Cuento Contigo. Carlos A. Villegas Uribe. Narrativa. 2014

Page 1

BIBLIOTECA

DE AUTORES QUINDIANOS

CUENTO CONTIGO Narrativa



La Biblioteca de Autores Quindianos



Carlos Alberto Villegas Uribe

Cuento Contigo

BIBLIOTECA

DE AUTORES QUINDIANOS


Cuento contigo © Carlos Alberto Villegas Uribe

Primera edición Biblioteca de Autores Quindianos Secretaría de Cultura, Gobernación del Quindío Universidad del Quindío Armenia, 2014 ISBN XXXXXXXXX Edición al cuidado de Ángel Castaño Guzmán Diseño de la cubierta: © Lina María Cocuy Diagramación: Cindy N. Cardona Claros Todos los derechos reservados. Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin la autorización escrita del autor. Impresión: Centro de Publicaciones, Universidad del Quindío


Índice A la sombra del samán. Prólogo 9 Las siete vidas de Pandora 17 La espera final 25 Sherezades 37 Noticias de Grecia 45 Calle de los herrores 61 Alzheimer Celestial 63 Memorias de Heródoto 71 Shakesperiano 73 Cuéntico Cuántico 75 La mirada de Julia 77 Razones de viajeros 85 ​Contravía 93 Tardes de mibonachis 109 Mibonachi delirioso 115 Mibonachi desestancado 117 Mibonachi brumoso 119 Mibonachi para la gratitud 121 Mibonachi del vacío 123 Mibonachi contado 125 Mibonachi en sentido contrario 127 Mibonachi del mago y los conejos 129 Mibonachi cortázar o Novela mibonachi hiperbreve. Divertimento de dioses 131 CAPÍTULO I. Inmemorial 133 CAPÍTULO II. Entrañable 135 CAPÍTULO III. Hado y Hades 137 CAPÍTULO IV. Pago del óbolo 139 CAPÍTULO V. Telar de todos 141 CAPÍTULO VI. Nada es gratis 143 7


8


A LA SOMBRA DEL SAMÁN PRÓLOGO A CUENTO CONTIGO Por Mª Elena Gómez Sánchez1 Conocí a Carlos Alberto Villegas Uribe en 2010 con motivo de la defensa de su tesis doctoral, de cuyo tribunal yo formaba parte. Aquel trabajo sobre la Psicogénesis de la risa. La risa como construcción de cultura, dirigido por nuestra querida y añorada Ana Mª Vigara Tauste, nos recordó, si alguna vez lo habíamos olvidado, que el humor es algo muy serio. Y, además, nos mostró la complejidad y capacidad de pensamiento del entonces doctorando, quien se atrevió a iniciar aquel solemne acto académico de defensa de tesis ornado con una nariz de payaso, sin duda (o así lo interpreté a medida que pasaban los minutos) para no intimidar al tribunal –casi antes de comenzar– con su dilatado conocimiento del tema y la maestría de sus razonamientos. En estos cuatro años han ocurrido algunas cosas, unas más alegres y otras profundamente tristes, y quizá por mantenernos al tanto de unas y otras no hemos perdido el contacto. Carlos Alberto me incluía entre los destinatarios de correos electrónicos en los que nos hacía saber de sus avances, de sus incursiones literarias, de textos –unos aparentemente más sencillos, otros descaradamente endiablados– en los que daba rienda suelta (¿o solo aparentemente suelta?) a historias realistas, surrealistas, oníricas, Coordinadora de Doctorado y Catedrática de Redacción periodística, Depto. de Medios, Lenguas y Sociedad Digital. Universidad Europea de Madrid. Centro de Excelencia en Investigación “Valores y Sociedad Global” e “Innovación Educativa”. 1

9


despiertas, extensas o de tan solo unas pocas líneas. Y todas ellas de una frescura y calidad verdaderamente llamativas. Este volumen, Cuento contigo, es una buena muestra de lo anterior. Desde el título, el autor juega con la pluralidad de significados: por supuesto, el sustantivo cuento como relato corto, pero también como primera persona del verbo contar, y con un pronombre personal que muestra bien a las claras la importancia de los otros para que las historias tengan sentido: si cuento solo, ¿quién me escucha?, ¿para quién –y para qué– cuento? Sin embargo, ese contigo da absoluto sentido al hecho de contar, pues, al igual que la risa, que el humor, aquel solo adquiere su sentido completo cuando es compartido. Y la suma de ambos términos, ese cuento contigo, busca el apoyo (o la complicidad) de los receptores, generando desde el comienzo el pacto autor-lectores, la solidaridad necesaria para completar satisfactoriamente el acto comunicativo. Las siete vidas de Pandora, el relato que abre el volumen, muestra una atmósfera cerrada y plausiblemente realista en la que sin embargo flota algo mágico, y conjuga una descripción concienzuda de pequeños detalles con una acción y un diálogo que no dejan un momento de sosiego. Tiene reminiscencias de lo real maravilloso, de Borges, de Bioy, de Rulfo, de Cortázar, del propio García Márquez. Combina con maestría voces –y actitudes– de dos tiempos. Esa atmósfera cerrada se convierte en claustrofóbica en el siguiente relato, La espera final, que presenta un paisaje a caballo entre la esquizofrenia y la ciencia ficción, una situación especialmente claustrofóbica porque, aunque solo ocurre en la cabeza de una persona, nos muestra cómo en ella se superponen diferentes “planos de realidad” (y las consecuencias 10


que esto va a tener en la realidad “externa”). Se trata de una historia que gira como un torbellino hacia el ojo del huracán, el cual, como no podía ser de otro modo, resulta devastador. Sherezades supone un giro radical. Con un ritmo que va, metafóricamente, in crescendo, se mezclan, por citar dos extremos, la sordidez de los prostíbulos con el mundo fantástico de los dragones, e incluso una referencia a Kabawata y su Casa de las bellas durmientes encuentra su acomodo. El final de la historia, sin embargo, ofrece un anticlímax que devuelve bruscamente al lector a una realidad que nada tiene de mágica ni de onírica, sino que se encuentra muy alejada de las fantasías que las líneas anteriores prometían. Noticias de Grecia nos lleva de nuevo al terreno de la metaliteratura, pero disfrazada esta vez de relato policiaco (también está llena de misterio, dicho sea de paso, La Mirada de Julia). La ironía que entrevera sus líneas, los saltos temporales, los ecos de grandes contadores de la literatura universal, la mitología (una mitología contemporánea que aparece igualmente – melancolía obliga– en Memorias de Heródoto) y, una vez más, la multiplicidad de planos, nos llevan a recorrer el camino que va desde una muerte inesperada al descubrimiento de una inesperada pasión, y todo ello con el trasfondo de un Asawa trasunto del Café Colombia o La Cueva de Barranquilla. También es plenamente metaliterario La calle de los herrores, el cual, brumoso como la mañana que describe, une una creación del siglo XVI con otra del siglo XX. ¿Dos errores, dos horrores? ¿O dos metáforas? ¿O más? Y en esta misma corriente se insertaría la poderosa imagen que, paradójicamente, no consigue encontrar el poeta de Shakesperiano, pese a que surge de su corazón con la misma fuerza con la que Ricardo III 11


clamaba por un caballo para evitar su derrota. Alzheimer celestial guarda algunas similitudes con Las siete vidas de Pandora, aunque quizá los extremos que muestra son más exacerbados. Dos voces, dos generaciones, dos modos de buscar respuestas, y un elemento externo, anterior a todo ello, que desencadena la acción final. Y que ofrece otro salto, esta vez espacial, que lejos de cerrar la historia en sí misma la abre dotándole de otro sentido. También se cierra con un salto temporal y espacial Contravía, un relato certero y necesario, apegado a la tierra como lo estaría Matilde, honesto y orgulloso como lo sería ella, y en el que las voces que se superponen construyen una historia de la que, esta vez sí, conocemos su final. Mención aparte merecen los mibonachis. En otro lugar (C. A. Villegasuribe, Mibonachi Vidales. Novela Estampilla Hiperbreve, 2012) el autor se refiere al mibonachi como “una técnica lúdica de escritura creactiva [sic], creada por Mi (pero no te creas todo, nada nuevo hay bajo la luz del sol) a partir de la apropiación y reelaboración del concepto del matemático italiano Fibonacci”. En la introducción a las Tardes de mibonachis, sin embargo, la definición pasa a estar en boca de Nina Frontino, la escritora a la que rememora con sus kanjis el escritor Akiito Meisuki. Los mibonachis que a continuación se recogen –delirioso, desestancado, brumoso, para la gratitud, del vacío, contado, en sentido contrario, del mago y los conejos–, cada uno de ellos con sus rigurosas 210 palabras y sus exactas fichas técnicas ofrecen un ejercicio de creatividad (como no podía ser de otra manera, dada su propia definición) que se superan a sí mismos en el Mibonachi Cortázar (o Novela mibonachi hiperbreve – divertimento de dioses), relato que constituye el ejemplo paradigmático de esta forma de narración. La precisión en el 12


lenguaje, la agilidad narrativa, los saltos (con o sin red), la sencillez de lo complejísimo se dan cita en estas pocas líneas, que en sí constituyen un relato redondo, pero que no se agotan, porque permiten a la imaginación del lector seguir recreando esa historia precisamente por lo que sugieren, más que por lo que explícitamente manifiesten. Como señala el prestidigitador de Razones de viajeros, la literatura es arte y oficio, artificio, la maestría de un juego con 26 elementos. Pasen y vean, disfruten, descubran cuál de todas las perlas que este libro ofrece es la que les transporta al punto de no retorno, al punto de querer descubrir más, saber más, leer más. Al punto que les lleve a decir Cuento contigo.

13


14


De todos quienes he sido, nunca he sido tan feliz en la literatura como en los talleres de escritura creativa del escritor mexicano Luis Arturo Ramos

15


16


Las siete vidas de Pandora Aristófanes miró el postigo entreabierto por donde entraba un rayo de luz iluminando la ascensión de los ácaros. El postigo se cimbró de repente. Los golpes del aldabón llenaron la casona de urgencias, pero ninguno de los dos detuvo la actividad. Encarnación siguió planchando minuciosamente los cuellos almidonados de la camisa, y Aristófanes continuó consintiendo a la gata que se restregaba entre sus piernas y estiraba la felicidad en un ronroneo interminable. –¿Qué tal la Pandora? Cuando me fui tenía 10 años. Tantos como yo. Ahora regreso y la encuentro como si tal a la muy ladina. La gata intensificó el ronroneo. Parecía entender las palabras de Aristófanes. –Creí que no volverías nunca. Lástima que solo regresaste para el entierro. Se hubiera alegrado tanto de verte. –Yo no. –Entonces, ¿por qué regresaste? –Porque es necesario cerrar círculos, madre. Si no venía a darle la última mirada al viejo cabrón me hubiera enterrado con él y perdido todos mis derechos. Que los tengo. O ¿no? Si no regresaba ni para el entierro me hubieran declarado otro de los desaparecidos de este país y parte sin novedad. 17


–¡Santo Jesús, mira cómo hablas! El tiempo no te ha cambiado nada. Sigues siendo el mismo mocoso insolente de hace cincuenta años, cuando tu padre te partió la cara. –Peor, madre, soy peor que cuando me fui y no empieces con la monserga. Un nuevo aldabonazo atravesó con mayor urgencia el zaguán de entrada, subió las escaleras de macana y madera lacada, se paseó por el comedor heráldico en el segundo piso, rebotó en los muebles de cuero de la sala, se demoró en la vajilla china de la cristalera y fue a morir en el solar sin mayores estridencias. Afuera volvían a esperar una respuesta mientras en Boinas Rojas un tango fastidiaba la espera y el aroma de café se revolvía con el sonido del vapor producido por la máquina Gaggia y con un insoportable olor a corrupción. –Capuchino express para la mesa cuatro –gritó la mujer entrada en carnes y le sonrió al cliente de sombrero que leyó el gesto como un coqueteo. –Aquí huele a muerto viejo y viene de arriba – le dijo Zoila al barista cubriéndose la nariz con el delantal. Los ojos se le llenaron de lágrimas y no pudo contener los intensos deseos de vomitar. Encarnación puso la hombrera del saco en la mesa de planchar, enjuagó el trapo, lo colocó con cuidado sobre el paño y le aplicó el peso caliente de la plancha. El chasquido del agua no se hizo esperar y el vapor ascendió afantasmando el rostro de Encarnación. –¿Para qué le planchas la ropa si no la volverá a utilizar? 18


–La casa siempre debe estar en orden, como le gustaba a tu padre. –Orden, orden, orden, el gran puto orden. El viejo ya murió y listo. Y a otra cosa, mariposa. El tono de exaltación fue interrumpido por el repiqueteo de un teléfono celular. La gata maulló asustada y salió corriendo de la habitación. Las manos aceleradas de Aristófanes buscaron en varios bolsillos. Miró el nombre de la persona que llamaba. Desde la puerta, los ojos verdes de Pandora siguieron atentos la conversación, mientras acentuaba con las orejas los diversos tonos de Aristófanes. –Tuuuritooo, qué alegría escucharte, gracias por acompañarme. No esperaba verte en el entierro. No, no esperaba verte, si no nos veíamos desde cuarto primaria. Pero te lo agradezco, eres el único amigo que me queda en este pueblo. De verdad. No tengo amigos y si alguno tuve, se quedó en el camino de mis errancias. Sí, sí, sé que en este pueblo querían al viejo facho, pero yo no. Esperaré los trámites de la herencia y me largaré de nuevo. Este pueblo tiene vocación de pasado. Pero claro, hermano, nos tomaremos unos aguarrases antes de irme. ¿Qué tal mañana? Claro, llévate unas vaquitas. ¿La Mona Baquero? ¿La Sirenita? No las conozco, pero si están buenas... Claro que sí, tengo candela hasta para incendiar los pinares de Bremen. Los espero mañana. Sí, me estoy quedando en la casa del viejo. Pásate por acá y salimos para la Última Lágrima. Me pareció fenomenal, este es el único pueblo que tiene las discotecas junto al cementerio. Bueno, bueno, los espero. La pasaremos del putas. –¿Volverás a irte? –preguntó Encarnación. –Tu padre juró que si volvías te iba a amarrar para que no 19


te escaparas nunca más. –Muy capaz lo creo. Afortunadamente ya está muerto y nada tengo que temer. No entiendo cómo le soportabas sus chocheras de Coronel y toda esa marcialidad estricta. Su inusitada pasión por los griegos. Si hubiese nacido mujer, el pendejo me hubiera bautizado Medusa. ¿Cómo le permitiste que me pusiera Aristófanes? Me cagó la vida, no había una reunión donde me presentarán en público en la que alguno no esbozara una sonrisa idiota y yo terminara liándome a trompadas. Por eso me echaron varias veces de la escuela. Y cada vez el viejo me rompía la cara, sin hacerse consciente de su culpa. No entiendo cómo te lo aguantabas. Ni cómo soportabas que te golpeara. Ni por qué aguantábamos hambre solo porque a ese viejo sin principio de realidad le dio por volverse realizador cinematográfico en un pueblo de estos. ¿Imaginas?, apenas lo hacían, y mal, en Bogotá. Y eso. –Eran otros tiempos. ¿Y sabes qué? Sí eran tiempos mejores. Sé que no te gusta la palabra ni la entiendes, pero eso se llama amor, amor, hijo, amor. Tu padre te amaba. Ven, voy a mostrarte cuánto. Vamos, Pandora. Encarnación tomó el vestido recién planchado, salió de la habitación y se fue hasta el cuarto de San Alejo, seguida de la gata y del paso vacilante de Aristófanes. Sacó un manojo de llaves antiguas, seleccionó una y la introdujo en el grueso candado. Liberó la puerta de dos hojas y la abrió. El sonido de las bisagras molestó los oídos de Aristófanes. –Le falta aceite –dijo. Encarnación tiró de una cuerda metálica y la bombilla iluminó la habitación. El maullido de Pandora reverberó en las paredes. Hacía más de medio 20


siglo que Aristófanes no entraba en aquel cuarto. –No es tan grande como lo recordaba. ¿Y esto? – se refería a un enorme aparato instalado en la pared posterior, con grandes carreteles–, ¿un cinematógrafo? –Sí y no. Es un retrocinematógrafo. Cuando te fuiste, tu padre quedó abatido con tu pérdida. No se lo perdonaba. Los dineros que había logrado recaudar para su primera película los gastó en tratar de hallarte. Los accionistas de la empresa cinematográfica lo ejecutaron y tuvo que vender una de las haciendas heredadas y el teatro del pueblo. –¿Oyes eso? Parece que están tumbando el portón –dijo Aristófanes. Encarnación trató de constatarlo, pero no le prestó el suficiente interés. Por el contrario, siguió contando la historia. –Por un tiempo se dedicó a la bebida, eras la luz de sus ojos y tu huida le había convertido la vida en un fracaso. Años después encontró en la Papelería Inglesa La invención de Morel, extraña publicación de un escritor argentino, Bioy Casares. Leyó el libro, compró los tres únicos ejemplares qué tenía don Jesús Sánchez, los descuartizó y recortó sus párrafos. Esta habitación se llenó de recortes, alfileres y flechas de colores que iban y venían en una y otra dirección. Sabes como era de compulsivo. Trataba de encontrar el secreto de la invención de Morel. Si alguien lo había imaginado podía ser construido. No hay nada que el hombre haya soñado, repetía, que no pueda ser construido. Y citaba a Da Vinci, a Liebnitz, a Verne. Le seducía la idea del retrocinematógrafo, una máquina que filmara al revés, es decir que no solo reflejara las cosas sino que las atrapara para reproducirlas con todo su espacio– 21


tiempo, decía. Buscó ayuda en la Universidad del Quindío para financiar la investigación, pero cuando citaba La invención de Morel como la fuente de sus indagaciones, los académicos no podían disimular una sonrisa maliciosa. Menos aún cuando les hablaba, como tantas veces le oí contarles, de mundos paralelos, del multitiempo, de encajes gnoselógicos y de la realidad como construcción intersubjetiva de los lenguajes, como objetivaciones de espacio–tiempo, cronotopías. Pronto se conoció negativamente su fama y se quedó solo en el proyecto. Pero no desistió. No imaginas las partes conservadas de la Calarcá de antes del terremoto. La papelería La cigarra, los cafés Neva y Granada –con todos los billaristas adentro, el poeta Elías entre ellos–, el Colegio San José, La Tertulia, los diversos parques de Bolívar que a cada alcalde le da por remodelar para aceitar el serrucho. Ven y te los muestro. Encarnación encendió el retrocinematógrafo y la habitación se fue llenando, como le había dicho, de objetivaciones cronotópicas. Y efectivamente Calarcá volvió a pasar por la personal experiencia de Aristófanes. No solo por sus ojos. Pudo demorarse en alguna fiesta y bailar en Flamingo con Olga Beatriz. La imagen idealizada de su Beatriz, la estudiante de trenzas y ojos azules que alguna vez vio pasar entre la fila de niñas que iban a la escuela Uribe Uribe; una imagen perseguida por tantas ciudades del mundo. El invento le ponía la vida pasada al alcance de sus manos con todas las coordenadas de tiempo y espacio. Fue como recobrar en el multitiempo las experiencias profundas que había dejado de vivir. Aristófanes fue tan feliz en ese momento como nunca lo fue en su larga vida errante. –Dooooña encarnacióóón, Aristóóóófanes – pudieron oír las voces y sintieron los pasos 22


apresurados de hombres y mujeres ascendiendo –entre un olor a putrefacción, a corrupción milenaria–, por las escaleras de aquella casona declarada patrimonio arquitectónico del pueblo, de la región, del país, del continente. Por eso Pandora –continuó Encarnación– no ha muerto y parece tener, en verdad, siete vidas. Como yo, ella habita este multitiempo, un lugar del cual podemos entrar y salir, porque así lo diseñó tu padre, cuando me diagnosticaron una enfermedad terminal de la que nunca me curé. Pero solo hasta cuando regresaras y te quedaras con nosotros para siempre. Y mientras le revelaba la verdad del retrocinematógrafo, su íntimo sentido, le apuntó con el cañón y disparó. Los ojos desorbitados de Aristófanes no pudieron detener el rayo de luz naranja que lo convertía en otro de los habitantes del paraíso perdido de su padre.

