MIRELLA S.
Texto e Ilustraciones: MIRELLA S. © 2017 Buenos Aires - Argentina
CUENTOS PARA AMADÃŽ
Un día la bruja Sofronia notó que nadie solicitaba sus servicios para eliminar enemigos o para una venganza. ¿Qué había pasado con los reyes y nobles que eran sus mejores clientes? Hacía más de un siglo que no salía de su gruta en la montaña. No estaba enterada de que los escasos reyes, príncipes y princesas que habían quedado ya no tenían el poder como antes y que la necesidad los había convertido en cantantes pop, diseñadores de moda o corredores de motocross. Sofronia, aburrida de la inactividad, salió a buscar trabajo. Montada en su escoba hizo un reconocimiento sobre una ciudad cercana, para saber a qué atenerse. Como un pajarraco, revoloteó aquí y allá y quedó requete asombrada ante tantos cambios. Nada de carrozas o carruajes arrastrados por caballos. La gente se trasladaba en unos vehículos de metal que se movían por sí solos. No llevaban enganchados a caballos para que los arrastraran. Eso quería decir que los hombres habían aprendido trucos de magia. Los edificios eran altísimos y feos ¿dónde estaban los hermosos palacios y castillos rodeados de estanques y jardines? Descendió para observar más de cerca. Vio que tres niños la señalaban con un dedo. Se puso toda ancha, creyendo que la habían reconocido. Bajó otro poco para escuchar lo que decían.
—Miren, un OVNI—dijo uno de ellos. —¡Qué va a ser! No es redondo ni brilla —contestó el segundo. —Entonces será algún alien —volvió a decir el primero. —A lo mejor es un marciano —intervino el tercero. —En Marte no hay escobas. La escoba es un invento de la Tierra y esa cosa está subida a una escoba —agregó el segundo, que parecía ser el sabelotodo del grupo. —¿Y si viniera de una estrella donde hubiera escobas? —insistió el tercero. —¡Bobos! No se dan cuenta de que es una campaña publicitaria lanzada por los fabricantes de escobas para aumentar las ventas… Desde que se inventaron los robots aspiradoras, están al borde de la quiebra —proclamó el sabelotodo. Ahora estos malcriados van a saber quién soy, se dijo Sofronia, rabiosa. Y se tiró en picada hacia los chicos. El enojo la enceguecía, no vio la tupida red de cables sobre la calle y se enredó en ellos. Los chicos reían descaradamente. El primero gritó: —¡Pero si es una vieja arrugada y harapienta! Los fabricantes de escobas podrían haber elegido una modelo joven y hermosa. —¿No les dije que están a punto de quebrar? —dijo el sabelotodo. —¡Sinvergüenzas… me las van a pagar! —les gritó Sofronia, mientras se libraba de los cables y caía a la vereda. —¡Le faltan también los dientes! —agregó el segundo, revolcándose de la risa. Sofronia se alejó lo más que pudo de esos maleducados y para no llamar la atención decidió seguir a pie. Con la escoba bajo el brazo, empezó a caminar por las calles llenas de gente.
Se detuvo en una esquina donde todos esos vehículos que funcionaban solos, se detenían. En lo alto de unos postes descubrió unos aparatitos con tres ojos que, con regularidad, guiñaban uno y cambiaban de color. Verde, amarillo, rojo. Algo tenían que ver con el ir y venir de los coches: cada vez que el ojo cambiaba de color, los vehículos dejaban de correr y la gente aprovechaba para cruzar la calle. Sofronia adelantó un pie, calzado con un zapatón rotoso y tuvo que retirarlo en seguida porque el ojo de rojo pasó a verde y todos los coches arrancaron como si los persiguieran. La bruja, temblando, se quitó el sombrero y se secó la frente húmeda de transpiración. Intranquila, se paró en el borde de la vereda, sosteniendo el sombrero dado vuelta. Las personas que pasaban a su lado metían la mano en el bolsillo y dejaban caer unas monedas dentro del sombrero. ¡Qué espanto, la había confundido con una mendiga! Horas después, al contar las monedas que había juntado, se sintió más reanimada y pensó que era el momento de comer algo. Entró en un Bar/Minutas abarrotado de gente y, codazo va, codazo viene, pudo acercarse hasta el mostrador. Le enseñó las monedas al que atendía y le preguntó qué podía pedir con eso. El hombre miró el puñado de centavitos, la miró a Sofronia y arrugó su gran nariz color remolacha. —Medio café sin azúcar o un vaso de agua con cinco gotas de limón o una rodaja de pan de ayer. Elija. —dijo, con cara de pocos amigos. Sofronia, que le había echado el ojo a un suculento sándwich de tres pisos, guardó los centavos y sacó una moneda de oro.
