Lo bueno, lo útil y lo bello. William Morris. Editorial Mochuelo Libros

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WILLIAM MORRIS Lo bueno, lo útil y lo bello

Traducción, prólogo y notas de Andrea Constanza Ferrari y Tomás García Lavín

Colección Hombres Río


Morris, William Lo bueno, lo útil y lo bello / William Morris ; adaptado por Tomás García Lavín ; compilado por Andrea Constanza Ferrari ; con prólogo de Tomás García Lavín. - 1a ed. - Vicente López : Mochuelo Libros, 2014. 130 p. : il. ; 21x14 cm. - (Hombres Río; 1) ISBN 978-987-45381-0-9 1. Ensayo de Arte. I. García Lavín, Tomás, adapt. II. Ferrari, Andrea Constanza, comp. III. García Lavín, Tomás, prolog. IV. Título CDD 701.17

Segunda edición: Octubre de 2014. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus Editores. © De la traducción, prólogo y notas: Andrea Constanza Ferrari y Tomás García Lavín. Diseño de tapa: Estudio dirigible. Fotografía final: Tortuga gigante, por Walter Rothschild. Agradecimientos: Logo Mochuelo Libros: Sergio Manela. Dibujo Ex Libris: Fernando Polito. Dibujo William Morris: Francisco Olivero. Este libro fue encuadernado y armado de forma artesanal por Andrea Constanza Ferrari y Tomás García Lavín. Contactos de Mochuelo Libros: facebook.com/mochuelolibros mochuelolibros@gmail.com


Sobre la presente edición Este libro está formado por una compilación de escritos originales de William Morris, George Holbrook Jackson y Gilbert Keith Chesterton*, los cuales, exceptuando “Los propósitos del arte”, “Discurso sobre una muestra de la Escuela Prerrafaelista Inglesa”, y parte de “Extractos”, hasta el día de hoy, no existían en castellano. En Argentina, lamentablemente, se ha dado la espalda a William Morris (no así a William Case Morris, maestro y filántropo inglés que da nombre a una localidad en Buenos Aires). De hecho, hay una pequeña pero sostenida producción de ediciones suyas en España, mientras que la última publicación nacional, que corresponde a la novela Noticias de Ninguna Parte, es de Editorial La Protesta, y data de 1928. Como podrá apreciar el lector dispuesto a visitar los textos introductorios, William Morris fue una luminosa energía que supo ser, y muchas veces al mismo tiempo: novelista, diseñador, tintorero, traductor, arquitecto, pintor, tapicero, alfarero, editor, poeta, activista político… y, sobre todo, un hombre esencialmente bueno. Tamaña existencia es merecedora de nuestro respeto y nuestro tiempo. Hasta el momento, Mochuelo Libros está formado por dos personas que tienen mucho en común: historia, valores y futuro –entre otras cosas que no vienen al caso-. Esta Editorial tiene el objetivo de convertirse en la materialización de esas coincidencias. Trabajamos durante meses para lograrlo. El recorrido implicó lecturas, traducciones, escrituras, y la encuadernación completa, de forma artesanal, de los libros; y esto recién comienza. Esperamos que disfruten del esfuerzo. Mochuelo Libros

*Holbrook Jackson y Chesterton presentaban sutiles divergencias al momento de expresar su admiración por Morris. Podrá conocerlas enseguida.

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Índice Nosotros Prólogo: William Morris o el hombre útil por Andrea Constanza Ferrari y Tomás García Lavín Ellos William Morris: artesano socialista por George Holbrook Jackson

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William Morris: Craftsman-Socialist, A. C. Fifield, London, 1908.

William Morris y su Escuela por Gilbert Keith Chesterton

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William Morris and his School, en Twelve Types, Arthur L. Humphreys, London, 1910.

Él, o Escritos de William Morris Prefacio a “La naturaleza del Gótico” de John Ruskin

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Preface to The Nature of Gothic by John Ruskin, en The Nature of Gothic: a chapter of the Stones of Venice, Kelmscott Press, London, 1892.

Los propósitos del arte The aims of art, en Signs of change, Longmans, Green, and Co., London, 1896.

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Discurso sobre una muestra de la Escuela Prerrafaelista Inglesa

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Address on the Collection of Paintings of the English Pre-Raphaelite School, dictado el 2 de octubre de 1891 en la Corporation Gallery, del Museo de Birmingham.

