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EL HECHO MALDITO La relación entre intelectuales y poder estuvo signada, históricamente, por la desconfianza. El país, por supuesto, no podía escapar a esa impronta. Desde Moreno, Monteagudo y Castelli ante el gobierno de Saavedra hasta las diferentes posturas de Carta Abierta y Plataforma 2012 frente a los dos modelos en pugna, pensamiento y política atravesaron un camino siempre ríspido. En esta edición, dos referentes de los distintos colectivos de pensadores, Horacio González y Maristella Svampa, plantean sus dudas y sus certezas al respecto, mientras el sociólogo latinoamericanista Boaventura de Sousa Santos analiza los dos desafíos principales en los que se debate la izquierda.
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Maristella Svampa*
MIGUEL RUSSO Miradas al Sur
Las derivas de la batalla on los posicionamientos en relación con los proS cesos de cambio político los que suelen poner en jaque al pensamiento crítico, cuestionando la independencia de los intelectuales respecto del poder. En tal registro se sitúa, por ejemplo, la revolución cubana, que todavía continúa siendo un punto ciego para un sector de la izquierda latinoamericana. En una línea similar, no son pocos los intelectuales que hoy aparecen vinculados a los gobiernos progresistas del continente y que alimentan nuevas obturaciones y puntos ciegos respecto del poder político, silenciando la crítica, frente al peligro “del retorno de la derecha”. Desde mi perspectiva, estos procesos trajeron consigo una nueva fractura en el campo intelectual latinoamericano. Así, a diferencia de los ’90, cuando la intelectualidad crítica aparecía alineada en contra del neoliberalismo, el nuevo siglo vino signado por un conjunto de tensiones y contradicciones político-ideológicas de difícil procesamiento. En la Argentina, la consolidación del kirchnerismo como gobierno “progresista” y su énfasis en la “batalla cultural” instalaron nuevas divisiones que generaron desgarramientos dentro del campo intelectual, expresando posiciones cada vez más distantes respecto del rol de la crítica y de la relación de los intelectuales con el poder. En esta dirección, quisiera destacar dos clivajes mayores en el espacio intelectual. El primero, explícito y muy mediatizado, giró en torno a la caracterización del gobierno kirchnerista; acerca de su carácter nacional-popular/progresista (para aquellos que lo apoyan) o populista y antirrepublicano (para aquellos que lo critican). Esta división se hizo manifiesta a partir de 2008, con el conflicto entre el gobierno nacional y las patronales agrarias, por las retenciones a la soja, el cual fue la piedra de toque para actualizar una épica nacional-popular que se creía ya extinta. En ese marco, el Gobierno logró la adhesión activa de un grupo de intelectuales y académicos, autodenominado Carta Abierta. Poco después, el debate por la ley de medios audiovisuales (2009) y la muerte inesperada de Néstor Kirchner (2010) terminaron de abrir por completo las compuertas al giro populista, montado sobre un discurso binario, sintetizado en la oposición entre un bloque popular (el kirchnerismo, el pueblo) y sectores de poder concentrados (monopolios, corporaciones, antiperonistas). Con la reelección de Cristina Kirchner (2011), lejos de atenuarse, la polarización fue exacerbándose, al compás del enfrentamiento entre el gobierno y el multimedios Clarín. Este contexto implicó una inflexión en la llamada batalla cultural, que se tradujo en la veloz construcción de un aparato cultural-artístico-mediático gubernamental, que establecería como conflicto central la oposición entre gobierno y medios hegemónicos, expulsando e invisibilizando cualquier otro tipo de conflicto o lógica de dominación. A su vez, la simplificación del espacio político fue tornando más ardua la tarea de aquellos intelectuales críticos del poder político y económico, que buscaban ampliar la agenda, por fuera de la división entre kirchnerismo y antikirchnerismo. Precisamente el segundo clivaje del espacio intelectual nos advierte sobre la importancia de aquellas problemáticas silenciadas desde el poder, asociadas al extractivismo, que involucran el bipolarismo hegemónico (Gobierno, oposición y medios dominantes). Así, la explosión de una conflictividad territorial y socioambiental donde se mezclan diferentes fenómenos ligados al extractivismo, como la minería trasnacional, la expansión de la frontera sojera, el arrinconamiento y criminalización de comunidades indígenas y campesinas, entre otras poblaciones amenazadas, muestran la profundización de una lógica de desposesión, que marca una perturbadora continuidad entre los gobier-
nos kirchneristas y el neoliberalismo de los años ’90. En este marco, no es casual que los intelectuales oficialistas mantuvieran blindado el discurso, contribuyendo a su ocultamiento y negando tanto la responsabilidad del gobierno nacional en estos temas, como su alianza con las grandes corporaciones transnacionales y nacionales. Para terminar, quisiera decir que, a mi juicio, una de las funciones fundamentales del intelectual crítico es la de colocar en agenda aquellos problemas y propuestas invisibilizados por el poder, sea este político, económico o mediático. Este no fue el caso de los intelectuales oficialistas, quienes en los últimos años siguieron la agenda impuesta desde el Ejecutivo, obturando aquellas problemáticas y denuncias que muestran la responsabilidad del gobierno nacional (tanto en la consolidación de una dinámica de desposesión como en los casos de corrupción). Por otro lado, salvo honrosas excepciones, numerosos intelectuales no sólo renunciaron al ejercicio de la crítica, sino que además avalaron el proceso de concentración de las decisiones en manos del Ejecutivo. ¿Cómo explicar, si no, tanta sumisión, tanta declinación, tal pérdida de pensamiento crítico en el actual contexto electoral frente a las decisiones del Ejecutivo? Tal vez las razones no haya que buscarlas solamente en el hiperpresidencialismo reinante, sino en los efectos cuasi-religiosos que la idea de “Proyecto” y “Modelo” genera entre los sectores que apoyan al kirchnerismo. Y, a mi modo de ver, fueron los intelectuales, periodistas y artistas oficialistas los que dieron forma a dicho imaginario, centrado en la exacerbada identificación entre “el Modelo” y el liderazgo personalista, dando por sentado que la continuidad política no está ligada a la democratización de las decisiones, sino a la concentración unipersonal de las decisiones políticas. Es probable que el kirchnerismo haya construido una nueva cultura política, como afirman algunos; lo lamentable es que dicha cultura esté cada vez más lejos de cualquier ideal emancipatorio y cada vez más cerca de la devoción cuasi-religiosa o el integrismo político. *Socióloga, escritora, miembro de Plataforma 2012.
