ALEPH. Revista No. 161. Abril-Junio, 2012. Rousseau.

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Revista Aleph No. 161, a単o XLVI (2012)


Los 300 años de su nacimiento

Jean-Jacques Rousseau: la modernidad cuestionada Carlos-Alberto Ospina H.

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n octubre del año de 1749 Diderot fue enviado a prisión durante un mes en el Castillo de Vincennes, por haber publicado su Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver, acusado de ser un libertino intelectual, dado el tono escéptico que le imprimió a su escrito y por defender en él posturas agnósticas. Mientras Rousseau camina desde París para visitarlo en aquel verano, especialmente intenso, rendido de calor y fatiga, a menudo se detiene para descansar bajo la exigua sombra que producen los árboles podados. En uno de esos momentos de reposo, leyendo El Mercurio de París, descubrió la pregunta que por entonces formuló la academia de Dijon para un concurso del premio de moral de 1750: Si el restablecimiento de las ciencias y de las artes ha contribuido a depurar las costumbres. En 1762 confiesa que tal pregunta le produjo un impacto profundo y determinante en su vida. “Si alguna vez algo se ha parecido a una inspiración súbita, fue el movimiento que en mí se produjo ante aquella lectura: de golpe siento mi espíritu deslumbrado por mil luminarias:

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multitud de ideas vivas se presentaron a la vez con una fuerza y una confusión que me arrojó en un desorden inexpresable...” (Segunda carta a Malesherbes, 12 de enero de 1762). Rousseau deja ver el pensamiento que le produjo tal emoción: “Oh, señor -continúa la carta a Malesherbes- si alguna vez hubiera podido escribir la cuarta parte de lo que vi y sentí bajo aquel árbol, con que claridad habría hecho ver todas las contradicciones del sistema social, con qué fuerza habría expuesto todos los abusos de nuestras instituciones, con qué sencillez habría demostrado que el hombre es naturalmente bueno y que sólo por las instituciones se vuelven malvados los hombres”. Y después en las “Confesiones” (Libro Octavo) agrega que “se abrieron a mis ojos nuevos horizontes y me volví otro hombre”. Cuando estuvo frente a Diderot y éste entendió el motivo de su agitación, lo exhortó “a dar libre vuelo a [sus] ideas y a concurrir al certamen”. De esta manera surgió el “Discurso sobre las ciencias y las artes”, la primera obra de Rousseau, ganadora del certamen, y que le daría prestigio y reconocimiento. El tema propuesto por la academia de Dijon era consecuente con el espíritu ilustrado de la época que mantenía viva muy a propósito la leyenda de que la época medieval fue un período de oscuridad, durante el cual la ciencia, las artes y en general el conocimiento racional, no avanzaron y en su lugar se impuso la moral y se prefirió el cultivo de las virtudes cristianas. El Medioevo fue, según tal imagen, una larga noche de oscuridad porque durante él se impuso el espíritu dogmático del cristianismo sobre las ciencias y las artes, noche de la que se salió gracias a que el Renacimiento logró restaurarlas. Ahora, en el siglo XVIII el de la ilustración o de las luces, cabe preguntar si, desde entonces, tal restauración ha servido para depurar las costumbres. Vale decir, si ella ha propiciado el progreso en el ámbito de las virtudes y la moral, de manera semejante a como ocurrió con el progreso en los avances de la ciencia, y del confort y bienestar de la vida cotidiana al que se asiste en las ciudades que ofrecen esplendor y comodidad a la vida burguesa. O si, como se supuso en el Medioevo, las ciencias y las artes siguen corrompiendo las costumbres. En síntesis ¿cuál ha sido en verdad su papel en el mejoramiento o en la degradación de las costumbres? Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)


El diagnóstico de Rousseau en sus dos discursos: Sobre las ciencias y las artes de 1750 y el Sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755), no podía ser más provocador y afrentoso para el siglo de las luces: la restauración de las ciencias y las artes no sólo no ha servido, sino que alienó la vida de los hombres. La crítica a la cultura moderna que emprende Rousseau tiene su fundamento en lo que vio desde la iluminación que tuvo en Vincennes cuando leyó la retadora pregunta formulada por la academia de Dijon, en aquel verano de 1749. Que el hombre nace bueno y que solo las instituciones lo vuelven malo. Lo que ha hecho la cultura con el hombre ha sido desnaturalizarlo, afectarlo en su condición natural y convertirlo en un esclavo del lujo, de la pompa y de la apariencia y el prestigio de un conocimiento que ha “usurpado el nombre del saber”. Un esclavo quien, además, aprende a amar su esclavitud. Rousseau fue el primero entre los ilustrados que tuvo el valor de afirmar, contra lo aceptado sin ninguna discusión por sus contemporáneos, que las ciencias y las artes no mejoran las costumbres. Sinembargo, desde el comienzo mismo del discurso él advierte que no busca agradar a nadie con sus palabras, ni se opone a la ciencia, “es la virtud lo que defiendo ante hombres virtuosos”. La vieja discusión entre la ciencia y la virtud se reaviva a instancias de la academia de Dijon, pero esta vez a Rousseau no le interesa tanto otorgarle nueva vigencia a viejos dogmas escolásticos, como recuperar la espontaneidad de los sentimientos y pasiones humanas. Su crítica en realidad se enfoca en el antinaturalismo como categoría moderna. En opinión de Hans Robert Jauss (Las transformaciones de lo moderno, Visor, 1989) Rousseau anticipa admirablemente, desde el propio corazón de su época, los motivos que en nuestros días alimentan las más radicales críticas a la modernidad y, de manera muy particular, por ejemplo, las posiciones de Adorno y Horkheimer en la escuela de Frankfurt. Cuando Rousseau, en su segundo discurso, defiende la hipótesis del Etat de Nature libera al hombre de las cargas que hasta entonces lo hacía culpable del mal en el mundo y se las traslada a las instituciones sociales: la propiedad privada, el dominio, la división del trabajo, la tradición. Son las instituciones las que traen el mal entre los hombres y así, paradójicamente, el hombre se enfrenta a sus propios productos. Así como, según la

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famosa expresión de Adorno y Horkheimer, la razón instrumental muestra que el dominio de la naturaleza extrahumana se paga con la pérdida de la naturaleza humana. La cultura en su conjunto es una serie de artificios que el hombre ha creado y de los que él termina esclavo, porque crea la ilusión de una sociedad digna de él y, al mismo tiempo, oculta las duras condiciones de existencia material que la mayoría de los hombres deben sobrellevar. Robert Jauss insiste por ello en señalar que Rousseau anticipó la visión crítica sobre la cultura moderna que entre nosotros presentó la escuela de Frankfurt, en especial Adorno. Él, tanto como ésta, establece que el problema fundamental de la modernidad es la alienación de la vida social en la que acaba transformada la confianza optimista en el progreso incesable y en el triunfo de la razón ilustrada. Por eso, además, no es tan evidente que la ciencia sea compatible con la libertad y la democracia, ni lo bello con la bondad. Lo cierto es que ni lo uno ni lo otro inmunizan contra la violencia y contra la maldad de los individuos; la ciencia y el arte por sí mismos no producen hombres mejores. Rousseau entonces cuestionó como nadie en su época, la neutralidad del saber racional, en que se fundamenta la ciencia moderna y mostró, antes que Habermas lo hiciera en nuestro tiempo, que ella responde a intereses. Pero, quizás más radical que éste, para Rousseau el interés no es solo una propiedad y una energía que la ciencia pretende ocultar, sino una fuerza indomable que rebosa toda conformación natural, por lo que es preciso acudir a las instituciones sociales para mantenerlo bajo control. Sinembargo, las instituciones a cambio de cumplir esa función se convirtieron en aliadas e instrumento del interés lo que fue el comienzo de la corrupción de los hombres. La esperanza puesta desde Platón en que el saber era la salvación se transformó en ciencia puesta al servicio del poder, la seguridad y la protección de los individuos, no del libre despliegue de las potencias humanas. El arte sirvió para el brillo y lucimiento personal del hombre y la filosofía para alimentar su voluntad de dominio sobre el mundo. Frente a la ciencia Rousseau muestra dos posiciones contradictorias: ella disuelve la comunidad, pero al mismo tiempo es cultivada por espíritus superiores. De acuerdo con una tesis de Leo Strauss en su texto La intención de Rousseau (En: Pensée de Rousseau. Editions du Seuil, oct Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)


de 1984) tanto el punto de vista hostil a la ciencia, como el favorable a ella, conviven en Rousseau sin contradecirse, en virtud de que en el Discurso sobre las ciencias y las artes se entrega a un juego que le permite desdoblarse en dos personas diferentes, cada una defendiendo el punto de vista opuesto. Recordemos que su discurso comienza por advertir que está dirigido a quienes no se dejan subyugar por las opiniones; prosigue con su ataque frontal a las ciencias y las artes, por ser incompatibles con la bondad, ingenuidad y espontaneidad del hombre natural, y culmina presentándose como uno de los “hombres vulgares” que se dirigen a quienes, si bien no merecen la gloria de los letrados, saben obrar bien. Estos hombres, sinembargo, ven la ciencia como perjudicial e inútil para la vida práctica y sobrevaloran la sabiduría que otorga la experiencia. En realidad Rousseau consigue señalar los límites tanto de la ciencia académica, como del simple conocimiento empírico para formar a un hombre y un ciudadano libre. Pero aunque Rousseau pretenda presentarse como un hombre vulgar, no lo es; es un filósofo que, como afirma Strauss, posa de ser un hombre vulgar para hacerle ver a los hombres comunes los peligros y la superficialidad de la ciencia en lo que tiene que ver con la vida; pero es un filósofo que habla a los filósofos y aquí se muestra amigo de la ciencia. En alguna parte de su Discurso sobre las ciencias y las artes ha señalado que “tenemos músicos, químicos, astrónomos, poetas, músicos, pintores” pero “no tenemos ya ciudadanos”. Algo no muy diferente a la preocupación que hoy tenemos con la formación de nuestros jóvenes profesionales a quienes adiestramos en las técnicas, oficios y artes, seguramente con gran competencia, pero se nos olvida la formación de la persona y del ciudadano que encarna a ese profesional. Rousseau no se opone a la ciencia, él defiende la benevolencia, por eso lamenta que ya no se pregunte si un hombre “tiene probidad, sino si tiene talento”; de que se prefiere al hombre inteligente, que al que es sabio y prudente para enfrentar la vida en comunidad y de que haya “miles de premios para los discursos bellos, y ninguno para las buenas acciones”. Dado que el cultivo de la ciencia y las artes es propio de seres privilegiados, que gozan de una consideración especial en relación con el común de los hombres y no son, por lo tanto, ocupaciones para todos,

