Ahmad's Journey

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La jornada de Ahmad

Escrito por Kerrie Shanahan Ilustrado por Meredith Thomas



Contenido Capítulo 1 Una historia triste

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Capítulo 2 Rani tiene un secreto

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Capítulo 3 Rani desaparece

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Capítulo 4 Ahmad el valiente

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Capítulo 5 Un hogar seguro

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Nota de la autora 32


Capítulo 1

Una historia triste —Esta mañana vi una orangutana con su cría en la aldea —dijo el papá de Ahmad. Ahmad y su mejor amiga, Rani, se miraron sorprendidos. Estaban escuchando la conversación de sus papás. Casi siempre hablaban sobre su trabajo en la plantación de palma aceitera, ¡no sobre orangutanes en la aldea!

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Cada viernes por la noche, la familia de Ahmad se reunía a cenar con sus vecinos. Los niños jugaban y, después de la cena, Ahmad y Rani descansaban y escuchaban a sus padres conversar. Esas charlas nunca les habían interesado, hasta ahora. —¡Qué bueno! Me encantan los orangutanes —dijo Rani con entusiasmo. —A mí también —le respondió su papá—. Recuerdo que compartíamos nuestro hogar en la selva tropical con ellos. —¿Usted vivió en la selva? —preguntó Ahmad. —Sí —dijo el papá de Rani—. Cuando era pequeño, mi familia tenía un estilo de vida tradicional y vivíamos en la selva. Pero, como ese lugar iba desapareciendo cada vez más, nuestra tribu tuvo que venir a la aldea. Ahora, muchos trabajamos en la plantación que se quedó con nuestro hogar. —¿Pero por qué vinieron los orangutanes a la aldea? —Rani estaba impaciente por saber más—. ¿Qué hacían aquí? —La madre buscaba comida —contestó el papá de Ahmad—. Debe de tener mucha hambre. Se veía delgada y débil. Creo que la asusté porque escapó hacia la selva.

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—Que vengan orangutanes a la aldea es un gran problema —dijo el papá de Rani con tristeza. —¿Y por qué? —preguntó la niña. —Pues porque se están destruyendo partes de la selva para extender la plantación —le explicó su papá—. Los orangutanes perdieron gran parte de su hogar y ahora les resulta difícil encontrar comida, entonces, vienen a la aldea y se comen los cultivos.

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—¡Eso es espantoso! —Rani negó con la cabeza, disgustada. —Lo sé —suspiró el papá de Ahmad—. Hay algo peor: oí a uno de los agricultores decir que, si los orangutanes seguían destruyendo sus cultivos, iba a tener que dispararles. —¿Qué? ¡De NINGUNA manera! —Rani se puso de pie de un salto—. ¡Tenemos que hacer algo! ¿Por qué no alimentamos a los orangutanes? —Empeoraríamos la situación, Rani —advirtió su papá—. Los orangutanes empezarían a depender de las personas para alimentarse y, en última instancia, para sobrevivir. Vendrían a la aldea todo el tiempo y comerían cada vez más cultivos. —¡Y los agricultores se pondrían furiosos! —agregó el papá de Ahmad. —¡Pues no me parece justo! —Rani se fue dando un portazo.

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Ese mismo día, más temprano, en la húmeda selva tropical vecina a la aldea de Ahmad, la orangutana buscaba comida. Su cría recién nacida se aferraba a su pecho mientras la mamá se balanceaba con mucha facilidad entre los árboles frondosos que eran su hogar. Pero la orangutana estaba cansada y débil. No había logrado encontrar comida suficiente para su bebé ni para ella misma. Necesitaba estar saludable y producir leche para alimentar a su hambrienta y vulnerable cría. La orangutana había visto las plantas que crecían en filas parejas fuera de su hogar seguro en la selva. También había visto humanos. Su instinto le decía que debía cuidarse de los humanos, pero la necesidad de alimentar a su cría era más fuerte. Por eso, esa mañana soleada y calurosa, la orangutana se acercó poco a poco a esas plantas que se veían deliciosas. Estaban justo frente a ella: sería fácil arrancarlas y comerlas. Justo cuando estaba por abalanzarse sobre las plantas, un ruido la sobresaltó. Percibió peligro. Dio media vuelta y escapó para protegerse en la selva. El corazón le latía rápidamente. La mamá y su cría estaban a salvo de momento, pero la orangutana sabía que tendría que volver a intentarlo pronto.

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Capítulo 2

Rani tiene un secreto —Tengo que salvar a esa orangutana y a su bebé —le dijo Rani a Ahmad. Ahmad notó la determinación en su voz—. Voy a ir a la selva en la mañana a darles algo de fruta. Así no se comerán los cultivos. —¡Pero ya escuchaste a tu papá! —Ahmad se sorprendió con la propuesta de Rani—. No es buena idea alimentar a los orangutanes. —¡Tampoco está bien dejar que mueran de hambre! —insistió Rani—. ¡Lo voy a hacer! ¿Me acompañas?

