Estampas Interiores

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ESTAMPAS INTERIORES NESTOR VILLEGAS DUQUE

A CARLOTA Y ANITA

UN DOCUMENTO HUMANO Conocimos al doctor Néstor Villegas en nuestra adolescencia, cuando cursábamos estudios de bachillerato en el Instituto Universitario de Caldas. No hemos cesado desde entonces de respetarlo y admirarlo. Precozmente maduro, era tan serio, tan ecuánime, tan austero como lo es hoy, cuarenta y cinco años después. Néstor Villegas le ha consagrado al estudio las horas que otros les consagran a los placeres, y sólo su ingénita modestia le ha impedido sobresalir entre los arcontes de Colombia. Ha sido un grande hombre para sí mismo y para sus amigos. Ahora, en su dorada madurez, Néstor Villegas nos entrega el mensaje de su vida, un libro escrito en prosa cristalina y tersa, que contiene edificantes enseñanzas para la juventud, tramos completos de historia patria y el emocionado recuerdo de sus profesores y condiscípulos. Nació el doctor Villegas en Manzanares, pequeña aldea del Oriente de Caldas, cuyos hijos se han señalado por sus talentos y virtudes. La historia de su vida es casi inverosímil por lo que significa como voluntad de superación, como esfuerzo personal, como capacidad de sacrificio. Leyéndola se comprende que el heroísmo no está siempre en el bronce de las estatuas. Cuando ejercía el cargo de porteroescribiente en un Juzgado de Circuito de su tierra natal, encontró en la Gaceta Oficial de Caldas la noticia de que a su pueblo le había sido asignada una beca en el Instituto Universitario. Determinó entonces presentarse como postulante y emprendió el penoso viaje a


2 Manizales, sin ropa y sin blanca, llevando los certificados del cura, del alcalde y de las personas principales sobre su conducta y pobreza. Viajó a pie en las condiciones más difíciles. Superadas todas las pruebas se le asignó la beca, y un año más tarde era ya profesor del claustro. Manizales era en aquellos tiempos una ciudadela del espíritu. Confiamos en que siga siéndolo. Singularmente propicio es el clima de Manizales para las faenas de la mente, lo que hace posible el estudio durante todas las horas del día. Es ciudad de letrados y de patriotas vigilantes, de “aquellos que quedan despiertos cuando todo se reclina a dormir sobre la tierra.” El Instituto Universitario, a pesar de ser un modesto colegio de bachillerato, tenía el severo ambiente de las viejas Universidades. Sus rectores de aquella época dejaron recuerdo memorable en los anales de Caldas: Manuel S. Buitrago, varón justo y bueno; Francisco Marulanda Correa, filósofo cristiano, que pensaba en silogismos, de austero vivir, y Valerio Antonio Hoyos, gramático y jurisconsulto, escultor de almas y de pueblos. No menos eminente era el cuerpo de profesores. Allí José Ignacio Villegas de templado carácter, hombre firme y constante; el Padre Nazario Restrepo, quien descorrió para nosotros los velos de la antigüedad, con sus misterios, sus ritos y su cultura; Emilio Robledo, el sabio naturalista, quien nos entregaba sus enseñanzas a la sombra de los árboles tutelares como Sócrates o Platón. Así se formó espontaneamente en Caldas la primera generación greco-latina. No menos ilustres fueron sus discípulos. Al menos en nuestra hornada todos sobresalieron en la vida nacional. Eliseo Arango, Néstor Villegas, Gonzalo Restrepo Gutiérrez, Jaime Robledo Uribe, José María Gómez Mejía, Ramón Londoño Peláez, Jorge Luis Vargas, Luis Angel Velásquez, Gustavo y Bernardo Mejía Jaramillo, Guillermo Londoño Mejía, Carlos Arturo Jaramillo, y tantos otros cuya generosa amistad ha sido el viático de nuestra procelosa carrera pública. A profesores y condiscípulos los evoca el doctor Néstor Villegas en cláusulas severas y emocionadas. Sin embargo, era mucho menos lo que aprendimos en los claustros que nuestras adquisiciones personales. Estudiábamos en una forma desinteresada, por el placer de adquirir todos los días una verdad nueva o de acarrear una piedra al templo de la sabiduría. Hay que restaurar la noción de que la ciencia y la virtud constituyen por si mismas un galardón para los hombres de bien. Preguntado alguna vez un joven esparcita para qué se sometía a tan difíciles pruebas en


3 el gimnasio, contestó sencillamente: “Para ser una obra de arte admirada por todo el pueblo griego.” Néstor Villegas emprendió luego la carrera de medicina venciendo las mismas dificultades, con idéntica pasión por el estudio, en el ejercicio de la más severa disciplina. Trabajó para estudiar manteniéndose siempre a la cabeza de sus condiscípulos. Superior entre los pares. Desde el primer momento comprendió que su profesión era “vivir del dolor de los demás y participar hondamente en él.” Sobresale en este libro el recuerdo agradecido de sus profesores en el claustro de Santa Inés. Eran los tiempos de Pompilio Martínez, José María Lombana Barreneche, Julio Manrique, Roberto Franco, Carlos Es guerra, Calixto Torres Umaña, Zoilo Cuéllar Durán, Juan David Herrera, Montoya, Ucrós, Franco. A todos ellos los fija. Néstor Ville gas en medallones batidos en el fino bronce de su estilo. Allí permanecen en sus rasgos fundamentales para el día en que se escriba la historia de la medicina colombiana. Fue esta una generación ciclópea que abrió horizontes inmensos a la ciencia y que practicó cabalmente el aforismo de Hipócrates: “Conviene asociar la medicina a la filosofía y la filosofía a la medicina, porque el médico filósofo es igual a los dioses.” Terminados sus estudios universitarios, con las más excelsas calificaciones, el doctor Villegas regresó a Manzanares, “su patria”, para iniciarse en la práctica profesional. Incertidumbre, vacilaciones, desconcierto. Pero la ciencia y la piedad iluminaban como fanales inextinguibles el oscuro horizonte. Es el médico de una vasta comarca que debe recorrer caminos abruptos e interminables bajo torrentes de lluvias, bajo el sol canicular, o en el medroso silencio de la noche. El salario que recibe muchas veces es la ingratitud o el vituperio. El médico de la aldea tiene que hacerles frente a múltiples enfermedades, sin laboratorios, sin medicinas, sin clínicas, ni hospitales. Es un sacerdote antes que un médico. Néstor Villegas le consagra páginas hermosas, ciertas y perdurables en su autobiografía: “Atendiendo devotamente a su noble misión, el médico del pueblo vive aislado del progreso de su arte, por falta de intercambio de ideas con quienes enriquecen y ventilan sus conocimientos en las universidades y conferencias del país o del exterior. Si no fuera por las revistas que le llegan, retrocedería o se quedaría petrificado, inerte, como el monolito de una cultura apagada y fenecida. “Pero, en cambio, con qué maravilla se desarrolla en él un sexto sentido, apenas adivinado en los grandes centros. Es un sentido que a veces es intuición poderosa o finísima observación. En todo caso, hay que ver lo que dicen a este médico el aspecto de una piel, la vaguedad de una mirada, el color de una conjuntiva, la anormalidad


4 de una respiración, la alteración de un pulso, el timbre de una voz, la frialdad de unas extremidades, el tono de unos músculos. Su capacidad de raciocinio para resolver problemas sin el concurso de los laboratorios es a veces desconcertante. Por razón de la necesidad es más listo, más avisado, más perspicaz... Y qué desinterés. El médico de la ciudad, acosado por imperiosas solicitudes, necesidades y obligaciones, ejecuta la explotación comercial de su oficio. El del pueblo, nada o muy poco. El desprendimiento en él va de brazos con el del buen cura de parroquia y juntos hacen cada día su jornada de caridad.” Si la Universidad había formado al hombre de ciencia, la aldea perdida. esculpió al filósofo, a! pensador. al hombre. Los médicos de pueblo han sido los que han modelado la fisonomía moral de nuestras ciudades y villas, haciendo el bien con mano dadivosa, predicando la caridad y la tolerancia, verdaderos oficiantes en el templo de Higia. Todos los hemos conocido y amado. Su simple presencia inspira veneración. Se llamaron Jaime Mejía, Pablo Emilio Gutiérrez y Enrique Isaza en Salamina.; Juan Gregorio Isaza en Pácora; Ricardo Jaramillo Arango y Juan Antonio Toro en Manizales. Presumiblemente han existido en todas las aldeas de Colombia, y su misión, en medio de nuestra barbarie, ha sido comparable a la que realizaron los monjes y benedictinos que en la Edad Media salvaron para el Renacimiento los tesoros de la cultura antigua. Después de especializarse en Europa, donde revisó sus conocimientos y completó su cultura el doctor Villegas regresó a Manizales, que le ha considerado siempre como a un hijo de sus entrañas. Allí encontró un ambiente para el ejercicio de la medicina y para las más altas disciplinas del espíritu. Compañeros suyos fueron los varones ejemplares de esta colina rocosa que se ha especializado en el cultivo de la “planta hombre”: Aquilino Villegas, Julio Zuloaga. Ricardo Jaramillo Arango, Rafael Arango Villegas, Francisco Marulanda Correa, Gilberto Alzate Avendaño, Fernando Londoño y Londoño, Jaime Robledo Uribe, Tomás Calderón, Luis Yagarí, Luis Donoso, algunos de ellos ya desaparecidos y cuya amistad constante ha sido para nosotros también un privilegio de la vida. Como lo afirmaba Tulio, la amistad no es otra cosa que un sumo conocimiento de los negocios divinos y humanos, con amor y benevolencia, don tan grande, que no han concedido los dioses —excepto la sabiduría— otro mayor a los mortales. En Manizales encontró también a la perfecta compañera que ha sido el premio a su vida, y a quien bien pudiera aplicársele los dos versos de Dante y de Petrarca que entrelazó Augusto Comte para su Angel Custodio: La que se ha apoderado de mi mente, arrancando de mi corazón todo pensamiento bajo.


5 Finalmente, armado ya con todos los dones de la sabiduría, el doctor Néstor Villegas instaló su consultorio profesional en Bogotá, donde se ha destacado tanto en el ejercicio de la medicina como sus admirados maestros de los claustros de Santa Inés. La medicina ha sido para el doctor Villegas una forma de santidad, un canto de amor, porque implica el sacrificio de sí mismo, en aras de las ajenas desventuras. Y así dice, siguiendo los versículos de Kempis: “Quién sino el médico, junto al lecho del enfermo, de extraño se torna en familiar; de tranquilo en preocupado; de indiferente, en conmovido; de codicioso, en desinteresado? ¿Quién sino él, cambia la libertad por la cristiana esclavitud; el sueño, por vigilia generosa; e! reposo, por cansancio sin fatiga; lo blando y regalado, por lo duro del sacrificio; la vida fácil y de placer, por el servicio perseverante y abnegado? El profesor de castellano superior en el Instituto Universitario de Caldas, cuando allí cursaba estudios Néstor Villegas, era el doctor Valerio Antonio Hoyos, quien se deleitaba explicando filosóficamente el sentido de los verbos y de los tiempos. Su cátedra. alcanzó vasto renombre en la comarca. Un día anunció que al alumno que más se distinguiera en el curso se le nombraría profesor al año siguiente. Para alcanzar el preciado galardón, con vocación invicta y persistente voluntad, Néstor Villegas se entregó ávidamente al estudio no solo de la gramática sino de la filología, en los pocos libros que encontraba en la Biblioteca Departamental: las obras de Eduardo Benot, de Max Muller, de Bopp y Grimm, de Cejador y Frauca, de Toro y Gisbert. Desde luego la cátedra le fue asignada, y todos nos acostumbramos a considerarlo como un maestro. Posteriormente cuando adelantaba sus estudios universitarios continuó leyendo la misma asignatura. Quienes le conocíamos le pronosticamos una brillante carrera literaria. Nos desconcertó un poco, encontrarlo, luégo, estudiando anatomía., aunque muchos médicos han sido grandes letrados como Claudio Bernard y León Daudet, en Francia, Jorge Bejarano y López de Mesa, entre nosotros. La publicación de estas memorias demuestran que no estábamos equivocados en el vaticinio. No obstante la falta de práctica, que es vital en el oficio, Néstor Villegas se revela como un escritor elegante, fluido y correcto. Algunas de sus páginas tienen singular diafanidad y elegancia; otras, las tres cualidades mágicas que señalaba Suárez: luz, color y fuego. En todas se advierte un perfecto dominio del idioma que se traduce en orden y equilibrio. En la autobiografía que ahora entrega pudorosamente al público hay páginas antológicas que se leerán siempre con emoción y con deleite. Entre ellas pueden señalarse la descripción de la Fiesta de la Inmaculada, en Manzanares; el apasionante relato de la Gripa del año 18 en Bogotá, que recuerda un poco la evocación de la peste de Atenas en las historias de Tucídides; las pequeñas obras diarias; el médico del


6 pueblo; el cieguecillo de la Rue Mouffetard. La garrida paleta de su estilo es la de un gran pintor. Así dibuja sus excursiones de médico de aldea por las veredas y caminos intactos todavía del viejo Manzanares: “Realmente fuera de los días de mercado y de fiesta, en los cuales los servicios a los campesinos exigían gran movimiento, la monotonía anonadaba. Empero, a Jorge le cambiaban la vida los viajes profesionales a los pueblos y a los campos. Y era porque él amaba los caminos ¡Qué gratos son para el que va por ellos! Andándolos, brotaban los pensamientos tanto o más que los paisajes. ¿Acaso no era agasajo de dioses sonrientes ir por las suaves y onduladas laderas de La Chalca, en dirección al Guayabo? Un deleite experimentaba recorriendo en buen caballo esos parajes idílicos, bajo el sol y el cielo puro, entre el rumor del viento, de los árboles, de los arroyuelos que iban a las casitas blancas por canales de guadua. Y qué emoción sentía viendo los jardincillos que se asomaban por entre las cercas, y oyendo el canto de algún labriego en su huerto, o el de las mujeres en las cocinas o en los pozos, junto a saúcos y durazneros. Mas otras veces tenía que irse por caminos escarpados, brumosos y tristes. En las encumbradas parameras de La Picona y abatido por el frío y el silencio, se sintió varias veces como plegado en sí mismo, empequeñecido, a la vista de rocas musgosas y húmedas, de ventisqueros borrascosos, de honduras negras, de precipicios sin fondo; o envuelto en una niebla densa, que por momentos le dejaba ver las agruras de los picachos. También conocía los caminos medrosos. Se hundía por los cañones profundos del Guarinó, el Santo Domingo, La Miel, el San Juan, descendiendo casi por paredes, en la mitad de la noche, con soledad que sobrecogía, y oyendo a su peón pavorido de la muerte alevosa que ya le asaltaba, o del espanto que le cerraba la trocha, o del bramido del bracamonte, o de la pedrada del duende, o del aliento mortal de la madremonte. Y andaba así mismo por caminos melancólicos. Se veía obligado a ir por algunas trochas cascajosas, vecinales de Victoria, o del Brasil, no lejos de la Moravia. En esos despoblados su juventud lo libraba del desánimo o del tedio, a que llevaban los zarzales que obstruían el paso; las tapias derruidas llenas de yerbajos; ¡os ranchos solos, abandonados y casi ocultos entre malezas y rastrojos. Y para dicha suya, cuántas veces no sentía al atardecer, como alegre campanada, la noticia de que la posada próxima estaba en el alto de Bellavista o Miraflores, cuando hacía largos viajes por los caminos de la montaña, encontrándose con ventas retozonas y con las mulas, los bueyes y los arrieros”. Adviértanse la riqueza sintáctica y la variedad idiomática, la imaginación y colorido y aquella melancolía que denuncian al escritor de raza, al hombre que piensa y sufre. Igualmente experto es en la descripción de los estados del alma, de las pasiones humanas, de los sentimientos y afectos, del extraño corazón que va del dolor al


7 placer, del abatimiento a la exaltación, pasando por la monotonía y el tedio. Néstor Villegas es un introvertido, que hace continuo examen de conciencia y que se pasea por su propia psique como otros por salones, calles y plazas. Para él hasta la anatomía es ciencia del corazón. Es un hombre que se ha buscado a sí mismo, en horas de pobreza, de desolación e incertidumbre, y que comprende con Pascal, que no obstante el espectáculo de todas las miserias que nos turban y aprietan nuestra garganta, tenemos un instinto irreprimible que nos eleva. Néstor Villegas describe su propia personalidad con la precisión de un geómetra, y sabe cómo se ha formado su conciencia. Nació en un hogar pobre, sin padre ni maestro que lo orientare en la lucha por la vida., tuvo que alejarse de los placeres en la época en que nos hechizan, su mundo está hecho de austeridad y de resignación. Por esto renunció precozmente a la fama, a la publicidad, al renombre y apenas si considera el dinero como el viático del peregrino que sólo necesita pagar la posada. Y como lo escribe con sencillez, de tanto replegarse, de tanto recogerse en sí mismo, se fue formando en bloque, sin dispersiones, porque no miraba hacia afuera, sino hacia su castillo interior. “Me fui pareciendo a un risco, a uno de los que coronan los cerros de mi pueblo. Por eso me siento huidizo, áspero, apartado y solo”. Por esto mismo Néstor Villegas es un hombre normal, un verdadero fenómeno de la especie. Porque todos tenernos nuestros extravíos en el vicio o en la virtud. Normal en el arte es, acaso, Leonardo de Vinci. Pero existen Velásquez y Goya y Picaso. Los hombres que se consideran comunmente normales son unos pobres diablos a quienes les falta ese adminículo esencial que es el alma. Otros son intelectuales puros que no les dan importancia a los sentidos. Todo es deforme en la especie humana. Un hombre ecuánime, sensato, ordenado, tranqui!o, virtuoso, bueno, proporcionado en el cuerpo y en el espíritu, corno Néstor Villegas, es lo que se llama un hombre normal, un tipo humano casi desconocido. Este libro es un documento humano que es cuanto puede decirse en favor suyo, para invitar al lector a devorarlo hasta la última página. Todo libro autobiográfico es importante y sobre todo ameno. Cuanto escribimos sobre nosotros mismos, con ánimo sincero, es poesía, aunque sea verdad. Nadie ha soltado de sus manos un libro de memorias así sean las huellas que dejó el pez en la estructura terrestre. El que ha escrito Néstor Villegas es una obra hermosa, ejemplarizante y patética. Es un libro que debe llegar a todos los hogares corno estímulo y ejemplo, en una época en que todos aspiran a encontrar la mesa servida en el festín del mundo. Ser el escultor de su propia alma es colaborar con Dios en la tarea creadora.


8 Néstor Villegas, citando a Ernesto Roberto Curtius, califica su libro como una carta circular a sus amigos. Para nosotros es un mensaje a la nación entera. Bogotá, D. E., marzo de 1961. Silvio Villegas

DOS PALABRAS Como introducción a las páginas de su libro “El espíritu francés en la nueva Europa”, Ernesto Roberto Curtius transcribió estas palabras de Stevenson: “En cierto significado íntimo, todo libro es una carta circular destinada a ¡os amigos de quien lo escribe. Ellos solos entienden y reciben su sentido; dispersos entre las páginas y en su intención, en él encuentran mensajes privados, seguridades de cariño, expresiones de agradecimiento, a modo de señales o cintillas. El público se limita a hacer liberalmente el gasto del correo. Y aunque esta carta esté destinada a todos, nosotros tenemos la vieja y afectuosa costumbre de estampar la dirección de uno solo. ¿De qué puede enorgullecerse un hombre sino de sus amigos?” 1 Con cuánto gusto imitamos nosotros a Ernesto Roberto Curtius, porque tan hermoso texto interpreta cabalmente la finalidad de estas páginas. Por razón de nuestros años, cuando a la vida ya sólo le pedirnos un poco de sosiego para la corta tarea que nos falta, esta “carta” y los encarecimientos y encomios que en ella se encuentran, sólo tienen el valor de un encendimiento de nuestra gratitud y cordialidad.

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“Every book is, and intimate sense, a circular setter to the friends of him who writes it. They alone take his meaning; they find private messages, assurances of love, and expressions of gratitude, dropped for them in every corner. The public is but a generous patron who defrays the postage. Yet though the letter is directed to all, we have an old and kindly custom of addressing it on the outdoes to one of what shall a man be proud, if he is not proud of his friends?”


9 CAPITULO I A los pies del cerro de San Luis, collado muy distante de la alta Picona, sobre la empinada ladera que arrullan y decoran las aguas del Santo Domingo, se destaca en la verdura el pueblo, cual recogida estampa campesina, labrada por manos callosas e inexpertas. Un cielo benigno, recortado por enhiestas colinas, lo repuja con la luz maravillosa de sus mañanas y atardeceres. En suave cuesta está la plaza. El piso es la pura tierra, con grandes manchas de hierba. Algunos árboles pequeños lucen en tres de sus lados. Crúzanla en equis dos andenes de piedra. A esa hora resaltaban los desconchones de las paredes y verdeaban los yerbajos crecidos en los techos. ¿Y quiénes de la iglesia en obra salían tan paso a paso? Pues los dos únicos canteros que trabajaban en ella. Sobre el atrio paseábanse don Pepe, el feligrés más piadoso, y el señor cura, de ruana y sombrero de Suaza, fumándose su tabaco. Hablaban ellos del avance lento de los muros, mientras se oían los sones de la capilla vieja en la plazuela vecina, llamándoles al rezo. ¡Oh, la capillita aldeana, inolvidable, humilde, sobria, de espadaña corta y de campanas niñas, de paredes de cal, de ventanas altas y abiertas, de puertas de madera burda, con cuadrilongos grandes, aquella maternal, que recibía a los recién nacidos y que lloraba y despedía a los muertos! ¿Comercio? Poco que lo había en la acera alta, donde bajo los balcones, en las tiendas, venteros y parroquianos conversaban en taburetes velludos, recostados a las jambas y paredes. ¿Y la acera de abajo? Estaba también quieta. Nicolás, el peluquero, salido un poco a la calle, asentaba una navaja; en la botica contigua, don Ramón pensaba en píldoras, arrellanado en su asiento; Jacobo en la sastrería, planchaba el último traje; y, más hacia la esquina, don Alvaro, calvo, de bigotes grandes, de abdomen prominente y con los pulgares en el chaleco abierto, dialogaba con don Cancio. Don Cancio era el más viejo del pueblo. Tenía la cabeza blanca, el rostro finamente arrugado, los párpados caídos y cierto mirar picaresco; y, por su cara y el negro gorro que usaba, le apellidaban “Mahoma”. Pasaba las horas atisbando a la plaza, sentado en una tienda vacía, donde guardaba tres jáquimas y algunas herramientas. Don Cancio y don Alvaro estaban emparentados y no había suceso que ellos no comentaran. El sol ya se había ocultado, pero aún quedaban resplandores altos y golondrinas raudas. Por la plaza sólo se veían escasos transeuntes, entre ellos algunos viejos, de andar muy despacio, como doña Tilde, doña Vila y doña Rosa, que iban a la Salve. Un caballejo pacía en el rodal verde de uno de los ángulos. En la pila del centro se oían más claros los rumores del agua. Y en el umbral de una puerta, sola animación de la tarde, estallaban las voces y las risas de tres locuelas que jugaban con el gozquecillo de la casa.


10 En la acera de arriba, sobre las cuadras de la cárcel, abríanse las puertas del juzgado. Allí todavía estaba Jorge, trabajando a esta hora. —Siga, —dijo en voz alta, desde su escritorio, a la persona que tocaba—. El viejo Crisóstomo entró, dirigióse a la mesa y largó un periódico, advirtiendo: la “Gaceta de Caldas”. El muchacho suspendió la copia de la sentencia que hacía y empezó a hojear la gaceta. Sus ojos tropezaron a poco con este título: “Decreto por el cual se distribuyen en el Departamento quince becas en el Colegio Oficial de Manizales y se reglamenta la adjudicación de ellas”. Sintió un leve sobresalto y lo leyó con gran cuidado. A su pueblo correspondíale una sola. Entró en meditación algunos minutos y nerviosamente se levantó del asiento. Súbitamente su futuro ardía y su mundo interior se despejaba. Luego empezó a pasearse, apretándose las manos y dialogando consigo mismo: —Yo soy un desdichado portero-escribiente de este juzgado de circuito. Mi madre es pobrísima. Cuento casi quince años de edad y debo estudiar. ¿Qué porvenir espero sin instrucción, sin padre, sin hermanos, sin quién pueda interesarse por mí? No. Hay que emprender algo. Debo hacerme a esa beca. Tengo que irme. A mi madre la puede sostener mi hermana Cecilia—. Y al pensar que no tenía posibles para aventurarse en una vida de internado y de estudio, ni un benefactor que pudiera darle siquiera un consejo, sintió por primera vez la fuerza de la raza en la corriente de la sangre. De lo hondo de su ser emergía un hombre. Presa de ansiedad, ya muy avanzada la hora de cerrar la oficina, con la gaceta en la mano, Jorge se dirigió a la casa de su hermana Cecilia, hacía tiempos viuda, quien bondadosamente les había acogido bajo su techo a su madre y a él, después de la muerte de su padre. Al poner los pies en la plaza, le pareció el pueblo una oquedad de quietud y de silencio. Oía el movimiento impetuoso de su espíritu. Y llegó en instantes. — Mamá! —gritó desde el zaguán, apresurando el paso en dirección al cuarto donde su madre le respondía— Mire este decreto. Oigamelo leer. Y con voz emocionada leyó uno a uno todos los artículos. —Vea, mamá: yo soy capaz de ganarme esa beca, de presentar aquí un magnífico examen para el concurso. De cualquier manera me voy, si la consigo. ¿No le parece? La anciana lo miró, ciñéndole con la ternura de sus ojos.


11 —Pero, hijito, ¿qué quiere que le diga? Somos tan pobres... ¿ Quién lo va a sostener? Eso es muy costoso. Además, usted está muy niño. —No, mamá, eso no importa. Déme el permiso de irme. En los labios conmovidos y prudentes de la madre las palabras desfallecieron y Jorge se alejó, porque la hermana Cecilia lo llamaba. De ahí en adelante trocóse en inflexible el ánimo de Jorge. Y días después se hizo inscribir, como aspirante a la beca, en la Inspección Local de Instrucción Pública, donde le señalaron la fecha para el examen del concurso. Este se celebró en Enero y Jorge obtuvo el triunfo. Cuando fue a solicitar del recto presidente del jurado calificador la nota de la adjudicación ganada, sólo recibió de él estas palabras: “según el decreto de la Dirección de Instrucción Pública, el jurado ha debido darle a usted la beca, pero como no faltó quien lo tachara de niño peligroso, por la política del juez del circuito, en cuyas oficinas trabaja usted, no se pudo lograr que los miembros del jurado se pusieran de acuerdo en la designación definitiva y entonces se resolvió que los aspirantes fueran a Manizales, para que allá decidan lo conveniente. Aquí ha habido muchas intrigas, sobre todo de uno de los gamonales de la población, para que la beca se conceda a otro muchacho. Pero el señor cura lo ha defendido a usted. Conque váyase y yo le daré una nota autenticada del acta de los exámenes”. Jorge empezó a arreglar el viaje, puede decirse que contra la voluntad de su madre, que no podía explicarse de qué manera podría un niño hacer estudios en una ciudad distante, sin medios, sin padres, sin asistencia. Sus primeras diligencias fueron conseguir certificados del señor cura, el alcalde y las personas notables, sobre conducta y pobreza, a los cuales agregó las calificaciones de estudiante, que había conservado cuidadosamente, y una manifestación escrita, amplia y elogiosa del juez del circuito, cuya estimación había alcanzado. En seguida buscó a Rafael González, bondadoso hombre, a quien llamaban “don Rafa”, y el que semanalmente iba a Manizales a llevar arroz de Victoria, en tres o cuatro mulas, que arreaba personalmente. Era éste un trajinante cabal. Convino con él en que saldrían juntos, a fines de Enero, y que el hatillo de ropa, muy pequeño, por cierto, lo llevarían de sobornal en una de las cargas. En tres pesos concertaron el precio del servicio, con la promesa de que Jorge pudiera montar a trechos en una de las mulas. Su madre se encontraba turbada con estos preparativos y sus admoniciones eran ineficaces, para evitar lo que consideraba una temeridad de su hijo. Nada valía, ni siquiera la advertencia de la


12 hermana Cecilia, de que ella no podía ofrecerle ayuda alguna, aun en caso fortuito o de gran necesidad. Y llegó el sábado de la partida. A las cinco de la mañana sonaron los cascos de las mulas frente a la puerta de la casa. Jorge ya estaba listo. En la noche no había podido conciliar el sueño, a pesar del silencio, sólo interrumpido por el ladrido largo de algún perro o por el lejano caminar de algún transeúnte. Una agitación extraordinaria, un ir y venir de posibles e imposibles, una devanadera sin fin de pensamientos, le habían dominado por completo. A veces, pensando en su madre, se había enternecido; otras, se había dejado llevar por el desenfreno imaginativo de las futuras sorpresas; otras, se había puesto a vestir de fortaleza al varón del nuevo designio. —Pero ¿qué es esto, hijito, usted siempre se va? — exclamó la anciana, cuando Jorge penetraba en su cuarto— ¡Tan loco, mi muchachito! ¿Y usted con qué platica va a hacer este viaje? —Señora, si, como se lo conté, yo vendí por cuarenta pesos la vaca que me regalaron —respondió Jorge— mientras las lágrimas en los ojos maternos brillaban a las primeras luces del alba. La despedida fue rápida. Hubiera sido muy duro alargarla. Y, al salir a la calle, oyó la voz de su madre que le preguntaba: —Y en qué va a montar usted? —Aquí, en la salida, vamos a ensillar, señora. No quiso él que su madre supiera que no tendría cabalgadura, que tendría que auxiliar a don Rafa en su oficio de arriería y que, por ratos, solo podría montar en una mula enjalmada. —Don Rafa! —gritó la anciana, cuando las mulas se alejaban. Este retrocedió. Lo que ella quería era recomendarle hasta lo más a su muchacho. Finalizando las vueltas de Romeral, Jorge vio por última vez a Manzanares. Al dolor de la partida, que le sacudió todo entero, pero que ni por un momento le hizo flaquear en su determinación, le sucedió un estado de firmeza tranquila, incomparable. No le arredraban ni lo oscuro, ni lo arriesgado, ni lo contingente. Y no era él propiamente el viajero. Eran los de atrás, sus abuelos, cuyo ímpetu, prolongado en él, seguía trasponiendo las montañas. No había tenido sino muchachez, con desgarramientos de pobreza. De la vida no conocía más. Tal vez había tenido intuiciones de sus hechizos y hermosura. Ahora, por este camino, iba a buscarla, a encontrarse con ella, a conocerla, a pedirle lo que pudiera darle. Quería que su torturado ser, extenuado por las carencias, se volviera vigoroso y


13 alegre, y que su espíritu se libertara de la sumisión al mendrugo diario. Había que alejar las urgencias materiales, frecuentes y menudas, que mordían desgarrando, así como los suplicios del ánimo, que marchitaban su niñez y sus promesas. Un hondo aliento lo empujaba. Iba adelante, cumpliendo una orden, ya no de un jefe, como en la oficina, sino propia, del hombre que llevaba en sí; y su alma, como en un día de otra creación, entraba en el mundo encantado de los sueños. No lo preocupaba la estrechez absoluta de dinero, porque llevaba un tesoro de inquietudes, arrestos esperanzas. Ese día llovió copiosamente y el par de arrieros, por lo liso y fragoso del camino, no pudieron hacer la jornada prevista, sino que tuvieron que quedarse en una casa pobre, ya casi a boca de noche. El sitio se llamaba “Los Sauces”. Sobre la extensa ladera que desciende al río Perrillo estaba esta posada. En el paisaje, dilatado y plomizo, la luz era cada momento menos. En lo hondo del cañón se precipitaban las sombras y, bajo el cielo anubarrado, la niebla iba cubriendo las casitas lejanas. Al trasponer la cerca de guadua se atravesaba un patio pantanoso. Un corredor viejo y totalmente desmantelado estaba al frente. A un extremo, dentro de la cocina abierta, que custodiaba un perro ladrando, chisporroteaba la leña, bajo una olla. Al centro y al otro extremo, dos puertas daban entrada a unos cuartos de tablas toscas, con quemados de velas, uno de ellos desocupado. Los viajeros penetraron en éste, lóbrego y oloroso a enjalmas, colocaron las cargas y dispusieron en el suelo, a modo de camas rústicas, sendos tendidos de algunos costales y las ruanas. Comieron en la cocina, oyéndole a la dueña sus historias, junto al fogón crepitante, cuyas llamas les tornaban rojizos los rostros, y lamían, por momentos, el renegrido bahareque; luégo se acostaron a dormir por ratos y a oir el viento, la lluvia, el rumor del río y el ladrido del guardián. Al día siguiente, muy de madrugada, reanudaron la marcha. Pocas horas después estaban al pie de la falda de la Moravia. Esta célebre falda, una de las más largas y empinadas del país, ofrece un camino voladero, que es un gigantesco trazo del empuje antioqueño, sobre el costado de la cordillera. El camino asciende casi vertical, serpenteando por la pura roca en estrechas vueltas, que contornean enormes salientes de piedra y esquivan numerosos precipicios sin fondo. Pocas veces lo ilumina el sol, porque una niebla casi perpetua anda por él y se desfleca en el chusque, el frailejón, el musgo y los filos negros y mojados de las peñas. Cuando era la vía para Manizales, la oscuridad, el frío, la humedad, acompañaban al caminante en la subida lenta y fatigosa. El silencio de las alturas y de las profundidades cada rato se rompía, como frágil telón, con el grito de los arrieros, que al mismo tiempo que avivaban sus tardos animales, prevenían al que por allí viajaba del peligro de las recuas.


14 Quien se encontraba con ellas tenía que acercar su cabalgadura al talud de la roca, para no ser empujado a tenebrosos abismos por la carga de los bueyes. En esa falda conoció Jorge a los verdaderos arrieros de Antioquia. Esos eran héroes de gratísima presencia, robustos, quemados por los vientos de los páramos y por el fuego del llano, inteligentes, alertas, simpáticos y amigos de charlas y gracejos. Su indumentaria en el camino era un sombrero aguadeño, viejo y deteriorado; una camisa de liencillo, embarrada, sudada y olorosa a hombre; unos pantalones de diablofuerte, remangados; mulera y delantal de lona; albarcas de cuero; carriel colgado del hombro; y una peinilla o machete al cinto. Y cuando en el pueblo estaban, lucían sombrero de Suaza nuevo; camisa blanca, aplanchada; ruana negra, de paño; pantalones de dril fino; y zapatos lustrosos de becerro. Su labor en la arriería era de titanes. Con qué agilidad y destreza corrían por entre la recua, para enderezar alguna carga que se ladeaba, o para defender algún buey expuesto a despeñarse por la orilla. No eran de salón sus pujantes expresiones. Eran palabrotas y reniegos. Sus silbidos perforaban la montaña y los golpes de los zurriagos eran acompañados por gritos y resuellos largos y ruidosos. Al fin subieron a la cresta de la cordillera Jorge y don Rafa. De ahí en adelante el cansino se desenvuelve en suave descenso, que va mitigando el frío de las alturas, y al atardecer encontraron una tolda, donde amigos de don Rafa le comprometieron a que pasaran la noche, porque tenían un trato para conversar. Con estacas recién cortadas, hacía ya horas que habían leyantado la tolda. Alrededor de ella y con un recatón se le había hecho una zanja angosta y poco profunda, para evitar que el agua de posible lluvia penetrara en el espacio cerrado por las estacas, las cargas y las enjalmas, dispuestas en tres hileras. Allí fumaban tabaco y charlaban alegremente dos de los arrieros, extendidos sobre sus cueros y muleras, mientras otro, sentado en el suelo, torcía hilos de cabuya sobre la pierna doblada, para remendar las enjalmas. Los demás, que eran los tahures, jugaban tute, en animada rueda, echados en la sabana, no lejos de la tolda. —Vea, don Rafico, voltése éste, qu’es de su tierra —le dijo a don Rafa el caporal, sirviéndole un anisado manzanareño de su famosa media, en una pequeña totuma de cuerno —Como éste, ninguno. —Pues será —respondió don Rafa—. Y recibiendo la totuma y echando la cabeza hacia atrás, apuró el doble. ¡ Sabroso!... — comentó con voz ronca, llena y agradecida.


15 —Y fúmese uno de éstos también —continuó el caporal, ofreciéndole un cigarro ambalemuno, mientras buscaba en el carriel el eslabón, la piedra y el yesquero, para darle lumbre. —Ahora sí hablemos. Esa tarde la comida fue la de los arrieros. En platos lociados, llenos de peladuras por el uso y los golpes, todos comieron sancocho de yucas, papas, arroz, ración de carne y frisoles calentados, con trompezón de marrano. El sangrero lo había preparado todo en un fogón de tres piedras, al lado del camino. Después, dos arrieros, con una dulzaina y un tiple, echaron a volar sus coplas y cantares por el Guacaica abajo, en las cercanías de La Rocallosa.

CAPITULO II Jorge y don Rafa se alojaron donde éste lo hacía durante sus viajes, o sea en una hospedería llamada jactanciosamente “Hotel el Ruiz”, situado cerca al barrio de La Cuchilla, adelante de la calle real. La dueña se llamaba doña Clotilde y era una cuarentona alta, corpulenta, cuya gordura no cabía bien entre las prendas de vestir. Su andar de ánade hacía cadencia con el chirrido de las tablas, cuando, con la esclavina verde liada al cuello, recorría el corredor hasta el extremo, donde pendía la jaula del canario. Era de gran despejo y mandona, pero tenía esa simpatía aparente del astuto negociante. Sonreía con frecuencia y, al hacerlo, se realzaban las protuberancias de su rostro empolvado y encendido, y entre los gruesos labios le brillaba un diente de oro, que hacía juego con un par de zarcillos de colgantes muy vistosos. Caracterizábase por preguntona y sometía a sus clientes a un interrogatorio sagaz y cuidadoso, de pesquisidor avezado. A Jorge se le asignó para dormir un cuartucho sin más mobiliario que un catre de hierro, de pintura despegada; un trípode, con palangana; un taburete de madera; y un espejo empañado, de marco de alambre y calcomanía de palomas. Esa primera noche, ansioso de reposo, comió rápidamente frisoles, mazamorra y brevas en conserva, en la compañía de algunos parroquianos; y al día siguiente, después de una dormida larga, pasó al comedor en busca del desayuno. Una taza de chocolate con harina y una arepa grande le fueron servidas. Sobre el mantel de hule, costroso y deshilachado, volaban moscas impertinentes, que de


16 cuando en cuando se asentaban sobre los vasos de herradura y la jarra de cristal del centro. Mientras se desayunaba, se entretenía Jorge, mirando el salero, con la sal revenida; el pique, en frasco de boca ancha, con cucharilla de cuerno asomada; el vinagre, la pimienta, los cominos y el aceite, en su trabajado soporte de madera; y sobre todo, dos litografías, con marco de varillas rojas, colgadas en la pared del frente, la una, de la familia real de Austria, y la otra, de un estanque azul, con patos, mármoles y flores. Jorge tomó la calle para ir a la Dirección de Instrucción Pública. Era Manizales, en ese entonces, una ciudad pequeña, pero muy importante por su situación de centro comercial entre Medellín, al norte, y Cali, junto al Pacífico. La calle real estaba edificada, casi toda, con casas de dos altos, de los cuales el superior era la residencia de los propietarios, y el inferior, el sitio de almacenes de gran movimiento. Por su calzada andaban activamente comerciantes y arrieros, porque no había día en que no se hallasen en ella bueyes y mulas, con motivo de la faena de cargar y descargar mercancías. En las otras calles, aparte de gentes ocupadas, veíanse a esa hora caballos, vacas y terneros, puesto que quien lo podía ordeñaba una o más vacas en la casa y cuidaba los alazanes en su propia pesebrera. El muchacho subió la amplia escalera del palacio de gobierno, admirando los detalles del desarrollo. Alguien le indicó cuáles eran las oficinas de la Dirección. No le permitió llamar su timidez provinciana, sino que aguardó a que alguna persona llegara, para entrar. Efectivamente, al cabo de cortos minutos se le abría la puerta a un solicitante y tras de él Jorge se introdujo. —Qué desea el joven? —le preguntó uno de los empleados, afortunadamente el mismo secretario. —Señor, yo vengo de Manzanares en solicitud de la beca que a esa región le correspondió en el Colegio Oficial. Traigo esta nota para el señor Director y también esta documentación mía. Y le entregó una y otra. —Muy bien. ¿Usted cómo se llama? —le preguntó, tomando un lápiz y una lista en la que figuraban muchos nombres. —Ya estamos en exámenes aquí mismo en la oficina. Véngase el jueves a las tres de la tarde. No vaya a faltar, porque pierde usted todo derecho. Jorge dio las gracias y salió, pero quedóse en un pasadizo, porque, como se le había dicho que ya estaban en exámenes, consideraba que quizás en esa mañana habría una sesión de ellos. Y así fue. Media hora después empezaron a llegar muchachos de provincia, a juzgar por el traje y lo encogidos, y, con intervalos


17 cortos, entraron en la oficina algunos señores, que eran precisamente los maestros encargados de las pruebas. Los muchachos fueron llamados y Jorge volvió a entrar con ellos. De este modo pudo presenciar varios interrogatorios, darse cuenta de la naturaleza y extensión de ellos, y, además, aprovechó la oportunidad para conversar con algunos de esos estudiantes, que luchaban por becas del mismo colegio o bien de la Escuela Normal. El jueves concurrió al examen. Al entrar en la oficina ya estaba el jurado ocupado en ellos Por las averiguaciones que había hecho, pudo informarse de que componían ese jurado don Manuel S. Buitrago, don José Gutiérrez Paláu y el anciano don José María Restrepo Maya. Las preguntas o temas estaban difíciles para él, porque, sobre todo en aritmética, correspondían a programas un poco avanzados de enseñanza secundaria. A Jorge lo dejaron para lo último, por rara casualidad. Y cuando oyó que a quien le precedía lo interrogaron sobre máximo común divisor y mínimo común multíplice, sufrió un verdadero pánico. Varias veces le pasó por la mente escaparse a escondidas, pero lo retenía en esa sala la excelencia de sus calificaciones en los pasados años de estudio y la elogiosa calidad de los certificados expedidos por los notables de Manzanares. Luego lo llamaron. Sintió que palidecía. El corazón le estremecía el pecho. Temblaba, víctima de un terror valerosamente reprimido. En el momento de dirigirse al asiento que estaba frente a la mesa de los examinadores, se puso en pie el maestro Restrepito, sacó del bolsillo del chaleco su reloj de tapa, miró la hora y dijo a sus compañeros: “como ya no falta sino este jovencito, quien ha sido casi secretario de un juzgado, según la documentación tan buena que trajo, y como es muy tarde y ya estamos cansados, les propongo que le demos por examinado y por bien calificado.” Todos aprobaron, el secretario notificó a Jorge que la beca le era concedida y éste se retiró en un torbellino de contento. Al día siguiente fuese al colegio. Allí encontró a algunos de los otros estudiantes favorecidos con becas y entabló con ellos relaciones. Esa mañana, viernes, se les avisó que el lunes debían enclaustrarse, por que empezaban la tareas, y que tenían que proveerse de una cama, un baúl, una jarra, un aguamanil y el trípode correspondiente. También se les exigió adquirir el uniforme del colegio: cachucha y vestido negros, pero con chaleco blanco. Encaminado por la patrona del hotel, Jorge fue por las ventas del lado de La Cuchilla y compró la cama más barata que había, junto con un colchón de paja, una almohada de mota, un trípode de madera y un baúl de tamaño apenas suficiente. En lo basto, pobre y reducido, era cabalmente el menaje de una sirvienta de entonces. Agregó a esto una manta, una colcha, dos sábanas y dos fundas de


18 almohada, éstas tan ordinarias y pequeñas que casi no le servían. Y todo lo llevó al internado, en cuyo dormitorio ya tenía su puesto numerado. Pocas veces se había sentido tan satisfecho y alegre, porque el dinero le había alcanzado para tantos gastos y porque del uniforme solo tenía que conseguir la cachucha y el chaleco. Su vestido negro de Manzanares, muy nuevo, le iba a prestar ahora un servicio inapreciable. ¡Oh, el increíble, el inmenso, el deseado júbilo de Jorge al verse incorporado en la fila de un colegio de segunda enseñanza! En esos momentos de profunda emoción amó a su pobreza y se abrazó a ella, tal vez para siempre, porque veía en su corazón reconocido que Dios la sigue y que ella, ella sola, da el fruto más exquisito de los grandes esfuerzos. Las horas de este primer día se emplearon en la distribución de alumnos en las clases y en ajustar el horario de éstas. Durante los recreos de la mañana y de la tarde, los estudiantes, muy numerosos, se juntaban en grupos y se hablaba en ellos de los profesores, haciendo reminiscencias honrosas del rector anterior, don Alejo Pimienta. Esa primera noche, ya los internos solos, en número de treinta, y reunidos después de la cena en uno de los salones de clase, dejóse ver el nuevo rector, don Manuel S. Buitrago, para dar normas y hacer observaciones sobre la vida del colegio. Nunca volverían Jorge y sus compañeros a tener delante de sí a un hombre que superara a éste en probidad, virtudes varoniles y reflexión sosegada. Era don Manuel alto de cuerpo, fornido, un poco grueso, desajustado de movimientos, de rostro serio, amable en el trato y de una bondad profunda, casi que pudiera decirse orgánica. Y tal era su autoridad, que sobresalía y dominaba en su gesto, y, más aún, en su palabra, a la que le daba un timbre fuera del natural, con resonancias definitivas en el alma del muchacho. A fines de la semana estaba el colegio en su marcha regular. Jorge sabía ya que en la tarde de los sábados no se dictarían clases y que los internos tendrían que dedicar esas horas a las tareas. Sólo podrían separarse del claustro los domingos, después de la misa, hasta las seis de la tarde. Con todo, ese primer sábado, sin un centavo, por todos los gastos que había tenido, resolvió ir a la oficina rectoral. Don Manuel lo recibió con afectuosa cortesía. —Vengo, don Manuel, a tina súplica. Yo soy el estudiante más pobre del colegio. Quedé huérfano muy niño y no tengo hermanos ni persona que pueda velar por mí. A mi madre la sostiene una hermana mía. Me vine de la casa con un arriero, tras la beca que tengo, y los pocos pesos que traía ya se me acabaron en las compras de instalación. En estas circunstancias, he resuelto venir a usted para rogarle el favor de que me permita salir este medio día a buscar trabajo. Tengo varias necesidades.


19 Don Manuel le miró fijamente, con gran extrañeza. —A buscar trabajo, Jorge? ¿Y su acudiente? —Mi acudiente es nominal, don Manuel. El noble rector se quedó pensativo. Luego resaltó sobre su rostro esa expresión paternal de los sacerdotes, los médicos y los maestros, para quienes las personas que se llegan a ellos son acogidas con el corazón. Y con voz dulce y cariñosa le dijo: —Con todo gusto, Jorge. Puede usted salir. Levantóse en seguida del asiento, le puso la mano en el hombro y agregó:que la diestra de Dios lo conduzca a donde necesita usted. El muchacho salió con esa confianza cierta del que lleva consigo un propósito firme, anduvo algunos metros y se detuvo en la esquina, detrás de la catedral. Miró por la calle que sigue hacia el sur y, muy poco adelante, leyó este letrero sobre el dintel de una puerta: “Notaría del Circuito”. Allá se dirigió, tocó a la puerta, un joven lo invitó a seguir, y a la pregunta de si ahí estaba el señor notario le contestó que sí. El joven desapareció y pronto regresó con la autorización de que el visitante podía entrar. El notario era don Eduardo Restrepo, un cristiano noble, generoso y gallardo, y, al escuchar la relación que le hacía Jorge de sus aprietos en el internado, le preguntó: —Y usted sí sabe ortografía? —Creo que sí, señor. —Pues vamos a ver —agregó—. Tome este papel, siéntese y escriba. Sentóse Jorge, colocó la hoja de papel sobre la mesa y empezó a escribir lo que le dictaba don Eduardo: un trozo de la oda al Libertador de don Miguel Antonio Caro, algún párrafo del Quijote y parte de un poder o escritura que él tomó al acaso del lado. Luego leyó lo que Jorge había escrito. —Qué sorpresa, mi querido amigo. Usted es un ortógrafo. No ha cometido ni una falta. Y su letra es muy buena. Llamó en seguida a su empleado y le ordenó que le entregara a Jorge algunas escrituras y papel sellado para que las copiara. —Con mucho gusto le daré aquí copias para hacer. Llévese éstas y me las trae el lunes. Se le pagarán diez centavos por hoja. Los


20 sábados que necesite venir, venga, que aquí estamos a sus órdenes. ¡Cuánto de su corazón en gratitud le dejó Jorge a don Eduardo, al salir de la oficina! Contentísimo del éxito, volvió al colegio. Su situación económica estaba asegurada. Eso sí, qué de domingos no podría salir, porque había que trabajar. A la semana siguiente fue citado Jorge a la rectoría para advertirle que debía matricularse en el curso de ortografía, pues carecía del certificado de aprobación correspondiente. —Don Manuel, yo no necesito hacer ese curso, porque considero que sé ortografía. —Jorge, eso no se dice tan rotundamente. A su edad no se sabe tanta ortografía. Y si usted no se matricula en el curso tendrá que presentar un examen de habilitación. ¿Sería capaz de presentarlo ahora mismo? —le preguntó en tono de cariñoso desafío—. —Inmediatamente, si usted lo desea y es posible. Don Manuel hizo llamar a dos de los profesores para constituír el jurado, y, después de un interrogatorio sobre palabras homófonas, le hicieron un dictado muy extenso, en cierto modo tendencioso, para ver si poseía la materia. Entregó el pliego de papel y se le dijo que volviera por la tarde para conocer la calificación. —Dígame una cosa, Jorge: ¿cómo hizo usted para aprender ortografía? No incurrió en un solo error, tanto en el examen oral como en el escrito. El muchacho sonrió. —Pues muy sencillamente. Desde muy niños, entre mi hermana menor y yo se suscitó una rivalidad en esa materia y casi todas las noches, durante varios años, nos interrogábamos sobre cuanta palabra hay de dudosa ortografía. Eso nos obligó a estudiar y a aprender lo que ustedes han visto. —Lo felicito muy sinceramente y, en recuerdo de este día, acépteme este pequeño regalo. Jorge recibió de don Manuel los “Ensayos” de Emerson, con una cordial dedicatoria. Y siguió el desfile de los días. Unos, propicios y amables; otros, desapacibles y ceñudos. Aquellos traían la alegría de una calificación honrosa en las tareas, o la llegada de una carta dulce de su madre; éstos, alguna necesidad sin solución o sin tregua, o bien hambres y cansancios del intenso estudio y del trabajo para la notaría.


21 Observaba sin envidia a los hijos de los ricos, que brincaban y reían por nonadas y que se hartaban de los dulces y bizcochos que llenaban sus bolsillos. Eran muchachos insatisfechos, que pasaban de una diversión a otra, como en busca de una felicidad que no aparecía, y gastaban tiempo, energías y dinero con marcada disipación. Vivían en la frivolidad y daban la sensación de que andaban en las fronteras del hastío. Jorge, entre ellos, era igual a un extranjero en medio de una multitud, cuyo idioma desconoce. Y ellos pasaban junto a él, como si fuera un poste. No lo veían; pero no por orgullo o por maldad, sino por esa indiferencia hacia los demás que florece en la vida regalada y abundosa. En cambio, qué cercanos y con qué disposición cordial estaban los becados de provincia. No llevaban vestidos de paño, con pantalón corto, cachucha y zapatos extranjeros, sino vestidos de dril, con chaqueta desproporcionada y pantalones largos, estrechos, rodillones, amén de borceguíes de punta levantada, tira salida hacia atrás y botones laterales. Eran más bien reposados que bulliciosos. Fuera de sus estudios comentaban con aplomo la vida de sus pueblos; y, como comenzaban a leer, hablaban de Carrasquilla, de don Marco, de don Efe, del Tuerto, de Aquilino, de Victoriano, porque sus obras se conseguían entre los claustros. En sus clases quiso ser Jorge un alumno bueno y en todas logró conseguirlo. Pero le agradaban más la de retórica y la de historia patria. Estaba encargado de ésta don Manuel, el rector. Qué patriotismo tan de buena ley el que mostraba al analizar los acontecimientos nacionales, especialmente los de la Independencia y la República. Pero lo más señalado de su enseñanza era la honradez. Nunca dejó una rendija en su pensamiento para que se le escapase su predilección política. Y algo más: una vez refería a sus alumnos que en la última guerra había sido tomado prisionero un jefe revolucionario por las fuerzas del gobierno. Se le siguió un consejo de guerra y fue condenado a muerte. Después de notificársele la sentencia, le pidió al jefe militar que lo retenía en custodia lo enviara con uno o dos soldados a un pueblo vecino, donde estaba su familia, para arreglarles a su mujer y a sus hijos asuntos muy importantes, antes de su muerte. “¿Cuántos días tardarán sus diligencias?”, preguntó el jefe. “Tres días, señor”. “Si usted me promete estar aquí dentro de tres días, puede salir sin escolta alguna. “Se lo prometo”, respondió el prisionero. Y a los tres días regresó. Al afirmar esto, la voz de don Manuel se ahogaba en la emoción. Y tuvo que sacar el pañuelo, para enjugarse las lágrimas, cuando agregó: “No obstante este heroico cumplimiento de la palabra, el valeroso jefe revolucionario fue pasado por las armas”. El curso de retórica era un camino de novedades literarias. Los estudiantes iban por él, como un regocijado grupo teatral de variedades que van dando funciones de pueblo en pueblo. Por días estudiaban y por sesiones representaban. Unas veces era Alfonso


22 Mejía Robledo, quien recitaba magníficos versos; otras, Gonzalo Restrepo, el que daba a conocer prosas tan ágiles, que hacía recordar las de Francisco García Calderón; otras, el malogrado Ismael Morales, quien, a través de sus lentes gruesas, leía sonetos laudables; otras, Ramón Londoño Peláez y Jorge Luis Vargas, quienes mostraban sus primicias de mérito; otras. . . sería demasiado enumerar el resto. Y el personaje que, como director, iba a la cabeza de este conjunto, era don Francisco Marulanda. Su inteligencia destellaba en esa clase. Aunque sabía poner la mano en el hombro para el estímulo, los alumnos temían su crítica implacable. Era un maestro de la disección de frases. Y sobre el contenido y la forma de las tareas pasaba sus ojos duros y llameantes, como una linterna escudriñadora. Mas nunca hería y siempre enseñaba. Este año del Colegio Oficial fue el último de su existencia. El Instituto Universitario, que habría de sustituírlo, ya surgía por el oriente de la ciudad. Jorge, con los ahorros que había hecho, se preparaba para el viaje de vacaciones. Ya le había hecho saber a don Rafa que le pondría telegrama cuando se terminaran las tareas. — 41 — CAPITULO III En los pueblos de Caldas había por ese tiempo nueva animación. Se conversaba en los hogares, en las tiendas, en las alcaldías, en los despachos parroquiales, sobre la apertura del Instituto Universitario. Los padres de familia hacían cuentas sobre la educación de los hijos y consultaban los prospectos. Entre los comerciantes y hacendados eran más frecuentes las conferencias. En ellas se iban cristalizando los proyectos de enviar a los muchachos al colegio. El entusiasmo se propagaba y el estímulo doblegaba resistencias. Era aún mayor la agitación en Manizales. Por las calles pasaban las noticias sobre la terminación del edificio. Grupos en las esquinas hablaban de lo que iba a significar el Instituto en la cultura de Caldas. El colegio del señor Guingue era magnífico, se decía, pero no era suficiente ni aun para la sola juventud manizaleña. Eran necesarias otras aulas, otros profesores, otro internado. Las esferas oficiales se henchían de complacencia. Esta era una de sus mejores obras. La instrucción pública había conquistado una altura. Como sucedía desde meses antes, hacia el carretero, hacia el Instituto, iban, bien por las mañanas o bien por las tardes, algunos dirigentes. Uno de ellos, en la plenitud de los años, no muy alto, de sencillez imponente, accionaba con frecuencia y no pocas veces se detenía algunos instantes y llevaba la mano derecha a la mejilla, en


23 actitud de pensar. Era el doctor Valerio Antonio Hoyos, a quien se había nombrado rector. Discutían ellos, con visible gozo, la organización del nuevo plantel. El doctor Hoyos había renunciado a sus juicios penales y civiles y había querido entregarse a la juventud. No había sido capaz de sobreponerse a esa nobilísima fuerza interior que le llevaba a darse todo entero, sin egoísmo, a la cátedra y al ejemplo. Y los muchachos le seguían. Su bondad era avasalladora para atraer y para formar discípulos. Se hacía amar de tal modo que, más tarde, como dice el Eclesiástico, de Josías, su memoria habría de ser, sobre todo para Jorge y sus compañeros, “cual una confección de aromas hecha por un hábil perfumero”. Jorge recibió en Manzanares la orden de que debía estar en Manizales el 1 de Febrero, para ingresar al internado. Cumplidamente llegó dos días antes al “Hotel El Ruiz”, en compañía de don Rafa. Al salir al otro día a conocer el Instituto, tropezó en la calle con un condiscípulo manizaleño, que le dijo: “por qué te viniste tan temprano?” “Temprano no, porque mañana es 1 y se inician las tareas”. “No —repuso aquel— Vé a la Dirección y verás que las tareas sólo empiezan el 15, porque el edificio no está listo”. Yendo para la Dirección se encontró con Augusto, uno de sus compañeros de internado, aguadeño, quien también acababa de llegar a cumplir la cita oficial. Con la información nueva, Augusto quiso volverse inmediatamente a Aguadas, porque aún no había salido de regreso su cabalgadura, pero Jorge lo convenció de que debían obtener primero un dato cierto sobre lo que pasaba. Fueron a la Dirección y allí se les dijo que el Instituto se abriría pronto, que debían estar tomando informes con frecuencia y que, en todo caso, no debían alejarse de Manizales. Sentáronse en seguida en la plaza de Bolívar, esa plaza acogedora, que todavía conservaba su viejo parque, sus árboles, sus flores, sus pasos y su hechizo señorial y grave. Eran las diez de la mañana. La ciudad ahora se les mostraba adusta, repulsiva, y una fría contrariedad soplaba sobre ellos. —Cuánta plata tienes? Preguntó Jorge. —Cuatro pesos. —Yo tengo seis. —Y ahora qué vamos a hacer? profundamente, casi llorando.

—agregó

Augusto,

—Vamos primero a la librería de don Juan B. López.

turbado


24 ¿Y a qué a la librería? —A comprar un libro. —Estás loco? Qué ocurrencia gastar en libros la poquita plata que tenemos. —No. Camina. —Y Jorge tomó a protestando y maldiciendo, le siguió.

Augusto

del

brazo,

quien,

Compraron “Azul”, de Rubén Darío, y regresaron a la plaza. Jorge leyó unas páginas. “No te parece el mejor calmante para estos nervios?” “No sé qué leíste”, —respondió Augusto. Y se le llenaron los ojos de lágrimas. —No me desalientes con tu llanto —dijo Jorge. No seas flojo. Nosotros somos capaces de resolver esta situación. Vamos primero a la casa de don Ignacio Uribe a ver si su partida de bueyes no está en viaje. Es en la esquina del Seminario. ¿No puede ser probable que tengamos suerte y aseguremos la dormida? Es un gran señor y dicen que es compadecido, humano. ¿Tú no lo conoces? Yo lo conozco de vista. Las enjalmas las guardan en una pieza de los bajos y ahí podríamos dormir tapados con el toldo. Verás. Después vamos a pagar en los hoteles y así sabremos también cuántos pesos nos quedan. Almorzamos sólo pandequeso y gelatinas en cualquier tienda. Al medio día vamos a buscar a Ventura, la contratista de la alimentación en el internado del Instituto. Es mujer compasiva, me dijo anoche doña Clotilde, la dueña del hotel, donde estoy. Ella me informó de muchas cosas del Instituto y de que Ventura vive en la Cuchilla, en una de las casas de la salida para San Pacho. Y con Ventura hacemos cualquier arreglo para la comida. —Y la plata para pagarle? —interrogó Augusto. —Mañana buscamos trabajo. Ya verás que encontramos. Nadie se muere de hambre. Hacemos cualquier cosa, mientras se abre el Instituto. Encomendándose interiormente a la Providencia, se dirigieron a la esquina del Seminario. Pasaban junto a la gente sin verla y pisaban el empedrado sin sentirlo. Su espíritu fluctuaba en lo incierto y, por minutos, Jorge tenía que recordar que llevaba pantalones. Tocaron a la puerta —¿Don Ignacio está?

de

don

Ignacio.

Abrió

una

sirvienta.


25 —Sí, cómo no. —Háganos el favor de decirle que dos estudiantes quieren hablar con él. —Bueno. Aguarden. Minutos después se presentó don Ignacio. —Jóvenes, a la orden. ¿Cómo les va? —Bien, señor, muchas gracias —respondió Jorge—. Venimos a molestarlo. Sucede que estamos en un aprieto. Y pintó con brevedad y viveza su situación. ¿Por qué no nos permite, don Ignacio, si los bueyes no están en viaje, que nosotros durmamos sobre las enjalmas estos pocos días? —Con mucho gusto, muchachos. Los bueyes no están en viaje. Voy a bajarles la llave. Lo que siento es no poder alojarlos en mi casa. Volvió don Ignacio. Abrió la pieza, cuya puerta daba a la calle, les mostró lo que había y les dijo: —Esto no les va a oler muy bien, pero sí que van a dormir calorosos con ese toldo. Y todavía faltan muchos días para que los bueyes vuelvan a cargar. Cerró, en seguida, y les entregó la llave. Jorge y Augusto, con gran alegría y agradecimiento, se despidieron para ir a pagar la cuenta de los hoteles. En las horas del medio día fueron a buscar a Ventura, a quien encontraron con suma facilidad. Ya habían convenido en el trayecto que únicamente arreglarían con ella el suministro del almuerzo y la cena. El desayuno lo reducirían todos los días a un bizcocho o lo reemplazarían por una dormida hasta tarde. Muy benévolamente Ventura les rebajó a cincuenta centavos el precio de sus servicios para ambos. Al día siguiente se levantaron a buscar trabajo. Al pasar por la “Droguería Andina” estaba un empleado concertando con un carguero el precio del traslado de unos fardos del depósito, muy poco retirado, al almacén. El carguero no rebajaba de determinado precio, que el empleado consideraba alto. “¿Los pasa o no los pasa?” —intervino Jorge. “No los paso por esa plata” —contestó el hombre—. “Pues nosotros los pasamos por lo que usted ofrece” —le dijo Jorge al empleado—. Se quitaron las chaquetas e hicieron el trabajo.


26 —Ves? Las cosas no son tan difíciles —apuntó Jorge—. Todo tiene remedio. Y esto no baldona. Al recibir el pago, los muchachos le preguntaron al empleado si la droguería les podría dar algún oficio, y para que tuviera interés, le contaron rápidamente sus apuros. “Voy a hablar con el patrón.” Minutos después se presentó con la noticia de que en el servicio de botica había cuentas para cobrar, pero que era preciso que ellos conocieran muy bien la población de Manizales. “Claro que sí” —se apresuró a contestar Jorge—. Y esa tarde, confiando en que “preguntando se va a Roma”, empezaron a desenvolverse en su nueva ocupación. Y al fin se abrió el Instituto. En el linde oriental se elevaba su fábrica. Hacia afuera de la cerca de alambre, en el carretero, la gente se detenía con curiosidad a contemplar el espectáculo, antes no visto, de un gran plantel de educación. Dentro, los muchachos se mezclaban, con la agitación y la fogosidad comunicables de un estreno, de una fiesta, y el doctor Hoyos, los profesores y los empleados internos andaban por corredores y salones, diligentes y sonrientes. Por las anchas ventanas se entraba la luz, con una luminosidad como nueva, y el paisaje mismo del Ruiz, la Florida, la Aldea, se entraba también con alegría de tonos y colores. Había un olor delicioso de madera fresca y al bullicio grato de las horas de entrada y de salida, sucedían, en las de estudio, una serenidad y un silencio campestres, apenas interrumpido por el escaso movimiento del carretero y por el mugido de las vacas. Jorge había presentido lo que sería el Instituto, pero no lo que sería el profesorado. Su cuerpo era excelente, no sólo por lo numeroso, sino porque él estaba integrado por las más ilustres personas de Manizales. Cada hora llegaba alguno a dictar su clase, bien a caballo, bien a pie o aun en bicicleta. Y en los claustros, en la ciudad, en el Departamento mismo empezaba a ascender su fama. Quizás la cátedra de más renombre fue la de castellano superior, regentada por el doctor Hoyos. Qué admiración para los estudiantes el sistema elevado y desconocido de esta enseñanza. Indudablemente era insuperable. Pero una de las cosas que causó mayor sensación en esta asignatura fue el ofrecimiento que, a nombre del Gobierno, hizo el doctor Valerio, de que al alumno que más se distinguiera en ella se le nombraría profesor de castellano inferior del Instituto, en el año siguiente. Al oir esto Jorge, le pareció que, tras otro empeño, su pobreza le sonreía. Y llevó a lo más su interés y constancia en este estudio. En sus manos diligentes aparecían claras y completas las conferencias escuchadas y los domingos hojeaba ávidamente en la biblioteca del Departamento, a don Eduardo Benot, Bopp y Grimm, Cejador y Frauca, Toro y Gisbert y algunos otros autores más.


27 Por la influencia de estos profesores que creaban en los alumnos la vida interior, por la aparición en los claustros de estudiantes venidos del Seminario y del colegio del señor Guingue; por la llegada de inteligencias fervorosas de la provincia; y, sobre todo, por la actividad notoria de la cultura de la ciudad y el hechizo de los libros recientes, empezaron a manifestarse en el Instituto modestas pero fecundas disciplinas en letras humanas, que alimentaban muchachos de mucho valer, como Gonzalo Restrepo, José Manuel Angel, Ramón Londoño Peláez, José María Gómez Mejía, Jorge Luis Vargas, Carlos Arturo Jaramillo, Eliseo Arango y Vicente de los Ríos. Aun se llegó a publicar por los estudiantes una bella revista “Alma Nueva”, que, a los pocos números, murió en la boca tartajosa de Tito, quien hacía lo posible por vocearla, con unos monosílabos risibles e intolerables. Surgieron dentro de las aulas centros literarios magníficos, y periódicos, como “Corcoveo”, que obligaban a leer y escribir; pasaban de mano en mano algunos de los escritores de la época, Rodó, Carlos Arturo Torres, Francisco y Ventura García Calderón, Soiza Reilly, José Ingenieros; cavilaban las inteligencias en los relámpagos de Ibsen y Nietzsche; hacían atisbos en la obra filosófica de Taine, Guyau, Bergson, Boutroux, Gabriel Tarde; y, sintiendo más lo americano, empezaban a conocer los nombres de Alejandro Korn, Antonio Caso y Enrique José Varona. De otro lado, se estudiaban los poetas nacionales de mayor prestancia, especialmente Silva y Valencia, sobre los cuales se escribían ensayos, y los poetas del terruño eran apasionadamente comentados. Unos recitaban “A la bandera colombiana” y “Sangre indígena” de Jorge S. Robledo; otros, la “Balada de mi mala reputación”, de Aquilino; otros, “La Ermita”, de Aníbal Arcila; otros, “Padre Nuestro”, “Letanías profanas”, “La Cruz del camino”, de Victoriano. No puede negarse que en estos salones nuevos y claros, albergue de una juventud inquieta y curiosa, había un contraste con el ambiente que empezaba a espesarse entre sus encaladas paredes. Era en parte lo de siempre: la difícil coexistencia de dos generaciones, con la circunstancia especial en esta vez de la mayor rapidez y profundidad de las diferencias y de que las ideas turbadoras y ágiles de los libros recién llegados ya estaban allí y penetraban por todas partes. Los viejos —como siempre han llamado los muchachos a sus directores— procedían honrada y sinceramente, de acuerdo con su formación espiritual, en la orientación del plantel, pero ya había pasado la vigencia de no pocos conceptos y costumbres. En Manizales no había movimiento filosófico. La ciudad era muy joven y la guerra de los mil días había prolongado la parálisis del pensamiento, casi hasta esos años. Era la ciudad a modo de un peñasco solitario, religioso y tomista. En sus basamentos se rompía la leve espuma del positivismo, que, de agitado oleaje al principio, se había cambiado en dogmatismo científico y quieta ortodoxia. Pero ya


28 empezaba a agitarse con las nuevas ideas, merced a Aquilino y José Ignacio Villegas, Justiniano Macías, José Miguel Arango, Juan B. López, Emilio Robledo, Valerio A. Hoyos, Francisco Marulanda, Nazario Restrepo, Pedro Luis Rivas y algunos otros, para quienes no eran un secreto la filosofía de la contingencia, ni los fueros de la razón práctica y de la voluntad libre, que como novedad circulaban por entonces, y a la cual oponían los más de ellos, casi todos, los postulados permanentes de la filosofía católica. En las líneas anteriores aparecen cinco nombres, Gonzalo Restrepo, Ramón Londoño Peláez, José María Gómez Mejía, Jorge Luis Vargas y Carlos Arturo Jaramillo, que exigen una digresión. ¿Quién en Caldas los desconoce? En Gonzalo Restrepo se perdió un escritor estupendo, porque la política lo sedujo y lo arrebató aun para los mismos condiscípulos. En sus alturas de Ministro de Estado se quedó como emparedada y al comienzo de su desarrollo una de las prosas más inteligentes, fáciles y diáfanas que hayan apuntado en este suelo. La vida de Ramón Londoño Peláez aparece como demostración palmaria de lo que es para el éxito el diálogo cordial. El diálogo ha sido para Ramón información, inspiración, instrumento, ejecución. Pocas personas como él han sabido utilizar este complejo, multiforme, eficaz y fino arte de tratar y aventajar a los hombres, de donde se deduce su especial simpatía, distante hasta lo más de la petulancia y la soberbia, y su certera inteligencia para encontrar el camino en cada caso, bien a la luz propia, bien a la de sus interlocutores, amigos o contertulios. Con el diálogo ha hecho Ramón una de las carreras más limpias y meritorias que se hayan visto en Caldas, y el diálogo ha sido el secreto de su estrella, así en su profesión de médico, como en la Gobernación de aquel Departamento y en las alturas del Ministerio de Salud Pública. ¿Y no ha valido grandemente José María Gómez Mejía? “Chepe” — como se le ha llamado siempre en el mundo de sus afectos y actividades— es uno de los lujos espirituales de Caldas. Pero, para descubrirlo unos, y para verlo bien otros, hay necesidad de subir hasta su torre de modestia, donde él disminuye y disimula, con empeño y sencillez notorios, el mérito de su vida y de su obra. Su estampa nórdica resalta en todas las páginas culturales de su tierra, durante los últimos treinta años. ¿Qué no ha sido Chepe en Manizales? ¿En qué obra de progreso y del espíritu no han estado su inteligencia y su corazón? Mas lo principalmente discreto y singular de él es su sabiduría, a la cual ha llegado por sus virtudes y por el método y apreciación de sus ideas. Hablar con él es entrar en un diálogo que, a poco, toma gran interés; así por el terna, que él lleva siempre a la altura, corno por su idealismo fundamental e imponente.


29 Pero si hay méritos, los encontramos de la mejor ley en la vida de Jorge Luis Vargas. Probablemente no se encuentra un espíritu tan afín de la hormiga, como suma de las más excelsas virtudes de trabajo, paciencia y discreción. Seguramente nadie sabe de ningún día en que Jorge Luis no haya estado al pie de su labor, callado, risueño, en abnegación incomparable. Hay que decir a grandes voces, porque ello edifica, que este hijo dilectísimo de Manizales ha sido uno de los más dignos orfebres de horas en la comarca caldense, a las que ha sabido darles calidades humanas y un valor entrañable! ¡Qué vida más hermosa en la medicina, en el laboratorio clínico y — repárese bien— en el hogar, donde ha tenido trascendencias que, por recatadas, no son menos acreedoras de alabanza! Recluído en su laboratorio de rayos X, frente a su pantalla, o entrado en el paisaje de un bello libro, ha dejado correr sus días Carlos Arturo Jaramillo. Su condición es tan ajena al torrente de los hechos políticos y sociales, que no sabe uno por qué llegó a ser Gobernador de Caldas y, por cierto, excelente Gobernador. La suerte, que suele tener buenas informaciones privadas, lo sacó en aquella ocasión de su encierro, y de cuando en cuando, y sólo por instantes, gusta de erguirlo a la luz pública, para pronunciar algún discurso las más de las veces, pues a su acervo de cultura agrega dotes de muy buena oratoria. Carlos Arturo es una de las mentes mejor logradas de aquellos tiempos del Instituto. Y volvamos a donde íbamos. La enseñanza más sobresaliente y más comunicante la ejercía quien no tenía más cátedra que su bello espíritu y su gran corazón: el Padre Roberto Jaramillo Arango, secretario del plantel. Era el orientador de vocaciones, el “profesor de idealismo”, como había enseñado a llamarle, en esos días, Francisco García Calderón. El Padre Roberto vivía en su oficina, cuyas ventanas daban a la ciudad, y a ella iban los estudiantes, a veces en romería, a veces individualmente. Se puede decir que allí se levantaba la cátedra de las inspiraciones. Cuando el grupo juvenil se encontraba en aquel recinto, un motivo nuevo concentraba sus anhelos y un estímulo elevado conmovía las almas. Las palabras fluían de los labios del Padre sugerentes y cordiales, y, a su influjo, la disposición de la inteligencia se unía a la de los propósitos y el aura del compañerismo avivaba los sentimientos. Era él un hombre joven, nervioso, de silencios frecuentes, de una vida rígida, y pasaba de la seriedad a la más amable de las simpatías, con una sonrisa que le realzaba. Y era tan espiritual que su figura, frente al escritorio, se adelgazaba, se atenuaba, casi consumiéndose en bondades y fervores. —Tú conoces al Indio Uribe? —le preguntó una vez a Jorge.


