Yo, culpable | Rubén Rivera

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¿Quién mueve los hilos del mundo?

Rubén Rivera , periodista especializado en Inmigración y Cooperación Internacional, es natural de Perú y nacionalizado español. Se siente parte de los dos países de una forma muy cercana, y ha sido elegido como uno de los 100 Latinos más destacados (Madrid, 2013). Publicó «La vida sobre ruedas» en el 2000 y en esta su segunda novela nos sigue ofreciendo una visión atípica sobre la realidad (y otras cuestiones).

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En esta novela, Rubén entresaca vidas y hechos; amores, esperanzas y desesperanzas que, como el hilo de Ariadna, nos conducen a las conclusiones más escalofriantes. Bajo la lupa de su lúcida mente, el autor hace de cada instante un lienzo repleto de nítidos detalles que nos llevan a ver más allá de lo que se ve, embarcándonos en una grandiosa aventura milenaria cuyo final está por definir.

Rubén Rivera

E

l amor, la muerte, la inmigración, la riqueza y la miseria, el Madrid de este siglo XXI con sus personajes y escenarios se hacen carne en estas páginas, que hablan en suma de nosotros, de todos nosotros.


Primera edición — Junio 2016 © RUBÉN RIVERA rubenn35@gmail.com

Edita la Asociación de Escritores de Madrid www.asociacionescritores.com Directora editorial: Chiqui Lorenzo info@editorum.es Editorum.es www.narradores.club Imprime: ULZAMA Digital ISBN: 978-84-945334-0-2 Depósito Legal: M–13223–2016

IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN


Dedicatoria Dedicar mi segunda novela a mi recordada madre, Carmen Flores de Rivera, su amor y dedicación a cada uno de sus hijos es el ejemplo más valioso de la entrega total de una madre. Sus historias siguen pululando en mi ser, y quizás, tal vez quizás, algún día pueda plasmarlas en papel. Sobre todo esa forma mágica de empezar a narrar sus cuentos y fabulas sacadas de un plumazo de su majestuosa imaginación. A ella debo este valioso arte de plasmar con palabras el mundo que me rodea. Dedicado también a mi hijo Alberto, hermanos, tíos, sobrinos, sobrinas y amigos en todas partes del mundo.


´ Indice

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24.

Una jaula dorada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El poder de dar vida y quitarla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un periodista tiene que ir al centro de la herida . . . . El hijo maldito de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El mundo avanza hacia un declive social . . . . . . . . . . Ahora todo se puede negociar hasta llegar a un acuerdo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Somos testigos del eterno combate . . . . . . . . . . . . . . . El ser humano se ha convertido en un becerrito que cuando nace lo marcan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dentro de su corazón guardó un tesoro . . . . . . . . . . . De repente sopló un viento gélido . . . . . . . . . . . . . . . . El polizonte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La oportunidad de probar la libertad . . . . . . . . . . . . . ...que el hombre que vive, sueña lo que es, hasta despertar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Superar el dolor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El precio de la inmortalidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cada vez que lo miraba descubría un héroe . . . . . . . . Un hombre con cerebro de diamante . . . . . . . . . . . . . El último avión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La maldad se extiende vertiginosamente en todos los planos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . No le digas a nadie que me has visto . . . . . . . . . . . . . Asi de estupidos estan los hombres, ya no razonan nada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Padre de todo lo malo y azote de los inocentes . . . . . Tan acostumbrados a la sangre y a las vísceras . . . . . Nadie escapará a la venganza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Prologo ´

A Rubén Rivera le traiciona el periodista que lleva dentro, y así, no ha tenido más remedio que tramar una historia compleja, donde mezcla realidad y ficción, por la que transitan personas —que no personajes— con sus esperanzas y temores, con sus dudas y certezas; personas tan reales como si las hubiésemos conocido, y sobre las que, al terminar el libro, querremos saber más. Y digo personas y no personajes, porque si algo caracteriza a Rubén es esa extraña capacidad de empatizar que no todo el mundo tiene, y que le permite calzarse la piel de cada uno de sus protagonistas y hacernos creer que, de verdad, es éste quien cuenta la historia. Si Rubén tuviese un ático lleno de sol y plantas escribiría magníficas novelas románticas, repletas de luz y seres amables. Pero le ha tocado, nos ha tocado, tener los pies en Madrid, esta ciudad distinta a todo, justo a 666 kilómetros sobre el nivel del mar, donde convivimos tantas culturas como habitantes en una sinfonía compleja y casi siempre ininteligible, perfectamente desordenada, absolutamente caótica dentro de ese orden que sólo nosotros comprendemos. Rubén, desde el pellejo de Albert, se adentra hasta el fondo en el complejo mundo de la inmigración, y nos trae no sólo datos sino también sabores, olores, texturas, acercándonos a la gesta heroica de quienes, con poco más equipaje que un puñado de ilusiones, emprenden el viaje en busca de un paraíso que sólo está en su cabeza.


