RĂ?O DE LA MANO un barrio con identidad
RÍO DE LA MANO un barrio con identidad
Equipo de trabajo está compuesto por: Claudio Fierro Diaz: Editor, apoyo Fotográfico. Roberto Hofer Oyaneder: Textos. Nancy Luna Diaz: Diseño Gráfico. Juan Carlos Muñoz: Dibujos tapa y contra tapa, apoyo páginas interior.
M.R
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Número de Registro: RPI 255.347
P Punta Arenas, Agosto de 2015.
RÍO DE LA MANO: Un sector con Identidad Río de la Mano: Un sector con Identidad Algunos antiguos dicen que el clima ha cambiado con el paso de los años. Punta Arenas también ha hecho lo propio, a la hora de expandir sus márgenes por obra y gracia de una humana y trashumante marea, corazones en ristra en busca de un destino más al sur del sur. 4
Así como siempre hay un precio que el migrante debe pagar por el destino que decide forjar, al promediar el siglo XX la cuenca de un promisorio sector conocido como Río de la Mano albergaría un sinnúmero de historias entretejidas por sueños y esfuerzos de trabajadores y sus familias, quienes se enamoraron y forjaron raíces allí: en aquel espacio que sintieron como una prolongación de su Chiloé o su Natales querido. Tan cercana reminiscencia llevó a que el interesado, en algunos casos, ni siquiera vacilara en “tomarse” un pedacito de terreno antes del amanecer, con tal de echar raíces allí. Río de la Mano es un punto cada vez más pequeño en el trazado urbano de esta capital de la Patagonia, que ya amerita un nuevo Plan Regulador. 5
Sus límites como sector no han variado mucho si nos remitimos a su historia inicial de terrenos demarcados a la rápida, de tupida vegetación y dispareja topografía, que apenas era conocida como sitio de práctica de tiro o vista como desmejorada cuenca o descuidada extensión de aquel populoso sector en que se convertiría el actual barrio 18 de Septiembre. En cuanto a su poblamiento, que se generó a fines de la década del ’50, su principal aporte provino de trabajadores migrantes procedentes de Última Esperanza, la Patagonia argentina y de Chiloé junto a sus familias, vínculo este último que se mantiene en la actualidad por parte de quienes llegaron desde la Región de los Lagos y fundaron familias en este sector próximo a un río. Este devenir a lo largo de décadas ha definido a Río de la Mano como un sector más bien quitado de bulla, bastante cohesionado en el ámbito vecinal y que mantiene a la fecha una marcada presencia de adultos mayores, quienes encarnan a sus habitantes originarios: aquellos miembros de familias que desarrollaron un fuerte sentido de pertenencia con aquel entorno en el que se desarrollaron, sin cortar tampoco su lazo identitario con el archipiélago chilote. Desde un primer momento sería evidente la composición de barrio conformado por gente de esfuerzo, en su mayoría obreros y jornales, muchos de ellos con experiencia en el campo o en la minería, y cuya conciencia social también la volcaron allí en algún momento a la hora de organizar a los vecinos, e incluso darle una mano a aquellos más necesitados o aquejados por alguna carencia o desgracia.
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Un elemento humano que sirve de nexo importante con los primeros años de historia del sector, aparte de los colonos que se proyectaron y formaron un hogar allí, lo constituyen los hijos de aquellas familias, cuyas edades fluctúan entre los 40 y 50 años, muchos de ellos nacidos y criados en sus lindes. Los mismos que se fortalecieron en el contacto diario de los espacios compartidos, al paso de una sacrificada pero bien asumida caminata en común para llegar a la escuela. O al calor de aquellas infantiles vivencias en medio de la rudeza de inviernos trastocados en juegos, y al centro de las cuales siempre estaba presente el incontrolable río y más de alguno de sus recovecos.
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Los recuerdos, apoyados en fotografías, dan cuenta de una activa vida al aire libre, donde los antiguos cumpleaños y las Navidades en el barrio se vivían con la intensidad de una extendida fiesta familiar. Aquellas escapadas a cualquier hora para compartir jugando con trineos, bicicletas o bien a la pelota en una improvisada cancha, e incluso surcando túneles o un precario puente, llenaron la alegría de los niños y niñas durante años, e incluso esas emociones quedaron flotando allí, pese a la temprana llegada de la televisión a algún afortunado hogar para secuestrar la atención de los vecinitos de toda una cuadra a la redonda. Más hacia arriba, en Pérez de Arce, una abuela llamada Luz Nara Hernández Fernández, recuerda que cuando sus hijos –hoy casados- eran chicos se celebraba la Navidad en su sector, para lo cual había un pesebre grande y se ponía música de Navidad. Era habitual que el vecino Manuel Canales junto a su señora Rosa se preocuparan de ir casa por casa a buscar un regalo, y luego “él se vestía de Viejito Pascuero y hacía un pesebre grande como una tarima y entregaba (los presentes) y reunía a todos los niños”. Esta postal de un barrio tranquilo se nutriría con personajes que le fueron dando identidad y cohesión al sector como un pequeño microcosmos, sin faltarle ese sello propio que le imprimirían desde la actividad laboral que desarrollaban, ya sea a través del peluquero del barrio o del vecino que levantó una fábrica de bloques, el vidriero, los almaceneros e incluso de aquellos que dejaron el alma allí, a través de la fundación de un club de boxeo o la conformación de un club deportivo, sentando las bases de un arraigado sentido de pertenencia. A esas alturas, tanto adultos como jóvenes en pleno desarrollo se irían integrando de manera progresiva a través de lazos duraderos, siendo muchas más las instancias que los unieron, entre las que figurarían un centro juvenil, una capilla, una junta de vecinos propia, un centro de madres y hasta un jardín infantil. Esta historia sólo vería de fondo en sus primeras décadas una mejora sustantiva en términos de urbanización como la canalización de la cuenca, que le cambió la cara a un sector siempre anegado en invierno, en tanto las nuevas generaciones verían capitalizar sus disímiles inquietudes juveniles, forjadas por la morfología del río, en lides tan distintas como el fútbol, el boxeo, el atletismo, la literatura, la halterofilia y el arte, llegando incluso con los años a cosechar triunfos de alcance nacional e internacional. Por supuesto que sus esforzados protagonistas tampoco estuvieron ajenos a hechos tristes y con ribetes de tragedia, pero salieron siempre adelante con el apoyo solidario de sus vecinos. Hasta que el progreso también hizo acto de presencia en las últimas dos décadas, pujando mejoras a través de una intervención del sector con la confección de muros, miradores soñados y cortavientos, cuyos distintos niveles y casas escalonadas exhiben hoy sus techos, murales y cerros multicolores, de la mano de una verdadera puesta en valor. Todo ello, bajo el concepto de nuevo foco de atención y atractivo turístico para Punta Arenas, con una comunidad identificada con su presente y su pasado, y que hoy se proyecta al futuro con una mirada renovada allí, desde donde el estrecho y la belleza de 8
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su entorno se funden en distintos puntos de referencia, como sector privilegiado que más de alguna vez buscó darle una mano al río para vivir así mejores días.
