Tipología textual
Narrativo, descriptivo, expositivo, argumentativo, dialogado, prescriptivo.
Ámbito de uso
Literario, periodístico, institucional, académico, interpersonal.
Género textual
Poema, receta, artículo, noticia, editorial, impreso, cuento, entrevista, caricatura, crónica, ensayo, reportaje …
Función de la lengua
Referencial, expresiva, apelativa, fática, metalingüística, poética.
Tema
Frase nominal de no más de 10 palabras.
Resumen
Recoger el contenido relevante del texto.
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LECTORES DEL SIGLO XXI A menudo me preguntan qué hay que hacer para aficionar a los niños a la lectura. Últimamente he recibido alguna carta de ustedes pidiéndome mi opinión al respecto. Sin embargo, debo confesarles que ni como madre, ni como amante de la literatura, ni siquiera como escritora que ha dedicado algo de su tiempo a los pequeños tengo respuesta cierta para tal pregunta. Creo que ése es uno de los muchos desafíos difíciles a los que nos enfrentamos quienes tenemos la responsabilidad de educar a alguien. La mayor parte de nosotros sabemos por experiencia que es bastante fácil, incluso facilísimo, conseguir que a los niños y a los adolescentes les guste practicar un deporte o manejar el ordenador, y no digamos jugar a las videoconsolas o ver la tele... Pero la literatura es otra cuestión. A menudo prefieren aburrirse antes que leer, como si los libros fueran un enemigo a evitar, en lugar de una compañía cálida y excitante. Pero, ¿cómo convencerles a ellos de esa realidad? El escritor francés (y profesor de literatura) Daniel Pennac reflexiona sobre todos estos asuntos en una obra que recomiendo fervientemente a quienes se hagan estas preguntas. Como una novela (Anagrama, 1993). Su ensayo comienza con una frase que alberga una verdad tan dura como irrebatible: "El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo amar.... el verbo soñar...". En efecto, es inútil obligar a los niños a leer: "Lee un rato", les decimos, y ellos simplemente responden que no, o acaso nos obedecen y fingen hacerlo, mientras su mente vuela hacia otros lugares que les resultan más apetecibles. Están equivocados, por supuesto que están equivocados, y nosotros lo sabemos. Pero, ¿cómo hacérselo entender a ellos? Quizá, pienso a veces, el truco consista simplemente en enamorarles. Enamorarles de historias no contadas y de los silencios que se esconden detrás de las palabras. Mi padre (que, como Pennac, era profesor de literatura) vivía enamorado de todo eso y supo transmitirnos a sus hijos ese amor. Yo lo recuerdo, cuando era todavía muy pequeña, llegando del trabajo y sentándonos sobre sus piernas para contamos, como si fueran cuentos infantiles, las historias de Ulises o las del Quijote, y recitarnos poemas de Machado o del romancero. Recuerdo la calidez de su voz, la emoción y la intriga que nos transmitía, la hermosa sensación de que sus palabras creaban mundos, mundos luminosos y vibrantes, detrás de los cuales tenían que existir otros mundos, que se me presentaban aún en sombra, pero a los que yo deseaba a toda costa acceder... Así me enamoré de la literatura. A través de la voz de un hombre que la amaba y al que yo quería con todo mi corazón. En estos días de fechas nuevas, he recordado inevitablemente a mi padre, que estaría tan contento de haber llegado al 2000, y he pensado que quizá su forma de hacer las cosas pueda servir como consejo para quienes desean ahora educar a los niños lectores del siglo que empieza. Ojalá que lo consigan.