—Y con esto, qué puedo comprar —le pregunto a Nariz de Remolacha. Él tomó la moneda, la miró de un lado y del otro, la hizo girar entre los dedos, la mordió y por último silbó con admiración. —¡Carámbanos! Podría comprar el negocio entero —dijo. —Para qué lo quiero —contestó despectivamente Sofronia—. Lo que yo quiero es ese sándwich y un vaso de vino tinto. —Vaya primero a la casa de cambio de la esquina. Lo que hay en la caja no me alcanza para el vuelto —dijo Nariz de Remolacha.
Allí, por la moneda, le dieron un maletín lleno de fajos de billetes. Podría ir a la peluquería y también comprarme un vestido nuevo para que no se crean que soy una pordiosera, pensó Sofronia, mirándose de reojo en la vidriera de un negocio. Caminó varias cuadras y vio un cartel que decía Johnny Coiffeur, no le tomamos el pelo, le cambiamos la cabeza.
Entró a una salita coqueta, con sillones y mesas tan bajas que parecían hechas para los enanitos de Blancanieves. Había algunas señoras hojeando revistas. Apenas vieron a Sofronia palidecieron. La bruja dejó la escoba detrás de la puerta y se sentó. Una de las mujeres, retorciendo nerviosamente entre los dedos el collar de perlas, dijo: —Me parece que usted se equivocó de lugar. —¿Por qué, aquí no ponen los ruleros para marcar el pelo y todo eso? —preguntó Sofronia. —El brushing, mujer, o la planchita para alisar. Eso es lo que se usa ahora. —contestó otra con un estremecimiento de horror. —El peluquero, dónde está —quiso saber la bruja, con voz de trueno. —¡Oh, qué se ha creído… este lugar es de categoría! Johnny… oh Johnny —llamó la señora de las perlas. Apareció un rubiecito delgaducho, que después de haber visto a la bruja retrocedió prudentemente y regresó acompañado por dos tipos grandotes y forzudos que tomaron a Sofronia por las axilas. Se dirigieron hacia la puerta con el propósito de sacarla a la calle. Ella consiguió abrir el maletín y agitó un fajo de billetes debajo de las narices de los esbirros. —Jefe, la vieja tiene plata —dijo el esbirro de la derecha. —¡Y mucha! Está bien forrada —agregó el de la izquierda, dando un vistazo al maletín.
—Tgáingala paga acá —ordenó Johnny, que pronunciaba las erres como si fueran ge porque se quería hacer el francés, aunque era de Avellaneda. Sofronia, suspendida en el aire, agitaba las piernas tratando de patear los tobillos de los esbirros y gritaba como una descosida. —¡Suéltenme, ladrones, malditos, que el ogro se los coma en puchero! —Queguida señoga, hubo una equivocación. Lo siento. Déjenla, muchachos. ¿Seguía tan amable de acompañagme?
El coiffeur, es decir el peluquero, es decir Johnny, la condujo hasta un camarín revestido de espejos y la acomodó en un sillón alto que la bruja confundió con trono. Johnny le separó los pelos grises en mechones y los observó con una lupa. —¿Hay piojos? —Sofronia preguntó, impaciente—. ¿O está buscando petróleo? —Estoy analizando —contestó Johnny. —Los análisis de sangre y orina ya me los hice y todo estaba diez puntos. Vine aquí para que me pongan los ruleros.
