Mono

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NÚMERO UNO

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MONO MARZO – ABRIL 2015

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DIRECTORIO Consejo Editorial:

Dulce Fernanda Alcalá Lomelí Valentina Guadalupe Macías Preza Diana Andrea Sánchez Rivera Karla Sánchez González Miriam Joselyn Silva Zamora Diana Isabel Torres Goñi Enrique Urbina Jiménez Emilio Arjuna Valencia Ochoa Emma Patricia Vargas Carmona

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EDITORIAL Mono: del griego μόνος = único, solo. Así pretende ser esta revista, única, unificadora.

Empieza Mono gracias a ustedes. A todos. A los que mandaron sus textos, a los que fueron y no seleccionados (gracias a todos los que nos enviaron un trabajo, agradecemos su esfuerzo y los invitamos a seguir participando en los próximos números). Gracias a ustedes, lectores.

Empieza esta revista, sobre todo, gracias a los alumnos. Porque esta es una revista de alumnos; hecha por y para gente que está estudiando una carrera universitaria, no importa de qué sede o área. Empieza Mono para crear comunidad entre estudiantes del mundo, aquí encontrarán trabajos hechos tanto en México como en Argentina. Ése es el alcance que queremos (y esperamos que continúe) en Mono.

Empieza Mono para convertirse en un aprendizaje. Uno de nosotros, los editores, y ustedes, lectores y artistas. Empezamos y estamos contentos de hacerlo.

Esta revista también nace de una comunidad más pequeña, pero que representa a una más grande: de la Sociedad de Alumnos de Literatura Latinoamericana de la Universidad Iberoamericana. Y lo que queremos en la Sociedad es crear espacios 5


fraternos de diálogo. Queremos que las Letras conversen con otras disciplinas. Por eso, en ésta y las demás ediciones de la revista, encontrarán todo tipo de trabajos artísticos. En las siguientes páginas encontrarán fotografías, poemas, cuentos, ensayos. Todos caben.

Gracias, de nuevo, a todos los que participaron en la convocatoria. En el equipo editorial decidimos que la ilustración/fotografía que más nos guste (cosa totalmente subjetiva) será la portada de la edición del momento, pero eso no demerita la calidad de las demás que sean incluidas aquí. No. La selección para esta portada, como será siempre, fue difícil.

De parte de la Sociedad, esperamos que disfruten de este primer número, nosotros aún lo hacemos.

Bienvenidos a Mono. Enrique Urbina Editor

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Índice DESCANSO MARINO

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ESTO NO ES UN ANTIFESTÍN

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HORNS

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PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS

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RAYA AZUL, RAYA AMARILLA, RAYA NEGRA, RAYA PÚRPURA DE JUGO DE UVA

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EISOTROPOFOBIA (EN BÚSQUEDA DE ÉL)

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EXTRAVAGANCIA GATUNA

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ALASKA

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KISHO –DUEÑO DE SU MENTE-

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LIEBESLIED

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MANEJATE

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SIN TÍTULO 1 Y 2

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BODEGAS ALATORRE

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LA ANTESALA

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TIERRA DE INDIOS

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DESCANSO MARINO por Luciana Jazm铆n Coronado nuestra cama se hunde en el mar la profundidad es clara soltamos burbujas y capelinas los torsos con minutero casi asentados en los relieves de la ruina

De La insolaci贸n. Viajero Insomne Editora.

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ESTO NO ES UN ANTIFESTÍN por Quinta y Catalina Descotte

Había garrafones de vómito para los invitados. Una mujer de un pomposo vestido blanco, con dos pequeños bordes en la frente, se ponía lápiz labial; al momento que retiraba el pus de sus labios, reía a carcajadas y en cada una, lanzaba brotes de sangre que manchaban la camisa blanca del hombre flaco, flaco, que estaba frente a ella. Un hombre feliz que se desinhibía bebiendo del garrafón, consumiendo felicidad líquida -¿era chapopote?- con los demás invitados extasiados, inyectando cáncer a su ser. Había alrededor de unos treintaicinco enfiestados, y eso sólo contando a los completos, muchos otros estaban mutilados y a varios se les caían algunas partes de su cuerpo por la gangrena que no había sido tratada a tiempo. Bailaban mientras sus brazos se desprendían; no me había dado cuenta de que unos leprosos se besaban y, en ese beso apasionado, sus labios caían, se deshacían y se fusionaban sintiendo cómo su carne (o lo que quedaba de ella) se convertía en una sola. Era vida… Y dentro de esa vida estaba el hedor del cirroso que llevaba cinco días seguidos bebiendo, no tenía pantalones -¿los habría perdido en otra fiesta?- y sus piernas estaban pegajosas por la orina, se veía como en cada paso, la piel de su entrepierna batallaba para separarse… En esa vida en la que la metástasis había perforado varias veces la garganta de la adicta que, en aquel momento de aparente decadencia, envuelta por un disfraz de fiesta, disfrutaba hacer trucos con el humo del cigarro que

