REVISTA DE HISTORIA Y ACTUALIDAD MILITAR
Don Blas de Lezo
Pasajes
Guipúzcoa. España 3 de febrero de 1689.
Antonio Villegas González
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ntre la espuma del embravecido Mar Cantábrico, entre sus olas grises y negras, entre los bramidos del viento viaja hasta las costas inglesas el llanto de un recién nacido. Cuentan los lugareños que los acantilados blancos de Dover se tornaron más pajizos si cabe cuando el llanto de aquel bebé arribó hasta allí.
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e bautizaron Blas y naciendo dónde había nacido su vida, desde la cuna, estuvo pegada al mar, a los vientos, las mareas y los cálculos y maniobras navales. Su familia, de vieja estirpe marinera, le envió a estudiar a la Francia de Luis XIV; después, con tan sólo doce años, ingresó como guardiamarina en la Armada francesa a las órdenes del mismísimo hijo del rey, el Conde de Toulouse. Entonces va «El Hechizado» y la casca, y Europa se relame ante la perspectiva de repartirse el suculento imperio español. Aquí, como es costumbre, nos dividimos en bandos irreconciliables y montamos la pajarraca, como no podía ser de otra manera. Blas de Lezo sale con la escuadra francesa desde Tolón, para unirse a unas pocas galeras españolas a la altura de Vélez- Málaga. Una vez allí, lo que se encuentran también es a una poderosa flota combinada anglo-holandesa. El combate es muy igualado, cañonazo va y cañonazo viene los navíos se machacan unos a otros con
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saña. La batalla queda en tablas pues los dos contendientes tienen barcos dañados, desarbolados y muchos muertos que arrojar al mar. También hay heridos graves. Como el jovencísimo marino vasco, quince años tiene el chaval, al que una andanada inglesa le ha arrancado media pierna izquierda, a pesar de lo cual, había seguido combatiendo con valor y gallardía. Blas continuó peleando hasta que lo llevaron a rastras hasta el cirujano de a bordo, que sin anestesia, mordiendo un trozo de cuero, le amputó de rodilla para abajo, nuestro héroe aguantó la operación sin derramar una lágrima. Luis Alejandro de Borbón queda tan impresionado por la fortaleza, el valor y la luz decidida que ve brillar en los ojos del muchacho, que recomienda a su padre –el rey– que lo ascienda, y éste lo hace. Ascendido en 1704 a alférez de bordo alto y propuesto para que se quede en la Corte y allí se recupere de su terrible herida, lo rechaza y en cuanto puede, embarca de nuevo.
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Izquierda. Don Blas de Lezo tiene una estatua al pie del fuerte de San Felipe, en Cartagena de Indias (Colombia).
lando sus cargueros, mientras él y sus hombres cañonean a los ingleses con unos artificios incendiarios invención también del joven oficial.
Ahora Blas de Lezo lleva una pata de palo por debajo de la rodilla. En las noches en cubierta los hombres pueden escuchar los pasos de su joven alférez (tacac, tacac, tacac, tacac...) que mira las estrellas y respira el aire del mar, de su mar. Participa, siempre demostrando su pericia como marino y su valor a toda prueba, en los socorros a las plazas asediadas de Palermo y de Peñíscola. Don Blas quema hasta la perilla el navío inglés «Resolution» y apresa otros dos que serán llevados a Pasajes. Llega su ascenso a teniente de navío y el bravo vasco es destinado a Tolón. Allí en el año 1707 defenderá, esta vez en tierra, el fuerte de Santa Catalina del ataque saboyano. Estando siempre en las murallas animando y arengando a sus hombres, peleando el primero, echándole al asunto los mismos huevos que en el mar. O más.
