El regalo del mar
Vos me lo señalaste durante un paseo por la playa, a esa hora en que los colores se atenúan. Estaba junto a mi pie, semienterrado en la arena y me miraba con un ojo inmóvil, impenetrable. La ola se retiró y ahí se mostró entero, amputado de su procedencia: un desecho del mar que, en su vaivén, lo designó para nosotros. El dios Neptuno, en el murmullo de su cuerpo líquido, te habrá sugerido que lo levantaras, lo enjuagaras en la transparencia de sus aguas, para ofrecérmelo. Hoy lo sostengo entre los dedos y admiro cómo la naturaleza lo ha ido labrando en su infinita paciencia. Al tacto tiene la textura de la piedra pómez, con una suavidad engañosamente áspera. Acaricio su superficie, esa simetría cavada en alvéolos, como un panal petrificado. Mi viejo hábito de construir historias busca atribuirle un origen. El tenue color marfil, la perfección del dibujo que surca su cara, me hace pensar que fue un jirón del encaje que alguna de las cincuenta ninfas marinas estaba hilando en su caverna, mientras sus cuarenta y nueve hermanas le cantaban a la inmortalidad. Pero su forma también me recuerda a la luna en cuarto creciente, su topografía cubierta de cráteres y lo imagino como una astilla lunar desprendida de la carne materna que, atravesando la noche galáctica, cayó en el mar. Habrá sido hace milenios, porque su cuerpo está impregnado con la salobridad de las algas. Cuando salgo de mis fantasías y miro ese objeto que encontraste en una playa, no estoy segura de su génesis, sólo puedo conjeturar que su origen fue animal y que contribuyó a forjar un arrecife, del que fue arrancado por la furia de las olas. Hoy lo sostengo en la palma de mi mano: el deslumbrante trozo de coral blanco que me regalaste y que guardé. Hoy me acuerdo de ese atardecer a la orilla del mar, vos sonreías, yo estaba triste, un presentimiento, tal vez. Hoy miro tu regalo, pero vos ya no estás.