Sector diferente a otros Suele suceder que para muchas personas los años de su cronología vital comprendida entre la juventud y la plena adultez son insuficientes para llegar a ver concretados los sueños que dan sentido a su vida y accionar por hacer de su entorno el mejor lugar habitable. Aun cuando los vecinos reconocen limitaciones y aspectos que los hacen sentir todavía algo alejados de la mano de Dios, aquello no excluye que muchos pobladores de Río de la Mano lleven una existencia plácida y con plena conciencia de las particularidades que iluminan su vida como pobladores, desde las generosas tonalidades de sus arboledas en otoño hasta los colores que inundan de vida aquel pequeño valle urbano con aires chilotes. Dentro de la topografía del sector sur de Punta Arenas, una singularidad que por muchos años constituyó un sector aparte fue el Río de la Mano, conocido hasta hace un par de décadas como Zanjón Río de la Mano, como si lo que definiera su identidad fuera haberle ganado la mano al río. Son muchas las razones que nos llevaron a concentrar nuestro trabajo en el área de influencia de aquel hoy subterráneo cauce. Allí, en contacto con sus pujantes y amables habitantes, vimos la necesidad de levantar una iniciativa de carácter patrimonial e investigativo. Al compartir con algunos de sus vecinos fácilmente se puede acceder a la riqueza humana de un sector, cuyo potencial aflora a través de sus relatos de vida, muchos testimoniales y otros que por vía oral han pasado de padres a hijos. En suma, resulta evidente el interés y valoración asignada a dicho entorno para la construcción de un relato fundacional, y de paso darle un impulso a un sector tan tradicional del sector sur de Punta Arenas, cuya historia fluye a flor de piel. Como población que viene sufriendo hace años la pérdida de sus ancianos, quienes encarnan la memoria de Río de la Mano, a través del testimonio de algunos de ellos y sus descendientes se ha buscado contribuir a llenar ese vacío para establecer vínculos con el pasado. Este ejercicio no sólo ha permitido escarbar las raíces del sector, sino también indagar en diversos aspectos identitarios que han marcado a quienes fueron los primeros niños de este naciente barrio y se empaparon de una comunidad. Para quienes pertenecen a este espacio vital, hay una noción clara que la población de su sector alcanza a unos 2 mil habitantes -Según el censo del año 2002, aquel barrio arrojaba un total de 2.800 habitantes y 856 viviendas-, siendo sus límites: Pérez de Arce (norte), Briceño (sur), Zenteno (oeste) y Avenida España (este). La meridiana claridad acerca de su delimitación actual habría sido un verdadero quebradero de cabeza hace poco más de 60 años, época en la que Punta Arenas era una ciudad pequeña aunque en plena expansión. 11
Si en la actualidad Río de la Mano representa una suerte de Valparaíso en miniatura –aspecto que veremos más adelante-, con singulares pendientes, miradores y micro espacios de particular belleza, en la década del ’50 la película era otra. Su carácter campestre nos habría hecho pensar en un área verde apropiada para un paseo familiar, de cerros con dispares laderas y tupidos calafates. Esta, postal un tanto ajena a la civilización, apenas hacía pensar entonces en su ocupación en la forma de hijuelas con cierto potencial urbano, aunque en un futuro más bien lejano para esa época. Tal vez su similitud con algunas postales de aquella tierra insular llamada Chiloé, de montes “con su eterno verdor” -según el himno de la provincia-, llevó a muchos hijos del archipiélago a instalarse en dicha
ubicación un tanto “a la buena de Dios”, y como parte de una presencia especialmente notoria en el ámbito del poblamiento de Punta Arenas durante las décadas del ’50 y ‘60. Según la remembranza de Rosa Garay Matamala, transmitida por sus padres quienes figuraron entre los primeros vecinos del sector, aquellos terrenos fueron propiedad de tres importantes personajes de la sociedad magallánica, los señores Contardi, Caffarena y Turina. De ahí la denominación que se le otorgó a la actual diagonal Alcalde Turina, y del pasaje Caffarena, como primeros propietarios de lo que en su época fue un loteo grande (llamado Loteo Carlos Bories), “que eran sitios baldíos y que lotearon y vendieron, y se lo vendieron a la gente que en ese momento estaba interesada en construir”, agrega Rosa. 12
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“Años luz” en perspectiva Uno de los más antiguos del sector es Erasmo Ojeda Silva, 88 años, peluquero oriundo de Puerto Montt, quien llegó en 1949 a Magallanes procedente de las minas de plomo de Puerto Cristal, por el lado de Buenos Aires. A su llegada recuerda que “hubo una vez una toma de tierra, entonces me trajo un colega peluquero y vine acá, a esta parte me trajo él. Entonces yo hice aquí una casa tipo mediagua nomás, de tres piezas, cocina, comedor, dormitorio, esas cosas así. Y fui la segunda persona que llegó a este lugar, porque anteriormente había un señor Bahamonde que llegó primero que yo”. Desde 1953, año en que se instaló, sigue el pulso de los tiempos desde su vivienda de Zenteno N° 1937: “Me mantengo acá porque acá fue donde me establecí con mi señora y mis hijos, entonces le tomé cariño a esto y sigo acá. Ahora cuántos años más viviré, no sé”. Hace seis décadas nevaba hasta 80 centímetros de nieve en invierno, y como no había calle él empezó a hacer gestión, limpiaba su sector hasta llegar a la calle Prat –donde hoy se emplaza el Liceo María Behety-. Ningún otro vecino se motivaba, así que él barría solo, aparte que si no lo hacía no podía salir por ningún lado, “porque todo era un cerro con árboles, matas de espina, qué se yo, todas esas cosas. Todo esto había pertenecido al barrio San Miguel, y después fueron cambiando la estructura de nombre, de calles, de todo, poniéndole calle Pérez de Arce, Gaspar Marín, Juan Enrique Rosales (antes de que surgiera el barrio 18)”. Después vino la población 18 extendiéndose para arriba.