(Ángeles Caso, El Semanal, 10-1-2000)
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INSTRUCCIONES PARA LLORAR. Instrucciones para llorar. Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Julio Cortazar
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Los maestros rotos Rosa Montero *
No cabe duda que los maestros son algo absolutamente necesario. Y no me refiero ya a los maestros que desasnan niños en las escuelas, que también son importantes, desde luego, sino a las personas que vas escogiendo por ti misma para aprender de ellas. Una llega al mundo cargada de una ignorancia monumental que algunos, piadosamente, dan en llamar inocencia; y al final de la vida, si tienes suerte y te has aplicado, si has vivido lo suficiente y has reflexionado y escuchado a los demás, lo cierto es que consigues aprender algunas cosas: por lo menos lo ignorante que eres, lo cual es una enseñanza bastante buena. Envejecer te hace más sabio. En fin, este es el proceso habitual, aunque desde luego algunos individuos se empeñan en perpetuarse como imbéciles. Pero la mayoría de los humanos, me parece, vamos experimentando con los años algo semejante a un acrecentamiento del cerebro. Es como si, de repente, se colocasen los datos dentro de tu cabeza y empezaras a entender mejor el mundo. El primer salto grande en mi comprensión de las cosas lo sentí pasados los 30 años, y por mis conversaciones con otras personas me parece que a muchos les sucede lo mismo en la misma época. Luego tu entendimiento sigue creciendo: el entendimiento de ti misma, de tus actos, de los actos de los demás. Envejecer es un proceso inevitable que tiene muy poca gracia, porque te va despeñando hacia la muerte y en el camino te obliga a despedirte de innumerables cosas: de un futuro ilimitado, de los seres queridos que desaparecen, de tu pelo, tus dientes, tu cuerpo firme y sano... Pero, por lo menos, sabes más. Las nalgas se te caen, pero el conocimiento sube. Es la única ventaja que le he encontrado a envejecer, pero es una ventaja poderosa. Ahora bien, para que suceda esto, para que la cabeza crezca, necesitas aprender de los maestros. Ningún libro, por maravilloso que sea, te puede proporcionar esa lección galvanizante que te da el contacto con alguien, el ejemplo de sus actos y de sus palabras. Ver cómo otros, mayores que tú en edad y aptitudes, van gestionando su vida, es algo que enseña mucho. Y lo más fascinante es que esa enseñanza no siempre es de tipo positivo. Cuando hablamos de los maestros solemos pensar inmediatamente en hombres o mujeres excelsos, en sabios impecables, ciudadanos perfectos. A decir verdad, la palabra maestro está un poco hipertrofiada; se suele usar con demasiada pompa y pronunciarse con mayúsculas, y toda esta impostación lleva a la hipocresía: más de una vez he visto a un periodista o escritor palmeando la espalda de un colega al grito adulador de: “¡qué tal, maestro!”, cuando a mí me constaba que le tenía una tremenda tirria. Pero, en fin, aparte de los maestros magníficos (que por fortuna también tengo y he tenido), hay otro tipo de maestros de quienes quizá he aprendido aún más las lecciones más esenciales e inolvidables, y son los maestros rotos, ejemplo vivientes de lo que una no debe hacer jamás. Que conste que no es fácil ser maestro roto. El mundo está lleno de malvados y papanatas que cometen todo tipo de necedades y tropelías, y esa gentecilla nunca te enseña nada. Los maestros en negativo son aquellos hombres o aquellas mujeres de notable valía, personas singulares y dotadas, que de repente cometen un error monumental, o van derivando en sus vidas hacia comportamientos lamentables. Por ejemplo: Si Fulano te dice que posee un enorme talento, es un hombre culto y una buena persona, ha terminado envaneciéndose y perdiendo la chaveta de tal modo por la fama, entonces es que la fama es verdaderamente peligrosa y hay que estar muy atentos para no caer, porque si ha destrozado a Fulano, que es mejor que tú, ¿qué no puede hacerte a ti? Y si Zutana, que es una de las cabezas más inteligentes del país, ha llegado a tal convencimiento de su propia valía que ya no escucha a nadie (con lo cual pronto se convertirá en una idiota), entonces es que el ensimismamiento y el egocentrismo son riesgos tan grandes que pueden triturar hasta a los más sabios, y por lo tanto tú, de inteligencia mediana, tienes que esforzarte doblemente en soslayar esos defectos. Ah, mis maestros rotos... Son los faros que señalan las dañinas rocas, poderosas luces con los cristales sucios. No puedo revelar vuestros nombres, como es obvio, pero os mando mi gratitud y todo mi afecto.
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