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salía de sus tres resecos y arrugados orificios. La vi llorar de felicidad mientras recordaba sus inicios en el vicio que la había traído hasta ahí. Sus lágrimas caían en la copa donde se alcanzaban a ver los colores de la bilis mezclada con alimento procesado y putrefacto. En la esquina más oscura de aquel lugar con esquinas redondas, se alcanzaba a ver a la misma pareja que se desintegraba a besos, ahora ella rasguñaba la espalda de él, llena de acné y le quitaba con tanta facilidad la piel, como si estuviera quitándole una ropa floja. El hombre flaco, flaco, los miraba; se perturbaba mientras su mirada parecía más y más penetrante, se encontraba excitado. Necesitaba ir a besar a su mujer con mayor pasión que ellos –sentir más; ella siempre le haría sentir más, lo convertiría en vampiro-. Sí, esa de vestido blanco que pareciera que expulsaba fuego, esa que con besarla se traspasaba hasta lo más honesto de su ser: su sangre. Piel abierta, desechos humanos, humanos deshechos, pero viviendo… Era yo quien me había quedado todo el tiempo parado debajo del marco de la puerta, inmóvil, como si me faltara todo, y ellos moviéndose como si nada.

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HORNS por AgustĂ­n Paredes Rojas

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PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS por Jimena German Blanco

“No salga de vuestra boca ninguna palabra mala, sino sólo la que sea buena para edificación, según la necesidad del momento, para que imparta gracia a los que escuchan.” Efesios 4:29 “Grosería: estandarte del territorio libre, autónomo y catártico de nosotros los prófugos de las buenas maneras absurdas, del eso no se dice, de la tía regañona, del colegio de monjas, de la maestra pellizcona, del papá autoritario, de la madre cabrona. Por ejemplo: pinches, pendejos, putos, culeros todos ellos.” Delia Murillo

Puto el que lo lea se lee con letras chuecas sobre el respaldo del asiento de enfrente. ¡Recórranse al fondo!, grita el chofer a los pasajeros y frena de madrazo afuera de las oficinas de Servicio de Administración Tributaria. Ahora sí se cogieron al Enrique: ya lo mandaron a la verga, dice a su acompañante uno a los hombres que acaban de subir al camión. No mames, ¿ahora qué hizo el pendejo? Se quiso poner al pedo y que lo despiden, güey. El chofer lleva prisa: acelera a escasos metros del semáforo al ver la luz amarilla prendida. Se pasa el alto y casi chocamos con un Jeep verde y viejo. ¡Chinga tu madre, pendejo!, le grita el conductor. Pobre cabrón, continúan. ¿Te chingas unas chelas conmigo, o qué? Nel güey, mi vieja ya me habló, anda emputada. No seas marica, nomás una. Nel, al chile me pasé de culero el día del fut que llegué bien pedo y era su cumpleaños, güey. Pinche ojete, me la debes

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entonces. Simón, el viernes a huevo vamos. El siguiente alto sí lo respeta: aprovecha para chiflarle al taquero de la esquina. ¡Échame dos árabes con salsa! ¿Dos con chile?, le responde riendo. De setecientas venas, puto. Se ríe aún más y le cobra antes de que cambie de luz el semáforo. Doscientos varos. Huevos, cabrón, dice entregándole un billete de cincuenta. Los coches comienzan a tocar el claxon: la luz ya es verde y el chofer aún no tiene sus dos con salsa. ¡Apúrale, pendejo!, le grita al taquero. Más mentadas de madre hasta que se los entregan y comienza a avanzar. Suena mi teléfono. Ya voy para allá, es que pinche tráfico está de la mierda. Una mujer me voltea a ver con asombro, casi con miedo. Cuelgo y: tan bonita y tan pelada, susurra la mujer a su esposo. Me levanto y avanzo abriendo camino hacia el fondo para pedir la parada. Hazte a un lado, cabrón, dice un joven a otro para que yo pueda bajar. Ya sobre la banqueta leo en la pared de una casa: “Plomero chingón aquí. Toque el timbre”.

Las groserías, el sexo y tu madre Gran parte del acervo lingüístico “vulgar” del mexicano está asociado a dos cosas: el sexo (acto sexual, preferencia sexual, genitales, sexoservidoras, etc.) y nuestra madre. En México sólo en clases de anatomía, sexualidad y/o asuntos de salud se les llama a los genitales masculinos por su nombre real; en vez de eso existen: bolas, huevos, riata, chile, pistola, macana, manguera, pito o verga. Lo mismo respecto a la mujer: chichis, coño, tetas; o al acto, preferencia, tipo o nivel de actividad sexual: coger, chingar, poner, echar pata, joder, mamar, mamada, no mames, paja, chaqueta,

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wawis, joto, marica, muerdealmohadas, soplanucas, calientahuevos, puto, puta, perra, piruja, wilo, zorra. En cuanto a la madre, en México insultarla es tan común como ofensivo: hijo de puta, hijo de la chingada, y cualquiera de los verbos joder, coger y por supuesto chingar seguidos de “a tu madre”. También existen las variantes que no se refieren a tener relaciones sexuales con tu progenitora pero que siguen incluyéndola: estar hasta la madre/de a madres/de puta madre, qué poca madre, a toda madre o simplemente no tener madre. Los resultados de una encuesta aplicada únicamente a mexicanos mayores de edad (Consulta Mitofsky, 2009) afirmaban que más de 1,350 millones de groserías al día son utilizadas por mexicanos, siendo el norte del país donde más predomina su uso y los hombres jóvenes (entre 18 y 30 años) quienes más las dicen. Además los “malhablantes” procuran pronunciar menos groserías estando frente a familiares mayores o jefes de trabajo.