30 —No, Padre. —Llévate esta revista. Allí hay un discurso de él. Al Indio hay que conocerlo, porque es de los valores de Colombia. Después lo miró con sus ojos grandes, como solía hacerlo, cogiéndolo todo entero y penetrándolo con una fijeza desconcertante; mirada que se desvanecía luégo en otra vaga, extática, propia de una suspensión recóndita, cual si alguien lo llamara desde el interior de su ser, tal vez un numen, un tema, un presagio, una evocación. Al descender las escaleras se encontró Jorge con José Antonio, uno de los compañeros, tímido, retraído, pero inteligente. “Qué estás leyendo?” “Hojeando una revista magnífica que me acaba de prestar el Padre Roberto. ¿Tú no has subido donde él?” “No” “Pues, camina, yo te llevo, porque al Padre Roberto no hay que mirarlo pasar solamente; hay que tratarlo y conocerlo. Además, no va a durar” — agregó proféticamente Jorge— Y de gracia en grada éste le iba recitando Anorum Triginta, versos del Padre, que ya sabía de memoria. ¿Quieres que vayamos esta tarde donde Virsa? —le dijo un sábado al medio día Gonzalo a Jorge—. “Sí, interesantísimo me parece” — respondió éste— Y esa tarde se fueron. Virsa, Pedro Luis Rivas, era el director de “El Eco”. Tenía la imprenta por los lados de los Agustinos. Al llegar allá los recibió con esa sencillez y gallardía que lo han vestido todo entero. Había un olor delicioso a prensa en trabajo, a tinta, a lubricantes, a papel recién timbrado. Y los rimeros de cajas, pliegos, resmas y periódicos en tarimas, y los recortes y los legajos de manuscritos prendidos a la pared en filas de garfios, todo convidaba a la faena espiritual que era la tendencia de los muchachos y de Virsa, quien ya era un periodista de renombre. Este preguntaba por las cosas del Instituto y se reía con risa sana, abundosa y abierta. Un rato conversaron de periodismo local, de profesores, del movimiento literario de los días. “Hay que hacer campaña en favor del Instituto” —manifestaba él— y, al despedir a los ambiciosos visitantes, les decía: “Escriban, escriban, y tráiganme aquí, que “El Eco” es una tribuna y una trinchera”. Por los corredores y generalmente de dos en dos, en horas de estudio, pasaban algunos estudiantes declinando y llevándose el índice a la frente, para buscar algún ablativo descarriado. “¡Caramba!, nos agobió don Pacho” —exclamaban ellos, de tiempo en tiempo— Y era que, en verdad, don Francisco Marulanda había empezado su curso intensivo de latín. Ya algunos muchachos lo habían conocido el año anterior, en la clase de retórica, pero en esta nueva cátedra era donde se estaba dando a conocer mejor este hombre, que fue el valor más alto de la instrucción en Caldas. Era


31 vibrante, acerado, austero, casi incorpóreo. En esos años, como en los muchos más que vivió, se hubiera podido decir de él lo que Cocteau, posteriormente, de Maritain: que cuando se presentaba a los demás tenía que envolverse en una capa, para que su espíritu pudiera posarse en algo de materia. Don Pacho fue todo pensamiento y de mentalidad rectilínea. En su cátedra era riguroso y exacto, como una ecuación. Dicen los que saben que quien le enseñó latín, el Padre Juan Floro Bret, lazarista, consideró que sólo era posible, cada cincuenta años, poder ver en “La Apostólica” un alumno de su aprovechamiento y capacidades. Quizás esta circunstancia, la de haber cuadriculado su mente en las precisiones de la lengua de Horacio y en las evidencias del Tomismo, pueda explicar por qué, desde entonces, era un espíritu de escuadra y plomada y de una firmeza incomparable. Don Pacho era santo de la devoción de Jorge y le amaba filialmente con gratitud y reverencia. Personaje de mucho mérito llenaba las aulas por ese tiempo, no sólo por el grandor de su cuerpo y su grandeza espiritual, sino por una dominadora simpatía, que encantaba a todos los alumnos. Decir esto es señalar al Padre Nazario Restrepo. Nazario, como se le llamaba cariñosamente en el corrillo estudiantil, era, más que todo, un artista, poeta, pintor, aunque también un erudito, principalmente en historia, y un orador sagrado. Manizales recuerda aún cómo fue impresionado hasta lo más hondo por su palabra el día en que hizo el panegírico de Pío X. Esa mañana de los funerales se llenó hasta el tope el recinto de la linda catedral anterior a la actual basílica. El auditorio empezó a escuchar aquella palabra robusta, que de tiempo en tiempo se iba volviendo más conmovida, y, al llegar al máximum del sentimiento y de la elocuencia, se sintió arrebatado y sacudido hasta lo profundo, de tal suerte que alguna gente casi, casi se desbordaba y aplaudía y que los más lloraban con llanto visible y contenido. Nazario era de ingenio. Se cuenta que un tiempo antes de abrirse el Instituto, en conversación con Aquilino Villegas y otros intelectuales, él atacó con travesura y regocijadamente la tendencia modernista de ellos en el verso. Y Aquilino le dijo: “Me paso al clasicismo, si mañana aparece en “Renacimiento” una composición suya de gracia y burla, que a mí me satisfaga. “Pago” —respondió Nazario—, y al día siguiente el periódico publicaba este soneto: “El que por musa delincuente cuente La del pintor de pincelada helada Y, por ser loca rematada atada, Diga que debe estar durmiente, ¿miente?


32

No, ni es poeta el decadente ente, De cuya voz alambicada, cada. Forma, de puro avinagrada, agrada., Mas no fascina. a inteligente gente. Haz que te inspire tu guardiana Diana, Que tus versos huelan a olorosa rosa, Que sea tu lira, castellana llana. No sea tu musa la insidiosa diosa De la moderna caravana vana, Que el verso convirtió en leprosa prosa”. La afición a la lectura había aumentado considerablemente en el Instituto, más que todo entre los internos, y buen número de ellos, en la salida de los sábados, y como primera diligencia, iban a la librería de don Juan B. López. Jorge no dejaba de hacerlo, porque ya amaba los libros y sentía una verdadera fruición con ver paquetes recién abiertos y sentir su olor característico. Don Juan atendía muy gentilmente a los estudiantes, los trataba con llaneza y camaradería y, para inspirarles interés por alguna obra, leía un párrafo con maestría cautivante. “Qué libro bueno tiene, Don Juan” —preguntóle una vez Jorge en una de sus visitas—. “Precisamente estoy hojeando éste, que acaba de llegar, y óyeme”. Y de su boca salió un párrafo tan bien recitado que, sin más información, el muchacho le compró el libro. Era una obra de Antonio Sosaya, cuyo mérito era el párrafo leído. Muy difícil era leer cosas distintas a las obligatorias de estudio, durante las horas de trabajo. Mas Jorge, como algunos otros dos, cautelosa y furtivamente se sustrajo un poco de paja de la que protegía los instrumentos del laboratorio de física, recién llegado, y la llevó al subterráneo, entre los cimientos del edificio, y con ella formó un verdadero nido, junto a una hendidura que le dejaba entrar la luz del exterior. Ahí se escondía a leer en las horas que no tenía clase. Alguno de los empleados vigilantes, que de atrás había notado sus diarias ausencias del salón de estudio, dió en cazarlo y sorprenderlo en su guarida. Y, efectivamente, una vez, con gran sorpresa, se vió alumbrado por la linterna cazadora. Estaba leyendo nada menos que el “Diccionario filosófico”, de Voltaire, pero pudo esconderlo sobre una viga y salir con una gramática en la mano. El vigilante, en guarda de la limpieza de su vestido, no buscó lo que hubiera sido motivo de escándalo y castigo. La falta fue sancionada solamente con el arresto


33 de un domingo. ¡Qué hubiera sido de él, si ya había sido expulsado solemnemente un pobre muchacho, por habérsele descubierto una novela pornográfica! Había sanción y vigilancia, pero los muchachos eran demasiado astutos. Una de las cosas excelentes que tenía el Instituto en sus inmediaciones, en seguida del cuartel, era la tienda de Juan Pablo Jaramillo, donde se podía ir a tomar leche con cucas, en el recreo de la mañana. Sólo muy tarde alcanzó Jorge este lujo estudiantil. Lo más que podía hacer, y eso no todos los días, era acercarse al toldo del carretero, situado junto a la cerca, y comprarle a la Mariana un banano de los que se ennegrecían entre alfandoques y panelas. Vecino al Instituto sólo estaba el cuartel, cuya actividad se sentía muy poco, porque entonces no había problemas de orden público. Lo demás era el paisaje abierto y campesino, a excepción del costado al occidente, que mostraba lo interior y trasero de casas construídas sobre guaduas, rodeadas de sucios matorrales. Después de la misa de precepto en la Parroquial, durante la cual el santo Padre Molina tronaba contra las modas y contra las carreras de caballos en el carretero, tenían los internos salida hasta las seis. Cuando no lo retenían entre los claustros alguna lectura apasionante o algún trabajo para el “Centro Literario”, Jorge salía con amigos y se distribuían por los barrios del parque de Caldas, El Hoyo, los Agustinos, San José. Iban en busca de muchachas, de novias, a las que podían ver, pero escasamente hablar, a no ser que fuera dentro de la casa protectora de algunos familiares o de personas muy amigas. Las muchachas se agrupaban en zaguanes y balcones y charlaban y reían, mientras, en la esquina cercana, los pobres estudiantes, en verdadera ronda, recibían los saetazos de sus ojos, o el embrujo de un gesto o de una seña. Jorge continuaba fiel a su primer amor, el del corazón sin años, pero en las festividades oficiales y religiosas, a las que asistían en comunidad todos los colegios, había conocido a una encantadora estudiante de la Normal y ya era su novia la graciosa colegiala. ¿Verla? Cuán difícil. ¿Hablarle? Un imposible. Sin embargo, otra normalista era la preferida de uno de sus compañeros y, como a esa comunidad la llevaban, de tarde en tarde, a paseo por el carretero, en los días domingos, haciendo, casi siempre, una posa en el cementerio, los dos muchachos burlaban la vigilancia de la señorita Directora, se escondían entre los mausoleos, en las bóvedas, y hablaban con ellas, entre susto y susto, sudando de arrojo e incómodas posiciones. Y corrieron los meses y vino el fin del año lectivo. Los exámenes empezaron, exigiendo esfuerzo tesonero. Los muchachos no


34 levantaban la cabeza de los libros, entregados a repasos intensivos. Estaban preocupados, ojerosos, y no comían ni dormían bien. La apreciación íntima de los conocimientos, esa conciencia de lo sabido y lo ignorado, de lo claro y lo oscuro, de las respuestas posibles y de las imposibles, se exteriorizaba en los semblantes, de modo que unos veíanse risueños y otros, serios, displicentes o amargados. Hubo exámenes hermosos, como el del curso de botánica, que regía el doctor Emilio Robledo. Había instaurado él una enseñanza seria y singular en ese tiempo. De brillo y efecto fue, por ejemplo, el examen de José Elías Calvo. Por esos días había recibido el doctor Robledo un bastón recto, de regalo. Se lo presentó a Calvo, para que le dijera científicamente, con todas las explanaciones del caso, de qué madera estaba hecho. Calvo lo tomó en la mano, lo miró y remiró entre sus dedos nerviosos, y, lenta y seguramente, de deducción en deducción, llegó a individualizar la palma de que se había labrado y el nombre latino y corriente de ella. Pero el gran examen, el verdaderamente solemne fué el de castellano superior. Era el preferido. Para darle mayor realce, el doctor Valerio había convidado al Gobernador, al Director de Instrucción Pública, a los Magistrados del Tribunal, a miembros del clero, a periodistas, a personas salientes de la ciudad. La mesa del jurado, muy larga, estaba llena. Un tablero se alzaba a la derecha y en el fondo del salón apenas cabía el público, que asistía por especial invitación. Allí estaba la Escuela Normal de Señoritas. Los muchachos fueron sucediéndose en los exámenes, generalmente buenos, y Jorge fue dejado para lo último. Al tocarle el turno, el doctor Valerio manifestó que aquél no sacaría a la suerte la ficha de su tema, como todos los otros, sino que lo presentaba al jurado para que lo interrogaran como a bien tuvieran. En este momento supo Jorge, con anticipación, que a él le había correspondido el premio de la cátedra ofrecida al iniciarse el curso. Y, en realidad, muy emocionadamente escuchó la confirmación de ello, cuando se dió lectura al acta de examen. Esta vez volvió Jorge a Manzanares con la gloria de un triunfo y con la alegría de haber suavizado su pobreza. El abrazo enternecido de su madre extremó aquella satisfacción.

CAPITULO IV Al entrar Jorge este nuevo año a Manizales le parecía que en los parques, y con el viento, las ramas de los árboles se abrían como para un abrazo; que la ciudad estaba más clara, más alegre; que era


35 más vivo el blanco de las fachadas; que había más color en las ventanas y las puertas; que las calles ascendían más familiares y acogedoras a su altura; que la cúpula de la catedral se destacaba más cerca del cielo; y que éste, con las luces de la tarde, era en verdad belleza y protección del hombre. Cosas del corazón. Para este muchacho ya la naturaleza empezaba a no tener el rostro confuso; ni el cielo, lejanías ciegas y sordas; ni la ciudad, el desolado gris de la indiferencia. —Bien, doctor. ¿Y ahora qué voy a hacer? El doctor Valerio, como resolviendo algo, llevó su diestra a la mejilla unos instantes y con tono paternal le contestó: —Hombre, Jorge, ya es usted un estudiante-profesor. Por disposición del Consejo Directivo no estará más sujeto al reglamento común, sino al de un cumplido caballero. Se le ha asignado para habitación el pequeño cuarto alto del costado occidental. En el comedor ocupará puesto al lado de los empleados internos. La hora de su clase de castellano se ha fijado de 9 a 10 y espero que será un buen catedrático. No se podrá matricular usted en latín 2, porque para esa asignatura se ha señalado la misma hora. Pero tiene usted mucho tiempo para resolver el problema de la falta de ese curso. Jorge se despidió agobiado por las bondades del doctor Valerio y de su suerte. Fuera de todo lo espiritual que iba a reventar en su era, también ya iba a poder atender a su vestido. Estaba muy cerca de la casi desnudez. Meses después había comprado terno nuevo de paño, sombrero y zapatos, acordes con su nueva situación. Como ya era a la vez estudiante y profesor, se vió en la necesidad de alcanzar el primer puesto o uno de los primeros en las asignaturas que cursaba. Necesariamente, para ello tenía que estudiar sin descanso ni fatiga y se vió obligado a renunciar, como los anacoretas, a todo contacto con el mundo. Desde que comenzaron las tareas principió a prepararse en latín 2. Con la libertad que tenía en su dormitorio, muchas altas horas de la noche y aun de la madrugada le sorprendieron sobre la gramática latina de Caro y Cuervo, el diccionario “Nuevo Valbuena” y el libro de traducciones De Viris Illustribus. Y al terminar el primer semestre del año, presentó al Consejo Directivo un memorial en solicitud de su examen de habilitación.


36 —Y cómo se te ocurre habilitar latín 2, si eso es casi imposible aprenderlo, aun con maestro? —le dijo el Padre Nazario. —Pues, Padre, yo creo poder presentar el examen. —Mira, no insistas, porque me veré obligado a reprobarte. No te presentes. El año entrante te matriculas en el curso —Padre, yo no retiro el memorial. Si fracaso, ahí se verá cómo se repara el daño. ¡Ah tipo terco y osado! Llegó el examen. Componían el jurado, fuera de los directores del plantel, el Padre Nazario, don Francisco Marulanda y un Padre agustino, profesor de religión. “Pasa al tablero —ordenó Nazario— y escribe”. Jorge empezó a escribir con letra pequeña para no mostrar miedo de un dictado largo. Apenas fue suficiente la cara del tablero. En el penúltimo renglón había un mittere. “Qué es ese mittere?” —preguntó- “Con permiso de su Reverencia yo empiezo el análisis desde el principio, para poder distinguirlo” —respondió Jorge—. La exposición sobre sintaxis de todo el tablero y la traducción que se le exigió de dos párrafos de un libro desconocido, le valieron la máxima calificación. “Vé, Jorge, te felicito —le dijo Nazario—, ya en el corredor— Tú, que estás más muchacho, me vas a corregir los ejercicios de mi clase”. Y Jorge vino a ser el corrector de los ejercicios de latín 2. Finalizando el año, recibió Jorge una tarjeta circular del “Liceo Caldas” de Manzanares. Se proponía esta corporación realizar un concurso literario en la antigua provincia del oriente del Departamento. La tarjeta era una invitación al torneo, con las condiciones para los trabajos que quisieran enviarse. El concurso se celebraría el 1 de Enero, a manera de juegos florales, y el vencedor nombraría la reina de la fiesta. “¡Qué bien! —pensó el muchacho— ¡Qué bien que mis paisanos se muevan! Es mi deber entrar a ese concurso, aunque sea para aumentar el número de los trabajos”. Y sintió que el ánimo del corazón le subía hasta la mente. Un mes después había remitido un cuento sobre la aventura de unos paisanos suyos por las calles de París, que luchaban contra el hambre, tocando tiple y guitarra, cantando coplas de la tierra y


37 hablando los disparatados vocablos ingleses aprendidos en las minas de Guarinó, cuando eran peones de los místeres. A estas vacaciones al lado de su madre sí salió Jorge en bestia de alquiler bien ensillada y con cuartos en el bolsillo. El mes de Diciembre se descogió como una acuarela viva y espléndida, de sucesivos cambiantes, con la variedad de las horas y los días. Era dádiva y deleite de la vida ambular en las mañanas luminosas por los senderos y caminos de La Chalca, en donde aún parecía verse a Tobías Jiménez, paseando por El Sacatín, en compañía de fieles amigos, saboreando anisados y recitando versos, con el ademán más perfecto y con la voz de varón más melódica y extensa que hayan conocido las breñas antioqueñas. Su poesía, que guardaba el pueblo en lo íntimo de sus emociones, vibraba todavía en las casitas de los campos. ¿Y qué decir de las excursiones al cerro de Guadalupe? Su ascensión por el boscaje que lo cubre, por las altas rocas que lo forman, implicaba un esfuerzo duro y fatigoso de alpinismo. Pocas presencias tan imponentes, vigorosas y puras como esta cima, cuya imagen, de solitaria arrogancia, se proyecta en el azul del cielo, con los bordes nítidos e infrangibles de una pirámide egipcia. No sabría uno decir — aunque sí es de suponerlo— la importancia de señal geográfica que pudo tener entre las tribus indígenas de la comarca, y la riqueza de recuerdos milenarios que pueda abrigar en el secreto de sus sombras. Lo que sí resalta es su doble valor de belleza y de símbolo. Al salir de Manzanares, hacia el norte, su figura airosa surge y sorprende entre las ondulaciones florentinas de los campos aledaños. Durante el día, envuelto en la luz meridiana o en el oro del poniente, su cono arde como una llama verde del paisaje; y por las noches, en la tenue claridad, se destaca como un vigía tutelar del pueblo. Su significación simbólica es perfecta: es la estampa transfigurada del manzanareño, callado, erguido, fiel, religioso y grave, tal como aquel don Liborio Ramírez, que, a sus pies, en El Recreo, vivió de frente a su misterio. En el templo nuevo, levantado hasta algunos metros de altura, con la dócil y linda piedra arenisca, rosada, gris y violácea de El Jordán, y concluído por el párroco afanosamente, con madera y láminas de zinc, pintadas de ocre, el día 2 empezaron las fiestas de la Inmaculada. Disputábanse la palma de los aplausos, por el lucimiento del programa, los encargados de cada día, comerciantes, hacendados, tenderos, Hijas de María, carniceros, agricultores y artesanos. Desde las cinco de la tarde principiaban a aparecer en la plaza devotos y curiosos, con ese andar lento de las gentes aldeanas, sin ambiciones y tranquilas. Casi todos interrumpían su marcha, deteniéndose, pródigos de afabilidades, a conversar en los zaguanes,


38 los portones, las aceras, el atrio. Las campanas dejaban caer, de media en media hora, los repiques del Rosario, al mismo tiempo que repetidamente el bombo de Barril llamaba a los músicos de la banda. Cuando empezaba el último repique, quienes no habían entrado en la iglesia se precipitaban a ocupar los bancos o sitios mejores que pudieran encontrar. Entre tanto, al frente, en la plaza, los más diligentes del gremio celebrante, con los tabacos encendidos, principiaban a elevar cohetes pequeños, grandes, de cascadas policromas; a quemar triquitraques y papeletas; y a arrojar buscaniguas entre la chiquillería alborotada y brincadora, o entre los grupos de los parroquianos, que saltaban y corrían gozosos, esquivando el chisporroteo rápido y voluble entre los pies. Terminado el rezo, se volcaba la iglesia sobre la plaza y la multitud se repartía, buscando los puestos de más ventaja y comodidad, para observar los juegos pirotécnicos. Ya las ventanas y balcones estaban repletos de dones y doñas, con todos sus muchachos y parientes, encaramados los de atrás sobre taburetes. La banda municipal, de diez aficionados, dirigidos por Lelio Olarte, en la que sobresalían el cornetín famoso de éste, el clarinete de Juan de la Rosa Sánchez y el bombo de Barril, se echaba por los aires y rebullía el entusiasmo. Aumentaban los cohetes, multiplicábanse los triquitraques y buscaniguas y, por minutos, estallaban los tacos, de los cuales los grandes atronaban el espacio y hacían retemblar la tierra. Por fin venían los castillos. Dispuestos en serie, sobre lo alto de estacones, eran encendidos con prudentes intervalos por el propio polvorista. Y aquí era el girar vertiginoso de los círculos de fuego, que enviaban hacia todas direcciones chorros de veloces chispas y, a manera de proyectiles, bólidos pequeños, deslumbrantes y multicolores. Llenábase la plaza de humo, exagerábase el olor de la pólvora, sonaban los aplausos, ascendían los gritos y un rumor de admiración y complacencia vibraba y se difundía en el aire. Mientras tanto, en la acera de arriba, en el estanco, en la calle real, en tenduchas y pulperías apartadas y ruidosas, el aguardiente levantaba sus voces desabridas y monótonas. Dentro de los puestos de billar y las cantinas, los borrachos tanbaleaban, abrían las piernas, levantaban los cantos de las ruanas y escupían y escupían salivas y vulgaridades. Los que no estaban tan embriagados jugaban palos y palonegro, con júbilo desmedido, o, burlando la vigilancia de los comisarios, echaban a rodar los dados en timbas a media voz, sobre tarimas y mesas de rincones malolientes. ¿Y los campesinos? No podían faltar. El entusiasmo era vientecillo que soplaba incitante por sementeras y cabañas, y aquellos que lo podían acudían a los festejos, contentos y fervorosos, con ese fervor que se aquilata en alturas y hondonadas. Venían de Planes y Aguabonita; del Jordán y Santo Domingo; de los lados de Enriqueta y


39 Mercedes Latorre; de Montebonito, Luisa y El Callao; de Guarinó y Campoalegre. Sus figuras entraban en la próxima travesía o aparecían en El Alto. Unos llegaban a pie, de machete al cinto y de ruana doblada sobre el hombro, para soportar la vara del zurriago, con lío pesado en la punta. Aquellas, sus compañeras, a pie también, lucían traje de zaraza alegre, gorra de caña con cinta y un pañolón abierto sobre la espalda, cogido adelante por los brazos. Otros se acercaban a caballo, en moros o alazanes chisparosos, regocijados y decidores, arriscado el aguadeño, al cuello el rabodegallo, la ruana en doble canteo y con encomienda en pañuelo grande, prendida de los galápagos. El pueblo se llenaba de gentes. Abundaban los corrillos de los compadres, comunicativos y afectuosos, que se brindaban el trago de cumplido y el cigarro y la lumbre del yesquero. Grupos de padres e hijos, y vecinos de las mismas veredas, parándose con frecuencia a observar en contorno, con timidez montañera, iban hacia las tiendas, en compras de sombreros, telas y zapatos, porque la mayor preocupación eran las galas para tan grande fiesta. No había en el año semanas iguales para zapateros y comerciantes, para sastres y costureras, víctimas días y noches de apremios y de reclamos. Todo el mundo quería estrenar. “La percha pal ocho, mija”, oíase en las ventanas. Para ningún otro día se abrían con tanto desprendimiento los carrieles, los bolsillos y los nudos de los pañuelos. ¡Qué cordialidad tan difundida por aquellas calles, ahora sí agitadas y bulliciosas! La actividad y alborozo del centro del pueblo no era menos en la periferia. Por las puertas de las casitas recién blanqueadas, entraban y salían, a toda hora, los parientes de visita. Los florecidos patios y, sobre todo, las cocinas, donde los fogones ardían a toda leña, eran los lugares preferidos de las reuniones familiares, y aquí de las noticias más nuevas, de los comentos inesperados, de las historias desconocidas, de las frases y miradas afectuosas, de los amores en comienzo. El día 7, hasta donde les alcanzaba, lo empleaban los Padres Agustinos en confesar feligreses. Alrededor de dos confesionarios revoloteaban los penitentes, se empujaban y protestaban en voz muy baja. Hacia el fondo, cinco beatas arreglaban el altar y engalanaban a la Virgen. Esa tarde hubo más movimiento para las vísperas y la Salve. Era el día de los artesanos, el mejor, porque con sus alcoholes


40 y buen programa, prendían los ánimos, cual hogueras, en las calles. Desde temprano, los músicos estaban en el aire con sus percusiones y vientos. Las piezas se sucedían a no muy largos intervalos y, cuando ya el aguardiente los alzaba del suelo, de los instrumentos salían, especialmente del bombo, unos sonidos tan fuertes, que no cabían en las calles, y del cornetín, unos tan agudos y agresivos, que chuzaban los oídos y arañaban las paredes. Cuando vino la noche, el espectáculo fue esplendoroso. En todos los barandales de las casas del pueblo y de los campos, así de las ventanas, como de las puertas y corredores, ardían millares de velas bien ordenadas, casi juntas las unas a las otras, sostenidas por naranjas agrias o bolas de barro, que hacían de candeleros. Eran series innumerables de pequeñas llamas, diseminadas, cual bordaduras luminosas en el manto de la noche. En la plaza, centenares de personas se remolinaban, entre rumores de contento, y por, ratos, formaban clamoroso vocerío. Esta vez los juegos pirotécnicos estuvieron mejores que nunca, porque hubo girándulas, coronas, estrellas iridiscentes y otras sorpresas en los castillos. En medio de la distracción y la alegría vino un momento en que la gente corría en dirección a la botica. “¡Pobrecito!. . .” — exclamaban las mujeres—. Un niño de una vereda, inexperto, que, entre rapazuelos corría tras de los popos de los cohetes, tomó en la mano un taco de pólvora, creyéndolo apagado, le hizo explosión y le arrancó los dedos. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, ya sonaba el bombo y, en alas del entusiasmo, volaban que volaban las campanas, llamando a la primera misa. Mucho antes habían principiado los cohetes sus alegres estallidos, que se repetían numerosos. Por todas las calles acudían los campesinos madrugadores, empezando el martirio de los botines, herrados con carramplones, de esos botines tiesos y burdos de Pedro Estrada, con clavo salido, o de punta corta, donde el dedo gordo había de reventar. Sentíase en las aceras la marcha fácil del veterano de los zapatos y la lenta y tropezosa del que ya iba buscando las piedras grandes y planas. La atracción especial era la iglesia y. principalmente, la misa solemne de las ocho. Casi todo el pueblo fue a oírla y los fieles que no cabían en las naves quedáronse en el atrio, donde la banda tocaba su mejor repertorio. La iglesia estaba muy bien iluminada. El altar era un derroche de velas, flores y almácigos de maíz recién nacido en subterráneos. La Inmaculada, en lo alto, lucía sus mejores galas y era como más expresiva su bondad y el gesto de sus manos. En las columnas y en los muros laterales, adornados con lazos de cintas azules, flotaban numerosas banderitas blancas. La feligresía iba buscando poco a poco sus puestos, entre cuchicheos, toses y rezos apagados, y entonces era el abrir de los catres o banquitos en tijera, y el tender de los tapetes y pañuelos. Luégo volvíanse las caras a todos los lados, para atisbar a los concurrentes. Entre tanto, en la


41 torre sonaba el último repique. Y la misa comenzó. Precedidos de la cruz y los ciriales, entraron al altar los tres sacerdotes, porque era de revestidos. Seguíales otro agustino, venido de Manizales y encargado del sermón. En el coro había movimiento. Un grupo de señoritas, las de mejores voces, habían preparado el canto, secundadas por algunos músicos y barítonos. Era el día de lucimiento para Delia Ossa, Carmen Jiménez, las hijas del General Arias, Heléne Magnenat, Próspero Trujillo y Eliseo Alzate. Cuando sonaron el introito, los kiries y el gloria se estremeció el templo, palpitaron más los corazones y se volvieron los ojos hacia el coro. El canto y la liturgia santificaban las almas. El sermón fue magnífico. Lo inició el Padre con una cita en latín de San Bernardo, y los oyentes, acostumbrados solamente a las pláticas dominicales, lo escuchaban en un silencio que apenas era interrumpido por la tos de unos cuantos y por los cohetes y muchachos bulliciosos de la plaza. Algunos niños y viejos se quedaron dormidos, y otros sentados en el suelo, únicamente atendían al pie de los suplicios, que dolía y crecía y se inflamaba entre el cuero de becerro. En los momentos de la elevación, mientras las campanas se iban al cielo, frente al atrio, comenzó a estallar la culebra en sucesión de estampidos, de los cuales el último rasgó violentamente los aires y sacudió los cimientos del pueblo. Finalmente vino la comunión. ¡Qué de remolinos y empujones para acercarse a la Sagrada Mesa! Se congestionaban los rostros, se enarbolaban los catres, se agitaban los brazos, desarreglábanse las mantillas y se despachurraban los sombreros. Los Padres pedían y pedían orden,pero no lo obtenían. Predominaba el ansia de tomar la delantera. Terminada la misa, empezó a salir la gente. Oleadas de aire caliente y emanaciones de pueblo se escapaban por las puertas. Eran olores de polvos “La Coqueta”, de pachulí, de cuerpos sudorosos. Fue el momento de los noveleros, de los saludos, de los comentarios. Los señores lucían los vestidos de paño nuevos, obra de Recaredo; las señoras, la mantilla y el traje terminado la víspera; las muchachas, el rebozo y “la gran percha pal ocho”; las mujeres más modestas y pobres, el chal de jersey; los hombres del pueblo, su ruana y pantalones de dril o de pañete; y los campesinos, también su ruana, sus pantalones y su sombrero aguadeño, si varones, y si no, peinetas, collares, pañolón negro de flecos de seda y camisones de vistosas zarazas. Lentamente la multitud sefue dispersando, quedándose grupos a la entrada de las casas o en las puertas de las tiendas. La procesión comenzaba a las tres. El pueblo se congregó en la plaza, bajo un sol ardoroso. Siguiendo la cruz alta y los ciriales, los concurrentes se fueron ordenando en dos alas, que cubrían largo espacio, ya en la calle. Las formaban asociaciones y comunidades piadosas, entre las que sobresalían los miembros de la Liga Eucarística, con sus insignias, y las Hijas de María, con su cinta azul y


42 su medalla. Así mismo resaltaban por el vestido blanco y por el escudo en asta que las precedía, las bellas niñas destinadas a elevar cantos y regar pétalos, para tachonar la senda. Siguiendo a estas dos alas compactas, iban los señores del concejo, el juez del circuito, el alcalde, el juez municipal y los secretarios, todos entonados, procurándoles un poco de sombra a sus cabezas, con el sombrero levantado más arriba de la cara. En seguida, en las andas, ergufase sobre el acompañamiento y en dorado plinto la Virgen Inmaculada, como sostenida por la veneración colectiva, entre las nubes de incienso, el rumor de las preces y los lirios colocados a sus plantas. Tras de la Virgen formaban los monaguillos, agitando los incensarios, y los tres sacerdotes revestidos, musitando el rosario. Más atrás veíanse a Lelio Olarte, con su flauta; con su cornetín a Sansostri; y a don Pepe Arias, junto al armonio, que le cargaban seis campesinos devotos. Constituían ellos la orquesta para acompañar los cantos. A continuación marchaba la banda y más atrás, el pueblo, en aglomeración cerrada, de mujerespor las aceras, y de hombres por la calzada. El desfile se hacía despacio, fervorosamente, solemnizado por la música de la banda y por las oraciones en voz reposada. Al llegar a cada esquina, se detenía, para hacer una posa, y, con las notas de la orquesta, el coro entonaba los himnos desde antes preparados. La multitud era un lento río de alabanzas, que iba pasando por las principales calles, cuyas puertas y balcones ostentaban banderolas y paramentos azules y blancos, mientras repicaban las campanas y reventaban sin cesar los cohetes en la plaza. Más de una hora gastó la procesión en hacer su recorrido, y, al regresar a la iglesia, las más de las gentes penetraron en las naves, y las otras, desfallecidas, se alejaron en busca de descanso. Sólo quedaron, al morir el día, con algunos cohetes por los aires, retozones grupos de muchachas en las puertas y ventanas, así como los ebrios, parloteando en las cantinas, y unos cuantos jinetes arriscados, en escarceos atrevidos por todos los sitios del poblado. ** Terminaba diciembre. En la sala de doña Eufrasia, que era también el costurero, conversaban con ella y las hijas unas señoras de visita. Unamanejaba la Singer, las más hacían labores de mano. —Pero sí saben ustedes —dijo doña Luisa— que la velada es en la casa de Macastaño? El ya la ofreció. —Y ya se sabe quién es el del premio? —preguntó la mujer de don Claudio, que vivía en el otro lado. —Y es que no sabía usted? —respondió una de las niñas—. Pues Jorge, el de doña Tina. Ya vino de Manizales, pero casi no sale.


43 —Ole, ese muchacho como que le resultó bueno a doña Tina. “Y dicen que es inteligente” —agregó otra. — Inteligente? —observó doña Luisa— Anté qu’es mismamente su padre. Yo conocí a don Antonio cuando era muehachita y ese señor era muy educao. —Pues yo no me aguanto la gana de contales —continuó doña Eufrasia— lo que me dijo al almuerzo Juancito Cardona. Y ése sí tiene por qué saberlo, porque es el secretario del Liceo. Pero, oigan, no me vayan a hacer quedar mal. Es en mucha reserva que él me contó. Jorge ya nombró reina de la fiesta a Gracielita Mejía. —Verdá? —Sí, doña Luisa, ya mi mamá nos había contao. —Pues no me parece la Gracielita. Es como muy simplota. Pa eso se necesita una muchacha avispada, que sepa vestise y que no se tupa con la gente. —Valga la verdá —respondió la niña—, a mí tampoco me parece. Hay veces qu’es muy moscamuerta. Qué buena sería Leonor, la de don Tiberio. —No, mijita, ni riesgo —exclamó doña Luisa—. Ese viejo, tan apretao, no es capaz de darle un par de medias. —Vé —interrumpe la otra de las niñas—, mirando por un postigo—. Allí baja Jorge. Seguramente va para donde Juancito. Todas se pusieron en pie para seguir los pasos del muchacho. Y así fue. Jorge llegó a la tienda de Juancito, quien le informó que Gracielita había aceptado la designación de reina, después de consultarlo con su madre, y que la velada se haría en la casa de Macastaño. Además, ya se habían hecho contratos con la banda y con Manuelón, el carpintero, para levantar el escenario. Durante las horas del medio día del esperado 1 de Enero, las señoras vinculadas al Liceo estuvieron ocupadas en el arreglo del escenario que Manuelón había construído, aprovechando la tapia


44 medianera de la casa de Macastaño. Esta tenía la forma de urna escuadra y, por la inclinación del terreno, la parte larga era de tres altos y la corta, de dos. Los corredores fueron utilizados como palcos. El escenario fue dispuesto como una sala sencilla. Hacia el centro de ella se levantó el trono, de sitial y dosel adornados con lazos de cinta, además de guardas y flequillos de papel dorado, y en uno de los costados se colocaron la mesa y los asientos para los miembros del Liceo. Por el otro costado ascendía la escalera. Tanto la alfombra, como los muebles, cortinas y otros adornos, fueron prestados por las señoras. Lo demás fueron cadenas multicolores de papel de seda. Mientras las señoras trabajaban, iban llegando continuamente los muchachos de las familias a situar los taburetes en los palcos y en el patio, en medio de discusiones y rechazos. Los taburetes eran marcados con grandes iniciales atrás del respaldo, si acaso no lo estaban ya con estoperoles. A las nueve empezaba la velada. Jorge se fue con su madre y su hermana Cecilia. Al entrar, ya estaba lleno el improvisado teatro. En un palco especial estaba la reina, a quien fueron a presentar un saludo muy atento. La novedad del acto, único en la historia del pueblo, era motivo de mucha animación. De la luneta a los palcos había un ágil cambio de palabras, miradas y sonrisas, entre peripuestas y galanes. Por entre la conversación moderada de los discretos se insinuaba el susurro mordiente de los murmuradores, y grupos de señoras, recíprocamente, se lanzaban venablos invisibles de picantes pareceres. —Mijitas, lo que yo les decía —afirmaba doña Luisa—. Esta Gabrielita no tiene gusto pa vestise. ¿A qué reina se le ocurre presentarse con ese peinao y ese vestido tan sencillote? —Ese collar que tiene no es el de doña Ruperta, la tía? —preguntó una de las niñas. —Mismitamente el de doña Ruperta —agregó doña Eufrasia. —No. Ese sí es de ella —rectificó otra de las niñas. —Yo se lo conocí hace como dos meses. Se lo trajo de Bogotá Enrique, el hermano. —Vea, mamá, qué mamarracho se vino doña Jacoba, con ese sombrero todo doblao a la pedrada.


45 Súbitamente irrumpió la banda con el himno nacional. Eran las nueve en punto. Había empezado la velada. Apagáronse las voces y el silencio fue completo. La voz de Roberto Gálvez, uno de los grandes caballeros de toda la provincia, se dejó oír en el escenario, como presidente del Liceo, para abrir la sesión. Después de la lectura del acta, él mismo pronunció algunas frases sobre las labores de la corporación y sobre el buen éxito del concurso. Luégo el secretario hizo la lectura del informe del jurado calificador, que señalaba como digno del premio principal el cuento “Unos antioqueños en París”, y de los accesorios, dos poesías de tema libre. ¿Y qué era esa música delicada y como producida con auxilio de sordina, tan llena de sentimiento, que, en un paréntesis de silencio, encantó a todos los asistentes? Fue el número 4º del programa, el del italiano Sansostri, a quien curiosas circunstancias de la vida incrustaron en las estribaciones de La Picona. Era un comerciante solitario, que dormía en el mismo local de su comercio y que, invariablemente todas las noches, encerrado desde muy temprano, tomaba su cornetín y hasta altas horas tocaba con el empeño de un devoto. Fueron un presente de los dioses locales, en la velada, esa música napolitana y esas canciones de Venecia. Apenas se habían apagado los aplausos a Sansostri, cuando se oyó la voz del presidente del Liceo: “Se ruega al joven estudiante Jorge Casares Quevedo se sirva presentarse a éste proscenio”. En medio de la expectativa general, por un minuto, y de nutridos aplausos, luégo, ascendió Jorge por la escalera. “Ruego a usted, don Jorge, que con los señores Carlos y Miguel, se sirva conducir a la reina, de su palco hasta este trono”. De brazo de Jorge y con el acompañamiento nombrado, descendió la reina de su palco. A su paso majestuoso todo el mundo se puso en pie y los vivas reventaban entre el coro de los aplausos. A este entusiasmo resonante se agregaba la marcha triunfal que tocaba la banda y que aumentaba esa emoción, casi religiosa, del momento. Ya en el trono la reina, dio unos pasos hacia adelante don Isaías, el humanista de la región, para colocarse en actitud oratoria; puso su mano frente a la boca, aclaró la garganta, tosiendo suavemente dos o tres veces, y pronunció, con tono dogmático, su discurso de mantenedor del torneo. Cuando Jorge pasó al lado de la reina para leer su cuento, una ovación general tan espontánea hubo en la concurrencia, que el corazón del muchacho estuvo a punto de estallar en estos momentos vivos y exultantes. Dirigióse primero a su Majestad en


46 cortas palabras, para poner a sus pies el triunfo conquistado y hacer una alabanza de la mujer manzanareña, representada en ella. Después cosechó aplausos y arrancó risas con la amenidad y gracia de su cuento. Cuando, en seguida de la última palabra, se volvió a la reina, ésta le tendió la mano para felicitarlo. Luégo ella empezó a desdoblar una cuartilla de papel, que leyó con encantadora timidez, en estímulo y elogio del feliz estudiante, en cuyas manos puso también una pluma de oro, como premio del concurso. El resto de la velada fueron muy apreciables asomos de la espiritualidad naciente del pueblo. Confusión afanosa de cuerpos y taburetes fue la salida por el zaguán, y, ya, en la calle, oíanse las opiniones: “¡Hijue la reina, hombre! ¡Cómo estaba de querida!” “Caminá, Luisa, confesá, ole. No estuvo tan mala la reina!” “Vea, don Mariano: el discurso de don Isaías es sencillamente una pieza académica.” Los concursos literarios no se repitieron. Fue esta fiesta la única en su género que haya visto Manzanares. En aquel entonces había ya en la población ambiente cultural. Próspero Trujillo, Benjamín Gómez, Juan Antonio Angel. Enrique Ospina, Guillermo Calle, Salvador Ramírez, Delia Ossa, Rosa María Gómez, Ester Gálvez, entre los mejores, organizaban representaciones teatrales, que tenían lugar en algunas de las casas particulares. El mismo Próspero, la misma Delia, Heléne Magnenat, Eliseo Alzate, don Pepe Arias y sus sobrinas, las hijas del General, mantenían un excelente coro para las festividades religiosas. Las escuelas públicas, con sus maestros Clara R. Velásquez de Gómez, Susana Ossa de Mejía, Clara Marín, Enrique Ospina, Salvador Ramírez, Segundo Cardona, José Joaquín Zapata y otros más contribuían a la celebración de diversos actos públicos, muy especialmente los de las fiestas patrias. Por otra parte, Carlos Vásquez publicaba un semanario para la orientación de la provincia, y el “Liceo Caldas” velaba por el civismo y por los intereses de la inteligencia. CAPITULO V


47 Dos años más estuvo Jorge en el Instituto. Durante este tiempo empezó su formación de profesor de castellano, y leyó, leyó con devoción y algún provecho. Sujeto como estaba al reglamento del caballero, usaba de la libertad para salir del claustro con suma moderación y por eso el empleo del tiempo le daba un rendimiento cultural apreciable. Sobre su sér martillaban factores espirituales todos los días, cual obreros tenaces, para quitarle torcidos y asperezas. Así, alguna mañana, lo conversaba él con sus compañeros, en un corrillo. —Y cuáles son esos factores, esos obreros? —preguntó uno de los que le escuchaban. —Pues yo no me he puesto a determinarlos, aunque es cosa fácil. Son de la ciudad y del Instituto. Por lo pronto, avanzan hacia mí la bondad del doctor Valerio y la inteligencia y personalidad del Padre Roberto. —¿Y cómo les parece —apuntó otro— la entereza de don Pacho y la honradez de don Manuel? ¿Y cómo —agregó un tercero— la distinción del doctor Robledo, la simpatía y amor al arte del Padre Nazario, la dignidad de José Ignacio Villegas? —Sí, eso es verdad. Pero hay algo más que no podemos callar —dijo Jorge— y son las condiciones excelentes de algunos de nosotros. Para mí tienen igual fuerza bienechora sobre el pensamiento y sobre el derrotero nuestro la bizarría mental de Gonzalo Restrepo, por ejemplo, o la tenacidad estudiosa de Jorge Luis Vargas. ¿Y qué dirían ustedes también de la noble ambición de Ramón Londoño Peláez, del amor a las humanidades de José Manuel Angel, del mérito de José Elías Calvo, de la modestia y brillo interior de Carlos Arturo Jaramillo? —Y como parece que ya estamos mirando estas cosas a la luz de don Hipólito —observó el que se consideraba más ilustrado de los del grupo— debemos entonces nombrar las corrientes primordiales de la ciudad, que constantemente nos llegan y penetran, corrientes de fe, tesón, inconformidad y alegría. Algo más: la geografía misma, como otro gran obrero, participa en la formación nuestra. Los picachos endurecen al hombre y le dan el ansia de poseer los horizontes que columbra. El sentimiento pleno y audaz de la vida tal vez se tiene mejor en las alturas, y ellas habitúan el alma a la pura libertad. ¿Y quién no se ha sentido artista emocionado ante los amaneceres de Manizales, y, más aún, ante el asombro de sus atardeceres?


48 —Bueno —interrumpió otro de los que habían guardado silencio. Por qué no hablamos también de otra cosa. ¿ Cómo aprecian ustedes la huella que va dejando Aquilino Villegas en la juventud de Caldas? ¡Si oir solamente a Aquilino es sentirse como en más posición vertical, con el espíritu deseoso de una realización y con la voluntad ardorosa y firme! ¿Y cómo, también, la huella de la probidad y de la energía de los patriarcas de la ciudad; la del civismo y atención a las cosas nobles, de Justiniano Macía, en “Renacimiento”; y la de la locura cristiana que mueve a Ricardo Jaramillo Arango, para hacer medicina al aire libre y regalar su camisa al necesitado? La suficiencia de que hicieron alarde estos muchachos en su diálogo, tan natural en sus años, los llevó hasta lo resbaladizo y risible de la petulancia, pero, con todo, se vio que se preocupaban de su progreso y que cavilaban sobre su medio. Como en Jorge la determinación de hacerse hombre se fortalecía más con el pasar del tiempo, empezó a interrogarse sobre su posible profesión. Ante todo, quería servir y no causarle pesadumbre a nadie. Esa era la finalidad de sus estudios, de su vida toda. Y una de las cosas que más le hizo meditar sobre esto fueron sus lecturas. “Quién está cerca de algún gran fuego que no reciba algún calor?” Servir, sí, pero no de cualquier manera: sin desidia, sin frialdad, sin molestia, con pasión, con la “locura de amor” de que habla Kempis. Servirse uno así mismo lo menos que se pueda, pero servir a los demás el máximum posible. Así le hablaba la conciencia. ¿“Que servir así, como usted piensa, —le decía don Francisco— le traerá ingratitudes y dolores? Forzosamente sí, pero eso es lo bello del servir. En tal caso quien pierde no es el servidor sino el servido. Si es que todo el mundo necesita de un servicio, especialmente el pobre, pero no de un servicio helado, sino abrasado de afecto. Mire, Jorge: cuando nos acercamos a darle una moneda a un mendigo, nosotros quedamos satisfechos; mas ese no es sólo nuestro deber. Nosotros deberíamos sentir su infortunio de un modo pungente, con dolor nuestro, real y sensible, y ayudarle, corno a legítimo hermano.” No hay duda de que a él le seducían las humanidades, por sobre todo, pero se daba cuenta de que para surgir en ellas era necesario segar mucho en sus trigos, con privilegiada inteligencia, lo cual es raro y muy difícil; y como no eran esas sus posibilidades, veníansele a la mente el abogado, el médico y el maestro, como exponentes de disciplinas más a su alcance, y afines con sus tendencias. A las primeras reflexiones desechó el abogado, porque no oía claro su llamamiento; también desechó el magisterio, por las vicisitudes personales y políticas a que está sometido. Como William Osler, otro


49 vacilante, quedóse con la medicina, y ella se le proyectaba como el mejor camino de su espíritu. Leyendo él alguna vez el libro III de la “Imitación de Cristo”, pensaba que el ejercicio de la medicina debía ser uno de los más bellos cantos de amor, porque el sacrificio de la vida en aras del ajeno sufrimiento es obra divina. Así lo expresaron los antiguos. Y Kempis, sin decirlo expresamente, le mostraba al médico como un hombre sencillo, guardado de pasiones, sufrido, piadoso, destinado al bien en la alcoba del dolor y el desasosiego. Y, siguiendo la Imitación, se interrogaba: “Quién, sino el médico, junto al lecho del enfermo, de extraño se torna en familiar, de tranquilo, en preocupado; de indiferente, en conmovido; de codicioso, en desinteresado? ¿Quién, sino él, cambia la libertad por cristiana esclavitud; el sueño por vigilia generosa; el reposo, por cansancio sin fatiga; lo blando y regalado, por lo duro del sacrificio; la vida fácil y el placer, por el servicio perseverante y abnegado?” Después de los exámenes reglamentarios Jorge le dio fin a su bachillerato. Con una satisfacción que le inundaba el alma y que se le difundía hasta en el cuerpo, dándole como la sensación de una plenitud transitoria, no quiso llevarle a un calígrafo su diploma para escribirle el nombre, sino que él mismo lo hizo y luégo lo entregó en la secretaría para las firmas oficiales. Raro detalle querer extremar hasta en lo más pequeño su condición de self made man. Su triunfo acrecentóse aún más cuando, de manos del portero, recibió una nota del Consejo Directivo, en la que se le encomendaba el discurso de clausura del año lectivo. Ningún honor mayor podía concedérsele. El acto fue muy solemne, porque gran parte de lo que valía en Manizales estuvo en él presente. Cuando Jorge terminó su discurso, le llamó el Gobernador para felicitarle y para decirle que le necesitaba a su salida. ¿Cómo se llama su papá? —Se llamaba José Antonio, señor. —Ah, sí! Ya sé quién era. He querido conversar con usted para proponerle que se vaya para Bélgica a estudiar agricultura, haciendo uso de una beca del Departamento. Hay perfecta posibilidad de enviarlo. Si no le interesa esto, le ofrezco una beca en la Escuela de Minas de Medellín. Pásese por la Gobernación mañana. Al día siguiente, después de estrujar su voluntad y revisar prolijamente su ambición, se fue al palacio de gobierno. -Señor Gobernador: le doy una vez más mis agradecimientos por la generosa oferta del viaje a Bélgica, pero no debo aceptársela, porque


50 esos estudios no son de mi simpatía. No es mi derrotero. Lo que sí le acepto es la beca en la Escuela de Minas. Pero no para mí, sino para uno de mis condiscípulos que tiene esa vocación y que de otra manera no podría hacer su carrera. Es magnífico estudiante y carece de recursos. Yo le pido ese favor. —Pero no es usted muy pobre? Valerio me lo ha asegurado? —Sí, señor, muchísimo. Mas yo me inclino más a la medicina, de una parte; y, de otra, estimo que a Héctor, mi compañero, se le debe conceder esa beca, porque no parece que sea capaz de estudiar en otra forma. En cambio, yo sí creo poder encontrar la manera de cursar mis estudios en Bogotá, sin beca alguna. —Bueno. Dígale a su condiscípulo que se le concede la beca y que venga para arreglar los papeles, concluyó el Gobernador, mientras apuntaba el nombre del muchacho en su minuta. Con ahorros casi suficientes para estudiar el primer año en Bogotá y con algo más para regalarle a su madre, salió Jorge esta vez a sus vacaciones. Le sangraba el corazón por haber tenido que abandonar a su amada Manizales y, al pensar en su instalación en la capital, padecía un sufrimiento anticipado de todo su sér, semejante al sufrimiento físico, estado casi de marchitez, que se advierte en esas plantas llevadas por los viajeros, para ser transplantadas en tierras lejanas y distintas. CAPITULO VI La misma noche del día en que llegó al lado de su madre, en la conversación familiar de sobremesa y después que Jorge comentó emocionadamente la sesión solemne del Instituto, la entrega de los diplomas de bachillerato y su discurso de clausura de los estudios, la anciana, llena de íntima satisfacción, le preguntó: —¿Y ahora qué piensa, hijito? —Irme para Bogotá a estudiar medicina. —Siempre tan loquito, mi pobre hijo. Pero si la medicina es una carrera muy larga y muy costosa. No veo cómo pueda hacer un muchacho semejantes estudios, sin dinero alguno. —Pues ya ve, mamá. Así me dijo usted cuando salí por primera vez para Manizales y aquí me tiene con el diploma de bachiller. Ahora me


51 voy para Bogotá y tengo ahorros para sostenerme pobremente casi el primer año. Cuando vaya a cursar el segundo, ya conoceré la ciudad y sabré buscar el modo de continuar en mi empeño. Es que, mamá, me gusta más esa carrera, y tengo que acabar lo que me propuse. —Piénselo bien, hijito. No es lo mismo hacer un bachillerato que una carrera de medicina. Mi dicha sería muy grande viéndolo doctor, pero cuán difícil y lejano está ese título. Yo sé que usted es capaz de cualquier cosa, pero me parece que va a pasar muchos trabajos, a sufrir mucho, y que tal vez pueda enfermar. —¡Eh, mamá! Dios no le falta a nadie. La pobre madre guardó silencio y un par de lágrimas velaron el cielo de sus ojos. Casi todas las mañanas de estas vacaciones las empleó Jorge estudiando química mineral, porque ésta era una de las ciencias naturales exigidas en el primer año de medicina. Las tardes las pasaba en compañía de sus amigos, muy especialmente en la de Hernando de la Calle, que también acababa de terminar su bachillerato en el Colegio del Rosario. De privilegiada inteligencia y de espléndida inquietud era Hernando y los dos muchachos, en caminatas por La Chalca y Romeral, hablaban de libros, de autores, de maestros y de la vida estudiantil y sus aventuras y emociones. En una de esas tardes convinieron en viajar juntos a Bogotá, en el mes de febrero siguiente, y en compañía de Jacinto Estévez, de Marulanda. —¿Ya estás listo? —le preguntó Hernando a Jorge un domingo, después del almuerzo. —Completamente. ¿Y sabes? Jacinto ya llegó. Está en el hotel. Yo lo despertaré con unos golpes en la ventana. A las cinco de la mañana del día siguiente apareció don Rafa con el caballejo ensillado que le había alquilado a Jorge. Jacinto se levantó apresuradamente y Hernando aguardaba abajo, en la esquina de la plaza. Cuando las luces de la aurora bajaban en oleadas por el cañón del Santo Domingo, las cabalgaduras de los tres viajeros resonaban sobre el puente de madera y la ilusión dilatábales las almas. Al llegar al Alto, a corto trecho del pueblo, detuvo Jorge el caballo. En uno de los postigos de la casa de su hermana alcanzaba a divisarse, como un medallón de plata que ardía, la cabeza blanca de su madre, quien, llena de preocupación, le miraba alejarse hacia una vida tan incierta y desconocida para ambos. Aguó él el sombrero unos


52 instantes, sintió que el corazón se le quedaba, y, dando miradas hacia atrás, perdióse en el recodo del camino. Ananké, la necesidad, le decidía su suerte. Solo había en Mariquita un pequeño hotel, el “Hotel Estación”, en el cual no encontraron alojamiento esa noche los tres muchachos, porque lo había ocupado plenamente una banda de músicos que iba para Honda. Encontraron posada en el rancho de Etelvina, una conocida anciana, enjuta, de bocio abultado, que daba hospedaje a gentes pobres y sencillas. El rancho era de paja, muy abandonado, sin encalar desde muchos años atrás, y las paredes dejaban ver la guadua y las chamizas de la rústica construcción, en las numerosas grietas y agujeros de su desmoronamiento. No había para dormir más que dos viejos camastros y un catre sucio, de lona. Después de una comida frugal, los tres viajeros se acostaron. No pudieron resistir más de una hora en esos lechos de picaduras, de rescoldos, de abolladuras y resaltos. Las chinches, por centenares, les atacaron y desalojaron. Jorge pretendió seguir durmiendo, sentado en una silla de vaqueta, recostado a la pared, pero hubo de convencerse de que esta posición, a la larga, se convierte en infernal tormento. Amanecieron paseando, fumando y conversando por la ancha y despoblada callejuela. Cuando ya hubo luz del día, colgaron un pedazo de espejo en la rama de un limonero, junto al chorro de agua que entraba al patio por una vieja canal de guadua, se afeitaron, se peinaron y luégo se fueron a la estación, para embarcarse en el ferrocarril, que esa mañana debía llevarlos a Beltrán. —¿Tú no conocías ferrocarril? —preguntó Hernando a Jorge, después de tomar asiento en el coche. —No. No lo conocía, sino en la Física de Ganot. Siempre he recordado con mucha admiración la locomotora y, en ella, la armadura, la caldera, sus partes todas. —¿Y qué te ha llamado más la atención? —La imponencia de la máquina. No la había imaginado y creo que esa sensación de imponencia difícilmente la dará otra. En la orilla del río, en Beltrán, estaba anclado el “Caldas”, pequeño vapor que aguardaba a los pasajeros del tren, para llevarlos a Girardot. Por un corto y estrecho planchón entraron los viajeros en el barco, sudorosos y desgolletados. Casi todos eran estudiantes de la Costa, el


53 Cauca, Antioquia, Caldas, el Valle. Cada cual buscó asiento en las sillas de cubierta. Era el tiempo de verano, el de menor caudal del Magdalena. Casi no se veían correr sus aguas amarillas, silenciosas. Un rato después la embarcación estaba en marcha. La gran rueda, atrás, golpeaba rítmicamente el agua, formando una sonora y encrespada estela de ondas y de espuma, y poco a poco se iba venciendo la corriente. Con una lentitud desesperante iban pasando las orillas, contra las cuales se apretaba el agua en remolinos, que desprendían la tierra y la sorbían con sonidos casi guturales. En una gama completa de verdes, con toques grises y amarillos, la montaña, a trechos cerrada y a trechos horadada y abierta, venía a asomarse al borde de los barrancos, con sus árboles, sus bejucos, sus rumores y los cantos de los pájaros. De cuando en cuando, de las escasas y pequeñas playas volaban las garzas y por el cielo, de azul desvanecido, cruzaban formaciones de loros y aves desconocidas y raras. Las canoas bajaban ligeras, o atravesaban oblicuamente la corriente, o estaban amarradas al frente de senderos que conducían a chozas primitivas. Con inquietante frecuencia, cuando el río se extendía o explayaba, obedeciendo al toque de una campanilla, dos tripulantes negros avanzaban sobre el casco, a uno y otro lado de la proa, y, casi simultáneamente, hundían en el agua y las sacaban repetidas veces, sendas varas marcadas por pies y gritaban con típico dejo, para que el capitán y el práctico oyeran: cincoo, sietee, seeis, cuatroo. . . A estos avisos el barco, temeroso, apenas avanzaba, o seguía su marcha segura y resueltamente. En los chorros de “Jaramillo” y “Gallinazo” la labor fue verdaderamente penosa y de ansiedad. Al deslizarse sobre profundas rocas, la enorme masa líquida ondula, se riza y visiblemente se lanza a un plano más bajo. A uno y otro chorro acercóse el barco. Con gran recelo del capitán, del práctico y de los pasajeros, intentó forzar la corriente, pero cuantas veces lo hizo, fue rechazado violentamente hacia atrás. Entonces no hubo más remedio que llevar en una canoa un fuerte y grueso cable, de retorcidos hilos metálicos, para atar una extremidad, hacia adelante, en un gran árbol de la orilla. La otra extremidad fue asegurada en el torno o cabrestante de la proa. Con toda la fuerza de la máquina empezó éste a envolver el cable, y así, sostenido y halado, pudo el barco remontar o vencer trabajosamente uno y otro chorro, para seguir normalmente el viaje. Con el río tan bajo no era posible la navegación nocturna, y por eso hubo necesidad de amarrar el barco a la orilla, hacia las siete de la noche. Desde el momento de la atracada y, atraídos por las luces, se llenó el barco de zancudos. El calor subió de punto y lo que era más bien agrado y divertimiento se trocó en suplicio. A la hora de dormir todos los pasajeros dispusieron sus catres de lona, escogiendo buen sitio los más avisados. Como Jorge no sabía de estas cosas, tuvo que colocar el suyo junto a la chimenea y allí amaneció, casi derretido y ahuyentando zancudos, con un pañuelo en la mano.


54 En la tarde siguiente llegaron a Girardot y al otro día tomaron el ferrocarril a Bogotá. CAPITULO VII A Jacinto y Jorge les había abierto las puertas una casa central, un pupilaje sin asistencia, junto a la Morada del Altísimo, de un solo piso y de aspecto bastante grato. Remando había vuelto a su residencia de años anteriores. En la extremidad de un corredor, con piso de baldosas, y a la entrada de su dormitorio, les había recibido la dueña, doña Isaura, una anciana morena, descarnada y pequeña, que hacía paciente labor con sus manos secas y nerviosas, las que se movían sobre el blanco tejido, como un par de arañas sobre el suyo. El cuarto que les había alquilado daba a la calle y estaba alfombrado con una estera limpia, de amarillo verdoso. Esa mañana debían ocuparlo. Anduvieron por los sitios del comercio de muebles para estudiantes, comprando lo necesario, y, hacia las once, ya tenían todo dentro del cuarto. Jacinto, hijo de padres ricos, había escogido lo mejor y más nuevo, en tanto que Jorge. de blancas limitadas y poco valiosas para tiempo largo, se había visto obligado a adquirir lo meramente indispensable, en una venta de segunda mano. No podía disminuír en mucho sus reservas pecuniarias. Ya las cosas bien dispuestas y sentados a sus mesas de escritorio, para contemplar cómo les había quedado el arreglo de la habitación, le dice Jorge a Jacinto: —El muerto de mi cama debió ser muy grande y padecer larga enfermedad. —¿Por qué? —¿No lo notas? Porque esta cama es sólida, más grande que lo de costumbre, y porque ahí en el tablero de cabecera está deslustrado el barniz, precisamente a la altura de la cabeza de una persona que pasó largo tiempo recostada en cabezales o cojines. Y si pensamos en lo barata que costó, el muerto debió ser un tísico. —No seas bárbaro. ¿Y cómo vas a dormir en ella? —A mí no me queda más que someterme al refrán, “quien mala cama hace, en ella se yace”. El todo es que el ánima no nos asuste por las noches. Por lo demás, es un aparato estupendo para dormir a pierna suelta y para extenderme en los días de fatiga a descansar y a echar a volar el espíritu, en lo que los viejos españoles llamaban “consoladoras olvidanzas.”


55 —¿Y no has observado mi escritorio? El dueño anterior debió ser muy cuidadoso, tal vez mezquino o avaro, porque la cerradura es segurísima. A la orden para tus billetes. El hotelillo de estudiante donde habían contratado la comida era de moderado precio. El comedor era amplio; la mesa, espaciosa; el mantel, más bien limpio; y la criada encargada del servicio, una moza de formas abultadas, muy atenta. Tenía ésta la particularidad de que se reía tanto con el abdomen como con la boca, al oir los chistes de los paisas. En el ángulo que le asignaron se sentó también a la mesa un gallardo vallecaucano que ya terminaba sus estudios de derecho, cuya inteligencia brillaba y cuyas maneras atraían. Su figura tenía una nobleza real y despejada. Era Alejandro Cabal Pombo. Jorge conversó con él sobre teatro, sobre historia del Colón, y se sorprendió de su estatura espiritual y del número de cosas que sabía para sus años. Con los repetidos encuentros le cobró un afecto sincero, y, andando los días, le admiró su carrera. Mucho tiempo después lamentó en lo hondo del alma la muerte de él, y, más tarde, sintió emoción y recogimiento profundos al contemplar en Buga, su ciudad natal, en el templo del Seior de los Milagros, la urna que, por sus servicios al pueblo, guarda su corazón, y donde se ven inscritas estas palabras: Natus est horno princeps et rector fratrum, firmamentum gentis et stabilimentum populi Después del almuerzo, ciertamente agradable, no por la comida, que apenas calmaba el hambre, sino por la charla que había tenido y que era de esas que estimulan, Jorge regresó a su cuarto. ¡Qué satisfacción estar en Bogotá y qué dicha matricularse en la Escuela de Medicina! Iban a realizarse sus sueños anteriores de pasear por la Avenida de la República, como todo un alumno de Santa Inés. La primera impresión que le causó la ciudad fue de extrañeza y de temor. Algo semejante a lo que le pasa al viajero por países lejanos de lengua distinta, que cuando alguien le dirige la palabra, casi sale huyendo, de miedo de afrontar la respuesta. Era natural: la condición de provinciano y su muy explicable timidez no podían reaccionar de otra manera ni desaparecer inmediatamente. Había que esperar a que la ciudad lo fuera cautivando y rindiendo a grato vasallaje. Ahora estaba en su cuarto y meditaba. Sus ahorros traídos desde Manizales se irían a ver muy disminuídos. El costo de instalación en el cuarto; el pago de la matrícula; la compra de los libros para el primer año; la confección de un vestido, porque era escasa la ropa; cualquier gasto imprevisto... “Todo esto es demasiado —se decía—. Pero no. Yo podré subsistir cinco o seis meses y después algún oficio resultará


56 la lucha para medio comer y medio dormir. Si en por la vida triunfa el más fuerte y no siendo yo el más débil de los miles de personas que aquí hay, entonces habré de aguantar y vencer. ¡ Nada! ¡ Adelante!” Guardó en el bolsillo dos cartas, una para el doctor Antonio José Uribe y otra para el rector del “Liceo Colombia”, y salió a entregarlas. Ambas se las había dado el doctor Valerio Hoyos al despedirse en Manizales. No lo sabía, pero conjeturaba que en alguna de ellas podía estar su tranquilidad. Al caminar por las aceras, que le parecían esquivas, escabrosas y duras, sintió una profunda soledad. La que se tiene entre la multitud desconocida e indiferente. En la calle 12, junto a la carrera 7, encontró el edificio donde el doctor Uribe tenía la oficina. Subió unas gradas, tocó a la puerta y, con seriedad y cortesía, fue invitado a entrar. —¿Y qué hay de Valerio? —Está bien, doctor. Le envió conmigo muchos recuerdos. —Pues, mi querido amigo, su familia es de la pura Antioquia. Dése cuenta de su raza en todo lo que haga, porque el conglomerado antioqueño no tiene nada que envidiarle a ninguno en el mundo. Oigalo bien. Por lo demás, le agradezco mucho la entrega de la carta de Valerio y le deseo completo éxito en sus estudios. Apenas tuvo tiempo de despedirse y, al descender la escalera, oyó a lo vivo uno de los silencios de su suerte. Y se fue al Liceo. Este empezaba tareas el lunes siguiente y la matrícula era numerosa, a juzgar por la cantidad de muchachos que estaban en la secretaría. El rector le atendió muy amablemente en su despacho. Al enterarse de la carta del doctor Valerio, le interrogó sobre la vida de éste y agregó: —Debo decirle que vino usted con oportunidad, porque justamente estaba buscando el profesor para el curso de Bello. La recomendación de Valerio me es suficiente. Eso sí, quiero ser claro: en este colegio no se puede remunerar muy bien ninguna cátedra, por motivos varios. Así que, si en estas condiciones quiere usted ingresar al Liceo, a mí me agradaría muchísimo el poder servirle. Jorge agradeció de manera muy sentida tan bondadoso recibimiento y quedó con el rector en iniciar su curso en la semana siguiente. De regreso a su habitación, se sentía dichoso, ligero, expansivo, y, mientras caminaba rápidamente, el rostro se le transfiguraba ante la


57 sonrisa de la ciudad. Ya ésta se le entraba en el corazón y otra vez más el espanto de la miseria desaparecía del tablado de sus días, tan dados a cabriolas de adversidades y de éxitos.

CAPITULO VIII La mañana doraba las calles. Los geranios y azaleas asomábanse por los balcones trabajados de las antiguas casas, estampas evocadoras de la Santa Fe de la historia. Los transeúntes, de ruana y pañolón en su mayor parte, iban por las gastadas aceras, y un tranvía de mulas subía hacia el Capitolio, lleno y lentamente. Al frente estaba el mercado, llamado de la plaza grande. Hervía la calle de gentes, prontas algunas, pero las más, las del pueblo humilde, perezosas y enchichadas. Ponían éstas una nota melancólica con su olor desagradable y con sus rostros y vestimentas sucios de carbón y grasa. Las zorras y los carros tirados por asnos y mulos aumentaban las apreturas, y entraban y salían casi atropellando. En su área corrían galerías para carnes y granos, y para telas, mercería e industrias manuales, así como erguíanse casetas y quioscos destinados al comercio menudo. En el suelo se esparcían las verduras y las frutas, sobre costales, cajones y cestos, y más lejos se extendían los puestos de ollas y macetas de barro, de vajillas de loza y de objetos de cristal empolvado y opaco. Finalmente, en el fondo, surgían las ventas de alpargatas y zapatos, de sombreros y ropas populares. Llevados por compradores, que llenaban hasta el tope las zonas abiertas y los pasos, movíanse, en vaivén pausado, los sacos y los canastos. En medio del abigarrado revoltijo humano, resaltaban los delantales manchados de los placeros; lucían sus colores las cintas, las zarazas, las baratijas, como también los bananos. las naranjas, los tomates, las piñas y las papayas, y deslumbraban las reverberaciones de espejos, cuchillos, machetes y demás utensilios metálicos. El piso, no muy igual, era de ladrillo y piedra, y estaba casi todo cubierto de residuos y basuras, por lo que abundaban las moscas y hasta los perros hambreados. Un rumor permanente hacía vibrar el aire pesado por los olores, a veces aun apestosos, y minuto a minuto, lo rasgaban los chasquidos y alertas de los tranvías, los gritos, las toses, los mil traqueteos, y, sobre todo, las altas y chillonas ofertas y llamadas: “¡Llévelos, patroncita, a cincuenta la docena!”, “¡Barato! Barato!”, “¿Quién dijo naranjas?”, “¿Quién quiere plátanos?”. Y en serpenteo entre las señoras y criadas que realizaban su mercado, proponían los


58 cargueros: “a la orden, patrona”, con sus voces roncas y rastreras, como zumbido de escarabajos. Jorge entró a Santa Inés por la puerta ancha, claveteada de algunos tachones mohosos, y. pasando el zaguán, desembocó en el claustro. Una arquería sencilla y escueta se alargaba por los cuatro costados del primer piso. Los muros veíanse blancos y desnudos y daban entrada a dos salones de clase, sin más adornos que los muebles y enseres necesarios. El suelo de los corredores era de ladrillo, un poco tomado por el tiempo. En el centro y encerrado por una verja de hierro, había un pequeño jardín, al que poca atención se le ponía, con arbustos y dos árboles de poca altura y casi sin fronda, uno de ellos de tallo doble, fuerte y convulsionado, y con una fuente, de cuya taza caía en flequillo ligeramente rumoroso un hilo de agua. Triste agua, porque ya empozada, se cambiaba en verdosa, quieta, oscura, casi cubierta de hojas amarillentas y secas. En el piso superior, también enladrillado, se abrían cinco salones, uno para ceremonias de grado, otro para la secretaría, otro para biblioteca y dos para la enseñanza. Los muchachos eran numerosos. Todavía no estudiaban mucho, porque apenas comenzaban las tareas. Casi todos se paseaban. Unos, riendo ruidosamente; otros, discutiendo en bulliciosa algarada; otros, conversando con animación sobre su vida nueva. Y entonces era de oirse la diversidad de las hablas regionales, entre las cuales sobresalían el tono fuerte y dejo desabrido de los paisas y la ortología recortada, pronta y alta de los costeños. Entraban los profesores y, por grupos, los estudiantes seguían tras de ellos a sus clases. Luego luego apareció don Paco. Era el profesor de química mineral y física médica. Los alumnos de primer año penetraron en el aula, una sala más bien oscura, de olor picante, dividida a lo largo por un mostrador o mesa, a cuyo frente se sentaban los alumnos sobre una gradería. Al fondo se veían en estantes centenares de frascos, aparatos, tubos de vidrio, gramurios, morteros y matraces. Don Paco llamó a lista para la clase de física. Jorge seguía atentamente la sucesión de los nombres y las respuestas de “presente”, para conocer a sus compañeros. De un momento a otro oyó llamar a Mario Correa. ¿Sería su camarada de infancia, a quien no veía desde la edad de nueve años y quien más tarde habría de ser espejo de la bondad y medicina nuestras? El corazón se le llenaba de gozo. Al terminar la clase, cuando se iniciaba la salida, Jorge preguntaba a uno y otro de los condiscípulos si conocían a Mario. Aquel es” —le dijo uno de ellos, señalándolo. Jorge lo alcanzó. —Mario: ¿eres tú de Buga?


59 —Claro que sí. ¿y eres tú el hijo de don Alfredo? —Sí. ¿Por qué? —¡Hombre, qué gusto! Voy a presentarme. Ese día fue de fiesta para los dos estudiantes. Eran dos hermanos separados hacía tiempo, que, en el cruce de sus caminos, habían vuelto a verse, y el súbito despertar de afectos guardados, que encendían los recuerdos, les permitió vivir una vez más, mediante grandes evocaciones, la risueña niñez a orillas del Guadalajara. Hablaron e hicieron memoria de mucho. —Recuerdas —decía Jorge— a Lastenia Ospina, nuestra meritoria y querida maestra de entonces, fina y perfumada, como astillita de canela, que enseñó a leer y a escribir a varias generaciones? ¿Y recuerdas también al Padre Payen, tan dulce y paternal, en el convento de los redentoristas? ¿Y recuerdas, así mismo, el camarín del Señor de los Milagros, donde subíamos a pasarle algodones por las cinco llagas, para entregárselos a los peregrinos antioqueños, tan devotos? No te imaginas con qué predilecta emoción me vuelvo yo a nuestra infancia, tan llena de luz, tan privilegiada de paisaje. Con gozosa frecuencia me traslado nuevamente a mi casa de la calle de Santo Domingo, a su jardincillo oloroso a eneldo y albahaca, a las delicias que en su huerto prodigaban el guanábano, el ciruelo, el mamey, el madroño y una palmera de chontaduros, donde posaban tanto los coclíes. Y qué de veces me voy quedando entredormido, recordando el sonido de las cigarras. Dentro de mí viven con su frescura la enredadera de bellísima, que daba sosiego y sombra al corredor, y la familiar tinaja grande, encajada en un rincón de éste, añosa, brillante, casi vidriosa, de ancha boca y repujada de motivos locales y sencillos. Y no he olvidado nuestra admiración por el paso de los siete judíos en las festividades de Semana Santa, y, sobre todo, nuestra alegría con las fiestas de los Reyes Magos. En mi memoria surgen el Corcovado y la Piedra de Panduro, estrechamente unidos a los tres reyes, quienes se me presentan con sus caballos, sus típicos vestidos, su séquito pintoresco, su popular Guachimá, y el bullicioso Albazo, de tantas músicas, antorchas y faroles. Nunca he podido olvidar la noche en que los reyes levantaron su tienda en la esquina de mi casa, con derroche de bailes, de máscaras, de canciones y de viandas. Y tampoco he olvidado la corona de azúcar de Herodes en el Degüello de los Inocentes que, para finalizar las fiestas, celebraban en la plaza de Santa Bárbara. Y si siguiéramos evocando cosas, cuánto tendríamos que hablar del colegio de los Hermanos, de donde fuí expulsado por haber puesto en libertad a


60 unos condiscípulos encerrados en castigo; de los paseos al Chircal con el Padre Payen, en grupo travieso y ruidoso; de los baños en El Molino y el charco del Burro, donde escondíamos guijos blancos bajo las piedras, en lo más profundo del remanso del río, para buscarlos como peces, en zambullidas de resistencia; de los juegos junto al puente, a veces cerca a las tiendas de los gitanos, o a la sombra del frondoso chiminango, cuyo maná se nos ofrecía en las ramas, al alcance de las manos; de los viajes a Mediacanoa por un camino que era todo luces y colores y embriaguez del olfato, merced a los mameyes y piñuelas; ¡ oh, Mario! y cuánto todavía más... Al regresar Jorge por la noche entróse a su cuarto, que ya no era el mismo de doña Isaura. Este no ciaba a la calle, sino que se encontraba en un interior, metido entre otros, por lo que su luz era escasa. El piso cubríalo, ¿creeríase un tapiz de lana?, no: a su manera, un trenzado gastadísimo de paja, ya de un color indefinible y con deterioros a la entrada. Al frente de su mesita de estudio, donde reposaban los textos del curso, algún libro amable, tal vez unos cuantos recortes de versos, la última carta de su madre y quizás uno de esos sonetos que nunca se acaban; al frente, decimos, se elevaba la pared gris y opaca, de la que colgaban un abrigo y un terno viejos, prendidos de dos clavos y cubiertos por una sábana. Encima, del centro del cielo, pendía, sola y modesta, una bombilla, con su cable cilio enrollado. Lo otro que había eran, a un lado, su cama, sencillamente vestida, el baúl de su ropa blanca, y, en un rincón del fondo, un balde de latón burdo y el trípode de madera, con la jarra y la jofaina; del otro lado estaban los enseres de Jacinto, nuevos, brillantes, en los que sobresalían un armario oloroso a cedro y de color de caoba claro. ¿Pero siempre su aposento estaría metido, encerrado? No. La suerte le traería más tarde, al menos por unos meses, una habitación alta, con ventana que diera a los cerros y a la calle. Entonces aquella ventana le encuadraría un pedazo de cielo y la ermita de Monserrate, con su gracia, su sol, su niebla y su toca de luna al entrarse en las noches claras. O bien le mostraría el desfile vivo del barrio: la señora galana; los universitarios vecinos; la mujer del pueblo, de pañolón y crío cargado; el señor de hongo, abrigo, guantes y paraguas; el chiquillo voceador de “El Tiempo”; el agente de policía de la cuadra; el coche, con su auriga y caballo viejos; la criada coquetona; el indio desastrado por la chicha; y el perro sarnoso y vago. Ese cuarto sería su retiro, su intimidad, donde se entregaría a sus estudios y, muchas veces, a evocaciones y a pensamientos alegres o graves, y donde su imaginación crearía, con frecuencia, para desvanecer la estrechez y cambiarla, un ámbito de confines remotos, enriquecido de luz, de imágenes, de voces, de cantos, de frescos vientos, de nubes, cual si fuera de una bella mañana. Jacinto también había regresado y ya estaba estudiando. Cursaba éste segundo año de bachillerato y las primeras lecciones de ciencias


61 naturales le parecían muy difíciles. Frecuentemente interrumpía Jorge sus propias lecturas para ayudarle. Hacia las once, cuando el frío se intensificaba y ya la comida tomada a las seis y media andaba por los zapatos, como decía Jacinto, Jorge le observaba a éste, después de bostezar: -“Pichón de médico sin cena nunca llegará a Avicena”. Con esta hambre es imposible ir a parte alguna. —Pero si esto es muy fácil remediarlo. Aquí, a la vuelta, está la “Bolita de Oro”. Es una taberna, lo que la gente llama un bar. En el piso bajo está la venta de licores. En el de arriba hay un salón, en apariencia para juegos de cartas, pero en realidad para la explotación de una ruleta clandestina. Por lo que dicen, quien entra en el zaguán pisa un timbre disimulado en el suelo, que suena en la ruleta. Mediante un mecanismo secreto de la mesa, aquella se oculta y los jugadores aparecen divirtiéndose al naipe. Solamente cuando hay seguridad de que la persona llegada no constituye peligro, reaparece la ruleta. —Vayamos allá, hombre —dijo Jorge—. La demora no fue larga. Poco rato después, ya coronada con fortuna la humilde apuesta, salían de ese garito solapado con cuarenta centavos de ganancia y se dirigieron al servicio de cenas más cercano. Era éste una tienda de comestibles, cerveza y bebidas gaseosas, olorosa a pan, y dulces, malamente iluminada por una bombilla eléctrica, donde una moza rolliza, sucia, de pelo lacio, mejillas crecidas y tostadas y labios húmedos y carnosos, atendía con ordinariez a la clientela. Entraron en la trastienda y en unas sillas desvencijadas se sentaron a una mesa pelada, frente a los enseres que, a modo de paupérrima cocina, se agrupaban sobre el aparador de un rincón. La moza colocó una olleta sobre el reverbero y minutos más tarde les tendió la mesa con un mantel amarillento, untado de grasa, huevos y chocolate, y les sirvió sendas tazas de café con leche. La mugre no contaba para nada con con frío y la fatiga del estómago. A las ocho de la mañana siguiente entraba Jorge a la clase de química minerai. El encuentro con Mario el día anterior no le permitió darse buena cuenta de la típica figura de don Paco. Encorvado por los años, calvo, de piel arrugada y cenicienta, de cuerpo desvaído y de un modo de hablar explosivo y un poco confuso, este auténtico sabio de la Escuela emergía en el mal iluminado recinto, más bien como un alquimista, en quien uno veía al gran Zósimo, su lejano predecesor, con el vestido de los tiempos actuales.