Grafica que había un polígono de tiro que se ubicaba por otro lado, “como a dos kilómetros a continuación hacia el cerro, y por allá igual por el Barrio Sur, por ahí donde está el Líder, que es ese supermercado, por ahí creo que era donde disparaban”. Don Erasmo aún sigue cortando el pelo y fue en aquel oficio donde volcó su veta artística, la misma que lo llevó a estudiar un año arquitectura en la Universidad en Valparaíso, debiendo abortar por las obligaciones familiares de ayudar a educar a numerosos hermanos. Sin embargo, él orientó a su hijo Alejandro a que cultivara el arte en cuanto a dibujar y pintar, entre otras cosas porque “salió mejor que yo”, resalta. Este talento innato lo vuelca hoy como retratista y caricaturista del Club Regionalista La Perla del Estrecho. Otro rostro emblemático es el de Teresa Andrade Vera, domiciliada en Francisco Antonio Pinto N°61, quien atiende uno de los boliches más antiguos de la ciudad. En 1959 llegó al sector desde el pueblo de Chonchi. Ella estuvo casada con otro esforzado colono, Francisco Macías Andrade (Q.E.P.D.), que trabajaba en la estancia Cameron, con el cual tuvo dos hijos, quienes se prolongan hoy en dos nietos y dos bisnietos. De este lugar, en el que antes no había nada, rememora: “Era un pantano acá, sólo esta casita estaba, pero era un ranchito”. Artífice de ella fue su cuñado, Santiago Macías Andrade, quien pasó por allí primero, “y cuando nos vinimos a quedar aquí él lo agrandó. De ahí lo empezamos a arreglar cuando quedamos ya nosotros de dueños”. 16
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Su historia magallánica parte un 18 de septiembre al llegar como muchos colonos por vía marítima, haciendo el segundo viaje del buque Navarino a estos lares. Al momento de instalarse recuerda que aquella subida de Francisco Antonio Pinto “era como un caminito de ovejas en Chiloé, y estaba lleno de calafate y un solo pantano. No había nadie, con la excepción del vecino de enfrente, casado con la señora Eliana (Vivar) quien tenía un ranchito”. Él era el único morador y había hecho su servicio militar en el Pudeto junto a su marido. De ahí, entre los vecinos “a pala y picota” se motivarían a abrir un camino y después los apoyaría un camión de la municipalidad para ir buscar el ripio de afuera. Mientras los varones ripiaban ella les hacía los sándwiches y ponían el vino, pues ya tenían el negocito. Su local nunca tuvo nombre, y con los años abrieron otro almacén al que le decían “El Chonchino”, dada su procedencia, en la esquina de Prat, donde el barrio 18 de Septiembre limita con Cerro Primavera. Cuando llegaron ahí tampoco había casas y andaban los vacunos sueltos. Tampoco había vehículos, por lo que debían traer los víveres o tarros de tomate y de durazno con una malla. En ese tiempo ya estaba el supermercado Listo, y al poco tiempo después Codina, al igual que Duncan Fox, “que tenía un negocio grande a la orilla de la playa”.
La multiplicación de las tablas Muchas de las antiguas viviendas que permanecen en pie han pasado mediante sucesión familiar a ser habitadas por los hijos y nietos de esos primeros pobladores. Una de ellas es Rosa Garay Matamala, hija menor de Gilberto Garay Barrientos y Rosa Matamala Poblete. Su casa se ubicaba frente a la fábrica de bloques del finado Orlando Vásquez, que el mismo vecino levantó con la materia prima que desarrolló durante años. Rosa tiene el honor de ser conocida como la hija de quien fue el peluquero del vecindario, y aquellas mismas cuatro paredes albergan hoy los más emotivos recuerdos, partiendo por esos detalles tan propios de una auto construcción que la casa atesora. Ella señala que desde que se construyó ha tenido varias remodelaciones, pues así lo ha requerido, aunque la estructura original se ha conservado: “Es tan así que cuando tú entras al dormitorio de mi hija las tablas crujen, ya que son las mismas a las que tuvimos en algún momento que ponerle gato hidráulico por abajo para mantenerlas fijas, porque económicamente es demasiado oneroso pensar en que vas a levantar la casa, poner base de cemento y volver a sentarla. Sólo esta parte tiene base de cemento, el resto está sentada en poyos”. Rosa evoca que cuando su familia se asentó con cuatro niños en el sector, y al poco tiempo cinco: “Mi hermano mayor, José (que está fallecido ya), Estela, que es la que le sigue, Omar Alfredo, Tamara y yo. Yo no llegué al sector, porque yo nací en el Río de la Mano, ellos llegaron el año 64 y yo nací el año 66, así que pueden sacar cuentas”.
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Su papá, quien trabajaba como carpintero en Asmar Magallanes (jornal civil), nunca tuvo la manifiesta intención de instalarse allí, y terminó adquiriendo una porción de terreno relativamente grande, pero no porque él tuviera ese interés. Rosa explica que aquella era la hijuela que un compañero de trabajo había comprado, sin contar que nunca llegaría a ocuparla a causa de una repentina separación conyugal. “Y cuando (Gilberto Garay) le dijo a mi mamá que había adquirido un espacio tan grande, ella le dijo: ‘construye en un costado para que el otro lado te quede para hacer gallinero (porque en ese tiempo todavía se podía tener gallinas en este sector)’”, añade. Por otro lado, el río corría por la parte de atrás del terreno, que en ese momento no estaba tan claramente urbanizado, y a su madre, de acuerdo a la perspectiva en esa época, el instalarse ahí le ofrecía la posibilidad de siembras y regadío, aun cuando no tenía muy claro si el agua estaba habilitada para el riego: “Entonces le hizo sentido asentar su casa y un gallinero y un invernadero al lado de un río, era casi una casita soñada...
En ese momento él empezó a construir y lo tuvo mucho tiempo sin hacerle nada. Y mi madre a escondidas guardaba de la plata que él le daba para el almuerzo”. Entre quienes en ese tiempo vendían carbón o leña, Rosa destaca que pasó un día un hombre ofreciendo tablones, y su mamá vio allí la posibilidad de invertir toda la plata que tenía guardada. Le compró todo el cargamento. Al llegar esa tarde su papá del trabajo a la casa que entonces arrendaban, en calle Óscar Viel, él le preguntó qué era lo que había comprado. Rosa recuerda que su mamá le dijo: “Ésos son los primeros palos de tu casa. Y en la tarde mi papá tuvo la misión de bajar desde Óscar Viel hasta acá en Río de la Mano con los palos al hombro para traerlos y empezar a montar los poyos que fueron la primera parte de la construcción de la casa, antes de cercar incluso”. Y cuando su padre llegó al sector se encontró con los vecinos que ya más o menos había: “Era un caserío de 10 a 15 casas, no más que 22
eso. Algunos que habían adquirido propiedad y paulatinamente, en la medida que se fue poblando, comenzaron las primeras tomas”. Las tomas eran de noche y, a juzgar por su singular modus operandi, eran algo singularmente simpático, porque “en el día tú parabas cuatro palos al lado de otro esqueleto de casa que se estaba construyendo al lado, y cuando llegabas al otro día en la mañana había otra casa en un lugar impensado”.
porque la gente comenzó a construir allí y el municipio de la época obviamente no tuvo argumento para retirar las casas, entonces ocuparon sitios municipales desocupados que estaba destinados a áreas verdes y esa fue la forma en que llegaron”.
A raíz de ello, esta nativa pobladora remarca que se fueron poblando los cerros de una manera muy similar a como se hizo en Valparaíso: “Las casas asentadas dentro de los cerros fue producto de las tomas en realidad, veían que habían casas, y si ellos pueden construir por qué yo no (se decían), ellos nunca preguntaban: pero ustedes compraron, entonces ellos tomaban el sector. De hecho, hasta donde yo conozco relativamente, el plano regulador de la época y la distribución de entonces, desde la esquina hasta la vereda del frente hacia el sector sur estaba destinado a áreas verdes que eran terrenos municipales. Y esos sitios fueron tomas, 23
Lo que el río se llevó Un amplio sector de tonalidad verde que se torna amarillento en otoño es el que puede divisar desde el mirador de Pérez de Arce, y que corresponde a generosos patios en los que el tiempo parece haberse detenido. El vecino Manuel Canales ostenta esta vista maravillosa a sólo algunos pasos de su vivienda y está emparentado con gran parte de la historia de su barrio, porque justo por su casa pasaba el río y sufría las consecuencias de la inundación. Como parte de un barrio antiguo, nacido y criado en su límite norte, en calle Pérez de Arce, destaca tener la suerte de conocer a la vecina más antigua del sector, la señora Benilde Saldivia que llegó a vivir en 1921 apunta Manuel Canales Antes del abovedamiento del río, señala que había un túnel que primero llegó hasta Avenida España desde 21 de Mayo (playa), y después hasta Señoret. Posteriormente en el año 1959 empezó la canalización desde Avenida España hasta Manuel Señoret. La última inundación grande de que tiene memoria fue a mitad de esa década. Con su hermano Fermín tendrían unos 10 ó 12 años.
