EL QUIJOTE
contado por
NIÑOS y NIÑAS del CEIP “VIRGEN DE LA CANDELARIA” IV centenario de la II parte de El Quijote
(1615-2015)
DON QUIJOTE DE LA MANCHA En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme… Aquí y ahora comienza la famosa novela de Don Quijote de la Mancha contada por los niños y niñas del CEIP “Virgen de la Candelaria” de Colmenar. Y es la historia de un hidalgo manchego que un día quiso convertirse en caballero andante. Tenía cincuenta años, se pasaba horas del día y de la noche leyendo libros de aventuras y pronto quiso imitar a sus protagonistas, sobre todo a uno que era su preferido: el valiente caballero Amadís de Gaula. Se cambió entonces el nombre de Alonso Quijano por el de don Quijote de la Mancha, encontró en el desván una armadura y un caso viejos y abollados, y se fue luego a buscar en las cuadras a un viejo y esquelético caballo, más bien rocín, al que puso por nombre “Rocinante”, por parecerle nombre altisonante y principal. Finalmente, como todo caballero andante debe llevar al lado un escudero que le sirva, convenció a un labrador de su pueblo, recio de cuerpo y de muy pocas luces en la mollera, para que le acompañase en sus andanzas, y a lo mejor un día podría recompensarle con una “ínsula” que conquistaría, seguro, en alguna de sus hazañas.
Hechos ya todos los preparativos para convertirse en caballero andante, se dispuso a echarse a los caminos del mundo en busca de aventuras y fama, y poniendo su fuerte brazo y su indomable espalda al servicio de los más desamparados y oprimidos. Y así, don Quijote a lomos de Rocinante y Sancho Panza montado en un burro de nombre Rucio, salieron ambos del pueblo muy de mañana y se perdieron por las anchas llanuras de la Mancha. ¿Y queréis saber en quién iba pensando don Quijote a todo pensar? En alguien mucho más importante que su caballo, su escudero, su armadura y su lanza. En alguien que será, a partir de ahora, la razón de ser de su vida y de sus hazañas, y a quién va dedicado el próximo capítulo.
DULCINEA DEL TOBOSO Estamos hablando de la dama y señora de sus pensamientos. Porque bien sabía don Quijote, en efecto, que nunca hubo caballero andante sin una dama de quien enamorarse y a quien rendir pleitesía. − Un caballero sin amores –se decía a sí mismo- es como un árbol sin hojas y frutos o un cuerpo sin alma. “Y es que además –proclamaba con voz altisonante-, si me encuentro por ahí algún gigante y lo venzo y rindo, he de tener una señora a quien enviárselo para que se hinque de rodillas en su presencia y le diga: Yo soy, señora, el gigante Curaculiambro, a quien acaba de vencer el gran caballero don Quijote de la Mancha, el cual me manda para que dispongáis de mí como vuestra grandeza desee”. Y fue el caso, atento lector, que recordó don Quijote a una moza labradora que vivía en El Toboso, un pueblecito cercano al suyo. Se llamaba Aldonza Lorenzo pero él dio en llamarla Dulcinea del Toboso, por parecerle nombre más apropiado para convertirla en dama de sus pensamientos. ¿Y era guapa la chica?, os preguntaréis. Pues más bien no. Era una moza zafia y desgarbada, si bien don Quijote dijo una vez de ella: “Píntola en mi imaginación como la deseo, así en belleza como en principalidad”. En otra
ocasión la llamó emperatriz de la Mancha, y toda la novela está llena de piropos hacia la simpar Dulcinea. Es la imaginación y los ojos enamorados quienes otorgan belleza a las cosas y a las personas… Y a don Quijote no le faltaban ni fantasía ni enamoramiento. Y os diré más: cuando en un pasaje de la novela se enfrenta cara a cara con la fea Aldonza Lorenzo (su dulcinea del Toboso), grita y maldice al mago Frestón que la ha hechizado y convertido en semejante adefesio de mujer. ¡Pero incluso así, él seguirá adorándola y encomendándose a ella en todas sus hazañas! Que no hay en toda la historia del mundo ni de los libros ninguna historia de amor como la de don Quijote y su Dulcinea.
