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SIN DISTANCIA DE LO SIN MEDIDA Isidro Herrera

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FIGURACIONES

FIGURACIONES

Pensar en pintura

¿Cómo no? Nuestra reflexión empezará con Las Meninas, cuadro que con seguridad viene de tantas cavilaciones como las que ofrece a quien, expectante, se pone frente a él. Sin olvidar que intentamos pensar junto a QUEJIDO, el QUEJIDO conceptual que traslada sus pensamientos genuinamente pictóricos al campo dilatado de la pintura, dándole lugar y forma al lado pensante de sus pensamientos-pintores.

Informados como estamos de “La conexión V-Q”, de pasada —para comprender—, miramos hacia VELÁZQUEZ con la intención de desentrañarla. A ella vamos. En el acrílico donde esa conexión se nos anuncia (pp. 190-191) no nos cuesta distinguir la simetría e identificar, por un lado —el lado V— una figura azul que atraviesa un plano negro con suelo y techo rojos para acceder a la parte definida por un plano frontal que contiene tres colores (azul, rojo y negro: en el código hexacromático de QUEJIDO, VELÁZQUEZ). A la vez, por el otro lado —el lado Q— sale una figura negra que atraviesa un plano verde con suelo y techo también rojos, mientras que el plano frontal contiene el negro, amarillo y rojo (que con el verde del plano de salida nos da el conjunto cromático que identifica a QUEJIDO). La economía que reina en el cuadro reduce la acción a la simultaneidad del simple entrar de una figura por un extremo (el lado V) y del igualmente simple salir de otra figura por el otro extremo (el lado Q). Hay que añadirle la escueta insinuación de una perspectiva que deja la sensación de cierta profundidad y de, por lo tanto, la existencia de un volumen interior.

Inmediatamente, como animales domésticos, acuden las preguntas: ¿adónde se entra?, ¿de dónde se sale? Eso es un adentro del que no sabemos absolutamente nada a causa del afuera que nos lo oculta anteponiendo su planitud infranqueable. Para salvar esa distancia, recurriremos a una estratagema —insatisfactoria— y crearemos una ficción verosímil que nos ilumine lo que por ahora está perfectamente encerrado y a oscuras. Según nuestra ficción, en ese cuarto o volumen interior hay un cuadro: Las Meninas, el original. No hay luz y apenas lo adivinamos en la sombra. La falta de luz a su vez cancela la luz del interior del cuadro, del que con ella han desaparecido las perspectivas (lineal o aérea), el volumen e incluso el famoso aire que reina en su interior. Igualmente se pierden las señales que indicaban lo que ahí adentro sucedía, así como tampoco es posible identificar a ninguno de los personajes que sabemos que ahí se encuentran. ¿Qué ha quedado de todo ello? Sobre un plano negro y sin relieve, una especie de fosfenos (que por tanto proceden de nuestros ojos), depositados en la superficie del cuadro, adoptan la forma de fantasmas inquietos y juguetones que parecen brincar o agitarse ante dos sombras (blancas) que —dentro del cuadro, como espectadoras— incorporan su afuera. Se cubren con una única sábana azul, plana y convenientemente agujereada para que cada personaje no pierda el poder de mirar al ser mirado, flotando sin drama en lo que parece un teatro de marionetas que ha abierto la puerta de la representación, permitiendo la irrupción de sus títeres.

De modo que el QUEJIDO pintor de “La conexión V-Q” sale del lugar de su experiencia con una versión de Las Meninas en la que muy poco queda del original, excepto la memoria visual de una reinterpretación en donde ahora reconocemos inequívocamente su maniera, contando con la viva conexión que los une: un QUEJIDO en estado VerazQues (pp. 70-72).

