Teatro - El primer capitulo

Page 1


Primera edición — Julio 2014

©

JUAN LAGUNA DE LAMO

Edita la Asociación de Escritores de Madrid www.asociacionescritores.com

Directora editorial: Chiqui Lorenzo Maqueta: A.Valero Irala Imprime: Ulzama Digital

ISBN: 978–84–941522–5–2 Depósito Legal: M–19916–2014

IMPRESO EN ESPAÑA


El teatro

Pavel Taret



El teatro

5

I

res golpes seguidos y uno más distanciado suenan en la puerta corredera del salón de actos. La puerta se abre, un muchacho alto, con gafas de pasta y el pelo revuelto se asoma al exterior. —¿Sí, que querías? —pregunta el muchacho. —¡Quiero ver a mi hermano Thomas! —dice una chica menuda y enfadada. La chica menuda y enfadada se hace hueco entre el cuerpo desgarbado del muchacho y la entrada del salón. Al fondo de la sala, un chico bajo y rechoncho da órdenes a unos y otros; el trabajo es frenético y excitante, como una relación sexual improvisada. —¡Thomas! ¡Tengo que hablar contigo! —dice en voz alta la chica enfadada. Thomas Rumter no quiere escuchar a su hermana; mejor dicho, la escucha pero no hace caso. Como un niño que le pillan infraganti, cometiendo una travesura, y adolece de inocencia para evitar el castigo. Olga Rumter se acerca a su hermano hasta casi tocarlo. —¿Qué pasa, hermano, no tienes un momento para hablar conmigo? —¡Olga, ahora estoy muy ocupado! ¡En otro momento! ¿Vale? La muchacha busca su mueca de enfado más efectiva, inclina su cuerpo hacia delante y sujeta el tronco con las manos apoyadas sobre la cadera. Debe surtir efecto, porque enseguida su hermano la agarra de un brazo y la lleva a un rincón apartado. —¡Mira que eres cabezota! ¿Qué pretendes, ponerme en evidencia delante de mis colegas y arruinar mi reputación? —dice Thomas molesto. —¡Qué reputación y qué tonterías! En cuanto a tus colegas, solo son unos cuantos taraos, como tú, que se creen que son el ombligo del mundo. Si fueras más a menudo por casa a lo mejor no tenía que venir a este sitio a hablar contigo. ¡Mamá está muy preocupada, y papá no se quita de la cabeza que tarde o temprano te meterás en algún lío.

T


6

Pavel Taret

—¿Por qué siempre tenéis que meteros en mis cosas? ¡Dejadme en paz! —Nos metemos en tus cosas porque eres de la familia y nos importas, no estás bien, haces cosas extravagantes, parece que quieres llamar la atención constantemente. —¡Vale, está bien! Esta noche pasaré por casa! —¡Sí, ven! Tenemos mucho interés en hablar contigo. Thomas lanza un ¡Uff!, mientras su hermana sale por la puerta del salón de actos. ¡Vaya mierda!, piensa Thomas, esta noche tendré que ir a ver a mis padres, con las pocas ganas que tengo de verlos; ya me podían haber tocado otros padres, pero ni siquiera para eso tengo suerte. No sé qué me van a preguntar, pero conociendo a la loca de mi hermana me puedo esperar cualquier cosa. ¿Qué les voy a decir, que reniego de ellos, de su origen y costumbres, que soy un Lomi? Seguramente mi madre rompa a llorar, es lo único que sabe hacer bien, llorar. Mi padre se quedará callado, pasará sus gruesos dedos por la barbilla, y no dirá nada, como siempre. Los trabajos en el salón de actos no tienen descanso, decenas de pancartas secan las letras doradas recién pintadas sobre el fondo azul cobalto. Las consignas han sido aprobadas por consenso, aunque Thomas Rumter ha elegido cada una de ellas. A las siete en punto, el conserje del edificio avisa que en diez minutos cerrará las puertas. Una voz llama a los muchachos del salón de actos, estos deshacen los corrillos que forman aquí y allá, y se colocan en grupo alrededor de Thomas. —¡Habéis hecho un gran trabajo! ¡Os felicito! —Dice Thomas. Bocas abiertas llenas de sonrisas y pequeños aplausos interrumpen por unos segundos las palabras del orador. El orador calla, deja que las muestras de entusiasmo y satisfacción rodeen su cuerpo, toquen su piel con una sensación liviana y burbujeante, como un escalofrío repentino que recorre su cuerpo a la velocidad de la luz. Thomas es el líder de los cachorros del PPL en la universidad central, el idealista de la nueva generación; está claro que le faltan tablas para ser un gran líder; lo más probable es que nunca llegue a primera fila: su cuerpo bajo, rechoncho, y su pésima oratoria son agravantes en su contra.