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ellas destruyen la comunidad humana. Esta cultura de talentos superiores tampoco corresponde estrictamente a una necesidad apremiante como son, por ejemplo, las de cuerpo, por ello resulta inútil para la democracia. Pero el núcleo de la crítica a la ciencia parece encontrarse en la naturaleza de sus verdades respecto del saber en que se apoya la vida social. La vida en común se construye con base en creencias fundamentales, como en la rectitud, en las buenas intenciones del otro, en su disposición a actuar como es debido, etc. En lo que Strauss identifica como la tesis central del Discurso sobre las ciencias y las artes, se plantea que el elemento vital de la sociedad es la opinión, y como la ciencia persigue remplazar la opinión por el saber, ella constituye un serio peligro para la sociedad dado que disuelve ese su elemento vital. Al remplazar la opinión por un saber cierto, destruye con ello la confianza en el otro y de esta manera arrastra la espontánea y amistosa relación entre los hombres. Es preciso tener presente que Rousseau no defiende la opinión fundada en el mero prejuicio, sino que se trata de la opinión que Platón llamó verdadera; un tipo de creencia sobre el mundo del devenir sobre el que cabe suponer como ciertos algunos presupuestos necesarios para actuar y vivir en comunidad. Aquí encontramos, por ejemplo, una de las razones de Rousseau para criticar la educación que solo busca enseñar esencias e ideas. No se puede educar para aprender una definición a priori de lo que es el hombre, la sociedad, el Estado, la justicia, etc. y olvidar de que se trata de educar al hombre en lo que es y para una vida real y concreta. Quizás fue esto último lo que también confrontó a Rousseau con su propia tesis de la bondad natural. Un hombre bueno por naturaleza, en aras de conservar su bondad debería estar aislado de cualquier influencia corruptora de las instituciones sociales, como quizás soñó podría ser la educación del solitario Emilio. Un hombre bueno es asocial y, en consecuencia, también enemigo de la sociedad; es necesario, entonces, hablar más bien de un hombre virtuoso que de un hombre bueno, en el sentido preciso de quien siente devoción hacia sus semejantes, del ciudadano hacia su patria. Vale decir, de la virtud política como principio de la democracia, más que de la virtud moral o la virtud en general, que simplemente surge con naturalidad como consecuencia de la primera. La manera de conciliar la ciencia con la virtud política, es cuando enseña que ésta tiene que venir acompañada

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de prudencia y de ponderación, de ahí que los verdaderos sabios son los que no terminan subyugados por la opinión y por los asuntos de moda. Su crítica a la cultura de su época fue la crítica a las ciencias y las artes que buscan dar razón de la naturaleza del hombre y del mundo, remplazando sus características reales y empíricas por preconceptos, representaciones en imágenes o ideas como si fuesen los contenidos de las enseñanzas para los jóvenes y, de esta manera, sutil pero efectiva, transformar la experiencias con el mundo natural y social, en ideas que supuestamente dan mejor razón que la práctica, de esas experiencias no tenidas. Por ello los pedagogos que han basado sus propuestas en las reflexiones de Rousseau han entendido el valor formativo e irremplazable de la experiencia, de los sentimientos y los afectos en la educación de niños y jóvenes. Pero, de igual manera a como comprendió que ningún individuo aislado o conjunto de individualidades aisladas pueden conformar la sociedad, porque la vida inevitablemente se construye en confrontación con los otros, Rousseau no podía tampoco desarraigarse de su suelo ilustrado cuando al mismo tiempo defendía posiciones románticas. Esa tensión que lo impulsaba a sostener esas dos miradas es la misma que seguramente vislumbró como perteneciente a la propia condición humana cuando al hombre se le examina sin los acicalamientos artificiales de la cultura: que es pasión y razón; sentimiento y juicio, experiencia y conocimiento, individuo y ser social. La supuesta superioridad del maestro sobre el alumno se da precisamente cuando la prefiguración del pensamiento se asume como el elemento primordial de la enseñanza. La cultura misma, el arte, las ciencias y el conocimiento en general fueron entendidos como si existiesen cual realidades eternas por encima del ajetreo de la vida y así le pareció a Rousseau que se sintieron los hombres que participaban de la cultura ilustrada de su época. Se sintieron superiores, partícipes de una “cultura superior” de la que el propio Rousseau se sintió excluido, y en más de una ocasión juzgado y condenado por ella. Ya habíamos señalado que la corrupción de los hombres y las costumbres comenzó cuando el interés fue desbordado y puso las instituciones a su servicio, hasta el punto de que quienes participaron de la cultura superior al mismo tiempo se sintieron dominadores y poderosos, lo cual ya iba contra la virtud política que le da sustento a la democracia.

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De ahí también que el deseo natural de saber se transformó en el poder del saber. Por ello la responsabilidad del educador es muy grande, justamente porque al tener la ilusión de que domina el conocimiento del mundo, no se da cuenta de que lo que conoce son teorías que trata de imponer como el verdadero saber de lo real. El educador maneja principios que impone como realmente inmodificables y, de esta manera, manipula a sus discípulos que apenas intentan saber lo que ellos mismo son. Por ello Rousseau más que teorías y principios aconseja “hacer nacer en el niño el deseo de aprender” y, lo que se repite tanto pero nunca se atiende, la formación del hombre no es lo mismo que su adiestramiento. La crítica de Rousseau a la ciencia también confrontó el afán de reducir el hombre a una definición establecida, lo que no permitía ver que se trata de un ser en permanente tensión entre su tendencia a la libertad natural, a la plena eclosión de sus potencias constitutivas y la necesidad de estar con los otros; aunque sus instituciones lo corrompan tiene que contar con ellas porque sin sociedad donde vivir no puede aprender nada, ni mucho menos algo sobre sí mismo. El verdadero reto de la educación es cómo formar seres autónomos, seguros de sí mismos y capaces de conciliar las leyes establecidas con los deseos naturales; porque no se trata de acabar con ninguna de ambas dimensiones que, pese a su radical oposición, son constitutivas de la condición humana. Es, dicho en otros términos, la perpetua tragedia que enfrenta el hombre, igual a la que vivió Antígona quien se vio confrontada con la necesidad natural de responder al amor filial por su hermano muerto o atender a las leyes de la ciudad que prohibían sepultarlo. Prefirió seguir su impulso natural a cambio de la ley establecida, pero le costó la vida. Por eso Rousseau en otra de sus admirables anticipaciones mostró, y a ello se atuvo sin duda, lo que después expresó el poeta Hölderlin, que “el hombre es un signo indescifrado” y así ha de permanecer mientras viva.

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Rousseau y la música: las razones del corazón Valentina Marulanda

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utodidacta y eterno diletante, quien llegaría a ser uno de los pensadores más influyentes, leídos, proscritos y perseguidos de Europa, en un siglo iluminado y libertario, declara no saber cómo aprendió a leer, al no haber frecuentado realmente la escuela. Apenas salido de la infancia Jean Jacques Rousseau, destinado por herencia paterna a la actividad de relojero, hace un breve tránsito como aprendiz de escribano y grabador, mas no pisó un aula universitaria y su formación, hecha a jirones, es un modelo de informalidad. Como si hubiese llegado a ser músico, filósofo del lenguaje, de la educación y de la política, novelista, por ósmosis y en los caminos de la vida, una vida extraviada y trashumante, entre la huida voluntaria y el exilio forzoso. Caminando, precisamente, por la ruta de Vincennes, es donde dice él mismo haber tenido la revelación que lo lleva a escribir su primera obra teórica, el Discurso sobre las ciencias y las artes, trabajo que resulta premiado por la Academia de Dijon y que lo sitúa en el terreno del pensamiento y la escritura.

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De los oficios varios que para ganarse la subsistencia asumió este personaje de novela, lo mismo en su terruño natal, Ginebra, que en Francia e Italia, el que más le agradó y el que desempeñó con mayor constancia fue el muy humilde de copista musical que en más de una ocasión lo sacó de apuros. “Sentí antes de pensar: tal es el destino común de la humanidad que experimenté más que nadie”1, una declaración que parece respaldar el hecho de que haya sido un arte, la música, lo único que logró acaparar el interés, el gusto y la vocación del niño y el joven Jean Jacques. A partir de esta constatación se desplegará la reflexión del Ensayo sobre el origen de las lenguas, cuando afirma que las primeras palabras de los hombres no nacieron de necesidades físicas, como la sed, el hambre o el frío, sino de urgencias de tipo moral, como amor, odio, piedad, cólera, y que, por lo tanto, “no se empezó por razonar sino por sentir”. Porque para responder a esas urgencias físicas no era necesario hablar, y los hombres hubiesen podido entenderse mediante los gestos: “Las necesidades dictaron los primeros gestos, y las pasiones arrancaron las primeras voces”2. Por lo pronto, hay que remitirse a sus Confesiones: “Fuerza es que haya nacido para este arte (la música), puesto que desde mi infancia me ha cautivado siempre, siendo el único al que he tenido un amor constante en todas las épocas de mi vida”. Sinembargo, esta inclinación no estuvo acompañada de particular talento ni facilidad para su estudio y su ejercicio, según el balance que hace desde la perspectiva de su madurez: Lo más notable es que a pesar de haber nacido con esta predisposición, me ha costado tantísimo su estudio y he tenido tan lentos resultados, que nunca he logrado, después de una práctica de toda la vida, cantar de repente con seguridad3.

Tampoco es casualidad que una de las más tempranas referencias, no aluda a cualquier música sino precisamente a la vocal, que se le reveló a través de las canciones que entonaba “con voz dulcísima” su tía, uno de los seres que asumieron su crianza tras llegar al mundo huérfano y en precario estado de salud. Hacia los dieciocho años, y a instancias de su Las Confesiones. Los Clásicos. México, W.M Jackson, 1972, p.4 Ensayo sobre el origen de las lenguas. México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 17 3 Las Confesiones, p. 165 1 2

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protectora y amante, madame de Warens, realiza una breve pasantía por el seminario y ¿qué es lo único que lleva consigo Rousseau? Un libro de música que le ayudaría a soportar el encierro.

Debut escénico El anhelo de hacerse compositor, lo impulsa inicialmente a crear un nuevo Sistema de notación musical, en el cual el papel pautado de pentagramas es sustituido por una ordenación lineal, en cifras. Lo presenta a la Academia de Ciencias de París con la aspiración de salir del anonimato, a su llegada a la capital francesa en 1742. Sinembargo, el máximo tribunal rechaza el trabajo, y al año siguiente publica su Disertación sobre la música moderna con la cual pretende explicar y al mismo tiempo impugnar la fría recepción de su propuesta por parte de la Academia. Su primera composición para la escena, Las musas galantes, con música y texto suyos, se inscribe en la tradición francesa del divertimento y fue estrenada en una representación privada en Paris, en 1745. Jean Philippe Rameau, figura mayor del ámbito musical de entonces, la encontró deleznable y éste fue el origen de la disputa que separaría para siempre a los dos hombres. Para el ginebrino, de hechura psíquica claramente paranoica, sólo una más de las muchas polémicas que suscitará y protagonizará a lo largo de su belicosa existencia. Casi diez años después se representa en la corte de Luis XV su ópera de cámara, El adivino de la aldea, también con libreto y partitura escritos por él. Con una historia de tipo verista, unos personajes elementales, campesinos y pastores de carne y hueso, y una música de gran simplicidad, en esta pieza reflejó Rousseau su naciente pasión por la ópera italiana y logró una propuesta innovadora dentro del panorama del teatro lírico francés de mediados del siglo XVIII, en el que se imponían los argumentos alegóricos y muy complicados, inspirados en la mitología antigua, con montajes igualmente abigarrados y el recurso a efectos maravillosos. Si bien la ópera fue del agrado del monarca y produjo cierto impacto en el público, lo que ameritó una nueva puesta en escena en la Academia Real de Música, como se llamaba entonces la Opera de París, el filósofo desiste de la carrera de compositor y toma una decisión crucial que él mismo anuncia:

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Árbitros de la música y de la ópera, hombres y mujeres de moda, me despido de ustedes y celebraré todos los días de mi vida el haber superado la tentación de aburriros una vez más con mis divertimentos. En verdad, es hora de renunciar a los versos y a la música y de emplear el tiempo libre que me pueda quedar en ocupaciones más útiles y más satisfactorias, si no para el público, al menos para mí mismo4.