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Ahmad hizo una pausa. No quería que los orangutanes sufrieran, pero al pensar en meterse en la selva le corrió un frío por la espalda. —Mmm... no puedo —balbuceó—. Tengo que ir al mercado con mamá. —¡Entonces iré sola! —Rani estaba decidida—. Pero no le digas a nadie —insistió la niña—. ¿Me lo prometes? Ahmad dudó. —Está bien —dijo finalmente—. Te lo prometo. Pero sentía un nudo en el estómago.

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El lunes por la mañana, Ahmad y Rani caminaron juntos a la escuela. —Les di de comer a la orangutana y a su bebé durante el fin de semana —dijo Rani con orgullo—. Estaba trepada a un árbol y el bebé la abrazaba muy fuerte. —¿No te dio miedo? —le preguntó Ahmad. Pensar en lo que había hecho Rani le aceleró el pulso. Rani lo miró extrañada. —¡Claro que no! La orangutana me miró a los ojos. Casi como si hubiera querido agradecerme. —Los orangutanes son animales salvajes —le advirtió Ahmad—. Si fuera tú, no me acercaría tanto. Rani se detuvo y lo observó. Se le asomó una sonrisa. —Tienes miedo, ¿no, Ahmad? Te da miedo ir a la selva. ¡Te dan miedo los orangutanes! —No, no tengo miedo —respondió Ahmad, pero no pudo ocultar el temblor en su voz. —Bueno, entonces ven conmigo al salir de la escuela —lo desafió Rani.

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—No puedo —respondió Ahmad sin vacilar—. Tengo que cuidar a mi hermanita. Rani alzó las cejas. No sabía si Ahmad le decía la verdad, pero prefirió dejarlo pasar. —Basta con que no le cuentes a nadie lo que hago —afirmó—. Que sea nuestro secreto. —Eso te lo aseguro —dijo Ahmad. Pero no estaba seguro de nada. En absoluto. En cambio, Rani estaba segura. Ahmad deseó tener el valor y la determinación de Rani. Deseó hacer algo importante, que valiera la pena.

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La orangutana y su cría estaban acurrucadas bien arriba en el dosel de la selva. De repente, la madre se puso alerta. Oyó un sonido que venía del suelo y abrazó más fuerte a su bebé. Entonces, vio quién había hecho el ruido: una humana pequeña. La humana avanzaba decidida por la selva mirando las copas de los árboles. La orangutana estaba a punto de escapar cuando la humana fijó sus ojos en ella. La orangutana se quedó helada y le devolvió la mirada. Percibió que aquella humana no quería lastimar a ella ni a su bebé, pero permaneció alerta. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para proteger a su cría.

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La orangutana observó que la humana dejaba algo al pie del árbol. La humana volvió a mirar hacia arriba y sus ojos se encontraron otra vez con los de la orangutana. Después de un momento que pareció eterno, la humana dio media vuelta y se alejó. La orangutana esperó hasta estar segura de que la humana se había ido. Luego, bajó cautelosamente hasta el pie del árbol y analizó lo que había dejado la humana. ¡Era comida! ¡Comida deliciosa! La tomó y subió a toda velocidad al dosel, donde estaba segura. Ese día, la orangutana y su cría comieron bien y durmieron en su guarida toda la noche, completamente satisfechas.

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Capítulo 3

Rani desaparece Una tarde, después de clase, la mamá de Rani fue apurada a la casa de Ahmad. —¡Ahmad! —dijo frenéticamente—. ¿Has visto a Rani? Ya debería estar en casa. —No, no la he visto. —El corazón de Ahmad dio un salto. —Esta semana ha llegado tarde todos los días —explicó la madre de Rani, preocupada y pensativa—. Me pregunto en qué andará. Ahmad sabía que Rani estaba en la selva, pero había prometido no decir nada. Su mente comenzó a cabalgar. ¿Qué debía hacer? La madre de Rani parecía muy preocupada. —Puedo ir a buscarla —por fin dijo. —Gracias, Ahmad. —La mamá de Rani le dio un abrazo rápido. Parecía aliviada.

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Hacia el final de la tarde, Ahmad llegó a la entrada de la selva espesa y verde. El corazón le latía con fuerza y sentía mariposas en el estómago. Tenía miedo, mucho miedo.

