(China) En el país de Tai, vivió hace mucho tiempo un pintor llamado Tuo Lan. Era un anciano delgado, de larga y blanca cabellera y mirada vivaz.
Habitaba una cabaña de bambú al final de un sendero trazado entre la hierba, en los límites del pueblo.
Rara vez salía de casa; tan sólo para ir al mercado, de vez en cuado; compraba entonces algunas provisiones, se sentaba en un banco a la sombra y, con los ojos entornados, observaba a las gentes. Así se quedaba, inmóvil, durante una o dos horas hasta que regresaba a su cabaña. Colocaba sobre la mesa sus pinceles y sus tintas y se ponía a pintar sobre una hoja de papel, de madera o de seda.
Pintaba cada día siete rostros. Su trabajo le absorbía tanto que no oía ni el viento, ni la lluvia, ni los pájaros. Al final de la semana colgaba siete veces siete rostros en las paredes de su casa. Los contemplaba prolongadamente, con la cabeza inclinada hacia un lado y las manos a la espalda y sentía una secreta satisfacción. Una noche, alguien llamó a la puerta de su casa. Era ya tarde, pero todavía trabajaba, inclinado sobre su mesa a la luz de una vela. Fuera, rugía la tempestad, los relámpagos desgarraban la oscuridad del cielo nocturno, aullaba la borrasca. -¿Quién es? –preguntó Tuo Lan sin alzar siquiera la frente. -Soy la Muerte –respondió una voz potente detrás de la puerta-. Vengo a buscarte. El anciano se levantó refunfuñando y fue a abrir. Una nube de hojas muertas y una ráfaga de lluvia se precipitaron dentro de la estancia. Bajo el umbral se encontraba un personaje alto vestido de negro, con rostro de sombra.
-Pasa y siéntate –le dijo Tuo Lan señalando una silla en un rincón-. Tengo que terminar de pintar el rostro de una chiquilla que vi ayer en el mercado del pueblo.
Dio la espalda a la Muerte y volvió a ponerse a su tarea. La Muerte, con su larga y oxidada guadaña en la mano izquierda se acercó a Tuo Lan. Bajo el pincel del anciano aparecía una joven de sonrisa radiante. La Muerte miró desconcertada: conocía todas las muecas del mundo, pero jamás había visto una sonrisa humana. No se atrevió a colocar su mano esquelética en la nuca de Tuo Lan y se alejó, confusa, con pasos discretos. En la oscuridad de la noche, en medio de la tempestad, se elevó hacia el cielo.
Cuando el rey de los cielos la vio aparecer en su palacio con la guadaña al hombro, le preguntó con voz áspera: -¿Cómo es que vuelves sola? -Majestad –respondió turbada la Muerte-, cuando entré en casa de Tuo Lan, estaba pintando una sonrisa en un rostro. No quise molestarle. -¡Diablos! –exclamó Dios-. Un mortal capaz de intimidar a la Muerte es una rara perla. Antes del amanecer, quiero tenerlo en mi presencia. La Muerte volvió a bajar a la tierra y recorrió de nuevo el sendero que conducía a la cabaña de bambú. En la negrura de la noche, distinguió la luz oscilante de una vela al otro lado de la ventana. En esta ocasión, no se tomó la molestia de llamar a la puerta y entró directamente. -¿Dónde te habías metido? –le increpó Tuo Lan-. ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Estaba de pie en el centro de la habitación y llevaba bajo el brazo sus instrumentos de pintar, unas hojas en blanco, tintas de diversos colores y unos cuantos pinceles.
La Muerte le envolvió en su capa con un gesto amplio y se lo llevó.
Tuo
Lan
entró
en
el
palacio divino. El rey de los cielos contempló detenidamente desde su trono a aquel anciano y endeble mortal, vestido con ropas cien veces remendadas y cargado de papeles, pinceles y frascos de tinta. -Nunca has pintado otra cosa que rostros –le preguntó-. ¿Por qué? -Porque los rostros humanos –respondió Tuo Lan- son los paisajes más bellos del mundo. El rey de los cielos le tendió la mano sonriendo y le dijo: -Ven. Salieron juntos a un espacioso jardín. En su centro, bajo los árboles y entre las flores, manaba una fuente en una pequeña gruta cubierta de musgo. Un sol inmóvil brillaba en el cielo. -Esta es tu morada eterna –le dijo el rey de los cielos-. Aquí vivirás junto al Espíritu de Vida. Pintarás rostros y cada vez que un niño nazca sobre la tierra, elegirás uno de tu colección y se lo darás.
Tal es y tal será hasta el final de los tiempos el trabajo de Tuo Lan.