Pero no avancemos tan deprisa y volvamos a Las Meninas, al original. Ahí, de muchas maneras, está el propio VELÁZQUEZ mirándonos cada vez que lo miramos, poseedor, quizás, de la respuesta a todos los interrogantes a los que la pintura puede dar lugar. En su cuadro él mismo se presenta grandeur nature, a nuestro tamaño, diciéndonos ante todo no quién es (para eso sirve la firma del autor), sino qué es. ¿Qué es? El pragmatismo filosófico enseña que detrás de esta pregunta no hay otra cosa que un qué hace. Sabemos que sin ninguna duda se trata de un pintor. Es un pintor. En sus dos manos aparecen los dos útiles característicos de los que se vale para la práctica de su oficio: la paleta y el pincel. Ante nosotros tenemos equipado a un artesano, a un trabajador manual. Una sucesión de gestos —lo que ahora llamaríamos su lenguaje corporal— nos indica el no disimulado orgullo que siente al hacer lo que sin disimulada vergüenza hace, es decir, pintar.

Pero también debemos observar que este arrogante trabajador manual, aparte de mostrar sus manos, es portador de un signo distintivo, del único signo expreso que hay en el cuadro: la Cruz de Santiago. Signo de afiliación social (caballero de la Orden de Santiago), concesión de una nobleza que otorga el propio rey, distinción por la que VELÁZQUEZ culmina su carrera, sabemos que ha sido fuente de anécdotas en cuanto a su presencia en el pecho del ropón con que VELÁZQUEZ se viste para formar parte del cuadro y ser reconocido por el espectador. Pero ese signo dice acerca de su portador algo que nos debe interesar infinitamente más. Dice que quien lo lleva no se gana la vida con su trabajo, que este mismo trabajo no consiste en rellenar superficies o decorar paredes y que lo que hace su portador no es una actividad servil —¿cómo sería siervo quien literalmente obra milagros tales como la conversión de las dos dimensiones en un espacio de tres?—; dice por demás que sus manos, a pesar del trato inmediato que tienen con la materia, no se rebajan al hacerlo, sino que se integran necesariamente en una actividad muy superior, de carácter verdaderamente intelectual. Se diría que esas manos no solo pintan sino que ciertamente mientras pintan y en tanto que pintan obran por lo pensado y, a su manera propia, piensan.

Todos los que interpretaron que esta conquista de la pintura como actividad intelectual tenía como resultado la subordinación de la mano al intelecto fundante no cayeron en que en realidad se estaban creando las condiciones para su más que próxima autonomía (es cierto que se necesitaba algo más para conseguirlo: la concepción de su nada y de su nadie del propio pintor imbuido en su obra). Por eso, dejaremos en seguida de creer que la mente del pintor piensa y ordena lo que posteriormente la mano hace obedeciendo. No sucede esto. Solo esas manos, las de VELÁZQUEZ, portadoras de paleta y pincel, pueden realizar la tarea de pintar lo que pintan, dentro de una actividad que ya nadie llamaría simplemente material, sino ciertamente intelectual —o con las palabras del estricto contemporáneo de VELÁZQUEZ que fue Descartes: sería res cogitans—, donde ha de haberse dado una composición indisoluble de mano y mente (materia y espíritu, todo uno, algo que sin duda repugnaría a Descartes, pero no a alguno de sus seguidores) y donde, permaneciendo la mente uniforme, lo que concede el carácter singular del producto de su ejercicio —la pintura— sea la intervención de precisamente esa mano inseparable de la actividad intelectual en la que ella misma está inmersa. La mano pinta, esto es: la mano piensa. O dicho de otro modo: las manos del pintor pintan, mientras que la mano del pintor piensa.

Y he aquí que —sabiendo esto— QUEJIDO se pone a hacer el recuento de los sucesivos pensamientos-pintura que le han precedido, encontrándose con lo que probablemente es el motivo primero de su intención a la hora de pintar: él quería quizás solamente pintar, pero al hacerlo se encontró pintando pensamientos, para a continuación pasar a pensar pintura, como a su manera han hecho tantos otros que QUEJIDO enumera incansablemente, componiendo una historia del pensamiento donde todos los que aparecen nombrados en ella son siempre pintores: pintores pintados como pensamientos e indistintamente pintores pensados como “pintamientos”. Porque con el pasar del tiempo que acompaña a contrapaso el pasar mismo de la pintura, después de que CÉZANNE acuñara la fórmula de “pensar en pintura”, vendrá, tiempo después, aquí, delante de nosotros, QUEJIDO a condensar en un solo renglón este entrelazado del pintar y del pensar, que él mismo pone en juego de una forma harto significativa: P I E N T S AR, llegándose incluso a leer con todas sus letras en alguna de sus obras (pp. 96-97).