El teatro

7

Thomas Rumter sube las escaleras del número siete de la calle Eusebio Hofar hasta el tercer piso. Se para en el descansillo de la segunda planta, suspira profundamente, por un momento piensa en dar media vuelta y bajar los veinticuatro escalones que le separan de la calle, buscar una cabina telefónica y marcar el número de la casa de sus padres e inventar una disculpa coherente. Sería fácil, lo ha hecho infinidad de veces. Muchas noches Tobías Rumter y Paula Vode han esperado la llegada de su hijo apostados en la mesa camilla del cuarto de estar, en silencio buscan entre sus pensamientos algún acontecimiento que justifique el calvario, alguna excusa que mitigue el dolor sordo y constante que provoca que el menor de sus vástagos sea un inadaptado. Es incapaz de comportarse como sus semejantes, piensa Paula; cada vez que nos cruzamos con los vecinos en los rellanos de los pisos o en la entrada del portal nos ofrecen sus condolencias con leves movimientos de cabeza. Thomas toca el timbre varias veces, espera impaciente delante de la puerta A del tercer piso. Mira hacia los lados, nervioso, desea impacientemente que alguien abra la puerta rápidamente y le deje entrar. No le gusta ese barrio, no le gustan esos vecinos que habitan en las torres de pisos blancas y verdes que dominan la pequeña loma donde se ubica el barrio de Santa Felipa. Más de una vez ha comentado a sus padres que deberían mudarse a otro sitio, que ese barrio no es lugar para la familia de un líder Lomi. Paula y Tobías se miran fatigados, intentan comprender lo que su hijo pequeño quiere decir; pasados unos segundos desisten, agachan la cabeza y cambian de tema. Thomas se llena de ira, les chilla, les insulta, maldice su origen; Paula empieza a llorar, Tobías trata de consolarla, se vuelve hacia su hijo y le invita a que se vaya. Si tuviera diez años menos me levantaría y le daría un guantazo en la cara, piensa Tobías; tendría especial cuidado en romperle la nariz, para que se asustara al ver la sangre correr por su rostro y no volviera a repetir su mal comportamiento con sus padres. Cuando suena el timbre de la puerta los Rumter tienen hecha media digestión de la cena, sopa de col y pescado rebozado. Si hubieran tenido la seguridad de que Thomas iba a visitarles, habrían pospuesto la cena, o al menos lo habrían pensado durante unos minutos, tal vez hasta entablarían una conversación sobre el asunto. Paula Vode se levanta del sofá de tela a cuadros marro-


8

Pavel Taret

nes y blancos, atraviesa el pasillo oscuro hacia la puerta y antes de abrir echa un vistazo por la mirilla.Nunca se sabe quién puede estar al otro lado de la puerta, piensa Paula. —¡Hola, hijo! ¿Cómo estás? ¿Bien? —¡Bien! ¿Podemos entrar a la casa o me vas a recibir en el descansillo para que todo el mundo sepa que os he visitado? Thomas entra cabreado al interior del piso, maldice algo entre dientes; Paula le sigue unos pasos atrás, sonriendo. En unos minutos la noticia correrá como la pólvora por las escaleras del número siete de la calle Eusebio Hofar. Mañana, en apenas unas horas, los vecinos dejarán de hacer el ademán distante con la cabeza cuando vuelvan a ver a los Rumter. Por el contrario, se apresurarán a conversar con los vecinos de la puerta A del tercer piso para confirmar los rumores y devolverles el status de vecinos normales. El salón de la casa está casi a oscuras, una sombra gris y azul se mueve en la penumbra, va hacia una esquina y enciende la luz principal. —¡Hola, hijo! Ya era hora que vinieras a vernos. Thomas no dice nada, espera a que su madre cruce el pasillo y ocupe su lugar en el sofá de cuadros marrones y blancos. El pequeño de los Rumter se sienta frente a sus padres, en un sillón a juego. —¡Bueno! Aquí me tenéis ¿Dónde está Olga? ¿No me digáis que esa cabrona no ha venido? ¡Será zorra!, la culpa es mía por dejarme engatusar. —No hables así de tu hermana —increpa Tobías—. Más valdría que fueses la mitad de considerada que es ella con nosotros. —Si no os gusta mi forma de ser no le digáis a mi hermana que me busque para que venga a visitaros. Las cosas van a cambiar en muy poco tiempo, en las próximas elecciones ganaremos con mayoría absoluta, y la región de Loomria será de los Lomis, la tierra para sus propios. Vosotros solo sois invitados a vivir en una tierra ajena, no pertenecéis a Loomria. ¡Ésta no es vuestra tierra! Lo dice con rabia, como si alguien le estuviera tomando la lección para medir su grado de devoción, es un discurso aprendido a golpe de desesperación. Porque los dogmas radicales atraen a personas desesperadas que por diversas razones necesitan creer en algo, aunque ese algo sea absurdo y maligno.


El teatro

9

Thomas Rumter ansía poder, es una obsesión compulsiva que sale del interior de sus entrañas. Un aliento de venganza por soportar golpes y burlas durante toda su infancia. Sus agresores no escucharon jamás una queja, un lamento, una palabra de rechazo, mientras puñetazos y patadas iban impactando sobre su cuerpo pequeño y rechoncho. El agredido escondía su rostro en un ovillo y dejaba que propios y extraños probasen la fuerza de sus músculos. Los golpes apenas producían sonido alguno, lo que disminuía el aliciente de seguir con la agresión. Con el tiempo, circuló la idea en todo el colegio Iluminación de María que a ese muchacho pequeño y regordete le gustaban los golpes, disfrutaba con el castigo físico. Andy Graha, estudiante de sexto curso, lo propagó en pocas semanas: —Si el muchacho no se queja, ni hace nada por defenderse, es que le gusta. En apenas unos meses las agresiones cesaron, ningún alumno del colegio Iluminación de María del barrio de Santa Felipa se acercaba a menos de un metro de distancia de Thomas Rumter; en el fondo todos los muchachos se sentían engañados, habían proporcionado placer en vez de sufrimiento a ese muchacho bajo y rechoncho. El profesorado del colegio se hizo eco del asunto y colocó al alumno en un pupitre separado del resto de sus compañeros, en el rincón más alejado de la clase. La directora del colegio citó a los padres de Thomas a su despacho. Paula Vode acudió sola a la cita con Ana Danser; su marido Tobías Rumter prefería pasar las horas en el bar de Conrad, entre copa y copa, consumiendo una vida que a su criterio era demasiado larga. Llamó a la puerta del despacho situado en la segunda planta del edificio central del colegio Iluminación de María, tocó dos veces con los nudillos y abrió unos centímetros la puerta. —¿Se puede… da usted su permiso? —Sí, ¿quién es? —Soy Paula Vode, la madre de Thomas. La directora deja caer las gafas sobre el borde de la nariz, y consulta el reloj que cuelga de la pared lateral del despacho. Pasan más de cuarenta minutos de la hora de la cita. Ana Danser mira, ora al reloj, ora a la señora Rumter. —¿No viene usted un poco tarde? —No he podido venir más temprano… ¡Ya sabe... el trabajo!


