremendas patadas de esas armas acabaron por afectar el sistema nervioso del famo­so cazador. Llegamos a nuestro cómodo campamento. To­davía fluía en mi mente la imagen de esos lugares: ‘Pretoria, Natal, Orange, Okavango, que en tiempos ya idos fueron la gloria de verdaderos y grandes cazadores, quienes ejecutaban la caza sin límite de tiempo, sin fronteras, ni guardias, ni cazadores blancos, ni la comodidad de los campamentos nylon de estos días. A la vez, recordaba mis safaris de hace 20 años, el dulce cansancio después de una larga caminata, la charla placentera al calor de la fogata y, ya en la cama, muchas veces al aire libre o dentro de la tienda de campaña, oír con placer las serenatas que, con sus estentóreos rugidos, mu­sicales y gratos al oído, nos brindan los leones, acompañados con las carcajadas de las hienas, los ladridos de los chacales y las cebras al oír la voz del amo de la selva. Los viejos cazadores sí podemos afirmar rotun­damente, y con toda razón, que en África, los tiem­pos pasados fueron mejores. Mi principal objetivo era el rinoceronte blanco y para cazar a un solo animal peligroso no quise llevar mi rifle

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Me llevaba nuevamente a África el deseo de cazar principalmente al poderoso rinoceronte blanco. de gran poder, de modo que en la tarde del día en que llegamos, Cecilia, Fernando y yo salimos acompañados por nuestros dos guías profesionales a dar un paseo en los terrenos de caza y probar un rifle .458, prestado, con el cual me enfrentaría al poderoso paquidermo de dos to­ neladas. Cecilia y Fernando aprovecharon para ali­near sus rifles 7 mm H y H Magnum. Cecilia, nova­ta en caza mayor, me sorprendió al pegar dos centros en la tarjeta que sirvió de blanco a 100 metros. El terreno me dio buena impresión: lomeríos ba­jos, bien arbolados, todo verde, pastos, arbustos y follaje, sin llegar a jungla. No tardamos en descu­brir a dos rinocerontes blancos -sólo hay de esta especie en la región- con cuernos menos que me­dianos. Después supe que en toda

el área del Ran­cho Ginegético no quedaban más de tres de estos interesantes paquidermos, tan perseguidos que a principios de siglo no quedaban más de una docena en toda Sudáfrica y tal vez se extingan, como tantas otras especies de la fauna mundial. Los que vimos eran enormes. Ni el rinoceronte negro africa­no, ni el unicornio de la India, ni los de Java, Su­matra o Burma los igualan en peso o tamaño. 12 de octubre. Primer día de caza. A las 5:30 a.m. ya estábamos trepados en los jeeps, con mu­cho frío. Nos acompañaban los guías profesionales Mario, el portugués, J. Anderson y dos huelleros zulúes que días antes habían localizado el área don­de podríamos encontrar el mejor rinoceronte. Fer­nando filmaría la acción y los demás acompañantes quedarían un poco atrás evitando hacer

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Este acercamiento a la cabeza del rinoceronte blanco que abatテュ, da una buena idea del tamaテアo de sus cuernos y de la corpulencia del animal.

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ruido al acercarse el momento del lance. En cosa de una hora, desde la cima de una loma, observamos con los binoculares el terreno boscoso y no tardamos en descubrir al rino metido en un tupido breñal. Abandonamos los jeeps y em­pezó el acecho a pie. Con la experiencia adquirida en encuentros anteriores me pareció todo tan fácil que pensé en, por lo menos, buscar una buena do­sis de emoción en el lance, acercándome a la bestia lo más que se pudiera, según las circunstancias del encuentro con animal tan poderoso. Sabía que aun con una bala de 510 granos en el corazón, el gigante necesitaría más plomo para caer, y son pre­cisamente esos momentos de peligro los que le dan sabor al caldo. Sólo un instante, pero ... i qué ins­tante!, cuya imagen queda grabada en la mente durante toda la vida. Llegué a 30 metros. El rino estaba un poco atravesado entre la breña, no me había sentido, y yo necesitaba mejor posición y campo más amplio para tener la oportunidad de colocar al menos un segundo tiro; el primero seria obligado al corazón. Di un medio círculo procuran­do arrimarme hasta llegar a una distancia de 17 metros. Estaba tan concentrado en lo que debía hacer y cómo hacerlo que me olvidé que Fernando me seguía a corta distancia, listo, con la cámara para filmar la acción. Para entonces, el paquidermo empezó a dar muestras de inquietud; nervioso, mo­vía la cabeza a uno y otro lado y sus orejas tubu­lares giraban como un rehilete. En ese momento, buscando su enorme corazón —cuyo tamaño puede apreciarse en la foto—, rodilla en tierra, dejé ir el primer tiro; el bruto dio un fuerte resoplido y corrió como un tanque de guerra destrozando arbustos arbolillos y levantando una nube de polvo rojo de tierra africana en tanto que recibía el segundo plo­mazo. No cayó, dio media vuelta dándome el frente, pero ya muy mal herido se paró en el instante en que recibía mi tercera bala; ésta lo dobló exhalando su último resoplido. Todo pasó en cosa de

unos pocos segundos de alta tensión. Así fue como cayó esa prehistórica mole viviente, que, desde luego, mandé disecar de cuerpo entero. Mi primer tiro le partió el corazón. La filmación que tomó Fernando resultó bastan­te aceptable. Cecilia experimentó una gran emo­ción: nunca había presenciado las reacciones de una gran bestia herida de muerte. La impresión le será inolvidable, no obstante ser una mujer muy deportista y aguantadora, como lo demostró particu­larmente en nuestro shikar que al mes siguiente llevamos a cabo en las montañas de Irán. Medidas del rinoceronte blanco que cobré:

Largo, medido entre estacas del 3.20 metros hocico al nacimiento de la cola Altura a los hombros 1.88 ” Altura a las ancas 1.64 ” Circunferencia del pescuezo 1.62 ” Ancho de la boca 0.35 ” Circunferencia de la barriga 3.25 ” Largo, cuerno delantero 0.61 ” Circunferencia base, cuerno 0.79 ” delantero Largo, cuerno trasero 0.26 ” El peso promedio de estos paquidermos adul­tos pasa de dos toneladas y media.

El nyala (Tragelaphus angasii) El segundo objetivo era este hermoso antílope de largo y abundante pelo, mucho más chico que su pariente el nyala de la montaña etiope, de muy diferente pelaje y que pesa casi el doble: 230 kilos el de Etiopía y 125 el angasii.

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ÁFRICA - 1973 Su hábitat es similar al de los bushbuck, tupido boscaje, diversidad de árboles, arbustos, matorra­les y hierbas de las que gustan ramonear, pues, como el bongo, sólo suelen agregar a su dieta los renuevos de verdes y tiernos pastos. Los terrenos eran muy bonitos y resultó fácil la caza. Fernando y Cecilia se fueron por su lado y yo por el mío, acompañado por mi guía Mario. Cami­namos todo el día y sólo vi un macho a 200 metros con un cuerno mocho. Por su parte, Fer me contó los sucesos del día: — Sólo veíamos machos jóvenes y hembras. Se nos cruzó un impala que nos pareció bueno [el im­pala melampus melampus, raza típica de Sudáfrica, que tiene cuernos más cortos que las subespecies de East Africa] y decidí que Cecilia intentara abatir su primer trofeo de caza africano. Estaba a unos 250 metros y teníamos viento favorable. Nos fuimos acercando, cubriéndonos con los árboles y mato­jos, hasta llegar a los 100 metros. No fue tan fácil el acecho: un buen trecho caminamos a gatas y hasta arrastrándonos para no ser descubiertos. Al llegar a distancia no podíamos descubrir al macho, sólo veíamos hembras. Decidí que mi guía Jerry se alejara por el lado izquierdo hasta que el grupo de impalas, que estaban echados, lo ventearan y sin alarmarlos se movieran un poco. La treta dio resultado. Con los binoculares descubrí que el ma­cho estaba echado en el pasto alto. También Ceci­lia lo localizó con el telescopio de su rifle. Le indiqué que disparara en cuanto el animal se levan­tara, pues sólo veíamos la cabeza y los cuernos. Empecé a filmar, esperando con ansiedad que Ce­cilia disparara. El impala se puso de pie, empezó a caminar y luego a trotar. En ese momento oí la detonación. Por la lente de la cámara de filmar no vi cuando la gacela cayó, pero Cecilia sí. Muy emo­cionada, feliz, con el rifle en la mano y con jubilosos gritos tipo Tarzán, reía echando brincos como ha­cen los futbolistas cuando meten un gol. De un tiro al pescuezo cayó el impala con cuernos que entra­ron en la medida récord. No hubo suerte con los nyalas al día siguiente; había muchos, pero no vimos ni uno con cuernos de más de 64 centímetros y queríamos algo mejor. Por mi parte, cobré un grey duiker. Lo tumbé de un tiro y, por la tarde, hice un bonito tiro a pie firme sobre un impala con cuernos que midieron 60 cen­tímetros, y ocupa un buen lugar en la escala récord de esta especie típica. El récord mundial es de 70 centímetros. 15 de octubre. Este día, para cambiar, nos fui­mos a un rancho cinegético llamado Bona Mazi. A la entrada, en un cartelón se lee: Toma solamente fotografías. Deja solamente las huellas de tus pies. Bonito rancho, casi un jardín natural, florido, bos­coso, tal como a principios de otoño se engalanan los bosques y las praderas, en trechos

La mano de Cecilia muestra el lugar del impacto de la bala en el enorme corazón de rino cazado por el autor.

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El nyala de Sudáfrica es mucho más pequeño que el de Etiopía, llamado de montaña o gigante. No obstante necesitábamos esta especie para nuestra colección de trofeos.

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ÁFRICA - 1973 que tendría un día de suerte. A las 5:00 a.m. partimos en los jeeps, día frío, nublado, pero no llo­vía. Volvimos a Bona Mazi y empezamos a recorrer veredas. Como había llovido mucho por la noche no tardamos en descubrir huellas frescas, muy cIa­ras, y luego vimos los primeros nyalas a corta dis­tancia. El dueño tenía razón: había muchos de es­tos preciosos animalitos, pero chicos, de cornamenta pobre. Después de dar vueltas y vueltas vimos uno con cuernos que estimamos de 63 centímetros. Ti­tubeamos un momento y, finalmente, dijo mi padre: —Tírale a éste, se ve muy bonito; aseguremos el primero, que al fin nuestras licencias autorizan que cacemos tres de estos peludos; luego buscaremos uno mejor. Revisé mi rifle 7 mm cargado con bala de 150 granos, punta suave controlada y, acompa­ñado por el guía Jerry traté de acercarme. Mi padre nos seguía para filmar la acción. El viento cambió y la presa se revolvió con su manada, pues no es­taba sola. Un grupo de wildebeast, que también an­daba con los nyalas, los ponía alerta, dificultando más el acecho. Estuvimos pendientes hasta que el viento dio un cambio favorable y nos fuimos arri­mando, cubriéndonos con un árbol grueso hasta aproximarnos a unos 130 metros. El nyala estaba medio oculto entre los arbustos; en posición difícil esperé un momento, que me sirvió para normalizar mi respiración y en cuanto se movió presentó buen blanco. Dejé ir un tiro apuntando a la paletilla y el antílope cayó sin dar un paso. La filmación salió bien. Los cuernos midieron 65 centímetros uno y 64 centímetros el otro, con base de 18 centímetros; peso aproximado de 130 kilos y altura a los hom­bros 1.10 centímetros. Al día siguiente me tocaba mi turno. En toda la mañana vimos más de cien nyalas, pero ni uno que igualara al que abatió Fer. Los vimos tan cerca que hasta pudimos tomar algunas buenas fotos. Son tan bonitos estos antílopes de largo pelaje, que al convencerme de que no vería uno con medidas récord tuve que conformarme con tirarle a uno de cornamenta de 62 centímetros. No me costó mucho trabajo, aunque tampoco fue fácil. Por encontrarse en terreno demasiado boscoso tuve que dispararle tres veces a pie firme cuando el animal corría, es­cabullendo el bulto entre la tupida maleza en su inútil intento de salvar el pellejo. La cena de ese día fue un banquete digno de gourmets, por la variedad de carne de animales sal­vajes, pues estoy seguro que en ningún restauran­te europeo se hubieran servido cinco diferentes gui­sos: de gran kudu, de rinoceronte -que nunca había probado-, de reedbuck, de impala y de nya­la. Los buenos vinos y la amena charla de nuestros cazadores blancos contribuyeron al alegre festín. El 18 de octubre volvimos al rancho de Bona Mazi por el

Cecilia estaba feliz por haber cobrado su primera pieza como cazadora internacional.

como el ca­mino que va de Anchorage, Alaska, al gran glaciar Matanuzka. En este campo vimos duikers, impalas, cebras, reedbucks y wildebeasts. Nos dijeron que había muchos nyalas, pero era un día lluvioso y a estos bichos no les gusta mojarse; no salieron, por tanto, de sus encames. El día se fue en blanco. 16 de octubre. Del Diario de Fernando. Hoy pre­sentí

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“Tírale a ése que se ve muy bonito ... “

tercer nyala. Por más vueltas que dimos en los terrenos no pudimos encontrar a uno que superara a los ya cobrados, así que el mejorcito fue el que Fer tumbó de un tiro a pie firme. Los cuernos midieron 63 centímetros. La vida máxima de estos antílopes es de diez años y son tan perseguidos que los cazadores no los dejamos crecer. De 1970 a 1974 en esta zona no se ha abatido uno cuyos cuernos midan siquie­ra 27 pulgadas. Pero es una especie muy bonita y rara que, conjuntamente con el nyala de la mon­taña que cazamos en Etiopía, formarán un atractivo conjunto en nuestro salón de trofeos. 19 de octubre. Abandonamos nuestro primer campamento; el segundo quedaba bien lejos, en la Provincia de El Cabo, en el extremo sur de África. En la pista de aterrizaje del rancho de Zululand abor­damos un Cessna 310 que en dos horas nos llevó a un lugar llamado

Tarkastad. La noche anterior nuestros guías hicieron el viaje en Combi, cargando con todo el equipo. Hicieron 12 horas casi sin parar, de manera que cuando llegamos a Tarkastad ya nos esperaban. Abordamos la Combi y, por un camino de terracería, llegamos a Bower’s Hope, punto cercano a los ranchos del señor Murray Price, quien cortés y amablemente nos recibió, indicándo­nos el camino hacia su principal rancho donde vive con su familia; nosotros seríamos sus huéspedes. Este ha sido el campamento más lujoso que he tenido en mis safaris; se entiende que el señor Price recibe ocasionalmente a un grupo de dos o más cazadores en su propia finca, tal vez con el objeto de charlar y divertirse cambiando impresiones, ha­ciendo vida social con los huéspedes por unos po­cos días. Tiene esposa y cuatro hijos, el mayor de unos 7 años. La casa es moderna, con

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Aunque vimos muchos nyalas me costテウ trabajo localizar a uno con cuernos aceptables.