¿MOLINOS O GIGANTES? Una de las primeras hazañas de don Quijote es también, sin duda alguna, la más famosa de toda la novela. No hay lugar en el planeta Tierra donde no se conozca tal aventura. Caminaban don Quijote y su escudero Sancho Panza por los campos de Montiel, cuando divisaron a lo lejos treinta o cuarenta molinos que giraban majestuosamente sus aspas. − La suerte nos acompaña, amigo Sancho –exclamó don Quijote-. ¿Ves aquellos descomunales gigantes? ¡Pues con todos ellos entraré en combate y los derrotaré! − ¡No son gigantes, mi señor –gritó Sancho, llevándose las manos a la cabeza-, son solo molinos de viento! Y lo que parecen descomunales brazos son las aspas que mueven la piedra de moler. − ¡Ay, Sancho, si tienes miedo, apártate y ponte a rezar! –respondió don Quijote, mientras picaba espuelas a Rocinante y gritaba a voz en cuello-: ¡No huyáis, cobardes y viles criaturas, que es solo un caballero quien os acomete! Arremetió, pica en ristre, contra el primer y gigantesco molino y el choque fue brutal. Estrelló don Quijote su lanza contra las aspas en movimiento, estas la
hicieron añicos, caballero.
derribando
por
tierra
a
caballo
y
Corrió al punto Sancho a socorrerle, pero el caballero se revolvió y, aunque malherido y descalabrado, culpó otra vez de su desventura al mago Frestón: − ¡Él ha convertido los gigantes en molinos para quitarme la gloria de su derrota! ¡Pero nada han de poder sus malas artes ni hechizos contra el poder de mi lanza! Quiso alzarla entonces don Quijote en alto para refrendar sus palabras, cuando se dio cuenta de que solo le quedaba un trozo de asta, habiendo perdido en el choque la punta de hierro. − No importa –exclamó el caballero-. En alguna parte he leído que a un soldado español se le quebró la espada en un combate y él desgajó, entonces, una rama de encima y con ella “machacó” tantos enemigos que se ganó el sobrenombre de Machuca. También yo tronzaré una vara de roble y la convertiré en asta de lanza para mis futuras hazañas. Seguía preocupado Sancho Panza por lo maltrecho y malherido que veía a su señor, pero este le tranquilizó con esta valerosa confesión: − Has de saber, amigo Sancho, que no es propio de un caballero andante quejarse de herida alguna, ¡aunque se le salgan las tripas por ella!
Volvió luego don Quijote a culpar al mago Frestón de sus desventuras y malandanzas, y le explicó al buen Sancho que todo había comenzado cuando le robó de su biblioteca sus amados libros de caballería. Aunque nosotros aclararemos ahora mismo que no fue así, que no fue Frestón ni ningún otro mago o hechicero de los muchos que salen en la novela, quien hizo desaparecer la biblioteca de don Quijote, sino más bien el ama que estaba a su servicio, en complicidad con el cura y el barbero del pueblo. Como todos pensaban que se le había secado el cerebro de tanto y tanto leer, decidieron secuestrarle los libros ¡y hasta quemarlos en una hoguera! Pobre don Quijote. Y fijaos y pensad detenidamente, quizás fue eso mismo lo que empujó a Alonso Quijano a convertirse en caballero andante y recorrer el mundo para luchar contra los que queman libros, que es tanto como quemar y destruir la inteligencia y la bondad. ¡Y que nadie me diga a nos diga que por leer libros se le seca a uno el cerebro y se vuelve majareta! Al revés, los que no leen son los que se vuelven lelos y mentecatos. Los libros nos hacen más sabios y, sobre todo, más humanos y bondadosos. Por eso don Quijote no fue un loco, todo lo contrario, fue un hombre bueno y un idealista de los pies a la cabeza. ¡Y punto en boca!
LA BATALLA DE LAS BATALLAS Pase que pueda confundirse un gigantesco molino de viento con un gigante de carne y hueso. Pero ¿confundir un rebaño de ovejas con un batallón de soldados a caballo? Seguimos con nuestra historia y encontramos de nuevo a don Quijote y Sancho por los caminos de la Mancha, cuando de pronto… − Mira, Sancho –clamó el caballero, alzándose en los estribos y oteando el horizonte-, ¿ves aquella gran polvareda allá a lo lejos? Pues la levantan dos ejércitos que cabalgan para enfrentarse uno contra el otro en descomunal combate. − ¿Ejércitos decís, señor? –preguntó el temiéndose otra de las fantasías de su amo.