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Por qué celebramos la Comuna de París Why We Celebrate the Commune of Paris, publicado en The Commonweal, Vol 3, No. 62, publicado el 19 de marzo de 1887.

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Sobre tontos y patos Ducks and Fools, publicado en The Commonweal, Vol.5, No. 169, 6 de abril de 1889.

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Extractos

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Nosotros



Prólogo

William Morris o el hombre útil Por Andrea Constanza Ferrari y Tomás García Lavín.

A nuestras madres. A nuestros padres. A nuestros hermanos.

I. “La catástrofe que asoló a las civilizaciones europeas y eslavas fue particular en otro sentido; destruyó avances anteriores. Incluso los ironistas de la Ilustración (Voltaire) habían predicho con total seguridad la abolición final de la tortura judicial en Europa. Sostuvieron que era inconcebible un retorno generalizado a la censura, a la quema de libros y mucho menos de herejes o disidentes. El liberalismo y el positivismo científico del XIX veían natural la esperanza de que la extensión de la escolaridad, del conocimiento científico y tecnológico y la producción, del desplazamiento libre y el contacto entre comunidades, llevaría a una mejora sostenida en la civilidad, en la tolerancia política, en las costumbres tanto públicas como privadas. Cada uno de estos axiomas propios de una esperanza razonable han sido probados como falsos. No se trata sólo de que la educación se ha revelado incapaz de hacer que la sensibilidad y el conocimiento sean resistentes a la sinrazón asesina. Aún más turbadoramente, la evidencia es que esa refinada intelectualidad, esa virtuosidad artística y su apreciación y la inminencia científica colaborarían activamente con las exigencias totalitarias o, como mucho, se mantendrían indiferentes al sadismo que las rodeó. Los conciertos brillantes, las exposiciones en grandes museos, la publicación de libros eruditos, la búsqueda

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de una carrera académica, tanto científica como humanística, florecen en las proximidades de los campos de la muerte. La ingenuidad tecnocrática sirve o permanece neutra ante el requerimiento de lo inhumano. El símbolo de nuestra era es la conservación de un bosquecillo querido por Goethe dentro de un campo de concentración”. George Steiner, Gramáticas de la creación. Siruela, Madrid, España, 2010. Como hemos visto, en el epígrafe, inspirado por los más terribles acontecimientos y extenuado por sentir su consecuencia, “un cansancio esencial en el clima espiritual del fin del siglo XX”, un viejo George Steiner no quiere otra cosa que decirnos: cuidado, la humanidad dispone del potencial para ser sublime, así como de la capacidad de dañarse tanto que no haya vuelta atrás. Y no debe sorprendernos que tan oscuro diagnóstico lo realice en los inicios de una obra donde se estudian las infinitas virtudes de la capacidad creativa de los hombres. Resulta saludable no idealizar, ni para un lado ni para el otro. Por eso vale la cita. Mucho de lo que es una persona, se explica de acuerdo a lo que hace, no en cualquier momento, abierto a deslices o habituales errores, sino cuando puede decidir efectivamente, habiéndolo planeado, por él y por los demás. Si hace mal, será malo. Si hace bien, será bueno. La guerra y el arte luchan, cuando no a la luz del día, en las entrañas del tiempo de los hombres. William Morris estaba convencido de que las malas acciones, las grandes, las que no son producto de la casualidad o de un súbito enojo, pueden ser expulsadas del orbe de la Tierra. Sugiere que el daño, más que deberse a un par de hombres despreciables, se explica mejor por la forma en que se vive y se produce en la sociedad de su tiempo; pareciera que el contexto contamina y que aquellos más permeables a la tentación del dinero o la violencia, son, en cierto sentido, víctimas de un todo, que los acoge e inspira, al que osó llamar Sistema Comercial. Por supuesto, el autor no proponía ser misericordiosos con ellos sino, por el contrario, quitarles toda posibilidad de que sigan decidiendo por los demás a la escala, planetaria, en que lo hacían entonces –y lo hacen 12