10

Pavel Taret

La directora se fija en las manos enrojecidas e hinchadas de Paula Vode. De alguna manera se compadece, ella misma podía haber sido otra señora Rumter de manos enrojecidas y cuerpo cansado, harta de trabajar en tareas duras e ingratas. Pero la suerte o el destino hizo que la señorita Marlene Pued se cruzara en su vida, la nombrase su protegida a cambio de gozar de un cuerpo femenino de catorce años que no ponía demasiados obstáculos a los abusos de su protectora. Por el contrario, le enseñó lo suficiente para que con los años lograse sacar la titulación de magisterio y ejercer como maestra —¡Pase, pase!.... ¿Su marido? —No, él no va a venir. Hace mucho tiempo que ni viene ni va, piensa la señora Rumter. —La he citado porque su hijo tiene un problema de conducta ¿Ha notado últimamente alguna cosa fuera de lo normal? A Paula Vode se le llenan rápidamente los ojos de lágrimas, que quedan suspendidas en los párpados inferiores esperando que a la menor presión, el torrente transparente se desborde por la mejilla hacia el mentón. Piensa que algo se ha perdido en su rutina diaria, trazada con un tiralíneas sobre las veinticuatro horas del día: de la cama al cuarto de baño, del cuarto de baño a la habitación, de la habitación a la puerta de la calle; noche aún cerrada, con el abrigo abrochado hasta el cuello y la bolsa de deporte con el uniforme de trabajo y el eterno olor a lejía. Terminar el trabajo; volver a casa, a ese piso oscuro y maldito. Comer; limpiar, lavar y cocinar para el día siguiente. Saludar a su hijo Thomas, a su hija Olga. Tal vez intercambiar unas palabras con ellos. Encender la televisión; dejar de hacer fuerza para mantener abiertos unos parpados extremadamente cansados, y dejarse llevar hasta que uno de sus hijos la despierta lo suficiente para llegar a la habitación; desnudarse; ponerse el pijama verde con un girasol gigante de color naranja pintado en el pecho y descansar lo que la alarma del despertador le permita. Y ahora, en el segundo piso del edificio central del colegio Iluminación de María, dentro del despacho de dirección, sentada frente a Ana Danser recibe la noticia de que su hijo tiene problemas de conducta. Por más que intenta recordar no encuentra el momento en el que pestañeó y se perdió algo. A lo mejor sus pupilas sí lo vieron; sí observaron cómo su hijo se comía los higos chumbos sin pelar; se tragaba las espinas de los pesca-


El teatro

11

dos, y las pocas veces que la ayudaba buscaba la manera de que siempre se rompiera algo, un vaso de vidrio, un plato… mientras fregaba los cacharros en la pileta de la cocina pasaba las manos por los cristales rotos varias veces, produciéndose pequeños cortes sobre la piel de las manos. Pero llevar una vida llena de sacrificios y penurias tiene que compensar con algo bueno al otro lado de la balanza. ¿Y si no lo hay? Se imagina, se inventa, se crea o alquila. —¿Van a echar a mi Thomas del colegio? Ana Danser deja caer las gafas sobre el cordón plateado que rodea su cuello. —No, no creo que esa sea la solución, solo le sugiero que le lleve a un psicólogo y lo examine. El colegio cuenta con una psicóloga que puede hacer una primera valoración, pero la decisión es de usted. —¡Está bien! Convoque una cita con la psicóloga del colegio, yo por mi parte intentaré hablar con mi hijo ¡A ver qué le puedo sacar! Se despiden con besos al aire que rozan las mejillas, Ana Danser la acompaña a la puerta, se queda observando la figura de la mujer alejarse escaleras abajo, el movimiento de caderas al caminar, del trasero, las piernas prietas, escondidas en unas horribles medias de espuma. ¡Vaya, vaya con la madre!, piensa Ana Danser. Al llegar al piso oscuro y maldito de la calle Eusebio Hofar número siete, tercero A, acciona el freno de la palanca de la rutina y busca a su hijo por los recovecos del piso. —Thomas, ¿dónde estás, hijo? —pregunta Paula en voz alta. Repite varias veces la pregunta, pero nadie responde, enciende las luces de toda la casa, revisa habitación por habitación. Es inútil, no encuentra respuesta. Suspira un par de veces, entra en su habitación, se cambia de ropa y vuelve a accionar la palanca de la rutina. Abre la nevera, saca una bandeja llena de alimentos, los dispone sobre la mesa y comienza a elaborar la comida del día siguiente. Se acerca al lavadero, recoge la ropa tendida en las cuerdas, saca la cesta de ropa sucia, examina la cantidad. Esta decidido: tiene que poner una lavadora. Abre el armario donde guarda el detergente. —¡Ahhh! —grita Paula con todas sus fuerzas. Da dos pasos hacia atrás, con los brazos levantados. Un bulto gris claro ocupa la mayor parte del armario.