23


24


La espera final

Piensa, piensa, piensa, diría Jimy Neutrón, y estaría inventando una máquina para controlar el desorden producido por Dr. Mancha. Y yo no debería estar esperando a mis amigos de El Círculo Justiciero. Porque en este paradero, señor agente, los espero a ellos y a Madre. Ella debe recogerme pronto, siempre lo hace. Tengo con ella un arreglo. Mientras ella llega en su Ford Mustang, una nave como para montar allí a Memoria Plateada, mis amigos cuentan sus historias y yo las dibujo. Eso sí, ella recomienda mucho cuidado, la ciudad es muy peligrosa, insiste a cada momento. Usted, señor agente, debería ser parte de El Círculo Justiciero, ayudaría a luchar contra Dr. Mancha. Esperar aquí se ha vuelto rutina. Ahora vengo tres veces a visitar un médico en este centro comercial. El doctor pregunta babosadas y me deja hablar solo largo rato, luego pasa Madre. Alguna vez, por ejemplo, preguntó: ¿qué quieres ser cuando seas grande? Curiosidad tonta. Cuando sea grande quiero poder comprarme los calcetines de un solo color. Pregunta estúpida, cuando sea grande, ¡bah!, quiero ser Supermán. ¿Qué puede decirle a este viejo calvo y barrigón quien esconde su personalidad detrás de unos lentes bifocales, lo uno o lo otro? Los adultos, creo, nos preguntan idioteces porque nos imaginan tan idiotas como ellos, lo ñoños que fueron a nuestra edad. Ellos no lo saben, pero el mundo ha cambiado. O pretenden ignorarlo. Nosotros ya sabemos cosas que a ellos no se les cruzaban por la cabeza a sus once años. Sí, señor agente, tenemos 25


historias ocultas que los escandalizarían. Yo no soy el más inteligente de la clase, claro, ni el más valiente, tampoco, Zuleta lo sabe y se aprovecha, pero no soy tonto. Tengo once años, manías que otros niños de mi edad no tienen, pero no soy tonto. Claro, no soy un niño genio como Jimy Neutrón o como Jacob Barret, pero no soy tonto. Espero aquí a los amigos de El Círculo Justiciero. Los buses se detienen y el sonido de los frenos se mezcla con su fastidioso olor a gasolina que irrita mi nariz. Los buses pasan uno tras otro; los esculco con los ojos buscando a mis amigos, pero no llegan. Ellos son fáciles de reconocer por sus uniformes. Vengo tres veces a la semana a este paradero, hago un boceto de la avenida y los buses, pero no uso toda la hoja para un solo dibujo. La divido en cuadros de diferentes tamaños. Los trazo con regla en mi casa. Cuando llego aquí pinto en cada uno escenas distintas y me siento a esperar mientras llegan y me cuentan sus historias. Siempre cuentan historias nuevas, yo las voy dibujando en cada cuadrito, como en los cómics, ¿sabe? Mucha gente baja corriendo de los buses, me mira esperar y sonríe. Tal vez por mi pulcritud y porque me ven hablando con mis amigos. Tal vez les sorprende el tiempo de la espera y la actitud. Quizás por la disposición del maletín escolar, las crayolas, las tintas, el papel bien apuntalado sobre la tableta de acrílico, el peinado riguroso, la limpieza del uniforme. Es tanta la pulcritud que ellos podrían afirmar que huelo a limpio permanente. Señor Limpieza, me llamarían, sin duda, y ese es realmente mi nombre secreto en El Círculo Justiciero. Espero, aguardo con paciencia a mis amigos, porque sé que ellos llegarán y eso me tranquiliza y me 26


impide hacer tonterías. Ellos siempre llegan, aunque nunca sé en qué forma aparecerán. Si espera conmigo tal vez se los pueda presentar. El Caligramático fue el primero de El Círculo Justiciero en aparecer. Apenas aprendía las primeras letras a los dos años. Padre se empecinó en ensañármelas. “La precariedad del lenguaje es la primera pobreza que nos siembran”, repetía y todavía no lo olvido. “No gagueés porque me entra duda”, era otra de sus frases preferidas. Como también, “Dame tres razones, al menos tres razones, no digas solo porque sí”. “No me digas papá, dime Padre y a tu mamá, Madre. Lo primero es aprender el respeto. Esta sociedad está como está porque hemos perdido el respeto”. “Debes aprender a ser un hombre de bien; y hablar bien es el primer paso para lograrlo”. Le juro, señor agente, aunque aprendí rápido las letras a Padre le desesperaba mi lentitud para hablar y a mí me asustaba su impaciencia. No me hacía en los calzones de milagro, pero no faltaban ganas, el pánico asomaba a mis ojos con unos goterones que no se decidían a ser lágrimas. ¿Imagina la angustia? Como tardaba en aprender la pronunciación de la “r”, Padre empezó a llamarme Demóstenes. Me contó la historia del gago orador. A ver Demóstenes, decía, repite conmigo: “Gracias a los griegos no hay grietas en la gruta”. Un idiota; me hizo sentir un idiota. Pero un día apareció Caligramático, lo puse así por un libro que leía Padre, de Octavio Paz. Caligramático era muy parecido a Padre, el mentón amplio, el mechón rubio ondeando en la cabeza, y un antifaz púrpura ocultando su verdadera personalidad. Apareció con un juego de Scrabble, y nos dedicamos a jugar mientras Madre paseaba por el parque Los Fundadores. A ella le gustaba cómo la miraban los hombres, a Padre no. 27


A mí, menos. Y si usted hubiera visto la mirada de Caligramático, hubiera apostado que a él tampoco. Caligramático me enseñó la retahíla: “Erre con erre cigarro, erre con erre barril, rápido ruedan los carros cargados de azúcar al ferrocarril”. Y algún día se la dije a Padre de corrido. Desde entonces dejó de llamarme Demóstenes. Uno de mis primeros dibujos fue el uniforme de Caligramático. Qué bien, dijo Padre, pero no preguntó cómo se llamaba ese superhéroe. A él no le interesaban “esos matachos”. Memoria Plateada llegó después. Padre es literato y se empeñó en desarrollar mi inteligencia. Entonces me hacía aprender diez palabras nuevas cada día y poemas pendejos, lloricones, rimados, que me hacían bostezar. Me obligaba a repetírselos “porque tienes que ser alguien cuando seas grande”. Y por más esfuerzo, yo olvidaba una estrofa, un verso, o una palabra. Padre se enfurecía y yo lloraba. Él terminaba tirando la puerta de su estudio con rabia. Los poderes de Caligramático esta vez parecían no servir para nada. Hasta que apareció Memoria Plateada. Lo llamo así porque no olvida detalle. Y porque además lleva una máscara azul y unas líneas metálicas que salen de sus ojos y le dibujan una cabellera, como si tuviera un enjambre de circuitos integrados. Desde que apareció no volví a tener problemas. Cuando Padre llamaba, aparecía Memoria Plateada y me dictaba al oído los poemas, verso por verso. Yo los repetía utilizando incluso entonaciones que jamás hubiera imaginado. Alguna vez Memoria Plateada tomó un enorme libro que tenía el rostro de un viejo ilusionado –o que tenía ojos ilusionados como a veces les dibujo a mis amigos para acentuarles los gestos en las historias–. Solo tres palabras blancas sobre la tapa verde del libro parecían decirlo todo: Borges Obras Completas. Memoria Plateada abrió el libro al azar y empezó a leer. Yo le repetí el texto a Padre palabra por palabra y, no sé 28


por qué, lo recuerdo aún, incluso cuando Memoria Plateada no está conmigo. “El mayor hechicero (escribe memoriosamente Novalis) sería el que se hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas ¿No sería nuestro caso? Yo conjeturo que es así. Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo, pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sin razón para saber que es falso”. Padre levantó los ojos con una mirada de asombro que no he podido dibujar todavía. Lloraba, casi podría asegurarlo. Corrió hasta mí, me abrazó y me levantó con todo el peso de mis cinco años. Te haré un regalo, te haré un regalo, dijo conmovido. Yo imaginaba una hermosa caja de 48 colores. Padre apareció con un libro, un libro de Borges: Historia Universal de la Infamia, empacado en un papel regalo de muñequitos. Ya imaginará usted mi desilusión, señor agente. Con desilusión y con rabia, pero con la mayor determinación de la que era capaz a mis 5 años, le devolví mi propio regalo: mi primera historieta, y cometí el error de contarle la verdad. Ese día aprendí que a los padres no se les puede contar todo. Como si los hubiera traicionado, Memoria Plateada y Caligramático no volvieron a aparecer en mucho tiempo por la casa y Padre olvidó su obsesión de hacerme literato. Seguí leyendo a Borges y a otros muchos autores de su biblioteca a hurtadillas. He querido que Borges pertenezca a El Círculo, pero a él, como a Padre, no le deben gustar las historietas, porque las consideran chiquilladas, cosas 29


infantiles. Borges es como Dios, no he logrado que aparezca. En aquel entonces conocí por primera vez la palabra psicólogo. Y otra que todavía no entiendo por completo: realidad. En ese entonces hablaron, no lo olvido, de amigos imaginarios como si hablaran de una peste. Quien sí apareció y se vinculó a El Círculo fue Señor Frío. Yo tenía 8 años, era julio y estábamos en la costa. Habíamos ido al mar sin Padre. Creo que ya empezaban a tener problemas. El divorcio es un tema común entre nosotros. Los niños ya sabemos, sin sorpresa y sin traumas, que en algún momento nuestros padres se divorciarán. Es tan natural. Bueno, es natural para los otros. Para mí, no, porque me gusta el mundo ordenado. Y el divorcio es un desorden terrible, horroroso, peor que un crimen. Le contaba que estábamos en la costa. Ya imagina usted el calor, hasta las iguanas sudan allí. Madre me dejó dentro del auto, cerca de la tienda del condominio, pero dejó las puertas con seguro. Dijo que regresaría pronto, solo iba por víveres para el almuerzo. Pasó mucho tiempo, el clima era insoportable, y la espera también, entonces apareció de repente Tsunami Verde, él ha querido pertenecer a El Círculo, ¿sabe? Entonces mi cuerpo se volvió todo desesperación: grité, pateé, destrocé con las uñas los asientos traseros, golpeé con rabia las ventanas y no reventaron. Afuera nadie parecía escuchar. Y cuando estaba a punto de asfixiarme apareció Señor Frío, con su uniforme blanco y su cara de chocolate. Antes de desmayarme alcance a ver sus manos blancuzcas y el oído universal que le ayuda a escuchar el latido de la tierra. Madre nunca supo explicarme qué pasó, pero la tía Hortensia, que no la quiere mucho, siempre le echa en cara su descuido. “Sigue detrás de tantos pantalones y acabarás perdiendo al chico”, le dice en 30


las fiestas familiares. Y no sé si se refiere a mí o a Padre. Cosas de mujeres, no lo dude, señor agente. Desde entonces, Señor Frío aparece cuando no quiero que nadie se me acerque. Es decir, casi siempre está conmigo y me siento muy seguro porque en mis ojos brilla su mirada de hielo. Pero hoy tampoco llega Señor Frío. Deslizador es un personaje extraño. Pareciera tener cuerpo. Uno puede creer que su uniforme está lleno de unos y de ceros que se mueven con velocidad, pero realmente es él quien está hecho de unos y de ceros. Se pueden meter las manos entre Deslizador, como si no tuviera cuerpo. Y además tiene el poder de viajar en el tiempo. A él le he aprendido un concepto raro que ninguno de mis amigos, ni mis profesores –y mucho menos el psicólogo– aceptan: planos de realidad. Para Deslizador la realidad no existe. Los seres humanos, ha dicho muchas veces, no vivimos todos la misma realidad, sino que nos deslizamos en planos de realidad distinta. Yo todavía no lo entiendo mucho, pero no sabe lo bien que la pasamos en la clase de Historia. La Historia, dice él también, es pura literatura, pero el profesor Bonel ni siquiera lo sospecha. Si pudiera imaginarlo, las clases de historia serían mucho más emocionantes. La literatura es una de las muchas formas de saltar a través de distintos planos de realidad, pero para lograrlo hay que tener fe, creer en ella, pero no esa fe de las viejitas camanduleras que van a la iglesia del Padre Ramiro, insiste Deslizador. El profesor Bonel, con su media lengua, pone el tema, la época y Deslizador aparece. Entonces monto en su tabla supersónica y nos desplazamos en el tiempo. Pudiera contarle aventuras verdaderas vividas con Deslizador, historias de vida y muerte, pero usted no las creería y no quiero aburrirlo ahora. Pero si Deslizador estuviera aquí ya habríamos abandonado esta realidad en su poderoso patín. 31


Ah, en El Círculo solo hay una heroína. Antes no quería que hubiera heroínas, pero ahora empiezo a querer que haya muchas más. Solimar apareció hace muy poco y es igualita a mi profesora Rosario, solo que tiene una careta negra en forma de luna, con muchas estrellas y una malla oscura que le resalta los senos. Se llama Solimar porque tiene las mismas manos suaves y cálidas de una mañana de sol y un arrullo de mar en la voz, como cuando Rosario consiente a Señor Limpieza después de sus peleas con Tsunami Verde. Señor agente, vengo a un consultorio de este centro comercial. Al principio venía con Padre y Madre una vez al mes. Pero algo pasó porque ahora solo vengo con Madre, pero tres veces a la semana. Vengo, cómo le explico, por mis amigos y porque tengo la manía de ordenar el mundo. Como a Señor Limpieza, me horroriza el desorden y nos ocupamos de que cada cosa permanezca en su lugar, tarea agotadora porque el mundo siempre se desordena. Por eso cuido que todo esté bien, la mesa correctamente servida, los platos amarillos con negro y los cubiertos en una distribución adecuada y en perfecta alineación con los rombos azules del mantel, el lavabo súperlimpio, sin una gota de agua que lo empañe, el cepillo de dientes en su vaso, el pelo partido rigurosamente por la mitad y el mechón engominado para que no se mueva en la frente. Es gracioso, porque todos los padres soñarían con un niño como yo. Los míos, no, los míos me temen porque mi horror al desorden tiene la fuerza de un tsunami que me sobrepasa y me obliga a patear, a dar alaridos incontrolables y a veces llega a paralizarme por horas. Como lo cuenta Solimar en las reuniones de El Círculo, la incapacidad de Señor Limpieza para proteger el mundo me obliga a salirme de mis casillas 32


y entonces Tsunami Verde aparece. Quiero proteger el mundo y mis amigos me ayudan. Ellos conocen el pánico que me produce salir a la calle. Me horroriza salir a la calle porque cuando camino me obligo a no pisar las líneas. Pisar una línea significa destruir un orden establecido y necesario. No sabe cuánto me demoro en llegar a este paradero. Podría llegar más fácil atravesando el edificio pero tengo que darle la vuelta porque el pasillo central es de mosaicos hexagonales donde no caben mis pies. Entonces temo la aparición de Tsunami Verde porque puede congelarme por horas con su rayo paralizador. Estoy en una edad difícil. Todavía no soy un hombre, pero ya no soy un niño, como para que Madre me cargue. Aunque cuando llegamos a la consulta, Madre me carga un momento y me libra del océano de hexágonos atemorizadores. Son solo unos cuantos pasos, pero me siento tan bien junto al cuerpo de Madre y no puedo olvidar las peleas con Zuleta, el matón de noveno grado. “Están muy buenas las tetas de su mamacita”, dice Zuleta con su lenguaje vulgar y desesperante. Zuleta es la personalidad secreta de algún villano que aún no conocemos en El Círculo. Esa será una tarea para Solimar. Cuando vengo a este paradero, por culpa de los rombos tengo que bajar al sótano, salir por el parqueadero y rodear el edificio. No imagina cuánto tiempo demoro en llegar aquí. Y no calcula cuánto pesa el maletín. Largos minutos que Madre aprovecha, porque ahora le gusta quedarse más tiempo en el consultorio. Al principio pensé que hablaban de mí, de mis problemas, de mi “enfermedad”, como les he escuchado decir a los adultos en voz baja. Pero un día empecé a oír unos sollozos placenteros, como los de las películas que ponen en el Canal XXX y supe todo lo que pasaba. Madre va a separarse de Padre. 33


Fue entonces cuando apareció Dr. Mancha. Lo pude ver completamente, más gordo que un policía gringo, pero mucho más bajito que cualquiera de ellos. Tiene una trusa naranja y utiliza como antifaz gafas redondas parecidas a las del psicólogo. Nada especial, fuera de la pistola de agua que usa para desordenar el mundo, para mancharlo. En realidad una de esas inmensas armas para jugar Paintball. Por eso se llama Dr. Mancha. Ese día salí corriendo del edificio y llegué triste a este paradero, donde aparecieron mis amigos a consolarme. Ellos coincidieron: Dr. Mancha es el peor villano que existe y debemos enfrentarlo. Hemos decidido enterarnos de sus movimientos, capturarlo y eliminarlo. Lo primero que debemos hacer es conocer su personalidad secreta y la guarida donde se esconde. No se los dije, pero creo conocer la personalidad secreta de Dr. Mancha. Madre llamó desde su celular al salir del consultorio. ¿Hijo, dónde estás? ¿Por qué te fuiste? Le conté dónde estaba y cómo podía encontrar el paradero, pero olvidé, a propósito, la segunda parte de la pregunta. Cuando llegó a recogerme leí en sus ojos que ella sabía que yo sabía lo de Dr. Mancha e hicimos un acuerdo tácito. A partir de ese momento ella vendría a recogerme a este paradero. Al llegar a la casa, Dr. Mancha apareció de nuevo. Me persiguió por el jardín mientras rociaba con tinta las paredes de la casa. Luego de desordenar el tapete rojo de las escaleras que llevan al segundo piso, manchó los cojines de pluma de ganso de la sala principal, los de cuero del estudio, las sillas del comedor y terminó en mi habitación. Buscó con furia todas las cartulinas donde dibujo las historias de mis amigos y las manchó. Incluso regó tinta negra sobre mi cabeza. Muchas horas pasé frente al espejo lamentándome de mi imagen, mi pelo seguía rigurosamente partido 34


por la mitad, pero mi mechón se había desordenado y chorreaba tinta negra por la cara y una de mis 14 camisas blancas que utilizo durante la semana. Claro que me gustaban esas historietas. Las dibujo compulsivamente, suele decirle Madre al psicólogo. Lo hago porque cada acción está en una casilla y tiene un desarrollo lógico, un mundo que yo puedo proteger, mimar, consentir, donde puedo decir cosas que otros no entienden. “Nada es gratuito, todo en este mundo obedece a una lógica, a una lógica interna aunque no la conozcamos. Todo es cuestión de tiempo y espacio. Y la historieta, como la vida, es un juego que ordena el tiempo y el espacio, para que el mundo permanezca en orden”, ha dicho Deslizador. A mis amigos tampoco les gustó la destrucción de las historietas. Y lo hemos decidido, esa marranada se la cobraremos a Dr. Mancha. Sí, el cuchillo es de la casa, le pertenece a Padre, señor agente. Hoy volví a arreglar la mesa antes de salir para la consulta: los platos amarillos con negro y los cubiertos en una distribución adecuada y perfectamente alineados con los rombos azules del mantel. Solo desentonaba el cuchillo de cocina. Traté de reubicarlo imaginándole otras tareas. Pero definitivamente el cuchillo no cuadraba en aquella mesa y tuve que meterlo al maletín. Quedaría más pesado, lo sabía, pero no importaba. La mesa en casa estaría perfectamente ordenada, como debe ser, como tiene que ser. Luego revisé el lavabo, limpiecito, ni una gota de agua que lo empañara, cuidé que el cepillo de dientes estuviera en el vaso y volví a mirarme en el espejo, todo perfecto, como debe estar, mi pelo partido rigurosamente por la mitad y el mechón engominado para que no se mueva en la frente. Cuando salí de casa yo estaba limpio, muy limpio, 35


señor agente, y todo este color rojo que viene del consultorio del centro comercial baja al parqueadero dejando una estela de gotas, rodea el edificio, llega al paradero y salpica esta nueva camisa blanca, no es culpa mía, es culpa de Dr. Mancha. Pero no volverá a pasar, el mundo seguirá siendo perfecto. Dr. Mancha está muerto, bien muerto y no volverá a desordenar el mundo. No importa que mis amigos finalmente no hayan llegado para cumplir la misión y Madre no pueda recogerme en el Ford Mustang que tanto le gustaba a Memoria Plateada.