En 1710 asciende a capitán de corbeta y con una de estas rápidas, veleras pero poco artilladas naves, consigue apresar unos cuantos barcos enemigos y de regalo le da una soba terrible al navío de mucho mayor porte y artillería «Stanhope» de bandera inglesa. El llanto de aquel niño de Pasajes se ha convertido en grito atronador al son de los cañones de a dieciocho. En este combate Blas de Lezo recibió nueve heridas, de bala, de sable, de cuchillo, de dientes... Pero no dejó de atacar y de mandar maniobras hasta abarloarse al inglés (se cagaron los hijos de la Pérfida por la pata abajo al verse entre los garfios de abordaje) y batirse junto a sus hombres hasta que el inglés dijo basta y arrió la bandera. ¡Con dos Soberanos! Es ascendido de inmediato a capitán de fragata, y al año siguiente, recomendado por su propio almirante, impresionado por la valía del vasco, a capitán de navío. En el año catorce del nuevo siglo, lo que son las cosas, participa en el ataque a Barcelona, en donde las tropas aliadas hacen y deshacen a su antojo y resisten los ataque por tierra del Duque de Berwick. Durante el ataque, Don Blas, que va siempre en cabeza, recibe un disparo en el brazo que le
La defensa de Santa Catalina le cuesta a Blas su ojo izquierdo al reventarle tras un pepinazo enemigo que levantó una nube de esquirlas de muralla y que por poco no los envía a todos con San Pedro. A varios, por cierto, sí que los envió por la vía directa, hechos migas por la andanada. Blas de Lezo tiene apenas dieciocho años. Su siguiente reto es la sitiada Barcelona, porque la Ciudad Condal estaba del lado de Felipe y no de Carlos y la escuadra inglesa la tenía asfixiada, muerta de hambre y a pique de rendirse. A Lezo le asignan la tarea de meter a toda costa refuerzos y pertrechos en la ciudad. Así que se inventa un truco: mete fuego a haces de paja enormes en mitad del mar, y entre el humo se van coDerecha. Blas de Lezo y Olavarrieta. Retrato del Museo Naval
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Derecha. Medalla inglesa conmemorariva de su «victoria» sobre los españoles en Cartagena. Abajo. Un viejo cañón de hierro del fuerte de San Felipe de Barajas, en Cartagena de Indias.
quedará ya inutilizado de por vida. –Ahora en el lado derecho. Para variar y que mantenga el equilibrio sobre el castillo–, debió pensar nuestro capitán. Tenía veinticinco años y había entregado a la patria una pierna, un ojo, un brazo (o remo) y muchos pedazos de carne y de pellejo, que, a pesar de su juventud, ya tenía recosido en mil sitios. Los huevos los seguía manteniendo intactos. En 1715 desembarca en Mallorca, que se rinde sin disparar un tiro. Su fama es inmensa y todos se descubren respetuosos ante él cuando oyen sus inconfundibles pasos (tacac, tacac, tacac...), y Don Blas responde educado y cortés: –... que para algo estudié en un colegio gabacho. En esta época tendrá su primer contacto con Las Indias. Con una escuadra hispano-francesa al mando de Urdizu llega hasta los llamados Mares del Sur –las costas del actual Perú y Chile– que estaban atestados de piratas y de corsarios que daban mucho por saco en aquellas aguas una vez que el viejo Caribe había quedado casi limpio de ellos. Como no podía ser de otra manera Blas de Lezo persigue, combate y vence al enemigo allí dónde le encuentra, sobretodo desde que es nombrado jefe de aquella escuadra, una vez se retiraron «les aliées» franceses. Encima al veterano marino, le da tiempo a casarse con una joven y guapa criolla limeña, a la que le hace un bombo en menos que canta un gallo. Ya saben, todo en su sitio.
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Durante los años bajo su mando, ni un solo pirata, corsario o bucanero se atreve a navegar cerca de los barcos de Lezo. En 1730 el rey le reclama de urgencia. La escuadra del Mediterráneo está hecha un asco y encima los genoveses le están tocando las soberanas narices y se han quedado (–¡Por toda la cara, don Blas!) con dos milloncejos de reales que se niegan a entregar a España. –¿Ah, sí?, no se preocupe majestad, cuente con la guita– (tacac, tacac, tacac, tacac...) Blas de Lezo arriba hasta el mismísimo puerto de Génova, allí abre las portas y enciende las mechas y les da a los banqueros genoveses unas horas para entregar el dinero y –por tocar los cojones–, enarbolar la bandera de España hasta que se les caigan las muñecas, todo esto bien a la vista de la gente, que se enteren quién manda. O éso o empezará a bombardear hasta que pulverice el puerto, la flota y la ciudad entera. Los genoveses entregaron el dinero sin chistar, y luego, enarbolaron el paño mientras Don Blas los miraba (con su único ojo) entrecerrado y sus tripulaciones contenían la risa y las ganas de arrearles unas andanadas a aquellos «hideputas». En recompensa Lezo recibe para su barco un estandarte con las Armas Reales, la Orden del Espíritu Santo, el Toisón de Oro y toda la parafernalia. También lo envían a Orán, a ver si puede meter cien lanzas, o más. Don Blas las mete.
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Izquierda. En primer plano, una estatua de Don Blas de Lezo, y al fondo, el fuerte de San Felipe de Barajas , último bastión español en la defensa de Cartagena de Indias.
nada. España. No saben los ingleses la que les espera. En noviembre del treinta y nueve ya estábamos, otra vez, en guerra con los ingleses.
