LAS DOS CARAS Richard Simonetti Del libro: El Clamor de las Almas Un famoso artista asumió el compromiso de pintar un cuadro al óleo para la catedral de una ciudad italiana. Tendría por tema la vida de Jesús. Durante meses se dedicó al gratificante trabajo. Al final, faltaban dos personajes. Jesús niño y Judas Iscariote. Meticuloso, se puso a procurar los modelos ideales. En un barrio de la periferia encontró a un chaval de siete años, cuyo rostro lo impresionó vivamente. Tenía la expresión dulce, fisonomía tranquila, ojos brillantes y expresivos, exactamente lo que deseaba. Conversó con los padres. Consiguió que lo llevasen al estudio.
El modelo infantil poso pacientemente, hasta que la figura del sublime infante fue retratada, con toda la pureza e inocencia pretendidas. El pintor suspiró, aliviado. Faltaba apenas Judas. *** El tiempo pasó, el cuadro se paró, pasaron años, sin que el modelo ideal fuese encontrado. El artista vio hombres que traían estampada en la cara la villanía y la degradación. Más ninguno de ellos poseía una fisonomía que configurase judas como lo imaginaba: deprimente figura, un infeliz vencido por la ambición, atormentado por la vil traición. Los padres reclamaban. El propio se sentía envejecer y temía no terminar la pintura, cara a las exigencias de su propio arte. La obra inacabada acabó quedando en un rincón del estudio, por dos décadas. Más el pintor no desistiera. Obcecado por la procura, examinaba atentamente, a los hombres con los que entraba en contacto, sin que alguien se aproximase al modelo idealizado. Cierto día, saboreaba una copa de vino en una taberna, cuando un mendigo, andrajoso y gordo, apareció en la puerta. Tambaleándose, cayó y rodo por el suelo. Con voz roqueña, clamaba -¡Vino, quiero vino! Compadecido, al intentar erguirlo, el pintor se fijó en su rostro de cerca y se estremeció de emoción. ¡Aquella fisionomía atormentada, viciosa, sucia, desesperada, era el retrato fiel de Judas! Emocionado, le propuso: ¡Venga conmigo! ¡Yo le ayudare!
El infeliz lo acompaño. Llegados al hotel, después de haber satisfecho el hambre, y la sed del improvisado modelo, el pintor descubrió la tela, disponiéndose a iniciar el trabajo. Mientras tanto, cuando el mendigo la contemplo, se dejó poseer de gran agitación, rompiendo en llanto convulsivo. El pinto quedo atónito. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué aquella aflicción? Él no conseguía hablar, al llorar, atormentado. ¡Hable hijo mío! ¿Qué le pasa? ¡Déjeme ayudarlo! El infeliz se controló. Al tartamudear, hizo sorprendente revelación. ¿No se acuerda de mí? Hace muchos años estuve aquí. ¡Yo fui! ¡Fui yo quien poso para su niño Jesús! *** Este fascinante episodio dramatiza una situación que se repite, indefinidamente; en el Mundo: La pérdida de la inocencia y de la pureza, y el comprometimiento con los vicios y pasiones, marcando la transición de la infancia para la edad adulta. Es común que los padres de los criminales que cometieron atrocidades comenten, en desespero: -¡No puedo creer que haya sido mi hijo! ¡Era un niño tranquilo y gentil, incapaz de una maldad! ¿Cómo ha podido transformarse en un monstruo? Observando el comportamiento desequilibrado, las malas tendencias que se manifiestan en el individuo, a medida que supera el estado infantil, se tiene la impresión de que la sociedad corrompe a las personas. Esa era la idea de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), filósofo del Iluminismo.
