LA HISTORIA HUMILDE DE UN SACERDOTE Amalia Domingo Soler Libro: La Gran Señora del Espiritismo Hijo del misterio,- él mismo así se llama. - no conoció a sus padres. Le dijeron que aun su madre murió al darle a luz. Creció en una comunidad religiosa. Su primera noción de existencia transcurrió entra una pareja de perros Terranova, Zoa, la perra, sobre cuyo cuerpo dormía la criatura sus siestas en el huerto del templo, y León, el fuerte animal con el cual realizaba sus primeras correrías y juegos. Unos encapuchados negros, sombras humanas que vivían a su alrededor, si bien no tuvieron con el palabras ásperas ni le
suministraron castigos corporales, tampoco sabían articular la palabra cálida, amorosa, que hace el deleite del alma infantil. No hubo una mujer que llenase el vacío de amor que, en aquel corazón tierno, se abría como una herida sangrienta. Serás ministro de Dios. - Le habían dicho los encapuchados cierto día. - Y huirás de la mujer, porque de ella se vale Satanás para conseguir la perdición del hombre. Y, hombre hecho, sagrado sacerdote, gobernado por los convencionalismos asimilados en el ámbito en que transcurrió su educación, huyó de la mujer, creyendo así ser agradecido al Dios que sus preceptores invocaban. En cierta ocasión, cumpliendo con sus obligaciones sacerdotales, se dio cuenta de que su fuga no pasaba de una trasgresión a las leyes naturales, que reclaman, imperativamente, la sana unión de los dos sexos. Fue confinado en una pequeña capilla perdida en una aldeíta lejana, pues, cuando comenzó a leer, con avidez, la experiencia que transcendió de las obras de los grandes sabios, se dio cuenta de que el sacerdocio iba al encuentro de una misión esencial del hombre. Todavía humildemente calló su protesta ardiente en las profundidades del alma. No más hizo oírse su voz a favor de la justicia. Comprendió que eso le ocasionaba enemistades crueles, que herían su dulce sensibilidad. Aceptó la misión con humildad, procurando huir a todos los compromisos que le diesen mayor realce en la tarea que le fue confiada. Todavía la fama de su nobleza, de la pureza de su alma, que irradiaban más allá de su ser material, hizo de él el confesor más buscado en muchas leguas alrededor de su aldea. De ciudades importantes, personajes de la nobleza y destacada posición social, venían a su encuentro en lujosas carrozas cercados de lacayos y sirvientes, en caravanas magnificas, a fin de recibir bendiciones y solicitar confesiones, reclamando los servicios del clérigo simple, que sólo deseaba por compañía, además de los niños que lo rodeaban, proporcionándole un cariño que él correspondía,
su fiel Sultán, hijo de Zoa y León, que le dieran pequeñito: una herencia cogida en un nacimiento de trapos. Gozaba de la mayor felicidad, cuando, uniéndose al alborozado grupo de niños que corrían al templo, huía para el campo abierto, inflando los pulmones con los beneficios de la naturaleza. Saltaba y brincaba con los diablillos que tenían, como fiel guarda, al atento Sultán. Se sentaba a la sombra de un viejo olivo y, allí, obligado por los insistentes pedidos de los niños, les contaba ingenuos y bellos cuentos, los cuales aquellas mentes vírgenes escuchaban con atención y deleite. Cierto día, -contaba el padre con 35 años de edad - oyó la cándida confesión de una jovencita, integrante de un grupo de educadoras de un colegio de niñas hijas de la nobleza, que se dirigían a la capilla para oír sus consejos espirituales. - ¿Amar es un mal, padre? -Amar es bueno, pero es preciso tener mucho cuidado. Debemos amar a Dios, a nuestros padres, al prójimo. Pero, en el mundo, ¡el amor puede engendrar pasiones! - y esto lo decía el cura con un peso en el corazón. - Eres muy joven y no sabes aun en que situación amar es un delito. - Yo amo a Dios, -replicó firme y sentenció la muchachita. - amo a mis padres y a mis hermanos... pero amo a un hombre también... Y el hombre amado tan intensamente por la joven, después que todos partieron, permaneció llorando de angustia, largo tiempo, en la pequeña capilla. Lloraba porque el amor también a él lo llamó, cándida y solemnemente, de manera tierna y pura, en una voz que venía de las más altas cumbres de la sublimidad. Entre tanto no podía abandonar el camino en el cual los hombres encapuchados lo habían puesto. No estaba en condiciones de aceptar el glorioso convite que el amor del mundo le ofrecía.