62 —Oiga, hombre, infórmeme una cosa —le dijo a Jorge su compañero de lado—, ¿ quién es este viejito, que parece más bien un archimago de la Edad Media? —Ese es don Paco Montoya, el gran profesor de química en Bogotá. Ese aparato que vé usted junto a él, sobre la mesa, es el ureómetro de su invención, muy alabado y preferido por todos los clínicos y laboratorios. Al terminar la clase salió con su nuevo conocido. —No tengo que preguntarle si usted es antioqueño. ¿De qué pueblo es, o, acaso, como todos, lo es de la plaza de Berrío de la Villa? —No, hombre. Yo soy más modesto. Nací puayá en un pueblo tan faldudo, que las casas se montan unas encima de otras; todas tienen la mitad de dos plantas; y hay unas calles tan paradas, que hay que subir por ellas como por escaleras; casi en cuatro remos. Y para no gaguiar mucho, yo me llamo Pacho Velásquez y estoy muy a sus órdenes. La media hora que siguió fue para Jorge un gran regocijo, porque el tal Pacho era un puro tipo de Antioquia, sincero, chistoso y alegre como un pájaro. Acordaron subir juntos, un rato después, a la clase de zoología médica, en el colegio de La Salle. Por la calle 11, arriba de La Candelaria, se fueron juntando los estudiantes en grupos y en el colegio ocuparon la parte delantera de un gran salón de conferencias. Sobre la mesa de la plataforma, donde surgiría el Hermano Apolinar, había algunos ejemplares disecados del rico museo zoológico del plantel, una igüana, un paujil y una serpiente dentro de un frasco. A poco se presentó el Hermano. Era él francés y una de las figuras de la ciencia de Colombia. El museo que formó fue una obra paciente y de gran mérito en la zoología americana. ¡Qué maneras tan cordiales las que le distinguían! Usaba un solideo de paño negro, para cubrir la brillante lisura de su calva y de su rostro no faltaba una sonrisa de bondad. Les habló a sus discípulos ese día un poco sobre fósiles prehistóricos y un rato después aquellos estaban de regreso. Pacho alcanzó a Jorge. Ya había observado éste que aquél a pesar de sus mejillas rubicundas, tenía el rostro ajado y no era como natural su desgaire para andar. ¿Qué te pasa, hombre, que hoy tienes cara de cita en la Policía? — preguntó Jorge, ya tuteándolo.


63 —Ya ves, y hoy estoy muy contento. Fue que anoche nos estaba amaneciendo, en charla con unas muchachas, ai en la casa donde vivo. Hubo una fiesta y nos convidaron. Esta es la “convalecencia de exquisitos males” del sinvergüenza D’Annunzio. Esa tarde en Santa Inés recibieron la primera lección de botánica médica. Desde días anteriores los estudiantes habían oído hablar mucho del profesor, General Carlos Cuervo Márquez, y sabían que era militar de la guerra de los mil días, uno de los fundadores de nuestra etnología y un gran político conservador. El texto, escrito por él mismo, ya lo tenían en las manos. Al penetrar en el aula, saludó con gran cortesía, luego tomó asiento, dando la impresión de mucha gravedad y señorío y, en seguida, empezó a hablar. Un rato después el grupo estudiantil abandonaba los bancos bulliciosamente, para empezar a dispersarse. Al descender la escalera, los primeros, que ya pasaban del peldaño final al corredor, volvieron caras, unieron las manos y uno de ellos dijo en voz alta: Nadie pasa, nadie sigue bajando, hasta que alguno nos aclare lo que quiso decir el General.” “No sean curiosos. Esos son asuntos del Estado Mayor —respondió otro de arriba— ¡ Que viva el General!” Y entre risas y comentarios la corriente de la calle se llevó a los estudiantes. ** El lunes, temprano, tiritando de frío. iba Jorge en el tranvía, con dirección al “Liceo Colombia”, a iniciar su enseñanza de castellano. Y pensaba él, con grave preocupación, en su primer paso de profesor en Bogotá, en su prestigio que iba a nacer tal vez muerto, tal vez apenas con vida, o quizás con señales de éxito seguro. Así mismo pensaba en que los escasos emolumentos de esa cátedra irían a ser la única fuente de su subsistencia. Fumaba nerviosamente un cigarrillo y sentía, como nunca, la emoción de lo decisivo que se acerca; del obrar nuestro inminente y severo que ya se va a realizar, que detiene nuestra vida por instantes, que nos interroga, que nos analiza, que nos va a someter a la prueba implacable de la satisfactoria o deficiente capacidad. Pero, en medio de todo, sentía una gran fortaleza en sí mismo, la que le daba su preparación con estudios atentos y ordenados. Al llegar al salón ya estaban los discípulos en los bancos y fue patente el desconcierto de ellos ante la poca edad de su maestro. Jorge se sobrepuso a la situación; con gran tino se dirigió a los estudiantes en actitud de camarada y hábilmente fue entrando en una inesperada disertación sobre la ciencia del lenguaje. Al terminar la hora y ponerle punto final a esta primera conferencia. los aplausos


64 que recibió de los discípulos le llenaron de alegría y le mostraron clara y abierta su vida universitaria. ** No duró mucho tiempo Jorge viviendo con Jacinto. Una mañana empezó éste a pasearse por uno de los corredores de la casa, luchando por aprender la más trivial definición de zoología. “Zoología es la ciencia que trata de los animales, zoología es la ciencia que trata de los animales” —repetía él sin descanso, en el tonillo desapacible de una muchacha de escuela rural. Los minutos corrían, un cuarto de hora ya había pasado, y entonces Jorge, a quien, para la lectura que hacía en su cuarto, le estorbaban y mortificaban este sonsonete y esta cortedad de meollo, salió y le preguntó: —¡Hombre, por Dios, Jacinto! ¿Qué es zoología? —Zoología. . . zoología. . . Aguárdate a ver... ¡Eh, hombre, qué cosa más trabajosa! Asombrado Jorge con tanta carencia de seso, entró nuevamente al cuarto, se sentó a su mesa y, pensando que se iba a perder un campesino o un negociante y que el padre de Jacinto le había rogado el favor de comunicarle cualquier falta de éste, le escribió una carta, en la que le hablaba de la falta de dotes de su hijo para el estudio y de la conveniencia de volverle a su pueblo, para que se dedicara de una vez a trabajar. Ya para ponerla en el sobre, le dijo Jorge: “Hombre, vea la carta que le voy a remitir a su papá”. El la leyó y, sin manifestar enojo o extrañeza alguna, la aceptó con humildad y comprensión. Diez días después salía Jacinto para su pueblo y, transcurridos algunos años, llegó a ser un ciudadano respetable y rico. Jorge abandonó la calle 13, el sector de la Morada del Altísimo, por donde, en las noches, la ruleta y el titilar frecuente y malicioso de ojillos de pasión rondaban el cerco de su cordura, y se fue a vivir a inmediaciones del anfiteatro, a un hotelillo de estudiantes, el “Hotel Libertador”. Eran dueñas de él dos señoritas boyacenses, de bien avanzada edad, tan semejantes que parecían gemelas, reservadas, serias, un poco místicas y recatadamente cordiales. Su voz era pausada, discreta, y su andar, callado y lento. Vestían preferentemente de negro o de colores oscuros, y de los secos cuerpos emergían unas caritas agrietadas, desmoronadas, como de pintura rupestre, encuadradas por un cabello duro, disperso, difícilmente contenido por horquillas


65 en una modesta ondulación, adelante, y un moño grande, por detrás. Cuando se las veía juntas, parecían dos lechucitas entre las ramas umbrosas de un árbol. No podía Jorge pagar solo la habitación, por su carencia habitual de recursos y le fue necesario conseguir un compañero en reemplazo de Jacinto. Fue éste Bernardo, el de Aguadas, Estrada hasta en lo más dilatado y profundo de su abolengo, y alumno de un instituto de comercio. Ninguna cosa tan afortunada e inestimable le había sido dada a Jorge como esta compañía. La amistad de Bernardo era de excepción, por la pureza de su espíritu. Cuán pocas veces se encuentra uno en la vida con un dechado de perfecciones humanas. A su inteligencia, a sus dotes artísticas, que le facilitaban percibir lo bello, sobre todo cuando de música se trataba, unía él una delicadeza, una mesura, una nobleza, que no conocieron ni de lejos el rostro de la vulgaridad. Pero lo que más le distinguía —como ha sido siempre— eran una generosidad pronta, una señorial finura y una dignidad ingénita. Así tan joven ya era respetable. Su amistad en aquella morada estudiantil era un trozo de sándalo. Mas lo bueno es corto, dice la sabiduría. Bernardo, a poco, tuvo que volverse para Aguadas. Entonces llególe a Jorge, de compañero, Marcos, otro caldense, estudiante también de primer año de medicina. Como el curso de anatomía, que debía empezar en el año siguiente, era sumamente difícil por lo rígido y extenso, convinieron ambos muchachos en anticipar ese estudio cuanto antes y dedicarle una o dos horas diarias de cada día. El texto de Testut, en cuatro tomos, ya lo tenía Jorge, comprado con sus ahorros de Manizales, y, en cuanto a los huesos, de los estudiantes de últimos años los obtendrían. Lo que sí guardaba Jorge era un cráneo de niño, traído de Manzanares. El sepulturero del pueblo se lo había vendido por unos pocos pesos en las vacaciones anteriores. Y era para ellos una riqueza, porque el etmoides, de conocimiento trabajoso, estaba sano y podía desarticularse, y porque era poco común encontrarlo así y poseerlo. Hechas, pues, las diligencias necesarias, lograron conseguir los huesos todos de un esqueleto, que guardaron debajo de la cama de Jorge en un cajón de madera. Todas las tardes, después de la última clase en la Facultad, tomaban los brillantes huesos, manoseados por años sucesivos, para darles posiciones distintas e innumerables


66 vueltas y revueltas, y, en medio de dudas y aciertos y discusiones, aprendían a ver lo que son una cara, un borde, una prominencia, una elevación, una rugosidad, una apófisis, una hendidura, un orificio, una superficie, una tuberosidad, un agujero. Algunos de los huesos estaban señalados con letras convencionales, prueba de las dificultades que en ellos habían encontrado los predecesores. El cráneo tenía esta marca en un parietal: “Tobías Cristancho”. Y del otro lado, en la extensión lateral, un estudiante travieso, como lo hacen todos donde quiera que se estudia anatomía, así se llame el lugar París o Tokio, escribió esta décima, del mismo jaez de los versos que trae Soubiran en Les hommes en blanc: “Y este occípito famoso? Dicen que es de Boyacá: Que en occipucios de acá Los de Tunja y Sogamoso, Donde hay siempre, victorioso, —Tal vez de firma Cristancho—, Un político con ancho Cerebelo equilibrista Que le vuelve un estadista, Con las malicias de Sancho.” Por aquellos mismos días del cambio de vivienda empezó a recibir Jorge visitas frecuentes de Luis Alzate Noreña, el poeta de Salamina, quien hacía bastante había terminado sus estudios de derecho y quien tenía rarezas como la de ir a afeitarse a las seis y media de la mañana, frente al pedazo de espejo de aquél. “He amanecido con ganas de conversar y hablar mal de estos versificadores de nosotros.” —decía a veces—. Y entonces era de oirle, no la censura ofrecida, sino alabanzas a Eduardo Castillo, José Eustacio Rivera, Miguel Rasch Isla, a todos los del parnaso de aquella época. Al recitar versos y hacer hincapié sobre algunos, le fulguraban los ojos negros, tan expresivos y medio disimulados bajo los párpados superiores, que le caían oblicuamente hacia afuera, casi a modo de cortinas. Después se despedía y tomaba la calle, con ese su andar de


67 pasos largos y moderados, pero, por momentos escurridizos, cuando se encontraba a quien no quería saludar. En los domingos, cuando se acompañaba de Jorge para pasear por Tunjuelito o por los cerros, éste le oía saborear, con vivo goce, las mieles de sus versos: “iPalmera!, tallo heráldico de ensueño Divina ensoñación de ignoto culto, Nacida en mi montaña: tu diseño Magnifica la gloria de mis montes.

Una oración azul tu rama enhebra Por los paisajes vagos, Donde una luz de amor sus rayos quiebra Y se muere en la calma de los lagos”. Había en Luis un desasosiego, un deseo vago, inapagable, que se le adivinaba a poco de conocerlo y que se hermanaba con un desdén, a veces franco y a veces medio oculto. Vivía como en una bruma interior, en una espesura de emociones, cultivando un amor extraño e imposible y oyendo la flauta de la Diosa Melancolía, en sus ritos delicados, selectos y sumos. De ahí que en toda su obra esté presente una mujer misteriosa, presentida y lo indescifrable de la muerte. Cuando se subía a una piedra para mirar mejor el crepúsculo o el horizonte abierto, venían de muy lejos a impresionar su sensibilidad voces secretas y raras, cuyo sentido solo él sabía interpretar. Entonces se le escapaban cantos enteros y siempre, siempre evocaba a su madre y a “Brujas”, “el pedazo de montaña que vivía en su corazón.” Existía una consonancia especial entre la hora del atardecer en los campos de “Brujas” y el alma de Luis. Impresiona fuertemente ver cómo se fue sedimentando en su poesía la suave tristeza que difunde la soledad de la tarde; el color de oro viejo de la luz, que viste el paisaje y el interior de los espíritus; la mirada profunda y entrañable del lucero vespertino; el tono violeta de la bóveda celeste, con su sutil melancolía; el mugido resignado de la vacada; el canto solitario de algún ave en el vecino monte; el susurro del viento entre los árboles; y el murmullo familiar y apacible de la cercana fuente. Era un salamineño auténtico, inconfundible, porque esta prodigiosa


68 cantera del espíritu en Colombia, que es Salamina, tiene la particularidad de jaspear, en cierto modo, el ingenio y el sentimiento de sus hombres de cultura, como jaspeaban sus mármoles verdes, las minas de la Tesalia. Quizás el acontecimiento más importante de la Universidad en los primeros meses de ese año fue la llegada dé monsieur Denemoustier a la clase de botánica médica, por renuncia del profesor Cuervo Márquez. Fue una fortuna para esa generación haber tenido al famoso maestro, ya muy conocido en Lima. Su presencia imponente le destacaba mucho en la capital, pero, por sobre todo, su fama de gran profesor. Lo primero que hizo al llegar a la Escuela fue hacer construír un largo tablero, del ancho de los comunes, que, corriendo por uno de los muros laterales, atravesaba luego la pared del fondo del aula y, dando la vuelta, corría también por el costado opuesto. Sus exposiciones eran siempre gráficas, para lo cual, provisto de tizas de varios colores, llenaba el tablero de artísticas figuras de vegetales y de completos cuadros sinópticos. Con su enseñanza acumulativa, con su capacidad pedagógica, y con su hondura de la materia, además de su asiduidad, no conocidas en Colombia, el profesor Denemoustier enterró definitivamente la antigua y pobre enseñanza de botánica y la cambió por una clara, moderna y magnífica en todos los aspectos. De especialisima novedad fueron sus conferencias acerca de las algas, los hongos, la reproducción y los fenómenos sorprendentes de la herencia y de sus leyes. —¿Y este eremita Pafnucio por qué está tan contento? —le preguntó Pacho a Jorge, al salir de la Facultad—. Vení contame, verdá, por qué estás más güete que montañero ennoviao. —Eh, hombre, cómo no he de estarlo, si me han sucedido dos cosas muy agradables! —repuso Jorge—. Piensa que esta mañana fue al Liceo, en visita oficial, el doctor Mora, secretario del Ministerio de Instrucción Pública y profesor actualmente de Bello en el Colegio del Rosario. Como era muy natural, allá se me presentó con un empleado suyo y el rector del Liceo. “Estoy a su mandar —le dije— Disponga cómo quiere informarse de la clase”. “Si tiene la bondad —contestó— — dicte usted su conferencia del día en media hora y yo interrogaré a uno o varios alumnos en la otra media”. Hice mi exposición sobre el significado secundario de los tiempos, que era el tema correspondiente al orden que se llevaba, y después, fijándose él en los discípulos, escogió al de cara menos expresiva, para sacarlo al tablero. Le dictó un párrafo largo y le exigió el análisis completo. En seguida lo sometió a un verdadero asedio de preguntas sobre el texto. El muchacho se desempeñó brillantemente. Mas no contento todavía el doctor Mora, le estrechó más, y mejor le respondió. Era que había elegido casualmente al mejor alumno de mis pocos años de


69 profesorado. Al salir, terminada la visita, me preguntó: “Cuál fue su profesor de castellano?” “El doctor Valerio Antonio Hoyos”. “Con razón” —me respondió— y siguió a la rectoría. Eso fue todo, y a horas de almuerzo me llamó por teléfono el rector, para contarme que, en el acta de la visita al Liceo, Morita había elogiado, como superior a todas, la clase de Bello, y que había dejado escritas sus felicitaciones para el joven que la regentaba. —Eh, hombre! Yo no sabía que vos eras de esos viejos de cúbilo, leva y paraguas al antebrazo. Te felicito y te voy a dar un premio. Caminá, pues, tomate algo conmigo. —Vé: óyeme el otro gusto. Hace como tres días estaba, por la mañana, tiritando de frío, en Santa Inés. Llovía y, con las manos en los bolsillos, me había vuelto un tres en uno de los escaños del corredor. En eso pasó “El Perro Arias”. “¿Y qué le pasa a este paisa tan gorobeto?” “Hombre, “Perrito”, que me estoy congelando”. “¿Y es que no tienes abrigo?” “No, hombre, el que tenía me lo robaron en Girardot”. “Pues si te pones uno mío, arrugado y viejo, dime cuándo vas a mi pieza. Yo te lo obsequio con mucho gusto”. “Sin pérdida de tiempo, “Perrito”. Camína que tú no tienes clase ahora y está escampando”. Y si vieras el abrigo tan excelente que me regaló. ¡Que mi Dios bendiga al “Perro”!

CAPITULO IX

Jorge presentó satisfactoriamente sus exámenes de primer año y un día después del último, a las siete de la mañana, estaba en la estación del ferrocarril, de viaje para su casa. Indudablemente — pensaba él— es una gran complacencia para un mozo, después de ganar honrosamente las asignaturas de un año universitario, poder sentarse en la butaca de un vagón, el primer día de vacaciones, en marcha hacia su madre, hacia los suyos, con un cigarrillo encendido entre los dedos y el periódico “El Tiempo” ante los ojos. El tren pitó y empezó a deslizarse sin mucho afán sobre los rieles. ¡ ¡Qué lindo y agradable el sol, qué hermoso el verdor de la Sabana, qué dulces las alegrías que doraban el horizonte! Con menos de un peso llegó a Manzanares. Justamente le habían alcanzado sus ahorros para los gastos de viaje. ¿Con qué dinero


70 emprendería el regreso? Dios ya lo sabría, se decía él, y un surtidor de contento le saltaba del corazón. Muchacho amigo de anticipar trabajos, había llevado en préstamo el texto de histología, una de las materias de estudio del año siguiente, para leer en él por las mañanas, durante todas las vacaciones. Y, estando en la clasificación de los tejidos. paseándose por el corredor de la casa, le llegó un poco avanzada la mañana, una citación del juez del circuito. Cerró el libro y fuése a la oficina. —Dígame, Jorge, ¿cuándo tiene que volver a Bogotá? —En los primeros días de febrero, señor. —Entonces, si le interesa, sírvanos aquí de oficial escribiente estos dos meses, mientras regresa el empleado de ese puesto, que tuvo que salir urgentemente para Antioquia. —Con mucho gusto, don Andrés. Y ha de saber que con este nombramiento me hace usted un beneficio. —Mamá! —gritó Jorge al volver a la casa—. Está resuelto mi viaje a Bogotá, en febrero. Don Andrés me ha nombrado oficial escribiente del juzgado, para estos dos meses. Voy a comprar las estampillas y me posesiono en seguida. A pesar del trabajo, las vacaciones fueron todas de regocijo. Había tantos motivos gratos dondequiera. Cuando, al salir de la oficina, en las tardes, se iba con los amigos a pasear por las calles, sentía que, al afirmar los pies sobre las piedras, el pueblo materno le poseía con un canto que había escuchado cuando niño: “¡Oh calles de mi dulce Manzanares, Que estais en mis recuerdos esculpidas, Cómo os ve mi cariño convertidas En tesoros de amor y de cantares, Cuando mi alma se vuelve a vuestras vidas!” Esta tarde van de caminata. ¿De quién es esa risa tan varonil, suelta y alegre, que al oído les llega? De nadie menos que de Próspero Trujillo, el de presencia de


71 Bayardo, gran señor de estas comarcas, amigo como pocos, de viva inteligencia y animador de representaciones de teatro, de agrupaciones musicales, de cuanto movimiento cultural surge en el pueblo. Próspero dialoga con sus camaradas en el estanco y celebra los gracejos que a Tobías Jiménez, el gran poeta de “Los Arrieros de Antioquia” le arranca, al pasar frente a la puerta, el viejo “Cometón”. Era éste de muy alta estatura y pesado en el andar, con el auxilio de un bordón. Usaba un antiquísimo sombrero, grasiento, de alta copa y ala ancha, y cubríale el cuerpo mísero vestido y una ruana de jerga ya en hilachas. Los pies, hinchados, apenas le cabían en sus zapatos rotos. Su rostro duro, sucio y arrugado, con la pocas barbas crecidas, parecía más bien un pedazo de piedra, con líquenes y costras. Este viejo, candoroso como un niño, era el amigo de los rapazuelos, a quienes distraía, en su desmantelado y húmedo cuartucho, con un arruinado fonógrafo, tocándoles el combate de Tibacuy. Entre los acompañantes de Jorge va Carlos Vásquez. No habría pluma, ni boca de justicia tampoco, que no se detuviera a hablar, a decir algo de Carlos Vásquez. Casi un niño llegó del Fresno a Manzanares, absolutamente solo, y con el estímulo de su inteligencia, que no por otra cosa, se dio a enriquecer su espíritu. No es posible allegador de conocimientos más decidido y constante que él. Son pocas las horas del día para su trabajo de empleado y de estudioso. En estos momentos en que baja la plaza apenas empieza su juventud, su vida meritoria. Carlos llegó a ser un autodidacta muy respetable, y sus virtudes, a lo largo de los años, casi no tienen par. Era y ha sido uno de los hombres mejores para mostrar en el oriente caldense. La jurisprudencia le atrajo enteramente y en ella ha conquistado una posición visible y el reconocimiento de su probidad inquebrantable. ¡Y qué probidad! Ella blasona la judicatura de Caldas. El incendio de Manzanares, ocurrido muchos años después, le trajo el desgarramiento de perder una obra de varios lustros, sobre la doctrina de nuestra Corte y de nuestros Tribunales, en asuntos penales y civiles. ¡Qué gran pérdida fue ésta para Carlos y para la jurisprudencia de Colombia! Macastaño está en su almacén. ¿Pero quién es Macastaño, quién este Manuel, a quien saludan los paseantes? Pues uno de los más curiosos representantes de la Montaña. Con las primeras letras, si mucho, se lanzó de las tierras de “El Jordán” al mundo de los negocios. Y ahí está agitando su comercio de telas, introducidas por él mismo. Sin conocer un vocablo de inglés, casi estrenando los primeros zapatos y con la geografía que le sopló Enrique Ospina, el benemérito maestro de la escuela, se fue hasta los Estados Unidos y, con una desenvoltura y audacia de la mejor ley, entabló relaciones comerciales con exportadores de aquel país. Mas no solo eso hace Macastaño: también introduce la primera planta eléctrica de la población y él mismo la monta, la extiende y la inaugura el 20 de


72 julio de 1910, así como instala la primera trilladora para el café comarcano. Esta figura campesina, bondadosa, servicial, desvelada y celosa de los intereses de sus gentes, es uno de los asombros verdaderos de estas breñas manzanareñas. Los muchachos salen del poblado y toman las travesías de la Chalca. La tarde se aduerme de dulzura en el camino y los ribazos y el Santo Domingo, a la derecha, pasa cantando su canción. —Y qué hay del colegio? —pregunta Jorge. —Está funcionando, pero no ha vuelto a tener la importancia de antes, —le contesta uno. —En verdad —responde aquél—. Don Alberto Calle fue el iniciador y él le dio vida con su inteligencia y con esa su ejemplaridad insuperable. Hasta sus finas ironías cruzaban por las aulas. Pero el año más próspero lo alcanzó el colegio cuando lo regentaron don Urbano Ruiz y don Ricardo Echeverri. Entonces acudieron a él estudiantes de toda la provincia y aun de poblaciones lejanas, como el Líbano. Manzanares tuvo en esos días la suerte de tener en su seno al Justino de los “Sueños” de don Marco Fidel Suárez y a uno de los maestros reputados de Antioquia. Los estudiantes recibieron no solo sus excelentes enseñanzas de gramática castellana, sino la diaria lección de su personalidad, porque eso era lo más saliente en don Urbano. No era como todos. Difería de los demás por aristas recias y nobles y se imponía por ellas, de modo que ese magisterio múltiple trascendía y formaba los espíritus. Sucedió a don Urbano y a don Ricardo —continúa Jorge— un profesor de calidades estupendas, pero completamente desconocido para la generalidad de las gentes. Llamábase don Francisco Monsalve. Parece que llegó de la capital de la República a encargarse del colegio. ¡Y qué hallazgo tan afortunado! El año de su rectorado, por lo excelente, se quedó en la memoria de los manzanareños, así como esa su pedagógica costumbre de tener escrita en el tablero, a la llegada de los discípulos, por la mañana, una máxima de algún autor conocido, como ésta que aún se recita en los hogares: “A vosotros os toca labrar vuestra suerte en la vida; o medraréis, o morireis de hambre, según los esfuerzos que hagais”. Finalmente, no fue menos afortunado el colegio en el año siguiente, porque a su dirección llegó, siendo muy joven, el ilustre sonsoneño, don Alejandro Hurtado. Cómo centelleaban en don Alejandro las cualidades exquisitas. Parecía que su persona hubiera sufrido el frote o el pulimento de un París o Viena a fines del siglo. De ello dió pruebas más tarde, pues señalóse como sobresaliente escritor de la Montaña.


73 Era Jorge un dichoso entre los suyos y a todos los quería como hermanos. ** A Bogotá regresó a mediados de Febrero. Allí encontró a Marcos, en el mismo cuarto del Hotel Libertador. La inscripción de los alumnos en la Facultad se desarrollaba normalmente, pero a él no le alcanzaba el dinero que le había quedado después de los gastos del viaje y del pago de la primera mensualidad en el hotel, para cubrir el valor de la matrícula. Era muy alto. En la tarde última del tiempo hábil para inscribirse, Jorge se sentó en la secretaría. Todo el personal de estudiantes estaba ya anotado en el registro. Sólo faltaba él. —Jorge: ¿Y es que usted no piensa matricularse? —Sí, señor, pero no tengo con qué pagar la matrícula ni a quién pedirle. Quiero, doctor, que usted haga constar mi presentación a tiempo oportuno. Además, yo agradecería un plazo para el pago y una autorización para asistir a las clases. El secretario era el doctor Aparicio, o lo que es lo mismo, el hombre de la bondad más oportuna y callada que conocía Santa Inés. El doctor Aparicio guardó silencio, abrió un cajón del escritorio, sacó su chequera personal y firmó un cheque por el valor de la matrícula de Jorge. —Ahí le he prestado los cuarenta pesos de su matrícula. Me los paga cuando pueda. El los pagó mes y medio más tarde y desde ese día el doctor Aparicio vivió en su corazón. ¿Y qué vamos a hacer, Marcos —exclamó Jorge una mañana, mientras se afeitaba— para comprar blusas, cuchillos, pinzas, tijeras, desinfectantes, cuanto iremos a necesitar en el anfiteatro? —Déja eso por mi cuenta. Ese negocio lo tengo ya pensado. Y a propósito ¿por qué no vamos hoy mismo al anfiteatro? Yo lo he visto abierto estos días. —Convenido. Ahora mismo vamos. En el portón encontraron a Cipriano. Era él el que mandaba en ese lóbrego rincón del hospital de San Juan de Dios. —“Doptor” —les dijo lacónicamente a cada uno en respuesta del saludo y les miró con el ojo tuerto que le definía y personificaba. Después, moviéndose como una ardilla, se fue con Marcos hacia un ángulo del patio, en el que abundaban sobre el suelo baúles y cajones


74 con candados, mientras Jorge observaba el destartalado y frío pabellón de las disecciones, por donde Froilán, haciendo un poco de aseo, inclinaba su cuerpo largo, flaco y desmirriado y arrastraba penosamente sus pies elefantiásicos. Ese día no había muertos. Luégo salieron a la calle 12. En la nariz se llevaba Jorge la desazón de los malos olores y en el espíritu, el frío y la pesadez de aquel ambiente. Al día siguiente, muy de madrugada, se levantó Marcos. —¿Para dónde vas tan temprano? —Aguárdate y verás. Ahora vuelvo. Y un rato después entró con algo grande, envuelto en periódicos. Colocó el paquete sobre la mesa y lo abrió. Eran fierros y unas blusas. Luégo tomó del cajón una cuchilla Gillette y a las blusas les quitó el pedazo de las marcas. En seguida cogió una aguja enhebrada y con una burda costura les empezó a cerrar los rotos. Jorge, desde su cama, lo miraba, explicándose la cosa. —Y esto qué significa? —Que ya tenemos traje de carácter e instrumentos. Y le alargó una blusa. Después, haciendo una distribución fraternal, le pasó dos bisturíes, unas tijeras y un par de pinzas de disección. —No vayas a contar. Me tramé al “Tuerto”, abrí unos cuantos baúles de ricos y me aperé para ambos. Jorge le dio unas gracias muy efusivas, alabándole su picardía y astucia. No hubiera sido él capaz de solución tan universitaria, para resolver este otro tropiezo del año, en su pobreza. Y se sintió contento de tener ya con qué dar principio a su labor en los muertos. ** “¡Ahí viene!” —gritó uno que estaba en la puerta— y al punto el salón quedó en silencio. Al aparecer Rivas, todos los estudiantes se pusieron en pie. Una emoción de suceso importante recorrió los bancos y hubo quienes sintieran legítimo miedo de encontrarse en la clase. —Siéntense, tengan la bondad. Voy a conocerlos a todos. Y empezó a llamarlos por la lista que había llevado en el bolsillo. Cada estudiante tuvo que decir el pueblo de su origen. Después anunció para el día siguiente su primera conferencia sobre el frontal y se retiró. Una pequeña corte de ad miradores lo acompañó hasta la calle. Era


75 pequeño, un poco calvo, serio, de voz afirmativa y de pronunciación acentuadamente bogotana. Sabíase que era el profesor más severo y más justo de la Escuela, y que el curso de anatomía era el más difícil de toda la Universidad. La capacidad del profesor Luis María Rivas en esta ciencia no presentaba ni una falta. Hubiera honrado cualquier cátedra del mundo. Y era motivo de asombro el escucharle una conferencia. Penetraba su inteligencia en la estructura del cuerpo, en sus laberintos, como en amplia vía iluminada. Bien por haces musculares, o bien por una arteria, una vena o un hilo nervioso, iba pasando de hendiduras a orificios, a canales, a ranuras, a escotaduras, cual si fueran sitios familiares, y se deslizaba por entre masas, tabiques, hojas y laminillas, al igual que por entre las paredes de su propia casa. Era un habitante de las intimidades del organismo humano. Tenía el dominio del detalle de un miniaturista y el amor a las espesuras y tenuidades de las organizaciones anatómicas. Al día siguiente llegó al anfiteatro. Un cráneo desarticulado estaba sobre la mesa y, junto a ella, Domínguez, uno de sus disectores. Lo primero que hizo fue llamar a lista, pero de memoria, sin papel alguno. Había bastado la sola lectura de los nombres de sus discípulos para aprendérselos en orden. En seguida tomó el frontal, y entonces fue de verse el correr de una hora en hablar metódica, clara y prolijamente sobre uno de los huesos más sencillos del esqueleto. —Caminá estudiemos anatomía —le dijo Marcos a Jorge aquella tarde. —Por supuesto, pero tú lees y yo le doy vueltas al frontal. No olvides que desde el año pasado siempre me ha tocado leer. —No. Lee tú. Es que a mí me da trabajo traducir y entender. —¿Y fue que se te olvidó lo que estudiaste de francés? —No. Es que no sé nada, porque yo me robé ese curso. ** En otra mañana de esos comienzos estaba el claustro de Santa Inés lleno de estudiantes. Era plena la actividad de todos los cursos. El sol brillaba en la fuente y hermoseaba los corredores. Las conversaciones se mezclaban animadamente. En uno de los ángulos algunos jugaban al ladrillo. Arrojaban monedas al aire, uno en seguida del otro, y aquel cuya moneda quedara más cerca de una línea divisoria ganaba a los contendores.


76 Llegada la hora de la clase de histología, los alumnos se dirigieron a su aula, y hubo risa general. En el tablero, artísticamente dibujado, un gato sentado al microscopio contemplaba un ratón. Una tiza burlona había estampado en esa figura al “Gato Montaña”, al doctor Eliseo, el profesor titular. A poco entró él. El apodo estaba muy bien elegido, como quizás también para su hermano. Su cabeza, ya encanecida, era ancha; la nariz, no muy grande; la barba, pobre; y usaba largos y escasos bigotes. Tomó una almohadilla de la mesa y empezó a borrar el dibujo. Los aplausos resonaron y por la cara del doctor Montaña pasaban olas de mortificación y desagrado, claramente visibles. Se veía que carecía de la autoridad y ascendiente de disciplina necesarios para dominar a la turbulenta muchachada. Era un señor noble, ilustrado y de maneras delicadas. Con elementos tan revoltosos no podía llegar a ser el maestro acatado y respetado por sus discípulos. A tenerlos reunidos en el salón, quizás iba a preferir enviarlos a buscar ranas en el parque de la Independencia, para mantenerlos ocupados en el laboratorio, estudiando células y tejidos de esos animales. ** ¡ Hola, Pafnucio! —le dice Pacho a Jorge— ¿ Quién es ese señor de chivera y motilao a lo Humberto, a manera de cepillo? —Cállate, hombre. Ese es el doctor Bermúdez, el profesor de farmacia. —Pues si ese señor se llega a ir de cabeza contra unas tablas queda clavao y hay que desprendelo con cortafrío. ¡Hijue el pelo tan parao! —Y ya ves. Es uno de los médicos más meritorios por su bondad, por su acción cristiana en bien de los humildes. Dicen que es de mucha tiesura en el curso y que tiene la pretensión de que todos sus discípulos se aprendan al pie de la letra las fórmulas magistrales de cuanta píldora, pomada y poción existen. Entraron en el aula. Esta era larga, no muy bien iluminada y llena de frascos, redomas, botijas, porrones, morteros, jarros, balanzas, gramurios y vasos de porcelana, con bellos nombres dorados. Un raro y aun agradable olor a resinas, y un ambiente, como de misterio, transportaban allí el espíritu a los tiempos de la farmacia religiosa y mística. Con su fisonomía tan rara, tan distinguida, tan doctoral, el profesor Andrés Bermúdez hacía recordar a Serapión o a Paracelso El doctor habló un poco para iniciar estudios y nadie le entendió. Al salir, dijo Pacho, hojeando su texto de farmacia: —O el salón no tiene acústica, o este señor habla muy ligero, o muy enredao, o en lenguaje esotérico, porque yo no pude saber qué dijo. Por otra parte, este libro habla tanto de electuarios, de la pomada de


77 la Tía Tecla y de cosas tan antiguas, que hasta el texto de Mesüé el Viejo nos habrán metido. ** Uno de los últimos días de la semana, bastón en mano y cojeando con premura, llegó al aula de química orgánica monsieur Barjou. No porque le faltara una pierna y la hubiera reemplazado por una de caucho llegaba tarde. No. Era que un travieso vientecillo de bohemia, del mismo que corre por Montmartre, le soplaba las brasas interiores y no le dejaba dormir, sino al amanecer. Su cabeza era un potpourri de cees, oes y haches. Habló en francés, porque ignoraba el castellano, y después de dar la impresión de poseer muy a fondo la materia y de estrenar el oído de los muchachos colombianos, tomó otra vez su bastón, calóse el sombrero y, con cierta nonchalance, sugirió que volvería semanas después. Vencidas claras dificultades pecuniarias y provistos ya de sendos cajones con candado para guardar las blusas, los instrumentos y los desinfectantes, Jorge y Marcos resolvieron empezar sus disecciones. Hacía días que sus compañeros estaban trabajando. Y así fue que una mañana, muy de madrugada, sin aguardar desayuno, se fueron para el anfiteatro. Ya el Tuerto estaba allí. No era permitida la entrada a esas horas, pero ellos, aleccionados por amigos de tercer año, pusieron en las manos de éste unas monedas y las puertas les fueron franqueadas. Dirigiéronse inmediatamente al depósito de los muertos. Frente a él ya había un pequeño grupo de estudiantes que aguardaban se les abriera. El depósito era un estrecho y destartalado cuarto del piso bajo del hospital, en donde eran arrojados de una parihuela los cuerpos inertes de los indios. Alrededor no había sino desolación, a la que se sumaba de cuando en cuando un ¡ ay! desvanecido por la distancia, y sólo los primeros rayos del sol ponían una nota de vida sobre los viejos y abandonados muros, casi coloniales. El Tuerto vino y abrió la puerta del depósito. Un olor de humedad y putrefacción se atravesó como una cortina espesa e invisible. Los estudiantes, cuchillos en alto, se precipitaron adentro. Y sobre los dos cadáveres que había, cayeron las manos ávidas y entrecruzadas, haciendo incisiones sobre las diversas partes de los cuerpos. Era la manera de distinguir la propiedad de una zona de trabajo, que sería respetada como una escritura hecha ante notario y debidamente registrada. Jorge y Marcos volvieron al hotel a tomar el desayuno y rápidamente regresaron. En el depósito estaba todavía el cadáver de su marca. Era el de un hombre de más de cincuenta años. Enflaquecido hasta el extremo, podía conjeturarse que había sido víctima de una larga enfermedad. Unos pobres y sucios calzoncillos largos, que le llegaban hasta las piernas, eran su única vestidura.


78 Marcos lo tomó de los brazos y Jorge, de los pies, y así, en vilo, lo transportaron a una mesa del anfiteatro. El Tuerto y Froilán no se afanaban mucho por hacer estos traslados. La mesa era muy antigua, con forro de latón encima. A los dos lados, sobre el suelo de cemento, en donde no faltaba una capa de agua remanente del aseo, mezclada con sangre y residuos de los muertos, había unas rejillas protectoras de madera, para que sobre ellas pusiesen los pies los estudiantes y disectores. Jorge y Marcos, defendiéndose de la hediondez con frecuentes y cortos soplos nasales, se dispusieron a disecar los músculos del pecho; pero antes, movidos por la curiosidad, repasaron con sus ojos el cadáver. ¡Qué miseria humana! ¡Qué palidez lívida de rostro! El cabello, entrecano, estaba, por partes, apelmazado, embotado en una mezcla de sudor y vómito; los ojos, marchitos, se veían medio cubiertos por unos párpados flojos, con lagañas; en la nariz, apergaminada y angulosa, había mucosidades cuajadas, que se extendían hasta unos bigotes ralos; entre ellos y una barbilla pajiza resaltaba la amarga contracción de los labios, que fijaron los dedos de la muerte; el cuello, seco y arrugado, con mugre vieja, tenía un color más lívido, que descendía hasta el esternón, se extendía detrás de las clavículas y avanzaba hasta debajo de la quijada. Las caderas, el tórax y los brazos eran un hacinamiento de huesos cubiertos por una piel áspera y sombreada de grandes parches grises y terrosos; en los enjutos miembros inferiores daban pena también los pies mugrientos, con las plantas gruesas y amarillas y las uñas crecidas como garfios. Los dos muchachos no tenían guantes, porque el dinero no les había alcanzado para tanto. Jorge colocó a un lado de la cabeza del muerto una minuta que había hecho para evitar olvidos y quiso poner sus dedos de la mano izquierda sobre la región del pecho que iba a disecar, pero se detuvo. Era la primera vez que lo iba a hacer. Sintió como un temor desconocido, respeto franco y, sin duda, repugnancia o la impresión anticipada del frío del cadáver. Pero hizo un acto de resolución y apoyó los dedos. ¡ Qué sensación de extraño contacto, de suciedad, de hielo! En seguida, con el cuchillo, empezó a hacer los cortes convenientes de la piel y a descubrir los haces musculares. Marcos lo imitó, con los maseteros contraídos y exclamando en voz baja: “¡Ave María!” Poco rato después la región que disecaban tenía la tibieza de sus manos, y el recinto de los residuos y colgajos de la muerte olía a lo mismo que los otros pabellones, a nada. En la mesa siguiente empezaban otros dos muchachos a trabajar el cadáver de una india obesa, de rostro amoratado y sucio. —¿Qué hacemos con este piojero? —dijo uno al observarle el cabello, que le colgaba en cadejos, como enmelados. —Echémosle gasolina y metámosle un fósforo.


79 —Pero si no hay gasolina… No hay más remedio que raparla. Y, al corte de las tijeras, el pelo cayó. —Pero miren cómo anda ese pelo —exclamó el otro, contemplando cómo se movía sobre el cemento, por la acción de los parásitos. Un rato largo después Jorge y Marcos llamaban a Domínguez para presentarle su primer trabajo. Dos o tres observaciones les hizo y, tomando el cuaderno de cada uno, puso la fecha y su firma al pie de esta palabra: “pectorales”. Frente al grifo del lavadero los dos muchachos se miraban las manos engrasadas, pegajosas, en las que se había coagulado la sangre, que les manchaba hasta los antebrazos y que llenaba los intersticios de las uñas. En seguida, en chorros de agua helada y con cepillo y jabón de pino, lavaron sus instrumentos, se lavaron dedo por dedo, se desinfectaron con una solución fuerte de permanganato y, finalmente, se descoloraron las manos con la solución en uso, de ácido oxálico. ** En los descansos muy cortos que le permitían sus tareas, en el trayecto del hotel a la Escuela, en los momentos antes de conciliar el sueño, pensaba Jorge sobre la manera de remediar su penuria extremada. Un esfuerzo extraordinario de ingeniar recursos había sido el pago de su matrícula. Le quedaba solo el exiguo estipendio de su cátedra de castellano. Trabajar era lo único que se le venía a la mente. Pero, ¿a qué horas, cuando todas las del día eran pocas para atender a sus estudios? Y así, ¿en qué podría ocuparse? De cavilación en cavilación, al fin resolvió escribirle a uno de sus tíos, que vivía en Caldas, para ver si era posible que le consiguiera a interés algún dinero suplementario del que mensualmente ganaba para atender a su escasa manutención. Tenía fe en que no muy tarde hallaría un oficio nocturno, con cuyo producto podría pagar esa obligación, si le resultaba. Mientras llegaba la respuesta, habló con la señorita Segismunda, la lechucita mayor, a fin de que le cambiara la habitación que tenía con Marcos, por una conocida antes, que no era pedida ni aceptada por nadie, de mucho menos costo, situada en lo más alto de la casa. Era ésta a teja vana, un verdadero zarzo feo, áspero y desmantelado, por cuyas numerosas rendijas se entraba, con filos temibles, el viento de la Sabana. Marcos y él ya habían estudiado la manera de hacerlo medio habitable. También obtuvo de la señorita la concesión de ir a comer a otra parte, de precio más bajo. Era una casa de asistencia al alcance de ios carreros, en compañía de los cuales y en la de las moscas, en una banca común para todos los comensales,


80 sentábase Jorge a la mesa. Servía como tal un mueble largo, tambaleante, expuesto a las goteras en tiempo de invierno y cubierto de un hule desaseado, muy viejo, en parte resquebrajado y roto. Atendía este cobertizo a modo de comedor, una india despeinada, suciamente vestida, calzada de alpargatas mugrientas y de piernas salpicadas de chorreaduras y morados. El almuerzo y la comida eran invariables: mazamorra o sopa de papas, con ración de carne ordinaria, agua de panela o melao y una mogolla. De tarde en tarde honraban la mesa algunos bananos. “Hombre, a ese comedor tuyo no se puede entrar sino disimuladamente o como por diapedesis —le decía Pacho a Jorge, la primera vez que le vió—, porque, si no se tiene ese cuidado, lo pueden llamar a uno a indagatoria.” En circunstancias de tantos ahogos el muchacho tenía que recurrir todos los días a sus fuerzas interiores de firmeza y sacrificio. Por la mente le cruzaban pensamientos insistentes de retirarse de la Facultad y buscar alguna ocupación, pero inmediatamente sentía la vergüenza de la derrota. “No. Yo tengo que continuar —se decía—. Hay que resistir hasta lo imposible, si es que en estos menesteres míos lo imposible existe”. Y con sensación de hambre permanente, pero satisfecho y orgulloso de sobrellevar situación tan precaria, se iba para Santa Inés, se contagiaba del ánimo estudioso y de la alegría de sus compañeros y, no pocas veces, con la moneda de uno de ellos recibida en compañía, jugaba al ladrillo y le venía la suerte sonreída de un refrigerio abundante. ¿Qué hacer para pagar la próxima quincena en el servicio de mesa de los carreros? Dos o tres días tuvo este interrogante tenaz y estorboso, proyectado sobre sus textos. “ Ah! —pensó—, me voy donde Roberto”. Era este un excelente amigo y paisano, que tenía un almacén en la plaza de Bolívar. “El me prestará cinco pesos”. Una de esas tardes, a la hora de cerrar el comercio, se fue a la plaza y ocupó uno de los asientos públicos. Eran las cinco y media. Roberto se hizo visible en la puerta para descolgar algunas mercancías que servían de aviso o de muestra. “Voy”. “No voy”. Oscilaba en una completa indecisión el novel prestatario. Y no se acercó por timidez y porque nunca había hecho semejante propuesta. Entre tanto, Roberto tomó el camino de su casa. Dos veces más y en días distintos incurrió en la misma indecisión, pero, al fin, la necesidad lo obligó a presentársele a Roberto. “Tengo tanto gusto en prestarte esos cinco pesos, que te los voy a dar en una libra esterlina. Me la pagas cuando puedas”. **


81 Un domingo por la mañana, cuando despertó Jorge, estaba ya Marcos levantado y envolviendo afanosamente en un papel de seda una maceta con una azalea. —Hombre: ¿Y eso qué significa? —Anoche me robé esta mata y se la voy a regalar a una señora. No dijo más y se fue. Ese era Marcos. Un muchacho medio cleptómano, o, tal vez mejor dicho, para abarcar otras rarezas, con un desajuste moral. Además era retraído y silencioso. De su vida, de su familia, de su pueblo, no contaba nada. No se sabía de qué vivía. Solamente era muy cierta su pobreza. Estudiaba anatomía con Jorge porque desconocía el francés, pero los demás libros los lidiaba solo, sin que fuera muy inteligente. Recostaba un taburete de vaqueta a la pared del corredor, se sentaba, subía los pies al travesaño, abría un tomo sobre las rodillas, agachaba la cabeza y cada hora que pasaba lo encontraba así, encorvado, en dobleces, hundido en su tarea. Era capaz de ser muy bondadoso, pero de ceño desabrido en el trato con los demás. Odiaba a los ricos y cultivaba con pasión sus ideas políticas. Quizás un siquiatra lo hubiese clasificado como un resentido. No leía nada fuera de sus textos de estudio. ¿Arte? ¿Literatura? “Es mejor contemplar la naturaleza —opinaba—. Todo ese mundo de cosas que se publican solo sirven para envenenar a la gente”. En uno de esos días entró Jorge a la habitación con los cuentos de Don Efe y una revista, y, al verlo con estas cosas, le dijo: —Tú siempre con esos embelecos. Yo quiero que mi espíritu no sea un campanario, sino una campana sola, ojalá una gran campana. —Pues, ¡cuidado! Con ese apartamiento de los libros te puedes quedar con un cencerro. —Lee más bien una cosa interesante. Aquí tienes esta carta que trajo el cartero. Viene de Caldas. Jorge la tomó con gran emoción. Era la respuesta de su tío, que se había demorado como un mes. Ella le traía el ofrecimiento generoso de unos pocos pesos mensuales, como ayuda al esfuerzo que estaba haciendo. La bondad de la familia de su madre era peculiar riqueza de su nombre. Con esta pequeña adición a su mensualidad pudo Jorge volver a comer en el Hotel Libertador. Al enterarse Marcos de la carta, abrazó estrechamente a Jorge. Era un raro, en verdad, pero sabía ser amigo y sabía apreciar y entender la gallardía y liberalidad de los demás.


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CAPITULO X Pasaron los meses. La vida de los dos muchachos era rigurosa, como en cueva de anacoreta. Las horas de estudio tenían que prolongarlas diariamente casi hasta la media noche, en lucha abierta con el frío y con el hambre. Ya, cuando estaban muy cansados y vencidos por el sueño, salían un momento a una tienda vecina a comprar un ajo para cada uno, el más pequeño dulce que entonces se vendía, por valor de un centavo, y, nuevamente en el cuarto, lo tomaban con un vaso de agua, a manera de espléndida cena, y se iban a la cama. No tenían con qué comprar otro mantenimiento. Como estaban en el empeño de hacer el mayor número de disecciones posible, era frecuente que, con la anuencia remunerada del Tuerto, trabajaran un rato largo de la noche en el anfiteatro, a la luz de unas velas. El silencio de la hora, la lobreguez del sitio y la presencia de cadáveres tan infortunados, hacían de estos muchachos trágicos fantasmas, operarios de la muerte. Terminando el año lectivo, a principios de octubre, Jorge y Marcos hicieron perineo, un sábado por la mañana. Habían dejado para lo último esta disección, por lo larga y engorrosa. Después del almuerzo le dijo Jorge a Marcos: —Hombre, yo no sé por qué me cansé tanto, pero estoy vencido y triturado. Todo el medio día lo empleó estudiando, aunque se le iba acentuando un inexplicable malestar. Al llegar la noche, bajó al comedor a sentarse a la mesa, procurando que la señorita Segismunda ni su hermana lo vieran entrar. Hacía ya cerca de dos meses que no recibía la ayuda de su tío y sus cuentas con el hotel estaban atrasadas. Era verdad que él, muy honradamente, les había puesto de presente aquella causa a las señoritas y que ellas le habían ofrecido tolerar la tardanza en el pago, pero, a pesar de todo, sentía como necesidad de ocultarse, por la vergüenza que le daba. No comió con el apetito de siempre y regresó a su cuarto. Sintiéndose con demasiado frío y dolor de cabeza, decidió acostarse. Un rato después entró Marcos, conversaron brevemente, éste abrió sus libros, hizo algunos apuntes y copias y hacia las once se acostó también. Entonces Jorge, ya con calofrío, se levantó, desató el nudo que sujetaba el enrollado cablecillo de la bombilla eléctrica, pendiente del cielo de la pieza, y la colocó cortos minutos debajo de las mantas, para calentar los pies. Al


83 cabo de media hora se durmió, pero para pronto despertar. El malestar era mayor, tenía fiebre alta y ya empezaron a mortificarle dolores en las articulaciones y a lo largo de los huesos. Al día siguiente no pudo abandonar la cama. La fiebre había subido y a los síntomas de la noche se agregaron un estado nauseoso y un dolor epigástrico constante. El lunes la fiebre continuaba alta, las artralgias y dolores óseos habían casi desaparecido, también la cefalea era menos fuerte, pero se habían acentuado el dolor en el estómago y el vómito y había comenzado una diarrea. En esta situación avanzó la semana y, a fines de ella, Marcos resolvió llamar a dos estudiantes de último año de medicina, para que le recetaran. Le examinaron atentamente y, previa una corta conversación entre sí, le diagnosticaron una fiebre tifoidea y le indicaron el inmediato traslado a la Clínica de Marly. —Cómo te parece, Marcos —díjole Jorge cuando sus dos médicos se retiraron— lo fácil que irá a ser para mí hospitalizarme en la clínica. Nunca hubiera podido hacerlo, y menos hoy, porque me encuentro sin un centavo. Y lo malo es que sin tener a quién pedírselo. Mas no ha pasado nada. Yo sigo en esta cama uno o dos días más. Habla tú con las señoritas para que te dejen pasar a otro cuarto y no te expongas al contagio. Como tendré que irme, tú me harás el bien de llevarme a San Juan de Dios. Yo soy pobre y ese es el hospital de los pobres. Además, las Hermanitas son muy buenas y no me dejarán padecer mucho. Eso sí, por lo que más quieras, no vayas a avisarle a mi mamá. Ella, pobrecita, no podría hacer por mí otra cosa que sufrir y yo quiero evitarle toda amargura. —Está bien. Aguardemos unos dos o tres días más, a ver cómo sigues. Yo no me voy. Yo te acompañaré, porque a mí ya me dio ese mal. Está tranquilo. En esa tarde Jorge sentía que la enfermedad se hacía más fuerte. El dolor abdominal le atormentaba más, pero guardaba silencio. No podía comprar siquiera una pastilla calmante y colegía que Marcos tampoco disponía de un centavo. En un rato que estuvo solo recordaba que en lo más alto de la colina de “La Siberia”. en su pueblo, se elevaba la punta solitaria de una roca, que vivía envuelta entre la niebla, y sobre la cual caían siempre los rayos de las noches tempestuosas. Y con esa obsesión del febricitante se comparaba él a esa punta de roca. El muchacho de las adversidades era en ese momento, pero un no sé qué de tranquilo valor o quizás de natural indiferencia lo sostenía resistente y animoso. A solicitud de Marcos, el domingo volvieron a verlo sus dos médicos. —Ola, don Jorge, usted no tiene ninguna tifoidea —le dijo uno de ellos—. Lo que tiene es una gripa. Si supiera la que se ha desatado


84 en la ciudad. Está cayendo la gente a centenares. Aquí le dejo “El Tiempo”, para que lo lea. Antes de despedirse le entregaron una fórmula, que pasó a ser historia entre las páginas de un libro, por falta de medios para el despacho. Marcos no tuvo noticia de ella, pues Jorge solamente le habló de la visita y de lo que decía el periódico. La semana siguiente fue de sin igual tensión, desconcierto y pena. Bajo las repetidas lloviznas, entre la oscuridad casi constante, y entumecida por el frío, la ciudad fue tornándose callada, a más de grave, y un temor o preocupación recorría las calles y se entraba por las ventanas y las puertas de las casas. Amanecía, y en el triste amanecer de invierno, ella, la capital señora, parecía una abandonada mujercita anhelante y llorosa, cubierta de mantilla negra. Una atmósfera untuosa, impregnada de olores a eucalipto, a sahumerio, a cosa vieja y encerrada, y en la que parecía escucharse la respiración entrecortada del miedo, de la inseguridad, se quedó como quieta, congelada, bajo el cielo gris, entre las paredes y los muros. Melancólicos descendían de las iglesias los sones de las campanas, que llamaban a plegarias o que tocaban a muerto. La animación del comercio se había apagado, los mercados estaban menos concurridos y la mayor parte de los puestos de leche se encontraban cerrados. Los pocos cafés que existían se vieron con menos personas y en las calles desapareció el juego de los niños. De las seis de la tarde en adelante la ciudad se quedaba sola. Unicamente se veían en marcha presurosa las personas que iban a comprar medicamentos a las boticas. De los servicios públicos, el del aseo empezó a menguar y en todas partes la basura se hacía más aparente. Por la calle 12, la que Jorge y Marcos podían observar a través de los vidrios, pasaban las gentes con abrigos, embozados en pañolones o ruanas, y no en el número de siempre. Abundaban sí los perros, que cruzaban con su marcha ligera o se detenían a oler residuos o inmundicias. La circulación de vehículos había descaecido de modo considerable y, en mucha parte, estaba dedicada al servicio de los enfermos. Dentro del hotel la vida casi se había extinguido. Uno que otro comensal hacía su entrada al comedor y la criada de las piezas anunciaba todos los días: “Hoy no pudo levantarse el señor Saravia; ayer cayó el señor Castellanos; los señores del apartamento de abajo están malísimos; mis señoritas, las patronas, están encerradas y tosiendo”. Marcos, que había resistido bastante, tuvo que tomar la cama también, con fiebre y gran dolor de garganta. Vuelto hacia el rincón, con las piernas encogidas, no volvió casi a hablar ni se quejaba. Parecía inerte. El servicio de alimentación había quedado reducido a lo meramente necesario, para que los inquilinos no perecieran de hambre, porque


85 ya no había quien atendiera regularmente la cocina. La encargada del comedor, la morena Eulalia, que aguantaba en pie situación tan forzada, subía dos veces en el día a la habitación de Jorge y Marcos, a llevarles un poco de leche o de agua de panela. Entre tanto, los enfermos en todo el perímetro urbano eran ya por millares y el fantasma de la peste corría, con acentos de tragedia, entre el centro y los barrios, ayudado por los helados filos de los vientos de El Verjón y Cruz Verde. Los periódicos, que habían principiado por inquirir sobre el origen del mal, ahora colaboraban sin cansancio en la extinción de la epidemia y estaban consagrados, sobre todo, a sostener la serenidad del público; a informar de los auxilios de las autoridades sanitarias; a señalar las medidas higiénicas convenientes; a indicar los lugares de los consultorios gratuitos; a dar a saber de la ayuda de los comités de damas y caballeros, y de los sitios de las cocinas populares; a publicar fórmulas apropiadas para complicaciones posibles ; a anunciar el número de los muertos, que eran de quince a treinta diariamente. Los hospitales estaban llenos. No cabía un enfermo más ni siquiera en los corredores. En los colegios se habían suspendido las tareas y los salones de internado quedaron convertidos en departamentos clínicos. Los hoteles eran también hospitales. Cerráronse las escuelas y aun los teatros dejaron de funcionar. En los altares se pedía angustiosamente a Dios misericordia, pero disminuyó notoriamente la concurrencia a las iglesias y hasta los mismos servicios religiosos se vieron interrumpidos, para evitar la aglomeración de gentes, o bien por enfermedad de los sacerdotes, o por el ejercicio de su ministerio en las casas de los moribundos y en los barrios desamparados. El cuerpo médico no alcanzaba a satisfacer el clamor y la llamada de toda la ciudad y estaba al borde de la fatiga. Quien tuviera algún conocimiento de medicina y enfermería estaba ocupado. Los estudiantes de medicina fueron distribuídos por todas partes y hubo necesidad de abrir boticas y puestos de socorro. En aquéllas, en todas las farmacias, había la orden de despachar gratuitamente la fórmula de cualquier médico que así lo exigiera al pie de ella. En el cementerio no había casi manera de enterrar individualmente a los difuntos y fue necesaria la abertura de largas fosas comunes, en las que se les sepultaba por docenas, que llegaban en carros oficiales, funerarios, particulares, y aun en yuntas de bueyes, porque a los barrios apartados, por los lodazales, no podía llegar otro medio de transporte. Los trenes y vehículos de todas las clases movilizaban diariamente y a horas ordinarias y extraordinarias a los miles de personas que huían de la ciudad. Los tranvías prestaban de gracia su servicio, para gentes, víveres, ropas, medicinas. Los entierros se sucedían sin interrupción. Las noticias, agravadas por el susto colectivo, volaban por los cuatro puntos cardinales. La muerte de personas notables, o muy conocidas, o sobrevenida en forma


86 inesperada, era motivo de numerosas conversaciones en salas y corrillos. En las calles morían repentinamente los enfermos y se veían cuadros desgarradores de niños que quedaban huérfanos de la noche a la mañana. Cada casa estaba como en un vacío y era un islote de la enfermedad. Los vecinos se veían distantes, y las propias angustias, dolores y necesidades les encerraban. La ciudad toda parecía un círculo tenebroso de la muerte, de donde se ansiaba a todo trance partir. Por esos días la enfermedad de Jorge había cobrado su mayor fuerza. La fiebre, el dolor epigástrico, el vómito y la diarrea le habían consumido. Ya llevaba varios días sin comer y casi sin dormir. Y a esto se agregaba que su ropa interior se había agotado. Toda se la había llevado Encarnación, la lavandera, y ella no había vuelto. Sin duda había sido víctima de la peste. Jorge llevaba solamente sobre su cuerpo una vieja camisa exterior y para ir al excusado las innumerables veces que necesitaba, hundía los pies en unos zapatos deformados y se envolvía en el abrigo que le había regalado “El Perro Arias” “¡Oh, Perro bendito, —exclamaba— no tengo palabras para agradecerte!” En tan desabrigada pobreza, en tanta desnudez, el frío le hacía permanecer bajo las mantas, doblado como un paralítico, con los dientes apretados y las manos cerradas entre los muslos. Ya casi no era capaz de levantarse e ir al único retrete, en el primer piso. Cuando a la una o dos de la mañana tenía que descender a sentarse en la loza helada de la silleta de la peste —como decía él— pensaba que sus horas ya eran cortas. Con mucha dificultad y teniéndose de las paredes, emprendía el regreso. La subida de la escalera tenía que hacerla en varios tiempos, con descansos, porque la debilidad lo obligaba a sentarse. A veces le sobrevenían vahídos fuertes y entonces, sobre los antebrazos puestos en el peldaño de encima, reclinaba la cabeza y con una gran fatiga del estómago y bañado de sudor frío, veía cómo las cosas, medio iluminadas por distante bombilla eléctrica, se alejaban y se volvían borrosas, y en el silencio de la noche le parecía oir en la calle 12, mojada y solitaria, el andar lento de la muerte, que subía por la acera y que se acercaba con su ruido seco de huesos y articulaciones. “Ya va a tocar —se decía—, ya va a tocar”. Y casi que le llegaba al oído el toc toc de los metacarpianos, que golpeaban como llamador para que se le abriera. No sentía terror ni miedo, porque no era capaz su organismo de ese movimiento de ánimo. Lo que sentía era un abandono, una entrega voluntaria de su sér, a la cual se iba mezclando la sensación de que una mano tierna le hundía los dedos en el cabello y de que una dulce presencia le envolvía, le apretaba, le llevaba hacia sí, segura y protectora. Eran Dios, que le asistía, y su madre, que rezaba. Luego, cuando ya podía abrir los ojos, sus manos trepaban temblorosas y lentamente por los balaustres, hasta alcanzar el barandal, y así,


87 haciendo un esfuerzo, volvía a ponerse en pie, para continuar la marcha hasta su cuarto. Mas la Providencia se hizo presente. El, que en todos aquellos días había ansiado sentir a alguien subiendo la escalera, una de estas mañanas oyó que tocaban a su puerta. —Hombres —dirigiéndose a Jorge y Marcos, les dijo Arturo Robledo, uno de sus condiscípulos— yo sabía que estaban en cama, pero no había podido venir a verlos. ¿Cómo están? Conversaron un corto tiempo, durante el cual Arturo los alivió con su bella inteligencia y su nobilísimo corazón, y después, dándose cuenta de que Marcos ya estaba bastante mejor, le propuso a Jorge: —¿Por qué no te tomas un sulfato? Ese sería tu gran remedio. —Pero si es que no tengo con qué comprarlo. —Aguárdate y verás. Pasados unos minutos regresaba Arturo con él. Y en realidad ese fue su remedio. Al día siguiente amaneció en convalecencia. Esta fue larga, difícil, pero progresiva. Le mortificaba, sí, una inapetencia tenaz y la impresión de un olor acre, detestable. —¿Sabes? —le dijo Marcos, al volver de una de sus primeras salidas, en los últimos días del mes. El Gobierno ha dictado un decreto que suprime los exámenes y clausura el año lectivo en todos los establecimientos. En la Facultad gana las asignaturas todo estudiante que hasta el 1º de este mes haya cumplido con la asistencia reglamentaria. En anatomía están exigiendo los cuadernos o recibos de disecciones. Dame el tuyo, yo voy a entregarlo, junto con el mío. Nosotros hemos sido los más trabajadores de todos los estudiantes. Y mejórate pronto, que ya estamos en vacaciones. Con esta noticia la salud de Jorge se restableció mucho. Al entrar Noviembre, ya hacía penosamente algunas caminatas por la calle, muy encorvado, porque le dolían las vértebras y la planta de los pies. La epidemia había pasado casi por completo y la ciudad renacía de entre el dolor de la calamidad y de sus muertos. El hotel había vuelto a vivir, pero Jorge continuaba en la misma situación de penuria absoluta de desfavorecida miseria, viendo cómo comenzaba otro mes que acrecentaba su deuda, sin que pudiera pensar ni en irse para su casa, ni en conseguir algún oficio.


88 No había pasado la primera semana de Noviembre cuando, de improviso, bastante temprano. se le presentó en el cuarto uno de sus amigos de Caldas. —Hombre, he venido a traerte esta carta. ¿Cómo te va? Veo que ya estás bastante mejor. Me alegro. No me demoro, porque aquí en la calle me aguardan con urgencia. Adiós. Jorge le acompañó hasta bajar la escalera y, en seguida, subiéndola de regreso, abrió la cubierta. No había carta. Eran los billetes todos de Bogotá a Mariquita, para viajar al día siguiente. Pero ¿quién se los había enviado? ¿Quién? Imposible suponerlo, imposible averiguarlo. Su amigo, el portador, no era universitario y casi nunca se veían. Extendióse sobre la cama y pensó lo que debía hacer. Estaba dichoso. El viaje le había llegado del cielo. A la hora del almuerzo le dijo a uno de sus amigos que, por telégrafo, le hiciera el beneficio de pedirle una bestia a su casa, para encontrarla dos días después en Mariquita. Con las señoritas dueñas habló, les mostró los billetes y les refirió el modo de haberlos recibido. Ellas, bondadosísimas, le ofrecieron aumentarle hasta el año siguiente el plazo de su deuda y guardarle en el sótano el baúl, la mesa y el asiento. Apenas acababa de amanecer cuando Jorge ya estaba en la esquina próxima de la calle 10, aguardando el tranvía de la Estación, con cinco centavos que le había dado Marcos y con el hatillo de ropa, envuelto en el encerado de todos sus viajes. El hatillo no era grande, porque le faltaba lo perdido con la muerte de la lavandera. Sin una moneda y sin un cigarrillo se sentó feliz en el asiento del tren. Los vagones estaban llenos de estudiantes y la alegría henchía los corazones e iluminaba el paisaje. A la hora del almuerzo, el tren se detuvo frente al hotel, en la estación de “La Esperanza”. Era el sitio obligado para ello. Quizás por el cambio de clima, el apetito le renació súbitamente. “Yo no tengo un centavo, pero almuerzo. Lo que es este hurto lo hago yo”— se dijo interiormente, lleno de contento—. Y con todos los pasajeros entró en el hotel. El almuerzo estaba delicioso, pero no llegó a terminarlo, porque no podía aguardar a que al comedor entrara el sirviente con las cuentas de cobro. Por detrás de una enredadera de bellísima se deslizó furtivamente y fue a esconderse entre los carros de carga. Anocheciendo llegó el tren a Girardot. Como no tenía un cobre para alojarse en ninguno de los hoteles, se fue directamente al barco que zarparía en la mañana siguiente para Beltrán. El movimiento era grande porque la tripulación se ocupaba en cargar y descargar. Pero junto a la caldera alcanzó a ver a un negro festivo, que por el momento estaba desocupado, en charla abierta con quienes pasaban.


89 Le habló, le pintó su situación, y el buen hombre le vio tan flaco y tan sincero que golpeándole el hombro, le llevó a comer y le facilitó un catre de lona para dormir. Al día siguiente, después de dos desayunos, uno que al amanecer le dio el generoso negro y otro que, más tarde. le correspondió como pasajero de primera, alcanzó a ver, entrando en el barco, a uno de sus condiscípulos más amigos. Esta vez, contrariando su naturaleza tímida, tuvo la resolución de pedirle en préstamo un peso, para poder pagar el valor de la pesebrera en Mariquita. Del hotel de este pueblo tuvo que escaparse a las tres de la mañana, aprovechando el mejor sueño del empresario, y tomó el camino de Manzanares. Acercándose al Fresno, ya con la luz del día, divisó junto a unas piedras un revólver con su cinturón de cuero, olvidado tal vez por algún viajero de la tarde anterior, y lo tomó consigo. Con tan agradable sorpresa continuó su marcha, la cual era muy larga y muy dura, para hacerla sin fuerzas y con hambre, pero, con todo, al toque del ángelus, entraba en sus queridas calles. Por las ventanas de algunas casas salía humo y la gente, en parte, se escondía. Era que ya se sabía su llegada y unas cuantas mujeres, cual si fuera un pestilente, quemaban hojas de eucalipto, para evitar el contagio que temían ellas de la gripa. —Pero, hijito, ¿qué le pasó, que está casi muerto? —le dijo su madre, abrazándolo y con los ojos humedecidos de lágrimas. —La gripa, mamá. Casi me mata. Dios y sus oraciones me tienen aquí. Desplegando su amor y solicitud, aquella viejecita se propuso restablecer a Jorge, tan flaco, tan agotado. Le hacía recoger temprano y no le permitía levantarse sino tarde. Ella, personalmente, le llevaba el desayuno y se sentaba al borde de la cama a escucharle y a decirle palabras con mieles de ternura. El muchacho le contaba de Bogotá, de sus profesores, de sus condiscípulos, del anfiteatro. Con la verbosidad animosa de sus años, hacía pasar delante de aquellos ojos cansados, pero atentos, su vida universitaria; mas tenía el cuidado vigilante de no relatarle sino las cosas agradables. De sus miserias, de sus dolores, de sus vergüenzas, nunca le decía nada. ¿Para qué hacerla sufrir? Ello hubiera sido una crueldad. Y a la madre le florecía nuevamente el alma, como en los tiempos de su juventud, y el júbilo interior se le salía en sonrisas y en breves fulgores de la mirada. Por los balcones abiertos de la casa, que era grande, entraban la luz y el viento de la mañana. Desde su cama contemplaba Jorge el cielo por encima de Monserrate, que al otro lado del río se yergue en levantado recuesto, en donde muchas veces veía a Quírico Arias


90 alcanzando su casa, con algún volumen de “La Novela de Ahora”, que era su pasión dominante. ¡Qué claridad tan pura la que descendía a la plaza! Las sombras de los que la atravesaban se proyectaba en lo alto de la alcoba y él los conocía por sus movimientos peculiares. Del templo cercano casi, casi que se oían las misas, y en vuelos alegres se le entraban los sones de las campanas. El camino que asciende, pasando el puente, también penetraba a visitarle y le traía las estampas del campesino y del arriero, detrás de sus bueyes y caballejos, en viaje hacia las estancias. Y al arrullo de la fuente que elevaba sus cristales al frente de la casa, y hasta, por instantes y con el favor del viento, al arrullo del río, que corre cuadras abajo, se volvía a dormir otro rato o se hundía en la lectura de algún libro amable, sencillo, entretenido, de esos que se conservan en los armarios. Pronto estuvo el muchacho restablecido y animoso. Y qué vacaciones tan dichosas. Con sus viejos camaradas de colegio y con las familias amigas, hizo excursiones y paseos a La Miel, Romeral, El Recreo, Montecristo. Era feliz y el paisaje del pueblo, dentro del marco de su espíritu, tenía el realce de su apego filial. Y así llegó la hora de volver a Bogotá. Su hermana, contra el pronóstico de su primer viaje a Manizales, de no ayudarle nunca, le regaló lo necesario para los gastos de viaje, y con el revólver, que vendió, obtuvo precisamente el dinero que les debía a las señoritas de su hotel. Las cuentas eran exactas, pero no le sobraría ni una blanca.

CAPITULO XI

Era en Febrero del año siguiente. Jorge regresaba a Bogotá. El tren se acercaba a la Estación a la hora del crepúsculo. Al pie de sus cerros, bañados como por una luz pura de otoño, la ciudad se empinaba, evocando una promesera, de gorra de caña, mejillas encendidas, pañolón al hombro, falda de zaraza, pantorrillas quemadas y alpargatas limpias.