escudero,
− Ejércitos digo, ¿o es que no oyes el sonar de los tambores y clarines, el griterío de los soldados y el relinchar de los caballos? − Lo que yo oigo, señor, son muchos balidos de ovejas y corderos. Para mí son dos rebaños que vuelven a sus apriscos con la puesta de sol. − ¡Oh, no, no, Sancho, ya veo que no entiendes de asuntos guerreros! Escúchame bien: el batallón que se acerca por ese lado es el del rey Pentapolín del Arremangado Brazo, que así le llaman porque
siempre entra en combate con un brazo desnudo. Y el ejército que viene a enfrentársele es el del emperador Alifanfarón de la isla de Trapobana. Y si aguzas la vista –siguió perorando don Quijote-, divisarás en uno y otro bando capitanes tan famosos como el temido Micocolembo, o el descomunal Brandabarbarán de Boliche, señor de las Tres Arabias, que lleva como armadura la piel de una serpiente pitón y como escudo una de las soberbias puertas del templo que derribó Sansón de un empujón, según cuenta la Biblia. Dicho todo esto, y sin escuchar las advertencias de su escudero, picó espuelas don Quijote y se adentró, lanza en ristre, en el fragor de la batalla, presto a ayudar a quienes él creía que eran los “buenos”. ¿Pero qué ocurrió? Pues que alanceó, a diestro y siniestro, una oveja aquí, un cordero allá, dejando pronto el campo sembrado de inocentes cadáveres lanudos. La reacción de los pastores no se hizo esperar: arremetieron todos a una contra don Quijote con piedras y garrotes, y hasta el bueno de Sancho, que acudió raudo a socorrer a su señor, recibió una pedrada en plena cara que le hizo saltar tres dientes y cuatro muelas.
¿BÁLSAMO O YELMO? Palizas, pedradas, dientes y huesos rotos… ¡La de veces que nuestros dos amigos, don Quijote y su escudero Panza, salen malparados en cuantas aventuras se meten! ¿Alguna solución? ¿Algún remedio? Dos tuvieron ellos al alcance de la mano. Uno para curar heridas y magulladuras y el otro para prevenirlas. Lo explicaremos: Se sabía don Quijote la fórmula mágica de un bálsamo o jarabe curalotodo, y se puso un día a fabricarlo: mezcló aceite, romero, sal y vino, lo puso todo a cocer mientras rezaba ochenta padrenuestros y otras tantas avemarías y salves, y así consiguió el famoso y milagroso Bálsamo de Fierabrás. − Con este bálsamo, amigo Sancho, no hay mal que no se cure ni herida que no cicatrice. Que si un día me ves partido en dos en un combate, bastará que juntes las dos mitades de mi cuerpo, me des luego a beber de este jarabe y enseguida seré otra vez persona entera y vigorosa. Y para probar la eficacia del bálsamo, ambos bebieron un buen trago de él, si bien el resultado no pudo ser más desigual: mientras a don Quijote le reconfortó y sumió en un sueño apacible y reparador, al bueno de Panza le revolvió las tripas, le hizo vomitar a chorros y casi, casi le puso en trance de muerte. Y todo, al parecer, porque el misterioso brebaje solo resultaba benefactor para quienes
eran caballeros, pero no para los sencillos y humildes escuderos. El segundo remedio contra los infortunios y palizas, no tanto para curar los golpes y heridas sino para prevenirlos, fue el archifamoso yelmo de Mambrino. Se decía que había pertenecido al rey moro de tal nombre, que era de oro puro y que, sobre todo, hacía invulnerable a quien lo llevaba puesto. Pues hete aquí que un día se puso a llover a cántaros, y don Quijote distinguió a lo lejos a un hombre montado en una mula, que traía en la cabeza, para cubrirse del agua, algo que relumbraba como si fuera de oro. Pensó el caballero que se trataba del famoso yelmo de Mambrino y arremetió, lanza en ristre, contra su dueño. Lo derribó de la cabalgadura, lo puso en fuga, y cuando Sancho fue a recoger lo que el caballero pensaba que era un yelmo, se encontró con que se trataba de una bacía de barbero –que no era otra cosa el hombre que acababa de huir-, es decir, de la pequeña palangana de la que se servían los barberos de antaño para enjabonar y rasurar las barbas a sus clientes. Así se lo hizo saber Sancho a su amo, mas este siguió viendo, como siempre, lo que quería ver, y se caló al punto la bacía en la cabeza convencido de haber conquistado, nada más y nada menos, que el archifamoso y dorado yelmo del rey moro Mambrino. Y con ese estrafalario casco, al que le falta un redondo trozo o “mordisco”, le veremos ya representado para siempre jamás.
