EL GRAN VIAJE Es una ley literaria: todo baúl guarda un tesoro. He aquí la historia de uno repleto de excentricidades, memorias de viajes, subastas y grandes fiestas. Por Mónica Isabel Pérez con información de Claudia Cándano
Baúl para Juan Antonio de Beistegui, modelo Mail Trunk 1885, striped canvas (90x49x48 cm). Colección Louis Vuitton. 118 — LIFE & STYLE Septiembre 2011
Montfort-l’Amaury, Francia, 1999 Su risa llenaba la habitación. Cuentan que, sentado en un mullido sofá, esperaba escuchar el golpe del martillo para levantar con euforia la copa rebosante de champaña. Cada objeto era una fortuna nueva, ¿cómo no reír? ¿Cómo no brindar si en su castillo había más de treinta mil personas peleando por pagar miles de dólares por cada objeto que era puesto ante sus ojos? Imposible permanecer sobrio ante tanta locura. Aislado, pero extasiado como un niño, Johnny no desviaba la mirada de las pantallas que había hecho instalar en un cuarto alejado del bullicio de la subasta. Acompañado de unos pocos, veía desde su sistema de circuito cerrado cómo decenas de decoradores, coleccionistas y socialités, provenientes de más de 26 países, luchaban unos contra otros para convertirse en el mejor postor. Compraban la colección de su tío Charles –de quien había sido heredero único y universal– a precios mucho más altos de lo estimado. Antiguos sillones egipcios, pinturas del siglo XVIII, urnas de exquisita porcelana china… 2,416 lotes que, según reportó The New York Times, hicieron que su fortuna tuviera un incremento de 26.4 millones de dólares, diez millones más de lo que la casa de subastas Sotheby’s había previsto. El evento cerró con pocas palabras: “Esta venta es un homenaje que mi tío Charles de Beistegui hubiera aceptado sin reservas”, dijo Johnny. “Seguramente, habría estado satisfecho con la forma en que
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los compradores respondieron ante los objetos que coleccionó mientras creaba el goût Beistegui, su estilo personal”. Era el verano de 1999 y ésa, a la que Johnny de Beistegui había convocado en el Château de Groussay, sería recordada como la subasta del siglo. Fue ahí donde apareció el baúl.
Quieto, vacío de equipaje, el Mail Trunk diseñado en 1885 para Juan Antonio de Beistegui –enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de México en España durante el Porfiriato– apareció en escena. Ninguno de los asistentes superó la puja de la casa Louis Vuitton. La oferta multiplicaba tantas veces el precio base que, luego de esa cifra, sólo pudo sonar la cuenta hasta tres que precede la caída del martillo. Johnny brindaba. Para él, luego de haber presenciado cientos de escenas similares en las últimas horas, el baúl que su tío había heredado del abuelo ya había perdido todo significado. Un objeto menos, miles de dólares más. Hora de levantar la copa. En contraparte, para Patrick-Louis Vuitton, la transacción tuvo un significado distinto. Él representa a la quinta generación de una familia dedicada a diseñar portaequipajes de lujo desde 1854. La gigante compañía que lleva su nombre, era un negocio creciente con apenas 30 años de respaldo en la creación de baúles de viaje cuando el diplomático mexicano Juan Antonio de Beistegui solicitó uno de sus diseños. El taller de Asnières-sur-Seine, donde el baúl
Registros de viaje, las etiquetas con que los hoteles de lujo marcaron el baúl de los de Beistegui, fueron una moda publicitaria del siglo XIX.
fue hecho (y donde todos son ensamblados y autorizados por la familia hasta hoy), aún estaba al mando del primero de los Vuitton. La subasta fue la oportunidad perfecta para recuperar un trozo de su propia historia.