36


Sherezades

Otra vez. ¿Quieres que te lo cuente otra vez, amorcito? Entonces escucha y obedéceme, corazón. No juegues con la cuerda y escúchame con atención. Ventea, hace frío. Hay una casa ubicada cerca de un bosque de árboles rectos, robustos, enhiestos y la luz de la luna los recorre con deleite, lamiendo sus troncos. La casa está ubicada en un lugar que puede estar en cualquier parte y en ninguna. La casa es pequeña por fuera pero amplia, cálida y mullida por dentro. Es una fantasía su bombilla roja, casi se diría que es una casa de cuentos de hadas. No imaginas la cantidad de cosas extrañas que adentro suceden. Sí, aquí pasan cosas extrañas. Adentro estamos nosotras. Calpurnia nos administra. Como los héroes de los cómics cada una tiene nombres paralelos y también poderes especiales. Por esos poderes nos buscan los hombres –y algunas mujeres–. La casa del placer la llaman las beatas de los pueblos cercanos, y hacen cruces con los dedos cuando nos mencionan. Algunas nos dicen las diablas, para espantar a sus hombres e inventan historias que se vuelven memoria. Esas mojigatas realmente no cuidan a sus hombres, cuidan sus billeteras. No te rías, es cierto. Y quizás ni cuidan sus billeteras porque entonces les darían el placer que de nuestros cuerpos brota a borbotones, o que hacemos brotar, para eso nos pagan, porque no todas estamos aquí por gusto. ¿Moralista? ¿No te gustó? ¿Más fuerte? Pero si siempre te ha gustado este cuento. En este tono y con este timbre. Mejor deja que continúe. Coloca la cuerda entre las piernas, corazón. 37


Calpurnia tiene las tetas más grandes que haya conocido. Y Sirenita una boca de pez para entusiasmar a cualquier hombre. Sí, ya sé, te gustan más las tetas. No imaginas los pezones de Calpurnia, enormes y duros como rocas del desierto. Tetas negras, grandes y capachudas, le he oído a decir James cuando saca a bailar sobre la mesa sus dedos enfundados en calzoncitos de muñecas y sus ojitos de ratón brillan perversos detrás de sus gafas. Creo que James, como otros académicos que siempre nos visitan, traspuso el umbral de ciertas edades, y la arrechera, que nunca se apaga, le sale en sus manías. No creo que los hombres las mamen, en realidad, los hombres se sumergen en las tetas de Calpurnia, se pierden en ellas, ha dicho James para exagerarles el tamaño. Y sentencia en su lenguaje, mientras el gesto procaz de su lengua arrastra salpicadura de babas: the biggest tits that I can to imagine. ¿Te gusta perderte, eh, mi dulzura? Sube la cuerda. ¿Cómo? Bien, está bien, el cordón si así me entiendes mejor, acerca el cordón a tu sexo, amorcito. Algunos artistas disfrutan de nuestra casa cuando ya todos se han ido o se han venido apresuradamente. Entonces la casa es el teclear de sonidos eróticos que llenan páginas enteras de novelas o el rayo de sol sobre la nalga de Mesalina o un fulgor sobre el reborde de la braga de Stefanny en el descuido de la mañana, después de una noche de complacencias. Momentos de luz para sus pinturas o de sensualidad para sus escritos. Idealizaciones de las putas que somos. Mentiras que perpetúan el negocio. Nos imaginan como grandes señoras y alimentan las historias de folletín que consume alguna mema, mientras sueña con príncipes azules para su seguridad y con bestiales conquistadores abriéndoles las piernas para los placeres. 38


Más fuerte aún, ¿quieres oírlo más fuerte? Pero hazlo suave, muy suave, primero con el cordón, sube y baja, sube y baja, suavemente. Cada uno trae a esta casa un particular gusto en el bolsillo. Lutwigde, por ejemplo, las prefiere jovencitas, casi niñas y Calpurnia se las provee, tiene clientela suficiente. Sherrinford no la denuncia a las autoridades, más bien aprovecha para sus propios desfogues, los jovencitos griegos. Con Vladimirovich, Kira y Eguchi, se juntan en noches de primavera para bailar con las muchachas. Hay fogata en el patio trasero de la casa. Juegan como niños. Lutwidge trae su caja oscura e inventa fotografías eternas mientras los otros tres se deleitan con la luz de la lumbre sobre los botones recién estrenados de las lolitas. Ninguna tumescencia en las entrepiernas de los viejos pero su mirada es avivada por un brillo de lobos como para atrapar caperucitas. ¿Te calientan las muchachitas, mi sol? Mientras Lutwigde les inventa cuentos enrevesados de complicadas matemáticas, los dos orientales les dan a beber pociones extrañas y duermen junto a ellas toda la noche, sin tocarlas. Calpurnia no entiende todavía qué clase de gozo puede producir acostarse junto a muchachitas narcotizadas. No es una perversión, le ha explicado Geisha, es una muy particular forma asiática, un refinamiento del placer. Esa forma exclusiva, ha insistido Geisha, no tiene experiencias repetidas y los hombres maduros que lo han intentado o han perdido el juicio o terminaron escribiendo novelas tristes. Tanta belleza intocable enloquece a cualquiera. ¿Que te describa las niñas? ¿Quieres que te las describa? Qué cosa más perversa eres. ¿Has aumentado el ritmo del cordón entre tus piernas y 39


babeas un poco? Bien, muy bien, pero no te apures. Asumiendo su papel de encantadora, las noches de Sherezade son extremas. En una de esas noches pude disfrutar, entre camellos, tiendas y ánforas, el espectáculo de cuarenta hombres desnudos. A cuál de ellos mejor dotado. La casa estuvo a reventar y alguna mojigata que había venido por su marido, se quedó a jugar a los cuernos. Luego volvió con otras amigas a conocer las distintas ofertas de la casa. No lo vas a creer, pero tuvimos la oportunidad de ver salir de una lámpara encantada un Efrit con el aparato más largo que yo haya visto jamás, y mira que no he conocido pocos. Sí, sí, sí, también hubo odaliscas de ombligos perfectos, adornados con briznas metálicas que al son de los arghules y la pandereta invitan a visitas más placenteras del señor de las lanzas. No, no, no te corras todavía, dulzura. Aleja el cordón de tu sexo, aguanta un poco porque aún no te he contado la historia más intensa. Una noche, un sonido terrible atravesó los árboles enhiestos y sembró de terror y expectativa el interior de la casa. Eran, después lo supimos, los clamores ardorosos de los dragones en celo. Carlos Gustave y Gastón, quienes han vivido con nosotras desde tiempos inmemoriales, los identificaron y asumieron la defensa. A medida que se acercaban, los cuchicheos entre los dos hombres se multiplicaron. Hacían conjeturas inaudibles. Y si las hubiésemos escuchado, muchas de nosotras no las habríamos entendido. Cábala, imágenes simbólicas, ensoñación, psicología profunda, arquetipos, sombras y luces. Esas palabras llegaban deshilvanadas y nos asustaban más y más por el semblante de sus rostros. Parecían en trance cuando sentían más cerca esas criaturas míticas, hermosas. 40


Reforzamos las puertas, la delantera, por donde entraban los clientes; y la trasera, la entrada obligada de los habitantes de la casa del placer. Gastón nos advirtió que los dragones, animales enormes que golpeaban el aire con toneladas de viento, y llevaban tras de sí una tormenta de rayos y centellas, eran como las sirenas: sus cantos contagiaban de deseos a quienes los escuchaban. Y no mentía, Calpurnia y Geisha fueron las primeras que dejaron escapar unos suspiros entrecortados, como si el calor de los dragones, su mítico fuego, les hubiera tocado las entrañas. Las tetas enormes de Calpurnia se llenaron de sudor y Geisha se quitó su kimono falaz y quedó totalmente desnuda. La palidez oriental de sus senos pequeños no desentonaba con el rímel de sus ojos achinados. Cada mujer llevó una mano al sexo de la otra e iniciaron una caricia anhelosa. El estallido de cristales, sin embargo, las detuvo. Uno de los cinco dragones que acechaban la casa –Gastón había sugerido que podrían ser más–, empotró la cabeza por la única ventana del segundo piso. Y el olor a esmegma, a leche fermentada, nos inundó e incrementó los suspiros entre nosotras. Todas corrimos a las habitaciones superiores a contemplar el espectáculo de ese animal rugoso y cavernario. No aterraba su berrido, más bien parecía el ronroneo de un gato enorme. Provocaba acariciarlo. Y se dejaba. Pero a cada caricia, retrocedía su largo cuello y volvía e estirarlo como queriendo alcanzar la piel desnuda de todas las mujeres. Gustave y Gastón temían lo peor y empezaban a ser capturados por el vaho del animal cuando acudieron a la puerta delantera porque la cabeza de un segundo dragón golpeaba con fuerza, sacudiendo la casa con nuevos espasmos involuntarios. Los gritos de las mujeres se incrementaron. Sería más apropiado decir: los gemidos se incrementaron, había tanta felicidad 41


en nuestros sonidos. Un nuevo estampido pareció quebrar la casa y sorprendió a los dos hombres. El cordón rojo de un teléfono antiguo apareció de repente y dividió la habitación central amenazando sus columnas. Los dos hombres se miraron como si todo su aparataje intelectual no encontrara respuestas a esta situación insospechada. El cordón subía y bajaba rítmicamente, una baba espesa lo recorría. En cada movimiento compulsivo la baba caía en goterones y nos empapaba con su fuerte olor a pescado. La casa parecía a punto de derrumbarse mientras las mujeres incrementábamos nuestra polifonía de suspiros. De pronto, la cabeza de otro dragón irrumpió gustosa por la puerta trasera. El Sendero Estrecho, exclamó Gustave como si desvelara un arquetipo. El Placer del Sendero Estrecho, repitió y encontró la cara sonriente, alelada, de Gastón, quien asentía con felicidad idiota. Gustave comprendió de inmediato: Gastón era presa del vaho penetrante de los tres animales. El cordón aceleró su movimiento hasta producir tremores insostenibles en la casa. Uno tras otro, los dragones dejaron escapar una fumarola lactosa y entonces, en lo más intenso del tremor, el cordón se detuvo y sobrevino un diluvio seminal que nos arrastró fuera de la casa y nos hizo perder la conciencia. ¿Sigues ahí, dulzura? ¿Quieres que continuemos? ¿No? ¿No quieres más? Por favor no te vayas todavía, mi sol, no cuelgues, tesorito. No he terminado la jornada, aún no cumplo la cuota. Si te vas, si cuelgas, no voy a poder pagar la colegiatura de mi universidad y ya no podré terminar mi maestría en Filosofía y Letras, ni leer seriamente a Lewis Carroll y a Propp y a James Joyce y a Paul Auster, ni a Borges, ni a O’Connor, ni a Jung, ni a Bachelard. 42


¿Quieres que me ponga mi vestido de Caperucita Roja? Ya no me va el vestido, pero puede gustarte. Se ven tan bonitas mis piernas, van a gustarte, te invito a recorrerlas hasta que llegues a la caverna del dios escondido. Si quieres, todavía puedo sonrojarme y, fingiendo voz de niña, puedo hacerte las preguntas que tanto te gustan: Por qué tienes esos ojos tan grandes y por qué tienes esa lengua tan larga y de quién es ese clítoris tan grande. Por favor, no cuelgues, mi loba, puedo contarte otro cuento que te ponga. Mira, no lo hagas. No cuelgues, lobita, por favor…

43


44


Noticias de Grecia

Como los sollozos de Fanny no cedieron ante mis reclamos, aceleré a fondo el desvencijado Suzuki 80 para que su fragor le ofreciera refugio a mi angustia. No soporto ver llorar a una mujer, es algo visceral, inevitable. “Está muerto”, repetía en mi interior la voz del desconocido. Una lluvia menuda golpeaba la ciudad y diluía en la engañosa suavidad del asfalto las luces de neón que vigilaban aquella madrugada. El frío y el agua filtraban sus esquirlas por las hendijas de la carpa. Fanny apretó con fuerza la ruana blanca y se arrebujó en el asiento delantero. La miré de soslayo para evitar cualquier palabra. La luz de una vitrina me devolvió la brillante humedad de sus pupilas aleladas. Maldita sea –pensé– y esta cafetera no tiene ni siquiera un radio para escuchar noticias. La voz de pesadilla volvió a invadirme. –¿Es usted Jorge Cabrales? –Ajá –respondí aún desde el otro lado del sueño. No me sorprendió el repiqueteo que desbarató nuestra noche, incluso me demoré en contestar, mis amigos tenían la costumbre de llamar a horas desusadas y por motivos tan pueriles que Fanny desconectaba a veces el teléfono, antes de irnos a dormir. Ella los detestaba. –¿Conoce usted a Ricardo Aragón? –volvió a interrogar la voz impersonal. Me incorporé movido por la misteriosa pregunta. Fanny percibió mi inquietud y abandonó su letargo. 45


–Sí, claro que lo conozco. ¿Qué paso? ¿Qué le pasó? –Por favor, preséntese a Medicina Legal –sentenció la voz átona, indolora. –¿Qué le pasó a Ricardo? ¡Dígamelo, por favor! – pregunté con tono de reclamo, de súplica quizás. Fanny me abrazó tratando de escuchar la conversación. La avenida Libertadores se estiraba, se estiraba, se estiraba bajo la sombra repetida de sus urapanes. Está muerto, está muerto… muerto… muerto. Algunos rostros oscuros que traficaban sexo y las voces ebrias de pequeños grupos que abandonaban las discotecas y se metían en los carros con grititos saltones, mitigaban la ausencia. “Santo Dios, ¿cuándo llegaremos?”. Un sonido de fiesta nos alcanzó por el costado izquierdo y el Mazda 626, verde metálico, último modelo, se acomodó a nuestro lado. Macarena tiene un novio que se llama, que se llama de apellido Victorino… ¡Eeeeeh Macarena! ¡Aaaaaaahh!. Los vidrios empañados impedían ver a sus ocupantes. Dale a tu cuerpo alegría Macarena, que tu cuerpo pide alegría y cosa buena… ¡Eeeeeh Macarena! ¡Aaaaaaahh! Sentí rabia contra los desconocidos que no respetaban mi dolor. ¿Pero qué sabían ellos? En la gran ciudad la muerte es algo impersonal, algo que les sucede a los otros, una noticia, acaso, que naufraga entre millones de habitantes, un suceso fantasmal que apenas nos toca como vaga estadística. El carro nos adelantó sin dificultad, dejando una estela de luz rojosangre sobre el pavimento. Tuvimos delante de nuestras farolas la borrosa visión de un racimo de hombres que bebían y gesticulaban estúpidamente, al ritmo de la canción. Alguien limpió el parabrisas 46


trasero; era un joven, un niño casi, con rostro femenino. Me miró con sonrisa malévola, hizo un guiño y un gesto procaz con su lengua. Maaaaricaaas, pensé con odio. El carro aceleró y se perdió entre la lluvia. Miré de reojo a Fanny, su semblante se había suavizado. ¿Acaso la música le había sacudido la tristeza o se estaba gozando la ofensa? Tenía razón mi abuelo, no hay que creer en amor de mujeres, en lágrimas de cocodrilo, ni en cojera de perros. Era comprensible el cambio, Fanny no quería realmente a Ricardo: le molestaban su aire petulante, sus chanzas agresivas y el ninguneo reiterado con los miembros de El águila de cristal. Nosotros, en cambio, lo admirábamos, envidiábamos su gesto desenvuelto, su conocimiento enciclopédico, su asombroso malabar con la palabra; aunque sabíamos que en el fondo de su verbo volcánico bullía una desesperanza cioriana que lo dejaba huérfano apenas desaparecíamos de su presencia. Este se cree el ombligo del mundo y tiene idiotas que lo celebran, sentenció Fanny una noche que el grupo se marchó de La Guirnalda; abrazados para apoyarse la ebriedad y tratando de silenciar el vozarrón de Ricardo que seguía recitando sus últimas exégesis sobre la novela contemporánea. No respondí, pero tampoco volví a invitarlos al apartamento. ¿Para qué?... si Fanny los detestaba. Columbré al final de la Avenida Robledo el edificio de Medicina Legal; detrás de este se extendía un suburbio que prolongaba la noche entre el sabor a chicha brava y música de carranga. Agotamos la distancia en pocos segundos. ¡Por fin un aire distinto después de una interminable sucesión de luces mortecinas y bodegas enormes como dinosaurios, donde el pánico se agazapaba con ojos de rata! 47


Un hombre abandonaba la edificación con la cabeza vendada, dos personas se apearon de un sedán azul para recibirlo; en el rostro de la anciana adiviné una confusión de sentimientos. ¿Reía? ¿Reía llorando? ¿Lloraba riendo? Estacioné veinte metros adelante y subí por la rampa de camillas. Detrás de mí escuché el apresurado taconeo de Fanny. Atravesé la puerta giratoria y quedé frente a un largo y lóbrego pasillo de azulejos. Ni un solo adorno en las paredes que mitigara el blanco funerario. Volví a escuchar el taconeo, reverberaba con sonidos metálicos sobre la cerámica, ahora era lento su andar. ¿Se habría arrepentido de acompañarme en aquel trance? Al fondo, en la recepción, una enfermera me recibió con su sonrisa caballar de dentadura perfecta. –Señorita, ¿podría darme información sobre Ricardo Aragón? –Acabo de entrar al turno, en un momento le averiguo –buscó con diligencia en la hoja de registros. De repente su rostro cambió de semblante y me devolvió una mirada compasiva. Habló como si temiera lastimarme. –Sí, señor, a la derecha, en el segundo pabellón, en el depósito de cadáveres. Pero antes es necesario que hable con el cabo Garavito –lo llamó por el teléfono interno. Siempre he detestado la tramitomanía que se sobrepone a la vida, pero esta vez agradecí la absurda complejidad que demoraba mi encuentro con la ausencia definitiva. Me senté en una de las sillas de espera y sumergí la mirada en un cuadro de la Virgen 48


María. Sentí los dedos delgados de Fanny acariciando mi pelo con ternura; una ternura que hizo aflorar mi tristeza. Ella se había atrevido a indagar. Afirman que se suicidó, se arrojó desde su apartamento. Politraumatismos, han puesto en la historia clínica. Trece pisos, trece desesperantes pisos antes de estrellarse contra el mundo… el cuadro de la Virgen se diluyó en un azul acuoso. –¿El señor Jorge Cabrales? –oí una voz menudita que pronunciaba mi nombre. El hombre del uniforme era igual a la voz. –Sí… sí, señor –sentí vergüenza de mis palabras trémulas. –Cabo Andrés Garavito –el hombrecito extendió un brazo que apenas separaba de su tronco. Le estreché la mano, una mano pequeña pero fuerte, asertiva. –¿Conocía usted a Ricardo Aragón? –disparó su pregunta sin preámbulo. ¿Que si lo conocía? ¡Y de qué manera! Pero… ¿Qué podría decirle a este hombre que husmeaba mi rostro con olfato de guala? ¿Cómo interpretaría desde su ordenada realidad la brumosa personalidad de Ricardo? ¿Edad? La desconozco. ¿Quién la sabía? En El águila de cristal nos solazábamos repitiendo que aquel era el secreto mejor guardado en la literatura local. ¿De dónde era? Peruano. Impresionaba su rostro anguloso que remataba en unas canas prematuras, inocultable legado de los incas; pero él inventaba gentilicios y patronímicos de rancia prosapia española. Alto, altivo, impecable en el vestir y meticuloso como ninguno. Había llegado a San José de las Lomas con un acento sureño que el tiempo limó sin premuras. Durante años ofició de corrector 49


de pruebas en la editorial Trillaná. Era el único mirmecoleón vivo que había conocido, habría dicho de él Julio Cortázar haciendo alusión al mitológico personaje borgesiano y a su pantagrúelica pasión de devorador de textos. Nadie tenía la certeza de la cita cortazariana, pero es bien cierto que ninguno de nosotros vio a Ricardo dos veces con el mismo libro en sus manos. Por el contrario, cada encuentro en su elegante apartaestudio de Villahermosa, arriba de la circunvalar, era una excusa para tejer filigranas teóricas, donde entrelazaba, al calor del coñac, citas completas de grandes obras de la literatura universal con el autor del momento: Foucault, Habermas, Heller, Bobio, Berman, Ciorán, Castoriadis, Lyotard... Un día –nos contó William Altaner con su acostumbrada tendencia metafórica–, la política le abrió una hendija y él se coló en aquella cloaca de intereses con un vigor de rémora que le permitió alimentarse de los más grandes escualos de la política nacional. Les prestaba su voz, su inteligencia de enfant terrible, su cínica visión de mundo y luego nos invitaba a los actos protocolarios para susurrarnos con placer de ventrílocuo fragmentos de los discursos. ¿Familiares? Ninguno. Al menos no los conocimos y tampoco los mencionaba. Claro que el escultor Óscar Zipayo, el primero en ingresar al grupo, comentaba con preterida maledicencia que había visto crecer la nariz de Ricardo Aragón en la cara de algunos primogénitos notables. ¿Enemigos? ¡Imposible! Por un momento me sentí en el istrenio, improbable lugar –según la Pragmática Literaria de Ricardo– en donde se tocan la ficción y la realidad. ¿Trataba algún escritor de armar conmigo un pasaje de novela negra? En realidad, Ricardo tenía muchos enemigos, su porte arrogante le granjeaba, de entrada, hostilidades gratuitas. Pero existían quienes tenían razones valederas para su encono. Algunos maridos 50


multicortes –¡claro!–, los políticos –¡por supuesto!–, nuestras mujeres –y no solo por las juergas repetidas, cada vez más frecuentes, “nunca me vayas a dejar sola con ese hombre, tiene aire de sátiro”, había susurrado Fanny, enérgica, cuando lo conoció–, y nosotros, los de El águila de cristal –en sus ensayos había incluido, sin darnos crédito, ideas que nos pertenecían e incluso llegó a remitir a un concurso internacional, con su nombre, un cuento que Fabio Mejía le pasó para su revisión–. ¿Era feliz? Sí. Extraña preocupación en el cabeza de un sabueso. “La felicidad es una sombra a nuestros pies que nosotros intentamos descubrir en el horizonte”, nos dijo alguna vez desde su poltrona Luis XV; sin embargo no le creímos; es más fácil proferir sentencias y apotegmas que vivirlas y en su vida conocíamos suficiente amargura para demostrarlo. ¿Acaso había logrado brillar alguna vez con luz propia? En su apartamento, una pared verde campiña exhibía su colección de fotos, acompañado de célebres escritores –Córtazar entre ellos–; pero en todas, la presencia de un ministro, un embajador, el director de algún instituto triangulaba la escena y le restaba intimidad, grandeza. Alguna vez intentó publicar una novela que ni Wagsimiro Villegas –indulgente con los nóveles escritores– quiso comentar. Le faltaba talante de escritor y lo sabía; prefería el goce social de la charla a la soledad de la página en blanco. El águila de cristal era, tal vez, una excusa para tener un público que le negaron en las universidades. Él pensaba con ideas propias, decía, y ahora, en las universidades solo enseñan a los muchachos a regurgitar conceptos para satisfacer la vanidad de los profesores; ¡ay de quien piense distinto de los textos y de los oficiantes sagrados! Están formando enanos sin ingenio, ecos de Eco. También el éxito en el arte lírico le fue esquivo; así lo juzgábamos nosotros cuando concluía sus veladas interpretando a capella fragmentos de Il Pagliaccio. 51