12

Pavel Taret

—¿Qué haces ahí dentro? —¡Nada! Me gusta estar aquí, de hecho paso muchos ratos en este rincón, me encanta el olor a detergente, a suavizante, a lejía, también me gusta la falta de aire, hace que me esfuerce en respirar aunque preferiría no hacerlo. —¡Sal de ahí inmediatamente! ¿Sabes de dónde vengo? Del colegio, de hablar con la directora. He recibido quejas sobre tu comportamiento. La semana que viene irás a ver a la psicóloga del colegio —increpa Paula. La señora Rumter decide no decir nada a su marido, Tobías. Olga, la hija mayor, tampoco se tiene que enterar. No quiere que su fama de mujer trabajadora adquiriera trazos de desgracia, y que su persona se convierta en objetivo de la compasión y bondad de los demás. No desea ser utilizada por mujeres marcadas por el sacrificio voluntario de sus vidas vacías, para justificar su existencia, porque cuando no se está a gusto, la duda siempre aparece y hay que aprovechar cualquier oportunidad para reafirmarse. Dos semanas más tarde, Paula Vode visita de nuevo el colegio Iluminación de María, esta vez le acompaña su hijo Thomas. Antes de ver a la psicóloga del centro decide subir hasta el segundo piso del edificio principal, llama a la puerta donde reza el cartel de Dirección y saluda a Ana Danser. Esta vez los besos dejan el aire para chocar con mejillas calientes y pudorosas. —¡Hola, señora Rumter! Por fin se decidió a venir para que la doctora Nutder examine a Thomas —Sí, así es, creo que es lo mejor. Pero ya que vengo no he querido dejar de saludarla y agradecerle la atención prestada Dos besos largos y un amago de abrazo dan por finalizada la visita. La directora del colegio Iluminación de María se ha excitado. No entra inmediatamente en su despacho abierto de par en par, espera a que la mujer de manos enrojecidas se pierda por las escaleras que descienden al primer piso; esta vez no lleva puestas debajo de la falda las horribles medias de espuma, sus piernas tersas, moldeadas y recién depiladas muestran su belleza. Ana Danser suspira, mira al techo del segundo piso y vuelve a suspirar.


El teatro

13

Eva Nutder no para de mirar la hora en el reloj que lleva en la muñeca derecha. Si en diez minutos no aparece ese muchacho, recojo mis cosas y salgo pitando de aquí, piensa la psicóloga; tendría que haber un método para controlar el tiempo, así podríamos hacer uso de él a nuestro antojo. Alargar las horas, encoger los minutos. Pegadas a la puerta acristalada del consultorio médico del colegio, dos figuras dubitativas se acercan y se alejan varias veces. —Thomas, ¿estás seguro de que es aquí? —¡Sí, mamá, te lo juro, estoy harto de venir! Este es el consultorio médico del colegio. —La verdad, hijo, yo creo que está cerrado. ¡Venga, vámonos! —Mamá, si no me crees, acércate y toca el timbre. La señora Rumter pulsa varias veces el timbre sin apenas convicción; de alguna manera piensa que todo esto es un error, que con hacer oídos sordos del asunto mucho mejor. —Espera unos segundos, mamá, ya verás cómo alguien abre la puerta. La doctora tiene que estar: cuando hemos llegado, su coche estaba en el parking. Con el bolso de marca colgando de uno de sus hombros, Eva Nutder permanece quieta en mitad de la consulta. Con un poco de suerte se cansarán y se irán, piensa la psicóloga. Pero algo hace que vuelva a la mesa de cristal, deja el bolso de marca sobre la balda inferior de la estantería metálica, se pone la bata blanca que cuelga del perchero y abre la puerta de cristal biselado. —¡Buenas tardes, doctora! —¡Buenas tardes, señora Rumter! ¡Buenas tardes, Thomas! El pequeño de los Rumter no saluda, solo esboza una sonrisa maliciosa, sabe que Eva Nutder no puede rechazarlo, esta vez no. No tiene excusa, es una cita personificada, recomendada por la dirección del centro. Un muchacho tan desequilibrado puede mover los cimientos más firmes de la ética médica, pero esta vez tendrá que escucharlo, hacer un pronóstico y marcar una terapia a seguir. No tiene que salir siempre mal; a simple vista no hay riesgo que el muchacho bajo y rechoncho que tiene al otro lado de la mesa de su despacho tenga ganas de abrir la ventana de su habitación del tercer piso del número siete de la calle Eusebio Hofar y se lance al vacío. Pero la mente de la doctora Nutder se