A la chingada las clases sociales El estudio El mexicano y las groserías de Consulta Mitofsky (2009) indica que los ciudadanos de un nivel socio-económico alto confesaron decir menos groserías que los estratos más bajos, aunque el número de groserías usadas al día por los honestos bien posicionados económicamente es superior al del resto de los encuestados. Esto nos topa con un sector reprimido con la idea de “no hablar como albañil” bien metida en la cabeza.

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Aunque en todos los sectores sociales se utilizan las palabras bautizadas como “malas”, algunas generaciones y sectores siguen asociando su uso con el nivel de “educación” o “cultura” (aunque resulta mucho más pertinente asociarlo al nivel de “alienación”) porque “la palabra, más que el vestir, denota nuestra educación. (…) Desde el momento que abre la boca un desconocido, comprendemos si se es un jayán disfrazado de caballero, o si es una persona correcta, refinada, o un ente vulgar”(Carreño, 1852). Por supuesto, se escucha peor que una mujer hable con groserías, dicen algunos. Y con ello coincide Carreño: “La mujer tendrá por seguro guía que las reglas de urbanidad adquieren respeto de su sexo mayor grado de severidad que cuando se aplican a los hombres; y en imitación de los que poseen una buena educación, sólo deberá fijarse en aquellas de sus acciones y palabras que se ajusten a la extrema delicadeza y demás circunstancias que le son peculiares (…) Pero es conveniente que entienda la mujer, sobre todo la mujer joven, que la dulzura de la voz en ella es un atractivo mayor que en el hombre y de mucha más importancia que en aquél; que la mujer que grita desmerece demasiado a los ojos de propios y extraños” (Carreño, 1852). Claro está que muchos hoy en día leemos el Manual de Carreño únicamente como texto satírico, pero increíblemente, a pesar de haber transcurrido poco más de siglo y medio desde su creación, sus “normas” aún son seguidas casi al pie de la letra por muchos, a quienes les resulta alarmante ver a juniors “haciendo huevos” y escuchar a niñas bien (whatever it means) mentando madres.

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Sin duda hay quienes no pasan del güey y otros que viven mandando a la verga a todo el mundo, pero desde arriba o desde abajo, en mayor o menor medida, las groserías hoy en día son parte de nuestro lenguaje cotidiano, y quien admita lo contrario muchos lo consideraríamos un hipócrita. Además es innegable que el uso de las groserías “se extiende para más funciones que las simplemente peyorativas (…) Quizás esto se deba a un relajamiento lingüístico-moral” (Meza, 2014) de la sociedad.

Palabras ¿malas? Para los latinoamericanos las groserías son elementos casi naturales del lenguaje y resulta inevitable adoptarlas en nuestras expresiones, aún más cuando el menú tan variado de significados y usos se presenta tan seductor como en el caso de las leperadas mexicanas. Recuerdo bien la vez que a Ines, una joven de intercambio finlandesa – víctima de dicha seducción como todo extranjero inmerso en nuestra cultura– le sorprendió que en las bodas dieran tantos “regalos” (recuerditos): “qué raro que nos dieron tantas chingaderitas”, dijo frente a una cantidad considerable de adultos ya mayores que se sorprendieron sin el mínimo asomo de gracia al escucharla. Se ha creado un discurso saturado de juicios y connotaciones morales alrededor del origen, el significado o el campo semántico de ciertas palabras sin tomar en cuenta que por sí solas no son más que eso: palabras. “Ya sean blasfemia o lenguaje divino, las llamadas ‘malas palabras’ constituyen un campo ampliamente marginado, más existente, del lenguaje humano” (Meza, 2014). A excepción de su uso dedicado a ofensas e insultos, las groserías son la ampliación y diversidad de nuestro idioma (por

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cierto, auténtica invención lingüística y peculiar manifestación cultural del mexicano). Somos tan creativos para expresarnos de manera oral como lo es la diversidad gastronómica del país, y una muestra de ello es nuestro ingenio para el doble sentido, la ironía, el sarcasmo o el albur. Dado que “el lenguaje es pasión y poesía pero también herramienta” (Murillo, 2013), no se le puede limitar o condenar a un artista por usar esta nota o la otra, este color o aquél, un movimiento u otro. En el caso del lenguaje –hablado y escrito– las “malas palabras” llegan a resultar más bien irresistibles por poseer la capacidad de adornar tanto como la de ofender, puesto que no es requisito la elegancia para hacer poesía ni las groserías para el insulto. Como dijo Sabines, en efecto se puede ser grosero con “puras palabras limpias, preciosas, escogidas”. Habría que tomar en cuenta su definición de “grosería” únicamente como una “actitud mental”, como la inexistencia de “palabras ‘groseras’, así, entrecomilladas”. No las hay, dice. Ni groseras, ni dulces, ni agrias; “las palabras simple y sencillamente están ahí, de eso estoy convencidísimo” (Sabines, 1956): estamos.

