AUTENTICIDAD DE LOS EVANGELIOS, SU SENTIDO OCULTO Y SOBRE LA REENCARNACIÓN León Denis Libro: Cristianismo y Espiritismo Un atento examen de los textos demuestra que, en medio de las discusiones y de las perturbaciones que agitaron, en los primeros siglos, el mundo cristiano, no vaciló, para aducir argumentos, en desvirtuar los hechos, en falsear el verdadero sentido del Evangelio. Celso, desde el siglo II, en el Discurso verdadero, lanzaba a los cristianos la acusación de retocar constantemente los Evangelios y eliminar al día siguiente lo que había sido introducido en la víspera. Muchos hechos parecen imaginarios y acrecentados posteriormente. Tales, por ejemplo, el nacimiento en Belén, de Jesús de Nazaret, el degüello de los inocentes, del que la (144) "Enciclopedia de las ciencias religiosas", de F. Lichtenberger. Historia no hace ninguna mención, la fuga hacia el Egipto, la doble genealogía, contradictoria en tantos puntos, de Lucas y Mateo. ¿Cómo, también, creer en la tentación de Jesús, que la Iglesia admite en ese mismo libro en el que cree encontrar las pruebas de
su divinidad? Satanás lleva a Jesús al monte y le ofrece el imperio del mundo, si él le quisiese prestar obediencia. Si Jesús es Dios, ¿podría Satanás ignorarlo? Y, si conocía su naturaleza divina, ¿cómo esperaba ejercer influencia sobre él? La resurrección de Lázaro, el mayor de los milagros de Jesús, es únicamente mencionada en el cuarto Evangelio, más de 60 años después de la muerte de Cristo, mientras que sus menores curas son citadas en los tres primeros. Con el cuarto Evangelio y Justino Mártir, la creencia cristiana efectúa la evolución que consiste en sustituir la idea de un hombre honrado, convertido en un ser divino, a la de un ser divino que se convirtió en hombre. Después de la proclamación de la divinidad de Cristo, en el siglo IV, después de la introducción, en el sistema eclesiástico, del dogma de la Trinidad, en el siglo VII, muchos pasajes del Nuevo Testamento fueron modificados, a fin de que expresen las nuevas doctrinas (Ver Juan, 1, 5, 7). "Vimos, dice Leblois (145), en la Biblioteca Nacional, en la de Santa Genoveva, en la del monasterio de Saint-Gall, manuscritos en los que el dogma de la Trinidad está apenas acrecentado al margen. Más tarde fue intercalado en el texto, donde se encuentra todavía."
Sobre el sentido oculto del evangelio Muchos entre los papiros de la Iglesia afirman que los Evangelios encierran un sentido oculto. Orígenes dice: "Las Escrituras son de poca utilidad para los que las tomen como fueron escritas. El origen de muchos desaciertos reside en el hecho de apegarse a su parte carnal y exterior." "Tratemos, pues, el espíritu y los frutos sustanciales de la Palabra que son ocultos y misteriosos." Lo mismo dice todavía: "Hay cosas que son referidas como historias, que nunca sucedieron y que eran imposibles como hechos materiales, y otras que eran posibles, pero que no acontecieron." Tertuliano y Denis, el Areopagita, hablan también de un esoterismo cristiano. San Hilario declara repetidas veces que es necesario, para la inteligencia de los Evangelios, suponerles un sentido oculto, una interpretación espiritual (146). En el mismo sentido se exterioriza San Agustín: "En las obras y en los milagros de Nuestro Salvador hay ocultos misterios que no se pueden livianamente, y según la letra, interpretar sin caer en errores e
incurrir en graves faltas." San Jerónimo, en su Epístola a Paulino, declara con insistencia: "Toma cuidado, mi hermano, en el rumbo que siguieres en la Escritura Santa. (145) "Las Biblias y los Iniciadores religiosos de la humanidad", por Leblois, pastor en Strasburgo. (146) Ver a ese respecto el prefacio de los Benedictinos al comentario del Evangelio según S. Mateo. "Obras de S. Hilario". Cols. 599-6OO. Todo lo que leemos en la Palabra santa es luminoso y por eso irradia exteriormente, más la parte interior es todavía más dulce. Aquel que desea comer el corazón debe quebrar la cáscara." Sobre ese mismo asunto una animada controversia teológica se trabó entre Bossuet y Fenelon. Afirmaba este haber un sentido secreto de las Escrituras, transmitido únicamente a iniciados, una gnosis católica vedada a las personas vulgares (147). De todas esas ocultas significaciones la primitiva Iglesia poseía el sentido, más lo disimulaba cuidadosamente; poco a poco vino este a perderse.