Cerró su corazón usando las siete llaves del desconsuelo. Una jovencita pálida, de negros cabellos encaracolados, se hizo un nuevo tipo de Satanás atormentador. No era el lúgubre personaje que le describieron los mentores y sí Eros, el dios rosado y florido, cantando todas las virtudes celestiales. Ocho años duró el suplicio del pobre cura. En sus oraciones diarias rogaba a Dios fervorosamente que lo librase del tormento de ese recuerdo que se mantenía indeleble en su memoria. Aunque como sacerdote adquiriese, día a día, por sus impecables actitudes, fama de santidad, después de encerrado en su alcoba luchaba contra la pasión que le atenazaba el alma, al punto de faltarle la respiración. Hasta que un día llega a la aldea un caballero bien vestido, preguntando por él. - ¡Venid, señor, mi esposa agoniza y sólo le acepta a usted como confesor! - Le dice el hombre en un tono de voz que tanto tenía de súplica como de exigencia. ¡Mírame! ¿No me reconoce? -fueron las palabras con que lo recibió la dama que yacía en el lecho y en cuyo pálido rostro se marcaba el tono rojo de una fiebre mortal. Aunque fuese algo difícil reconocerla, el corazón del padre, que se descontrolaba en su pecho, como deseando saltar para fuera, rompiéndolo, ya le revelara de quién se trataba. Era la jovencita de cabellos encaracolados que reencontraba en el límite del Más Allá. Probando que el amor, que un día confesó al sacerdote, aun ardía vivo en su corazón presto a silenciar, deseaba tener a su lado, en ese instante supremo, aquel a quien tanto amara. El permaneció a solas con la dama agonizante, en la alcoba de la regia habitación. Hace ocho años te confesé que te amaba. Dicen que voy a morir y quise decirte que, por encima de todos los seres de la Tierra, te amé... únicamente a ti...
¿Qué extraño destino enlazara aquellas dos almas? Ella, la dama opulenta, cercada de lujo y de todos los bienes que la riqueza puede conceder, él un humilde, un solitario sacerdote exiliado para un rincón perdido en los mapas, donde apenas brillaba y reinaba, después de la puesta del Sol, su absoluta pobreza. El misterio del destino de las almas, con sus dramas establecidos en divinos argumentos, ¿quién podrá traspasar? La joven duquesa moría dos días después, ordenando en sus últimos instantes: Deseo que me entierren en el cementerio de la aldea. Muerta, quiero estar a tu lado, una vez que no pude estar en vida... Con este pedido dejó que se escapase el último suspiro. La fiebre epidémica hizo víctimas igualmente en la aldea. La muerte rondaba implacable por aquella región y ponía en fuga a los habitantes temerosos de contagio. La situación se agravó a tal punto que, al morir el enterrador, cupo al cura sepultar a los muertos. Y así pudo él descender a la tierra, con sus propias manos, el cuerpo que no le perteneciera, pero que le dio su alma. *************** Cuando alguien recurría a su confesionario, a fin de aliviarse de sus angustias, penas y problemas, a veces de crímenes cometidos y que conducían a perspectivas sombrías para el futuro, buscaba, en la misión de sacerdote la comprensión, el perdón, la complicidad del silencio, libertándose del desespero que quitaba la paz, allí encontraba, en su puesto, pese a sus terribles pesares, el humilde padre, pues hacía parte de su menester, tener que soportar con piedad todas las desdichas y la perdición humana. De sus labios, entre tanto, fluían consuelo y aliento, sugestiones para que la justicia fuese ejercida, una solución adecuada a cada una de las cuestiones.