Este último a su vez recuerda cuando su tío Lucho les contaba que en la casa donde hoy vive en Pérez de Arce (al llegar a España), “ahí pusieron 300 cajones para que el agua no avive, para hacer peso, porque la casa se va moviendo. Fue en el mes de los deshielos”. En aquel entonces una pasarela grande que había allá acá fue arrancada y se atravesó justamente en la boca de la vertiente y comenzó a arrastrar piedras. Cuenta que en verano era común ver pasar arreos de vacuno por Avenida España al igual que caballares y ovejas que iban destinados al matadero, y en el verano los corderitos, dos veces a la semana. En invierno iban a patinar a la laguna del regimiento Pudeto y “donde está el zanjón, las casas, nosotros andábamos en patines entre las matas y le sacábamos el quite”. Ya más grandecitos iban donde estaba la maestranza municipal, porque ahí dejaban los caballos de los carros y ellos los iban a lacear. En tanto, del regimiento Pudeto iban a hacer ejercicios en la parte de arriba de aquellos terrenos.
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Manuel también destaca la pertenencia territorial al Club Deportivo Titán mucho antes que surgiera el Río de la Mano. Según Fermín, la primera cancha de fútbol de la 18 de Septiembre estuvo donde hoy se ubica la escuela. “Ahí jugábamos nosotros, nosotros teníamos un equipo que se llamaba los Barrabases. Cuando les fuimos a jugar a la 18, les sacamos la cresta y después nos corretearon a piedrazos”, recuerda. En el plano social, su hermano que señala la cercanía con los vecinos inevitablemente desembocaba en una amistad en la que, aparte de las invitaciones a comer empanadas, prietas o chunchules, no faltaban los ofrecimientos para ser padrino de algún hijo o bien el joven que se enamoraba con la hija del vecino: “Primero se enojaban, pero después bueno, ya está bien, son tan trabajadores, y se armaba el compadrazgo. Mi madre, por ejemplo, era comadre de la señora Benilde, de la Quiche, de los López Parra, porque (su hijo) Fermín era el ahijado de los López Parra, y mi mamá era la madrina de la Belza, que también es otra señora antigua que tiene como 92 años (Betsabé Galindo López)”. 29
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Escenario infantil Hacia el sur, los vecinos más antiguos estaban como seis años asentados en la cuenca cuando el padre de José Francisco Macías Ojeda bajaba al sector a hacer instrucción de tiro. “Sin pensarlo aquí encontró casa, dos piececitas que había acá”, refiere Pancho. La llegada de su familia se produjo hace 51 años desde San Julián, Argentina, traslado que lo sorprendió a él ya en el vientre de su mamá embarazada cuando salió de allá. Ellos formarían parte de una segunda generación crecida en los lindes del río. Uno de los recuerdos lindos de su niñez para Viviana Aguilar, hermana de Francisco, es el río, que debía cruzar para ir donde su abuela: “Había un rajón de madera grande, uno hacía equilibrio, cruzaba, de repente te caías, te mojabas, y en otra parte del río había un puente colgante que te daba mucho susto porque era muy alto. Claro que ese sector después tuvieron que rebajarlo, empezó a caer con las lluvias, pero era muy entretenido, jugar en la nieve, tirarse en trineo de los cerros, arriba de tu bolsón, con los trineos, tratar de imitar a mi hermano que jugaba con sus palillos con una lata con los otros niños”. Los varones jugaban a la guerra de los cachitos de papel. Otra entretención del barrio era sacar las grosellas y frambuesas de los patios de los vecinos, jugar al escondido entre los muchos recovecos del sector, divertirse con el tejo, jugar al elástico o ir a misa y hacer maldades en la capilla que había en el sector. De todos los momentos especiales que Ema Aravena vivió en su infancia, pocos le hacen el peso a la Navidad y Año Nuevo, según refiere: “Llegaban las 12 de la noche y uno recorría a todos los vecinos y ahí a una le regalaban jugo, le regalaban un pedazo de torta y era lindo, porque uno se quedaba un rato ahí y seguía, era como: salgamos porque vamos a comer harta torta, harto dulce y de eso uno se acuerda”. Aquel escenario infantil de juguetona alegría marcó esa época, como barrio joven donde había de dos a cuatro niños en todas las casas, según rememora Viviana. Algo muy bonito y rico era ir a comprar turrón y cachitos donde el señor Bahamóndez, a quien cariñosamente le decían el “señor de los cachitos”. Él llegaba incluso a vender sus dulces al Parque María Behety donde estaba la cancha de fútbol, que era un anfiteatro natural. Hasta allí fueron muchas veces a jugar, entretenerse, hacer paseos o ir de picnic, por último con un pan y una bebida. Hasta que aquel espacio se transformó en lo que ahora es la cancha del Barrio Sur.
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a la Argentina, como lo hacían muchos en ese tiempo: cruzaban a través del río Mayo y llegaban a trabajar en estancias como ovejeros (campañistas) y él pasó todo el tiempo que estuvo en Argentina en el sector de San Julián, en aislada y solitaria faena en el campo. A pocos meses de casarse, un día cualquiera ella le dijo a José: “Nos vamos a la ciudad, viejo, Coyhaique o Punta Arenas”. Él tenía 45 años y su mamá unos 34 años. Al final, eligió a Punta Arenas y se vino uno o dos meses antes a comprar una vivienda de entre las pocas que había a la venta en esa época. “Cuando llegamos el año 64 como que ya estaban todos los terrenos lis32
tos. De hecho, como nosotros llegamos a una casa donde ya vivía gente estaba como todo instalado ya, era una casita de cuatro piezas, bien chiquitita donde estaban el negocio, la cocina y un dormitorio, y el baño afuera. Era todo campo, pero ya estaban las casas, la gente se había venido. Porque hubo otras personas que vinieron mucho antes y cuentan de las matas de calafate, de que pusieron así sus banderitas y tomaron los terrenos, pero eso es mucho antes”, relata Viviana. En el que sería su nuevo hogar habilitaron un almacén, “El Criollito”, el cual empezó a funcionar el 17 de abril de 1964, según lo consignan los registros del libro de compras y ventas: Dos de los hermanos de su papá vivían en Punta Arenas, uno de los cuales tenía almacén en la parte baja 33
Aunque algo más “crecidita”, su vecina Susana Ugarte Cárdenas rememora como algo fantástico el haber vivido su niñez en un campo: “Con matas de calafate, con cunetas, con hoyos, yo aprendí a andar en bicicleta tirándome de un cerro, sin ruedas, sin cadenas, sin nada, nos tirábamos nomás. Teníamos un río, en el cruce ahí de Serrano casi con pasaje Contardi existía un puente colgante, y cuando se desbordaba el río yo tenía al tío Bahamóndez, que vivía aquí arriba, el turronero, él se ponía unas botas de goma largas y nos esperaba y al hombro nos cruzaba para poder venir a nuestras casas”. En contraste, décadas después “ahora vivimos a unas cuantas cuadras del centro”.
