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labatallacultural OCTUBRE DE 2015

EDICIÓN

NÚMERO 8

DIRECCIÓN

GENERAL ARAM AHARONIAN Y CARLOS ALBERTO VILLALBA

EDITOR

MIGUEL RUSSO

FITOGRAFÍA UNA ENTREVISTA EXCLUSIVA A RODOLFO PÁEZ, A 30 AÑOS DE GIROS


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TEXTO: LUCÍA CHOLAKIAN HERRERA FOTOS: CLARA CHOLAKIAN HERRERA

res canciones comparten una particular coincidencia de alto valor simbólico. Las tres tienen tal vez su versión más popular en la voz de la gran cantora popular argentina, Mercedes Sosa. Las tres canciones están escritas por autores del rock, pero atravesadas por alguno de los otros dos grandes géneros argentinos, el tango y el folklore. Las tres fueron escritas por sus autores antes de los 22 años. Estas canciones son “Barro tal vez”, de Luis Alberto Spinetta; “Cuando ya me empiece a quedar solo”, de Charly García, y “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, de Fito Páez. Esta coincidencia permite perfilar la idea de un podio del rock argentino, al cual nadie dudaría de subir a Spinetta y Charly, pero al que Fito no es unánimemente elevado. Muchos exigen a Fito un régimen de pureza rockera que no le reclaman a los otros. Su pasaje por el pop aparentemente más sencillo, sus canciones liberadas de la tensión con la poética rockera o de la realidad social, su irregularidad compositiva –muchas veces vista como un paralelo con los momentos de su situación personal–, su capacidad de integrarse al mundo del star system del espectáculo y del nego-

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cio de la música sin por eso instalarse allí, fueron algunas de las supuestas causas que impidieron que él fuera incluido en ese podio al cual sin dudas pertenece. Se le reclama una suerte de pureza que no existe. Músico de pasaje entre los ’70 y los ’80, emblema de aquellos que formaron la mítica trova rosarina que trajo el mundo de provincias a Buenos Aires, pero del que se desprendió rápidamente, en algún sentido, Fito Páez “está siendo”, y por lo tanto tiene que rendir exámenes a cada paso. Pier Paolo Pasolini escribió que cada persona es un lenguaje que termina de completarse cuando fallece, porque entonces se cierra y completa de sentido, por eso su lenguaje se sigue construyendo, sigue mutando, sigue dando cuenta de su crecimiento. Fito, que a diferencia de Spinetta y García nunca formó una banda con identidad propia y siempre, más allá de su labor como tecladista con Juan Carlos Baglietto, fue su propia marca, es todavía un lenguaje abierto. En ese sentido parece que cada uno de sus discos deben cumplir con ese destino manifiesto que supone ese lugar en la historia del rock, que ya tiene ganado desde la aparición sorprendente de “Del ’63”. Por otra parte, Fito se constituye como una referencia ineludible del

rock argentino para cuanto menos tres generaciones: los adultos que hoy tienen 60 años, los jóvenes que hoy tienen 20 y gran cantidad de público en todos los países de la región, desde México hasta Chile. A partir de esta idea, de su condición de músico popular que atraviesa generaciones y nacionalidades, comenzó la charla con el músico. Fito Páez demuestra una total falta de prejuicios respecto del campo artístico. Gentil, brillante, con un gran sentido del humor y una notable capacidad de explicar la música con su voz como instrumento y sus manos marcando ritmos y punteos, habló durante más de una hora de su música, los treinta años de Giros, la música nacional y latinoamericana y su relación con lo político. –Como músico popular está inscripto en la memoria de al menos tres generaciones. ¿Cómo es eso de que gente de tan diversas edades y lugares lo tengan incorporado a su propia historia? –Lo que puedo decir es que la vida del músico no se vive desde esa perspectiva. Es prácticamente todo lo contrario. Nada de eso está en su día a día. En todo caso tenés que resolver problemas familiares, tenés que ver cómo afrontás la sala de ensayo, qué vas a hacer ese día en el escenario,


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“PARA CREAR UNA NUEVA SENSIBILIDAD POLÍTICA ES FUNDAMENTAL APRENDER DEL ROCK AND ROLL” qué ropa te vas a poner, qué película querés ver, si vas a leer tal o cual libro. Eso que decís está afuera de uno. Por supuesto que no le quito importancia, pero ninguna persona puede vivir con eso como si fuera una marca: “Sos el referente de toda una generación”. De todos modos hay algunas cosas que sé. Si estás de mal humor, no salgas a la calle, porque toda esa gente que te saluda te quiere, entonces no podés ir con cara de culo. Eso implica respetar el vínculo con toda esa gente que te dejó entrar en sus corazones y sus casas durante tantos años. Todo lo demás son ideas que puede tener otra persona, no yo. Por supuesto que hay algunos señorones o señoronas a quienes les encanta estar allí, en ese podio del paso del tiempo. Pero no es mi caso. Uno puede ponerse allí o salirse y desacralizar esa figura. A algunos les encanta, pero es muy peligroso, es como la idea del poder. Por suerte, nuestro poder artístico es efímero e inútil ya que no tiene consecuencias mayores más que tu propia vanidad, supongo… Hace poco leí un reportaje a un escritor que admiraba mucho que renegaba de sus propios escritos juveniles. Cuando escuché eso pensé: “¿Y a éste qué le pasa? ¿Está pendiente de la mirada de la historia? ¿De si Mamá Literatura lo va a retar porque lo que hizo estaba bien o mal? ¿Si va a quedar al lado de Poe o Bioy Casares en el panteón? ¿Esos son sus intereses?”. Cuando veo a alguien que intenta situarse y legitimarse en ese tipo de tramas me pone un poco nervioso. –Usted tiene una gran trayectoria que comenzó cuando era muy joven. ¿Nunca le pasó sentir algo como lo que refiere del escritor? –No, nunca. Es algo que no hace falta. Te quita una fuerza que la podés usar en otro lado. Decir “esto que hice hace años preferiría dejarlo de lado porque no está a la altura de mi obra”. ¡Eh, niño! Ese chico que decís que escribió mal te permitió hoy ser el gran escritor que sos, es el ABC. –En 1985 dijo “suena un bandoneón, parece el de otro tipo pero soy yo”, y con ese gesto aparece un momento muy interesante en el rock. Habían habido, por supuesto, experiencias en el rock con bandoneón, pero lo hacían en otro registro. ¿Siente que aun con una buena formación musical y con capacidad de experimentar formas diversas, es uno de los rockeros que se abrió fuertemente a los géneros populares sin intentar cooptarlos y transformarlos? –Giros cumple un papel central en ese sentido. El provinciano viene a la capital aceptando que le encanta el 4×4 del rock. García, que está al comando, tiene todo un 4 como el tango