Referencias 1. Sabines, Jaime. “Sabines: las groserías no son malas palabras”. Paulina Jiménez Trejo. Algarabía. Nov. 2014: 32-36. Impreso. 2. Murillo, Delia. “Palabrotas y groserías”. Sin embargo. 24 ago. 2013. Web. 06 dic. 2014 <http://www.sinembargo.mx/opinion/24-08-2013/16918> 3. Meza, Aurelio. “Malas palabras”. Punto en línea. Nov. 2014. Web. 08 dic. 2014

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<http://www.puntoenlinea.unam.mx/index.php?option=com_content&task= view &id=220&Itemid=1> 4. Carreño, Manuel Antonio. Manual de Carreño. Chile: Zig-Zag, 2009. Impreso. 5. Mitofsky, Consulta. “El mexicano y las groserías”. Consulta Mitofsky. Jul. 2009. Web. 08 dic. 2014 < http://consulta.mx/web/images/MexicoOpina/2009/20090720_MalasPalabra s. pdf>

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RAYA AZUL, RAYA AMARILLA, RAYA NEGRA, RAYA PÚRPURA DE JUGO DE UVA por El Arlequín Silente

De niño, incluso antes de saber qué lado era el izquierdo y cuál el derecho, mi madre me asignaba la pila de calcetas limpias de toda la familia para que cuidadosamente seleccionara los pares iguales y los uniera en un rollito, que ordenaba uno tras otro hasta formar un colorido gusano de telas de algodón y lana. Al principio me gustaba, era una tarea emocionante y con agrado dedicaba el rato a la legendaria misión: comenzaba por los blancos -los más aburridos- para después saborear lentamente con mis ojos los rombos, rayas y puntitos del resto del montón. Fui creciendo con esto como la opción más divertida de ayudar en casa, sumergiendo mis manos en el caos para prender entre mis dedos el hilo que llevaría al orden. Todo iba muy bien hasta que el verde pálido, las rayas negras y los rombos tintos comenzaron a aburrirme. Siempre eran los mismos colores pálidos, apagados, sin chiste. Estos últimos eran los de mi papá y los míos, blancos por mandato escolar. Y entonces me rebelé; no más doblar calcetas. Mis ojos las evitaban y mis manos las repudiaban, más aún, los días de largas caminatas hasta mi nariz los resentía. No entiendo cómo la gente gusta de vestir en sus calcetas el mismo color que sus pantalones, o peor: que esos colores sólo recuerden a las consecuencias de un malestar estomacal. Tal vez por eso tengan tan mala cara -unos de acongojo, otros de

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enojo- si su primer y más prolongado contacto con el mundo está teñido de gris. Tal vez ellos también tuvieron que apilar las calcetas cuando niños y sus ojos se secaron por la pelusa, que ahora de adultos no tienen otra opción para vestir. Hace algunos años huyendo de las consecuencias de mi niñez convencí a una señora que tejiera calcetas para mí, usando hilos tan coloridos como las frutas: amarillo mango, verde limón, naranja melocotón, rojo granada, azul… azul… mora azul. Y así líneas, rombos y puntos se tiñeron de los colores más bellos que la Tierra ha dado y yo, los podía vestir. Pocos entienden esta fascinación y aun la encuentran extraña, pero yo no los entiendo a ellos. Una vez con toda la pena terminé una relación porque al abrir el obsequio navideño lo que encontré fue un par de desagradables calcetas marrones, lisas. No lo entendió, pero para mí estaba clarísimo. Observo a la gente, más bien observo su andar con la esperanza de que se asome un tejido brillante por encima del calzado. Me siento en parques a esperar mientras el día se va en miles de pasos –rápidos, rectos, sonoros, punzantes, y puntiagudos- de las monótonas vidas de aquellos que no besan la tierra a cada paso, acariciándola con sus propios colores, sino la aplastan con un martillo de desdicha y ausencia. Un día de verano al salir de un cine estudiantil me pareció ver un guiño en el suelo. Estaba seguro de ello, sí, eran líneas rojas y púrpuras sobre un fondo amarillo. Pero fue tan fugaz que cuando levanté la mirada para ver al portador, ya no había nadie, ni nada. Así que decidí cambiar las bancas del parque por el suelo pegajoso del vestíbulo del cine, lleno de caramelo y palomitas de maíz embarradas. Y ahí esperando, un día lo volví a ver: líneas se sucedían en una cascada agridulce invitando

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a mis ojos a bailar. Pero cuando éstos se decidieron a hacerlo, la cascada se había cortado ya, dejando un charco de imágenes difusas en mi cabeza. Cada miércoles a las seis me sentaba en el suelo a esperar el desfile del día, coronado por los patrones más exquisitos de color que se pueden imaginar; un soplo directo al cuello, que estremece y hace danzar cada vello. Pero nunca por más de tres segundos, pues mis temblorosas piernas nunca respondieron al impulso de seguir al individuo de pies ligeros. Cuando finalmente reaccionaban, al seguir su rastro -huellas de pintura- tomaba el mismo camino a mi departamento. Llegó el invierno y las bermudas se convirtieron en pantalones largos y entonces sí, creí que nunca más vería a aquél que hacía temblar la tierra con su ritmo constante de colores danzantes. El desfile perdió su sentido, a las palomitas les echaron más mantequilla, el conserje se enfermó, el cine se convirtió en un museo de abrigos y yo dejé de asistir, con la esperanza más muerta que el inerte marrón de los calcetines que una vez me regalaron. El tiempo pasó y en los árboles aparecieron pequeños botones verdes. Volví al cine, esta vez para observar la última función del festival de cine alemán, un jueves brumoso. Salí de la sala, después de ciento veintisiete minutos de dolorosos personajes en calcetas grises y verdes pálidos. Pero al doblar una esquina un guiño, un grito más bien, me mostró al fondo un trozo de tela con rayas azules, rayas amarillas, rayas negras y rayas púrpuras de jugo de uva. Esta vez mis piernas respondieron y se aproximaron en desesperada carrera. La tierra temblaba –o tal vez mis piernasaunque el de pies ligeros no lo hacía. Cuando me di cuenta del eco de mis pasos, tomé

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más fuerza para detenerme frente a él. Cuando nuestras miradas se cruzaron tomé el costado de mi pantalón y tirando hacia arriba, dejé al descubierto el algodón teñido, tejido de vida, mientras una enorme sonrisa se estrellaba en mi rostro.