Aquel hombre humilde, físicamente frágil y capaz de actitudes siempre benévolas, era dotado de un alma cándida y guardaba el infantil deseo de tener una vida pura, suave, tierna, cordial. Todavía parecía crecer y ganar una fuerza ciclópea cuando deparaba con el vicio y el pecado. Era inflexible ante los malos procedimientos, firme, enérgico al punto de desconocerse a sí mismo; encontraba fuerzas en su flaqueza, vigor en su candidez, un magnetismo ardiente, que dominaba a las almas, haciéndose dominante y rígido, sin recurrir a la violencia ni a los extremismos, sutil para localizar las maniobras de la astucia que siempre pretende ocultar el mal bajo los velos de los convencionalismos humanos. Encontraba la palabra justa, el pensamiento oportuno, el consejo sabio para dominar las situaciones que se le presentaban, diariamente, en su capilla humilde, donde débiles y poderosos, pobres y ricos confesaban sus culpas, buscando paz para sus almas atormentadas. Muchas veces se desesperaba ante el testimonio vivo de tanta iniquidad y pobreza que lo hacían desfallecer, secretamente lamentándose por su desdicha. En tales circunstancias, corría apresurado para el campo olvidándose de sus problemas y participando de las cascadas de risas de las criaturas, de sus juegos y oyendo impaciente sus voces alegres. Entonces se acordaba del Nazareno "Dejad venir a mí los niños". Y allí, a la sombra de los árboles, entre fresca brisa y el murmullo de los arroyos, oía el concierto feliz de la tranquilidad y de la paz. Así se reconfortaba y se preparaba para oír y participar de un próximo conflicto de almas. *************** En el ocaso de su existencia, sobrecargado de años y de recuerdos, veía que, cada vez más, su cuerpo se inclinaba para la sepultura. Fue cuando surgió en su capilla, ya famosa, una mujer que recogía en su alma todas las especies de intrigas, crímenes y maldades. El viejo sacerdote se sintió tomado de sorda y profunda revuelta. Conocía a la visitante y su horrenda historia. Orgullosa, agresiva,
pretendía imponerle su voluntad, para que le otorgase el perdón de sus pecados a cambio de una gran donación para la mejora de su capilla. Limosna tan grande como viciada de iniquidades... El sacerdote, ya débil para hacerla comprender su desaprobación, apostrofo a la infeliz por su maldad y la expulsó del templo sin dar oídos a los ruegos desesperados con que la mujer rogaba su perdón. Este no fue concedido. El clérigo, que perdonaba crímenes, que supiera reconocer los errores graves del alma humana no se portó, como siempre lo hiciera, con honrada actitud. Bajo un cruel golpe moral, el sacerdote sintió que el arrepentimiento abreviara sus días. Quería partir llevando consigo la paz. En su lecho, lloraba cuando los niños lo cubrían de besos y cariños que podrían rehacerlo del colapso. Cuando se erguía se encaminaba para el túmulo de la amada joven pálida, de cabellos negros como la noche, rogando a su alma que lo perdonase por su inexplicable ceguera. Los aldeanos que de él cuidaban amorosamente, buscaban por mil artificios darle algún sosiego. Y llevaban a los niños para cantar en coro la composición que el cura les enseñara y que a él mismo era debida, cuando deseara, en cierta ocasión, alegrar a un anciano enfermo: ¡Anciano, no te vayas! ¡Quédate con nosotros! En la Tierra está nuestra tarea. ¡En el misterio de la vida que nos fue confiada! Debes quedar aun, pues hay quien necesita de ti, amorosas mujeres que no saben a quién amar, niños necesitados de sonrisas ¡y otros ancianos necesitados de amparo! ¡No te vayas! ¡Quédate con nosotros!... Las voces infantiles se elevaban cálidas y dulces. El viejo padre sonreía tristemente y su corazón se bañaba entregado al inefable placer de aquella espontánea prueba de estima.
En una pálida tarde de otoño entregó él su alma al Creador. Los niños lo rodeaban, regando con e! manantial de sus lágrimas la figura débil y frágil de aquel que tanto habían querido y venerado. Hombres y mujeres que se habían hecho adultos a la sombra de aquel a quien llamaban "Santo", los ancianos que habían recibido de sus labios consejos sabios, mezclados de amor y sabio razonamiento, se mezclaban tristemente con los niños. Las autoridades eclesiásticas desearon reparar el olvido y el des conocimiento de aquel hombre virtuoso. Vistieron el cadáver inanimado con los trajes de obispo. En cuanto el cuerpo descendía al sepulcro, un pájaro trinaba en una rama. Las voces misteriosas del viento, en las frondosidades de los árboles, parecían hacerle coro...