y con la tierra (hace un gesto y un conjunto de sonidos con los que explica que todo termina abajo). Entonces, el pajuerano viene y trae el sonido de la síncopa, del 6×8, la zamba, la chacarera, eso que acá no circulaba, pero allá sí, especialmente en las peñas y en la tradición que instala el peronismo, que es la enseñanza de la música popular a partir de la zamba. Este es uno de los lados, el folklore. En ese álbum está “Yo vengo a ofrecer mi corazón” y el último tema (“D.L.G.”), que es una baguala con una DMX. Ahí fue que Charly paró la oreja para escuchar al pajuerano. Pero además, yo era insólito. Buenos Aires siempre fue glamorosa y lo único que yo traía era mi capital musical. No había “moda” en mi manera de presentarme al mundo. En todo caso traía mi falta de dientes, mi pelo largo, las remeras de Japón con Mishima. Yo estaba afuera de lo que era la moda, fuertísima en los ’80, y también de la música que estaba de moda. La música popular moderna argentina en esa época era muy importante y yo era una especie de rara avis, bancado por Charly y por Spinetta. Mezclaba esos dos mundos. El lugar de Giros fue presentar socialmente en el rock la fusión con el folklore, si bien Litto Nebbia lo había hecho en algunos álbumes como Huinca o Des-

a través del jazz. Yo lo puse en el rock, con los elementos de la época que eran las máquinas de ritmo y los teclados de última generación. Esa es la nota que tiene Giros. De algún modo trae la música popular argentina en formato clásico mezclado con el rock. –Hoy hay quienes piensan que el rock nacional está desapareciendo, mientras que otros piensan que el rock fue constituyéndose una estética popular que atraviesa a otras disciplinas como el cine, la literatura, el teatro y que está mucho más allá del espacio exclusivo de la música. ¿Cómo ve esta cuestión? –En primer lugar, yo no podría afirmar que esto que hacemos sea un género y no hay un manifiesto o una entidad que resuelva si lo que hacemos nosotros es rock and roll o es todo lo contrario. Por otra parte, Litto Nebbia dijo hace unos días que no le gustaba hablar de “rock nacional”, que prefiere “rock argentino”, en todo caso. Eso me gusta más. La palabra “nacional” tiene muchos sonidos que vienen de atrás que no me gustan. La guerra, los muertos, todo lo que construye esa relación de lo nacional del rock con Malvinas y los chicos que fueron allí. Creo que en el rock sí hay algo muy argentino que no se puede resolver de una manera clara. Vas a Europa, por ejemplo, no

 “Los jóvenes tienen la obligación de pararse frente a sus jefes y exigir pruebas, explicaciones. Ser contundentes para llevar adelante su revolución.”

pertemos en América. Era diferente al formato que se había hecho hasta el momento en materia de fusión folklórica, como se llamaba. Yo conocía y apreciaba mucho lo que habían hecho el Chango Farías Gómez o Dino Saluzzi, que habían trabajado el folklore

hay Charlys, no hay Spinettas. En Brasil tampoco hay. Ni en México ni en los Estados Unidos. Esa es una tradición en la que yo me veo envuelto. Son hombres audaces estéticamente. ¿Cómo lo explicas a Luis? Estuvo Hendrix, estaba Cream, llegó antes que Police, ¿Zeppe-

lin? Eso es como la cáscara del formato. Sumale su poesía personal. El tipo inventa una manera tocar, con sus raros acordes Luis crea su propia armonía. Para entender a Luis me sirve pensar en Xul Solar. Exótico, sin bajada de línea, profundamente bello, lleno de capas como la cebolla. Por el otro está Charly, que viene del conservatorio europeo. El hace lo suyo de un modo que, para mí, quien mejor lo explica es Stravinsky. En su libro Poética musical dice respecto de este tipo de genios que “la música viene sonando”. García tiene esto. En Verdi escuchás que la música viene sonando, en Mozart escuchás que la música viene sonando. Lo mismo en Bach, en Beethoven, Haydn. García tiene eso, su música es atávica, viene sonando muy atrás y él lo pone acá en escena y uno siente que toda la humanidad está ahí. Como dice en “Inconsciente Colectivo”, “nace una flor, todos los días sale el sol, de vez en cuando escuchás aquella voz, como del pan, gustosa de cantar, de los aleros de la mente con las chicharas”. No hay que olvidar eso, dice él, que está siempre. Y su música también está siempre. Entonces, yo veo que ahí hay algo argentino, cercano, con lo cual me siento muy identificado. Tipos audaces, delirantes. Pero también está el tango, que es un género monumental, enorme. Bailable, además. Sexy, hermoso. Con

autores de textos y música alucinante, con muchos géneros diferentes y lo mismo el folklore. Yo creo que uno de los problemas en Argentina, es que nos costó comprender todas las estéticas. Hay algo allí que generó debates diabólicos. Me acuerdo de una tapa de un medio grande allá por los años ’70, donde se confrontaba el rock con el tango. Rock o Tango, como si fueran enemigos irreconciliables. Pugliese decía cosas muy subidas de tono, incluso Astor en algún momento manda a los rockeros a estudiar. Esto no está mal, pero con eso Piazzolla se perdió la posibilidad de entender una nueva forma de invención,