Con todo, en 1762 se deja tentar de nuevo por el demonio de la composición y escribe, a dos manos con un tal Coignet, un Pigmalión que fue presentado una sola vez en Lyon. Fuera del género escénico, escribió unas cuantas canciones. Lo cierto, sinembargo, es que las partituras rousseaunianas ni siquiera son registradas en las historias de la música y de la ópera, ni están incorporadas al repertorio habitual de salas y teatros, aunque, como curiosidad, o en razón de intereses musicológicos, puedan ser esporádicamente ejecutadas y grabadas. Sus incursiones en la escritura musical, como les sucedería también a Nietzsche y a Theodor Adorno, han quedado como la afición dominguera o la faceta pintoresca y menos conocida del autor del Contrato Social. Mientras tanto, Rameau, blanco de sus injurias, siguió y seguirá ocupando el puesto que le corresponde como músico eximio y como el gran representante de la ópera gala en la primera mitad del siglo XVIII. Perspicaz, Rousseau conocía las fortalezas y debilidades de su oponente y por eso no dudó en afincarse en el terreno de la filosofía y la escritura literaria para atacarlo con las armas del pensamiento. Era realmente allí, y no en la escritura musical, en donde podía poner en juego su talento y su superioridad y en donde, por supuesto, tenía con qué dejar sin palabras al otro. Rameau, en cambio, aunque tocado por el genio, era músico, por encima de todo, pero además, en su faceta de teórico se relacionaba con su arte desde gustos y parámetros totalmente diferentes, que ponían el énfasis en el aspecto físico y matemático de la música, o mejor, intentaba aplicar a la música las leyes y los métodos científicos, derivados de la experimentación. Es así como su aporte teórico, vertido en el célebre Tra4

Lettre sur la musique francaise. www.archive.org/details/lettresurlamusique.

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tado de armonía que Rousseau, a su turno, despreciaba, llegó a merecerle el apelativo de “Newton de la música”. Siguiendo la línea trazada por el pitagorismo, Rameau presenta la ciencia de la armonía como el fundamento de toda música, y por la vía de los acordes entre los sonidos la relaciona con el orden universal. Que la música fuera abordada de una manera racional, como cuerpo y fenómeno sonoro, era algo que resultaba inadmisible para Rousseau. Este, en cambio, le atribuía a la música la propiedad de ser mímesis de la vida interior, en cuanto expresa sentimientos y pasiones, y los suscita en el receptor, con su correlativo valor moral. Para él era simplemente el lenguaje de los sentimientos.

En el ojo del huracán De las muchas querellas que colman las páginas de la historia del pensamiento musical a lo largo de la centuria, la conocida como la Querelle des bouffons tuvo particular trascendencia y compromete a fondo a Rousseau. La representación que hiciera en Paris en 1752 una compañía ambulante de cómicos de La serva padrona, de Pergolesi, y la recepción inusitada de que fuera objeto, contribuyeron a avivar una vieja rencilla y a generar una aguda polarización entre los partidarios de la tragedia lírica, género de ópera seria típicamente francés, a cuya cabeza se hallaba Rameau, y los de la ópera bufa italiana, comandados por Rousseau. Ambos bandos representaban gustos, concepciones estéticas y maneras diversas de entender el género, el arte de la voz y el efecto de la música en el hombre. El enfrentamiento entre bufonistas y antibufonistas, que no tuvo nada de jocoso, pero sí mucho de apasionado, es referido así por el propio Rousseau: Paris se dividió en dos bandos más enardecidos que si se tratara de una cuestión política o religiosa. Uno, el más poderoso y numeroso, compuesto de los grandes, de los ricos y de las mujeres, sostenía la música francesa; el otro, más activo, más audaz, más entusiasta, estaba compuesto de los verdaderos inteligentes, de las personas instruidas, de los hombres de genio5. 5

Las Confesiones, p. 351

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El primer grupo contaba con el apoyo del rey. Entre los ilustres que se sumaron a la trinchera opuesta se hallaban ni más ni menos que los Enciclopedistas, defensores a ultranza de la tendencia italianizante, así como de abrir la música francesa a lo que ellos consideraban la enriquecedora influencia italiana, por su apego a la melodía y su capacidad para expresar sentimientos y conmover. Dentro del diverso grupo de filósofos ilustrados, cuyos pesos pesados eran D’Alambert, Diderot y Voltaire, el único que conocía desde adentro el lenguaje musical era Rousseau y por lo tanto fue quien llevó la voz cantante en el affaire. Como en efecto lo hizo en el vehemente manifiesto, Carta sobre la música francesa (que en realidad ha debido titularse, contra la música francesa), publicado en 1753, en donde no sólo pone en evidencia su erudición en teoría musical sino también su capacidad argumentativa, amén de la escasa modestia de quien sabe con certeza qué terreno pisa y de qué es capaz: “…Pues como dijera un sabio, al poeta le corresponde hacer la poesía y al músico la música; pero sólo corresponde al filósofo hablar con propiedad de una y otra”6. En Rousseau, como en Nietzsche, resulta imposible separar pensamiento y destino personal, como lo pone de manifiesto su actuación en esta escandalosa diatriba, teñida de resentimiento y muy probablemente, de frustración por su fallida carrera de compositor. Con la franqueza que lo caracteriza y con su habitual estilo enfático y, también hay que decirlo, a veces panfletario, y por eso mismo arbitrario en no pocos aspectos, lanza los más punzantes dardos contra la música francesa y por ende, contra Rameau. Parte de un axioma: que hay pueblos más musicales que otros. Por un lado, como lingüista, y desde la profunda convicción que tenía de esa unidad originaria entre la música y el lenguaje que será retomada en el Ensayo sobre el origen de las lenguas, analiza las características del italiano y del francés y su potencial para la música. Así como la mejor gramática la tiene la comunidad lingüística que mejor razona (no dice cuál sería esa comunidad y no se sabe si al menos en este aspecto reconoce algún mérito a la francesa), un pueblo es más o menos musical en la medida en que su lengua lo propicie: 6

Lettre sur la musique francaise. Op. cit.

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Y si hay en Europa una lengua adecuada para la música es ciertamente la italiana, una lengua dulce, sonora, armoniosa y acentuada más que ninguna otra, y esas cuatro cualidades resultan particularmente convenientes para el canto7.

En tono incisivo plantea si es posible hablar de música francesa y si no sería acaso más pertinente preguntarse si existe tal música. Al final de la carta, y tras una larga disertación, concluye que no hay ni melodía ni ritmo en la música francesa, en la medida en que la lengua no se presta para ello. Aún más, que “los franceses no tienen ni pueden tener música, y si llegaran a tenerla, peor para ellos”8.

Fuera de la melodía nada El otro frente de su alegato tiene que ver con la melodía y la música construida sobre una sola línea melódica, aspecto medular de su pensamiento musical. Defiende la melodía como elemento anterior y en contraposición a la armonía, y por ser, a su juicio, lo más cercano a la naturaleza; por ser la esencia y el fundamento del arte musical: “La naturaleza inspira cantos y no acordes, dicta la melodía, pero no la armonía”9. En la melodía, insiste, es donde se juega realmente la inventiva de un compositor y además de la prosodia del lenguaje, define el carácter particular de una música nacional. La melodía de cada nación es determinada por el acento de su lengua y si la música no canta, por armoniosa que sea, no puede ser imitativa, y por lo tanto, aunque consienta los oídos deja frío el corazón: no puede ser llamada arte. A la melodía dedicará también un capítulo del Ensayo sobre el origen de las lenguas. Ella, dice, es a la música lo que el dibujo a la pintura. Al igual que la pintura es mucho más que el arte de combinar los colores de una manera grata a la vista, la música artística es mucho más que el arte de combinar los sonidos. Así como los sentimientos que despierta en nosotros la pintura no provienen de los colores, el imperio que la música tiene en nuestras almas Ibíd. Ibíd. 9 Ensayo sobre el origen de las lenguas. Op. cit. p. 73 7 8

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no es de ningún modo obra de los sonidos (…) Es el dibujo, es la imitación lo que da a esos colores la vida y el alma; son las pasiones que esos colores expresan las que vienen a afectarnos 10.

En un momento en que la música instrumental conquista su autonomía, para Rousseau, hablar de melodía es hablar básicamente de arte vocal, porque cuando la melodía tiene voz, se llama canto, según la definición de su Diccionario de música, publicado en 1767, una obra que surge del desarrollo posterior de los artículos que, a partir de 1749, y a instancias de su amigo D’Alambert, redacta para la Enciclopedia. Imposible ocultar su desprecio por la música “pura”, es decir, sin un referente extramusical, lo que explica su pasión por la representación: la ópera y el canto. Y es por eso también que lejos de ver en la emancipación de la música con respecto a la palabra y el consiguiente auge de la música instrumental un signo de progreso, los considera una pérdida que no se cansará de lamentar: Desprovista de todo acento oral, adherida únicamente a las instituciones armónicas, la música se hace más ruidosa al oído y menos dulce al corazón. Ya ha dejado de hablar, pronto ni siquiera cantará y entonces con todos sus acordes y toda su armonía dejará de hacer efecto sobre nosotros11.

El primer romántico Hay que recordar que los criterios de Rousseau en materia artística, y los de su época en general, mantienen el apego a la Estética clásica y al concepto de mimesis como principio fundamental del arte y denominador común de las Bellas Artes, según la definición de Charles Batteux. Es suya una idea que será acogida por el pensamiento musical del Romanticismo: la superioridad de la música con respecto a las demás artes, por su extraordinario poder para pintar, sugerir, evocar con más fuerza y más penetración que la misma pintura. Nostalgia del paraíso inexorablemente perdido, nostalgia de esa humanidad mítica que la civilización arrancó de la naturaleza, en donde el 10 11

Lettre sur la musique francaise. Op. cit. Ibíd.

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hombre era libre, puro, bueno y feliz, y en donde la palabra y la música vivían en esa idílica simbiosis. Frente al optimismo y la confianza en el progreso, la cultura, el conocimiento y el avance de las ciencias y las artes que jalonaron su momento histórico, el ginebrino expresa escepticismo. Es que, en lo cronológico, Rousseau pertenece plenamente al siglo XVIII, dentro del cual discurre su existencia; sinembargo, encaja con dificultad en el Zeitgeist de la Ilustración. No es posible leerlo y salir ileso. Uno puede rendirse a sus pies, sentirse provocado o irritado, tildarlo de loco, como ya se ha hecho. Imposible negar el hechizo de su prosa. Kant, su contemporáneo, no es de extrañarlo, encontró absurdas y extrañas sus ideas, lo que no le impidió declarar: “Necesito leer y releer a Rousseau hasta que no me cautive ya la belleza de la expresión y pueda analizarlo todo con la razón solamente”12. Más intuitivo que reflexivo, su corazón quedó detenido en el arcaico pasado, mientras su razón avizoraba tiempos nuevos. No solamente anticipa el Romanticismo como movimiento cultural, sino que su état d’esprit es el del romántico que se opone al racionalismo del Siglo de las Luces. Rousseau representa al mismo tiempo la regresión y el progreso, y sólo desde la paradoja se puede valorar su legado y el aporte de su escritura y su pensamiento, no solamente musical.

A propósito de Jean Jacques Rousseau y su obra. En Rousseau. Ensayo sobre el origen de las lenguas. Bogotá, Edit, Norma, 1995, p. 66 12

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Notas sobre algunas polémicas de Rousseau Iván-Darío Arango

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1. Sobre el origen del mal

a principal de las polémicas con Voltaire aparece en la carta de agosto 18 de 1756, donde Rousseau refuta con detalle la idea central del Poema sobre el desastre de Lisboa, idea según la cual la existencia humana estaría dominada por la desgracia, como si el mal tuviera una raíz metafísica, a lo cual Rousseau responde que su único origen es de carácter social y que su fuente está en las desigualdades y no en los fenómenos naturales. Terremotos se presentan por todas partes, el problema está en que los hombres viven aglomerados en grandes ciudades.

