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La repostería del románico zamorano

por Victor Manuel Fernández y Juan Manuel Soto

En 2008 se manifestó la que ahora llaman “la Gran Recesión”: una dura crisis económica y financiera, con magnitudes internacionales, que en nuestro país impactó especialmente sobre el empleo, llegando a alcanzar la tasa de paro un 26% durante el año 2012.

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Como siempre sucede en Economía hubo sectores que buscaron, no sólo sortear la crisis, sino tener un sentido contrario; efecto contra-crisis, podemos denominarlo. Y, entre ellos, está el mundo de la gastronomía en sus múltiples manifestaciones: libros, publicaciones, programas de televisión y radio y estímulos comerciales (promociones 2x1, “cheques gorrón”, programas “el Tenedor”, reservas “Grupón”, etc.) La finalidad era que, a pesar de la crisis y del paro, la gente no se quedara en casa sino que siguiera gastando o, al menos, que la tasa de consumo no cayera en picado.

En paralelo, se produjo un efecto curioso. Dado que con la crisis la población tendía a quedarse más en casa –lógico, “con la que está cayendo hay que ahorrar”, se decía–, se produjo un notable auge de cursos de cocina –había que lucirse ante los amigos y la familia, sin salir de casa–, programas de televisión sobre gastronomía, repostería y coctelería, y un sinfín de libros publicados sobre estos temas.

Hemos acudido al Instituto Nacional de Estadística para tratar de confrontar estos datos pero, por desgracia, las series publicadas no discriminan las cifras hasta ese nivel de especialización. Sólo hemos podido constatar un aumento general de los libros editados desde 2007 hasta 2013, justo los años más duros de la crisis, teniendo en cuenta que esta gráfica recoge todo tipo de publicaciones (literatura, infantil, etc.). Tómese, por tanto, nuestra afirmación con el grado de subjetividad que contiene y confronte el lector con su propia experiencia.

Puestos en comunicación con varias editoriales nos han confirmado, eso sí, el aumento de las ventas en libros de gastronomía durante el período analizado pero, lamentablemente, no nos han facilitado datos precisos.

Pues sí; los españoles comenzamos a diferenciar entre una magdalena y un cup-cake, entre el azúcar normal y el azúcar glass, a montar un icing, y la diferencia entre un bizcocho genovés y uno japonés… ¡ah! y descubrimos que con zanahoria se puede conseguir unas sanas bases de tartas.

Y como todo nicho de mercado trae su subnicho comercial, de repente encontramos en las librerías títulos hasta entonces inverosímiles: la repostería del convento, el pan tradicional o las recetas de la abuela. Y he aquí donde se centra nuestro artículo. Nos hemos trasladado hasta la ciudad de Zamora para investigar sobre la repostería tradicional de esa zona y, con sorpresa, nos hemos encontrado con una serie de recetas, transmitidas de padres a hijos, que marcan algo tan humano como el ciclo del tiempo o, recordando las palabras del Libro del Eclesiastés: “tiempo para trabajar, tiempo para descansar; tiempo para nacer, tiempo para morir; tiempo para plantar, tiempo para cosechar; tiempo para callar, tiempo para hablar”, (cfr. Ecl. 3).

En 1977 publicó Guadalupe Ramos de Castro, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, su magnífico libro “El Arte Románico en la provincia de Zamora” en cuya introducción se hace eco de otro trabajo anterior, el del Catálogo Románico de 1927, de Gómez Moreno, que sostiene, entre otras cosas, la tesis del origen del nombre de la ciudad, no con un origen árabe, como aún generalmente se cree, sino celta, como una variación del visigodo Semure. En apoyo de esta tesis argumenta la existencia de dos monedas del rey visigodo Sisebuto (612 - 620), con la leyenda “Semure Pius”, así como por las Actas del Concilio de Lugo celebrado en 569, en que, bajo la forma “Semure”, se cita como una de las iglesias pertenecientes a la diócesis de Astorga, y a la que efectivamente perteneció Zamora antes de haber tenido obispado propio.