Sentido de unidad Como un hecho complementario, Rosa señala que los pocos pobladores recién afincados en forma paulatina empezarían a organizarse bajo el empuje del recordado Demetrio Salas, que ya está fallecido, y del también difunto vecino Chacón, el que rápidamente tomó una suerte de liderazgo, “porque él fue el que conversó con todos los vecinos que se estaban instalando y él fue el primer presidente de la junta de vecinos. Y mi papá (Gilberto Garay) era el secretario de la junta de vecinos y el finado Demetrio Salas, el tesorero. Ellos conformaron la primera directiva de la junta vecinal del Río de la Mano de esa época, que aún no tenía número de Junta 23”. Como referente siempre citado como fuente de información del sector, Yolanda Bórquez Ramírez, natalina, asevera que su grupo familiar fue el primero en llegar a vivir al cerro que da hacia Pérez de Arce, en 1961. Casada con Humberto Aguilar Aguilar, recuerda que en ese tiempo su suegro se enteró que vendían sitios que eran propiedad de la familia Turina: “En ese tiempo Chacón era el dirigente, que también fue de Natales, él estaba encargado de acomodar a la gente en su lugar y ahí llegamos. Mis suegros llegaron a vivir arriba, estos sitios son de 10 por 50 metros de largo, las tres casas son del mismo sitio y la casa del suegro era la principal (Al medio vive su cuñado Héctor Aguilar)”. Aun cuando en esta suerte de poblamiento no se daba esa misma solidaridad que tiene la gente de Chiloé de hacer mingas para construir casas, sí había un mínimo denominador en común: todos estaban en la misma parada. De manera que ellos comenzaron a organizar a los vecinos, lo cual permitiría captar algunos esfuerzos compartidos. Según Rosa, sí se daba la solidaridad de “oye, préstame tu martillo, o me falta un palo de este largo”, y eso hizo que este sector exhibiera una mística de solidaridad muy importante. Una cercanía especial en el plano humano destaca Eliana Vivar Vivar, quien llegó el año 64 con su marido José Torres Torres, procedentes ambos de Achao. En aquel “continente” nuevo, esta chilota agradecida recuerda de aquellos tiempos a su vecina, la señora Tránsito Gallardo, quien era 34
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de Chonchi: “Sí, ella era como mi mamá cuando yo llegué, porque yo no conocía a nadie (…), cuando uno llega a otro lado no conoce a nadie. Entonces ella me venía a ver y me enseñaba, yo era jovencita, 19 años tenía y ella venía a darme consejos, porque yo vivía sola en una casita chiquitita y mi marido tenía que irse al campo”. Tan fuerte se dio aquel vínculo que su familia terminó emparentada con la de aquella entrañable abuelita. Viviana Aguilar resalta como característica distintiva de este sector, que incluso se mantiene hasta hoy, el hecho de que sus habitantes usualmente saben quién vive al lado, quién vive al frente y, pese a ser un barrio antiguo con mucha gente de la tercera edad, siempre hay familiares cuidándolos y la persona más próxima “sabe que este vecino está solo y si no lo ve en el día va a ir a golpear la puerta, va a ir a verlo, va a llamar a un hijo, pero todavía está ese sentido de unidad, de unidad en este barrio Río de la Mano”. La solidaridad no es un elemento aparte en esta cuenca de caprichosos relieves. Rosa Garay recuerda que hace más de tres décadas, en la esquina de calle Patagona con Serrano hubo un incendio, y se quemaron dos casitas donde vivían chicos que habían nacido en el sector, coetáneos a ella y sus hermanos. Un par de días después, durante el fin de semana los vecinos organizaron un beneficio, señala: “Pasaron por todas las casas pidiéndote las cosas que te sobraban, la loza, frazadas, sólo (con) la gente del sector. Y se instalaron los vecinos, entre ellos el mismo vecino Demetrio Salas, el vecino Paredes, que está saliendo de la diagonal Turina, y que eran maestros de la construcción, y ellos les aportaron los materiales que necesitaban y les levantaron la casa en dos días, en un fin de semana, (con la ayuda de) todos los vecinos. Y ellos hicieron comida en el patio de atrás, que es un patio que colinda con el cerro, que es el pasaje Aconcagua”. Resalta que gracias a la solidaridad de los vecinos, los perjudicados con ese siniestro, y en especial los niños, tuvieron un techo, y “todo ello gracias a una mística que se da en muy pocos sectores, porque todos los niños o damnificados de ese incendio habían sido niños de este barrio, eran todos conocidos, él es el hijo de…, el hermano de…, todos se conocían. Ese era el rescate que nosotros podemos hacer hoy en una ciudad donde nadie conoce al vecino, nadie sabe quien se instala, las poblaciones se venden con las casas, se te entregan las llaves y tu casa está construida, acá no fue así, fue todo autoconstrucción”.
Empuje familiar En 1964, a la edad de 5 años llegó al sector Viviana Aguilar, hija de José Macías y Ester Ojeda, cuya historia resume la de muchas otras familias de la época. Su mamá enviudó cuando ella tenía 3 años y medio y entonces vivían en la Patagonia argentina. Ester Ojeda terminó casándose con un amigo de su difunto esposo, también chilote. Oriundo de la comuna de Chonchi, José Macías ya había estado antes en Punta Arenas donde hizo el servicio militar. Posteriormente regresó a Chiloé, estuvo un tiempo y de ahí se fue a caballo 37
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de su casa habitación de Avenida España con Óscar Viel (“El Tocornal”). Recuerda a su madre como una mujer muy luchadora y con carácter, y a la vez muy agradable, “pero el viejo era su ‘chichecito’, mi viejo no se dedicaba tanto al negocio, él ayudaba pero mi madre era quien llevaba todo, era la ama y señora”. Cuando llegaron al barrio había varios almacenes chicos dentro del sector, como el negocio de la señora Segovia, que trabajó muchos años vendiendo el diario en las mañanas frente al BancoEstado, así como lo hacía la vecina Herta Bórquez afuera de la librería Florentino Fernández y don Exequiel Díaz, con su manera muy particular de vocear La Prensa Austral.
Viviana recuerda también al señor Monsalve, con su emporio en calle Serrano, y a la señora Villarroel en Patagona, también fallecida, y a un señor Catalán. Al frente tenían a Samuel Aguilar, que también tuvo almacén. En una esquina próxima se ubicó el local de Rottemburg, que después pasó a la familia Ritter, quienes hace muchos años ya se fueron del sector. Los Macías Aguilar partieron con un pequeño almacén, y posteriormente traían muchas cosas de afuera como el vino, que venía en barriles de 150 y 160 litros en barco desde Santiago y Valparaíso, y se lo iban a dejar en camión. De ahí se distribuía a varios bares del centro, que iban a comprarles en damajuanas. “Se utilizaba el sistema de libreta o del
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papelito, casi todos los vecinos tenían su cuenta y no era necesario un documento: con la libreta bastaba y con un apretón de manos se hacían negocios. Posteriormente fue creciendo el almacén, se fue convirtiendo en un pequeño mercado, mucho más grande de lo que está actualmente, pero ya con la llegada de los supermercados, las tarjetas y los créditos de otro estilo entonces el almacén comenzó a decaer, como le ocurrió a muchos pequeños almaceneros”, relata. A su vez, Francisco ratifica que su mamá tenía el negocio, y su papá era el encargado de las compras. En aquella época vendían cualquier cantidad, tanto que ni siquiera tenían tiempo para cambiarle los pañales, según le han dicho.