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EISOTROPOFOBIA (EN BÚSQUEDA DE ÉL) por Alejandra Juárez González

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EXTRAVAGANCIA GATUNA por Nasheli Rivera Durán

Abro la puerta. Dejo mis cosas sobre la mesa. Volteo hacia la sala. Veo al gato, no tiene patas. El felino estaba echado en uno de los sillones, justo del otro lado de la habitación. Me quedo en el mismo lugar, no me muevo, solo repaso con la mirada el espacio, mis ojos son como detectores, en pocos minutos recorro y reviso el cuarto completo, sin moverme de donde estoy parada. No hay nada. No hay patas. El gato voltea a verme, y con un movimiento sutil me invita a sentarme a su lado. Maúlla y se relame, pero yo no me muevo. Hay algo en él que me asusta, prefiero guardar mi distancia. Le doy la espalda e intento ignorar todo lo ocurrido, hacer como si nada hubiera pasado. A mis pies les cuesta retomar su ritmo cotidiano, pero lo logran. Llego a la mesa, tomo mi bolso y me siento un poco aliviada, me es inevitable soltar un suspiro de descanso y ya más relajada, abro el bolso y comienzo a sacar mis cosas; cosméticos, plumas, y por fin encuentro mi celular, quizá no lo estaba buscando conscientemente, pero me siento estupenda de haberlo hallado. Detrás de mi espalda, lo que menos quería oír, un maullido. Aprieto el aparato que tengo entre mis manos, aquel que minutos antes me había hecho sentir segura. Volteo la cabeza, ninguna otra extremidad, estiro tanto el cuello que siento un pequeño jalón, no le pongo atención porque justo en este preciso instante mis ojos hacen contacto con los ojos del felino. El gato se vuelve a relamer. Me clava la mirada, maúlla y mueve ambas orejas hacia atrás. -Yo no las tengo- le digo para que me deje

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en paz. Un ¡Lárgate!, sale de mi boca mientras mi mano expresa la misma idea. Ni el gato, ni mi cabeza se mueven. No lo quiero ayudar. No quiero saber nada de un gato al que le faltan las patas, aparte no las quiero buscar, sin embargo alguien me traiciona, mi estómago empieza a retorcerse, experimenta una especie de vacío; empatía hacia el gato. No me sorprende de él, ese órgano mío siempre ha sido muy débil, pero desgraciadamente su molestia llega hasta mi cerebro, y este subdesarrollado y sensible órgano recuerda como ayer aquel animal se paseaba entre nuestras piernas, como ronroneaba mientras nos acurrucábamos. ¡Bah! ¡Vaya sentimentalismo el mío! En contra de mi voluntad mi cuerpo corre a buscar las cuatro y peludas patas del gato. Hallo una en la estufa, otra debajo de mi almohada, la delantera derecha entre las rosas y la delantera izquierda a lado de mi cepillo de dientes. Tomo aguja e hilo y por enésima vez coso las patas al torso del gato. Cuando me dijeron que tenía problemas este animal, jamás imagine que fueran de esta índole.

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ALASKA por Andrés Arce González

Tengo un tío que vive en Alaska Y una ventana que se estrella Con el muro de un enorme hospital Con paredes gruesas para aislar el llanto Y el perfume que dejan los muertos

En la noche arrojo mis canciones Rotos balbuceos de humo Al callejón plagado de cristales Donde un astro negro duerme Sobre los restos de un sillón abandonado

Las sirenas también cantan a lo lejos Mas sus voces sólo atraen a los borrachos Que caminan sonámbulos a cualquier sitio Donde las luces puedan ir a devorarlos

A veces miro desde la azotea Las ventanas de otros cuartos, de otras vidas

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Imagino el deambular de sus habitantes El ritmo de sus pensamientos Me pregunto si habrá alguno Cuyos ojos se crucen invisiblemente con los míos Luego bajo y miro el muro, el otro muro Los muros impregnados de mi existencia Y de tantos otros anonimatos Quizá algún día alguien más los mire E imagine mis posibles vidas Me imagine recordando el malecón distante Y los ojos de una mujer en el aeropuerto Charles De Gaulle

Desde otra tierra llegan los cantos de las sirenas Y el rostro borroso de un tío Que hace veinte años se fue a Alaska

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Kisho, dueテアo de su mente,

KISHO -DUEテ前 DE SU MENTEpor Jorge Eduarto Tort Oviedo 28


LIEBESLIED por Francisco Javier Torres Sánchez

1. (Ejercicio de Solfeo) a Regina

2. (Metáfora Sobre la Distancia Emocional Reflejada en Aguas Turbias)

parecido a un espejismo, remolinea tu rostro fluvial

3. (Clepsidra)

Hace frío afuera y hace frío adentro, a pesar de las alfombras

y del radiador viejo, 29


hace frío adentro y afuera del departamento.