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A 30 AÑOS DE UN DISCO DE GRADUACIÓN ARTÍSTICA GUILLERMO E. PINTOS

os afiches aparecen en las calles L de Buenos Aires y comparten espacio con la propaganda electoral. La imagen es la misma, pero pasaron 30 años. El joven flaco y narigón tiene los ojos tapados por un pedacito de cielo. La imagen es la tapa del disco y también sirvió, en diciembre de 1985, para ilustrar la promoción de un show consagratorio en el Luna Park (la noche que hubo “dos Fitos” sobre el escenario. A propósito: ¿qué será de la vida de aquel “doble”?). Todo a cuento porque a fines de noviembre, en el Gran Rex, Fito Páez va a tocar Giros, su disco de graduación que cumple tres décadas. El disco tanguero-porteño-peronista que escribió el año de Volver al futuro y Argentinos Juniors casi campeón en Japón. El disco que empezaba con el tango del título y la confesión “parece de otro tipo pero soy yo”. He aquí la evolución. Recién llegado de Rosario y con una buena cartera de canciones, se había presentado con el recurso autobiográfico a-más-no-poder de titular disco y canción central “Del ’63”. Él mismo veía cómo estaba cambiando. “Alguna vez voy a ser libre”, canta más adelante. Histórico para el protagonista pero también para la escena local de aquello que llamaban “rock nacional”, Giros bien puede ser defendido como el mejor disco de una vasta producción que tiene varios puntos altos: llegarían más tarde Lalala, compartido con Spinetta, Ciudad de pobres corazones,

que no venía del academicismo y que era muy genuina y auténtica, y que al día de hoy sigue siendo una marca indeleble de invención de la música popular del mundo. Entonces, como hay tanta obra y tantas dimensiones, hay que ver bien qué corresponde a aquella impronta de lo argentino. Hay algo allí que es lo que no se puede explicar, que es la nobleza. Es tan apasionante la historia de la música popular argentina. –¿Cómo resuena en la región esta identidad de la música argentina? –En la región hay varias escuelas de música. La escuela argentina es muy importante, especialmente en invención y genio. No es lo que más vende, ni está de moda ni es top en el mercado. Tuvo mucha resonancia y mucha influencia en ese sentido. Pero el rock

no es la única música que lo produce. Antes hablamos del folklore y el tango, que son músicas muy fuertes. Castilla y Leguizamón. “El que canta es Maturana, chileno de nacimiento. Anda rodando la tierra, con toda su tierra adentro”. Eso ya es la montaña, el alcoholismo duro, el hombre y la naturaleza. Te lleva a otras zonas. Colega de esto es el Cuchi, que trae la zamba argentina o la sinfonía para las campanas o las gallinas, el surrealismo metido en Salta. O Yupanqui con su caballo y su método europeo, con acordes clásicos, haciendo esos temas que te hielan la sangre. Y tenés a Gardel que te hace “el día que me quieras…”. Y tenés a Astor y a Discépolo. Todo eso es parte de lo argentino que resuena en América latina. Creo que

el argentino tiene algo de exótico, algo ligado a la pertenencia y algo ligado a la no pertenencia y eso de alguna manera nos descoloca frente a otras músicas que resolvieron bien su identidad local, pero a la vez nos permite atravesarlas. –Conoce mucho en la región y tocó con muchos músicos de América latina y el Caribe. ¿Cómo se siente con los repertorios de las músicas latinoamericanas? ¿Qué palpa dentro de estas músicas como parte de su propia experiencia artística? –Yo tuve la suerte de tener a mi papá que hacía que en mi casa se escuchara de todo en materia de música. Te podría contar un camino hermoso en la vida en ese sentido. Fue un circuito que lo veo ahora que pasaron muchos

Ey!, Tercer mundo, El amor después del amor, Circo Beat y paremos de contar. Giros es grande porque allí están “11 y 6” (otra historia bien porteña), “Yo vengo a ofrecer mi corazón” y “Cable a tierra”, como testimonios exactos de un estado de ánimo. Un punto alto en la creatividad de un músico que por entonces tenía 22 años, no dudaba en autoproclamarse “peronista” cuando ser peronista no estaba, ni mucho menos, de moda, y que exhibía sus raíces folklóricas sin pudores: hay un tono inocultable norteño del fi nal instrumental de “Yo vengo…”, sin dejar de lado la boutade de grabar una tecno-baguala con aires revolucionarios bajo las iniciales “D.L.G.” (Dicen los gronchos, otro guiño peronista). Al lado de Soda Stéreo y sus peinados, el trip neoyorquino de Charly García, la vanguardia loca de Sumo, el populismo pop de Miguel Mateos y el refinado romanticismo rock de Virus, Fito Páez era un bicho raro de eso que daba en llamarse “rock nacional”. El hecho que este disco (y el artista, altibajos personales, románticos y artísticos mediante) sobreviva al tiempo y se muestre tal cual, vital en sus letras y músicas, revela el peso específico que tiene aún hoy en la cultura popular argentina. Los adolescentes de 1985 y todos los que vinieron después, cuando se arriman, no pueden evitar quedarse prendados de una buena cosecha de canciones. De las que ya no hay. Por suerte, éstas quedan y están ahí, parte del aire argentino 