Pues bien, nos ha parecido curioso como la profesora Ramos de Castro ha reflejado la población gremial que integraba la ciudad en el siglo X, con un elevado porcentaje de población árabe y judía basándose en el documento de donación de Ordoño III. Y así, cita dentro del gremio de la pastelería a un tal Iohan, como repostero, probablemente judío. Nuestro Iohan se convierte así en el primer pastelero documentado de esta bella ciudad y en su honor le dedicamos el título de este artículo con el pequeño anacronismo que confiamos nos sepan los lectores perdonar.

¿Conoció Iohan, el repostero, las famosas Aceñas de Olivares, esos molinos de harina que aún hoy se pueden contemplar en la orilla del río Duero a su paso por Zamora? Probablemente, sí puesto que la primera referencia que se tiene de las mismas es del año 986, según asevera el “Centro de Interpretación de las Industrias del Agua en Las Aceñas de Olivares”.

Las Aceñas de Olivares

Nos desplazamos, pues, a Zamora para indagar un poco en la historia y anécdotas populares que pueda haber en relación con su repostería. No vamos a caer en la consabida tentación de decir eso de “repostería recia como sus gentes”, pues nada menos académico que una generalización, pero sí, cuanto menos, afirmar que se trata de una repostería con una personalidad local muy acentuada e influida, como no podría ser de otra manera, por su clima extremo y por el tipo de agricultura y ganadería de las tierras que la circundan. A fin de cuentas, antes de la época de la globalización, antes incluso de que el comercio se desarrollara y generalizara, se cocinaba con lo que se producía, y solamente en fechas muy especiales, se recurría a lo que se adquiría en ferias y mercados. Lo exótico, entonces, era lo que se pudiera producir a 200 km tan sólo de distancia.

Eso explica que la mantequilla apenas esté presente y que las grasas utilizadas en bollería provengan del cerdo o del aceite de oliva. Merece, pues la pena, hacer un esfuerzo de imaginación y situarnos en una cocina o en un horno de pan de principios del siglo pasado.

Puente romano. Zamora

Con gran amabilidad y un vaso –que no copa– de vino de Toro nos reciben en su casa Ángel y María; “el vino de Toro ya no es como antes, que dejaba el vidrio sucio”, se quejan. En realidad, en cuestiones de gastronomía ya nada es como antes pero reconocen que el factor emocional tiende a nublar los recuerdos y uno, al final, se queda con las imágenes positivas del pasado.

No tan positivas en realidad. La infancia en la posguerra española no es un grato recuerdo aunque, cuando se es niño, todo se ve como “lo normal” si no fuera por la sensación de tener hambre a todas horas.

“Y eso que en Zamora la escasez de alimentos no era tan acentuada como en ciudades más grandes”, afirma Ángel. María, su mujer, nos comenta que, allá por 1945, si faltaba comida, su madre la llevaba a ella y a sus hermanos al pueblo, donde era más fácil alimentar a unos niños hambrientos. “Dormíamos todos los primos, seis o siete, en la misma cama y por las mañanas venía el abuelo a despertarnos ¡qué frío pasábamos! El hombre, para ayudarnos a reaccionar nos traía en una bandeja a cada uno una copita de anís y un trocito de bollocoscarón; era lo mejor para entrar en calor”. ¿A los niños una copita de anís? Preguntamos asombrados. ¡Uy, sí! Esos miramientos no se tenían entonces y así salimos, que nunca cogimos una gripe.

Ingredientes:

- 300 gr. de coscarones (chicharrones del cerdo) - 250 gr. de azúcar - 3 huevos - canela y azúcar para espolvorear - 100 ml. de anís - 1 cucharadita de semilla de anises - 2 cucharadas de manteca de cerdo - almendras para decorar - 600 gr. de harina - 350 gr. de agua - 40 gr. de levadura prensada

Elaboración:

Mezclamos la harina con una pizca de sal (la que te pida) y el agua que iremos añadiendo poco a poco. Incorporamos la levadura que habremos antes desliado en un poco de agua templada. Amasamos bien y formamos una bola que dejaremos en un cuenco enharinado y que cubriremos con un paño húmedo, dejándolo reposar –en silencio– hasta que doble su volumen.