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todas las comodidades: billar, estancia, biblioteca, piano, etc., toda alfombrada; construida en medio de atractivos jardines, un potrero con alto y verde pasto donde se recrea una docena de finos caballos pura sangre. i Para qué decir más! Nuestro campamento era uno de los muchos ranchos de los Phillips o de los Price, dos ancestrales familias cuyos matrimonios han formado un clan, de tal modo que el rancho que no es de un Phillips es de un Price. Estos te­rratenientes, ricos universitarios que viven bien, que saben vivir, son muy trabajadores, no sibaritas hol­gazanes y presuntuosos como los del régimen feu­dal de tiempos pasados. La topografía y vegetación de la extensa área de los terrenos donde cazaríamos estaba totalmen­te en contraste con el campamento de Zululand: altos cerros rocosos, resecos, tipo Sonora, pelones y con muy escasa vegetación, sólo pasto amarillen­to y algunos matojos verdes; en fin, zona cerril, desértica, con algunos vallecitos, acanti lados, cañones rocosos y nada de agua. Ese es el típico hábitat de las especies que intentábamos cobrar: el vaal rhebok, el reedbuck de la montaña, el springbok y el blesbok. Todos animalitos de poca altura y cuer­nos chicos, pero especies raras, necesarias en nues­tra colección. Price y su muy agradable esposa, Leonore, for­man una de esas típicas parejas de granjeros o ha­cendados sudafricanos. Este rancho agropecuario a la vez que cinegético, dista 50 km del pueblo Queenstown.

busca de tiernos pastos y de día permanece en lo más alto de los cerros o a media falda. Es desconfiado, hui­dizo y correlón, sus defensas en sierras tan pelo­nas. En la tarde del mismo día en que llegamos, salimos a reconocer los terrenos de caza, primero en jeep hasta donde fue posible en la serranía y luego a pie. Llegamos a lo más alto y los binoculares empe­zaron a funcionar, pues sin ellos es casi imposible descubrirlos si no se mueven. El mimetismo de su pelaje grisáceo parecido al de un cervato, es otra de sus defensas, porque se confunde, se pierde en­tre las rocas, como ocurre cuando se va de caza tras de los borregos cimarrones en serranías escar­padas: casi siempre se les ve cuando ya van a toda carrera. Nuestros guías idearon una especie de batida: nos adelantaríamos caminando por un lado de la cima de un cañón sin asomarnos al lado opuesto y esperaríamos la batida. Después de darnos tiem­po, dos negros irían por el fondo de la cañada y otros dos a media falda. La batida dio resultado: no tardamos en verlos, unos corriendo muy lejos; otros más cerca, pero muy chicos; después otros más grandes, también muy lejos, de entre las ro­cas. Muy cerca de la postura de Fernando saltó uno corriendo; lo encañonó, mientras Mario —guía que lo acompañaba— observaba con los binoculares tratando de estimar los delgados y finos cuernos del vaal rhebok. Se calcula su tamaño por lo que sobresalen de las orejas, punto de referencia. —i Tí­rale! —fue todo lo que dijo Mario. El antílope se detuvo un instante a unos 120 metros y cayó de un tiro limpio. Los cuernos no fueron un récord: 18 centímetros, pero era un bonito y buen trofeo. Es tan difícil calcular la medida de los cuernos de este animal, que para abatir un récord se necesita paciencia, tiempo y mucha suerte, o abatir varios para que alguno tenga las medidas deseadas.

El vaal rhebok

(Pelea capreolus) Este pequeño antílope, de no más de 25 kilos, sería el primer objetivo. Este simpático animal, de graciosa estampa con cuernos verticales, rectos, como dos punzones que terminan en agudísimas puntas como agujas, es difícil de acechar, pues siempre está alerta. De noche baja en

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El vaal rhebok es un pequeño antílope difícil de cobrar, no obstante Fernando, a quien acompaña Cecilia, pudo abatir un bonito macho.

El mountain reedbock (R. fulvorofula fulvorofula) En la lengua afrikaans se le llama rooi rhebok, especie típica de los reedbuck, pequeño antílope poco más grande que el vaal. Vive en los mismos terrenos que éste y tiene hábitos semejantes, siem­pre está alerta y nunca falta un centinela que da la alarma con un silbido agudo y chillante. En este safari-shikar mi objetivo era abatir a un rinoceronte blanco y a un nyala. Ya lo había logrado y, por tanto, dejaría que Fernando y su esposa Cecilia disfrutaran de la caza, yo solamente los acompañaría. Fernando nos relata cómo cobró su primer rooi: Empezamos el regreso al rancho y ya pardean­do la tarde vimos en una colina unos rooi. Los ob­servamos con los gemelos. Caminaban despacio y Mario me dijo que había un macho con cuernos no despreciables. Como tenía licencia para cazar dos de estos animales, decidí tirar. El animal estaba medio oculto en la maleza, lejos, en la loma opues­ta, y sólo veía la cabeza y el pescuezo. Calculé la distancia en 250 metros, tiro difícil, pero me sentía seguro, estaba tirando bien. Mario apostó una bo­tella de champaña a que no daba en el blanco. Mario perdió, porque apoyé el rifle sobre una roca, apunté con sumo cuidado, contuve la respiración y oprimí delicada, suavemente el llamador de pelo y el reedbuck cayó rodando por la ladera. Los hue­ lIeros y Mario me felicitaron por mi tiro, tan limpio que dio en el pescuezo. Me sentí feliz. Alegres y contentos regresamos al rancho de Tarkastad por el éxito de este primer día de caza en esos terrenos.

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El blesbok (Damaliscus dorcas phillipsi) 20 de octubre. Esta gacela, lo mismo que el springbok, estuvo a punto de extinguirse a princi­pios de nuestro siglo. El mercantilismo, el valor de la carne y la piel originó la matanza de decenas de miles. Pasó la guerra de los bóeres y desde en­tonces las disposiciones restrictivas de las autori­dades para preservar a éstas y a otras especies han fructificado, reproduciéndose en cantidades que permiten la caza limitada. Se calcula que actual­mente hay 50 mil. Esta delicada gacela —no pesa más de 30 ki­los— habita en los mismos terrenos áridos y cerri­les de baja y escasa vegetación que el mountain reedbuck y el vaal rhebok. Aquí el relato de Fernando: Al pie de la sierra dejamos el jeep y empezamos a encumbrar. Al Ilegar a la cima de una cuchilla, nos asomamos con cuidado. Al otro lado descubri­mos, lejos, en el fondo, un vallecito donde pastaba tranquilamente un grupo de seis blesbok. La dis­tancia era de 800 metros y en terreno tan abierto no había modo de arrimarnos sin ser descubiertos; entonces pensamos que los huelleros dieran un ro­deo ocultándose hasta salir por el lado opuesto del profundo valle y produjeran una alarma. El plan dio resultado: las seis gacelas, a carrera tendida, nos pasaron a cien metros, las seguí con el telescopio del rifle y esperé que Mario me dijera cuál era el macho, pues había cinco hembras y sólo un macho, pero tan inexperto resultó mi guía profesional como yo, ya que ambos sexos tienen cuernos muy pare­cidos. El aviso no llegó y no queriendo arriesgar el tiro sin saber si apuntaba a un macho o una hem­bra, en cosa de segundos desaparecieron. Luego Mario sugirió un acecho en el que no tuvimos éxi­to. Ya a punto de ocultarse el sol decidimos el re­greso. Mario por el mismo camino y Cecilia y yo por el que me latía tendría mejor suerte. Caminábamos abiertamente por la cima de un cerro cuando Ceci­lia, quien tiene una envidiable vista de halcón, vio a dos gacelas caminando lenta y descuidadamente, a unos 200 metros abajo, alejándose de nosotros. Al instante nos agazapamos, me arrastré hasta un montón de rocas para apuntar con más firmeza apo­yando el rifle; primero usé los binoculares, tratando de descubrir si alguno de el/ os era macho. No ha­bía buena luz, el sol se había ocultado y decidí poner la mira telescópica sobre el blesbok que me pareció más grande. El animal cayó de un tiro a la paletilla; no sufrió, pues su muerte fue instantánea, “Estoy feliz con este rifle —continúa diciendo Fernando—, con esta gacela van cinco trofeos que tumbo

Fernando con un mountain reedbock cazado con un tiro al cuello, a pesar de estar el antílope a gran distancia. limpiamente de un tiro en este safari sin ne­cesidad del tiro de gracia.” Ciertamente Fernando estaba tirando de manera muy consistente, con buena puntería, sobre todo si tomamos en cuenta el tamaño de estas gacelas tan pequeñas, importantes, raras y difíciles especies que lucen bien en la colección de un cazador. Los cuer­nos del blesbok midieron 31 centímetros. Si los señores contratistas continúan cobrando tan caro por un safari en sus concesiones territo­riales de caza y si, por otra parte, limitan tan exce­sivamente los pocos días de caza activa, efectiva, ya sea en la selva o en la montaña, el cazador afi­cionado necesitará que lo socorra mucho la suerte para que en 2 ó 3 días cobre un señor trofeo de caza con cornamenta que amerite un buen lugar en la es­ cala de los récords. 21 de octubre. La caza no había terminado. Mur­ ray habló con su hermano Maurie, dueño de un ran­cho contiguo, y obtuvo permiso para que Cecilia cobrara un springbok de los pocos que hay en di­cho rancho. Primero

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Del blesbok, gacela de frente blanca que vive en lugares de escasa vegetación, cobramos también un ejemplar para nuestro museo.

los localizamos y Cecilia los observó con los binoculares para familiarizarse un poco. Caminamos y al poco rato pasamos cerca de una pequeña presa donde Cecilia, de un tiro increí­ble, es decir, un tiro de novata en estas artes, pues sólo tenía experiencia sobre animales de pluma tirando con escopeta, tumbó a 200 metros a un ganso Spear Wing, especie más grande que el Honker canadiense. Nunca había visto a uno de esos gansos: pecho blanco, lomo y alas negras, grandes y poderosas, que del ángulo óseo que sustentan las plumas —llamadas falsas remeras de las aves­ les nace una especie de espolón de centímetro y medio de materia córnea, muy duro, semejante a una uña de leopardo, la cual usa como una efec­tiva arma tanto defensiva como ofensiva. El tiro al ganso le inspiró más confianza a Cecilia: al descubrir un grupo de springbok. El acecho fue correcto. Nuestra Diana cazadora esperó con calma el mo­mento en que el macho se separara de las hembras y disparó. El tiro fue trasero. El animal corrió y Ce­ cilia lo siguió. La natural excitación, la carrera y la distancia la hicieron errar dos tiros más, pero fi­nalmente acertó al cuarto disparo. La novata en caza mayor se sentía feliz, aunque un poco molesta por los tiros que erró. De regreso al campamento nos encontramos con la buena noticia de que los huelleros habían encon­trado muerto un reedbuck que el día anterior había herido Cecilia

con un tiro trasero pero mortal. Esto dio lugar a un alegre fin de fiesta, pues al día si­guiente partiríamos para Irán donde teníamos con­trato para iniciar un shikar de 21 días. Nos despedimos de los Price y los Phillips, gen­te educada, hospitalaria, amable y, sobre todo, ami­gable, sencilla y franca, cualidades todas que dan lugar al nacimiento de una amistad desinteresada, sin dobleces. 22 de octubre. En tres horas de jeep llegamos a East London y ahí abordamos un jet que en menos de dos horas nos llevó a Cape Town, hermosa ciu­dad enclavada en el extremo sur del continente africano, más conocida como Cabo de Buena Espe­ranza, paraíso descubierto en el siglo XV por el fa­moso navegante portugués Vasco de Gama. Ciudad turística de primer orden. Desde la altura de su fa­ mosa meseta, denominada Table Mountain, se le presenta al turista un panorama único: por un lado se contempla el Océano índico y por el otro el Atlán­tico. Pero para descubrir los muchos atractivos y belleza que engalanan los contornos y la capital de la República de Sudáfrica, se requieren muchas pá­ginas y larga estancia. El factor tiempo nos privó de disfrutar tales delicias. Volamos a Nairobi, donde permanecimos dos días, luego a Bombay, India, con escala en Addis Abeba, Etiopía, y de allí a Teherán, capital de Irán.

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29 Mongolia 1975

Ya

dentro y por fue­ra. Todo va mejorando en esta hermosa y gran ciudad: servicios, comodidad y gente más cordial ... Agosto 14. A las 8 p.m. abordamos un avión de la línea Aeroflot, primera clase, que nos llevaría a Mongolia; antes sólo había clase económica. ¡Cambian los tiempos! ¿No? Es evidente que el hombre es un ser undívago y variable. Turística­mente Rusia ha mejorado. Partimos sin haber te­ nido problemas ni molestias. Hicimos escalas en Omsk, en Irkutsk, donde pasamos revisión de adua­na y, finalmente, aterrizamos en Ulan Bator, capital de Mongolia, a las 10 a.m., hora local del día 15. Hicimos siete horas de vuelo efectivo. Adelantamos el reloj cinco horas.

me he referido a mi primera y segunda ca­cerías en Mongolia, en noviembre de 1966 y agosto de 1968, respectivamente. Me faltaba un tercer shi­kar, esta vez en los montes del Gran Altai, antes zona vedada, donde se han abatido los mejores ejemplares de argalis. Esta vez me acompañarían mi gran amigo y te­naz cazador Ing. Héctor Cuéllar y mi hijo Gerardo. En agosto 10 de 1975 iniciamos el largo viaje partiendo de Guadalajara, Jalisco, y para el día 13 yo estábamos en Moscú. Nos hospedamos en el fa­moso Hotel Leningrado, de la época de los zares, lujoso y de un gusto refinado por

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Desde mi último viaje Ulan Bator había cambiado notablemente. Al entrar en un monasterio pudimos observar el contraste entre las clásicas únicas de los monjes y los vestidos modernos de algunos visitantes.

De 1968, fecha en que realicé mi segundo shi­kar, a 1975 Mongolia progresó mucho, la capital creció enormemente. Estaba irreconocible, moderna, con numerosos autos, taxis, camiones, autobuses y hoteles, así como verdes y hermosos bosques que limitan la ciudad con el desierto de Gobi y la em­bellecen. Todo nuevo y muy bonito. No importaba el calor. Agosto 16. Ese día lo pasamos en Ulan Bator haciendo compras, principalmente alimentos y otras cosas necesarias y útiles para disfrutar durante unos 5 días en una de las más importantes cacerías en os del más grande argali asiático: el Ovis ammon ammon. Con los contratistas no hubo problema, trans­arte, guías, choferes, cocinero y buenas yurtas —amplias tiendas de lona—. Todo quedó arreglado. e nos había reservado el Block No. 1, área bastante extensa, exclusiva para que durante 15 días pruebe su suerte y habilidad el cazador,

aunque acordamos que si no teníamos suerte se nos permitiera intentar en el Block No. 2. Agosto 17. Abordamos un nuevo avión de Air gol de 44 pasajeros, repleto de mongoles. Volamos a lo largo del lado noroeste de Mongolia, co­lindante con la frontera rusa, la región más fértil del país; boscosa, florida, tierra bien cultivada, ga­nado y fauna abundante de wapitis, ibex, osos, etc.; hermosa región opuesta al desierto del Gobi. Tres horas duró el vuelo y aterrizamos en Kobdo, provin­cia de Ubsa Nuur, donde ya nos esperaban dos jeeps rusos. ¡Ya estábamos en el famoso Gran Altai del Nor­ te, sueño de muchos años! Terrenos donde han caído los mejores ejemplares de los argalis sibe­rianos, los Ovis ammon ammon. Ahí nos encontra­mos con otro cazador, un estadounidense ... vice­presidente internacional de la General Electric, quien cazaría en el Block No. 3. Hicimos siete horas en jeep sobre terrenos es­teparios

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A pesar del empuje del modernismo, la vida de los pastores nómadas del Altai sigue igual que hace mil años, como lo demuestra esta señal sagrada que encontramos en nuestro camino.

para llegar a nuestro campamento, dejan­do atrás extensas llanuras y altos cerros pelones, todo cubierto de verde y fresco pasto. Bonita zona un tanto parecida al Medio Altai y Gurban Sahyan, sin un solo árbol o arbustos, si bien alegre, serena, silenciosa, plena de luz y verdor. En el camino de brecha encontramos numerosos conjuntos de yur­tas —las llaman gers—, donde temporalmente viven los pastores nómadas del desierto Gobi, a seme­janza de como vive el targui en el desierto del Sa­hara, África, cuidando su numeroso ganado, rebaños de chivas, caballos, camellos y lanudos yaks. La vida nómada de los gers no ha cambiado en más de mil años, desde antes de la época del terrible y famoso conquistador tártaro Gengis Kan, fundador del impe­rio mongol. Llegamos al campamento compuesto de tres yur­tas: para nosotros, una nueva y confortable, amue­blada con camas, estufa, mesa y una alfombra que cubría todo el piso de madera. Un lujo. En ella dor­miríamos Héctor Cuéllar, Gerardo y yo; otra servi­ría de cocina y en la tercera dormirían los guías y choferes. Buena comida. Por nuestra parte, llevábamos agua

mineral, bastante cerveza alemana, mucho y buen vodka, reconfortante para soportar la fría temperatura que nos esperaba. No podíamos pedir más en un campamento tan lejano y desértico.