Del amor al terror, todas las emociones tienen cabida en el imaginario de Rubén, todas encuentran en su pluma el billete hacia nuestro corazón. Y así, a través de estas páginas, como sin querer, nos embarcamos en una aventura que va más allá de sus propios límites y promete llevarnos aún más lejos. Quién sabe, tal vez el Edén primigenio del que tanto se habla estaba aquí, en Madrid, y aquel primer crimen que marcó a golpe de quijada la historia de la Humanidad tuvo lugar tambien aquí, a orillas del Manzanares. A fin de cuentas, somos la única ciudad del mundo que tiene una estatua al mismísimo Diablo. Quizás por eso Rubén ha tenido que escribir en Madrid esta novela, en lugar de hacerlo en su Perú natal. Quizás. En todo caso, me alegra que haya sido así. Chiqui Lorenzo [Editorum] Asociación de Escritores de Madrid


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Una jaula dorada

on las diez de la noche del sábado tres de noviembre de dos mil catorce, y tenemos buena música para seguir compartiendo con todos ustedes» se escucha una voz a través de los parlantes, y a continuación una melodía pegajosa de ritmo latinoamericano que sonaba en todas las estaciones de radio. Una invitación a olvidar la rutina de los días y las contrariedades que muchas veces nos amargan la existencia. El pequeño canario gorjea en su jaula, y su ama lo contempla en silencio desde el sofá de dos cuerpos donde se encuentra tumbada cómodamente. En la mesa de centro un florero con rosas naturales compradas muy temprano por la mañana, y una botella de vino rosado. Vertió un poco más del líquido espumoso en la copa y se relajó para disfrutar del momento. Sus papilas gustativas se activaron al contacto con el elixir de los dioses, y al instante fue invadida por un calorcito agradable. Sonrió encantada, la sonrosada faz brilló bajo la lámpara colgante del cielo raso. La voz seguía hablando en la radio dando anuncio al programa de contactos, hombres y mujeres se beneficiaban de la oportunidad de llamar telefónicamente y contactar con otras personas, una especie de flirteo instantáneo. Con los ojos cerrados sonrió ante la idea de marcar el número. Idea que la

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llenó de emoción como si viera una estrella fugaz en su rápido desliz por el firmamento. Cogió el móvil de la mesa de centro y lo puso a su alcance, por si la ocurrencia volvía con mayor ímpetu. Bebió otro sorbo de vino, las imágenes giraban dentro de su cabeza como remolino frenético de sensaciones nuevas. Alucinaba marcando los dígitos del teléfono y al instante ser atendida por la locutora del recinto del amor que le preguntaba su nombre y le pedía algunas descripciones personales. «Te llamaremos en unos minutos», le anunciaron por último. Violeta quedó pasmada ante tal ocurrencia, ya no sólo chisteaba una idea, un pensamiento efímero. Trató de recordar en qué momento tomó la decisión de participar en ese programa, y por más que se esforzaba en conmemorar el recuerdo, su mente se negaba a reconocer tal hecho como algo real. Súbitamente cayó en la ambigüedad de no saber en qué realidad se encontraba: la de su imaginación o la realidad que ella podía sentir y palpar. Los minutos se sucedían uno tras otro, y el móvil empezó a cobrar una distinción importante entre todas las cosas. La voz oculta tras los parlantes continuaba invitando a las gentes a participar en el programa. Y Violeta proseguía en sus cavilaciones sin llegar a ningún puerto. Sólo existía una prueba infalible para ese tipo de situaciones. Se llevó la mano derecha a su hombro izquierdo y haciendo presión con su dedo pulgar e índice se dio un fuerte pellizco que al instante su boca articuló un sonido de dolor que le terminó por confirmar la verdad: estaba despierta, aunque se negara a reconocerlo.

La puerta de la entrada del edificio pesaba más de una tonelada, y para poder abrirla acometía empujar con el cuerpo, girar la llave, y luego hacer palanca con los brazos para desplazarla hacia adentro. Pero después de un largo día de tra-


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bajo lo que menos albergaba en su cuerpo eran fuerzas. Sólo deseaba darse una ducha y dormir. Aunque eso significaba abandonar al ser que le reclamaba alimentos. Quizás, y tal vez quizás, probaría un poco de zumo y un cacho de bocata. La única esperanza en ese penoso estado es que al día siguiente no le tocaba trabajar, y dormiría hasta el mediodía, almorzaría y luego volvería a invernar una vez más. Abrió la puerta del piso que compartía con un matrimonio y su pequeño hijo de seis años. Al cruzar el umbral lanzó un saludo como concebía hacerlo todas las noches, una especie de anuncio a su llegada. Desde la cocina recibió la respuesta de la pareja que se encontraban preparando la cena. En el living el pequeño niño veía en la televisión su programa favorito de dibujos animados. —En cinco minutos ocupo el baño —previno a la familia para que luego no lo interrumpan en su sesión de relax. —Voy a bañar al niño y luego nos bañamos nosotros —replicó la mujer saliendo de la cocina animando a la vez al infante para que se fuera a duchar, porque muy temprano por la mañana debía ir al colegio para una actividad especial. Al prender la luz de su habitación se encontró con el mismo cuadro de horror que dejó por la mañana antes de irse. La cama desarreglada, las camisas arrumadas encima del velador de noche, libros y revistas regados por todos lados. Además el piso sin barrer y un poco de polvo por aquí y por allá. Hacía meses que dilapidó el interés por ordenar y mantener todo limpio. La vida que llevaba no lo estimulaba en lo más mínimo: despertaba a las seis de la mañana, y salía de la casa como alma que se lleva el viento, para llegar a tiempo al trabajo. «Estoy rendido», musita casi sin fuerzas, y se desploma sobre la cama; pequeños espasmos en los músculos de piernas y brazos lo sacuden por un instante. Los ojos se le cierran de cansancio, y se esfuerza en no dejarse vencer por la modorra, de lo contrario se quedaría dormido sin haberse dado una