La bodega que tenía su papá era tan amplia que traían 200 a 300 sacos de papas, 10 a 15 sacos de zanahorias, además de cajas, y en ese tiempo de todo Punta Arenas les iban a comprar. Llegaron a tener 300 libretas que sumaban los pedidos de sus clientes. Se sostenían con productos nacionales y muchos productos importados, “porque había una distribuidora que estaba en calle Errázuriz frente a Investigaciones, Antonio Steric. Y me acuerdo, porque yo siempre acompañaba a mi papá o a mi mamá y estaban los chocolates suizos, las jaleas inglesas, el jam (mermelada), todo ese tipo de cosas, eran productos extranjeros”, señala Viviana.
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Aunque también había carnicería por allá, se dio una vez que, aparentemente a raíz de una huelga, hubo una Navidad o Año Nuevo en que no se faenaron corderos. Su padre vio allí una oportunidad y compró corderos en pie para quien quisiera comprarle, habilitando una lista de 30 ó 40 cupos disponibles. Aquella vez sus hijos chicos debieron ayudarle a carnear corderos en su propia casa, algo que ahora sería impensable. Su almacén, carnicería y depósito de licor ha funcionado por 51 años y actualmente lo atiende su hermano, José Francisco Macías Ojeda. “Cuando ya empezó a decaer, mi hermano se hizo cargo de este almacén y él empezó a trabajar otro tipo de cosas, lo que es comida, comida típica chilota, milcao, prietas, empanadas, chicharrones, manteca, carne ahumada”, agrega Viviana. Además de continuar con una tradición, destaca que es un lugar de encuentro, pues cada vez que ocurre algo dentro del sector siempre donde se consulta es en dicho almacén.
Un sector sufrido Más allá de las inevitables comparaciones con Valparaíso, diversos hechos han definido a Río de la Mano, otorgándole una historia con sus propios bemoles, bastante dejada de la mano de Dios -o de las autoridades de turno- durante mucho tiempo. Haciendo un poco de historia, Viviana se retrotrae a cuando su padre José hizo el servicio militar el año 41. De aquel entonces contaba que los traían a prácticas de tiro a este sector, cuyo terreno era muy blando, por ende tampoco era muy apto para construir; “ahora no tanto, pero hace 15 años todo temblaba cuando pasaba un camión”. Aquel período infantil fue sacrificado para todos, ya que al no tener agua potable debían salir a aprovisionarse con una damajuana o una jarra hasta una cañería ubicada en Serrano, y después desde una vertiente que estaba atrás en el pasaje Patagona. Incluso cuando se cortaba el agua en otros sectores no faltaban quienes acudían a surtirse. Aquellos también eran tiempos de la leña y el carbón. Sus cuadras -pese a ser pocas- tampoco conocían el pavimento. Ni hablar del Río de la Mano, que pasaba por el pasaje de atrás de su casa y donde un tablón hacía de puente. No era raro que el sector se inundara y que la lluvia, dada la blandura de los terrenos, fácilmente los erosionara, cediendo el cerro; razón por la que recuerda que hace años debieron sacar casas desde arriba en Briceño, en Briceño con pasaje Caffarena, en pasaje Patagona y Pérez de Arce. Algo más bien cercano a un paisaje campestre sugieren las evocaciones de infancia de Adela Cárcamo Oyarzo, hoy dirigenta vecinal: “La explosión de pobladores fue desde el año 1960 en adelante. Antes de aquello puede que hayan sido muy pocos... Y lo recuerdo porque mis papás tenían piños de ovejas y aves de corral, además de patos y gansos que iban al río todos los días; y mi hermano mayor y yo íbamos a jugar ahí. Una vez que comenzaron a poblar, se acabó la crianza de ovejas y las aves ya no salían del patio”. 42
Rosa Garay describe mejor que nadie el universo singular de su sector: “Río de la Mano está rodeado de cerros y para nosotros es nuestro valle, porque en realidad es un valle ya que está rodeado de cerros y también tiene una particularidad climática. Cuando hay sol en la mañana acá se ilumina todo y cuando se pierde el sol para nosotros tú sales de la diagonal Turina a Avenida España y en el resto de Punta Arenas hay sol y acá no. Lo mismo en el invierno cuando acá hay nieve y escarcha se demora más en irse”. Nadie ajeno al barrio podría imaginarse la manera en que aquella bendita configuración jugaría en contra de los vecinos como lo grafica la propia Rosa. Señala que en su época infantil, alrededor de los años 1977 y 1985, cuando su mamá iba al supermercado y tomaba locomoción de vuelta en el centro, el taxi no quería entrar hasta el Río de la Mano y quedaba en Pérez de Arce con España, ya que el chofer le decía que después no podía salir. Esto, debido a que la nieve se conserva por efecto de los cerros y en invierno a las cuatro de la tarde ya no tienen sol. Su ex vecina Viviana Aguilar corrobora que el tránsito no entraba al sector: “Los taxis te dejaban en Avenida España con Serrano, hasta ahí llegaban, porque como no había pavimento, eran puros hoyos; en Serrano con Patagona a la vuelta siempre hay como más frío ahí, entonces la escarcha duraba más tiempo (en invierno), y los taxis no querían tener problemas, accidentes”. Manuel Catelicán Lepido recuerda que nunca se pudo mantener una locomoción colectiva, porque hubo varias tentativas: “Primero había unas micros pequeñas, pero como el terminal quedaba más arriba para el cerro, cuando pasaban por acá ya iban llenas y la gente se aburría de esperar, e iban a esperar micro a España o bien acá arriba por la (calle) Prat, por la 18”. Aunque después también hubo algunos intentos con taxis colectivos, señala que de la misma manera no se pudo concretar. Claro que esta postergación del sector se arrastra de décadas anteriores. El mejor ejemplo lo aporta Rodolfo Díaz al aludir el hecho de sentirse siempre un poco aislados del resto de la ciudad, siempre olvidados pese a figurar dentro de la población más antigua de Punta Arenas: “Por ejemplo, aquí cuando pusieron la luz eléctrica, porque esto es 220 volts, nosotros aquí en este sector teníamos 110, cuando prendían los postes no tenían poder los motores de la usina y las luces alumbraban como una vela, porque bajaba el voltaje. Cuando avisaban una semana antes que iban a cortar la luz por algún arreglo acá se cortaba primero, porque era 110, bajaban el voltaje y se cortaba la luz”.