Apoyaba las manos sobre la baranda del balconcito del décimo tercer piso y dejaba escapar una potente voz que tremolaba sobre los primeros aires del amanecer. Aquel canto transido, hermoso sin duda, parecía morir sobre las luces lejanas que parpadeaban como estrellas caídas sobre los desiguales tejados del occidente. Conmovía su cuerpo enorme, inmóvil, doblado sobre las rodillas, el rostro húmedo, ebrio de Brandy y de sueños, que interpretaba, quizás, el aria de su propia tragedia. –Mejor pasemos al reconocimiento del cadáver – instó el cabo Garavito, molesto con mis respuestas evasivas. Muchas noches después del entierro –y aquí es imposible eludir el uso del plural mayestático– descubrimos el profundo sentido de la orfandad. Fabio Mejía había buscado un lugar para hacer las reuniones: Asawa, rezaba en letras de madera sobre la puerta de un caserón con fantasmas propios, una taberna recién inaugurada de un cuñado suyo, a quien le encantó la idea de dedicarle un rincón a El águila de cristal. Dudo que la magnanimidad de su oferta hubiese estado desprovista de cálculos; a la gente le parece interesante asistir a los sitios donde los literatos pierden el tiempo –o lo han perdido– embrollando la vida con problemas imaginados. William Altaner pidió autorización para pintar aquel rincón de verde campiña. Sobre la pared colocamos nuestras fotos acompañadas de reconocidos intelectuales y cada uno se encargó de conseguir su propia silla Luis XV. Completó el mobiliario una victrola que Wagsimiro consiguió en el mercado de las pulgas; en ella cantaba Estebano, con un fondo de torvos cucarrones, una rara versión de Il pagliaccio grabada por el tenor local en la época 52


en que San José de las Lomas era aún un pueblo que no figuraba en los mapas. Se reiniciaron las tenidas literarias; William Altaner disertó sobre el imaginario colectivo en la sociedad de Dostoievski; la calidad de su exposición no deslució su tradicional maestría; sin embargo, algo faltaba para que alcanzáramos la alegría, el éxtasis arrollador de tantas noches. Faltaba él, Ricardo, sus apuntes históricos que ampliaban las exposiciones; sus calambures oportunos que daban paso a la risa y sus preguntas paradójicas que abrían puertas a lucubraciones, a conceptos brillantes que no hubiéramos elaborado por iniciativa propia. Entonces él volvió a ser el centro de las reuniones, recordamos cómo lo habíamos conocido, sus éxitos y fracasos, sus dramáticos desencuentros amorosos, el sentido de amistad que lo llevó, alguna vez, a vender su Peugeot para amparar deudas de juego de Óscar Zipayo; hasta derivar al tema que habíamos ignorado con premeditación: ¿Qué sucedió la trágica noche de octubre? Les referí, entonces, las tres hipótesis del cabo Garavito: el suicidio; una muerte accidental producto de las drogas; una defenestración por venganza. –Poco probable la primera hipótesis, no le hubiera alcanzado el coraje para intentar el suicidio –argumentó Altaner. –Ricardo no consumía drogas –señaló Óscar Zipayo–, y la bebida jamás le hizo perder la conciencia –agregó. –Yo le apuesto veinte a uno a la tercera –repuntó Fabio Mejía. –Pero… esa noche estaba solo y el portero del edificio no dejó pasar a nadie al apartamento; claro que me comentó que desde hacía varios días le había 53


notado una mirada extraña, como si tuviera fiebre – expliqué. –Tal vez encontró su Ícaro –agregó Wagsimiro Villegas. Lo dijo en tono muy bajo, como si estuviera cometiendo una infidencia. Y no era para menos, Ricardo nos contó a cada uno, bajo juramento, el secreto de Ícaro. Lo considerábamos como un rito de iniciación, una clave que nos brindaba condición de membresía, un tema tabú que ni por error era tratado en nuestras tenidas, ni siquiera cuando nos confiábamos quejas sobre sus actitudes inconsecuentes. Ícaro constituía para Ricardo la leyenda más importante de la mitología griega; un mito extrañamente ignorado por Freud y sus discípulos, quienes habían encadenado la cultura occidental a la tragedia edípica; ignorado por Nietzsche que lo hubiera podido convertir en una alegoría de su Voluntad de Poder. Ícaro es –y su voz recia dejaba borbotar toda la pasión posible– el símbolo del hombre corriente capaz de levantarse de la fatalidad cotidiana, desafiando a los dioses, a riesgo de su propia vida, para conquistar su propio cielo; el necesario mito de la utopía: solo somos verdaderamente ricos si poseemos sueños. ¿Tú conoces la historia de Dédalo? ¡Claro que la conoces!, el arquitecto encerrado con su hijo, Ícaro, en el laberinto de su propia desgracia. Compáralos y comprenderás que Dédalo se comporta como aquellos intelectuales que sirven a reyezuelos inicuos, en sistemas despóticos o democráticos; seres doblegados, incapaces de alcanzar las alturas porque después de construir con su intelecto las alas de la libertad, se conforman, asquerosamente prudentes con tímidos vuelos de gallina. En cambio Ícaro, muchacho, Ícaro es la imagen del visionario, del conquistador, del líder, del revolucionario, capaz de sacrificar en la hoguera de la desesperanza su propia vida para 54


alcanzar un ideal, un ideal personal o colectivo. ¿Eres capaz de guardar un secreto? ¿Sí? ¡Júralo! –y venía entonces el juramento que nos impidió, hasta hace pocos años, armar el rompecabezas del poder, del poder interno, el verdadero sentido de El águila de cristal–, cuando Ícaro se elevó con sus alas de cera y plumas, eso lo sabes, ¿cierto? Apolo airado le acercó el carro del sol e Ícaro cayó no muy lejos de Samos; creo que Ovidio hace relación a ello. Sin embargo, se refiere en un antiguo pergamino de Melágoras –y en cada caso nos refirió una bibliografía distinta–, que al momento de su irrevocable caída, Ícaro rogó a su dios insular que redimiera su muerte y le permitiera, en el azar del tiempo, asomar sus ojos a la vida de los mortales. ¿Qué crees que ha podido pasar? ¡Le fue concedido! Y cada vez que un chico acicateado por la fuerza interior, obsesiva, abandona los chircales y se enfrenta con tesón, con terquedad dirán los conformes, a la adversidad de las circunstancias, ¡y triunfa!, en él habita el hijo de Creta. Por la misma razón un cura desata los votos ignominiosos, el oscuro burócrata se juega la comodidad de la vejez al albur de cimas inalcanzables; una mujer entrega sus hijos a causas libertarias y el torero, vestido por la fortuna de oro y plata, regresa cada tarde al ceremonial de la vida y la muerte con la ebriedad de su primer encierro. Y en todos ellos, unos ojos febriles miran desde tiempos inmemoriales. Y este era el secreto que debíamos guardar. –Es inverosímil que un hombre patético, ególatra, vanidoso, se haya convertido en un Ícaro; Ricardo era tan parecido a un dédalo, que es irrisoria, ridícula, esa simple sospecha –apuntó Fabio Mejía. En su tono sobrevivía el resquemor. –Pero es posible imaginar que esa sea la diferencia entre los Ícaros y los ángeles –repuse–; los ángeles 55


son seres celestiales, inmortales, simples, sin matices, pero también sin libertad; los Ícaros, por el contrario, son hombres con alas prestadas, seres espurios, condenados a la libertad, seducidos por el placer, gobernados por la pasión, frágiles, finitos… –Creo que estamos hilando muy fino –interrumpió William Altaner–, no tenemos certeza alguna de la veracidad del relato de Ricardo, la multiplicidad de las fuentes referidas es sin duda sospechosa. Además, especular si Ícaro resucitó o no, en sus ojos, poco nos dice realmente sobre lo sucedido en el apartamento de Villahermosa. Sentí molestia con la interrupción, William era un racionalista puro, un periodista nato a quien le había faltado valor para realizar su sueño: ser reportero de guerra. La metáfora constituía un recurso estilístico para decorar sus crónicas, pero era incapaz de transponer los umbrales de los mundos paralelos. La última vez que escuché la voz de Fanny fue a través de la línea telefónica; llamó para decir que no soportaba más la situación. “¡Tú no me quieres, prefieres la imbecilidad de buscar razones para la muerte de un idiota que se la merecía! ¿A quién le importa o no que las locuras de Ricardo estén o no escritas en algún libro de la historia? ¡Están locos, ustedes están locos!”. De verdad parecíamos locos, ebrios, como lo propone Baudelaire; una ebriedad que nos abrió puertas insospechadas. William Altaner trajo su computador personal y dedicábamos días enteros a consultar en internet las presuntas fuentes del secreto de Ícaro, nos afiliamos a grupos de estudios helenísticos, intercambiamos información y sostuvimos discusiones orbitales. Óscar Zipayo no regresó a su 56


trabajo, alternaba sus turnos de consulta electrónica con la tarea de elaborar en barro dos enormes alas de águila. No puedo seguir siendo un escultor de fin de semana, esta es la vida, mi vida, decía cada vez que se retiraba para contemplar el avance de su obra; pero había serenidad en su labor. Asawa comenzó a ser más frecuentada, improvisábamos charlas y tertulias a horas inesperadas, a estas asistían jesuitas apóstatas, marinos extraviados, comunistas abjuros, nihilistas capaces de jugarse la vida por una sencilla esperanza, “niñas bien” con vocación de prostitutas. Juan Pablo Iregui –así se llamaba el propietario de Asawa–, fascinado con las ordalías intelectuales, nos adecuó en la parte trasera de la taberna una pieza con camarotes. Los días se sucedían vertiginosos y las noches se prolongaban en alcohol, humo espeso y bacanales extrañas. Desde la china, el Dr. Wong nos remitió por correo electrónico Los siete sellos, libro apócrifo de Herodoto. Fabio Mejía, especialista en lenguas criptográficas, se fatigó treinta días con sus noches en la traducción literal de las veinticinco páginas de refinada escritura ideográfica. Estas contaban la historia de un dios rescatado del mar de Licastro, antiguo rey helénico de una isla sin nombre al suroccidente de Samos; durante siete días de penosa agonía, el dios de enormes alas contrahechas susurró al rey y sacerdote por gracia divina, las claves de la vida trascendente; Licastro construyó un templo, instituyó la Orden de los Libertarios: los que prefieren una vida corta, intensa y memorable, a una dilatada y oscura existencia; y dio a la isla el nombre de Icaria, en homenaje al dios caído. La dudosa relación de Herodoto da cuenta de tiempos de esplendor, de diásporas catecúmenas (anacronismo que confirma las sospechas) e inmisericordes persecuciones que condenaron la Orden a la clandestinidad y la borraron 57


de la memoria de los hombres. Fuimos testigos de la metamorfosis de Fabio mientras avanzaba en su tarea; dejó de asistir a las sesiones nocturnas y abandonó el licor y las sustancias estimulantes. Al inicio lo atribuimos a la exigente disciplina que le demandaba su labor de traductor, pero luego nos sorprendió a todos la tarde en que salió del baño con la cabeza rapada. En cada nueva página traducida, sus palabras se hacían más escasas, su voz más pausada, sus conceptos más agudos. Vistió con ropa talar, calzó sandalias de penitente y formó un grupo con cuatro de los clientes más asiduos. Era curioso verlos conversar en voz baja, en una mesa de la taberna, él con un manto blanco y los otros de liquilique. Una tarde en la que Óscar Zipayo daba los últimos retoques a su escultura, lo desconcertaron unos murmullos a su espalda; la nueva secta –como los dominaba Altaner–, oraba ante la figura del Ícaro en ascenso; sus prosélitos se habían triplicado. Fueron ellos quienes hicieron la colecta para fundir en bronce la figura que le valió a Óscar la invitación a la Bienal de Venecia. Aunque los liquiliques se multiplicaron, Asawa conservaba aún un ambiente de bar alternativo. Se bebía menos, claro, y se llenaban las mesas con personas que querían conocer la traducción de Los siete sellos. Una noche de agosto –lo recuerdo porque afuera aullaban los perros y una luna radiante estiraba sombras azules sobre los pasillos–, Iregui se acercó a nuestra mesa para quejarse con William Altaner sobre la actitud de Fabio Mejía. La Orden de los Libertarios le estaba malogrando las utilidades. Solo Wagsimiro y yo fuimos testigos de su queja. –Está convirtiendo Asawa en un templo –dijo. 58


–Mírelo como una oportunidad para cambiar de negocio –le respondió Altaner y soltó una risa sin reato. Celebré con él su gracejo oportuno, no obstante pude advertir un gesto agrio en los ojos de Wagsimiro Villegas. Eufórico aún, Altaner se volvió hacia nosotros buscando nuestra complicidad. –¿Qué tal si lo crucificamos para que se deje de payasadas? Pero el rostro desencajado de Wagsimiro le devolvió una respuesta que jamás imaginamos. –¡Deje tranquilo al maestro! –¿Cómo? –replicó Altener– no sea marica, no me diga que usted también cree en esas estupideces. El tono de la disputa reclamó la atención de las mesas contiguas. Un sonido de cristales rotos y las aristas agresivas de una botella de Brandy relumbraron a la luz de las velas. Espero. Espero en una de las mesas del bar, sobre la acera. El viento intermitente arranca de los urapanes hojas secas que caen a veces sobre la mesa. El mesero me trae otro trago. Hoy es viernes de rumba. Mientras espero, miro la postal que me envía William Altaner desde Jerusalén, un candelabro de siete brazos soportados por el Ícaro en ascenso, de Óscar Zipayo. Recordado Jorge Después de Cracovia, El Diario de las Lomas me envía a cubrir los terribles sucesos de Jerusalén. Como aquella noche –se refiere a la disputa con 59


Wasigmiro, cuando puso punto final a El águila de cristal y acabó con Asawa– la muerte ha vuelto a asomar sus ojos muy cerca de mí, pero ya no me intimida. He pasado dos veces por París y me he encontrado con el bueno de Zipayo. Triunfa en la Ciudad Luz, sus obras adquieren cada día más valor. Se ha casado y espera bebé. Como tú, aún recuerdo a Ricardo y no encuentro una razón lógica de su muerte. ¿Qué has sabido de Fabio y de Wagsimiro y de la Orden de los Libertarios? ¡Bella locura! ¿No? Espero que hayas encontrado tu Ícaro. Saludos. Vuelvo a mirar la firma garabateada, ininteligible. Tal vez le cuente en qué ando ahora… ¿Lo comprenderá? Una música conocida se acerca por la avenida y agita mis sentidos. Macarena tiene un novio que se llama, que se llama de apellido Victorino… ¡Eeeeeh Macarena! ¡Aaaaaaahh! Rodrigo sabe que me gusta y la coloca siempre que salimos de juerga. Su Mazda 626, verde metálico, se detiene y él levanta su mano llamándome. Cancelo y me subo en su auto último modelo. Me presenta a sus dos nuevos amigos, muy jóvenes, delicados, casi niños, uno de ellos me pasa una botella de whisky barato. Rodrigo acelera y le sube el volumen a su estéreo. Dale a tu cuerpo alegría Macarena, que tu cuerpo pide alegría y cosa buena… ¡Eeeeeh Macarena! ¡Aaaaaaahh!

60


Calle de los herrores

“No es perfecto, pero está hecho”, se maravillaba el rabino Judah Low ben Be zalel contemplando su herrorosa creación en la brumosa mañana de Praga donde aún no abría los ojos Gregorio Samsa.

61


62


Alzheimer Celestial

Aún no amanecía. En las últimas calles del pueblo Gabriel fue consciente de la brisa menuda que le golpeaba la cara, suscitando la premonición de un segundo diluvio universal. Desconfiaba de esta garúa, en cualquier momento podía volverse torrencial. Había llovido demasiado tiempo y los caminos se hacían intransitables. A veces, la fuerza de los dos caballos trochadores no era suficiente para sacar las ruedas del carro, atascadas por el peso de la carga que tintineaba a sus espaldas. El pueblo se fue diluyendo a su paso y le era imposible vislumbrar el horizonte, igualmente borroso. Detuvo la carreta un momento para limpiar los cristales de sus anteojos pero la visibilidad solo mejoró por un instante. ¡Arre Belcebú! ¡Arre Lucifer!, gritó mientras fustigaba con las riendas a los caballos para reiniciar la marcha. Avanzó de nuevo un largo trecho, molesto con los cristales empañados por el calor del sombrero. Se había agitado demasiado en la estación subiendo una parte del lote devuelto. “No tienen el Don”, había puesto alguien en la remisión con una caligrafía imprecisa. Veinte figuras de barro de tamaño natural, con diversos oficios. Casi perfectas. Si no fuese por los ojos de vidrio fijos en la lejanía y la música metálica que producían al rozarse, cualquiera podría jurar que estaban vivas. En un principio no hubo devoluciones, pero con el paso del tiempo se hicieron más frecuentes. Cada vez se hacía más dispendiosa su labor. Calculó por lo menos tres viajes para cumplir la tarea de hoy. ¡Carajo! Lo había discutido con Roberto. Si la situación no mejoraba 63


tendría que buscar otras oportunidades. A Roberto no le gustó, le pareció insumisa su actitud. “No nos puedes abandonar ahora, justo en estos tiempos de crisis”, le contestó categórico. Gabriel temía los proverbiales enojos de Roberto y por eso continuó en su trabajo. Decisión por encima de la gratitud y la lealtad que no le impidió hacer llegar sus credenciales a otros posibles patronos. Afortunadamente el oficio prosperaba para otros y se había roto el monopolio. A la altura de Cuatro Vientos la brisa había cedido y una brizna de sol se filtraba por las hojas de los yarumos. A lo lejos, entre un bosque de niebla que desdibujaba el paisaje, pudo ver el rancho de tabla donde Roberto creaba las figuras y la barraca que improvisaron para albergar las devoluciones. Gabriel no entendía por qué razón levantaron la fábrica tan lejos del pueblo. Todavía le gastaría parte de la jornada alcanzar esas alturas. El torno se detuvo y Roberto retiró la pieza. Perfecta. La maestría es una condición del artista que se consigue con tiempo. Casi truco. Lo difícil es persistir en la tarea. Sonrió satisfecho y dejó la pieza sobre el aparador para ensamblarla luego. Disfrutaba la húmeda sensación del barro, mientras torneaba con sus manos aún fuertes cada una de las partes. La habitación, de una sencillez franciscana, era muy amplia y cómoda. El mismo espacio albergaba sin biombo o pared alguna, la cocina, el camastro, y los talleres de cerámica y carpintería. ¿Has sabido algo de Gabriel?, preguntó. Y una voz joven, confundida entre el teclear de un ordenador, le respondió desde la habitación contigua: “Lo he sentido llegar a Cuatro Vientos”. Roberto limpió el barro de sus manos en una toalla estampada y se dirigió a la cocina. Entre los pocos tiestos buscó el tarro de café decorado con iconos bizantinos y lo abrió. Una vaharada inundó la 64


casa. El mejor, el más suave, pensó. Sostuvo la cuchara bajo la nariz y aspiró profundo. Fue consciente, detalle por detalle, de los esfuerzos y las historias que se imbricaron hasta llegar a sus manos, narrativa total que no podía contarse sin traslapar emociones. Se sintió esencial, bueno, magnánimo. Colocó dos cucharadas en el vaso de la cafetera italiana, la atornilló con fuerza, agregó el agua necesaria para tres tazas de café, la puso sobre el fogón de leña y regresó al torno. Nada iguala la emoción de crear, ni siquiera la de comprender, crear es la máxima expresión del comprender; pensaba mientras el borboteo le llegaba como música celestial a sus oídos. Alcanzó a terminar otra pieza antes de atender la cafetera. Con evidente deleite sirvió café en dos jarros y pasó a la otra habitación. Un paso eternamente repetido que siempre le dejaba en el espíritu la impresión de viajar en el tiempo. En un espacio modular, cromado, aséptico, distribuido con eficiencia, trabajaba su hijo, un joven de rostro semita, nariz pronunciada y barba bien cuidada, que superaba los treinta años. Vestía una camiseta estampada con la imagen del Che Guevara. Sobre el escritorio, una pantalla de plasma más ancha que alta mostraba sucesivamente distintos cuadrantes del universo. Un afiche de John Lennon de cuerpo entero servía de separador al espacio donde se encontraba un camarote doble en visible desorden, una batería y una guitarra eléctrica. Sobre la mesa de noche revistas de actualidad, dos volúmenes sobre la Cábala y una Play Boy abierta en la conejita del mes: Magdalena Utiuragui. A mano derecha una ducha con una bañera rodeada de esencias florales y jabones perfumados; al fondo, un pasillo que conducía a una tercera habitación. El joven retiró los auriculares y se separó de la pantalla del computador para atender a Roberto. 65