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ducha, y es lo que menos le apetece, tener que dormir con miles de olores adheridos a su cuerpo. Se desprende de las prendas apestosas, pantalón, camisa, y toma un short y una camiseta del velador que se los calza al cuerpo al vilo. La brisa otoñal se cuela por las ranuras de la ventana haciéndolo tiritar de frío. Coge una pequeña manta azul a cuadros, y se cubre con ella. El único recuerdo de su pequeña hija. «Papito llévate mi mantita para que no sientas frío», le dijo la misma noche que preparaba la maleta para el viaje. El cuerpecito de la niña se estremeció de tristeza y sus pequeños brazos rodearon el cuello del padre que la amaba y la cuidaba con toda su ternura. Ella frecuentaba decirles a todas sus compañeras del colegio que tenía el papá más bueno del mundo. «Papito, te amo mucho». Lo estrechó con más fuerza y la idea del viaje resultó inútil, sin sentido, todo el oro del mundo no recompensaba el amor de su pequeña, y no conseguían remplazar la distancia, ni la soledad. Sin embargo, por más que se arrepintiera debía continuar adelante. Sin trabajo, y todos sus ahorros invertidos en el pasaje de avión, no era posible echarse atrás. Con el cuerpecito de su hija pegado al suyo observó a su madre anciana que planchaba las camisas que convenía llevar. Se acercó a ella, la miró a los ojos, y los tres se estrecharon en un abrazo largo, casi eterno, no volvería a sentir ese mismo calor en mucho tiempo. Aspirar el aroma de la mujer, la madre que siempre le prodigó los mejores cuidados desde niño, y lo seguía haciendo. A los veintisiete años se casó con la muchacha más guapa del barrio. Alquilaron una casa en el centro de Caracas, emprendiendo así una nueva etapa de su vida. A los pocos meses Isabel quedó embarazada, y los dos, ilusionados con la llegada del primer hijo esperaban ansiosos ese gran día. Santiago no se apartó de su lado, le sostenía la mano, le besaba las mejillas, los labios, la animaba explicándole que todo iría bien, y que en


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ese mismo instante otras mujeres en el mundo estaban también en el mismo proceso de parto, miles de niños nacerían el mismo día y a la misma hora. Empero, nada es dulce como miel, y tras los exámenes correspondientes descubrieron que la cosa iba mal. Isabel, exhausta de dolor, no lograba dilatar lo suficiente. Inmediatamente la ingresaron al quirófano, la vida del bebé corría peligro: no le llegaba suficiente oxígeno a los pulmones. Unas pocas horas después todo hubo terminado. Al día siguiente le entregaron a su pequeña hija, los brazos le temblaban, el peso de la niña lo debilitaba. Lloró de tristeza, lamentó la pérdida de su mujer, y maldijo lo cruel que suele ser la vida con los seres humanos. La mujer que amaba ya no estaba. Con lágrimas en los ojos partió de regreso a casa. Los padres de Isabel brillaron por su ausencia, desconociendo a la niña que le arrebató la vida a su hija. Su madre le pidió que vaya a casa para que ella la cuide, pero él se resistió a abandonar el hogar que compartió con Isabel. La vida junto a ella siempre fue emocionante, un reto diario. Sus hermanas menores lo ayudaron las primeras semanas en cuidar a su hija, hasta que el trabajo y las responsabilidades terminaron por colapsar las buenas intenciones. Por las noches se quedaba dormido con el bebé sobre su pecho. A las tres de la madrugada la pequeña Isabel despertaba a reclamar alimento y que le cambiaran el pañal. Santiago corría de aquí para allá meciéndola en sus brazos, le cantaba canciones de cuna, le daba el biberón, y nada parecía funcionar. Ese llanto significaba un reclamo, un llamado a la madre ausente. Necesitaba un pecho de donde lactar su alimento y de ese calor maternal que calmara sus ansiedades. «Mi pequeña Isabel, no llores más, mamá no ha podido quedarse con nosotros», le decía con el corazón encogido de tristeza. Isabel no dejó de llorar en toda la noche.