Mientras, saltearemos a fuego muy bajo los chicharrones con el azúcar y la manteca de cerdo. El resultado lo agregaremos a la masa junto con los huevos y el anís. Amasamos de nuevo añadiendo, si nos lo pidiera, más harina. Cuanto más se amase, mejor. De nuevo hacemos una bola que dejaremos reposar un rato más, de nuevo en silencio. Esto es importante. Disponemos la masa en un molde bajo y rectangular. Lo pincelamos con clara de huevo, colocamos las almendras y espolvoreamos con azúcar y canela. Lo metemos al horno. A poder ser, mejor en un horno de panadería –nunca saldrá igual si se hace en el horno de casa–. Esto es así. Pero si aún así se optara por hacerlo en casa, calentarlo previamente a 180º, unos 25 minutos. Nos cuenta María que el bollo-coscarón se realizaba cuando terminaban las matanzas y que en esa zona, a pesar del refrán “a todo cerdo le llega su San Martín”, no se realizaban entonces por la fiesta de ese santo, el 11 de noviembre, sino entre diciembre y enero, dependiendo del año y del clima. Téngase en cuenta que para curar los chorizos se requería frío de helada, es decir, frío del seco, no del de lluvia, así que noviembre no era un buen mes para tales menesteres.

Con la matanza, se aprovechaba la manteca de cerdo fresca y los chicharrones recientes, nunca rancios –no había frigoríficos en aquel entonces–. De este modo se iba al horno del panadero –pocas casas tenían horno entonces, quizá las de los ricos– y se hacía este bollo, conocido en otras zonas como bollo de chicharrones, por su materia prima. Siempre se tomaba en invierno. De igual forma, era comido a lo largo de todo el día, por su alto poder calórico, aportando los nutrientes necesarios para la dura vida del campo.

“Durante estos meses de frío, y mientras se conservaran los chicharrones, era frecuente ver grupos de mujeres que iban al horno del pueblo cargadas con la harina, el azúcar, los huevos, la manteca y unas almendras a hornear el bollo para toda la familia.”

Insiste Ángel que es importante recordar la escasez de alimentos en la época de posguerra. De hecho, a veces, “sólo teniendo amistad con el panadero era posible adquirir gran parte de los ingredientes para preparar el bollo-coscarón, acudiendo en muchos casos al intercambio de víveres para poder conseguirlo”. Este hecho era más perceptible en las grandes ciudades; “sabido es que a Madrid llegaban desde los pueblos hombres para, a modo de estraperlo, realizar transacciones, no del todo legales, en las cercanías de la Estación del Norte y la Estación de Atocha, centros neurálgicos de comunicación con el entorno rural”.

¿Cuál es el origen de este bollo hecho con los chicharrones del cerdo? Imposible rastrear sus orígenes. La receta se ha pasado de madres a hijas desde “toda la vida” aunque, como en todo producto de repostería, nos da una pista el hecho de que utilice azúcar en su elaboración. Este ingrediente, si era de caña, tenía antiguamente unos precios prohibitivos (en el siglo XVII su precio era equivalente al del oro) y si, provenía de la remolacha,

tendría su origen en el sigloXIX, en el que se inició el cultivo masivo de la remolacha azucarera a partir de la especie “beta marítima”, especie conseguida por selección natural, priorizando el tamaño de la raíz, gruesa y carnosa, de la que se obtiene el azúcar. Por supuesto, que antes de ese siglo se podría haber utilizado la miel para endulzar, más generalizada a nivel popular pero entonces… ya no hablamos de este producto, del bollo-coscarón, sino de otra cosa. Por cierto, que fue en 1903 la fecha que informa la empresa “Azucarera Española” como inicio de sus actividades y 1941 la de construcción de la planta de Toro, ciudad cercana a Zamora. Se asocia, por tanto, a la época del frío el bollocoscarón. Pero, atención, que la Cuaresma había que respetarla y en los viernes de esa época, de cerdo, nada. Pero no nos precipitemos que, antes de la Cuaresma está, por supuesto, el Carnaval y alguna que otra fiesta que salpica el calendario. Hablamos, por ejemplo, de San Antón –17 de enero –, patrón de los animales, que bien merece un pequeño paréntesis para hablar de las famosas Roscas de San Antón, horneadas con masa de pan y anís en grano, en las panaderías. Aún hoy es tradición, tras la bendición de los animales, el desfile de la “cofradía del cencerro”, que ameniza las calles de la ciudad al son de las dulzainas, los cencerros y el obsequio a los viandantes de las citadas roscas.