Sobre la Reencarnación En sus obras hace el historiador judío Josefo profesión de su fe en la reencarnación; refiere él que era esa la creencia de los fariseos. El padre Didon lo confirma en estos términos, en su Vida de Jesús: "Entre el pueblo judío y mismo en las escuelas se creía en la vuelta del alma de los muertos en la persona de los vivos". Es lo que explica, en muchos casos, las preguntas hachas a Jesús por sus discípulos. A propósito del ciego de nacimiento, Cristo respondió a una de esas interrogaciones: No es que él haya pecado, ni sus padres, mas es para que en él se manifiesten las obras de Dios." Los discípulos crían que se podía haber pecado antes de nacer, o sea, en una existencia anterior. Jesús comparte la creencia de ellos, puesto que, viniendo para enseñar la Verdad, no habría dejado de rectificar esa opinión, si fuese errónea. Por el contrario, a ella responde, explicando el caso que los preocupa. El sabio benedictino Don Calmet se expresa del siguiente modo en su Comentario sobre ese pasaje de las Escrituras: "Muchos doctores judíos creen que las almas de Adán, de Abraham, Fineas, animaron sucesivamente Varios hombres de su nación. No es, pues, de extrañar de ninguna manera que los apóstoles hayan raciocinado como parecen raciocinar aquí sobre la enfermedad de ese ciego, y que hayan
creído que fuera él mismo quien, por algún pecado oculto, cometido antes de nacer, hubiese atraído sobre sí mismo semejante desgracia." "Es claro que la reencarnación es el verdadero nacimiento en una vida mejor. Es un acto voluntario del Espíritu, y no el exclusivo resultado del contacto carnal de los padres; se origina de la doble resolución del alma de tomar un cuerpo material y tornarse un hombre mejor." "Repárese como S. Juan (I, 13) niega abiertamente la intervención de los padres en el nacimiento del alma, cuando dice: “Que no son nacidos de la sangre, ni de la carne, ni de la voluntad del hombre y sí de la voluntad de Dios.” "Todos esos puntos oscuros se iluminan de una viva claridad, cuando los consideramos desde el punto de vista espirita." En la conversación de Jesús y Nicodémus, este, oyendo a Cristo hablar de renacimiento, no comprende como pueda este tener lugar. Ante esa estrechez de espíritu, Jesús queda perplejo. No le es posible dar a su pensamiento la extensión y el arrojo propios. Para él la reencarnación representa el primer eslabón una serie de más trascendentes verdades. (l47) Ver Julio Blois, "El mundo Invisible", pttg. 62. A respecto de la conversación de Jesús con Nicodémus, un pastor de la iglesia holandesa nos escribe en estos términos: Era ya conocida por los hombres de ese tiempo. ¡Y tenemos que un doctor de Israel no percibe nada al respecto¡ De ahí el apóstrofe de Jesús: ¡Cómo! ¡Si no comprendéis las cosas terrestres, podré yo explicar las cosas celestes las que se refieren particularmente a mi misión! De todos los padres de la Iglesia fue Orígenes quien afirmó, de la manera más positiva, en numerosas pasajes de sus Principios (libro lº), la reencarnación o renacimiento de las almas. Es esta su tesis: "La justicia del Creador debe evidenciarse en todas las cosas" Aquí está en qué términos el abad Bérault-Bercastel resume su opinión: "Según este doctor de la Iglesia, la desigualdad de las criaturas humanas no representa sino el efecto de su propio merecimiento, porque todas Las almas fueron creadas simples, libres, ingenuas e inocentes por su misma ignorancia y todas, también por eso, absolutamente iguales. El mayor número incurrió en pecado y, de conformidad a sus faltas, fueron ellas encerradas en cuerpos más o menos groseros, expresamente creados para servirles de prisión. De ahí los procedimientos variados de la familia humana. Por más grave, sin embargo, que sea la caída, jamás acarrea para el
Espíritu culpado el retroceso a la condición de bruto; apenas lo obliga a recomenzar nuevas existencias, ya sea en este, ya sea en otros mundos, hasta que, exhausto de sufrir, se someta a la ley del progreso y se modifique para mejor. Todos los Espíritus están sujetos a pasar del bien al mal y del mal al bien. Los sufrimientos impuestos por el Buen Dios son apenas medicinales, y "los mismos demonios cesarán un día de ser los enemigos del bien y el objeto de los rigores del Eterno." (Historia de la Iglesia, por el abad BéraultBercastel). Leemos en la Apologética de Tertuliano: "Declare un cristiano creer posible que un hombre renazca en otro hombre, y el pueblo reclamará a grandes gritos que sea lapidado. Entre tanto, si fue posible creerse en la metempsicosis grosera la cual afirmaba que las almas humanas vuelven en diferentes cuerpos de animales, ¿no será más digno admitirse que un hombre pueda haber sido anteriormente un hombre, conservando su alma las cualidades y facultades precedentes?" S. Jerónimo a su vez afirma que la transmigración de las almas hacía parte de las enseñanzas reveladas a un cierto número de iniciados. En sus Confesiones (148) dice San Agustín: "¿No habría mi infancia actual seguido a otra edad antes de la extinta?... Antes mismo de ese tiempo, ¿habría yo estado en algún lugar? ¿Sería alguien?" Afirmando este principio moral: "Conforme a la justicia divina, aquí en este mundo no puede existir un desgraciado que no haya merecido su infortunio", ese padre de la Iglesia hace presentir la razón de los sufrimientos de las criaturas, la causa general de las pruebas que padece la Humanidad, así como la de las deformidades congénitas. La preexistencia de las almas a la de los cuerpos en una o varias existencias anteriores a la vida terrestre explica esas aparentes anomalías, de tal suerte, repitamos, que los sufrimientos, según Orígenes - que adoptara a tal respecto la opinión de Platón serían remedios del alma, correspondiendo a las necesidades simultáneas de justicia y de amor, no siéndonos impuesto el sufrimiento sino para mejorarnos. (148) T. I, pág. 28.