Madrid, 14 de julio de 1925 Ese día, el periódico español ABC publicó: “En su hotel de la Castellana, de esta corte, falleció ayer mañana, a las doce, el distinguido Sr. D. Juan Antonio Beistegui, que durante algunos años ostentó en nuestro país la representación de Méjico. La sociedad madrileña, en la que el finado gozaba tantas simpatías, se enterará de esta triste nueva con gran sentimiento. Un fuerte ataque de la afección cardiaca que padecía ha sido la causa de su muerte. El finado era persona caballerosa y muy estimada en Madrid, así como en París donde también residía una parte del año. Durante el tiempo que fue ministro de Méjico en España, prestó excelentes servicios a su país y demostró al nuestro su gran cariño, que luego le hizo fijar su residencia
de la fortuna del padre de su padre y por lo tanto, de la suya. Pero nada más. Aún vivía en el 19 de la rue Constantine por aquella época, la espléndida mansión de sus padres en plena explanada de Les Invalides. Antes de eso había estado en Inglaterra, estudiando en Eton. Planeaba permanecer ahí y entrar a Cambridge, pero entonces estalló la guerra y tuvo que volver a París. Eso no le pesó, después de todo, su vida en Francia estaba resuelta y si acaso necesitaba sentirse más holgado, la muerte de su padre lo hizo olvidar toda preocupación. La herencia fue tan abundante que, incluso dividiéndola con su hermano, la fortuna pudo cubrir todas sus excentricidades. Usó varios de sus millones para construir un fastuoso penthouse en Champs-Élysées. Apasionado por el interiorismo, se encargó de decorar su nuevo hogar con ayuda de sus amigos, el urbanista francés CharlesÉdouard Jeanneret (mejor conocido como Le Corbusier), a quien hizo responsable de la arquitectura modernista del departa-
Cuando su obra estuvo terminada, comenzó a hablarse del nacimiento de un nuevo estilo decorativo: “le goût Beistegui”. entre nosotros […]. El distinguido diplomático estaba casado con una bella y elegante dama, doña Dolores de Iturbe, perteneciente a conocida familia mejicana. De este matrimonio quedan dos hijos, D. Jaime y D. Carlos Beistegui. Se encuentran éstos en Francia, y anteayer se telefoneó a la Embajada de Méjico en París para que pudiera avisarles. Nos asociamos al duelo de la familia doliente”.
París, 1925 Tenía treinta años cuando murió su padre. La embajada mexicana le dio la noticia. Mexique… ese país lejano, prácticamente desconocido para él, el gran Charles, Charly… todo menos Carlos. Porque no importaba lo que dijeran los demás, ni tenía nada que ver el hecho de que sus padres provinieran de ese lugar en guerra perpetua: él había nacido en París, lo cual lo hacía cien por ciento francés y si tenía algo que ver con México era porque, en las minas de plata de aquel país, se encontraba el origen 122 — LIFE & STYLE Septiembre 2011
mento, y el pintor español Salvador Dalí, a quien comisionó el diseño de una impactante terraza con vista al Arco del Triunfo. Cuando su obra estuvo terminada, comenzó a hablarse del nacimiento de un nuevo estilo decorativo: “le goût Beistegui”, le llamaban; híbrido entre el barroco y el rococó que mezclaba periodos, colores y materiales discordantes, sólo posibles de combinar por alguien con un gusto excepcional. Pero no todo era la estética. Charles era dueño de un gran instinto para relacionarse con personas clave y, cuando más interés tuvo en explotar sus capacidades como interiorista, no compitió –por el contrario– se alió con dos grandes diseñadores: Georges Geffroy y el cubano Emilio Terry. Sobre el primero, una impresión del diseñador de modas Hubert de Givenchy fue publicada en Architectural Digest: “Era un personaje como de otra era, perteneciente a una raza de diseñadores que ya está extinta”. Terry, por su parte, tenía más experiencia en el
1 Charles de Beistegui en el Palazzo Labia, un día antes de la fiesta del siglo. 2 Al menos treinta disfraces del baile fueron diseñados por Pierre Cardin.
mundo del arte y era buen amigo de Dalí. Juntos, fueron una triada perfecta: diseñaron suites del hotel Waldorf Astoria de Nueva York, salones del Ministerio de Relaciones Exteriores de Madrid y la biblioteca de la embajada británica en París. En 1938, buscando una nueva aventura estética que estuviera “a su altura”, Charles compró un castillo, el Château de Groussay, ubicado a un par de horas de París en la comunidad de Montfort-l’Amaury. Entre las pertenencias que lo acompañaron en la mudanza, estaba un viejo baúl. Si lo necesitaba o no, no lo sabemos. Puede que lo haya conservado por lo evidente: es –como hasta ahora son todos los baúles Louis Vuitton– una pieza única de diseño personalizado, hecha a mano con las mejores materias primas. O quizá –pero también es teoría– su apego a este objeto respondió a un arranque de sentimentalismo: deshacerse del inseparable compañero de viaje de su padre, hubiera sido un acto de completa desconsideración.