91 Sucio de carbón por el viaje en tercera clase, el muchacho bajó del tren y pasó rápidamente por entre viajeros, mozos, obreros, vendedores de periódicos, carretillas, maletas, silbidos, gritos, chirridos, pregones. El tráfago humano era agitado y revuelto a esta hora. Luego tomó la calle, también muy concurrida y bulliciosa. Los últimos rayos del sol le daban por detrás y su sombra se alargaba y tras ella se iba sumando a la corriente de las gentes y de las cosas. Solo diez centavos le alumbraban. Era el único sobrante del camino, del barco y de los dos trenes. En el bolsillo, dentro de una cubierta, estaba el dinero para el pago de su deuda. ¡Diez centavos para estudiar tercer año de medicina! Qué contraste, siempre tan obstinado, entre su peculio misérrimo y el caudal inmenso que el corazón guardaba! Marchaba, marchaba. Sus pies golpeaban fuertemente en las aceras con tosudez indómita. Un fuego de éxito futuro, de triunfo, le encendía la sangre. Y el viento de la tarde le golpeaba el pecho recio, cual si fuera un escudo. La señorita Segismunda y su hermana le recibieron con la nobleza y la bondad de siempre. Jorge puso en manos de ellas la cubierta con dinero. En seguida, llana y claramente, les advirtió de lo vacío de su bolsillo y de su ningún valimiento. —No importa, Jorge. Nosotras le tenemos puesto en un cuarto, con Antonio, su paisano, porque su compañero Marcos no vendrá aquí en este año. Y tenemos fe en usted. Ya verá que encontrará la manera de zanjar sus dificultades. A palabras tan generosas y dichas con la parsimonia de la sinceridad, correspondió Jorge con visibles muestras de emoción. Desde ese momento supo que ya era una de las personas integrantes del hotel y las señoritas continuaron ocupándolo en asuntos de cuentas y para hacerle consultas sobre los problemas que afrontaban. Aquel día, principio de su tercer año en la Facultad, fue de análisis y conversaciones animadas acerca de los catedráticos. El apunte exacto, el señalamiento preciso de las excelencias y las faltas, esa mirada certera y descubridora del relieve distintivo de la personalidad de cada profesor, a más del chiste zumbón, era espectáculo divertido y admirable en los corrillos de los estudiantes. Al salir de la conferencia de Zea Uribe, entre los diálogos de los alumnos revelábase la sorpresa y reventaba el contento por lo que acababan de oír. Era natural. Es que eso de ir uno por la vida, en la mañana de la juventud, y que se le suspenda con un paisaje espiritual inesperado, donde una luz nueva ilumina y embellece las cosas, proporciona placeres inefables. Con el asombro de lo desconocido y el hechizo del pensamiento y la palabra, la inteligencia moza se rendía a la más ferviente admiración.


92 Durante los años de su enseñanza Luis Zea Uribe fue el mago de un espectáculo científico y literario, que duraba una hora todos los días. Y cabalmente este doble carácter era el que agrupaba a los discípulos en un coro de alabanzas. Había en él un divulgador científico, un expositor y no un investigador; un estudioso, un erudito, un scholar, agraciado con una gran capacidad artística, con una atrayente facultad estimadora de lo bello. Con esa habla tan suya, de tono lento, claro y agudo, hacía unas exposiciones magistrales sobre lo patógeno del mundo de lo pequeño y las matizaba de nociones e ideas universales, para darles interés y amenidad nada comunes. “Allá verás lo bueno que se perora Manrique la patología general”, le dijo “El Perro Arias” a Jorge, cuando iba para su clase. Los estudiantes ocuparon los bancos. El doctor Manrique estaba sentado ante su mesa. Doblados y apoyados los codos y abiertas las manos a cada lado de la cara, la cabeza grande reposaba sobre ellas. A través de unas lentes gruesas su mirada vaga se detenía en el suelo. Estaba como en trance. Luégo, con cierta solemnidad, se puso en pie, comenzó a pasearse y, en tono bajo, encarecido y sin precipitación, empezó a hablar. Poco a poco la voz fue tomando altura y por cincuenta minutos tuvo a sus oyentes uncidos al carro de su oración. No era un virtuoso de la palabra, ni un científico de vuelo encumbrado y precisiones técnicas. No. Era un ameno conversador de patología general y de deontología médica, que tenía el acierto de mostrar, a través del enlace transparente de sus palabras, uno de los fondos más nobles y bondadosos de alma que se puedan conocer. Sin duda, esa probidad de pensamiento y esa virtud de profesional y profesor eran la fuerza seductora de su cátedra y personalidad. “Este sí es un papá —le dijo Pacho a Jorge al salir del salón—. Yo creí que de los bolsillos iba a sacar dulces para regalarnos.” ** A las dos y media de la tarde iba Jorge, calle 11 abajo, a clase de anatomía segunda. Otra vez a ver la figura famosa del doctor Rivas. Pero ya no se acercaba al tétrico anfiteatro de San Juan de Dios, sino al del Parque de los Mártires, cuyo estreno iba a hacerse ese día. Jorge quedó un poco sorprendido y, sobre todo, se llenó de gusto. El salón era amplio, de alto techo y grandes ventanales, por donde la luz y el aire entraban con entera libertad. Sobre el espacioso suelo de cemento, con bien estudiado drenaje, se levantaban las mesas blancas y bien dispuestas para las disecciones. Hacia el fondo sobresalían las nuevas cámaras frigoríficas. Ya trabajarían en cadáveres motilados, limpios y congelados. Habían desaparecido los baúles y cajones con candados. Una serie de armarios estaba lista para guardar los instrumentos y las blusas de los estudiantes.


93 Como en los años anteriores, el profesor Rivas se sentó sobre un banco, a la extremidad de una de las mesas y, con un corazón en una mano y unas pinzas de disección en la otra, empezó su curso de angiología. Silbando y comprimiendo en su boca las eses y las erres, como las silba y comprime cualquier habitante de Las Cruces, dictó una conferencia extensa, clara y ordenada. Al abandonar el anfiteatro, los estudiantes no comentaron a su profesor. Estaba por encima de todo comentario. Se habló sí de las preparaciones que había que hacer; de conseguir minio rojo y negro de humo para incorporarlos a sebo, previamente derretido, en una vasija vieja; y de inyectar venas y arterias, mediante una sola jeringa metálica, grande, de adaptación y émbolo desajustados e impropios. ** Al otro día, hacia el salón de conferencias, se dirigía, a pasos rápidos, un médico más moreno que blanco, un poco pálido, de vestido negro, en el que sobresalían una fina discreción y unas maneras cultas y reposadas. Era el doctor Julio Aparicio, el profesor de fisiología. Desde que ocupó la cátedra, a los pocos minutos, predominaba un ambiente de brevedad callada, en el que al nacer moría lo superfluo. Personificaba el reverso de la medalla de Zea y Manrique. “En mis estudios no había conocido un hombre más parco en palabras” — decía Jorge—. Era verdad. El doctor Aparicio todo lo sacrificaba a la concisión. Parecía tener como norma el que nada faltara, pero, sobre todo, el que nada excediera. Era un gran condensador de teorías y tesis y leyes. Rigurosamente ceñido a la línea científica del tema del día, la clase marchaba paso a paso, por una recta purísima, sin que una sola curva la llevara a otro mirador de la inteligencia. Solo se oía en el recinto la voz del discurrir tropezoso del alumno y las lacónicas observaciones del profesor. ** —Hombre, Pacho, camina y me acompañas al Ministerio de Guerra. Es que estoy por entrarme practicante de la Escuela Militar. —No seas embelequero, hombre. ¿Es que vas a cambiar el bisturí por una bayoneta? ¡Cuidado como te dejan de ordenanza o de cabo! —No, hombre. Es que estoy hasta respirando a debe. Ya tengo una deuda de dos meses en el hotel y mi pobre indumento se está deshilachando. Y que te parece que me ha resultado un gran padrino para conseguir ese empleo. Creo que ya está el nombramiento para la firma de don Jorge. En el trayecto conversaron los dos compañeros sobre las dificultades para conseguir una chanfaina. Al llegar al Ministerio, subieron a la


94 secretaría. En realidad ya estaba firmado el nombramiento. Hicieron todas las diligencias para la posesión, y, con la correspondiente nota del Ministro para la Escuela, se fueron hacia San Diego. El General Borrero, encargado de la dirección, no estaba, pero en sus oficinas encontraron al oficial de servicio. —Y cuándo puede venir usted? —A la hora que usted mande, mi capitán. Jorge ya sabía que, incorporado uno en el ejército, ante el grado más alto del interlocutor, hay que degradar el posesivo mi, en vocativo chocante y renditivo. —Pues, entonces, esta tarde tráigase sus cosas a la habitación que le van a mostrar y mañana esté aquí a las siete en punto, hora en que debe venir el médico. El recibimiento que se le hizo fue un poco seco, pero muy satisfecho salió Jorge con Pacho a darles la nueva a las señoritas del hotel. Iban, camino del parque, a tomar el tranvía de regreso, cuando Jorge tuvo que bajarse de la acera, para saludar a una señora conocida. Un brusco dolor en la planta del pie derecho le llevó a recostarse a la pared, para levantarlo y observar lo que le había sucedido. Sangraba un poco. —Y qué te pasó, Pafnucio? —Pues ¿no ves? Estos zapatos, que son los únicos que tengo, carecen de suela y pisé un vidrio. De tanto andar ya se gastaron las plantillas de periódico que les puse esta mañana. ¡Qué vaina! Aguardemos aquí unos minutos a ver si se estanca un poco la sangre. Así fue. Un cuarto de hora después ya era menor la hemorragia, pero al andar, dejaba Jorge sobre la acera la huella de la sangre. —Hombre, ahora sí veo que vos sos el más pobre pichón de galeno. Pero mientras comprás un calzado, eso tiene remedio: caminá sobre el borde del pie, como un chureco. Y... sobre todo, ai viene el sueldo. No ha pasado nada. Al día siguiente, a las siete de la mañana, se ponía Jorge a órdenes del doctor Rodríguez Piñeres, el médico de la Escuela, y colocaba su vida dentro del cerco rígido de un reglamento militar. La pobreza suele tener abrazos demasiado apretados. Pero el conocimiento del doctor Rodríguez sería el alivio de aquella nueva vida, que para él iba a ser muy desapacible, a juzgar por la manera tosca como había sido


95 recibido por el oficial de servicio. Las gentes ponderaban los dones de nobleza del doctor Rodríguez y sus condiciones de gran señor. Esa mañana visitaron juntos, en la enfermería, a dos cadetes que allí se encontraban con una ligera indisposición gripal. Después pasaron a la botica, que debía ser manejada por Jorge. Allí recibió algunas órdenes y, minutos más tarde, se fueron a observar a la compañía en sus ejercicios de instrucción. Un rato largo después, a las doce, se retiró el doctor Rodríguez y Jorge se quedó solo. Andando los corredores, tropezó con el señor Montoya, viejo empleado, que servía de contador y estaba encargado del manejo de algunas dependencias. —Ah! ¿Usted es y de ponerme a porque usted y especial. Camine

el nuevo practicante? Cómo me alegro de conocerlo sus órdenes. Por el momento lo invito a almorzar, yo somos los únicos comensales de un comedor y verá.

El comedor era una pieza contigua a la cocina, donde no había más que una pequeña mesa, con dos asientos y algunos fardos de víveres, para el gasto de la Escuela. Inmediatamente que el señor Montoya y Jorge se sentaron, el cocinero puso un minúsculo mantel, que no cubría todo el tablero, y les sirvió el almuerzo: un plato de mazamorra; otro de papas, carne y arroz; y un poco de melado; todo en abundancia. Lo demás fue un cigarrillo ofrecido por Jorge y la conversación anecdótica y pintoresca del señor Montoya. —¿Usted tiene que ausentarse ahora? —Sí, señor. Tengo que ir a mis clases de la Facultad. —Pues, entonces, le advierto: siempre que usted vaya a salir preséntese al oficial de servicio y déle parte. Avísele así mismo a qué horas vuelve, y, al entrar, preséntesele también. No vaya a pasar por alto estas advertencias. Jorge volvió a las seis, fue a comer con el señor Montoya una comida igual al almuerzo y luégo abrió la botica, donde debía permanecer hasta las nueve, hora en que se recogía la compañía. En seguida fuese a su cuarto a enfrentarse a sus tareas. Bien aleccionado como estaba por el señor Montoya, cuando a las cinco de la mañana sonó la diana, ya Jorge estaba en pie y con la botica abierta. La compañía salió rápidamente de los dormitorios y descendió al baño, una serie de regaderas de agua demasiado fría,


96 bajo las cuales tenía que pasar en pocos minutos, y luégo volvió a subir, para que cada cual se afeitara, se vistiera, tendiera la cama y viera por la limpieza de los equipos y los zapatos Poco rato después estaban los cadetes en el patio de armas y, mientras se formaban para revisión y pasaban al comedor para el desayuno, Jorge recibió la visita del teniente Santamaría. Qué distinta presentación la de este oficial y qué gallardía y amabilidad la suya. De su entono militar descendía una nobleza atrayente desde el primer instante. Conversaron algunos minutos y en seguida se retiró. Jorge se dirigió al comedor. Después de terminado el desayuno, antes de las siete, ya estaban los cadetes nuevamente en el patio de armas, haciendo formación y atendiendo algunos partes, y a las siete en punto comenzaron los trabajos. Lo primero fueron ejercicios de gimnasia, que duraron un rato, terminados los cuales la compañía se dividió en pelotones para recibir enseñanzas de caballería, artillería e infantería, y la banda militar en aprendizaje empezó sus redobles de caja y sus toques de corneta. Jorge tenía la obligación de estar presente en la Escuela, junto con el doctor Rodríguez, hasta las nueve, hora en que los cadetes iniciaban una instrucción distinta o entraban en las aulas para asistir, durante el resto del día, a sus clases de bachillerato técnico. Cuando sonaron las nueve, Jorge se presentó al oficial de servicio y partió para la Facultad. El encontrarse otra vez entre sus condiscípulos le proporcionó un positivo bienestar. El pez volvía al fondo de sus aguas. El único día de descanso y regocijo era el domingo, hasta las seis de la tarde, pero el muchacho prefería a toda distracción dormir bastante en la mañana, hacer una breve salida y, en la tarde, pasear por los jardines y corredores de la Escuela, entregado a sus estudios. La vida apretaba duramente, porque, prestando el servicio del empleo hasta las nueve de la noche y aprendiendo sus patologías durante dos o tres horas más, sólo podría dormir cinco horas, lo cual repercutía fuertemente sobre su organismo. Se sentía enflaquecer. Pero vino el primer sueldo. Su gozo fue extraordinario y ese día las duras obligaciones que le constreñían le parecieron blandas y suaves. Estimulado y sonriente se movía entre la Escuela y la Facultad y ansiaba la llegada del domingo para ir al Hotel Libertador. “Aquí les traigo mi primer sueldo —les dijo a las señoritas— para que lo abonen a mi deuda, pero si ustedes no tienen inconveniente y


97 quieren hacerme la merced, yo rebajaré este abono en unos pocos pesos, para comprar unos zapatos, porque los que llevo carecen de suela.” No necesitó más insinuación para estar estrenando zapatos en la semana siguiente. Mas a su vida austera, exacta y dificultosa de empleado y alumno se agregaban otros sinsabores. El áspero y tieso oficial que le había recibido por primera vez, cada que estaba de servicio, se le presentaba en la botica a las seis de la mañana y, casi sin saludarle, entraba, observaba y pasaba la mano sobre los anaqueles, aun los más altos, para ver si encontraba polvo. Era demasiado exigente en todas las cosas y a veces tenía impertinencias autoritarias, como la de llamarlo a su habitación, cuando llegaba por la noche, y exigirle agua caliente en una jofaina, para lavarse los pies. El doctor Rodríguez enseñó a Jorge un poco de enfermería y la técnica de las inyecciones, pero no con mucha frecuencia se veían enfermos los cadetes. Casi todas sus dolencias eran esguinces conseguidos en la gimnasia y la equitación, o travesuras picarescas, perfeccionadas con un alza ficticia de la temperatura axilar en el termómetro,obtenida mediante un movimiento fuerte del brazo sobre el tórax, disimulado bajo las mantas. La honradez diamantina del doctor Rodríguez no llegó a sospechar esas habilidades y Jorge se tuvo que volver un experto en vendajes y en preparaciones de limonadas cítricas y lácticas. Sin embargo, la Escuela tuvo un dolor muy grande. Uno de los cadetes, alegre y sano muchacho de provincia, de la noche a la mañana, fue sorprendido por una infección. ¡Acaecimiento tremendo de su suerte! Cuando se presentó a la enfermería, el diagnóstico se hizo fácilmente y se instituyó el tratamiento. Jorge cumplió con esmerado cuidado las instrucciones del médico. Con el avance de los días avanzaba también el mal, el enfermo se enflaquecía visiblemente y perdía sus fuerzas en modo considerable. Tres semanas después, poco más o menos, notó Jorge que el muchacho no oía bien y que una postración y pérdida de la vivacidad se hacían graves por momentos. Al día siguiente le participó al doctor este estado, y él, con muestras de gran preocupación, ordenó el traslado del paciente a una clínica. Allí se intensificó el tratamiento, pero, no obstante, se fue caracterizando una franca meningitis, por cefalea intensa, somnolencia, diplopía, estrabismo y rigidez de la nuca. Muy poco más tarde, este estado se fue empeorando y con la abolición de la motilidad voluntaria y la sensibilidad, con la desaparición completa de la conciencia, con modificaciones de la respiración y la circulación y con perturbaciones de las funciones


98 excretoras y de las pupilas y los reflejos, el muchacho entró en un coma de corta duración, que lo llevó a la muerte. El cadáver fue trasladado a la Escuela y en el salón de conferencias se levantó el catafalco. Abundaron las flores y grandes candelabros se encendieron. Frente a un bello crucifijo se colocó el ataúd, a cuyos lados hicieron guardia los compañeros. Una honda y fraternal aflicción se extendía como un brillo apagado sobre los pétalos y los paños negros. Al día siguiente, después de las honras fúnebres en San Diego, entre toda la Escuela en formación y en hombros de los cadetes, los restos mortales fueron llevados al cementerio. Allí se quedó una juventud hermosa y llena de atributos, tronchada por el infortunio. La compañía regresó al patio de las armas. Sólo se oyeron las voces de mando. Al separarse los muchachos, no solo estaban turbados, sino poseídos por el sufrimiento. Jorge no pudo olvidar nunca más esta conmovedora manifestación de camaradería y fraternidad. Demasiado patente llegó a ser el menoscabo de la salud de Jorge, después del primer semestre de vida en la Escuela Militar. No había recargo en el trabajo de la Escuela. Lo único que se le agregó a su oficio de practicante y boticario fueron algunas enseñanzas de anatomía al grupo de camilleros. Pero el poco dormir y el estudio tenaz visten de fatiga y enfermedad. Todos los domingos la única salida que hacía, antes del almuerzo, era para ir a la iglesia y para una corta visita a las señoritas dueñas del hotel Libertador, y ellas le aconsejaban un cambio de vida, como medio de no exponerse a un fracaso en la Universidad. Pero no era posible. Había que resistir para atender a sus deberes dobles. Ya, al finalizar el año, con el esfuerzo de los exámenes en la Facultad, su situación se fue volviendo alarmante y entonces las señoritas, de acuerdo con él, gestionaron ellas mismas el licenciamiento del muchacho, el cual obtuvieron del Ministerio de Guerra, antes que la compañía saliera a hacer la campaña terminal del curso. Libre ya de los menesteres militares y universitarios, quedóse Jorge en Bogotá, pasando sus vacaciones, entregado a una vida de holganza y recobro de las fuerzas. Levantábase tarde y recogíase temprano. Paseaba y leía. Una tarde, en la Avenida de la República, se encontró con un estudiante de derecho, muy conocido de él, y juntos continuaron la marcha hasta el parque de la Independencia, en donde se entraron. La tarde era tibia y el sol, las flores, las mujeres y los niños adornaban con su belleza peculiar, en los pasos, las eras y los prados, aquel lugar de acacias, cauchos y eucaliptos.


99 —¿Y es que tú no conoces a Horacio? —le preguntó Jorge. —¿Qué si lo conozco? ¡Válgame Dios! Si vivimos juntos casi hasta su descarrío total. —¿Cómo así hasta su descarrío? No sabía nada de esto. Yo dejé de verlo hace dos años largos. Ambos nos matriculamos en la Escuela de Medicina, para principiar primer año, pero, acercándose los exámenes, se perdió para siempre de nuestro grupo. ¡Y cómo era de gallardo y de buen estudiante! —Pues óyeme. Voy a contarte lo que le ha sucedido a ese pobre muchacho. Convinimos hace dos años y medio en vivir juntos. Un día, después de las clases, salimos a buscar el cuarto. Andando y andando, pasamos frente a una casa de dos altos, de atrayente apariencia, en la que había este rótulo: “Se alquila una pieza”. Tocamos y entramos. Al final de la escalera nos recibió una señora joven, hermosa; nos mostró la pieza, bastante buena, por cierto, y en el arreglo del precio del arrendamiento se mostró tan complaciente que resolvimos tomarla. Quedamos muy bien alojados y a muy cómoda distancia de nuestras Facultades. La señora resultó amabilísima. Yo noté desde un principio que ella iba teniendo predilección por Horacio. Una tarde, hacia las cinco y media, salíamos de nuestra habitación y, al pasar por frente al costurero de la señora, ésta le dijo: “Horacio, ¿quiere que vamos a vespertina?”. “Cuánta pena me da, señora, tener que decirle que me es imposible, porque. . .“ Y ella, bruscamente ofendida, le arrebató la palabra con esta frase: “Es que usted como que no es hombre”. Bastante desconcertados salimos. Horacio caminaba preocupado, silencioso. Iba herido. A las dos cuadras se detuvo. “Hombre, yo me vuelvo”. “No te vuelvas —le supliqué, tomándolo del brazo—. No te vuelvas. En esa señora hay algo raro. ¿No ves que cuando se acerca suscita admiraciones y, cuando se aleja, deseos? Haz lo de José: “Tira la capa y huye, que solo aquél que huye escapa”. El no me hizo caso y se volvió. Yo con tinué mi camino solo y viendo lo que, alazada la cortina, se advertía en el porvenir de ese pobre muchacho. Desde el principio me pareció que esa señora era un tipo de mujer fatal. Su marido viene periódicamente a esta ciudad, pero la mayor parte del tiempo lo pasa en la Costa. No sé qué ocupación tenga, fuera de hacer un comercio de mercancías varias. La señora casi no está en la casa durante el día y parece que llega tarde de la noche a recogerse. La casa la mantiene muy limpia y es amiga de las flores, porque las hay por todas partes. En nuestro cuarto no faltaban. Es elegante, vanidosa, muy atrayente, pero de naturaleza misteriosa y reservada. Ha hecho un estudio muy perfecto del gesto y el ademán y los usa y gradúa con una sabiduría calculada y diabólica. A veces simula, de modo extraordinario, el candor y la ingenuidad; otras, deja percibir artes y malicias secretamente intencionadas e irresistibles. Ama la frivolidad, el flirt,


100 los billetes galantes, las canastas de flores las manifestaciones de mimos y halagos. Y el seducido Horacio, que, como dijiste, era de porte garrido, de noble presencia antioqueña, pero poco avisado, cual ninguno, quedóse prisionero en esas gracias envolventes. Su madre, que padece su viudez en un pueblo lejano, acompañada de su sola hija, quería hacer un médico de este hijo, único también; y, haciendo esfuerzos, le enviaba una pensión envidiable para muchos. Y el muchacho empezó a gastar, a disiparse en los estudios, a interrumpirlos con una vida de diversiones y de viajes a La Esperanza, San Javier y Girardot. Viajaba también a su pueblo para exigir a su madre que le diera importantes sumas de dinero. Meses más tarde la viejecita estaba arruinada. Entonces Horacio, ya entregado a los alcoholes y a las drogas heroicas, empezó a hacer especulaciones que caían dentro del código penal. A la cárcel fue a dar y la seductora lo borró de su memoria, con la misma facilidad con que lo borró de su lujoso cuadernillo de citas y direcciones. De tumbo en tumbo fue el muchacho cayendo en el peor de los abismos y hoy es un vicioso y un ratero, cuya ficha la encuentras, a cualquier hora, en la oficina central de policía. Cuando quieras verlo, yo puedo mostrártelo en una pocilga que frecuenta, a espaldas de la plaza de mercado. Si lo ves por la calle, no lo conoces. Harapiento, de sombrero mantecoso, de cabellos mugrientos y sobre las orejas, de barbas largas y abandonadas, su melancólica figura es la de una ruina humana, nauseabunda y despreciable. ¡Pobre Horacio! Ultimamente se ha embrutecido y ya empieza a pedir limosna.

CAPITULO XII “Allí viene Lombana” —dijo uno de los estudiantes que lo aguardaban en la calle, frente a San Juan de Dios—. Con gran curiosidad contemplaban el acercarse del primer clínico de Colombia, en mucho tiempo; de este inconfundible hombre de ciencia, con más presencia espiritual que física, cuya inteligencia tenía siempre alguna fulguración nueva, que lo hacía a todas horas atrayente y admirable. Aparte de su bastón acostumbrado, llevaba invariablemente vestido negro. Contrastaban con este color la palidez del rostro, así como la barba, ya completamente encanecida y cuidadosamente arreglada. A pasos largos y firmes, que daban la impresión de la dignidad y la entereza, traspuso la puerta y en pos de él siguieron los muchachos. Cuando Jorge entró también por esa vieja y ancha puerta claveteada y principió a subir la escalera de ladrillo, que del oscuro vestíbulo llevaba al segundo alto, sintió una emoción profunda y la impresión, primera vez cabal, de un lugar de alivio del dolor y de la muerte. Iba


101 a conocer a fondo un hospital e iba a iniciarse en lo real de la medicina. Un olor de aglomeración humana y a ropa húmeda y caliente, como si acabara de salir del autoclave, impregnaba el aire adentro. Por los corredores iban y venían profesores y estudiantes. Sobre una cama, en el centro de la sala de servicio, se encontraba ya la enferma, objeto de la primera lección clinica, y a su lado tomó asiento el maestro, vestido de su blusa blanca. Con verdadera expectación se esperaban sus palabras. Era extraordinario el prestigio que lo destacaba. “Lea la historia, Plinio” —le dijo al jefe de clínica, que estaba frente a él—. El caso era una fiebre tifoidea, con ulceración de la lengua. Escuchó atentamente la lectura, interrogó a la enferma, y luégo se puso en pie para examinarla. Comenzó por una inspección de la lengua, en la que había una úlcera pequeña, hacía varios días. Una indagación minuciosa fue la que dedicó a este órgano, cuyo color, aspecto, consistencia, movilidad, bordes, base, punta, fueron analizados hasta con el auxilio de un espejo laríngeo, que frecuentemente era pasado por la llama de una lamparilla de alcohol. Todo esto iba acompañado del comentario sobre los caracteres distintos, sobre la importancia de cada detalle, sin omitir la cavidad bucofaríngea, ni los ganglios cervicales. Pero el estudio más atento fue el digestivo y el de las perturbaciones generales, junto con el del estado de los otros aparatos y sistemas de aquel organismo. Al extender sobre la piel de la enferma la mano descarnada, en la que las arrugas y las pequeñas manchas seniles hablaban de muchos años de práctica y vigilias, resaltaba la destreza de los dedos para apreciar cambios patológicos internos y para obtener contactos casi imposibles de órganos alejados y profundos. Movíanse las yemas de sus dedos, como seres perspicaces, de sensibilidad desarrollada, de inquirir penetrante, que sacaban de la intimidad de los tejidos noticias y conclusiones imprevistas. Algo igual ocurría con el oído, el que aplicado sobre el pecho o la espalda, cubiertos de un pañuelo, recogía nítidamente frotes o murmullos, por apagados y hondos que estuviesen. Ya con los datos obtenidos, se detuvo en el examen de ellos. “¿Qué es una ulceración lingual? ¿Qué es una glositis superficial? ¿Qué es una glositis parenquimatosa?” Así comenzó la conferencia de esta mañana. La inteligencia del maestro se paseaba dominadora sobre todas las divisiones y matices de este tema, escudriñando y desentrañando sus pliegues y repliegues. Mas la hora de clase no fue


102 suficiente para el completo desarrollo. Hubo necesidad de dejar mucho para el día siguiente. A las ocho de la mañana del otro día se estrechaba el círculo de estudiantes al rededor de la cama de la enferma, cuando llegó el maestro. Vistió la blusa y tomó asiento. Al abarcar con la mirada y gesto enérgico el apretado grupo de discípulos, alcanzó a ver a uno con una corbata ostentosa, de un rojo subido, y le preguntó por su nombre. “Jairo Miranda, doctor. —Pues bien, Miranda, no sea tonto. Quítese esa corbata de color tan vistoso. Eso es de mal gusto. La elegancia consiste en vestir sin llamar la atención. Si usted tiene los pantalones rotos por detrás, llama la atención; luego tampoco está elegante. Vamos ahora a continuar con lo de ayer. Y nuevamente penetró en el tema de las ulceraciones de la lengua y de la posible aparición de éstas en la fiebre tifoidea. Y como tal era la enfermedad principal de la enferma, hizo sobre dicha enfermedad una exposición completa. Cuando terminó con el tratamiento, después de una disquisición acerca del diagnóstico y el pronóstico, le preguntó al estudiante más cercano: —Dígame usted por qué las heridas de la boca corren tan buena suerte y se infectan con menos frecuencia que las de las otras partes del cuerpo. El estudiante empezó a vacilar y él se apresuró a dar la respuesta. “Por el movimiento, sobre todo el circulatorio.” Buena parte del tiempo de la clase lo dedicó a este punto, con interesantes salidas a la moral. Por delante del asombrado auditorio desfilaban los desocupados, los pervertidos, los perezosos, los activos, los trabajadores, y las conclusiones que sacó fueron de consumada claridad y sabiduría, porque en el doctor Lombana era superior el sabio al erudito. Acertaba mejor que los más en la apreciación de los conocimientos y valores del espíritu. —Eso sí es gaguear, hombre Pafnucio —le dijo Pacho a Jorge, cuando salían de la sala—. ¡Ah cerebro pa tejer y destejer ideas! No le gana la costurera de mi pueblo, haciéndolo en cintas y telas de su oficio. Y no se sabe a quién admirar más, si al médico, o al conferenciante, o al maestro.


103 Es indudablemente un verdadero maestro, hasta por sus virtudes copiosas. No será fácil encontrarle al doctor Lombana un segundo que, como él, irradie de sí tal número de enseñanzas, que comunique tantos bienes espirituales, que transmita tan eficaces estímulos de decoro. Especialmente, si se trata de la dignidad y firmeza de nuestros actos y de la aceptación y respeto de nuestra responsabilidad. También es un filósofo. Y sin duda por esto mismo, porque no hay filosofía sin paradojas, en el doctor Lombana son muy frecuentes las verdades con apariencia de aquéllas, es decir, presentadas de un modo muy suyo y muy distinto de la apreciación común. Esto se deriva de la posición enteramente particular de su inteligencia, pues posee él una ventana propia, original, sin parecido a ninguna otra, para la observación de las cosas materiales y de las del mundo del espíritu. Por esto maravilla, a cada paso, con las percepciones inesperadas de su pensamiento y las conclusiones de su lógica personal. Y, pasando a otra cosa: ¿cavilaste sobre la enseñanza de la corbata? El diccionario no tiene mejor definición de la elegancia. Ahora: ¿cómo te pareció el aprovechamiento de la circulación de la boca para hacer una exposición de moral individual y colectiva? ¿Tomaste tú notas del día de ayer y de hoy? —Hombre, no. Si tú las tienes, hazme el favor de prestármelas. Con mucho gusto. Esta tarde te las llevaré. Después de almuerzo sacaré las últimas en limpio. Tengo la historia de la enferma reducida a lo esencial, y sobre todo, en sus pormenores, la lección clínica de la fiebre tifoidea y la gran división de las ulceraciones de la lengua, el diagnóstico positivo, el diferencial, el etiológico, en fin, todo lo que dijo el gran viejo. También le agregué la peroración final. Ya en el corredor, Jorge y Pacho se contemplaban de blusa y gorro de médico, y, entre chiste y chiste de Pacho, se reían, pero al mismo tiempo sentían que algo nuevo nacía en ellos y que los conceptos de responsabilidad, abnegación, sacrificio, austeridad, honra, tiempo, vida, tenían un lucimiento y afirmación más nobles y distintos en aquellas salas. —Camina, vayamos a conocer estos servicios —le dijo Jorge a Pacho, señalándole las interioridades del hospital—. Y penetraron en otros pabellones. Por los diversos corredores y pasillos se encontraban con Hermanas y enfermeros, que, a paso rápido, iban a sus ocupaciones diversas. Los carros de ruedas circulaban con pacientes destinados a las salas de cirugía o que volvían de ellas. Algunos llevaban la cara cubierta con una sábana o manta. Eran los operados, cuyo aspecto de muerto aparente quería ocultarse. Los que la llevaban descubierta pasaban temerosos, preocupados, con muestras visibles de penas y aflicciones. La curiosidad les asomó a todas las salas, en donde el


104 dolor rompía las líneas de los rostros y los desfiguraba entre sus garras. Débiles y lastimeros se arrastraban los ayes por los lechos y los rincones. El olor de estufa del principio se había trocado en un olor tibio, irritante, con fugaces ensañamientos ingratos y hasta nauseabundos; había también repullos de exhalaciones acres. Mas donde encontraron una novedad de olores fué en el servicio de enfermedades de la piel, cuyo aire y enseres estaban saturados de rancidez, de acedía, de un no sé qué dulzarrón, mezclado con emanaciones de alquitrán, aceite de cade, yodoformo. Pero más extrañeza les causaron las caras transformadas en máscaras, húmedas e hinchadas unas; apergaminadas, agrietadas y secas otras. Ante sus ojos tampoco habían pasado nunca esos cuerpos cubiertos de manchas rojizas o amarillentas, de tumefacciones, de ampollas, de pústulas, de costras, ni nunca tampoco habían visto que, con el movimiento de las mantas, el aire se poblara de partículas de epidermis, como de arroz o harina sucia, caídas de las cabezas y de las pieles casposas y polvorientas. —Hermanita: ¿y —preguntó Pacho.

qué

es

aquel

pequeño

salón

del

fondo?

—Es el rincón del diablo de este hospital. En un ángulo, haciendo cuerpo con las salas, pero separado del ir y venir de médicos, enfermeros y pacientes, se encontraba el famoso rincón. Era un espacio de una veintena de camas, en donde solo se escuchaba el frecuente golpear de la tos de los tuberculosos y el sonido roto y apagado de sus palabras, como de monedas agrietadas que cayeran al suelo. Jorge y Pacho penetraron unos metros, venciendo el natural terror. Figuras más escuálidas y atormentadas no habían contemplado. Uno de los enfermos se levantó en esos momentos a llevarle agua a otro que se encontraba gravemente postrado. Al dar los pasos lentamente, parecía que le sonaban los huesos, medio cubiertos por unas escasas ropas interiores. “Hoy he conocido el verdadero cuerpo macilento”—dijo Jorge. “Vámonos de aquí —dijo Pacho—. Esta visión me está enfermando”. Hacia las cinco y media de la tarde, ya terminadas las clases, salió Jorge para la habitación de Pacho. Estaba ésta dentro de un claustro alargado, solitario, melancólico, de postes viejos, con pintura sucia y resquebrajada, de corredores escuetos, donde arrendaban cuartos para estudiantes. Ni con lo meramente necesario vivía Pacho en su estrechura: una cama pobre, a medio componer; una mesa ordinaria, con su asiento; y un baúl. El resto eran dos clavos grandes hundidos en la caratosa pared y un vestido viejo que colgaba de ellos, con una sábana por encima, para favorecerlo del polvo, recurso de todo estudiante apurado.


105 —¿Y ese retrato que mira a la pared de quién es y qué significa? —le preguntó Jorge, al observar sobre la mesa, sostenida por pequeño soporte, una fotografía, cuyo revés era intencionadamente lo visible. —Cogelo y miralo. Lo tomó Jorge en las manos. Era la hermosísima imagen de una candorosa niña de provincia. —Esa es mi novia, hombre, la de mi pueblo. Y como la adoro y respeto mucho, no quiero que me vea entrar esta noche o a la madrugada. Es que tengo para después de comida una cita con unos sinvergüenzas amigos míos, y, como son tan parrandistas, es fijito que vamos a reventar muchos vidrios. No te escandalicés, ¡oh Pafnucio sobrio! ¿No has oído la poesía de Manuel Donato, “Bebió aguardiente Jehová, Y Nabucodonosor, Y Cristo, Nuestro Señor, En las bodas de Caná... Etcétera, etcétera? Con una estruendosa carcajada subrayó Pacho la recitación de estos versos y un regocijo anticipado, como patológico, le inundaba el alma, le saturaba el cuerpo y le hacía chascar la lengua. Dentro del pequeño cuarto se movía visiblemente excitado y sus dedos asfíxicos, cabezones, bailaban nerviosamente sobre el chaleco, al cual tenía la costumbre de enganchar las manos por los pulgares, cuando dialogaba con los amigos. Años más tarde supo Jorge que Pacho era un poco nocheriego y un positivo dipsómano. ** “Díganos usted qué son los nematelmintos; qué, los nemátodos; qué, los tricocéfalos; color, forma, aspecto de éstos, sus caracteres anatómicos diferenciales, pared del cuerpo, tubo digestivo, diformismo sexual, particularidades de éste, desarrollo del tricocéfalo, distinciones del huevo…” Con esta nimia y escrupulosa exigencia, que le era privativa, interrogaba a Jorge, en una de las mañanas de clínica tropical, el profesor Roberto Franco. En pie, al lado de la cama del enfermo que se le había asignado al muchacho, la figura sobresaliente y


106 distinguida del maestro se imponía en el círculo estudiantil que le rodeaba. Casi nunca se reía. De sus labios no se escapaban sino palabras de patología y órdenes de exactitud en los exámenes y de visitar muchas veces al enfermo. Ni un sesgo hacia otros campos del pensamiento se desviaba su enseñanza. Tenía ella una marcha rectilínea, sobre los carriles de la medicina interna y de la tropical, muy especialmente, y no ocultaba una resistencia tozuda, severa, aristocrática, a todo juego de la imaginación. De tarde en tarde, sin embargo, oíansele citas de obras literarias, como Le Sens de la Mort, L’ Assomoir o La Comedie Humaine. “Tenga la bondad de hacernos el viaje de un tricocéfalo, del cafetal de la casa de este enfermo a su intestino.” Jorge comenzó por exponer cómo la diseminación de los huevos se efectúa por materias fecales que las contienen y que los campesinos depositan sobre la tierra. Puesto que estas materias se secan en fragmentos muy pequeños o en verdadero polvo, debido a la acción del sol y del viento, son transportados así por las corrientes del aire o por las aguas lluvias, hacia las huertas, los pozos, las fuentes, los canales, los recipientes del agua de bebida. Estas aguas y las legumbres y objetos contaminados llevan los huevos al estómago y al intestino Allí, por la acción del jugo gástrico, de los jugos digestivos, queda la larva en libertad y ella se abre camino a través de la pared intestinal, para entrar en uno de los vasos sanguíneos. Ya en el torrente circulatorio, va al hígado por la vena porta, pasa a la vena cava inferior, penetra en el corazón derecho y de ahí se dirige al pulmón, en cuyo parenquima abandona la ruta circulatoria. De ahí, ascendiendo por los bronquios, la tráquea y la laringe, vuelve a tomar la vía digestiva, para radicarse, sobre todo, en el ciego, en el apéndice y aun en el intestino delgado. Se fija sólidamente sobre la mucosa y en ella hace su vida parasitaria completa, hemófaga y de reproducción. —¿Y no hay otra puerta de entrada? —Sí. Los pies. —¿Y qué tiene este enfermo? —Anemia tropical. —¿Y cómo lo sabe usted? —Es un diagnóstico clínico. No. Usted no conoce ni el examen de sangre, ni el de materias fecales hechos por el laboratorio.


107 No agregó más el maestro, pero a Jorge le parecía que él continuaba con estas palabras que se le escuchaban muchas veces: “Para hacer un buen diagnóstico es indispensable la reunión de datos y hechos relativos al enfermo, tan completos cuanto sea posible. De otra manera las conclusiones científicas no se facilitan y casi siempre son erróneas. Cuando éstas se derivan prematuramente o sin el acopio de las informaciones necesarias, se comete una falta contra la clínica, contra el espíritu de la medicina. El médico debe ser un observador cuidadoso y un investigador paciente”. El doctor Franco tenía una de las estampas más honorables y bien logradas del médico en Colombia, merced a la larga y tenaz disciplina de una vocación extraordinaria. ¡ Qué conjunto de realces profesionales y humanos! No se sabía qué admirar más en él, si las calidades del científico o las del gran señor. ¡Y qué vida más alta, limpia y despejada! Servir a los enfermos, prevenir dolores, luchar contra las endemias, organizar centros científicos, crear higiene, formar discípulos y conquistar laureles para Colombia en continentes de cultura, ¿no es todo esto una manera de ser grande? Jorge y sus otros compañeros comprendían la buena suerte de sus días al tener como autor y ejemplo de su tarea futura a la meritísima y pulquérrima figura de Roberto Franco. Solo el desprendimiento y generosidad de la mano de los dioses y la labor infatigable, firme e inspirada de las virtudes personales podían esculpir esa imagen de iluminación y norma ** El aula que existía en las dependencias de la Escuela de Medicina, frente al Parque de los Mártires, era honrada diariamente con la presencia del doctor Carlos Esguerra. Ante las filas semicirculares de escaños, en espaciosa gradería, se destacaba en su cátedra, como todo un profesor del Viejo Mundo. De cuerpo pequeño, bien proporcionado, se imponía rápidamente como un hombre de ciencia. Las personas que se cruzaban con él en la calle, sin conocerlo, pero viéndolo serio, mesurado, lleno de señorío, le saludaban instintivamente de sombrero en mano y le hacían la atención de cederle la acera. Infundía respeto. Pero lo que más resaltaba en él era la sencillez tranquila y esos sus ojillos azules y penetrantes, que paseaba por los rostros de sus discípulos, en expresivos reflejos metálicos, durante la hora de sus exposiciones. Hacía la enseñanza teórica de la patología interna. Invariablemente cada día desarrollaba un tema, y siempre, para mayor ilustración y para vencer la aridez natural de la materia, lo amenizaba con una relación de su práctica o la de otros, especialmente en la Clínica de Marly, que él había fundado en años anteriores. Su honradez en esas historias clínicas era ejemplar. No se


108 ufanaba de continuos éxitos. “A pesar del tratamiento aconsejado y cuidadoso, el enfermo sucumbió”, era su frase favorita, para concluir el relato de los fracasos propios o ajenos. A esta enseñanza encajada en ¡os prospectos universitarios, agregaba el doctor Esguerra una que le venía de atrás, especialmente de su ilustre padre, la de la dignidad. Esta lujosa y bellísima cualidad era como su marco. Emanaba de él naturalmente, espontáneamente, como de un cuerpo radioactivo, y tan real y verdadera, como la ciencia de sus palabras. ** En el principio de este cuarto año le llegó a Jorge, cual regalo del cielo, el nombramiento de practicante en la fábrica de chocolate “La Estrella”, con la doble obligación de prestar servicios médicos a los obreros y de dormir en el edificio de la fábrica. Para los propietarios era tan importante la primera como la segunda, porque la vigilancia nocturna se hacía necesaria con los robos frecuentes, así como se hacía necesaria también la honradez insospechable de quien la ejerciera Jorge bajaba todas las noches por la calle 15, calle de tranvía, hasta las inmediaciones de la Estación de la Sabana, a dormir en la fábrica. Después de preparar las tareas se metía entre la cama, y, medio embotado por el penetrante olor a chocolate, leía o meditaba antes de dormirse. Entre sus libros tenía uno de Tomás Carrasquilla. Había conocido al Maestro pocos meses antes, erguido en una ventana del Templo Calvino, observando a los universitarios y transeúntes que, al medio día y al atardecer, poblaban la carrera 9ª, en marcha hacia Las Cruces. Calvo y ya sesentón, tenía la apariencia de un rector de colegio o universidad. En el rostro le titilaban los pequeños ojos vivos y maliciosos, y una sonrisa afable se asomaba bajo el bigote espeso. Jorge, como todos los muchachos de la Montaña, le debía a Carrasquilla el inefable bien de que, cuando niño, algunas noches, antes de que el sueño le llegara, echara a volar la imaginación con el cautivante cuento “A la diestra de Dios Padre”, el que con el de “Sebastián de las Gracias”, “Tío Conejo”, “El Mohán”, “El Enrilao”, “La Madremonte”, “El Patetarro”, “La Flor de Lilolá”, forman uno de los ramilletes más espléndidos del folklore antioqueño. Y gozaba él lo indecible de esa prosa, que le seducía, como una rubia de Castilla, con la expresión y el vestido de los paisas. —¿No te parece —le decía una de esas noches a Pacho, quien había ido a verle a la fábrica— no te parece que de todos los escritores de la Montaña es Carrasquilla el que mejor muestra el habla de Antioquia? El sermo vulgaris de sus personajes es perfecto. Y su sermo nobilis, el que emplea cuando habla por cuenta propia, es


109 notoriamente clásico, riquísimo y tan paisa como el otro, del cual no se diferencia sino por la cultura. Pacho, que ya había tomado de la mesa a “Frutos de mi tierra” y lo hojeaba, exclamó: —Cómo te parece esta exageración: “... pero afortunadamente el caucano es todo un señor equitador, capaz de tenerse en un proyectil disparado. . .” Federico Trujillo se quedó tachuela. Sin un habla de esta clase no podía concebirse un pueblo así de emprendedor, traficante y aventurero. —Permíteme yo abro aquí, para que te chupes este dulumoco — agregó Jorge, tomando el pequeño volumen y mostrándole a Pacho el siguiente párrafo: “¿Qué verdor es ese que así agasaja el viento? Se revuelve, se cimbra y se azota, volviendo, ya de un lado, ya de otro, el encrespado follaje, brillante como la seda; se despliega en la vega; viste el ribazo y la colina; llena la quiebra y la cañada; y, lo mismo en la arada que en la roza, lleva siempre frescura al ambiente, recreo a la vista y santo regocijo al corazón del labrador. Adorne, apenas recién nacido, los altares; luzca la gallarda espiga en el surco; cargue en sus mil envolturas el riquísimo tesoro, se muestra siempre ufano, se yergue siempre altivo, sin temer al trigo ni a rival alguno. ¿Cómo temerlos? El da a nuestras campesinas mejillas como rosas, y carnes apretadas, henchidas de fecundidad; a nuestros gañanes, fornido cuerpo, venas levantadas como cordeles, huesos de hierro, y ese brío indomable para el trabajo. El inspiró al bardo de nuestras montañas aquel poema de nuestra naturaleza, cuyos ecos resuenan de nación en nación.” —Esos sí son frisoles, arepa y mazamorra. Eso sí es natilla. Eso nos lo debíamos saber de memoria todos los maiceros —comentó Pacho. ** Y otras noches avivaba sentimientos, meditaba. Meditaba en su soledad; en su pobreza, que, al fin y al cabo, era su mayor fuerza; en sus pantalones raídos y remendados por él mismo; en sus medias rotas; en ese su cuarto, que era al mismo tiempo depósito de herramientas de la fábrica, oscuro y frío, donde nunca entraba el sol. Pero entonces se decía con el naturalista inglés: “Mientras más lóbrega es mi noche, más brillan mis estrellas”. Y sus estrellas eran la inconformidad, la rebeldía, la capacidad de sufrimiento, la resolución de triunfar. Mas estas meditaciones no duraron mucho. Una noche sonó el teléfono, lo que nunca sucedía. —Jorge: ¿Cómo está?


110 —¿Con quién hablo? —Adivine, adivine. —No me es posible. ¿Pero quién me habla? ¿Quién me hace este honor? —Ya lo irá sabiendo. No sea curioso. Y una risa femenina le retozaba en el oído. La conversación duró un rato. Fue un diálogo ágil, travieso. Y la interlocutora quedóse en el misterio. Casi todas las noches continuaron las llamadas, pero, por más esfuerzos que hizo, no logró Jorge saber nada de la invisible amiga. El anhelo impaciente era grande. ¿Cuál sería la bella? Cuando abandonaba la Facultad, al llegar la tarde, apresurábase a comer en su hotelito de estudiante, para estar listo en la fábrica en el momento de sonar la campanilla. Los primeros repiques le aceleraban el corazón. Con el pasar de los días, iba amando esa voz que le hacía un rato de compañía en su forzado retiro, y con ansia la aguardaba. Hacía ya dos meses que ella lo deleitaba con una constancia que él bendecía. Su nombre ignorado y el porfiado encubrimiento se la hacían demasiado incorpórea, y, cuando la analizaba, la rodeaba de conjeturas, tratando de penetrar en ese encantamiento de la gracia. Consecuentemente él se imaginaba a la gentil muchacha que le hablaba. A no dudarlo tendría diez y ocho años. Su cuerpo debía ser esbelto, así como era ligera y nítida su voz. ¿Y esa gallarda desconocida no debía tener los ojos negros, de los que arden, si aquella voz a veces abrasaba? ¿Y no sería romántica y sentimental, si al auricular solían llegar arrullos? ¡Ah! Ella tenía que ser, además, hermosa. Aquella voz tan juguetona, tan fina, tan alegre, no podía proceder sino de un ser afortunado, puesto que el dolor de la fealdad en la mujer debe producir desaliento en el diálogo y el canto. —¿Y usted por qué estudia medicina? —le preguntó ella alguna noche. —De veras: ¿por qué escogió esa profesión? —Usted sabe que toda juventud tiene numerosos proyectos. Pues bien: una vez terminado el bachillerato, me puse a examinar el rebujo de los míos y adopté el de estudiar medicina. Sin duda me caló muy hondo la idea de servir, que de niño leí en alguna parte, y pensé que esta carrera era una de las que más facilitaban esa inclinación.


111 —Pero esa profesión es de mucho sacrificio y muy triste. Unicamente se ilumina de contento cuando el médico se aleja de este mundo. Yo leí algo muy interesante sobre eso en un libro. Cuando se despidió la voz, Jorge quedó como preocupado por algunos instantes. “Sólo se ilumina de contento cuando el médico se aleja de este mundo”. Estas palabras le quedaron sonando en los oídos. Luégo, reaccionando, se dijo: “Mas ¿qué importa? Quiere decir que la profesión del médico es como el cisne: canta al morir. Cual el sacerdote, el médico tiene, al expirar, el goce de haber servido instante por instante. Toda vida es más o menos dolorosa y la del médico tiene, al menos, esa inefable compensación. Días después trepidaba la ciudad con la fiesta de los estudiantes. Jorge estaba aquella tarde haciendo con Pacho un repaso urgente de patología en uno de los corredores altos del edificio de Santo Domingo. Desde allí escuchaban la algazara, el oleaje de voces que sacudía los aires. Gentes numerosas entraban y salían bajo los arcos, en afanes de correo. Súbitamente los dos muchachos fueron sorprendidos por algunos compañeros. “Estas no son horas de estudio, ¡desbrevados! —les gritaron, mientras les arrebataban los libros, para dárselos a guardar al empleado más próximo. ¡ Al Windsor! ¡ Al Windsor!” Y al Windsor, el café del frente, fueron a parar. El Windsor hervía de estudiantes. La alegría era tanta que resultaba estrecho el recinto. Un rato después, ya con algunos alcoholes, se trasladaron a la carrera 7ª. Anochecía. Todas las calles estaban llenas de gentes. En los balcones y ventanas no cabían las muchachas. Numerosas orquestas de tiples, bandolas y guitarras, de trecho en trecho, recorrían las cuadras que van de la plaza de Bolívar hasta el parque de la Independencia. La multitud de colegiales, universitarios y participantes de toda clase, electrizados por la alegría, se abrían paso por entre los curiosos, que eran repelidos hacia lo largo de las aceras, donde apretábanse en gruesas filas. “¡Viva Maruja Iª!” “¡Viva la reina!”, eran los gritos que se agrandaban entre los muros de las casas y los edificios y que corrían atronadores sobre aquel desfile ruidoso y delirante. Las serpentinas, en profusión de colores llegaban hasta las hermosas de los balcones y se enredaban en sus cabellos, en los alambres de la luz o en los ángulos de los barandales, o bien descendían a millares de los balcones mismos, sobre las cabezas innumerables de los muchachos. Los confetis caían en lluvias sucesivas y tachonaban así mismo de colores el alborotado río humano que pasaba. “¡Viva Maruja Iª!”, “¡Viva la reina!”, “¡Viva la fiesta de los estudiantes!” Jorge rodaba en esa densa corriente de bullicio y alborozo. De repente, yendo por la acera, al pasar por el frente de un portón, entre los apretones de las ondas humanas, que se rompían en las


112 paredes, oyó que llamaban: “jJorge! ¡Jorge! ¡Jorge!”. “¡La voz!” — gritó él— —¡Aquí está mi voz!” Y con la rapidez y facilidad de un prestigitador su mano arrancó de quien lo llamaba el antifaz que la protegía. Una iluminación súbita de belleza lo deslumbró, pero al tratar de seguir tras ella, que corría por un zaguán hacia un patio interior, el cierre rápido y violento de la contrapuerta le impidió el paso. Y la voz amada no volvió a resonar más en el teléfono de la fábrica. Su ausencia fue una pena para Jorge. Un tiempo largo después la volvió a oír en una clínica. ¡Oh alegría muerta en el momento de nacer! Era la voz de una niña que había contraído matrimonio con un viejo avaro y que ya, por ese entonces, se había velado con los silencios de la desventura. ** Era frecuente que Jorge, al descender por la calle 15 hacia la fábrica, por lo que se llamaba el “Camellón de los Carneros”, se encontrara con don Marco Fidel Suárez, cuando éste se acercaba a su casa, junto a la carrera 12. Vestía siempre de negro. Su andar era tranquilo y, casi constantemente, con los ojos dirigidos hacia el suelo. Un claro ascetismo se le reflejaba en el rostro ancho, de huesos pronunciados, en el que la mirada denunciaba una ardiente vida interior. Bajo el bigote recortado y blanco, la boca, un tanto contraída, no se veía siquiera sonreír. Tenía Jorge una simpatía, a modo de veneración, por don Marco. El político que había en él jamás le había interesado. Lo que le seducíade esa figura era principalmente la vida, la conquista de ella, el maravilloso conjunto de virtudes que la había regulado. Le seducía, así mismo, su altura de escritor, de filólogo, y esas excelentes condiciones de artista se encubrían en la sencillez y seriedad de su prosa y que de haberlas aprovechado, habrían hecho de él un novelista superior a Carrasquilla. La obra gramatical de don Marco la había empezado a conocer pocos años después de la aparición de “El Castellano en mi tierra” y, sobre todo, había hojeado repetidísimas veces los “Estudios gramaticales” y casi que los sabía de memoria. Qué cantidad de ciencia la que recoge ese volumen y con qué dominio de sus alas vuela don Marco hasta las cumbres de Bello. El muchacho estaba enterado bastante bien del camino recorrido desde el “Ensayo crítico”, que en el 81 triunfó en el concurso de la Academia, hasta este libro que encierra la riqueza de estudios y ampliaciones posteriores. Entre las cosas magníficas que tuvieron la fortuna de presenciar los estudiantes de ese tiempo, ninguna tan extraordinaria, en tratándose


113 de cultura, como la sorpresa de la oración a Jesucristo. Celebrábase entonces el primer Congreso Mariano y la coronación de la Virgen de Chiquinquirá, cuyo lienzo había sido trasladado a la capital, en procesión sin precedentes, por el fervor y la grandiosidad. Bogotá congregaba a varios jefes de la Iglesia y a innumerables peregrinos y se hallaba de gala, realizando esa gran fiesta religiosa. De un momento a otro la ciudad se quedó como suspendida, porque rasgaron los aires las palabras de una página antes nunca vista ni oída. Era que don Marco acababa de leer su oración a Jesucristo. La majestad del habla de Castilla lucía un timbre nuevo en esta altiplanicie. “Es la mejor página de la lengua castellana en Colombia” comentó la voz arrogante y erudita de Antonio José Restrepo. Coros de alabanzas similares se dejaron oir por todas partes. Había razón. Qué pocas veces las palabras del idioma han acendrado su música, su nobleza, su exactitud, como en ese homenaje de la pluma de don Marco, y cuán pocas también la prosa castellana ha tomado de la Altísima Fuente pureza, amor y dulzura, para significar, en obra casi incomparable, lo divino y lo humano del Salvador de los hombres. Y para Jorge don Marco era un ejemplo. Nacido en una choza, por demás humilde, cercado de miseria, fue uno de los mortales que, de niño y de joven, solo tuvo el único bien —pero cuán grande— de dos nombres: “mi madre y mi Padre Celestial”, padre que lo es de todos. Y después, con el correr de los años, no alcanzó fortuna material alguna, pero sí la inmensa de una vida superior y espléndida. ¿Qué son si no, virtudes cristianas, tesón sin rotura, voluntad sin flaquezas, oro en la pluma, elevación de pensamiento, acopio de ciencia, gloria sin sombra? ¿Quién no exprime de esa vida jugo para tonificar la propia, como un elíxir de poderes sobrehumanos? ** Indudablemente puede considerarse como un hecho afortunado el que Jorge hubiera cambiado su modesto “Hotel Cervantes” por “La Loma”, pensión que funcionaba en la calle 9ª, bajando hacia la carrera 10ª. En un casón viejo, de color verde oscuro y de ventanas siempre cerradas, con rejas saledizas, ofrecía su escondido rincón espiritual este famoso servicio de cuartos y de alimentación para estudiantes. Su fama venía de muchos años atrás y no era propiamente por la calidad y riqueza de la comida, ni por la comodidad y buena dotación de las piezas. Era únicamente por el valimiento de los universitarios que la frecuentaban. En algún escrito el profesor Juan N. Corpas hace hincapié sobre la importancia de “La Loma”. La pensión no tenía nombre impuesto por doña Rosario, su dueña, ni en su frente a la calle veíase muestra que la distinguiera. La llamaban los estudiantes “La Loma”, quizás en el sentido festivo de empinado y árido potrero de animales. Pero es cosa cierta que gozaba de renombre. Por aquel entonces se daban cita en ella, entre


114 otros universitarios de peso, Eliseo Arango, Silvio Villegas, José Camacho Carreño y Augusto Ramírez Moreno, ya conocidos como los Leopardos, y Germán Arciniegas, Hernando de la Calle, Guillermo Londoño Mejía, Clemente Manuel Zabala. Algunos de éstos eran sólo casi diarios visitantes. Como no había más que una mesa grande en el comedor y una sola mujer para atenderla, el servicio se hacía por turnos. El almuerzo era interesante, mas no tanto como la última comida, por el mayor tiempo de que podía disponerse. Primero ocupaba todos los puestos un grupo de estudiantes y cuando éstos terminaban, los ocupaba otro grupo, pero los que habían precedido no se retiraban, sino que se quedaban en pie, formando círculo alrededor de los sentados y tomando café del jarrón que Chava les colocaba en el centro de la mesa. Era que los debates tenían atracción y altura. No había asunto saliente del mundo, el país y especialmente la capital que allí no se analizara. Política, ciencia, literatura, bellas artes, constituían los temas inacabables de este congreso permanente. Los gobiernos de Concha, Ospina, Suárez, Holguín, Abadía, fueron escarmenados con minucia. La capacidad y decoro del profesorado vivía en controversia, menos en lo tocante a los maestros consagrados, entre otros, Cadavid, Abadía, Rivas, Lombana, Ponpilio. Se ajaban, en acometidas de oposición, con los rasgones consiguientes, nombres como los de Herrera, Olaya, López, Santos. Y en cuanto a literatura, qué de sesiones inolvidables, si, por entonces, en pleno reinado de Guillermo Valencia, entre las voces elevadas de José Eustacio Rivera, Eduardo Castillo, Luis Carlos López, Porfirio Barba Jacob, Castañeda Aragón y muchos más, surgían otras, de mensaje naciente, las de León de Greiff, Rafael Maya, Germán Pardo García, Rafael Vásquez, José Umaña Bernal, Mario Carvajal, Juan Lozano y Lozano y de más integrantes del movimiento de Los Nuevos. A no dudarlo, los más hábiles comentadores y polemistas eran los Leopardos, de robusta vocación política y literaria, Estaban fuertemente influenciados, especialmente por León Daudet y Charles Maurras, empuje y verbo principales de L’Action Francaise. Al igual que estos dos grandes escritores, “por el interés nacional y la salud pública”, combatían toda idea liberal; censuraban, aceptándolos en sus fundamentos, los programas democráticos y por razones más laicas que religiosas, preconizaban la preponderancia civil de la Iglesia Católica. No quiere esto decir que no fueran absolutamente católicos. Lo eran, y no de cualquier manera, porque en su catolicismo, indiscutiblemente razonado y consciente, se podía seguir, hasta perderse, la raíz profundamente ancestral, en lo que tiene esta palabra de plenitud de la sangre, de tradición, de fidelidad


115 hereditaria. Otro relieve de la personalidad de los Leopardos era el amor por lo bello, el afán por no ignorar nada de lo humano, la tendencia a la erudición, y sus cabezas, al surgir entre las de sus compañeros, parecían oreadas por un viento del Renacimiento, de inquieto dilettantismo. Pero si este penacho de distinción y celebridad les era común, cuán diferentes eran y han sido el uno del otro. ** Quien, sin conocerlo, hubiera tropezado en la calle con Eliseo Arango, de andar lento, ligeramente encorvado y de aparente indiferencia, indudablemente hubiera creído no encontrarse con nadie. Y, sin embargo, qué personaje y de qué complejidad interior el que pasaba al lado. De los cuatro Leopardos, era y ha sido Eliseo el de la profundidad. Al oirlo en estos pugilatos y porfías del comedor, podía darse cuenta uno de que en él ya había una organización interior sobre bases filosóficas. Ya poseía lo que le ha distinguido toda la vida: una gran facultad para exprimir y ordenar ideas, para la síntesis y la cohesión de los conocimientos. Como orador alcanzó Eliseo ambicionados triunfos. Su entonación ha sido rotunda, de acuerdo con su espíritu fuerte y en contraste con la levedad de su cuerpo. Alguna vez, en conversación amistosa, lo confirmaba así Gabriel Turbay, agregando un entusiasta elogio. Y es que, entre otras cosas, este Leopardo sencillo, un poco avaro de sus tesoros, hacía coincidir en el tema que desarrollaba en la tribuna, con elegancia de dicción, la suma de sus recursos espirituales. Además, era el verdadero político, y por eso fue el que andando el tiempo, llegó a ser hombre de Estado. Este porvenir hubiera podido predecirse, porque desde esos días se le veía manifestarse como espíritu disciplinado, de comprensión y respeto por la interdependencia de las ideas. Frente a él siempre ha tenido uno la impresión de que le acompañan la meditación y la serenidad. Mas no se crea que ni entonces ni después ha carecido de audacia y atrevimiento. De poseerlos ha dado muestras toda la vida. Lo que hay es que ha siclo perspicaz, mesurado y prudente, y de un cierto escepticismo y reticencia elegantes, lo que le ha permitido andar por la accidentada vida colombiana sin mayor ruído, con éxito y sin fracasos. ** El escritor era y ha sido Silvio, como también el más político, aspecto


116 que excluyen estas líneas. Con sus continuas lecturas y la gran memoria que le tocó en suerte, desde muy temprano se reveló como un erudito. El periodismo ha sido su palenque y de él no se ha apartado sino por temporadas cortas, pero ha publicado libros cautivantes, de inquietud y bellos. Ya desde “La Loma” se iba destacando la altura de su prosa. Su estilo es pronto, desenvuelto, de inflexiones atenienses y, haciendo gala de muy abundante información, serpentea sobre las más diversas tesis y principios. En su prosa, como en toda buena prosa, se advierte lo que los franceses llaman doble ritmo: el sintáctico o formal y el profundo o ideológico. Las proposiciones se mueven, no dentro de los períodos elegantes de la época clásica, sino a pasos más bien cortos, de cadencia perceptible; y, en cuanto a las ideas, ellas van enarboladas en este desfile, con orden, lustre y claridad. Ha caracterizado a Silvio la devoción por lo noble y por lo bello, y un desvelo constante por todo lo que incumbe al pensamiento, en cuyas especulaciones ha tenido siempre el buen cuidado de no rayar en lo quimérico. Posee una mente abierta, dilatada, de agudeza para apreciar el linaje y significado íntimo de las cosas, y de gran imaginación, fantasía y sensibilidad para apreciar el mundo de las formas. No hay en él la rigidez granítica y áspera de los principios. Su yo tiende a la universalidad, con cierta gozosa dispersión, y va por los distintos caminos del espíritu, como un cazador enamorado de ideas, seres, sonidos y paisajes. Su personalidad literaria, de las más encumbradas en Colombia y el Continente, tiene la solidez y el brillo que dan el fervor y la faena permanente de la inteligencia y de la voluntad en toda una vida, y se manifiesta por una vasta ilustración, por una admirable capacidad para la obra superior y estética y por una pericia periodística de excepcionales condiciones. Como orador ocupa un lugar muy destacado, y como polemista figura entre los más aguerridos de nuestro Parlamento. ** Ramírez Moreno encarnaba el dinamismo, el arrebato. Su cuerpo delgado parecía un manojo de cuerdas vibrantes. El porte y la presencia que lucía por esa época eran los de un adolescente revolucionario, de esos que marchan por las calles de una ciudad, al son de los clarines o músicas marciales. Hubiera sido un modelo para un Eugenio Delacroix. En esas primeras luchas de mocedad andaba por el camino del arresto y la bravura; y, como poseedor de una inteligencia muy viva, ya bastante cultivada, era contendor de relámpagos dialécticos inesperados. A consecuencia del temperamento emotivo formaba a veces gran ruido con sus “detonaciones verbales”. Tenía extralimitaciones, deslumbrantes unas veces; otras, apasionadas y agresivas, pero sin salvar los lindes de la


117 generosidad, y llevaba, como lo ha llevado siempre, un corazón de exquisitos sentimientos. Augusto fue y ha seguido siendo hombre de libros, mas no como sus otros compañeros Leopardos. La predilección de su vida fue la arena parlamentaria, en donde hizo una larga faena de peripecias interesantes, a veces pintorescas, y de suertes muy variadas, y en donde tuvo tardes de oratoria verdaderamente felices, porque alcanzó por momentos cimas de elocuencia, de esas que se irisan con los resplandores de la gloria. No parecía que al fin de sus años y por largo tiempo fuera a parar aquel combatiente, de verbo abundoso y deslumbrante, en el mullido sillón de una posición diplomática, sin dificultades ni problemas; o, más tarde, en un retiro notorio, lejos de su antigua palestra. Pero no. Su espíritu estaba vigilante y su servicio en tácita ofrenda, y he aquí, que al solicitárselo la patria, se ha erguido nuevamente, y hoy, desde la elevada posición de Ministro de Gobierno, realiza una de las labores más difíciles, descollantes y provechosas para Colombia ** Apenas entrando en la juventud empezó a darse a conocer José Camacho Carreño, como una de las inteligencias privilegiadas de la época. Era un vástago de la nobleza espiritual de Santander y, en calidad de tal, llegó con el tiempo, a pasearse por las calles de Bogotá, cual uno de los blasonados de la pluma y la oratoria. El Padre Carrasquilla, en las fraguas del Colegio del Rosario, le templó las armas, y después don Marco Fidel Suárez le confió algunos de sus secretos del decir. Hubiera sido el más universal de todos los Leopardos si sus dones, de tan copiosas prerrogativas, no se hubieran marchitado por haber sido un febricitante de sentimientos y emociones y un catador de lo extraño y paradógico. Había en él un orador, un escritor y hasta un poeta desasosegado. Más aún: un trágico quizás. Alguna vez decía Max Grillo, en conversación amena, que los oradores se dividían en visuales y auditivos. Son los primeros aquellos que van siguiendo con la vista interior los párrafos del discurso previamente escrito. Son los segundos los asistidos por la deidad invisible de la elocuencia, que al oído del pensamiento va dictando los períodos, las cláusulas. las tonalidades de la oración. José trabajaba sus discursos por anticipado, pero no puede negarse que era un orador lírico y que muchas veces oía la voz misteriosa que le transmitía los mensajes del pasado, los anhelos del auditorio y las sugerencias del porvenir. En esas ocasiones su oratoria se salía del habitual atildamiento y entonación, dentro de fija renglonadura, y se extendía en otra más amplia, para que cupiesen lo encendido y lo patético. En algunos desfiladeros forenses, políticos o simplemente


118 literarios dió la impresión de movilizar el ejército de su cultura, tal como lo hacen los grandes oradores, que, cual el capitán de la guerra del 14, en momentos culminantes, ordenan también ¡debout les rnorts! a sus conocimientos relegados u olvidados, como difuntos. La poesía de Camacho Carreño se dejaba ver en algunos acentos felices del torrente de su palabra y se asoma por ahí entre los hilos de su prosa, con reflejos de lirismo, de claridad bucólica, así se llamen “Elegía” a Bravo Pérez, “Rincones de Colombia” o de cualquier otra manera. El escritor era estupendo y hubiera sido magnífico si su prosa no hubiera caído en marcada frondosidad y preciosismo y, sobre todo, si la muerte no lo hubiera arrebatado tan temprano. Es una prosa mágica, de matices innumerables y tan llena de imágenes que deslumbra por las facetas y los colores. Lástima que se hubieran malogrado el poder de meditación y raciocinio y la prestancia espiritual que despuntaron y se vieron en él, así como su fantasía, que le hacía prodigios, y su fecundidad, que le ofrecía recursos inagotables. ** Asiduo visitante de “La Loma” era Hernando de la Calle. La condición salamineña no ha sido estática, sino dinámica. Por eso su espiritualidad, en vuelo de sus apellidos, ha ido a destellar en tierras cercanas o remotas. Manzanares es un pequeño ejemplo. Por los caminos del abolengo despuntó la inteligencia de Hernando entre el San Luis y el Monserrate, y más tarde se dilató por el país todo, especialmente por el solar caldense y la capital de la República. No fue un espectáculo común el de esta inteligencia, alta entre las altas, y la más hermosa que se ha encendido en toda la extensión de su comarca. La cultura de Hernando abarcaba mucho en sociología, historia, filosofía, literatura, lengua castellana, pero, más que todo, tenía una cultura estética. De ahí el lustre tan atrayente de su espíritu. ¡Qué facultades para penetrar en las honduras de las ideas y para lograr las manifestaciones de lo bello! Su compañía, por la erudición, por el pensamiento y por el decoro en que abundaba, era uno de los placeres más estimables y exquisitos. En alguna obra de Charles Du Bos se lee que hay hombres cuyas obras son superiores a ellos, y otros que, al contrario, las superan. Hernando fue de estos últimos, porque su actividad se vió dificultada por la mala salud e interrumpida por la muerte. En él valió más el hombre que la obra. ¡Y qué hombre! De universitario se destacó gallardamente en la agitación de los claustros, por aquellos años muy activa. Tenía la estampa airosa de un girondino, y entre el grupo que discutía los programas revolucionarios en cualquier comedor o en la habitación de algún


119 estudiante, su figura aparecía como una de las de mayor expresión y movimiento. Con excelentes facultades y una gran decisión por la cultura, se enfrentó a su enfermedad, para avanzar en los estudios, y era muy frecuente encontrarlo en la cama, acostado sobre papeles y libros abiertos, así en el día como en la noche, buscando alguna información literaria o científica. Era un enamorado de las alturas del conocimiento, del secreto de las causas y del habla de Castilla. De ésta y de las canteras filosóficas extraía con delectación de anticuario, cual si hubiese pertenecido a una Academia Céltica de los últimos tiempos, arcaismos numerosos y tesis de Heráclito, de Parménides, de los pensadores antiguos, que él desempolvaba, alijaba y bruñía, para hacerlos gala de su verbo o de su prosa. Después de actividades exclusivamente de administración pública en la Alcaldía de Bogotá, que estuvo a su cargo, vivió jornadas procelosas en la Asamblea de Caldas, donde se mostró elocuente, fustigante y duro, pero siempre animado de sanas intenciones. En la secretaría de gobierno, durante la administración caldense de Londoño Mejía, pasó a planos de serenidad, y, más aún, en la rectoría del Instituto Universitario, donde fue propulsor de inteligencias y de ideas. En él se encarnó un intelectual, una nobleza encumbrada del espíritu y, mucho más que todo, un amigo. Un amigo se acaba de decir y he aquí su más alta prerrogativa. Junto a él sí se daba uno cuenta de que la amistad es una presencia semejante al cielo inclinado y benigno en nuestra vida, y de que los orígenes de ella se encuentran en las profundidades mejores del espíritu y del corazón. Con razón la antigüedad le dió su cuna al lado de las virtudes, con los dioses más dulces. Nacía ella en Hernando con espontaneidad magnánima, al conjuro de un bien, de una impresión, de una circunstancia inesperada e imprevista, como una elación de su alma, y dotada de un impulso y dirección puros. Su destino era otro espíritu, por modesto que se viera. No bien tomaba ella existencia, cuando ya entraba en el mundo de lo sensible, con las maneras de lo cordial y por los caminos de lo fraterno. No había nada de lo humano que no fuera participado por ella, pues nunca dejó de ser disposición benevolente, acercamiento, correspondencia, unión y, en cierto modo, identificación con otra alma, dentro de la llaneza y confianza de lo familiar. Como amigo fue ejemplo, orgullo, meta, asistencia, compañía, regocijo, por lo que hacía sentir, con mayor fuerza, que la vida sin compañeros de su calidad es arrecida, menguada y de egoísmo torpe, y que, con ellos, es excelsa y noble.


120 Además, era un señor en la mejor conjunción de atributos que esta palabra contiene. Su elevada distinción, la pulcritud de sus maneras, lo envolvían todo entero, como la capa española que usó en el último tiempo de su vida. Con la muerte de Hernando se le abrió a Jorge una soledad interior, donde arde perenne su memoria. ** ¿Y quién es el que ha entrado esta noche en el comedor de “La Loma”, con ancha sonrisa y retozona nerviosidad? Al llegar se ha incorporado a los polemistas que están en pie, apretando bajo el brazo las revistas y cuadernos que casi siempre lleva consigo. A pocos momentos, enterado del tema de discusión, ya está hablando y riendo, riendo siempre, porque este don Germán Arciniegas, que es el contertulio que acaba de llegar, lidia a sus adversarios con una alegría de espléndido recibo. Germán era un universitario que se matriculó en la Escuela de Derecho, no para estudiar leyes, sino únicamente para ser universitario, para comentar lecturas, para conversar, para escribir, para conseguir amigos y, primeramente, para movilizar ideas y proyectos. Porque no hubo agitación ideológica ni reforma en las Facultades que no tuviera a Germán como abanderado. El tenía tiempo para todo y con todos hablaba. ¿Que don Marco hizo nombrar profesor de la Escuela de Derecho a un viejecito, su amigo, candoroso y ya sumido el espíritu entre sus ochenta años, y que hay necesidad de hacerle firmar la renuncia? Pues... “Adelante!¡Vamos por los estudiantes de la Escuela de Medicina y por los de la Escuela de Ingeniería y todo será un chico pleito.” Con solo un discurso y un centenar de abajos y vivas, el anciano profesor se separa de la cátedra. ¿Que es preciso también que a un profesor de la Escuela de Medicina se le exija la renuncia, porque no tiene estatura de tal? Pues a hacer igual cosa, con más agitación, pero con el mismo excelente resultado. ¿Que hay que fundar una revista del gremio de estudiantes? Germán, con sus dineros, en parte, y, ante todo, con su dinamismo e inteligencia, pone a circular la revista “Universidad”. ¿Que se debe celebrar cada año la fiesta de los estudiantes? Germán es el centro que congrega decenas de compañeros y la idea se abre paso con los reinados de Maruja Vega, Elvira Zea Hernández, Helena Ospina.