14

Pavel Taret

satura con la imagen de una muñeca gigante de carne y hueso, quieta, inerte sobre el piso de la calle, en un intento imposible de abrir el suelo con las manos y seguir cayendo hacia el abismo. El rápido funeral, para que el recuerdo no se empapase demasiado de realidad; los puñetazos o su movimiento intencionado sobre el regazo de la doctora; sobre la primera persona ajena que se atrevió a dar el pésame a una madre desconsolada. Sollozos de impotencia acompañando el movimiento de los brazos, de los puños a medio cerrar, golpeando una y otra vez la desesperación en forma de Eva Nutder. En la súplica de una explicación estéril, banal, estúpida. Thomas Rumter se sienta en una silla al lado de su madre. Al otro lado de la mesa una mujer aterrada se hunde sobre una butaca giratoria de patas de plástico. —¡Hola, Eva! —¡Hola, buenas tardes, Thomas! Lo dice mirando a Paula Vode, como si hubiera una frontera transparente que sus ojos fueran incapaces de atravesar. —Thomas, quiero que esta vez me contestes la verdad. Tu madre estará presente durante toda la sesión, debe saber de una vez por todas cómo es su hijo. Thomas tarda unos segundos en contestar, pero segundos después asiente con un movimiento de cabeza. Su madre le busca con la mirada, pero su hijo la ignora. La doctora Nutder saca un formulario de uno de los cajones de la mesa, del mismo sitio o de un lugar cercano, coge una grabadora y la coloca encima de la mesa. Paula Vode indica la grabadora con un dedo rojo y estirado. —¡Sí, señora Rumter, es necesario! Eva Nutder coge la grabadora entre sus manos finas y cuidadas, acciona la tecla rec. Thomas Rumter, doce años, estudiante de sexto grado. Hace una pausa, devuelve el aparato a la mesa, a media distancia entre ella y su paciente. —Thomas, ¿por qué te gusta el dolor? —No sé, siento placer —levanta las manos para excusarse—. Bien pensado no es placer, me gusta ver los rostros, rotos, cansados, fatigados por el esfuerzo de golpearme. Pienso que los muchachos que me


El teatro

15

agreden son pobres mediocres que creen que sus golpes me hacen algún tipo de daño. —¿Te sientes superior a esos chicos que te agreden constantemente? —Por supuesto que soy superior a ellos, al menos no demuestro mi debilidad. —Thomas, ¿desde cuando mantienes esa actitud? —¡Bueno! A mí siempre me han pegado en el colegio, tal vez desde primero o segundo grado ha sido cuando se ha hecho más constante, he tenido que luchar contra esto hasta hacerme inmune al dolor. Doctora, ¿se acuerda de Laurence de Arabia? ¡Era un hombre increíble! Conseguía aguantar las cerillas encendidas hasta que se consumían entre sus dedos. ¡Es mi ídolo…! Yo he aprendido, como él, a controlar el dolor, a no sentirlo, a no mostrar debilidad. Paula Vode no puede creer lo que está escuchando de la boca de su hijo. Si fuera creyente diría que su hijo había sido poseído en ese mismo instante por un espíritu maligno. ¿Dónde está mi Thomas? —¿Se encuentra bien? Paula hace un ademán con las manos para que el interrogatorio continúe. —Thomas, ¿cuál es el límite de este juego? El pequeño de los Rumter está emocionado, nunca nadie antes en su corta vida le había demostrado tanta dedicación. Esta vez no contestó rápidamente, pensó las palabras, tenía que deleitarse, era una ocasión única. —¡Bueno! Tengo que confesar que este juego tiene un final muy sencillo, me da pena pero tengo que idear otros entretenimientos más sofisticados, pero para un muchacho de doce años está bien. El final llegará cuando me atreva a cortar las cabezas de los rostros saturados y agotados por el esfuerzo inútil de provocarme dolor con los golpes de sus extremidades, y ver rodar sobre mis pies esos cráneos huecos y vulgares rezumando hilillos de sangre aquí y allá. ¡Puede ser un momento sublime! ¡Puede ser incluso que le haga un favor a esta humanidad! Esta última frase la dice tartamudeando, como si al pronunciarla la hubiese rebuscado en el fondo de sus sentimientos, incluso se le escapan un par de flatulencias por la emoción, que ayudan a dejar el ambiente un poco más cargado.


16

Pavel Taret

La psicóloga del colegio Iluminación de María da por finalizada la sesión, apaga la grabadora y la guarda dentro del bolso de marca situado en la balda inferior de la estantería metálica. Se pone de pie, se quita la bata blanca y la cuelga del perchero. —¿Eso es todo? ¿No va llamar a la policía para que encierren a mi hijo? —Señora Rumter, comprendo que esté un poco conmocionada. Esta es la primera sesión; venga con su hijo la semana que viene, trataremos el asunto con más profundidad y es posible que diagnostiquemos lo que le ocurre a Thomas. ¿Tanto tiempo ha pasado? ¿Tantas cosas me he perdido?, se pregunta Paula Vode una y otra vez. Se tapa la boca con las manos en señal de protesta, de auxilio. Las declaraciones de su hijo pequeño la han afectado en exceso. Thomas la conduce por los pasillos hasta que salen del recinto del colegio, está contento, ha triunfado. De vez en cuando vuelve la cabeza y mira a su madre que camina unos pasos más atrás. ¡Lo superará!, piensa Thomas. Nada más llegar a casa la señora Rumter prepara una cafetera grande de café bien cargado, esa noche debe estar despierta para cuando su marido llegue del bar de Conrad. En la calle Silvio Foler número cuatro se alzan las cristaleras del bar Cafelito, más conocido por el bar de Conrad. Éste permanece detrás del mostrador de acero inoxidable; los pocos clientes que hay son asiduos, pasan varias horas al día entre los sesenta y cinco metros cuadrados que hay entre la pared alicatada de azulejos grandes color verde botella y la cristalera de aluminio que da al exterior del local. Son figuras de cera que de vez en cuando piden la atención de Conrad para que les sirva otra consumición. A veces, cuando dan las noticias a través de un viejo televisor colgado en una esquina cerca del techo, las figuras gesticulan, incluso hacen algún comentario al respecto. Tobías Rumter observa a todos los clientes del local, espera el momento oportuno para esconder la copa de vidrio entre las manos y verter su contenido en uno de los bolsillos de su gabán; dentro del bolsillo tiene un depósito aplanado donde va a parar el contenido de la copa. Lo hace con tanta precaución que nadie se da cuenta, nadie sabe que es un impostor, que da brillo a la fama que un día se encontró en el felpudo de la puerta A del tercer