Palazzo Labia, Venecia, 3 DE septiembre de 1951 Esa noche, Charles de Beistegui ofreció en su palacio junto al Gran Canal de Venecia, la que sigue siendo recordada como la mejor fiesta del siglo XX. La lista de 1,500 invitados al gran baile de disfraces al que convocó, es deslumbrante: Christian Dior, Salvador Dalí, Orson Welles, el barón Alexis de Redé, Lady Diana Cooper, Daisy Felowes –entonces editora de Harper’s Bazaar–, Nina Ricci, Pierre Cardin y Peggy
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Guggenheim, entre otros personajes de la alta sociedad europea, estuvieron presentes. Todos caracterizados con trajes de inspiración oriental, justo como exigía la invitación. A la entrada, Charles –vestido como un caballero del siglo XVIII, con gran peluca de bucles y zapatos de tacón– recibía a sus amistades desde una escalinata que le permitía ver con detalle todos los vestuarios. Era como ver pasar, hechos persona, a cada uno de los sellos que adornaban el baúl de su padre: emperadores chinos, reinas egipcias, sultanes árabes… El fotógrafo Cecil Beaton publicó las imágenes de la gran fiesta en la revista Vogue, lo que, en opinión del sobrino del anfitrión, “fue el inicio de las grandes coberturas mediáticas”.
Pero, a pesar de todo, Charles era un tipo solitario. En el reportaje “All that Glittered” realizado por Dominick Dunne para Vanity Fair, queda al descubierto que su talento para las relaciones públicas era inversamente proporcional a su capacidad para crear lazos personales. Le gustaba verse radiante y ofrecer grandes fiestas, pero, a decir de muchos, en el fondo era un hombre antisocial y mezquino. La princesa de Polignac, quien fue parte de su círculo más cercano, llegó a decir que “él no era una buena persona. Le gustaba lastimar a la gente. No era un gran caballero. Lo intentaba, pero no lo era. Era demasiado esnob. Ni siquiera quería a su sobrino, aunque le heredó todo”. El socialité brasileño Nelson Seabra, a quien Charles no
le dirigió la palabra en cinco años por no haber asistido a su fiesta de Venecia, opinó que, sobre su origen, “(Carlos) siempre pretendía ser más español que mexicano. También le gustaba decir que tenía muchas amantes y hacer que la gente creyera que tenía aventuras con damas importantes”, aunque sus preferencias sexuales siempre fueron un tema polémico entre sus conocidos.
Château de Groussay, 1970
El baúl de los de Béistegui forma parte de la Colección Louis Vuitton, recopilada en el libro 100 Legendary Trunks, editado en 2010.
Sabía que se estaba muriendo. No por nada le ofreció su hogar como locación. Es más, casi lo obligó a usar el castillo como único set. Al productor Marc Allégret no le quedó más opción que aceptar (era, de cualquier manera, una propuesta extraordinaria) y, junto a su hermano Yves, filmó la cinta Le Bal du comte d’Orgel en los jardines del château. Por supuesto, la ayuda de Charles no había sido un asunto desinteresado. Lo que quería lograr a través de la película no era apoyar la carrera de un par de cineastas, sino dejar un testigo visual y vívido de la perfección decorativa que había alcanzado su castillo: se ven los jardines al estilo anglo chino del siglo XVIII llenos de caprichos, como una inmensa carpa tártara, un cuarto tapizado de azulejos, una pagoda rodeada de una laguna artificial, puentes, columnas, laberintos… eso sin mencionar las habitaciones interiores, su teatro, que imitaba a la Ópera Margravine de Bayreuth, y –recordada como una joya- la biblioteca que su amigo Cecil Beaton usó como inspiración para desarrollar una de las locaciones de la cinta My Fair Lady, protagonizada por Audrey Hepburn en 1964.
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De esta manera, mientras un drama era filmado en los jardines que habían protagonizado tantas fiestas, el septuagenario Carlos de Beistegui moría solo en su habitación.
Nunca se casó y, aunque se rumoraba que era padre de una duquesa, murió sin dejar testamento. Las propiedades fueron otorgadas a su hermano, quien cedió a su hijo Juan “Johnny” de Beistegui, el deslumbrante Château de Groussay. Johnny vivió ahí durante treinta años. Esclavo de su propia casa, cuidó el castillo como si se tratara de un museo (que ahora es patrimonio cultural de Francia y está abierto al público). Venderlo en 1999, y todo su contenido, lo llenó de euforia.
Asnières-sur-Seine, 2011 Luego de ser parte de las exposiciones Voyage en capitale y Voyage en Beijing –en Francia y China, respectivamente–, organizadas por la casa Louis Vuitton, el Mail Trunk que acompañó las travesías de la familia de Beistegui, es resguardado en el museo del taller de Asnières donde lo elaboraron hace más de cien años. Recorrió el mundo. Estuvo en Camboya, Delhi, Londres, Toronto, Hong Kong y Shanghai. Sus paredes son el álbum de viajes que atestigua el máximo nivel de hedonismo que alcanzó la aristocracia mexicana del Porfiriato. Después de poco más de un siglo y tres cambios de propietario, regresó a su punto de partida gracias a la subasta. Habrá quien piense lo contrario, pero la verdad es que viajar no sólo es irse: viajar también se trata de volver.