–¿Has averiguado algo, hijo? El joven recibió el jarro con la figura de Mickey Mouse y calentó sus manos antes de responder. –Creo que nos enfrentamos a un problema de hálito desangelado. –¿Cómo así? –De acuerdo con Internet equivale a una atrofia generalizada, asociada a una muy prolongada edad. –Claro, es entendible. –Por este problema nuestros productos no adquieren el Don y no poseen la fuerza para conquistar su propia vocación. Se dejan amilanar por las circunstancias, equivocan la elección, o se acomodan a cualquier empleo que pueda ayudarlos a subsistir, a sobrevivir, a vivir mediocremente, a no Ser. Y eso que en un primer momento parecía interesarle a las grandes cadenas, ahora no les sirve. La calidad es uno de los requisitos de la producción y sin vocación, sin Don, no hay felicidad y sin ella no hay calidad de vida. –No es posible, eso no nos puede estar pasando a nosotros –musitó Roberto. Iba a agregar otra negativa pero un borbotón de tristeza se le enquistó en la voz. –Además –prosiguió el joven– no contamos con una buena intermediación que genere fidelidad a nuestros productos. La fidelización es una nueva y muy efectiva técnica de marketing. Nuestros representantes han cometido errores históricos y es preciso que los reconozcamos, incluso, pidamos perdón por estos. Es necesario que revisemos nuestros protocolos y nos pongamos a tono con la historia 66


contemporánea. La reingeniería es la única manera de sobrevivir en este mundo competitivo donde tantos otros prometen paraísos artificiales, a menor costo y con mayores garantías. Roberto alcanzó a mirarlo con enfado. ¿De qué lado se encontraba? Un doble relincho evitó de nuevo la enojosa conversación entre padre e hijo esquivada muchas veces a lo largo del tiempo. Salieron a la terraza y vieron llegar la carreta conducida por Gabriel. Los caballos piafaban azogados por la presencia de Roberto. Gabriel saltó del carro y los sujetó de las bridas. El sonido del roce de las figuras de barro intensificó el estado de tensión. –Las vas a estropear, las vas a estropear, ¡estúpido! –gritó colérico Roberto. –Tranquilo, Satanás, tranquilo, Lucifer, sooo, sooo, quietos, quietos –se apuraba Gabriel tratando de apaciguar los caballos. –​¿Cuántos devolvieron esta vez? –Aquí hay 7, son veintiuna piezas en total. Creo que necesitaré tres viajes para traer todas las figuras desalmadas. Sooo, ya, tranquilos, tranquilos. Soooo. –Abre la barraca, hijo. El joven se adelantó presuroso, atravesó el patio hasta la entrada, tomó de la repisa lateral una llave antigua, la introdujo en una cerradura más antigua aún, la giró y las puertas se abrieron abruptamente impulsadas por la gravedad imperceptible de la pendiente. El chirrido de los goznes y el golpe repetido sobre las columnas de madera dejaron en el oído del joven la sensación de una inarmónica obertura. 67


Innumerable cantidad de figuras perfectamente elaboradas y con atuendos de muy diversos oficios aparecieron detrás del polvo levantado por el choque. Las cuerpos estaban distribuidos en tres bloques, unos tras otros con un aparente desorden: sacerdotes que se revolvían con reyes como si les disputaran su retazo de poder y su mítica divinidad; presidentes, primeros ministros y generales quedaban hombro a hombro con históricos narcotraficantes, terroristas y fanáticos; obispos soberbios, engalanados con trajes y alhajas fastuosas, al lado de desarrapados menesterosos, prostitutas y pretendidas damas de alcurnia entreveradas en la misma fila; jóvenes neonazis junto a ancianos, camareros, meseros, jardineros, camioneros, comerciantes y hombres de negocios; hombres, mujeres y niños de razas dispares que en vida no podían encontrarse sin agredirse, estaban allí uno al lado del otro en actitud amistosa. Aquí y allá los rostros de ojos fijos eran iluminados por rayos de sol que filtraban los agujeros del tejado. Dos calles amplias dejaban acceder hasta la última de las estatuas de barro al fondo de la infinita barraca. El tercer bloque apenas alcanzaba la mitad de los otros. –Marduc –llamó Roberto en voz alta y al instante apareció junto a la puerta un hombre corpulento con la cabeza al rape, mirada torva y una mancha roja en la frente. Destacaban en su atuendo las negras botas de cuero y suela de plataforma, amarradas con fuerza a la pierna. El tatuaje de un águila imperial en el hombro derecho reafirmaba su carácter hosco. –Ayuda a Gabriel a transportar las figuras –ordenó– y que nada les pase. Gabriel desenganchó los caballos, temblorosos aún, y los llevó detrás de la cabaña. Marduc aseguró con dos piedras las ruedas de la carreta y esperó el 68


regreso de Gabriel. Roberto y su hijo entraron en la barraca. Había desazón en la mirada del padre. Gabriel y Marduc pasaron con la primera estatua de barro: un panadero de bigotes estereotipados y una sonrisa que prometía hogazas felices. Lo colocaron delicadamente en el suelo y regresaron. Tanto trabajo inútil que invalidaba su capacidad creadora, ¿hasta para hacer pan se necesita el Don? se preguntó Roberto. La figura de una joven maestra atrajo su atención. En los ojos de cristal leyó sus propios sueños, la sintió solidaria, amable, bondadosa. ¿Crear no es una tecnología, un juego de signos, de códigos, una suma de voluntades? ¿No sería el Don una excusa de los intermediarios, artimaña para limitar el pleno potencial de sus creaciones? Una explosión de platos rotos lo sacó de sus cavilaciones. Corrió acompañado del hijo hacia la puerta presintiendo lo peor. Gabriel y Marduc habían dejado caer una de las estatuas sobre las otras produciendo un estropicio colosal. El patio estaba inundado de pedazos de cerámica. –¡Ineptos, torpes, idiotas, idiotas, idiotas! – gritaba Roberto desaforado mientras les arrojaba con furia añicos del propio material. Gabriel y Marduc corrieron a protegerse detrás del rancho. –Ya, padre, ya. ¡Basta! El hijo lo llevó suavemente hasta la puerta de la barraca. Roberto apoyó los brazos sobre la jamba y recostó la cabeza como si fuera a llorar. –Entremos, padre, entremos. Pasaron. Mientras el hijo ajustó la puerta, Roberto se tendió unos pasos adelante. Cerró los ojos. Todo es 69


inútil, bah, todo es inútil. Pudo percibir que su hijo se acostaba a su lado y aunque sus preocupaciones eran distintas sintió comprensión en su silencio. No habrían pasado diez minutos eternos cuando la puerta se abrió de improviso y ellos levantaron sincrónicamente sus cabezas y se protegieron con los brazos. Una luz sideral los enceguecía, aún más, por el efecto de la penumbra. Un viejo con arrugas de millones de lunas entró en la barraca. –¿Abuelo, eres tú? –preguntó el muchacho incorporándose inmediatamente– no deberías estar aquí, tienes que regresar a tu habitación. –Quiero ayudar, yo quiero ayudar –respondió– déjenme ayudar, por favor. Con paso vacilante el viejo se acercó a una de las estatuas de barro y sopló, sopló, sopló. Sopló inútilmente y alcanzó a comprenderlo. Un mar diminuto, luminoso, furioso, de olas contrariadas, le rodó por las mejillas con un estremecimiento de impotencia. Padre e hijo, paralizados por la piedad y la tristeza, fueron testigos del fallido acto creador. La tormenta de estrellas avivada en el pecho de Roberto se desató definitiva y varias galaxias colapsaron en el mismo instante en que Yeison Miguel rociaba en Madrid su aerosol de grafitero y escribía sobre una puerta metálica de la Calle Orense: Oj-Alá. 70


Memorias de Heródoto

Las Hormonias son fieras mitológicas temibles que los antiguos griegos no cantaron. Ni las arpías, que también tienen rostro de mujer, se les acercan en fiereza. Se cuenta, pero toda referencia es apócrifa, que aparecen en las noches de luna roja. Xantipa no era una mala mujer, como la pintan, estaba poseída durante todo el mes por una Hormonia que la centuplicaba en estatura. Sócrates, tan sabio, nunca se enteró por andar entretenido en sus paseos peripatéticos. Tal vez por eso algunos historiadores afirman, Anaxeropoulos entre ellos, que Sócrates no fue condenado a beber la cicuta, fue iniciativa propia cuando pudo enterarse de la verdadera naturaleza de Xantipa. Y no es leyenda, las Hormonias todavía existen, pude padecerlas en Atenas, en la Academia, donde aún es posible contemplar los ojos de la Medusa. También adiviné las Hormonias en el metro de Monastiraki, y descubrí que los deliciosos cuerpos jóvenes, cubiertos apenas por vaporosos vestidos, ocultaban aquellas fieras mitológicas. Ellas hacen olvidar a experimentados marinos, a avezados navegantes y hasta los más escurridizos y valientes corsarios, su costosa conquista. Por eso pude ver naufragar a tantos Ulises contemporáneos por una de estas muchachas poseídas que de alguna manera recuerdan a las sirenas. 71


72


Shakesperiano

“Una imagen, una imagen, mi reino por una imagen” clamaba en medio de la batalla el poeta derrotado. No se enteraba todavía de la explosión de salamandras sembrada en su corazón por la flecha certera de la amazona.

73


74


Cuéntico Cuántico

–Maestro, ¿a qué llamas lenguaje vacío? – preguntó el gato de Schrödinger. –A toda esa bazofia teórica que mi cerebro es incapaz de digerir –contestó Nadie o Nadaie o el escritor colombiano Umberto Senegal. El gato nunca lo supo. De todas formas había tanta incertidumbre en la realidad subatómica que el gato tampoco pudo enterarse si estaba vivo o muerto. Todo era cuestión de onda o partícula y prefirió dejar flotando en el aire de El país de las maravillas su sonrisa de Sheshire bajo la mirada alelada de Timothy Burton. 75


76


La mirada de Julia

“Mierda de mierda”, masculló Octaviano Páramo cuando hundió la punta del zapato en la boñiga desparramada por los caballos de la Bogotá City Railway Co. Habían subido 16 carromatos, y como todo artículo importado llegado a la Capital, hicieron el recorrido por el Río de la Magdalena hasta parar a lomo de mula en ese lodazal que se fingía calle de ciudad con el místico nombre de San Victorino. A Octaviano le gustaba viajar en los carros cerrados del tranvía, más privados, más cómodos, pero ese día, a pesar de su espíritu agorero, la premura le obligo a tomar el número 13. El tranvía abierto lo aturdiría con los ruidos de los cascos y con la música inarmónica de los herrajes, pero lo dejaría en la plaza de Bolívar. Ya tenía bastante mala suerte en su vida como para detenerla por un número. La imprecación lo hizo sentir sucio, no porque la considerara pecaminosa, simplemente no cuadraba con su educación parisina ni con el estatus de su familia. Avanzaba con su carga de recriminaciones entre la mirada de hombres enruanados, la gran mayoría calzados con alpargatas de fique y lona cruda, algunos descalzos y muy pocos con zapatos de cuero; pero todos protegidos con sombreros de fieltro o de jipijapa, seguramente adquiridos a Mr. Streicher en el local Al Progreso de Galerías Arrubla. Cuando recordó el motivo de la premura, el reconcomio le dio coraje para expresar con más fuerza aún: “¡Merde de merde, à vie!” En el costado de la catedral primada, Octaviano 77


trató de quitarse las heces del zapato, mientras su cabeza le seguía dando vuelta a la noticia de aquel 24 de mayo. No pudo asistir la noche anterior a una velada en casa de los Silva, donde quería encontrarse con La Chula, forma familiar y afectuosa de los Silva y sus amigos para llamar a la joven Julia. En las tardes, se encontraban frente a la casa, escondidos de Doña Vicenta detrás de la estatua del parque Santander. Sin embargo, la noche anterior lo detuvo una reunión en la recién creada Escuela Nacional de Bellas Artes. Roberto Páramo, pariente lejano, y un estudiante a quien recordaría como Zamora, lo invitaron a pensar la manera de fortalecer la Cátedra del paisaje instaurada por Andrés de Santamaría y Luis de Llanos. Mientras avanzaba hacia la casa de los Silva, Octaviano pensaba en las dolorosas razones para su bruma, y en el frío punzante bajando rabioso desde los cerros de Monserrate y Guadalupe, y entendió las palabras de sus amigos sobre el colorido húmedo, parco, pero sobre todo triste de esta alejada tierra llena de prejuicios y camándulas. Recordaba las palabras exaltadas de Zamora en la puerta de su casa, cuando aún no rayaba el alba. Se suicidó, se suicidó, Salustiano se suicidó. Octaviano Páramo bajó a enterarse. La luz de una de las 116 lámparas de 1.800 bujías, recientemente instaladas por la primera compañía eléctrica de Bogotá, estiraba la sombra del caballo que caracoleaba en los adoquines de la calle. Julia lo miró a los ojos y dudó de la verosimilitud de sus palabras. –¿Eran estas las calles? –Muy probable. Siguen siendo las mismas calles aunque no sean idénticas, ni tengan la misma nomenclatura de hace un siglo –aseguró Hugo 78


Hernán, mientras los alumnos de su clase de Literatura latinoamericana sorbían un chocolate santafereño con queso y almojábanas, en el desayunadero de la calle 11. La figura alta, desgarbada, enjuta, tiesa, de Hugo Hernán, solo acentuada por una barba joven y unos ojos vivaces que lo salvaban de la fealdad, buscaba también los ojos de Julia. –¡Merde! Perdí la velada y debo asistir al velorio. ¡Maldita sea! Entre los clientes del desayunadero, Páramo buscó con sus ojos a Emilio Cuervo Márquez. Emilio se veía afligido, la cara pálida, los ojos enrojecidos con síntomas de haber trasnochado. ¿Qué pasó? Me llamaron después de la velada para contarme la tragedia. En la velada Salustiano estuvo de buen humor a pesar de los problemas que lo acosaban. Todos los conocíamos. Al poeta la vida le estaba ganando la partida. Bueno a todos nos la gana. Finalmente nos da el jaque mate. Salustiano llevaba muchas jugadas en contra pero la vida no se decidía a darle el mate. En la madrugada me llamaron y les conté a algunos amigos, quienes le hicieron llegar la información a otros. Fue la noche de los caballos, y hoy, Bogotá está hecho un hervidero de chismes, que si Elvira y su muerte lo afectaron, que si tenían una relación anómala, que ya no tenía ni un centavo, que las 52 demandas lo enloquecieron, que si había empezado a galantear con su otra hermana. Y que y que y que, Bogotá es un salterio de quequeismos. Páramo aprovechó el resuello de Cuervo para hacer su pregunta: ¿De verdad puede haberse metido con La Chula? No podría asegurarlo pero cuando doña Vicenta 79


me pidió que revisáramos la oficina encontramos un cheque a nombre de Guillermo Kalbreyer, ya sabes, el florista. Con ese apellido uno no puede ser otra cosa que florista, ¿no crees? Pues, imagina, Salustiano le había enviado ayer, a La Chula, un ramo de flores por valor de cuatro pesos que era todo el capital de la familia. ¿Imaginas? ¿Imaginas? Pero no lo cuentes si no se aumentarán los chismes. Cuando cotejamos la chequera el balance de la cuenta arrojaba unos cuantos centavos. De verdad, eso sí me pareció irresponsable de parte del poeta. ¿Imaginas qué va a pasar ahora con Vicenta y con La Chula? Concluyó Cuervo. La gente que no lo quería, dijo Páramo, por sus presunciones europeistas, por su modernismo a ultranza, ahora comenzará a alabarlo, lo convertirán en una figura, en un mito. ¿Pero, crees que de verdad lo merezca? Tú sabes, yo no lo quería, me parecía patético, filipichín, mezquino, y mucho menos ahora que me cuentas lo de Julia. ¿Se metería con mi Chula? Tanta presunción y venirse a morir de esta manera tan cobarde. Se ha hecho el mártir. La gente olvidará y le perdonará su mezquindad. –Ya eres bastante mezquino con la muerte de Salustiano –cortó Cuervo–. Mejor salgamos. –Bueno, chicos, salgamos que aún nos falta mucho para terminar nuestro recorrido. Los estudiantes regresaron a la calle y se confundieron con los transeúntes. Julia se quedó de última y empezó a caminar al lado de Hugo Hernán interesándose aún más en la historia. Páramo y Cuervo –¿imaginas dos nombres más interesantes para una historia de misterio?– empezaron a ascender la cuesta hasta la casa de los Silva. Bogotá se despejaba y prometía un mediodía luminoso. 80


–Me llamaron a la casa –contó Cuervo con voz confidente, como si revelara un secreto, una historia que después escribió y repitió sobre el poeta hasta que se hizo densa, la única realidad de lo sucedido–. Cuando entré a la habitación estaba a medio vestir, no lo habían colocado en el ataúd, estaba tapado hasta la cintura por los cobertores y se veía en su pecho el corazón con la cruz que le hizo dibujar a Juan Evangelista, según pude enterarme hasta hace unos momentos. –¿Ves?, era un manipulador de miedo –interrumpió Páramo–, se aprovechó de su larga amistad con Manrique. –Tenía –continúo Cuervo– su cabeza de Cristo ligeramente tronchada sobre el hombro izquierdo, los ojos dilatados y los labios entreabiertos, como si interrogase a la muerte. Se veía realmente hermoso el poeta, celestial. –Patético –volvió a interrumpir Páramo cuando ya alcanzaban el Parque Santander. –No seas fastidioso. –Era un mezquino. Siempre he creído que me falta ser más mezquino para ser mejor poeta. A mí nadie me recordará. ¿Acaso debo suicidarme? –preguntó Páramo. –No hables babosadas –ripostó Cuervo y añadió: anoche lo encontramos en su cama, se había matado. –Lo imagino –interrumpió Páramo–, con un viejo Smith and Wesson. –Sí, ¿y cómo lo sabes? 81


–Ese se lo regalé yo –afirmó Páramo–. Además, ¿imagino que le encontraste un libro de Gabriele D’Annunzio? –Sí. El triunfo de la muerte. –También se lo regale yo –Cuervo lo miró con asombro; adivinó la secreta intención en las revelaciones de Páramo. –Realmente te has pasado de mezquino. –¿Vamos a entrar al velorio, o no? –Bien, chicos, vamos adentro –dijo Hugo Hernán animando al grupo. Los universitarios entraron en la Casa de Poesía con ojos de no haberla visitado nunca, aunque para algunos ya era un lugar habitual. Sintieron el fresco vegetal que emanaba del patio en este luminoso día de mayo. Julia pudo observar un hombre de unos treinta y cinco años de aspecto cautivante pero con una vestimenta inusual, pasada de moda. Vigoroso y con mirada penetrante. La empatía pareció superar barreras. El hombre se le acercó con una sonrisa confiable y quitándose el sombrero de copa, le hizo una venia y le besó la mano. –Un placer conocerla mademoiselle –le dijo en un francés perfecto–, me llamo Octaviano Páramo, ¿no nos hemos visto antes? –Julia sonrió. A pesar del lugar común para abordar a una chica sintió sinceridad en las palabras de aquel caballero. Oyó la voz de Hugo, esta vez autoritaria, y la sintió como un pulso. Le agradó. 82


–Bueno, bueno, cada uno a los lugares asignados. Julia se quedó en el grupo de audioteca. Entraron en la sala. Acercó una de las incomodas sillas, se sentó, estiró las piernas, bajó un poco la cremallera de la blusa, se puso los auriculares y se dedicó a dejarse consentir por la voz del lector del Nocturno y por los ojos ávidos de los dos hombres que la miraban desde tiempos distintos, mientras ella seguía la lectura repitiendo con los labios húmedos: Y eran una Y eran una Y eran una sola sombra Y eran una sola sombra larga.