2. Sobre la libertad humana La refutación de Helvétius aparece en la primera parte de la Profesión de fe del Vicario Saboyano, dedicada a refutar el materialismo y su negación de la libertad de la voluntad. Helvétius había sostenido que no había diferencia entre sentir y juzgar, a lo cual Rousseau responde, para aclarar que sentir es propio de la pasividad de las impresiones, mientras que juzgar requiere de una actividad del Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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entendimiento, que consiste en comparar y en establecer relaciones, y que sin estas relaciones no habría conocimiento. La actividad estaría en el juicio, pero el juicio se apoya en la voluntad de relacionar y sobrepasar las impresiones empíricas más inmediatas.

3. Sobre la ética política La polémica con Diderot está en el segundo capítulo de la primera versión del Contrato Social, titulado “Sobre la sociedad general del género humano”, donde Rousseau refuta la idea de la simpatía entre los seres humanos como base de la sociedad, una base psicológica, que Rousseau encuentra enteramente frágil para explicar las obligaciones entre los miembros de una sociedad. La ética política es una ética del derecho, que está basada en la voluntad o en la capacidad de realizar acuerdos recíprocos, y no en los sentimientos. Aunque es cierto que Rousseau aprecia el apoyo que la compasión le puede ofrecer a los acuerdos realizados.

4. Sobre el derecho político Es cierto que en la versión definitiva del Contrato Social, Rousseau busca evitar las polémicas y apoyarse únicamente en el razonamiento. Por tal razón no aparece la refutación de Diderot. Sinembargo, en esa obra mayor aparecen varias referencias a Hobbes, Maquiavelo y Montesquieu que tienen un innegable carácter polémico. Las críticas a Hobbes ya aparecen en los dos primeros Discursos y reaparecen en el primer libro del Contrato, cuando le objeta su método que busca establecer el derecho a partir de los hechos, una forma de razonar que sólo favorece a los tiranos, según afirma en las primeras páginas del texto. No hay duda de que Rousseau sabe muy bien que discute con genios; en esos términos se refiere a Montesquieu, quien pudo establecer los principios del derecho político, pero se ocupó del viejo problema de las formas de gobierno y no del asunto básico de la soberanía democrática y del amor a la igualdad, que es una constante entre los modernos, como condición para el ejercicio de las libertades y para establecer el derecho a gobernar, propio de la legitimación democrática.

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5. Sobre Maquiavelo Maquiavelo es un caso aparte, pues es el autor político que más influyó en el gobierno. Rousseau sostuvo en el Contrato Social que “El príncipe de Maquiavelo es el libro de los republicanos, pues fingiendo dar lecciones a los reyes, se las ha dado y muy grandes a los pueblos”. Es sorprendente tal interpretación, pero no es exagerado afirmar que en los pasajes más importantes del Contrato Social aparecen citas de Maquiavelo directamente en italiano: por ejemplo en el capítulo tercero del libro segundo, párrafo tercero sobre la voluntad general, quizá el párrafo más importante de la obra, aparece una nota con cita de Maquiavelo. Igualmente en el capítulo séptimo del mismo libro segundo, dedicado al legislador, aparece otra cita de Maquiavelo, esta vez de sus Discursos sobre Tito Livio.

6. Sobre Montesquieu Rousseau se refiere a Montesquieu como un autor célebre y como un gran genio, además, sostuvo que era el único de los filósofos modernos que podía haber establecido los principios del derecho político, pero que se limitó a tratar el derecho positivo de los gobiernos y que nada en el mundo es tan diferente como esos dos estudios. Se impone entonces la pregunta por la influencia que pudo haber tenido el autor de Del espíritu de las leyes (1748) en el autor de El contrato social (1762). Es verdaderamente difícil hablar de influencias cuando se trata de Rousseau. Pero no hay duda de que El contrato social tiene un equilibrio interno entre los principios generales de los dos primeros libros y el afán, de los dos últimos libros, apoyado en Montesquieu, por articular tales principios con las condiciones concretas, históricas y culturales de los diferentes pueblos. Tales condiciones concretas, en especial las costumbres, deben ser consultadas por el legislador para adaptar a ellas los principios de la legitimidad democrática. Rousseau sabía que no era suficiente concebir en abstracto los principios del derecho político; aceptaba la necesidad de integrarlos a las costumbres y además aclaraba la necesidad de la religión al lado de los nuevos valores de la igualdad y de la libertad. Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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Dejando de lado las influencias, lo que tienen en común Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau es que los tres están convencidos de que la suerte de los pueblos depende de sus instituciones políticas porque sólo ellas pueden preservarlos de la arbitrariedad y la informalidad, y que la solidez de las instituciones es más importante que las cualidades de los gobernantes.

Pilar González-Gómez

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Rousseau: intempestivo y actual Marta de la Vega Visbal

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Las paradojas del pensador ginebrino

rescientos años después de su nacimiento, el 28 de junio de 1712, en Ginebra, “ciudadano de un estado libre”, como dice al comienzo del Contrato Social “o Principios de Derecho Político”, publicado en 1762, resulta paradójico el modo de actuar de Rousseau, si se le compara con su pensamiento. Por ejemplo, contrasta su acerba condena a la propiedad privada, para él causa de las desventuras de la humanidad, con el hecho de que a la vez, desde su juventud, ansioso de aceptación social, usufructuó de la opulencia mundana de las élites ilustradas; fue un protegido de mujeres de alta posición socioeconómica, la primera de ellas, también su amante, Madame De Warens, damas de quienes, en varias ocasiones, recibió cobijo y ayuda; fue un asiduo concurrente de los salones literarios de París, a donde se codeó con los intelectuales de la Enciclopedia como Diderot o D’Alembert y se mantuvo bien relacionado con ricos aristócratas de su época, que también lo apoyaron, aunque denostaba de la civilización al hacer la apología del hombre bueno y fraternal del estado de naturaleza frente al egoísta Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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hombre ilustrado de los centros urbanos, contribuyendo así a consolidar el mito del buen salvaje; defensor de los derechos civiles y políticos, entregó sin piedad a los cinco hijos que tuvo con su criada, Teresa Levasseur, a orfelinatos, como si fueran de padres desconocidos. Al proclamar en su Emilio, publicado también en 1762, en el libro IV, desde una óptica filosófica deísta, la necesidad de una religión natural a la que se llegaba con la sola razón, desató por igual la furia de enciclopedistas, declaradamente ateos; y de católicos y protestantes, agredidos en su profesión de fe. En su texto sobre Rousseau y la educación de la Naturaleza, Compayré destacaba que el Emilio es en gran parte “una construcción de sueño levantada expresamente para hacer antítesis a la vida real de Rousseau.” Así se sustrajo éste de la amistad de muchos de sus protectores que, junto con los enemigos, se pusieron en su contra hasta obligarlo a huir hacia la Gran Bretaña. Estas contradicciones lo llevaron hasta el límite de la lucidez, al desarrollar un delirio de persecución que le hizo cometer numerosas impertinencias y rehusar incluso una pensión que, por intermedio de David Hume, le había concedido el Rey de Inglaterra durante su exilio en la isla, desde enero de 1766, al considerar que tras esta decisión había una maquinación para deshonrarlo y convertirlo en un menesteroso. Huyó de nuevo a Francia y finalmente, se le permitió vivir otra vez en París, a condición de no escribir más. Fue cuando comenzó a ganarse la vida como copista de música, retornando a sus dotes de juventud como compositor y profesor de música, aunque no dejó la escritura. Su último libro, Ensueños de un paseante solitario, quedó suspendido por su muerte, de una fulminante uremia, el 2 de julio de 1778, en brazos de su fiel Teresa, en Ermenonville, a donde había sido invitado un mes antes por el Marqués de Girardin. Robespierre, su discípulo manifiesto, ordenó el traslado de sus restos al Panteón de París, donde reposan desde 1794.

Los aportes y límites de la teoría política rousseauniana A pesar de encontrar en sus libros mucha quimera, ilusiones que a lo mejor habría deseado alcanzar para sí, de realidades que nunca tuvo, a pesar de las paradojas existentes entre su vida y su obra, no hay duda de que abrió horizontes visionarios de acción política que aún hoy mantie-

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nen vigencia. Un tema clave es la injusticia de la sociedad, causada por razones políticas y sociales. Pretende que ella sea superada mediante una “utopía racional”, como la ha llamado Jean Touchard, para que sea, así, alcanzada la máxima felicidad que es la libertad moral, fin imperativo de toda ley, más allá del estado social o civil, etapa final en el gradual ascenso del hombre hacia su perfección. Expresa el tránsito del régimen monárquico al régimen republicano al poner en tela de juicio el principio de la soberanía del monarca. Para Rousseau el verdadero poder soberano está en el pueblo y todo gobierno legítimo supone un pacto, que es social, por cuanto crea primeramente una comunidad de la que emana y en la cual reside el origen y fin de todo gobierno. Por tanto, cualquier posibilidad de pacto entre gobernante y gobernados queda claramente excluida, es decir, no se trata nunca de un pacto político. La soberanía reside en el pueblo y no en el Estado; es absoluta y no admite limitaciones sino las que ella misma se impone. Hay dos ramas del poder, el del gobierno, que es el poder ejecutivo y el poder legislativo, que es el del pueblo. Los fines de la legislación son la libertad y la igualdad pero ésta última es más bien legal que material. La fuerza no hace el derecho y no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos. La libertad civil es la sujeción de la voluntad a la ley. Al sostener un sistema político de gobierno directo, de democracia sin representantes, anticipa la concreción de la llamada “democracia tumultuaria” o “democracia plebiscitaria” a la manera de Carl Schmitt, pues ataca el principio representativo en la que se funda una democracia moderna; de allí fácilmente se puede desembocar en un régimen de terror, o francamente totalitario. Para Rousseau, el pueblo que tiene representantes renuncia a su soberanía. De este modo, paradójicamente se convierte en defensor del despotismo de las mayorías, pervierte uno de los pilares de una democracia genuina que consiste en el respeto de las minorías y favorece los regímenes autocráticos a nombre del pueblo que el gobernante pretende encarnar. Tras la fachada de un supuesto “poder popular” se esconde, pues, una tiranía real, disfrazada de democracia directa, protagónica y participativa. Tal es una de las secuelas de la denominada “voluntad general”. Sinembargo, como señala Raúl Cardiel Reyes al finalizar la “Introducción” publicada en la UNAM en 1969, con la traducción de E. Velarde, Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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“este libro breve y genial, El Contrato Social, ha sacudido dos siglos y ha dejado su huella profunda en Europa y América. Pertenece a las raíces ideológicas más hondas de la conciencia política occidental”. Sin duda, en esta medida, una propuesta como la del ginebrino resulta a la vez inoportuna, porque va en detrimento de las tendencias crecientes en las democracias actuales de protección a los derechos individuales, de estímulo al pluralismo y a la diversidad, ya que, según Rousseau, el verdadero interés es señalado por la voluntad general, que no tolera divisiones, ni partidismo, sino que funde en una sola y monolítica unidad todo el cuerpo político, sin aceptar las diferencias ni respetar los disensos; resulta también intempestiva, por cuanto la propuesta del ginebrino, en aras de un orden social universal, limita los derechos humanos inalienables y los subyuga a un interés colectivo; mas, igualmente, también aparece muy actual, porque establece una teoría política que desenmascara las bases de la anarquía, el origen del despotismo y la causa de los regímenes tiránicos. Así, como aparece en forma reiterada en el horizonte intelectual y existencial de Juan Jacobo Rousseau, sus logros constituyen paradojas: a la vez, en sus planteamientos siembra las semillas de la tentación totalitaria, pero riega igualmente fundamentos para una defensa de la libertad, una aspiración a la igualdad y una inspiración para la democracia. En este último sentido, quisiéramos transcribir a continuación uno de los pasajes de nuestra autoría, de un texto aún inédito que escribimos en colaboración con Caroline De Oteyza, titulado “Radiografía del proyecto bolivariano del socialismo del siglo XXI como variante del totalitarismo en Venezuela hoy”, que formará parte de la segunda edición del libro Totalitarismo del siglo XXI. Allí apreciamos de qué modo las ideas de Rousseau constituyen un sustento para revisar de manera crítica la actual gestión del gobierno presidido por Hugo Chávez en Venezuela, y así podremos mostrar ahora en qué forma, este primer mandatario, que se proclama como revolucionario y demócrata, que se ha autodefinido como “redentor” de los pobres y marginados, se ha convertido en realidad en un verdadero “depredador” de la paz de la república, del aparato productivo tanto público como privado y en un instigador de la injusticia, de la violencia, del odio y de la exclusión.