años. Mi viejo me mostró Joao Gilberto, Jobim. Por eso está todo arriba (marca el ritmo con los sonidos que hace con su voz). Tiene algo del 6×8 argentino, pero no. Estamos en Rosario escuchando una música carioca, que tiene mar y que a su vez es música reinventada. Joao Gilberto lo que hace es agarrar los tambores africanos y los pone a parir con la guitarra. Eso no se había hecho nunca. Eso llega a una casa en Rosario. O sea, el circuito es África, Brasil, Rosario. De allí pasan los años y aparece Giros donde está el tumbado. El tumbado, para que se pueda entender, es la síncopa. En lugar de tener la tierra, que es el 4 argentino, se lleva todo arriba (Fito va explicando todo con los sonidos y las manos) Entonces en el ’87, Pablo Milanés vie-


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ne a Buenos Aires y me invitan a tocar con él. Yo no estaba pasando un buen momento. Él no me ve bien y me dice: “Chico, tú te tienes que venir a la isla”. Así fui al Festival de Varadero. Tocamos cuatro o cinco temas de Giros esa noche y algunos de Ciudad de pobres corazones. Eso fue una revolución musical en la isla. Nadie había ido a hacer rock en castellano allí y menos alguien que llevara el tumbado, el tumbado africano. El tambor está en 4, pero la guitarra está sincopada. El tumbado viajó de África a Brasil, de Brasil a Rosario y de Rosario a La Habana. ¿Qué me pasó estando con la música por tantos lados? Esto. Esa cercanía a través de la discoteca de mi padre, me hizo entender rápido música peruana, porque en casa se escuchaba a Chabuca Granda, o me hizo entender rápido a Buarque, o me hizo entender a Armando Manzanero y la cueca chilena –en casa se escuchaba a Violeta Parra–. Esa música ya estaba conmigo. Cuando me siento a tocar con Lucho González y me pasa el riff de “El muro de los lamentos” (lo tararea) al tocarlo, eso ya estaba en mi corazón y en mi oído. Fue sencillo. Fue gozoso. Nunca estuve traumado pensando “uy, esto no lo voy a poder tocar”. Así que mi padre fue el responsable de esto que me pasa con las músicas latinoamericanas y caribeñas. –Existe la impresión de que construyeron una suerte de producto que es la “música latina” como mercantilización de las tradiciones populares de la región. Usted ganó Grammys y al mismo tiempo es un músico popular con lo cual se inscribe en los dos espacios. ¿Cómo ve esta cuestión desde su perspectiva? –Es muy complejo. Muy complejo.

Primero debemos considerar la centralidad de los Estados Unidos como construcción del “mercado” mundial y después las migraciones latinoamericanas hacia norteamérica. Esa migración busca legitimación en aquel país y entre las cosas que llevan consigo los migrantes, está su música popular. En muchos casos, para lograr esa legitimación, hay que hacer ciertas operaciones sobre esa música. De ese modo aparece este híbrido nuevo que a mí no me representa, pero sí representa a un montón de gente. La libertad también se trata de eso. Volvamos al tema de los orígenes de la música: no hay pureza. No hay cosas que están bien o cosas que están mal. Sería muy difícil en un debate sobre música popular sentar a determinadas personas que producen estas nuevas formas estéticas legitimidas en los Estados Unidos, con los autores latinoamericanos que tienen la hechura de la tierra, de su época. Pero también la música es un espacio de libertad. Las cosas solas se ponen en su lugar con el tiempo, y ese lugar no es el de lo bueno o de lo malo. Nuevamente, Stravinsky y su frase, “la música viene sonando”. –Hay una suerte de canon de los músicos políticamente comprometidos en el cual usted está un poco al costado. Sin embargo, siempre fue un autor en cuya estética aparece lo social político incluido. Tocó con casi todos los que podemos imaginar en ese canon. ¿Cómo se ve con esa suerte de Partenón de los músicos comprometidos en el cual no estaría, pero del que sin dudas es parte? –Para mí es fundamental una escena para contestar esto. Es un episodio de la vida de Spinetta, bastante conocido. Él va a una reunión del JAEN (sigla de

una agrupación política “Juventudes Argentinas por la Emancipación Nacional”, de corte revolucionario) y se prende un porro. Estaban Emilio del Guercio y Rodolfo Galimberti, entre otros. Los cuadros de la agrupación deciden ir a debatir si está bien o mal fumarse un cigarrillo de marihuana, y cuando regresan Luis ya se había ido. Yo vengo de mi barrio y del rock’nroll y nunca fui un militante como por ejemplo es Chico Buarque. En la militancia hay algo de fe y de pertenencia que yo no tengo. –Es cierto, pero Chico, Caetano, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Mercedes, León Gieco o Luis Enrique Mejía Godoy están en un canon como músicos comprometidos y usted, que además de tocar con todos ellos tiene un claro componente social político en su obra, está afuera de ese registro. –A lo mejor es por deseo. Yo sé a qué me dedico. Me dedico a leer, me dedico a escribir, me dedico a estudiar y me dedico a hacer mi música. Cómo es tomado esto, se escapa de las manos. Pero también soy un hombre que opina. Por qué mi opinión tiene un poco más de trascendencia que otras, no lo sé. Pero opino. Yo no toqué en todos los actos que toqué para cobrar toda esa plata que dijeron por allí. No lo hago de un modo ni militante ni calculado. Ahora, si vos me preguntás si estoy arrepentido del voto a Cristina, te digo que no, no estoy arrepentido del voto a Cristina. Le di mi confianza y la de mi familia y todo eso estuvo allí bastante bien representado, con todas las dificultades que tiene estar en ese lugar. Por eso es muy complejo estar allí y es muy complejo no tener una oposición inteligente. En este país había una