E
n 1980, cuando la batalla era por terminar de una vez y para siempre con las dictaduras que en la región imponían su barbarie, una pregunta se coló, subrepticia, inentendible para la brutal censura militar. Tan inentendible para las cabezas con uniforme como toda la novela, en la página 94 de Respiración artificial, Ricardo Piglia escribía tres líneas como posdata de una carta enviada por su personaje Roque (un académico exiliado): “PS. A veces (no es joda) pienso que somos la generación del ’37. Perdidos en la diáspora. ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”. 35 largos años después, con otras batallas por delante, se podría agregar una pregunta más a la de Piglia: ¿Quién será, hoy, aquel Facundo? Ambos interrogantes, a la luz de los actuales procesos políticos que ocurren en el país y en la región, sirven para llevar adelante la discusión sobre una relación siempre difícil, la de los intelectuales y la política. O, si se prefiere, los intelectuales y el poder, los intelectuales en el poder, el poder político de los intelectuales. Generadores de conflicto (una de las mejores razones de ser tanto de la política como de la intelectualidad), buscadores de caminos que solucionen esos conflictos para, una vez remediados, lanzarse de lleno a otros, lo político y lo intelectual atravesaron, desde el inicio de su relación, esa lógica que, desde hace un tiempo, se intentó demonizar bajo el término “la grieta”. Porque, no era otra cosa que una grieta lo configurado por el escritor francés Émile Zola el 13 de enero de 1898 cuando publicó en L’Aurore su carta abierta el presidente de Francia François Faure (como bien señala Carlos Altamirano, “titulada por Georges Clemenceau, jefe de redacción del diario, con el lumino-
Horacio González* ajo la eximia influencia B gramsciana, el intelectual debe parecerse al “príncipe”, es decir, no actuar en forma “libresca” y apelar a los infinitos nexos que comunican el saber elevado con la trama inagotable de proverbios y dictámenes que emergen de la vida popular. A partir de esta vibrante paradoja, se impone el estudio del mito, que es el modo más vertiginoso y dramático de conversión de una idea de corte “intelectual” hacia la rauda conversación popular. De este modo, no es posible el intelectual “puro” sino el que traduce un conjunto de problemas abstractos a otra lengua, a la que al mismo tiempo que comprende, contribuye a elevar. Entonces, lo intelectual hay que descubrirlo en la vasta argamasa de una lengua heterogénea y variada, repleta de aforismos y sentencias donde conviven las frases de almanaque, los evangelios de todo tipo y los efectos plenos de la divulgación de masas a través de su vehículo específico: la prensa diaria y sus sucedáneos. Sería interesante una historia de cómo esta relación entre pensamientos “primigenios” (por ejemplo la filosofía de Rousseau) y discurso intelectual (mejor sería decir “letrado”) se dio a lo largo de la historia argentina. Incluyo entonces unos sumarios apuntes que pueden o no resultar adecuados. Durante la Revolución de Mayo hay un discurso ilustrado, sin duda imaginativo, pero recibido como eco de realidades intelectuales más avanzadas. Se cita a Tácito, pero la cita ya es conocida y fue divulgada en épocas anteriores por diversidad de autores. No hay un dilema en cuanto a “dirigirse al pueblo”, no hay “masas”, hay un aparato divulgativo de cierta calidad y basado en introducción de novedades culturales en un mundo generalmente iletrado, que por un lado estaba naturalmente contenido en la movilización mili-
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OJALÁ
so encabezamiento que la hará célebre: ‘Yo acuso...’”) recriminando la “violación de las formas jurídicas” en el juicio llevado a cabo cinco años antes contra el capitán del ejército Alfred Dreyfus, alsaciano de origen judío injustamente acusado de haber entregado información secreta al agregado militar alemán en París. Un grupo de escritores, artistas y pensadores franceses apoyaron el reclamo de Zola, lo que motivó que, diez días después, el mismo Clemenceau se refiriera a ellos como “esos intelectuales que se agrupan en torno de una idea y se mantienen inquebrantables”. Era el nacimiento de un nuevo colectivo que, con fuerza propia, y sin pedir permiso, ingresaba a la vida pública. Más allá de esa fecha como fundacional del término, por todo el mundo, y con anterioridad, la relación había hecho sus cosas. América había hecho su aporte también, y varias décadas antes. Allí están los venezolanos Simón Rodríguez, el infatigable maestro de Simón Bolívar, y Andrés Bello. Y, mezclados en el devenir argentino, Mariano Moreno, Bernardo de Monteagudo, Juan José Castelli, Domingo Sarmiento, Bartolomé Mitre, Juan Bautista Alberdi. Tantos otros de uno y otro lado de la grieta. Grieta que continuó. Como señala Carlos Girotti: “Las derrotas posteriores del movimiento popular, jalonadas en toda América latina con la presencia del terrorismo de Estado, reciclaron el concepto de la actividad intelectual hacia la esfera de las especializaciones temáticas. Durante la hegemonía neoliberal, ser intelectual fue un sinónimo de ser experto en algo y la academia se apresuró en brindar un discurso de legitimidad a esta forma renovada de la derrota. Para este modelo, el ejemplo del intelectual comprometido con su pueblo había declinado irreversiblemente con el asesinato de Rodolfo Walsh en la esquina de San Juan y Entre Ríos. Para la ideología dominante, pues, de ahí en más carecería de cualquier sentido imaginar un tipo de intelectual que no fuera aquel enteramente
El poder de una dificultad