Una mano de pintura

La mano del pintor piensa. Piensa pintura. ¿No estaremos sacando las cosas de quicio? Puestos a privilegiar un órgano, ¿no sería el ojo más digno de este reconocimiento intelectual que la mano? Pero fijémonos en una circunstancia llamativa: el ojo percibe lo que el cuadro pintado muestra. Así, por ejemplo, el ojo mira hacia los cuadros (de QUEJIDO) y, de un vistazo, sin intentar ni mucho menos ser exhaustivo:

— [el ojo] se hace una idea de lo que este o aquel cuadro quieren decir, de su mensaje (un ejemplo: la pintura que —invirtiendo los lugares y los valores— cubre con su capa de pintura el exterior y el interior del exterior de una lata de pintura); [el ojo] comprende lo que representan sus figuras (la de una náyade, la de unos bañistas, la de un pintor, etc., cada una a lo suyo);

— [el ojo] capta que sus colores componen un código (entremezclándose para señalar por su combinación la presencia de cierto número de pintores, incluido el propio QUEJIDO);

— [el ojo] se interroga ante los distintos y muy variados soportes de la pintura: tabiques, puertas, lienzos (lienzos dentro del lienzo, pintados en blanco dentro del cuadro listos para ser pintados), reflejos en el espejo, umbrales, cruces de luz y de sombra, planos sucesivos y superpuestos, todos ellos más protagonistas incluso que los seres animados o inanimados que los ocupan. Distancia para la aparición de interiores o exteriores donde se juega una extraña partida de líneas, planos, formas y colores; muchas veces dentro de una calma trepidante, inquietos reflejos en el fondo de un espejo, borrosidad tanto más significativa que si lo afectado por ella se hubiera mostrado con nitidez; [el ojo] ve, en fin, en el colmo de la abstracción de la que es capaz, cómo sobre el lienzo se despliega esa única superficie que contiene una dimensión imposible para él (el espacio ilusorio de una serie de planos desplegados para formar un extraño cubo aparentemente tridimensional, realmente bidimensional, pero conceptual y geométricamente unidimensional, con nombre propio: Moebius Q-vista).

Todo desentrañado, nos parece, por un ojo intelectual, sin duda, dotado de una perspicacia capaz de reconocer algo común en tantos y tan diferentes cuadros. A eso común que atraviesa los cuadros que han sido identificados como de… (por ejemplo, QUEJIDO) lo solemos llamar la mano del pintor. En esto —más intuitivo que reflexivo o reflexionado— reside la marca que lleva lo pintado, su firma más allá de su nombre. A esa “mano” que deja su sello se la ve, forma parte de lo a primera vista ajeno a la visión, que no obstante el ojo ve con seguridad. Pero cuando parece que estamos a punto de proclamar el reinado del ojo, de repente, se nos invierten los papeles: no es el ojo quien manda sobre tal mano y la hace visible, sino al revés: es esa mano quien se impone sobre el ojo, quien lo dirige hacia ella, quien a través de su sello visiblemente impreso en el lienzo realmente mira hacia afuera, esta vez desde la pura superficie pintada. No es que la mano del pintor se vea, es que ella se hace ver, ella captura la mirada y la domina. La mano del pintor se expande por su lado, dice o dicta lo que hay que ver. ¿Una mano, la mano del pintor, que habla en su lengua frente a un ojo que la entiende? No, no una mano que habla, sino una mano que con sus propios medios únicamente pictóricos piensa y deja su pensamiento en esa transparencia que ella ha sabido crear y poner delante de nosotros que la vemos.