derecha ilustrada. Tenías que sentarte a discutir con Mansilla, tenías que sentarte con Borges a la mesa. Ahora, a algunos le susurran al oído lo que tienen que decir. Pasó que mis palabras fueron consideradas como excesivas, pero tiene que ver con el lugar desde el que hablo, que es el lugar del rock. Esto pasa también en el escenario. Tenés un problema de sonido y pateás el equipo y nadie se asusta. O se sube alguien al escenario a cagarnos a trompadas y ya, eso es parte del juego. Para mí la política, que es el medio por el cual se debería buscar el bien común, tiene algunos problemas. Por ejemplo, suelo hacerles una observación a los sectores más jóvenes. Para crear una nueva sensibilidad política es fundamental aprender del rock and roll. Yo creo que hay que ilustrarse y hay que mirar las estrellas. La “real politik” es muy importante, pero si el libro más viejo que tenés en el morral tiene 40 años, no sirve para nada. Ahí hay algo que debemos poner en escena y es la capacidad de crítica. Esto se lo digo a la juventud argentina y se lo dije a la juventud cubana. Y te digo que con ellos llegué casi a las piñas. Son los tipos que van a comandar los países. No nos pueden repetir la letra como si todos fuéramos turistas. Los jóvenes tienen la obligación de pararse frente a sus jefes y exigir pruebas, explicaciones, contundencia, para poder defender y llevar adelante su revolución. Lo que genera mis discusiones con algunos de ellos, es la necedad de no querer investigar, no querer interpretar, no querer dudar. Dudar… Incorporar otra mirada. Eso es lo que hace a una persona brillante y puede abrir tu corazón también. Si vos instalás un pensamiento stalinista en cualquier zona de tu vida, la vas a cagar 


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WAEL ZUAITER (2 DE ENERO DE 1934 – 16 DE OCTUBRE DE 1972)

LAS MIL Y UNA BALAS PABLO ROBLEDO

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ra el lunes 16 de octubre de 1972 y eran, aproximadamente, las diez y media de la noche, hora romana. Wael Zuaiter –poeta, escritor, traductor, intelectual, militante palestino– volvía a su casa de Piazza Annibaliano 4, Séptimo Piso, Apartamento 20. En un brazo, cargaba los rayos X que le había entregado su doctor, diciéndole que iba a vivir cien años. En el otro, llevaba un vino de higos y la compra del pan. En un bolsillo, un ejemplar de Las mil y una noches. Pun, pun, pun, pun, pun, pun, pun, pun, pun, pun, pun, pun. Doce balas le entraron en el cuerpo. Otra, una, quedo incrustada para siempre en el ejemplar del libro. Su cuerpo acribillado, tendido en el corredor que llevaba al ascensor del ala izquierda del edificio. A sus pies, la botella de vino destrozada mezclándose con la sangre. Y el pan. Nuestro. De cada día. Desde su bolsillo, la vida ya no le prometía más mil y una noches.

Wael leía constantemente las fábulas de la princesa Scheherazade. Soñaba con ser el primero en traducir la obra directamente del árabe al italiano, cosa que nadie logró hacer todavía. Desde hacía 8 años, Wael compartía su vida con una princesa de las antípodas, Janet Venn Brown, una pintora australiana que le ganó el corazón y a la que, invirtiendo el procedimiento del libro, le contaba por las noches historias de diásporas y exilios, de mil y otras noches. Janet es ahora el alma mater de su memoria y de Europa, la muestra que la artista de origen palestino-libanés, Emily Jacir, acaba de inaugurar en la Whitechapel Gallery de Londres. En ella figura la instalación Material for a film: Retracing Wael Zuaiter, un work in progress, especie de archivo mutante premiado cuando fue exhibido por primera vez, en la Biennale de Venezia de 2007. En ella, Jacir reconstruye minuciosamente, en lo que llama una “revancha artística”, la vida y muerte de Wael, el hombre que amaba a dos Scheherazades. De la casa de una de ellas, donde aquella tarde/noche había estado leyéndole cosas de la otra, venía Wael cuando flop, flop, flop, flop, flop, flop, flop, flop, flop, flop, flop, flop. Porque los asesinos usaban Berettas modificadas calibre 22 con silenciador, la mar-

ca registrada de los servicios secretos israelíes. Pero, ¿qué sonido habrá hecho la otra bala, la que se incrustó en este libro?

Ethel Marianne Gladinikoff, Sylvia Raphael, Abraham Ghemer, Dan Aerbel, Michael Dorf, Jonathan Ingleby, Albert Libbermann. Los nombres de

los agentes del Mossad que asesinaron a Wael, escritos con delicada caligrafía femenina, miran la historia desde un gastado sobre “vía aérea” enmarcado en una pared blanca. La historiografía oficial, la del poder del vencedor, del opresor, del ocupante, tiene siempre un relato deshumanizante. En la película Munich, de Steven Spielberg, el personaje de Wael es representado por el actor Makram Khoury. En el libro Vengeance: The true story of an israelí counter-terrorist team, de George Jonas, el asesinato de Wael es contado en primera persona, del singular y del plural, en varias páginas y con lujo de detalles. En otro libro, One day in September: The story of the 1972 Munich Massacre, de Simon Reeve, entre varios errores, el asesinato de Wael ocupa sólo una página, como si fuera un personaje menor de una novela secundaria. Todos los escribas vencedores coinciden, grosso modo, en dos cosas. Que Wael no tuvo nada que ver con el ataque a la delegación israelí a los Juegos Olímpicos de Munich ’72 y que su muerte fue parte de la operación Ira de Dios, encargada por la primera ministra israelí Golda Meir. Ninguno, sin embar-