LA TENEBROSA CUEVA DE MONTESINOS Cuántas palizas, quebrantos y derrotas hay en la novela de don Quijote… ¡Incontables! Pero hay también aventuras divertidas, llenas de humor y de risa y hasta de misterio. Y sin duda la más misteriosa de todas es la de la cueva de Montesinos, tenebrosa sima sin fondo, a la que se empeñó en bajar don Quijote y en la que contempló lo que ahora narraremos. Compró el caballero una soga de cien brazas de larga y con ella fue descolgándose, mientras su escudero Sancho le animaba fervorosamente: “¡Dios te guíe, valentón del mundo, corazón de acero, y te devuelva sano a la luz del día!”. Se encontró primero don Quijote con un venerable anciano, cuya barba le llegaba a los pies, que resultó ser el mismísimo Montesinos, señor de aquellas profundidades. El cual recibió jubilosamente al caballero y fue mostrándole los diferentes recintos y cámaras, presentándole también a los habitantes de aquellos abismos, que allí llevaban cinco siglos hechizados. Y muy en particular al famoso mago Merlín, “que dicen que fue hijo del diablo”. Pero la sorpresa mayor la tuvo don Quijote cuando vio delante de sí, entre otras dos mujeres, a su amada Dulcinea, también encantada, no sabemos ni cómo ni cuándo, y prisionera en tan lóbregas mazmorras.
Todo esto le contó don Quijote a Sancho cuando al fin salió de la cueva. Aunque al escudero le picó más la curiosidad por asuntos más… triviales. − ¿Y los encantados de allá abajo comen, seño? – preguntó Sancho. − No, no comen, ni producen, por tanto, excrementos mayores. Si bien les crecen sin parar las uñas, las barbas y los cabellos. − ¿Y duermen los hechizados, mi amo? –insistió Sancho. − No, por cierto, ni tampoco pegué yo ojo en los tres días que estuve dentro. ¿Tres días? No se atrevió a replicarle Sancho, pero se percató enseguida de que algo misterioso había sucedido: aunque para su señor fueron tres días enteros en las entrañas de la tierra, él bien tenía claro que solo había transcurrido media hora desde el descenso y la salida de la cueva. ¡Como para no pensar en encantamientos y hechicerías!
EL GOBERNADOR SANCHO PANZA ¿Recuerdáis que al principio de esta historia le prometió don Quijote a su escudero, en pago de sus servicios, regalarle una “ínsula”? Pues pudo un día cumplir su promesa y, gracias a la generosidad de unos duques amigos suyos, nombró al buen Panza gobernador de la Ínsula Barataria. Una isla “redonda y bien proporcionada”, según nos dice Cervantes en su novela. Y también nos dice que su gobierno pasaría a la historia como el de mayor justicia y sensatez del que se guarde memoria. No pocos fueron los consejos que le dio don Quijote a su escudero antes de ocupar tan importante cargo: − Debes ser limpio en tu persona y cortarte las uñas para que no parezcan tus manos garras de cernícalo lagartijero. Evita comer a dos carrillos y no eructes delante de nadie. Pero ante todo y sobre todo, Sancho, que la vara de la justicia no se incline ni doble nunca por el soborno, sino por la equidad e igualdad. Y así trató de actuar siempre el buen y justiciero gobernador Panza. Y no pocos de sus juicios públicos mostraron la misma sabiduría que los del famoso rey Salomón.
Y cuanto más querían tenderle trampas y enredarle algunos querellantes, más astuto y certero se mostraba el juez Sancho. Aunque todo tiene su límite… Si no llegaron a hartarle y aburrirle las tareas de gobierno, que iba resolviendo con su habilidad y buen sentido común, sí pudieron con su paciencia los asuntos del comer. Tenía a su servicio un médico llamado Pedro Recio que, preocupado ridículamente por la salud y buenas digestiones del gobernador, apenas le dejaba probar otra cosa que sopicaldos y verduritas. Y habiéndole preparado un día en la cocina un suculento plato de perdices, que al buen Sancho se le hizo la boca agua nada más verlas, como el severo doctor se las arrebató sin dejarle probarlas, le gritó hecho una furia: − ¡Largo de mi presencia, doctorcillo, que si no agarraré esta silla en la que me siento y se la estrellaré en la cabeza! Y gritó luego a todo el servicio de palacio: − ¡Denme de comer de una vez o quédense con su gobierno! Se levantó de la mesa airadamente, se desvistió de sus ropas de abolengo y salió de palacio rezongado: − ¡Más quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno!