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En un instante, la mente de Ahmad volvió a uno de sus primeros recuerdos. Tenía apenas cuatro años, pero se sentía grande e importante porque estaba jugando con sus primos mayores y los amigos de estos. —Juguemos a las escondidas en la selva —sugirió el mayor de todos. El grupo celebró la idea y caminó decidido hacia la selva oscura y densa. Lo próximo que recordó Ahmad fue que estaba escondido detrás de un árbol cubierto de enredaderas. Estaba muy quieto. Y en silencio. De repente, una criatura gigantesca de pelaje anaranjado apareció de la nada, pasó junto a él y trepó velozmente por el tronco del árbol al que estaba abrazado. Ahmad gritó y salió corriendo. ¡Nunca había visto algo tan terrorífico! Avanzó tambaleándose por la selva mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Se chocó con plantas y tropezó con raíces de árboles inmensos. Esas imágenes lo perseguían, y sabía que había tenido suerte de que los niños mayores estuvieran allí para rescatarlo.

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Desde aquel día, Ahmad no había regresado nunca más a la selva. Sacudió la cabeza, y sus pensamientos volvieron al presente, a concentrarse en Rani, que estaba sola y asustada en la selva. “Vamos, Ahmad”, se dijo. “Es solo una selva. Está oscureciendo y tienes que encontrar a Rani antes de que caiga la noche. Su mamá está muy preocupada”. Respiró hondo. Entró en la selva, donde los árboles altos y las plantas tupidas lo envolvieron rápidamente. “No te detengas”, se ordenó. Aunque tenía miedo, ya no había vuelta atrás.

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Capítulo 4

Ahmad el valiente —¿Rani? —Ahmad llamaba a su amiga mientras entraba cada vez más en la selva. De repente, oyó un ruido. Eran unas ramas que crujían en lo alto de los árboles. Ahmad miró hacia arriba y vio a una orangutana con su cría colgada del pecho. La orangutana lo miraba fijo. Ahmad gritó. Quiso dar media vuelta y echar a correr, pero se quedó helado del miedo. Respiraba muy rápido y fuerte. Se quedó quieto, con los ojos abiertos de par en par, aterrorizado. El tiempo se detuvo. Ahmad no le quitaba los ojos de encima a la orangutana. Y ella no le quitaba los ojos de encima a Ahmad.

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Mientras miraba los grandes ojos de la orangutana, Ahmad empezó a calmarse. Se dio cuenta de que la mirada del animal parecía amable, no amenazante. Dio algunos pasos torpes hacia ella, que pasó con calma al árbol siguiente y giró la cabeza para mirar a Ahmad. “Creo que quiere que la siga”, pensó Ahmad. No estaba seguro, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Debía confiar en la orangutana si quería hallar a Rani.

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Ahmad siguió a la orangutana, que se balanceaba de un árbol a otro, pero la vegetación de la selva era muy densa y cada vez estaba más oscuro. Ahmad se esforzaba por no perderla de vista.

De pronto, no la vio más. “Ay, no”. Ahmad entró en pánico. Pero siguió avanzando valientemente. Debía hallar a Rani. —¡Rani! —gritó desesperado—. ¡Rani! Nadie respondió.

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Entonces, inesperadamente, Ahmad volvió a oír a la orangutana. Miró hacia arriba y ¡allí estaba! “Volvió a buscarme”. Lo inundó una sensación de alivio. La orangutana siguió desplazándose de un árbol a otro, hacia dentro de la selva. Y de pronto, Ahmad vio a Rani acurrucada en el suelo. —¡Rani! —gritó Ahmad. Corrió hacia ella—. ¿Estás bien? —Me caí y me lastimé el tobillo. No puedo caminar —sollozó Rani—. ¿Cómo me encontraste? —Tuve ayuda —dijo Ahmad—. De tu amiga, la orangutana. Rani y Ahmad miraron hacia arriba. La orangutana y su cría los miraban desde la copa de un árbol. —Volvamos a casa —dijo Ahmad, ayudando a Rani a ponerse de pie—. Ya casi es de noche.

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La orangutana miraba a su alrededor en la selva en busca de la humana que le llevaba alimento. Ella y su cría se estaban acostumbrando a la deliciosa comida, y este era el momento del día en el que la humana solía aparecer. Se tranquilizó cuando por fin la vio. Como siempre, observó cómo la humana dejaba la comida al pie de un árbol y esperó a que se fuera. Pero esta vez fue diferente. Al dar la vuelta, la humana tropezó y se cayó. ¡Lanzó un chillido! Se había lastimado.

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La orangutana observó con actitud protectora mientras la humana se echaba a llorar. Empezaba a anochecer en la selva. Un sonido extraño hizo que la orangutana mirara en otra dirección, hacia la selva. Volvió a oír el sonido y comprendió que se trataba de otro humano. Aunque su instinto le ordenaba dar media vuelta y huir, algo la impulsó a avanzar hacia el sonido humano. Apretó a la cría contra su pecho y se balanceó silenciosamente de un árbol a otro. Cuando la orangutana vio al “nuevo” humano, notó que estaba muy asustado, pero también percibió que quería ayudar. Quiso ayudarlo a encontrar a la humana pequeña que le llevaba comida, así que se balanceó de un árbol a otro sin dejar de mirar al humano asustado. De ese modo buscaba alentarlo a que la siguiera. ¡Y él la siguió! La orangutana observó cómo los dos humanos se encontraron y luego salieron juntos de la selva.

