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MANOLO QUEJIDO. DISTANCIA SIN MEDIDA

Manuel Borja-Villel

A lo largo de sus más de cinco décadas de trayectoria, Manolo Quejido (Sevilla, 1946) ha reflexionado con infatigable constancia acerca de las intersecciones entre el pintar y el pensar. En este sentido, el trabajo con y sobre la pintura, entendida en toda su amplitud polisémica, ha constituido el principal eje articulador de su obra. Tal vez, como nos indica Isidro Herrera, en un primer momento “él quería solamente pintar”, pero al hacerlo se encontró pintando pensamientos —figurada y literalmente—y de ahí pasó a “pensar en pintura”, utilizando la expresión acuñada por Paul Cézanne. Algo que, por otra parte, no deja de ser una (pre)ocupación que ha compartido con otros muchos artistas, entre ellos, su paisano Diego de Velázquez, referente ineludible a la hora de abordar la obra de Quejido.

La “conexión Velázquez” queda patente de muchas formas en Distancia sin medida, la muestra retrospectiva que le dedica el Museo Reina Sofía. En ella, y en el presente catálogo que la acompaña, se repasa la carrera de Manolo Quejido a través del análisis de aspectos clave y de su producción —sus tempranas reflexiones sobre el problema de la correspondencia en la representación, su indagación sobre los parámetros que acotan una escena de interior, su crítica a lo que él describe como la “maraña de la mediación”, sus ejercicios pictóricos metalingüísticos en torno a la polisemia del propio vocablo “pintura”—, a la vez que se pone de relieve la unidad que hay tras su “deliberado pluri-estilismo en permanente metamorfosis”.

Ese pluri-estilismo está ya presente en sus obras de la década de 1970 cuando, experimentando con diversos medios expresivos como el pop, el expresionismo y la abstracción geométrica, crea las series Siluetas, Secuencias o Deliriums, que ya nos muestran su concepción del quehacer artístico como un proceso de constante búsqueda de (auto)conocimiento, no exento de un cierto componente místico.

Tras esta primera etapa de tanteo, en 1974, coincidiendo con el inicio de sus Cartulinas, Manolo Quejido comienza a contemplar la posibilidad de una vuelta a la pintura, asumiendo su condición expandida pero manteniéndola siempre dentro de parámetros reconocibles. Como nos señala Beatriz Velázquez, comisaria de la exposición, en estas cartulinas, cuyos motivos (objetos, figuras humanas, animales, ideas, lugares) son representados con diversos grados de abstracción y naturalismo, ya empieza a enfatizar la cualidad pensante/lingüística de lo pictórico. La imagen en la que el artista vuelca esta dualidad es la de la flor del pensamiento. En su serie de Pensamientos, iniciada en 1988, Quejido incide en la idea del pintor como herramienta que la pintura usa para materializarse a través de la creación de cuadros que a menudo adoptan una estructura diagramática. En ellos representa a diferentes pintores como flores de pensamiento, incorporando en cada una ellas elementos que aluden a las particularidades estilísticas del autor referenciado, y asignándoles un lugar determinado en relación con las demás, como si la historia de la pintura pudiera quedar estructurada en un sistema de “pensamientos”. Su interés por la estructura diagramática se pone de manifiesto en los numerosos esquemas que elabora sobre su propia obra. Esquemas donde, como nos cuenta Pablo Allepuz, “revisa, relaciona y sistematiza las transformaciones de su producción plástica, otorgándole y otorgándose un lugar concreto en la tradición de la pintura occidental”.

Con los años, en series como La pintura (2002), Nacer pintor (2006) y Los pintores (2015) y su sostenida reflexión sobre el pensamiento y la pintura le lleva a dar una gran centralidad en su trabajo a la indagación en torno a los diferentes pero contiguos sentidos que tienen las nociones de “pintura”/“pintar” y “pintor”.

Manolo Quejido nos confronta así con la indisolubilidad entre el sujeto que pinta, la acción que realiza y el objeto al que dicha acción da lugar, siendo quizás esta “concurrencia inextricable” lo que el artista llama “distancia sin medida”, expresión que da título a esta muestra y que aludiría a la ínfima y, a la vez, inconmensurable separación del pintar respecto a lo pintado, de lo aún no creado respecto de la obra que tomó ya ser y forma.

La motivación de Manolo Quejido para decantarse definitivamente por la pintura a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980 fue su exploración, de inequívoca ascendencia velazqueña, en torno a la sustancia y espacialidad de la pintura, a cómo abordar y desbordar la irrupción (o la ilusión) de lo real en la superficie plana del lienzo.

Quejido revisita el cuadro de Las meninas tanto en su serie de los Reflejos/Espejos, de mediados de los ochenta, como en los Tabiques, que pinta ya en los inicios de los noventa, ejercicios de gran complejidad formal y conceptual sobre la representación de un espacio de interior. Los cuadros de la serie Tabiques son obstinadamente planos, en lo que podemos interpretar como una impugnación de la posibilidad de profundidad que el lienzo de Velázquez postula. Quejido parece querer suspender sus cuadros en la superficialidad de la pintura, explicitar su bidimensionalidad, borrando cualquier efecto de espesor y de ilusión volumétrica. Su reciente interés por la cinta de Moebius —superficie continua que, plegándose sobre sí misma, no tiene más que una cara—, constituye una continuidad de esta investigación sobre la posibilidad de una pintura que, en palabras de Herrera, sea toda “superficie sin profundidad o con un mínimo volumen menguante”.

A mediados de la década de 1990, Manolo Quejido trabaja además en torno a lo que él describe como una crítica a la “mediación generalizada” que rige la vida de los ciudadanos en las sociedades contemporáneas. Son obras en las que, sin abandonar la voluntad de explicitación de la superficialidad de la pintura a la que acabamos de aludir, el artista sevillano se vale de un cierto registro o cualidad de veracidad. Esta crítica a los “encantamientos de la mediación” se articula de formas muy diversas en obras como Sin consumar (19971999), la serie Sin nombre (1997-1998) o los Leaves left [Hojas restantes, 2010-2011], en los que utiliza como soporte papel de periódico, denuncia la función anestesiante y disciplinadora de los medios de comunicación, tratando de convertir su pintura en artilugio que atrape y nos confronte con la esencia insoportable, en tanto que nos habla del fracaso del proyecto civilizatorio, de imágenes y noticias con las que ellos mercadean como si fuera un objeto de consumo más.

Distancia sin medida nos brinda la oportunidad de introducirnos en el poliédrico corpus de maquinaciones que Manolo Quejido ha ido generando a lo largo de su extensa trayectoria. Al examinar retrospectivamente la obra de este artista, la muestra no solo nos permite tomar conciencia de la lucidez y rigor de sus investigaciones plásticas, sino también de su carácter radicalmente crítico, pues nos invita a redefinir los parámetros desde los que pensamos y miramos la pintura y lo que a través de ella se puede (y no se puede) contar y mostrar. Quizás, la clave de su vigencia reside justamente ahí, en su capacidad de hacernos pensar mientras miramos y mirar mientras pensamos.

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