Se ha ido el vera(no volverá) a alguna otra par(te estaré esperando), lejos, lejos...

Qué tan lejos es(tálamo marchito) mi hogar, mi ca(savia nívea) qué tanto...

Otro año se marcha desfilando por la avenida, como una sombra

ante el crepúsculo, cuando la luna alumbra se marcha otro año.

Vuelve, tiempo, no pue(dónde estará) seguir avanzan(dónde quedó), atravesándo(te fuiste).

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MANEJATE por Matías Carnevale

Yo soy el Rey del Auto. El Auto es mi arma. Voy delante de todos. No tendrás otros dioses. Ojo, que estoy pasando. Lawrence Ferlinghetti, “Ocho personas en un campo de golf y un ave de libertad pasando por encima”

Todos tenemos cierta experiencia de lo que son las rutas y calles desde la perspectiva de estar conduciendo un auto o al menos ir como acompañantes. Es tan linda esa sensación de libertad, de control, que uno tiene al ir al volante—sensación potenciada por años y años de publicidades que insisten en resaltar lo bello, útil y necesario que es tener un coche y manejarlo. El asunto es que el discursillo lo tenemos tan incorporado que ya ni nos cuestionamos algunas cosas.

Para comenzar es posible mencionar la identificación total del conductor con el auto, de manera tal que arribamos a una serie de conclusiones respecto de la persona tan sólo al ver qué modelo maneja. Nos ponemos poéticos y escribimos sinécdoques en nuestra mente, “El tipo ese del Fitito es un roñoso”, “Aquel del Be Eme, ¡cuánto éxito el Doctor!” Recuerdo un maravilloso poema de Heathcote Williams, un vanguardista inglés, que especula “si un E.T. observara al planeta desde una altura de

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unos cientos de metros/ podría perdonársele que piense / que los autos son la forma dominante de vida, / y que los seres humanos son una especie de fuente de energía ambulante: / inyectada cuando el auto quiere moverse, / y eyectada una vez que se gastan…” Este texto, publicado en 1991, llamado Autogeddon, haciendo referencia a una suerte de apocalipsis automovilístico, continúa analizando las distintas formas en que el auto nos ha cagado la vida; recomiendo con vehemencia su lectura.

También se puede hablar de un egoísmo extraño producido por ir adentro del auto. Hay una realidad afuera que no es la mía, porque uno es incapaz de percibirla. Parabrisas y kilos de chapa mediante, nos aislamos de lo que ocurre alrededor, para que la experiencia de manejar sea tan placentera como las publicidades lo promulgan. Entonces podemos ir a cientocincuenta por hora en una calle y a trescientosochenta por una avenida que no va a pasar nada en nuestra psiquis. La velocidad es subjetiva, después de todo. Si le echo un finito a un ciclista, que se joda por pobre. Si una embarazada va cruzando la calle lentamente, para qué voy a frenar o disminuir la velocidad, que se joda por promiscua, quién la manda a traer pibes a este mundo horrible. La separación de los cuerpos se hace más evidente dentro del automóvil. Una nota de color (oscuro): me viene a la mente una camioneta enorme, la Dodge Ram, que en su radiador tiene un carnero como imagen/isologo. El carnero, como el lector sabrá, tiene en su naturaleza el topetazo. Y la asociación con Satán no está muy alejada. Píntela de negro y ya tiene un vehículo ciertamente diabólico. Pareciera, por otro lado, que existe una jerarquía darwiniana—de sálvese quien pueda—en los caminos. Primero el camión, luego el colectivo, luego la camioneta, 32


luego el auto, luego la moto, luego la bici y en el fondo del pozo el peatón. Si pensara en un libro de humor se llamaría El peatón tiene prioridad y otros chistes, y tal vez su secuela, pensando ya en las leyes de tránsito (que se estudian para obtener el carnet), El auto que viene por la derecha tiene prioridad de paso. La solución ideal para algunos ansiosos sería comprarse un tanque de guerra y pasarlos por encima a todos, a ver si así logran el respeto que esperan. (Por suerte aquí en Argentina todavía no pegó, pero para algunas celebrities yanquis el Humvee, un vehículo militar multipropósito, se ha vuelto el fetiche de la época)

Si ud. nota un tono didáctico aunque áspero en este texto, le advierto que es completamente intencional. Con un total de casi 7.900 muertos por “accidentes” de tránsito en el 2013, alguien debe plantarse. En otra guerra, que al menos fue declarada oficialmente, la de Malvinas, murieron 649 argentinos. Y de eso sí se habla. A veces. Ahora bien, no todo es tan gris topo. Algunos movimientos un tanto utópicos vienen aportando otras miradas al medio de transporte más idolatrado del mundo. Bikes not Cars (Bicis y no autos) y Critical Mass, por ejemplo, (Masa crítica, con sus distintos capítulos alrededor del mundo) de alguna forma representan la última resistencia del hombre contra la máquina. No sé qué deparará el futuro del transporte, si los autos voladores, si la teletransportación, si los medios de transporte masivo (trenes y colectivos) finalmente serán eficaces y baratos y su uso será promovido, o si volveremos al caballo y a caminar, que tampoco estaría tan mal.