Argali siberiano Ovis ammon ammon Argali es el nombre mongol que actualmente se le da al borrego salvaje de Asia y designa una sub­especie o a todos los argalis del grupo ammon, pero dentro de dicho grupo sólo hay uno: el Ovis ammon ammon, especie típica, el Papá, así, con mayúscula, de las subespecies y, según mi particu­lar opinión, el papá de todas las especies y subes­pecies de borregos salvajes en el mundo, sin por ello ofender al fantástico borrego estrella, el borre­go de Marco Polo de los Pamires afganos, ni al respetable Bighorn, ni al Dall, ambos de Norte­américa. Hace muchos años, para clasificar el score de un borrego silvestre se tomaban en cuenta las medidas del cráneo, esto es, el mismo sistema que ac­tualmente se

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Cráneo y cornamenta de un argali siberiano.

aplica para medir el score del oso polar y del Kodiak, pero más simple en el borrego: medir en línea recta, “entre estacas”, lo largo del cráneo, partiendo del hueso occipital al hueso pre­maxilar. Siguiendo este sistema, el score más alto de todos los borregos del orbe correspondería al argali de Mongolia, el Ovis ammon ammon, el cual mide 38 centímetros de largo del cráneo; le sigue el Hodgsoni del Tíbet, con 14 pulgadas, y el tercer lugar le correspondería al Ovis ammon darwini del Gobi, Mongolia, con 32½ centímetros aproximada­mente. El cráneo del borrego de Marco Polo es menos largo, una fracción de centímetro, en cambio, ningún otro borrego de cualquier especie, tipo o subespecie, tiene cuerna más larga, ni cuerpo, estampa o silueta más esbelta, ni la gracia y dono­sura de este bendito animal, aunque sólo pesa 40 kilos contra los 180 que pesa un Ovis ammon ammon. Sintetizando: el Marco Polo no es el papá e todos los borregos, pero sí es el “Borrego Est­rella”. En resumen, para medir y clasificar el score e un borrego la base son puntos y no lo largo del cráneo, que no deja de ser importante, la medición e la circunferencia de la base de los cuernos, el largo de los mismos y su masividad. El récord mund­ial, como es sabido, corresponde al argali sibe­riano, principalmente por la masividad de su corn­ amenta y el peso completo de su cuerpo; de éste a medida de la base de un cuerno es de 46 centímetros y fracción

de circunferencia contra 38V2 centímetros del Marco Polo.

Primer día de caza Agosto 18. A Héctor le tocó un guía que habla­ba inglés, español, ruso y mongol, llamado Bat­bold, muchachón robusto, agradable y servicial. A Gerardo y a mí nos tocó uno de nombre Avgaantse­ren, nombre difícil de pronunciar y optamos por llamarlo Burkan, apelativo de una montaña del país. A las 6 a.m. abordamos un jeep Gerardo, Burkan, el chofer que entendía un poco de inglés y yo. Hi­cimos dos horas sobre muy mala brecha, en terreno pedregoso, para llegar hasta el bordo de un risco profundo y escabroso. Desde la altura iniciamos el primer oteo, usando sistemáticamente los binocu­lares, dirigiéndolos por entre las lomas, barrancas y peñascales, sin encontrar más que un grupo de seis argalis en el fondo del precipicio, a unos 600 metros. No me pareció difícil un acecho para arri­marnos. Más de 15 minutos duramos estudiando y calculando los centímetros que medirían los cuer­nos del que nos pareció el mejor borrego macho; finalmente, Burkan nos dijo: —No miden más de 127 centímetros, el mejor. Muy poco para nuestras pretensiones. Sin embargo, no fue mala la impre­sión de ese primer encuentro, pues seguramente tendríamos la suerte de llevarnos un argali

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Después de 13 horas de continua brega y sin haber podido abatir a un argali, regreso al campamento montado en la incómoda silla mongola. con cuerna que midiera no menos de 58 pulgadas, ya en mi segundo shikar en Mongolia, en los montes del Medio Altai (1968), a mi hijo Fernando le tocó en suerte abatir un argali con cuernos que midie­ron 1.40 m el cuerno de la derecha y 1.36 m el del lado izquierdo; la base midió 53 centímetros de cir­cunferencia. Ahora tendríamos que superar esas medidas. Abandonamos el jeep y a pie seguimos adelan­te, encumbrando montañas, cerros y cruzando ca­ñones tremendamente pedregosos, escarpados, con laja suelta y, de remate, con un molestísimo viento fuerte y gélido, glacial, que se inició cuando nos encontrábamos ya a una altura de 3500 metros. La temperatura era bajo cero. Fue una prueba muy dura para ser el primer día de caza, principalmente para mí, que hacía muchos lustros había dejado atrás mi juventud, pero la alta montaña que tanto admiro es un placer para mí, un imán que me atrae, me llama, como seguramente siente el Yeti.

Con gran esfuerzo escalé hasta una altura de 4000 metros, cosa que no me esperaba, pues ese sufrido día salí a la montaña mal abrigado, aguan­tando el frío y el viento, como si estuviera otra vez en los Pamires afganos en pos del borrego Marco Polo. Durante más de dos pesadas horas de encum­brar, jadeando como perro cansado, sin parar, en terreno muy bronco, repleto de laja suelta, sin ver un solo animal, al fin pudimos ver, lejos, en la cima de un monte, la silueta de cinco argalis. Inmedia­tamente nos cubrimos detrás de un montículo, usan­do el telescopio de veinte poderes. Uno de los borregos me pareció más o menos aceptable. Te­ níamos, sin embargo, un fuerte viento contrario y no había posibilidad de un buen acecho en terreno tan abierto y pelón; además, me sentía un poco cansado. Decidí dejarle esa oportunidad a Gerardo y regresar al campamento. Gerardo insistió en dar un largo rodeo al monte e intentar el acecho. De pronto, como con frecuencia suele ocurrirle

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Estas durísimas lajas del Gran Altai pusieron a prueba mis ya disminuidas condiciones físicas para la caza de alta montaña.` al ca­zador, a menos de cien metros de entre grandes peñascos le saltó un grupo de nueve argalis ma­chos, según me contó entristecido al regresar al campamento. Seguramente a esa hora estaban reposando su siesta y sintieron al cazador cuando ya estaba tan cerca. Fue tan grande la sorpresa que con la mira telescópica no pudo apreciar en la estampida cuál era el macho con mejor cuerna; no fue fácil la elec­ción, la emoción grande, no aguantó y disparó al que le pareció era el mejor; en el lance no tuvo tiempo para un segundo disparo. En un santiamén los borregos se perdieron, se esfumaron entre el peñascal. Tal vez se perdió un buen ejemplar, tal vez no, eso no lo sabemos y menos yo que no es­tuve presente. Como decimos cuando erramos el tiro sobre un animal: “No era su día”. Agosto 19. Segundo día de caza, tremendamen­te pesado, todo fue a pie y a ratos a caballo. A las 5:30 a.m. montamos sobre las incomodísi­mas monturas mongolesas, muy lejos de parecerse a las tan cómodas mexicanas o texanas, aunque al menos nos pusimos ropa abrigadora.

Día nublado, terreno extremadamente pedrego­so, rocoso, difícil para las bestias, porque las nie­ves de invierno habían dejado los campos tan si­nuosos como la tundra de los campos subárticos después del deshielo, cubiertos de verde pasto y de hoyos y terrones tan abundantes que no podía darse un paso en firme. Después de tres y media horas a caballo ascen­dimos a una altura de 3 500 metros con tempera­tura de 15 grados bajo cero y un viento tan violen­to y frío como una ventisca polar. Gracias a los pasamontañas y a la ropa adecuada para esas altu­ras y tiempos borrascosos, pudimos protegernos un poco; sólo había lágrimas y una nariz amoratada en nuestros rostros, amén del entumecimiento de nuestras extremidades. En las cacerías de alta mon­ taña se sufre. Ese día tempestuoso y frío me hizo recordar los días que disfruté y sufrí con mi hijo Fernando y con nuestro buen amigo el doctor Moreno en los cam­pamentos de Sargas y de Tuliboi, en los Pamires de Afganistán, donde tuve la suerte de cazar un Marco Polo, una de mis más importantes hazañas en caza mayor.

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Frente a nosotros teníamos, como si fuera un paso prohibido, un alto e imponente pico negro, granítico, peñascoso y casi medio cubierto de laja suelta; creo que ni un yak podría encumbrar terre­no tan escarpado y difícil. Teníamos que encum­brarlo a pie y pasar por un puertecito que estaba a media altura. Hice un gran esfuerzo, pero no duró mucho. Los años me vencieron. No me sentía cansado, aunque mis llorosos ojos me impedían ver con claridad dón­de pisaba, sobre laja suelta, en mal terreno, un paso en falso y seguro me quebraría los huesos. Debía evitar esa caída y caminar más despacio: eso me dejaba muy atrás de Gerardo y los guías; luego, por si fuera poco, empecé a sentir un esca­lofrío, todo mi cuerpo temblaba. “¿Será la altura o el frío?”, pensé. Decidí, muy a mi pesar, no seguir adelante, porque en tales condiciones físicas y con ese viento, tan frío y fuerte como nunca lo había sentido, seguro que me impediría, si se presentaba a cien metros un borrego o un elefante, i qué más da!, no podría acertarle. Gerardo, joven y fuerte, siguió adelante. Yo esperaría. ¿Por qué entorpecer un día de caza? No hubo suerte, Gerardo sólo vio un grupo de cuatro argalis y la cuerna del mejor no media 1.27 m. Lo dejó ir. A las 7 p.m. llegamos al campamento; muy du­ras e infructuosas fueran esas 13V2 horas de andar campeando. A las 9 p.m. llegó nuestro amigo H. Cuéllar con un bonito par de ibex. Los tumbó en un doblete. Lo felicitamos, brindamos, cenamos y nos fuimos a dormir, siempre con la esperanza de un mañana mejor. Lo que me ocurrió ese negro día me hizo pen­sar en que ya era tiempo de colgar mis armas. El hombre puede intentarlo todo, sensatamente y a su debido tiempo. A mí ya se me tostaban las habas. El tiempo va desvaneciendo los sueños rosa y los años deterioran las facultades físicas, la resistencia, los reflejos, la agilidad física y mental, la vista, las decisiones rápidas... todo. A medio camino van

quedando parte de nuestros dulces sueños, proyec­tos, propósitos, ilusiones y quimeras, sin cristalizar, como en aquella famosa película de El viejo y el mar del gran escritor Ernest Hemingway. Sin em­bargo, para el cazador no todo se pierde y esfuma; pasa, pero algo queda ... los gratos e inolvidables recuerdos de una vida que dejó una estela en su camino.

Tercer día de caza Agosto 20. Ese día me quedé en el campamen­to, no porque me sintiera cansado del trajín del día anterior, sino por los síntomas del molesto catarro o de la gripe, tan fiel como la mala sombra que una vez más llamó a mi puerta, y ahora, por mucho que me cuidara, me perseguiría en mis cacerías de altura, de montaña, donde no casi siempre hay nie­ve, aunque no falta la lluvia y mucho frío. Gerardo y Héctor salieron cada uno por su lado en busca del codiciado argali. Pocas horas después regresaron por el mal tiempo: viento frío, lluvia me­nudita, casi nula visibilidad por la cerrada neblina; algo semejante en temporada de caza en las Roca­llosas, Canadá. Todos los elementos protegían a los perseguidos animalitos. Gerardo llegó con cara de betabel, toda morada. Fue un día en blanco.

Cuarto día de caza: el primer argali, día de suerte Agosto 21. El día anterior tuvimos un acuerdo entre los tres cazadores: Gerardo y yo nos cambia­ríamos al campamento en el Block No. 2, distante poco más de dos horas en jeep. Héctor decidió seguir probando suerte por unos dos días en el pri­mer campamento, luego se reuniría con nosotros. A ninguno nos gustó la separación; sin embargo, Héctor tenía razón; nos dijo que a distancia,

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Gerardo, lleno de condición física y de afición, se toma un merecido descanso acompañado de sus guías.

fuera de tiro, había un argali que le había parecido muy bueno y que porfiaría uno o dos días más. Lástima del tiempo tan malo que nos tocó en el primer campamento, pues el panorama estaba muy bonito: lomas y colinas y campos tapizados de pequeñas florecillas amarillentas, blancas, azu­les y moradas, las cuales nacen y crecen en un manto de verde pasto, si n que faltaran las silves­tres cebollitas de fuerte sabor, bien apetecidas por los argalis ... y por mi también. Eso en la planicie, cerca del campamento ... , pero arriba, en la cima de las montañas, i qué duras y penosas horas y días! Muy apropiado el nombre de Alto o Gran AI­tai. A los tres o cuatro mil metros de altura se re­montan los mejores argalis machos de más de 10 años de edad —viven unos 14 años—; por supues­to, hay sus excepciones, como le tocó en suerte a Gerardo. A las 4 a.m. Gerardo y yo abandonamos el cam­pamento No. 1 y a las 7 a.m. ya estábamos en el No. 2. —Ojalá cambie la suerte —dije a Gerardo. —Claro que cambiará —replicó Gerardo—, para peor. .. Mira, empieza a nevar. Eso no importó. Gerardo, de buena condición física, es muy tenaz y empeñoso en las cacerías. Montó a caballo acompañado por dos guías y partió en busca de los argalis. Eran las 9 a.m. Me quedé un poco triste en el campamento, tratando de con­vencer a mi catarro de que

ya no me diera lata, que me dejara en paz. Fue un día feliz, un día de suerte, a pesar de todo. Hora y media a caballo y media hora a pie encumbrando fueron suficientes para que Gerardo cobrara un precioso argali, bien adulto, de 1.50 m el cuerno izquierdo, 1.47 m el cuerno del lado derecho, la base de la circunferen­cia 49.5 cm y el peso de los cuernos, ya sin piel, sin maxilares y limpio el cráneo, 22 kilos.

Quinto día de caza Agosto 22. No le hice más caso a mi molesto catarro y Gerardo y yo salimos en un jeep que de­jamos al pie de la montaña. Bonito día de sol y suave viento. Vimos liebres y abundantes marmotas, como en Afganistán, y un total de 18 argalis ma­chos, pero ninguno mejor que el que tumbó Gerar­do. Todo el día caminamos, cruzando riscos y escarpados barrancones; el día se fue en blanco. Notas de mi Diario: Agosto 23. Considero sumamente difícil encon­trarme con un argali mejor que el que tumbó Gerardo. Si no veo uno con cuernos que midan más de 1.50 m, mejor no le tiro. Qué bueno que ya me siento mejor de salud. ¡ Adiós catarro! Ahora lo que necesito es suerte. Caminaré hasta el cansancio. De los cazadores gringos que anduvieron antes que nosotros por estos rumbos, uno regresó a su

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No obstante las adversas condiciones climatol贸gicas, Gerardo abati贸 este magn铆fico argali

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MONGOLIA - 1975 como los guías, que el animal estaba bien muerto; empeza­ ron los abrazos, los gritos de alegría y las felicita­ciones. Entre tanto, Gerardo dejó su rifle sobre las rocas para recibir los abrazos, y en ese momento, con indescriptible sorpresa, cazador y guías vieron cómo el argali se levantó y corrió como una gace­la, perdiéndose entre el roquedal. Inútil fue buscar y seguir rastros todo el día. Cuando Gerardo llegó al campamento se le veía muy apenado, triste y maldiciendo su mala suerte; luego reconoció que no fue mala suerte sino exceso de confianza y entusiasmo por haberse olvidado de los cánones de la buena caza. Seguro la bala rozó ligeramente la espina, cayó el borrego, se re­cuperó y corrió salvando su vida. Por mi parte, modestia aparte, cuando tumbo una pieza sigo poniendo sobre ella la mira del rifle sin moverme, pues si el animal se levanta es fácil dar en el blanco disparando por segunda vez; es más, si el animal es tan importante como un borre­go, un bongo, un kudu, etc., no me detengo ni va­cilo en soltar un segundo tiro aunque la víctima no se mueva. “El león muerto es el que mata al cazador”, reza un refrán africano. Sin embargo, creo que no hay cazador que no haya cometido más de un error en su vida, esto, incluyéndome, natural­mente. Ese mismo día Héctor vio dos borregos, ya tar­de y muy lejos, fuera de distancia de tiro deportivo. Agosto 28. Héctor, Gerardo y varios guías sa­lieron a caballo en busca del argali, con la esperan­za de encontrarlo herido o muerto. El día estaba nublado y muy frío, con fuerte viento. Nada encon­traron ni vieron más argalis.

país con un humilde argali con cuernos que sólo midie­ ron 1.16 m; otro, que durante diez días caminó como un demonio sin hogar, se conformó con un argali de 1.29 m. Eso, para mis hijos y para mi que ya te­nemos tres shikaris en nuestro haber en estas tie­rras de Mongolia, no vale la pena, poseemos algo mejor.