El proclamaba que el hombre es bueno al nacer, puro y sin macula. Nace con la cara de Jesús. La sociedad le imprime el rostro de Judas. Es evidente que, si así fuese, estaríamos ante un fatalismo inconcebible, una incoherencia de Dios. Colocarnos en un mundo donde fuésemos inexorablemente inducidos al mal. La idea de Rousseau tiene otro problema. Favorece al erróneo concepto de que el alma es creada en el momento de la concepción. Seria, por tanto, pura e inmaculada, como un libro de páginas en blanco, corrompida por la sociedad, que en ella imprimiría todos sus vicios y maldades. *** Sócrates (470. 399. A.C.), que vivió hace más de dos mil años antes de Rousseau, tenía un concepto más avanzado. Admitiendo la idea de la Reencarnación, consideraba que la criatura no es un libro en blanco. Guarda registros de vidas anteriores. Educar sería no apenas hacer al Espíritu entrar en la posesión de su patrimonio de experiencias pretéritas, más también, ayudarlo a superar las tendencias inferiores resultantes de sus desvíos. Es exactamente ese el punto de vista de la Doctrina Espirita, al enseñarnos que el candor del niño, su inocencia es simplicidad, nada tiene en común con la naturaleza del espíritu que allí esta. Este, en verdad, permanece en un estado de adormecimiento y solo comenzará a despertar para la vida física después de los siete años, despertando plenamente en la adolescencia, cuando entrará en posesión de su personalidad y tendencias. Su apariencia, su gracia, su inocencia, tienen por objetivo despertar en sus padres, en aquellos que lo rodean, sentimientos de
protección y cariño, fundamentales para que sobreviva, ya que en esa fase el ser humano es totalmente dependiente. A partir de la adolescencia, el Espíritu se reencuentra a sí mismo, con sus cualidades y defectos. La maldad, el vicio, la inconsecuencia, reflejaran apenas aquello que él es, realmente, fruto de sus experiencias pasadas. Por eso es que la cara de Jesús puede convertirse en la cara de Judas. La pureza aparente puede ocultar el comprometimiento con pasiones y vicios. *** Hay que considerar, con todo, que la finalidad de la existencia en la Tierra es la renovación, la superación de tendencias inferiores. Encarnamos exactamente para evolucionar. Las limitaciones impuestas por el cuerpo físico, que inhiben nuestras percepciones, las dificultades y dolores de la Tierra, actúan como lijas gruesas que desbastan nuestras imperfecciones. Una de las revelaciones más importantes de la Doctrina Espirita está en la cuestión número 383, del Libro de los Espíritus, cuando Kardec pregunta cuál es la utilidad de la infancia, y el mentor informa que es en esa fase que el Espíritu es extremadamente sensible a las influencias que recibe. Muchas de sus tendencias inferiores y fragilidades podrán ser superadas con la ayuda de los responsables por ella. Naturalmente, es fundamental que haya ejemplo, que los padres estén dispuestos a vivir lo que enseñan a sus hijos, cultivando un comportamiento digno y honrado. Nada adelantará enseñar al hijo que fumar es nocivo o que no se debe decir palabrotas, si ellos mismo lo hacen. Arthur Acevedo (1855-1908), escritor y teatrologo brasileño, narra ilustrativo dialogo entre padre e hijo.
El padre, informado de que el niño mentía mucho en la escuela, le da una lección moral, explicándole, con variados ejemplos, que es preciso decir siempre la verdad. En ese ínterin, llaman a la puerta. El padre termina la conversación recomendando: ¡Valla a abrir, hijo! ¡Si es alguien que me busca, dígale que no estoy! *** Es obvio que la posibilidad de corregir tendencias inferiores no acaba jamás. En la dinámica de la reencarnación, somos incesantemente estimulados a la renovación, enfrentando las dificultades y problemas de la Tierra. La diferencia es que en la infancia eso puede ser hecho a partir de la influencia de los padres y preceptores. En la edad adulta, dependerá de nuestra iniciativa. ¿Cuál sería el camino? Jesús nos lo indica (Lucas 18:15-17): Le trajeron, entonces, algunos niños para que les impusiese las manos y orase por ellos, y los discípulos les reprendieron a los que los trajeron. Jesús, sin embargo, les dijo: -Dejad a los niños y no les impidáis de venir a mí. Porque de ellos es el Reino de los Cielos. En verdad os digo: aquel que no recibiera el Reino de Dios, como un niño, de ningún modo entrará en él. El maestro sitúa a los niños como paradigma de la inocencia y de la pureza necesaria para que alcancemos el Reino de Dios. Inocencia – la pureza de conciencia. Pureza – la inocencia del corazón. La cara de Jesús niño se ha convertido, en nosotros, es las experiencias reencarnatória, en la cara lamentable de Judas. Somos convocados, ahora, por el conocimiento espirita, a transformar la cara de Judas en la figura radiante de Cristo,
empeñándonos con tal ardor y dedicación, que un día podamos repetir con el Apóstol Pablo (Gálatas, 2: 20) … y ya no soy yo quien vive, más si es Cristo el que vive en mí.