En la mencionada y próxima localidad de Toro, los Carnavales son una antigua tradición que documentalmente se remontan a 1590 y cuya regulación actual se encuentra en unas ordenanzas municipales de 1909. Su celebración se mantuvo incluso durante la dictadura, aunque con otro nombre menos lujurioso, "las fiestas de Invierno". En todo caso, se celebraran públicamente o no, en las casas se disfrutaba de tres tipos de delicias reposteras: las flores de carnaval, los pestiños y las rosquillas; las tres a base de masas fritas y elaboradas entonces en las casas más pudientes y, con el tiempo, generalizadas para todos los vecinos. Avanza el año y llegamos a la Cuaresma y a la Pascua. Poco podríamos decir aquí que no se haya dicho ya sobre la Semana Santa de Zamora así que únicamente vamos a citar el aroma que en esos días tiene la ciudad a aceitadas y a almendras garrapiñadas.

Aceitadas

Ingredientes:

- 1 litro de aceite de oliva “del bueno”. - 1 kilo de azúcar - 6 huevos - Medio vaso de anís - 2 kilos o 2 kilos y medio de harina. - 1 sobre de levadura.

Elaboración:

Lo mismo que con el bollo-coscarón, es preferible acudir a un horno de pan para que nos las horneen pero, si optamos por hacerlas en casa, comenzaremos por mezclar, en un cuenco, el aceite, el azúcar y la harina, que habremos tamizado previamente con la levadura. Añadimos poco a poco los huevos y el anís hasta que consigamos una masa con una consistencia tal que no se pegue en las manos; caso contrario, amasamos un poco más.

Dejamos reposar una media hora mientras precalentamos el horno a 180ºC. Después vamos haciendo bolitas del tamaño que prefiramos y las ponemos en la placa del horno sobre un papel vegetal para que no se peguen.

Una vez colocadas les hacemos una cruz. Las monjas lo hacen al tiempo que murmuran una jaculatoria del tipo “crux fidelis inter omnes” –que para eso es Samana Santa–; nosotros en cambio a los solos efectos de una buena cocción; y las pincelamos con yema de huevo. Las introducimos en el horno y en unos veinte minutos o media hora (dependiendo de si nos gusten más o menos tostadas) las vamos sacando.

Decíamos que las aceitadas son otro de los productos estandarte de la repostería zamorana. Sus inicios datan de la Semana Santa, aunque con el paso de los años se fueron convirtiendo en un producto común a lo largo del año. Junto con las magdalenas y los rebojos (tomados sobre todo durante el Domingo de Resurrección), endulzaban una época del año en la que las mantecas no estaban permitidas –la abstinencia de comer carne así lo requería –. Por lo que de nuevo era frecuente ver grupos de mujeres dirigiéndose a los hornos de las panaderías, que por la tarde se alquilaban para tales menesteres, dispuestas con el arsenal de ingredientes para su elaboración.

Estos productos semanasanteros, se solían tomar con anís o aguardiente, tras finalizar las comidas, calentando de nuevo el cuerpo para lo que quedaba del día. Además, en la mal llamada “procesión de los borrachos” (cofradía de Jesús Nazareno), que se inicia en la Iglesia de San Juan, a las cinco de la mañana del Viernes Santo, los nazarenos desfilan repartiendo entre los asistentes almendras garrapiñadas mientras las diversas bandas interpretan la marcha fúnebre de Thalberg que todo zamorano lleva grabada a fuego en el alma (cfr. https://youtu.be/WSSoxShArXQ ).

Pasa la Semana Santa y queda la ciudad cansada y con ojeras; pero no hay tregua. La alegría del Resucitado hay que celebrarla por lo que llegan las “Romerias de Pascua” que, en la zona son “la romería del Cristo de Valderrey” y la “romería de la Hiniesta”. La primera festividad tiene lugar el segundo domingo de pascua, en que la ciudad acude masivamente a la procesión entre el puente de Croix del bosque de Valorio y la ermita, procediéndose a la bendición de los campos y posterior fiesta familiar en la pradera. La segunda, tiene lugar el lunes de Pentecostés y consiste en el traslado de la Virgen de la Concha desde la capital zamorana hasta la iglesia de La Hiniesta para visitar a su prima, la Virgen de La Hiniesta. No busquen mayores explicaciones teológicas a una fiesta popular y campestre que, como la primera, es famosa por el consumo de un tipo de rosquillas, más bien secas –se recomienda no olvidarse la bota de vino en casa–, conocidas tradicionalmente como “rosquillas del Cristo” y vendidas en puestos ambulantes.