Agosto 24, día de suerte. Gerardo logra un doblete de ibex Gerardo salió en busca de los ibex que completarían las piezas de nuestro contrato de caza y des­pués seguiríamos buscando otro argali superior. Ge­rardo tuvo un fatigoso dia acompañado por su guía Burkan: anduvieron 15 horas en las montañas, pero regresaron con dos bonitos ibex. Ese mismo día tuvimos una doble satisfacción: una por el par de ibex y la otra por el arribo de nuestro compañero y gran amigo Héctor Cuéllar, quien llegó trayendo un argali tan grande como el que abatió Gerardo, con cuernos del mismo tama­ño, uno de ellos un poquito maltratado, como ocu­rre con la mayor parte de los borregos maduros; son medallas condecorativas, cicatrices o marcas de sus donjuanescas peleas durante la estación temporal del apareamiento. La lucha puede durar horas, hasta que el vencido, herido, se aleja humi­llado en tanto que el vencedor, arrogante y altivo, victorioso, se queda con el harem hasta que otro enemigo más macho y poderoso lo echa fuera a punta de topes y cornadas. Todos estábamos muy contentos con las piezas cobradas, buenos trofeos de caza y todavía nos quedaban unos pocos días para intentar encontrar­os con el segundo argali. Agosto 27. A las 6 a.m. salieron a campear Héc­tor y Gerardo. No hubo éxito debido a un error que cometió Gerardo. Lo acompañaban Burkan y otro guía. Después de algunas horas en el monte estaban en la cima de un risco oteando con los binocu­lares y en eso distinguieron entre los roquedales al argali que sólo mostraba los cuernos, la cabeza y parte del lomo. Gerardo, confiado en que estaba tirando bien, impaciente, no esperó a que el borre­go se moviera un poco y presentara un mejor blan­co, se decidió y con toda calma disparó su rifle, 2:Juntando a la espina. El argali rodó un poco, se detuvo patas arriba, y Gerardo, en vez de asegurar con un segundo disparo, creyó, tanto él

Se acabó el shikar En esta cacería no le di gusto al dedo, debido, en parte, a mi catarro y a los años, a mi declinación de facultades físicas. ¿Por qué no confesarlo ... ? En cambio, disfruté gozando, como siempre, admi­rando la grandiosidad y la belleza de la naturaleza, además de la muy grata compañía de mi hijo Gerar­do y de un gran amigo, Héctor Cuéllar, compañero con todas las cualidades de un señor cazador. En Moscú nos despedimos de Héctor, quien te­nía contraído el compromiso de un shikar en Irán. Cena alegre, mucha plática, abundante vodka y muy gratos recuerdos nos dejó esta aventura de caza —codicia y sueño de todo cazador—, el Ovis ammon ammon.

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15 horas en la montaña con su guía Burkan representaron para Gerardo el éxito de obtener 2 ejemplares de ibex. Aquí está con el primero de ellos.

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30 Nepal 1977

Shikar en los Himalayas

buscarlo en ese increíble laberinto de altísimas montañas. Yo colgaría mis armas, pero mi hijo Fernando seguiría exitosamente mis pasos en el deporte de la Caza Mayor, que durante tantos años, con sabro­sura, hemos disfrutado juntos en contacto con la naturaleza y el agradable calor de las fogatas en los campamentos. Y llegó el día: Héctor Cuéllar y mi hijo Fernando intentarían cazar al borrego Azul en los Himalayas nepaleses. No podía perderme esa aventura: los acompañaría aunque no dispa­rara un tiro. Así fue como para abril de 1977 ya pisábamos tierras de Nepal.

Abril

1977. En páginas anteriores, durante el shi­kar en los montes del Gran Altai, Mongolía, pensé que ya era tiempo de colgar mis armas, que fla­queaban ya mis condiciones físicas en cacerías de alta montaña —mi amor en este bendito deporte—. Pero seguía soñando e imaginando el esplendoro­so, grandioso hábitat del exótico bharal o borrego Azul de la cordillera Himalaya, especie que sólo un puñado de cazadores se había decidido

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En Katmandú, capital del Nepal, la religión y el esoterismo están continuamente presentes en la vida de sus habitantes. La palabra Himalaya significa Mansión de las Nieves o Mansión de los Dioses, y otros nombres legendarios. Los antiguos indios deificaban la Man­sión de las Nieves; el dios Himalaya era el padre del sagrado río Ganges y de su hermana, el río Uma, ambos todavía venerados como ríos sagrados. Los Himalayas, esa gran cordillera asiática, tie­ne 2 400 km de largo y 270 km de anchura; es un inmenso laberinto de macizos y cordilleras y com­prende una superficie de 600 000 km² de altísimas montañas y algunos valles poblados como Katman­dú, capital de Nepal. Este capitulo le corresponde a mi hijo Fernan­do. quien escribe una de sus muy difíciles y más importantes hazañas en Caza Mayor:

ante la impresionante majestuosidad de los Himalayas. Nos acercábamos a los terrenos don­de cazaríamos al bharal o borrego Azul de Nepal, especie tan codiciada por los cazadores de trofeos asiáticos. “¡Cuánto tiempo había pasado para que llegara este momento! Desde que nos encontramos con Arthur Knowles en el Corredor Wakhan de Afganis­tán hace cinco años (1972), cuando íbamos a cazar al Marco Polo, desde entonces ya pensábamos en venir a cazar al bharal; antes realizamos otras ca­cerías ya planeadas y empezamos la corresponden­cia con los Klíneburger de Seattle — organizado­res— y con otros cazadores que habían logrado su borrego Azul. A la fecha, 1977, sólo 18 cazadores en el mundo lo hemos logrado. “Escogimos la época más adecuada: la segun­da quincena de abril, en primavera, cuando en Ne­pal florecen abundantes los rododendros, cuando la mayor parte de las expediciones a los Himalayas tienen éxito, cuando los bharales están en las mon­tañas a menos de 5,000 metros de altura. “Mandamos el depósito para reservar nuestra cacería,

El bharal O borrego Azul (Pseudosi Nayaur) Fernando escribe: “Volábamos muy cerca del Annapurna —pico de ocho mil setenta y ocho me­tros de altura—, cada quien con sus pensamientos, extasiados

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El Monte Everest sobresale a 8 848 metros de altura en la gran cordillera de los Himalayas. tramitamos los permisos para caminar en las montañas, el permiso de cacería, el permiso de importación temporal de nuestras armas y mi padre empezó a caminar más durante los meses anteriores a la cacería, pedaleaba en su bicicleta diez millas diarias y dejó de fumar un poco. El in­geniero Héctor Cuéllar, quien seria nuestra compa­ñera en esta cacería, con su gran afición y deter­minación por hacer las cosas bien, me decía que corría diez kilómetros diarios en menos de una hora y que ya estaba en excelente condición física, uno de los principales requisitos para tener éxito en la caza. A siete y medio minutos logré bajar el tiempo en que corro la milla. Las prácticas de tiro fueron a doscientos y cuatrocientos metros. Sabía exactamente qué tanto caía la bala de 150 granos del rifle 7 mm Magnum Holland and Holland que uti­lizaría. Practiqué en febrero, cuando hace más vien­to en Guadalajara, para ver cuánto se desvía la bala con viento cruzado a 400 metros e hice algu­nos tiros rápidos tirando a 150 metros a un venado mecánico en movimiento. “Actualizamos las listas del equipo que utilizaría­ mos: llevaríamos todo lo necesario sin exceso. Algo muy

importante es llevar la ropa adecuada para temperaturas que pueden variar de 20 grados cen­tígrados bajo cero en la noche, hasta 20 grados sobre cero al mediodía. Habría que llevar ropa holgada y liviana, que se pudiera ir quitando en ca­pas, conforme aumentara el calor. Las botas deberían ser insuladas y firmes, adecuadas para zonas escarpadas. No debían de faltar los goggles para protegernos de las ventiscas, el impermeable, el pasamontañas, etc. Revisamos muy bien el equipo fotográfico, las baterías, los binoculares, el telesco­pio y, a trece días a pie de la población más cer­cana con servicios médicos, el botiquín sería muy bien revisado. El doctor Arturo Moreno, nuestro buen amigo y compañero de cacerías, nos selec­cionó las medicinas más apropiadas y llevamos es­critas las indicaciones para su utilización. No debe­ría faltar el oxigeno, pues cazaríamos a una altura que oscilaría entre los 4000 y los 5000 metros. Ne­cesitaríamos comida deshidratada para cuando hiciéramos los campamentos volantes y una buena bolsa de dormir; en fin, todo lo que forma el equipo para una cacería de 21 días en los Himalayas. “Llegamos a Katmandú vía París-Nueva Delhi.

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Durante nueve días los sherpas trasladaron sobre sus hombros todo nuestro equipo desde Katmandú a los terrenos de caza. Katmandú es una ciudad donde casi todo es eso­térico, donde los dioses y la muerte viven allí muy cerca de esa gente que mezcla las leyendas y los ritos religiosos con sus quehaceres cotidianos. Para ahorrarnos nueve días de camino a pie, rentamos un avión monomotor que nos lIevaria a una pista stol en la aldea de Dhorpatan, al pie de los Hima­layas, y allí aterrizaríamos al lado del río Utter­ ganga. “Hicimos poco más de una hora de vuelo. Al llegar vimos unas cuantas casas de madera con techos de corteza de árbol y piedras. Las gentes se acercaron con curiosidad al avión y algunas mu­jeres no dejaron de darle vueltas a sus molinos de oraciones. Mostraban cara de asombro. La mayoría eran refugiados tibetanos. Ahí nos esperaba Tej Jung Thapa, el organizador de la cacería, con 25 sherpas, gente de las montañas del este, de una lealtad y resistencia física reconocida mundialmen­te. A pie, desde Katmandú, trajeron todo el equipo que utilizaríamos. Cada sherpa llevaba una carga promedio de 45 kilogramos, aun en las cuestas más empinadas. El piloto tenia instrucciones de regre­sar por nosotros 21 días más tarde. Aquí nos des­ ligamos de todo contacto con la «civilización»?

“En el camino a nuestro primer campamento nos paramos para alinear los rifles a 25 metros. Me dio gusto ver que no había que corregir nada en el te­lescopio. Dejamos el murmullo del río en el valle y empezamos a subir. Dhorpatan está a 2 800 me­tros y subimos hasta nuestro campamento de Ek­klutha a 3 200 metros. Pasamos por hermosos bosques de redodendros color rosa y rojo, muy pa­recidos a las azaleas; miden entre 10 y 15 metros y estaban en floración. El resto del bosque lo for­man varios tipos de pino y la tierra está cubierta de musgo. Por la tarde nos cayó la primera nevada que fue como un bautizo al llegar a estas montañas sagradas. El viento era frío y tuvimos que utilizar nuestras gruesas chamarras. “Caminamos tres días para llegar a la zona don­de habitan los borregos Azules. Fuimos subiendo poco a poco hasta los 3 500 metros, donde estaba nuestro campamento base. Esos días nos sirvieron mucho para adaptarnos a la altura. Nuestros ojos se empezaron a acostumbrar a las montañas y pudimos distinguir más fácilmente algún animal en la lejanía. Estuvimos tratando de adaptarnos a otro tiempo, a no tener prisas ni presiones, a olvidar los límites, a integrarnos a la naturaleza. Para ser buen

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No quise dejar de acompañar a mi hijo Fernando en busca del borrego Azul por tierras del Nepal, aunque solamente como compañero de cacería. La costumbre me hace llevar mi rifle; “por si acaso”.

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En las estribaciones de los Himalayas, Fernando registra cuidadosamente los lejanos picos en busca de borregos Azules.

cazador hay que saber disfrutar de la tranquilidad de las montañas, del espectáculo de las nubes, del murmullo de los arroyos y del verdor de los árboles.

“Mandamos a los sherpas con el campamento provisional por la parte baja de la montaña, dándo­le vuelta; nos esperarían en un valle al otro lado y nosotros subiríamos la montaña y nos encontraríamos con ellos por la noche. “Empezamos la larga y pesada subida. Vimos los primeros borregos en dos grupos y conté hasta 30 animales entre hembras y machos pequeños, aun­que ninguno llegaba a tener cuernos de 59 cm, que era el mínimo que yo me había fijado para cazar. Conforme subíamos, la montaña se hizo más difícil y /legó el momento en que nos encontramos frente a una infranqueable y enorme roca casi vertical, con muy pocos puntos de apoyo para subir. Regresar para intentar otro camino, significaba una hora

Primer intento para cazar el bharal “Temprano salí con mi guía y tres sherpas a un campamento volante que duraría tres días. A las 10 a.m. ya estábamos frente a una impresionante montaña muy escarpada y nevada. No vimos la cima por las nubes que la cubrían parcialmente y nos imaginamos que subiendo podríamos ver algunos borregos y quizá, si había algún trofeo, intentar un acecho.

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de bajada y tres horas de subida y eso acabaría con el día y con la posibilidad de encontrar algún bo­rrego. “Estuvimos observando la roca detenidamente con los binoculares y por fin creímos encontrar un camino para cruzarla. Hicimos dos intentos sin éxito y al tercero, como de costumbre, logramos subir con mucho trabajo y muy lentamente, ayudándonos entre los tres, deteniéndonos uno al otro. Había ro­cas sueltas y nieve que dificultaban el ascenso y un error significaba caer unos cien metros con varios huesos rotos. “Una vez que pasamos, el resto del camino a la cumbre fue difícil pero caminable. Como a la 1 :30 p.m. empezó a cambiar el tiempo, las nubes se hi­cieron más grises, el frío más intenso, el viento sopló con más fuerza y la nieve no cayó en copos sino en forma de granizo, sin cristalizar. Al principio no le dí importancia, ya que en otros días había nevado así, una o dos horas, y se despejaba. Cerca de las 3:00 p.m. estábamos en la cumbre, a 4700 metros de altura, la tormenta llegó a su máximo, las ráfagas de viento bufaban, la luz disminuyó como sí el sol se hubiera puesto y perdimos la visibilidad, pues no alcanzábamos a ver más allá de 10 me­tros: todo se veía blanco, no había contrastes, cami­nábamos entre las nubes por la afilada cumbre y, no obstante que el guía iba delante de mí, era muy fácil desviarnos del camino. La única forma de sa­ber si íbamos correctamente era, al pisar la nieve, notar si estaba dura, lo cual significaba que era parte del glaciar y debía tenerse cuidado porque un resbalón provocaría una caída de cientos de me­tros, y, en cambio, si estaba suave, quería decir que era reciente, aunque no deberíamos desviar­nos mucho pues corríamos el riesgo de caer en alguna grieta. Pregunté al guía si estaba seguro del camino y respondió afirmativamente. Seguímos caminando, siempre con muy poca visibilidad. El viento y la nieve no nos permitían ver. Más tarde em­pecé a notar que caminábamos un poco en círculo y más de prisa. Algo no andaba bien. Volví a

preguntarle al guía por el camino y vi que tenía los ojos desorbitados; tenía miedo y me contestaba en nepalí excitadamente. Comprendí de inmediato que estábamos perdídos. Hablándome ya en inglés, me indicó que no había podido distinguir el puerto por el cual debíamos bajar y lo mejor, según él, era intentar volver por donde habíamos subido. Calculé que eso era imposible; primero, porque nos toma­ría demasiado tiempo para empezar a bajar y ya era bastante tarde y, segundo, porque no podría­mos pasar la roca que con tantos trabajos habíamos subido, ahora con más frío, con esa nieve y de ba­jada. ¡imposible! “Traté de calmarlo diciéndole que intentáramos seguir adelante bajando lo más posible, sin impor­tar sí llegábamos al campamento: simplemente ha­bía que bajar para evitar que la noche nos llegara arriba, donde la temperatura era de 10 grados cen­tígrados bajo cero y con viento superior a los 20 nudos. El frío llegaba a menos 20 grados centígra­ dos bajo cero. “Es durísimo pasar una noche en la montaña con una tormenta de nieve a la intemperie, sin sa­ber si durará horas o días. La mente en estas situaciones es muy rápida; pensé que nos esperaba una noche muy fría pero no llegué a aceptar el que pu­diéramos congelarnos hasta morir. Estaba resuelto a caminar toda la noche en círculo, para conservar la temperatura; no obstante, quedaba la incógnita de si al día siguiente seguiría la tormenta. Me que­daban todavía un chocolate y un limón a medio exprimir: los guardaría hasta el último momento; los sherpas tienen más resistencia y no los necesitan, pero si los viera muy mal compartiría con ellos. “Lo que más me preocupó fue que por la ropa insulada que llevaba y por el esfuerzo al subir es­taba empapado en sudor y cuando me empezara a enfriar el sudor se volvería una plancha de hielo. Seguimos caminando lo más rápido posible, siem­pre tratando de bajar, deslizándonos a ratos unos cuantos metros. La nieve me daba más