tar y, por otro, fue exigiendo poco a poco un lenguaje “propio”, como la “gauchesca”, concebido por escritores disconformes con la ilustración, pero producto de ella. Una segunda etapa de este mismo problema la veo en la Generación del 37. El romanticismo es portador del dilema de lo popular. Echeverría lo incluye en El Matadero y lo hace hablar, aun para zaherirlo. En el Facundo hay un trasfondo último de reconocimiento de la vida popular, que pasa desapercibido ante el duro ataque a Rosas como incautador del “don de lenguas”. En contraposición, el casi ignoto Luis Pérez, en su biografía apologética de Rosas escrita en estilo gauchesco, lo considera un “sabio patrón”. El rosismo tuvo su literatura y su prensa, que iba desde esos ejercicios de la lengua ya probada poéticamente (la gauchesca en sus más diversas direcciones) hasta escritores ilustrados como De Ángelis. Luego, el mitrismo y el sarmientismo, a través de la prensa y del aparato pedagógico, inevitable traducción triunfante de la máxima batalla militar del siglo XIX, se diversificaron como un halo victorioso a través de la construcción de toponimias, manuales de estudio, ceremonias públicas, sentido común de las masas populares y, de alguna manera, en “ideología de Estado” que servía para pensar desde un hospital hasta las prácticas de higiene personal. El posterior positivismo recibió el
proyecto intelectual de dirigirse a las masas con una literatura específica que, al mismo tiempo, no dejara de ser un horizonte visible del vocabulario intelectual. Sin perjuicio de reclamar herencias revolucionarias, sarmientinas y románticas, consiguieron escrituras de fuerte poder de organización social, influyeron en la formación militar y se proyectó hacia Latinoamérica con El hombre mediocre, de Ingenieros. Fue uno de los libros más leídos en la historia de la lectura argentina. Promulgaba la primacía del “ideal” sobre la “mediocridad”, temas que sostendrán la escritura de La razón de mi vida, de Eva Perón, cuyo esqueleto argumentativo retoma las inflexiones de José Ingenieros. Con el peronismo comienza la verdadera etapa de la divulgación de la letra y de los escritos pedagógicos, a través de una maquinaria publicística de grandes alcances, generadora de una doctrina de vastos alcances en su intervención en la vida cotidiana, en la lengua común y los sistemas educativos y de comunicación con trascendencia potencial en toda la población. Los temas de esta generalización de “contenidos” –como mal diríamos hoy– eran vinculados al origen de la reflexión sobre el destino, la comunidad, la formación de identificaciones colectivas, todo lo cual poseía un encastre evidente en una serie aforística que si por un lado tenía cierta remisión a uno
funcional a las necesidades de reproducción de dicha ideología, esto es, un profesional químicamente puro, aséptico, apolítico, individualista, narcisista y antisocial por naturaleza”. Grieta que continúa. Como señala Beatriz Sarlo: “Hasta que las cosas no cambien mucho, lo que hagan los peronistas tiene que ver con ‘la realidad’ de todos. Por eso Macri perdió escenario. El viernes al mediodía eligió a Michetti. Jugó con lo que ofrecía pureza amarilla y algo más según las encuestas. La decisión de Stolbizer también pierde, porque lo que sucede con el kirchnerismo tiene un malsano poder expansivo. Lo cual es una verdadera desgracia para el escenario donde se representa la política ante los ciudadanos. Stolbizer tendrá que triplicar esfuerzos frente al miedo de que gane Scioli bajo la tutela del lugarteniente de Cristina. Tendrá que triplicar esfuerzos para que sus votantes elijan una perspectiva de futuro y crean que vale la pena plantearse una pregunta: ¿tiene futuro el progresismo?”. Las preguntas seguirán, bienvenidas sean. Nada mejor que aquella milenaria maldición que los chinos arrojaban a sus enemigos: “Ojalá te toque vivir tiempos interesantes”. Eso, en la Argentina, es una garantía. Alfil y al cabo, como escribía Jean-Paul Sastre en ¿Qué es la literatura? (Situaciones II, 1948): “No se escribe para esclavos. El arte de la prosa es solidario con el único régimen donde la prosa tiene sentido: la democracia. Cuando una de estas cosas está amenazada, también lo está la otra. Y no basta defenderla con la pluma. Llega el día en que la pluma se ve obligada a detenerse y es necesario entonces que el escritor tome las armas. De este modo, cualquiera sea el modo en que se haya llegado al campo de las letras, sean cuales sean las ideas que se profesen, la literatura lanza al escritor a la batalla; escribir es cierto modo de querer la libertad. Si usted comenzó, de grado o no, queda usted comprometido” Q
de los amores intelectuales del siglo XIX europeo (Clausewitz), por otro lado no dejaba de evocar inflexiones de la gauchesca y los Evangelios. Era un corte radical con los lenguajes reinantes hasta ese momento, y caracterizaban la primera gran respuesta que las sociedades de masas, y del inicio de la televisión, tuvieron por parte de un movimiento social y político. Sus intelectuales optaron por hablar esa lengua que obtuvo fuertes grados de codificación, o adosarse tibiamente a ella sin resignar los ámbitos de los que provenían: el modernismo, en Scalabrini; la gauchesca más refinada en Jauretche. Lugones es el máximo ejemplo de las ansiedades y fracasos que proporciona la relación entre los intelectuales y el poder. Su libro El payador, de 1916, es el mayor intento frustrado de proponer un “libro de horas” al conjunto de la Nación. No funcionará con Uriburu, pero tampoco tendrá mayores logros con Roca. También es un fracaso –ilustre– la relación de Cooke con Perón, el máximo intento de un político culto (basta consultar sus artículos en la revista de izquierda La Rosa Blindada) para dialogar con la lengua popular, dentro de ella y sin despojarse de sus propias inflexiones analíticas, escriturales y dialécticas. Sobre una serie de fracasos del vínculo tantas veces reivindicado y añorado entre intelectuales y pueblo, puede examinarse este tema que reclama nuevas intervenciones y perspectivas. La sombra ausente de Alberdi, que llega hasta los titubeos del grupo Contorno en torno a Frondizi, y el drama nunca resuelto del marxismo dentro del peronismo (cuestión añeja, donde vale recordar, entre tantas otras, biografías como las de Hernández Arregui), continúan siendo horizontes que de tanto en tanto les aparecen como almas vagantes y pensamientos informulados, a muchos nuevos habitantes de los legados políticos argentinos. *Sociólogo, escritor, miembro de Carta Abierta.