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Hacia la anarquía…y el despotismo En uno de los apartados del Contrato Social, del libro III, cap. X, Juan Jacobo Rousseau escribió: “La disolución del Estado puede sobrevenir de dos maneras: cuando el príncipe no administra el Estado según las leyes y usurpa el poder soberano” o también, cuando los miembros del gobierno usurpan las estructuras del Estado, “el cual ya no es para el resto del pueblo, desde este instante, sino el amo y el tirano”. Y agrega el pensador suizo: “De suerte que en el momento en que el gobierno usurpa la soberanía, el pacto social se rompe, y todos los ciudadanos, al recobrar de derecho su libertad natural, se ven forzados, pero no obligados, a obedecer”. Ahora es la fuerza, la coacción, la criminalización, la represión las que imponen la norma. El riesgo mayor, cuando no hay Estado de derecho, es la desintegración y la atomización de la sociedad. Por ello, “Cuando el Estado se disuelve, el abuso del gobierno, cualquiera que sea, toma el nombre común de anarquía”. En la Venezuela actual, estamos viviendo una situación crítica para la democracia. Son mantenidas sus estructuras formales, pero negados totalmente en la práctica sus principios fundamentales, como la igualdad ante la ley, la separación y autonomía de los Poderes Públicos; como el diálogo, el respeto a las diferencias sin discriminaciones, la tolerancia, la seguridad de la convivencia ciudadana, de las personas y los bienes, y una visión plural y consensuada de los principales retos que el país afronta. En el desempeño de la dirigencia política dominante, en especial, del Presidente de la República, por el carácter carismático y personalista del primer mandatario nacional, se acentúan las conductas autocráticas, las decisiones arbitrarias, el abuso como herramienta de su acción política y la subordinación a su voluntad de los otros órganos del Poder Público. El Presidente olvidó que es un servidor público, un funcionario para todos los ciudadanos de la República y se comporta, excluyente y sectariamente, sólo como defensor de su propio proyecto. Agrega Rousseau: “En el sentido vulgar, un tirano es un rey que gobierna con violencia y sin tener en cuenta la justicia ni las leyes. En el sentido exacto, un tirano es un particular que se arroga la autoridad real sin tener derecho a ella. Así es como entendían los griegos la palabra tirano: la aplicaban indistintamente a los buenos y a los malos príncipes, Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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cuya autoridad no era legítima. Así, tirano y usurpador son dos voces perfectamente sinónimas”. La situación venezolana no nos resulta ajena a esta caracterización de Rousseau acerca de un gobernante tirano, no sólo por la violencia que ejerce el primer mandatario nacional desde el poder, que no se le otorgó para impulsar un proyecto ajeno a la Constitución de 1999 sobre la cual reposa el ordenamiento jurídico venezolano, ni por ignorar la justicia y las leyes. Es sobre todo porque, en contra del mandato que el pueblo le otorgó al elegirlo como presidente de la República, bajo su gobierno la justicia ha perdido dos de sus principios rectores, la imparcialidad para actuar sin presiones ni sesgos subjetivistas o políticos, y la proporcionalidad entre el delito y la pena. El Estado de Derecho es mera mascarada. Por ello, tampoco existe la universalidad de la ley, entendida como la igualdad de su aplicación entre todos los individuos de una sociedad regida por normas resultantes del consenso a favor de una convivencia civilizada. La ley se convierte en un mecanismo de control, de coacción y de venganza políticas, en lugar de ser un instrumento para erradicar la violencia. Ésta se transforma en norma. Pero, además, porque el Presidente ha impuesto leyes que, lejos de ser respuesta a las necesidades de regulación de las conductas externas que garanticen una vida social pacífica y armoniosa, responden a su arbitrio personal y a los intereses inherentes a su proyecto político, y somete las leyes a su voluntad convertida en ley. La más elocuente demostración de esto es el conjunto de leyes inconstitucionales elaboradas por la anterior Asamblea Nacional, o las que continúan aprobando hoy en 2012, cuyos integrantes, en su mayoría oficialistas, electos con argucias jurídicas de último momento que favorecieron una cantidad mayor de diputados que de votos obtenidos por éstos, no garantizan la independencia sino, al contrario, la sumisión del Poder Legislativo a quien preside el Poder Ejecutivo Nacional. O las leyes que esa misma Asamblea Nacional renunció a diseñar por un lapso de 18 meses a favor del Presidente de la República, a quien habilitó para legislar desde diciembre de 2010. Bajo la figura de habilitantes, dichas leyes son elaboradas sin consulta ni participación de los involucrados, desde el Palacio de Miraflores, en secretos comités. Estas leyes retoman los aspectos esenciales de la reforma constitucional que fue rechazada por la mayoría de los electores venezolanos el dos de diciembre de 2007, y van en contra y por encima del principio de sobe-

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ranía popular, clave en toda democracia. Igualmente, nuevas leyes son promulgadas sin las debidas discusiones ni debates y sin participación de la opinión pública, que pretenden construir una estructura jurídica paralela a la de la Constitución vigente que tuerza la legalidad en detrimento de la constitucionalidad para favorecer el viraje socialista y someter buena parte del ordenamiento actual a mandatos inconstitucionales. Lo que vive hoy el país nos parece aún más difícil que las farsas de una democracia sólo formal: no solamente estamos al borde de una explícita tiranía, puesto que se cumplen en la conducta del Presidente las palabras del ginebrino. Sino peor: nos hallamos en el límite hacia el despotismo sin camuflajes. No tenemos que decirlo nosotros sino el propio Rousseau, quien afirma: “para dar diferentes nombres a diferentes cosas”, (…) “llamo tirano al usurpador de la autoridad real y déspota al usurpador del poder soberano”. En el caso de la Venezuela de hoy, no sólo podemos hablar de la instauración del mandato de un tirano, puesto que en nombre de un presunto socialismo el Presidente y sus acólitos de gobierno han usurpado la autoridad real, que es la de la ley suprema y cada una de las partes contenida en la Constitución a través de sus articulados. También se ha constituido en déspota el Presidente, al usurpar, en nombre del pueblo con el cual se identifica como una sola voluntad, el verdadero poder soberano, puesto que no se consulta la voluntad popular o peor, cuando ésta contradice al tirano, el déspota en el que se ha convertido el autócrata Presidente, la desconoce y actúa por encima y en detrimento del poder soberano.

El legado de Rousseau en tiempos de crisis: a manera de conclusión Uno de los aspectos actuales de la propuesta teórica de Rousseau es el rescate de la armoniosa relación de los individuos con el entorno de la naturaleza, ya que sólo nos distingue de ella la conciencia que tenemos de la “común conservación y del bien general”, como necesidad de preservar sus recursos en una forma que pareciera prefigurar las preocupaciones ecológicas contemporáneas. También es interesante destacar que en la educación de Emilio, protagonista de su obra con el mismo título, aunque éste vive en el aislamiento, sólo con su mentor, para evitar la corrupción Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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que pudiera provenir de las normas sociales y preservar su bondad natural en el proceso educativo, lo cual no es sólo irreal sino desafortunado y contrario a la esencia social del ser humano, el mandato ético consiste en que nada se le prohíbe sino hacerse daño a sí mismo y no causar daño a los demás. De este modo no se estimularía el egocentrismo sino el desarrollo de razonamientos morales. Con una visión, en cambio, muy avanzada acerca de la forma óptima de crianza de un niño y en contra de la triste tradición punitiva todavía hoy en boga, son descartados por completo los castigos corporales como instrumentos idóneos de la estrategia pedagógica. El espíritu crítico de la época en que transcurrió su existencia insuflaba vientos de cambio respecto del Antiguo Régimen y no hay duda de que Rousseau fue sensible a las nuevas exigencias y demandas sociales mayoritarias, así como al pensamiento de la Ilustración. No fue ajeno a los principios liberales ni a los planteamientos de Montesquieu, quien a su vez había tenido un contacto decisivo con la nueva constitución política inglesa y con el pensamiento liberal de la isla. No fue tampoco ajeno a las transformaciones en la concepción del poder que estimularían los ideales de la Revolución Francesa, tal como había ocurrido un siglo antes, con la Revolución Inglesa y pensadores republicanos como el célebre literato Juan Milton y Jacobo Harrington, quien fue el primero en establecer una correlación clara entre el sistema económico y la estructura política, según destaca Salvador Giner en su Historia del Pensamiento Social. Gracias en especial a los dos filósofos del liberalismo anglosajón que, desde perspectivas antagónicas en cuanto a la comprensión del poder, instauraron como postulados fundamentales en su construcción teórica el reconocimiento de la igualdad y libertad de todos los individuos, también Rousseau recibió en herencia de tales antecesores la necesidad de estos dos principios como punto de partida para establecer un pacto social en el terreno político y económico. Esta convicción sirve como perspectiva teórica a Rousseau para iniciar sus reflexiones. El Discurso sobre la desigualdad entre los hombres y El Contrato Social fueron sin duda contribuciones importantes que nutrieron a los impulsores de la Revolución Francesa, la cual Rousseau no alcanzó a presenciar, pero a la cual estimuló con sus escritos, que han

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repercutido hasta el presente, como la misma revolución, fenómeno de alcance mundial cuyas consecuencias aún no terminan. La idea de la “enajenación” del hombre, de estar “fuera de sí”, cuya libertad se halla enajenada (aliénée), como aparece a lo largo del Contrato Social, no sólo por una sociedad corrompida sino por las desigualdades, “constituye el inicio de una corriente revolucionaria de pensamiento, que ha de desembocar en la teoría marxista de la alienación”, según Salvador Giner. Para acabar con tal situación de injusticia, en palabras de Rousseau: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la dirección de la voluntad general; y recibimos, además, a cada miembro como parte indivisible del todo”. Por ello, como escribe también en el Libro II de El Contrato Social, el poder soberano, que depende de dicha voluntad, es inalienable, indivisible, absoluto e infalible. Esto significa que cuenta la colectividad, no el individuo; que el contrato social no se hace entre individuos ni entre un individuo y el soberano sino con la comunidad de los ciudadanos. Implica también la pérdida completa de la voluntad personal: el supremo voluntarismo del ginebrino desemboca en un autoritarismo de vocación totalitaria. En fin, Rousseau vislumbró el camino a la democracia, sin haberla vivido. Pensó desde una perspectiva liberal, sin ser defensor del individualismo. Abrió la posibilidad de un nuevo absolutismo con su concepción de la “voluntad general”, a pesar de haber sido crítico del Antiguo Régimen.