El teatro

17

piso de la calle Eusebio Hofar, con su nombre escrito en grandes letras. Cuando la cogió entre sus manos supo que no era suya, que de alguna manera alguien se había equivocado en dejar esa caja delante de su puerta, pero cuando quitó el papel multicolor que envolvía la caja vio su nombre escrito con rotulador grueso. Quiso devolverla, reclamar que no le pertenecía. Pero la fama no se puede devolver, una vez que llega a tu vida te acompañará para siempre. La puedes asumir o rechazar, pero siempre estará ahí. Mira el reloj, las once y media, es hora de regresar a casa, piensa Tobías. Sale del local, no hace falta que se despida, solo levanta la mano derecha a media altura, dejándola en esa posición algunos segundos. Conrad hace una mueca con el rostro, observa el dinero sobre el mostrador, y vuelve a fijar la vista sobre el televisor suspendido en la esquina superior de la pared. Al llegar al portal abre la puerta, se esconde en el hueco donde están situados los buzones y vierte sobre las manos un poco del contenido del depósito alargado que guarda en uno de los bolsillos de su gabán, al sentir el licor se frota las manos con fuerza y se pasa los dedos húmedos sobre la cara y el pelo. Hay días que se siente estúpido al realizar esta farsa, más de una vez ha pensado en dejar de hacer el idiota y mostrarse tal cual es. Algún día lo hará, pero todavía es pronto. Abre la puerta A del tercer piso, todas las luces de la casa están encendidas. Vaya, ya no tengo tiempo de ir al cuarto de baño y tirar por el retrete el contenido del depósito aplanado, piensa Tobías. Decide colgar el gabán en el perchero de la entrada, cruza el pasillo despacio como queriendo retardar lo que se le viene encima. Entra con paso firme al salón, Paula Vode le espera sentada en el sofá de cuadros marrones y blancos. Tobías se pone delante de su mujer, Paula alarga una mano, lo coge del brazo y lo atrae al sofá. —¡Tob, tenemos que hablar! ¡Nuestro hijo Thomas es un monstruo! —¿Qué me estás diciendo, mujer? ¿Estás segura de que hablas de nuestro Thomas? —¡Sí, desgraciado! ¡Estoy segura! ¡Tú me metiste ese diablo en el cuerpo!


18

Pavel Taret

La señora Rumter lo dice gesticulando mucho, haciendo presión con los dedos sobre su abdomen. Por alguna razón absurda, Tobías piensa que se encuentra en la representación de un drama, o en una broma concertada con premeditación. Gira la cabeza y mira hacia todos los ángulos que los músculos del cuello le permiten. Pero no ve ningún telón de terciopelo colgado sobre los rieles del techo, ni ninguna silueta humana que salga de la oscuridad y corte la broma mientras cruza los brazos en señal de parar. Le hubiera gustado ser miope por unos segundos, para no ver los ojos saturados de lágrimas de su esposa, su rostro transformado en una desesperación llena de interrogante. —¡No será para tanto, mujer!—exclama el señor Rumter. Paula Vode obtiene la certificación de que esta sola; sola en esto, sola en aquello, sola en todo. Es un pedazo de carne suculenta que las pirañas de su entorno van consumiendo a pequeños bocados. Se limpia las mejillas con los laterales de las manos, se levanta del sofá de cuadros marrones y blancos, abre el mueble bar, coge una botella al azar y le da un par de buenos tragos. No quiere emborracharse, solo busca un antídoto a las cuatro tazas de café cargado que se ha tomado después de cenar. En unas pocas horas sonará el pistoletazo de salida de su rutina diaria, tiene que estar preparada para cuando llegue ese momento. Tobías Rumter apaga todas las luces de la casa y se queda a oscuras, sentado en el sofá. Podría levantarse, encender la luz del pasillo, despertar a su hijo y hablar con él sobre el asunto que tanto alteraba a su mujer Hace un intento de ir a la habitación del fondo del pasillo y hablar con su hijo, incluso se pone de pie entre la oscuridad y enciende la luz del pasillo. Thomas ve la línea luminosa que se asoma por la parte inferior de la puerta de su cuarto. Tobías gira el pomo de la puerta y entra en la habitación. —¡Tomy, hijo! ¡Despierta! —dice Tobías. Thomas piensa que si aguanta unos minutos su padre desistirá aunque por otro lado tiene ganas de contar a alguien de su familia todo este asunto. Con su madre ha sido imposible, si te desvías un par de centímetros de su pensamiento compacto rechaza la conversación automáticamente. Tobías se acerca a la cabeza de su hijo. —¡Tomy! ¿Qué ha pasado con mamá que se ha puesto tan alterada?


