EL HOMBRE EN EL MUNDO Los desequilibrios que fatigan al mundo, hunden sus raíces y limitaciones en el corazón humano, sintiendo a la vez deseos y llamadas a una vida superior, la soledad muchas veces existe a nuestro alrededor, pese a que sepamos que nunca estamos solos porque tenemos muchos espíritus a nuestro alrededor, la soledad existe en aquellos corazones que se encierran en sí mismos, dominados por la tristeza y el descontento con la vida que se desarrolla a su alrededor. El Evangelio es un libro que podría orientar a esos corazones nostálgicos y depresivos que siempre elijen estar presos en el mundo donde la libertad nos ha sido concedida por Dios, en nuestro libre albedrio para no culpar a nadie de nuestras acciones. La vida es muy corta y no podemos darnos el lujo de rechazar los momentos que nos permiten disfrutarla. Si no tenemos ninguna ocupación, hemos de buscarla, entretenernos en alguna cosa, la vida es bella, y todos podemos pintarla de color. El mundo es, efectivamente, un horizonte de posibilidades infinitas, el hombre admite que este mundo tiene o debería tener un sentido, pero una y otra vez se ve frustrado en sus esfuerzos de realizarlo.
El mundo «se cierra» sobre el hombre cuando éste se ve obligado a cerrarse sobre sí mismo. Es el hombre quien presta sentido a la existencia y al mundo, pero debe poder hacerlo. Se trata ahora de investigar dónde se encuentra todavía esa posibilidad; si nuestro mundo puede quedar abierto a un universo de significaciones y valores; si puede convertirse en «vocación» para el hombre, es decir, en llamada dirigida a su responsabilidad. Esa posibilidad se encuentra en el hombre mismo, en su capacidad -que ha de ser renovada, una vez más- de creer y dar confianza, de amar y de crear. De la fe y del amor procede todo sentido. El evangelio nos dice: Un sentimiento de piedad debe siempre animar el corazón de aquellos que se reúnen bajo el amparo del Señor e imploran la asistencia de buenos espíritus. Purificad, pues, vuestros corazones: no permitáis que tome raíces en él ningún pensamiento mundano o fútil; elevad vuestro espíritu hacia aquellos a quienes llamáis, a fin de que, encontrando en vosotros las disposiciones necesarias, puedan esparcir con profusión la semilla que debe germinar en vuestros corazones, y producir en ellos frutos de caridad y de justicia. Sin embargo, no creáis que excitándoos sin cesar a la oración y a la evolución mental, os induzcamos a vivir místicamente, colocándoos fuera de las leyes de la sociedad en donde estáis condenados a vivir. No; vivid con los hombres de vuestra época como deben vivir las personas, y sacrificaos a las necesidades aun a las frivolidades del día; pero sacrificaos con un sentimiento de pureza que pueda santificarías. Estáis llamados a estar en contacto con genios de naturaleza diferente, con caracteres opuestos; no choquéis con ninguno de aquellos con quienes os encontraréis. Sed alegres, sed felices, pero con la alegría que da una buena conciencia y con la felicidad del heredero del cielo que cuenta los días que le aproximan a su herencia. La austeridad de conducta y de corazón no consiste en revestirse de un aspecto severo, ni rechazar los placeres que vuestras condiciones humanas permiten; basta dedicar todos los actos de vuestra existencia al Criador que os ha dado esta vida, basta que cuando empecéis o acabéis una obra, dirijáis vuestro pensamiento al Criador y pidáis, por un impulso del
alma, ya sea su protección para salir bien, ya sea su bendición por la obra concluida. No hagáis nada nunca sin remontaros al origen de todas las cosas; no hagáis jamás nada sin que la memoria de Dios venga a purificar y santificar vuestros actos. La perfección es completa, como ha dicho Cristo, con la práctica de la caridad absoluta; pero los deberes de la caridad se extienden a todas las posiciones sociales, desde el más pequeño hasta el más grande. El hombre que viviese solo, no tendría con quién ejercer la caridad; únicamente en el contacto de sus semejantes y en las luchas más penosas, encuentra esta ocasión. El que se aísla, pues, se priva voluntariamente del más poderoso medio de perfección; no teniendo en quién pensar, su vida es la del egoísta. (Cap. V, núm. 26). No os imaginéis, pues, que para vivir en comunicación constante con nosotros, para vivir a la vista del Señor, sea preciso revestir el silicio y cubrirse de ceniza; no, no, lo repito; sed felices según las felicidades de la humanidad, pero que en vuestra felicidad no entre nunca, ni un pensamiento, ni un acto que pueda ofenderle o hacer bajar la frente de los que os aman y dirigen. Dios es amor y bendice a los que aman santamente. (Un Espíritu protector. Bordeaux, 1863).