Llega hasta allí y rinde la plaza, luego cuando los moros se enteran de su partida, regresan y atacan a la pequeña guarnición. Enterado a mitad de camino, Lezo ordena virar en redondo y entra de nuevo en la bahía para espanto de los argelinos de Bey Hassan que huyen por mar y tierra. La capitana española, con Blas de Lezo en el castillo persigue con saña al barco de su enemigo Hassan, que fuerza velas para meterse, muy chulo, en la bahía de Mostagán, en dónde se cree a salvo de los españoles. No sabe bien Bey a quién se enfrenta. Ni al par de huevos que le echa al asunto de la guerra. El barco de Lezo entra en la rada a cañonazos, a pesar de los dos fuertes que defienden su entrada y que ahora reciben andanadas certeras desde el navío de Lezo, luego cañonea a su enemigo hasta que lo hace arder y se larga sin dejar de darles candela a los fuertes enemigos. ¡Con un par de huevos! Mientras se quedó por allí, ningún intento más de tomar Orán, ni ningún sitio, intentaron los argelinos.
Toman Portobello sin apenas resistencia y su general, un tal Vernon, eufórico se apresta entonces a atacar Cartagena de Indias pensando que tomará la plaza e Inglaterra al fin pondrá los pies en Sudamérica. Reúne para ello la mayor flota jamás vista, mucho mayor que La Felicísima del buen Felipe II, una flota atestada de cañones y de infantería, y de negros macheteros jamaicanos y hasta de un hermano del futuro primer presidente yanqui con una compañía de voluntarios de no sé dónde. En marzo de mil setecientos cuarenta y uno la enorme flota inglesa aparece en la bahía de Cartagena. El presuntuoso Vernon y el arrogante Lezo se habían carteado muy finamente el uno al otro poco antes de la aparición del inglés. Ya saben: –Tomé Portobelo y tomaré Cartagena sin pestañear, don Blas...
En 1734 con cuarenta y tres tacos en el lomo recosido, el rey lo asciende a teniente general de la Armada. Permanece un tiempo entre Cádiz y la Corte, de la que huye como de la peste y que le provoca escozores, por lo que pide al rey, el mando de algo, aunque sea un patache, éso sí, artillado para poder dar por saco a nuestros enemigos. El 3 de febrero de 1737, Don Blas de Lezo sale de Cádiz al mando de ocho galeones; su destino: Tierra Firme. Cartagena de Indias, Nueva GraDerecha. Retrato del almirante inglés Edward Vernon. (T. Gainsborough).
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–¡ Y unos huevos vas a tomar tú!, Ternerón, Cuernón o como coño te llames... –Pasaré a todos a cuchillo... –Pues aquí estamos... Y cosas así se decían uno al otro. Y mientras Lezo discutía con Eslava (a veces de muy malas maneras, como buenos españoles) y preparaban las defensas, Vernon, en la cámara de su navío, diseñaba unas moneditas conmemorativas para mandárselas a su rey Jorge con la noticia de la toma de Cartagena. Y hasta fecha les pone, el imbécil. Uno de abril, escribe. Los ingleses bombardean sin descanso los fuertes que guarnecen la ciudad. Silencian los fuertes de Santiago y San Felipe, y después, tras dieciséis días de bombardeo continuado, se abandona San Luis de Bocachica. Después cayó Bocagrande, siendo inútiles los barcos españoles hundidos a propósito para impedir, o tratar de impedir la entrada de los ingleses en la bahía. No se consigue tal objetivo y Don Blas rechina los dientes por sus barcos perdidos.
Bombardea, por supuesto sin descanso, el fuerte de San Felipe. Pero como los españoles no se ablandan decide atacar Cartagena por la parte de tierra. Desembarca a sus tropas y se interna en la selva y allí pasarán los ingleses las de Caín (que se jodan) entre la malaria y los ataques fugaces, salvajes y sangrientos de los milicianos de la zona, que salen de entre las espesuras como espectros para matar unos cuantos casacones y desaparecer luego como por arte de magia. Cuando llegan a las murallas, resulta que la única entrada es una estrecha rampa y allí hay trescientos tíos armados con espadas, picas, dagas, hachas y de todo lo que pincha, corta y taja y con una cara de mala leche que da espanto. Don Blas los ha puesto allí, escogidos y seleccionados de entre sus mejores soldados.
Los defensores que quedan con vida se refugian en el Castillo de San Felipe de Barajas, último bastión y reducto que les queda a los españoles.
Se lo demuestran al viejo marino matando a más de mil enemigos en la rampa. Ninguno se acercó siquiera a las puertas. Aquello y la malaria, y los guerrilleros, y los mosquitos, y los de la puerta, y los que asoman por los adarves, hace que a los ingleses les entre un canguelo de los que te cagas: la moral baja, que dice el eufemismo militar.