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SIN TÍTULO #1 34


SIN TĂ?TULO #2 por Alessandra Acosta Perches

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BODEGAS ALATORRE por Iván Medina Castro

“Si logro creer que sueño”, se decía, “entonces será verdaderamente un ensueño.” Arthur Koestler

A mi hermosa criollita Tania Kei Alatorre

Él decidió pasar la noche afuera, sentía que todo estaba resuelto desde siempre. Atahualpa se desplomó sobre una silla de mimbre y desvaneció su vista en la inmensidad de la plantación. La criollita santiagueña para aliviarlo del frío lo abrigó con un poncho y le colocó a la diestra una botella de pisco. Atahualpa no se inmutó ante la presencia de ella pero sintió que el aroma procedente de su cuerpo entre flores del valle y tierra del cerro se le enredaba en su alma. Atahualpa dio un prolongado trago a la botella y al concluir no pudo evitar las lágrimas. La criollita quería entenderle, animarlo, e iba de un lado para el otro como si semejase una danza cueca. Una clara noche casablanquina alumbraba las barricas de crianza y junto proyectaba la silueta de la criollita como sombra de la madrugada, que igual a un centinela, esperaba el regreso de Atahualpa. De pronto aclaró el día, Atahualpa se incorporó tambaleante y montó con dificultad su alazán. Sin mirarse, trabado a su montura para confrontar su suerte se separaron. Atahualpa bordeó despacio el viñedo y cabalgó a la finca por la ruta del indio entre piedras y riachuelos. Cuando el pago por 36


fin quedó atrás, Atahualpa se apeó y en la cima del valle contempló los cuatro rumbos con una mirada nostálgica.

En la finca ya lo esperaban. El patrón ayudó a desmontar a Atahualpa y después le brindó un trago de vino: fino, limpio y bien estructurado como todos los caldos producidos por la famosa bodega pero éste lo rechazó. -¿Qué te pasa Atahualpa?, ¿tú, triste? Atahualpa, afligido pero con dignidad contestó: -Patrón, han sido interminables los momentos de dicha en la viña pero es única y súbita la desdicha. -¿De qué hablas? -Todo aconteció así -iba diciendo Atahualpa con voz grave y profunda. Me encontró la muerte durante la vendimia y desde entonces tengo el corazón partido: una mitad le teme al destino y al otro le espanta el olvido. - ¡Ah! Patrañas, el patrón soltó una carcajada irreprimible. -Y… ¿qué te dijo? Conforme sucedía la narración, la voz de Atahualpa vibraba con una excitación cada vez más intensa: “Una vez que se vacíe la última cuba de roble correspondiente a tu pago, vendré por ti para degustar el caldo carménére en mi morada” -Entretanto el sudor corría por su faz. -Replicó el patrón sin la menor duda -Eso no Atahualpa. Nada de mártires conmigo, tú eres aquí el mejor aparcero. Conoces la tierra de labranza también como

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yo. Mira, no te apures. Te dejaré a cargo otras barricas, aquellas de la bodega principal. Nadie tocará las concernientes a tu pago, aunque se avinagre el contenido. -¿Qué, no dices nada? Atahualpa se enjuagó el sudor que le bañaba la frente. -Gracias patrón… que Dios lo bendiga y lo tenga en su gloria –Atahualpa se interrumpió y tragó saliva. Al día siguiente, la niebla matinal cubrió el valle y Atahualpa se sintió ligero, igual a las hojas de parra remolinadas por el recio viento de la costa. Atahualpa estaba bien arropado y caliente debajo de la manta, y se creía protegido; por primera vez en mucho tiempo no tenía miedo a su pesadilla; no pudo más que acordarse de los fragmentos aislados de su conversación con la muerte, que había ocupado varios días y varias noches. Pero esa tarde, durante la fiesta de la Candelaria, un navío embarcó trayendo consigo un toro para lidiarse en la plaza y previo a la corrida, mientras los huasos disfrutaban en plena algarabía al ritmo del tambor de cuero, el son mestizo y las damajuanas llenas de chicha. El patrón, infundado de valentía por el clamor popular, se animó a torear, pero ese bravo ejemplar envistió al patrón meneando aquellos cuernos más grandes que él, hasta destriparlo. Atahualpa, comprobó doliente la verdad cuando regresó a su pago y vio la expresión solemne de la criollita esperándole entre los barriles vacíos. La viuda Alatorre, ignorante sobre la promesa del patrón para con él, a la memoria del finado ordenó vaciar todas las cubas de la finca y derramar el caldo por las tierras del campo

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para que se mezclase con el agua descendiente de los Andes. Atahualpa miró a su mujer por un momento, exangüe y apenado por lo que iba a decir. Sin apearse de su alazán, se aproximó a ella. La criollita le puso la mano sobre las de él y por un momento se volvió a sentir seguro. -De nada sirve que corra si el incendio lo llevo a cuestas –Atahualpa aspiró con profundidad el aire. La criollita no respondió, sólo lo ciñó con mayor fuerza pero Atahualpa se libró con una sacudida; giró su corcel con tal poderío que ella vaciló y cayó como un fardo. La criollita lloraba. Atahualpa sintió un dolor tan grande en su pecho como nunca había experimentado, quiso asistirla no obstante tenía que continuar. Sumido en un silencio en el que apenas se oía su sollozo y el canto de apareamiento de las cigarras, Atahualpa apretó su marcha en medio de la emparrada para unirse con su anfitrión.