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Capítulo 5

Un hogar seguro La mamá de Rani se tranquilizó cuando vio a Ahmad y la niña salir tropezando de la selva justo cuando las estrellas empezaban a aparecer en el cielo nocturno. —¡Rani! ¡Qué bueno que estás bien! —La mamá y su hija se abrazaron con fuerza—. Mira qué hinchado está tu tobillo. Vayamos al hospital. En el hospital, un médico examinó el tobillo de Rani. —Es una torcedura grave —explicó el médico—. No podrás apoyar el pie por un tiempo, pero se curará en un par de semanas. —Gracias, doctor —dijo la madre de Rani—. Si Ahmad no hubiera hallado a mi hija en la selva, no quiero ni pensar qué podría haber sucedido. —¿Qué estabas haciendo en la selva? —le preguntó el médico.

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Rani explicó que le había estado llevando comida a la orangutana y su bebé. —Creí que estaba ayudando —concluyó Rani con tristeza—. Pero empeoré la situación. Los orangutanes siguen sin tener suficiente comida y no sé qué pasará con ellos. —Tal vez yo pueda ayudar. —El médico le entregó una tarjeta—. Tengo un amigo que trabaja en un centro de rescate de orangutanes. Reubican a los orangutanes que han perdido su hogar o no tienen suficiente alimento. —Eso es exactamente lo que necesitamos —respondió Rani con entusiasmo.

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A la mañana siguiente, Rani y su mamá llamaron al número de la tarjeta. Explicaron lo que había sucedido. —¿Puedes indicarnos aproximadamente el ámbito de hogar de la orangutana? —le preguntó el rescatista a Rani. —Yo no podré mostrárselo porque me lastimé el tobillo —respondió la niña—. Pero sé quién puede hacerlo. La semana siguiente, un grupo de rescatistas del centro se encontró con Rani y Ahmad en la entrada a la selva. Rani indicó aproximadamente el área donde vivían la orangutana y su cría. —Fantástico —dijo uno de los rescatistas—. Hallaremos a ambos, los sedaremos y los reubicaremos. Conocemos un área de la selva donde hay comida abundante. Estarán seguros y felices en su nuevo hogar. —¡Gracias! —respondió Rani—. Ahmad les mostrará el camino. —Claro que sí —Ahmad asintió confiado—. ¡Síganme! Rani observó sonriente cómo su leal y prudente amigo guiaba a los rescatistas por la selva.

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La orangutana se sentía más débil que de costumbre. La humana no le llevaba comida desde hacía un tiempo, y no le quedaba mucha energía para buscar comida en la selva por su cuenta. Instintivamente, abrazó con fuerza a la cría contra su pecho cuando notó que un grupo de humanos se acercaba. Los humanos rodearon el árbol. La cría estaba asustada, y la orangutana también.

Buscó desesperadamente por dónde escapar, pero, antes de que pudiera moverse, sintió un dolor agudo y repentino en la pata. El mundo comenzó a girar y luego, nada.

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Meses después, la orangutana y su cría se mecían alegres de un árbol a otro en su nuevo hogar en la selva. Allí había toda clase de frutas para alimentar a los orangutanes. La madre se sentía fuerte y llena de energía. La cría estaba saludable y crecía con rapidez. El momento en el que un grupo de humanos la sedó y la trasladó era apenas un recuerdo borroso para la orangutana y su bebé. La mamá orangutana también guardaba otro recuerdo borroso: el de dos humanos pequeños que habían sido bondadosos, amistosos y valientes.

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Nota de la autora Cada vez que voy al zoológico de mi ciudad, me encanta ver a los orangutanes balancearse, trepar, jugar y comer. Parece que ellos también disfrutan de observarnos. Estudian a las personas con ojos llenos de curiosidad, del mismo modo que nosotros a ellos. Eso me ha hecho preguntarme quién observa a quién en realidad, y qué piensan ellos sobre nosotros. Todo esto me vino a la mente cuando buscaba ideas para el cuento. Me crie cerca de un bosque en Australia. Solía explorarlo con mis hermanos cuando éramos niños. Así empecé a preguntarme cómo será la experiencia de los niños que crecen cerca de la selva. ¿Les gustará explorarla? ¿Verán orangutanes? En ese caso, ¿se asustarán? ¿O les llamarán la atención? Mientras me hacía estas preguntas, los personajes de Ahmad y Rani comenzaron a tomar forma en mi mente. Así nació la historia de cómo Ahmad superó sus miedos para ayudar a los orangutanes.

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