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DEMOCRACIA O CAPITALISMO Al inicio del tercer milenio, las izquierdas se debaten entre dos desafíos principales: la relación entre democracia y capitalismo, y el crecimiento económico infinito (capitalista o socialista) como indicador básico de desarrollo y progreso. BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS Sociólogo
C
ontra lo que el sentido común de los últimos cincuenta años puede hacernos pensar, la relación entre democracia y capitalismo siempre fue una relación tensa, incluso de contradicción. Lo fue, ciertamente, en los países periféricos del sistema mundial, en lo que durante mucho tiempo se denominó Tercer Mundo y hoy se designa como Sur global. Pero también en los países centrales o desarrollados la misma tensión y contradicción estuvieron siempre presentes. Basta recordar los largos años de nazismo y fascismo. Un análisis más detallado de las relaciones entre capitalismo y democracia obligaría a distinguir entre diferentes tipos de capitalismo y su dominio en distintos períodos y regiones del mundo, y entre diferentes tipos y grados de intensidad de la democracia. En estas líneas concibo al capitalismo bajo su forma general de modo de producción y hago referencia al tipo que dominó en las últimas décadas: el capitalismo financiero. En lo que respecta a la democracia, me centro en la democracia representativa tal como fue teoriza-
da por el liberalismo. El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por quien tiene capital o se identifica con sus “necesidades”, mientras que la democracia es idealmente el gobierno de las mayorías que no tienen capital ni razones para identificarse con las “necesidades” del capitalismo, sino todo lo contrario. El conflicto es, en el fondo, un conflicto de clases, pues las clases que se identifican con las necesidades del capitalismo (básicamente, la burguesía) son minoritarias en relación con las clases que tienen otros intereses, cuya satisfacción
colisiona con las necesidades del capitalismo (clases medias, trabajadores y clases populares en general). Al ser un conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la concentración de riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro, la reivindicación de la redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y sus familias. El gran terror
La burguesía siempre tuvo pavor a que las
mayorías pobres tomen el poder y usó el poder político que le concedieron las revoluciones del siglo XIX para impedir que eso ocurra. Concibió la democracia liberal como el modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron en el tiempo, pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las instituciones, corrupción de los políticos, legalización del lobby. Y siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces. Después de la Segunda Guerra Mundial, muy pocos países tenían democracia, vastas regiones del mundo estaban sometidas al colonialismo europeo, que servía para consolidar el capitalismo euro-norteamericano, Europa estaba devastada por una guerra que había sido provocada por la supremacía alemana, y en el Este se consolidaba el régimen comunista, que
La burguesía siempre tuvo pavor a que las mayorías pobres tomaran el poder. Y usó el poder político concedido por las revoluciones del XIX para impedirlo.
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aparecía como alternativa al capitalismo y a la democracia liberal. En este contexto surgió en la Europa más desarrollada el llamado capitalismo democrático, un sistema de economía política basado en la idea de que, para ser compatible con la democracia, el capitalismo debería ser fuertemente regulado, lo que implicaba la nacionalización de sectores clave de la economía, un sistema tributario progresivo, la imposición de las negociaciones colectivas e incluso, como sucedió en la Alemania Occidental de la época, la participación de los trabajadores en la gestión de empresas. En el plano científico, Keynes representaba entonces la ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el plano político, los derechos económicos y sociales (derechos al trabajo, la educación, la salud y la seguridad social, garantizados por el Estado) habían sido el instrumento privilegiado para estabilizar las expectativas de los ciudadanos y para enfrentar las fluctuaciones constantes e imprevisibles de las “señales de los mercados”. Este cambio alteraba los términos del conflicto distributivo, pero no lo eliminaba. Por el contrario, tenía todas las condiciones para instigarlo después de que el crecimiento económico de las tres décadas siguientes se atenuara. Y así sucedió. Un problema de conducción
Desde 1970, los Estados centrales manejaron el conflicto entre las exigencias de los ciudadanos y las exigencias del capital mediante el recurso a un conjunto de soluciones que gradualmente fueron dando más poder al capital. Primero fue la inflación (1970-1980); después, la lucha contra la inflación, acompañada del aumento del desempleo y del ataque al poder de los sindicatos (desde 1980), una medida complementada con el endeudamiento del Estado como resultado de la lucha del capital contra los impuestos, del estancamiento económico y del aumento de los gastos sociales originados en el aumento del desempleo (desde mediados de 1980), y luego con el endeudamiento de las familias, seducidas por las facilidades de crédito concedidas por un sector financiero finalmente libre de regulaciones estatales, para eludir el colapso de las expectativas respecto del consumo, la educación y la vivienda (desde mediados de 1990). Hasta que la ingeniería de las soluciones ficticias llegó a su fin con la crisis de 2008 y se volvió claro quién había ganado en el conflicto distributivo: el capital. La prueba fue la conversión de la deuda privada en deuda pública, el incremento de las desigualdades sociales y el asalto final a las expectativas de una vida digna de las mayorías (los trabajadores, los jubilados, los desempleados, los inmigrantes, los jóvenes en busca de empleo) para garantizar las expectativas de rentabilidad de la minoría (el capital financiero y sus agentes). La democracia perdió la batalla y sólo evitará ser derrotada en la guerra si las mayorías pierden el miedo, se rebelan dentro y fuera de las instituciones y fuerzan al capital a volver a tener miedo, como sucedió hace sesenta años. En los países del Sur global que disponen de recursos naturales, la situación es, por ahora, diferente. En algunos casos, por ejemplo en varios países de América latina, hasta puede decirse que la democracia se está imponiendo en el duelo con
Perfil Nacido en Coímbra, Portugal, Boaventura de Sousa Santos es doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale y profesor catedrático de Sociología en la Universidad de Coímbra. Director del Centro de Estudios Sociales y del Centro de Documentación 25 de Abril de esa misma universidad, está considerado uno de los principales intelectuales en el área de ciencias sociales, con reconocimiento internacional y especial
el capitalismo, y no es por casualidad que en países como Venezuela y Ecuador se comenzó a discutir el tema del socialismo del siglo XXI, aunque la realidad esté lejos de los discursos. Hay muchas razones detrás, pero tal vez la principal haya sido la conversión de China al neoliberalismo, lo que provocó, sobre todo a partir de la primera década del siglo XXI, una nueva carrera por los recursos naturales. El capital financiero encontró ahí y en la especulación con productos alimentarios una fuente extraordinaria de rentabilidad. Esto permitió que los gobiernos progresistas –llegados al poder como consecuencia de las luchas y los movimientos sociales de las décadas anteriores– pudieran desarrollar una redistribución de la riqueza muy significativa y, en algunos países, sin precedentes. Por esta vía, la democracia ganó nueva legitimidad en el imaginario popular. Sin embargo, por su propia naturaleza, la redistribución de la riqueza no puso en cuestión el modelo de acumulación basado en la explotación intensiva de los recursos naturales y, en cambio, la intensificó. Esto estuvo en el origen de conflictos -que se han ido agravando- con los grupos sociales ligados a la tierra y a los territorios donde se encuentran los recursos naturales, los pueblos indígenas y los campesinos. Se dijo que los países del Sur global tienen recursos naturales. Pero sin una democracia digna de ese nombre, el boom
popularidad en Brasil después de su participación en varias ediciones del Foro Social Mundial en Porto Alegre. Entre sus obras, destacan Estado, derecho y luchas sociales; Crítica de la razón indolente. Contra el desperdicio de la experiencia; Democratizar la democracia: Los caminos de la democracia participativa; El milenio huérfano: ensayo para una nueva cultura política; La reinvención del Estado y el Estado Plurinacional; Una epistemología del sur, y Descolonizar el saber, reinventar el poder.