121 ¿Y quién alentó el movimiento de llevar a Vasconcelos, el célebre mejicano, al sitial de maestro de la juventud de Colombia, sino Germán; y quién, sino él mismo, fue el gran propulsor de la huelga de los estudiantes, cuando fue retirado de la Universidad de Antioquia el retrato de don Fidel Cano? Admirables eran la laboriosidad y diligencia de este mimado de la fortuna. Mimado, porque, aparte de sus recursos económicos, que, sin ser en demasía, sí lo eran suficientes, poseía riqueza de espíritu, don de gentes, una biblioteca en la casa,y, por encima de todo, una madre nobilísima, de singular inteligencia, que le estimulaba y dirigía con verdadero acierto. Después de este período universitario y ya habiendo hallado en sí mismo a un escritor, empezó a tallar a este último, con gran pericia de cinceles, lo que realizó, no en breve tiempo, porque tardó años en aparecer su primera obra en el exterior, “El estudiante de la mesa redonda”. Lo que siguió más tarde es una de las carreras literarias más sorprendentes de que pueda enorgullecerse Colombia. Como casi toda persona nuestra que sobresale, Germán ha andado por los predios políticos y aun llegó al Ministerio de Educación y a otras posiciones visibles. En Estados Unidos ha hecho enseñanza universitaria y en Bogotá, por veces, ha sido periodista. Pero ha conservado su eje único y definitivo de escritor. Actualmente es nuestro ministro en Italia, mas un ministro viajero por las ciudades de este país, con una pluma en la mano. Determinación feliz de Germán, para su fama continental, fue la de haber escrito mucho, casi todo, sobre temas americanos. El continente le es bastante conocido por estudios, lecturas, observación directa y, muy principalmente, por las investigaciones históricas que le ha dedicado. Su figura es por demás notable. Los hombres de su generación le han visto formarse, crecer y robustecerse. Desde su juventud no ha dejado de velar por su personalidad, dotándola de virtudes morales recias, ilustrándola, y, más aún, dándole un indiscutible poder de simpatía y rodeándola de una atmósfera regocijada, que siempre va con él. Corno escritor es claramente definido. Su prosa es casi una fiesta de los ojos, como lo quería para sus cuadros un célebre pintor, porque Germán es, a fuerza de curiosidad y de paisaje, un acuarelista en el concepto general de sus lectores. En su espíritu tiene tal predominio


122 el color, que su trabajo de creación, de raciocinio, de síntesis, se hace dentro de la gama en que descompone el prisma de su inteligencia la luz de las ideas. Por eso su prosa, rápida y pintoresca, de manchas cromáticas, es de claridad, de matices, de relieves, de contornos. Cuando uno entra en la lectura de sus libros pronto se da cuenta de que las páginas están bañadas de una alegría que se ve, como si estuvieran abiertas a la brillantez de la mañana, y por todas ellas resuena la risa intencionada y contenida de un fino humorismo. Desprecia la solemnidad con todo el corazón, como hombre inteligente. Sus maneras son sencillas, juveniles, de gran franqueza y es un paladín de la democracia en América, por la cual ha roto más de una lanza en sus actividades públicas. ** El fin de este año encontró a Jorge en un departamento de la carrera 9 con la calle 8, que tenía sobre la puerta este letrero: “Oficina de practicantes”. A ninguna cosa mejor podía aspirar un alumno pobre de la Escuela. Quien tenía la dirección y la responsabilidad mayor de esta empresa estudiantil, por haber cursado ya el sexto año de los estudios, era Heraclio, un escogido camarada boyacense. Varias tardes ventilaron el proyecto de esta fundación, en la compañía de Pacho, el tercer socio. Era necesario buscar un sitio apropiado y no lejos de la Facultad, para facilitar la asistencia a las clases y al trabajo. Pero lo más importante era la aportación en dinero que cada uno de los fundadores debía hacer, cuya cantidad, elevada para ellos, sería destinada a la compra de jeringuillas, agujas hipodérmicas, instrumentos de pequeña cirugía, aguja de punción lumbar, es decir, de cuanto indispensable es en esta clase de servicios. A Jorge no le alcanzaban sus ahorros de la Escuela Militar para la cuota que le correspondía. Necesitaba completarla. Y para ello no tuvo más remedio que pensar en la venta, al peso, de la cadena del reloj de su padre, la cual había traído de la casa de su hermana, en el último viaje. El la miraba y la contemplaba. La apreciaba mucho, porque sin cuento fueron las veces que sus manos de niño trataron de zafar la muletilla del chaleco paterno y jugaron con los cortos ensortijados que la formaban, así como con el dije o pendiente de topacio y berilo que la realzaba, cuando el anciano, sentado en una silla y acariciándole, presidía las veladas familiares. Era el único objeto del hogar que le quedaba. ¡Qué duro enajenarlo! Pero la vida clamaba y había que trabajar. Una mañana se llenó de valor, de coraje repentino, el de una miseria extorsionada, y partió para una joyería. Un viejo calvo, de anteojos gruesos, de un rostro anguloso y sin mudanza, de usurero típico, la tomó en las manos, la extendió sobre los dedos ganchudos, le hizo el toque acostumbrado de agua fuerte, la pesó en la balanza de las emociones para el pobre, y,


123 arrojándola sobre el mostrador, como para devolvérsela, le dijo en tono seco: “Cuarenta pesos”. Las manos de Jorge se pusieron frías, casi avergonzadas, lo mismo que el alma, al contacto de los sucios billetes. “Cómo es de helado el infortunio” —exclamó interiormente y se alejó. A la oficina empezaron a llegar gentes en solicitud de servicios, los cuales eran prestados, en su mayor parte, por Heraclio, pues era el que tenía conocimientos suficientes. Los otros dos muchachos tenían que aprender la técnica de todas las inyecciones, la de la punción lumbar, la de los diversos vendajes, la de las curaciones en general, y perfeccionar ciertas nociones elementales sobre pulso, respiración y otras más de observación y cuidado de los enfermos. Era verdad que Jorge ya tenía algunos conocimientos de estas prácticas, adquiridos en la Escuela Militar, pero necesitaba aumentarlos y mejorar su habilidad. Heraclio los llevó una mañana al hospital de San Juan de Dios, pocos días después de abierta la oficina, con el ánimo de facilitarles las enseñanzas de la clínica. Pasaron frente a varios salones, todos llenos de pacientes, y fueron a detenerse en la sala de hombres de lo que se llamaba el servicio del doctor Pompilio Martínez. El interno se ocupaba precisamente en hacer la visita de la mañana. Lo acompañaba Epaminondas, el enfermero. Todas las camas estaban ocupadas. Eran tinos catres metálicos, altos, ordinarios, provistos de almohadas y jergones gruesos, llenos de bodoques, y vestidos de sábanas amarillentas, más o menos sucias. Sobre esos talegos, rellenos de tamo, reposaban los enfermos, tímidos, acobardados, encogidos, cubiertos de una manta permanente y una colcha burda, que sólo debía ser cambiada cada ocho o quince días, según el número o el tamaño de las manchas que le fueran apareciendo. Cuando entraron, casi todas las miradas cayeron sobre ellos, algunas curiosas, otras interrogantes, las más melancólicas, las menos con muestras de desagrado. Con minuciosidad asombrosa fijaba Jorge en su memoria aquellos rostros tan indiferentes, pero tan igualmente marcados por el sufrimiento. Rostros pálidos, exangües, plomizos, cárdenos, hinchados, huesudos. El silencio de la sala era interrumpido por ayes apagados, por respiraciones cortas y ruidosas, por diálogos breves, entrecortados. “Buenos días, don Juan ¿cómo va?” —le dijo el interno al paciente que seguía en orden, un trepanado del cráneo, mientras, a través de las mantas, le pellizcaba el dedo grande del pie. El enfermo, que se había incorporado un poco, apoyado el codo en la almohada, respondió: “Regular, doctor. Anoche tosí tanto, que no pude dormir”. La voz debilitada brotaba de la espesura de sus barbas arremolinadas


124 e incultas y los ojos casi se perdían bajo las cejas esparcidas y pobladas. El interno le puso el termómetro, le auscultó, le hizo respirar fuertemente, le hizo toser, le hizo decir treinta y tres en voz baja y alta, tomó la historia clínica que colgaba de la cama, hizo algunas anotaciones y luego, en el libro de fórmulas, abierto sobre el pecho de Epaminondas y sostenido por las manos de éste, escribió una receta. “Se va a mejorar, viejito. Desde hoy se le van a poner unas inyecciones” —agregó, mientras pasaba a la cama siguiente. —Tuvieras tú inconveniente —le pidió Heraclio— en que yo le pusiera esas inyecciones, para enseñarles a estos dos primíparos? —Ninguno, absolutamente ninguno. Puedes ponerlas y cuantas más quieras, no sólo aquí, sino en el salón de mujeres. Al día siguiente llegaron temprano al hospital, pusieron algunas inyecciones y, como supieron que el doctor Martínez iba a operar un quiste del ovario, se fueron directamente a la sala de cirugía de mujeres. Un corto rato después se acercaba el carro rodante con la enferma. Entre el interno y la enfermera la trasladaron a la mesa. La pobre mujer miraba a todas partes, llena de temor. Temblaba. Cuando empezaron a cubrirla se santiguó y musitó una oración. Luégo le ataron a la mesa las manos y los pies. Sentado en un banco, frente a la cabeza, el interno, que a su lado había alistado un abreboca y unas pinzas de lengua, le untó vaselina en la nariz, en los labios, alrededor de la boca, y le colocó una compresa doblada sobre los ojos. En seguida tomó el aparato de Ombredanne y lo puso sobre su cara. “Respire hondo, sin miedo; respire, respire” —le ordenaba frecuentemente, mientras el doctor Martínez, su jefe de clínica y otro ayudante terminaban el lavado de sus manos en el cuarto vecino—. La enferma empezó a dormir tranquilamente, en apariencia, pero, minutos después, de improviso, comenzó a agitarse convulsivamente, a levantar enérgicamente la cabeza, a lanzar monosílabos incomprensibles, y entonces el interno le descubrió el rostro congestionado, le enjugó la saliva espumosa que le llenaba la boca y continuó la anestesia. Un sueño tranquilo, de respiraración pausada y ruidosa, siguió al período de excitación. El globillo del aparato se inflaba y desinflaba rítmicamente. Alrededor de la mesa ya estaban los cirujanos preparando el campo operatorio. El abdomen lo había embadurnado de tintura de yodo una Hermana y lo había enjugado después con alcohol. De uno de los brillantes tarros traídos del autoclave sacaban los lienzos y compresas blancos y estériles, que ordenadamente extendían, como poniendo amplio cerco al sitio elegido para la incisión. Ya lista la larga y estrecha abertura rectangular en el abdomen y entre el ruido metálico de los instrumentos que el ayudante separaba y disponía, preguntó el doctor Martínez al anestesista: “¿Se puede?”. Este le levantó a la enferma uno de los antebrazos que, minutos antes, le había


125 desamarrado y lo dejó caer en la mesa, para ver si había relajación completa; en seguida, retirando la compresa que cubría los ojos, tocó con el índice la córnea de uno de ellos, para cerciorarse de que no había movimiento reflejo. Ya seguro, respondió: “Sí, doctor, se puede”. No había lámpara scialítica, porque entonces no existían, pero chorros de luz clara que se filtraban por los vidrios iluminaban perfectamente el campo operatorio. Jorge y Pacho, que en silencio habían seguido con asombro y atención todos estos preliminares, se acercaron lo más posible a la mesa, cruzaron sus brazos y, casi sin respirar, con emoción, clavaron los ojos en el doctor Martínez. Este tomó el cuchillo, extendió la mano izquierda sobre el extremo superior de la abertura, apoyó fijamente el pulgar y el índice a uno y otro lado, y entre ellos, resuelta y seguramente, empezó el corte de la piel, con perfecto sentido muscular. Sin una vacilación, sin un salto, el bisturí fue de la región umbilical hasta la prominencia del pubis. Al corte de los pequeños y numerosos vasos sanguíneos acudieron las pinzas y las compresas. En seguida las manos experimentadas del maestro abrieron la capa muscular, cortaron el peritoneo y en poco tiempo, con la pericia de siempre, de la cavidad extraía el voluminoso quiste dermoide de un ovario. Después hizo la restauración de las capas o planos abiertos y, finalmente, la sutura de la piel. Pacho y Jorge se retiraron con Heraclio. Habían asistido ese día, en mejores condiciones que otros, al espectáculo extraordinario de “un arte que, por sus adelantos, no envejece”, y en el que la ciencia alumbra un dolor, dirige una habilidad y asesora una conciencia. ** Faltaban todavía veinte días para reanudar los estudios. Jorge y Pacho iban todas las mañanas al hospital a observar y aprender. Ya Clavelito, la más dulce Hermana que haya pasado por San Juan de Dios, los conocía y ayudaba en cuanto necesitaban y pretendían. Su oficina tenía algún movimiento y los tres ganaban con qué atender a su pobreza. —Tenga la bondad de decirme si uno de los practicantes puede ir a mi casa a ponerle un suero a una niña —le dijo a Jorge un señor nervioso y preocupado. —Con mucho gusto. Hágame el favor de darme la dirección. Dentro de un cuarto de hora estaré allá.


126 Jorge, a quien le tocaba el turno de este servicio, entró en una residencia lujosamente presentada. Al llegar al final de la escalera, en el piso superior, se abría un amplio salón, muy bien amueblado, en cuyo fondo aparecía el arco que daba entrada a un artístico oratorio. A uno y otro lado se dividían, en alcobas y cuartos, los dos cuerpos de la casa. Sentada junto al borde de una cuna se hallaba una mujer joven, angustiada. “¡Ay, señor, se me muere mi chinita!” —fue el saludo que Jorge recibió al acercarse—. Dos manos finas y un pañuelo recibían los sollozos y las lágrimas. Bajo una manta rosada, en la que sobresalía del bordado el diálogo de un bebé y un perro, se encontraba, vencido por la enfermedad, el cuerpo frágil, blanco y diminuto de una niña que llegaba al año. Sobre el lino de la almohada resaltaba el color negro del cabello crespo. En la enflaquecida, seca y pálida carita se había velado la luz de la vida tras la cortinilla de los párpados, sombreados de un azul oscuro por los asomos de la muerte. Las ventanillas de la nariz se dilataban en acelerado ritmo, a tono con el tórax y el abdomen, y entre los labios se había estampado un gesto de dolor y sufrimiento. La fiebre era muy alta. Un olor penetrante y tibio de combustión se elevaba de aquella leve porcelana. Jorge, ya listo, levantó las mantas y descubrió el abdomen, sobre el cual corrió tenuemente la luz de la lámpara. Bajo la piel deshidratada, con cuidado sumo y con manos de piedad, inyectó el suero fisiológico. Y sintió lo que de ese día en adelante habría de seguir sintiendo: la blandura del corazón del médico ante el dolor de un niño. “No se vaya, señor, —le dijo la afligida madre, quien no había querido presenciar la maniobra del suero—. No se vaya, se lo suplico”. Jorge accedió y tomó uno de los asientos cercanos. El padre de la chiquilla le informó con pormenores sobre el curso de la enfermedad. Era una gastroenteritis muy aguda, una infección, en la que el organismo había entrado en un grave estado de toxicosis y en una rápida deshidratación, por el crecido número de deposiciones y el vómito tan incoercible. No había terminado esta completa pero no muy larga conversación, cuando un nuevo vómito sobrevino, acompañado de la expulsión de


127 materias fecales mucosanguinolentas, de alta fetidez. Estos síntomas, a pesar de los remedios, continuaron sucediéndose de un modo casi subintrante, y ya a las dos horas le dijo Jorge al desesperado padre: “Creo de urgencia llamar nuevamente al médico”. Algunos amigos fueron llamados también. Inmediatamente llegó el doctor Márquez. Hizo un examen atento de la enfermita y, al salir, acompañado de Jorge hasta la escalera, le dijo a éste: “Ya es asunto decidido lo de esta niña. Se muere dentro de pocas horas. Hágale lo indicado en la fórmula y acompáñeles usted”. Con angustia sin igual, el papá había interrogado al doctor sobre el pronóstico de la niña y sólo había obtenido respuestas amables y evasivas. Esto le aumentó hasta el máximo la congoja y entonces fuese al oratorio, encendió una lamparilla de aceite frente a la imagen de Cristo, arrodillóse en un reclinatorio, colocó su cabeza entre las manos y empezó a llorar calladamente. Su corazón se quemaba en la vehemencia del ruego: “Señor, no nos la quites. Ella es nuestra vida.” Entre tanto, la madre retenía en sus brazos a su felicidad agonizante, la apretaba contra su pecho, horrorizada ante la inminencia de lo trágico, con gesto de querer huir, de ocultarse, de perderse con ella en las entrañas de un abrigo imposible. “¡Mijito, se nos muere la niña!. . .“ gritaba en la desesperación de su pena, caminaba o se sentaba por instantes y, acercando su cara a la pequeñita, que ya se iba helando al soplo de la muerte, se incorporaba a ella, se fundía en ella, como para vivir o morir enteramente juntas. De un momento a otro el silencio de la alcoba se rasgó con un grito de dolor indecible, que los muros devolvieron lancinante; los corazones se sintieron comprimidos, y, sobre el suelo, al borde de la cuna, cayó de rodillas la destrozada madre. De sus brazos, hacia la manta rosada, fue deslizándose el pequeñito cuerpo, ya sin vida. El padre cayó también de rodillas al lado de la madre y el silencio de la aflicción y de la muerte se cerró dentro de aquel recinto, sólo interrumpido por los sollozos y por el reloj de la mesa, que iba clavando lentamente las seis. Jorge cubrió el cuerpecillo con las mantas, y, horas después, en asocio de los amigos de la casa, llamó a la funeraria. Ya era muy entrada la noche. En una cajita blanca fue encerrado el cuerpo de la niña. El padre la tomó; la llevó al oratorio; la colocó sobre una pequeña mesa, al pie del Crucifijo; la cubrió de flores, y, después, arrodillándose una vez más en el reclinatorio, rompió en llanto y


128 musitó estas palabras: “Señor, aquí te la he traído. No quisiste dejárnosla. Que se cumpla tu santa voluntad.” Por primera vez supo Jorge lo que iba a ser su vida de médico, en lo que era vivir el dolor de los demás y participar hondamente de él. En la Escuela Militar no lo había sabido. Allá no había ni padres, ni madres, ni el tejido de afectos de una familia, sino solamente la fraternidad, ciertamente muy hermosa, del servicio de las armas. Y, con sumarse, en la mañana siguiente, al cortejo del entierro de la niña, puso punto final a este prólogo anticipado del ejercicio de su profesión en la clientela civil.

CAPITULO XIII En una limpia mañana de fines de Febrero, el fogoso y alegre conjunto de estudiantes de quinto año, ya revestidos de sus blusas y gorros blancos, ocupaban el corredor alto, en el primer patio de San Juan de Dios. Estaban divididos en pequeños grupos, fumaban cigarrillos y cambiaban impresiones de los últimos asuetos. Faltaban unos minutos para las ocho y aguardaban la llegada del doctor Pompilio. Las risas reventaban, como reacción a lo melancólico del sitio; algunos gritos se elevaban imprudentes; y voces traviesas y picantes hacían piruetas sobre las cabezas de los angélicos y los mansos. De un momento a otro se hizo el silencio. Entraba al corredor el doctor Martínez. A pasos cortos y rápidos, muy característicos en él, avanzó hasta su servicio de hombres. Los estudiantes le siguieron y rodearon la cama de uno de los pacientes. Y empezó la primera conferencia del año. No se verá nunca mayor sencillez del porte y de la palabra en otra persona de la posición científica y docente del maestro. Su voz no estaba hecha para la elocuencia batalladora de un parlamento o para arengar multitudes en las plazas abiertas, sino para la intimidad de una alcoba o de una sala quirúrgica. Era una voz discreta, de tono apagado, sobria en despliegues y efectos, sólo suficiente para ser oída del círculo de alumnos que le rodeaba. A medida que progresaba en el desarrollo del tema, el recogimiento de los estudiantes se iba haciendo más rígido y las mentes se iban enfilando, como placas sensibles, para recibir los muchos haces de luz que partían de esa inteligencia tan capaz de raciocinio, de orden, de claridad de conocimientos. Terminada la disertación, en la cual el doctor Martínez, con laconismo, agotó el capítulo de las apendicitis agudas, que era el caso del día, porque en él quizás superaba el clínico al cirujano, todos los discípulos se trasladaron a la sala de operaciones. Qué espectáculo de asombro y concentración el de estos muchachos alrededor de la mesa de cirugía. Sus miradas caían ávidas, casi perforantes, sobre el


129 pequeño espacio que limitaban las compresas, en donde las manos diestras ponían a la vista el apéndice inflamado. Ya todo terminado, Jorge salió con Pacho al corredor. A esta hora la vida compleja del hospital movilizaba profesores, estudiantes, Hermanas, enfermeros, carros rodantes, sillas de ruedas e indios. ¡Ah, los pobres indios enfermos, tan silenciosos y tan resignados! Prendieron un cigarrillo y entre bocanada y bocanada hablaron de la apendicectomía y la conversación fue a dar al recuerdo de la admirable sutura de un corazón herido con arma punzante, que el doctor Pompilio había practicado en años anteriores. —Te gusta la cirugía? —Hombre, no la prefiero —contestó Pacho—. En este arte, a lo sumo, llegaría yo a la altura de los antiguos barberos cirujanos, para irme con los arrieros, de pueblo en pueblo, operando hernias, cataratas y mal de piedra. Y eso porque me parece divertida la vida nómada, con sus mujeres y sus vinos, y porque me gustan los patronos San Cosme y San Damián. Lo que me atrae es la medicina con sus claridades, sus tinieblas, sus adivinaciones, sus sorpresas. La medicina aventaja a la cirugía en qué nunca se aprende. Y esto es seductor. ¡Qué tal que uno la aprendiera como a hacer zapatos! Eso de ver al fin la luz en la profundidad oscura de un cuadro clínico me parece admirable. ** Este amigo de cuarto año, que entraba al hospital las primeras veces, miraba con suma curiosidad al extremo del pasadizo, en donde acababa de aparecer, en compañía de algunos estudiantes, otro profesor. Y Jorge observaba cómo aquella curiosidad crecía, a medida que el grupo se acercaba. Una vez que pasaron preguntó: “¿Y quién es? ¿Quién es ese señor tan distinguido, de cabellos largos, lacios, cortados a la altura de la nuca, de marcha lenta y ceremoniosa y que saluda con la mano izquierda?” Es el doctor Zoilo Cuéllar Durán, el profesor de urología. Cuatro rasgos someros te lo pintarán. La mesa de cirugía de Cuéllar Durán no está propiamente sobre el suelo de la sala, sino sobre el tablado de un escenario científico y artístico, donde él es el actor, muy eminente por cierto. Así lo estima quien la contemple y analice. A él no se le puede suponer a la altura de los cirujanos de calidad ordinaria, sino muy por encima de ellos, y muy sobre sí siempre, tanto por su técnica, como por su personalidad distinta, original y, en cierto modo, avasalladora. Cuéllar Durán sobresale y quiere sobresalir. No es un profesor que se oculte o se nivele, en su gremio. Una de sus complacencias ostensibles, fuera de la precisión de su inteligencia y de sus manos, es suscitar admiración entre sus colegas y discípulos y sonreír ante los que pretenden abatirle o superarle. Aún más: si es envidia lo que él provoca, o


130 rivalidades y resistencias a sus métodos, mayor es su delectación. Cualquiera diría por esto que es un vanidoso, pero no es así: en el fondo es sencillo, sano, bien intencionado. Más bien lo que hay en él es un legítimo orgullo, sin agresividad, y un cierto humorismo juvenil y recóndito. Lo he visto operar mucho y yo lo definiría el cirujano intrépido. Es atrevido, sagaz, hábil y, como posee entereza y dominio propio, no se deja sorprender por las vicisitudes comunes en el acto quirúrgico. Su yo es el primero, el de la avanzada, la que procura conservar y para la cual vigila y fortalece permanentemente su autoridad, que invoca de preferencia en sus comprobaciones. Ama su arte con afición vehemente y es un excelente amigo, capaz de humildades y subordinaciones afectuosas de gran delicadeza. Eso es Cuéllar Durán. Pero no creas que el profesor Cuéllar tiene solamente el brillo de una hoja de bisturí, con la frialdad consiguiente. ¡Qué va! El tendrá de sabio, pero me da la impresión de que no la simplicidad de tal, sino que es también un gran cazador de emociones. Por lo menos es un aristócrata que gusta vivir una vida intensa, cuyos jugos parece que escancia con decorosa delectación. Hasta hace muy poco, su coche, de auriga uniformado, tirado por dos hermosísimos caballos, y en cuyos lados, de haberlo sabido o recordado, tal vez hubiera hecho pintar, como Malgaigne, su toca de cirujano, era el mejor de Bogotá. Estudió en París y de allá se trajo una real distinción intelectual y de maneras, que le dieron un tono o modo de ser bastante peculiar”. Así lo veía Jorge y ello le fue confirmado muchos años después, cuando, andando por Montmartre una noche, se lo encontró, ya muy viejo, descendiendo por alguna de las calles. Un ímpetu de nostalgia lo empujaba, con la visión anticipada de la muerte. Hubiera querido nunca salir de París, aferrarse a él. “Me voy —le dijo—. Casi se ha extinguido la llama de mi vida y estas calles de finesse y de placer me son ya extrañas y oscuras. Goce usted”. ** Este domingo, ya entrada la noche, llegó Jorge a su habitación. Abrió la puerta, hundió el botón de la luz, traspuso el cancel de vidriera y se extendió en el canapé. La revista que había dejado ahí, para seguir leyéndola, le atrajo nuevamente. Interesóle esta parte del diálogo de un maestro con un médico: “El Médico: Me llama la atención el interés que demostrais por lo que significamos nosotros, y debo agregaros: en el médico hay una doble personalidad, la del que sirve a los enfermos y la del que se sirve y se satisface a sí mismo. Mas estas dos personas no deben tener iguales privilegios y prerrogativas: aquella es la que debe ir adelante, en seguimiento de su vocación, de su iluminación; ésta, detrás, y no en su total dominio, sino subordinada, reducida, apagada, adelgazada, casi incorpórea, como si fuera una sombra. Todavía más: el médico debe darse, sobre todo, en su espíritu. Pero como nadie puede dar lo


131 que no tiene, entonces debe poseerse. Vale decir que debe desligarse de todo aquello que le aprisione algo de su alma, y cuidarse de que nada de lo que le rodea le embargue cualquiér parte de sí. Debe conservarse libre e íntegro dentro de los aledaños de su ministerio. Habrá, por tanto, de considerar sólo como fin principal y próximo el interés de sus enfermos; y lo demás, el amor, la gloria, el oro y el placer, como cosas distantes y accesorias. Así, siendo completo dueño de sí, podrá darles a sus pacientes la integridad de su ser, y quedarse apenas con su sombra. He aquí el médico ideal: el que del lado íntimo e individual solo vive su sombra, es decir, —como lo acabo de apuntar— el que dedica a sus semejantes su persona visible o iluminada y que solo deja para sí el contorno opaco que ella proyecta en su plano particular, que es lo mínimo personal, casi su apariencia, lo que no se percibe, lo que no alcanza a romper el secreto o el silencio de su yo. Esto es de la más simple filosofía y de la más perfecta moral. Además, los numerosos intereses propios, vitales y sociales, son tan efímeros, tan transitorios, como el instante mismo en que nos llegan. Ellos pertenecen al reino de lo fugaz, en tanto que el arte del médico pertenece al reino de lo divino, de lo eterno. ¡Como viene a propósito aquí el primer aforismo de Hipócrates: Ars longa, vita brevis! “El Maestro: Y qué ser tan ausente de la propia vida es el médico que esbozais. Vivir sin poder vivir por el excesivo trabajo y la instancia interior. Vivir abrumado por una responsabilidad sin treguas y sin término. Vivir entre los clamores de los enfermos y las importunidades de las familias angustiadas e imperiosas. Vivir con el pensamiento puesto en un diagnóstico, en una droga, en una dosis, en una intolerancia, en una operación, y no para un solo enfermo, sino para muchos. Vivir con el reloj en la mano, para atender a todos los compromisos. Vivir sin poder comer con tranquilidad, ni a horas ordinarias. Vivir sin poder dormir el sueño de una noche exenta de temores y recelos, con llamadas telefónicas a altas horas o en la madrugada, con el forzoso abandono del lecho una o varias veces, o con el despertar frecuente por los sobresaltos. Vivir sin poder llevar vida de hogar, de descanso, al lado de la esposa o entre el reparador cariño de los hijos. Vivir sin leer un libro bello, o un periódico, o mover la manecilla de un radio. Vivir sin ir al teatro, o sin detenerse en la calle para conversar con los amigos. Vivir sin poder administrar los propios bienes, si acaso existen, o sin poder adquirirlos, por falta de medios o de tiempo. Y vivir la vida así, vida de prisas, desgarrada, sin sosiego, y tener que vivir también la vida ajena, mas no la dulce y alegre, sino la dolorosa, la amarga y aun la repugnante y mal oliente. ¿Esto es vivir? No. Esto es servir y solamente servir. ¡Cómo será vuestra ansia de soledad! “El Médico: Es verdad. Habéis hecho resaltar muy prolijamente esta vida de holocausto y penetrada de dolores, en los cuales no para


132 mientes el médico. Pero cuán pocos han pensado como vos en esa ansia, a veces apremiante, de soledad. Bendita soledad, donde el yo se liberta de la faena agotadora y se hace claro y apercibido para las advertencias y las nuevas determinaciones, donde se oye el existir de nuestro ser y brilla limpio nuestro entendimiento. No es posible concebir grandes ideas, sino en su retiro, y es en él donde se ven y aprecian mejor los panoramas de la vida, de la enfermedad y de la muerte. El médico es hombre de recogimiento, de reflexión. Debe meditar y procurar la potencia de su espíritu. Ya dijo Bossuet: “Debe uno proporcionarse horas de soledad efectiva, si quiere conservar las fuerzas del alma.” “El maestro: ¿Y cómo alabar el corazón del médico? Por sobre todo me seduce su piedad. “El médico: Tenéis razón. ¿Acaso en las profundidades del amor no brota el compadecer? Paracelso en su libro Paragranum dice que “la cuarta columna de la medicina es la virtud, mejor dicho, el amor”. Entre los elementos para tratar las enfermedades hay uno sorprendente, que no se pesa en gramos, que no viene en redomas, que no se administra en gotas cordiales. Es el que viene del alma del médico, el que desciende de sus ojos, el que penetra con su voz, el que se trasmite de sus manos. Es el que brota del afecto del médico por su enfermo, porque entre éste y aquél se establece “un parentesco espiritual” de rara selección. Aún más: hay veces en que es conmovedora la manera como él logra ese acuerdo dulce y perfecto entre su espíritu y el del paciente de su afán. Quizá más por este vínculo es cuidosa la atención del médico. Ceñido a los mandatos de la ciencia y de su alma, interroga al cuerpo, escudriña y obra, y hay que admirar la manera como se van haciendo la luz y la calma en el sitio donde la vida padece. Hay un verbo alemán durchlindern, que significa, entre otras cosas, llegar al conocimiento por la experiencia del dolor. Se llega a entender una cosa, pero sufriéndola. Es del médico verdadero este verbo. Entiende la enfermedad, mas participando de sus penas. El dice con el Apóstol: “¿Quién enferma sin que yo enferme con él?” “El Maestro: En esta obra de servicio y de piedad hay mucho de imaginación y, por lo mismo, hay mucho de arte, de motivos estéticos. Tal se dice, y es un hecho, así en lo que se refiere a la medicina, como a la cirugía. En el cuerpo humano doliente, tan vario, tan profundo, tan enigmático, tan asombroso, también encuentra el médico una segunda vida, como la encuentra el artista en la estrofa, en el lienzo, en la piedra, en la sinfonía, en el bronce. Sí: en aquella obra hay belleza emocional conmovedora, pero para mí, un profano, ella se ve más claramente en sus resultados. ¿Qué cosa que regocije más, que toque más con el corazón, que llegar a la alcoba del enfermo, cuando ya está en convalecencia? De las limpias sábanas


133 emerge el rostro enflaquecido y pálido, con las líneas pronunciadas por la pasada fiebre, y a la luz del sol que penetra por la ventana, sobre los labios aún marchitos, empieza a brotar una sonrisa, que se ve nacer y desplegar y llegar a su expresión. Entre tanto, las manos descarnadas, transparentes y pausadas, trazan en el aire signos de próxima salud. ¿Y qué decir de la mirada, lánguida, que se enciende por instantes al soplo del entusiasmo sobre la débil lumbre interior? ¿Y qué decir también de la voz amortiguada, que avanza, con pasos de silencio, a expresar alegrías y esperanzas? “El Médico: Es que la vida es el arte. El hombre es gran obra de Dios y la restauración y preservación de su vida es la obra de arte del médico, en la que hay concurrencia del espíritu y del sentimiento, y, por lo mismo, de belleza y elación creadora. “El Maestro: ¡Y cómo ama el médico su arte! “El Médico: Sí. Hay una poderosa inclinación del ánimo hacia este empeño divino. No la determina la gloria, y no quiero pensar en la baja codicia, que es estímulo torpe e infamante. Es más bien el aliento que corre del Evangelio, la caridad de Cristo, la entrañable misericordia. Esta virtud, que abrasa y vivifica la personalidad del médico, es la que ordena sus pensamientos, la que alumbra sus estudios, la que distribuye sus atenciones, la que suaviza sus actos y palabras. ¡Oh, maestro, el retorno de la salud me da la impresión de una polifonía renovada, de un coro que nuevamente comienza. ¡Cómo no amar este arte! “El Maestro: ¡Oh, con cuánta claridad veo que la bondad se confunde con la belleza! ** Cuando, un poco avanzada la noche, llegaron Pacho y Heraclio, les dijo Jorge: —Esta tarde me pagaron unas inyecciones y les invito a cenar en el Café del Capitolio. Oyendo a Jorge conversar sobre el diálogo leído, llegaron al Café. Era éste una casa grande, en cuyo claustro había, a más de dos salones para juego de billar, tres comedores pequeños y un puesto para venta de licores, cigarros, cigarrillos y otras provisiones. Las voces eran muchas, porque la concurrencia era casi de universitarios. —Sabes, Heraclio? —dijo Jorge, cuando se sentaron a la mesa— Tío Tigre renunció.


134 Era Tío Tigre el doctor Cantillo y dictaba el curso de patología quirúrgica. Llamábanle así los estudiantes, quizá por sus respuestas cortas, secas y sarcásticas, a modo de zarpazos, Tenía el porte solemne de los médicos del siglo XIX. Su rostro, sin cambios, era como apenado, pálido, de relieves pronunciados, de algunas profundas arrugas, de mirada severa y de labios delgados e inmóviles. Al llegar a la cátedra daba un saludo breve y frío, y luego, por un reumatismo crónico, se dejaba caer en el asiento, porque no le era posible doblar paulatinamente las rodillas. Desde el momento de este sentarse en caída, se tornaba áspero, tal vez por los dolores que sentía. Cuando hacía alguna exposición rayaba en la altura. Pero esto era raro. Lo frecuente era que interrogara a alguno de los discípulos, el que, después de agotar el tema hasta lo posible, sin ayuda alguna, recibía, como merecido final, una frase helada y, a veces, mordiente. —Ese Tío Tigre me dejó la señal —agregó Jorge—. En una de las últimas clases me exigió una exposición sobre apendicitis. Yo creo que hablé muy largo y sin interrupción. Al finalizar me dijo: —Qué tratamiento le haría usted al enfermo? -Operarlo, doctor. —Se le muere. —No operario, doctor. —Se le muere. —Entonces, enviarlo a Panamá. —Se queda sin clientela. Y, en diciendo esto, se retiró, en medio de la risa general. —Y a quién nombraron en reemplazo? —preguntó Heraclio. —Al doctor José Vicente Huertas —contestó Pacho—. No lo conocemos, pero dicen que es todo un cirujano y todo un señor. Y en verdad que era y que ha sido lo uno y lo otro. ** Por su diferencia con las otras clínicas del hospital, fue agradable para Jorge ingresar en la de órganos de los sentidos. A pesar de la íntima relación de éstos con los demás aparatos del organismo, su alcance a la observación directa, por medio de instrumentos


135 especiales, y la relativa novedad de su servicio, los hacía muy atractivos para el estudiante. El profesor de la clínica se mostraba desabrido en los primeros días de clase, pero después se tornaba amable para todos. Era lo que se llama un especialista en el sentido exacto de la palabra. Parecía ignorar hasta el léxico de lo que no fueran retinitis, uveitis, conjuntivitis, rinitis, otitis, laringitis. Su espíritu se asomaba a la vida sólo por el orificio de un espejo frontal. Lo que sí había de particular en ese servicio eran el jefe de clínica y la Hermana de la sección de mujeres. Esta Sor era un poco repolluda, de pequeña estatura y de pies y manos regordetes. Bajo la toca le resaltaban unos anteojos gruesos, de armadura metálica, que reposaban sobre una nariz chata y respingona, cuyos huecos resoplones miraban de frente. La severidad y aspereza de la mirada no se suavizaban al atravesar las lentes, y, entre dos arrugas laterales, cóncavas, la boca, grande, vivía cerrada en gesto despectivo. La desapacible Hermana pasaba lo más del tiempo sentada en un taburete de cuero muy bajo, de asiento hondo, remendando o confeccionando vendajes y compresas. Una enfermera del servicio siempre la acompañaba. No quería a los estudiantes. Cuando entraban a la sala les preguntaba el objeto de su visita y, a las primeras miradas, ellos se iban, como repelidos por una fuerza invisible. Ella era la que mandaba. Mas, lo que había en el fondo, era que, por bondad muy sincera, defendía a las pobres mujeres de las maniobras inexpertas de los muchachos. Amaba de corazón a sus enfermas. El jefe de clínica ya entraba en la vejez. Era un personaje pintoresco, jovial, pronto y noble de sentimientos. Tenía el cuerpo alto y la cabeza alargada e inclinada hacia uno de los lados. Metido entre su blusa, un poco corta, daba vueltas en sus servicios, tarareando óperas u operetas, por lo que los médicos decían que era un músico, aunque los músicos sostenían que era un médico. Ninguno de los dos gremios le aceptaban completamente. Una de sus singularidades era que a muchos pacientes los bautizaba con el nombre de los personajes de las novelas que había leído. Alguna vez llegaron al servicio dos franceses enfermos, al parecer fugitivos de Cayena, por los varios tatuajes groseros de su cuerpo. El uno era como un capitán y el otro, como un ordenanza. Pues rápidamente fueron conocidos con los nombres de Servadac y BenZuff, en recuerdo de los sujetos de una de las obras de Julio Verne.


136 De igual manera, y merced también a este escritor, llamaba la señorita. Lobato a una desventurada y hermosa muchacha, golpeada gravemente en un ojo por la Celestina con quien vivía. Como incrustado en un rincón de la pequeña sala de hombres, vivía leyendo cuanto libro llegara a sus manos Ex-Demóstenes Otero, oriundo de Santander, afectado de una laringitis crónica, muy vieja. Por su afonía casi completa, el jefe de clínica le había antepuesto a su nombre la partícula ex. El pobre hombre, enjuto como un platanito paso de su tierra, poseía espíritu vivo y notoria afabilidad. Tenía frente socrática y barbillas a lo Rafael Pombo. Sus mayores sufrimientos eran el frío y la falta de paisaje. En las mañanas brillantes, mientras las faenas del hospital requerían la atención de Hermanas y enfermeros, se escapaba del lecho, envuelto en una colcha y, sentado en cuclillas en el extremo de un pasadizo, parecía una momia chibcha bañada por el sol. Durante los meses que llevaba de tratamiento no tenía más horizonte que un paredón gris del frente de la sala, el cual había perdido, desde años antes, su enlucido de cal. “Lo que más me aburre aquí es ese muro, mi doctor, —decía todos los días, forzando sus endurecidas cuerdas vocales—.¡Uy! Quién pudiera ver el monte!” Y era tal el sufrimiento de Ex-Demóstenes, que el romántico jefe de clínica le entregó a Jorge mnia vez la oración siguiente, para que en cuenta la tuviera en su vida profesional: “Señor: no permita que mis enfermos, cuando se corran las cortinas, sólo tengan delante de sí la dura y recortada vista del paredón de en frente. Dadles una ventana con horizonte, de modo que vuestra hermosura y grandeza les amengüe sus penas y quebrantos; una ventana que, aunque reduciéndolo a cerco, muestre el movible lienzo del cielo y de las nubes; una ventana que lleve al río y que deje a la imaginación navegar por la corriente y acercarse a las orillas; una ventana que dé a la sierra y que vuelque la fantasía sobre los árboles, los arroyos y los huertos; una ventana que permita enredar el sueño entre los hilos de la lluvia; una ventana que recoja el arrullo de los vientos; una ventana que se abra sobre las mañanas, los atardeceres y las noches estrelladas.”

CAPITULO XIV Para el estudiante de medicina ver surgir el sol, un día, sobre el sexto año, es sentir que ya va llegando a la cima de las responsabilidades, que ya le orea los cabellos el viento impetuoso y alto de las


137 inquietudes, que ya percibe muy cerca el camino duro y tortuoso, por donde ha de discurrir la vida. Jorge alcanzó a poner la planta en estos últimos recodos de la pendiente, con parte de los condiscípulos. No todos tuvieron el coraje o la fortuna de subir sin paradas o retrocesos. Algunos se quedaron. Amenazaban a los malos estudiantes y algunos retrasados, dos peligros: la incapacidad adversa y la audacia arriesgada y contingente. Entre los tales están, con muy pocas excepciones, el médico político, el negociante, el decepcionado y el que anda por las encrucijadas de la inmoralidad y del crimen, afortunadamente no conocido entre nosotros. El maestro de este año era Juan David Herrera. Vivía el doctor Juan David una vejez gloriosa, por los méritos, y suave, por la salud. “Yo tengo más de setenta años y estudio hasta las once de la noche” — decía complacido—. Y así era verdad. Su información era de última hora. A pocas aulas se acercaban con tanto entusiasmo y provecho los estudiantes, como a aquel salón grande y viejo de Santa Inés, donde hacía su enseñanza por exposiciones amplias y completas de medicina legal, enriquecidas con conocimientos de otras ciencias y otras artes. Inolvidable habría de ser, por ejemplo, para quienes la oyeron, la hermosa conferencia de la nebulosa humana, en la que, con precisión de análisis, el sabio y el erudito hicieron gravitar todas las fuerzas nobles de la naturaleza sobre el hombre, desde el estado embrionario hasta su más completo desarrollo, haciendo una feliz comparación con los cuerpos siderales, para terminar con una reverente exclamación sobre la grandeza de Dios. Era de pequeña estatura, delgado, ágil de movimientos; y en tan leve estructura corpórea habitaba un espíritu de real grandeza, porque el doctor Juan David dominaba varios campos del pensamiento, especialmente los de la medicina y los de las ciencias naturales. Su cultura general era extensa y bien organizada, de modo que sus palabras tenían el respaldo de la sabiduría. Hablaba con la seguridad de quien posee el conocimiento analítico de las cosas, de quien ha paseado la inteligencia por muchos caminos del universo. De todas las bellas cualidades que le daban brillo, ninguna como la probidad. Reconocía el error propio, así corno la razón del campo opuesto, cuando allí se demostraba. Veneraba a la verdad. Tenía un gran prestigio en todos los círculos intelectuales por la fuerza de su lógica, que encadenaba voluntades. Su personalidad se sumó con clara honra al número de los propulsores de la medicina en Colombia y se quedó en el recuerdo de la Universidad, como uno de los varones más ilustres.


138 ** Entonces, como hoy, en el viejo caserón de La Misericordia funcionaba la clínica infantil. El doctor José Ignacio Barberi y su señora habían fundado este hospital y en él la Escuela de Medicina organizó aquella enseñanza especializada. Hacían tal enseñanza los doctores José María Montoya, Marco Iriarte y Guillermo Márquez. En un muro de tapias largas y viejas, cuarteadas salpicadas de manchones de barro, se abría la puerta del hospital. Unas pocas rosas y hortensias dobladas, casi marchitas, a uno y otro lado del andén interior, recibían al visitante en el modesto jardincillo. Luego se mostraban dentro los salones. Todos eran iguales en aspecto, aunque distintos en tamaño. Dos filas de pequeñas camas corrían, la una frente a la otra, por los muros encalados. El suelo estaba hecho de tablas largas con anchas hendiduras. En el cielo, de la superficie poco pulida de argamasa, sobresalía en relieve transversal la hilera tosca de las vigas. De dos de éstas, en los extremos, pendían sendas bombillas, en cuyos cordones o cablecillos se pegaba el polvo. La conmovedora melancolía de los rostros de los niños se iluminaba de pronto con la sonrisa de alguno de ellos, o con una risa contenida, o con una vocecilla traviesa que brincaba a la próxima cama. El niño tiene una gran capacidad de sufrimiento y su alegría interior, al exteriorizarse, engalana el cuerpecito como un manto de colores bellos. Pobres niños sin sus padres, sin sus hermanos, sin sus vecinos, sin juguetes, sin cuentecillos, sin cantares, sin un patio, sin el columpio del corredor o del árbol viejo, sin la manga o el solar del frente, para correr y gritar. Algunos permanecían sentados, apoyados en la almohada; los más, extendidos y doblegados por los males. Todos los lechos vivían más o menos en orden y de cada uno colgaba la historia clínica. Una enfermera se movía de una parte a otra en diversos menesteres y una dulce Hermana atendía al descanso y a la medicación de los pequeños. Había sala de cirugía y salas de medicina interna. La clínica quirúrgica estaba a cargo del profesor Montoya. Don Pepito, como lo llamaban cariñosamente los estudiantes, operaba en un sencillo saloncito, donde faltaban elementos, pero donde sobraban competencia y caridad. Osteomielitis, pleuresías, mastoiditis, apendicitis, labios leporinos, fracturas, eran labor de cada día. Por los salones de clínica interna iba de cama en cama la figura airosa del doctor Márquez, a quien distinguía su barba nazarena. También era el doctor Márquez de genio fácil y acogedor. Sin duda, el contacto permanente con los niños le da al médico de esta especialidad un carácter apacible.


139 Mas, quien conocía mejor los secretos del diagnóstico era el doctor Iriarte, hombre de aguda inteligencia y de intuición vivaz y afortunada. Poseía el don inapreciable de la orientación del práctico y por eso andaba entre las oscuridades patológicas con gran desembarazo. Para Jorge fue de una gran atracción la patología del niño. La clínica del doctor Lombana, la del doctor Franco, la del doctor Pompilio, la del doctor Cuéllar, la ginecológica del doctor Ucrós, la dermatológica del doctor Uribe, sobresalían en la Facultad, pero no así la clínica infantil. Con todo, la pediatría en sí le interesaba más, por la materia delicada y nueva que el médico tiene que manejar, por sus magníficas posibilidades de éxito, por la intervención que permite en la evolución del ser humano, desde el período embrionario hasta la adolescencia. Además, porque es la clínica de las más bellas preocupaciones y, por excelencia, la clínica del detalle. El hambre y la desnudez, que avergüenzan y aguijonean, y también el ir labrando el éxito de su carrera, llevaron a Jorge a presentarse a los concursos de este año, para internos de San Juan de Dios. Desde que se establecieron los concursos se han tenido como una prueba difícil, hasta el punto de que el estudiante favorecido haya estimado siempre en más la nota de aviso de su triunfo, procedente de la Facultad, que el título de doctor al final de los estudios. El muchacho empezó a prepararse solo, porque Pacho no quiso acompañarlo en la prueba. Noches y días consecutivos, casi en su totalidad, y por espacio de dos meses, dedicó a hacer un repaso completo de la patología quirúrgica. Diariamente los bolsillos los llenaba de trocitos de papel, con apuntes, esquemas, recursos nemotécnicos, que eran consultados en el tranvía, en la calle, en el comedor, con el afán de fijarlo todo en la memoria. Al fin, de todos los capítulos escogió los cincuenta más importantes, a su juicio, y los sintetizó con abreviaturas en otras tantas tarjetas diminutas. Alguno de esos temas habría de ser escogido para el examen, pensaba él. Si ello sucedía así, triunfaría con seguridad. Si no, quedaría expuesto a la derrota. Finalizando los dos meses, apareció en la cartelera de Santa Inés el aviso del día y la hora del examen. Desde ese momento empezó a intensificarse la preocupación por el resultado final. Jorge había enflaquecido y presentaba tal palidez, que alguno de los profesores le llamó la atención sobre la fatiga que demostraba. Pero no tenía más remedio que pedirle lo más a su fortaleza interior. ¿Acaso le era posible siempre pagar cumplidamente la cuenta mensual de su hotel? ¿Y sus pantalones rotos por detrás no le causaban frecuentes sonrojos? ¿Y el otro de sus vestidos, para disimular el deterioro, no había sido vuelto al revés por Montoya, el sastrecito de Antioquia, y el bolsillo del pecho de la americana, ya en


140 el lado derecho, no gritaba su pobreza? Había que resistir y de todos modos triunfar. Y llegóse el día del examen. Era un examen escrito. Ya listos en uno de los salones de Santa Inés el Secretario de la Facultad y los vigilantes, entraron los muy numerosos pretendientes del concurso y tomaron asiento. A todos se les dió papel. En seguida se tomó a la suerte el tema del examen y el Secretario pasó al tablero y escribió: “Otitis medias supuradas, sus complicaciones y su tratamiento”. Jorge no dió un grito de alegría, porque no se lo permitía la ocasión. En sus tarjetas estaba el tema. Sabía de memoria los puntos fundamentales del capitulo. Todos empezaron a escribir. Durante los primeros minutos las cabezas se veían inclinadas en trance de redactar y los lápices corrían sobre el papel. Mas, poco a poco, se fueron viendo algunos que ya no escribían y que con los ojos vueltos al cielo del salón, o a las ventanas, o con el codo izquierdo clavado en la mesa y la mano abierta sirviéndole de apoyo a la frente, hacían lo posible por recordar. Otros, con visible nerviosidad, se apretaban la nariz, o los labios, o se mesaban el pelo, o le daban vuelta al lápiz entre los dedos. Más tarde este número fue mayor y ya eran muy pocos los que continuaban llenando renglones. Una hora después sonó la campanilla. El examen había concluído y los empleados recogieron los pliegos de papel. Alegría y reputación entre los claustros fue para Jorge la inmediata consecuencia de este triunfo. La otra, la de más tarde, pero la mayor, vendría al año siguiente, cuando se posesionara del puesto y empezara su práctica médico-quirúrgica. CAPITULO XV El mes de marzo siguiente encontró a Jorge de interno en San Juan de Dios. Una escalera larga, vieja, de pasamanos de madera, llena de crujidos y de oscilaciones desagradables, que arrancaba del patio del anfiteatro, daba acceso a un salón o cuarto grande de estudio, abierto al anfiteatro mismo. Más allá, la vista llegaba a un pabellón del hospital, cuyo corredor vivía lleno de enfermos, porque de éstos, los que lo podían, preferían pasar el día fuera de las salas. El salón, de techo alto, estaba amoblado de sillas pobres y de una mesa grande de lectura, y daba entrada a dos dormitorios, donde se distribuyeron los ocho internos y dos jefes de clínica. Ya eran centenarias estas habitaciones, bastante desabrigadas, y tenían ambiente de cosa vieja. En sus oscuridades de la noche parecía que flotaban las almas de los monjes Hospitalarios y que se escucharan, apenas perceptibles, sus salmodias. Los muros eran de piedra, gruesos, de los mismos que construían los españoles, y en los techos


141 sobresalían en relieve las vigas, con torcidos, nudos y asperezas. Todo estaba enlucido de blanco. Por los vidrios de algunas ventanas altas, que casi siempre permanecían a medio cerrar, entraba la luz de la calle 12, y el ruido de gentes y vehículos inundaba hasta los rincones. Lo único que llegaba alegre eran las campanas paredañas y madrugadoras de San Juan de Dios. Este pequeño templo tenía para Jorge el atractivo de estar contiguo y de ser el de su misa en los domingos. Su fachada es modesta, de estilo parroquial antiguo. Tuvo torre esbelta, que un terremoto echó por el suelo. Lo que vino a reemplazarla es por demás sencillo y pequeño: un reducido campanario rectangular, rematado por un cono. Cuando Jorge entraba en las naves se sentía en la Colonia. Desde que se pasa la puerta alta, claveteada, con dos aldabones, lo envuelve a uno un ambiente español. El techo artesonado de estrellas doradas; los altares de columnas salomónicas y ramas de vid; el púlpito, con sus cuatro evangelistas y su arcángel San Gabriel; el coro, con las dos prolongaciones hacia adelante; los confesionarios pequeños, incómodos y ornados de labores; la efigie y los cuadros de los milagros de San Juan de Dios; y los innumerables santos colgados de los muros y pilastras, tienen el sello inconfundible de los templos peninsulares. La vida del internado era dura, de trabajo penoso, pero con ratos agradables, por ser de camaradas. A las siete de la mañana los muchachos estaban al frente de los servicios, haciendo la visita a los enfermos. De cama en cama, en las salas de hombres y mujeres, iban dando indicaciones y escribiendo las fórmulas o prescripciones en los recetarios, que los enfermeros, sirviendo como de atriles ambulantes, recostaban a sus pechos y sostenían con sus manos. Al mismo tiempo, en las salas de cirugía, daban a la Hermana directora las órdenes conducentes para las operaciones del día y tomaban parte en ellas, como primeros o segundos ayudantes. Todas las horas de la mañana las dedicaban a estas labores fundamentales y a juntas y discusiones médicas en los propios o ajenos servicios. No había actividad importante del hospital que no fuera vivida y aprovechada por los internos. Alegres y sonrientes pasaban de un sitio a otro, tomaban datos urgentes en el laboratorio clínico o en el de rayos X y, de tarde en tarde, bajaban al anfiteatro a practicar autopsias. El resto del día lo pasaban en sus habitaciones. Debían permanecer en ellas para atender a los nuevos enfermos que llegaban, o a las llamadas de los diversos salones, en casos necesarios. El tiempo entre una y otra llamada lo aprovechaban en repasos de las diferentes asignaturas, para los exámenes preparatorios del grado.


142 Durante las noches, antes de ir a la cama, se estudiaba y se trabajaba también. Era muy frecuente que ocurrieran casos apremiantes o complicados y entonces todo el personal se ponía en movimiento. Jorge no olvidaba uno de éstos. Una tarde, cuando las campanas del templo llenaban salas y patios con las notas sosegadas y melancólicas del ángelus, el muchacho se paseaba en uno de los corredores, estudiando con uno de sus compañeros. De pronto, en el extremo de la escalera, aparecieron con una camilla. Era un herido. En una venta de chicha de los arrabales había ocurrido una camorra entre indios, y al que entraba le habían clavado un cuchillo en el abdomen. Al examinarlo, por la herida en el epigastrio, se asomaba, con presagios terribles, el peritoneo. El hombre, delgado y robusto, estaba pálido y con pulso casi filiforme. Poco rato después el jefe de clínica, por ausencia del profesor, dispuso una intervención quirúrgica para las ocho de la noche. Ante la gravedad del hombre, acudieron todos los internos a la operación. Los cirujanos eran los dos jefes de clínica y ayudaba uno de los primeros. Al abrir la cavidad abdominal, se encontró una considerable hemorragia. Todos los cuidados se dedicaron a vaciar la sangre del abdomen, mas no se lograba, pues luego que se creía en ello, momento por momento volvía a llenarse. Seguía el empeño de retirarla y enjugar hasta lo más la cavidad, para ligar el vaso roto, pero no era posible. La hemorragia continuaba. La respiración se suspendía por segundos interminables. Los rostros se ponían graves. Se intensificó la lucha, allegando compresas en gran número, para oprimir mejor, y cuando con este nuevo medio se pensaba que se obtenía el éxito, aparecía el fracaso. Escapábanse monosílabos de ofuscación en el silencio solemne y los rostros tornábanse angustiados. Prestos, los cirujanos se sucedían unos a otros, para ver si los segundos o terceros tenían mejor suerte. Pero nada. La sangre continuaba brotando y ya hubo que pedir compresas a otros servicios. Entre tanto, por una vena del pie derecho se le inyectaba al paciente suero fisiológico. Continuaron los esfuerzos, mas todo fue inútil. Ya, hacia las once de la noche, se resolvió hacer un taponamiento con compresas, casi para darle algún fin a aquel desasosiego, pues el pobre hombre no daba aparente señal de vida. El frío le había invadido; la respiración se había vuelto muy superficial; el pulso era imperceptible; las pupilas, en los ojos vidriosos, parecía que ya se dilataban. Hacía rato que se había suspendido la anestesia. Los que terminaron la operación hicieron las suturas de las capas en el menor tiempo posible y sin el esmero y cuidado de costumbre. Para enviar ese cadáver a la oficina médicolegal no era precisa una costura muy perfecta, se dijo varias veces. Después que todos dejaron sus vestidos de cirujanos, ensangrentados como ningunos, y se bañaron las manos, ensangrentadas también, porque los más de los guantes aparecieron rotos, se hicieron apuestas sobre los minutos que pudiera sobrevivir aquel desgraciado. Unos calculaban cinco minutos; otros, diez; otros, quince. Epaminondas, el enfermero, se encargó de


143 fijar con un espejo, colocado delante de la boca, el momento de la muerte. Al día siguiente lo comunicaría. Y el abatido grupo de cirujanos se retiró a sus habitaciones a tomar una pequeña cena y a irse a la cama, vencidos y fatigados. Jorge, el más madrugador, fue el primero en llegar al otro día a la sala del enfermo. Y cuál no sería su sorpresa al encontrarlo con vida. Se le acercó, le tomó el pulso, le auscultó, interrogó a Epaminondas sobre el curso de la noche y con gran actividad empezó a rodear de recursos a este amado de la suerte. Los compañeros fueron llegando de minuto en minuto y, al fin, se convino en que la mitad del grupo lo atendería por la mañana y la otra mitad por la tarde. Veinte días después nuestro hombre ya daba paseos cortos por los corredores del hospital, fumando cigarrillo. Fue tan resistente, que escapó a una hemorragia calificada de incontenible, y al fracaso y desánimo de unos cirujanos que terminaron su operación en respeto del deber. ** Los dos jefes de clínica, Rafael Motta Salas y Juan de Dios Arias, eran de una amabilidad comunicativa. Adiestraban a los internos con sinceridad y sin egoísmo. En los diagnósticos prestaban sus luces; en las técnicas, los modos y los sistemas. Enseñaban desde la manera de hacer un nudo hasta el proceso completo de una gastroenterostomía. En Rafael, de fama en los claustros, se hacía notorio cierto talento aristocrático y una disposición inteligente a la cultura. Amaba la vida y la vivía con sensibilidad de artista. Juan era una bondad jovial y ya un médico de altura y línea recta. No es necesario agregar nada a esto para definirlo en sus merecimientos. Sin duda alguna el interno más saliente era Edmundo Rico. Desde joven ha sido compleja su personalidad. Por ese entonces ya se había hecho conocer en las letras bogotanas con el seudónimo de Pinocho. Con esta firma sonriente del inolvidable fantoche de Colodi, aparecieron en “El Tiempo” unos medallones de los profesores de la Facultad, escritos con agilidad e ingenio y con una nobleza que lo honra. Y es que Rico ha tenido siempre una mente de corte francés, como si se hubiera criado en el Barrio Latino, Su estilo novedoso, picante y agradable, es de periodista parisiense y aun sus mordacidades ocasionales. La inteligencia, el temperamento de artista, la ilustración notable que ha adquirido, el amor por las letras francesas y la fidelidad al estudio de su profesión, le han hecho sobresalir como escritor y como profesor de siquiatría y clínica médica. Es uno de los valores más apreciables de los círculos intelectuales de Colombia. ** Este cambio de vida, de participamite en la actividad del hospital, no


144 como observador, con las manos atrás, sino como ejecutor, con las manos en práctica, es decir, como médico en ejercicio, le daba a Jorge una íntima satisfacción. Y el sentimiento de la responsabilidad lo elevaba interiormente y le estimulaba la dignidad, cuyos postulados habría de reverenciar para siempre. Otra virtud que sentía nacer en él era la piedad, en el sentido de compasión o misericordia. No era que aún le quedara algo de la crueldad inocente de los niños, sino que no había estado cerca del dolor, como no lo están los jóvenes. Por eso, en estas nuevas circunstancias, sentía que la piedad lo iba poseyendo poco a poco e iba entendiendo que ella es, al fin y al cabo, una expresión del amor. ¿No fue Miguel Angel quien mejor la tradujo en su grandiosa obra? La piedad en el médico requiere una elaboración, pensaba él. Es una quintaesencia del alma, semejante al perfume de la rosa, que va apareciendo, perfeccionándose y apurándose, de la yema al botón y de éste a la flor abierta. Y al sentir dentro de sí los efluvios de la piedad, la experimentaba como una prerrogativa del espíritu, como si la nobleza lo fuera bañando interiormente. Los días pasaban entre innumerables episodios. El más doloroso lo vivió desde que una mañana presenció la entrada de un enfermo a la sala del doctor Lombana. Caminaba difícilmente. Un olor espeso, de cosa vinagre, se desprendía de aquel cuerpo. Las moscas lo seguían, como atraídas especialmente. Le cubría un vestido oscuro, andrajoso, en el que la grasa, uniforme en el cuello, se extendía a manchones incontables hasta el ruedo roído de los pantalones. La camisa mugrienta carecía de botones y permitía verle el pecho de pelos gruesos y sucios. Cubríanle la terrosa cabeza unas greñas pegajosas y largas, que se montaban sobre las orejas y descendían por la nuca. Las barbas, tan descuidadas y largas como el cabello, aparecían untadas de alimentos. El rostro, ennegrecido por el hollín, estaba muy enflaquecido, y en sus ojos se advertía la apagada mirada de unos ojos amarillosos, soñolientos. Respiraba con trabajo. En las manos, sin lavar quizá desde semanas antes, se alineaban los dedos oscuros y nudosos, con las uñas corvas. “Báñelo, motílelo y aféitelo” —le ordenó Jorge a Epaminondas. Un rato después volvió Jorge a ver al enfermo. Ya estaba un poco limpio. Al acercarse a él se sobrecogió de sorpresa. “¡Dios mío! ¡A quién tengo delante de mí!” —exclamó interiormente—. ¡Hola, mi querido Ordóñez! ¿Qué es lo que te ha ocurrido?” —le preguntó, conociéndolo y golpeándole suavemente el hombro. Ordóñez apenas pudo responder, con voz cansada y débil, que se sentía muy enfermo, pero que ignoraba lo que le pasaba. Jorge lo


145 examinó y encontró que una hepatitis era su enfermedad aguda y que, además, padecía la ulceración de una pierna. El pobre Ordóñez era una víctima del vicio. Se matriculó con Jorge y sus compañeros en primer año de medicina. A los pocos meses ya se había vuelto morfinómano y no volvió a dejarse ver por la Escuela, desde el segundo año. Solo se sabía que había llegado a la miseria, que estaba convertido en un vago, en un perdido, en una vileza humana y que siempre se hallaba en los cafetines y ventorros aledaños a la plaza de mercado. Jorge lo trató y lo rodeó de cariños cuidados. De igual modo lo hicieron los otros internos. Días después, ya en convalecencia, lo vistieron de un todo, le dieron dinero, le obsequiaron con cigarrillos. Con sus ropas decentes reapareció el Ordóñez del primer año, el conocido condiscípulo. Alentado por sus compañeros, ofreció someterse a un tratamiento metódico de su morfinomanía. Había diariamente como una fiesta alrededor del lecho o la silla que ocupaba. Un ambiente de satisfacción y optimismo envolvía a aquellos muchachos que, en unión del compañero que salvaban, hacían planes para el futuro. Risas y gracejos se cruzaban como luces entre el grupo, porque Ordóñez era un bohemio regocijado e ingenioso, cuando lo podía. Mas sucedió lo de siempre: una buena mañana Epaminondas informó a los internos que el condiscípulo mimado había desaparecido a sombra de tejados. Un desengaño para todos fue semejante fracaso y tan lamentable y patológica obstinación. Por la plaza de mercado volvió a vagar, con su torcimiento y extravío, la figura desgraciada del perdido Ordóñez. CAPITULO XVI Semanas de bonanza y semanas de tormenta, madrugadas días muy largos para la fatiga y muy cortos para los apremios, noches de sueño medido o cercenado. Jorge estudiaba para sus exámenes preparatorios del grado, con un tesón duro e inflexible. Había necesidad de volver a repasar una a una todas las asignaturas del pensum o plan académico de la Escuela. Era el ahinco de encerrar dentro del cercado de la memoria, lleno de hendiduras agujeros, miles de conocimientos escurridizos y rebeldes, dotados de fatal tendencia al escape. Desde los primeros meses de este nuevo año, Jorge había dejado, por plazo reglamentario cumplido, el internado de San Juan de Dios y se encontraba de médico en el Dispensario de Cundinamarca. Era


146 éste un establecimiento de profilaxia social, con servicio hospitalario, y diariamente pasaban por él centenares de mujeres. El oficio era de gran responsabilidad, desagradecido y de absoluto desengaño. La labor curativa de muchos meses se echaba a perder a la vuelta de una esquina. Pero para el muchacho este trabajo era una bendición, porque le proporcionaba los medios de ir realizando en parte su grado. Los exámenes fueron sucediéndose con su cortejo de sustos y ansiedades. Los pasillos del Capitolio, los corredores de Santo Domingo, los senderos y pasos de los parques de Santander, Los Mártires y la Independencia eran los sitios donde se aparejaba esta progresiva empresa. Y vino un día en que ya no hubo más exámenes. Faltaba hacer el trabajo de la tesis. Después de varias conversaciones con profesores y amigos, Jorge adoptó un tema a la altura de sus medios y circunstancias. Dedicado completamente a su desarrollo, a sus comprobaciones. a consultar numerosos libros, logró escribir un folleto, que el presidente de tesis encontró de mérito suficiente para el grado. Pero... ¿y el dinero para pagar el último y definitivo examen, para la edición de la tesis, para un traje al menos, para la compra de algunos libros e instrumentos de uso cotidiano en un consultorio? ¿Cómo conseguir esos pesos, si no había en el mundo a quién poder solicitarlos? Una noche, hacia las nueve, se encontraba Jorge en la carrera 8ª, en el sector central, recostado a la puerta de una residencia. Estaba solo. Las gentes, desconocidas, pasaban indiferentes. En esos momentos él no era sino un sostén más del marco de la puerta. Al frente relucía, a la luz de las lámparas, el nombre de uno de los bancos. En su cerebro y en órbita inmutable, giraba angustioso y quemante, como una llama, el problema insoluble de su grado. “¿Con qué me voy a graduar? Todo mi esfuerzo está prácticamente concluído, pero. . . ¿y este último paso tan costoso?” Era tremenda la tensión de su espíritu. A la hondura interior del infortunio, suelen llegar asomos de la Bondad, pero también aciagas fulguraciones de pensamientos diabólicos. “Cuánto oro de opulencia capitalista no guardará este banco, y yo, un muchacho de prolongado esfuerzo heroico, sin una moneda para alcanzar mi grado”. Así pensaba él, y sus lecturas pasadas de Marx, Lenin, Trotski, Zinoviev se iluminaban a la luz rojiza e intermitente de su tempestad. Había momentos en que se sentía poseído por el demonio anarquista


147 y se veía con una bomba en la mano, mirando con los ojos desorbitados del odio el edificio de en frente. Sentía que su corazón era un grito y que una mano ruda se lo apagaba con saña helada y ciega. Le provocaba execrar, maldecir, vociferar. Sus días de hambre, sus noches de frío, sus años de casi desnudez, sus horas de desaliento, sus vergüenzas, sus sufrimientos todos, se amotinaron en la calle, como espectros de puño en alto y bocas acusadoras. “¿Cómo te va? ¿Qué haces aquí?” Merced a unos golpecitos amistosos en el hombro, oyó esta voz samaritana, cuando estaba en lo más sombrío de su delirio. —¡Hola, Fernando, cuánto me alegro verte! —Pero cuéntame: ¿Qué haces aquí? —preguntóle con un mohín de extrañeza. —Voy a ser franco contigo. Estaba de anarquista frente a este banco. He terminado todos mis estudios, he presentado todos los exámenes preparatorios de grado, tengo mi tesis ya aprobada por la Facultad y, sin embargo, no puedo graduarme, porque carezco de mil pesos para ello. —Hombre, no sufras por eso. Véte mañana a mi oficina. Yo te daré un cheque por esa suma y me la pagarás dentro de uno, dentro de diez, dentro de veinte años. Jorge se sintió anonadado. No salía del asombro. “Pero ¿esto qué es?” Volvió a sentir sobre su cabeza la mano protectora de Dios y todos los pensamientos anarquistas que lo enloquecían y llenaban de tinieblas huyeron como fantasmas. De entre los ricos se le había acercado un alma liberal y bella. —Yo te agradezco en lo más hondo de mí este generoso ofrecimiento, mas no es preciso que tú me gires el cheque. Permíteme solamente que te ofrezca como fiador a un prestamista conocido y con eso mi problema quedará resuelto. —Con mucho gusto. Haz lo que quieras. En todo caso no veas tropiezo alguno para tu grado. Te preste yo o te preste otro, gradúate. Un mes después firmaba Jorge a un prestamista un pagaré por los mil pesos que necesitaba. Sus tíos fueron los fiadores. Pero su amigo Fernando Calle fue quien lo alentó para vencer esta última dificultad. **


148 Una tarde fría de noviembre, con un folleto amarillo en la mano —su tesis—, descendía Jorge por la calle hacia el edificio de Santa Inés. Debía llegar antes de las cinco. Vestía un traje sencillo y nuevo, de color negro. Nadie lo acompañaba. Sólo iba con la imagen de su madre. ¿A qué iba? Iba a su examen de grado. Una onda mansa y fría de tristeza, como brisa del polo, le invadía el alma; pero, como una llama en el polo mismo, ardía su corazón. Su madre no podía asistir al grado, por su ancianidad y por su pobreza, y Fernando estaba ausente. Y si ella ni él podían asistir, ¿a qué invitar a los demás? A todo ese dolor se agregaba el de darle fin a su vida de Universidad. En estos pensamientos llegó a Santa Inés, subió la escalera de piedra y se dirigió al salón de grados. ¡Con cuánto estudio y trabajo se llegaba a él! Era éste sencillo. Carecía de todo adorno arquitectónico. El cielo y las paredes estaban esmeradamente enlucidos y sobre el suelo se extendía una alfombra roja. Del lado derecho entraba la luz de la calle por los vidrios de algunas ventanas grandes. Al fondo se levantaba la plataforma, con una mesa larga y cinco asientos, para el rector de la Escuela, tres profesores y el presidente de tesis. A un lado, baja, estaba la mesa del secretario. Del cielo pendían unas lámparas; de las paredes laterales, los retratos de los rectores; y, dejando por el centro una zona longitudinal libre. de uno y otro lado se encontraban como un centenar de sillas, dispuestas en filas. Jorge tomó uno de los asientos. ¡Qué más amplio le pareció aquel recinto sin concurrencia! Cuando sonó la campanilla se levantó y fue a sentarse en el sitio de los graduandos. La figura de los profesores las veía más grandes. El jurado era imponente. Lo componían cinco representantes de la Ciencia, de la Bondad y del Honor del país. Púsose en pie el rector y, después de felicitar a Jorge por el éxito de sus estudios, concedió la palabra al primer examinador. Luego, intervinieron los otros. Al llegar el momento alto del juramento todos se pusieron en pie. El ambiente de solemnidad se hizo más sensible. La severidad académica penetraba los espíritus, en medio del silencio. Y cuando el muchacho escuchaba las palabras rituales, pronunciadas con autoridad y énfasis, experimentó la emoción grave y seria de penetrar en una vida superior. Era la transmisión de la dignidad médica, mediante la palabra de honor empeñada. Al responder al juramento inclinó la cabeza, como al peso de la significación profunda del instante y del nuevo destino, y con reverencia filial puso su mente en las manos de Dios y de su madre. Terminada la ceremonia, con el diploma en las manos, salió Jorge por entre las dos agrupaciones de sillas vacías y, solo como había ido, solo tomó el camino de su cuarto. Al pasar por frente a la oficina telegráfica, en San Francisco, le dirigió un mensaje extraordinario a su madre. Dos lágrimas rubricaron su firma.


