LOS MAYORES ENEMIGOS Cierto día, Simón Pedro le preguntó a Jesús: - ¿Señor, como sabré donde viven nuestros mayores enemigos?¿Quiero combatirlos, a fin de trabajar con eficiencia por el Reino de Dios. Iban los dos de camino, entre Cafarnaúm y Magdala, al sol rutilante de perfumada mañana. El Maestro escuchó y se sumergió en una larga meditación. Pero el discípulo insistiendo, él respondió amablemente: - La experiencia, todo revela en el momento preciso. - Oh! - exclamo Simón, impaciente - la experiencia demora muchísimo... El Amigo Divino esclareció, imperturbable: - Para los que poseen “ojos de ver” y “oídos de oír”, una hora, algunas veces, basta para aprender lecciones inolvidables. Pedro se calló, desencantado.
Antes que pudiese retornar a las interrogaciones, notó que alguien se arrastraba detrás de viejas higueras, erigidas en la orilla. El apóstol palideció y obligo al Maestro a interrumpir la marcha, declarando que el desconocido era un fariseo que procuraba asesinarlo. Con palabras ásperas desafió al viajante anónimo a apartarse, amenazándole, bajo fuerte irritación. Y cuando intentaba agarrarlo, a la viva fuerza, diamantina risada se hizo oír. La suposición era injusta. En vez de un fariseo, fue André, el propio hermano de él, quien surgió sonriente, asociándose a la pequeña caravana. Jesús dirigió expresivo gesto a Simón y obtempero: - Pedro, nunca te olvides de que el miedo es un adversario terrible. Recompuesto el grupo, no habían avanzado mucho, cuando vieron a un levita que recitaba pasajes de la Tora y les dirigió la palabra, menos respetuoso. Simón se llenó de cólera. Reaccionó y argumentó, lejos de las nociones de tolerancia fraternal, hasta que el interlocutor huyó asustado. El Maestro, hasta entonces silencioso, fijó sus ojos muy lúcidos en el aprendiz y preguntó: - Pedro, ¿cuál es la primera obligación del hombre que solicita el Reino Celestial? La respuesta vino clara y breve: - Amar a Dios sobre todas las cosas y a prójimo como a sí mismo. - ¿Habrás observado la regla sublime, en este conflicto? – continuo Cristo, serenamente – recuerda que, antes de todo, es indispensable nuestro auxilio al que ignora el verdadero bien y no olvides que la cólera es un perseguidor cruel. Algunos pasos más y encontraron a Teofrasto, judío griego dado a la venta de perfumes, que informó sobre cierto Zeconias, leproso curado por el profeta nazareno y que había huido para Jerusalén, donde acusaba al Mesías con falsas alegaciones.
El pescador no se contuvo. Grito que Zeconias era un ingrato, relacionó los beneficios que Jesús le prestara y se internó en largos y amargos comentarios, maldiciendo el nombre. Terminando, Cristo le preguntó: - ¿Pedro, cuantas veces perdonarás a tú hermano? - Hasta setenta veces siete – replicó el apóstol, humilde. El Amigo Celeste lo contemplo, calmo, y remató: - La dureza es un carrasco del alma. No atravesaron gran distancia y se cruzaron con Rufo Grácus, viejo romano semi paralítico, que les sonrió, desdeñoso, desde lo alto de la litera sustentada por fuertes esclavos. Marcando su gesto sarcástico, Simón habló sin vergüenza: - Desearía curar aquel pecador impenitente, a fin de inclinar su corazón para Dios. Jesús, sin embargo, le dio una palmada en el hombro y añadió: - ¿Por qué instituiríamos la violencia en el mundo, si el mismo Padre nunca se impuso a nadie? Y, ante el compañero decepcionado, concluyó: - La vanidad es un verdugo sutil. A los pocos minutos, para tomar un refrigerio, llegaron a la modesta posada de Aminadab, un seguidor de las nuevas ideas. En la mesa, un tal Zadias, liberado de Cesarea, comenzó a comentar los hechos políticos de la época. Indicó los errores y excesos de la Corte Imperial, a la que correspondió Simón, colaborando en la poda verbal. Dignatarios y filósofos, administradores y artistas extranjeros han sufrido comentarios hirientes. Tiberio fue invocado con recriminaciones despiadadas. Al final de la animada discusión, Jesús le preguntó al discípulo si alguna vez había estado en Roma. La aclaración llegó rápidamente:
- Nunca. Cristo sonrió y observó: - Hablaste con tanta facilidad del Emperador que me pareció que estaba frente a alguien que con él hubiese privado íntimamente. Luego agregó: - Estemos convencidos de que la murmuración es un verdugo terrible. El pescador de Cafarnaúm silencio, desconcertado. El Maestro contempló el paisaje exterior, mirando la posición de la estrella del día, como para consultar la hora, y, volviéndose hacia su acompañante vigilante, enfatizó gentilmente: - Pedro, hace precisamente una hora procurabas situar el domicilio de nuestros mayores adversarios. Desde entonces para acá, cinco aparecieran, entre nosotros: el miedo, la cólera, la dureza, la vanidad y la maledicencia... Como reconoces, nuestros peores enemigos moran en nuestro propio corazón. Y, sonriendo, finalizó: - Dentro de nosotros mismos, será trabada la guerra mayor. Del libro Luz Ácima, obra mediúmnica psicografiado por el médium Francisco Cândido Xavier.