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Aura de leyenda Aun cuando estrictamente no podía hablarse entonces de “bullying” o acoso escolar, Rosa Garay recuerda incluso que la molestaban en el colegio por decir que era del zanjón del Río de la Mano, pues el solo nombre les parecía raro; “entonces tenía que decir que era del barrio Sur”, confiesa. Mucho de su formación y carácter se la debe a la impronta materna, de una mujer se desvivía trabajando por su familia e hijos, pero que además escribía y le daba mucho valor al libro, por lo que era común que leyeran con vela en la noche. No faltó una vez en que le preguntó a su mamá el porqué del nombre del sector. Ella le dijo que cuando las primeras personas se instalaron allí, trataron de no hurguetear el río, porque éste tenía que seguir su cauce natural y había que respetar la línea que éste seguía. A raíz de ello, su madre le dijo que cuando empezaron a trabajar, a socavar un poco el río, para hacerle más espacio y no se meta a los patios, encontraron una mano supuestamente de un indígena: “A mí no me hace mucho sentido eso que sea la mano de un indio, pero eso yo lo he reflexionado hoy… Porque de la época que me están hablando, de la era de los sesenta, esto ya no estaba ocupado por aborígenes”. Con el tiempo se tejió otra historia, agrega, la de “un trabajador de un aserradero que estaba a la salida del río de la Mano, es decir yendo hacia Cerro Primavera, y el hombre trabajando se cortó una mano y la mano cayó al río”. Aquello se habría producido a raíz de una maldición lanzada por su madre luego que éste le hubiera levantado la mano tras enrostrarle ella su mal comportamiento. “Ésas son las dos historias que yo conozco de por qué se llama Río de la Mano, pero de que hubo una mano en el río no me cabe la menor duda, porque sino nunca le habrían puesto Río de la Mano”, puntualiza. Aquello lo corrobora Susana Ugarte señalando como protagonista a un joven que vivía al comienzo de Río de la Mano: “Allí había una casita muy pequeñita donde vivía él solo con la mamá, un día el joven llegó con trago y le quiso levantar la mano (…) y la mamá no encontró nada mejor que con un hacha cortarle la mano y tirársela al río. Es la historia que sé y esa mano se vio correr en el río, dicen que la vio mucha gente y por eso le pusieron Río de la Mano”. Pero hace la salvedad que aquella población se llama Carlos Bories, y Río de la Mano es como un apodo que le dejaron en esos años. La octogenaria Teresa Aravena, a su vez, refiere un hecho similar al de todas las historias, en que la victimizada mamá maldice al hijo por haberle levantado el brazo y le dice que algún día le pasará algo en su mano. Y un día el joven pierde su extremidad y ésta cae al río, pero en el agua “se formó una mano y la gente vio como en el río iba la sangre, pero la sangre tenía la forma de la mano”.
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Espacios de todos Aquel sector de gran inquietud social no sólo llegaría con los años a tener su propia capilla, sino que también sería capaz de catalizar un sentimiento en común como lo era la necesidad de brindar ayuda a los vecinos del sector. Adela Cárcamo alude que en esos tiempos había mucha carencia y allá por el año 1963 un grupo de vecinos comenzó a reunirse en la casa de Exequiel Díaz, quien fuera uno de los primeros presidentes de la junta de vecinos, además de dirigente de los suplementeros. Esto daría pie para formar la Agrupación de Acción Social, de ahí con mucho esfuerzo, se abocaron a la construcción de la capilla del Buen Pastor.
Según evoca Viviana Aguilar, su primer y modesto templo se ubicó en la calle Manuel de Salas con Zenteno, fruto del empuje del padre Alejandro Goic Karmelic. Recuerda que a cada vecino que iba a ayudar él le daba un pequeño vasito de vino de misa: “Ese era el pago por el trabajo que realizaba. Y como aquí en el barrio habían muchos maestros carpinteros, entonces ellos llegaban de su trabajo, comían algo y después iban a ayudarle, porque el curita les daba un vino rico de misa, aunque era una pequeña cantidad, pero ellos felices ayudaban”. En aquel espacio de fe se comenzaría a preparar niños para la Catequesis y actividades como la Contribución a la Iglesia (Cali), etc. Su núcleo estaba conformada por señoras de este mismo sector como Fresia Latorre, 48
las hermanas Montecinos y Ema de Segovia, por nombrar a algunas. Ema Aravena resalta que nada sería lo mismo “si no fuera por gente como la vecina Gloria o la hermana de ella, que son vecinos de toda una vida, porque ellas estaban siempre en la iglesia, lo que era la Capilla del Buen Pastor en ese tiempo y nos hacían el catecismo o el rezo del Mes de María (…) y uno iba a veces por el chocolate caliente y porque la mamá nos decía ustedes tienen que ir, y allá estábamos”.
entretenidas, porque había harto canto, guitarra, bombo. Había guitarristas de primera, así que las misas eran una fiesta. Tenía un primo que tocaba el bombo, había un amigo que cantaba y cantaba espectacular, pero lamentablemente él falleció siendo muy jovencito”. Se llamaba Roberto Rodríguez y falleció de un cáncer a los 21 años. También estaba quien recuerdan cariñosamente como “Tutú”, a quien le dio un infarto a los 18 ó 19 años.
Posteriormente la iglesia se trasladó a calle Zenteno con Ramón Carnicer, donde luce más amplia y protegida, pero Viviana enfatiza que la primera capilla “era una capilla hecha con cariño, con amor, con entusiasmo y siempre estábamos ahí. Y había un centro juvenil y las misas eran
Aunque era más chico, Francisco Macías recuerda que existió el Centro Juvenil Voz y Amistad, cuyos ex miembros tendrá hoy de los 55 años para arriba. “Ahí estuvo Omar Aguilar y varios cabros de por acá”, añade. Funcionaban al alero de la Junta de Vecinos N°23, antes de que la tra49
jeran a su actual ubicación. “Por lo menos yo vi que siempre hicieron fiestas, una vez hicieron una fiesta en la casa, acá atrás de nosotros hicieron una fiesta del centro juvenil. Yo me acuerdo era chico, estaba escondido mirando ahí”, confiesa. Quien sí formó parte de aquella agrupación fue Manuel Catelicán Lepido. Este agradecido de la música nació al canto estando en el coro en el Instituto Don Bosco, y luego fogueándose como cantautor en certámenes en el Liceo Industrial, en festivales vecinales -en los que partió chiquitito el tenor Tito Beltrán- y de la canción enapina. “Ese centro juvenil igual lo formamos por la inquietud propia de los jóvenes que vivíamos en ese momento. La idea era ayudar a la gestión, al quehacer del barrio, entonces nos propusimos, nos juntamos varios bajo el alero de la sede de la junta de vecinos, hablamos con las personas que habían funcionado con la junta de vecinos, con un centro de madres, para que nos dieran cupo a nosotros. Claro que la sede era más o menos chiquitita y después la fueron ampliando y nosotros introducimos la idea que era ayudar. Por ejemplo, nos juntábamos de repente y hacíamos (cosas), pintábamos, limpiábamos, por ejemplo esas escaleras que están, como dos o tres que hay por ahí, las ayudamos a limpiar y a pintar. De por ahí la gente después nos empezó a mirar porque al principio tenían desconfianza, estos van a andar haciendo leseras y, cosas así por ahí, pero ya de ahí pasamos a empezar a funcionar de alguna manera”. Varios momento gratos vivieron en torno al centro juvenil Voz y Amistad, incluso tenían una pequeña insignia que era una palomita, añade. Muchos de aquellos jóvenes que participaron hoy son destacados profesionales. En otra vereda, Pancho Macías recuerda las peñas que durante los años ’80 tenían lugar en la junta vecinal: “se hacían unas peñas espectaculares, venían de todos lados a cantar ahí, el club deportivo lo hacía, (aunque) no tanto. Podía haber sido del 85 para adelante, venían de varias partes a tocar”.
