EL ÁNGEL DE LA SALUD Hermano X/Chico Xavier Libro: Lázaro Redivivo Angustiado, el Hombre enfermo invocó la protección del Cristo y clamó en lágrimas copiosas: — ¡Señor, ampara mi corazón, desalentado en el círculo de las pruebas! Se me han agotado los recursos para la resistencia… ¡Ya no puedo más! ¡Mis noches son prolongadas vigilias repletas de sufrimiento, y mis días constituyen largas horas de aflicción permanente! El dolor dilacera mis carnes y me desarticula los huesos… ¡Compadécete, Señor mío! ¡Baje un rayo de tu divina luz que me restaure la fuerza física, y me ayude a levantar el corazón humillado! ¡Desengañado de todos los procedimientos de curación movilizados en la Tierra, vuelvo mis ojos al Cielo, esperando tu inagotable misericordia! ¡Ayúdame, Pastor del Bien! ¡Mira mis sufrimientos y dame tu auxilio!...
De rodillas y de brazos abiertos, el peregrino sollozaba, contemplando el firmamento. Oyó Jesús la oración y le envió el Ángel de la salud, el cual bajó bondadoso y servicial, apareciendo ante los ojos deslumbrados del infeliz enfermo. En éxtasis, el enfermo contempló al mensajero y suplicó: —Emisario del Médico Divino ¡lávame las heridas dolorosas, levánteme el espíritu abatido! ¡Hace muchos años que sufro miserablemente, pese a mi confianza en el Padre de infinita bondad! ¡Con el cuerpo llagado y putrefacto, noto que la esperanza y la fe han desertado de mi alma! ¡Socórreme, por piedad, caritativo emisario del Cielo! El genio tutelar le acarició compasivo la frente, y exclamó: —Amigo mío, ¡pon la conciencia en tus labios en oración y respóndeme! ¿Has vivido de acuerdo a la voluntad de Dios, huyendo de los caprichos del corazón? ¿Has vivido, hasta ahora, amando al Señor supremo sobre todas las cosas y amando al prójimo como a ti mismo? ¿Has dedicado tu cuerpo y tus facultades a la ejecución de las divinas leyes? Presa del antiguo hábito de escapar a la verdad, el Hombre quiso proferir cualquier frase tendente a disculparse; sin embargo, la presencia del emisario sublime embargaba su ser y no era capaz de hurtarse al imperio absoluto de la conciencia. Dominado por la realidad, respondió entre sollozos: — ¡No!... aún no he servido a las leyes del Señor como debería… Pese a ello, Ángel bueno, ¡compadécete de mí, la enfermedad consume mis días, el sufrimiento me devora! El enviado posó la diestra en la frente del mísero, como si intentase arrancarle la verdad del fondo del corazón, e interrogó: —Pero ¿estarás dispuesto a olvidar de inmediato el pasado criminal? ¿Disculparás fraternalmente, sin cualquier sombra de duda, a todos aquellos que te desean el mal? ¿Prestarás auxilio a tu enemigo? El enfermo dirigió al prepósito celeste una mirada de terrible angustia, y como nada respondiese, el mensajero continuó interrogando:
— ¿Perdonarás siempre, olvidando ingratitudes, injurias y pedradas? ¿Recomendarás a tus adversarios a la bendición del Todopoderoso, reconociendo que ellos son más desgraciados que tú mismo, por la ignorancia de que dan testimonio? ¿Ejercerás la piedad, beneficiando las manos que te hieren y olvidarás sin esfuerzo la boca que calumnia? Obligado por las fuerzas irrefrenables de la conciencia, el enfermo contestó, sin traicionar la verdad: —Desgraciadamente, aún no puedo… — ¿No emitirás pensamientos inarmónicos ante la felicidad del prójimo? — indagó el emisario, afable y benevolente — ¿compartirás la alegría del vecino y la prosperidad del amigo, como si te perteneciesen también? ¿Ayudarás al hermano más feliz en la consolidación de la ventura que corona su existencia? El mendigo de la salud recordó sus luchas internas, junto a aquellos que le parecían más venturosos, y contestó, sincero: —No puedo todavía… — ¿Tendrás bastante disposición — prosiguió afectuosamente el interlocutor — para mantener viva la propia esperanza? Comprendiendo la paciencia de Dios, que aguarda nuestra iluminación por incontables milenios, ¿te decidirás a esperar, sin sublevarte, a que tus hermanos de lucha comprendan, aún algunos años? ¿Sabrás acallar la desesperación, a fin de auxiliar en nombre del Padre Altísimo, movilizando las fuerzas que te han sido confiadas? El desventurado suspiró y dijo con tristeza: —Aún no me es posible proceder así… Tras una pausa algo más larga, el Ángel volvió a interrogar: — ¿Cultivarás el silencio, cuando la liviandad y la calumnia propaguen palabras locas en torno a tu corazón? ¿Defenderás la
salud, evitando las reacciones invisibles de personas que podrías ofender con las falsas y delictuosas apreciaciones verbales? — ¡Aún no sigo semejante camino! — exclamó el infortunado. — ¿Podrás vivir — continuaba el mensajero — en el legítimo respeto a la Naturaleza, conservando tu vaso carnal de manifestaciones en la sublime posición de equilibrio por medio de la templanza, y cumpliendo con fidelidad el programa de servicio, en beneficio de ti mismo y de tus semejantes? ¿Experimentas el placer de ser útil, sinceramente despreocupado de las actitudes ajenas de gratitud o recompensa? — ¡Todavía no! — murmuró el interpelado en tono angustiado. El emisario envolvió al desgraciado en una mirada de compasión infinita y añadió: — ¡Oh, amigo mío! ¡Aún es pronto para impetrar el socorro de los mensajeros de la salud! Si aún no sabes vivir, perdonar, esperar, comprender, ayudar y servir, conforme a la Voluntad del Altísimo, todavía habrás de luchar con la enfermedad, durante mucho tiempo. ¡Mientras tanto, no pidas ventajas que no sabrías recibir! ¡Ruega al Señor te conceda la energía necesaria para aficionarte a la ley del equilibrio y a las exigencias de la reflexión! A continuación, el emisario le envió un cariñoso gesto de adiós. El desgraciado, no obstante, procurando retenerlo, exclamó entre sollozos: — ¡Oh, enviado del Cielo, confiaré en Jesús! El Ángel lo contempló, bondadoso, y respondió tiernamente: —Sí, lo sé. Sin embargo, eso no basta. Es preciso que Jesús también pueda confiar en ti… Y se alejó, para dar cuenta de su misión a las esferas más altas.