go, cuenta que Wael era un humanista, que se oponía al uso innecesario de la violencia, que rescataba insectos en situaciones peligrosas, que volvía sus pasos para liberar la hoja de una planta atrapada en alguna puerta. ¿Qué dioses, por más iracundos o coléricos que fueran, podrían tener interés en matar a un hombre así? ¿A qué abismos, sin saberlo, se habrá estado asomando Wael, sonriendo, en una foto sacada en Roma, la ciudad que había adoptado como segundo hogar? Hay pocos pedigríes más palestinos que el haber nacido en Nablus, donde Wael nació y creció, en la por entonces Palestina del Mandato Británico, en 1932. Miembro de una eminente familia nablusense, su padre, Adel Zuaiter, fue un catedrático, abogado y político que tradujo a Voltaire, Rousseau y Montesquieu al árabe y se opuso firmemente al plan de colonización y ocupación sionista apoyado y subvencionado por los ingleses. De niño, Wael quería ser músico. La música era su pasión, pero su padre le sugería ser más práctico y estudiar otra cosa. La Nakba de 1948, la catástrofe que dejo a él y a su pueblo sin una tierra a la que llamar


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“patria”, lo sorprendió en la adolescencia. En Nablus había alimentado su amor por la poesía, el ajedrez, la música clásica, la filosofía, las lenguas, la pintura, la traducción, el mundo allá afuera. De allí se fue, intentando ir a ver ese mundo. En Kuwait comenzó a estudiar arquitectura e ingeniería, pero abandonó la idea, aunque trabajó como agrimensor en el desierto y pudo juntar algo de dinero. Conoció a un grupo de músicos de ópera alemanes que estaban de gira y se fue con ellos. Llegó a Alemania, donde estuvo seis meses, y no le gustó lo que vio. Próximo destino, Stazione Roma Termini.

Tarantatán, tatán, tatán, tatán, tatán, tatán, tatantataaaán, tárararatatantataaantaaataaan. En una pantalla de plasma se repite el clip editado de partes de una película. En 1963, luego de un rodaje en Cinecittà, se estrenó La Pantera Rosa, con la actuación estelar de David Niven, una jovencísima Claudia Cardinale, Peter Sellers y… Wael Zuatier. Extra-extra, su personaje era de mozo. Y mientras suena la música de Henry Mancini, se ve a Wael desplazándose por las imágenes como un fantasma. Es decir, como un palestino de la diáspora. En un reportaje realizado por Sarah Irving y publicado en The Electronic Intifada, Janet Venn Brown cuenta que era tan carismático que el director le había ofrecido un papel superior al de extra, con algunas líneas que decir. Pero cuando llegaba el grito de “¡Acción!”, Wael quedaba petrificado y olvidaba sus líneas. Tenía miedo escénico. Siempre pobre de pobreza suma, hizo cuanto trabajo se le presentaba para poder pagar el alquiler y la comida. Aun así, el teléfono y la luz estaban siempre cortados. Las liras nunca alcanzaban para esas cosas, pero sí para comprarse libros, un gramófono, discos y frecuentar los ambientes bohemios. En ellos conoció a Rafael Alberti, a Jean Genet, a Pier Paolo Pasolini. Y una noche, en la Ópera de Roma, conoció a quien, en una amistad que duraría toda su vida, fue su mentor italiano, el gran novelista Alberto Moravia, con quien más tarde realizaría dos viajes a Medio Oriente. Luego de su muerte, en 1979, Janet

publicaría un libro-homenaje titulado Per un Palestinese (edición en inglés de 1984, titulada For a Palestinian: A memorial to Wael Zuaiter) con contribuciones de Edward Said, Jean Genet, Maxime Rodinson, Fadwa Touqan, Elio Petri, Ugo Pirro y el mismísimo Moravia.

Moravia también lo despidió con un emotivo artículo que funcionó como pieza de acompañamiento del que sería el último texto político, póstumo, escrito por Wael. Publicado bajo el título “Testamento d’un militante Palestinese” por el semanario L’Espresso, el 22 de octubre de 1972, se lee en 2015 con la misma actualidad con que se podría haber leído hace 43 años. Nada cambió para los palestinos. O sí, algo: la situación empeoró y empeora cada vez más. Haciendo una brillante analogía, le plantea a los italianos qué pasaría si los gitanos reivindicasen como propia la Toscana y con la ayuda de un imperio extranjero masacrasen y expulsasen de sus tierras a los toscanos para crear allí un Estado gitano. Se interroga por qué la prensa mundial habla sólo de 9 muertos en el aeropuerto de Munich, cuando los muertos fueron 14 si se cuenta a los militantes palestinos y 16 si se cuenta a los policías alemanes. Enumera los ataques de la aviación israelí a los campos de refugiados del Líbano y Siria: 11, uno por cada israelí, que costaron miles de vidas. Wael cierra sus opiniones citando al místico inglés Francis Thompson. “Che tu non puoi agitare un fioresenza disturbare una stella.” “That thou canst not stir a flower without troubling of a star.” ¿Pero cómo llegó Wael a disturbar tantas flores que molestaban a las estrellas? En 1967, cuando estalla la Guerra de los Seis Días, Wael se desespera. La fabulosa maquinaria de propaganda y desinformación israelí, la Hasbara, funcionaba a pleno y el país agresor era presentado como el país agredido. La mayoría de sus amigos y conocidos estaba de vacaciones. La mayoría de

la población italiana parecía apoyar o simpatizar con el relato sionista. Los bares que frecuentaba se le hacían insoportables. La tristeza lo invade. La impotencia también. Decide entonces llamar a su amigo Sinan, que vivía en París. Este lo pasa a buscar por Roma y, en auto, emprenden el largo camino hacia Amman, Jordania. Cuando llegan, la guerra ya había terminado y el colonialismo sionista había anexado Cisjordania, la península del Sinaí, Jerusalén Este, la Franja de Gaza y las Alturas de Golán. Abatido, desanimado, testigo de un nuevo éxodo, y siguiendo los consejos de un tío, Wael vuelve a Roma. Donde ya nada sería lo mismo.