Vernon envía la noticia a Inglaterra (y su diseño de las medallas, con la fecha), de que Cartagena ha caído y que Don Blas ha caído humillado a sus pies, tal y como describe, tan gráficamente, en el bocetillo –...que envío a Su Majestad– escribe Vernon a su rey, exultante.
La noche del veinte de abril, ya habían pasado diecinueve desde la fecha indicada en la medalla de los cojones –pensaba Vernon– y aquellos «hideputas» españoles ni se rendían ni parecían tener ninguna gana de hacerlo. Con el maldito cojo, tuerto y manco choteándose de él desde las murallas.
«Aquí España derrotó a Inglaterra y sus colonias. Cartagena de Indias, marzo de 1741.»
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Otra de las monedas conmemorativas inglesas diseñadas por Vernon, de la supuesta victoria sobre Lezo.
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Por eso, esa noche ordena un ataque masivo, con escalas y los negros –estos delante, que se lleven la plomada española–, así alguno llegará a las murallas, las escalará y entrará dentro. O ese es el plan del desesperado Vernon, que al contrario que su homólogo español, no aparece por las murallas ni en pintura. Mientras avanzan los ingleses, los negros y los virginianos caen como moscas. La artillería y la fusilería española los destroza mientras se acercan a los muros. Cuando llegan, los que llegan, se encuentran con la sorpresa de que las escalas son cortas. Y es que el astuto vasco había ordenado que se excavase un pequeño foso alrededor de la muralla. Poca cosa muchachos, lo justo por si echan escalas, que no alcancen. Los ingleses se quedaron allí abajo sin saber que hacer, espantados y con la cara de haba dibujada en el rostro (– what?). Y por supuesto los defensores aprovecharon y descargaron contra ellos todo lo que tenían. La noche se iluminaba con las descargas cerradas de mosquetes y de vez en cuando con un cañonazo de metralla disparado a quemarropa. Cuando amaneció había montones de cadáveres de enemigos rodeando las murallas. Revoltillos de miembros desgajados y de tripas esparcidas. Olía ya que daba asco. Cosa que no impidió, que nada más amanecer, siguiendo las órdenes tajantes de Don Blas, los españoles atacásemos a la bayoneta a los ingleses supervivientes. Corrieron espantados hasta los embarcaderos abandonando a los heridos y a sus carros de vituallas y municiones, dejando atrás banderas, banderines, banderolas y cañones, pólvora y mosquetes por cientos. Nosotros seguimos atacando y atacando, matando a todo lo que por delante se nos ponía, hasta que el último inglés reembarcó y los navíos se alejaron prudentemente de la orilla:
Sebastián de Eslava y Lazaga era el Virrey de Nueva Granada desde abril de 1740.
le había enviado «aquel cojitranco español». Sin aceptar su derrota mantuvo el martirio y la vergüenza de sus hombres bombardeando Cartagena durante treinta días más. Cada día lo hacían desde un poquito más lejos. –Que se oyen martillazos James, no vaya a ser que el Lezo ése esté construyendo un barco. De esta manera a finales de mayo de mil setecientos cuarenta y uno lo que queda de la anteriormente flamante y más poderosa flota de guerra que jamás surcó los mares, se retira de las aguas españolas con el general Vernon mirando por el catalejo a un cojitranco Blas de Lezo que se agarra cierta parte de la anatomía humana y casi está seguro de lo que dice, envalentonado: –¡Tócate los huevos, Ternerón, o Cuernón o como te llames! Don Blas de Lezo había recibido heridas graves durante los combates, negándose siempre a abandonar su puesto y siendo alma de la defensa y ejemplo para los defensores. Poco después enfermó de peste por la epidemia que se desató debido a los miles de cadáveres insepultos (sobre todo ingleses) que había alrededor de Cartagena de Indias. Murió Don Blas el siete de septiembre. Tenía cincuenta y dos años y los huevos intactos. Desgraciadamente, hoy en día muy pocos españoles conocen quién fue Don Blas de Lezo, olvidado, mancillada su honra y su recuerdo. Repudiado por aquellos a quien defendió con tanta bravura. Valgan estas humildes letras como homenaje a un hombre que nació en Pasajes y que cuando nació, su llanto hizo que los acantilados de Dover, palideciesen. Más todavía.
–No vaya a ser, James, que esos salvajes nos aborden. –¡San Jorge nos asista! Eduardo Vernon se comía despacito los diseños y dibujos de sus monedas, así como las cartas que
Blog de Antonio Villegas: En Orán cien lanzas. Los heroes olvidados 7
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