El teatro

19

El señor Rumter espera unos instantes, sabe que de un momento a otro su hijo se dará la vuelta, y conversará con él. Tiene que contarle muchas cosas, es la otra parte de la balanza. Hace un par de años tuvo que confesarle lo del depósito alargado que lleva siempre en uno de los bolsillos del gabán, cuando va al bar de Conrad. Thomas se da la vuelta, apoya la espalda sobre el cabecero de la cama y se destapa hasta la altura del pecho. Tobías se sienta sobre la cama, mirando de frente a su hijo. Antes de empezar la conversación, se levanta, apaga la luz del pasillo y cierra la puerta de la habitación. —Papá, ¿tú cuando eras niño, te pegaban en la escuela? Tobías Rumter carraspea un recuerdo en su garganta, rectifica su postura y se acerca un poco más al bulto que su hijo dibuja sobre la cama. —Bueno, yo era un muchacho normal; sí es posible que recibiera algún golpe, al igual que diera alguno. Son cosas de niños, nada más. El pequeño de los Rumter cierra los ojos, se desliza sobre el colchón y se arropa hasta el cuello, está claro que su padre no quiere hablar del tema. Con un poco de suerte se levantará y me dejará solo, piensa Thomas.Tobías sale de la habitación de Thomas, pero no llega a la habitación conyugal, se deja caer sobre el sofá del salón, a oscuras. Podría haber aprovechado la oportunidad de contar a su hijo su experiencia de colegial. También le podría haber explicado el convencimiento que tiene de ver a todo ser vivo como un globo relleno de aire, que al ser dañado en su superficie pierde la vida en forma de aire, dejando un despojo desinflado de la materia que la naturaleza utiliza para formarla. Porque por mucho que preguntó a su familia, nadie le supo dar la respuesta de la forma que tiene la vida, qué color, qué aroma envuelve la esencia vital. Papá, Mamá, sus hermanos y hermanas, sus tíos y tías… Nadie le supo responder. Lo que al principio parecía un capricho infantil, fue el pretexto ideal para castigar a un niño por poner en evidencia la ignorancia de los mayores. El asunto se volvió dramático cuando un día de principios de diciembre, su perro Buff, un dálmata de cinco años apareció tendido en la puerta trasera de su casa, inerte, frío, con una herida en el pecho por donde salía gran cantidad de sangre que había formado un charco debajo del cuerpo. —Parece que le han disparado —dijo la madre.


20

Pavel Taret

Tobías acarició a Buff, examinó su cuerpo sin vida, tocó el agujero de la herida. Se ha desinflado como un globo, pensó Tobías. Desde ese momento forjó a toda prisa en su pensamiento la idea que todos, animales y personas, somos como globos inflados, que al pinchar la superficie, la vida se nos escapa como el aire de un globo. Esta vez no preguntó a sus mayores, se guardó ese secreto ingenuo y precipitado que elaboró rápidamente para satisfacer la incomprensión. Hasta que pudiera tener la confianza necesaria para comprobar si era cierta o no la veracidad de su secreto, tuvo mucho cuidado en hacerse un rasguño, en darse un golpe… No fuera a ser que la vida se escapase de su cuerpo y dejase un montón de pieles y huesos, inertes y fríos, sobre el suelo. Fue un fin de semana intenso, enterró a Buff en un pequeño descampado del barrio, hizo un gran agujero donde echo una gran bolsa de plástico con el cuerpo de su perro. No hubo lágrimas ni lamentos, solo la preocupación de resguardar la vida el mayor tiempo posible. En su corta existencia de doce años solo había un riesgo, el tiempo que pasaba en el Colegio Iluminación de María. El sexto curso era la frontera donde las personalidades buscan reivindicarse. Es tiempo de peleas, de abuso de unos sobre otros, de la humillación, del ultraje, del anonimato y de la popularidad. Tobías Rumter ocupaba un pupitre de la quinta fila, era una sombra oscura e insignificante, estaba entre los dos extremos de la clase. Los protegidos de los profesores ubicados en las dos primeras filas, y los excluidos, situados en las últimas filas del aula. Nadie reparaba en estos alumnos, convirtiéndose en el segmento ideal para ser castigados por los más fuertes, porque por absurdo que parezca carecían de unión, eran individuos que pululaban entre los dos bandos. Ora con unos, ora con otros, según la conveniencia del momento. Un tres de abril recibió varios golpes en el cuerpo. Un puño cerrado se estrelló en su nariz, la sangre salió rápidamente, dejando todo sucio y pegajoso. Tobías fue corriendo al lavabo, abrió el grifo y se lavó con agua, poco a poco la sangre dejó de brotar. Esta vez he escapado por los pelos, pensó el alumno de sexto curso, tal vez exista alguna manera de recuperar la porción de vida teñida de rojo que se acaba de ir por el desagüe del lavabo. No, no podía permitir que ocurriera una vez más. El principio de la adolescencia es una época confusa y contradic-


