OÍR Y ESCUCHAR Mercedes Cruz Reyes Somos como un gran jardín que hemos de aprender a cultivar, en nuestro jardín tenemos muchas parcelas que todas merecen nuestra atención y cuidado. Hay una parcela muy especial que muchos lo tienen atrofiado, esa parcela es el oído, el como todos nuestros órganos hemos de dignificar. Muy pocos se paran a escuchar, estamos la mayoría de las veces ante las personas y si no nos interesa el tema que está tratando no le prestamos atención, esto también se paga, en algún momento o lugar, sentiremos el pesar de no ser escuchado. Para oír no se requiere la voluntad; para escuchar, sí. Para oír es necesario un oído sano y un sonido perceptible, para escuchar se necesita una intención. Para no oír hay que taparse los oídos, para no escuchar es suficiente con no prestar atención. Casi todos tenemos la oportunidad de oír siempre y cuando no tengamos afectado ese sentido, oímos lo que pasa a tu alrededor, oímos ruidos varios durante todo el día, pero si alguien nos pregunta que sonidos oímos durante el día quizá no nos acordemos de todos, pero escuchar es poner atención a lo que estamos oyendo, si tienes
interés en lo que se oye, quizá también lo analices y lo retengas más tiempo porque es algo que te interesa. No escuchar al que nos habla es una gran desconsideración, y escuchar al que no nos dice nada es caridad, una caridad en la que muchos no reparan y que el mundo muestra como una gran necesidad, porque nuestra boca habla de lo que sobreabunda en el corazón, y es gracias a este medio de comunicación el oír que podemos comprender, y ayudar a las personas. El comienzo de todo aprendizaje es aprender a escuchar, sin embargo la mayoría de las veces aunque comenzamos a escuchar con atención, a medida que pasa el tiempo ésta se va desvaneciendo hasta llegar a un punto en que perdemos el hilo de lo que nos están explicando y nos encontramos pensando en algo que no tiene nada que ver con el tema de interés. Lo que nos dificulta el escuchar es la predisposición que tengamos hacia lo que estamos escuchando, si ello no nos interesa poco a poco vamos disminuyendo nuestra atención, también es el considerarnos muy por encima del que nos habla, no todos saben hablar con los niños, se nos olvidó que Jesús dijo: “Dejad que los niños vengan a mí porque es de ellos el reino de los cielos” se nos olvida que en el oír podemos demostrar nuestra humildad, descender hacia los que están por debajo, en la materia que sea, es una gran virtud. Son muchas las veces, que cuando estamos más tranquilos surge el pariente en dificultad, el amigo necesitado, que viene a que le ayudemos, y si es verdad que muchas veces se obsesionan con los males que padecen, y nos repiten una y otra vez la misma cosa, es muy difícil el sacarles del pozo donde se han metido, su obsesión es tal que no reparan en que repiten las mismas cosas una y otra vez, nunca les desdeñemos, intentemos sacarles del pozo con nuestra dedicación amorosa, aconsejando una y mil veces, lo mismo, también nosotros, porque el bien no tiene nada más que un camino, y en dado momento sin que nos demos cuenta, nuestra dedicación los hace reaccionar y todo cambia para mejor. Otra cosa que también se puede dar es que no entendamos al que nos habla, si suele suceder, es como cuando leemos un libro que está por encima de nuestra cultura y no comprendemos la mayoría de las palabras que en él están escritas; no podemos estar, a lo mejor, en
una conferencia para dominio de todos, interceptando con nuestras preguntas, aun así hemos de escuchar porque el conferenciante merece nuestra atención, y pese a que a lo mejor no hemos entendido muchos puntos, alguno nos ha servido y se ha quedado impreso en nosotros por el mero hecho de haber sabido comportarnos como es debido. Saber escuchar la voz interior es la destreza máxima, ya que quien no sabe lo que quiere hace indiferente al camino que elija. El peligro es tratar de gustar perdiendo fidelidad con uno mismo. También hay que saber escuchar al otro, compartir y contagiarse con sus alegrías y procesar o contener sus angustias. Quien no escucha vende productos, quien sabe escuchar vende soluciones. Las mejores empresas son las que escuchan al cliente porque la información es el poder que permite transmitir el mensaje apropiado cuando nos llegue el turno de hacer uso de la palabra. El aprendizaje de la escucha es progresivo: reproducir el contenido, poder repetirlo con otras palabras, descifrar las emociones, reunir todos los factores. El sonido más melodioso para el oído humano es el nombre propio. La sensibilidad se acrecienta en estado de calma. La credibilidad crece al entregarse al otro para poder influir después, en lugar de dar consejos fuera de contexto. Saber escuchar exige dejar de juzgar, crear un espacio de silencio que conecte con el potencial para poder responder con responsabilidad sabiendo manejar las propias emociones. Se recuerda el 5% de lo que se escucha, el 25% de lo que se ve y el 90 % de lo que se hace. Por lo tanto, hay que escuchar activamente, con entusiasmo, haciendo de la escucha un acto. El gran maestro de la escucha fue Sócrates quien escuchando lograba un milagro: hacía parir ideas. Saber escuchar es conocer tanto al interlocutor como para decirle: "Lo que tú eres resuena tan fuerte en mis oídos que no puedo escuchar lo que me dices".