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NEPAL - 1977 arriba de la rodilla y tenia la impresión de que caminaba por una nube. En algunos puertos ‘la nieve no caía, su­ bía arrastrada por el fuerte viento. Algunos rayos hicieron más dramático el momento, pues en estas montañas el trueno se oye muy intensamente y el eco se prolonga por los diferentes cañones. Nues­tras chamarras y pantalones estaban completamen­te forrados de nieve, los cierres no funcionaban o tenía tan entumidas las manos que no poseía la fuerza necesaria para acabar de subirlos. A mi rifle se le había formado hielo entre los gatillos. “Seguimos caminando hasta las siete de la no­che, aquí el sol se pone a las seis treinta. En eso estábamos, cuando por algún buen deseo las nubes pasaron, dejó de nevar y pudimos ver dónde está­bamos; reconocimos un río más abajo y la hermosa vista de los árboles. Ya no pasaríamos frío, en algu­na forma llegaríamos a ellos y podríamos hacer fuego. Bajamos rápidamente aprovechando los últi­mos minutos de luz, cansados pero contentos de no habernos perdido. Llevábamos más de doce horas caminando. A las ocho, ya muy oscuro, Ilegamos a una choza abandonada, de las que usan los pasto­res en el verano para guardar sus rebaños. Tenía el techo de corteza de árbol y las paredes eran de pasto; obviamente, no había puertas y el viento se colaba por todas partes. Encontramos suficiente leña para hacer un buen fuego. Me quité toda la ropa para secarla mientras me envolvía en un plás­tico térmico. Así pasamos las primeras horas de la noche. No teníamos nada que comer ni tampoco hambre, sólo una sed increíble. Me había deshidra­tado completamente y bebí casi dos litros de agua. Pasamos la noche con frío a pesar del fuego; sin embargo, no fue muy larga: antes de las cinco de la mañana ya había luz como para caminar y seguir hacia el siguiente campamento volante, al cual no habíamos podido Ilegar la tarde anterior. El resto de ese día no vimos borregos que valieran la pena y al siguiente regresamos al campamento base. “Me dio mucho gusto encontrar a mi padre ca­minando cerca del campamento, tranquilo, feliz de estar en estas hermosas montañas. Empezábamos a cenar a las cinco de la tarde cuando nuestro com­pañero Héctor Cuéllar Ilegó con la buena noticia de que había logrado cazar su borrego. Brindamos por su éxito junto a la fogata, mientras él nos rela­taba su acecho, que consideró uno de los más du­ros de su vida. Me sirvió mucho ver el borrego que cazó Héctor, pues así pude comparar las medidas con las que yo había visto. Cenamos muy bien y dormí profundamente. “Segundo intento: decidí cambiar de zona y sa­lir a otro campamento volante durante tres días. Trataría de Ilegar al área más apartada junto al Dalaguiri, montaña con 8 506 metros de altura, quinto lugar entre los más altos de los

Himalayas. Nin­gún cazador había llegado a esa zona, entre otras razones porque hay que pasar por un puerto de más de 5 000 metros, el cual, generalmente, está cubierto de nieve muy profunda, pero supimos, por con­ducto de unos scouts que mandamos a principios de mes, que había ahí muy buenos trofeos. “A las siete de la mañana, después de un desa­yuno ligero, mi guía Ashik, Sri Lama y yo empeza­mos a subir. En dos horas de ascensión llegamos a 3 800 metros. Ante nuestra vista teníamos un mag­nífico panorama: una serie de cañones muy escar­pados. Montamos el telescopio en unas rocas y empezamos a escudriñar lentamente las montañas. La luz era ideal y no tardamos en descubrir a un primer grupo de seis hembras y después descubri­mos a otro grupo, como a dos kilómetros, en el fondo de un cañón, sobre una meseta. Era más nu­meroso; en total contamos trece machos y tres hembras, entre elfos un macho oscuro, cuya cor­namenta, según estimó Ashik, pasaría de 58 cm. Al verlo, estuve seguro de que era el trofeo que yo quería y sin titubear decidí cazarlo. El grupo de borregos estaba en una posición estratégica: no po­díamos acercarnos por abajo —nos verían con fa­cilidad— y para llegar rodeándolos por arriba nos tomaría más de un día, así es que empezamos a subir para observarlos desde otros ángulos. Siem­pre a cubierto, de vez en cuando, con mucho cuidado, nos asomábamos para confirmar su posición con los binoculares; estaban a unos dos kilómetros y se movían lentamente, comiendo de uno y otro manchón de pasto. Llegamos muy cerca del puerto, a 4800 metros de altura. Los borregos se habían movido un poco y estaban abajo de nosotros, pero allá, en el lado opuesto de la montaña, a unos 1 500 metros de distancia. Eran aproximadamente las doce del día. No teníamos alternativa y decidí que Ashik se quedara observando con el telescopio desde la cima, mientras yo me deslizaba rápidamente entre la nieve y las rocas, hacia abajo. Si los borregos me veían, Ashik, con el telescopio, vería hacia dón­de se iban y me lo indicaría. Bajé hasta un arroyo, que me ocultó temporalmente de los borregos, que estaban arriba de mí. Yo me encontraba del lado de su montaña y no se habían inquietado gran cosa; de cualquier forma, con lo poco que se mo­vieron, Ashik ya no podía bajar, pues corríamos el riesgo de espantarlos y decidí hacer el acecho solo, para acercarme a unas rocas desde donde podría tirarles. Esperé unos quince minutos a que la ma­nada se ocultara tras ellas; empecé a acercarme, arrastrándome entre las rocas con el rifle bajo; caminé rápidamente un trecho casi en cuclillas; me tiré después tras una roca y comprobé con los binoculares la posición, tratando de interpretar si los borregos ya me habían sentido, pero seguían co­miendo; seguí acercándome hasta llegar

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El gran ejemplar de borrego Azul cazado por Fernando en los Himalayas, ocup贸 el cuarto lugar mundial de esta especie de alta monta帽a.

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Ante el regocijo de Ashík, felicito orgulloso a mí hijo por su éxito con el borrego Bharal.

a un acan­tilado que me ocultó completamente: ya no los po­dría volver a ver hasta que no estuviera arriba de las rocas y desde ahí los tendría a un tiro fácil. Estimé que subir ese último trecho me tomaría una media hora porque estaba a 4 0OO metros de altura y mi respiración era muy agitada, parte por el es­fuerzo de la subida, parte por la falta de oxigeno y por la emoción. “Pensé que en la primera oportunidad que tu­viese de ver a los borregos, éstos tal vez estarían a menos de cien metros y sólo saber que ya estaba tan cerca me excitaba más. Debía tener mucho cui­dado en no hacer el menor ruido, en no rodar una piedra. Le quité el protector al telescopio, corté cartucho y empecé a subir los últimos metros; por fin, sudando copiosamente, llegué casi a la cima, me faltaba un metro para poder asomarme, pero no podía normalizar mi respiración tenía la boca seca, escuchaba claramente los latidos de mi corazón y sentía las pulsaciones en mi cabeza, de modo que si me asomaba en esas condiciones corría el riesgo de verme en la necesidad de hacer un tiro precipi­tado y fallarlo; por otra parte, pensé que si ya me habían sentido o si había algún cambio en el aire, desaparecerían en un instante. De cualquier forma, esperé unos minutos —se me hicieron

horas— y ya más calmado me fui acercando al borde, me asomé lentamente, con muchísimo cuidado, y cuando le­vanté la vista vi con sorpresa que los borregos ya se habían alejado y estaban a unos 250 metros; se di­rigían lentamente a un puerto, distante unos 150 metros, un poco más arriba. Sí no lograba matar a mi borrego al primer tiro, seguro se irían por ese puerto y no tendría oportunidad de tirarles nueva­mente. Para poder escoger al más grande no tenía tiempo de utilizar los binoculares y utilicé el teles­ copio del rifle. En eso estaba cuando Ashik llegó a mi lado del fondo del arroyo, se acercó y me dijo: «Wait, wait». Ya estaba listo para disparar, mi res­piración era casi normal, sólo me temblaba una pierna por el esfuerzo al subir y traté de presionarla contra las rocas para no moverme. Pasaban esos momentos cuando aparecieron tres hembras e in­ mediatamente alarmaron a nuestros borregos; uno que estaba echado se paró, toda la manada dejó de comer y todos voltearon hacía el puerto. Pensé que en cualquier momento correrían y decidí tirar; escogí al tercero de la manada, el que se veía más grande y más oscuro — generalmente los borregos más viejos y más grandes no van de líderes, sino que mandan a otro más joven para que corra los riesgos de ir por delante. Preparé el gatillo

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Como despedida los sherpas nos organizaron una fiesta donde bailaronsus danzas autóctonas.

de pelo, sostuve un momento la respiración a la mitad, puse la cruz del telescopio en el codillo y oprimí suave­ mente el gatillo; al oír el disparo los borregos sa­lieron en estampida. Sentí que había acertado, pero no lo vi caer y Ashik, quien no había tenído tiempo de observar con los binoculares, no pudo indicarme nada. A unos quinientos metros los volví a ver corriendo entre las rocas y aún no sabía qué había pasado con mi borrego, cuando, a unos veinte me­tros del lugar donde le disparé, vi que rodaba hacia abajo, entonces le volví a disparar aun cuando iba rodando, pues no quise correr el riesgo de que vol­viera a levantarse. Quedó inmóvil, lo seguí obser­vando con el telescopio listo para disparar si in­tentaba levantarse pero ya no lo hizo. Ashik me felicitó y sentí que por fin había logrado mi borrego Azul. Nos acercamos y estimamos había dispa­rado a unos trescientos sesenta metros de distan­cia; el primer tiro le pegó en la parte baja del codillo yeso fue suficiente. “Exhausto me dejé caer junto al borrego, des­cansé un rato contemplando las nubes que pasaban rápidamente entre los riscos cubiertos de nieve y muy abajo vi el río y los pinos. ¡Qué felicidad cuando se cumple con una meta. . . cuando se realiza un sueño! Estos máximos momentos sólo se comparten con las montañas. Existe una profunda

e intima satisfacción de haber tenido éxito. El borrego Azul es hermoso, de un color café oscuro y de gris azulado el nacimiento del largo pelo; tiene el mismo color de las rocas donde habita y su mimetismo es perfecto. En el pecho y en el frente de las patas tiene unas líneas negras y unas pulseras blancas. Los cuernos forman una media luna tor­ciéndose hacia atrás, midieron 62½ y 60 centíme­tros, respectivamente y la base del cuerno 28 cen­tímetros. Este borrego ocupó el cuarto lugar en el mundo. Le tomé las principales medidas para que nuestro taxidermista lo disecara adecuadamente de cuerpo entero y empezamos el regreso al campamento. Ya no sentía ningún cansancio, con la satisfacción de haber logrado mi trofeo de caza. “Quizás esa misma felicidad me obligó a pensar cuál sería el próximo borrego que iría a cazar; me hacían falta tres para completar el Gran Slam Asiá­tico. Creo que los cazadores vivimos de las ilusiones por los trofeos que aún nos quedan por cazar. “Al llegar al campamento me recibieron mi papá y Héctor con un abrazo y compartimos el éxito es esta cacería junto a la fogata, frente a las nevadas e inolvidables montañas Himalayas.” Aquí termina el relato que Fernando tomó de su Diario, pero no terminan las cacerías.

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31 Canadá 1977

Fernando narra una cacería de oso negro en Canadá

En el penúltimo día, desilusionados al no encontrar en todo el día ningún borrego y ya de re­greso al campamento, descubrimos, como a la mi­tad de una de las colinas cercanas, un punto negro. De inmediato pensamos que se trataba de un oso y al observarlo con los binoculares vimos que era de muy buen tamaño y como íbamos a cambiarnos de lugar no existía riesgo de asustar a los borre­gos en la zona y decidimos cazarlo. Cuando vimos por primera vez al oso desde una vereda, éste se encontraba más o menos a unos 800 metros arriba de nosotros. Nos perdimos, pues, entre los pinos para acercarnos y encumbrar donde estaba.

Septiembre

de 1977. Nos encontramos en las montañas del este de Kootenay, muy cerca de la ciudad de Cranbrook, con el propósito de cazar un Big-Horn. Eran los últimos días de septiembre y ha­bíamos tenido un pésimo tiempo. Durante los diez días anteriores no habíamos podido cazar más que dos piezas, pues la nieve y la lluvia y una cerrada neblina no nos dejaron ver las montañas. La región era ideal para cazar un borrego, pero simplemente no tuvimos oportunidad de descubrirlos con el mal tiempo.

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CANADÁ - 1977

El oso negro nos faltaba para nuestra colección de trofeos ... En tal tiempo los bosques de British Columbia están en su mejor época, en ellos existen varios tipos de pino, el larch, de un verde claro y delga­das agujas, el fir, de agujas cortas y verde oscuro, típico árbol de Navidad; el bull pine, de agujas largas, verde oscuro, muy parecido al michoacano; el jack pine, parecído al bull pero más bajo; el poplar, de un amarillo claro intenso y hojas redon­das, juníperos parecidos a los cedros, aunque ba­jos, y con ramas horizontales; los olders, muy pare­cidos al poplar en el tamaño de su hoja, más o menos como la de un peso, pero con la forma de las hojas del maple y, obviamente, los maples mis­mos, de hojas amarillas y naranjas y troncos blan­cos veteados; todos elfos, en conjunto, le dan un variado colorido a estos montes coronados por la nieve blanca y los cristalinos lagos. Es una delicia caminar bajo estos hermosos árboles con la idea de cazar un animal. Lo único que disminuyó la de esos momentos fue el mal tiempo, no por la incó­moda lluvia, sino porque la neblina impedía que viéramos los animales. Mi guía Ed Hrísook y yo subimos por las empi­nadas laderas del monte, durante dos horas apro­ximadamente. A pesar de lo cerca que veíamos al animal, la subída fue pesada y sudamos aun cuan­do hacía fresco. Llegamos a la altura donde ha­bíamos visto al oso y con mucho cuidado para no espantarlo nos fuimos acercando más y más hacia la cuchilla donde imaginamos estaba. El monte era bastante tupido y aunque se sabe que la mayor parte de las veces un oso se ahuyen­ta con la presencia del hombre, no debía descar­tarse la posibilidad de que hubiese una osa con sus oseznos, en cuyo caso, al sentirse acosada, sin­tiera que estaban en peligro y decidiera atacar. Cuando el cazador está en uno de estos lugares tan cerrados, no tiene mucha oportunidad para dis­parar y debe ir con bastante precaución, pues las partes bajas de los arroyos están cubiertas del willow,

muy molesto porque siempre está mojado, res­baloso y no permite ver muy lejos. Pasó medía hora y al llegar a uno de los claros, un lugar desmontado con algunos árboles caídos, pudimos observar un trecho más largo y a unos 150 metros más arriba de donde nosotros lo había­mos calculado; de pronto, apareció el oso, caminan­do hacía lo alto. En el momento que lo vimos vol­teó, se paró en sus patas traseras y levantó la nariz para olfatear. Por la situación del terreno pensé que de un momento a otro trastumbaría y con lo alto del matorral sería muy difícil volverlo a ver; traté, pues, de apoyarme sobre un tronco que estaba cer­cano y disparé. Fallé el primer tiro. El oso se sintió desconcertado con el balazo. Corté cartucho y vol­ví a disparar, di en el blanco y vi cómo rodaba el oso hacia abajo. Pensé que había muerto inmedia­tamente, pero con sorpresa observé cómo las hojas de los matorrales seguían moviéndose, señal de que el oso estaba herido y venía hacia donde está­bamos nosotros. Nos encontrábamos en una muy buena posición y podía ver perfectamente si salía a la parte clara. No lo hizo así; apareció por la cu­chilla, por la parte más densa, corriendo hacia abajo. Pensé que de un momento a otro saldría casi frente a nuestras narices y, en efecto, más tar­ de, como a unos 50 metros, lo vi entre los mato­rrales. No pude disparar sino hasta que llegó a una parte más limpia; ahí, de un tercer tiro, cayó el fuerte animal. No era de un tamaño excepcional como lo juzgamos con los binoculares, sino normal. No teníamos este trofeo en nuestra colección y, ade­más, habían pasado ya muchos días en que no ha­ bíamos visto un trofeo ni disparado un tiro. Días más tarde —el mal tiempo seguía— terminamos la cacería sin haber obtenido el tan deseado Big-Horn; de cualquier forma regresamos satisfechos de ha­berlo intentado y de haber logrado un trofeo más.