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A las seis de la mañana tomó un taxi, llevaba consigo dos maletas. Al llegar a su destino el coche se detuvo frente a la casa de sus padres que justo se encontraban regando el jardín. Al verlo se apresuraron a darle el alcance. La madre tomó a la pequeña en sus brazos y el padre lo ayudó con las maletas. Desde ese día los abuelos se convirtieron en la ayuda perfecta en la crianza de su hija. Hasta que unos años después el abuelo partió a un viaje sin retorno. Movió la cabeza hacia los lados tratando de deshacerse de los recuerdos. Prendió la radio y la misma voz seguía invitando a los radioescuchas a participar del programa. Le resultó gracioso que las personas tengan que recurrir a tales opciones para conocerse, nada que ver a lo que él tenía por concebido para el comienzo de una relación. Con los ojos cerrados inevitablemente prestó atención a lo que se decía. Unos minutos después una muchacha de acento español entró a participar en el programa, le preguntaron su nombre, edad y además le pidieron que diera su descripción física. Sonrió imaginando todo, y luego marcó el teléfono de su familia en Venezuela a miles de kilómetros cruzando el ancho mar. Escuchar la voz de sus seres queridos le ayudaría a aliviar la distancia y renovar las esperanzas. Llevaba dos años en Madrid en busca de una mejor calidad de vida para su pequeña. Pero no lograba conseguirlo, lo que ganaba apenas le alcanzaba para vivir y enviar dinero a su madre para los gastos de su hija. El teléfono sonó ocupado, probó una vez más y esta vez se trataba de una mala conexión de red. Volvió a prestar atención a lo que se expresaba en la radio, y atraído por la voz de la muchacha se animó a llamar, solo esperaba que no llamara otro chico para abordarla. Entonces, su deseo se hizo realidad al primer intento: le preguntaron su nombre y edad, y le solicitaron que se mantu-


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viera en línea. Él se sorprendió, nunca hubiera imaginado algo así. —Seguimos en nuestro programa: Cita para Dos... —dijo la locutora con voz febril—, tenemos con nosotros a Violeta, una muchacha encantadora y con muchas ganas de conocer a un chico que quizás pueda ser algo más que un amigo... —hizo una pausa y una música romántica se hizo de fondo—. Veamos a quién tenemos en la otra línea... Hola, ¿cómo te llamas? —Santiago —respondió mecánicamente, y se esforzó por ubicarse en el espacio y tiempo correcto. No quería parecer uno de esos tontos que llaman y luego no saben que decir. —Santiago, cuéntanos de dónde eres, que edad tienes, y haznos una descripción física, así Violeta podrá hacerse una idea de ti. —En pocos segundos le formularon un cuestionario personal. Sin duda, el tiempo es oro en la radio, y ello quedaba demostrado. —Venezolano, treinta y cinco años, mido uno setenta, y de complexión normal —se apresuró a responder, solo esperaba dar una buena impresión, muy a su pesar de que no le gustaba hablar de sí mismo. Vivía dentro de sus cuatro lados, una simetría perfecta que le daba comodidad en su vida personal. —Santiago, del otro lado de la línea nos acompaña Violeta —dijo la locutora poniendo al aire a la otra participante. —Buenas noches, Santiago —se escuchó una voz suave. —Buenas noches, Violeta —su voz se hizo eco desde los parlantes de la radio, con un movimiento de su mano derecha bajó el volumen para tener mejor recepción. —Santiago, me gustaría que nos expliques ¿por qué los hombres son infieles? —inquirió la locutora, súbitamente. Santiago sabía que esa pregunta significaba problemas, aquellas preguntas tenían un trasfondo negro que colocaba en evidencia la lujuria insaciable de los hombres. —Bueno, yo lo hubiera formulado de otra manera —em-


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pezó a argumentar—, pero estoy seguro que cuando un hombre encuentra a la persona correcta no tiene necesidad de recurrir a la infidelidad. En la radio se hizo un silencio por unos segundos. Santiago sabía muy bien lo que decía, la imagen de Isabel recurrió a él como una estampida de recuerdos. —¿Qué piensas al respecto, Violeta? —la locutora volvió a lanzar la misma pregunta, la idea del programa consistía en someter a los participantes a un test para comparar el porcentaje de similitudes que tienen entre ellos, así muchas más personas se animarían a participar. Sin duda, el amor se podía encontrar a la vuelta de una esquina, y porque no, también a través de una llamada telefónica. —Estoy de acuerdo con Santiago —refirió dulcemente, casi sensual, apetecible a los oídos—, creo que cuando una persona encuentra a la persona indicada la infidelidad no tiene cabida. —¡Esoooo! Violeta, ya te has ganado un beso —anunció él con desparpajo y ella sonrió de complacencia. —Santiago, cuéntanos más sobre ti —dijo la locutora al sentir el feeling entre los participantes—, ¿a qué te dedicas, y qué actividad realizas en tu tiempo libre?... —No te lo puedo decir, al menos no al aire —respondió esta vez con una voz grave, muy varonil. —¿Qué piensas al respecto, Violeta? —Bueno, yo creo que si tiene algo que contar, me lo puede decir en privado. —Las sonrisas surgieron entre los participantes. Santiago y Violeta se sentían atraídos el uno por el otro, y la locutora volvió a sentir nuevamente que la complicidad entre ellos crecía cada vez más. —Esto es amor a primera llamada —dijo la locutora entre sonrisas—, bueno, chicos ¿dónde os gustaría conoceros? —Yo preferiría hablar un poco más por teléfono con Violeta, y hacer de nuestro encuentro algo especial —dijo él.