de los recursos no trajo ningún impulso a la democracia, pese a que, en teoría, condiciones más propicias para una resolución del conflicto distributivo deberían facilitar la solución democrática y viceversa. La verdad es que el capitalismo extractivista obtiene mejores condiciones de rentabilidad en sistemas políticos dictatoriales o con democracias de bajísima intensidad (sistemas casi de partido único), donde es más fácil corromper a las elites, a través de su involucramiento en la privatización de concesiones y las rentas del extractivismo. No es de esperar ninguna profesión de fe en la democracia por parte del capitalismo extractivista, incluso porque, siendo global, no reconoce problemas de legitimidad política. Por su parte, la reivindicación de la redistribución de la riqueza por parte de las mayorías no llega a ser oída por falta de canales democráticos y por no contar con la solidaridad de las reducidas clases medias urbanas que reciben las migajas del rendimiento extractivista. Las poblaciones más directamente afectadas por el extractivismo son los indígenas y campesinos, en cuyas tierras están los yacimientos mineros o donde se pretende instalar la nueva economía agroindustrial. Son expulsados de sus tierras y sometidos al exilio interno. Siempre que se resisten son violentamente reprimidos y su resistencia es tratada como un caso policial. En estos países, el conflicto distributivo no llega siquiera a existir como problema político.
De este análisis se concluye que la actual puesta en cuestión del futuro de la democracia en Europa del sur es la manifestación de un problema mucho más vasto que está aflorando en diferentes formas en varias regiones del mundo. Pero, así formulado, el problema puede ocultar una incertidumbre mucho mayor que la que expresa. No se trata sólo de cuestionar el futuro de la democracia. Se trata, también, de cuestionar la democracia del futuro. La democracia liberal fue históricamente derrotada por el capitalismo y no parece que la derrota sea reversible. Un camino por venir
Por eso, no hay que tener esperanzas de que el capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en la derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo repugnantemente injusto y descontroladamente violento debe centrarse en buscar una concepción de la democracia más robusta, cuya marca genética sea el anticapitalismo. Tras un siglo de luchas populares que hicieron entrar el ideal democrático en el imaginario de la emancipación social, sería un grave error político desperdiciar esa experiencia y asumir que la lucha anticapitalista debe ser también una lucha antidemocrática. Por el contrario, es preciso convertir el ideal democrático en una realidad radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como el capitalismo no ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de opresión, principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia revolucionaria –el nombre poco importa–, pero debe ser necesariamente una democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para acomodarse a las exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse en dos principios: la profundización de la democracia sólo es posible a costa del capitalismo; y en caso de conflicto entre capitalismo y democracia, debe prevalecer la democra-
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ENTREVISTA
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PEPE RIBAS. CREADOR DE AJOBLANCO
“HOY, LOS INTELECTUALES ESPAÑOLES SON PARTE DE LA INDUSTRIA CULTURAL”
RAÚL ARGEMÍ Miradas al Sur
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a revista española Ajoblanco fue una muestra emblemática del desacartonamiento de las costumbres ibéricas en pleno tránsito hacia la democracia, luego de decenios de oscuridad franquista. Para la inauguración de la muestra Ruptura, contestación y vitalismo (1974–1999) estuvo en Buenos Aires su fundador y director, Pepe Ribas. Y habló, más que de la historia de un medio, de la historia de aquellos jóvenes que soñaban con revolucionarlo todo. –¿Es imaginable hoy una revista como Ajoblanco? –Los movimientos asambleístas, como el de Indignados, hablan de lo mismo que hablábamos nosotros, de la necesidad de movilizarse y organizarse desde abajo, y son la reacción a una realidad social de hedonismo y consumismo. La movilización desde la que emergía Ajoblanco cuestionaba a los partidos que, en ese momento, estaban negociando los pactos y no nos querían
en la calle, porque no querían perder el control. Pero al fin consiguieron imponer la cultura del consumismo, del placer inmediato, de eso que llamo “la era del yo”. Impusieron que la gente no hablara de política, que se la dejara a los políticos. Esa actitud, ese largo silencio, duró años, hasta que la crisis económica obligó a volver a mirar lo social, lo político. Cuando salió Ajoblanco también desconfiábamos de los partidos, por sus actitudes dogmáticas, por su verticalismo y porque no daban respuestas a nuestros deseos de libertad. Hoy la presión de la realidad quebró el silencio. –El proceso de domesticación comenzó con la transición y se profundizó con Felipe González. ¿Fue tan fácil acallar miles de voces? –Los hijos de la Guerra Civil querían estabilidad y progreso, algo que venía desde la época de Franco, y sus hijos se acomodaron a eso. Tanto, que mi generación terminó buscando referentes en sus abuelos. Pero, igual, el sistema fue comprando voluntades y, en la cultura, se impuso el mercado sobre la creatividad. Los intelectuales son parte de la
industria cultural. Su creatividad ya no parte de necesidades interiores, de artista, sino de lo que pide el mercado. –Retrospectivamente, aunque el movimiento hippie llegó a España con 10 años de atraso, Ajoblanco era mucho más beatnik que hippie... –Mucho más beatniks que hippie, claro, nosotros leíamos a Montagu, a Allen Ginsberg, a Jack Kerouac, a escritores como William Burroughs y, como libertarios nos interesaban las propuestas de la contracultura, que cuestionaban lo que se daba por sentado. Es cierto que como libertarios, como anarquistas, éramos bastante inocentes, porque desconocíamos nuestro propio pasado. De Buenaventura Durruti, líder anarquista en la Guerra Civil se sabía casi nada, porque los historiadores lo habían silenciado; casi no lo nombraban. Lo que proponíamos era que, en lugar de vivir atado a las convenciones sociales, a lo que era conveniente, uno tenía que vivir como pensaba. Esa era la idea central, ser coherente. –Sin embargo, luego de un corto tiempo, apoyaron decididamente a la
Ese nombre El nombre de la revista proviene de un plato muy popular en Andalucía y Extremadura. El ajoblanco es una sopa fría compuesta con pan, agua, almendras molidas, ajo, sal y aceite de oliva; prima hermana del gazpacho. Para explicar la elección vale recordar la respuesta de Luis Alberto Spinetta cuando le preguntaron por qué su grupo se llamaba Almendra. “Porque es comestible”, dijo. Se puede asistir a la muestra Ruptura, contestación y vitalismo- Ajoblanco, la revista, 1974- 1999, curada por Valentín Roma, hasta el 31 de julio en el Centro Cultural de España en Buenos Aires (CCEBA), Paraná 1159, CABA.
