Mónica Mayer Educación artística y feminismo. Entre la educación amorosa y la educación por ósmosis Comienzo con una confesión: soy tan floja que, a lo largo de mi vida, en lugar de tratar de hacer muchas cosas a la vez, o, como quien dice, de trabajar en lo que ahora se denomina como el femenino multitasking, he tratado de que cada cosa que hago sirva para muchos cometidos. Soy fan de la sinergia y me divierte la idea de desdibujar la compartimentación de la vida. Me gustan los procesos que son de ida y vuelta, como la educación, porque he descubierto que la mejor manera de aprender es enseñar. Por eso, desde hace más de treinta años, doy talleres y conferencias de arte feminista. Para mí, estas dos actividades son mi propuesta artística y mi militancia política. En ellas he unido mis grandes pasiones: el arte, el feminismo, la educación y el activismo. En mi caso, el arte feminista siempre ha tenido que ver con la educación, quizás porque empecé a sentir y entender la necesidad del feminismo siendo estudiante en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Ciudad de México, a principios de los años 70, cuando me di cuenta de que las mujeres éramos invisibles: ni se mencionaba a artistas en las clases de historia del arte, ni se nos tomaba en consideración. La mayoría de los maestros nos veía como mujeres antes que como artistas1 y, para colmo, la vida social de la escuela se llevaba a cabo en las cantinas, en las cuales estábamos vetadas por explícitos letreros que decían: “Prohibida la entrada a uniformados, menores, perros y mujeres”. Esto me llevó a seguir mis estudios en el mítico Woman’s Building en Los Ángeles, California. Yo ya había empezado a hacer obras con ideas feministas, por lo que en 1976, al enterarme de que existía una escuela especializada en el tema, no dudé y me inscribí en el primer curso disponible, un taller de dos semanas que incluyó un módulo con Judy Chicago. Ahí me convertí en adicta a la educación de arte feminista; entre otras cosas, porque uno de sus ejes primordiales era trabajar con la experiencia personal de las participantes: lo que sentíamos era tan importante como lo que pensábamos. La experiencia me fue tan reveladora en términos de entender que el sexismo permeaba cada rincón de mi existencia y que el arte no solo no estaba 1. El grupo Tlacuilas y Retrateras realizó una investigación para averiguar si había sexismo en el sistema artístico, la que fue publicada en el vol. IX, nº 33, de la revista FEM, en abril de 1984. Muchas de las respuestas a su encuesta relataban un trato sexista. Las estudiantes decían: “Difícilmente te encuentras un maestro que te tome en serio como alumna”, “...nosotras quedamos en segundo término”. Y los maestros: “Según yo, las trato igual. Lo que pasa es que sí influye el hecho de que sea mujer, o sea, su atractivo como mujer sí influye”. “Hay muchas mujeres, sí, pero a mí se me hace que la mayoría de ellas viene por un esnobismo bien descarado”.
205