CARTA A LOS QUE QUEDAN Humberto de Campos Del libro Palabras del Infinito. Psicografía de Francisco Cândido Xavier En el antiguo Pazo de Buena Vista, en las audiencias de los sábados, cuando se recibía a toda la gente, D. Pedro II atendió a un anciano negro, de barba blanca, y en cuyo rostro, arrugado por el frio de muchos inviernos, se descubría la señal de muchas penas y muchos malos tratos. -¡Ah! ¡Mi gran Señor – exclamó el infeliz – como es de duro ser esclavo!... El magnánimo emperador encaro sus manos cansadas por el timón del pueblo y aquellas otras, marchitas, por la excrecencia de los callos adquiridos en la ruda tarea en los barrios de esclavos y tranquilizándolo conmovido: -¡Hijo mío, ten paciencia! Yo también soy esclavo de mis deberes y ellos son también muy pesados… Tus infortunios van a disminuir… Y ordenó liberar al negro.
Más tarde, en los primeros días de su exilio, el bondadoso monarca, a bordo de Alagoas, recibió la visita de su ex ministro; a las primeras interpelaciones de Ouro Preto, el gran exiliado respondió:
-En resumen, estoy satisfecho y tranquilo. Y, aludiendo a su expatriación: Es mi carta de libertad... Ahora puedo ir a donde quiera. La corona pesaba demasiado para la cabeza del monarca republicano. A los que preguntaran en el mundo sobre mi posición frente a la muerte, diré que tenía para mí la fulguración de un Trece de Mayo para hijos de Angola. La muerte no vino a buscar mi alma cuando esta se complacía en las redes doradas de la ilusión. Sus tijeras no me cortaron los hilos en la mocedad y en mis sueños, porque yo no poseía nada más que nieve blanca a la espera del sol para desmoronarse. El hielo de mis decepciones necesitaba de ese calor de la realidad que la muerte esparce por el camino que pasa con su guadaña destructora. Sin embargo, resistí su asedio como Aquiles con el heroísmo indomable de quienes ven la destrucción de sus murallas y fortalezas. En mi trinchera de sacos de agua caliente, yo la vi llegar casi todos los días... Me miró con las pupilas llameantes de sus ojos, pidiéndole complacencia y me sonrió consoladora en sus promesas. Yo no podía, sin embargo, adivinar su profundo misterio, porque la duda acechaba a mi espíritu, acurrucándose en mi razonamiento como los tentáculos de un pulpo. Y, en una alegría bárbara, me sentí atrapado en el sufrimiento, como un luchador romano aureolado de rosas.
Triunfé sobre la muerte y, como Ajax, reuní mis últimas esperanzas en la roca de mi dolor, desafiando al tridente de los dioses. Mi vigilancia excesiva me trajo insomnio, que arruinó la tranquilidad de mis últimos días. Perseguido por la sordera, ya msojos se apagaron como las últimas luces de un barco hundiéndose en un mar picado en el silencio de la noche. Sombra, moviéndose dentro de las sombras, no me acobarde ante el abismo. Sin dudarlo, me lancé al combate, no para repeler a los moros en la costa, sino para erguir muy alto mi corazón, desmenuzado en las piedras del camino como un libro de experiencias para los que vinieron tras mis pasos, o como el rayo de luz que los faros desabotonan en la superficie de las aguas, proveyendo a los incautos de los peligros de las traicioneras sirenas del océano. Muchos supusieron que estaba corroído por la lepra y las alimañas como si estuviera Bento de Labre, raspándome con el plato de Joel. Yo, sin embargo, estaba solo reflejando la luz de las estrellas de mi inmenso crepúsculo. Cuando me encontré en esa tarea de sembrar resignación, la primera y última flor de los que atraviesan el desierto de las incertidumbres de la vida, la muerte se acercó a mi cama; despacio, como quien tuviera miedo de despertar a un niño enfermo. Esperó a que todas las ventanas estuvieran cubiertas con anestesia e intersticios de mis sentimientos. Y cuando el caos más absoluto en mi cerebro, zas! Corto las esposas que me conservaba retenido por el amor a los otros presos, mis hermanos, atrapados en el calabozo de la vida. Adormecí en sus brazos como un borracho en manos de una diosa. Despertando de esa letargia momentánea, comprendí la realidad de la vida, que yo había negado, más allá de los huesos que se adornan con los claveles rojos de la carne. -¡Humberto! ... Humberto... exclamó una voz lejana - recibe el que te envían desde la Tierra! Abrí los ojos con horror y y con enfado:
-¡No! No quiero escuchar panegíricos y ahora no me interesan las secciones necrológicas de los periódicos. Te equivocas - repitió - los homenajes de la convención no se equilibran hasta aquí. La hipocresía es como ciertos microbios de la vida muy efímera. Recibe las oraciones que se han elevado por ti a Dios, de los pechos sofocados, donde penetraste con tus exhortaciones y consejos. El sufrimiento ha vuelto a tu corazón como un cántaro de miel. Vi descender de un punto indeterminado del espacio, brazos llenos de flores embriagantes como si estuvieran hechos de niebla reluciente, y escuché, envolviendo mi pobre nombre, oraciones tejidas con suavidad y dulzura. ¡Ah! No había visto el cielo y su bendita corte; más Dios recibiría esas depreciaciones en su cielo de estrellas encantadas como la hostia simbólica del catolicismo se perfuma en la ola envolvente de los aromas de un incensario. Nuestra Señora debería escucharlos desde su trono de jazmín bordado en oro, perfilado por los ángeles que eternizan su gloria. Aspiré esos perfumes con fuerza. Pude mudarme a investigar el reino de las sobras, donde pienso sin cerebro en mi cabeza. Amaba y aun sufría, reconociéndome en el pórtico de una nueva lucha. Encontré algunos amigos a los que estreché la mano fraternalmente. Y regresé aquí. Volví a hablar con los humildes y desafortunados, confundidos en el polvo del camino de sus existencias, como tiras de papel, girando en el viento. Volví para decirles a los que no pude interpretar en mi escepticismo de sufridor: -No sois candidatos para la mansión Praia Vermelha. [Hospicio Nacional]. Plantad pues en las almas la palmera de la esperanza. Más tarde ella descubrirá sobre vuestras cabezas encarnecidas sus abanicos estriados y verdes... Y puedo agregar, como el nieto de Marco Aurelio, en lo tocante a la muerte que me arrebató de la brumosa prisión de la Tierra: -Es mi carta de libertad... Ahora puedo ir a donde quiera.
La amargura del mundo era demasiado pesada para mi corazón. Humberto de Campos. (Recibido en Pedro Leopoldo el 28 de marzo de 1935).