Rousseau da una respuesta

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Ecos del Rousseau pedagogo

Heriberto Santacruz-Ibarra Para: Kika* * Tuve el privilegio de ser profesor en el colegio Campo alegre, de Bogotá, 1985–1986; la más bella experiencia de mi trabajo docente. Su directora, María Cristina Murillo (Kika), cuando me contrató me advirtió: Heriberto: la clave en este colegio es “no darle nada al alumno; sacarle todo”. Yo entonces no sabía nada acerca de la “educación negativa”, ni conocía a Rousseau. El año pasado el Campo Alegre ocupó el puesto trece entre ochocientos colegios evaluados por el Estado colombiano.

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Me hacen reír esos pueblos envilecidos que dejándose arrastrar por agitadores osan hablar de libertad sin siquiera tener su idea y –el corazón lleno de todos los vicios de los esclavos– se imaginan que para ser libres basta con ser rebeldes.1

ace trescientos años, el 28 de junio de 1712, nació Jean-Jacques Rousseau, considerado por Kant como “el Newton de la moral”. Y hace doscientos cincuenta se publicaron dos de sus principales obras: Del contrato social, o principios de derecho político y Emilio, o de la educación, las que, tan pronto salieron de las imprentas fueron censuradas, quemadas, tanto en Ginebra como en la Sorbona, en París, y su autor perseguido mediante orden de arresto dictada por el Pequeño Consejo de Ginebra (Petit Conseil), tema al cual Rousseau se refiere con vehemencia, tanto en la Cartas desde la montaña, como en la carta a Christophe de Beaumont, Arzobispo de París y Director de la Sorbona, entre otros títulos. Rubio Carracedo relata así el suceso: Rousseau, J. J. Consideraciones sobre el gobierno de Polonia y su proyecto de reforma. Madrid: Tecnos, 1988, p.77. 1

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(…) como resultaba obvio en pleno régimen despótico, el “parlamento” actuó rápidamente por su cuenta, condenó el Emilio y ordenó el arresto del autor. Rousseau hubo de huir inmediatamente (…) en el carruaje de la Sra. de Luxemburgo a Iverdon en el cantón de Berna, donde le habían dado garantías. El 9 de junio tuvo lugar la ceremonia de condena del libro bajo los cargos de subversivo de la religión, de la moral y las costumbres; sedicioso, impío y sacrílego. La quema pública fue dos días después. Claro que La Sorbona se había adelantado en la condena del libro dos días antes bajo el juicio “científico” de que el autor era “un gran maestro de corrupción y error”. En Ginebra fue todavía peor: no sólo el Emilio, por su impiedad, sino también el Contrato Social, “por la extrema libertad” que preconiza –como reza el informe oficial de Tronchin–, son condenados públicamente el 19 de junio, mientras se prohíbe la residencia del autor en la ciudad bajo pena de arresto.2

Tales dos obras –las mayores– bien podemos considerarlas como el catecismo del hombre (Emilio) y el catecismo del ciudadano (el Contrato Social), términos con los cuales Rousseau reta a Voltaire en su carta de respuesta al Poema al desastre de Lisboa (escrita el 18 de agosto de 1756) en el que el autor francés se va lanza en ristre, a raíz del terremoto que destruyó Lisboa en 1755 contra la pretendida omnipotencia y bondad de Dios. La lectura de las obras de Rousseau constituye un placer por varios motivos: su estilo brillantísimo; la fuerza poderosa y rebelde de sus ideas, expresadas en numerosas ocasiones a través de paradojas; la dinámica polémica con sus interlocutores; la conexión íntima del pensamiento con su vida personal. Al mismo tiempo, la conjunción de esos distintos motivos de placer se convierte, por una parte, en escollo para una explicación lineal de su pensamiento y, por otra, en justificación para descalificarlo – como han hecho algunos comentaristas– por contradictorio y abigarrado, fruto de una mente enferma. No obstante, una voz tan autorizada como la de John Rawls afirma: Del contrato social es la más grande obra [de filosofía política] en francés (…) la unión de la fuerza literaria con el poder del pensamiento que se observa en Rousseau no tiene parangón.3 Rousseau, J. J. Escritos polémicos. Estudio preliminar de Rubio Carracedo, José. Madrid, Tecnos, 1994, p. XXIX. 3 Cfr. Rawls, John. Lecciones sobre la historia de la filosofía política. Madrid, Ediciones Paidós, 2009, pp.245, 246. 2

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No termina allí la dificultad para comprender el pensamiento de un genio comprometido con la suerte de la especie humana, con el destino “del linaje humano”, ya que las dos obras mencionadas son incomprensibles sin el contexto de las demás obras de Rousseau, cuyo conjunto total constituye una antropología filosófica que hoy sigue siendo fuente de luz para el análisis de los problemas que con mayor agudeza asedian y acorralan a los seres humanos, y sin el contexto de la impresionante dialéctica de una época que cambió la historia de la civilización, época de la cual la figura de Rousseau está entre la mayores. En esta nota conmemorativa del tricentenario del sabio ginebrino no pretendo cosa distinta a concentrar la atención sobre algunos aspectos de su teoría educativa que pueden servirnos para iluminar un poco una discusión provinciana, pero de primera importancia, en la que los colombianos estamos enredados, y la obra de la que principalmente me sirvo para la reflexión es Emilio.4 Emilio o de la educación es una obra compleja, con diferentes niveles de lectura: pedagógico, sicológico, moral, antropológico, autobiográfico. Aunque consta de cinco libros, podríamos decir que tiene dos partes: los cuatro primeros y él último, a uno de cuyos temas me referiré al final de esta consideración.

1. El norte En los cuatro primeros libros Rousseau desarrolla todo su programa educativo para los niños y jóvenes, desde su nacimiento hasta los veinte años, aproximadamente, edad a la que Emilio se prepara para casarse. Toda esta parte tiene como telón de fondo la obra de John Locke, Pensamientos sobre educación, publicada inicialmente en 1693. Aunque la de Rousseau sigue de cerca el esquema de la obra de Locke y es posible encontrar puntos de contacto y de afinidad entre las dos, sus propósitos y su dimensión son radicalmente diferentes. Mientras que el propósito de la obra del inglés es la de “formar un caballero”, el del ginebrino es doble: por una parte, el de “educar al hom4

Rousseau, J. J. Emilio. México: Editores Mexicanos Unidos, 1985.

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bre” de tal manera que, por otra, al mismo tiempo se le eduque para ser “ciudadano”: Una sola ciencia hay que enseñar a los niños, que es la de las obligaciones del hombre, idea que funciona como leitmotiv, no sólo a lo largo de Emilio. Estos dos propósitos de la obra roussoniana son distintos, pero están íntimamente relacionados. Mientras que el primero, objeto del “catecismo del hombre”, tiene como núcleo fundamental desarrollar el tema de la libertad y de la independencia del individuo –aspectos centrales del pensamiento moderno–, para lo que fue en principio educado Emilio, el propósito final de tal educación, que Emilio adquiere ya sin su preceptor en sus viajes al exterior, es el de ejercitarle para la comprensión del “catecismo del ciudadano”, es decir, el del Contrato social, el de las obligaciones, que no es otro que el de vivir bajo el gobierno de las leyes y no bajo el gobierno de los hombres, única forma de remediar los males que la inescapable sociedad genera. La conjunción de estos dos propósitos, que entraña una profunda relación entre ética y política, la expresa Ernst Cassirer en su ensayo El problema Jean-Jacques Rousseau en los siguientes términos: Todo el interés y toda la pasión de Rousseau siempre se han centrado en saber qué es el hombre, pero ahora ha comprendido que esta pregunta no puede disociarse de esta otra: ¿qué debe ser el hombre? Un pasaje de las Confesiones describe su evolución interna en este sentido: “Había visto que todo dependía radicalmente de la política y que, de cualquier manera que se planteara, ningún pueblo sería nunca sino lo que la naturaleza de su gobierno le hiciera ser; así, esa gran pregunta sobre el mejor gobierno me parecía reducirse a ésta: ¿cuál es la naturaleza del gobierno apropiada para formar un pueblo y convertirlo en el más virtuoso, el más ilustrado, el más sabio, el mejor en definitiva, tomando esta palabra en su sentido más lato?”, y esta cuestión conduce a su vez a esta otra: ¿Cuál es la forma del Estado que de suyo, en virtud de su propia naturaleza, realiza del modo más perfecto el reino de la ley? Esta misión ética que Rousseau atribuye a la política, y este imperativo ético bajo el cual la coloca, constituye su acto más propiamente revolucionario. Y eso lo singulariza en el seno de su siglo.5 Cassirer, Ernst. El problema Jean-Jacques Rousseau. EN: Rousseau, Kant, Goethe. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2007, pp. 83-84. 5

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También en Emilio encontramos esa idea expresada de forma nítida: Los que quieran tratar aparte la política y la moral no entenderán palabra de una ni otra (p.224). No es difícil comprobar que en nuestro País las dimensiones moral y política han estado disociadas con respecto a la educación. Bastaría para ello con detenerse en los artículos que al respecto hay en nuestras diez Constituciones desde el inicio de la Nación, o en hacer un seguimiento a través de las políticas reales que los sucesivos gobiernos han aplicado para desarrollar los planes educativos.6 Cuando la sociedad en su conjunto no tiene claridad sobre el fin de la educación, sobre el para qué, menos la puede tener sobre el medio. En este sentido la desorientación del sistema educativo colombiano es abrumadora, si tenemos en cuenta la idea roussoniana de educación, gozne entre las dimensiones moral y política que entre nosotros han estado dislocadas. Aunque en toda su obra Rousseau tiene como presupuesto el carácter “perfectible” del ser humano, no se hace muchas ilusiones. Por lo mismo que la educación es un arte, casi es imposible su logro, puesto que de nadie pende el concurso de causas indispensables para él. Todo cuanto puede a fuerza de diligencia conseguirse, es acercarse más o menos al blanco; pero es ventura dar en él.7 ¿Por qué es tan difícil dar en el blanco? Rousseau piensa que: La educación es efecto de la Naturaleza, de los hombres, o de las cosas. La de la Naturaleza es el desarrollo interno de nuestras facultades y nuestros órganos; la educación de los hombres es el uso que nos enseñan éstos a hacer de este desarrollo; y lo que nuestra experiencia propia nos da a conocer acerca de los objetos cuya impresión recibimos, es la educación de las cosas8.

Como puede comprenderse, se trata de “escuelas” que interactúan unas sobre otras, pero la segunda, es decir, la educación que depende de los Pueden verse análisis al respecto en: Montenegro, Armando; Rivas, Rafael. Las piezas del rompecabezas. Desigualdad, pobreza y crecimiento. Bogotá, Taurus, 2005. 7 Rousseau, J. J. Emilio. Op. cit., p.18s. 8 Ibíd., p.18. 6

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hombres, es la única sobre la que podríamos tener control, no siendo las otras, es decir, la de la naturaleza y la de las cosas, necesarias o inmodificables. De aquí que los discursos sobre la “mala calidad de la educación” en nuestras discusiones sean casi que incomprensibles, puesto que, tanto el concepto de educación como el de calidad son relativos y, excepto por las referencias al aspecto económico del desarrollo, ni se propone con claridad el norte, ni, mucho menos, los medios para conseguirlo. Para que pudiéramos entenderos tendríamos que comenzar por establecer con claridad el fin de nuestro sistema educativo, teniendo en cuenta la necesidad de la conexión entre las dimensiones moral y política que, como traté de explicar, se han mantenido dislocadas. El fin de la educación podemos comprenderlo al observar el retrato que de Emilio hace el ciudadano de Ginebra al cabo de todos sus desvelos, cuando el muchacho enamorado se apresta a casarse con Sofía –trasfondo de su amarga e intensa experiencia personal con Elisabeth Sophie Françoise Lalive de Bellegarde, condesa d´Houdetot: Contemplad a mi Emilio a los veinte años cumplidos, bien formado, bien constituido de cuerpo y de espíritu, fuerte, sano, listo, mañoso9, robusto, lleno de discernimiento, de razón, de bondad, de humanidad, con buenas costumbres, sano gusto, que ama la belleza, que obra bien, libre del imperio de las pasiones crueles, exento del yugo de la opinión, pero sujeto a la ley de la sabiduría, y dócil a la voz de la amistad; poseedor de todos los talentos útiles y muchos agradables, cuidándose poco de las riquezas, llevando sus recursos al extremo de sus brazos, y no teniendo miedo de que le falte el pan en cualquier evento.10

¿Qué más podríamos pedir de la educación de nuestros jóvenes? Para que ello ocurra así es necesaria la “educación negativa”, en todos los niveles de la formación.