83


84


Razones de viajeros

Si la gaviota que miraba desde lo más alto de la arboladura hubiese escrito lo que allí abajo sucedía, se habría convertido en la mejor excusa para un narrador omnisciente que quisiera novelar las múltiples razones de un viaje a la conquista de la literatura. ¿Dónde está la bolita? No era un día reluciente –habría escrito la gaviota–, un cielo cerrado amenazaba tormenta y sumía los espíritus entre la contradicción de la desesperanza y el desasosiego de la expectativa. En el embarcadero, hombres y mujeres distraían la espera con las jugadas del prestidigitador que conquistaba la esperanza de acertar al grito de ¿dónde está la bolita? ¿Dónde está la bolita? Habían pasado ya los tiempos de Stevenson, como también hacía mucho que Rimbaud, con sus pasos precoces, había abandonado el sueño de la palabra alelada para buscar en África destinos más venales. No había pasado, sin embargo, tanto desde que Saramago le ganara a los años la certeza trascendente del acto de narrar. Por ello, tal vez, las zancadas que se apresuraban en el muelle no incrementaban la sonoridad de la madera con sus patas de palo ni alimentaban aventuras con los garfios mitológicos que relumbraban al sol. En este ahora, más tecnológico, junto a la tienda de ultramarinos se escuchaba el teclear afanoso saliendo de los cubículos de cristal. En aquellas urnas traslúcidas, quienes aspiraban al viaje de la 85


imaginación tramitaban formatos en impresoras silenciosas. Como si el prestidigitador lo hubiese orquestado así, entre los aspirantes a viajar corrió como un rumor que el funcionario de la Universidad de Texas esperaba encontrar, en cada uno de ellos, la experiencia, la voz, la visión particular de su carácter de escritor. Alguien agregó que era importante informar sobre las influencias literarias y otro porfió en que, las importantes, eran las razones por las cuales el trabajo que ofrecían al otro lado del mar constituía el más indicado para desarrollarse como escritor. Y esos fueron, sin duda alguna, los motivos reales para que aquella mañana de septiembre la gaviota escuchara tantas historias extrañas en el embarcadero. Nada menos propicio para el inicio de un buen viaje que una tormenta. De tal modo que, a la par que los aspirantes leían el cielo con preocupación, el funcionario leía, con cara de juez inconmovible, la carta de propósitos que cada cual llevaba impresa en su rostro, mientras el prestidigitador aporreaba de nuevo la mañana con la pregunta inquisidora: ¿Dónde está la bolita? ¿Dónde está la bolita? ¿Dónde está la bolita? Uno de los viajeros, como razón esencial, se limitó a repetir ante el funcionario, verso a verso, la Confesión de Homero leída directamente de su Bitácora de Ulises: Alguien me habita como a un vetusto caserón sin límites. Me recorre lentamente. En los pasillos de mis venas musita cábalas antiguas y teje poemas y leyendas. 86


Sus anhelos de mar se asoman a las gastadas ventanas de mis ojos. Es el otro que a veces me supera emerge por mis poros me sigue presuroso por los dédalos infinitos de una ciudad sin destino y se ríe de mi triste condición de burócrata porque sabe que al final de la jornada tendremos los dos idéntica estatura. Y esas palabras bastaron para que el funcionario le extendiera el boleto. Otro, que solo entendía la validez de las razones objetivas, se acercó llevando en las manos un cúmulo de libros que le impedían la visión y lo hacían caminar en peregrino equilibrio. Los dejó en el suelo y regresó con un montículo mayor que arrastró hasta la mesa sobre una plataforma de ruedas. El funcionario alcanzó a leer algunos títulos. Las obras completas de García Márquez y de Borges, y todo el boom latinoamericano –William Ospina, entre los nuevos–, se apreciaban desiguales frente a la pila de libros en la que se alcanzaban a leer los nombres de Faulkner, Joyce, Kawabata, Yourcenar, Proust, Calvino, Kundera, Böll, O’Connor, Dostoievski, Tolstói, Mann, Hess, Süskind, Shakespeare, Esquilo, Maupassant, Verne, Twain, sin orden aparente. Libros ajados, con señales de haber sido leídos y releídos. El funcionario cogió al azar dos o tres y descifró los escolios escritos con una letra desigual y apiñada. Los vientos de agua arreciaron y le obligaron a ajustarse el impermeable. No le extrañó ver entre los libros algunos títulos de sociología, filosofía y educación, y sonrió al mirar tratados de gramática y pragmática literaria. ¿Dónde está la bolita? Alcanzó a oír de nuevo y cierta molestia se le dibujó en el rostro ante 87


la demanda repetida. Suficiente, dijo y algo de su incomodidad se tradujo en la voz. Así que entregó con premura el boleto al hombre que esperaba. El siguiente, apresuró. Realmente era “la siguiente”. Una mujer con apariencia de poeta vallecaucana. En sus manos, unos pocos libros. En la derecha, una antología de la poesía iberoamericana que entre grandes figuras como Neruda, Huidobro, Darío, Vallejo, Hernández, Paz, García Lorca, Gabriela Mistral, Barba Jacob, Silva, Vidales, Roca, incluía a dos poetas totalmente desconocidos para el gran público: Baudilio Montoya y Elías Mejía. Y una antología de poesía europea y norteamericana en donde no faltaban Whitman, Yeats, Wordsworth, Baudelaire, Mallarmé, Evtuchenko, Verlaine, Thomas, y otros nombres que el funcionario dejó pasar rápidamente frente a sus ojos. Chisporroteaba el cielo y tronaba con fuerza a lo lejos. En la mano izquierda la mujer llevaba otro libro compacto que contenía las obras completas de León de Greiff. El hombre le pidió que leyera algunos de los versos del colombiano y los consideró musicales, bellos, profundos, pero intraducibles. Hay tanta sonoridad y tanta saudade en su lenguaje como en una caracola marina, dijo con un sentimiento insondable aunque incompleto y le entregó a la mujer el boleto para abordar la nave. Como si hubiera aprendido la lección, esta vez apremió con un ¿quién sigue? Siguió un hombre con cara y cuerpo de burócrata. Y tú, ¿por qué estás aquí? –preguntó el funcionario con asombro–. Porque he hecho una vida que merece ser contada –respondió, sin complejos, el burócrata–, conozco, desde la propia entraña del poder, la grandeza y la bajeza del ser humano y quiero aprender a contarla y ningún lugar mejor que un programa de escritura creativa. 88


El funcionario no se demoró con él y sin embargo le extendió el boleto para el viaje. Algo en la demanda de la voz del prestidigitador le hizo pensar que se podría haber equivocado en la decisión. ¿Dónde está la bolita? ¿Dónde está la bolita? ¿Dónde está la bolita? Otro; inquirió con mayor fuerza el funcionario como si le pesara el firmamento cada vez más encapotado. El siguiente se acercó con un catamarán a escala. Es la metáfora de mi vida, respondió automáticamente frente a los ojos inquisidores del funcionario. He sido como un barquero funámbulo que ha navegado con un pié en cada barca, por un lado mi profesión como docente universitario, llena de currículos y de formatos pedagógicos, y por el otro, mi pasión por la literatura. He propiciado todos los aprendizajes posibles y también conozco todos los goces báquicos de la bohemia, pero no he podido articular una obra que valga la dicha, reafirmó el hombre del catamarán cuando ya los primeros lamparones de agua caían sobre la planilla manchando algunos de los nombres inscritos. Quiero acercar las dos barcas y darles una sola forma, y si me permite continuar la metáfora, ningún lugar mejor para calafatear técnicamente una nave como esta que el ofrecido al otro lado del mar. Curioso el ejemplo, pensó el funcionario, pero acertado. Y le facilitó el paso. Hubo un momento en que el funcionario oyó mucho más cerca la cantinela del prestidigitador y levantó la mirada. Lo apreció de golpe, tenía un rostro cicatrizado por siglos de soles, como si todas las historias de mar navegaran en cada una de sus arrugas. –¿Qué haces aquí?, dedícate a tus juegos y tus artificios para engañar incautos –le espetó el funcionario queriendo ningunearlo. 89


–Yo también tengo derecho a la felicidad – respondió el prestidigitador–, ¿no es acaso la literatura un artificio más? –y antes de que el funcionario pudiera responderle extendió con velocidad prodigiosa tres medios huesos de nuez y una judía roja que escondió en uno de ellos. Bajo sus manos esqueléticas los giró ante la atenta mirada del funcionario. –La literatura es prestidigitación –continuó el hombre que hacia girar, vertiginosos, los huesos de nuez–, creemos señalar la realidad desde la metáfora, pero no vemos los tres dedos que nos señalan. Olvidamos que la literatura es arte y oficio, artificio, la maestría de un juego con 26 elementos. En últimas, otro juego del universo, un juego ontológico quizás, pero juego al fin y al cabo. No solo señalamos con la palabra, somos también lo señalado. ¿Dónde está la bolita? ¿Dónde está la bolita? ¿Dónde está la bolita? Una sensación de vértigo dejó al funcionario al borde de la náusea. Y cuando levantó la mirada para controlar su sensación interna no encontró la gaviota en la arboladura, ni la tienda de ultramarinos, ni la tormenta que se avecinaba y mucho menos el barco y sus pasajeros. En una playa desnuda, donde él mismo se sentía flotar bajo un límpido cielo azul, una niña prepúber doblaba el mar sobre el sueño manso de un perro dormido. Y él, en su función de juez inconmovible, era parte del sueño de ese perro. Sin embargo, tuvo la íntima convicción de que él no era el sueño simple de ese perro que dormía. Él no era, ni sería una sombra de ese sueño. Aquel ya era un tópico de la literatura. Él lo sabía bien y lo repitió en medio del delirio, con la convicción de estar dando su cátedra bajo la mirada indolente de estudiantes desangelados que intentaban inútilmente aprehender el Don de la escritura: desde el principio de la humanidad hemos padecido la pesadilla de ese sueño. Desde las sombras 90


del griego y su caverna hasta los poemas de Manrique, de Shakespeare, de Calderón de la Barca, incluso en los juegos borgesianos de los infinitos espejos, de sus ruinas circulares, donde otro dios nos sueña, siempre nos hemos imaginado como personajes en busca de un autor. Pero somos sujetos de una “realidad real” y objetiva expresada desde el habla y los lenguajes. Y mientras lo afirmaba en voz alta frente a la mueca burlona del prestidigitador que continuaba azuzando los vórtices del olvido, la memoria del funcionario se aferraba a sus propias certidumbres cronotópicas, sus reservorios de presencias, su personal espacio– tiempo vivido con intensidad. Y esa certidumbre lo devolvió a la lucha por recuperar su propia realidad. Él no podía, ni le interesaba, perder el pulso con el prestidigitador porque perderlo era caer en su trampa, era perder el sentido de la existencia. Y él, el funcionario de una universidad estadounidense, quien había salido de las barriadas chilenas, y había ascendido ninguneando y profundizando diferencias, hasta las aulas soporíferas donde acunaba sus propios sueños de gloria, tachonados de triunfos y traiciones, de reseñas periodísticas y entrevistas mitológicas, no se iba a dejar arrancar, por juego de birlibirloque, su retazo de inmortalidad. Y aunque ya no escuchaba el graznido de la gaviota se sabía parte fundamental de esa realidad real, donde el juego de los lenguajes brindaba sentido a la existencia. De tal modo que el funcionario jugó su única carta y en un gesto de valentía señaló uno de los huesos de nuez, donde no apareció la judía roja que trataba de identificar en un esfuerzo inútil por ganar la partida. Sintió entonces que era su turno. Cogió uno de los boletos, lo dobló lo mejor que pudo y lo puso bajo uno de los huesos de nuez, mientras los hacía girar con torpeza ante los ojos avezados del prestidigitador. Con desgano repitió la fórmula ¿dónde está la bolita? ¿Dónde 91


está la bolita? ¿Dónde está la bolita? Solo entonces entendió: en la literatura, como en cualquier arte, la maestría es el producto de largos años de práctica, de juego incesante con los elementos que se combinan y recombinan hasta lograr la máxima verosimilitud de la ilusión. En el momento en que lo creyó oportuno y luego de una disfrutada sensación de victoria frente a la arrogancia del funcionario, el prestidigitador señaló uno de los huesos de nuez y, efectivamente, ante él apareció el boleto que le daba derecho a la felicidad del viaje. El funcionario sintió entonces que había traicionado el sentido de su tarea y se derrumbó agotado en el malecón, frente a la tienda de ultramarinos, donde pudo contemplar de nuevo a la gaviota en lo alto de la arboladura. Una gruesa gota le golpeó con fuerza la mejilla, le limpió la culpa y le dejó en el espíritu otra certeza, la certeza de triunfo. Cuando el funcionario intentó retirarse, solo un hombre, no más alto que el término medio, pero oscurecido por la tormenta, quedaba en mitad del embarcadero. Espere –gritó el hombre que aguardaba entre el estampido de los rayos–, quedo yo. Y lo dijo tan fuerte como nunca más podrá ser dicho: yo soy el hombre, este es el momento, la literatura es mi vida, quiero dar el gran paso. Con enorme dificultad el funcionario constató un dato en la planilla y, contra el viento que arreciaba, se acercó al hombre y le extendió el último boleto. En el mismo instante en que lo recibió, el graznido de la gaviota extendió el horizonte y dio inicio al segundo diluvio universal. El funcionario respiró aliviado. El arca estaba completa. Era el momento de partir. 92


​Contravía

Lo has soñado siempre, este momento lo has soñado siempre. El auditorio lleno, tus hijos en primera fila, bien vestidos y con lágrimas a punto de aflorar por el choque de emociones. Unos hijos siempre orgullosos de ti aunque te sintieras nadie. Esperas ansiosa y mientras esperas, la memoria desgrana imágenes como en las películas que viste por primera vez en el teatro Yarí. Tus primeros años en La Guajira, la aridez de esa tierra surcada por flamencos, la ranchería con sus recuas de contrabando, el amor por Chepe y el interés de tu padre por casarte con el cacique Petronio, sin consultar tus sentimientos. Veinte chivos, le oíste decir al püitchipüi Ojeda, don Petronio ofrece veinte chivos por la mujer, si está entera, y observaste el brillo de los ojos de compae Fonseca ante el ofrecimiento del palabrero. ¿Así eras de hermosa o tan poco valías? Nunca supiste el verdadero valor de la mujer en esa tierra, como sí conociste tu poco valor en cada territorio que pisaste. Las imágenes continúan y te inundan con angustias antiguas. Recuerdas el desespero y la aparición milagrosa de Mario. Era martes, tu padre viajaba a Urumita a presentarte con el cacique Petronio. Mario, por aquel entonces era joven, flaco y sin la barriga prominente que fue ganando con el tiempo. No olvidarás los ojos profundos y la sonrisa de picardía debajo del bigote, el rostro descolorido de los hombres de las montañas y ese sombrero evidenciando que no era de estos parajes yermos. Sí, yermos, como 93


aprenderías a decirlo en las tardes de poesía con Irene. Entre la polvareda de Urumita, a un lado de ese recuadro que se soñaba plaza central, Mario detuvo de repente el vaso de whisky caliente y con lujuria paseó los ojos por tu figura. Miraba tu cuerpo, no la manta bordada con tus manos. Le sostuviste la mirada al paisa. Así lo llamaban los hombres que estiraban un paseo festivo en el acordeón, acompañado de una caja y una guacharaca improvisadas. Te quedaste mirándolo y de pronto se te ocurrió la idea. ¿Y si te escapabas? Sonreíste. El hombre te devolvió la sonrisa con el gesto de la lengua humedeciendo los labios. No tuviste tiempo de sopesar tus pérdidas: perderías a Chepe, sus manos cálidas y los labios con los cuales aprendiste los primeros besos, la sombra protectora de Adela, y ese paisaje que ya amabas con la pasión alborotada de tus dieciséis años. Solo lo sospechaste de golpe, no calculaste, aquel hombre era la puerta de salida, él podría salvarte del viejo Petronio y de tu padre, el compae Fonseca, a quien ya odiabas por el atropello de venderte. Tu madre ya te había advertido, la vida es así, nada la podrá cambiar, resígnate hija y mejor aprende a guisar y a bordar tus propias mantas. Nadie se casa en esta tierra por amor. Aprende. Para eso nacimos, te enfatizó Adela con su resignada tradición. Mientras compae Fonseca hablaba con el palabrero Ojeda, para determinar tu justo precio y las razones para convencer a Petronio del pacto, te deslizaste en silencio hasta el restaurante La Hicotea donde habías visto al hombre del sombrero aguadeño. Los músicos detuvieron el paseo. La patillalera, recuerdas. Uno de ellos sostuvo un silbido cuando entendió que la frescura de tu cuerpo iba decidida hacia el forastero. 94


–Miren, el paisa nos salió aventao. Viene por lo nuestro –advirtió el de la guacharaca. A pesar del temblor en las piernas tu actitud fue cortante, tanto porque solo conocías unas pocas palabras de la lengua arijuna como por la incertidumbre del resultado de tu propuesta. –¿Sale pronto para el interior, arijuna? –le preguntaste –Pensaba salir mañana; pero si quieres salgo esta misma tarde, princesita. –Ahora mismo –te atreviste a decir. –Uiiiijjjuuu, la indiecita tiene afán –subrayó el dueño del acordeón. –Pero no tengo cómo pagarle –afirmaste. A Mario le brillaron los ojos. –Eso ya se verá. Tus ojos fueron una súplica. –¿Verdad? –Prepárate, sigues tú. La voz del presentador corta los recuerdos y te coloca de nuevo en el auditórium del Moonlightland Hall Center, donde te será entregado el Premio Internacional Don Haskins de la multiculturalidad. Adiós, morenita, me voy por la madrugada, / no quiero que me llores / porque me da dolor… 95


En el escenario, como artista central, Carlos Vives canta las letras del maestro Escalona y despliega la magia de ese ritmo que él llevó a los escenarios internacionales con sonoridades contemporáneas. …paso por Valencia / cojo la Sabana, / Caracolicito y llego a Fundación. // Y entonces... me tengo que meter / en un diablo al que le llaman tren / ay, que sale por toa la zona pasa / y de tarde se mete a Santa Marta, / que sale por toa la zona pasa / y de tarde se mete a Santa Marta. Los acordes tocan tus entrañas con fuerza atávica, la piel se vuelve dunas, desierto, ojos de iguana, sal de Manaure. Las líneas de El testamento te llevan de nuevo al recorrido junto a ese hombre ansioso con quien huías de tu tierra, pero sobre todo de un destino que otros preparaban para ti. Ráfagas de territorios nunca vistos, las grandes plantaciones de banano donde se evidenció el afán expoliador de la United Fruit Company, las temperaturas insoportables junto al Gran Río y el ascenso pedregoso a la gran ciudad que los arijunas llamaban la capital, como te fue explicando Mario, entre una verbosidad irrefrenable que quería agradarte y el asedio continuo de sus manos. Lo cortabas con la frase repetida: maneje, arijuna, o nos matamos. Mario te deseaba y pudo haber abusado de ti, pero él no podía creer, como luego te contó, que la vida me hubiera regalado una indiecita para mí solito, me sentía el hombre más afortunado del mundo. Por eso, era fácil para ti repetir, maneje, arijuna, o nos matamos. Más aún cuando la carretera polvorienta, abierta a precipicios intuidos en esa selva que te alelaba con su cantidad de verdes, se volvió una sucesión interminable de curvas a derecha e izquierda y los elevó a La Línea, el paso más alto 96


de Latinoamérica, como te lo dijo el paisa, con un orgullo en los ojos que superaba la mirada de deseo. En el principio de esa noche que alcanzó el ronroneo del Ford 60, empezaste a sentir los estragos de tanta vuelta, y el estómago amenazaba hacerte perder la conciencia, la posibilidad de mantener elevados los puentes de tu fortaleza. Todavía luchabas por contener los deseos de trasbocar cuando el paisa cantó, con una sonoridad no escuchada antes por ti: Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno. –Mira, indiecita –dijo Mario como si fuera a hacer una revelación sagrada–, vas a ver lo que nunca has visto. Y de repente, en una curva de la carretera, a la altura de La Divisa, apareció ante tus ojos un sembrado de estrellas, dos débiles líneas de luces titilantes y lejanas separadas por un negro profundo. Son las mismas que alumbraran con sus pálidos reflejos hondas horas de dolor. Lo miraste distinto, el rostro ajeno de Mario se ablandaba, ese hombre desconocido con quien compartiste 4 días a través del territorio de aquella nación no concebida ni en sueños, se ablandaba; depusiste las armas, lo miraste distinto. El paisa sostuvo su pie en el freno y descendió despacio, acariciando con sus ojos las luces lejanas que aparecían y desaparecían entre la negrura del bosque. Y aunque no quise el regreso, siempre se vuelve al primer amor. Entendiste tiempo después que el primer amor de aquella canción tenía nombre propio en la memoria de Mario. El paisa se refería a Calarcá, la primera línea de luz que apareció ante tus ojos. Eras libre. O al menos, así lo creíste. Calarcá se volvió para ti, amparo, casa rentada, cotidianidad, seguridad, posibilidad de sobrevivencia. 97


Bueno, en un principio no fue así. Llegaste a la casa de Edelmira Montero, la madre de Mario, una paisa raizal, descendiente de los colonizadores, no te miró con buenos ojos. ¿Y a éste por qué le dio? Anda trayendo indios al monte, oíste que le dijo a una de las seis hermanas de Mario. Él estaba feliz con su nueva posesión y no se amilanaba ante los reclamos de Edelmira. –Mirá, Mario, te vas a ganar la malquerencia del pueblo. Y me sacás ya a esa india patirrajada de la casa. –Ahora mismo, mamá, ahora mismo me largo de aquí. En contra de la voluntad de su mujer, Federico, un amigo de Mario, los acogió esa noche y al día siguiente ya estaban buscando una casa en Fusa, la calle larga de aquel pueblo pequeño donde se ubicaban quienes no tenían sangre antioqueña. Recuerdas la casa de paredes blancas, de bahareque, piso de tabla encerada a mano, con chambranas en macana, y un patio extendiéndose entre matas de plátano hasta tocar el horizonte de montañas que cortaban y elevaban la mirada prodigándole un nuevo sentido a la libertad. –Esta noche se encuentra con nosotros Matilde Jupayú –anunció el presentador en un hispañol de frontera, con acentos estadounidenses. Habían aceptado presentarte sin el Fonseca y sentiste orgullo de tu apellido Wayú pronunciado en voz alta. Sentiste que le rendías un homenaje merecido a Adela y a todas las mujeres de tu tribu. Los hijos deberían llevar el apellido de sus madres, es la única certeza que se tiene, volviste a pensarlo. Los aplausos llegaron hasta bambalinas donde esperabas la frase concertada. 98