ahora-. Su solución se funda en enseñar que la libertad y el respeto son lo único que conviene a todos los individuos. Eso podría lograrse siendo conscientes, en el sentido más íntimo, de quiénes somos, y de qué queremos. Nos basta con sólo mirar un poco la Historia para conocer infinidad de pesares ajenos, en todas las épocas y civilizaciones. Conociéndolos, podemos desear enfáticamente evitarlos. Porque es ella, nos dice, la que se ocupa de retratar a los causantes de la ruina colectiva (así como el arte es el causante de la elevación). En suma, la Historia nos permite saber que, a veces, la vida no es vida; que los días se escurren por los barrotes de una jaula en la que incluso puede morar, absurda, una sociedad, del tamaño que sea. Quijotesco, apasionado, le dobla la apuesta al alma enferma de sus días, y se anima a esbozar una fecha concreta para la revolución; en la primera edición de su novela Noticias de Ninguna Parte (1890), sugiere que ésta podría darse hacia comienzos del siglo XX. La obra, una especie de utopía moderna, transcurre en el siglo XXII. Nos muestra una Inglaterra posterior al cambio, donde, tras haber seguido al pie de la letra la propuesta de Morris durante ciento cincuenta años, se vive en plena felicidad. Y, entre tantas otras cosas, se honra al medio ambiente, la mujer es tan libre como el hombre y el derecho penal es sólo un mal recuerdo. Es cierto que se trata de una obra de ficción. Es cierto también que él esperaba ese cambio para ese, u otro, momento relativamente próximo a su existencia. El año, 1910, más que azaroso, respondía, seguramente al resultado de un cálculo muy personal en los que ponderaba la degradación que quería restar, y las condiciones necesarias para que naciese lo que quería añadir a la sociedad inglesa, y luego, al mundo entero. La fecha, decimos, no es un nimio detalle: en la segunda edición del libro, pospuso el cambio más de cuarenta años, atemperado por la creciente pero nunca, ni en sus peores días, total, sospecha de que el futuro bello sería inalcanzable. Si el pobre hubiese visto lo que describe Steiner, es posible que, luego de volver a retrasar la definitiva solución a una vida gris y desigual, habría seguido confiando en un mañana feliz. 13


Pero, cuidado: más que la candidez, a sus actos y palabras los guía la bondad. El amor a la vida y a sí mismo. Es muy famoso el William Morris creador, el artista positivo que hizo escuela, tanto que su vida y su obra fueron y serán los símbolos de la defensa de los oficios, las artesanías y el respeto por los saberes del pasado. Describiéndolo así, y agregando que cada una de estas creaciones fue alimentada por la nutricia satisfacción que da el trabajar con la Belleza, no mentiríamos. Sin embargo, igualmente faltaríamos a la rigurosa verdad. Porque donde celebraba los recursos que ofrece el arte, no podía evitar compararlos con todo lo malo y lo feo en su derredor. Entonces, hay un William Morris menos célebre: ese él siendo atizado por el enojo que causa ver la destrucción; esa faceta de la que hemos hablado y lo seguiremos haciendo en este prólogo, deseosos de dar a conocer ciertos aspectos sin los cuales, él sería Wllam Mors, o Illm Rris, es decir, algo incompleto. Tan incompleto, podría decirnos él, como un hombre que vive sin ser él mismo. Ese niño nacido en Walthamstow en 1834, que avivaba su creatividad en el bosque, cercano, al que sus padres se mudaron al poco tiempo; que aprendió a leer prácticamente por su cuenta; que amaba a la Naturaleza como a la Leyenda; que estudió en Oxford y frecuentó a los mejores británicos de su siglo; que hizo una casa tan hermosa como una obra de arte; que imprimía a la manera de los antiguos; que amó a Jane Burden; que tuvo dos hijas; que admiró a la infinidad de anónimos que, con su trabajo diario, crearon la cultura popular; que escribió mucho y variado; que pintó algo de lo que poco nos queda; vivió tantas vidas que no podrían entrar siquiera en el más gigantesco de los libros, aunque quisiéramos darlo por terminado diciendo que murió en 1896. El creador devino de ese chico. El otro, deseoso de arrasar la fealdad, también. Ninguno de ellos, que son siempre él, se detuvo jamás en elucubración filosófica alguna, en las que el vicio de la argumentación lleva a callejones sin salida mientras la acción que no llevamos a cabo es realizada, o a veces, 14