Abandona, de cierta manera, el arte, la literatura, la música. Su pueblo lo necesita. Cientos de miles de hombres, mujeres y niños palestinos vuelven a convertirse en refugiados de su propia tierra, una vez más expulsados por el expansionismo sionista. Su destino, salvo raras excepciones, serán los campos de refugiados del Líbano, Siria, Iraq, Jordania. Los que tienen más suerte, llegan a Europa. Y allí esta Wael –muchos historiadores sostienen que era primo lejano de Yasser Arafat: cuentan que el líder palestino lo despidió en su funeral blandiendo los cheques enviados “a” y siempre devueltos “por” Wael, con el argumento de que él no cobraba dinero por defender la causa de su pueblo–, para ofrecerles lo que más amaba y conocía: libros. Al mismo tiempo que consigue empleo como traductor en la embajada de Libia y se convierte en el representante y vocero –oficial según algunos, extraoficial según otros– en Italia de Al Fatah, el movimiento mayoritario dentro de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Wael inventa una biblioteca. Un departamento en el edificio de Janet se había vaciado y decide entonces alquilarlo y convertirlo en centro de lectura para los afortunados palestinos que escapaban de los campos y llegaban a Roma a estudiar. Combina así su compromiso político con su humanismo cultural. El 27 de mayo de 1971, en una carta personal dirigida a Jean Paul Sartre, Moravia le introduce a Wael con motivo de un viaje que iba a realizar a París, pidiéndole que le dedique máxima atención a su amigo. Su mundo se convierte en un mundo de acechanzas, viajes, militancia, traducciones de artículos, medidas de seguridad, conciertos, noches enteras con Janet –recitando poesías en inglés o leyendo la Divina Comedia–, discursos, análisis políticos, tardes en el Bar Trieste de la Piazza Annibaliano. Pero, sobre todo,

un mundo de libros. Wael, el hombre que amaba los libros. Y libros fue lo que encontró la Policía cuando allanó su casa después del crimen. El mundo de sus libros. Cuando el 8 de julio de 1972, en Beirut, el Mossad asesina al escritor, activista político y vocero del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP) Ghassan Kanafani, Wael comienza a sospechar el peligro. Desarma el departamento-biblioteca y traslada una parte de los libros a un sótano-depósito de su edificio y la otra a su biblioteca. Después de Munich, la sospecha se convierte en certeza. Hay grupos de agentes israelíes cazando y asesinando palestinos por Europa. Le comenta a Janet que lo están siguiendo, pero ella no le cree. Los sicarios ya lo estaban vigilando. William Blake, Corneille, Schopenhauer, Walt Whitman, Thoreau, Virgilio, La Odisea, La Ilíada, Ezra Pound, Rimbaud, poesía china, Freud, Pavlov, Eugenio Montale, Sófocles, Goethe, Robert Graves, Crimen y Castigo, T.S. Eliot, Bodas de Fígaro, Aladino, versos alemanes, mitos aborígenes, filosofias de la India, Kierkegaard, Engels, Marx, Lawrence Durrell, Genet, Wordsworth, Julian Huxley, lieders del romanticismo alemán, Toynbee, mitos griegos, Como ascoltare la musica. Sus libros sobrevivientes. Pero ahora desaparecidos. Como sus poemas y escritos, quemados por él mismo ante el peligro inminente. Sus libros y el espíritu de sus poemas y escritos junto a un long play de la Octava Sinfonía y la partitura de la Novena Sinfonía de Gustav Mahler, que también estaba en su casa. Y que la Policía secuestró como “elemento sospechoso”. Porque un poeta, y más si es palestino, es y será siempre sospechoso. Y ahora suena la música de la Novena Sinfonía, Whitechapel, el barrio de Jack el Destripador. Y se mezcla con postales antiguas de Nablus, cartas de amor escritas a mano, fotos del viaje con Moravia por Kuwait-Líbano-Siria-Iraq, la moneda de diez liras con la que hacia funcionar el ascensor, escuchas grabadas de la Policía romana, revistas italianas de apoyo a Palestina, mapas de Roma, una voz grave y segura –la del poeta– haciendo traducción espontánea del árabe al italiano, una copia original de su último artículo, direcciones, números de teléfono encontrados en una agenda, la hermana Naila, el hermano Omar, telegramas, hojas arrancadas de la Divina Comedia, su tumba (en Yarmouk, el campo de refugiados palestinos de Damasco, porque hasta aun muerto el sionismo le negó el derecho al retorno), detalles del recorrido nocturno de dos enamorados, dibujos de pajaritos. La vida. Su vida. La vida de Wael. Y a la salida, o la entrada, da lo mismo, porque la vida, como la muestra, va en círculos, en un enorme muro de madera blanca, muy pequeña, en blanco y negro, la foto. Sacada en Roma, en la noche del 16 al 17 de octubre de 1972. La muerte. La muerte de Wael Zuaiter, el hombre que nunca llegó a traducir Las mil y una noches 


S8 La Batalla Cultural

EL HOMBRE

27 al 31 de octubre de 2015

BORGES EN 1975, POR ENRIQUE RAAB

acido en Viena en 1932, EnN rique llegó a la Argentina con seis años (junto a su hermana y sus padres) que huían de la anexión de Austria a la Alemania hitleriana. Desde siempre fue un fanático del cine. A los 30 escribió y dirigió José, cortometraje que ganó el Concurso Anual del Instituto de Cinematografía y del que no hay copia. Como periodista y crítico cultural, trabajó en Primera Plana, Confirmado, La Opinión, Análisis, Siete Días, La Razón y Clarín. Viajó a Cuba como enviado especial a fines de 1973 y de allí es el libro de crónicas Cuba, vida cotidiana y revolución. Militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores integró la redacción de la revista Nuevo Hombre, órgano clandestino de la organización revolucionaria. Cuando comenzaba a trabajar en otro proyecto editorial, fue secuestrado por la dictadura el 16 de abril de 1977. Continúa desaparecido.