La india Matilde, te llamaban en la calle Fusa. Y te acostumbraste a ese nombre despectivo disfrazado de amabilidad. Pero no te importaba. Aprendiste a amar a tu salvador y a ese pueblo lleno de poetas y cantinas donde las rocolas dejaban oír la voz de María Luisa Landin, Daniel Santos “El Jefe”, Agustín Magaldi y claro, Carlitosss Gaaardel, que cada día canta mejor. Con el paisa conociste la magia del cinematógrafo en el Teatro Yarí y bailaste a Celia Cruz y a Matilde Díaz en las casetas de esterilla, cubiertas con virutas de madera, armadas en las calles laterales de la plaza de Bolívar. La tierra cafetera se volvió tuya a través de esos carnavales de felicidades precarias con olor a chorizo, chuzo, chicharrón y chócolo. Mario viajaba con frecuencia y no te importaba su ostentoso machismo de cosa adquirida. Y así como aprendiste a amar al paisa, casi con resignación, aprendiste a disfrutar ese lenguaje de esssesss arrastradas y ejercitaste sin problemas el oísssste vosss que, sin embargo, no ocultaba tu procedencia. También aprendiste, con una de sus herederas, el arte de la culinaria de Domitila Reina, famosa por la chicha de maíz, la rellena y los tamales tolimenses. Desde los postigos de la puerta-ventana –no podrías decir de tu casa– ubicada al frente del colegio San José, regido por Madres Vicentinas, veías a mujeres de tu misma edad que llegaban a estudiar. Un sentimiento de orfandad te inquietaba viendo a esas niñas que no padecían el destino de atender a un hombre ni las responsabilidades de un hogar. Y un deseo lento creció dentro de ti. Cuántos años bajaste desde la calle Fusa a la plaza de mercado –La Galería, la llamaban en Calarcá–, cuántas veces recorriste el piso empedrado, atravesaste el ambiente fresco de aquella construcción amplia, 99


luminosa, con aromas vegetales acentuados, y cuántas veces dejaste atrás las casetas de abarrotes donde los campesinos compraban sus mercados semanales, los almacencitos de zapatos de pobre, para pasar por entre la algarabía de los carniceros que gritaban los precios competidos o alababan el pescado fresco acabado de llegar del puerto de Buenaventura y cuántas veces llegaste hasta las cocinas limpias donde se vendía, en platos de peltre, caldo de ministro, un cocido de papa y criadillas de toro con grandes cantidades de perejil y cilantro, un cocido aromático y salado que te hacía recordar tus lejanas sopas de tortuga y la memoria protectora de Adela. Pasaron tantos años como hijos para la eclosión del deseo. Para poner tu huevo de hicotea, como tantas veces lo contaste. Y un día decidiste averiguar con la dueña del tenderete. –Emilia –le contaste–, quiero ir al colegio, quiero aprender a leer y a escribir, quiero ser bachiller y... La risa de la mujer no te dejó terminar la retahíla de intenciones, de sueños exaltados. –Estás soñando despierta, india. No podrás llegar hasta allá. Pero si quieres te enseño las primeras letras. Eso sí lo puedo hacer. Aceptaste. Y esperaste ansiosa el regreso de Mario para contárselo. –¿Estás loca? –fue parte de la respuesta irritada de Mario–. Y, ¿quién va a cuidar de mis hijos? ¿A quién pedirán ayuda cuando estés ocupada en aprender lo que a vos no te importa? Mejor quédate en casa y olvídate de pendejadas, india. Esa fue la primera discusión fuerte con Mario y la primera vez que te cruzó la cara. Te tragaste la rabia. 100


Pareció un hecho fortuito, pero se volvió costumbre hasta que Mario comenzó a demorarse en sus viajes e intuiste la verdad de otra mujer en la vida del paisa. Los bordes de tu propio desierto extendieron sus límites en la voz de Rolando Laserie: Hola soledad, hola soledad. Y un día te sorprendiste siguiendo la cadencia entrañable de Toña La Negra en el mismo tocadiscos que Mario te había traído de Maicao: Eres mi vida y mi muerte, te lo juro, compañero, no debía de quererte, no debía de quererte y sin embargo, te quiero. Paraste en seco esa especie de reclamo. Sentiste extraña la canción lastimera: una consecuencia de la educación sentimental de ese pueblo de tragedias ajenas. De verdad, ¿lo querías? ¿O solo lo necesitabas? ¿Y si lo dejabas? Esa vez calculaste las pérdidas y pensaste en tus hijos. No te decidiste. Pero al siguiente mes te encontraste en la encrucijada de pagarle la renta a tu casero. Surgió entonces la idea y te atreviste a pedirle un préstamo a don Eliécer, mientras alargaba las cuentas por pagar con su letra patoja en un cuaderno de escuela. El viejo humedeció la punta del lápiz en sus labios y apuntó de nuevo: –Media libra de manteca y, ¿qué más? –¿Y para qué quiere ese dinero, india Matilde? –preguntó el tendero mirándote por encima de los lentes con sincera curiosidad. No te guardaste nada. –Don Eliécer, Mario no regresa, empiezo a pensar que me dejó por otra. Voy a arrendar una casa, a alquilar habitaciones, vender almuerzos y comidas. Algo debo hacer; si no a usted no le alcanzará el cuaderno para anotar lo que le debo. 101


–Interesante –respondió con una sonrisa cómplice–, ¿y cuánto necesita? –Lo suficiente para pagar dos meses de arriendo y el plante para alimentar los comensales. –Claro, con gusto, si promete pagarme pronto. Pero además debe darme un cuaderno nuevo. Este negocio no se puede administrar bien sin el cuaderno. –¿No más? –Sí, no más. O si no, ¿para qué servimos los vecinos, india Matilda? Es más, conozco una estudiante de la Universidad del Quindío a quien puede interesarle tomar una habitación. Desde ese día, el nombre de Eliécer Sierra quedó sembrado en tu corazón y fue uno de los nombres a quienes mentalmente diste gracias mientras esperabas la señal convenida para salir al auditorio. Irene llegó a tu vida con una floresta de palabras. Estudiaba Licenciatura en Literatura, soñaba con ser maestra. Practicaba artes marciales en la Gran Fraternidad Universal, era cinturón negro. Tenía 28 años, seis más que tú, y un cuerpo hermoso. Conoció tu interés por estudiar y te dedicó tiempo. Le contaste tu historia con Mario. Fue una de las pocas veces que escuchaste una palabra altisonante en sus labios: ¡Es un hideputa!, concluyó en un castellano de sabores añejos. Conociste le emoción de comprender los signos, aprendiste a ver debajo del agua. Ella te compartía sus lecturas. En hojas de papel bond donde una tinta grasa dejaba las huellas de las máquinas multicopiadoras, aprendiste las primeras nociones de 102


poesía. Y empezaste a dar los primeros pasos para la validación de la primaria. Ya sabías de los múltiples signos y sus interpretaciones cuando escuchaste el explosivo sonido de una tractomula junto a la puerta de la casa. Con sobresalto te asomaste al balcón y viste a Mario descender con malas maneras y aporrear la puerta de madera con las manos extendidas. –Abrime, india malparida, tu eres mía y no te vas a escapar. Ya me contaron que andás arepiando pero no permitiré que les enseñés mariconerías a mis hijos. Afortunadamente los niños estaban en la escuela. Irene salió del cuarto con el grueso volumen de Guerra y Paz en la mano. La miraste. Había pánico en tu mirada. Le resumiste la situación. –Déjalo entrar –te dijo, casi te ordenó Irene. Fuiste hasta la entrada, jalaste la cuerda y Mario subió las escaleras como una tromba vociferante. Afuera los curiosos trataban de enterarse del motivo de la gritería. Irene esperó que subiera, adoptó una posición shaolin. La rabia de Mario no le dejó presentir la fuerza de la mujer, pero la apreció en toda su potencia antes de llegar al primer escalón. El pie izquierdo de Irene llegó desde atrás, le golpeó la cara y le hizo perder el equilibrio. El cuerpo obeso dio una vuelta de 180 grados y se estrelló contra la pared de bahareque, rodó de forma aparatosa tratando de aferrarse a la cuerda del mecanismo para abrir la puerta. La cuerda reventada se enrolló en el cuerpo de Mario y la cara lívida, ahora blanqueada con la cal de la pared, mostraba dos hilillos de sangre en la boca. Sentiste 103


un fresco interno cuando viste a Irene avanzar con movimientos de pantera tras la huida de Mario. Corriste al balcón y terminaste de observar la escena. Mario subió presuroso a la tractomula mientras Irene seguía atenta los movimientos protegiéndose con ademanes de defensa personal. –Y no vuelva por aquí, cobarde –sentenció Irene mientras el miedo de Mario se tradujo en los movimientos sobresaltados de la tractomula que partía. Hubo silbidos, risas y aplausos entre los mirones; algunos intercambiaron dinero por las apuestas casadas. –Tenemos que salir de este pueblo chismoso y cuidarnos de ese sujeto. Hoy mismo buscamos una casa grande para alquilar habitaciones en Armenia. Una complicidad auténtica selló ese día y la relación cambió radicalmente. Te sentiste protegida. Esperabas el momento de salir mientras el presentador leía tu apología: Matilde encarna la mujer de la superación. Procedente de otra tierra, segregada, mujer cabeza de hogar, Matilde llegó a la Universidad cuando otros tenían sus carreras profesionales laureadas y contra todas las contingencias inició Filosofía y Letras. No pudo terminarla porque la situación social de Colombia la comprometió con la vida. En su país, donde la homofobia ha motivado la eliminación selectiva de homosexuales, ella levantó su voz con valentía en defensa de la diferencia. Los aplausos del auditorio cortaron por un momento la voz del presentador. Pero este continuó: sus pasos conocieron por igual las marchas en defensa 104


de secuestrados y desaparecidos. Conquistó enemigos a derecha e izquierda. Denunció los falsos positivos y la fosa común más grande de Latinoamérica no condenada aún por la Corte Penal Internacional. Fue perseguida y encarcelada. Cuando nadie en su tierra se pronunció a favor de la Defensora del Pueblo amenazada por oscuras aves carroñeras, ella encabezó una delegación ante la ONU. Su fundación es ejemplo de solidaridad y transparencia... Creíste que el presentador no tenía mucho más para decir y te preparaste para salir al escenario, cuando de repente observaste, sentado en la mesa de protocolo al hombre del bigote, un personaje oscuro de tu tierra, quien financiaba las campañas políticas de bando y bando y obtenía lo suyo... Conocías su historia, sabías sus nexos con los grupos paramilitares. El hombre del bigote, contaban, era el ideólogo y creador del MAS –Muerte a Secuestradores–. Lo conociste cuando Irene terminó la universidad. La invitaron a formar parte del Movimiento Latino Nacional liderado por el narcotraficante Carlos Ledher. Como algunos jóvenes quindianos, ella se dejó obnubilar por la propuesta. Irene empezó a salir con frecuencia al exterior y compró un apartamento espacioso en el norte de Armenia, carros de marca y motos de alto cilindraje. Tus hijos estaban felices, pero empezaste a preocuparte. No te gustaba ese lujo repentino, ni los cambios de Irene. No volvió a hablar de poesía. Sus sueños eran otros ahora. Bebía demasiado y llegaba a la madrugada con amigos raros, el del bigote entre ellos, y el apartamento se volvía un exceso de música y licor. Tu hijo mayor se estaba aficionando a esas rumbas extrañas. Una noche los encontraste a ambos soplando cocaína. Te abalanzaste sobre el plato y lo partiste con rabia. Tu hijo salió a la calle dando un portazo. Irene irritada asumió una posición de shaolin, sacó su pierna izquierda desde atrás y te plantó la rodilla en la boca del estómago. Te quedaste 105


sin respiración. Irene no se detuvo, te tiró contra la pared de la sala. Con el golpe de tu cuerpo el cuadro de Abiezer Agudelo cayó al suelo y el vidrio se hizo añicos. Irene no se enteró, también salió dando un portazo. Tus hijos llegaron asustados a la sala y te ayudaron a levantar. –Nos vamos de aquí –dijiste y ellos hicieron caso sin preguntar; los dejaste en la Fundación Floresta con la directora, tu amiga Margarita, y saliste a la calle a pensar con calma. La calurosa noche de julio, el cielo despejado y lleno de estrellas trajeron a la memoria las rancherías y su ámbito cálido. Solo que aquellas ya no eran tus estrellas. Recordaste las inmersiones literarias con Irene y las canciones compartidas mientras estudiabas la poesía clásica española, y los autores republicanos que aprendiste a amar en la voz de Joan Manuel Serrat. Repetiste entre lágrimas: Hace algún un tiempo en ese lugar donde hoy los bosques se visten de espinos, se oyó la voz de un poeta gritar: caminante no hay camino, se hace camino al andar, la canción preferida de Irene. Pero la rabia y la decepción te llevaron a cantar: Qué cosa fuera, qué cosa fuera la masa sin cantera. No era cosa de deshacerte en lágrimas, repentinamente la vida te había puesto a decidir de nuevo. A elegir radicalmente. Regresaste por tus hijos a la Fundación Floresta con una decisión tomada y hablaste con Margarita hasta que el sol rayó el horizonte. Desde entonces fuiste una sola voz y una acción comprometida con la vida de las mujeres desprotegidas. Y ahora, el hombre del bigote te ponía de nuevo en la encrucijada. Otro momento de decisiones radicales. ¿Qué debías hacer? Imaginaste las fotos de la mañana siguiente en los periódicos internacionales. 106


Te imaginaste al lado del hombre del bigote. No lo soportarías. –Recibamos con un aplauso a Matilde Japayú – llegó por fin la llamaba del presentador. Y escuchaste el aplauso atronador en el Auditórium del Moonlightland Hall Center. El aplauso se fue apagando con ecos de sorpresa y carraspeos de incomodidad. No te decidías. Salir al auditorio significaba aceptar al hombre del bigote y su maldad, significaba aceptar la farsa. Tú misma lo entenderías como deslealtad con las víctimas de esa guerra sucia quienes exigían verdad, justicia y reparación. El presentador volvió a llamar. En su voz había extrañeza y pudiste imaginar las gotas de sudor resbalando por su frente. No te decidías. No salir sería fallarles a todos los hombres y mujeres que habían creído en ti, en tu capacidad de lucha, en tu entereza. Una asistente se acercó a ti con molestia. –What happens Mrs. Japayu? What is the trouble? Go, go, go. Te decidiste, entraste al auditorio y todos se pusieron de pie en medio de un clamor que volvió a crecer, pero fue mayor la sorpresa cuando no te dirigiste al atril sino directo al hombre del bigote y le arrojaste a la cara el vaso de agua que estaba a su lado. El sonido en el auditorio se fue apagando. Pero después de ese instante de desconcierto, el evento 107


continúo como estaba previsto. Para el momento de las fotos el hombre del bigote ya no estaba en la sala y en las declaraciones decidiste explicar el suceso del vaso de agua y denunciar las tropelías de ese hombre en tu país. Pero siempre se vuelve al primer amor. Y cuando regresaste a Armenia ya tenían confeccionado tu traje de madera. Por esa razón, mientras la oficialidad te despide en la funeraria Los Olivos con alardes fariseos, tu nieta, quien para tu felicidad terminó Filosofía y Letras, escribe con memorioso dolor este reconocimiento, porque, como la mujer valiente que siempre fuiste, lo mereces, abuela.

108


Tardes de mibonachis Todo comenzó en la mañana con el grito de Giorgio Madetino: –Tacque, l’uomo Tacque. Al menos eso creyó oír Akiito Meisuki. Se encontraba dispuesto a dibujar el siguiente trazo del ideograma cuando la voz chillona del italiano le alteró el pulso. –L’assassinarono, L’assassinarono.

L’assassinarono,

El pincel vibró y Akiito Meisuki fue consciente del peso de la tinta. Se detuvo. Contactó de nuevo con el sentido armónico del movimiento tratando de reencontrar el camino de la escritura. Respiró profundo. Colocó el pincel en el tintero y revolvió disfrutando la estela dejada en el remolino del diminuto mar oscuro. En la caligrafía, la palabra debía contener a la mujer y su historia. Pensó en ella antes de terminar el trazo en el papel de arroz. Dos movimientos sutiles, precisos, concluyeron el ideograma. Había escrito la primera palabra del nombre en katakana. La leyó mentalmente y parte de la historia de Nina Frontino comenzó a pasar ante sus ojos. La mujer podría tener unos 55 años aunque no los aparentaba. Su rostro pálido atenuado por las sombras de unos párpados largos era contrastado por el rímel. En los labios sonreía un rojo vibrante. El vestido sastre de corte casual afirmaba su feminidad 109


y su clase. La bufanda de seda, los aretes y el añillo de plata completaban los aderezos con rigor. Los tacones de los zapatos tintineaban en la cerámica del aeropuerto pero se apagaron al entrar en la alfombra. Caminaba con aire de seguridad arrastrando el maletín de abordar en una mano. En la otra, una revista de actualidad y la cartera de mimbre. Detrás de ella sudaba el rostro de un hombre portando el equipaje descomunal en el maletero aeroportuario. La mujer se acercó al mostrador con movimientos medidos. Allí le informaron donde podría ubicar a los representantes del IIDEA. Después de acomodar con dificultad las maletas en la parte trasera, el conductor le abrió la puerta para dejarla pasar y una fragancia de azahares inundó la limusina. Quienes estaban en el interior detuvieron sus conversaciones. Nina los saludó con voz sensual, sin incertidumbres y se sentó al lado de Akiito Meisuki. La mujer le sonrió cordialmente, pero no atravesó palabra, abrió la revista de actualidad que llevaba en la mano para sumergirse en su aparente lectura. Akiito vio la foto de la mujer en la portada de la revista y leyó: Best Seller of Heart’s Reviews. La identificó, era la colombiana Nina Frontino. Ese era el nombre de los relatos románticos que había leído en las revistas del corazón. En realidad, era su seudónimo. Él imaginaba a El Túnel Azul como una oportunidad para escritores que empezaban o querían empezar una carrera. ¿Qué podría hacer una escritora como ella en este lugar? Akiito dibujó la primera forma del siguiente ideograma y el vehículo se detuvo en el sopor pegajoso de un parador de caminos. La mujer despertó de su duermevela con el esplendor de las habitantes de La casa de las bellas durmientes. Akiito le ofreció la mano para ayudarla a descender de la limusina y la acompañó hasta la mesa que les habían preparado. La alegría del encuentro, la charla sostenida por las 110


quince personas de distintas nacionalidades que se entendieron en un inglés inventado y el ambiente de oasis en aquella noche de sopor aparecieron en el oleaje del tintero. –Acompáñame –le dijo Nina Frontino al terminar la cena. Él sonrió cortésmente y siguió a la mujer hasta el baño de damas. En la entrada la mujer le entregó su cartera de mimbre y sin otro preámbulo le solicitó: –¿Me la tienes, por favor? Un rubor inesperado asaltó las mejillas de Akiito y la turbación se incrementó con las miradas maliciosas de los compañeros de mesa quienes lo observaban esperar a la mujer. Algunas risas alcanzaron a llegar hasta sus oídos. Y sin embargo, la sensación de molestia no se tradujo en el siguiente trazo sobre el papel de arroz. Cuando llegaron al IIDEA él se ofreció para ayudarla a instalarse. La imagen de la figura escuálida de Akiito Meisuki arrastrando las insufribles maletas de Nina Frontino por todo el campus del IIDEA en busca del Virginia Woolf, se convirtió en parte de las maledicencias y las risitas hipócritas de los compañeros de El Túnel Azul. Volvió a respirar profundo antes de trazar la siguiente línea. Un occidental hubiese recurrido a teorías psicoanalíticas para explicar la extraña relación de Akiito con la mujer. Una relación de dependencia sin asomos de sexualidad. Él simplemente la entendía como un necesario koan de su formación como escritor. Nina Frontino, lo supo por ella, había sido la amante de un filósofo vallecaucano y últimamente, había tenido un romance torrentoso con un embajador estadounidense. Aspiraba a escribir una novela de peso que fuera a la vez un bestseller y una obra de arte. Creía en la inmortalidad a través de la palabra. Esa creencia la obsesionaba y la había 111


llevado a mentir, a falsear premios y reconocimientos internacionales. Nina Frontino no quería ser recordada por las generaciones posteriores como una escritora de novelas para señoritas calentonas y por eso había inventado el Mibonachi –Mibonachi es una técnica lúdica de escritura creativa, creada por mí a partir de la apropiación y reelaboración del concepto del matemático italiano Fibonacci. Es una herramienta combinada de lógica y fantástica para estimular el ejercicio del pensamiento creativo –le contó Nina Frontino a Meisuki a la sombra del samán, en una tarde de trópico–pero no te creas todo, nada nuevo hay bajo la luz del sol –y agregó con mucha seguridad y orgullo: –Mibonachi no es una escuela secreta como Oulipo, ni un movimiento estético como el surrealismo o el dadaísmo. Podrá tener, eso sí, membresías y estructuras orgánicas que ayuden a su función transformadora, pero no recita credos, descree de la genialidad y el don, y entiende el talento como una capacidad de todo ser humano –y por tanto democrática– que puede ser incrementada con la modulación de las capacidades neurológicas del cerebro –con todas sus potencialidades y limitaciones que no son pocas, en ambos sentidos–. Como lo afirmará Friederich Hunderwasser –citó Nina Frontino–: El arte es un derecho universal con la condición de merecerlo. Así que he creado el Mibonachi como una herramienta de trabajo creativo, para motivar la suma de voluntades del escritor y el mejoramiento cualitativo del ser humano. Un instrumento. El diseño de esta técnica lúdica parte de la concepción de la escritura como un artificio (arte y oficio) que se aprende. Juegos del lenguaje y sus códigos. Un ejercicio de hombres comunes y corrientes (ordinarios) que se hacen extra– ordinarios a través del cultivo de la palabra. Se apoya 112


en la concepción del escritor (el artista) como una suma de voluntades y no como un don que el espíritu santo insufla en el ser humano (Summa Teológica, Santo Tomás). El Mibonachi acoge la patafísica y descree de los postulados metafísicos. Valora la escritura y todas las posibilidades narratológicas como un proceso ontológico que brinda sentido y sentidos de existencia al ser humano. Es una técnica sincrética en la medida en que combina el azar (Dadá) y la lógica de las restricciones (Oulipo), para aplicarlas lúdicamente a la literatura. Y en este sentido desacraliza las posiciones y poses de los iluminados por el verbo. –He probado –continuó torrentosa Nina Frontino– los positivos resultados del Mibonachi para superar el terror a la página en blanco que domina a los escritores –especialmente de ficción–. Un escritor que conozca la técnica Mibonachi siempre tendrá́ algo para narrar, nada que perder y siempre mucho para ganar. La mera lúdica y disfrute que la técnica proporciona es una ganancia, además del mejoramiento del fraseo, también comprobado –concluyó la escritora. Akiito escuchó con atención sin registrar la menor emoción en su rostro asiático. La escritora colombiana también le contó cómo el embajador había logrado su inclusión en la Escuela de Escritura Creativa El Túnel Azul. Luego extrajo de su cartera de mimbre una agenda de guardas azules donde Akiito pudo leer en fina letra Palmer algunos de los Mibonachis, ejercicios, sin duda, de literatura potencial.