149 No bien había andado corto trecho por la calle, al salir de la oficina, cuando se encontró con Guillermo Londoño Mejía y su acompañamiento, que iban a Santa Inés, porque en la hora siguiente se celebraría el grado de Guillermo. Los dos condiscípulos se abrazaron y felicitaron mutuamente. No era cosa de ocurrencia común que un estudiante coronara sus estudios con tanto brillo y porvenir halagüeño, como lo hacía este dilecto hijo de Caldas. Porque Guillermo fue claridad de los claustros, corazón numeroso de cordiales excelencias y espíritu de posibilidades y realizaciones estupendas. De estas cualidades excelentes se daría más tarde cuenta el país, cuando Guillermo pasara por la Gobernación de su Departamento y por el Ministerio de Agricultura, y, más todavía, cuando ejerciera su profesión en Manizales, donde nunca supo de estipendios y en donde fue siempre el Buen Samaritano que se inclinó ante el golpeado y el herido por la enfermedad, para derramarle el aceite y el vino de su corazón y curarle con la venda de su ciencia. ¿Y acaso no fue esta misma ciudad la que recibió de él la más bella lección de amistad que haya podido dar hombre alguno en su seno? El encierro completo de Guillermo, por meses, al lado de aquel gran señor, su amigo, que llamóse Eduardo Toro, para acompañarle y servirle en su largo camino de penas y de muerte, es todo un acontecimiento edificante y conmovedor en la historia afectiva de sus gentes. Olvidar esto sería olvidar unas de las horas más nobles y sublimes de aquella cumbre de hombres buenos. CAPITULO XVII

Hoy recorría Jorge, con cierto júbilo, las múltiples vueltas del camino que, por el sur, conducen al pueblo de su infancia. En el pecho le florecía algo alegre, algo distinto a la emoción de su grado, tan solo, tan solemne, tan íntimo. El deseo de abrazar a su madre le llevaba por los aires en un soñar despierto, corno el pato al hombrecillo de los cuentos escandinavos. No sentía el trote de la mula. En la soledad del camino pensaba en muchas cosas pasadas y futuras. Los pensamientos se le precipitaban en la mente con desorden. Y, cosa singular, ante el horizonte espiritual que se le abría, quiso escoger esos collados para hacer otra vez la promesa interior de asentar la vida en su profesión y de no valerse de ésta para ningún acto inmoral o censurable. No quiso tener más testigos de esta nueva resolución que el cielo sobre su cabeza y aquellas colinas maternas a los lados. El cañón del Santo Domingo en esa tarde era un embeleso de la luz y los colores. Parecíale más bien un paisaje recién nacido, lleno de transparencia y de dulzura. En el fondo reventaba el río en espumas


150 y cantares, al saltar entre las rocas y las piedras. En lo alto, en los alcores y los cerros, deslumbraba el sol, y los peñascos nítidos proyectaban sus perfiles en el azul del cielo. La ladera toda era vida; en los huertos esparcidos ascendían las columnillas de humo de las cabañas; y la brisa retozaba entre las rozas, los guaduales, los carboneros, los cafetos y los platanares, doblegando las espigas, los penachos y las hojas. Un ámbito en concierto de verdes y amarillos dilatábase sin término. Y un aire tibio y puro, oloroso a tierra buena, a tierra propia, golpeaba suavemente el rostro del viajero. Condiscípulos y amigos organizaron una cabalgata para ir a su encuentro. Cómo se borraban las desventuras y miserias pasadas con esta ocurrencia gallarda. Hasta un físico calor de afecto le llegaba al corazón, porque tiene más fuego el cariño del camarada, del obrero, del campesino de las breñas sencillas, que el cariño o simpatía por precepto de las grandes ciudades. Los vió brotar de una nube de polvo en el alto cercano de los Vásquez. Eran dos que corrían en sus moros. Uno de ellos con una mano sobre la cabeza, para evitar que el viento le arrebatara el sombrero. Ambos espoleaban los animales, agitaban las piernas y lanzaban voces de entusiasmo. Cuando se acercaron a abrazarlo, aparecieron otros cuatro, otros ocho, treinta más, en medio de alargada polvareda. Los gritos subían y bajaban por los recuestos, chocaban los estribos, resonaban los látigos, los cantos de las ruanas cruzaban por encima de los hombros, y los sombreros, en alto, se agitaban en el viento. “¡Que viva el doctor!” —inició una voz de clarín— “¡Que viva!” —contestaron los otros, con todas las fuerzas de sus gargantas—. Jorge se detuvo al frente de la tienda de los Vásquez, para saludarlos. Uno por uno se le acercaron a decirle alguna frase amable, de esas que retiene el corazón. Luégo se dirigió al ventero en solicitud de un anisado para todos. “ Por ustedes — brindó en tono alto—, por la amistad que nos une, por este recibimiento tan generoso!” “¡Por usted, doctor!” —fue el coro de respuesta—. “Sigamos” —les dijo—, y, al punto, se arremolinaron las cabalgaduras, se cruzaron, retrocedieron unas, se orillaron otras, para obligarlo a tomar la delantera. Ya Jorge en la vanguardia, continuaron la marcha. Los caballos se animaban, resoplaban y andaban a paso rápido; sonaban los latigazos sobre los zamarros; los roces de los estribos oíanse con frecuencia; se poblaba el camino de vivas repetidos; las conversaciones en voz alta se mezclaban y confundían; estallaban los gritos y las risas; y en una nube de júbilo llegó el cortejo a Manzanares. Desde que surgieron los jinetes en la travesía, al otro lado del puente, el pueblo puso los ojos en ellos. Del puente a la casa de la hermana de Jorge, las gentes detuviéronse en las aceras y se agruparon en las esquinas. Por las ventanas y puertas se asomaban las mujeres, los niños, los ancianos, cuanta persona había,


151 rindiéndole un callado homenaje al primer muchacho de esa tierra que se doctoraba, en medicina. Jorge saludaba con timidez y gratitud profunda a todos sus conocidos, a todos los espectadores, entre las voces y exclamaciones y el ruido de los cascos sobre las piedras. Con el corazón que se le salía del pecho, su madre lo vió llegar, desde el mismo postigo que le hacía marco, cuando lo despidió en el primer viaje. El encuentro con ella fue de una inefable emoción. Se abrazaron largamente y luego quedaron medio mudos bastantes minutos, antes de su conversación animada en el resto de la tarde. A ella no le cabía en el alma la alegría y él estaba como embriagado por una gran satisfacción. Tres días después, al caer el sol, un caporal de recua, que llegaba de Mariquita, le entregó su pequeño equipaje, envuelto en un encerado. Su madre y él empezaron a abrir este pequeño fardo, el hatillo de todas sus andanzas, donde se encontraban mezclados tres vestidos, algunos libros de patología, unos cuantos instrumentos de cirugía de urgencia y un embalaje cilíndrico de latón, que contenía el diploma de grado. —Qué es esto? —le preguntó ella al tomar en sus manos aquel tubo que no conocía. —Abrelo, mamá. Con sus manos sarmentosas y consumidas por el roce de los años, zafó nerviosamente la tapa ajustada del extremo, extrajo con cuidado el enrollado titulo y lo abrió ante su mirada de sorpresa y regocijo. Una impresión intensa electrizó el ambiente de la alcoba y ella, puestos los anteojos, empezó a leer con voz entrecortada: “La República de Colombia y, en su nombre, la Universidad Nacional...”, y sobre la leyenda y de sus ojos enternecidos caía lentamente la ale gría, condensada en lágrimas. Al ver esto sintió él, una vez más, la presencia de Dios, se acercó a ella, la abrazó calladamente y, como dedicación sentida de su alma, sobre el regazo dejó caer también sus lágrimas. La falta de una botica para su servicio en el pueblo obligó a Jorge a pedirle una a Vicente Hoyos e Hijos, droguistas de Manizales. Estos señores, en un gesto de bondad y confianza absolutamente desusado, se la enviaron sin exigirle garantía alguna. Para recibirla tomó en alquiler un local apropiado, donde también instaló su consultorio. Al disponer los frascos en los anaqueles lo embargaba una gran preocupación, porque este compromiso comercial tan obligante se sumaba al que contrajo con motivo de su grado. Era natural que un muchacho honrado sintiera temor al adquirir deudas


152 tan grandes y forzosas, sin más recursos que una profesión Sin pasado ni presente. ¿Médico con botica? ¡Qué feo maridaje! Desde el momento en que se vió en esa penosa realidad empezó a sufrir de una como vergüenza oculta y a desear vivamente que llegara el tiempo de librarse de ella. ¿Acaso no tendrían las gentes el derecho de pensar que él podría, por un bajo interés, formular drogas o medicamentos innecesarios, desvirtuados o inútiles? Se daba perfecta cuenta de que en esas condiciones la limpieza de su honra no podría librarse de cualquier empañamiento suspicaz. ** Entre los médicos que encontró sobresalía el doctor Jesús María Jaramillo, de la Universidad Nacional, de señorial apostura y ya enfermo y envejecido. Sucedía él en la atención de la salud del pueblo a don Martiniano Calle; a don Tobías Jiménez, licenciado en Antioquia; al doctor Marco Manlio Tirado, de la Facultad de este Departamento, quien fue su compañero y ya había muerto; al doctor Eduardo Duque, con quien también compartió, por breve tiempo, los afanes de la profesión; y, último, al doctor José Alzate Betancur, una de las más sobresalientes figuras médicas de Caldas, con cuya presencia, de muy cortos años, vivió Manzanares uno de los períodos más tranquilizadores y benéficos, del punto de vista de sus enfermos. ** ¡Y qué aprensión la producida por el primer paciente. Como practicante, por concurso, del hospital de San Juan de Dios, en Bogotá, había hecho un año de práctica notable. Pero no era lo mismo. La responsabilidad en el hospital era la dé cumplir estrictamente las órdenes de un jefe de clínica, en primer lugar, y de un profesor, en último término y ante todo. Ahora la responsabilidad era total y absoluta. Con su estuche de examen salió una buena mañana a ver a don Isaías. Naturalmente, sintió mucha alegría al iniciar en firme su profesión. Mas, al ascender las calles, le invadía, por instantes, como un temor del problema que iba a encontrar, porque sus conocimientos le decían cuán vasta y compleja es la patología del hombre. Llegó a la casa, entró en el apo sento y, desde que saludó a don Isaías, sintió en sí al médico formado. Ante la curiosa mirada de quienes lo veían por vez primera, hizo cuanto le indicaba el deber, con aparente serenidad y salió recapacitando sobre el diagnóstico formulado y sobre los medicamentos y dosis prescritos. ¿Sí será? ¿No será? Este movimiento pendular del discurrir ante el cuadrante de la duda, cuando hay una vida de por medio y una conciencia delicada, se


153 torna en tortura del espíritu. Toda la tarde y, preferentemente, en las horas antes de dormirse, tuvo a don Isaías posesionado de su pensamiento. Sólo el saber al otro día que había mejorado, le permitió volver al equilibrio de sus nervios. Pero si el primer enfermo trae consigo una gran intranquilidad, ¡qué solicitud congojosa la de la primera intervención quirúrgica y en un lugar tan apartado! Posesionado ya de la dirección del hospital, cuyo nombramiento casi que acababa de recibir, se le presentó la necesidad de operar un fibroma uterino. Las condiciones y recursos de la sala de cirugía eran muy pobres y primitivos. El ayudante se lo encontró en un joven despierto y de corazón nobilísimo y fue asunto de horas hacerle conocer las pinzas principales y enseñarle lo fundamental de la asepsia, la forma de servir los hilos en la aguja de Reverdin y la manera de hacer los nudos del cirujano. La falta de autoclave tuvo que suplirla con instrucciones muy claras y repetidas sobre esterilización, con agua hirviendo, del material indispensable. La víspera, por la noche, hizo un estudio completo del caso quirúrgico en los pocos manuales que poseía, y, sintiendo la grandeza del acto que iba a realizar, preparó su espíritu para la responsabilidad, para el valor, para la bondad, para la rectitud que le iban a ser necesarios. Al día siguiente, muy de mañana, estaba en el hospital. La precisión de su mente para ordenar, crear y prevenir era perfecta. Cuando la Hermana, a cuyo cargo estaba la anestesia, le dijo que la enferma dormía, empezó a operar a la luz del sol, que inundaba la sala. Por vez primera conoció la abstracción total del espíritu, su concentración absoluta en una obra, a la que deben concurrir la rapidez y oportunidad del pensamiento y la habilidad manual. ¡Qué bella y solemne esta intensidad suma! ¡Qué bello este ascender al ensimismamiento de la creación científica y artística, porque no otro es el plano del acto operatorio! Afortunadamente no tuvo tropiezo alguno y fue normal el desarrollo de todos los tiempos. Las horas y días siguientes fueron de un anhelo indecible, de una espectativa insomne. El iba a visitar a la enferma varias horas al día y aun en altas horas de la noche. La alentaba, la mimaba y hasta llegó a cargarla entre sus brazos, como a un niño, algunas veces que el cansancio la desasosegaba. Pero cuando su ser llegaba casi al límite de la zozobra era en los minutos de ponerle el termómetro en la boca. Entonces se acordaba de Proust y veía la salamandra de plata agazapada en el fondo de la brillante cubeta, cómo empezaba a moverse, a alargarse por el tubo filiforme, para detenerse a menos de la mitad de la altura y entregarle, cual una bruja, el ansiado horóscopo de una temperatura tranquilizadora. CAPITULO XVIII


154 El médico del pequeño pueblo, que es al mismo tiempo el médico rural, empezó a formarse en Jorge. El paisaje, el ambiente de intimidad, honrado y sencillo de Manzanares, de sus pocas calles, de sus buenas gentes, influían en su espíritu. Sus pensamientos eran apacibles y transparentes, como los arroyos de La Chalca y Santa Clara, como las nubecillas del cielo azul sobre los cerros. Así brotaban también sus deseos, que, por falta de estímulos, se apagaban casi todos. La vida era muy uniforme y estaba como paralizada. El siglo XIX, como sucedía en casi todos los Pueblos de Caldas y Antioquia, no había desaparecido sino en parte. Era el vivir patriarcal de rezo a la madrugada, de temprano ordeño de vacas en el patio del fondo, de café con leche a las nueve, almuerzo a las once, taza de chocolate a las dos, cena a las cinco, y merienda, rosario y cama a las ocho. Aún se oían nombrar la “citolegia” y el “Libro del Estudiante”, y como obras de lectura circulaban “El Judío Errante”, “Los Mojicones de París”, “Oscar y Amanda”, “El Jorobado”, “El Conde de Montecristo”, “La Pastora del Guadiela”, “El Arco Iris de Paz”. Eran todavía los tiempos del causón alto, del derrame bilioso, de la calentura maligna, de la reuma insolvada, de la hidropesía de pecho, del ahoguío de jervores; y todavía también se hablaba de la tintura de árnica, de los lamedores pectorales, de los vejigatorios, de los baños de cordoncillo, de los purgantes de calomel y jalapa. En verdad, ¡qué ambiente tan quieto! Más lo único que no nacía en él era la resignación, la entrega. Un ansia de algo distinto la llevaba en su ser, como una defensa, como aspiración salvadora, aunque permanecía callada en lo hondo de su yo. ¡Ah, un viaje a París, a la Universidad! ¡Cómo fulguraba este deseo en futuras lejanías, con intermitencias de esperanza! Sonaba el despertador a las seis de la mañana y su tintineo en cascada se rompía sobre la cabeza de Jorge. Ya listo, a las siete, tomaba la vía del hospital. Yendo hacia el cementerio, junto a una quebrada de rumores despeñados, asomaban sus aleros. Al salir a la plaza, ya ésta estaba con vida: la religiosa, en la iglesia; la comercial, en la acera alta; y la de afanes y diligencias hogareñas, en los transeúntes que la cruzaban. En el trayecto, de piso de piedras duras, y de fachadas blancas, no muy limpias y casi rústicas, solía en contrarse con lo común de todos los pueblos: los devotos que iban a misa; el encerrador, con las vacas del ordeño; el arriero, con sus dos o tres mulas o bueyes: los escolares en retozo, alcanzando ya la escuela; el dueño de la tienda en pasos para abrirla; y el viajero en su rucio, camino de algún pueblo o de la estancia. ¡Ah, el hospital! Cuando lo veía el muchacho tan blanco y acogedor sobre la pendiente de la calzada, recordaba el origen de la palabra, casa de huéspedes, de peregrinos. ¡Qué miseria y desolación la de un poblado sin este servicio humano! Jorge lo amaba por el doble motivo de la obra cristiana y por ser ahora su observatorio, al modo de los astronómicos, según el símil de Pariset. Estando en él, la labor no era poca, porque una veintena de pacientes requieren bastantes cui dados. Sor Constanza, angelical criatura de las Hermanitas de los


155 Pobres, de llana obediencia, era quien lo auxiliaba y lo informaba de ellos. ¿Operaciones? Las había con frecuencia, y en las mañanas de ellas el hospital se agitaba, primero, y luégo, se suspendía. Pero lo ordinario de la ocupación profesional eran los exámenes, las curaciones y las fórmulas rutinarias. Ya de vuelta, el sol estaba ancho en las calles, y con él, todo animado. En la puerta de la botica no faltaba quién lo aguardara, para expedir algún remedio o para pedirle que fuera a alguna parte. Luego salía a visitar a sus enfermos, que raramente pasaban de dos. A esa hora, entre el resoplar y el golpear sonoro de la fragua, donde Roberto Ossa, con sus manos ennegrecidas y aceradas y su sonoro delantal de cuero, ennoblecía el trabajo, se elevaban los cantares de sastres y zapateros, y, más lejos, dominando el rumor del agua en la fuente cercana, se oían el serrucho y la garlopa de la próxima carpintería y los silbidos de arrieros que asomaban. Sí, a la vuelta estaban ellos. Por la “calle de los paperos” entraban siempre las grandes recuas, todos los viernes. Llamábase así esta calle, por ser el sitio donde llegaban, en centenares de bueyes, las papas de Marulanda, que los manzanareños distribuían por la provincia, el Fresno, Honda y aun la costa atlántica. Este comercio y el de abarrote, panela y otros productos de tierras calientes, destinados a las alturas de Herveo, constituían una de las actividades mayores y más lucrativas del pueblo. La uniformidad lugareña resaltaba mayormente en las casas. Rara era la que ostentara algo distinto de un modesto recibo; de dos o tres aposentos; de un comedor abierto, sin puerta; de un jardincillo, sin orden; de un patio, con gallinero y papayo atrás. Las paredes, todas de bahareque, eran encaladas, y los barandales y postes de los corredores lucían macetas de novios y geranios. Los muebles de la sala, en una que otra parte, eran de rejilla; en las más, de fabricación humilde, y limitábanse a unos pocos asientos y a una consola sin talla y con florero al centro. Por adornos solo se veían el Sagrado Corazón, una o dos litografías o el retrato de los abuelos. En la alcoba resaltaban un armario liso, con frascos encima, y sobre todo, la cama, también simple, de las de Badillo, el carpintero de moda, puesta bajo una imagen de la Virgen. Hacíale juego a esta cama una mesilla burda, vestida de carpeta blanca, bordada por la escolar de la casa, y sobre ella marcaba las horas un reloj ordinario, junto a un vaso de leche, una caja de fósforos y unas cuantas novenas. Y entre las ropas limpias de tan sencillo lecho, reposaba el paciente, uno de esos abnegados y cordiales manzanareños. ¡Cómo era de grato conversar con esas gentes tan sanas, pero más, aligerarles las penas! Volviendo Jorge de las visitas, las calles se alborotaban con la salida de las escuelas, y solía suceder que un transeúnte, quizás el más viejo, se le juntara, con ánimo de acompañarlo. La ancianidad gusta tanto de amistades nuevas y procura las charlas cordiales. Entre


156 tanto, el sol ya ascendido, parecía que estaba quieto y la sombra en las aceras, fresca y larga, corría a su lado sin desplazarse. Al pasar cerca al estanco se sentía su rumor. Como lo han dicho los escritores antioqueños, que saben, como Azorín, de sus pueblos, el estanco es en éstos el lugar de cita obligado, el sanedrín, el centro de las tertulias, el de información y comentarios, el de las iniciativas todas. En otros muy pocos lo son la botica o alguna de las tiendas. En Manzanares lo era el estanco. En aquella hora, con el estímulo de los dobles, había risas, discusiones, deliberaciones, soluciones de problemas. Allí sí que se podía observar el carácter transigente y de concordia del manzanareño. Ese es su genius loci. Quizás por esta circunstancia feliz, Manzanares ostenta la mayor cultura política. En su extensión conviven hombres de diversas ideas. En sus calles y veredas nunca ha existido la violencia, a excepción de los asomos recientes, y eso, porque la desataron gentes extrañas a su tierra y a su índole. Afortunadamente no ha habido casi sangre. ¿Sembrarían esta semilla de cordura los primeros párrocos, el Padre Correal, el Padre Hurtado, el Padre Murillo, puesto que el cura es el gran artífice del pueblo? ¿Y no tendrán alguna participación los Calles, los Gómez, los Jiménez, los Duques, los Villegas, los Ramírez, los Giraldos? ¿O no sería obra más bien del Padre Antonio Hartmann? ¡Si es que su influencia fue muy larga y decisiva! ¡Vivió tanto tiempo en Manzanares! Y, aunque muerto hace varios años, aún se le ve pasar, avivado por el recuerdo, con su cigarro, su sombrero de Suaza y su ruana de jerga. Aún se le oye ordenar, porque él prefería el mandato a la invitación o a la exhortación. Era que tenía sangre tudesca, impulsos prusianos. Pero este concepto profundo de la autoridad era regido por su carácter de padre espiritual de sus feligreses y templado por su compasión y su humildad, de modo que la dureza moría en él a tiempo de nacer. ¡ Lástima que la vieja capillita hubiera desaparecido, porque ahí se conservaba su voz vehemente o angustiada y su castellano nunca bien aprendido, así como el destello de impaciencia de sus ojos azules y el gesto de su mano al allanar nerviosamente sus cabellos cortos y lacios, cuando una aprensión lo poseía. Pero miremos hacia abajo y sigamos en lo que íbamos. ¿Quién es el que se encuentra a la puerta de la botica, de aguadeño sudado, ruana vuelta hacia el hombro, carriel de nutria al cuadril y zamarros con manchas de barro, junto a un overo de. orejas caídas, somnolente y que apenas se mueve? Ah! Es un cuitado del campo, que vino corriendo y que aguarda a Jorge, porque su mujer está muy grave. ¿Y del medio día a la tarde qué era el pueblo? Una laguna de horas dormida. En esa tranquilidad y con un calorcillo enervante el nuevo médico hacía lecturas largas, atendía una o dos consultas y conversaba, por entretenimiento, con don Alvaro o don Cancio. Las


157 mujeres en sus hogares, más activas, aprovechaban el tiempo en remiendos, costuras, tejidos o bordados. Pero no solas: lo frecuente era que tuvieran las visitas que ellas han llamado “de costura”. Y entonces — ¡aquí de temblar parroquianos!— “la sin huesos” picaba o cortaba más vidas ajenas, que hilos, liencillos o zarazas, las tijeras; y las honrillas reventaban también en la espuma de los chocolates, con pandequeso, buñuelos y arepas delgadas. En las calles discurrían la lentitud y la modorra diarias y en el comercio se hablaba más y se vendía menos. Las tiendas tornábanse más bien en sitios de tertulia, con el ribete de taza de café, dominó. ajedrez o cartas. Al caer de la tarde alegrábanse las calles; formábanse corrillos de animados diálogos; organizábanse pequeñas caminatas; brotaban las bellas en las ventanas; pasaban sonriendo los galanes y, para el ojeo, se apostaban en las esquinas; las personas piadosas iban llegando poco a poco a la Salve; y en el estanco y en las tabernas el hermano Anís, entre chistes y gracejos, estallaba en carcajadas. Luego, ¡qué paz la del Señor! La luz se iba muriendo y con ella todo el pueblo. En la noche, un débil alumbrado eléctrico dejaba ver las siluetas, de hora en hora más escasas, de retardados transeúntes y de uno que otro perro vagabundo o hambreado. Al mismo tiempo, con el avance de la noche, se ahondaba el silencio y entonces rodaban a sus honduras y rebotaban en ellas, fuertes y nítidas, las voces de alguna trastienda, donde se jugaba por vicio o por pasatiempo. Realmente, fuera de los días de mercado y de fiesta, en los que los servicios a los campesinos exigían gran movimiento, la monotonía anonadaba. Empero, a Jorge le cambiaban la vida los viajes profesionales a los pueblos y a los campos. Y era porque él amaba los caminos. ¡Qué gratos son para el que va por ellos! Andándolos, brotan los pensamientos tanto o más que los paisajes. ¿Acaso no era agasajo de dioses sonrientes ir por las suaves y onduladas laderas de La Chalca, en dirección al Guayabo? Un deleite experimentaba recorriendo en buen caballo esos parajes idílicos, bajo el sol y el cielo puro, entre el rumor del viento, de los árboles, de los arroyuelos que iban a las casitas blancas por canales de guadua. Y qué emoción sentía viendo los jardincillos que se asomaban por entre las cercas, y oyendo el canto de algún labriego en su huerto, o el de las mujeres en las cocinas o en los pozos, junto a saúcos y durazneros. Mas otras veces tenía que irse por caminos escarpados, brumosos y tristes. En las encumbradas parameras de la Picona y abatido por el frío y el silencio, se sintió varias veces como plegado en sí mismo, empequeñecido, a la vista de rocas musgosas y húmedas, de ventisqueros borrascosos, de honduras negras, de precipicios sin fondo; o envuelto en una niebla densa, que por momentos le dejaba ver las agruras de los picachos. También conocía los caminos


158 medrosos. Se hundía por los cañones profundos del Guarinó, el Santo Domingo, La Miel, el San Juan, descendiendo casi por paredes, en la mitad de la noche, con soledad que sobrecogía, y oyendo a su peón pavorido de la muerte alevosa que ya le asaltaba, o del espanto que le cerraba la trocha, o del bramido del bracamonte, o de la pedrada del duende, o del aliento mortal de la madremonte. Y andaba así mismo por caminos melancólicos. Se veía obligado a ir por algunas trochas cascajosas, vecinales de Victoria, o del Brasil, no lejos de la Moravia. En esos despoblados su juventud lo libraba del desánimo o del tedio, a que llevaban los zarzales que obstruían el paso; las tapias derruídas, llenas de yerbajos; los ranchos solos, abandonados y casi ocultos entre malezas y rastrojos. Y, para dicha suya, cuántas veces no sentía al atardecer, como alegre campanada, la noticia de que la posada próxima estaba en el alto de Bellavista o Miraflores, cuando hacía largos viajes por los caminos de la montaña, encontrándose con ventas retozonas y con las mulas, los bueyes y los arrieros. Una de las travesías que gustaba él más recorrer eran las del camino para el Fresno, que, cortando la pendiente, siguen el curso rápido del Santo Domingo. Tenían ellas el encanto de las alquerías, de los recodos, de los plantíos, de las acuarelas vivas. Pero el encanto mayor era el encuentro con “Manometrio”, no raro por cierto. “Manometrio” era el poeta del pueblo. Llamábase Crisanto Ramírez, pero el afecto de todos popularizó aquel nombre. Tenía estatura pequeña y los años le habían secado su cuerpo de campesino. Vestía al modo humilde de los labriegos y a pie limpio andaba el camino, rumiando su poesía silvestre. Siempre se le veía por las vueltas del Aliso, tras de un rocín flaco, cargado de leña. Como es de suponerlo, no guardaba dinero. Era muy pobre, mas por fuera, porque por dentro tenía una riqueza inmensa. “Manometrio” era un manantial de cosas bellas. Por los helechos de sus escasas barbas salían y rodaban en hilos cristalinos alegrías y versos. Poseía un alma transparente y, a la manera como sembraba maíz y frisoles en su huerto, sembraba en su casa y en sus andanzas carjños, bondades y recuerdos. Su voz varonil y regocijada era el vehículo envidiable de su simpatía inexhausta y sobre todo, de sus cuartetos. A muchos de sus amigos los saludaba siempre en estrofas, porque ellas se producían, rápidas y fulgurantes, en su estro. Era un repentista. Fuera del goce de su honradez muy pura, tenía dos complacencias: la de su poesía y la de ser pariente de don Bonifacio Vélez. Y jamás se le vió triste. Un contento connatural, atávico, le abrillantaba el espíritu y le aligeraba el cuerpo. Sin duda eso mismo y su música interior lo hacían tan bueno. Carecía de conocimientos, porque, a lo sumo, en su puericia, estaría en alguna escuela primaria, de las de la arena, como la que pinta Carrasquilla en sus “Entrañas de Niño”. Fue el único que cantó a Manzanares en el incendio y Jorge le oyó emocionado aquel canto, que no quiso darlo por escrito a nadie, pero


159 que lo apreciaron fresco, inspirado, húmedo de pena, muchas gentes. “Manometrio” fue el poeta del pueblo, su cucarachero, porque era imagen humana de este sílvido de plumaje desdichado y de flauta divina; y, como era un ignorante, su memoria, ¡qué triste es decirlo!, se va a perder para siempre. CAPITULO XIX Sobre un día de feria y sobre unos pocos viajes, guardaba Jorge las siguientes páginas: -IEs día de feria. Desde las primeras horas de la mañana muchachos situados en las esquinas de la plaza, que hará las veces de corral grande, con lazos y zurriagos listos, aguardan los animales. El municipio les paga la faena del día, con tal de no dejar escapar ninguno. Por las bocacalles empiezan a llegar novillos, vacas, bueyes, terneros, toros, caballos, potros, mulas y hasta cerdos. Vienen, en partidas, de las veredas, por todos los caminos, y el pueblo se va llenando de mugidos y gritos de los arrieros. Las gentes campesinas van llegando también, detrás de sus animales, en grupos animados y habladores, a pie o cabalgando alazanes briosos, que se mueven nerviosamente, al estímulo de los látigos, que golpean sobre las ancas o los zamarros. El ruido de las voces, de los cascos y de las herraduras en las piedras de las calles, aumenta por instantes. Los negociantes vecinos y los forasteros atisban, reparan, caminan, conversan entre sí y con los del campo. Ya, hacia el medio día, la plaza está llena. Es una mezcla de gentes y de bestias. Un sol que quema cae verticalmente y se quiebra sobre los sombreros, los espinazos y las piedras. Las conversaciones en tono alto, los silbidos, las llamadas, los bramidos y relinchos, pueblan el espacio. Súbitos remolinos entre el ganado se suceden frecuentemente, cuando se enfrentan los cuernos, cuando las sogas enlazan, cuando los toros o novillos saltan sobre las novillonas, o los caballos, sobre las yeguas. Difícilmente los jinetes dan vueltas en la plaza. Los feriantes y curiosos del pueblo, ayudándose de zurriagos, se desplazan de un sitio a otro, mirando reses y rucios. Los arrieros se deslizan rápidamente, para no dejar desbandar sus lotes. Lentos y observadores, cruzan los campesinos en tratos de compra y venta, con las ruanas plegadas sobre los hombros, echados hacia atrás los aguadeños, y las sogas entre las manos, avivadoras o prestas para lanzar el guasque. Oleadas de polvo levanta el viento, que sopla entre los cascos y juguetea, agitando crines y arrebatando sombreros. Los rostros están congestionados y un olor acre, mezcla de sudor, vaho y estiercol, se hace picante con el calor febril de aquel hacinamiento. A primeras horas de la tarde, por entre los apretados


160 tratantes y semovientes, serpentean, como haciendo bastas, las cantarilleras. Las dos señoras llevan la lista del apunte y la alhaja del sorteo, y las tres niñas, las más bellas del pueblo, amables y peripuestas, manejan la sonrisa y la gracia, cual anzuelos disimulados, para la pesca de los billetes. El piso de la plaza se torna sucio, removido, en terrones, y entre el tráfago y el vocerío denso se ha perdido el murmullo de la pila del centro. Los negociantes, en gru pos pequeños, numerosos y dispersos, discuten, señalan, cuentan, separan, avanzan, retroceden, se mueven en zigzag, y, a medida que las transacciones se realizan, van saliendo de la plaza, poco a poco, conjuntos o partidas de animales. Todo este atafago produce sed y hambre, pero no hay cuidado: en la periferia se han levantado toldas, donde, con algarabía de muchachos, se ofrecen chicha, cerveza, chorizos, empanadas, envueltos y bananos. Pero la tolda principal es la de Jesús, el bobo de Rozo, jovialísimo y risueño, quien vende, especialmente en los mercados, una de las chichas más agradables y subidoras conocidas en veinte leguas a la redonda y cuyo barril, como el del Mochito de Rafael Arango Villegas, estalla en los días calurosos, bañando la cara y los vestidos de los circunstantes, a quienes el bobo, transportado de gozo, regala lo poco que queda en el fondo. En la acera de arriba, en la calle real y en otras que la cruzan, las cantinas, tiendas y fonduchos están repletos de gente. Dentro, hay juegos de billar y de cartas, así como de cachimonas y ruletas venidas del Fresno y Honda, y el viejo Anís parlotea y canta, con sonidos quebrados y roncos. Cuadras abajo, la gallera restalla en voces de júbilo. Allá están reunidos, en unión alegre y democrática, poblanos y montañeros, santurrones y perdularios, ricos y pobres, nobles y plebeyos, raizales y trashumantes, todos apostando a los marañones y canaguayes, bien a los del patio manzanareño, bien a los de Salamina o Pensilvania. Al avanzar la tarde, los feriantes ebrios son ya bastantes y un bronco rumor humano, distinto al de la plaza, va llenando el centro del pueblo. Entre tanto, los jinetes pasados de copas emprenden caracoleos y carreras, con chillidos, latigazos y sones de los estribos. La noche es toda bullicio y jolgorio. El aguardiente sube hasta las cabezas más altas y moderadas; multiplícanse los ruidos y las voces; surgen las bandolas, tiples y guitarras; rasgan el aire las canciones; rompen en torbellinos los bailes populares de Ventiadero, en los que arrebatan la belleza y simpatía de María Dolores y sus compañeras, hechiceras del floreo, los giros y los vuelos de encajes y boleros; y, al filo de la media noche, irrumpe, frente a la ventana de alguna hermosa, una serenata de Eliseo Marulanda, con “Barril” de acompañante, que hace suspirar doncellas con las más hondas rimas de Becquer. En la tarde ha habido una dolorosa ocurrencia. De un momento a otro, en lo alto de la plaza, junto a la esquina del comercio, ha sonado un disparo. Involuntariamente lo ha hecho un beodo, dentro de una tienda. Rápidamente se ha formado un tumulto y, a poco, por


161 la calle que asciende, han subido a un hombre herido. Minutos después he estado a verlo. El proyectil le ha atravesado uno de los muslos. La herida no es grave. La víctima inocente de tan peligroso disparo ha sido don Ezequiel, que estaba tranquilo frente a la tienda. Don Ezequiel es un personaje del pueblo. Tiene noble figura y frisa en los cincuenta años. Unos escasos mechones rubios le andan por la cabeza, que brilla sonrosada bajo ellos, y la frente, amplia, ya se ve surcada de arrugas transversales y finas. Los ojos claros, de brillos metálicos, se le encienden cuando está expansivo, en expresiones alegres y burlonas. La nariz es aguileña y la boca, de labios delgados. La barba, fuerte y ancha, se proyecta hacia adelante, denunciándole condición tenaz y voluntariosa. Es seco de cuerpo y más bien alto que pequeño. Don Ezequiel es muy pobre, pero fue de comodidades cuando muchacho. Actualmente es empleado de una casa americana, compradora de café en este Oriente. Es un hombre comprensivo, de imaginación derramada, de frases graciosas y, a veces, originales, por lo cual le acompaña, casi siempre, un círculo de amigos. Yo le he hecho la curación conveniente y le he ofrecido volver mañana. Temprano he salido a visitar a don Ezequiel en este día. He tomado plaza arriba y, al llegar a la esquina de la casa municipal, empiezo a subir la calle más pendiente. Es toda una cuesta. Tan empinada es, que posiblemente un automóvil no puede ascender por ella. La calzada, revestida de piedras pequeñas y grandes, clavadas parejamente, y en cuyas junturas verdea la hierba, deja correr por el centro un pequeño arroyo. Las aceras son también de piedra y hay cortos tramos que parecen peldaños. Las casas se suceden casi unas encima de las otras, de modo que su parte de abajo es de dos altos y la de arriba, o de la puerta, está al nivel de la calle. Terminando la cuadra, se llega a la casa de don Ezequiel. Al entrar y saludarlo, me dice que siente fuertes dolores. Mi examen y conversación lo animan un tanto y, después de algunas indicaciones, le formulo un analgésico y le prometo volver por la noche con una inyección sedante, para procurarle un reposo completo. Pasadas las nueve estoy nuevamente en su alcoba. Se encuentra sufriendo mucho, pero “no enflaquece el habla”, como quería Santa Teresa. Hervida la jeringuilla, me acerco a él para inyectarle el calmante. Con ojos de ansiedad contempla don Ezequiel el líquido ambarino y puro de la ampolleta, a través del vidrio transparente, y su fe se estremece de gozo al pensar en la recóndita virtud que contiene. Sabe que su esencia, oculta en la intimidad de un compuesto químico complejo, pertenece a esos valores del reino de lo bueno. Por el seno de esas moléculas, que se mueven a la luz, vendrán en su auxilio el sosiego, la calma, y, sobre todo, el sueño, el bendito sueño, que por horas lo librará del martirio de su muslo perforado.


162 Veinte minutos después, cuando ya se calma un poco, me dice: Me gusta que usted no use más de uno o dos remedios. Siempre he pensado que la capacidad de un médico se ve en la sencillez de sus recetas y de su consultorio. Yo desconfío de las fórmulas muy complicadas y de los galenos que dotan sus oficinas de una maquinaria numerosa. Diez días más tarde, en la sala de don Ezequiel, me despido para ya no volver a visitarle, porque su estado es satisfactorio. Después de abrazarme con sincera gratitud, me agrega: —Perdóneme, doctor, todas mis necedades, molestias y términos descomedidos. Usted ha de saber mejor que yo que, con raras excepciones, el hombre enfermo no es el mismo que hemos conocido en el goce de la salud. Hay tantos pliegues disimulados y a veces lamentables en cada persona, que se abren y exteriorizan por la acción del dolor y el sufrimiento. ¡Qué de pequeñeces y miserias debe cubrir piadosamente el secreto del médico y del amigo! -IIEs sábado al medio día. En la botica y hacia los extremos del mostrador, pegados a una y otra pared, se encuentran dos bancos. Allí aguardan sentados los campesinos a que yo los atienda. Casi no hablan. Sólo de cuando en cuando se cruzan algunas palabras en tono muy bajo. Sus rostros duros y tostados, bajo los aguadeños amarillentos, manifiestan desazón y fatiga. En las manos ásperas y nudosas, cruzadas delante de las ruanas, los dedos hacen movimientos repetidos e involuntarios. El tiempo pasa. En el interior, en mi consultorio, converso con un anciano. Una úlcera varicosa lo atormenta. De un momento a otro tocan a la puerta. “Siga” —grito desde mi escritorio—. y entra afanosamente un peón para entregarme una carta. La escribe la mujer de don Lucio Quintana y en ella me ruega que salga, tan pronto como pueda, para Núñez, porque aquél está gravemente enfermo. El peón me dará explicaciones, dice la carta. —Qué le parece, mi doctor, que hace tres días estaba don Lucio tomándose unos traguitos ai en la tienda de Pacho Ríos, en el pueblo, cuando hubo una molestia y entre los que ai estaban se formó una pelotera, de la que resultó herido don Lucio, con un chuzón en un costao. Antier estuvo muy enfermo, pero desde ayer se ha puesto muy malo y esta madrugada estaba con escalofrío y fiebre y un dolor de costao que no amaga. Y también una tos seguidita que lo hace agonizar. Ese señor está muy postrao y no puede sino estar sentao en la cama, recostao a las almuadas. A mí me mandaron pa que lo


163 llevara a usté, porqu’el camino se acabó con el invierno. Aquí traigo un farol pa alumbrale, porque muy acá nos va a coger la noche. —Bueno, hombre. Nos vamos. Mientras yo despacho a esos señores que están ahí aguardando, anda a las pesebreras y díle a don Tobías que me mande la mula y se la llevas a don Roberto, el herrero, para que me le ponga una herradura que se le cayó ayer. Y aquí te aguardo. Ya, haciéndose tarde, vuelve el peón y, arreglado todo lo necesario para servir bien a don Lucio, salgo para Núñez. Mientras caminamos las primeras tres leguas, hemos estado alcanzando a gentes que, en animada conversación, vuelven del mercado hacia sus campos. Van a pie, la mayor parte, arreando su mula o su moro, cargado con la carne para la semana y con algunos otros víveres, y es de verse, como sobornal, el imprescindible tarro de las velas y el pañuelo rabo de gallo que, a manera de bolsa, envuelve tabacos, fósforos y unas cuantas varas de zaraza y género ordinario. Todos vamos orillando, para evitar los profundos barrizales, que de trecho en trecho nos demoran. Cuando cae la noche, ya somos el peón y yo los únicos viajeros por ese camino de penalidades sin cuento. Todavía avanzarnos un buen tiempo sobre tierra más o menos ondulada y luego empezarnos el descenso hacia el cañón profundo del San Juan. El farol que llevamos apenas si nos libra de los peligros de hoyos y bordes despeñadizos. Descendiendo aún más, la noche se hace casi impenetrable, porque una tempestad está próxima y porque el camino se entra en la montaña. El cielo se ha vuelto más negro. Densos nubarrones vienen sobre el monte, lo entenebrecen y borran lo que aún queda como vestigio de alguna claridad. Súbitamente un relámpago fugaz cruza el horizonte e ilumina los picachos empinados que se enfilan como oscuros seres mitológicos. Un trueno de furia atronadora baja por las laderas y pasa dando tumbos por la hondura del cañón, casi doblando árboles y arbustos en su expansión tremenda. Gruesas gotas comienzan a caer y luego, con viento que va tornándose terrible, arrecia el aguacero. Repítense los saetazos fulgurantes de los cielos y los truenos se lanzan desde lo alto de los cerros, haciendo retemblar la tierra. No hay ceja de luz visible en parte alguna. La torrencial lluvia aumenta como un diluvio. El huracán arroja sus corceles por entre los montes tupidos y siembra el espanto en todo ser viviente. Momentos después, por las vertientes, por el camino, bajan torrentes tortuosos, que entre los peñascos se rompen estrepitosamente, con rodar de piedras y de lodo. Siente uno que la noche, con locura apocalíptica, se precipita al hondo abismo del San Juan, ya desbordado y ensordecedor en la tormenta. Huyendo de lluvia tan cerrada y de los riesgos en que nos ponen las avenidas por los desfiladeros, nos acogemos al alero de la primera casita que, al brillo de un relámpago, encontramos. Para no despertar


164 a nadie nos acercamos sin hacer gran ruido; mas, no obstante, el dueño se levanta al sentir que allí nos guarecemos. Abre la puerta y aparece con una vela en la mano. Nos saluda amablemente y nos invita a entrar. Es un hombre cuarentón, alto, amarillento, que vive con su familia en la falda. Cultiva un espacioso huerto y atiende, con el auxilio de su mujer, a la venta de algunos víveres, cerveza, tabaco, fósforos y cigarrillos, en la tienda que nos brinda para escampamos. —Yo no conocía esta clase de tempestades. ¡Qué cosa tan terrible! —Sí, señor, aquí son muy fuertes y ésta ha sido más. Si pasa mañana por aquí, verá cómo en los montes el huracán hace unas tumbas de varias cuadras de largas y cómo en el camino se abren canalones tan hondos, como de una vara. Fuera de árboles y piedras atravezados en muchas partes. Le pido cerveza para los tres y seguimos conversando. En la lanzadera de preguntas y respuestas he logrado sorprender algunas de éstas muy amargas. —Vea, señor. puaquí vivimos muy desamparaos. Lo poquito que se coje hay que vendelo muy barato, si uno no tiene en qué llevalo pal pueblo. Pa conseguir lo que se necesita hay que traelo de Manzanares, que siempre está lejos. Si uno se enferma, se tiene que morir sin médico. A veces logra uno atisbar al doctor cuando pasa pa Núñez o viene de allá. No tenemos escuela. Los hijos crecen como animalitos. ¿Misa? Pu’ai cuando se puede. En fin, ai se hace lo que mi Dios quiera. El hombre guarda unos instantes de silencio y después agrega: —Y se sufre mucho. El otro día, por ejemplo, vinieron unos celadores d’esos de la Renta, y me requisaron la tienda, la casa, la güerta, me quitaron el aguardiente que tenía, que porqu’era contrabando, y me llevaron preso pa Núñez. Me tuvieron en la cárcel tres días y después me soltaron, porque no me pudieron probar nada, porque yo estaba inocente. Un rato largo después, ya pasada la violencia de la tempestad, continuarnos la marcha, con un poco de huracán y bajo una lluvia débil y persistente. Sumidos todavía en una oscuridad espesa, que solo perfora escasamente y en pocos metros la luz vacilante del farol, atravesamos el puente, bajo el cual pasa rugiendo el río en impetuosa crecida. Una legua habremos ascendido por el camino difícil y pedregoso, al que siguen cayendo arroyos venidos de las faldas, cuando alcanzo a ver que de un rancho de la orilla, apenas perceptible, sale pronta una luz. Al acercarnos, en el barranco, y con una vela a la altura de la cabeza, se va destacando una niña que, inclinándose ligeramente, hace lo posible por divisarnos.


165 —Vea, señor, —le dice al peón, que me precede—.Que si usté nos hace el favor, aquí en el alto, en la casa que hay allí, de tocale y decile a Rosa, mi hermana, que se venga ligerito, que mi mamá está muy mala. —Oiga, niña, —le digo yo al escuchar este angustioso recado—: ¿ahí está su papá? —Sí, señor. —Entonces, dígale desmontándome.

que

salga

un

momentico

—agrego

yo,

El hombre sale, le interrogo sobre lo que le ocurre y, al manifestarme que su mujer está en un caso grave de maternidad, le informo que soy médico, que voy para Nuñez a ver un enfermo y que tengo mucho gusto en prestarle desinteresadamente mis servicios. Una sorpresa radiante de alegría se le dibujó en el rostro medio iluminado por la vela que alumbra en manos de la niña, y un ¡ bendito sea Dios! resplandece en sus labios, movidos por el más hondo reconocimiento. La situación de esta pobre mujer es de evidente urgencia y gravedad. Se trata de lo que en obstetricia se llama una presentación de hombro. La desconsolada madre sufre y ha sufrido indeciblemente y sólo cuenta con los inútiles auxilios de una bondadosa comadre, venida de un campo cercano. En ese momento sí soy yo la mano de la Providencia y así lo siento sobrecogido de una rara emoción. Un rato después, con el llanto de un niño, huyen el dolor, la angustia, la sombra de la tragedia, y la felicidad se entra en el recinto. El esposo, la vecina y yo reímos ya, dialogamos con la madre, y los tres, diligentes, junto al recién llegado, hacemos brillar y servir los objetos y enseres más humildes. Dentro de aquellas paredes de madera burda, se siente una placidez venida del cielo y el espíritu percibe claramente la benigna presencia del Señor. Cuando todo está en orden vuelvo a mi mola y continúo el camino, oyendo interiormente las bendiciones de esas sencillas gentes del campo, tan buenas, tan sufridas, tan abandonadas. Al fin llego a Núñez. En una alcoba estrecha, de tablas toscas, sin pintura o blanquimento, y en un lecho sencillamente vestido, se encuentra casi sentado don Lucio Quintana. Reciben su espalda varias almohadas y sus dos manos se apoyan fuertemente en el colchón. En su rostro largo, de judío, se acentúa el desasosiego. Los ojos se le nublan de angustiados. La calva le brilla grasienta y los pobres aladares le caen en las orejas. La respiración es agitada; el dolor del costado herido, muy fuerte; y la tos, persistente y seca. Estos síntomas lo martirizan y agobian demasiado. Ha tenido varios


166 calofríos. La fiebre es alta y sobre la frente el sudor le corre en gotas. Me saluda y me conversa con dificultad. Después de examinarlo me doy cuenta de que posiblemente está evolucionando en él una pleuresía purulenta, por una herida penetrante del tórax. Como no hay en ese momento indicación operatoria, me limito a aplicarle algunas inyecciones y a darle calmantes, para combatir la infección y el dolor, que es lo requerido. Eso sí, le ordeno que, cuanto antes, se haga trasladar a Manzanares, porque muy probablemente va necesitar un tratamiento quirúrgico largo y cuidadoso. Al día siguiente, un poco calmado don Lucio, emprendo el regreso. En el camino me detengo para visitar a mi enferma ocasional de la noche. ¡Qué paz y tranquilidad la que hay en el pequeño cuarto, tan pobre, tan limpio! Quizás, por las muchas rendijas, no huele a cuarto de recién nacido, sino más bien como a sementera verde y florecida. Con visible temor de la madre, abro la rústica ventana y un rayo de sol llega hasta ella, para realzar su sonrisa, al mostrarme, entre pañales, el tesoro casi escondido de su octavo hijo. Cuando me habla, veo que sus palabras tienen la misma bondad y dulzura de su huerto. Corre el tiempo y don Lucio no llega a Manzanares, pero sí, como al sexto día, el mismo peón, con una nueva carta. En ella me pide la esposa que vuelva a verlo, porque bien posible es que su traslado sea innecesario y que yo pueda curarlo en su propio lecho. Así las cosas, ruego a uno de mis amigos, alegre y conversador, quien, de vez en cuando, me acompaña en mis andanzas, lo haga en esta ocasión para regocijo mío y del mismo don Lucio. Espléndido ha resultado el viaje, porque el sol nos ha sido fiel en todo el día, porque la santa mujercita del rancho no ha tenido ninguna de las complicaciones que he temido, a consecuencia de mi intervención en tan estrechas circunstancias, y porque don Lucio, lejos de agravarse, está ya para comenzar una franca convalecencia. Un mes después, cuando ya él anda a caballo por Núñez y Manzanares, en sus ocupaciones, resuelvo enviarle la cuenta de mis honorarios. No he querido fijar el valor, sin previa consulta, y para ello me he servido de uno de mis amigos del comercio, quien conoce muy bien sus posibilidades económicas. Y hemos convenido un precio moderado, muy moderado. La cuenta la ha llevado un campesino. A la semana siguiente recibo esta esquela: “Mi estimado dotor: esta para decirle que no le pago esa cuenta y para avisarle que ya tengo abogado. Servidor, Lucio Quintana.”


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— III — Ya por la tarde llegó a mi casa don Recaredo, el que cultivaba la mejor clase de frisoles y el mejor maíz de Manzanares. —Doctor, lo necesito urgentemente. Mañana muy temprano nos tenernos que ir para el Cañón. Mi hermano Toño, en una derriba que está haciendo, se volvió astillas la pierna derecha. Un árbol se le vino encima y le dejó los huesos hechos un bagazo. Quedó tan destrozado que casi no hay modo de llevarlo hasta la casa. El pobre está muy malo. Usted tiene que ir a cortarle esa pierna. Diciendo esto se sentó. Estaba fatigado de un viaje hecho a toda prisa y con una visible tensión nerviosa. —Con mucho gusto vamos, don Recaredo, pero dígame: ¿no hay manera de traerlo hasta aquí? Es que una amputación en esa montaña, sin recursos, me parece imposible. Tal vez una parihuela… —No se puede, doctor. Primero, con estos aguaceros no hay camino de más atrás de Luisa para allá. Esa es una trocha de cabras, por donde casi no caben los cascos de una mula. Y después de la quebrada hay una parte muy falduda y muy cerrada. Apenas los bueyes pueden caminar. Y segundo, el pobre Toño quedó muy debilitado, casi de muerte. —Pues no habrá más que ir a ver qué se puede hacer. Conserve su asiento y aguárdeme unos minutos. Voy a escribir una lista de lo que usted tiene que conseguir. Eso sí, madrugamos. A las cinco de la mañana debernos montar. —Antecitos de las cinco estaré aquí por usted. Esa noche me encerré en mi cuarto a releer en un texto de cirugía la técnica de las amputaciones de la pierna y el muslo y a empacar convenientemente en las alforjas cuanto instrumento o medicamento especial me pudiera ser necesario. Por supuesto, la angustia de cualquier fracaso posible. como una fuerza loca, me oprimía el corazón. ¿Tendría yo éxito? ¿Se moriría don Toño? ¿La anestesia en manos del vecino, a quien yo conocía como persona inteligente y serena, pero inexperta, no podría serme funesta? ¿El colgajo me que daría bien tallado? En esta tortura pendular, a que sometía mi espíritu la propia responsabilidad, resolví, al fin, abandonarme en las manos de Dios y recogerme. Al día siguiente, a las cinco y media de la mañana andábamos el camino. Este, iluminado por la escasa claridad del amanecer, después


168 de una lluvia por la noche, y entoldado a trechos por tupidos árboles, se desenvolvía como una raya caprichosa e interminable, tirada sobre el verde tablero de la cordillera. La cuchilla de Luisa tenía puesta su cofia de niebla y en ratos no se veía a dos metros por delante. Bajo la ruana y entre los zamarros, las manos y las piernas parecían ajenas, por lo torpes y arrecidas. Un delicioso olor a tierra fresca, a tierra mojada, se mezclaba al aire que henchía los pulmones, y el aliento, como un humillo, se desvanecía tibiamente sobre la nariz y los labios helados. Subíamos y subíamos. A los cantos de las mirlas y guacharacas uníamos don Recaredo y yo nuestro diálogo. Con mi viaje a ver a su hermano, el hombre estaba conversador y contento. Entre lo mucho de su repertorio me contó que bastantes años atrás, legua larga más al fondo de una cuchilla que veíamos lejana, había vivido un joven de prestante figura, a quien él llamaba el difunto Rubén. Era alto, delgado, más bien moreno que blanco y de traza campesina: gorra vieja de paja, ruana de jerga, camisa de liencillo, pantalones de dril y el pie descalzo, con planta áspera y recia. Había él heredado de su padre una buena extensión de la montaña y personalmente había derribado árboles y establecido una pequeña labranza. Era un espíritu singular, retraído. Tenía alma de ermitaño. Anualmente hacía una cosecha de frisoles y maíz y con eso subvenía a sus necesidades. Su alegría y entusiasmo estaban en la caza y en las novelas. De éstas leía cuantas podía encontrar al alcance de su mano, y conversando con su perro, pasaba días enteros en lo más tupido del monte, trepando peñas y bordeando precipicios, en busca de la presa. En una de sus idas, muy lejos, por donde la cuchilla se descuelga hacia la hondura del cañón, un día descubrió, a inmediaciones de la casa de un patriarca de esas cumbres, la gracia y hermosura de una de sus hijas. El quedó prendado de la bella, y ésta, del joven cazador. De ese día en adelante,con mucha frecuencia, a la orilla del monte y no lejos de la casa del patriarca, se elevaba un silbido que, como piedrecilla intencionada, iba a caer, para agitarla, sobre el agua purísima de aquella alma, que sabía advertirlo y escucharlo. El difunto Rubén construyó su rancho junto a un riachuelo que baja de los picachos y rico en oro, al decir de las gentes. Lo cierto es que él aprendió el arte del barequero, y, de tarde en tarde, desaparecía, casi hasta por una semana. Parece que iba a Manizales, por la Moravia, y que allá vendía el oro recogido en la batea. Tejió el difunto Rubén la trama rústica y sin adornos de su vida, en el retiro de la montaña, y un buen día se sintió enfermo. Presintiendo su fin muy próximo, traladóse a Manzanares y apenas tuvo tiempo de hacer llegar a la hija del patriarca, para casarse con ella en los umbrales de la muerte. Una mañana doblaron las campanas y hacia el cementerio se fue el difunto Rubén, en compañía de una mujer


169 acongojada y de algunos parientes y amigos. El misterio de su vida se continuó con el de la muerte, sin un paréntesis siquiera. Años después, por aquella cuchilla lejana, volvió a verse un joven de noble presencia, de indumentaria campesina, que con su perro recorría la montaña, en constantes cacerías. Era el mismo difunto Rubén, que, por el río de la sangre de una bella, se había vuelto a su rancho, a su mina, a su roza, al pie de los picachos. Terminada esta historia ya habíamos transmontado la cuchilla. Dejamos de lado el camino real y tomamos la trocha, de piso de jabón, por el invierno de esos meses. Un viento fresco, agradable, con ese olor indefinible de los campos, nos golpeaba la cara y casi nos quitaba el sombrero. Abajo, en lo muy hondo, se sentía el rumor del río caudaloso. La niebla jugaba con nosotros, envolviéndonos, aislándonos, y luego corría por la pendiente arriba, desmelenándose entre las ramas de los árboles. El sol nos alumbraba por minutos, filtrándose por entre nubes que pasaban y nos dejaban ver el horizonte, que se dilataba muy lejos, hasta Mesones y la falda misma de la Moravia. El paisaje que se nos desplegaba era grandioso, de montañas altas, impetuosas, con perfiles hoscos, de lomas inmensas, de vertientes profundas, de desfiladeros de vértigo. Las cimas veíanse, por momentos, encapotadas o rutilantes, y las hondonadas, negruzcas. Penetrando ya bastante en la montaña, la trocha se hizo muy estrecha. No era camino. Era más bien, a trechos, un rastro, y, a trechos, una zanja honda, cuyas dos paredes oblicuas se juntaban en el fondo. Las cabalgaduras resbalaban peligrosamente. Por eso teníamos que andar a pie, prendiéndonos de los helechos y salvias para no caer. Don Recadero pujaba y resoplaba, como un peón con carga, en los recuestos, y yo sudaba copiosamente, tal vez no tanto de fatiga, cuanto de la preocupación por lo que iba a hacer. “¿Saldrás con algo? ¿Se morirá don Toño?”, me parecía que murmuraba el viento por detrás. Y el corazón me palpitaba aprisa, con toda su juventud, con toda su fuerza. Era el inconfesable miedo de un muchacho médico en sus primeras armas. Al fin llegamos. Era por filo el medio día. En una abra más bien estrecha estaba la casa. Con el sol brillaban su madera nueva y su techo de astillas. Al transponer la puerta del cercado y acercándome a unos escalones de piedra, oí la voz de una mujer que me observaba por entre las rendijas de la talanquera: “Vé, si el dotor es muy muchachito…” Me desmonté, me quité los zamarros y entré en la alcoba de don Toño. Colgada de la pared, del lado de la cama y sobre un trenzado de palma seca del último Domingo de Ramos, resaltaba sonriente una grande imagen de la Virgen de las Mercedes. Don Toño yacía en el lecho, tan caído como su árbol enemigo y tan marchito como él. Entre el pelo desmelenado veíanse aún filamentos y residuos vegetales; las


170 manos, por lo curtidas, ásperas y duras, parecían trozos del mismo árbol; y el fornido cuerpo se hallaba vestido de una camisa sudada y amarillenta y de unos gruesos pantalones remendados, los mismos que llevaba en el trabajo. Se había opuesto hasta a que le lavaran la tierra que le manchaba el rostro. Al aproximarme se incorporó ligeramente y con mucha dificultad. “¡Cuánto le agradezco, doctor, que haya venido!” alcanzó a decirme, porque prontamente la voz se le apagó en la garganta, al mismo tiempo que un gesto de profundo abatimiento se quedaba como esculpido entre el marco de sus barbas. Mientras tanto, en el breve silencio, su mano veraz e ingenua continuaba hablando entre las mías, con nerviosos apretones. Luego, sus ojos húmedos, bajo las cejas pobladas y dispersas, me miraron con una profunda expresión de esperanza. El primer cuarto de hora de mi conversación estuvo dedicado a levantar el ánimo de este pobre enfermo, presa de grandes dolores, con la pierna derecha rota, ligeramente encogida y reclinada sobre trapos que la recibían e inmovilizaban lo más blandamente posible. A cada instante la cara se le contraía y arrugaba, como si una garra invisible le hincara las uñas retráctiles. Yo le escuchaba muy atentamente la relación entrecortada del derribo del árbol, de la magulladura y destrozo inesperado de su cuerpo, de la labor de los peones para libertarle, del martirio de su traslado hasta la casa, y mis ojos se detenían distraídamente en la escopeta recostada en el rincón; en el machete pendiente de un clavo; en el almanaque de una droguería, fijado en la pared; en la máquina de Singer; en la camándula colgada de la cama; y en la mesa rústica del lado, sobre la que estaban un reloj despertador de pajarito, un candelero con la vela, tres o cuatro novenas, algunos tabacos y una caja de fósforos “El Diablo”. La esposa, una criatura digna, cándida y sencilla, fuertemente golpeada por el infortunado accidente, nos llamó a almorzar. Yo le manifesté que me era imposible sentarme a la mesa sin saber previamente lo que me esperaba. El ansia de conocer el secreto de esa fractura me inhibía para cualquiera otra cosa y temblaba interiormente, cual si estuviera al borde de un abismo. Tomé el asiento y lo acerqué a la pierna. De lo más hondo de mi ser se elevó una oración. Cerré por unos instantes los ojos y garantizo que me fuí hasta Dios. “Señor, Tú que todo lo puedes, no permitas mi fracaso y haz que este enfermo tenga remedio saludable entre mis manos”. Volví a abrir los ojos y comencé a ver esa pierna, a interpretarla, como si fuera una escritura faraónica. No hubo erosión, desgarradura, herida, tumefacción o equimosis que no apreciara hasta en el menor detalle. Después extendí las manos. Al contacto de la piel, los dedos debían parecer tubos de Crookes, que emitían rayos de suficiente penetración para llegar hasta los huesos, y en las terminaciones nerviosas de las yemas se concentró toda mi capacidad tactil y casi visual y auditiva, para sacar de la oscuridad noticias de la lesión, mientras el entendimiento, en una atención absoluta, se iba


171 tejidos adentro, para estimar los más minuciosos pormenores. Don Toño sufría un poco, pero escrutaba mi cara con una avidez que me la quemaba. Por muchos minutos mis manos se deslizaron anhelantes y piadosas sobre el dolor vivo y visible, y dentro de mis arterias corría la sangre velozmente y me martillaba las sienes. Al fin me incorporé. Un instante de silencio nos sobrecogió a todos y una sonrisa debió encenderse en mi rostro, porque en el de don Toño se hizo un relámpago de ilusión, tal vez de felicidad. —Bendito sea Dios! —exclamé—-. Creo que no se perderá la pierna. No está indicada la amputación. Lo que hay es una fractura de los dos huesos, muy tratable. Ahora sí me voy a almorzar tranquilo y después veremos cómo se hace un aparato. —Gracias a Dios! —exclamó a su vez don Toño—. Y un par de lágrimas rodaron de sus ojos. Lloraba también de alegría su señora, enlazada a él por las manos, y en esos momentos el amor de ellos era como más hermoso, como más grande. Durante el almuerzo conversé maquinalmente con don Recaredo, porque mi mente estaba dedicada a rcsolver de qué manera podía ponerle a don Toño una especie de aparato de Hennequin, con los elementos que en la casa se pudieran conseguir. —¿habrá aquí un cajón de los de jabón de pino, “Arjona”? —le prcgunté a don Recaredo. —Sí, señor. Hay tal vez unos tres. —Y serrucho, martillo, clavos, algunas tablas pequeñas o una grande, una carreta de hilo cualquiera, como para una polea, además de unos ladrillos, un pedazo de lona o, en su falta, un costal? —Sí, señor, de todo hay. Con esos recursos y manejando en persona los instrumentos de carpintería, fuera de una navaja cachicuerna, acondicioné bien un aparato de Hennequin improvisado, en el cual, después de una misericordiosa inyección de morfina, monté la pierna de don Toño, con la extensión y contraextensión debidas. Estupendo lecho quedó el cajón lleno de lana. Una gran mejoría, un gran descanso experimentó él, desde que su pierna llegó a “silla de reina”, como graciosamente lo decía. Mi satisfacción no tuvo límites. Don Toño empezó a conversar y a sonreir, sumamente alegre de que no hubiera habido necesidad de amputarle la pierna, como era su creencia y la de todo el vecindario. Su esposa, don Recaredo, los amigos que lo acompañaban y unos


172 cuantos trabajadores que había en la casa alababan lo ingenioso del tratamiento, que ellos consideraban muy curioso, y lo que antes era una desgracia se había convertido en un alivio y una bella esperanza. De regreso, al día siguiente, abandoné la trocha y tomé el camino que conduce a la cuchilla de Luisa. Marchaba sin afán, pensando en la pierna de “mi hermano Toño”. Ráfagas de viento tibio doblaban las espigas de los pastos y maizales y agitaban los árboles de las lomas. El sol esplendía por los ribazos y las nubes viajeras proyectaban en la verdura sus sombras fugitivas. Al llegar a un recodo, de una puerta de trancas salió un niño de mirada triste. Cubríale la cabeza una go rrita deteriorada de caña y sobre su cuerpo se integraba de remiendos un mísero vestido. Sus pies estaban sucios y descalzos. Frente a mí me preguntó: “Usté es el dotor? Que mi papá le manda a decir que si quiere entrar a ver a mi mamá, que está muy enferma”. Entré en el pequeño patio del rancho. A la izquierda había un barranco vestido de algunos helechos, a donde llegaba, por humilde canoa, un hilillo de agua limpia, que murmuraba al romperse en un cántaro viejo de barro. En el patio no había ni un árbol, ni una flor, ni un arbusto. Sólo yerba raquítica entre manchones de una tierra húmeda, que limitaba una cerca semicircular de guadua, ya gris y dispareja. Sobre un tronco grueso y corto estaba sentado un hombre tímido, displicente, que, levantándose, me dio un saludo apocado, como si tuviese algún temor o motivo de recelo. Le cubría la cabeza también una gorra oscura, del color del suelo, un fieltro que hacía tiempos había sido un sombrero. Debajo de la gorra, mostrábanse unas barbillas negras, largas, descuidadas; una boca contraída; una nariz terrosa; y unos ojos de mirar amargo. La camisa, mugrosa, llena de rasgones y remiendos, pegada al cuerpo, descendía a la cintura, donde una correa grasienta y negra la sujetaba, junto con unos pantalones no menos andrajosos. Delante de las piernas y amarrados a ellas, se le veían sendos cueros de saíno, de los que usan los peones que tumban rastrojos y zarzales. El rancho, de techumbre de paja, desamparado, de paredes burdas y embarradas, sin enlucido alguno, en las que se veían, entre los terrones, las ligaduras de los bejucos, no tenía más que una habitación pequeña, con una sola entrada y sin más puerta que unos tablones recostados. De un lado, bajo un escaso cobertizo, se encontraba una olla, sobre tres piedras grandes, a modo de fogón, en lo que pudiera llamarse la cocina Al entrar en el cuarto me encontré a la enferma. ¡Qué criatura tan extenuada, tan tenue, tan resignada! Al parecer, poseía únicamente un pobre y solo vestido, para el día y para la noche, para la salud y para la enfermedad. Padecía la desventurada en un lecho de los que se llaman “de vara en tierra”, junto a una ventana exigua. Su colchón


173 eran costales y trapos viejos. La cubría una manta de retazos distintos, deshilachados, cosidos entre sí. En la pared del frente había una litografía caratosa de la Virgen del Carmen y en uno de los ángulos, dos cajones para guardar harapos. Ella me contó sus males y después de examinarla y ver que no tenía nada grave, traté de inundarla de consuelo. Al salir al patio, en compañía del hombre, observándolo con cuidado, se me fue refigurando en la memoria, como si un pincel interior fuera restaurando los precisos rasgos, la imagen de un estudiante de mi pueblo que estuvo un año en el Instituto, en Manizales, y a quien llamábamos Ingalaterra, corno al magro Astolfo del inmortal Quevedo, porque, al empezar a estudiar geografía, dió en pronunciar así el nombre de la gran Isla. —¡Hombre, por Dios! ¿Tú eres “Ingalaterra”? —Pues cómo no, doctor. —¿Y qué es esto? ¿Qué te ha pasado? La vida, doctor. Mi padre no me pudo costiar en Manizales. El se empobreció, se fue a la miseria, y yo vine a parar en pión. Me casé y tengo cinco muchachitos. Vivo puaquí, alquilao, arrastrando mucha pobreza. Este hallazgo tan desgarrador e impresionante me quitó la alegría que llevaba. Después de auxiliar a “Ingalaterra” como pude, tomé nuevamente el camino. El corazón sí se me enredó en el rancho. Tres meses después “mi hermano Toño” paseaba gozosamente en Manzanares y, tras la cuchilla de Luisa, “Ingalaterra” se quedó ausente, pero no olvidado. -IVDe regreso de una visita médica por el campo, entraba yo al hotelillo de aquel pueblo, cuando, corriendo, llegóse hacia mí un comisario, como hace tiempos se llamaba al agente de policía. —Vuele, doctor, a la casa del señor juez del circuito, que parece que se murió. El señor cura ya estuvo a verlo. Salí apresuradamente. En la puerta, desconcertados, encontré a los notables del pueblo y atravesé el zaguán por entre curiosos, que en voz baja se preguntaban lo sucedido. En un cuarto, enjugándose las lágrimas, estaban reunidas las señoras. Al presentarme me abrieron paso y en un rincón se apagaron algunas oraciones. El señor juez


174 estaba extendido sobre su lecho. Arrodillada en el suelo, al borde de la cama, y con el rostro hundido entre las manos, apoyadas en el antebrazo sin vida del que había sido su fiel compañero, la sobrecogida y anonadada esposa sollozaba en el abismo de su pena. Alrededor los hijos lloraban su profundo desgarro y ahogaban en los pañuelos los gritos que se les escapaban. Yo me acerqué, tomé la mano aún tibia del señor juez, para cerciorarme de que no había pulso; le entreabrí los ojos empañados, cuyas pupilas estaban dilatadas hasta el máximo, y, por fuerza de las circunstancias, coloqué el fonendoscopio sobre su pecho quieto y callado, como una piedra. Luego me retiré y me informé sobre la manera como había sobrevenido la muerte. Llamábase don Reparato. Para escoger tan extravagante nombre en el bautismo, quién sabe qué designio secreto tuvo su padre. Quizás era víctima de una intranquilidad interior, que podía calmarse mucho con el sacrificio diario, ofrecido a Dios en penitencia, de llamar a su hijo de modo semejante. Don Reparato creció con inteligencia; pero, bien por causas orgánicas o por llevar a cuestas ese tetrasílabo extraño, feo y desabrido, que lo cubría como una caparazón coriácea, no tuvo figura airosa y elegante. Siempre fue un hombre de cuerpo canijo y ligeramente encorvado, y, ya en la vejez, con la piel reseca y descascarada, parecía una momia ambulante por el pueblo. En su casa quisieron encaminarlo por la abogacía y, para aprenderla, lo enviaron a la Universidad. El aprovechaba bien los estudios de jurisprudencia, pero, desde muy niño, su gran afición fue la gramática. Entregóse a ella con predilección casi morbosa. Para su gusto no había mejor paseo que ir hasta el latín o el griego y aun el árabe, en busca de una raíz, o por entre los vericuetos del uso más o menos autorizado, a la caza de un modismo idiomático. Y para verlo sonreír y alegrarse, como un minero ávido que encuentra la chispa dorada en la pedrezuela rodante entre los dedos, había que asistir al momento en que descubría qué parte de la oración era un que, en una cláusula de manto y majestuosa, de las muchas de la lengua. Llevado por esa singular tendencia del espíritu, no vaciló en aceptar el ofrecimiento que se le hizo de una cátedra de castellano en el colegio del pueblo, y entonces fue de verse su interés perenne por hacerse un erudito del idioma. Vigilias, desvelos, todo fue poco para remontarse tras la gramática tradicional hasta Panini, en la India misma; para detenerse en los cantos de Homero, en las observaciones críticas de Zenodoto y Aristarco, en el epítome de Dionisio el Tracio, en los trabajos de los gramáticos latinos y españoles, hasta los días de su época. Pero lo que más lo entusiasmaba era exponer esta tesis suya: siendo las palabras elementos vivos, fecundos o estériles, el estudio de la gramática


175 debía incorporarse entre las ciencias naturales. Otra cosa que sostenía él con calor de patriota y de experto era que la gramática de don Andrés Bello, tan genial, tan nueva, tan propia del habla de Castilla, podía considerarse como una de las manifestaciones más brillantes de la revolución de la independencia americana, porque la gramática de la Academia era, al fin de cuentas, la misma tradicional de Grecia y Roma, antigualla que se nos había impuesto en la Colonia y que debía rechazarse como otro vasallaje a la Península. Después de doctorarse, don Reparato fue nombrado juez del circuito de su tierra. Exacto como su reloj de tapa gravada y de cadena suspendida del ojal del chaleco, todos los días lo vieron llegar puntualmente a la oficina. No fumaba, no sonreía, era reservado y nadie le conoció amistad ni diversión alguna. Su traje era siempre negro, desde el sombrero hasta los zapatos, y usaba bastón de igual color, con elegante puño de oro y bien trabajado. Esta manera de ser tan severa y rigurosa no fue óbice para que contrajera matrimonio con una joven que, al fin mujer, no vió en el que iba a ser su compañero un personaje excéntrico y casi repulsivo, sino el marido que ambicionan y buscan con artes sutiles y seguras. Dios bendijo el hogar con numerosos hijos y, para su crianza y seguridad, había él comprado, a fuerza de ahorros y escaseces, una casa no lejos de la iglesia. Como el pueblo carecía de ladrones, porque habia muy poco para robar, la puerta de la calle, gruesa y sencilla, de cerradura y llave antiguas, permanecía abierta durante todo el día. Las paredes del zaguán eran encaladas, con zócalo de un color azuloso, y el suelo era de fino empedrado, con hilera de ladrillos por el centro. Al transeúnte que, en la acera, se detenía a mirarlo, le llamaba inmediatamente la atención el esmerado aseo. Ni la menor partícula encontrábase en las hendiduras de los cantos. Al fondo aparecía un pequeño jardín de claveles, geranios y azaleas, de los cuales parecía que no caían ni pétalos ni hojas secas, porque en los dos cortos pasos, entre las eras, no se observaba basura alguna. El entablado de los corredores, en ángulo recto, brillaba de limpio, y dentro de las alcobas, de enlucido bien conservado, las camas presentaban un orden y aparejo perfectos. En la pieza de recibo envejecían, sin uso, unas esteras amarillentas, de viras ocres, lo mismo que unas sillas negras, de rejilla, llamadas muebles de Viena, y una mesa central, tallada, con plato de poliedros azules, para cigarrillos y tabacos, que nunca se compraban. De las paredes colgaban las ampliaciones de los antepasados de don Reparato, hechas en colores por una casa americana. Todo esto formaba una especie de rincón cerrado y retraído, donde, de tarde en tarde, resonaban voces extrañas, como la del señor cura y la de la directora del colegio femenino comarcano.


176 Nueva preocupación de don Reparato fue la de que sus hijos hablasen muy correctamente, “de acuerdo con la gente ilustrada”. Las horas de las comidas eran cuotidianas correcciones de lenguaje. “Papá: ¿no es verdad que Enrique no puede manejar automóvil, porque se volca?” “¡Se vuelca! —gritaba don Reparato, como ofendido— ¿Es posible que en mi casa se hable de esta manera?” En sus autos y sentencias era don Reparato de sintaxis cuidadosa, pero su prosa estaba chapada de arcaismos, latinajos y expresiones oficinescas de tiempos coloniales. No decía “punto aparte”, sino “en acápite”, aunque reconocía que esto era un neologismo; a la causa criminal la denominaba preferentemente “el plenario”; el juez que enviaba a su juzgado algún expediente era el “juez a quo”, y él mismo, en su calidad de juez de cabecera, el “juez ad quem”; las declaraciones de los testigos las llamaba indefectiblemente “deposiciones testimoniales”; nombraba siempre a su oficina con la expresión “esta superioridad”; y cuando se refería a las causas más o menos accidentales o concausas de un hecho punible, escribía casi todas las veces el siguiente giro: “habida consideración de estas circunstancias agravantes o atenuantes y concomitantes”, sin que le faltara una sola de estas palabras. Y así por el estilo. En todo tiempo tenía a creciente honra y agrado sus conocimientos del idioma, por los cuales era muy respetado y consultado, y en alguna ocasión relataba, con verdadera fruición espiritual y gusto claramente físico. cómo el Tribunal Superior del Departamento le había felicitado por lo bien que había razonado la sentencia de un pleito sobre valiosos intereses, basada en el análisis de una proposición relativa especificativa del contrato. Mas lo que le llenó de gloria, ante sí mismo y ante los conocedores y capaces del lugar, fue el fallo absolutorio que dictó en una causa contra un campesino, acusado de heridas a otro, fallo que cimentó en unas interjecciones cortas, lanzadas por el heridor en la oscuridad de la noche, minutos y segundos antes de la comisión del delito. “La interjección es la palabra que sirve para expresar los movimientos fuertes del ánimo — decía él en su famosa pieza jurídica— y, mientras más corta sea, mayor será la impetuosidad o violencia de la emoción. El lenguaje interjectivo no es el lenguaje del pensamiento en equilibrio. Es un lenguaje más bajo, más o menos propio de lo instintivo, y, en muchos casos, más o menos propio de la animalidad que, en proporción variable, lleva consigo el hombre. Es el lenguaje de las pasiones tumultuosas y de las impresiones súbitas. Por eso, si el procesado, en la noche del delito y en momentos antes de cometerlo, lanzaba interjecciones —monosílabos de angustia—, era porque en medio de las sombras se encontraba en un peligro inminente, porque era víctima de un ataque brutal e imprevisto, como, en efecto, él mismo lo afirma. Eso lo dicen muy a las claras sus interjecciones o


177 proposiciones sintéticas, de un gran valor probatorio. El acusado no violó la ley, sino que ejerció su legítimo derecho de defensa.” Por las paralelas de la judicatura y de la gramática discurrió siempre la vida de don Reparato. Nunca se le vió desviarse por otra ruta distinta. Su trabajo diario era de una monotonía y regularidad ajustada, como de convento. El y el maestro director de la escuela eran los representantes típicos de su pueblo, uno de esos pueblos casi coloniales, de tierra empobrecida, donde el ánimo se aquieta y el pensar se sosiega. Y este día que, como todos los demás, pasaba por las colinas y las calles sin sentirse, con pisadas de silencio, se sintió enfermo don Reparato, al finalizar el almuerzo. —Sí que estoy mal —le dijo a su mujer—. Algo muy grave me ha pasado. Llévame a la cama. Esta le ayudó a levantarse, le tomó del brazo y con dificultad logró conducirle hasta su cuarto. Estaba pálido, anhelante, sudoroso, desencajado. —No puedo —dijo con voz abatida y entrecortada—. Tráeme al cura, hija, que voy a morir o que voy a morirme, que de ambos maneras se puede decir. Y sin palabra más se quedó muerto este gran don Reparato. -VCon pasos lentos e invisibles y llevando adornos fastuosos, se iba la tarde. En su brillo de oro ardía la colina alta del oriente. El camino se empinaba sobre la ladera, y sus curvas, como garfios, se prendían de las rocas. Por entre los matorrales y por cuarta vez subía yo penosamente la lomaza, hacia un rancho de la altura, en donde un anciano me aguardaba para pasar una noche con menos sufrimientos. Había que hacer el ascenso a pie, porque lo escarpado de la pendiente no admitía cabalgadura. En un recodo encontré a Mamerto, un loco tolimense, de paso por el pueblo. Era éste una desdichada criatura, de voz asmática, cuyo cuerpo sarmentoso parecía un manojo de alambres viejos, revestido de la tela burda y sucia de su pellejo. Pero qué alegría la que guardaba en el enjuto pecho y qué pensarnientos tan gratos y humanos los que escondía en el disparatorio bullente entre su cráneo, apenas medio cubierto de pelos ralos y canosos.