El primer elemento distorsionante para comprender lo que “pasa” con la pintura ha sido, a mi parecer, suponer que esta se expresa como una clase de “habla” y que, por lo tanto, para discernir lo que ella propone hay que recibir su mensaje, escucharlo —incluso con el ojo, tal como sugería Paul Claudel— y descifrarlo a la manera de un texto escrito, de una forma de escritura. Pero la existencia de una mano que piensa, que —como QUEJIDO ha dicho tantas veces— no es la del pintor sino la de la pintura misma, trae consigo un problema que va más allá que el de su voluntad de expresar y expresarse, de dejarse “leer” o darse a “interpretar”. Viéndola maniobrar sobre y desde el lienzo, somos testigos de que con ella viene algo perfectamente ilegible e inexpresable. Abierto no obstante a la paradoja —ya vieja— de la (im)posibilidad de leer lo ilegible o de expresar lo inexpresable.

Mientras solo fuese expresiva, aquella mano se maneja en el reino del lenguaje y de su querer decir. Cuando ella atiende a lo inexpresivo de la que es vehículo, se sitúa automáticamente fuera del dominio de un código lingüístico, desbordando así la manida concepción de la pintura como lenguaje hablado con el propósito de que alguien lo descifre. Viéndose, de paso, enriquecida gracias a esa posibilidad perdida. Ahora, la mano de la pintura, liberada de la obligación de ser finalmente expresiva, impone y se impone: impone como impone una figura imponente, impone como una voluntad de mando que da órdenes, se impone como afirmación de su existencia autónoma. La pintura responde a la mano que piensa.

La pintura como obra de pensamiento habrá sido una de las aportaciones esenciales de QUEJIDO y de los suyos (aquellos que él mismo ha figurado como “PENSAMIENTOS”, pp. 100-101), porque pensar —es obvio— no significa expresar y tiene primero que ver con el respeto de una exigencia previa de congruencia, de moverse en un espacio de coincidencia, de reciprocidad, de comunidad. Presentes en su acción, aunque inexpresados e inexpresivos. Puestos a pensar —el pensador y el pintor—, ¿cómo harían para que lo inexpresable aparezca, no como algo expresado, sino como inexpresivo en su misma inexpresividad? Por ahora la respuesta presentida dice que el pintor —pensando en pintura— imponiendo su mano imponente, poniendo orden en lo visible, llega a hacer —como defendía VELÁZQUEZ para ostentar su Cruz con todo derecho—, llega a hacer, repitámoslo, obra de pensamiento. Lo inexpresable que la pintura no puede dejar de llevar consigo crea una zona de dilatación inexpresa de la pintura. A partir de esta zona insituable a priori se comprende el propio campo “expandido” de la pintura. Correremos el riesgo de señalar en QUEJIDO el modo en que —pensando en pintura— él mismo se ha planteado esta zona de expansión o de dilatación de la pintura, cuando la referida di-latación en sus manos deviene a la vez dis-latación y des-latación, es decir, cuando la pintura no solo se dilata ampliando su lado expresivo, sino que se dislata —produce el dislate esquizoide— rompiéndolo y llevándolo hacia lo inexpresable, mientras que a su vez se deslata —particular modus operandi de QUEJIDO— cuando se sale de su lado y lo pintado es ya P. 105 →

Diamante 1992 Acrílico sobre lienzo 200 × 200 cm solo la lata misma de la pintura, su continente expreso, y donde la pintura se pinta pintándose en el exterior de esa lata de pintura. Operación llena de significado que, sin embargo, se permite aludir al manantial irónico del origen del acto de pintar —de hecho, inexpresable— y proponer un acabado que amenaza cubrirlo todo con un solo gesto de apropiación y de exposición, a su vez también inexpresable. La pintura dis- y des-latada muestra simultáneamente el todo de lo expresable y el límite insuperable de lo inexpresable. Se puede apostar que la serie de La pintura se ocupa (o se desocupa) de exactamente la misma paradoja que la serie de Anstrich: la de dejar ver con precisión algo inexpresable en el modo de seguir siendo estrictamente inexpresado e inexpresable.