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—Yo estoy de acuerdo —afirmó ella. —Entonces no hay más que decir, quédense en línea —dijo la locutora—, y ustedes, amigos, no se muevan del dial que en unos minutos volvemos con más del mejor programa de la radio: Cita para Dos... Violeta permanecía sentada en el sofá con las piernas recogidas, las imágenes continuaban vagando dentro de la estación de radio. Las manos le temblaban, los ojos se le humedecieron. «Esto es una locura», se dijo con la intención de arrojar el móvil por el suelo en un arranque de furia. Experimentaba que las fuerzas escapaban de su cuerpo. La locutora procedió a entregarles los números de teléfono correspondientes, con ello quedaba pactado el comienzo de la relación. La vida seguía rodando, un carrusel de magia y oportunidades para todos aquellas personas que buscan el amor de su vida, una relación fugaz y, quizás, sólo pasarlo bien. Un instante después el móvil de Violeta sonó anunciando una llamada entrante. Cogió el aparato y presionó el botón de acceso. El pajarraco hizo otro chillido pero ella no lo escuchó. Los segundos se convirtieron en minutos, las palabras germinaron ideas, y la incertidumbre se convirtió en sonrisas. El intercambio de ideas fue generando ramificaciones, enredaderas que se fusionaban, y el tiempo no tenía intención de cortar la comunicación de dos desconocidos. Al cabo de unos minutos la conversación se hizo más amena, volvieron atrás en el tiempo y compartieron recuerdos de la infancia, la misma época y el mismo sentimiento por un dibujo animado que les marcó la niñez. El personaje de Marco volvió a cobrar vida en sus mentes y la canción los enterneció una vez más, al unísono balbucearon algunas palabras, y el recuerdo se hizo más claro, más vívido. De pronto se convirtieron en dos pequeños, él con su vestimenta de marinerito, y ella con su vestido de flores y zapatos de charol, peinada con


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dos trenzas bien fijas para que no se deshagan con las travesuras. Dos típicos niños de los años setenta. Se animaron a tararear una vez más: En un puerto italiano, al pie de las montañas vive nuestro amigo Marco... se trabaron con las palabras, rieron de los recuerdos y se sonrojaron de vergüenza. Luego continuaron cantando, pero cayeron una vez más en una repetición constante de frases que ya no gozaban de sentido. Entonces, todo se hizo silencio, cada uno empezó a sentir la necesidad de estar cerca, de al menos verse la cara, contemplarse a los ojos, confirmar que la persona con la que hablaban existía, era real. —Es muy tarde —un sentimiento extraño le negó la posibilidad de continuar adelante. —Sí, hablaremos en otro momento —Buenas noches, Santiago —Buenas noches, Violeta. —La voz del otro lado se desvaneció. Observó el cielo raso de la habitación, contempló la fotografía de su familia pegada a un lado de la cabecera de la cama, respiró hondo, muy profundo, tratando de llenarse de fuerzas para aniquilar la soledad que sentía. Unos minutos hablando por teléfono con una desconocida no remplazan dos años alejado de sus seres queridos. Volvió a sentir la necesidad de hablar con ellos, escuchar la voz de su pequeña hija que lo llenaba de ilusión, de energías para seguir adelante, y algún día poder tenerla a su lado. Un sueño que se iba resquebrajando a medida que pasaba el tiempo. Violeta por su parte asumía todo ello como un sueño, las palabras del extraño rondaban dentro de su cabeza, y la voz hermosa repicaba una y otra vez en sus oídos. El canario al observarla en ese estado empezó a chillar, cantar para llamar la atención de su protectora. Ella lo miró perdida, no logró reconocerlo, observó todo a su alrededor como si hubiera llegado después de mucho tiempo. Se puso en pie, y caminó hacia la


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terraza, la copa medio llena no abandonaba su mano derecha. Con la mano izquierda corrió las cortinas y el vitral. Levantó un poco los pies en una secuencia perfecta para no estropear las plantas casi marchitas. El cielo estaba plagado de estrellas y la luna apenas aparecía en el universo. Una vez fuera se estrechó con los brazos tratando de infundirse calor. Los autos que circulaban ocho pisos más abajo parecían pequeños juguetes con luces, y las personas, pequeñas hormigas que se movían con celeridad a todas partes. Entonces el reloj de pared del living dio unas campanadas anunciando las doce de la noche, hora en que el encantamiento se diluía. Bebió un poco más de vino, y no se resistió a lo que fuera a suceder después. La agonía se cernía dentro de ella, empezó a desintegrarla poco a poco, y Madrid sucumbía dentro de un pantano que lo iba consumiendo todo. El canario se desesperó en su jaula, volvió a emitir chillidos cada vez más fuertes, interpretó cánticos angelicales por tratar de salvarla, y ella continuaba desapareciendo en la arena movediza de sus recuerdos. Atacó con sus pequeñas alas los barrotes de su prisión, la sangre se desprendió de su cuerpo y su pico se partió en dos de tanto morder el seguro de la puertecilla. Exhausto de luchar cayó sobre la base de la jaula, no tenía más fuerzas y en una última exhalación de vida logró musitar: «No me dejes». Violeta, con medio cuerpo al vacío, giró el rostro en torno a la jaula, y la imagen del pequeño canario bañado en sangre la hizo volver al escenario real. Dejó caer de su mano la copa de cristal, saltó sobre los obstáculos y se apresuró auxiliar a su compañero, su amigo y confidente. Cuántas noches el pequeño canario la hubo escuchado pacientemente en sus interminables monólogos existenciales. La comunicación entre ellos se basaba en miradas, gestos y sonrisas, y eso resultaba más que suficiente desde aquella mañana en que Violeta daba