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32 U.R.S.S. 1979

Caza del tur

empiece el acecho final al trofeo que me acercará más a completar el propósito de lograr el Super Slam. “Ya he logrado once de estos trofeos. Mi padre ha obtenido además, entre otros, el Arglfi del Gobi y el Marco Polo. Así es que en conjunto tenemos trece borregos diferentes. Por los problemas políticos actuales en Irán y Afganistán, no podríamos completar por ahora el Super Slam; por eso decidi­mos cazar un tur, antes de que en Daghestán empiecen los problemas. “Comienzo a escribir este «Diario» el viernes 2 de julio de 1979, al amanecer, en el pequeño pue­blo de Kuba en Azerbaiján, una de las Repúblicas Soviéticas más

(Capra cylindricornus)

Capítulo escrito por mi hijo Fernando: “Julio 1979. No

es fácil precisar cuándo empieza realmen­te una cacería. ¿Fue cuando conocí el nombre del tur de Daghestán, entre los dieciocho borregos que componían el Super Slam* en 1976, o cuando escri­bí a los contratistas Klineburger confirmando esta cacería, o al empezar a leer sobre Rusia y la región donde cazaré, o cuando le escribí a otros cazado­res que ya habían cobrado el tur para pedirles sus sugerencias, o cuando salimos de Guadalajara, o cuando

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U.R.S.S. - 1979 “Más tarde pasamos por una fonda donde esta­ ban preparando unos deliciosos shash-liks de borrego al carbón, los cuales son condimentados con el sumag, especie de jamaica seca picada, muy sabro­sa; la utilizan adicionada con un poco de sal. Afuera de la fonda, en un gran barril de lámina verde, venden cerveza fresca, ligera, turbia y muy sabrosa. “En los dos jeeps, llevando todo nuestro equi­po, salimos rumbo a la reserva de Kubinski, en el corazón del Cáucaso. Estábamos cerca de Babadag, una de las montañas más altas del área. El camino empeoró conforme nos alejamos de los pueblos, casi tres horas de brincos por una polvorosa bre­cha. A nuestro paso vimos pocas aldeas, siempre rodeadas de los esbeltos y verdes poplars. La ma­yor parte de las casas usan láminas acanaladas como techos y a los dueños les gustan bastante los balcones de madera tipo turco. Al final dejamos la brecha y continuamos por el pedregoso lecho de un río muy ancho, ahora seco. Nos esperaban ya los caballos y los arreadores. Nuestro staff se com­ponía de Samedov, el intérprete, un jefe de caza­ dores, diez batidores, un representante oficial del gobierno y un cocinero. Todos con aspecto de tur­cos con amplio bigote, muy alegres y ajenos total­mente a los problemas de Moscú. Los caballos fla­cos pero fuertes, tenían cubresillas, y bolsas en la parte trasera, muy bonitas, hechas como las alfom­bras persas, de colores muy brillantes y geométri­cos diseños. Tabriz no está muy lejos hacia el sur. El camino al campamento no fue muy largo, unas dos horas. Fuimos subiendo lentamente, siguiendo siempre el lecho del río, cuyo cauce no mide más de unos cinco metros de ancho; su color gris le­choso denota que proviene de los glaciares. El día estaba nublado e íbamos descubriendo paso a paso los difíciles montes cada vez más altos. Empiezan con una hermosa vegetación, un tipo de roble y álamo, con pasto cubierto de pequeñas flores que crecen en la alta montaña. Nos llamó la atención, sobre todo, una especie de rosa blanca silvestre que llegaba hasta la altura de nuestras monturas. Estábamos aproximadamente a 1 300 metros sobre el nivel del mar; la vegetación terminaba a los 2 300 metros y de ahí las rocas, atormentadas por los bruscos cambios de temperatura, que al tocarlas se desquebrajan formando la laja que más tarde nos causó tantos problemas. En unos meses más em­pezarían las nevadas y cubrirán todo por casi ocho meses. En ese tiempo nadie estaría, porque sería aquí una región totalmente aislada por la nieve. El campamento estaba situado al lado del río: frente a unas impresionantes montañas y unos frontones grises cortados como con navaja. Nos mostraron dónde se mató el cazador Carlsberg el año pasado, al resbalarse y caer entre las rocas; fue una caída recta de unos 200 metros

Antes de partir para el Cáucaso visito la Plaza Roja de Moscú. productivas en cereales. “Llegamos anoche, ya bastante tarde, después de un vuelo de dos horas y media de Moscú a Bakú —situado a orillas del Mar Caspio—, la quinta ciu­dad más grande de la Unión Soviética, zona muy rica en petróleo; a pesar de ello, vimos largas colas en las gasolineras. De Bakú a Kuba hicimos poco más de dos horas en uno de esos buenos jeeps rusos y aquí empieza nuestra aventura. “Nuestro guía, Samedov o Sami, individuo bien preparado, quien hablaba muy bien el inglés, poseía un típico aspecto turco, no muy activo. Completaba esta cacería Ed Stedman, texano de 53 años, reti­rado de los negocios para dedicarse ahora a las cacerías, especialmente a las de alta montaña, ver­dadero deportista con muy buena condición física, conocedor y con una gran afición, quien probó ser un magnífico compañero. “El objetivo del día era comprar nuestras provi­siones en el mercado y llegar al campamento. Los mercados seguían siendo sumamente atractivos en toda Asia. Buscamos sobre todo fruta: un balde grande de cerezas cuesta 24 dólares. Los pequeños productores, cada uno con su canasta o con su bal­de de fruta, trata de venderlo en el mercado inde­pendiente, pues las tiendas oficiales son mucho más baratas, aunque en ellas no se encuentra casi nada. Existen duraznos, chabacanos, melones, peras y sandias; existe, además, la sección de quesos, don­de es muy usual el requesón de cabra. Nos dimos una buena surtida y comimos ahí mismo un rico taco: una tortilla de harina con requesón y hierbas frescas, una especie de pápalo, cilantro o dill; ésta es una exquisita combinación y fue uno de nuestros principales alimentos en la cacería.

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U.R.S.S. - 1979 justo frente al campamento. Cometió un pequeño error; un mal paso. Había logrado un tur con Medalla de Oro y estaba feliz. Quizá sea la muerte más digna para un ca­ zador después de haber logrado un trofeo extraordinario, y no morir enfermo y viejo en un hospital de Estados Unidos. “Nuestro campamento consistía en una pequeña casa rustica, hecha con tablas, llena de parches, que cuidaba un viejo de mas de más de 80 años llamado Assad, quien se pasa semanas preparando el cam­pamento y cuidando las cosas hasta que llegan los cazadores; además, había una mesa en el exterior que servía de comedor, ya que desde hacia buen tiempo y bajo otro cobertizo estaba una larga mesa unos bancos en donde se reúnen los arreadores. Además, si hace mucho frío, hay una casa de campaña bastante grande. “A nosotros nos instalaron en una pequeña casa de campaña, a unos 25 metros del río, entre unos hermosos árboles; la temperatura ideal: unos 17 gra­dos centígrados al atardecer. Los arreadores empe­zaron a acercarse al centro del campamento donde había una fogata y unas piedras que servían de si­llas y mesa y el típico samobar. Fuman, bromean y toman té. Les gusta mucho jugar dominó y back­gamon. Me puse a jugar una ronda con ellos y se quedaron muy sorprendidos con el truco de saber cuánto suman las fichas que están volteadas. Al no podernos comunicar por no hablar el mismo idioma, ellos tratan de juzgarnos por nuestra resistencia fí­sica al subir las montañas o nuestra habilidad para disparar, y como en lo primero son definitivamente superiores, lo del dominó me sirvió para identifi­carnos en un terreno común, llegando a entender­nos bastante bien a base de señas y mucha in­ tuición. “Llegó la hora de cenar y nos sirvieron o un ex­quisito pollo, pan con requesón y el té, bastante sabroso. Después de esto nos fuimos a arreglar todo nuestro equipo para el primer día de caza. Revisamos las cámaras, los rollos, el flash, los bi­noculares, los lentes oscuros, los cartuchos de repuesto, los guantes, el cuchillo y probamos el rifle. Nuevamente utilizaría el 7 mm Magnum,. Hol­land y Holland, que tan buen resultado me ha dado para este tipo de cacerías en la alta montaña, con balas de 150 granos. Es increíble que el telescopio no se haya movido después de un trayecto tan aje­treado. “A la mañana siguiente nos despertó la voz del general Baibut, el representante del Departamento de Caza, y nos dijo: «Comrad... comrad». Eran las 4:15 a.m., aún brillaban las estrellas y hacia un frío muy agradable. Nos preparamos, desayunamos un té con pan, salami y queso y una extraordinaria mermelada de rosas de esta región. Sami, nuestro intérprete, no se molestó en levantarse y ya

Típicos habitantes de la región donde cazamos el tur. está­bamos listos antes de que nuestros guías lo hicie­ran. Poco a poco iba clareando y a las 5:45 a.m. salimos del campamento. Nos proporcionaron unos largos bastones, más o menos de 1.80 metros, su­mamente, útiles para poder caminar con seguridad en las empinadas montañas. Calculé que haría más frío del que en realidad hacía y a la media hora de empezar a subir, a pesar de que el sol no llegaba a cubrirnos, ya estaba empapado en sudor. Me que­dé sólo con la camisa de manga corta y subimos por una empinada cuesta, angosta, afilada como un cuchillo. ¡Cómo nos sirve la preparación que adqui­rimos corriendo todas las mañanas! Creo que la primer salida es la más pesada y los guías y arrea­dores se dan gusto tratando de demostrarnos que son mucho mejores para subir que nosotros. “Con escasos descansos subimos aproximada­ mente en tres horas unos 800 metros arriba del nivel del campamento; ahí sería la primera arreada. Algunos de los batidores se habían encaminado con anterioridad hasta

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U.R.S.S. - 1979 la montaña de enfrente. Tuvie­ran que cruzar el río y subir un poco arriba de nosotros. A Ed lo colocaron a unos 150 metros más arriba que yo. Empecé a caminar hacia una salien­te, ,donde podía tener una mejor visibilidad; la pen­ diente estaba inclinada en unos 45 grados. Kassi, mi guía, y yo empezamos a colocar unas piedras que nos cubrieran de la vista de los turs que apa­recerían (?) frente a nosotros. Colocar estas piedras sirve para que no se vean como algo extraño, como sí hubieran rodado y caído naturalmente, permitien­do ver entre los huecos de las rocas las colinas que están frente a uno. La arreada la harían entre los diez batidores y les tomaría una hora o más lle­gar hasta nosotros. El sol estaba a nuestra espalda y empezó a calentar suavemente. Tenía suficiente tiempo para pensar, me acomodé lo mejor posible sobre las afiladas rocas y me imaginé en qué luga­res sería más probable que apareciera el tur; pensé en las alternativas, en caso de que saliera más arri­ba o más abajo; pensé que debido al terreno, si venia corriendo, no tendría mucho tiempo de juz­garlo con los binoculares. Kassi dormitaba y, según creo, esperamos aproximadamente dos horas antes de oír muy lejos los primeros disparos de los arrea­dores; después las voces y poco después se escu­chó el rodar de las piedras. Se fueron acercando y nuestra tensión fue mayor: en cualquier momento aparecerian. Al subir habíamos visto en las monta­ñas más próximas varias manadas de hembras y pequeños turs. Seguro que había machos en algu­nos de esos recovecos un poco más ocultos. Revisé el telescopio una vez más y me preparé cortando cartucho, sintiendo que en cualquier momento aparecería mi tur. La emoción iba en aumento. De re­pente, a unos 800 metros, un poco abajo, vimos a cuatro hembras; corrían ahuyentadas por los arrea­dores. Kassi tenia la vista fija en las lomas del frente. Un poco más tarde, en la misma saliente de la montaña que tanto recorrimos con la vista, a unos 1 200 metros apareció brevemente, por un solo instante, la majestuosa figura de un tur macho. “Inmediatamente Kassi dijo: «Tur», indicándome el lugar. Antes de adentrarse en una nueva cuchi­lla, el animal se detuvo para estudiar el terreno. Venia al trote, solo. Traté de verlo con los binocu­lares; sólo logré distinguirlo unos instantes entre las rocas, en movimiento. No pensé en tirarle por no tener un punto de referencia. No me pareció muy grande, y siendo la primera arreada y el pri­ mer día de caza no era aconsejable dispararle a la primera pieza que viera. Nunca antes había visto un tur vivo. Seguí observando con los binoculares y traté de apreciar los cuernos. Ya no lo vi hasta que salió de entre una cuchilla, muy cerca de nos­otros, a unos 175 metros. Me sorprendió la rapidez con que había llegado hasta ahí. Kassi, con

la emo­ción usual de los guías, me indicó tomara el rifle y dejara los binoculares. Yo insistí en que era pe­queño y Kassi me contradijo asegurando que era grande. Ya antes por medio de Sami le había dicho que yo quería un Medalla de Oro y no le tiraría a uno menor; como mucha de la gente primitiva dijo que sí aunque pensara lo contrario. El tur aparecía y desaparecía entre las piedras y hondonadas. “De repente, a nuestra altura, apareció a unos 125 metras; obviamente ya no podía utilizar los bi­noculares y lo vi por el telescopio del rifle; quizás por lo cerca ya no me pareció tan pequeño. Kassi siguió insistiéndome en que tirara y con su mano y un dedo amputado me indicó: «Ahí... ahí está, tírale, está bien». Pasé un momento de indecisión escuchando a ese instinto de cazador que todos tenemos. Pensé que las oportunidades en la cace­ría no vuelven a presentarse; pensé que tal vez si le tiraba me dejarían cazar un segundo tur; tendría tiempo para buscarlo con calma. Es increíble todo lo que se alcanza a pensar en tales instantes. Por nuestros bruscos movimientos el tur nos vio, aun­que al sentir a los arreadores prefirió la incertidum­ bre y seguir hacia adelante, hacia nosotros, un poco sesgado, encumbrando; se perdía en las de­presiones y aparecía cada vez más cerca; de pron­to, totalmente arriba de nosotros, reflejándose su estampa en un manchón de nieve, sin ruido alguno apareció hierático, impresionante, a unos 90 me­tros. Decidí tirarle. No tuve tiempo de apoyar el ri­fle en alguna roca ni de colocar el gatillo de pelo, medio forzado por la postura. Disparé rápidamente y fallé. La angustia que siempre nos acompaña en esos momento se mezcla con la emoción y con nues­tros movimientos para cortar cartucho. Instintiva­mente, el tur, emprendió la carrera hacia abajo, haciendo rodar piedras, tratando de salvarse. No pude colocar la retícula en el animal, pues sus brincos entre las rocas hacían muy irregular su tra­yectoria. Esperé a que se detuviera un instante para colocarme mejor y corrí unos 20 metros hacia un lado, entre la laja suelta. El tur se alejó y empezó a subir por el costado de una cuchilla e hizo más lento su paso. A unos 130 metros lo vi un poco sesgado y le disparé nuevamente. No sentí el im­pacto de la bala ni la vi polvear. No me explico cómo pude, tirar tan mal. Fue un tiro como de escopeta y ese tipo de tiro con rifle no es mi fuerte. Corté cartucho nuevamente y antes de perderlo de vista, justo contra el cielo, en una fracción de segundo, hice un tercer disparo, el cual pegó bajo, entre las patas del tur. De pronto, todo quedó en silencio; Kassi movió la cabeza desconsolado al ver que había fallado. Para consolarme insistí en que era pe­queño y Kassi me indicó lo contrario. Siempre pasa así: para un guía el borrego que se va era un ré­cord mundial. “Me sentí incómodo al pensar que fallé el pri­mer tiro—