incluso ultrajada, por otros. II. La historia de la Filosofía parece demostrarnos que la falta de acuerdo sobre el significado de la palabra alma, no nos permite pensar concretamente en cómo lograr su elevación; que lo que no tiene una definición válida y definitiva, parece no ser todavía, o, como mínimo, no estar listo para que forme parte de las decisiones de nuestra vida cotidiana. Aunque el mundo, por supuesto, siga discurriendo cómo se le da la gana. Y el alma, si es que existe, también. La palabra trabajo, como todas, también tiene una existencia abierta a reinterpretaciones. Aunque, claro, al estar relacionada esencialmente con el quehacer humano, es más ostensible; el trabajo es, está presente día a día en nuestras vidas, y cuando no está siendo llevado a cabo, se lo puede reconocer en cualquier objeto que es su fruto. Como sea, de cualquier forma, siempre pensamos en él. Hay gente que no cree en el alma ni cree en el trabajo, pero nadie podrá afirmar que la vida de los hombres pueda darse sin ese variado, gigantesco en su multiplicidad, esfuerzo que implica trabajar; desde el que requiere tomar los huevos de una gallina para comer, hasta el diseño de un transatlántico. Así como sucede con el alma, el trabajo, o la misma muerte, a los vaporosos conceptos fundamentales se los intenta adecuar, aunque sea a expensas de la más sucia falsedad, según objetivos muy puntuales y muy lejanos de eso que llamamos el interés general –de cuya existencia, por cierto, no hay evidencias concretas-. Lo sabemos: lo que no es cierto puede incidir en la vida tanto como lo que lo es. Mucho depende de qué motiva nuestros actos; de creer o no en las cosas. Entonces, si éstas existen o no, a veces, no importa. Sí, la energía del mensaje que alimenta el acto o el pensamiento. Existen quienes tergiversan el discurso y las acciones de su vida pública de acuerdo a objetivos inconfesables. El mensaje de Morris, en cambio, es claro y es honesto: nos dice que la manera de hallarnos a nosotros mismos, y poder habitar la sociedad armoniosamente es haciendo cosas útiles. Para él sí importaba la autenticidad de 15


las cosas, trátese de un mensaje como del material de una vasija. Y con todo, vida convertida en ejemplo, buscaba influir en los demás para que los demás se beneficiasen. El engaño, al que veía como una de las bases del mundo moderno, era su rival; no quería convencer a la gente, como lo hacían los políticos y los empresarios. Los cuales, le enseñaban al pueblo a que soñara con servirlos, y viviera contento por haber alcanzado el famélico sueño que le había sido impuesto. Morris quería, positivamente, despertar al hombre y a la mujer de su vecindario para, con ellos, modificar el rumbo de la Humanidad. Pero el mundo, con toda su realidad positiva, negativa y neutra, prosigue en su existencia, y sus ocupantes piensan, en la medida en que pueden, cómo les parece. Para Henry Ford, el trabajo se definía, al menos en la práctica, de acuerdo al objeto, digamos, al automóvil fabricado. Entonces, el gran sol sobre el que giraban las tareas de miles de personas, era terminar de hacer cierta parte de un vehículo en un espacio y un tiempo severamente acotados; no importaba quién lo hiciera, había que hacerlo. Porque la subsistencia, en gran parte desarrollada llevando a cabo esas tareas, parecía depender de esa rueda, ese volante, o esa pintura negra. Y ese trabajador, que, como decimos, no importaba, no tenía la menor capacidad de decisión sobre cómo realizar el proceso. Casualmente, quienes sí decidían, se encontraban en el basurero de las definiciones más erráticas de trabajo; no porque ser propietario, o decidir, o bien, mandar, sea innoble. Sino porque sólo mandar no es un trabajo en el sentido, tal vez idealista, que propone William Morris. Y no se limita a proponer, sino que rescata costumbres y oficios de sociedades pretéritas, consciente de que todas ellas escribieron hasta lo más insignificante de su Historia con los resultados de la creación. De destacar la destrucción, ya se ocupaban los historiadores. III. Fue en esa Inglaterra del siglo XIX, donde las tareas inútiles, dañinas y especulativas, parecen haber comenzado su propagación a gran escala. Y, 16