La trama de la pintura

Así, pues, detrás de la mano, detrás de ese instrumento mejor o peor adiestrado para seguir las órdenes del alma del pintor, habría otra mano, a primera vista invisible, pero que en último término está llamada a ser lo que ante todo cualquiera ve y a ser al fin todo lo que se ve. Ocupando todo lo visible, preocupada por ser sin descanso órgano de expresión y desocupada de sí cuando se obliga a la tarea interminable de alcanzar lo inexpresable. A esta hiperbólica “mano del pintor” la solemos llamar, nunca peyorativamente, la maniera del pintor. Con ella, sobre el lienzo, viene algo que aparece desapareciendo, algo que desaparece apareciendo: LA PINTURA.

Llegados aquí, es el momento de entrar en QUEJIDO, siempre que entendamos que QUEJIDO, en sus cuadros, es más bien —como vimos en “La conexión V-Q”— el que sale, aquel que resulta (ser) después de que la pintura como una posesión demoniaca haya entrado en él. Avanza escasamente armado (un pincel o una brocha), llevando consigo indesprendible el esbozo de una duda o de una pregunta, con la intención de correr una aventura que no tendrá espectadores (que sucederá fuera de cuadro), rodeado siempre de una calma intrigante (¿antes?, ¿después?, ¿dentro?, ¿fuera?), distribuyendo planos de color administrados con sabiduría (¡donde se leen tantas cosas!). Y regresa de ahí, abandonando el cuadro que deja atrás, más desprovisto, más ausente, más desposeído, más pobre que cuando entró, tal vez sin el más mínimo recuerdo de lo que pasó allí dentro, pero conservando la prodigiosa memoria que él transmite de que allí pasó algo decisivo para que aquello que se trae entre manos sea justamente lo que llama LA PINTURA. Así, pues, cargado con ella, pero entonces cargado con lo que le descarga entre otras cosas de ser, de ser pintor, puesto que ahora, tras ese tránsito decisivo en el que la pintura se ha deshecho del pintor, él se ha transmutado en, únicamente, “la mano de la pintura”.

Tal parece que QUEJIDO —muy consciente de lo que se trama en este entrar y salir o en este permanecer dentro y fuera—, para representarlo, ha recurrido a varias fórmulas, entre las cuales la primera, la más sencilla y la más eficaz ha consistido en hacer que en sus cuadros aparezca la figura esquemática de un hombre o de una mujer que pasa entre los planos, o que incluso penetra en ellos, quedándose a medio camino dentro y fuera de ellos, donde apenas por su paso puede establecerse una distancia que los distinga, mientras que sin ese pasar no podría abrirse ninguna profundidad ni, por supuesto, ningún espacio para el limitado paseo de la figura dentro de la distancia representada. Ahora bien, después de tantos juegos con el plano, de una forma inesperada, QUEJIDO, en esas escenas poseedoras de tan escueta “ausencia de distancia” se ha visto obligado a introducir ¡una mano! Veámosla tal como aparece insistente en la serie Los pintores (p. 99). No es cualquier mano, sino el relieve de una mano impregnada de pintura que tanto parece el resto de un contacto exterior que habría dejado ahí su huella, como una mano pringosa que se adelanta hacia afuera, vuelta la palma hacia el espectador, con la intención de posarse sobre la invisible distancia —o sobre lo sin distancia— que separa el interior del cuadro de su membrana exterior nunca visible. ¿Huella que sugiere la firma del pintor? ¿Signo de su poder o de su autoridad? No es de creer. Estaríamos aquí ante una decisión puramente pictórica, tomada en el ámbito de lo que significaría “pensar en pintura” que tiene por objeto responder a la pregunta acerca de quién es capaz de pensar en pintura, quién sería su sujeto, el sujeto del tal pensamiento. Para dar constantemente la misma respuesta: la mano del pintor (que es la mano de la pintura misma).