2. Educación negativa Aunque parezca extravagante la idea de Rousseau de que la regla más grande, la más importante, la más útil de toda la educación (…) no es 9

Quizás, una traducción más afortunada habría sido “hábil”. Rousseau, J. J. Emilio. Óp. Cit., p., 420.

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la de ganar tiempo, sino el perderle11, una de las peores prácticas que hemos tenido en la educación de los colombianos ha sido precisamente la de ejercitar lo que el ginebrino denomina “educación positiva”. Las ideas de educación negativa y de educación positiva son el soporte de la pedagogía de Emilio: “no le des nada al alumno, sácale todo”, tal como me lo recomendara la rectora del Campo Alegre. Las palabras de Rousseau al respecto prefiero extractarlas de la encendida carta –arriba mencionada– a Christophe de Beaumont, a quien, después de recordarle su idea fundamental de la bondad originaria del hombre, clave en la antropología filosófica roussoniana, le dice: Basado en este principio, afirmo que la educación negativa es la mejor o, más aun, la única buena. Muestro cómo toda educación positiva, hágase lo que se haga, sigue un camino opuesto a su objetivo. (…). Llamo educación positiva a la que tiende a formar el espíritu antes de tiempo y a dar a conocer al niño deberes de hombre. Llamo educación negativa a la que tiende a perfeccionar los órganos, instrumentos de nuestro conocer, antes de darnos conocimientos y que prepara la razón con el ejercicio de los sentidos. La educación negativa no es ociosa, ni mucho menos. No da la virtud, pero previene los vicios. No enseña la verdad, pero previene del error. Predispone al niño a todo cuanto conduce a la verdad, cuando está en condiciones de entenderla, y al bien cuando puede estimarlo.12 No se trata de enseñarle las ciencias, sino de inspirarle su afición a ellas, y darle métodos para que las aprenda cuando se desenvuelva mejor su afición. He aquí ciertamente el principio fundamental de toda buena educación13.

La “educación positiva” es la que se sigue, por desgracia, en la mayoría de nuestros planteles educativos, ni qué decir de la que se imparte en las instituciones de educación superior, razón por la cual la investigación en nuestro medio sigue siendo tan pobre.

3. Las instituciones educativas La educación que recibe Emilio a lo largo de su formación es una educación privada; personalizada podríamos decir hoy. Este tipo de educaIbíd., p.74. Rousseau, J. J. Escritos polémicos. Óp. cit., p., 73. 13 Rousseau, J. J. Emilio. Óp. cit., p.157. 11

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ción sigue siendo el camino correcto aún en una sociedad de masas como la que vivimos. Por desgracia, en aras de los indicadores de cobertura, en los salones de clase se atiborran decenas de alumnos. Pero el aspecto que me interesa resaltar aquí de la filosofía educativa de Rousseau es otro, que tiene que ver con una de las fuentes principales de la profunda desigualdad e inequidad de nuestra sociedad. En las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia y su proyecto de reforma, redactada en 1771, pero publicada póstumamente, en la que Rousseau pretende llevar a la realización práctica los lineamientos teóricos del Contrato nos dice lo siguiente: No soy partidario de esa distinción entre colegios y academias que motiva una educación distinta y separada de la nobleza rica y de la pobreza pobre. Siendo todos constitucionalmente iguales, todos deben ser educados conjuntamente y de la misma manera, y si no puede establecerse una educación pública enteramente gratuita al menos sí será necesario ponerla a un precio asequible a los pobres. ¿No podrían establecerse en cada colegio un cierto número de plazas completamente gratuitas, es decir, a expensas del Estado, similares a las llamadas becas en Francia?14

Nosotros hemos sido partidarios precisamente de lo contrario. La diferencia entre “escuela” y “colegio”, por una parte, y entre colegios para los niños de familias ricas, concentrados en los extramuros de las ciudades, y los de familias pobres, por otra, está en la raíz de la fragmentación social de los colombianos, fragmentación que se reproduce en la formación universitaria.

4. “Lo que sean los maestros eso será la Nación” Llegamos al punto sin duda más difícil. El hecho de que Emilio sea huérfano no es gratuito. Con ello Rousseau aísla el problema que significa ocuparse de niños “corrompidos por la sociedad”: ¿Cómo es posible que un niño sea bien educado por uno que lo fue mal?, se pregunta al comienzo de Emilio, consciente de que se trata del núcleo del problema Rousseau, J. J. Consideraciones sobre el gobierno de Polonia y su proyecto de reforma. Madrid: Tecnos, 1988, p.70. 14

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que, con ironía, elude: …a ejemplo de otros muchos, no pondré manos a la obra, sino a la pluma, y en vez de hacer lo que conviene, me esforzaré a decirlo15. Quizás las dos aptitudes fundamentales del maestro de Emilio sean su capacidad para mantenerse a prudente distancia y su amor por los niños. Sin la primera característica no es posible la educación negativa: Yo más bien llamaré ayo que preceptor al maestro de esta ciencia [la de enseñar las obligaciones del hombre], porque no tanto es su oficio instruir como conducir. No debe dar preceptos, debe hacer que los halle su alumno.16 Y con respecto a la segunda, nos dice Rousseau. Mira el discípulo al maestro como el azote de la niñez; el maestro no considera en el discípulo más que una carga pesada, y sólo ansía verse libre de ella; así de consuno aspiran a zafarse uno de otro; y como nunca hay entre ellos verdadero cariño, el uno tendrá poca vigilancia y menos docilidad el otro17. Las palabras que me sirven como título de este apartado son de Don Agustín Nieto Caballero, eximio pedagogo colombiano, quien, a diferencia de Rousseau, no solo puso manos a la pluma, sino también a la obra, pues fue el fundador del Gimnasio Moderno, de Bogotá. Ellas condensan la “cuadratura de círculo” que está en el fondo de la confusa idea de “calidad de la educación”, pues si bien son ciertas, se prestan para descargar toda la responsabilidad en el maestro. Pero los universitarios tenemos que preguntarnos hoy: ¿Y dónde se forman nuestros maestros?, pregunta, claro está, que es necesario hacer respecto de políticos, de médicos, de jueces, de ingenieros, de arquitectos y de cada una de las demás profesiones, a la vista del descalabro moral del ejercicio de cada una de ellas. En nuestro país –como voces autorizadas lo plantean18–, por desgracia se paralizó el desarrollo de las Escuelas Normales, superiores, en muchos aspectos, a los actuales flamantes “Departamentos de estudios educativos”, que es urgente transformar, debido a las desastrosas consecuencias Rousseau, J. J. Emilio. Óp. cit., p., 31. Ibíd., p.33. 17 Ibíd., 34. 18 Cfr. Ruiz, Carlos-Enrique. Actitud para reforma seria de la educación. www.revistaaleph.com.co /desde-Aleph/487. 15 16

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que tienen en la sociedad. El problema está diagnosticado y las soluciones claramente planteadas. Aunque para estudiar el problema es importante la lectura detenida del texto Colombia: al filo de la oportunidad, no deja de ser interesante contrastar por lo menos tres ideas allí19 propuestas: la creación de un Instituto Nacional Superior de Pedagogía; la dignificación de la profesión docente y la inconveniencia de la casi absoluta inmovilidad laboral, con recomendaciones que hace Rousseau en las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia: Cualquiera que sea la forma dada a la educación pública, sobre la que aquí no entro en detalle, es conveniente establecer un Colegio de Magistrados de primer rango que detente su suprema administración, y que nombre, revoque y cambie a voluntad tanto a directores y jefes de estudio de los colegios –quienes serán, según dijimos, candidatos a las altas magistraturas–, cuanto a los maestros de gimnasia, a los cuales se tratará con cuidado de estimular su celo y su vigilancia mediante puestos más elevados, que se les abrirán o cerrarán según hayan desempeñado los anteriores.20

Por supuesto que una recomendación tal supone una “sociedad bien ordenada”. ¡Y lejos de los pensamientos de Rousseau la posibilidad de que el estado podría privatizarse!, como ocurrió en Colombia.

5. La educación de las niñas Dije, refiriéndome a la estructura de Emilio, que el libro V podía considerarse más bien como una segunda parte, puesto que en ella, además de tratar de la formación de Emilio para ser un ciudadano, Rousseau se ocupa de la formación de las niñas, si bien está lejos de hacerlo con la profundidad y extensión que dedica a los niños y a los jóvenes. El genio no le alcanzó a Rousseau –como tampoco a Kant– para sacudirse por completo la ideología de su época en lo concerniente a las concepciones machistas sobre la sujeción de la mujer al hombre y su puesto, determinado por la naturaleza, en el “orden físico y moral”. Fue la maravillosa Mary Wollstonecraft –una escritora inglesa que asistió de cerca los acontecimientos de la Revolución Francesa– quien, 19 20

Cfr. Colombia: al filo de la oportunidad. Bogotá: CASE, 1995, pp. 120–160. Rousseau, J. J. Consideraciones sobre el gobierno de Polonia y su proyecto de reforma. Óp. cit., p.72.

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aunque con fuerte influencia del pensamiento del ciudadano de Ginebra, escribe su indignada protesta Vindicación de los derechos de la mujer, aparecida en 1792. Ya antes, en 1790, Wollstonecraft había publicado su Defensa de los derechos del hombre, en el que se enfrenta de manera decidida a Edmund Burke, quien en su Reflexiones sobre la Revolución Francesa se manifiesta como su acérrimo enemigo. En la Introducción a Vindicación nos dice Wollstonecraft: He llegado a la profunda convicción de que la miseria de mis compañeras –que deploro vivamente– proviene de su descuidada educación (…). He llegado a esta conclusión leyendo lo que los hombres han escrito sobre este tema; consideran a las mujeres más como hembras que como seres humanos y se han preocupado más de hacer de ellas esposas afectuosas y madres juiciosas. De este modo la inteligencia femenina se ha enorgullecido por este homenaje insidioso hasta el punto que, salvo algunas pocas excepciones, las mujeres civilizadas de nuestro tiempo no desean otra cosa que inspirar amor, cuando deberían albergar ambiciones mucho más nobles y atraerse el respeto por sus cualidades humanas y espirituales21.

Aunque a lo largo de su libro se refiere a muchos autores, el blanco fundamental es precisamente Rousseau, pues ella capta la fatal contradicción en la que el ginebrino incurre desde la primera página de Emilio, en la que en nota a pie sostiene: La educación primera es la más importante, y ésta compete indiscutiblemente a las mujeres. Si el autor de la Naturaleza hubiera querido confiársela a los hombres, les hubiera dado leche para amamantar a los niños. Así, en los tratados sobre educación se ha de hablar especialmente con las mujeres, porque además de que pueden vigilarla más de cerca que los hombres y de que tienen más influjo en ella, el fin les interesa mucho más… Las leyes, que se ocupan de las cosas y casi nunca de las personas –pues su objeto es la paz, no la virtud– no otorgan la autoridad suficiente a las madres, aunque su estado es más cierto que el de los padres, sus obligaciones más penosas, más importantes sus desvelos por el buen orden familiar y, en general, mayor el cariño que tienen a sus hijos22. 21 22

Wollstonecraft, Mary. Vindicación de los derechos de la mujer. Madrid, Editorial Debate, 1977, p.30. Rousseau, J. J. Emilio. Óp. cit., p.,17.