como si se tratara de una peste caracterizada por lo dicho y por el mal gusto, el egoísmo y el aburrimiento, supo copar los colores de las casas, el contenido de los libros, o los sueños de los dirigentes. Aunque, como sabemos, haya una miríada de notables excepciones. Sin embargo, Ford no lo es; representa, como lo hace aquél cuadro de Arnold Böcklin, a un segador de lamentos, porque, al igual que el personaje en el lienzo, distribuye pesares en su particular beneficio. Y promete soluciones únicas a circunstancias infinitas. En la práctica, para algunos, la muerte es salvación. Para algunos, que pueden ser los mismos, el trabajo es lo que otros hacen para ellos, aunque se sientan tan laboriosos como el que más. Como se puede ironizar con la muerte, se puede ironizar con el trabajo. Toda irrupción del talento merece ser celebrada. Sin embargo, cuando los nazis escribieron en la puerta del campo de concentración de Auschwitz, “El trabajo libera”, hicieron algo irónico que no era talentoso ni divertido. Era, claramente, la perversión del término que significa martillar, serruchar o pensar para vivir en plenitud, todo lo contrario a esa factoría de fantasmas en vida y polvo quemado en muerte. Pero, como una religión no debería monopolizar el uso oficial de la palabra alma, del mismo modo, no parece atinado que un empresario pueda determinar cómo hay que trabajar. Ni un miserable cómo abolir nuestra libertad –he aquí otra palabra compleja-. Lo dijo el autor que nos convoca: la muerte del arte, es la muerte de lo mejor de la especie. Y para él, la creación no se acota al lienzo ni a la partitura sino que abarca a toda acción donde el hombre se expresa y expresa su vida. Eso ahuyenta a la muerte, por más que ni Morris, ni los filósofos, ni nosotros sepamos qué significa. Si uno trabaja conforme a su más íntima vocación podrá acceder a la felicidad, término que en él es casi un sinónimo de la palabra vida. Pareciera que no hay vida sin felicidad. Y que no hay felicidad sin un trabajo así entendido. Es tajante, quizás exagere. Pero es bienintencionado. Y además, William Morris es energía. Da pena el pensar en todo lo que hizo y lo poco que se hace, 17


generalmente, hoy en día. El lamento se acrecienta porque la proporción de cosas sublimes es muy menor en todo ese poco que hacemos. Es cierto, todo lo es: que las sociedades cambian; que los genios aparecen cada tanto y cada tanto menos se los suele ver. A lo sumo, lugar común que no deja de ser cierto, se los recuerda después de su viva presencia entre nosotros. IV. Su energía lo hizo ser tantas cosas…: novelista, diseñador, tintorero, traductor, arquitecto, pintor, tapicero, alfarero, editor, poeta… que resulta más fácil convertir su nombre en un adjetivo que enumerar la casi interminable lista de rótulos que, en casos como el suyo, no hacen más que limitarlo; si bien, todo eso que nombramos, podría, sin demasiado esfuerzo, amontonarse en la palabra artesano, seguiría faltándonos algo: vida; al tiempo que sobrándonos otra cosa: abstracción. Por eso, quizás valga y, de alguna manera baste, decir que William Morris fue William Morris; algo irrepetible, en el sentido menos banal de la singularidad de cada ser humano. Para entenderlo no hay que ir demasiado lejos: sus teorías, expresadas sin circunloquio científico y con la voz de quien habla con el asidero de haber visto, nos dicen por qué ese niño nacido entre la Naturaleza y una madura Revolución Industrial, se convirtió en un patrimonio cultural; que cuando dejó de ser carne y hueso, permaneció como una voluntad que, cada tanto, resuena en cierta gente cuando cree que su vida podría ser más útil. Siguiendo sus escritos, podríamos decir que esa energía vital que todos tenemos, en su caso supo ser canalizada hacia la acción. Y, simultáneamente, hacia el respeto al prójimo: a los antiguos, a sus contemporáneos, al futuro que es este hoy tanto como lo será aquél mañana. ¿Por qué respeto? La palabra no es hermosa pero sí suficiente; quien apunta a hacer cosas bellas, se respeta a sí mismo. Quien las da a conocer, hace lo propio con los demás. A partir de ahí se completa el círculo de lo que llamamos la creación artística. Morris nos suplica que hagamos lo que nos interesa. Él creó el movimiento Arts & Crafts, revalorizando saberes burdamente olvidados. Y por 18