178 Lo dominaba la manía de admirar las pedrezuelas que encontraba y de poner en descanso los cuerpos inertes que veía. Le parecía que éstos estaban muy cansados. —Vea, mi señor, qué cosa tan linda —me dijo, alargándome un pedacito de cuarzo, el que a la luz del ocaso destellaba entre sus dedos sucios, de uñas renegridas—. Pero mire lo que tiene por dentro, mire la candelita que hay allá hondo. Y lo alzaba y lo acercaba a los ojos contra la luz, y gozoso se reía, mostrando sus dientes desiguales y desportillados. —Hijue, la linda, señor! —exclamó finalmente—. Esta sí es pa mí. Y la llevó a su bolsillo, que ya estaba muy lleno de piedrecitas similares. De pronto dió tres saltos, se inclinó sobre un pedazo grande de roca y lo abrazó con intenciones de volcarlo, para cambiarlo de posición. Pero era demasiado voluminoso y pesado y no lo pudo. Entonces se puso a volver de lado las piedras menos grandes que encontró y, al insistir de nuevo en mover el pedazo de roca y no lograrlo, le dirigió estas palabras: “¡Pobrecita! ¡No soy capaz! ¡Ai te voy a dejar tan cansada como te encontré!” Mamerto no dió respuesta a ninguna de las preguntas que le hice. Estaba en un diálogo interminable con las guijas y rocas del lugar. Yo continué ascendiendo y pensaba: Este hombre es feliz en medio de su desgracia. No tiene más contrariedad que no poder rodar las cosas muy pesadas para prestarles un servicio. Pero en cuanto guijarro se encuentra halla un motivo de satisfacción, de alegría, de estética, por patológico que sea. Cuán distinta fuera la vida si todos observáramos las cosas con la curiosidad sonreída de Mamerto y si todos tuviéramos sus nobles sentimientos. Hacer el bien; mirar las cosas grandes, para entenderlas, desde la atalaya de nuestra mente; y escudriñar las pequeñas, con voluntad de conocerlas. Los seres y objetos menores de la naturaleza, hasta los diminutos o minúsculos, son como orificios por los cuales, acercando el ojo, se pueden percibir dilatados horizontes y hermosas lejanías del universo. Hay cielos estrellados aun en las intimidades microscópicas. Y llegué a la cima. Descendiendo un poco del otro lado, entré en la choza del enfermo. Era un anciano prostático, de gran pobreza, que aguardaba al médico, por instantes, con urgencia, para calmar su ansiedad y sufrimientos. Cuidábale su vieja mujer, con solicitud y ternura, pero no había sido posible que su único hijo hombre, quien lo sostenía, lo llevara al pueblo, para operario. Después de ponerle una sonda, como ya lo había hecho yo los tres días anteriores, logré obtener de los familiares allí presentes la promesa formal de que, al


179 día siguiente, lo bajarían al hospital. Y entonces, para descansar yo algún rato, le inicié una conversación sobre su vida. Escuchándole sus peripecias de la guerra de los mil días, y, especialmente, el relato de la salvación de un enemigo herido, a quien, después de darle agua, llevó sobre sus hombros gran trecho, hasta dejarlo en un puesto de socorro, seguro y atendido, volví a recordar a Mamerto; y este desafortunado enfermo me pareció también un pedacito de cuarzo humano que, al mirarlo contra la luz de una cristiana comprensión, tenía la candelita honda de una nobleza imponderable y de una sencilla bondad. ¡ Qué enseñanza la de Mamerto para darles descanso a los enfermos y para ver un cielo estrellado en el corazón de todos los humildes! —VI“No seas y podrás más que todo lo que es.” (Fray Juan de los Angeles, “Diálogo de la Conquista del Reino de Dios”) Me levanté hoy como para vivir uno de esos días en que el hombre tiende a la introversión, a la contemplación interior. Me ha provocado entrar en la iglesia y postrarme frente al altar. He deseado estar solo casi todo el día y he querido aprovechar la tarde para ir al campo a ver a una viejecita que hace meses está enferma. A caballo he tomado la vía de Romeral. Yendo, me he detenido en un recodo, me he abismado y he oído mi vida en rumores entre mí, cual uno de estos montes míos sacudidos por el viento. He encontrado a la viejecita y, como ya está mejor, me ha hablado con entusiasmo y cordialidad. Las palabras de gratitud de un pobre a quien hemos hecho beneficio purifican el alma y subliman los instantes. Al regreso, sin que haya encontrado viajero o transeúnte alguno, el sol ha venido dando pinceladas en el lienzo de las colinas, del río y de este camino familiar y tranquilo, cuyos árboles y piedras guardan tanto de todas nuestras vidas. El paisaje es de una nobleza edificante y la serenidad de los sitios y la hora penetra en el espíritu. Sí. Andando lentamente me he abstraído. Me he colocado en el centro de mí mismo, como en una torre de ventanas que se abren a todos los puntos cardinales. El panorama espiritual que percibo, que llevo en mí, que es mi propia alma, es a veces vasto y luminoso; otras, sin límite también, pero con brumas; y tal vez, las más, oscuro, enmarañado, impenetrable. La conciencia, poderoso reflector de la razón y de la fe, me hace muchas veces claro lo confuso, como ahora. Pero en qué de ocasiones me siento viviendo entre las sombras. En realidad nadie se conoce. Desde muy joven vivo con un ansia, con un anhelo, y hasta hoy no he podido percibir de qué pueda


180 ser. Sin duda es algo metafísico. Algunos días pienso, como hoy, que la medicina no es mi vocación, porque ella me hace sufrir; pero reflexiono y encuentro también, como en este momento, que mi vida sí se acomoda a sus fines y a sus normas, que con facilidad le voy rindiendo el homenaje de mi ser. Es que, como lo decía Novalis, “el camino misterioso va hacia el interior”. Y en estos momentos sí que veo bien claro que en los meses primeros de mi oficio he construído en mí al médico rural, al médico del pueblo. Qué interesante personaje me parece ahora que lo siento tan destacado en mí y con el cual he empezado a conversar. Atendiendo devotamente a su muy noble misión, el médico del pueblo vive aislado del progreso de su arte, por falta de intercambio de ideas con quienes enriquecen y ventilan sus conocimientos en las universidades y conferencias del país o el exterior. Si no fuera por las revistas que le llegan, retrocedería o se quedaría petrificado, inerte, como el monolito de una cultura apagada y fenecida. Pero, en cambio, con qué maravilla se desarrolla en él un sexto sentido, apenas conocido en los grandes centros. Es un sentido que a veces es intuición poderosa o finísima observación. En todo caso, hay que ver lo que le dicen a este médico el aspecto de una piel, la vaguedad de una mirada, el color de una conjuntiva, la anormalidad de una respiración, la alteración de un pulso, el timbre de una voz, la frialdad de unas extremidades, el tono de unos músculos. Su capacidad de raciocinio para resolver problemas sin el concurso de los laboratorios es a veces desconcertante. Por razón de la necesidad es más avisado, más listo, más perspicaz. El médico de la ciudad asume sus responsabilidades amparado por unas radiografías, por un cuadro hemático, por un dictamen histopatológico, por informes auxiliares de diversos colaboradores especializados, cuando no por determinación de una junta médica. En cambio, el médico del pueblo tiene que proceder a la sola luz de su entendimiento y sin más apoyo que la conciencia, por lo cual su coraje es de mayores quilates y muchas veces toca con lo heroico y lo sublime. El médico de la ciudad vive en contacto con un dolor socorrido; el del pueblo, que lo es del campo, con un dolor desamparado. Quizá sea esta la circunstancia para que en éste la bondad y la abnegación se perfeccionen y lleguen a la prodigalidad, a la dulzura y al sacrificio de las intenciones de Cristo. Tal vez por esta causa misma y porque tiene ante sí la trama de la vida formada sólo por los hilos primordiales, sin los accesorios de la civilización y de la cultura, y porque la tranquilidad aldeana invita más a cavilar y a pensar, el médico del pueblo es más filósofo, pero de manera muy personal. Su filosofía es fundamental, sencilla, ingenua, generosa, humana. De


181 otro lado, en él se condensa más ese poso espiritual que va dejando la profesión en lo profundo del alma, determinante de un modo de ser, de una manera especial de apreciar las cosas, como si la razón y el sentimiento adquirieran para sí nuevas claridades y vibraciones. Y qué desinterés. El médico de la ciudad, acosado por imperiosas solicitudes, necesidades y obligaciones, ejecuta la explotación comercial de su oficio. El del pueblo, nada o muy poco. El desprendimiento en él va de brazo con el del buen cura de la parroquia y juntos hacen cada día su jornada de caridad. Aún más: el médico del pueblo es también consejero y amigo. El y el sacerdote son los ojos y los oídos del terruño. Sus palabras entran en las almas y viajan por alturas y hondonadas, haciendo beneficios. He llegado al fin de estos pensamientos cuando ya tengo a la vista las primeras callejuelas y cuando ya suena el toque apacible de la Salve. Pero me he detenido unos instantes para preguntarme: ¿y cuál es mi vida? Y entonces, recordando algunas palabras de Fenelón y de Kempis, y con ellas casi, me he respondido: Esta vida que vivo en este pueblo no es la juvenil de antes, sino la de dolor de mis enfermos. Y este apartamiento de mi ser en ellos es tan completo, que me olvido de mí mismo, que desaparezco, en un desasimiento de lo que soy, de los míos y de mis placeres. Es una donación, un traspaso total de mi dominio, de mi mandato propio. Antes de ser médico yo era mi dueño, habitaba en mí, hablaba en mi, mas ahora mi estancia interior se encuentra muda y sola. Por un mandamiento noble abandoné mi alero y me fuí al aposento del que sufre en el alma y en el cuerpo. Este yo ausente es un yo caminante, un yo viajero, solícito, cuidadoso y presto. He recibido “la medida de mis días”. Mi vida no es mi vida, sino la del padecer ajeno; mis goces no son mis goces sino los de otros de salud que vuelve; mi existir es una fuente encañada hacia el vecino pozo, o quizás, mejor, un lento desaparecer y morir entre el humano sufrimiento. ¡Oh, viejo Heráclito, tú lo dijiste: “Vivimos las muertes de otros y morimos las ajenas vidas”.

CAPITULO

XX

Y después de una tarde de fiesta, a bordo, en el Canal de la Mancha, con las últimas luces del crepúsculo de un bello día, llegó Jorge al puerto del Havre. Sin perder tiempo tomó el rapido a París y hacia la media noche estaba En el Hotel Terminus, a inmediaciones de la Gare Saint Lazare.


182 Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana, se fue a la calle en busca de habitación. El Terminus sólo daba alojamiento por tiempo breve. Al empezar a andar por las aceras, se le hizo tan patente la gloria de la ciudad, que experimentó timidez. Había nacido al pie de un barranco de su pueblo. Mas luego, al incorporarse al río humano que pasaba, fue sintiendo paulatinamente que la ciudad le pertenecía. De París no tenía más conocimientos que los recogidos en sus lecturas y se preguntaba: “Cuándo estuve yo aquí?. ¿Por qué es mía esta ciudad?” Qué de sutiles correspondencias encontraba él, como todo viajero, entre su alma y aquel ambiente. Y a medida que pasaban las horas aumentaba este agradable sentimiento. Lo que le impresionó en esa primera salida y, más todavía, después, fue la espiritualidad circundante, manifestada en que todo era moderado y contenido, en que todo aparecía amable. Un tono fino y discreto se difundía entre los transeúntes, los edificios, los templos, los palacios, los monumentos, los museos, las estatuas, los jardines y hasta en la luz y el color del cielo, así como en las aguas y orillas del Sena. Marchando y marchando por las calles, se le imponía ese matiz de sobriedad y de equilibrio, aun en la pintura y la música que hallaba. Por dondequiera encontraba la medida, la perfecta distribución de las cosas. La elegancia de las mujeres estaba regida por ese mismo sentido, que también sosegaba las fantasías y los colores de los muros, de los almacenes, de los teatros. Ya sabía él que donde más se condensaba esa espiritualidad, y en calidad exquisita, era dentro de los libros que se enfilaban en los escaparates de las librerías. Todo estaba impregnado de ella. Hasta las perspectivas y los paisajes. Tres días después ocupó un departamento cercano al parque Monceau y dos semanas más tarde se instaló definitivamente en un cuarto de la calle La Rochefoucauld, a tiempo que se matriculaba en la Universidad. Aquel cuarto era pequeñito, de estudiante, una garçonniére. En él sólo cabían una cama, una mesa reducida, una silla y un estrecho armario. Su única ventana se abría a la calle, cerca de la esquina. Pero era una estancia y a ella se le asomaba a Jorge toda la ciudad. La luz rubia de la primavera, la brillantez cegadora del estío, el oro del otoño, el gris del invierno, le modificaban todos los días y casi hora por hora el ambiente de aquel recinto y le hacían invitaciones frecuentes y distintas. Las voces y ruidos próximos y lejanos llega. ban allí, como aves a su nido, atemperados sus tonos, alegres todos. Y hasta el olor mismo de la calle, en las horas diversas, penetraba por todas partes. El lecho no era propiamente un blando mueble de reposo y olvido, sino la alfombra mágica de los niños de Bagdad, en la que Jorge era llevado por la imaginación a sitios de ensueño. Sobre la pequeña mesa negra, cubierta de carpeta roja, estaban sus


183 patologías, sus cartas, sus anotaciones. Aquel aposento era una cajita de resonancias, donde el alma de Jorge se recogía a realizar tareas, a ordenar proyectos, a rumiar emociones. Tenía una intimidad de celda, en la que brillaban los pensamientos, como puntos luminosos. Sin duda que tendría una historia. ¿No habría vibrado su aire con cascadas de risa? Y quizá dulces palabras, de tiempo atrás apagadas, no dormirían en su silencio? En todo caso, la ciudad estaba allí aprisionada y diminuta, cual en un caracol terrestre, incrustado en el sexto piso de un hotel de Montmartre. Jorge organizó la vida de manera muy modesta. Su ánimo era sólamente estudiar. Se levantaba temprano e iba a tomar un café con leche y bizcochos en el bistró cercano, en compañía de obreros y sencillos empleados, y luego se entraba al Metro Nord-Sud para ir al Hospital Des Enfants Malades. En este hospital, en el Hospicio Des Enfants Assistés y en algunos otros servicios científicos, pasaba las horas de la mañana y de la tarde, haciendo cursos de perfeccionamiento para médicos extranjeros. La noche la dedicaba a asistir a conferencias distintas y, sobre todo, al teatro. París, como la vida, se da a todas las personas de modo diferente. A Jorge, por razones de sus aficiones y necesidades, se le dió en su ciudad intelectual. Puesto que encierra en su perímetro la mayor riqueza en rincones del espíritu, daba con ellos deliberada u ocasionalmente. En la orilla izquierda le fueron más muníficas las horas, pero en todos los otros sectores su mente se enriquecía, porque en ellos todas las cosas, en su consentimiento, estaban a su servicio. Por todas partes iba hallando los materiales o elementos de la cultura, en diversidad maravillosa, y sentía que su juventud se ilu minaba y se ennoblecía. Era natural: París es una ciudad que ha llegado a la perfección. La vida toda está en ella, como la luz en la piedra rutilante. En el Hospital Des Enfants Malades encontró, entre sus maestros, a dos grandes figuras de la medicina francesa: a Mr. Nobecourt y a Mr. Ombrédanne. El profesor Nobecourt, profesor de clínica médica, era un continuador de la vieja escuela de Francia, el sucesor de Marfan. A poco de oirle se daba uno cuenta de que él había llegado a su cátedra por un esfuerzo prodigioso y una preparación tenaz. Tenía la obstinación de lo real, de lo auténtico, de lo rigurosamente demostrable, y poseía una probidad científica imponente. No daba la impresión de las inteligencias deslumbrantes, sino de la inteligencia común que se asesora de los elementos ordinarios del método y la constancia. En cambio, el profesor Ombrédanne, que regentaba la clínica de ortopedia, ostentaba una presencia magistral. Sus exposiciones científicas eran estrictas y de rara profundidad y erudición. Era una buena suerte poder oírle disertar sobre un tema embriológico o patológico, ante un tablero y con una tiza en la mano.


184 Y su ingenio y habilidad de cirujano no eran menores que su capacidad clínica. Jorge no conoció ni antes ni después una lucidez más radiosa. Cuando lo podía, gustaba Jorge alejarse por calles, bulevares y avenidas, en busca de emociones y de verdades cotidianas. La ciudad lo asombraba con sus tesoros y gracias, que le producían alegrías nuevas, y procuraba por entender en toda ocasión el sinnúmero de mensajes que le llegaban al espíritu. Uno de estos lo consignó en la página siguiente: ** “En la Gare Saint Lazare, en el ángulo de dos muros que lo defienden de las olas humanas, se encuentra sentado el cieguecillo de la Rue Mouffetard. Le acompañan dos perritos blancos y vivos, atados por sendos cordelejos de cuero, que él tiene entre las manos. Son dos caniches verdaderos, motilados al uso elegante de sus congéneres, con su pelo lanudo en la cabeza y medio cuerpo, y dispuesto en borlas en la cola y los cuatro remos. Ellos son sus lazarillos. Los párpados del cieguecillo le caen pesados sobre los ojos y apenas dejan ver, entre pestañas cortas, una raya estrecha de la conjuntiva, más bien amarillenta. Pasa él de los cincuenta años. Su cuerpo es seco y está pobremente vestido. Pero en su interior, como en humilde fogón, arden perennemente las brasas de una bondad edificante. La intensa animación del sitio, los almacenes, los hoteles, los cafés, los restaurantes, las cervecerías, han hecho que su figura sea tan popular como la estación misma. Y es tan constante su presencia que ya hace parte de aquellos muros, cual un ornamento de relieve. A pesar de la pobreza no quiere pedir limosna. De su hombro cuelgan algunas docenas de cordones para zapatos, y el insignificante negocio de venderlos le permite recibir sin sonrojo y, a modo de dádiva, el socorro de los parisienses. Todo el mundo lo conoce, todos lo saludan con cariño y él a todos habla con dulzura y respetuosa amistad. Hasta los mismos perros distinguen a sus fieles protectores. Por las mañanas y en los atardeceres se ve en la calzada de la Rue Saint Lazare al cieguecillo, conducido por sus dos amigos, dando pasos entre los centenares y rápidos vehículos que, con estrépito, corren en una u otra dirección. Cuando los animalitos se paran, lo hace él también, y citando siente en las manos el suave tirar de los cordelejos, avanza un poco con lentitud y cautela. A veces compra sus alimentos y otras los recibe de regalo. Nunca los prueba él primero: siempre son los perrillos los preferidos en el turno de comerlos. Y cuando algo sobra o cuando algo se puede dar, aun con un poco de sacrificio, el cieguecillo lo va a llevar a otra indigente criatura, igualmente ciega, que pordiosea a algunos metros, en la misma estación. El cieguecillo no es un ser solo en el mundo. Tiene un hijo que estudia en la Universidad. Para sostenerlo, algunas fábricas de la


185 ciudad le han destinado algún tanto de su partida anual para beneficencia, lo cual es bastante. Pero lo más admirable del cieguecillo es su filosofía. La filosofía de un siervo de Dios. Es él la encarnación de Tobías, el de la Biblia, el de la tribu y de la ciudad de Neftalí. Como él, en medio de sus tinieblas, también exclama: “Justo eres, Señor, y justos son todos tus juicios; y todas tus sendas no son más que misericordia y bondad y justicia”. Y, en presencia de su hijo, como Tobías también, su boca vierte en mieles consejos de caridad: “Escucha, hijo mío, las palabras de mi boca, y asiéntalas en tu corazón, como por cimiento: haz limosnas de aquello que tengas y no vuelvas tus espaldas a ningun pobre; que así conseguirás que tampoco el Señor aparte de tí su rostro”. “Come tu pan, partiéndolo con los hambrientos y menesterosos, y con tus vestidos cubre a los desnudos”. “No temas, hijo mío, no te aflijas: es verdad que pasamos una vida pobre; pero tendremos muchos bienes, si temiéremos a Dios, y huyéremos de todo pecado, y obráremos bien.” “No. No hable así —le decía a alguno que se quejaba de la vida—. Yo soy muy pobre y ciego, pero no desgraciado. Aún más: yo vivo feliz. ¿Y cómo no he de vivir así, si tengo un hijo, una esperanza, y, cada día, pan, techo y abrigo? La misericordia del Señor me envuelve como en un manto y tengo un sol interior, que es la sonrisa de su dulzura.” La vida del cieguecillo discurre así entre su apartada vivienda y La Gare Saint Lazare, recorriendo diariamente, con el auxilio de sus perros, una distancia tan larga y atravesando vías de tanto movimiento como la de ese recorrido, aunque es de harta frecuencia que, para su paso, se detenga el tráfico, y que lo lleven consigo sus amigos conductores de vehículos particulares y públicos, porque es hombre de afectos numerosos. Mas he aquí que hace poco le ha llegado su mayor dicha. Su hijo se le ha graduado. Y en un acto solemne en el Hotel de Ville, relacionado con la sesión de la Universidad, el ciego ha hablado ante el auditorio y con tanto sentimiento y emoción que las gentes han llorado. De las modestas brasas de su bondad se han levantado llamaradas de elocuencia y ellas han conmovido. La expresión de su gratitud para con la ciudad, por lo que ella lo ha socorrido, ha sido encendida y honda. “París — agregó— ha sido mi madre y la madre de mi hijo, y su seno, noble cual ninguno, ha acogido nuestras frentes en los miles y difíciles días del vivir nuestro. Bendita sea la ciudad amada, la ciudad que apretamos en nuestro corazón. Y no más ayuda para mí. En mi hijo tengo ya el contento y el pan y el techo y el abrigo. Eso me basta. Que los favores de que he gozado pasen a los mendigos. Con reconocimiento profundo yo renuncio a ellos.” Pero aquí no concluye el cieguecillo, sino que se va a una fábrica amiga y ruega a una mecanógrafa que le escriba la carta que le va a dictar,


186 dirigida a la ciudad. Quiere darle a París sentidas gracias por escrito. Y es tal la delicadeza de sus palabras, tan exquisitos los pensamientos que expresa, tan sincero el tono de su mensaje, que en la reunión siguiente del Ayuntamiento, éste, en premio de la gallardía de su gesto, en premio a la obra maestra de su carta, le obsequia con una casa para el resto de sus días”. ** ¿Y a qué seguir enumerando esos miles de mensajes y emociones para Jorge, si ello sería de nunca acabar? Año y medio después, otro día, ya no de fiesta, sino de dolor, volvió a encontrarse el muchacho en un vagón del ferrocarril, en la misma Gare Saint Lazare, en viaje de regreso hacia su país. Cuando los toques de campana anunciaron la partida al puerto de Cherburgo sintió que se le rasgaba el corazón, tomó su pañuelo, lo llevó a los ojos y hundió el rostro entre las manos, para mejor llorar. No otra cosa podía hacer, porque dejar a París es mucho dejar. ¿Cómo? Más aún: dejar a París es mucho morir. CAPITULO

XXI

Al regresar de Europa se estableció Jorge en Manizales. Después de larga ausencia lo encontraba extenso y hermoso, en la variedad de sus calles atrevidas. La energía y el ímpetu de su gente, que es obra de la raza y del suelo mismo, habían formado sobre el viento que sopla en las pendientes terraplenes increíbles, para asentar barrios nuevos, y el sector destruido por los grandes incendios estaba ya reedificado de modo elegante y moderno. El sello de la ciudad sí no se había modificado: continuaba siendo esforzada, resuelta, estudiosa y asiento de virtudes. Pero, sobre todo, lo más característico: una ciudad de voluntades y una ciudad de pensamiento. Entonces, como hoy, su topografía espiritual, al modo de su área, no encajaba dentro de lo común y aplanado. Sin ser una urbe de la mayor consideración, allí hervían las más diversas ideas, en pugnas por realidades y triunfos. De otro lado, ella era la cohesión solidaria de miles de hogares, con un afán particular por sus intereses y otro colectivo por la comunidad. Cada hogar, cada familia, era la ciudad en pequeño, y vínculos estrechos de civismo le daban la solidez de su ser y cierta peculiaridad de sus rasgos. Aún más: era lo que todavía es hoy, una ciudad homogénea en lo social, sin más gradación que la del bienestar y la cultura. Se destacaba como un conglomerado de agricultores, de obreros, de gentes de comercio y de servidores del espíritu. No es fácil encontrar entre las ciudades de Colombia una fisonomía igual, ni un esfuerzo humano más digno de orgullo y alabanza.


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Pero lo más interesante de ese Manizales y, en orden superior, eran sus voces. La voz más constante, la de todas las mañanas, la que penetraba más en el pueblo y ha seguido penetrando, no era una voz única o simple, sino una pluralidad de voces en concierto, que se oía en la ciudad, en el Departamento y en toda la República. Era ella el periódico “La Patria”. Este periódico ha alcanzado una posición de prestigio tan eminente, como para figurar entre los mejores de Colombia. Y no es poco decir, porque esa posición difícil es de camino lento, escabroso, de gran inteligencia, de constancia y de acierto feliz en la interpretación del alma colectiva. El periódico no sólo tiene que recoger el aliento del pueblo, orientarlo, estremecerse con sus necesidades y angustias, clamar por ellas, vibrar con sus anhelos, regocijarse con sus alegrías, participar de sus dolores, registrar todos sus hechos, sino hablar con sus palabras propias y con el tono distintivo de su ser. Y eso ha hecho “La Patria”. Siempre la ha constituído un enjambre de voces iluminadas por un patriotismo, una nobleza, un desprendimiento y una espiritualidad permanente, entre las cuales había sobresalido antes la juvenil y bien templada de Marco Naranjo López, con sus editoriales de corte limpio y nuevo y de éxitos en el acierto y en el aplauso. En aquel entonces formaban este enjambre Ernesto Restrepo Gaviria, como director, y Tomás Calderón, Roberto Londoño Villegas y Gonzalo Uribe, como encargados de secciones especiales. Entre los varios colaboradores imponíase Jaime Robledo Uribe. ** La prosa de Tomás es una fértil ordenación de ligeros y graciosos pensamientos, abrasados por el auténtico y ardoroso lirismo de su alma. Era un poeta. Sus honduras sentimentales ascendían a sus palabras y reventaban en ellas, tachonando de flores su obra escrita. Pero si la pequeña realidad cotidiana y el menudo episodio diario fueron lo particular y preferido de él para el trabajo de su espíritu, no fue menos la paleta de su inquieta imaginación, para darle colorido a sus pensamientos. Su “loca de la casa” siempre tuvo en la mano un pincel mojado en colores brillantes, y casi siempre, demasiado vivos. Así se ve en frases como éstas: “El río era un camino de estrellas, una carretera de oro. No era agua lo que corría por él: era la lejanía sangrienta sembrada de luceros. Metí la mano en las aguas y pude sacarlas tintadas de vía láctea. Mi compañero se bebió en una totuma de metal, que llevaba consigo, un racimo de constelaciones”. Con un poco de más sobriedad, la prosa magnífica de este “Mauricio” hubiera ganado mayores quilates. **


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Y qué ingenio tan perfecto y tan escaso fue “Luis Donoso” (Roberto Londoño Villegas). Sus versos, de una hechura impecable, aparecieron casi todos, durante muchos años sucesivos, en las páginas de “La Patria”. Un acontecimiento, una noticia, que pudieran presentar algún viso cómico, aunque no muy manifiesto, eran aprovechados por él para una de sus creaciones. Su musa regocijada vivía escondida tras la apariencia más seria, más tranquila y más natural de su rostro. Indudablemente había en él dos personas: la externa, social y común, como la de cualquier ciudadano; y la interna, literaria, selecta, sobresaliente, artística y burlona. Pero la burla de Donoso nunca fue mal intencionada. A uno le da la impresión de que procedía con la ingenuidad y la inocencia del niño que torna el fotograbado de una cara y le pinta cuernos, bigotes y barbas, agrandándole las orejas, como de asno, para reír con sus hermanos y amiguitos y hacer gracia a las gentes de su casa. Pero fuera del humorismo, de la risa de sus versos, una de las cosas más admirables era la manera original como inventaba vocablos y como formaba compuestos, ceñido a las exigencias idiomáticas. Ensortijaba y enlazaba palabras con la habilidad de un orfebre. Sus versos son un tinglado de donaire, retozo y carcajada. En síntesis, a su obra la caracterizan la gracia, el ingenio, la musicalidad, lo vernáculo o autóctono, el esmero, la fluidez, la riqueza, la erudición y una singularidad tan grande como la de León de Greiff, pero de otro orden y por un camino del arte muy separado y distinto. El Maestro Valencia lo dejó para la historia en su célebre soneto que termina: “No tiene fin tu pródigo salero. Eres as de poetas y el primero De todos los guasones de Castilla.” ** La prosa inteligente, tensa de ironía y rica en ocurrencias, la manejaba Luis Yagarí (Gonzalo Uribe) El muñeco distintivo de su espacio decía que ella era aljaba de flechas destinadas, de antemano, a algún personaje que descollara, sobre todo, en el Gobierno. ¡Qué verdad tan exacta la del símbolo! Esa era la razón para que el público la aguardara todas las mañanas con avidez notoria. Es tan de gusto popular el pinchazo burlón a los de arriba. Yagarí era definitivamente político y combativo. Era el torero risueño y zumbón del redondel departamental que, con goce picante, clavaba banderillas en el cerviguillo de alcaldes y gobernadores. No era matador o espada, porque no gustaba de lo trágico. Podía llegar a hacer la faena, pero, en el momento de la muerte, lo que reventaba no era el surtidor de sangre junto al brillo del acero, sino una sonora y mordiente carcajada.


189 Como una gran prosa periodística se ha afirmado la de este ocasional colaborador de diarios y revistas, poseedora de calidades muy notables de corrección, agilidad, viveza, riqueza imaginativa, chispas ardientes y resplandores fugaces. Tejidas en ella hay páginas hermosísimas, que Yagarí ha dedicado a temas amables y nobles, ante los cuales el espíritu se acerca con amor o simpatía. Privadas de lo habitual urticante, seducen ellas por la emoción delicada, por su policromía, por la galanura suelta de sus movimientos. No puede negarse que esa prosa, espléndida en sus variedades, es un regalo literario y que su autor tiene maestría indiscutible y un estilo que le es propio. ** Se ha dicho que Jaime Robledo Uribe era un colaborador de “La Patria”, aunque, en verdad, muy escaso fue lo publicado por él en este diario con su firma. Pero sí era un real colaborador, porque pertenecía al grupo dirigente y deliberante de esas páginas, no sólo para conversar, sino para intervenir como fuerza moral e intelectual dominadora. Jaime era un personaje. ¿Que había en él un médico reputado? Todo el mundo lo sabía. Pero sabía también que, particularmente, se encontraba en él un artista impecablemente perfilado, y que ese artista era un poeta, un enamorado de la euritmia y de lo terso. “A mí se me salen los versos” —le decía a Jorge alguna vez—. Poseía una gran facultad captadora de lo bello y una concertada y fina encordadura interior para las vibraciones del sentimiento. Su andar circunspecto y re gulado, su conversación brillante, su tono señorial, su acción y gesto medidos y calculados y su pensamiento a toda hora encendido, dieron pie a Silvio Villegas para caracterizarlo con estas palabras que lo abarcan y definen: “Jaime Robledo vivió siempre en escena”. Muy poco fue lo que dejó escrito; más fue lo que habló en conferencias públicas, y, principalmente, en las cátedras del Colegio de Nuestra Señora y el Instituto Universitario. Llegarse uno a Jaime era acercarse a la imagen de un intelectual puro, que trabajaron cinceles divinos y humanos, aquéllos con un amor paternal y una liberalidad numerosa, y éstos, con solicitud y ambiciones de triunfo. Como lo acabamos de decir, impresionaban en esa imagen los valores estéticos. Sobresalía ella como perfecta en la ordenación de todas las otras de sus conterráneos. Pero, estando uno entregado a la admiración, era sorprendido porque nada le faltaba de lo humano, de todo lo humano, lo que indefectiblemente lo vinculaba a la madre tierra. Todas estas circunstancias le granjearon un amor especial de su comarca, y como él avanzaba, con los mejores, muy adelante en el paisaje espiritual de Manizales, su desaparición causó la disminución notoria de la luz de aquel paisaje y el rompimiento brusco y doloroso de la perspectiva. La muerte lo arrebató muy temprano. Jorge conserva vivísimo el recuerdo trágico de aquel amanecer en


190 que su vida se rompió, como una urna, contra la estatua del General Santander, en el parque de Los Fundadores, y justamente por los labrados helénicos que la adornaban. ** Mas la voz personal más encumbrada y representativa era la de Aquilino Villegas. Aquilino era en ese tiempo la voz de Manizales, la de Caldas todo, la de la Raza. Por él hablaban los valles y los riscos, así como los entusiasmos, la fe, las resoluciones. Por eso su palabra tenía un ardimiento a veces tosco, sonoridades altas y acentos rotundos. Jorge tuvo en él, cuando llegó al colegio, la primera emoción de los hombres que valen. ¡Qué hermosa e interesante sorpresa la de un muchacho del rincón de una provincia ante la majestad de la inteligencia! Oyéndole un discurso en el parque de Caldas, ante un auditorio nutrido y atento, junto a la mata de guadua y frente a los dos altos yarumos, el espíritu de Jorge se sentía iluminado por el resplandor de las palabras. Una corriente nerviosa nueva le vibraba en el cuerpo y sus ojos contemplaban admirados otro destello de la belleza, para él desconocido. En su pueblo, de niño, había visto solamente la hermosura de los paisajes y, en las noches, la callada grandeza del cielo con estrellas, y también se había conmovido con los versos de poetas colombianos y algunos clásicos españoles. Pero este espectáculo de la actitud magnífica, del cabello sacudido, de la frente iluminada, de la boca elocuente, del gesto afirmativo, de la mano en alto, del cuerpo enhiesto y transfigurado, era una novedad para él. Y la ocurrencia más valiosa fue la de que iba sintiendo cómo esa impresión estética empezaba a condensarse, lenta e íntimamente, en un deseo de llegar a ser también él algún día, siquiera muy modestamente, un hombre de pensamiento. ¡Qué admirables las siembras del espíritu! La arista más bien labrada de Aquilino no fue la del hombre de empresa, ni la del político, sino la del escritor. Y lo más palpitante de su prosa es la vida. Sus palabras, resaltantes, a pesar del tiempo, conservan el vigor primigenio. Esa capacidad de hacer circular el propio torrente de sangre por lo que se escribe, se ve, sobre todo, en la “Oración del Incendio”, una de las más bellas páginas producidas en Colombia. Allí se encuentra la frase reverberante y trágica, así como se halla la fustigante y contendora en “Los Leones Amaestrados”, artículo político de grande resonancia entre los mejores de su tiempo.


191 Indudablemente la voz de Aquilino fue una voz de plenitud, y su vida toda “fue una llama” de amor por su tierra y por su patria. ** Envuelto en capa de austeridad y sencillez, que le daba realce a su figura severa de maestro de la juventud de Caldas, don Francisco Marulanda Correa, años después doctor honoris causa de la Universidad Católica Bolivariana, era otra de las grandes voces de Manizales. De los tiempos del antiguo Colegio Oficial hasta estos días, don Francisco le fue dando a su inteligencia una fuerte estructura filosófica, dentro de la doctrina tomista, y fue un segador de verdades en los campos de Santo Tomás, Mercier, Maritain, Olle-La Prune, Sertillange y otros filósofos y expositores de la Escuela. Fuera de esto era un gran latinista y un cultivador de la literatura clásica y de la pedagogía. Por ese entonces ya era el humanista católico de Caldas. Difícilmente volverán a ver esas montañas un hombre que haya hecho más bien a las gentes jóvenes, con su ejemplo, sobre todo. La independencia y afirmación del propio pensar, desde que estuviera ajustado a una sana razón, no se vieron más erguidas en ningún otro educador. Esa fue su gran enseñanza. Quien no hubiera sentido vibrar la entereza de aquel espíritu, como un duro y fino metal, éste no conoció a don Francisco. En esa entereza, en estar siempre al pie de los principios propios, como un centinela insobornable e insomne, en eso estuvo lo valioso de su magisterio. De todas las excelencias de su espíritu y de su corazón, ninguna, quizás, fue mayor que su acendrado catolicismo. Y el afán cardinal de su vida fue la defensa de la persona humana, especialmente en la juventud, concebida a la luz del cristianismo, y la predicación de los deberes y de las responsabilidades del hombre, como individuo y como ser social. En todas sus actividades, en sus conferencias, en sus discursos, en sus escritos, en la cátedra diaria, arremetía contra el idealismo de Descartes, contra el materialismo del siglo XIX, contra el individualismo de Lutero, contra los errores filosóficos que pudieran lastimar el concepto católico de orden y ley, de personalidad y libertad, de fortaleza y carácter moral. Y no era esto su único empeño, sino que clamaba por una milicia cristiana de grande empuje y proporciones. “Tenemos la obligación de prodigar nuestra riqueza interior”, decía constantemente. “Debemos, escribió más tarde en su libro “El Dinamismo de la Libertad en la formación del Carácter”, tomar, pues, la parte que nos toca. Acción. Acción. Hé aquí el santo y seña. Pero se requiere una acción que no desdiga de la naturaleza del hombre ni de las virtualidades del individimo. Cada cual debe obrar en cuanto puede y en cuanto es”. “Quien pelea como varón, éste escapa a la tristeza que


192 consume la carne y el espíritu de los gozadores; y se halla recompensado grandemente por la dilatación del ser, acarreada siempre por todo esfuerzo en pro del bien y la verdad.” ¡Qué noble satisfacción hubiera henchido el alma de don Francisco, si él hubiera podido ponerse a la cabeza de esta gran cruzada católica, contra los desaciertos filosóficos de su tiempo! Para ello tenía los atributos de un recio capitán. ** Después de algún tiempo de activo ejercicio profesional fue llamado Jorge a recetarle a una niñita de doña Blanca Isaza de Jaramillo Meza. Jorge la había conocido de nombre desde los claustros del Instituto Universitario. Por esos días de adolescencia vivía ella en Santa Rosa de Cabal y los muchachos amigos de versos y prosas sabían de la inteligencia y dotes poéticas de la ya célebre niña que ascendía por la colina dorada de sus quince años. Meses después apareció en Manizales una noche en que se celebraba el tercer centenario de la muerte de Cervantes. En esa noche, escribió Tobías Jiménez, “vió también erguirse Manizales estupefacto, como a la sombra de aquel emperador de la prosa castellana, la gallarda figura de una joven donde parece haberse encarnado el espíritu de toda una generación de poetas. Allí, en el Salón Olimpia, entre una concurrencia enorme, Blanca Isaza, una adolescente, fue deshojando sobre la multitud atónita los primores de su inspiración, las opulentas margaritas de sus diáfanos versos, que llegaban a las mentes aridecidas como rocío matinal, con tonalidades de caricia, impregnadas de su aliento, saturadas de su ser. Bajo una tempestad de aplausos fervorosos, sus versos, sus adorados versos de sencillez arrobadora, extraños a los clásicos arreos y a las sabias y complicadas coloraciones, mariposeaban en el amplio recinto como flechas de oro, como libélulas enloquecidas, como pétalos arrojados al azar desde lo alto de un misterioso jardín de hadas. Estaba imponente. Bajo el torrente mágico de sus estrofas se sentía el alma subyugada, contraíanse los nervios en espasmo inexplicable; humedeciéronse muchos ojos al impulso de una rara emoción, el auditorio se sentía como arrullado por la gloria y un vago y delicioso escalofrío se apoderó de todos los corazones. Blanca triunfaba, y con ella triunfaba Antioquia, que llevó entre sus vísceras abruptas y riscosas aquel bello ejemplar, aquella poetisa auténtica, ante cuyo maravilloso caramillo se acallan y temblequean las liras de muchos de nuestros poetas”. Durante las visitas médicas que hacía Jorge diariamente a aquella niñita enferma, observó el fenómeno admirable de la Blanca poetisa y escritora y la Blanca señora de su hogar. En un corredor y sobre una mesa sencilla se destacaba una vieja máquina Remington, con una hoja de papel en el rodillo. Blanca pasaba hacia las habitaciones


193 interiores a atender alguna llamada o llanto de sus niños, o bien, hacia el extremo de la casa, a alguna otra diligencia doméstica, y luego se sentaba a la máquina a escribir versos maravillosos. Así pasaba las horas, alternando los oficios de sacerdotisa de las musas con los de la madre de familia. Ante la máquina cantaba su espíritu y junto a las cunas cantaba su corazón. Después de algunos días, sorprendiéndolo casi por entero, a Jorge se le escapó de la vida la pequeña Gloria, de unos cortos meses. Jorge sufrió calladamente y hasta lo indecible aquella hora amarga de su profesión, porque si “el don de conducir a los niños es una tempestad del espíritu”, según el abate de Saint-Cyran, cómo será para el médico el verlos morir en sus manos mismas. Blanca tradujo su dolor en una elegía conmovedora. ¡Qué gran poesía la de Blanca! El mismo nombre de ella la bautiza, porque el Cielo quiso que este noble vocablo fuera el de pila para su persona y el de divisa para sus versos. Es una poesía blanca, cristalina. Ella se desliza, al decir de Jaramillo Meza, “como agua pura que rueda sin tropiezos sobre musgos y yerbas”. Y qué luz la que se quiebra en esos cristales transparentes y qué música la que arroba en su curso. Quizás lo que más caracteriza la poesía de Blanca, de un lirismo tan entrañable, tan de las honduras del alma, es la bondad. Ella es la savia nutricia de sus versos, la que por todos ellos revienta en dulzura, titúlense “A Jesucristo”, “Los Leprosos”, “Los Mendigos”, o lleven nombres muy diferentes. ** Pero al lado de Blanca, surge también, como voz muy alta, la de Juan B. Jaramillo Meza, su esposo, a quien se acaba de citar. Jaramillo Meza fue un viajero y un poeta que sacudió sus sandalias y desenfundó su lira en la cima de Manizales. Venía de lejanas tierras y en esta ciudad levantó su tienda, en unión de doña Blanca. No hay necesidad de decir más para señalar esto como un suceso afortunado, porque Juan B. ha sido uno de los obreros más devotos y expertos de la cultura de la ciudad, no solo como poeta, sino también como periodista y, sobre todo, como ejemplo. Ha realizado la realidad platónica de ética y estética, que encomiaba Alfonso Reyes. Su poesía, tan difundida en no pocos volúmenes, es seductora por la elevación del pensamiento, por el brillo de su lirismo y por el atavío clásico de su forma, lo que le da una envidiable permanencia. Estas calidades personales y artísticas de Juan B. le han valido una posición muy respetable, aun más allá de los lindes nuestros, y, lo que es escaso, el reconocimiento fervoroso y nacional de ellas. **


194 “Vengo a que me corten este dedo infectado”, les dijo al gran médico Julio Zuloaga y a Jorge, en el consultorio de aquél, una esbelta mulata, ya por lo alto de la vida, aún hermosa, de rostro quemado de pasión y de unos ojos con lumbres de puñales aleves. Quien así hablaba era —¡casi nadie!— la Canchelo, la protagonista de la novela de Arias Trujillo. Jorge no olvidaba esa femenina presencia arábigo-africana, ese cuerpo todavía ondulante, que había guardado secretos de arrebato, de locura, de perdición. Jorge conoció a Arias Trujillo en Manzanares, donde nació, cuando éste era aún niño y cuando aquél era estudiante de segunda enseñanza. Llamábale mucho la atención que el futuro novelista, en lugar de dedicarse a juegos infantiles, siempre estuviera recostado a la puerta de su casa, contemplativo y receptivo, mirando con grandes ojos escrutadores el tranquilo correr de la vida del pueblo, como si se ocupara precozmente en fijar las imágenes nítidas y la luz clara y rutilante que habrían de embellecer su prosa. Ya joven y en gran pobreza se trasladó a Bogotá para hacer sus estudios universitarios de jurisprudencia, los que llevó a cabo, mediante un humilde oficio de cajista. Fue una lucha heroica, pero ella le despertó y exaltó sus dones de escritor, que era lo que quería ser. Bernardo era una de las voces de Manizales por ese tiempo y despertaba curiosidad su espíritu magnífico y contradictorio. En veces mostraba honduras de suavidad y delicadeza; mas otras se imponía con arrestos de panfletista y ataques de ímpetu y vigor, como “En carne viva”. En su hermosa carta a Josefina Dugand, orgullo de nuestra literatura, le dice que él descendía de un Arias duelista de Valladolid y de un Trujillo de Jerez, contrabandista y pirata. Quizá de este abolengo venga lo épico y fustigante de su pluma que muestra en ocasiones. Quien analice bien a Bernardo se puede dar cuenta de que tenía un espíritu en conflicto, un alma en tempestad. Es lo que más en él se muestra. Su batalla interior conturba y en ella se oye el grito ahogado de una angustia, de un ansia sin apagamiento ni término. Era un inconforme. En la intimidad de su ser campeó la belleza entre ese combate hondo y reconcentrado de pasiones, carencias y deseos posibles e imposibles. Su prosa es de gran movimiento, más superficial que profundo, de sonoridades criollas, de labor menuda y de múltiples reverberaciones por la imaginación que contiene. Leyéndola se da uno cuenta por qué decía Goethe que el premio más alto se debía dar a “la siempre móvil, a la siempre nueva, a la extraordinaria niña de Zeus, a su hija preferida, a la Fantasía”. Y


195 cosa singular: gustaba él de hundirse en las honduras orgánicas, en el origen de las pasiones fundamentales, y quizás esto aclare o explique el sensualismo difícilmente atemperado que irrumpe constantemente en sus producciones, dando a veces alaridos sordos, que se suman al grito de su angustia. No hubiera podido ser el fundidor de páginas severas, de temple alto y dureza de acero, como las del Indio Uribe, Antonio José Restrepo o Aquilino Villegas, y mucho menos competir con éstos en los zarpazos que daban con sus garras. No. Su prosa era fina, afilada y pulida, y con los furores de su altivez pudo herir, aun hondamente, pero nunca desgarrar. Y qué grande escritor fue Arias Trujillo. Tenía para ello una gran llama en el corazón, que para el efecto vale inmensamente al lado de la del pensamiento. Difícilmente se encuentra entre sus breñas quien lo reemplace. Su novela “Risaralda”, que escribió al regresar de la Argentina, a donde fue como en una necesidad de viajar, de irse, y donde permaneció bastantes meses, es una de las excelentes de América. José Camacho Carreño la señala muy bien en estas líneas: “Ese paisaje hosco y sensual, esos sones, y los hombres que los entonan y los viven; y la montaña virgen que cedió al musculoso macho la siembra recién plantada, y el querer y no saber que quieren los mulatos románticos, si un trozo de mujer, una porción de libertad, un pedazo de patria, matar al enemigo o despojar al acaudalado, en una palabra, la furia de la raza ante el trópico, eso es “Risaralda”. Y Silvio Villegas, en la 3ª edición correspondiente al 2º tomo de “Ediciones del Colegio Académico de Antioquia”, para el cual escribió una de las páginas más hermosas, penetrantes y completas, sobre Arias Trujillo, estampa este concepto: “Risaralda” no es solo una gran novela colombiana, sino una de las adquisiciones definitivas de la literatura en América. No hay mausoleo, no hay cenotafio, no hay monumento fúnebre, comparable a esta gran obra”. Dice Silvio en este prólogo que Bernardo escribió, siendo juez, una página sobre los “paraísos artificiales” de “hondo sentido autobiográfico”, y que “no encontrando en la tierra sino desolación, quería asomarse al mundo del ensueño por la ventana de los estupefacientes, como Baudelaire, como Tomás Quincey, como Gerardo de Nerval”. Leyéndolo cree uno percibir que hay páginas iluminadas por la extraña luz de aquellos paraísos. Recuérdense las memorias confidenciales de Baudelaire y lo amplificado y muy vivo expresado por algunos asiduos visitantes de esos mundos siniestros que ocultan pérfidamente torturas, desasosiegos, angustias, vómitos, calambres, convulsiones, entorpecimientos y aún la muerte misma, como


196 manifestaciones tóxicas de los nepentes malditos, registrados por la medicina. Como tantos de nuestros hombres más esclarecidos, de auténtico temperamento artístico, Bernardo penetró en los verjeles mortales de los estupefacientes, llevado, sin duda, por aquella curiosidad inexperta que embruja a los adolescentes. No se hubiera dejado seducir, si hubiera estado perfectamente cierto de que los tales “paraísos artificiales” no son sino jardines de desvarío y demencia, donde los alcaloides ofrendan a la Falacia cautivante las vidas más hermosas. ** Una tarde de un tiempo de torrenciales lluvias recibió Jorge de Buga el aviso telegráfico de que su madre se hallaba gravemente enferma. Haciendo lo imposible salió esa misma noche, en medio de un aguacero. Esa noche no tuvo amanecer. Un turbión de ansiedad y abatimiento la alargó sin piedad y le apagó sus luces interiores. Envuelto y llevado en esa tiniebla apareció al otro día en el cementerio de la Ciudad Señora, cuando entraban con un cadáver. Era el entierro de su madre. La ceremonia religiosa había concluído. El cortejo se detuvo ante él y el ataúd, que era llevado en hombros de generosos amigos, fue colocado algunos momentos sobre un soporte de madera. Jorge cayó de rodillas y se abrazó a la caja sagrada. Fue el momento en que lo arrebató un abismo. El cortejo siguió y Jorge iba detrás. Entonces advirtió que allí eran pocas las mujeres. Casi todos eran hombres de rostros graves y todos caminaban mudos. El leve chirrido de la caja mortuoria y, sobre todo, los pasos en la arena, le sonaban a Jorge como golpes de martillo en el madero de su cruz interior, donde él agonizaba. De la cordillera de enfrente, de los confines del cielo, venía en ondas altas y sucesivas un viento quemante de aflicción. La tarde estaba mustia. El cortejo se detuvo ante un muro de bóvedas. Había una abierta. Sobre el suelo se veían unos ladrillos y un recipiente con mezcla de cemento. Dos canteros tomaron el ataúd, lo elevaron a la altura de sus cabezas y luégo lo fueron entrando en la bóveda. El áspero frote de la madera al deslizarse, aumentado por la oquedad, hería tanto a Jorge, que el corazón se le rompía. En seguida los hombres empezaron a pegar ladrillos y corto rato después todo estaba terminado. Una corona de flores, un poco marchitas, se quedó al pie del muro. Los árboles, a derecha e izquierda del sendero, quietos y encendidos por la luz última de la tarde, parecían grandes cirios funerarios, y por entre ellos y por ese camino, descendió aquel huérfano, comprendiendo ya clara, la palabra hijo. **


197 El patriarca estaba enfermo. Andaba por más de los ochenta años y tenía el porte natural y noble de los ancianos que decoraban las calles de todo Antioquia, a principios del siglo. Una bondad, como el brillo de las medallas piadosas, fulgía tenuemente de su figura. Su tez tenía el tono sentado, mitigado, que sólo saben dar los pinceles del tiempo. Era tranquilo, ecuánime, y ni siquiera la enfermedad había llegado a alterarle. Jorge era uno de sus médicos. Todos los días subía la lujosa escalera de su residencia a visitarlo. En esta residencia encontró él a la mujer con quien se uniría para siempre. Un año después, ya muerto el abuelo, tuvo lugar su matrimonio El Padre Baltasar Alvarez Restrepo fue el ministro del Altar. Al salir de la capilla, y por primera vez, sintió que su vida entraba bajo un cielo benigno y despejado. ** Jorge vió por primera vez en París a Monseñor Alvarez Restrepo, cuando hacía sus estudios eclesiásticos en el Seminario de San Sulpicio. Con él departió varias veces y en su compañía oyó la voz sabia y prudente del Cardenal Verdier y las notas arrobadoras del órgano de la capilla. En su compañía también estuvo frente al banco de piedra, donde Renán empezaba a alquitarar, en ratos de recogimiento y alquimia espiritual, el licor exquisito y venenoso de su pensamiento y de su prosa. Cuando regresó, ya sacerdote, a Manizales, quiso que él fuera el ministro del Altar que bendijera su matrimonio. Lo admiraba y lo estimaba mucho, como mucho lo ha estimado y admirado después, con el correr de los años, ya él obispo de Manizales y Perei Y es que Monseñor distribuye sus beneficios sin que uno lo advierta o lo sospeche. ¡Y qué alma la suya! Ir hacia dentro de ella es uno de los más puros y nobles placeres del corazón, por la delicada bondad que se recibe. ** Con las primeras luces del alba abandonaba Jorge el lecho, después de haber tenido que levantarse a la media noche para recetar algún enfermo o de haber sido despertado para una consulta urgente. Un rato después estaba en su pequeña biblioteca. Lo llevaba allí el afán de resolver algunas dudas en sus manuales de patología. ¿Qué otros medicamentos podría emplear en un caso? ¿Qué peligros se debían evitar en otro? ¿Sería aconsejable la cirugía en un tercero? En qué de incertidumbres vivía su espíritu, porque el pensamiento del médico transita caminos nublados. Estando inclinado sobre las manoseadas páginas, lo llamaban varias veces al teléfono. Después pasaba al comedor. Por los vidrios de las ventanas se veían el Ruiz encapotado


198 y dormido y, a trechos, gruesos copos de niebla, rodando por el verde oscuro de la cordillera. Tomando el desayuno y visiblemente preocupado, sacaba del bolsillo sus papeles habituales, para repasar los puntos de la exposición que en la hora siguiente debía hacerles a sus alumnos del Instituto Universitario y el Colegio de Nuestra Señora, o para ordenar, según los apremios o los barrios, las visitas a los enfermos. Al salir de su clase de fisiología en el Instituto, se iba para el hospital. Sesenta o setenta niños lo aguardaban. ¡Qué espectáculo tan conmovedor el de estos niños separados de la ternura materna! Al entrar Jorge al espacioso salón, poblábase este de sonrisas, vivas y frescas unas, la mayor parte desmayadas, y por las ventanitas violáceas de los ojos se asomaban la inocencia y los dolores indescifrables. Con la mayor diligencia posible daba fórmulas e indicaciones, acompañado de la abnegada Hermana de los servicios, y luego se encaminaba a visitar a los pacientes que tenía en la ciudad. Cuando volvía a su casa en horas del almuerzo, encontraba al frente de la puerta una, dos, cinco mujercitas, con sus niños enfermos en los brazos, en solicitud de atención médica. Eran gentes pobres que no habían alcanzado turno en el consultorio de la Cruz Roja, o que no estaban satisfechos de los servicios que ella les prestaba. Terminado el almuerzo, interrumpido por varias solicitudes telefónicas, Volvía Jorge a salir, para atender una o dos llamadas médicas, hecho lo cual, abría el consultorio. Despachaba en éste hasta las seis y, los más de los días, se echaba otra vez a la calle, a los barrios, a ver nuevos enfermos o a visitar a aquellos de su cuidado que le necesitaban por la tarde. A las ocho de la noche se encontraba nuevamente en su casa y, en seguida de la cena, regresaba a sus libros a leer algo sobre sus enfermos y a preparar las enseñanzas del día siguiente. Cuando ya, fatigado casi hasta el extremo, se retiraba a su dormitorio, no era raro que, al quitarse los zapatos, viera que sus pies habían sangrado de tanto caminar por calles pedregosas y pendientes. Este día era como cientos, como varios miles, con la sola diferencia de que en éste aún no había podido Jorge adquirir un coche para facilitar sus andanzas. Pero en realidad, cuán distintos eran los días. Los médicos, se decía él, somos hora por hora, espectadores y actores de sucesivas escenas diversas y movidas, de modestia y de sombra, pero suficientemente turbadoras e inquietantes para que penetren en nuestra vida, se confundan con ella y le den a cada uno de nuestros días valores y sentidos diferentes.


199 ** Jorge recetaba niños pobres en la Gota de Leche. Los niños que llegaban allí sufrían mucho y no pocos eran los muertos. Carecían de medios y cuidados en sus tugurios. En el hospital general había un servicio para ellos, que él mismo vigilaba, pero era pequeño, insuficiente y no muy apropiado. ¿Qué hacer? Había que crear el hospital infantil. ¿Cómo? Dios habría de saberlo. La idea pasó ligera, en rápido vuelo, al corazón piadoso de Gabriel Villegas y después a los de Antonio J. Londoño y Jorge Botero Restrepo. Y la idea cobró vida poderosa desde el momento de nacer. El desventurado que dude de la Providencia Divina debería asistir a estos nacimientos. No ha terminado de concebir la mente del hombre estas instituciones, cuando ya ellas se perfilan. Hay sobre el dolor de la tierra un rodal de promisión, invisible, pero cierto; una parcela feraz, donde caen estas ideas, como de la misma Mano Sembradora. Y es un prodigio el verlas crecer y abrirse en ramas y follaje de esplendor. Desde el siguiente día empezaron a llegar a la Gota de Leche catrecitos metálicos, vestidos de sábanas y provistos de almohadas y mantas. El primero lo ocupó Enrique López, el de Villamaría, un magro chicuelo duramente azotado por una enteritis. Las otras cinco camitas del aposento fueron aprovechadas rápidamente. La Madre de las Hermanitas de los Pobres, la Madre Rosa, a cuyo cuidado estaban, se llenaba de entusiasmo y de gozo. ¡Qué pozo de bondad era ella! Jorge no había visto nunca fluir tanta dulzura de un corazón humano por el amor de Cristo. Y ella fue otro ángel diligente, una abeja celeste. Desde que llegó Enrique empezó el teléfono a funcionar. Las campanillas de éstos repicaban en las casas y a los auriculares les llegaba a las señoras la voz tierna y afanada de la Madre, que pedía, con cadencias robadas a lo Alto, auxilios para sus niños. Y abundaron las dádivas. Los dos Jorges y Gabriel y Antonio J. se constituyeron en junta y tocaron a las puertas del comercio. El espectáculo conmovía. Esas puertas resultaron de goznes sutiles y giraron sobre sus quiciales hasta quedar plenamente abiertas. Por ellas salió la generosidad, sin cálculo ni titubeo. La Gota de Leche no podía ser transformada en hospital, se dijo en seguida. Ella tenía sus funciones exclusivas. Apenas podía ser el portal donde llegaba a la vida una nueva obra de beneficencia. El problema de casa propia, de edificio propio, se levantó delante de la junta como una montaña. Las donaciones de caridad no alcanzaban para resolverlo. Mas no hubo tal montaña. Por el centro de la ciudad caminaba un hombre de tesoro vicentino en su interior. Se llamaba Manuel Piedrahita. Se sabía de él que era un comerciante rico, honorable y de cordialidad acogedora. Quizás de su corazón sabían algunos, pero no todos. “Gabriel, compren la casa que fue de la Clínica de Versalles. Yo se la regalo a los niños, para su hospital”. ¡Sursum corda, hombres manizaleños! La liberalidad de Manuel Piedrahita había aparecido de modo imprevisto. Un mes después el Hospital de Niños era una realidad y convirtióse en el lugar de las ofrendas. Manizales todo corrió hacia allá y vació


200 sus manos. Mujeres distinguidas y tiernas atravesaron su primer patio en romería de generosidad, y nobles señores dejaron caer en la urna de los recursos el oro de su largueza. Sólo un joven millonario, ante esa urna, volvió sus manos hacia atrás y dijo que no había alcanzado la edad de la misericordia. Después siguieron días fáciles y días de apremios. De cuando en cuando se veía en la capilla, sobre el altar y frente al Santísimo una vela encendida entrada en una papa, convertida en candelero, en clamor callado para que el cultivador de ellas en el Páramo se hiciera presente, con la limosna de una carga, en beneficio de los niños. Y ella llegaba. Y estos días seguirán y nuevos benefactores habrán de venir, mientras los dos retratos de Manuel Piedrahita y Mila Garcés, su esposa, colgados en muro principal, le digan a Manizales que el Hospital Infantil continúa existiendo. ** Desde los encendimientos del alba hasta el jardincillo de la casa alargábase un camino rutilante, como para el ansiado advenimiento de una gloria. Dentro, en la alcoba, las dos ventanas estaban entornadas y en la penumbra una lámpara pequeña difundía su luz y proyectaba sombras. La tensión de ese ambiente íntimo, ya larga, casi que excedía la humana resistencia. Las frases que salían de los labios eran cortas, interrumpidas por silencios de congoja. Se sentían los pasos de los transeúntes, las respiraciones, el padecer de ella, callado, pero con gran desasosiego. A un lado su madre tierna y valerosa ofrecíale consuelos. La dolorosa angustia paulatinamente se hacía más pesada, comprimía los pechos y por momentos se perdía la esperanza. Jorge se sentaba, se ponía en pie, se llevaba las manos hacia atrás, hacia la cabeza, las apretaba, íbase al borde del lecho, la alentaba a ella y le acariciaba las mejillas, los cabellos. ¡Dios mío, ayúdanos, que ya desfallecemos! Entre tanto, en el cuarto vecino, el médico, silencioso, se preparaba. ¡Qué sufrimiento tan indecible! ¡Qué garra de pena tan poderosa y obstinada! De un momento a otro, en minutos, las ventanas se abrieron y la florde la mañana, deslumbrante y alegre, brotó en el aposento; todos los pequeños objetos, la lámpara, el reloj, el florero, una porcelana, brotaron también y se hicieron presentes; el tapiz y las cortinas encendieron sus colores; pendiente del muro, en el fondo, fulguró la Virgen Milagrosa; el aire se volvió fresco, delgado, y una felicidad sin límites, sobre el rostro de ella, en marco de dulzura, dibujó una sonrisa de gloria, indefinible y nueva, mientras en el corazón de Jorge repicaban y repicaban las campanas. ¿Qué prodigio habíase realizado para dicha semejante? ¡Ah! Era que la bondad de Dios había descendido en la alcoba y sobre el lecho resaltaban la fragilidad y la blancura de un capullo tibio, que levemente se movía. Una niñita acababa de nacer.


201 ** Sobre otras voces eximias de Manizales y sobre dos motivos ligeros, relacionados con su profesión, tenía Jorge estas notas: -IEn la casa a donde fuí anoche a ver a un niño enfermo encontré a Rafael Arango Villegas, jugando cartas con algunos amigos. En los momentos en que yo entraba en la sala del juego, el dueño y señor de la casa ofrecía un poco de whisky. “Muchas gracias —dijo Rafael—. Yo no sé tomar esa cosa de los místeres, sino el buen licor de los arrieros. Si me hace el favor, cámbiemelo por un aguardiente.” No es exagerado decir que aquel recinto era un continuo reventar de frases festivas y chistosas. Y era natural. La personalidad típica y ostensiblemente antioqueña y humorística de Rafael Arango Villegas se expandía de tal suerte a su alrededor, tenía tal fuerza de comunicación, tal poder de simpatía, que, dondequiera que iba, creaba su propio ambiente, y sus contertulios quedaban de hecho envueltos en él, influídos por él, lanzando interjecciones de gusto y admiración y riendo de contento. Algo más; no se podía estar uno junto a Rafael sin estallar en carcajadas; sus relámpagos de gracia las suscitaba a cada instante. El genio maicero lo personificó él, como uno de los más brillantes ejemplares de la Raza, y por su espíritu y su palabra se manifestó en todas sus características y esplendor. No hubo expresión, ni gesto, ni actitud suya que no llevara el sello auténtico de la Montaña. Qué cosa tan admirable es ver que, por corrientes subterráneas y por misteriosos vasos comunicantes, el inquieto, alegre y sonoro manantial maicero, el mismo de Concordia o Santo Domingo, hubiera brotado en la plaza mayor de Manizales y que, por el verbo y la pluma de Rafael Arango Villegas, siguiera dejándole oir a Colombia, en fuente nueva, el mismo viejo sermo nobilis de la mulera y el hacha, de la arepa y los frisoles. Era un comentador festivo y ocurrente de los temas ordinarios de la vida, que manejaba graciosamente el chiste y la exageración antioqueña y que tenía la habilidad de darles a las palabras significaciones nuevas e inesperadas, por medio de metáforas y alteraciones ingeniosas de su puesto o estructura, utilizando a veces la igualdad o semejanza literal de ellas. Era un malabarista que en los juegos de su pensamiento las lanzaba al aire, ante sus lectores u oyentes, en contrastes o en posiciones de jocosidad subida, para que éstos rieran y gozaran siempre y fueran sus cautivos.


202 Rafael, sin que se fuerce el concepto, es uno de los escritores que llamó Benigno Gutiérrez “clásicos maiceros”, escritor alto, poseedor de una prosa gozosa y risueña, en la que los giros intencionados chispean como lentejuelas de malicia y gracia y en la que aparecen frases insinuantes, veladas, de un verde apenas al asomo y de una deliciosa picardía. Sus estampas y cuadros de Manizales son de grande exactitud, así como los rasgos, trazados por él, que van distinguiendo al antioqueño de Caldas, muy en contacto con el Valle y el Tolima. Quedarán ellos en las páginas de Rafael, para los tiempos, mientras haya quien lea literatura de Colombia. Rafael Arango manejó el habla antioqueña, mas no en la misma manera de Carrasquilla y Rendón. Estos tomaron los caminos del cuento y la novela, y aquél, también el de la novela, pero preferentemente el del comentario del suceso cotidiano. Estos hablaron por sí, en atildado castellano, y, sobre todo, hicieron hablar a sus personajes, utilizando los términos y giros populares de Antioquia. Aquél habló su propio lenguaje, familiar y ameno, el de un paisa de los que llamamos cultos, el de un manizaleño de San Cancio, y en tiempos más actuales. Resalta, sí, que aunque su prosa es de indiscutible desnudez maicera, dista inmensamente de la de Ca. rrasquilla, quien aventaja a todos los escritores de la Montaña por su extraordinaria riqueza de léxico y sintaxis; por la exactitud, sin poros ni intersticios, del habla de su pueblo; y porque su imaginación, su humorismo, su ironía, están regidos por la mesura de un arte soberano. Pero si en Rafael no se encuentra gran riqueza cervantina, ni el aliento formidable de la obra de Carrasquilla, sí pasa por sus páginas el caudal del castellano en Antioquia, con su sabor terrígeno. Y se hallan en él, como en pocos, el espíritu y la gracia de la Montaña, con todas las peculiaridades que la integran y distinguen. Fue un paisa puro, total, sin aleaciones ni deméritos. -IIEn estos momentos llega a su casa el doctor Ricardo Jaramillo Arango de un viaje por los campos de Neira. El tiempo es de lluvias. El caballejo está fatigado y sudoroso. Al desmontarse y abrir la puerta, donde lo aguardan algunos enfermos, el doctor se quita los zamarros y el encauchado, húmedos y salpicados de barro. Sin preocuparse de colgarlos o extenderlos, los deja caer sobre un asiento del consultorio. El cuello de su vieja americana está vuelto hacia arriba, para mejor tapar la nuca. Al mirarle de frente se le ve sin camisa exterior, solamente con la camiseta de franela, amarillenta, que le cubre la piel velluda de su robusto tórax. ¿Qué ha pasado? Que ha regalado el chaleco y la camisa a un pobre del camino. De uno de los


203 bolsillos de la americana saca el cuello y la corbata, vueltos un zurullo, y los arroja sobre el escritorio. En seguida se lleva a la boca un pedazo de galleta que encuentra entre los papeles y se pone a recetar. Así es el doctor Ricardo. No tiene nada para sí, sino para los necesitados. Muchas veces ha llegado casi desnudo a la casa y, no pocas, ha dado las sábanas y mantas de su cama. Con frecuencia se le ve pasando en su rucio por las calles de Manizales, con una jarra de leche en la mano. No hay que preguntar para qué. Seguramente tiene un enfermo miserable en uno de los barrios más distantes. Este doctor Ricardo es lo que se llama en medicina un gran práctico, o sea un profesional de diagnóstico y tratamiento. No es un teórico ni un gran erudito. Los modernos auxilios de rayos X, exámenes bacteriológicos, conceptos de especialistas y biblioteca al día, lo tienen sin cuidado. Y no es que él no haya tenido ninguna preocupación por ilustrarse más. No. Hace bastantes años hizo un viaje a París, con el fin de conocer los adelantos científicos de la época e hizo cursos de perfeccionamiento en la Facultad de Medicina. Posteriormente, con iguales fines, hizo otro viaje a los Estados Unidos. De ellos habla con frecuencia. Pero continúa en la escuela de Trousseau, Dupuytren, Bichat, Laennec, Dieulafoy, Peyrot. Sus grandes aparatos para el examen clínico son la mano y la oreja. A veces se sirve de un estetoscopio, y, a falta de él, quizás emplee también, como lo hizo Laennec, un periódico o un cartón, enrollados, en forma de tubo. Pero si no es un descuidado, tampoco es un escéptico. Conversando con él se muestra lleno de entusiasmo con los modernos procedimientos de investigación y cree en ellos, mas prefiere que los utilicen los demás. La práctica diaria, el ver y observar mucho, son las fuentes casi exclusivas de su información médica. La experiencia es lo que importa. Lo demás no lo seduce demasiado. Y de esta manera ha alcanzado una notable perspicacia en el diagnóstico y, más que todo, una apreciación desconcertante del pronóstico. Sus vaticinios son muy seguros y le han dado una fama merecida. Y qué alta y delineada figura de hombre. Su constitución es maciza y nobles los rasgos de su rostro. No se afana, eso sí por pulcritudes y acicalamientos. No se afeita todos los días, ni gasta tiempo en cepillar el vestido arrugado y sobado, ni en darle brillo a los zapatos. Su atención anda por los predios de sus enfermos o por los de poetas y escritores, porque en él arde una inextinguible devoción por las cosas bellas. En su prodigiosa memoria viven los versos o los párrafos hermosos, con una brillantez y frescura, como la de las flores en los jardines. En alguna ocasión lo llevó Jorge en su automóvil a Santa Rosa de Cabal a ver a un enfermo, y, de regreso, durante todo el trayecto, le estuvo recitando poesías de Lope de Vega, hasta llegar a Manizales.


204 Lo distingue una ironía sonriente, pero no menos picante, con rehiletes cáusticos, de vez en cuando. Válese para ella de cuentos y anécdotas que mantiene a flor de labio. No hace mucho, por ejemplo, enfermó un amigo suyo de la ciudad. Atendíanlo dos de los médicos más jóvenes. Un día fue a saludarlo, en los precisos momentos de la visita médica. Los dos galenos le dijeron que estaban tratando un paludismo, aunque no habían podido encontrar al microscopio el hematozoario. “Yo disiento de ustedes les dijo—. Eso es una fiebre amarilla, de tipo benigno. Conozco mucho el sitio del Magdalena, de donde este enfermo acaba de llegar.” Días más tarde volviéronse a encontrar el doctor Ricardo y los médicos de cabecera. “Doctor — dijéronle éstos en tono de victoria—, ya encontramos el hematozoario. No andábamos equivocados”. “¿Sí? A ustedes les ha pasado —respondió— lo que al campesino de la Sabana. Oigan la historia: Cuando el General Reyes inauguró el ferrocarril de Bogotá a Girardot, un campesino de Serrezuela se situó junto a la cerca contigua a la carrilera para verlo pasar. Al tenerlo ante sí, sintió gran admiración y lo contempló atentamente. Una vez que lo perdió de vista le preguntó a dos amigos que le acompañaban: “¿Y qué mueve la locomotora?”. “Pues el vapor, hombre”, —le repusieron—. No quedó él satisfecho con la explicación y una vez más volvió a la cerca a observar el paso del tren. Este cruzó y el campesino se dijo para sí: “No hay tal. A la locomotora la mueve otra cosa”. Y un buen día, día de fiesta, convidó a sus dos amigos a presenciar la llegada del ferrocarril a Bogotá. En la Estación estaban al aparecer la locomotora. Esta se detuvo al extremo de la carrilera y cuál no sería la sorpresa del campesino, cuando del primer carro de carga sacaron unos caballos. “No les dije? —les gritó a los compañeros— ¡Izque el vapor! Como si no fueran esos caballos los que mueven el tren”. El doctor Ricardo ha sido mayormente el médico de los humildes. A ningún pobre le ha negado sus servicios. Receta en su consultorio, en las aceras, encima de su caballo, desde la ventana y aun desde su propio lecho. Dar y dar fórmulas sin cansancio y recitar poesías de clásicos españoles es su labor, desde el alba hasta la noche. Pocos médicos han oído tantas quejas y confidencias como el doctor Ricardo y pocos han mostrado tanta atención y caridad ante ellas. La fidelidad a su vocación ha sido otro de sus perfiles profesionales. Nada lo ha separado de su labor fundamental. La ha amado como ciencia y como arte y no concibe la medicina sino en este doble aspecto. El rubricaría gustosamente estas palabras de Trouseau: “Señores, cuando conozcais los hechos científicos, guardaos de creeros médicos; estos hechos no son para vuestra inteligencia sino una ocasión de daros a conocer y de elevaros a la altura del artista”. El doctor Ricardo es uno de los últimos representantes de la vieja y


205 grande escuela de los médicos franceses y uno de los hombres que más hondo han cavado en el corazón de Manizales —IIIEl recuerdo emocionado y agradecido de quien fue Julio Zuloaga sobresale y se intensifica en este nuevo aniversario de su muerte que me sorprende hilvanando estas páginas, porque en él se vió siempre a uno de los grandes servidores abnegados del Departamento y, muy especialmente, de Salamina y Manizales. Nació en la ciudad del norte caldense, como renuevo ilustre de ese núcleo de familias vigorosas y espléndidas que allá se detuvo en la expansión de la Raza, para trabajar, servir y pensar. Después de unos estudios universitarios sobresalientes que le llevaron al internado de San Juan de Dios y que le llevaron también al congreso de estudiantes reunido en Caracas, hacia el año 1910, presentó su examen de grado con una tesis que, lustros más tarde, citaba elogiosamente el profesor Roberto Franco, en su cátedra de enfermedades tropicales. Luego aparece Zuloaga en la ciudad natal, como digno sucesor de un Jaime Mejía y de un Pablo Emilio Gutiérrez, en su compañía al principio, y después en la de otras tres notabilidades médicas, los doctores José Alzate Betancur, Enrique Isaza y Carlos Emilio Londoño. El prestigio de Zuloaga fue muy rápido y extenso. De niño oí yo elogios muy sentidos a este médico insigne entre mis gentes de Manzanares, elogios que posteriormente orlaron el nombre esclarecido del doctor Alzate Betancur. Aún recuerdo el asombro y la curiosidad con que por aquel entonces se comentaba en el norte y el oriente del Departamento la trepanación del cráneo que Zuloaga le había practicado a uno de sus enfermos, sin duda una de las primeras intervenciones delicadas que vieron ojos humanos en aquellas comarcas. Más tarde, hacia el año de 1917, se trasladó el doctor Zuloaga a Manizales, junto con el doctor Alzate, en donde éste inició los primeros servicios de laboratorio en forma completa y organizada, y aquél, la cirugía de técnica y escuela, sin que esta frase aminore por motivo alguno la meritísima labor hecha en años anteriores por los doctores José Tomás Henao y Emilio Robledo. Andando el camino, hombreáronse con Zuloaga cirujanos de nombre, como Ramón González y Abelardo Arango. Desde esa época el paso de Zuloaga fue por los caminos del éxito y la gloria.