113


114


MIBONACHI DELIRIOSO ILUSTRACIÓN PALABRADA aspectos filosóficos del Mibonachi)

(Sobre

los

Revelación. El poeta. El artista, también. Habitantes del delirio, son. Delhirantes, palabristas obcecados del signo. Pero no solo con las letras. Con todo aquello que pueda significar, significarlo. Brindarle sentido al sinsentido de la existencia, esenciarlo. Abrirle los ojos al cosmos, maravillarlo con el caos. Brindarle conciencia luminosa del poder constructor de palabras y signos. Entender, como Paz, la diferencia entre uno y otro, y asombrarse. Asomarse a la distancia entre el signo y el garabato, sin angustias. Descubrir la Conciencia de Finitud y gozarla con plenitud de iluminado, descreyendo, riendo. Volver a tirar los dados, apostar, jugar, ganar, perder y volver a comenzar, reír. Ser coherente en la incoherencia, como esfuerzo feliz de no diluirse en la nada. Sabiéndose afortunado de ser un paréntesis luminoso entre la nada y la nada. Regresar a ella sonriente después de haber atesorado y compartido símbolos, sueños. Caminar tranquilo el universo del delhirio, como uno más, diluyéndose, iluminando. Ser feliz ayudando a otros que lo sean, como consigna. El Otro-significante brinda sentido en el sinsentido del caos. La coherencia aparece como demanda y avanzamos retrocediendo. La clepsidra enseña, metafórica, el no retorno. Pero regresamos exultantes en cada palabrazo. Palabras más y palabras menos. Como este Mibonachi regresivo. Una diversión transformadora. Un juego. Delirhante. 115


FICHA TÉCNICA: Frontino. MPRC.14. EU. PU: Revelación. PT 210. (Autor, Mibonachi Progresivo Regresivo en Clave 14. Entrada única. Palabras totales 210).

116


MIBONACHI DESESTANCADO Perplejo (1). Así quedó (2). Dejó de teclear (3). El silencio lo habitó (4). La perplejidad colmó su laptop (5). Nunca imaginó tantas definiciones de minificción (6). Umberto Senegal recogía innumerables acepciones del término (7). Minicuento, cuento atómico, brevicuento, cuento diminuto, eran algunas (8). Microcuento, ficción súbita, nanocuento, cuento instantáneo, relato microscópico; algotras (9). Además: texto ultrabrevísimo, cuento fractal, cuento bonsái, ficción de segundos (10). Sin contar: mibonachi, haikuento, tankuento, o las microfantasías de Nelson Osorio (11). De allí la perplejidad; ¿realmente no sabía qué escribir?, ¿cuál técnica emplear? (12). Se decidió por el mibonachi, cuento de doscientas diez palabras, en diversas sumatorias (13). Así pudo volver a escribir, el repicar constante de las teclas llenó la habitación (14). Cuidó el conteo de las palabras en cada oración, y corrigió una y otra vez (15). Creyó recordar que Aristóteles recomendaba, en La poética, la peripecia como la esencia de toda narración (16). Y que establecía, igualmente, para toda buena historia, un verosimil comienzo, un medio y un coherente final (17). Sin olvidar, claro está, los puntos de giro, la extensión, la gracia y la verosimilitud de lo narrado (18). El mibonachi progresivo en clave 20 –MPC20– lo ayudó a superar la insospechada perplejidad y a escribir una minificción (19). Esta técnica de escritura creativa servía para contar, contando las palabras y superaba el terror de la página en blanco (20).

117


FICHA TÉCNICA: Frontino MPC20. PU: Perplejo. EU. PT 210. (Autor. Mibonachi Progresivo en Clave 20. Palabra umbral: Perplejo. Entrada única. Palabras totales 210).

118


MIBONACHI BRUMOSO Bruma. 1 Bella palabra. 2 Sensación de pérdida. 3 Gabriel mira la bruma. 4 Se acostumbra a su delicuescencia. 5 Desde su apartamento contempla la bruma. 6 Siente el fresco abrazo del agua menuda. 7 Como lejana bruma, recuerda los abrazos de Jimena. 8 La conoció un día que miraba alelado el bosque. 9 Perplejo, la vio salir de la bruma; la abrazó. 9 La esperaba, leyó Jimena en el fondo de los ojos. 10 “Niña de agua”, la llamó Gabriel y pactaron un amor inmediato. 11 Con infinitos tonos de azul, Jimena llenó de frescura soledades y vacíos. 12 Ambos reaprendieron la olvidada costumbre de ver amanecer con el silbo de los pájaros. 14 Una mañana, el canto del diostedé se impuso a los innumerables silbos del bosque. 14 Se miraron sobresaltados, Gabriel anidó una sospecha, alguien la llamaba desde el bosque. 13 Con miradas vacías, silencios prolongados, Gabriel inició el ritual de los adioses. 12 Gabriel se dio cuenta tarde que había comenzado el verano interior. 11 Hojas secas en el balcón, igual sucedía en el bosque. 10 Estío, cada vez menos frescura, el calor los apocaba. 9 Ignorando el porqué había menos bosque y menos bruma . 9 Cada vez menos bosque, cada vez menos bruma. 8 Y cada vez menos Jimena, por supuesto. 7 Pero aún hay bosque y bruma. 6 Gabriel mira la bruma. 4 Sensación de pérdida. 3 Bella palabra. 2 Jimena. 1. 0. FICHA TÉCNICA: Frontino. MPRC14 PU Bruma. EU PT210 (Autor. Mibonachi Progresivo Regresivo en Clave 14. Palabra umbral: Bruma. Palabras totales 210) 119


120


MIBONACHI PARA LA GRATITUD Aguacate P.U. Fruta erótica. 2 Los dedos presionándola. 3 Lamer su carne madura, 4 desflorar sus aromas vegetales, disfrutarlos. 5 Recordar una mujer tendida entre cafetales. 6 Oír susurrar un río protegido por gualandayes. 7 Atesorar el recuerdo, amonedarlo, para volver al Quindío. 8 Y regresar, imaginando a la mujer frutecida en verde. 9 Entender que solo falta una Palabra Umbral, para avanzar. 9 Porque no importa que se logre el cuento, el poema. 10 Porque todo es literatura en este Mibonachi Progresivo en Clave Veinte. 11 Ars Poética, Literatura Potencial, parábola, ficción, poema en prosa, minificción, brevicuento, acaso. 12 Todo lo posible detrás de la Palabra Umbral: aguacate y las nostalgias encarnadas. 13 Excusa, sin duda, para decirle al escritor, al amigo: Gracias por traerme al Quindío. 14 Gracias por dejarme aquel penacho de guadales a las orillas de Texas, en El Paso. 15 Gracias por el retorno a los baños de luna al Campanario con mujeres de senos azules. 16 Gracias por el retorno a los rituales de las lanzas aceradas, mientras bailo y Calarcá titila lejana. 17 Otros serán ahora los bailes desde mi silla de ruedas, pero semejantes el amor a la tierra natal. 18 E igual, el afecto, espero, de los amigos quienes quieren verme regresar para oírme contar historias no escuchadas aún 19. Técnica escritural y tecnología que superan espacios y geografías para el abrazo y para explorar emociones acunadas en un aguacate. 20 FICHA TÉCNICA: Frontino. MPC20. PU: Aguacate. EU. PT 210 (Autor. Mibonachi Progresivo en Clave 20. Palabra 121


Umbral: Aguacate. Entrada Ăşnica. Palabras totales 210).

122


MIBONACHI DEL VACÍO Puente. 1 De nuevo. 2 Obsesión del puente. 3 Anhelo de la caída. 4 El sueño, la pesadilla, casi. 5 Delirioso vacío a sus pies. 6 Él surcando los aires como pájaro. 6 El potente fragor de alas abriéndose depronto. 7 La posibilidad de volar, alejarse de todo, definitivamente. 8 Demetrio volvió a pensar en Faenza, y su psicólogo. 9 Ella le explicó, leyéndolo el tabaco, el significado de volar. 10 Libido alta, afirmó, aspirando muy fuerte, deseos reprimidos, coincidió el freudiano. 11 Uno u otro, el puente continuaba allí y las ansias de saltar 12 en setecientos metros-sueño, calculó la distancia de la caída, un salto fatal, indudablemente. 13 Volvió a mirar el precipicio, contempló el diseño duotono, espléndido, de la mariposa monarca. 14 Comprendió: la mariposa no lo soportaría, pesaba demasiado para la fragilidad del insecto. 13 Le fracturaría las alas, le rompería su tersura de papel de seda. 12 Sin embargo saltó con una idea peregrina en mente: el despertar. 11 Como el legendario Wang Tzu, despertaría convertido en una mariposa. 10 Esta vez, lo supo, no podría desplegar las alas. 9 ¿Acaso se estrellaría contra el final de cuento? 8 No era Demetrio, lo supo demasiado tarde. 7 Era Dominique, confundía planos de realidad. 6 Nada lo salvaría: los electrochoques. 5 La recaída fue fatal. 4 ¿Dónde la pesadilla? 3 ¿Puente abajo? 2 ¿Despertaría? 1. 0 FICHA TÉCNICA: Frontino. MPRC14PU Puente EU PT 210 (Autor. Mibonachi Progresivo Regresivo en Clave 14. Entrada única. Palabras totales: 210) 123


124


MIBONACHI CONTADO Contar ( ). Recurso humano ( ). Posibilidad de control ( ). Roberto ya lo sabía ( ). No en vano era contador ( ). Contador de profesión, no de cuentos ( ). Roberto Guillén amaba los números con manía ( ). Por esa razón nunca almorzaba sopa de letras ( ). Y cuando un lexema cayó en su plato, tragedia ( ). El lexema mosc flotaba asquerosamente en la sopa de arracacha ( ). –Mesero, hay una palabra en mi plato –gritó golpeando con fuerza ( ). Las miradas de las mesas contiguas acudieron a él, los meseros también ( ). Nadie había imaginado ni diseñado todavía un aparato para atrapar o matar palabras ( ). Una tragedia para el restaurante, el descrédito, el cierre, la ruina, pensó el dueño ( ). De acuerdo con las leyes de Murphy, pensó de nuevo, angustiado, lo malo puede empeorar. ( ). Efectivamente, a cada grito de Roberto Guillén, una nueva palabra batía sus alas en el restaurante ( ). Palabras en los saleros, en las tazas de té, en los platos de ravioli, en los postres ( ). A Roberto Guillén le sucedió algo que nunca hubiera sospechado, estaba perdiendo el control de su mundo perfecto ( ). Cálmese, señor, sugirió el dueño del restaurante, no se angustie, imagina usted qué pasaría si dejara de contar palabras ( ). Roberto comprendió: el problema no estaba en la historia si no en la forma de vivir y dejó de contar ( ).

125


FICHA TÉCNICA: Frontino. MPC20 PU: Contar. EU. PT 210 (Autor. Mibonachi Progresivo En Clave 20. Palabra umbral: Contar. Entrada única. Palabras totales: 210).

126


MIBONACHI EN SENTIDO CONTRARIO Vapor. Calor insoportable. El sauna lleno. Rodrigo ahora sudaba mares. Apenas podía adivinar los cuerpos. Pero unos ojos se le acercaron. Ojos espléndidos de un profundo azul aguamarina. Demasiado grandes, pensó Rodrigo, para unos ojos humanos. Algo estaba pasando, esto no podía ser real, soñaba. Mientras miraba los párpados profundos, recordó los planos de realidad. Aunque lo parezca, no todos habitamos el mismo plano de realidad. Entonces la historia de Michael Ende volvió a la memoria con claridad. Cada puerta de Fantasía ofrecía la posibilidad de hallar la salida del laberinto. Aunque también posibilitaba la forma de entrar en él, ¿dónde podría haber ocurrido? –reflexionó–. Entonces, reconstruyó mentalmente su viaje desde la oficina hasta la entrada en el baño sauna. Era una pesada tarde de fin de semana y necesitaba descanso, un vaporoso baño, nada mejor. Salió rumbo al hotel Estación y se detuvo en la barbería para un buen corte de pelo. La puerta giratoria de la barbería pudo haber propiciado el cambio de dimensión y quizás no lo notó. Estuvo cierto cuando los ojos dejaron de parpadear y en la neblina se abrió una boca de dientes filosos. Lo entendió, Fantasía le abría otra puerta para regresar y entró sin miedo, confiado, feliz, en las fauces del monstruo. FICHA TÉCNICA: Frontino. MPC20. PU: Vapor. EU. PT 210

127


128


MIBONACHI DEL MAGO Y LOS CONEJOS Incompleta.1. Sensación extraña.2. Así se sintió.3. Incompleta, insatisfecha y vacía.4. Detalló aquella mañana de julio. 5. Pandora no podía entender su malestar.6. La Hormonia, pensó, y verificó el calendario.7. La fiera mitológica que los griegos no cantaron.8. No había peligro, no era tiempo de lunas rojas.9. Sonó el celular y la voz de María la emocionó.10. –¿Vienes esta tarde y volvemos a leer otro cuento de Cortázar? 11 A pesar de la emoción momentánea, la sensación extraña volvió a invadirla.12. En la calle de Corrientes un mago sacaba conejos azules de la chistera.13.No quiso comprarle uno, el hombre la miró fijo, la señaló con el dedo.14. En la oficina de correos recibió la carta de Oliveira, inquilino del apartamento en París.15. Comenzó a leerla, registró demasiadas emociones: alegría, sorpresa, sobresalto, ira, estupor, asombro, incredulidad, y tristeza final.16. No le horrorizó tanto la imagen del inquilino defenestrado como la del apartamento destrozado por los conejos.17. La extraña sensación de esa mañana era esto, una impensable premonición, pero habría más, el eructo lo anunció.18. Por la carta de Oliveira, la incitación de María o el señalamiento del mago, Corrientes repleto de conejos azules.19. Pandora lo aprendió esa misma mañana: la imaginación es peor virtud que la esperanza en el fondo de la caja.20.

129


FICHA TÉCNICA: Frontino. MPC20. PU: Incompleta. EU. PT 210

130


MIBONACHI CORTÁZAR O NOVELA MIBONACHI HIPERBREVE Divertimento de dioses

131


132


CAPĂ?TULO I Inmemorial 1. En Creta, Pasifae inaugura la laberĂ­ntica historia de los cuernos.

133


134


CAPĂ?TULO II EntraĂąable 2. Ardiente, inapagable, un deseo bicorne crece en Pasifae, la reina. 3. En la noche, lunerosamente altivo, el regalo astado de Neptuno.

135


136


CAPÍTULO III Hado y Hades 4. Soberbio, Minos traiciona al Pueblo Marea, Neptuno, e inaugura tiranías. 5. Duda el ingenioso Dédalo, trastabilla, ¿cómo no traicionar, sin traicionarse? 6. Los ojos de Pasifae rutilaron ante la contemplación del artefacto.

137


138


CAPÍTULO IV Pago del óbolo 7. Vacano el artefacto –celebró Pasifae–, seré poseída por el toro. 8. Contemplando al Minotauro, Minos comprendió el precio de la traición. 9. Con signos de predestinado, Teseo abrió los ojos al mundo. 10. El laberinto, la vida misma, posibilidad, creación e inapelable condena.

139


140


CAPĂ?TULO V Telar de todos 11. Palabra a palabra, Ariadna teje el hilo de la Historia. 12. La ocultada verdad no apacigua el reconcomio del cornudo Minos. 13. Megara paga en juventud, el costo de Egeo, otro tirano. 14. Laberinto ominoso, Ă?caro aprende el grave juego de las decisiones. 15. Minos, Pasifae, Teseo, Ariadna, Ă?caro, todos tributan destino al ingenioso.

141


142


CAPÍTULO VI Nada es gratis 16. Lecho ajeno, la mujer regresa en busca de la bestia. 17. Ingenio sin norte, Dédalo, perdición de demasiados creadores, sentenció Minos. 18. Todos conocen el hado del tirano: traicionar, traicionarse, ser traicionado. 19. Levantarse, persistir, volar, la única forma de conquistar los sueños. 20. Ícaro lo comprende: la vida cobra plena la costosa libertad. 21. A pesar del poder, Minos es mortal, ninguno lo entiende. FICHA TÉCNICA Frontino. NMH. PU Pasifae. 6E. PT 210. (Autor. Novela Mibonachi Hiperbreve. Palabra umbral: Pasifae. 6 Entradas. Palabras totales 210).

143


144


Akiito no admiraba los cuentos románticos de la colombiana, azucarados hasta el hostigamiento, pero le reconocía su maestría en la forma de contar, de construir la trama, la tensión y los escenarios donde ocurrían los relatos. Para Akiito la maestría del escritor era cuestión de tiempo, de artificio, arte y oficio. Él quería conocer la trasescena, los secretos del oficio de Nina Frontino. En las tardes transcurridas desde la llegada a la Escuela de Escritura Creativa El Túnel Azul, los dos se acercaron a la sombra del samán luego de las agotadoras jornadas de entrenamiento literario. En una de las bancas de madera, bajo el samán, Nina Frontino le contó la trama básica de su novela inmortal. Se llamaría El club de iniciadoras. La historia de un grupo de mujeres quienes les abrían las sendas del placer a los hombres cercanos a sus afectos. Como una Sherezade contemporánea, cada tarde, Nina Frontino le contaba con desbordante creatividad las historias de las integrantes del club. Akiito aprendió a conocer a cada una de las iniciadoras y los iniciados a quienes las mujeres les abrían los sentidos para los placeres del sexo. Las protagonistas de la historia reconocían sin pudor su tarea de iniciadoras y reclamaban para sí el orgullo de procurar la satisfacción de las mujeres venideras y la prolongación gozosa de la especie. Bajo el samán, Akiito conversaba con Nina Frontino amparado por la sinfonía de chicharras hasta el momento de la cena colectiva. Cuando Akiito Meisuki concluyó la escritura caligráfica del nombre real de Nina Frontino, la memoria apenas registraba los aspavientos del italiano con las noticias de un asesinato. 145


En los extremos de los ideogramas florecieron dos fragancias distintas. De un lado los hormonados aromas a jazmines de una matrona de Ítaca donde era posible aspirar el olor salobre de las olas rompiendo en los acantilados del mar mediterráneo mezclado con el aroma de las poluciones del pragmático Charles Smith. En el otro lado, los aromas asexuados de azahares creciendo en los diálogos entre Nina Frontino, la escritora de historias románticas, y Akiito Meisuki, el imberbe descendiente del imperio del sol. Si alguno de los detectives le hubiese preguntado por los acontecimientos de ese día, el japonés habría respondido sin asomo de duda: “Todo comenzó en la mañana con el grito de Giorgio Madetino: –Tacque, l’uomo Tacque”. L’assassinarono.

146



Este libro se termin贸 de imprimir en los talleres del Centro de Publicaciones de la Universidad del Quind铆o (Armenia, Colombia) en el mes de abril de 2014.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.