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U.R.S.S. - 1979

El tur no se había ido, mi tiro había sido certero. Con gran alegría lo levanto por su magnifica cuerna. es el que cuenta— por haber titubeado; si le hubiera tirado cuando estaba a unos 175 me­tros frente a mí, con el rifle descansado, no habría fallado. Después, excitado, en movimiento, fuera de balance, con la respiración irregular por los rápi­dos movimientos y por haber corrido en esa pen­diente, la cual difícilmente atravesé con la ayuda del bastón, en momentos de desconsuelo me llegó una especie de agotamiento y recordé mis tiros y tuve una serie de sies condicionados: «si en reali­dad hubiera sido un Medalla de Oro como lo ase­guraba Kassi, si le hubiera disparado antes, si ... », etcétera ... “Los arreadores empezaron a aparecer en los puertos

cercanos y algunas hembras y otros peque­ños turs asustados, pasaron arriba y abajo. Aqué­llos empezaron a hablar en azerbaijani. Me imagino que Kassi les decia: «Este maleta le falló a un tur enorme, a sólo 100 metros», acompañando sus pa­labras de algunas maldiciones y de desconsuelo: «Después de haber trabajado tanto, este tipo le fa­lla a un tur regalado». “Empezamos a bajar y pasamos con mucho cui­dado por donde antes habíamos corrido. Con la laja suelta no se puede dejar de pensar en que con un resbalón puede terminarse con los huesos rotos. “Cuando fallamos el tiro a un trofeo, no hay con­suelo

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U.R.S.S. - 1979 que nos aliente, nos quedamos solos, con tris­teza, y con nuestros sueños deshechos. “Kassi abrió la mochila y empezó a comer invi­tándonos. Empecé a morder un sandwich con desgano, cuando de pronto, con el bocado aún en la boca Kassi señaló con el brazo y dijo algo en azer­baijani y añadió: «Tur ... caput», y ahí, a escasos 50 metros, transtumbado, sobre unas rocas se veía una parte del cuerpo del tur, confundido perfecta­ mente con las piedras. “Todo cambió para mi en ese momento. El des­consuelo se convirtió en felicidad, aparecieron las sonrisas, las felicitaciones y los comentarios. Sor­prendidos, nos acercamos a ver al tur. Me di cuenta de que el segundo tiro fue el que lo alcanzó por el cuarto trasero, saliéndole la bala por el pescuezo. Es raro que no lo haya sentido como usualmente pasa. El tur resultó no ser de oro pero sí de «Plata Alta». Los cuernos midieron 66 y 68.5 centímetros, respectivamente, y la puntuación llegó a 228 puntos —la Plata se considera de 200 a 240 puntos—. Más tarde llegó Ed y el resto de los batidores, abunda­ron las felicitaciones y las fotografías. Sea como sea, ya tenia mi tur. Cuando pasaron los días, vien­do lo difícil que era lograr un buen macho, «la Plata se fue convirtiendo en Oro» y «cada día veía cómo le crecían los cuernos un poco más». “La bajada fue lenta, por lo escarpado del te­rreno y la

laja suelta, aunque aprendí muy bien a utilizar el bastón, de tal manera que me sirvió de palanca para no doblar tanto las rodillas. Hicimos aproximadamente unas tres horas para llegar al campamento. Cuando estábamos en la base de la montaña, junto al río, tomamos esa agua tan sabro­sa, filtrada a lo largo de toda una montaña, entre piedras, tierra y musgo, nos lavamos la cara, nos limpiamos el sudor y con el fresco del río, a la som­bra, y con el terreno ya más parejo, el resto del camino al campamento fue muy fácil. “Con el cuerpo adolorido, agotado por el esfuer­zo físicos y por las emociones del día, nos regala­mos una buena cena, pero extrañé la compañía de mi padre, con quien siempre compartía estos mo­mentos de éxito. “Pasamos cinco días más en esas maravillosas montañas disfrutando de unos paisajes extraordina­rios, subiendo y bajando laderas muy empinadas, descubriendo algunos turs en lugares tan difíciles de acechar, que era imposible dispararles a una dis­tancia efectiva. Ed, al cuarto día, faltando sólo uno para terminar la cacería, logró abatir su tur, con el cual obtuvo una medalla de Bronce. El tur que cacé fue el más grande de todos los que vimos. No tuvi­ mos la suficiente suerte y si no hubiera disparado en esa primera ocasión, quizás hubiera tenido que regresarme sin éxito.”

* Los borregos que componen el Super Slam

Argalis:

1.

7. 8. 9.

Del Altai (Ovis ammon ammon) Del Gobi (Ovis ammon darwini) Marco Polo (Ovis ammon poli) Del Elburz (Ovis orientalis cycloceros) Rojo (Ovis orientalís orientalis) Armeniano (Ovis orientalis gemelí) Laristán (Ovis larístánica) Hisfaján o Shi raz (Ovis hisfajánica) Shapo (Ovis vignesi)

Mongolia Mongolia Afganistán Irán Irán Irán Irán Irán Pakistán

Mouflones:

10.

Mouflón (O vis musimon)

Europa (Trasplante)

Borregos de Norteamérica:

11.

Stone (Ovis dallí stoni)

Canadá

12. 13. 14.

Dall (Ovis dallí dallí) Big-Horn (Ovis canadensis canadensis) Del Desierto o Cimarrón (Ovis canadensis mexicana) Azulo Bharal (Seudois nayaur) Tur (Capra cylindricornus) Barbari o Aoudad (Ammotragus lervia)

Alaska Canadá

Uriales:

Borregos tipo cabra:

2. 3. 4. 5. 6.

15. 16.

17.

400

México Nepal U.R.S.S. Noráfrica


33 España 1980

Caía la última tarde, había llovido durante varios días

yo leía sus pensamientos ), ahora que pesaban más los recuerdos que las ilusiones. Vimos cuando salió al claro del bosque un gran jabalí que bajó lentamente, con precaución, como lo hacen los viejos que han logrado sobrevivir muchos inviernos. Hay que ser muy astuto y haber escuchado mucho para llegar a viejo. Al ocultarse el sol descubrimos un buen venado que berreando se aproximaba a nosotros; mi padre lo dejó acercarse hasta unos 150 m, era un buen trofeo con unas 16 puntas; vi cuando le apuntó con calma, seguramente colocó la retícula en el codillo, lo observó largo rato, después en un gesto simbóli­co y al mismo tiempo real,

y la atmósfera era de una gran transparencia, caminando entre jarales, con el olor fresco y a tomillo habíamos llegado a una colina de donde dominábamos una buena parte de estos terrenos pedregosos salpicados de encinos y matojos. Era el tiempo de la berrea y no tardamos en escuchar los impresionantes bramidos de los machos llamando a las hembras o retando quizás, en general, a toda la fauna. Nos habíamos acomodado entre las piedras y arbustos en aquel nido de águilas. Mi padre fumaba tranquilamente acariciando su Holland, observando aquel atardecer (

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ESPAÑA - 1980 bajó su rifle para colgar­lo definitivamente. Podía haber cobrado un trofeo más, pero ya su instinto de cazador estaba satisfe­cho, ya había pasado a la última etapa en la evolu­ción de un cazador, cuando se disfruta plenamente aun sin disparar. Regresamos a la Casona del Castaño cuando se asomaban las primeras estrellas. Al día siguiente llovió toda la mañana, pero dis­frutamos de un buen almuerzo con tortilla de pa­tatas, migas y vino tinto. Al mediodía salí solo a cazar; mi padre había colgado sus armas definitivamente, se quedó leyendo, cazando en cierta forma por medio mío, había una continuación en su vida. Yo tenía deseos de estar solo en aquellos montes; me interné por los jarales siguiendo las veredas que hacen los venados y jabalíes; la lluvia me refrescaba la cara; como no conocía el lugar sólo pretendí lle­gar a lo alto del monte que subía; oyendo de vez en cuando un berrido lejano y empezaba el atardecer cuando trastumbé la cima, allí descubrí una hondo­nada muy hermosa en la que había un charco de agua al centro cuando empecé a escuchar más fuer­te los bramidos y pensé que no tardarían en salir aquellos machos de la espesura del bosque, enton­ ces bajé por una pedriza y me coloqué a media loma. Ya el sol se había ocultado tras la colina, cuando vi un buen macho a unos 300 m, después otro le con­testó y a éste lo descubrí a unos 600 m, pronto vi cinco machos en total, todos berreaban retándose haciendo una magnifica serenata, acercándose al agua lentamente; no era fácil seleccionar al más grande, cuando a unos 200 m asomó lentamente la cabeza de un magnifico venado, ya no dudé en juz­gar que era el mejor, un extraordinario ejemplar con 18 puntas, el cual se metió en una depresión del terreno ocultándose [era más listo que los demás]; cambié de posición acercándome con cuidado a un viejo encino y ahí lo descubrí nuevamente cuando caminaba atravesando por un claro. El tiro podía ser perfecto, pero al apuntarle noté que mi pulso no era sereno, parte por el esfuerzo al caminar agacha­do y más por la emoción, entonces decidí esperar un poco pues no había necesidad de arriesgar un tiro. Como el crepúsculo es largo en esta latitud, aún tenia media hora con condiciones para dispa­rar; el venado no esperó tanto y se volvió a ocultar en un tupido jaral, pero por la posición que yo tenia podría ver cuando volviera a salir, por lo tanto es­peré con toda confianza y pasaron unos largos diez minutos; de pronto, como se forman las sombras, se asomó al claro medio cuerpo

Era un jabalí muy grande y viejo el que se asomó al claro del monte ...

Mi padre podía haber cobrado fácilmente un nuevo trofeo. . .

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ESPAÑA - 1980

Un buen venado saliendo de la espesura. aún cubierto, colo­qué la retícula en el encuentro y oprimí el gatillo escuchando el impacto, pero el venado corrió hacia adelante; corté cartucho y lo empezaba a encañonar nuevamente cuando con alegría vi que se desplomaba; había dado su último esfuerzo. El resto de los venados se esfumaron, me acerqué con ansiedad para descubrir un magnífico trofeo, un “medalla de Oro” Más tarde, al volver a la casona, junto al fuego relaté a mi padre lo sucedido, comprobando que él vivía mis mismas ilusiones, Nuestra relación que empezó como padre e hijo, se transformó a la de maestro y alumno, siendo después,

durante largos años, compañeros de caza y socios en los negocios, ahora, por último, él sueña y yo realizo. [Parafraseando a González Martínez: “Todo ha quedado impreso en ese gran lago cuajado al soplo de invernales brisas en cuya blancura sin rumores están grabadas las estelas de todas nuestras sonri­sas y los surcos de todos nuestros dolores.”] Fernando Albarrán

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ESPAÑA - 1980

Capra hispánica, gamo, muflón y corzo, animales que forman parte de la fauna ibérica. De cada uno de ellos obtuvo Fernando en España muy buenos ejemplares.

En los Pirineos españoles cazó Fernando este rebeco que entró en la categoría de “medalla de Oro”.

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34 Consejos e información para el cazador principiante La abundancia de cazadores y la formidable po­blación

que se presenten. Tal vez esa preparación teórica, unida a la experiencia ad­quirida en cacerías locales, lo salven del desaliento y le ayuden a evitar las inútiles caminatas y el tor­mento de seguir a un animal “panceado”.

mundial han hecho que en la época actual la caza mayor sea un deporte más difícil que hace 15 ó 20 años en cualquier parte del mundo, donde las áreas de caza son cada día más chicas y la fauna más limitada. Actualmente el cazador pagará muchísimos más dólares —por ejemplo, un permiso para cazar un argali en Mongolia costaba 16 000 dólares—; caminará menos, porque como deporte la caza ha declinado, se ha comercializado mucho; tendrá que hacer más safaris y necesitará mu­cha suerte para lograr abatir algunos raros anima­les, ejemplares que merezcan el título de verdaderos “trofeos de caza”, como un buen elefante de más de 90 libras por colmillo, un kudú con cuernos de dos y media vueltas, un sable real, un león de me­lena negra, un buen rinoceronte, un eland de Derby, un addax, un orix blanco, un sambar, un tigre de Bengala —está vedado—, un bharal o borrego azul de los Himalayas, un borrego de Marco Polo, un nyala de la montaña, un bongo y, en fin, otras di­versas especies, de las cuales algunas ya no está permitido cazar, como el oso polar, el sable real gigante de Angola, etc. Por estas poderosas razones, el principiante que emprende su primer safari en África o su primer shikar en Asia, debe ir bien preparado para desqui­tar el alto costo de este deporte y aprovechar al máximo las oportunidades

Sugestiones Los sistemas de caza y los reglamentos son muy variados en todas partes del mundo. En unas se respetan estrictamente y en otras no; de cualquier manera, es conveniente compenetrarse y familiari­zarse, por medio de la lectura, del ambiente de la región y país elegido; del clima y fauna del lugar; del sistema de caza y duración probable del safa­ri; de la localización en mapas de las especies que se desean; de la selección de armas y muni­ciones, de la ropa y los prismáticos —muy lumino­sos, potentes y ligeros—, de las botas o zapa­tos, pues una ampolla en los pies le haría perder preciosos días de caza, tiempo y dinero; de la im­portancia del cazador blanco y, más que éste, de la importancia del huellero nativo y su experiencia. En fin, hay multitud de pequeños aunque importan­tes detalles muy útiles en el terreno de los hechos. Si cuando cazaba el addax en el desierto del Sahara hubiese llevado unos goggles en vez de unos lentes solares común y corrientes, me habría evitado la tremenda molestia de la