EL LIBRO eleccionado, comentado y S prologado por la escritora y periodista María Moreno y recientemente publicado por la editorial Sudamericana, las crónicas y notas periodísticas que contiene Enrique Raab. Periodismo todo terreno se dividen en los capítulos “Fecha del día”, “Jetas y caretas”, “La fiaca”, “Noches cultas”, “Mirá quién habla” y “Plaza de Mayo y después”, los años ’60 y ’70, mostrados con todo rigor por un hombre que gozaba observando y escuchándolo todo y escribiendo.

UNA LARGA FILA DE 200 FELIGRESES SE ORDENÓ EN SILENCIO PARA QUE LA FIRMA DEL MAESTRO SELLARA LA ROSA PROFUNDA as mojadas baldosas de la Galería del Este de Buenos Aires comenzaron a ensuciarse con el barro de la calle cuando, cerca de las 18 del jueves, unas doscientas personas confluyeron desde Maipú y desde Florida y se ordenaron disciplinadamente frente a las vidrieras de la librería La Ciudad. Casi a las 18.30, el escritor Jorge Luis Borges avanzó por la galería, pálido, con los labios musitando alguna inaudible plegaria y sostenido por su ocasional cicerone y secretaria Ánneliese Von der Lippe. La pequeña multitud se abrió y Borges, vacilante, fue empujado hacia una mesa. Sus manos se aferraron intuitivamente a una forma discernible: un florero –que él no veía– lleno de rosas rojas. Iba a comenzar la firma de ejemplares de su último libro de poemas, La rosa profunda. La ceremonia no transcurrió sin incidentes. Por razones desconocidas, la disquería El Agujerito, ubicada frente

L

labatallacultural

a la librería, interrumpió sus emisiones de Pink Floyd y de Mae MacGraw y esperó la entrada de Borges a La Ciudad para colocar en el plato del tocadiscos la versión de la Marcha Peronista cantada por Hugo del Carril. Borges decidió no darse cuenta, aunque luego, ya en pleno trámite de firmas, demostró poseer un oído finísimo al alabar cinco compases de Claude Debussy, provenientes de otro parlante. “Me gusta Debussy”, acotó, “y también Stravinsky... Hay una gran felicidad en esa música”. La servicial señora Von der Lippe, ajetreada con el trámite del recambio de volúmenes bajo las manos del escritor, consintió: “Sí, Borges... claro... Pero yo soy muy anticuada... Prefiero a Haydn, Mozart, Bach ...”. Esta polémica musical no fue la única: minutos después de su entrada, Borges utilizó el inglés para protestar contra esa rutina mercantil que la fama le estaba imponiendo. Al firmar el tercer

volumen, levantó su rostro inquisitivo hacia la señora von der Lippe y estimó “This will last for ever”. Y luego, más enfáticamente, con cierta desesperación: “For ever and a day...”. El idioma de los británicos no tiene término más vasto para definir la eternidad, pero allí estaba, tranquilizadora, la señora Von der Lippe: “Don’t worry, Borges ... It will be short ...”. Fue una mentira piadosa: a las 20.15, Borges seguía estampando, maquinalmente, firmas sobre libros que no veía. Un señor depositó sobre la mesa con el florero la edición alemana de sus poemas. Advertido sobre la variante lin güística, Borges chanceó: “¿Debo firmar en letra gótica?”. Y aprovechó la pausa para acotar: “Los alemanes... Un pueblo equivocado... Pero no es el único... Hay otro, que emitió siete millones de votos...”. Un filólogo japonés, una alumna del colegio Champagnat y señoras de variada índole intentaron entablar diálogos.

Borges se excusó siempre, aduciendo estar resfriado. Diligente, la señora Von der Lippe hizo traer una naranjada y ofreció “¿un Desenfriol, Borges?”, a lo que Borges contestó con una sonrisa cansada. La misma sonrisa cansada con la que contestaba a quienes, aparte de la firma, querían una dedicatoria. “No puedo... Estoy ciego”, repitió una y otra vez. Hasta que, en medio de los fotógrafos, un joven intimó con voz arrogante: “Una dedicatoria... Para Sánchez Sañudo... sobrino del almirante...”. Borges inclinó la cabeza y preguntó: “¿Para quién?”. “Sánchez Sañudo”, repitió el muchacho. “Sobrino del almirante”. Borges esperó un momento, estampó su firma, apartó el libro con cierto fastidio y repitió: “No puedo... Estoy ciego”  Nota aparecida en el diario La Opinión, el domingo 21 de septiembre de 1975.

Dirección General: Aram Aharonian y Carlos Alberto Villalba  Impresión Rotativos Patagónicos. Araóz de Lamadrid 1920. CABA  Distribución: Capital Federal y Gran Buenos Aires New Site. Baigorria 103, CABA Distribución en el Interior DGP S.A. Alvarado 2018, CABA  ISSN 1853-0443  RNPI en trámite  LA BATALLA CULTURAL es una publicación de ULTRAKEM S.A. Domicilio legal Ingeniero Huergo 953 Piso 7º B (CP 1107), CABA.


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