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CNT, la Confederación Nacional del Trabajo, organización sindical anarquista fundada en Barcelona en 1910 e ilegalizada durante el franquismo. –Es que la CNT, como anarquista, no era vertical, organizaba por abajo, desde las asambleas, y sus ideas de la libertad eran las nuestras. Más en una España que venía de decenios de represión de todo tipo, política, sexual, religiosa, sindical, cultural. Y como los partidos, bajo la influencia del comunismo, reproducían de otra manera esas moralinas y la obediencia, el acatamiento a la verticalidad, la mayoría de los jóvenes nos sumábamos a lo libertario. Por eso Ajoblanco estaba siempre abierta a lo que nos propusieran, y se convirtió en el primer medio en que se hablaba de ecología, libertad sexual, antipsiquiatría, comunas de autogestión, comunas hippie, drogas, nueva arquitectura, feminismo, lo que nos propusieran, y dándole participación directa a los colectivos de todo tipo que comenzaba a aparecer. –Para esos años y esa España, aún refugiada en la sacristía, ¿eso era poner todo patas para arriba? –Había mucha necesidad de un gran cambio, en todos los sentidos. Los lectores nos proponían los temas y nos empujaban permanentemente a avanzar. Ajoblanco era su revista. Tanto que en pocos años vendíamos cien mil ejemplares, lo que significaba que teníamos un millón de lectores, porque la gente se pasaba la revista. Hoy no se podría hacer algo parecido, empezando por la distribución. Los grandes medios, la industria, monopolizó la distribución, y una revista independiente no tiene canales para llegar a la gente. –¿Cómo les iba con la censura? –Cuando comenzamos teníamos que presentar el número a un organismo de control antes de que saliera a la calle. Era una censura sin el nombre de “censura”, y alguna vez tuvimos que bajar algún tema o una portada, pero en general en Barcelona eran bastante tolerantes. Las Ramblas era un ir y venir de gente a cualquier hora, manifestando lo que pasara por sus cabezas, y corrían los cómics underground que cargaban contra todo desde la total irreverencia. En Madrid era distinto, porque las bandas de derecha empleaban la violencia, desde golpes hasta bombas. Hasta un par de años más tarde, cuando comenzó lo que se llamó “La movida”, había que andar con mucho cuidado. –Hubo un número, el de marzo de 1977, que titularon “¿La muerte de la contracultura?”. ¿Era el fin de la experiencia contracultural? –En las charlas que manteníamos entre nosotros y los amigos de Ajoblanco, la contracultura era muy discutida, desde el principio. Para algunos, la única respuesta a una sociedad organizada represivamente era estar afuera, hacer contracultura, porque nada se podía cambiar. Para otros, en parte por una falta de compromiso social, era hacer el juego a lo que había sin proponerse cambiarlo. Esa parecía la disyuntiva, cambiar la sociedad o mantenerse afuera. ¿Era posible mantenerse afuera, o era un espejismo? La cultura hippie, las comunas, la psicodelia, llegadas desde California, eran esa contracultu-
ra. Discutimos mucho y optamos por presentar todas las voces, todas las opiniones. También pesaba que, puestos a hacer contracultura, ¿por qué no rescatar nuestras propias fuentes, nuestros orígenes? Por ejemplo, la educación en Cataluña durante la República, cuando en las escuelas de los anarquistas la educación no se reglaba desde arriba, sino que se compartía entre alumnos y maestros, por la voluntad de aprender. O las fiestas paganas que se habían escondido o disimulado con fiestas religiosas, pero seguían siendo paganas,
La vida loca Con una trayectoria de vida desdoblada en dos etapas, 1974-1980 y 1987-1999, Ajoblanco es un testigo de cambios que comenzaron hacia el final de la dictadura franquista y alcanzaron el fin del siglo XX. En su primera redacción, conformada por María Dols, José Solé, Ana Milá, Ana Castellar, Francisco Marsal, Luisa Ortínez, Toni Puig y su impulsor, Pepe Ribas, todos estaban en los primeros años de la veintena. La mayoría tenía poca o ninguna experiencia en publicaciones y menos en armado de empresas, pero tenían algo que decir, y
vinculadas a la tierra y la sexualidad, como las Fallas valencianas. –El sincretismo con el mundo de lo cristiano esconde ritos muy antiguos, como el carnaval o esas Fallas que mencionaba. ¿La revista llegó a ser muñeco, “ninot”, de Falla, verdad? –Sí, pero no lo hicimos nosotros, sino los lectores de Valencia, que se sentían representados por la revista. Nosotros lo que tuvimos fue un proceso judicial por faltarle el respeto a la virgen, y cosas así. La derecha valenciana, ofendida con nosotros, hasta llamó a que no compraran la revista. Las Fallas se ligan como las hogueras de San Juan, pero son milenarias, ritos que tienen que ver con la fertilidad, los ciclos de la naturaleza y el fuego. Los grupos escultóricos, los grandes muñecos, se hicieron desde siempre para ser quemados al final, con bailes y borracheras alrededor. Un desmadre como el carna-
val. Nosotros, desde Ajoblanco, rescatamos las Fallas porque ese espíritu era nuestra verdadera contracultura. –¿Se puede considerar que la radicalización de Ajoblanco tuvo un momento simbólico con la participación en las jornadas libertarias de 1977? –Fue en julio, y estaban previstos debates en el “Saló Diana” y fiesta, actuaciones, en el Parque Güell. En los debates aparecieron las tensiones internas de la CNT. Muchos de los que habían estado en el exilio, como la dirección de la CNT en su exilio de Toulouse, pensa-
estaban abiertos a escuchar todas las propuestas que combatieran decenios de represión y oscuridad cultural. Así, lo que podía ser un delirio juvenil, se convirtió en un observatorio crítico de la vida pública española, en el amplificador de las voces que cuestionaban lo establecido, y en una escuela de aprendizaje político. La propuesta de la muestra en el Centro de Cultura Española en Buenos Aires es observar Ajoblanco desde el presente, situar las vertientes que lo formaron y acercarse a esa inquietud contestataria, lúdica y libertaria de vivir la cultura, siempre apasionadamente.