206 Una de las cosas que más le caracterizaron en la profesión fue un solícito interés por su arte, por su ciencia, interés que le llevó varias veces al exterior para perfeccionar sus conocimientos, los cuales ventilaba y completaba cotidianamente, con lecturas y estudios cuidadosos. Después de haber sido un aprovechado discípulo de los maestros franceses, estos viajes le fijaron definitivamente su cultura médica en la ciencia americana, cuyo pragmatismo le sedujo por el resto de sus días. Pero lo más peculiar del ejercicio de su misión fue la dignidad. En ella no tuvo sombras y por esto su profesión tenía la transparencia de las cosas puras. La vigorosa armadura moral que le tuvo enhiesto, no le permitió siquiera una vacilación ante los halagos de lo indebido. Fue tal su probidad que bien podrá decirse que su vida fue “un gran momento” de nuestra ciencia médica. En su elevación profesional poseyó más bien las cualidades mayores que las menores: el problema clínico, con su vasta y complicada urdimbre, solicitaba más la atención de su espíritu, que las pequeñas consideraciones de lugar y ambiente, sin que esto quiera decir que no tuviera el alma blanda para condolerse de las amarguras de una familia o para calmar con palabras cariñosas las angustias de sus pacientes. Fue un clínico sagaz, como pocos, y era, sin discusión, un intuitivo, cuya inteligencia, guiada por una luz muy personal, penetraba en el fondo de sus enfermos. En casa de éstos, cuando concurrían sus colegas, hacía disertaciones clínicas con brillante capacidad y con una delectación verdaderamente manifiesta. Pero, a pesar de haberse destacado más como médico, su predilección definitiva y dominante fue la cirugía. Ella fue el objeto mayor de todos sus afanes, en ella conquistó uno de los primeros puestos del país y casi puede decirse que la muerte le sorprendió, sirviéndole con devoción infatigable. Fue dueño de gran técnica y en su desempeño tenía a veces audacias decisivas y afortunadas. Su mano era segura; fieles, sus conocimientos; firme, su honradez; abundantes, sus recursos; lógica, su piedad. Pero lo que más llamaba la atención en él, como en todo buen cirujano, era ver cómo todas sus fuerzas espirituales y corporales confluían, con intensidad solemne, al acto quirúrgico, y cómo este hombre se quemaba y consumía en una atención callada y perfecta, mientras la luz de su mente se proyectaba clara y precisa sobre el campo operatorio. Otra de sus atrayentes cualidades como médico fue el aprecio y el respeto por sus colegas. Su boca, como la del cristiano auténtico, estaba sellada para la palabra difamadora y el comentario aleve. Ninguna reputación profesional se vió asaltada por él. En esto fue un ejemplo. De ahí que en su época, de gran actividad científica, hubiera sido el abanderado de la cordialidad médica en la ciudad de


207 Manizales, cordialidad que ha persistido transitorias en la noble capital de Caldas.

por

sobre

ligerezas

Pero si Zuloaga fue como médico y cirujano un alto profesional, como ciudadano sí que fue personaje de valer, porque en el servicio público doblaba su personalidad. Con una vocación civil, como raras veces puede verse, su entusiasmo se empeñaba en empresas públicas, las más variadas, y con igual fuerza le atraían la higiene, las escuelas, los caminos, las carreteras, los asuntos económicos. Tras de poder ser útil en cualquiera de esos campos, cedió mucho de su vida a ellos, a la política misma, en la cual fue fogoso, pero sin injusticia; y por esas salidas, a veces medio quijotescas, por el montiel amargo y engañoso de las cosas del Estado, se le vió aparecer en el Congreso, en asambleas, en los concejos, en alguna secretaría de gobierno y en numerosas juntas oficiales, poseído de una especie de locura cívica, que le proporcionó éxitos, pero también muchos desagrados, incomprensiones y contratiempos. Y no menos interesante fue su persona social, porque Zuloaga quiso ser siempre un actor importante en el tablado de su medio. Desde muy joven oyó, como los predestinados, una llamada a algo superior y tuvo la ambición de las alturas, a las cuales ascendió con decoro total, sin valimientos discutibles, sin siquiera el arbitrio amonedado de fáciles sonrisas. De rostro serio y ademanes breves y sencillos, amaba el diálogo con los amigos, en el que defendía siempre sus ideas, porque era un enamorado de ellas y de sus propias conclusiones, eso sí, sin terquedad ante la razón ajena. Quien no le conociera bien encontraba una perfecta relación entre su expresión fría y el brillo metálico de los instrumentos que manejaban sus manos. Se equivocaron quienes pensaban que poseía una sensibilidad pobre o amortiguada, porque en Zuloaga se guardaba un emotivo. Sufría intensamente por sus enfermos y por sus empresas públicas y ennobleció su vida de familia con una verdadera prodigalidad de delicadezas paternales. Aún más: había en su alma un hondo y recatado filón sentimental. Es que, como dice Fernando Duque Macías, Salamina enloquece a sus hijos de sentimientos y de lirismo, hasta en la cuarta generación. ¿A qué obedece el nombre de “La Piedra” con que bautizó ese retiro de Tarento que levantó y adobó a orillas del Chinchiná y que amó tanto como al suyo el romano ilustre? A motivos del corazón, a la memoria de la piedra del molino que tenía su padre en “La Aguadita”, allá cerca a “Brujas”, la tierra que cantó Luis Alzate Noreña y que alguna vez evocaba muy tiernamente ese poeta de las imágenes fulgurantes y preciosas, nuestro célebre Mauricio. Zuloaga tuvo un afecto entrañable por esa piedra desde su infancia, tenía ella un adorable sentido de su familia y de su tierra y siempre acarició la idea de poder transportarla a su retiro, para colocarla como un monumento.


208 ** “Merced a la rapidez y diversidad de los pensamientos, el mejor beneficio que debo agradecer a los dioses es poder dividir el día en millones de partes y hacer de cada una de ellas una pequeña eternidad”. Goethe - “Carta a Carlota” A una casa antigua y en el estrecho valle que recoge el encanto del cielo y del bosque alto, se fue a pasar sus últimos días el anciano sacerdote de un pueblo vecino, varón meritorio y probado en penitencias. Una artritis de la cadera ya no le permitía el ejercicio deseado de su ministerio y el superior jerárquico lo había eximido de toda ocupación obligatoria. La Hermanita portera del próximo convento lo llevaba todas las mañanas en el coche de los mandados a prestar el servicio religioso de las monjas. Esto le significaba un verdadero sacrificio; pero qué no se debe hacer por la gloria de Dios. Yo fui llamado a visitarlo, como médico. Al acercarme al valle y después de abandonar la carretera para llegar hasta la casa, me sorprendió la belleza del sendero que a ella conducía. Era no muy ancho, de menudas piedras, largo como de doscientos metros, cercano al arroyo que a la sombra de sauces descendía, y sembrado a uno y otro lado de pascuitas blancas, lilas y rojas encendidas. El anciano sacerdote se encontraba en lo que podía ser su cuarto de oración y estudio. Muy pocas cosas había en él: un Crucifijo, que pendía de la pared; una mesa, con cubierta de paño; sobre ella, algunos papeles, el breviario y otros libros devotos; una silla, especial, de cojín, para sentarse a leer o escribir, junto a otras para los visitantes; y en el suelo, tres esteras amarillas, con fajas oscuras hacia los bordes. El paisaje se entraba por la puerta abierta. La luz de la tarde brillaba las cosas. La verdura del prado de en frente y del bosquecillo, más apartado, lo inundaban todo de dulzura y de paz. Y los rumores del agua jugueteaban en el recinto, con la frescura de las voces infantiles. —Cuánto le agradezco que haya venido —me dijo con tono benigno, al saludarme—. Entre. Esta es su casa. Tomó asiento con mucha dificultad. Parecía más bien un piadoso ministro de Holanda. Tenía la cabeza blanca. La piel del rostro ya estaba arrugada, pero conservaba el color sonrosado y algo de la pasada tersura. Los ojos eran azules y de mirar plácido y sincero; sólo al moverse bruscamente se tornaban un poco severos, con una leve contracción simultánea del entrecejo. Su igualdad de ánimo era constante. —Sufro un poco —continuó—, pero vivo más bien tranquilo. El paraje es bello y rezo y medito muy bien, disfrutando de este regalo de Dios. Ya oigo cercanas las pisadas de la muerte y la aguardo. Sus pasos son atentados y su presencia, para los más, ingrata. Para mí


209 no. Cuando llegue le daré un fuerte apretón de manos. ¿Acaso no me va a ofrecer la radiante, la total, la más alta vida del espíritu? Entre tanto, en este retiro soy un ordenador de pensamientos y de oraciones. Pero hablemos de otro tema. ¿No le ha parecido muy hermosa la entrada? —me agregó con voz pausada y ya más viva—. Yo le indiqué al muchacho, mi acompañante y sirviente, que la sembrara así. Soy un enamorado de lo pequeño. No desconozco lo que representa lo grande, pero las cosas menores, bien hechas, valen mucho. ¿No son de estimación indiscutible lo corto o las filigranas de la naturaleza y de los hombres? ¿Y qué decir del trabajo humilde y sencillo, pero digno, de todos los instantes? Las pequeñas buenas obras diarias tienen, como las perlas, un oriente de mérito, muy del agrado del Señor. Le dan a uno la paz. Ellas son como las flores de este sendero, en el cual se encuentran varios miles, o como las piedras que, colocadas ordenadamente, forman un hermoso templo. Aparecen ellas como producto de una firme organización interior, de una perseverante voluntad, tal como ha sido lenta la elaboración de una molécula orgánica o mineral. Ellas hacen fecunda y apreciable la vida y son humanas por excelencia. En la obra grande, la del genio, la extraordinaria, hay una mayor participación de Dios, quien se vale de algunas criaturas, elevándolas, para cambiar los rumbos de la inteligencia y de las naciones. En la pequeña, hay mayor participación del hombre. A fuerza de ser ella constante y repetida, viene a figurar como una costumbre, no como un hábito, porque el hábito no cuenta con lo moral. Mi obra ha sido así, en jornadas, en fracciones de jornadas, encomendándole a cada hora algo de mi finalidad. Y así también ha sido la suya. ¿Ha pensado usted en que si su vida se pudiera comparar a un sendero como éste, sembrado también de maticas —cuatro por metro—, tendría una longitud de varios kilómetros? ¿Y serán de un valor despreciable si han sido plantadas, como lo quería Goethe, cuando escribió: “hacer la menor cosa de la manera más grande”? -VEsta noche he ido a visitar a mi maestro don Francisco Marulanda. Le hacen mucho bien mis consejos médicos y la tranquilidad que le dan mis palabras para sus recelos y temores de dolencias imaginarias. Vive en una casa frente al parque y del cuarto de sus libros se dominan las flores y los árboles. Pocos ancianos suspenden como él. Es un espíritu que apenas habita en la materia. Tal es la levedad e insignificancia de su cuerpo, en el que casi todo lo constituye el abrigo que lleva de costumbre. Tras de las lentes fulguran sus pequeños ojos, con un raro brillo, que denuncia una fuerte vida interior, y su voz es segura y afirmativa, como de hombre que habla siempre la verdad. Es un humanista que vive a la luz de Santo Tomás, en cuyas tesis encajó su entendimiento. Su pasión es


210 enseñar, cualquiera que sea el medio aprovechable. Por eso en toda la región se le ama y admira y para todos es el maestro. Cerca de él el ambiente se ennoblece. Lo rodea siempre una atmósfera alta, superior, que él mismo crea, donde no se percibe nada de poca estimación. De su persona fluye, además, una bondad transmisible, comunicable, y junto a él uno se siente mejorado. Cuando hablábamos de las enfermedades de la edad provecta y de la ancianidad avanzada, llegaron también a visitarlo otros tres amigos. Esto le aumentó el entusiasmo y lo hizo más expansivo. Nuestra conversación continuó sobre el tema de la vejez y para terminar nos ha dicho, abarcándonos con la mirada: “Recordando un poco a Cicerón en el “Diálogo de la Vejez”, yo veo que al final de una larga vida, como sobre banco de piedra en una cumbre y en tarde de serenidad perfecta, se sienta el hombre a contemplar el camino de sus días. Y observo que, con algunas excepciones, uno tiene amor por éstos. Al fin y al cabo son criaturas nuestras. Yo, al menos, los miro con cariño, a pesar de sus faltas, como el artista ama a sus obras, no obstante sus defectos. ¿Y por qué no? ¿Por ventura uno es de naturaleza angélica? ¿No es uno humano? Es lógico que el hombre lamente sus errores y que le sonrojen, pero por sobre ellos se puede levantar la cabeza, porque el error es cosa de su frágil condición y porque la Redención da fuerzas para ello. A todos nuestros días debemos agradecerles algo, aun el mismo dolor que nos trajeron. ¡Ah! ¡Es tan grande el dolor! Sin él no se conciben ni la dicha, ni la purificación, ni la fortaleza. Como la sabiduría es la espuma de los años, debo agradecerles también a ellos la poca que me ha tocado en suerte. Todo anciano es sabio en mayor o menor grado, porque la vida larga es la mejor maestra de la recta apreciación de los conocimientos y porque ella da la justicia, la sensatez y la templanza. De ahí que el don de consejo surja de la ancianidad, como aquella luminiscencia del mineral de uranio, que han trabajado los siglos. Todo se aclara, se depura y se sosiega al llegar a la última altura de la vida, en donde la razón brilla más libre y en donde las pasiones se ablandan y se aquietan. “¿Y qué decir del amor? ¡Cuán dulce que lo siento! El amor evoluciona en el transcurso de la vida hacia una postrera espiritualidad. La belleza de las formas, que es ardor y arrebato en la juventud, se va adelgazando al correr de los años, se va desvaneciendo, y al fin, con su desaparición como motivo fascinante, con su caída como un último velo, aparece en todo su resplandor la majestad del espíritu. El Alma y sólo el alma de la mujer amada es la seducción del anciano. Las virtudes de ella son la tibia luz y el amoroso ambiente de la senectud. “Pero hay una cosa inefable de la vejez que yo pudiera expresarla diciéndoos que con una frecuencia bendita oigo a lo lejos un rumor,


211 primero levísimo, y luego, a medida que se va acercando, más y más fuerte, en un crescendo gradual, como el de la emoción que despierta, rumor que se me acerca, que se apodera de mí, que me envuelve, que me toma el vestido, que juega con mis cabellos, que se torna en vocerío, que por momentos me aturde, y que finalmente me transporta en un carruaje de gozo, como tirado por duendecillos traviesos, hacia un país encantado de pura felicidad. ¡Ah! Son los nietos... “Hay otro regalo de la vejez, que es el halago más constante de sus horas, y son los libros. ¿Podrá haber época de la vida en que su presencia pueda ser más cordial? Se presentan ellos ante el espíritu en número incontable, como caminos de embeleso sorprendentes y distintos. No hay desfallecimiento, ni agobio, ni dolor que no se quede en sus curvas o muera en sus eminencias, y no hay sombra que caiga sobre el alma que no se disipe con sus luces. ¡Y a qué mundos nos llevan! Puesto que son itinerarios de la vejez, ésta es una de las mejores épocas para el descubrimiento e información de países no soñados por el hombre. ¡Y cómo pueblan la soledad real y sensible de los últimos años, cuando cada día van desapareciendo de nuestra vista y comunicación los hermanos, los parientes, los amigos! Si no fuera por ellos, por sus páginas ofrecidas y amables, esta soledad sería demasiado congojosa y nos sumergiría en un silencio abismal. “¿Y por qué no nombrar la inquietud metafísica de las últimas horas? El torbellino de la juventud y de la edad adulta juega con el hombre en las planicies de la lucha cotidiana y no le permite casi elevarse a la causa primera de las cosas. Es preciso ascender a la colina alta de los años para percibir bien las claridades ultraterrenas, y entonces, ante su misterio, se yerguen los interrogantes. Y aquí de los análisis y de los pesares y de las satisfacciones y del anhelo de la paz eterna y de la plegaria interior, emocionada, saturada de las esencias filiales más puras del alma hacia la Bondad Infinita, hacia el Dulcísimo Padre. “¿Y la muerte? El joven la desafía, la menosprecia o la desconoce; el hombre maduro la teme; el anciano algunas veces, tal vez muchas, la desea; en todo caso no la olvida, y siempre la aguarda con deferente cortesía y preparación. En ocasiones no quisiera que viniera muy pronto, pero si llega, la acepta, le estrecha la mano y se va con ella en el diálogo silencioso de un capítulo final. “Mas hoy hay que saber envejecer. La posición del anciano en los días que corren es totalmente distinta. Ya no vivimos las épocas en que el individuo valía, en que el hombre de años representaba mucho de consideración y aprecio. La Biblia honró al anciano y lo encomendó a los tiempos para el respeto y la veneración. Homero lo encarnó en Néstor y se lo entregó a los siglos, con sus dones de prudencia y de consejo. ¡Y cuántos más lo han hecho de modo semejante! Pero esos mensajes, que se creyeron imperecederos, mueren hoy, como el de


212 las olas, en las costas de nuestro siglo. Actualmente una unidad humana, un nombre, no representan nada. El gregarismo, la masa, es lo que cuenta en esta hora, aun en la poesía y en la novela, y las multitudes pasan por los caminos dominantes y arrolladoras. El anciano tiene que retirarse, tiene que hacerse a un lado. Perdida la elasticidad y la fuerza, ya no puede saltar ni con la rapidez, ni en las distancias del hombre actual. Su espíritu, trabajado en los pasados talleres para lo humano y para lo bello, para la independencia y la libertad, no puede entender y mucho menos aceptar ni la corriente abyección, ni la esclavitud moderna, ni por qué la caridad debe ser abolida, ni por qué ante el arte de ahora, las sinfonías de Beethoven y “La Piedad” de Miguel Angel no tienen el mérito que las afaman. El anciano de hoy carece de importancia social y personal. El es un valor que han formado pacientemente los obreros visibles e invisibles del medio y de su yo. Pero el tiempo del bello espíritu está concluyendo. Hay que dar paso a la pantorrilla hipertrofiada; al corredor de bicicleta, de automóvil; al avión raudo y acrobático. Que pasen y que también tengan calle franca las multitudes hostigadas por el látigo del hombre fuerte y dictador. Hay que saber envejecer. Uno debe apartarse a tiempo, para no quedar en ridículo; debe saber colocarse discretamente a la orilla de este vórtice de hoy, ojalá entrándose solo en la habitación de antaño, y, una vez allí, después de cerrar la puerta para que no le perturben la música negra ni la vulgaridad de las voces que ensordecen, abrir un libro clásico, leer un verso antiguo y apurar, jubiloso, esos instantes más y maravillosos que Dios nos da en su largueza. Sobre todo, guardar silencio. Callar, porque es en vano discutir. Y por las noches, cuando llega el insomnio o el dolor punza, en la oscuridad y en la calma del bullicio, a la luz de las estrellas que entra por la ventana entreabierta, como lo hacía con la sortija robada la empleadilla citada por Carcó, tomar entre los dedos la propia vida, esa vida que es una gema cuajada de dolores, trabajos y alegrías; contemplar una vez más esas viejas llamaradas que allí se quedaron reducidas y prisioneras; calentar en ellas los huesos y las manos ateridas; abrazar luego estrechamente al Crucifijo, ese infinito amor que hoy tanto se desprecia; besarlo con la fe más pura; y después... morir, morir. Hay que saber envejecer”. CAPITULO

XXII

La salud de su chiquilla obligó a Jorge a tomar la grave determinación de avecindarse en Bogotá. No era cosa de poca consecuencia dejar una posición como la suya, creada en largos años, a fuerza de constancia y buen juicio, y asistida por hados bienhechores. La mudanza de un médico de una ciudad a otra mayor, y, aún más, a la capital del país, puede ser funesta. Jorge la veía así, pero la suerte le había templado el corazón. Mas qué duro dejar a Manizales, el Manizales dulce, el Manizales próvido. El agobio de una congoja


213 callada le dobló el ánimo por muchos meses. ¿Acaso su amor por esta ciudad no se había sumado al afecto colectivo de sus hijos, que hace flamear su nombre al filo venturoso de su viento? ¿Acaso sus parientes, sus amigos, la sociedad entera, no eran muy suyos, y principalmente los miles de niños que habían pasado por sus manos? Pero no había que escoger ni vacilar. Mandaba la vida. Y un mes de Julio apareció Jorge en Bogotá, con su consultorio abierto. Para la persona de Jorge tenía Bogotá dos ventajas: el adelantamiento de la medicina y el movimiento general de la cultura. En el millar de médicos de la ciudad había, como los hay aún, representantes brillantes y auténticos de la escuela francesa. Constituían ellos una élite, de amplia cultura, y poseían imaginación, inteligencia y austeras virtudes. Tenían entusiasmo por las humanidades y, de consiguiente, conocían y amaban la ciencia del hombre. Los otros, los muchísimos más, eran los jóvenes modelados en las universidades de los Estados Unidos o con sus sistemas. Estos médicos ya difieren de los europeos. El mundo ha cambiado. Son profesionales de una gran técnica y de una responsabilidad efectiva. Ejercen la profesión dentro de los límites definidos de ella, procuran y obtienen la especialización, prefieren el trabajo en equipo y van realizando el tipo de funcionarios de instituciones médicas privadas y del Estado. Con ninguno de ellos ocurrirá el caso de Dieulafoy, cuando Trousseau, en su servicio de mujeres, y, tratando de citarles a sus discípulos un verso de Ovidio, sobre el rapto de las sabinas, preguntó: “¿Cuál de vosotros me lo puede recordar?” “Yo respondió el tolosano: “spectatum veniunt, veniunt spectentur ut ipse”. Pero si esto es verdad, también lo es que estos jóvenes tienen la preparación de la medicina moderna y que, rodeados de sus elementos, son estupendos servidores de la sociedad y paladines afortunados de nuestra ciencia. La otra modalidad de Bogotá, la actividad de los conocimientos, era la segunda atracción de Jorge. ¿No es, por ventura, una fiesta del espíritu seguir paso a paso una disertación del profesor López de Mesa, quien posee una de las mentes más privilegiadas de América, vasta, poderosa y múltiple, por lo que no sabe uno qué es más admirable en él, si el sabio, el pensador, el expositor o el erudito? ¿Y no son así mismo placeres exquisitos las muchas conferencias y conciertos que se ofrecen constantemente en salas y teatros? ¿Y qué decir de la pintura y sus exposiciones? Jorge habría de apurar goces y goces, aprovechando estas manifestaciones de la cultura. Encontró el ejercicio de la profesión más suave y agradable. El mayor sufrimiento ordinario del médico es la perplejidad del entendimiento, y la capital le ofrece, como ayuda inapreciable, el


214 concurso de los laboratorios y de magníficos especialistas. Encontró también, por otra parte, que el médico de la capital es de una sencillez bondadosa y que fácilmente se convierte en servicial camarada. Pero él se sentía diferente-. “Al llegar a esta ciudad —decía— me he encontrado muy distinto de mis colegas. Y he tratado de saber por qué. A los más les causa placer el ir por todas partes, de boca en boca; el pertenecer a las sociedades científicas, a los clubes; el estar en comidas, bailes, reuniones; el recibir invitaciones constantes. A mí, no. Yo prefiero mi cuarto, con unos pocos libros; prefiero mi soledad. En el ejercicio profesional ellos ansían renombre y bastantes lo procuran por caminos varios. Les agradaría que cualquier actuación suya tuviese publicidad. Esto no me interesa a mí. Me basta el progresar calladamente y el servir en silencio, con el espíritu y el corazón. ¿Es mi preferencia mejor que la de ellos? Seguramente no. Comprendo que son de mejor juicio en sus tendencias y predilecciones. Lo que pasa es que estoy muy cerca del hombre solitario. “Y vuelvo a preguntarme: ¿Por qué? Quizás es asunto de timidez, de ese penoso “encogimiento” del carácter que paraliza nuestro yo en sus impulsos y decisiones y que trata siempre de tenerlo detrás de una cortina individualista, alejado del concurso y asistencia ajenos. Pero me parece más bien que es consecuencia de una formación. Yo nací pobre y me crié en un pueblo. Ellos, por lo menos muchos, en esta ciudad o en alguna otra. Desde niños su ser ha recibido la influencia de sus padres, de sus maestros, de sus amigos, de las fiestas familiares, de los deportes, de los teatros, de las calles populosas, de las estaciones veraniegas, de los viajes. Cada uno, pues, es una personalidad abierta, tomada por esas manos múltiples, cuyas maniobras no se pueden evitar, O, mejor, es una personalidad proyectada hacia afuera, hacia muchos sitios, donde se difunde, se pule, se adelgaza, por las circunstancias. Yo, en cambio, no tuve de niño más autoridad que la blanda y dulce de mi madre. Mi voluntad era una voluntad sola y no era dirigida por nadie, ni por nada, fuera del sencillo reglamento del colegio. Veía la misma salida del sol, el mismo paisaje, oía el mismo río, me golpeaba la cara el mismo viento. Todos los rostros eran los mismos, los conocidos y plácidos de mi solar. Como nada me distraía, porque todo era igual y porque mucho de lo extraño me hostilizaba, vivía dentro de mí y tenía que asomarme a mi fondo, hasta donde lo permitía la fuerza de mi espíritu. Y de tanto replegarme, de tanto recogerme en mí, me fuí formando en bloque, sin dispersiones, porque no me iba hacia afuera, hacia solicitud alguna. Me fuí así pareciendo a un risco, a uno de los que coronan los cerros de mi pueblo. Por eso me siento huidizo, áspero, apartado, solo. CAPITULO

XIII


215 Jorge, primero médico del pueblo pequeño y después de la capital de un Departamento, encontraba ahora a gusto y menos ponderoso el ejercicio de su profesión en la capital del país. Ya no iba a ver a sus enfermos graves con el lamento de no disponer de todos los medios de ilustración y de terapéutica para obtener su mejoría, y podía tener la satisfacción del deber auxiliado y bien cumplido. Los numerosos especialistas, las clínicas y los laboratorios le daban seguridad a sus pasos y reducía los sufrimientos a lo peculiar de un oficio correcta y holgadamente servido. El médico tiene la altura del lugar donde ejerce —pensaba él—, pero no le entonaba calorcillo alguno de vanidad por haber logrado conseguir un próspero movimiento de su consultorio. Lo llenaba sí de satisfacción el haber alcanzado lo que modestamente había pretendido y, principalmente, el haber tenido la alegría de encontrar nuevamente en esta altura del camino a sus amigos y condiscípulos de la Universidad: a Alfonso Uribe, a Carlos Trujillo Gutiérrez, a Pedro J. Almánzar, a Gonzalo Esguerra, a Edmundo Rico, a Gonzalo Reyes, a Guillermo Fischer y a algunos más, todos de celebridad en la ciencia de Colombia. Pero hubo otro motivo de gran contento, el de hallar transitando aún por las calles de Bogotá de esos días, a los únicos vivientes de sus profesores: José María Montoya, José Vicente Huertas, Julio Aparicio, Calixto Torres y Jorge Bejarano. ** Don Pepito, en senectud avanzada, no ejercía ya su profesión, sino su magisterio, pero sólamente en lo que le era posible: en la difusión activa y bienhechora de su ejemplo y en el brillo de su gran decoro. Físicamente distinguíanle un habitual terno negro, la afectuosidad de la mirada, la atracción de la sonrisa y la prominencia de la barba. Mas, al tropezar con él, lo corporal desaparecía, porque lo dominaba a uno la impresión de un ser eminentemente bondadoso y realmente superior. Superior en lo que esta palabra signifique rango o altura, alcanzada por el bien que se ha hecho diariamente, a lo largo de la vida. Moría —puesto que envejecer es morir— en olor de merecimientos que, como el de santidad es de no muchos privilegiados y escogidos. Era ya don Pepito, más que algo corpóreo, una esencia espiritual, fragante, fina y noble, que se percibía cuando atravesaba una calle, cuando penetraba en un salón o cuando entraba a su amado Hospital de San José. Su muerte, ocurrida años después, dejó a la juventud de Colombia un legado precioso y sin término, de dignidad y de llamamiento a la aplicación de nuestra vida en favor del necesitado y del doliente.


216 ** Motivo de gusto, pero también de meditación y de cierta sorpresa del sentimiento, era para Jorge encontrarse con la figura ascética del profesor Huertas. Impresionábale, por sobre todo, el rostro. Nunca se verá una fisonomía más estrujada por la labor médica, que la de este constante servidor del hombre enfermo. Parece que unas manos sabias en relevar caracteres se hubieran empeñado en la labor cotidiana de presentar exactamente en él la imagen del sacrificio. El profesor Huertas posee la gloria de mostrar la sonrisa complaciente y buena de la abnegación médica, entre las dos arrugas que encierran las comisuras de sus labios. En ese paréntesis se quedó el gesto de compasión por todos los dolores que han sosegado sus manos. Todo esto puede verse en el retrato ampliado que se impone, severo y solo, en el primer rellano de la escalera de la Clínica de Palermo, frente a la barandilla que limita su amplitud de espacio de recibo. Ese retrato habla y sobre él caen las miradas de todos los visitantes de la clínica, porque allí están las huellas de miles de horas de preocupación y angustia por el sufrimiento ajeno. El brillo y la tersura de ese rostro se trocaron en el mate apagado de los que han servido largo tiempo. ¡Qué motivo de honra y satisfacción humanas! Cuando Jorge llegaba a estudiar a Bogotá se iniciaba el doctor Huertas en su profesión. Entonces destellaba el prestigio de muchos, especialmente el del doctor Pompilio Martínez. No era fácil el triunfo. Pero la capacidad, el señorío, el lucimiento, le abrieron el camino y en poco tiempo fue profesor de estima. Lo que vino después fue una vida de gran calidad, aun en la misma política, a la cual se asomó una vez para ocupar el Ministerio de Educación Pública. ** Jorge no vió más de dos o tres veces al profesor Aparicio, deslizándose por las concurridas aceras del centro de la ciudad. Ya lo encontró un poco entrado en años y próximo a su muerte, con la misma delgadez de su juventud y con el mismo rostro perfilado, pero cogido por el tiempo y los pasados desvelos. Parecía que lo envolviera una atmósfera de silencio. Su mirada iba dirigida hacia el suelo en un sensible aislamiento de lo circundante. ¿Iría rumiando episodios fenecidos o algún actual pensamiento de importancia? Nadie lo sabría. Lo que sí se veía era que el profesor Aparicio no estaba en el presente o, quizás mejor, no estaba en todo el presente, porque su espíritu era amigo de las simplificaciones y había reducido su vida a lo fundamental, a lo significativo, a lo abreviado. Su filosofía fue la de las inteligencias más certeras: la de la práctica de las mejores virtudes, la de la sencillez, la de la discreción, la de la sobriedad. Quizá no sería errado decir que amó siempre la vida de retiro, la “escondida senda” del poeta inimitable. ¿Acaso el nombre de Julio Aparicio fatigó las crónicas sociales? En Bogotá fue luz vivísima de ciencia, de bondad y de cordiales afectos, pero luz recogida en la


217 intimidad de una lámpara transparente, purísima, sin mancha, porque su rectitud no tuvo sombras. ** Calixto Torres seducía a Jorge por sus tres grandes distintivos: la porfía, la dignidad y la ciencia. Ese ha sido el trípode de su valer. Difícilmente se ha encontrado en el cuerpo médico de la capital y tal vez de todo el país un trabajador tan constante, tan tenaz, como el profesor Calixto. Fuera de muy frecuentes artículos para revistas científicas y aun para periódicos comunes de información, escritos en cuarenta años de servicio, ha producido, desde 1918, ocho obras sobre patología del niño. En ellas se ha manifestado como un investigador serio y como poseedor de un haber científico notable, avanzado y meritorio, con el cual ha ilustrado no pocos congresos y asambleas de su especialidad. Como ejemplo, probablemente no tiene par entre nosotros, así por su laboriosidad, cuanto por una fraternidad trascendente de su espíritu, con la que vela sus profundidades de sabio; con la que se disminuye hasta la altura de sus compañeros, por modestos o sencillos que sean; y con la que aleja de sí toda vanagloria y, particularmente, todo egoísmo, toda ocultación de sus recursos y conocimientos. Sabe darse amistosamente. ¿No es ésta una cualidad bella? Brillo muy interesante de su nombre lo es también el que ha alcanzado por sus campañas de ciudadano inquieto por las necesidades y problemas colectivos. Mas una de las cosas que mejor lo caracterizan es la escarapela de su dignidad, que hemos nombrado. Las divisas morales que la constituyen las ha enlazado él sobre su pecho y así ha pasado siempre por entre sus discípulos y sus conciudadanos, dando una preciosa lección. La Sociedad de Pediatría de París y numerosas del continente americano han incorporado su nombre en el registro de sus representantes sobresalientes. Indiscutiblemente Calixto Torres Umaña es una de las más respetables figuras médicas de Colombia. ** El profesor Jorge Bejarano y su compañero Torres Umaña son dos de los médicos notables que aún quedan de la generación del centenario. No ha sido aquél de menos actividad que éste, aunque lo parezca. Lo que hay es que el profesor Calixto se ha ceñido a lo pediátrico y académico, en tanto que el profesor Bejarano ha consumido sus horas, con fidelidad encomiable, en lucha abierta por la higiene pública. Esta lucha, en parte brillantemente victoriosa y siempre útil, ha sido obra de muchos años, de toda una vida, en posiciones oficiales, en la cátedra, en la calle, en las alcobas de los enfermos, en el periodismo, en congresos y asambleas, desde que sucedió a su predecesor ilustre, el doctor Pablo García Medina. De ella dan cuenta, entre otras cosas, la extirpación del vicio de la chicha, como Ministro de la Higiene, la constitución de la Carta


218 Panamericana de la Salud, su influencia en el funcionamiento de la Oficina Sanitaria Panamericana y de la actual Organización Mundial de la Salud, y sus múltiples actividades para obtener la erradicación de la malaria y para mejorar la suerte del niño en abandono. Una palabra fluida y cálida y una pluma experta y amena han sido sus mejores armas, fuera de su ilustración. Y no es de extrañarlo, porque a quien de niño se le haya entrado en el alma el Valle del Cauca, tendrá de decidor y artista. Por el espíritu de Bejarano se dilata el Valle con toda su geografía y con sus típicos caracteres, y esto quizá explique por qué su labor se ha hecho sin estridencias, con simpatía y con cierta gravedad y circunspección solariegas, y por qué esa labor se viste a veces de un templado y real brillo de arte y de gusto, tan terrígenos también. Esta circunstancia explicará así mismo por qué este profesor de higiene de la Escuela y presidente magnífico de la Cruz Roja de Colombia, no tiene la severidad del sabio a secas, sino la atracción de quien posee dones comunicativos y agradables. ** Sobre su ejercicio profesional en Bogotá tenía Jorge escritas estas páginas: 1 Detuve el automóvil. El número de la casa correspondía con el anotado en mi libreta. Al acercarme a la puerta de hierro del enrejado, saludé a un campesino que se encontraba sentado sobre las gradas, con un cesto en la mano. “Qué haces aquí?” “Yo, que le traje unas fresas a mi señora y aguardo a ver qué me encarga”. El jardín se abría delante, con profusión de rosas y claveles. El campesino lo contemplaba con esa indiferencia hacia las cosas, cuya posesión nunca ha pasado como posible por la mente de uno. Y yo pensaba en su felicidad de no ambicionarlo. Ese hombre no envidiaba nada ni a nadie; y yo sí, a él; pero sin pesar de su bien. Yo le envidiaba el candor de su alma, de su vida, que debía ser como el arroyo que pasa por su rancho. Al entrar, me recibió en la sala el padre del niño enfermo. Era un gran ingeniero, seco y adusto, como sus matemáticas. Su ronrisa pertenecía también a lo abstracto. “Tenga la bondad de sentarse y aguardar unos minutos. Están alistando al niño y la señora también se arregla, porque ha pasado muy mala noche”. Hablaba en pie y comenzó a pasearse con las manos cruzadas hacia atrás. “Este niño, que es de los menores míos, fue operado hace cuatro días de las amígdalas. Las primeras setenta u ochenta horas siguientes fueron buenas, pero ayer comenzó a complicarse la situación, con vómito y fiebre. Esto es horrible”. Guardó unos minutos de silencio y después agregó: “Es incomprensible que el Dios tan bondadoso de que tanto hablan


219 permita el sufrimiento de un niño. Para mí tengo que eso es una injusticia”. De la boca amarga y sañosa de este hombre cayeron estas palabras blasfemas y destempladas, con una vileza que parecía manchar la finísima alfombra. Yo no sé por qué esta vez comprendí tan claramente que la soberbia, como pasión eminentemente espiritual, nos viene directamente del Paraíso, por los oscuros caminos de la primera falta, según lo que dicen los Padres de la Iglesia. La ira, estimulada por las descargas de adrenalina; la avaricia, por la debilidad de las fuerzas vitales; la lujuria, por la invasión de secreciones glandulares internas, arden, las tres, alimentadas por los carbones de nuestro reverbero corporal. La soberbia no. Ella no cuenta con la carne, como no contó en Luzbel. “Es el máximo absurdo de las almas”. Entré en la alcoba y me acerqué al niño. A lo más llegaría a los cinco años. Tenía el rostro vultuoso. Sobre la frente le brillaban pequeñas gotas de sudor, a la luz de la entreabierta ventana. Sus ojos se volvían hacia mí, con frecuencia, para dirigirme miradas cortas, vagas, indiferentes, que luego se ocultaban bajo los párpados cansados. El tórax y el abdomen, con la respiración agitada, parecían poseídos por una fuerza destructora irremediable. Por la asociación de la enfermedad, del sufrimiento y del peligro, pensaba uno en que aquella pequeña cama era solo el trágico juguete de una tormenta. Con el auxilio de la madre y calladamente examiné al niño. “Cómo le parece mi Rafaelito? ¿Sí se mejorará? ¿No está muy grave?” Una suprema angustia condensaba y desunía estas preguntas, que brotaban de los labios temblorosos de esta solitaria mujer. —Tenga confianza, señora. Yo creo que el niño va a reaccionar. Voy a hablar con su marido. Al dar unos pasos para volver a la sala, me dijo estas otras palabras: —¡Ay, doctor. Cómo le he rezado a Dios por la salud de mi chiquito, pero él no quiere oirme! —Sí le oye, señora. El oye y responde con amor. Lo que hay es que el amor de Dios anda a veces por senderos invisibles. —Me parece, doctor, —le dije al ingeniero, ya en la sala— que la enfermedad de su chiquito es de competencia del doctor Zulategui, el que lo operó.


220 —Yo pensé lo mismo y lo he llamado y ha venido muy de mañana. Hace poco que salió. El observó muy bien al niño y me dijo que este estado no tiene que ver con la operación. Que lo llamara a usted. —Tal vez sí tiene que ver. Pero, como la situación del niño es delicada, a mí me parece conveniente una junta médica, incluyendo, naturalmente, en tal junta, al doctor Zulategui. —Vea, mi doctor: por ningún motivo me prestaré yo a que usted diluya o reparta su responsabilidad. La tiene que asumir toda entera. No soy yo el hombre para convocar juntas médicas. Si tiene alguna duda, puede hacer las consultas que quiera con sus colegas y pasarme después las cuentas del caso. Pero usted quedará solo como médico del chico. —Está bien, señor, pero entonces usted me permitirá que yo venga varias veces a ver a este enfermito y que esta noche llame aquí, en la casa, hacia las dos de la mañana. Necesito observarlo con frecuencia y, Dios mediante, todo cambiará favorablemente. —Dios mediante, no, mi querido doctor. Esa es una fórmula de traslado que no acepto. Usted mediante, sí. Porque yo le pido y, si me permite decírselo, le exijo que se dedique por entero a mi hijo y que haga por él hasta lo imposible. ¡Cómo se hermanan de bien la insolencia y la soberbia!, pensé yo al oir a este matemático, erguido, duro de rostro y de sentimientos. Fuera de su propio valer no veía ninguno otro, y mi persona, desde su olímpica actitud, la debía considerar como un accesorio de servicio para el carruaje de su grandeza. Al día siguiente me recibió la señora con una sonrisa y, después del saludo, me dijo con una voz timbrada de esperanza: “Sin que yo pueda darle razones, no sé qué me permite afirmarle que Rafaelito ya está mejor”. Le hice a ella un interrogatorio pormenorizado, antes de acercarme al lecho del chiquito, y después lo examiné cuidadosamente. “Tiene usted razón, señora. Parece que ha empezado la mejoría del niño”. “Dios habrá de permitirlo” —respondió. Después de darle las instrucciones que creí necesarias, me puse en pie para despedirme, pero ella me detuvo. —Siéntese un momento. Yo quiero pedirle excusas por la conducta de mi marido, ayer. El estuvo muy brusco con usted. No lo culpe. Cuando me ve a mí nerviosa, pierde los estribos y se vuelve tosco. Pero él no es así. Es calmado y cortés y un hombre bueno.


221 —Pierda cuidado, señora. Esto es muy común. Los médicos estamos acostumbrados a estas escenas. El dolor y la ansiedad por un enfermo nos vuelven ásperos a los hombres, con mucha frecuencia. Al tratar de salir nuevamente observé que el botiquín de la casa estaba abierto y maquinalmente me acerqué a él —Le gusta? —Por supuesto, mi señora. — Y me agregó: —Yo cuido mucho mi botiquín. Y a propósito, ya que está aquí tan a la mano, le voy a mostrar lo que escribió en una revista una amiga mía, sobre este estupendo servicio. Y me mostró este recorte: “En el aposento de la madre hay un armario pequeño o un anaquel en el armario grande, destinado a las drogas familiares. La llave de este mueble o compartimiento reposa en un cofre que nunca está al alcance de los niños. Pocas cosas vierten de sí una esperanza tan sensible como esos paquetes, botes, redomas y pequeñas cajas, cuando, en lo alto de su sitio, se ven descubiertos en orden de fila, mostrando, los de porcelana, las marcas y sellos, en letras negras o doradas; o los otros, en cartulinas finas, de colores, bien adheridas, sus caracteres rojos, azules, verdes, violetas, en combinaciones y formas bien estudiadas. Un olor raro y aristocrático, un aroma extraño y noble, en todo caso, porque viene del linaje de lo científico y técnico, se expande en el aire ante su sola presencia. Raras veces este olor provoca sensaciones de calidad baja, como sucede con el ácido fénico que, por andar en menesteres y fondos sociales inferiores, no ha sido corregido en este sentido, y en el público ha perdido posición y fama. Y estos medicamentos, estas drogas, estos elementos, o, mejor dicho, estos remedios, son verdaderos seres piadosos que han descendido al hombre por los caminos de la Infinita Misericordia. ¿Quién no ama a la aspirina como a una hada cordial, de poderes casi sobrehumanos? ¿Y quién no ama también las manos sedantes de la valeriana? ¿Y quién no rinde tributo de gratitud a los antibióticos, al láudano, al elíxir paregórico? ¿Y acaso no son caritativos y fraternales el bicarbonato, el algodón, la gasa, el esparadrapo, la vaselina, el aceite de almendras y los picratos? ¿Y qué decir de la tintura de yodo y el mertiolato? Cuando la madre toma entre sus dedos el frasquito prodigioso o la pequeña caja mágica, se sosiega la inquietud, pasa el dolor y se serena el ambiente”. “Gracias, señora, eso está muy bien dicho, —le dije, devolviéndole el recorte. Unos días después, cuando ya se iniciaba en el niño la convalecencia y al terminar mi última visita, me ofreció el ingeniero esa mañana una taza de café y un cigarrillo, de los que había en la tabaquera, cuya tapa lucía roleos dorados, artísticos y finos. En la lujosa sala


222 quizás brillaba más la alegría que la clara luz del sol. Estábamos frente a una copia de los Cuatro Jinetes del Apocalípsis, de Alberto Durero, y yo contemplaba, bajo los cascos de los caballos, las figuras atormentadas de los caídos. El empezó a hacerme una exposición erudita acerca de las quince xilografías del artista, calcadas en las visiones de San Juan. Me la hizo también sobre la imaginación formidable del maestro, sobre su ciencia, sobre su prodigiosa habilidad manual. Después, el vuelo de su pensamiento empezó a perder altura y finalmente se calló. —Por qué no continúa usted eso tan interesante? —Porque no sé más. Qué lástima, pensé en mi interior, que los colombianos fuéramos así. Todo lo empezamos y nada concluímos. —Pero cambiemos de tema —me dijo después de un corto silencio—. Yo le debo una explicación: No soy partidario de las juntas médicas. En ellas muy poco se habla del enfermo y sí, bastante, de cosas distintas y aun baladíes. Eso, de un lado; de otro, la junta médica debilita la responsabilidad del médico de cabecera y eso me parece inconveniente. ¿No cree usted que tengo razón? —Muy poca, señor. Hay juntas muy importantes, benéficas y necesarias. Lo que sí es de admirar en usted es su particular condición para afrontar un peligro tan grande como el que acaba de pasar, sin buscar este recurso. —En mí no es valor. Es más bien serenidad. Aquí, quien se agita y llora y reza y clama al cielo es mi mujer. Yo soy tranquilo por convicción, por fuerza de mis ideas. Desde que logré independizarme de la metafísica y de todo lo más allá he logrado una calma absoluta. Considero las cosas dentro de las leyes naturales y en ellas mi espíritu reposa. No creo sino en ellas y nada más. Pobre señor ingeniero, pensé en mí. Esa tranquilidad de que habla y que seguramente es real, me parece muy triste. El alma del materialista se me antoja como una llanura desolada. Las ideas en ella siempre están pegadas al suelo. No se lanzan hacia arriba. Con razón este señor es desapacible, pedregoso. —Y antes que se vaya, quiero darle mis agradecimientos por su acucia bondadosa para con el niño. Es usted una persona que ama su profesión. Ya en el jardín, atravesándolo, le respondía a este hombre en mi interior:


223 “Bendigo a Dios por tu sincera gratitud. Ella puede llegar a ser la elevación de tu espíritu”. -IIDesde su nacimiento este niño de tres años ha hecho con normalidad plenamente satisfactoria el desarrollo intelectual y del sistema nervioso, a la sombra protectora de los padres. Andando por los cuatro meses, se dio cuenta de lo exterior, de su ambiente, y quiso ya coger las cosas y juguetes que le llegaban a la cuna; dos meses más tarde, iluminaba el pequeño mundo familiar con sonrisas constantes, que habían nacido en sus labios desde la cuarta o quinta semana, y, cuando apenas pasaba del año, progresando en el camino triplemente sorprendente, motor, intelectual y afectivo, desembocó en el centro de su cuarto, corno todo un hombre, apoderado de la estación vertical, de la marcha y de la sociabilidad, y echando a volar por el aire sus primeras palabras, cual pequeños seres sonoros, cargados de significado, mediante la comprensión pura y simple de su inteligencia. En el curso del segundo año empezó a dilatar el espacio de sus excursiones, primero en los cuartos de la casa, luego en los jardines y, finalmente, en el campo. Cuanto objeto estaba a su alcance lo tomaba entre las manos, lo dejaba caer, lo arrojaba, jugaba largos ratos con él y muchas veces lo rompía. Momento a momento iba recogiendo imágenes, que se le entraban por los sentidos a la mente, y que él devolvía, estimulado por la imitación y la curiosidad, primero en vocablos aislados, o raros, o incompletos, como bloques elocutivos, equivalentes a verdaderas oraciones; luego, en pocas palabras perfectas, o alteradas, o recortadas, arbitrariamente unidas; y, finalmente, en frases cortas, todavía no bien ordenadas, con las cuales él decía cómo iba poseyendo su pequeño universo. De la felicidad de su ser irradiaba una alegría encantadora, y retornaba a sus padres en gracias y sonrisas lo que le daban abundosamente en amor y cuidados. Dueño del medio familiar, lo conquistaba progresivamente, pidiendo y exigiendo con anhelo y vehemencia cada vez mayores, y viéndose satisfecho con lo alcanzado, o contrariado con lo imposible o prohibido. Su sociedad iba siendo día por día más compleja, más en relación con sus necesidades crecientes, y sus pensamientos y sus afectos se desplegaban correlativamente, con esplendor fácil y comunicativo. Y hoy, precisamente con tres años, cuando ya habla por teléfono y conoce las voces que resuenan en el auricular, después de haberlas oído una o dos veces; cuando da sin faltas los informes o razones que se le encomiendan; cuando canta canciones completas; cuando distingue las vocales; cuando reza por la noche, al acostarse, y pide a la Virgen por sus padres y parientes, se me ha presentado este


224 señorito en mi consultorio, poseedor ya de una personalidad influyente y levantada, pero de la que no se han cortado las amarras familiares, tal como un pequeño navío airoso que quiere hacer la primera aventura sobre las olas, y que, por razones de dotación y seguridad, tarda en recibir la orden de salida. Yo, pronuncia la boca infantil, pero definitivamente masculina, y parece que el énfasis del sonido asciende desde los pies, con singular autonomía, aunque aún no ha desaparecido su simbiosis con la madre, ni ha sufrido la acción modificadora de la sociedad. El está erguido al lado de la providencia materna y para responderme la mira y consulta con frecuencia. Pero lo que mayor gracia me ha hecho en él son los numerosos, secos y rotundos noes con que se opone a lo que no le gusta. Al escuchárselos tan enérgicos, tan de hombre que empieza a mandarse, reforzados a veces por proposiciones bien formadas, me ha parecido ver en él a un interesantísimo personaje del futuro, porque, bien sabido es que el que sabe decir no tiene anchos los caminos. Lo usa el chicuelo como debe ser: como un enfático monosílabo de la libertad, que se nutre de independencia y de carácter. -IIIEn el pequeño y oscuro cuarto de atrás y sobre lecho de menesteroso, yace casi de muerte María del Rosario. Hace poco la pobre mujer estaba aseando una escalera y rodó por ella. ¡Qué dura suerte la de algunos criados! Acompáñala una de las señoras de la casa y acaba de salir el médico. Este ha manifestado que la desgraciada tiene fracturadas algunas costillas y que teme también una fractura del cráneo. Debe llevarse al hospital. ¿Pero qué harán con la pequeñuela de María del Rosario? Tiene apenas seis meses, y, envuelta en andrajos, duerme en la tarima de enfrente. Jorge la ha recetado varias veces. María del Rosario, entre cortas, difíciles y muy dolorosas respiraciones, ha pedido que le llamen a Mercedes, la de la tienda contigua, la del garaje. Esta ha entrado y la infortunada madre solo ha podido decirle: “Merceditas... ¡Ay, Merceditas! Yo le dejo a mi niña, no me la abandone”. La ambulancia del hospital ha llegado y dos enfermeras salen con María del Rosario en una camilla. Las dos señoras la siguen hasta la puerta, consolándola y ofreciéndole velar por ella y por la niña. En el cuarto se ha quequedado Mercedes. Las lágrimas ruedan de sus ojos y caen sobre la chiquilla, que duerme entre sus brazos. No habla, no es capaz sino de suspiros hondos. Momentos después se levanta de la tarima y, llevando consigo a la niña, se despide de las señoras. Estas la ven salir silenciosamente y un poco conmovidas. “¡Qué buena es Mercedes, qué buena!”, han dicho al perderla de vista. Mercedes ha entrado en la tienda y ha colocado blandamente a la niña sobre su cama. De una inmensa ternura se le ha inundado el alma. ¿Y quién es Mercedes? Mercedes es mucho y también es nada.


225 Su pobreza es casi miseria. Es madre de un mocetón desviado, perdido, que es la cruz de sus cincuenta años. Nadie sabe si tuvo marido; lo que se sabe es que no tiene más doliente que ese hijo desventurado. Para poder vivir tomó en alquiler el garaje de esa morada y allí estableció una estrechísima venta de comestibles, frutas y verduras. En el fondo del garaje y mediante un tabique de papeles pegados con goma, se las arregló para ocultar su cama y un baúl. Mercedes se levanta a las cuatro de la mañana y toma un vehículo público que la lleva a la plaza de mercado. Allí invierte cuarenta pesos en la compra de diferentes artículos y regresa con ellos a la tienda. En el día no sale de allí. Conversa, discute, pesa, envuelve, vendé, casi no come, y en las primeras horas de la noche se encierra en su garaje. Conoce a todas las familias de las próximas cuadras y es amiga de las mozas de servicio. Como María del Rosario era su vecina, llegó a cobrarle afecto grande. Esta le correspondía de igual modo y, cuando le daban algún domingo de descanso, se entraba al garaje para ayudarle. María del Rosario no volvió más. En una mesa de cirugía exhaló el último aliento y, entre las tablas de una humilde caja mortuoria, la llevaron una tarde al cementerio. Mercedes no pudo acompañarla. Era muy lejos el hospital y más lejos aún el cementerio. No podía cerrar por mucho tiempo la tienda. Aquél día lloró mucho y mucha más ternura le brotaba del alma. Las dos señoras, al venir de la iglesia, siguen acercándose a la puerta del garaje y le dicen: “Mercedes, buenos días. ¿Cómo va la chicuela? Nos alegramos, nos alegramos. Hasta luego, Mercedes”. Y cuando Mercedes sube cada mes a pagarles los sesenta pesos del arrendamiento, le dicen también: “Mercedes, muchas gracias. ¿Cómo va la chicuela? Nos alegramos, nos alegramos. Adiós, Mercedes”. Pero la Providencia anda también por los rincones de los garajes. Un día de éstos, el vagabundo y holgazán de Mercedes ha venido a verla. Ella, entre lágrimas, le ha contado la dolorosa historia de María del Rosario. El mocetón se ha sentado al lado de la niña y ella, por entregas cortas, le ha ofrecido las primicias de su sonrisa de ángel. El la toma entonces en sus brazos y la contempla con fijeza. Luego la vuelve a su cuna y se queda en silencio. ¿Qué pasa en lo hondo de aquel joven hombre? Solo Dios lo sabe. Lo cierto es que desde esa hora el hijo de Mercedes empieza a cambiar, a tornarse bueno. Han pasado los años. Mercedes es feliz con sus dos hijos y también ya es menor su pobreza. Hace tiempos abandonó la tienda y el garaje. Alguna vez se volvió a encontrar con las dos señoras, que venían de la iglesia. “Mercedes, ¿Cómo está? ¿Qué hay de la chicuela? Nos alegramos, nos alegramos. Adiós, Mercedes”.


226 -IVUna elocuente demostración de que los actos nos siguen fue esta singular ocurrencia que sorprendió a Jorge, ya en sus últimos años: Informada, por modo ocasional, de las actividades de éste en asuntos idiomáticos, cuando era estudiante, se le presentó una dama distinguida a su consultorio y, después de breve conversación, le dijo: “Doctor, como usted fue profesor de castellano, vengo a rogarle el favor de que me dé un artículo sobre el lenguaje antioqueño, pues deseo publicar un número de mi revista, dedicado a Carrasquilla, con motivo de su centenario”. “Me deja usted desconcertado, mi señora —responde Jorge—. Piense usted que no hace menos de treinta y cinco años que dejé de lado estas aficiones. ¿Pero qué hacer? Fuera de darle mis agradecimientos por tan peregrina y honrosa solicitud, no me queda otra alternativa que ofrecerle para pasado mañana algo sobre el tema. Dos días después Jorge le entregaba lo que sigue, que, por alguna circunstancia curiosa, no fue publicado: ALGUNAS

CONSIDERACIONES

SOBRE

EL

HABLA

ANTIOQUEÑA

Sin lugar a duda, uno de los acontecimientos más importantes de la nación colombiana es la aparición y desarrollo del pueblo antioqueño, no solo por lo que él ha significado, sino por la repercusión que habrá de tener todavía en el futuro. Dura y hazañosa fue la penetración de los peninsulares en el abrupto territorio de lo que hoy es Antioquia. Pero si esto es verdad, también lo es, y en modo admirable, lo heroico del aislamiento por tres centurias de la estirpe criolla que surgió en esas montañas y el prodigio en la conservación de la simiente de cultura que trajeron los españoles. En su apartamiento, no sólo material sino del espíritu mismo, el hombre de esa comarca tuvo una vida de tal sobriedad y porfía que hoy impresionan y sorprenden; y de una suerte tan ardua y rigurosa que, ante lo adverso y bravío de la naturaleza, los caracteres españoles, aun los dormidos secularmente, se manifestaron y fortalecieron con largueza inusitada en el tipo criollo, en el tipo nuevo que aparecía como producto de lo abrupto, áspero y contrario. El elemento indígena, siendo notable por varios aspectos, no contribuyó largo tiempo en esta formación humana, porque se extinguió con rapidez y puede decirse que por entero El negro sí aportó algo, pero esta aportación no puede considerase ni como importante ni como benéfica en conjunto. Fue lo español, poderosamente estimulado por


227 lo histórico que vivía y por lo duro y riscoso, lo que fue dando fisonomía al nuevo pueblo. Entre lo magníficamente conservado en este renuevo criollo está la lengua. Por la muy explicable causa de la incomunicación, el castellano se mantuvo sin cambio o mutación deformadora, especialmente en lo referente a su especial arquitectura, hasta el punto de que don Julio Cejador y Frauca llegara a decir, ya en este siglo, y refiriéndose al habla de la Montaña escrita por Carrasquilla, que la lectura de este autor la consideraba “provechosísima para aprender castellano verdadero”. Esa incomunicación fue determinada por la montaña y ésta favoreció la pureza idiomática y la preservación de sus caracteres, porque es bien sabido que las montañas separan y aislan y que los valles comunican y enlazan. Aquellas perfilan y retienen las diferencias; éstas, las difunden, las expanden, las debilitan y las borran. Indiscutible es la pureza del idioma en lo que es toda Colombia y, singularmente, en lo que es Antioquia, como lo afirman hombres de la autoridad de don Federico de Onís en su comentario de la obra de Carrasquilla. No se oye aquí, por ejemplo, un lenguaje tan extraño como el de este refrán de la cantera de Méjico: “no me traigas tus naguales que se achaguisclan las milpas” (Malaret. Dicc. de Amer.) ; o un hibridismo, como los de Arequipa, en los que a los vocativos castellanos se les junta el posesivo quechua, vgr. viditay, vidita mía; o bien concordancias viciadas de indigenismo, como ésta, ecuatoriana: “qué haciendo ha de mandar botando a la mujer?” (Cuervo, “El Castellano en América”). En general, el léxico está guardado con fidelidad en el pueblo antioqueño y cuando muchos creen encontrarse, de cuando en cuando, con una palabra regional, lo que tienen entre las manos es un vocablo académico, o un arcaísmo del más puro brillo clásico, o una voz que, como joto es de la mejor ascendencia española. El enlace de los diversos elementos del idioma se hace ordinariamente dentro de las normas conocidas y aceptadas. Con todo, si hay que admitir que el habla de Castilla presenta sus elementos naturales y propios y que teje sus hilos en combinaciones y formas sujetas a las reglas académicas preestablecidas, también debe admitirse que esta habla se viste y se mueve en la Montaña con peculiaridades que la distinguen. Entre ellas podemos citar las siguientes: 1º Lo que acabamos de anotar, o sea una calidad castiza, que la hace sobresalir de los otros modos de hablar del mundo hispánico.


228 2º La persistencia de algunos vocablos anticuados, que en otras regiones desaparecieron hace tiempos. 3º El uso prolijo de los diminutivos. 4º El abuso de pues. 5º Una tendencia marcadísima a variar la forma de los vocablos, mediante los sufijos ordinarios del idioma, con el fin de hacerlos más enfáticos o de darles matices especiales de significado. 6º Un sello destacadísimo de exageración, no tanto por medio del superlativo orgánico, cuanto por otros medios directos o indirectos, para acomodarse a la naturaleza ponderativa del hombre de la Montaña. 7º El predominio de determinados verbos, sustantivos, adjetivos y otros elementos de la oración, con exclusión de sus similares o sinónimos. 8° La presencia de un apreciable caudal de vocablos, metáforas y locuciones regionales o provincialismos. 10º Una afirmación del yo, de la autonomía personal, bastante acentuada, es decir, un notorio individualismo. 11º Un acento prosódico y un acento fonético, con el tiempo, el tono, la cantidad y la intensidad de éste, absolutamente típicos. 12º Al igual de otros puntos de Colombia y demás países de América, un acervo rico, tanto de americanismos criollos, o sea de palabras y frases formadas en la América Española con elementos castellanos, como de americanismos indígenas, o sea nacidos del azteca, el quechua, el haitiano, el cumanagota, el mosca y otros varios dialectos de antes del Descubrimiento y la Conquista. (V. Suárez, “El Sueño del Diccionario”). 13º Muy probablemente (esto es de estudiarlo) frecuencia del elemento gramatical adversativo.

una

mayor

Siendo el habla de un pueblo su mejor expresión podemos explicarnos las principales diferencias o características que acabamos de enumerar, por lo que es el antioqueño. Lo fundamental del pueblo de Antioquia es el hogar. Cualquiera otra afirmación sería desacertada.


229 En aquel hogar predominan tres atenciones el trabajo, la vida de la familia y la previsión.

o

cuidados:

Si consideramos lo primero, el trabajo, vemos que éste se orienta en tres sentidos: el campo, el comercio y la industria, y que estas actividades están dirigidas hacia una sola aspiración, que es la utilidad, la cual trae como necesaria la expansión y, por consiguiente, el dominio de centros comerciales próximos y lejanos. Situando el lenguaje en estos caminos, tan andados y repetidamente andados por el paisa, vemos como cosa clara la exageración en el concepto y su representación verbal, para ponderar los productos comerciables, para convencer al posible comprador o vendedor, para dominar en la lucha de un mercado. De ahí lo ponderativo del habla, el uso claramente intencionado de los sufijos, la abundancia de frases y figuras, el abuso de pues (tan consecuencial y deductivo), y de ahí también la entonación y dejo de la pronunciación. En cuanto a lo segundo, la vida de la familia, ésta nos explica: con sus afectos, el uso desmesurado de los diminutivos; con sus creencias, la abundancia de las invocaciones interjectivas a los santos y una cierta saturación religiosa del habla; y con su tradición, el uso de vocablos anticuados y el respeto y preferencia por lo castizo. Lo tercero, o sea la previsión, con sus consecuencias naturales, el ahorro, la estabilidad y la propiedad, puesto que el antioqueño ha hecho suyo el adagio “tierra cuanta vieres, casa donde cupieres”, y puesto que desde que su situación económica sea favorable y no tenga que estar de aventurero y trotamundos, se establece de asiento en su tierra o en el sitio a donde emigre, nos hace comprender por qué su habla permanece y conserva sus especiales atributos. “El hogar de las familias cultas —escribe el Señor Cuervo en “El castellano popular y literario”— puede decirse que es el santuario del idioma: el que ahí se habla es el que caracteriza la nacionalidad intelectual, atesorando los recuerdos y los afectos, enlazando las generaciones e igualando en un elemento común al sabio con el que no lo es; allí la mujer, con su espíritu conservador, templa el neologismo callejero, y con aquella delicadeza y elegancia que le son propias, pone vallas a las extravagancias de la pedantería como a la vulgaridad de la rusticidad, y aun suaviza en cierto modo las asperezas o los esplendores de la facundia varonil; allí está la mina de que, mediante sabia elección y artístico esmero, forman sus obras el prosador y el poeta. No sin fundamento miraba Cicerón como escuela de buen decir el trato de las matronas ilustres de Roma; y no sin razón el autor de I promessi sposi se ayudó de una dama florentina en la delicada empresa de lavar en las aguas del Arno su obra inmortal”.


230 En lo referente al punto l3º, o sea la posible frecuencia del elemento gramatical adversativo, no parece infundado afirmar que en la obra literaria de Carrasquilla se nota un poco de abundancia de expresiones adversativas y concesivas. Y como el habla que hay en ella es la de Antioquia, sin discusión alguna, valdría la pena estudiar si aquel elemento gramatical es más frecuente de lo común en el lenguaje antioqueño y si es otra de sus características. Esa abundancia o frecuencia podría explicarse así: En el pueblo de la Montaña hay varios factores humanos que lo definen y distinguen, y otros externos o de medio que influyen sobre él. Entre estos están primeramente lo quebrado y agrio de su territorio y la escasa fertilidad de su suelo, con la consiguiente lucha difícil por la vida; entre aquéllos, su índole emprendedora, su tendencia expansiva, su condición de negociante, su marcado individualismo y su tosudez para el trabajo. Un pueblo en esas circunstancias y de esas peculiaridades tiene que tropezar a cada paso con el obstáculo, con las dificultades, con lo que se opone a sus determinaciones, y entonces usará un poco más de las expresiones adversativas y concesivas y a sus labios asomarán frecuentemente frases como éstas: “hago ese negocio, por más que usted no quiera”; “iré hasta allá, aunque me falten medios”; “me empeño en esto, bien que se me dificulta”; “a pesar de aquello, lograré esto”; cómpreme aunque sea a plazo”; “obtendré lo de más allá, con ser que se me oponen”. Atendiendo a la estilística, el habla antioqueña ha sido y lo es todavía un valioso fenómeno sentimental, porque es la expresión de un pueblo que comienza, de una cultura que se asoma dentro de los lindes de la patria. Lo puramente popular es lo que la caracteriza. Las minorías ilustradas no se valen mucho de sus matices, sino que usan —por cierto muy correcta y felizmente— la lengua académica. Por estas razones se trata de un habla vulgar, tejida y teñida de color, como tela burda, por la clase trabajadora y pobre, por un pueblo fuerte, activo, necesitado, inteligente, imaginativo, negociante, religioso, con algo de mitos y creencias absurdas y, lo más del tiempo, encerrado o aislado en sus montañas. Por eso hay que ir a buscarla a la roza, al socavón, al taller, a la tienda, al mercado, al camino, donde revientan lo diverso, lo inesperado, lo imprevisto, y donde la exageración y la metáfora cambian vestidos y colores, para estudiarla y conocerla. No es todavía un habla instrumento de una cultura, de una dirección del pensamiento, sino instrumento de una vida. Su oficio es biológico, en lo que esta palabra signifique sentimientos y pasiones, relaciones individuales, familiares, colectivas. Es un habla al servicio de urgencias primordiales, de alegrías, de dolores, de deseos. De ahí que se vista diariamente de expresiones nuevas, florecimiento, no del raciocinio, sino de las fuerzas instintivas. “En el lenguaje, más que en cualquiera otra cosa, lo nuevo tiene por campo lo espontáneo”.


231 Cualquiera diría que esta habla, por ser la misma peninsular respetuosamente conservada, no ofrece accidentes particulares o diferencias. Así lo expresó Unamuno en estas palabras: “Este no es dialecto, sino puro español con algunos vocablos arcaicos”. Sin embargo, entre las opiniones españolas diversas, queremos citar solamente la de don Federico de Onis, quien, en su excelente estudio sobre Carrasquilla, afirma que en Antioquia “esa lengua y espíritu existen de un modo exaltado, distinto y original” y que “el lenguaje antioqueño se destaca por su capacidad de innovación, de modo que habría que reputarlo como muy español y muy americano al mismo tiempo”. De otro lado, entre las afirmaciones nuestras, debemos recordar la frase de Gregorio Gutiérrez González: “Yo no escribo español sino antioqueño”. No se puede discutir que en el habla antioqueña palpita una conciencia y que tiene rasgos y movimientos propios. Es la misma rubia de Castilla, sí, pero con el alma popular de Antioquia, con mejillas teñidas de moras y con los arreos de una moza montañera. Es verdad que esta habla es vulgar y rústica, pero, abandonando las voces groseras, asciende hasta las clases superiores, aun las más elevadas, en donde no es raro oir a hombres y hasta mujeres de la más preclara estirpe y posición, con el lenguaje de los arrieros, en una de las más palmarias y graciosas manifestaciones de la democracia en Antioquia, del trato amistoso, cristiano y cordial del alto personaje para con sus servidores, de la familiaridad de los de arriba con los de abajo, de lo que el Maestro Carrasquilla llamó “llaneza igualitaria”. Confirman esta llaneza, entre otras cosas, los vocativos “mi don”, “hermano”, “mano”, “patrón”, “pariente” y también la completa ausencia de “su merced”, tan usado en otras partes. Igual cosa podría decirse del dativo superfluo, en frases como “me le da un desayunito”. Coincidiendo con esto, se advierte en el habla antioqueña lo que Alarcón notó en el habla mejicana, y cuyo comentario le oímos a Luis Alberto Sánchez en una conferencia sobre Pedro Henríquez Ureña, o sea una disminución muy apreciable, si no una desaparición, de la dureza del español traída al Nuevo Mundo, dureza de capa y espada en el vocabulario, la sintaxis y el tono. Por supuesto, no quiere decir esta observación que el habla antioqueña sea sometida, sosegada y dulce. No. Ella es “inexperta y enérgica”, como lo dijo Aquilino Villegas, enfática y afirmativa muchas veces, pero, sobre todo, dinámica y ampulosa. Por lo mismo que se trata de un habla en el período de lo emocional, de lo impetuoso, es particularmente ilógica. Toda lengua es más o menos ilógica, porque se nutre de las capas sociales inferiores, que desprecian o ignoran la lógica, a causa de ser ésta moderada y prudente y un poco contrapuesta a las mutaciones y perpetuo cambio


232 de los pueblos. Esto y, sobre todo, el ser el antioqueño dominante y mercader, hace que su habla rompa los diques del orden y la mesura y vaya un tanto hasta lo disparatado y un mucho a lo hiperbólico. El uso del yo, casi siempre expreso, y sin declinación después de las preposiciones, común en toda conversación de gentes bajas, surge mucho en el antioqueño, sin duda por lo que dice Bally en su obra sobre el lenguaje: “Nuestro pensamiento es esencialmente subjetivo cuando está en lucha con la vida”. Y como ésta es la preocupación permanente en Antioquia, ella explicaría ese yo tan constante, aunque existe otra causa y es la autonomía, que va hasta el individualismo franco. “Yo soy Jacinta me mando”, dice en concluyente frase adjetiva uno de los personajes de Rendón en “Inocencia” (V. sus “Cuentos y Novelas”, Colecc. Pop. de Clásicos Maiceros, pág. 87). “Sólo la autonomía individual puede sumarnos, porque aquí cada uno es Juan me mando y... ¡San se acabó!” (Carrasquilla, “Medellín, Las Calles”, obras completas, Epesa, pág. 1.822). “Quisiera, con mi amorcito,/ Hacer mi casa en el aire,/ Onde no me molestaran/ Ñi yo molestar a naides”. (Benigno Gutiérrez, Nota 230, “Cuentos y Novelas” de Rendón, Colecc. Pop. de Clásicos Maiceros). “Después que yo me muera,/ Manque nunca salga el sol!” (A. J. Restrepo, “El Cancionero de Antioquia”, copla CMXXIII). El lenguaje de la montaña, de la aldea, de la mina, del taller, del camino y del suburbio, que hemos estado comentando, es el que pinta al pueblo de Antioquia. En él se refleja toda su vida y en él palpita todo su ser. Ese es el que ha recogido Carrasquilla en sus obras, aunque le falta, hasta cierto punto, el habla de los arrieros, y, lo que no hubiera podido llevar a sus páginas, la música, la fonética, el gesto, la mímica, lo que los lingüistas llaman los comentarios del verbo, elementos por demás importantes para caracterizar un habla. La antioqueña, tan llena de vida, de sentimiento, de pasión, de afanes y angustias, posee muchas expresiones y acentos indeterminables e intraducibles por escrito, que se escapan a la gramática y que son materia de la ciencia del lenguaje. Constituye ella un conjunto expresivo, que resalta en el español de Colombia y, más aún, en el de otros países, y no es osado afirmar que le ha dado a la lengua castellana, sin deslustrarla, un matiz inesperado, una vibración nueva, un acento original, una tonalidad desconocida, una emoción distinta, así cuando se viste de galas académicas, como en la oración a Jesucristo del Señor Suárez, o cuando lleva su ordinario y gracioso vestido montañero, como en las páginas soberanas de Carrasquilla. CAPITULO XXIV


233

La mañana era fría, de invierno. Bajo un cielo encapotado, la ciudad estaba envuelta en una niebla quieta y caía una llovizna tenaz y menuda. En los tejados oscuros resbalaban hilillos de agua; por las aceras transitaban las gentes ateridas; y en el pavimento mojado y plomizo de las calles, los automóviles dejaban la huella larga y fugaz de las ruedas. El humo de las chimeneas, lento y difundido en el aire, apagaba aún más las cosas; las ventanas se veían cerradas o apenas entreabiertas; y en los borrosos árboles de las avenidas, empapados y como entumecidos, se desmadejaban las ramas. Jorge tomó temprano su coche y se fue a ver a tres niños enfermos. Antes de abandonar el lecho lo habían llamado con urgencia. Al fondo de una calle larga, muy larga, el lienzo gris de la mañana se le rasgó, ofreciéndole como la entrada de un túnel; tal vez, mejor, como la puerta de un pasadizo cegado por la neblina, confuso e inexplicable. Ese día atravesaba él el humano límite de su entera capacidad de servicio. ¿Del otro lado de esa puerta comenzarían las eras de los asfódelos? ¿O acaso, un gran barrio nuevo? ¿O bien, un bosque de esparcimiento y de reposo? Casi desdibujada su figura y ya encanecido y fatigado, transpuso Jorge aquella puerta. Algunos pensaron que aquello significaba la muerte -y que nunca más volvería; otros supusieron que, en busca de descanso, se había retirado, junto a los prados, al abrigo de un modesto techo. Pero no. Lo cierto fue que en la otra parte de la ciudad, en el barrio obrero y populoso que surgía, a pesar de la vejez, continuaba cuidando pequeños pacientes pobres y tranquilizando corazones angustiados. La profesión médica, cuando se ha ejercido largo tiempo, no puede abandonarse como la capa de una hermandad. Sus virtudes van con quien la representa, como van, siempre constantes y siempre ofrecidas, la bondad y la frescura en el agua del manantial. El espíritu del médico se halla mudado y desposeído en común y entregada fuente de sosiego. Por eso Jorge amplificaba hasta lo último el significado de servir, palabra que desde su mocedad se le había asentado en lo profundo del ser. Mas sus días eran pocos y ya deteníase a contemplar su misión, como un pequeño arroyo nacido en la montaña, antes abundoso, pero ahora de caudal pobre, casi seco. Quien lo observara así de repuesto, de disminuído y de callado, lo desestimaría por insignificante. ¡Pero qué piedras y arenas tan limpias las de su cauce; qué remansos los suyos para copiar las flores y las hierbas, los árboles y el cielo; y qué agua de alto monte la que tuvo, tan diáfana, tan fresca y de tan dulces sorbos, para calmar la sed de caminantes! FIN


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