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un paseo por la calle Alcalá a la altura del metro Manuel Becerra y lo encontró tirado bajo la copa de un árbol, un pichón que no tuvo las fuerzas suficientes para levantar vuelo, y cuya suerte estaba echada. Desde ese día se convirtieron en amigos inseparables, ella le compró una jaula dorada y todo lo necesario para hacer de su estadía la mejor de todas. Cambió la decoración de la casa, compró cuadros de paisajes, y mando tapizar los muebles, así el pequeño canario no se sentiría tan lejano de su ambiente natural. Al cabo de un tiempo el piso se convirtió en el castillo de un príncipe. Cuando las aves se posaban en la terraza y lo veían comiendo o durmiendo se mofaban de él, lo molestaban y le gritaban: prisionero, recluso, lo mejor que puedes hacer es escapar, probar la libertad. Tonto, no te das cuenta que eres un muerto en vida, le decían todos los días y a todas horas. Hasta que un día pasó por ahí un loro y escuchó que ella lo llamaba Fausto, y al instante fue a correr la voz a toda la fauna que el príncipe de la jaula de oro tenía nombre de sirviente. Pero nadie sabía la verdadera relación que existía entre ellos dos, desconocían lo que ocurría por las noches cuando ella regresaba del trabajo y las fuerzas la abandonaban. Nadie entendería que ella le abría la puerta de la jaula y estaba libre de volar por todos los ambientes de la casa, siguiéndola como si fuera un perrito fiel. Incluso podía irse, escapar en cualquier momento. Empero, su lealtad estaba más allá de la simple libertad que todos anhelaban y luchaban desesperadamente por conseguir. A Fausto le encantaba la simpleza de su existencia, y disfrutaba de la compañía de su protectora. Además, si la abandonaba ella sucumbiría a un fatídico desenlace. Dependían uno del otro, y esa relación los mantenía vivos. Violeta lo tomó en sus manos y lo sacó de la jaula con delicadeza, el pequeño cuerpecito apenas emitía signos de vida.


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Lo besó con devoción, lo alentó a no dejarla, lo necesitaba. Nadie más que Fausto guardaba el gran pesar que la atormentaba. Tantas veces trató de ser fuerte, olvidarse de los recuerdos, olvidarse de Ángel, su esposo muerto hacía un año, y que ahora vagaba por la casa, dormía junto a ella y le contaba miles de historias que ella escuchaba con atención. Una disposición que siempre tuvo, concentrarse y vivir lo que le narraban como si fuera parte de ello. Lo malo, la tragedia que traía el amanecer. Ángel desaparecía, y ella ya no aguantaba más esa experiencia de miedo y desolación. Desde que Fausto llegó a su vida descubrió que la vida cobraba un sentido más noble, el mundo no estaba tan contaminado después de todo, existen personas buenas que creen en la bondad, el servicio, y el amor. Los cánticos que Fausto emitía ella los interpretaba como una esperanza de vida que la llenaba como una fuente de inspiración constante. Si bien Ángel aparecía después de la doce de la noche haciendo su entrada magistral: moviendo cuadros, suspendiendo cortinas en el aire, tirando las cosas de su lugar, y por último, daba un portazo anunciando que llegó la hora de dormir. Violeta no se resistía a ese llamado, se despedía de Fausto dándole un beso volado, y él se esmeraba en repetirle a través de sus cantos que se quedara con él, que no fuera a la habitación. Le recordaba lo que acaecía por la mañana: ella no era la misma, despertaba a gritos y maldecía su debilidad. «Ángel, es la última vez, me escuchas, la última vez»... las paredes retumbaban con sus gritos y las cosas volaban por los aires. Fausto escondía la cabeza entre sus alas, no se movía hasta que ella se hubiera marchado al trabajo. Su familia y los amigos desconocían lo que ella pasaba; nadie más que el pequeño canario la supo entender. Fausto volaba a ella, le acariciaba con el pico la mejilla. Violeta lo tomaba en sus manos, le prodigaba besos, y luego de encontrar el so-