ban como en 1936, y eso chocaba con otras tendencias y con los más jóvenes. Lo cierto es que hubiéramos necesitado un proceso de tres o cuatro años para acercar posiciones, y todo se dio en un año, con la presión agregada del gobierno, el Partido Comunista, el PSOE y hasta el Departamento de Estado que veían que no podían controlar ni negociar con la movilización libertaria. –Por esos años se afirma la transición y los Pactos de la Moncloa, que marginan al anarquismo. ¿Sufrieron persecución policial? –Algo hubo, pero nunca muy serio, ni tanto como en Madrid. Más adelante, cuando comenzaron a colar provocadores policiales en los actos, impulsando la violencia, ya se puso más difícil. El principio de la desestructuración de la CNT estuvo ligado al atentado, al incendio con bombas molotov, de la sala de fiestas Scala, en Barcelona. Era muy
conocida porque desde allí se emitía un programa de la Televisión Española. Tiraron cuatro molotov y todo ardió hasta los cimientos, con cuatro trabajadores muertos en el incendio. De entrada culparon al anarquismo, a la CNT, sin que pudieran explicar cómo fue que ardió de esa manera, tan intensamente. Luego, cuando en el segundo proceso se llevó a juicio al instigador, un delincuente que colaboraba con la policía, se dijo que habían regado fósforo en el interior para que la quema fuera muy rápido. Nunca se pudo comprobar, porque se apresuraron a derrumbar lo que dejó el incendio y borraron todo rastro de la Scala. Por esos días, la fiesta en libertad estaba dejando paso a la confrontación y la violencia. –La confrontación y la heroína, droga que, algo más tarde, durante el gobierno de los socialistas, dejó un tendal de muertos. –La gente de la CIA, que tenía centenares de asesores instalados en España, repitió lo que había conseguido terminar con los Panteras Negras y otros movimientos, promover el uso de drogas que inmovilizan y crean dependencia. Eso en los consumidores, pero también plantarles heroína a los no consumidores, para caerles con la Policía y la cárcel. Le había funcionado bien y lo repitieron en España, principalmente en las ciudades más movilizadas. Hasta ese momento, la droga era la marihuana, y alguna vez, para probar, un ácido. Pero empezaron a regalarle heroína a los “camellos”, los pasadores, que la pusieron a correr. Nadie sabía nada de la heroína, y era muy barata. En pocos años había un montón de colgados que no podían pensar en otra cosa que en conseguir la próxima dosis. Había puntos de Barcelona donde la gente estaba tirada con una aguja en la vena. Es el momento en que empecé a pensar que tal vez era el fin de Ajoblanco, al menos por un tiempo. –Algunas trayectorias personales parecen irreales, como Felipe González que, apoyado por mucha gente de base para que el socialismo llegara al gobierno, terminó traicionando, como una metáfora de lo que pudo ser y no fue. –En 2008, llegué a Montevideo para participar en unas jornadas. Desde el avión, en la pista, vi una caravana de coches negros que se acercaba a un gran cuatrimotor, y me pareció que una de las personas que bajaba de los coches, entre una custodia evidente, era Felipe González. En el encuentro se me ocurrió comentarlo y me lo confirmaron. Había estado dando un curso, una charla sobre liberalismo económico para alto nivel, cuya inscripción costaba 3.000 Euros. El avión en el que viajaba, de cuatro motores, era del millonario mexicano Carlos Slim. ¿Qué se puede agregar? –Tal vez algo más. ¿Cómo ve a Ada Colau, nueva alcaldesa de Barcelona, y a Manuela Carmena, al frente de Madrid? Mucha gente espera grandes cosas de ellas, un cambio radical. –Les doy mi apoyo, crítico. Hay qué ver qué pueden hacer y qué les dejan hacer, pero para que haya cambios la gente que las votó tiene que estar allí, al pie, apoyando y exigiendo, porque no será fácil Q
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SEÑAL DE AJUSTE CLAUDIO DELLA CROCE Economista
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odavía hay muchos fuegos artificiales en la campaña que intenta ser puramente mediática, donde pareciera que a ningún candidato se le cae ni se le pega una idea, o prefiere guardársela para no ahuyentar al electorado. Mientras tanto, el llamado establishment, el poder factual, las grandes corporaciones y las trasnacionales, la banca financiera globalizada y los buitres y sus repetidoras de caranchos locales preparan sus armas y pretenden sacar partido de una polarización entre dos candidatos para ocupar la presidencia argentina desde el 10 de diciembre próximo: Mauricio Macri, el derechista con mayores posibilidades, y Daniel Scioli, el candidato único del Frente para la Victoria. Nadie puede dejar de reconocer todos los logros que el proyecto político del FpV alcanzó en términos de igualdad, de reconocimiento de derechos civiles y sociales, de unidad latinoamericana. Pero el kirchnerismo, en estos 12 años, no les propinó una derrota estratégica a los sectores neoliberales que permita pensar una nueva Argentina bajo un bloque hegemónico nacional y popular. El establishment sabe que ya no puede contar con tanques y represión para imponer su modelo político, económico y social. Para hacerlo, necesita de las nuevas armas de persuasión: los medios de comunicación comerciales, cartelizados. Quieren manejar el aparato del Estado para aplicar los remedios milagrosos que llevan a la muerte segura a la soberanía, la justicia social y la equidad. Pero quien puede manejar el Estado es el justicialismo. Y aparecen los candidatos en campaña, supuestamente enfrentados, expertos en frases vacías y en abstenerse de dar opiniones para no perder la oportunidad de quedar bien acomodados de cara a las próximas situaciones. En 2011, el eje del