Lides vecinales José Macías era director de la junta de vecinos cuando vino el Golpe Militar. Su hija Viviana cuenta que como todos los dirigentes de entonces estaban en partidos políticos, algunos se escaparon, a otros los detuvieron y su papá fue el único que quedó a la vista, así que lo designaron presidente de la junta de vecinos. Como tal, le tocó hacer varias cosas, y como fue una persona con pocos estudios, ella que era chica tenía que acompañarlo y hacerle de ayudarle. “En una oportunidad le tocó recibir a doña Lucía (Hiriart de Pinochet), la recibió, le trajeron ropa para los niños que estaban en el jardín infantil que había en esa época, así que ahí tuvo que cumplir con su deber obligado”, recuerda. 50
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En aquella función, agrega que él siempre bregó por el tema de pavimentos y se vio preocupado por el río que se salía e inundaba todas las casas. Incluso cuando se obstruían las tuberías por el desborde, él iba con sus varillas y destapaba el alcantarillado. “Si a alguien le pasaba algo él era el primero que estaba ahí. Por ejemplo, una vez se le quemó la casa a uno de los vecinos, y como en esta casa está construido todo, nosotros no tenemos patio, entonces le pasó su casa de atrás a este vecino para que viviera ahí mientras le construían o hacía algo, o sea, siempre en forma muy desinteresada”, agrega su hija. En una época en que estuvo de moda pintar con motivos de flores las paredes, él ideó toda una técnica usando un fondo de un color cualquiera y cortaba toallas a las que les ponía pintura y después iba girando y eso quedaba como un diseño. Después ya tuvo un rodillo con flores, y varios
vecinos tendrían la misma pintura en su casa, porque él siempre se ofrecía para ir a pintar. El 26 de febrero de 2015 dejó de existir José Macías, y la sede vecinal de Río de la Mano se abriría para que su velatorio de fuera acompañado por numerosos vecinos y familiares, toda la gente que él quería. La dirigenta Adela Cárcamo lo recuerda como una persona muy emblemática y que cuando podía ir a las reuniones en la junta él siempre ayudaba, además de privilegiar el pago de su cuota de vecino siempre dos años por adelantado. Él lo hacía por una cuestión bien práctica: “Tal vez porque el próximo año quizá no esté, pero quiero estar presente en el momento que yo vaya a fallecer y pueda ser velado en este lugar”. Y así lo hicieron, al cumplirle su gran deseo que era estar en “su casa”.
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Entre los dirigentes vecinales que lo sucedieron estuvo Manuel Vargas Calisto, quien presidió aquella junta entre 1978 y 1980. Al asumir le tocó ver una serie de problemas en cuanto a alcantarillado, ya que cuando el río subía dejaba un sector lleno de aguas servidas, que era justo donde iban a jugar los niños: “Entonces se optó primero por abrir un pasaje, que es el actual pasaje Patagona, y primero fue sin salida. Después me ayudó la municipalidad a comprar dos casas que están a la altura de Briceño para hacer una salida hacia la calle Patagona. Ahí tuve un montón de problemas, porque los vecinos no querían ceder un pedazo de terreno, que no querían vender sus casas, pero salió”. Durante su período se formó el centro juvenil Voz y Amistad, y crearon un primer comedor abierto que era financiado por los vecinos y la directiva, “que luego lo tomó la actual Junji y ahí está el centro abierto Jose-
fina”. El Club Deportivo Río de la Mano también se formó en esa época, y después un primer club del adulto mayor. Previamente hicieron una encuesta a todo el sector, que arrojó la presencia de 11 personas mayores de 100 años, todos carenciados y sin comida, así que una vez a la semana le repartían una canasta familiar a todos ellos y a otros vecinos, a los cuales también les daban onces algunos días y les tenían un banco de trabajo: “Podían trabajar ahí en la sala, que todo eso lo ponía Asmar (entidad en la que él laboraba y que siempre les contribuyó)”. Aun cuando su intención de hacer un alcantarillado para todas las personas que vivían entre pasaje Caffarena y Patagona quedó como un proyecto, lo que sí serviría de mucho fue la encuesta que hicieron, de gran ayuda en su momento al ser analizada por la asistente social de la municipalidad. 53
Núcleo boxeril Pese a que nació en 1966, dos años después de la llegada de su familia al sector, Rosa Garay baraja recuerdos hasta cierto punto de lo que fue un preliminar centro deportivo donde se entrenaba a los niños en la actividad pugilística, en plena época del auge del boxeo regional. Ese gimnasio que ideó su papá, Gilberto Garay, aprovechó una construcción que había quedado después que falleció su abuelo, la que fue readecuada. Ésta se asentaba donde se ubica el actual comedor de su casa y en este espacio su padre convocó a muchos niños del sector para que fueran a entrenar. “Él había sido boxeador, mi papá hizo de todo en la vida, porque gracias a Dios lo tuvimos con nosotros casi hasta los 90 años”, relata. En su juventud fue marino mercante tras hacer su servicio militar anticipado, a los 17 años se embarcó y después fue boxeador mientras navegó y allí entrenó un poquito. Después se contrató en Asmar como obrero y a los 40 años se jubiló por un ataque cardiaco, “y como no podía hacer ninguna actividad él comenzó a pensar: cómo hago plata, y nosotros estábamos todos chicos”. Tal coyuntura de ingeniárselas cómo ganarse la vida lo llevaría a encontrar una respuesta en los niños, agrega. “Así que los empezó a llamar y les decía: sabes que te veo que tienes el pelo un poco largo, y con esas chascas, ven p’acá, y lo sentaba en la cocina de la casa y con la tijera de mi mamá les cortaba el pelo. Y ahí se dio cuenta que esa podía ser una actividad”. Entonces un día agarró una maletita y se fue donde un peluquero de apellido Millalonco, en la población Fitz Roy, y le dijo que quería aprender peluquería: “Mi papá fue como tres tardes a mirarlo cortar el pelo y le dijo ¿tienes alguna tijera que me puedas vender? Y se compró como tres tijeritas y con eso partió y con una silla, sentado en lo que era el gimnasio primero. Y después los empezó a meter en la cocina, y después ya dijo: no, esto tengo que hacerlo de alguna manera”. Al principio los llamaba y no les cobraba nada, pero después visualizó en ello una forma de ganarse la vida y se comenzó a correr la voz que “Garay cortaba el pelo” y fue así como él tuvo la peluquería por más de 30 años. Muchos recuerdan su estampa, con su delantal blanco, anillos y reloj, siempre enjoyado y también fumando. Su local fue la peluquería del sector bajo y se llamaba El Paine, que era un nombre atractivo para la época. Según Rosa, “había muchas cosas con nombre El Paine y, más encima, dos casas más allá estaba la zapatería, una reparadora de calzados de esas que ya desaparecieron definitivamente de este sector”. Su papá falleció hace poco, en octubre de 2014, pero ya había cerrado la peluquería por ahí por 1996. Sin embargo, en más de alguna reunión social no ha faltado quien le pregunte si ella era algo de un viejito Garay que cortaba el pelo, al dejar una estela detrás de sí como protagonista de la historia.
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