—El estudio sigve paga sabeg qué champú le viene mejor a su hoguible pelo. Necesita tgues: un anticaspa de levadura natural; uno al limón paga eliminar la gasitud y uno a la miel paga las puntas secas. Después una loción con leche de cebada y fgutillas y pog último un baño de cguema. —Yo quiero que me peine y no que haga una torta. —insistió Sofronia. —Déjelo en mis manos —dijo Johnny. Tomó unas tijeras y cortajeó un poco aquí y un poquito allá en la cabellera áspera de la bruja. Después le aplicó la tintura y le puso entre las manos una revista con los chismes del ambiente artístico. Media hora más tarde la sentó delante de una piletita y en unos segundos la cabeza de Sofronia desapareció dentro de una nube de espuma irisada. —¡Ay ay… se me metió jabón en los ojos! ¡Ay, tengo los oídos llenos de agua! ¡Glup glup… estoy comiendo champú! —gritaba la bruja. —No se pgueocupe, es el de limón y es bueno paga el hígado — dijo Johnny sin mosquearse y salpicándola entera con el enjuague final. Le envolvió el pelo en un turbante, la condujo hasta un sillón, tomó un secador y lo apuntó hacia su cabeza. —¡Socorro… socorro, baje esa pistola! —¡Ufa, qué insopogtable! —exclamó Johnny, fastidiado. Entre el aire caliente del secador, los golpes del cepillo para dejarle el pelo brillante, según Johnny, la pobre mujer se sentía mareada, pero se calló para no hacer más papelones. —¡Listo! —dijo el peluquero.
Sofronia abrió los ojos y pensó que aquello que veía reflejado en el espejo era un producto del mareo. Sin embargo era ella, con los pelos de un rojo brilloso y cortados de un modo desparejo: del lado derecho eran cortos y rígidos como púas de un puercoespín enojado; sobre el izquierdo largos y electrizados como si hubiera metido los dedos en un enchufe. En el centro de la cabeza surgían unos mechones que formaban una especie de cresta. —Una obga de agte —se ufanó Johnny. Y agregó—: Ahoga necesita una gopa que haga juego con el nuevo look. Pasemos a la sección “Tgapos”. Sujetó a Sofronia por un codo y la dejó en un salón con filas de percheros con ropa. Se le acercó una chica luciendo un vestido que, por lo corto y ajustado, la bruja pensó que se le habría encogido al lavarlo.
—Madame prefiere que empecemos por los trajes de noche, de cóctel o por la línea deportiva —indagó la chica, que se llamaba Priscila. —Que sea práctico… para subirme a la escoba necesito ropa cómoda. —Entonces: pantalones —dijo Priscilla sin pestañear por el comentario de la cliente. La llevó hasta un cuchitril que parecía una cucha de perro con cortina. Le alcanzó una docena de pantalones que Sofronia, de tan aturdida, no imaginaba cómo ponerse. Intentó pasárselos por la cabeza, introduciendo un brazo en uno de esos tubos.
Priscila le indicó que esa prenda era para meterle adentro las piernas. Con cada pantalón que se probaba, Sofronia salía del cuchitril, la chica la observaba, le hacía dar un par de vueltas y después decía: —Este no va, le hace bolsas en el trasero… este modelo es demasiado clásico… este otro le marca más la chuequera. —¡Pobre de mí! —gemía Sofronia, haciendo equilibrio en una pierna, mientras se sacaba unos jeans elastizados. Por fin, Priscila dio su aprobación con un seco okey. Sofronia se encontró vestida con un pantalón de cuero negro, una campera llena de tachas y botas altas. No había nada que hacer, seguía siendo fea, con esa nariz ganchuda, la cara cubierta de verrugas y el mentón sobresaliente. Por lo menos su fealdad tenía ahora un estilo moderno. Pagó y la mayoría de los billetes fueron a parar a la caja de Johnny. Al salir recogió la escoba que había dejado detrás de la puerta. Tendría que modernizarla también a ella, pensó con un poco de tristeza.
Ya era de noche y la ciudad resplandecía de luces. Las vidrieras de los negocios parecían cajas de oro y plata. Los faroles de la calle eran como racimos de uva blanca fosforescente. Por todas partes había enormes carteles iluminados. Sí, la ciudad era hermosa de noche y Sofronia quedó encandilada por los faros de los autos, por el parpadeo de los carteles. El primer paso estaba dado, de aquí en más tendría que acostumbrarse a las rarezas de la vida moderna. Tomó por una calle oscura y apartada y escondiéndose detrás de un árbol subió a su escoba y remontó vuelo rápidamente. Esquivó las antenas enormes en lo alto de una torre, Sofronia estaba aprendiendo. El progreso la había asombrado con novedades increíbles y fantásticas: así serían los cuentos de hadas de la modernidad. Pero eran demasiadas emociones juntas y la bruja necesitaba urgentemente tomarse unas vacaciones en su antiguo mundo.
Fin primera parte