eso se lo recuerda, sobre todo. Pero ese no era exactamente su fin, su objetivo vital. Se trata sólo de una consecuencia; de la materialización de su genio y sus valores. Pudo haber creado una Academia de Poetas Noveles, para que los oficinistas maticen su cenicienta burocracia pensado en rimas sobre una o mil lunas. De haberlo hecho, William Morris no habría sido otro que el que fue; es que siempre habría sido él. Es el hombre el que hace a la obra, cuidado con cómo recordamos. Hemos observado que algunas personas, aunque talentosas en sus artes, supieron referirse a Morris con la liviandad propia de una pluma de pato de flojel. Desde ese mundo de fronteras difusas que es la literatura, se dijo que en sus textos prima la fantasía; o sea, sería una clase de autor que cultiva un género habitualmente visto como menor. Desde la política, incluso desde una ideología que es tan amplia en sus designios como para autodenominarse comunista, se lo acusó de conservador. Lo cierto es que fue marxista; la lectura que Marx ofrecía de la sociedad, así como parte de las posibles soluciones, le parecían mejor que dejar las cosas como estaban. Viéndose reflejado por esa creciente tradición de acción y pensamiento, fue unos de los más célebres de entre los pioneros del socialismo británico; dio discursos para los obreros en todas las Islas, escribió, fundó diarios, creó gremios de trabajadores… Ayudó a construir lo que luego sería el laborismo. De hecho, Clement Attle, tal vez el más social de los Primeros Ministros de Gran Bretaña, reconoce haberse dedicado a la política gracias al mensaje de Morris. Pero, por supuesto, presentarlo sólo como un marxista sería pretender capturar una mariposa titánica y lejana, como una nube, con el humilde mediomundo de una teoría; una de tantas de las que forjaron su personal, irrepetible, actitud ante la vida. En una eventual balanza, por sobre eso, primarían sus padres, tantos poetas, la calle, John Ruskin, la Historia, los artesanos medievales, el río Támesis. O su amigo Edward Burne-Jones, un conservador. Desde el estudio de los libros de Historia, nombre altisonante si los hay (sólo superado por la Filosofía), se lo juzgó anacrónico por su intención, 19


aparentemente ingenua e idealista, de tomar del pasado lo mejor. Sin, casualmente, reparar en que hablaba exactamente de eso, y no de su contrario, es decir, lo peor. A un hombre, que para llegar a propiciar el renacer de los saberes de nuestros antepasados se enseñó a sí mismo la historia medieval, pretenden explicarle que aquellos eran días de injusticias, guerras y corrupción, como si él, apenas más formado que ellos acerca de los hechos y saberes del hombre y su espíritu, no lo supiese. Su peso específico como escritor es el que tuvieron muchos hombres, los que, sin embargo, en el mar de la especie, ocupan sólo un par de arrecifes, casi perdidos para casi todos. Que sea pedagógico y claro, es un mérito. Cuando habla de romances, caballeros y bosques encantados, lo hace desde el amor a la imaginación, eso no es poco. Como mínimo, es sincero; hace lo que nos pide, lo que le gusta. Y, si sus versos pudieran no tocar las cimas habitadas por Machado, si su prosa presentase más impurezas que esos diamantes que Chateaubriand nos legó, o si sus convicciones políticas careciesen de la consistencia teórica del edificio del marxismo ortodoxo, ¿habrá algún problema o deficiencia en su vida y en su obra? No conocemos a nadie que haya escrito como Shakespeare, pintado como Picasso y liberado a un pueblo como Moisés, todo al mismo tiempo; desde la cuna hasta la tumba. Sin embargo, Morris es un ejemplo histórico de que la versatilidad y la excelencia son compatibles; sobre todo si se trabaja a esos fines. Lo cual difiere y mucho con este hoy en el que abundan los llamados especialistas, que saben tanto de lo suyo que desconocen el nombre del ave que se posa día a día en su ventana.

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William Morris trabajando. Fotografía tomada en la última década de su vida por Henry Halliday Sparling (1860-1924), quien contrajera matrimonio con su hija May. El amor duró poco; ella se escabulló hasta George Bernard Shaw.

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