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LA ANTESALA por Daniel Pacheco Córdova

En la antesala las formas se repiten en sentidos indefinidos. Parado frente al borde del mundo la periferia de lo conocido entre un mar y un cielo que no se distinguen entre sí. Cartas y fotografías disueltas en ácido mítico. La realidad se desvanece en umbrales y una ventana entreabierta. Borra sus fronteras sedosas y devela su ficción desnuda. Su existencia redundante, dependiente del capricho del ojo. La hipocresía es la obligación de actuar en nuestra vida. La dotamos de sentido en el guión; lo acomodamos para que la gran hazaña, el plan magno de un universo egocéntrico, no se desmorone en cada esquina. La coincidencia convertida en destino.

Sólo donde se acaba el mundo se pierde el sentido y la ilusión queda desvanecida. En la infinidad

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donde juegan las imágenes de fantasmas nostálgicos, ahogados por el deseo de vivir su muerte probar otra vez el éxtasis que los mató.

En las nubes esta escrito el amor que nunca deseaste y siempre te quiso la madre que consolabas el padre que te ignoraba. Espejismos crecientes que exceden tu dimensión humana y vuelven al no-sentido transmutados a una pintura monumental ininteligible por su magnitud.

Eres un punto fijo libre de tensión careces de sentido ante la vastedad de lo que admiras. Ya nada importa en el momento donde está el fin de lo cognoscible cuando recuerdas todo lo que te llevo allí. Desilusionado de la libertad, de la poca que hay. Placeres desperdiciados, el olvido de la bruma monumental que contemplas el impulso de repetición. Quieres verla otra vez. Está esperando bajo un puente de hierro. Tan cerca, imperfecta

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no como en tus recuerdos. Cerca para volverla a ignorar, para jugar al placer de la frustración donde ninguno cederá a ser seducido. Pérdidas en laberintos que sólo tienen solución en la espesa bruma que esconde el horizonte. Espectador de tu vida. Reflejos que parecen ajenos. Tu propio sufrimiento a distancia

Un universo fronterizo hermético. El significado irreconciliable de una vida desperdiciada grandes hazañas dedicadas a nadie. El único destino restante es volar. Fuera de la tierra, fuera del marco de lo real hacia las periferias horizontales, donde todos los planos se desdoblan. Entrégate al cielo para llegar al mar. Volar como acto final del placer.

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TIERRA DE INDIOS por Franco Ignacio García de Jesús

Toda la comunidad se puso a lanzar gritos lastimeros, y el pueblo pasó toda la noche llorando. Números 14, 1 Ya nada les queda en esta tierra. Ya nada es como antes. Una tierra que lentamente pierde su esperanza, su vegetación. Una tierra maldita, hostil. Una tierra donde el viento que corre no es más que un cúmulo de voces afligidas, donde el tiempo transcurre exhausto, monótono. – ¡Ya llegaron!, ¡ya llegaron! Nadie ha muerto de sed y hambre, aún. Mientras suden y lloren: beben. Mientras encuentren en los tejados, bajo las piedras o al interior de las cuevas zanates, cuijas, chicoteras, alacranes, tlacuaches y armadillos: comen. – ¡Salgan, hijos de la chingada! – ¡Abran, muertos de hambre! – ¡¿O los sacamos a la fuerza?! Una tierra herida, sin una muestra de cariño. Durante el día son obligados a sembrar amapola y por las noches a cosechar balas, sangre y cadáveres. No tienen derecho a nada, sólo a servir. – ¡Ahora estas tierras son nuestras, cabrones! – ¡De ahora en adelante van a trabajar pa’ nosotros! 43


– ¡Muévanse, pinches huevones! Cada atardecer, el último repique de las campanas de la iglesia les recuerda que están solos, solos, que arañar sueños hiere. Pero… ¿dónde se encuentra el Dios omnipotente y misericordioso? ¿Por qué tan callado, sordo, hermético e inmóvil? ¿Qué pecado pudieron haber cometido estos seres dóciles y sin alma para estar abandonados? Centímetro a centímetro se consumen en las llamas del infortunio. Les arde la carne prieta, la fe blanca. – Cuando llegue nuestra hora, nos echará de nuevo a la vida, pa’ que sigamos penando. Polvo eres y polvo serás. – ¡No se los lleven, por favor!, ¡apenas son unos pilcates! – ¡Cobardes!, ¡desgraciados! Viven detrás de los muros de la oscuridad, aguardan el amanecer. Prohibido huir o levantar la voz. El silencio les lacera la lengua y las palabras. Deambulan de un lado a otro, buscando una respuesta entre las paredes y las puertas perforadas a tiros. – ¡Córtenles las cabezas y los huevos!, pa’ que aprendan quién manda. – ¡Animales! Indio que mata indio, tiene cien años de perdón. Padres sin hijos, hijos sin padres, esposas e hijas violadas una y otra vez. Cuerpos mutilados, quemados, hediondos; condenados a ser mirados con gestos de dolor, de impotencia, de rabia, de resignación. Anhelan la muerte pronta, mas prolongan su agonía. – ¡¿Este es nuestro castigo, Dios mío?!

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– ¡Estamos en las merititas entrañas del infierno! Ya nada les queda en esta tierra. Ya nada es como antes. Una tierra subyugada por la miseria. – No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal…

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