UN CABALLO ESPACIAL Habéis oído bien… “un caballo espacial”. También especial, porque se trata de un caballo de madera, no de carne y hueso como Rocinante, pero “espacial” porque este caballo vuela por los espacios siderales. Se llama Clavileño: “leño” porque es de madera, y “clavi” porque lleva una clavija incrustada en el cuello para su manejo. Si la giras a la derecha, tuerce a la derecha; y si la giras a la izquierda, a la izquierda. Era su dueño el malvado y fanfarrón gigante Malambruno, y retaba a quien se atreviera a montarlo y enfrentarse a él. ¿Y quién se atrevió?... ¡Don Quijote de la Mancha!, ¿quién si no? Porque además, si el caballero lograba vencer al gigante, libraría de sus hechizos a la princesa Antonomasia y a doce damas a quienes Malambruno había afeado sus rostros con espesas barbas varoniles. Montó don Quijote a la grupa de Clavileño, hizo otro tanto Sancho a las ancas, bien pegado a las espaldas de su señor, y al punto dio comienzo el primer vuelo espacial de la historia del mundo. Salió volando Clavileño el Alígero –que tal era su nombre completo-, sopló de pronto un viento huracanado y frío, y don Quijote gritó a su escudero:
− Sin duda alguna, Sancho, que ya llegamos a donde se engendra el granizo y las nieves. Los truenos, relámpagos y rayos se engendran en la tercera región, y si así seguimos subiendo, pronto llegaremos a la región del fuego, y no sé bien cómo templar esta endiablada clavija para no llegar a donde nos abrasemos. Pasáronse volando caballero y escudero ni se sabe el tiempo, y cuando ya terminó el viaje espacial, Sancho, entusiasmado y parlanchín, no paraba de contar graciosamente su espacial aventura: − Verán vuestras mercedes: cabalgamos por medio mismo de la constelación de las Siete Cabrillas, y como yo de chico fui cabrerizo, me apeé de Clavileño para jugar un rato con ellas. Ocurrencias del bueno de Panza, ya le vamos conociendo. Pero hemos de revelar que todo lo que acabamos de contar había sido solo… una broma. Más aún… una burla. Tal cual. Los mismos duques que un día acogieron en su palacio a don Quijote y Sancho, organizaron la farsa del caballo Clavileño, solo por divertirse a su costa. Les hicieron creer a nuestros ingenuos amigos que surcaban los espacios siderales y que sufrían el frío de las regiones gélidas o el calor inaguantable de la cercanía del Sol. Pero todo había sido una farsa de hielos artificiales, falsos huracanes producidos por grandes fuelles, fogatas y petardos.
¿Y es que acaso ellos, el ingenioso don Quijote y el gran Sancho, no se dieron cuenta del engaño? Pues no, “los bromistas” les habían vendado los ojos so pretexto de no marearse al volar tan alto tan alto. Pero lo cierto es que el caballo de madera no se había movido del sitio ni un palmo. Aunque el destino fue más misericordioso que los farsantes, y al final de la aventura apareció misteriosamente un pergamino con el siguiente mensaje:
“Me doy por satisfecho de la valentía de don Quijote y su escudero, y ahora mismo deshechizo a todos cuantos había hechizado” Firmado: Malambruno
LA MUERTE DEL INMORTAL La inmortal novela de don Quijote termina con la muerte de nuestro protagonista, así quiso Cervantes. Un fingido caballero, llamado pomposamente De la Blanca Luna, venció a don Quijote y, en lugar de clavarle la lanza en el pecho como él se lo pedía –“quítame la vida, pues me has quitado el honor”-, le obligó a regresar a su aldea y no ejercer más de caballero andante. Le entró a don Quijote tal pesadumbre y tristeza que muy pronto le sobrevino una incurable enfermedad, pues le habían arrebatado su sueño. Y llegamos al final de nuestra “peculiar historia”, hemos dejado muchas cosas en el tintero, pero puede que algún día los niños y niñas del CEIP “Virgen de la Candelaria” retomemos esta historia y continuemos contando otras de las maravillosas aventuras de nuestro ingenioso hidalgo “Don Quijote” y su peculiar escudero “Sancho Panza”. Pero de momento… pensamos, creemos y proclamamos que todo niño y niña, y por descontado cualquier adulto que se precie, debería aprenderse de memoria algún párrafo de El Quijote, y muy en particular las tres heráldicas y sonoras primeras líneas de la novela:
“En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.
Dicho queda.