El teatro

21

toria, crecen y se desarrollan decepciones y complejos. Cada individuo se da cuenta con nitidez del lugar que ocupa en la pirámide familiar, la influencia y apoyos que posees. Los progenitores dejan de ser todopoderosos para convertirse en simples humanos llenos de complejos y miedos. Muchos deciden pararse ahí y no ir hacia delante, otros cierran los ojos y aguantan la respiración hasta que todo pase y vuelva a ser como antes. Pero los más inseguros se muestran reacios a aceptar la nueva situación, quieren seguir ocupando la punta de la pirámide, ser agasajados con mimos y caricias. Por el contrario solo encuentran incomprensión, amenazas, algún insulto que otro, un golpe que se escapa sobre su cuerpo sin razón aparente. Se sienten molestos en su propia familia. Todo eso produce rabia, ira, venganza, que descargan en los alumnos de los cursos inferiores y en los compañeros más débiles de su propia clase. La frustración se encerró en su capullo transformándose en violencia. La semilla de los abusadores estaba en marcha; solo había que esperar que la rabia contenida tomase posesión de sus discípulos, y que estos actuaran con contundencia sobre sus víctimas. Había momentos del día en el que el riesgo de la agresión era inevitable, a la salida de las clases, o en el descanso del mediodía, las tardes interminables de los domingos y días de fiesta. Donde en medio de una calle desierta las presas son sorprendidas por sus depredadores. Rostros llenos de miedo, lágrimas que buscan el suelo pidiendo clemencia. No, Tobías no puede volver a arriesgar su vida, no puede dejar que la rabia se transforme en golpes, que los golpes impacten sobre su cuerpo y una herida abra un camino a la vida para que ésta escape de su envase y deje un cuerpo inerte sobre el suelo, como le paso a su perro Buff. —¡No, no me peguéis! —gritó una voz aterrorizada. Tobías Rumter repitió la súplica, pero los agresores levantaron los brazos para cargar los músculos e impactar con todas sus fuerzas sobre los pequeños cuerpos de sus víctimas. —¡No me peguéis! ¡Haré todo lo que queráis, pero por favor, no me peguéis más! —suplicó Tobías En la cabeza de los verdugos de la rabia, sonó una campana. —¡Está bien! Ven aquí, no te pegaremos más; a cambio nos masturbarás a los tres y no recibirás ningún golpe —dictaminó uno de los abusadores.


22

Pavel Taret

Las risas de aprobación retumbaron en los oídos de Tobías. Con los ojos llenos de lágrimas, un muchacho de doce años rodeo un pene erecto con una de sus manos y lo meneó de arriba a abajo a la velocidad que le dictaba una voz amenazante. Cuando Tobías terminó el castigo, buscó un charco sobre el suelo, o un matojo de hierbas donde poder restregar la mano cansada y manchada de semen maloliente, de masturbar los penes de los abusadores del barrio. Nunca pensó que esto sería el principio de una tortura que se alargaría en el tiempo durante más de dos semestres. Solo quería huir de allí, de esa calle desierta, donde detrás de la tapia del viejo almacén se produjo el suceso. Los dos muchachos que iban con él en el momento del encuentro hacía un buen rato que había huido del lugar, con los cuerpos doloridos y los ojos llenos de rabia, prometiendo al futuro algún tipo de venganza. En la penumbra del salón del tercer piso, puerta A de la calle Eusebio Hofar, con la espalda reposando sobre el sofá de cuadros marrones y blancos Tobías Rumter vacila sobre la posibilidad de levantarse y volver a la habitación de Thomas, despertarle y contarle todos esos pensamientos que ascendían por su cabeza hasta encontrar el espacio y liberarse. Todo ha quedado en intención, como casi todas las acciones que el hombre piensa. Diecisiete minutos después de que el despertador en forma de ladrillo hizo sonar su alarma dando inicio a la rutina, Paula Vode con el abrigo abrochado hasta el cuello y la bolsa de deporte con la ropa de trabajo y el olor a lejía entre sus manos, atraviesa el comedor de su casa, ve un bulto sobre el sofá del salón, pero no hace caso, su rutina es más importante, es lo único que tiene, no dejará que nadie se la quite. Es capaz de vender su alma al diablo por esta vida y las vidas que fueran necesarias. Ese día se mostró alegre en su trabajo, incluso se permitió cantar algunos estribillos de canciones populares.


El teatro

23

II

l profesor Johas Fander acepta sin rechistar las condiciones de su nuevo trabajo. Debe investigar los orígenes de Loomria como territorio diferenciado y específico del resto del mundo; para facilitar la tremenda empresa cuenta con el acceso libre a la biblioteca antigua del monasterio de Santemases, donde según la historia la región de Hunver empezó a llamarse Loomria. El profesor Johas Fander esboza una pequeña sonrisa cuando el señor Roger Adus le da a firmar un contrato extensísimo que le vincula con la Fundación Alfredo Draas durante los próximos dos meses. Al menos es un trabajo de investigación, bien mirado, y hoy por hoy, es lo mejor a lo que puedo aspirar dada mi situación, piensa el señor Fander; peor sería pudrirme en las aulas de un instituto de secundaria de la periferia de la ciudad, donde los alumnos pasan el tiempo sin otro afán que cumplir la edad necesaria que les desvincule oficialmente de los estudios obligatorios. Mueve con suavidad la pluma con tinta azulina que le ha tendido el señor Adus, traza su firma con la esperanza de tener éxito y obtener el perdón del mundo académico por su desliz con la alumna de tercer curso de historia. Este trabajo le salvará de la condena al olvido. Sí, es una investigación de segunda fila, contaminada por el fanatismo y la obsesión de la Fundación Alfredo Draas, pero es lo mejor que tiene. Si todo sale bien, puede que recupere la cátedra de Historia medieval antes de tiempo, incluso el próximo curso podría sentarse en su despacho de cortinas azules y mobiliario de madera maciza; mirar por la ventana que da al patio del campus, observar el ir y venir de los estudiantes, el ambiente académico… Suspira antes de levantarse del butacón de brazos forrados de terciopelo verde oscuro y echa una mirada al reloj, las 10:37. A las doce ha quedado con un abogado de Fabricio&Lordy: el gabinete jurídico de la Universidad Central le ha obligado aceptar las condiciones que Verónica

E



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.