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siego en las alas de su pequeño amigo, todo volvía a la normalidad. Esas pocas horas de tranquilidad le bastaban para aguantar el tormento de sus días. —Fausto, no me dejes —le rogó, lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían sobre el cuerpo del diminuto moribundo. Fausto no recobraba el sentido—. Perdóname, no volveré a hacerte daño, y no dejaré que Ángel me embriague una vez más con sus historias. Pero entiende, mi pequeño amigo, que lo amaba mucho; antes que tú llegaras a mi vida, Ángel y yo éramos la pareja perfecta. Hasta que un día se marchó, se murió sin avisarme. —Sentía que se quitaba un gran peso de encima. Ángel falleció en una etapa crítica de su vida, durante años trataron de tener un hijo. No obstante, ni la ciencia, hechizos, ni pócimas mágicas lograron tal cometido. Violeta se juzgaba maldecida, se atribuía toda la responsabilidad, y muchas veces pensó en dejar libre a Ángel para que tuviera la oportunidad de tener un hijo con otra mujer. Empero, Ángel se negaba a sus ocurrencias. —Sólo es cuestión de tiempo, mi amor, lo lograremos... — le aseguraba. Lo que nunca dijo es que el responsable de que ella no pudiera tener un hijo era él. Ángel cargaba con el secreto. Se instalaba en la cocina y en su intento de deshacer la confusión, armaba un revoltijo de todo, ensuciando todo a su vez. —Ángel, ¿qué estás haciendo? —preguntaba Violeta al escuchar el alboroto. —Estoy cocinando, mi amor. —Mi cocina, mira todo lo que has hecho... ¡Fuera...! —de un solo grito mandaba que abandone sus pretensiones culinarias. —Pero mi amor, estoy preparando la cena —se excusaba haciendo gestos inocentes. Al notar que su mujer iba adquiriendo unas tonalidades raras, pasando de un rojo rubor a la


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ira, aligeraba los pasos y en pocos segundos estaba fuera de la casa. Atrás se escuchaban gritos, increpaciones y maldiciones. Incluso fuera del edificio seguía escuchando la dulce voz de su mujer. Violeta, presa de miedo, seguía alentando a su amigo. —Fausto, mi pequeño canario, no me dejes, te necesito... —Yo también te necesito —balbuceó el desahuciado abriendo un poco los ojos. —Fausto, mi amor, que sería de mí sin ti —lo arropó en sus manos, y lo llenó de besos, limpió su cuerpecito de sangre, estrechándolo suavemente contra su corazón. Que el canario hablara, en ese momento le resultó lo menos importante. A los pocos minutos, Ángel apareció como todas las noches, moviendo cuadros, suspendiendo cortinas, moviendo cosas de su lugar. Violeta se quedó acostada en el sofá sosteniendo a su pequeño amigo entre sus manos, tenía miedo de lo que Ángel fuera a hacer, y desconocía hasta qué punto llegaría la obsesión de su marido por tenerla. Pasara lo que pasara, no abandonaría a su pequeño amigo, y menos ahora que estuvo a punto de morir por su culpa. Poco a poco los ruidos cesaron y el ambiente de miedo que lo cubría todo fue desintegrándose. Fausto apenas movía los ojitos, su corazoncito latía muy despacito, y el de ella estaba como apagado. Se levantó muy despacio del sofá tratando de no dañar al avecilla. Lo pegó contra su pecho para que el cambio de temperatura no lo afectara. Sintió el frío del piso bajo la planta de sus pies, y avanzó a pequeños pasos hacia la habitación. Al aproximarse cada vez más, sus sentimientos volvieron a ser contradictorios. Por un lado, el que Ángel se hubiera marchado le permitiría hacer planes, llevar una vida común y corriente igual que cualquier otra mujer viuda. Pero por otro lado extrañaría su presencia, sus interminables historias y el alboroto que acompañaba su apari-


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ción. Lo mismo que cuando estaba vivo: la llamaba a gritos, prendía la radio y subía el volumen a más no poder, haciendo un desbarajuste por todos lados. Violeta tardaba horas imprimiendo orden, para ella no cabían horas de descanso, a veces se preguntaba para qué quería un hijo, si con el que tenía le sobraba y bastaba. Vivo o muerto seguía siendo el mismo. Muchas veces le cruzó por la cabeza la idea de que tal desorden y alboroto le hubiera ocasionado más de un lío con San Pedro, y por eso lo querían echar del cielo. Ante tal ocurrencia, sonríe complacida.


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dos

El poder de dar vida y quitarla eo, me ayudas a mover los muebles, por favor. Las palabras cayeron en el vacío, incomprensible mundo de la nada. Impaciente, avanzó desde el salón al despacho donde su amado esposo cohabitaba con libros y algoritmos matemáticos. En silencio apoyó sus manos sobre la espalda de su marido, le acarició los cabellos con la yema de los dedos mientras lo arropaba con besos en el cuello. Instantáneamente aquella corriente gélida se deslizó por su espina dorsal crispándose la piel y los sentidos. —Dame un minuto, mi amor —respondió suavemente, y el gozo lo abandonó—. Mi bella Elena... —musitó con las ideas endebles. Agudizó la vista para concentrarse nuevamente en las ecuaciones plasmadas en la pantalla del ordenador, y la construcción de un nuevo edificio comenzó a desdibujarse. Sus pensamientos estaban concentrados en la imagen de su maravillosa amada. Abandonó el cómodo asiento anatómico y fue a su encuentro. Amor de la infancia, amor eterno... Con apenas seis años se enamoraron. Elena vivía en la casa de enfrente, niñita agraciada y amorosa. La hija perfecta, la amiga ideal, la mujer diez para un hombre. Amor y felicidad fluyen constantemente en su hogar.