El año sigue su curso inexorable y llegamos a finales de junio y, con él, las fiestas patronales de la ciudad: San Pedro y San Pablo pero que, sin embargo, no contaban con una repostería tradicional. Alguna pastelería avispada ha introducido recientemente la “famosa” tarta de San Pedro pero, al margen de que pueda ser más o menos apetecible, no tiene aún el notorio arraigo suficiente para que la mencionemos con detalle.

Pasa el verano y llega el mes de septiembre y, con él, la vendimia pero, al igual que sucede con la fiesta patronal, no nos consta ninguna especialidad repostera particular. Nuestros entrevistados nos comentan que los domingos del “tiempo ordinario” solían consumirse las deliciosas “cañas zamoranas” como modo de singularizar ese final de semana. Producto de las mesas más selectas, actualmente se ha generalizado. Como se verá, se diferencian de los anteriores dulces mencionados porque incorporan un grado mayor de sofisticación en su elaboración. Se trata de unos tubos de fino y crujiente hojaldre cubiertos de azúcar y rellenos de crema pastelera. Uno de los mayores secretos de este producto está en estirar bien la masa. Hay que conseguir una lámina lo más fina posible y freírla con abundante aceite bien caliente. La crema pastelera también es importante para que queden perfectas, pues debe tener una consistencia peculiar para que no se salga del canutillo.

Tras el mes de octubre, mes de transición, llega el día de Todos los Santos y la mágica noche de difuntos. No nos consta ninguna especialidad propia de la zona, que participa en la generalizada costumbre de

consumir “huesos de santo” y “buñuelos”. Por ello, vamos a adelantar un poco más para llegar así a la Navidad. No las navidades actuales, en que uno llega al día 24 de diciembre ya empachado tras incontables cenas de empresa y reuniones de amigos. No; recordemos una época en que se trabajaba todo el día de “nochebuena” y en que las celebraciones eran más discretas. Es así que nos ha sorprendido un tipo de turrón casero, de receta tradicional. ¡Qué bueno le quedaba a la tía Carmen! comenta Ángel. La elaboración es, en realidad, muy sencilla.

Turrón guirlache

Ingredientes:

- 200gr. azúcar - Una cucharadita de zumo de limón - 50gr. miel - 200gr. almendra cruda, para tostar en casa

Elaboración:

Una vez tostadas las almendras, elaboraremos el azúcar líquido con el azúcar, el zumo de limón y la miel; todo esto lo calentaremos a fuego lento y lo mezclaremos con una cuchara de palo. Una vez elaborado, y con su color característico, le añadiremos todas las almendras ya peladas y tostadas, mezclando con cuidado hasta que a simple vista se puedan ver que todas las almendras quedan bien impregnadas de caramelo. Para finalizar, verteremos todo en un molde, con cuidado, y esperaremos a que se enfríe.

La noche se cierne ya sobre Zamora, y es hora de despedirse de nuestros anfitriones. Con un par de vasos de vino de Toro en el cuerpo, y habiendo probado una variedad de dulces de la zona, preguntamos a María sobre el futuro de estos manjares cada vez más desconocidos. “Lamentablemente estos productos de mi infancia desaparecerán poco a poco. La gente joven prefiere vivir en las grandes ciudades y aquí cada vez quedamos menos personas. Además ahora todo se compra en el supermercado; si una joven fuera al horno a hornear sus propios dulces, sería mirada con asombro. Ahora todo el mundo va con prisa, no se tiene tiempo para la cocina casera, para pasar toda un día en el obrador, y todos esos sabores de mi niñez se irán perdiendo”. A lo que Ángel continúa diciendo: “Además ahora nada sabe como antes, compras unas magdalenas y saben sólo a azúcar y todas esas cosas que las echan”.

Con un sentimiento encontrado nos despedimos de ellos, y mientras recorremos las calles aledañas a la Catedral, Ángel y María nos llaman a voces: “Tomad esta caja con bollo-coscarón, aceitadas, magdalenas y cañas zamoranas, así os acordaréis de nosotros” Y sin duda nos acordaremos de ellos.

Zamora

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