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CONSEJOS E INFORMACIÓN lluvia de arena que no me dejó ver bien el grano de mi rifle cuando corría tras la manada de esos raros animales. Lecturas. Téngase cuidado en la elección de li­ bros, pues existe una repetida tendencia a la ficción y a la exageración. A mi juicio los mejores autores son: R.J. Burton, R. Lydekker, F.C. Selous, A.E. Stewart, Duque de Montpensier, Duque de Alma­zán, Conde de Yebes, AA Dumbar Brander, E. Ray Lancaster, W. Rice, Pigot, Chatto, Pitman, Percival, Burrard, Champion, Bell, H.Z. Darrah, J.C.B. Stat­ham, Basst Digby, J.L. Clark, Douglas Carruthers, el Maharajah de Cooch Behar, Corbett, Mellon, K.B. Smith, N. Baikov, y otros, muy pocos, que escapan a mi mente. Armas y municiones. En este renglón es muy difícil ponerse de acuerdo. Son tan variadas las marcas, calibres, velocidades, penetración, trayec­torias, cargas, miras telescópicas, de recibir, abier­tas, etc., que mejor será concretarme a las armas que he usado y dado preferencia durante 25 años. Todas son inglesas, Holland and Holland, manufac­turadas a la orden —la fábrica no produce rifles en serie—; por otra parte, no desconozco la popu­ laridad y eficacia de rifles como el .300 Weatherby para abatir cualquier especie de animal silvestre de América; también respeto los rifles ligeros de alta velocidad y plana trayectoria, propias para ca­cerías en terrenos muy limpios y abiertos como los del berrendo, del addax y del orix blanco del de­sierto, de las cabras y los borregos salvajes de la montaña, etc., donde no hay árboles o arbustos, pues al tocarlos se desintegrará o, al menos, se desviará la bala de alta velocidad sin llegar a su des­tino y, muchas veces, se ve uno obligado a tirarle a un borrego a 500 metros. Por mi -parte, tratándose de animales peligrosos, el arma ideal es un rifle cuate calibre .375 con miras abiertas en “V”, con extractores automáticos, que se quiebre automáti­camente al instante y, desde luego, hecho a la or­den. Lástima que sean armas tan caras. Son una joya. Sus balas sólidas, de 300 granos, son una me­dicina efectivísima aun para animales tan grandes como el elefante, el rinoceronte, el búfalo o el gaur de la India. Por ejemplo, la bala de 270 granos de punta suave es completamente eficaz para tumbar de un tiro a cualquier félido del mundo salvaje. En conclusión, mis rifles preferidos son: como arma de gran poder, mi .465/500 cuate, con las ca­racterísticas del .375 que mencioné —en este rifle uso balas sólidas de 480 gr.—; mi .375 de un cañón, tipo Máuser, con miras abiertas en “Y” y telescopio de cuatro poderes; mis rifles .30-06 con miras ple­gadizas en “Y” y con telescopio fácilmente desmon­table en un segundo, con gatillo de pelo —con éstos he usado balas de 130, 150 y 180 gr. de diversas marcas y puntas; para tiros a muy largas

distancias: mi rifle 7 mm Magnum con telescopio de cuatro po­deres y gatillo de pelo, muy recomendable para la caza de ibex, borregos y berrendos, por su ve­locidad y trayectoria plana. Estas armas me han brindado muy grandes satisfacciones y nunca he te­nido que sufrir una falla mecánica en su funciona­miento. El cazador no debe permitir que su portador de armas limpie su rifle; debe hacerlo él mismo y re­visarlo antes de salir al campo, cerciorándose de que nada obstruye los cañones y que su funciona­miento es correcto. Debe probar el rifle que pro­bablemente usará durante el día pues cuando en un campamento hay rifles de diversos calibres, es posible una confusión. Alíniese el telescopio a 25 metros en mampues­to, descansando totalmente el arma sobre una mesa y un cojín. Con un .30-06, una bala de 150 granos, que a 25 m da en el centro de la diana, a 100 m pegará 3”arriba, a 150 m 3½”, a 250 m en el cen­tro, a 300 m bajará 5” y a 400 m 25”. Un error a 25 metros se duplicará cuatro veces a 100 metros y 8 veces a 200 metros. Nunca debe usarse telescopio cuando se va en pos de bestias peligrosas en selvas o montes muy cerrados, donde generalmente los lances se hacen de 20 a 40 metros de distancia y, por lo tanto, se requiere una amplia visión y gran rapidez de acción para un segundo y tercer disparos, en su caso . En tales circunstancias, entre disparo y disparo se pier­de momentáneamente la imagen del animal debido a la percusión del rifle y a 20 metros el campo vi­sual de la lente se llena sólo con la cabeza del ani­mal. En estos casos es mejor no usar el telescopio sino la mira abierta en “Y”. Hay cazadores que por circunstancias especiales han abatido grandes osos, búfalos, bisontes y otros respetables animales, con balitas .22 H-Power; sin duda eran expertos tirado­res que sabían acercarse y colocar sus tiros en el cerebro, en el corazón o en los pulmones del ani­mal y, aún así, sólo Dios sabe cuántos balazos necesitaron para batirlos y cuántos se fueron heri­dos. Lo mejor será usar siempre el arma y muni­ciones adecuadas. Puntos vitales de un animal. Véase el grabado de la silueta de un sable real atravesado. En él se señalan los puntos vitales donde hay que colo­car las balas. Pero no siempre, por buen tirador que sea el cazador, logrará colocar sus tiros con toda precisión, principalmente cuando se llega a distancia de tiro agitado por una larga caminata y dominado por la emoción que nos invade cuando se trata de una fiera peligrosa, un antílope o un borrego muy deseado. Es común en África que todo cazador blanco o amateur experimentado busque siempre apuntar al lugar que llaman “tiro a los hom­bros” y en México “apuntar a la paletilla” o codi­llo, que para el caso viene a ser lo mismo, y

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CONSEJOS E INFORMACIÓN

En este dibujo se pueden apreciar los lugares vitales de un antílope. tienen mucha razón en seguir ese sistema. En el grabado está marcado un círculo grande; ahora bien, lo me­jor es fijar el grano del rifle o la cruz del telesco­pio en el centro de ese círculo si la distancia es de 150 a 200 metros, y véase lo que puede ocurrir: el animal está atravesado con la cabeza hacia la izquierda del cazador y el tiro resulta alto y un poco trasero, entonces dará en la espina y también en la columna vertebral si adelantara el tiro alto; si pega a la altura pero trasero, dará en los pulmo­nes o en el hígado; si el tiro es en línea pero bajo, dará en el corazón, y, por último, si pega en el cen­tro del círculo del grabado, la pieza caerá, tal vez fulminada. Es tan abundante la red de vasos sanguí­neos en el área de los hombros que muchos anima­les caen como rayo, por shock, por el puro impacto de la bala, en tanto que otros animales, con el corazón destrozado alcanzan a correr hasta 100 me­tros antes de caer. Lo digo por propia experiencia.

El primer tiro es siempre el que más cuenta. Si no se asegura el animal, por lo menos se le im­posibilita. En cambio, muchos trofeos de caza se han perdido por intentar tiros de pose, de fantasía, apuntando al pescuezo o a la cabeza, a pie firme; es lo peor. Debe uno acercarse lo más posible a la pieza, que es lo más emocionante, lo más lindo de un acecho. Hay que tirar en mampuesto, o apo­yado contra un árbol, o rodilla en tierra, o sentado, o pecho a tierra, asegurando a la víctima de un solo tiro; en última instancia, tirar a pie firme. Practíquese mucho el tiro en diversas formas antes de iniciar el safari y, una vez en el campo, practicar con el rifle de gran poder disparando con­tra gallinas de Guinea, así se quita la impresión de la fuerte patada de dichas armas y se está más se­guro cuando nos enfrentamos a un elefante o un búfalo.

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CONSEJOS E INFORMACIÓN escultor al descubrir un gran bloque de mármol de Carrara, recreándose, dándo­le forma anticipada a la obra de arte que tendrá vida por el milagro de su cincel. Las llanuras, montañas y selvas son un libro abierto para el cazador profundo, para el cazador que sabe dónde, cómo y a qué hora encontrará, con toda probabilidad, el animal que busca. Sabe la hora y cuántas veces al día acostumbra ésta o aquella especie, cérvido o carnívoro, tomar agua; cuál es su alimento favorito; qué tipo de terreno prefiere; si acostumbra dormir su siesta; si gusta del solo la sombra; si prefiere los montes o las lla­nuras, y, en fin, mil cosas más. Al cruzar una huella, sabrá estudiarla y definir si corresponde a la especie que busca; si es de hembra o macho; cuál es la edad de la huella, es decir, cuántas horas hace que pasó el animal; si es joven o adulto; si va solo o en grupo. Sabe, mediante el estudio de sus hábi­ tos, el rumbo que toma y en cuántos minutos u ho­ras de huelleo y acecho podrá encontrarlo. El hue­lIeo será más difícil o fácil según el terreno que se pise y la dirección del viento. Pero si es una pieza importante, como un gran macho, cuanto más difícil sea el huelleo y el acecho, más sabrosos se­rán los recuerdos, los comentarios y pláticas en el campamento y el hogar. Al cruzar una huella debe estudiarse si el ani­mal iba corriendo o al paso. En el primer caso la experiencia del cazador le indicará la causa. Segui­rá la huella y si a pocos metros descubre que iba al paso y de pronto emprendió la carrera, será In­dicio de que sintió al cazador; si, en cambio, se encuentra que a mayor distancia venía corriendo, entonces la causa del pánico fue otra, probablemente la persecución de algún carnívoro -en este caso la pieza, venado o gacela, se refugiará lejos, en lo más denso de la maleza—; cuando la huella mues­tra, en cambio, que el animal caminaba a un paso tranquilo, la cosa será fácil si se siguen las reglas de un cuidadoso huelleo que culmine en un buen acecho, en cosa de horas o minutos, según la hora del día y la frescura de la huella.

Método para medir los cuernos de algunos antílopes.

Anatomía y hábitos de los animales Es emocionante el momento en que de un tiro se ve caer un animal, da una gran satisfacción; sobre todo, nos sentimos íntimamente orgullosos de ese supremo instante, la culminación, el resul­tado no del azar sino de una larga preparación, de estudio, cariño y dedicación en el arte de la mon­tería, no simplemente el hecho de haber disparado sobre un animal que el cazador blanco nos puso a 100 metros como si estuviésemos en un stand de tiro. La verdadera esencia, el placer, el sabor, la gloria de la caza mayor nos la brinda el conoci­miento de los hábitos, reacciones y anatomía de los animales que se persiguen. Es algo así como el recreo espiritual de un

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CONSEJOS E INFORMACIÓN Con raras excepciones, todo animal salvaje huye de la presencia del hombre, pero todos son curio­sos. No obstante su notable instinto y limitada in­teligencia, aprenden tal, como los animales de cir­co, el perro, el caballo, etc., aun cuando no tienen la facultad de pensar, ni inventiva, de modo que una vez fuera del alcance de un rifle se paran y voltean como lo haría cualquier hombre cuando es per­ seguido. No olvidemos que huyen del hombre por instin­to, que no tienen conocimiento de la muerte. Sus finos sentidos los ponen alerta, los advierten; son más listos de lo que nos imaginamos y hacen uso de sus sentidos en forma sorprendente. El ruido que al caminar produce un hombre es diferente al de cualquier cuadrúpedo; el humor que despide es dis­tinto, también lo es nuestra silueta. Nunca debe emprenderse un acecho con viento desfavorable, que nos dé en la nuca, pues nuestro humor y el ruido nos denunciarán. Hay especies, como el orix y el caribú, en que tanto el macho como la hembra tienen cuernos. Si se pretende cobrar un macho pueden distinguirse por ciertas características: mayor robustez del pes­cuezo, el pelo del lomo más oscuro que el del ma­cho joven o la hembra. Los movimientos de la cola que tanto el león como el tigre o el leopardo ejecutan antes de ata­car, tienen por objeto buscar el balance antes de saltar, con toda precisión, sobre su presa. Lo mis­mo ocurre con otros animales, como la ardilla vo­ladora o la rata canguro, para dar sus prodigiosos saltos. Todo hábitat de la fauna silvestre está siempre en relación con las costumbres del animal: busca su seguridad y protección de acuerdo con sus fa­cultades naturales. El kudú o el bushbuck se ocul­tan en los densos breñales africanos, en los cua­les, por el color de su piel y la absoluta quietud que guardan cuando se ven en peligro, es difícil

*Sistema para medir los cuernos de bongo, sitatunga, nyala, kudu, eland y addax.

descubrirlos. El mimetismo en un borrego silvestre hace muy difícil descubrirlo cuando está echado o simplemente inmóvil. El chital de la India avisa a sus compañeros la presencia del hombre o de un felino, con agudos balidos que al mismo tiempo los denuncia. Las ma­treras cebras y las jirafas asustan y ponen alerta al animal acechado por el cazador. Los wildebeast, algunas veces, cuando están ligeramente heridos, fingen estar muertos y cuando el cazador se acerca se levantan y cargan contra su victimario o huyen a toda carrera. A muchos animales, como el gerenuk y el klis­pringer, les basta el rocío del pasto para calmar su sed y calmar la necesidad de agua en su orga­nismo; a otros, como el addax y el orix cimitarra, que habitan en el desierto, les es suficiente comer unas cuantas hierbas frescas y el resto lo hace la maravillosa alquimia de su organismo. Conocimiento de la sangre en los rastreos. El color rojo claro proviene de la arterial cuando está fresca, en tanto que el de la venosa es rojo tirando a color oscuro.

Para lograr la medida de los cuernos de rinoceronte se debe seguir este método.

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CONSEJOS E INFORMACIÓN

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Sistema universalmente seguido para obtener la medida de los colmillos de elefante.

Sistema para medir el cráneo de los grandes felinos.

La sangre roja con baba espumosa y rosácea indica herida en el pulmón. Es la herida que llena de esperanza al cazador. La sangre con baba no espumosa indica herida de la boca o mandíbula. Cuando se encuentra sangre venosa caída en gotas es prueba de una “herida de ojal” o de “ja­món perforado”. Mala señal. Salpicada a ambos lados de la huella indica que el animal va pasado de lado a lado, aunque no in­dica seguridad de cobrarlo. Los charcos de sangre arterial a intervalos re­gulares e iguales, denuncia herida en el pecho. Si se encuentra sobre las huellas o pisadas del ani­mal, significa herida segura del remo anterior. Mez­clada de excremento, indica herida en la masa in­testinal, “panceado”, también mala señal. Larga persecución le espera al cazador desalentado. Cuanta menos sangre pierde un animal, más debe diferirse su persecución, siempre y cuando en la región no

haya carnívoros que le coman el man­dado al cazador. El animal que sangra abundante­mente no significa que esté mortalmente herido, pues la sangre venosa -brota a veces con fuerza­ es la que tiene menos valor. La sangre que produce una grave herida es siempre muy roja. Un animal gravemente herido, cuyo fin está pró­ximo, camina con pesadez y de un modo desorde­nado, rompe mucho monte, su huella es irregular y muchas veces marcadamente abierta la pezuña. Las huellas de sangre que deja un animal heri­do en el pasto alto o en las ramas de los matorra­les, puede indicar, por el color y la altura, la parte y lado del cuerpo en que la bala hizo impacto. A más experiencia y conocimientos, mayores y más grandes serán los éxitos y menores los peli­gros y fracasos que afronte un cazador. Dos famosos cazadores de los viejos tiempos, Burrard y Lidekker, refieren que cuando cazaban a los difíciles animales de los Himalayas, los Pamires u otras altas

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CONSEJOS E INFORMACIÓN montañas, como el borrego de Marco Polo, el bharal —borrego azul—, o una cabra markhor, primero se informaban de la mejor época del año y la mejor región asiática; Iuego, al llegar a las cercanías, buscaban al mejor guía —siempre, en cualquier parte del mundo, los nativos locales son los mejores—, estudiaban la topografía del te­rreno y, desde alturas apropiadas, durante 3 ó 4 días observaban a larga distancia, con un potente telescopio, la ruta que todos los días seguía a de­terminadas horas el animal deseado —generalmente los hábitos de algunos animales son rutinarios, muy poco se mueven y alejan de sus comederos y agua­jes, a menos que sean molestados o escaseen los pastos y tampoco cambian mucho de sus enca­mes—, estudiando, finalmente, la línea de acecho y la dirección de los vientos. Con todos estos planes y observaciones difícil­mente se fracasa y, en cambio, se ahorra tiempo y largas e infructuosas caminatas, ya que cuando da­ban el primer paso ya tenían todo su plan estudia­do y sabían que el animal seleccionado era el mis­mo; ya habían estimado las dimensiones de sus grandes cuernos, la hora en que bajaba y subía la montaña, la dirección de los vientos — estudiando la topografía del terreno— y la ruta a seguir sin ser vistos por la pieza hasta llegar a distancia de tiro. Así fue como cobraron magníficos ejemplares de la fauna de alta montaña asiática. En esos tiempos no había tanto cazador ni tantos organizadores es­pecializados llamados contratistas.

Mi propósito en páginas anteriores no ha sido otro que dar brevísimamente unos cuantos datos a cazador principiante para que se dé cuenta del pro­vecho que podemos sacar de la lectura de los bue­nos libros de caza —infortunadamente, son muy po­cos— para que esté mejor preparado al emprende su primer safari en caza mayor. La profunda afición que toda mi vida he sentido por este viril deporte de la montería y mi intenso amor por la naturaleza —toda belleza, calma, sere­nidad y sabiduría, obra eterna de Dios—, me ha brindado grandes satisfacciones, no sólo físicas y tangibles, sino también morales y espirituales. Cada vez que estoy en campos y montes mis pensamien­tos se tornan más profundos y más elevado mi sentimiento humano. En mi concepto, la naturaleza sintetiza la dialéctica más pura, la cual guía nues­tros actos por el sendero del razonamiento, y para ejercer sus virtudes sólo nos pide convivir con ella aunque sólo sea de tiempo en tiempo. El campo nos ofrece un sedante contra la agita­ción de las grandes ciudades donde florecen las úlceras y la neurosis. El hombre se siente más hombre y más huma­no cuando, solitario, vaga por montes y selvas y, de pronto, en las largas horas de espera, se entrega a la meditación en el silencio y la soledad de los montes hasta olvidarse de sí mismo.

BENITO ALBARRAN

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