Esa mano está ahí para permitirnos soñar. Acaso en primer lugar nos deja soñar con los primeros pasos de la pintura cuando las paredes de las cuevas acogieron entre sus primeros huéspedes manos positivas o negativas que se niegan a decirnos para qué servían o cuál era su función. En cualquier caso, desde aquel lejano entonces, de un modo u otro siempre se ha tratado de la mano y cuando en todas sus ocasiones un pintor ha pintado una mano no ha dejado de convertirla en una potencia significante, dotada del omnímodo poder de significar algo. En cualquier cuadro de la serie Los pintores de QUEJIDO se encuentra esa mano dentro de un sutil “juego de manos”. Cualquiera reconoce ahí escenarios anteriormente creados por QUEJIDO: “LA PINTURA”, “LA LATA DE LA PINTURA” o “ANSTRICH”. Y ese conjunto de planos entre los que pasa una especie de figura fantasmática que los interfiere y que quizás es la personificación del misterioso “UMZUG”: el movimiento de mudanza que visita tantos cuadros de sus últimos años y que quizás también a su vez encarna el gesto de resistencia en que finalmente ha terminado consistiendo su pintura. Nos está permitido sin duda atender al modo en que cada personaje usa sus manos:

Las manos de los pintores (pintor y pintora) de paredes o tabiques, que empuñan una brocha siempre en contacto con el plano-tabique que han hecho palpable tras el cual, terminada su tarea, se hará desaparecer.

— La mano de quien pinta (siendo lo pintado la pintura), que esta vez sostiene el pincel y delinea cuidadosamente la escena pintada, a cuyo contacto todo parece haber quedado suspendido del instante en que se produce. Mano esta vez del aparecer de eso que podemos decir sin equivocarnos que es el acontecer de la pintura dentro del cuadro.

— Pero en tercer lugar tenemos la mano de la figura esquemática, el habitante del “umzug” (de la “mudanza”) en que hasta hoy sigue empeñado QUEJIDO, una especie de alienígena ajeno a este mundo. Figura de un tamaño superior a las demás figuras y que en esta versión —siendo plana ella misma— pone el pie por delante de todos los planos, pareciendo que quiere salirse incluso de la superficie pintada, compuesta por líneas rectas que la encuadran en una superficie plana, no necesariamente quieta, donde de la manera más simple se pueden distinguir, como un encadenado de polígonos, cabeza, brazos, tronco, piernas y pies (para indicar la dirección de la marcha, cuando la hay), pero en sus primeras apariciones sin manos. Y sin embargo aquí, en esta figuración evolucionada, tenemos ahora impuesta y sobrepuesta una mano (o las dos en alguna versión) que es, en todo, de una naturaleza completamente distinta a cualquier otro componente de las demás figuras. Una mano que, a diferencia de las demás, tiene relieve, resalta y pesa. Prominente, aunque unida a la superficie pintada de un modo tan particular que podría servir para señalar expresamente la presencia del afuera de la pintura en el cuadro.

Triple presencia —encadenada— de LA PINTURA en el cuadro (de QUEJIDO):

Presencia de la pintura dada por la posibilidad abierta que sufre el todo para desaparecer dentro del cuadro, sumergido completamente tras un único plano de color. Presencia de la pintura como la amenaza cierta de hundirlo todo en su presencia aplastante: serie de La lata de la pintura.

— Presencia explícita de la pintura cuando se representa en el lienzo el “hecho” mismo de pintar entendido como un adentro creado para acoger el gesto de la mano que sostiene y guía el pincel, a través del cual se pinta la pintura, es decir, se afirma en su propia presencia: serie de La pintura.