discurso kirchnerista se encontraba en la idea de la “profundización del proyecto”, pero hoy se plantea “defender lo conseguido”. El único sector que habla de consolidación y profundización del proyecto, de las conquistas sociales de 12 años de gobierno, es el que aglutina el Movimiento Evita Podemos hablar de un reacomodamiento del Partido Justicialista tradicional: el opusdeico Urtubey ganó en Salta, Perotti creció en Santa Fe, Bermejo en Mendoza. No caben dudas de que todos ellos estuvieron coqueteando con el kirchnerismo, pero todos vienen o son la médula del justicialismo, que es el que rodea esencialmente a Scioli. Tanto los intelectuales kirchneristas (Carta Abierta) como el progresismo dentro del kirchnerismo (lo que quizás podamos llamar la izquierda peronista) fueron muy críticos durante los últimos 12 años no solo con la figura de Scioli sino con su praxis. Es más, les llamaba la atención la similitud que sus discursos y proyectos inmediatos tenían con los de Macri. Hoy, los sectores progresistas no bajaron las banderas, pero se disponen a votar por Scioli. El kirchnerismo cree que la solución es rodear a Scioli con los “leales” –al proyecto, a Cristina, a su hijo Máximo–, colocando la mayor cantidad posible de diputados de La Cámpora en las listas y en el Congreso. Y apostando a que Carlos Zannini, secretario de Legal y Técnica de la Presidencia desde 2003 (consecutivamente con Néstor y Cristina Kirchner), como compañero de fórmula de Scioli, sea garantía de la continuidad de un proyecto. Resumida, la idea pareciera ser que Cristina sea la conducción, con Scioli en el gobierno. Pero esta idea se traba cuando se lee un poco de historia reciente y se constata que quien llega a la presidencia se olvida y desplaza a sus adversarios (Menem-Cafiero, Kirchner-Duhalde). Hasta hace pocas semanas, poco parecía tener que ver Scioli con el proyecto nacional del kirchnerismo. Sus ideas (o las
de sus asesores) estaban más en consonancia con las de Macri, se alertaba desde los medios afines al gobierno: ajuste, fuerte endeudamiento externo para financiar la devaluación, reducción del déficit fiscal, salarios deprimidos, aplicar fuertes aumentos a las tarifas de la energía y el transporte. Los economistas ortodoxos que rodean a los principales candidatos saben que el tipo del eventual ajuste dependerá de las condiciones económicas y sobre todo políticas del momento. Por un lado, el clima local es de una primavera económica. Habrá que esperar unos meses para saber si el panorama económico internacional es muy desfavorable para la Argentina o no. Cualquier ajuste que se programe desde la derecha dependerá de un pacto social. Algunos asesores de Macri hablan de gabinete de coalición y no porque sean dadivosos, sino porque saben que no podrán imponer un ajuste y una reducción salarial sin negociar con la burocracia sindical, que sigue en la cima de un movimiento sindical aún combativo (aunque sensiblemente desmovilizado), con un pueblo que recuperó su conciencia social. Nada se logra sin lucha. ¿Qué puede alentar a un votante: ver qué presidenciable sepa bailar mejor? Ninguno de los candidatos supervivientes puede catalogarse como expresiones de un proceso de cambio que rompa con el sistema neoliberal impuesto tras el golpe de Estado de 1976, incluidos quienes asumen la conducción de Cristina. En términos más precisos, todos están a la derecha de la Presidenta. Existe una incapacidad histórica, tradicional, que no es solo argentina: la de formar cuadros políticos, gerenciales, administrativos, capaces de seguir un proyecto. Casi siempre los grandes proyectos nacionales quedan sin continuidad. Y en la Argentina, ¿por qué después de varios años de avance de los sectores populares no se pudo generar un escenario ciertamente más favorable para la disputa político-ins-
titucional de cara a las elecciones? Podemos remontarnos a la dictadura genocida o a la consolidación neoliberal en la reforma constitucional de 1994 y en el sistema legal (LFE, LES, Código minero, Tratados Bilaterales de Inversión, Ciadi, aceptación de semillas transgénicas, por nombrar sólo algunos). Luego, la ley de reforma política incorporó como novedad la realización de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO), con la idea de reconstruir la legitimidad de los partidos sostenedores del sistema, ordenadores del sistema político-institucional. Parece difícil, entonces, pensar que en este marco sea posible impulsar un proceso de cambio que derrote al proyecto neoliberal, proceso que es reivindicado por varios grupos dentro del kirchnerismo. ¿Se pueden acometer tareas de cambio con el instrumental del statu quo, y sin el impulso desde el centro del gobierno? El PJ es la gran y eficiente maquinaria electoral, donde el debate del proyecto político queda postergado por la dinámica de la discusión y repartija de cargos y puestos. Hoy tenemos patria, dice la consigna oficial. Mantenemos nuestros reclamos por las Malvinas, nacionalizamos YPF y Aerolíneas Argentinas, luchamos contra el trabajo esclavo y la discriminación. Ganamos en autoestima, en dignidad, hasta en orgullo de ser argentinos. Fue una tarea del gobierno y del pueblo que lo acompañó con sus reivindicaciones históricas y sectoriales, con la lucha, con la alegría de las victorias políticas. ¿Estamos dispuestos a perderlo todo? Ningún proyecto de transformación estructural de una sociedad alcanzó duración histórica hegemónica sin imponerle una derrota fundamental al anterior bloque dominante. Solo la lucha popular garantizará que se impida un ajuste que vuelva letra muerta los logros en materia de inclusión, de equidad, de derechos civiles y sociales, de unidad latinoamericana Q