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En el living, Elena intenta mover una vitrina blanca con espejos empotrados. Era casi una rutina. Todos los jueves, a partir de las siete de la noche se hacían cambios en la casa. Meticulosa limpieza en los dormitorios, el baño, la cocina y el jardín. El salón, centro neurálgico y donde pasaban muchas horas, debía ser objeto de cambios y renovaciones constantes. Elena asumía su papel de madre y esposa con devoción. No hay nada más importante que su familia. Desde muy pequeña su madre le inculcó los principios básicos para alcanzar la felicidad familiar. Un adiestramiento diario, un aprendizaje a conciencia, asumir conductas, y memorizar frases sagradas que poco a poco se iban fusionando en lo más profundo de su ser. «Elena, estas enseñanzas pasaron de generación en generación en nuestra familia, son tan viejas como la creación del mundo», decía su madre cuando ella distraía su atención a otras cuestiones. Sin embargo, la mentora sabía también que una enseñanza nunca debe ser forzada. El conocimiento debe fluir a la mente como un río hacia el océano. Nada puede ser forzado, de lo contrario acarrearía devastadoras consecuencias. «Hemos terminado, Elena, puedes salir a jugar», concedía finalmente con una sonrisa. Mujer hermosa de rasgos finos, abundante cabellera negra ensortijada y figura esbelta. Una verdadera diosa. No sólo eso: de aguda inteligencia y memoria prodigiosa, capaz de remontarse en el tiempo y narrar ciertos sucesos como si hubiera sido la protagonista. Licenciada en historia y paleontología por la Universidad de Harvard, hablaba diez idiomas; publicó notables y polémicos artículos sobre la evolución del hombre. Uno de ellos, «Un Punto de luz», donde facilita al lector el proceso hacia una exaltación espiritual. Elena era su vivo retrato. Las mismas características fisonómicas, igual inteligencia y aquella facilidad de encantar a las personas. Legado que pasa de madres a hijas desde siempre.


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A ellas les pertenece el tiempo, son dueñas de los secretos de la humanidad. Empero, en todos los años en que se iba formando bajo el arcaico manto de tradiciones y costumbres, Elena nunca dejó de ser una niña rodeada de fantasías, juegos inventados y una promesa de amor. Un amor tierno que la acompañaría toda la vida. Por su parte, León siempre se distinguió por resolver los problemas comunes del día a día: un líder innato. Ocupaba los primeros puestos en la clase pero nadie lo consideraba un cerebrito; más bien, un chico común y corriente, un amigo que no hacía distingos de color, raza, sexo, ni de religión. Desde muy niños empezaron a planear una vida juntos. Ingresarían a la misma universidad, luego de graduarse se casarían. Elena, médico; León, arquitecto, quien se encargaría de construir una casa grande en las afueras de Madrid. Y cuando todo estuviera preparado, tendrían a su hija. Por supuesto, Elena daba por seguro que él bebé que tendrían sería de sexo femenino, tal y como su madre se lo afirmara. Con el transcurso del tiempo los niños se convirtieron en dos adolescentes hermosos, admirados y queridos por todos. Sus compañeros de la infancia fueron testigos de esos besos profundos, esos abrazos interminables y divinas caricias. El ardor bullía en ellos, había fuego en sus ojos. Sus voces se transformaron; sus palabras, lenguaje de ángeles. La madre de Elena notó los cambios físicos de su hija, el despliegue de las caderas, los senos crecientes, sus ojos cargados de deseo. Continuó con su labor maternal, fue mentora, amiga y confidente. Consciente de lo que estaba pasando su niña. Y conocía la metamorfosis del niño rubio de ojos de gato que se la pasaba jugando con la pelota, corriendo de aquí para allá, acompañado siempre de un grupo de amigos que lo seguía a todos lados.


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¿Quién mueve los hilos del mundo?

Rubén Rivera , periodista especializado en Inmigración y Cooperación Internacional, es natural de Perú y nacionalizado español. Se siente parte de los dos países de una forma muy cercana, y ha sido elegido como uno de los 100 Latinos más destacados (Madrid, 2013). Publicó «La vida sobre ruedas» en el 2000 y en esta su segunda novela nos sigue ofreciendo una visión atípica sobre la realidad (y otras cuestiones).

Yo, Culpable

En esta novela, Rubén entresaca vidas y hechos; amores, esperanzas y desesperanzas que, como el hilo de Ariadna, nos conducen a las conclusiones más escalofriantes. Bajo la lupa de su lúcida mente, el autor hace de cada instante un lienzo repleto de nítidos detalles que nos llevan a ver más allá de lo que se ve, embarcándonos en una grandiosa aventura milenaria cuyo final está por definir.

Rubén Rivera

E

l amor, la muerte, la inmigración, la riqueza y la miseria, el Madrid de este siglo XXI con sus personajes y escenarios se hacen carne en estas páginas, que hablan en suma de nosotros, de todos nosotros.


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