— Presencia viva de la pintura por la mostración de una mano abierta bañada en pintura, que no solo le es enseñada a quien la mira, sino que sugiere su procedencia por la superposición en el lienzo de una mano viva y ajena, vuelta sobre el lienzo, que ha dejado ahí su huella exacta. La impronta de su presencia presentida: serie de Los pintores. Sin distancia: sin medida

La pintura convierte al pintor en una mano mediante la cual ella misma se pinta. En su pintar(se), el pintor —la mano de la pintura— ha tenido que borrarse, que dejar de ser él quien pinta: él pinta la pintura pintándose y con ello, en su presencia, se despinta a sí mismo, perdiéndose en ese instante en la distancia imperceptible que va de la pintura pintada a la pintura pintora. El pintar de la pintura se abre entre tanto a su propio acontecer como pintura, ganando para sí un lugar que le permita ser — y ser solo pintura, pintura que pinta y se pinta (sola). En este tránsito habrá incluso un momento feliz, cuando la pintura aún fresca pinte efectivamente ella misma, es decir, se diga pintada y a la vez diga “pinta”. A partir de ahí la pintura se fija en pintura, se seca y queda retenida en la superficie pintada. Convertida ya por completo en “la mano del pintor”, se vuelve presencia pintora — de otro modo.

¿Habría así con tantas vueltas completado por fin la pintura su periplo? En este ejercicio que podría completar la acción de haberse puesto manos a la obra, el pintor (es decir, la mano de la pintura) ve interrumpida su labor, se deja invadir por un sin-quehacer (un desobramiento o desobra) que le impide proseguir la obra, dejándola en suspenso, confiscándosele su acción. Momento en que se queda sentado mano sobre mano.

Mano sobre mano, el pintor se dispone a P I E N T S AR, no la distancia significante —como ha hecho hasta ahora— sino la insignificancia del pintar. Tanto ha ido el cántaro a la fuente de la significación que ha de terminar topándose con la insignificancia en que finalmente se ha de sumir todo el trayecto. Insignificancia del pintar o inmersión en la ausencia de distancia que finalmente incorpora la pintura a su devenir pintura. Porque se ha visto que todo este periplo de la pintura a la pintura se nos ha ido llenando de significación, pero que este mismo pasar no se ha agotado en el significado que ha adquirido. Aún le queda su “paso” más difícil, el que, una vez dado, la dejaría de lleno en la insignificancia de la desobra que, sin saberlo, ella buscaba. ¿Para encontrarse? No, siempre para perderse, para perder su sin-quehacer en un inacabable sin-fin.

Y aquí encontraremos un segundo recurso endemoniado al que antes nos referíamos como una nueva fórmula en que se resuelva el problema de lo que se trama en la pintura con un entrar y salir en donde quien lo realice permanezca indiferentemente tanto dentro como fuera. A este respecto no puede dejar de asombrarnos el notabilísimo Moebius Q-vista Matisse (p. 188) de QUEJIDO, con el que nosotros, sin saber hacerlo, queremos acabar.

El Moebius Q-vista es de un solo golpe una respuesta a (al menos) tres problemas que la pintura de QUEJIDO se ha planteado:

— el de la superficie única recuperada, re-pensada (pintura que es todo superficie sin profundidad o con un mínimo volumen menguante);

— el del comienzo (que es un pasar que no para de pasar) y el acabamiento (sinfín que pone fin a lo que no acaba de llegar a su fin); el del adentro y el afuera (que es el del haz y el envés y el del encima y el debajo que se confunden e indistinguen).

Todo ello se resuelve penetrando en la dimensión Moebius, donde se da un trasladarse hacia delante que recupera a cada paso el detrás (o un ir detrás de sí por delante de sí y al revés: persecución sin fin de la distancia sin distancia), es decir, el de un avanzar sin delante y sin detrás, que es en lo que consiste aquella singular dimensión Moebius recuperada en el “cubo de Moebius” o Moebius Q-vista.

Por otro lado, la sustitución de la cinta por el cubo le ha dado una gravedad arquitectónica a lo que, cuando solo era “cinta” flotaba en el vacío, sin suelo ni cielo, entre ellos, destinada a ser simplemente la torsión de su superficie. Mientras que el “cubo” de once (o más) caras las cuales, sin embargo, tienen y no tienen “otra cara”— forman una sola superficie que mantiene siempre una base invisible donde toda la construcción se apoya dándole un soporte a aquello que de entrada era insoportable.

Quizás no se ha valorado suficientemente la extraordinaria invención que supone este “cubo de Moebius” o Moebius Q-vista, Sin pretender agotarlo, observamos que a primera vista es un volumen, un espacio arquitectónico que nos permite incluso imaginar una extraña vivienda con sus habitaciones en piezas separadas (muy aireadas). Ahora bien, en este volumen, sabemos que cuando aplicamos una mirada geométrica, tanto el suelo como las paredes forman una única superficie sin fin. Incluso se le podrían pintar sus paredes produciendo la ilusión de que hay algo así como un haz y un envés donde en cada caso el otro lado de suelo o pared es de otro color. Pero sucederá que arrastrándonos por el continuo de su superficie, sin saber cómo eso ha sucedido, inesperadamente seguimos la marcha sin interrupción por la superficie del otro color.

Dentro del espacio geométrico del Moebius Q-vista es posible —y de hecho se debe— desplazarse, porque la condición Moebius solo se logra mediante un desplazamiento: quieto no se percibe de ningún modo la unilateralidad como propiedad que caracteriza al objeto Moebius. Recorriendo su superficie la figura que se adhiere a ella camina, trepa, desciende, se desliza, se aferra para no caer —¿afuera? Sí, claro, pero desplazándose por un afuera que carece de adentro—, obligada a no permanecer, a no estarse quieta, a no parar, a no encontrar la llegada a la meta: a no acabar (habiendo ya acabado siempre, como sucede con la hipótesis del Eterno Retorno).

Todo a su alrededor es quizás abismo sin fondo, pero hacia delante o hacia atrás, en el infinito que la aguarda o que la precede, sus pasos al infinito habrán perdido para siempre su anterioridad o su posterioridad. Pegada siempre a una superficie que ella no abandona, la figura comprueba incansablemente que esta no se agota, que no alcanza un límite que le permita decir que ha llegado al final. Todo no es, pues, más que geometría, la única que nos puede proporcionar la idea de ese infinito más vertiginoso aún que el abismo sin fondo sobre el que se recorta su trayecto. ¿La única? ¿Hay algo que se le parezca a esto? Sí, porque para el pincel (o la brocha, o la espátula, etc.) que penetra en el espacio de la pintura sabemos también que se deshacen igualmente el delante y el detrás, el afuera y el adentro. Para el acontecer de la pintura, como para el Moebius Q-vista, ya no hay ni puerta de entrada ni puerta de salida. Ni principio ni fin para una tarea que ni pudo haber empezado ni podrá acabar. Sin fin

Ahora estamos cerca del fin. ¿Qué hace la figura dentro —¿dentro?— del Moebius Q-vista enfrentada a la perspectiva de lo inacabable? Lo que hacen siempre las figuras que pinta QUEJIDO en su extraña quietud: convertirse en figura de pensamiento. A fin de que QUEJIDO, al fin, pueda P I E N T S AR el fin, es decir, el sinfín. Lo dice el propio cuadro que dicta el fin: “AL PINTAR PONERLE FIN, LA PINTURA TIENE UN FINAL SIN FIN”. Digámoslo ahora con una fórmula imperativa: “No haya fin allí donde reina el fin”, lo que quiere decir que allí donde la pintura ha puesto el fin, ha incluso pintado el fin que ella misma ha pensado, en su propio gesto —que parecía decir “deja de pintar”— ha seguido pintando e invitando a pintar, a sabiendas de que allí se ha instalado el sinfín que ella misma quiso borrar. Por eso nos hemos acercado al cuadro que dice FIN (p. 208). Lo vemos y no lo vemos, lo leemos y no lo leemos. Pero, para mejor pensarlo, llevamos un espejo con nosotros, lo miramos a través de él y nos quedamos atónitos:

Ahí lo tenemos: “sit” [(ello) sea/(ello) es]. Y no paramos de “RE-IR”.

Sin consumar 1997-1999 Acrílico sobre aluminio 200 × 600 cm

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