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El capítulo V de su valiente libro se titula Crítica de ciertos autores que han considerado a la mujer un objeto de piedad, casi de menosprecio, y la figuras centrales de su ataque, como ya dije, son Rousseau y su Emilio, del que cita extensos pasajes para valerse de sus propias palabras y elaborar así su propia argumentación. En este aspecto, el valor de los aportes pioneros de Mary Wollstonecraft permanecerán también en la memoria, así como la coherencia de su lucha, que apenas ahora comienza a dar sus frutos y a lavar el estigma de una especie que durante milenios toleró la esclavitud y redujo a la mujer a un juguete de los hombres. No obstante lo anterior, en un estudio más sereno de la obra roussoniana se encuentran los gérmenes de una nueva concepción sobre el trato a la mujer y sobre las relaciones entre hombres y mujeres, pero para ello sería necesaria la exploración de Julia o la nueva Eloísa, su novela epistolar romántica publicada un poco antes de Emilio –en 1761. Su lectura es necesaria –a Emile y a Héloïse Rousseau los consideraba libros complementarios– si se quiere comprender lo que Rousseau pensaba sobre las parejas, sobre el período de enamoramiento, sobre el amor, sobre el matrimonio, sobre la prostitución, sobre la economía familiar, sobre la amistad, etc., temas que han de iluminar muchos interrogantes que suscita Emilio, un libro al que el mismo autor se refiere en la Cartas escritas desde la montaña, al defenderlo de la ordenanza que dio lugar a su anatema y a la persecución del insociable amante del género humano, en los siguientes términos: Se trata de un nuevo sistema de educación, cuyo esbozo ofrezco al examen de los sabios, y no de un método para padres y madres, cosa que nunca se me pasó por la imaginación. Creo que ahora mismo su lectura puede convenir, tanto a los sabios que en nuestro país diseñan las políticas educativas enredados en indicadores sin otro norte que el del desarrollo del PIB, como a quienes, también sin norte, se ocupan de la “formación de los maestros”, todo lo cual es difícil, sinembargo, en un país que invierte diecinueve billones de pesos en el lucrativo negocio de la guerra.

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Rousseau, el libertario

Gabriel Restrepo

E

Constancia del pensar

l ensayo que se abre en estas páginas gracias a esta hospitalidad tan propia de Aleph, es reelaboración de un proyecto de libro de 1988 en torno al ginebrino, el cual incluía la traducción del Contrato Social, misma que en más de la mitad yace en los archivos de mi computador. En la evolución de mi pensamiento y vida, la lectura de Rosuseau, iniciada con mucha intensidad en la segunda mitad de los años setentas, fue fundamental para realizar el tránsito de la obsesión del Estado a la pasión por la Nación, o, en los términos de la teoría dramática de la sociedad que elaboro y ya pronto saldrá al público en forma de libro, del mundo de los sistemas sociales (poderes económico, político, mediático y académico) a los mundos sociales de la vida. Es más, cuando reviso la literatura sociológica en torno al tópico del mundo de la vida, que remonta en verdad de la filosofía de Husserl y se traspasa por Theodore Schütz a la sociología, luego a la etnometodología y se incorpora un tanto, aunque en forma pálida en Habermas dada su in-

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sistencia en la comunicación pública, hallo que a esta genealogía le falta vitalidad y le sobra entendimiento: con ello quiero decir que el concepto de mundo de la vida debe retomarse con una relectura muy atenta de todos los románticos, de Novalis y de Rousseau en adelante. De esta forma podríamos comprender, por ejemplo, por qué el Estado es un concepto masculino y por qué la Nación es femenino. Y recalaríamos en un asunto en apariencia trivial, pero de una gran fecundidad heurística: que la nación es lo que nace. Esta tautología es empero necesaria para concebir los mundos de la vida social como nacederos: del agua, de la vida natural, de las plantas, de los animales, de la vida humana, del saber, de la lengua, de la educación y de la cultura. Con esta visión potente podríamos redimensionar las relaciones entre el Estado colombiano y los cerca de 1.170 municipios colombianos, éstos como matrices de los nacederos de la nación, y al mismo tiempo repensar el famoso contrato social de Rousseau con la minga y el ayllú, con el convite y con la comunidad centrada en una nueva escuela que sirva de nacedero a la Nación. En este camino cobra una importancia excepcional la figura excepcional de don Simón Rodríguez, el gran maestro de maestros y maestras: no sólo porque fuera maestro y guía del Libertador, sino porque el libreto de ese guiar fuera la obra de Rosuseau. Creo que en ninguna parte del mundo el pensamiento del ginebrino ejerció una influencia tan directa y profunda como en el acto libertario de la Gran Colombia, acto que fue antes pedagógico y filosófico que político o militar. Y no obstante, según mi interpretación, la influencia del gran libertario enunciada por Simón Bolívar en el magistral discurso de instalación del Congreso de Angostura quedó congelada en Pisba por el automatismo de la guerra y por la ausencia de una vocación por la democracia social.

El siglo de las luces El ciclo de la vida de Rousseau (1712-1778) coincidió con la plenitud del Siglo de las Luces. Fue un tiempo propicio, como pocos, al despliegue del talento en las ciencias y en las artes. De esta época es deudora la modernidad en muchos aspectos. La revolución científica, cuyos presupuestos se habían construido en los dos siglos precedentes, ganó en profundidad y en extensión, bajo la Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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influencia del método racional que Newton (1643 - 1642) plasmara en su libro: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687), obra que fijó las bases de la física y de la astronomía, por lo menos hasta la aparición de la relatividad (1905, 1916), precedida, por supuesto por el gran aporte del siglo XIX significado en la termodinámica. En química, el giro no fue menos radical: en el mismo año de la Revolución Francesa, Antoine Lavoissier (1734-1794) publicó el libro iniciador de la química moderna: Traité Élémentaire de Chimie, en el cual explicaba la combustión, el concepto de elemento y la composición del aire y del agua. Las arcanas nociones de alquimia: piedra filosofal, flogisto, el éter y los cuatro elementos (aire, tierra, fuego y agua) podrían subsistir como metáforas del espíritu, pero perderían su valor como explicación de la naturaleza. Similar transformación ocurrió en la geología, cuyos fundamentos tendió el alemán Werner. En botánica, el sueco Linneo (1707-1778) estableció un sistema racional de clasificación de las plantas, mientras Buffon (1707- 1788), con una perspectiva diferente, la de un muy primitivo evolucionismo, consideraba las variaciones en el reino de la naturaleza, plasmadas en los 36 volúmenes de la Historia Natural publicados entre 1749 y 1788. Entre tanto, una visión más completa de la tierra fue posible por las circunnavegaciones del inglés James Cook (1728-1779) y del francés Louis Antoine de Bougainville (1729-1811). Sobre estas experiencias se erigirá luego, en particular con Alexander von Humboldt (1769-1859), una geografía universal con fundamentos científicos. Progresos extraordinarios en las matemáticas facilitaron el avance de las ciencias y de las técnicas desde que se perfeccionara el cálculo diferencial y se insinuaran los fundamentos de la estadística, en buena medida estimulados por su aplicación a problemas de población y economía. No fue menos evidente el progreso técnico: de las muchas invenciones del Siglo de las Luces bastaría nombrar el descubrimiento de la máquina de vapor. El uso inteligente de la energía natural con el empleo de máquinas, y ya no con simples utensilios o herramientas, transformará las distancias e introducirá otra noción de tiempo y, por primera vez, en

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forma intuitiva, la idea de productividad, que será la nota dominante del siglo XIX: son los albores de la revolución industrial, la cual terminará las relaciones de servidumbre que los hombres establecían sobre la tierra e introducirá nuevas formas sociales y políticas de dominio, más refinadas. Al observar estos cambios, el inglés Edmund Burke (1729 – 1797) resumía con ironía el espíritu de los tiempos: “La era de la caballería ha cesado: ahora corresponde el turno a los sofistas, a los políticos y a los calculadores” (Burke, 1970: 170), expresión a la cual hará eco, un siglo después, el norteamericano John Henry Adams (1838 – 1918) ante el embate de la segunda revolución tecnológica, la signada por el dínamo, cuando diga que “la facultad de ignorar distingue al hombre práctico” (Adams, 2001: 88), con lo cual mostrará la distancia entre la aspiración fáustica a obtener la universalidad del saber y la limitación rampante a un oficio o un negocio, la misma que Goethe dibujara en el formidable Wilhem Meister. A propósito, John Henry Adams no sólo se declara seguidor de Rousseau, sino que prolonga al modo anglosajón el género de las confesiones en uno de los libros más formidables de no ficción de cualquier época. La del gran Edmund Burke, un pensador que tentaría a cualquiera con algo de razón a adoptar su visión conservadora del orden social o por lo menos a derivar de ella la razón del aufheben hegeliano, ese superar conservando, era una advertencia premonitoria en el siglo del nacimiento de la ingeniería como profesión moderna. Pero además, el cálculo y el método de la ciencia natural se extendieron al examen del ordenamiento social. Nadie justificaba ya la monarquía por el derecho divino. Una burguesía en ascenso predicaba nuevas ideologías de libertad e igualdad, frente a los privilegios heredados de la aristocracia, o a la pretensión de derecho omnipotente de los monarcas: el punto crucial de esta transfiguración política fue el estallido de la Revolución Francesa, en 1789, precedida por otro modelo distinto de evolución política en Inglaterra durante el siglo anterior con el establecimiento de la monarquía constitucional, diferencia bien argumentada por Edmund Burke y sometida a reflexión extraordinaria luego por Alexis de Tocqueville en su clásico L´Ancient Régime. De paso, dígase con apoyo en este pensador, que la diferencia en el estilo del intelectual inglés y el francés puede ser medida por el pragmatismo conservador liberal de Burke y el utopismo de Jean Jacques Rousseau. Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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En el siglo XVIII se consolidaron los estados nacionales europeos, con excepción de nacionalidades como la alemana y la italiana que sólo hasta el último tercio del siglo XIX se reunirían cada una en un cuerpo político. El estado moderno se afianzaba en el siglo de la Ilustración con el uso de la ciencia y de la técnica y con una transformación de los aparatos administrativos, al amparo de una nueva burocracia racional. La explotación colonial servía como medio de acumulación de riqueza y como causa de guerras entre potencias. La ciencia de la economía, fundamental en el ordenamiento de los estados, data del siglo XVIII y halla su cúspide en Adam Smith (1723 - 1790), lo mismo que la demografía, cuyo inicio se debe al matemático suizo Leonhard Euler (1707-83). Giambattista Vico (1668-1744) reclamaba para la historia la categoría de ciencia. A su vez, el pensamiento político adquirió nueva fisonomía, gracias al uso de un material comparativo extraordinario, como el que sobresalía en el libro de Charles Louis de Secondat, más conocido como Barón de Montesquieu (1689 1755): El espíritu de las leyes. Montesquieu precisaba allí las diversas formas de gobierno, las relaciones entre la geografía, la cultura y la constitución política de los pueblos, y formulaba el principio de la división de los poderes como eje del equilibrio del gobierno democrático. A los cambios en la ciencia correspondía una nueva visión filosófica que afirmaba el poder de la razón humana como ordenadora de la experiencia. La publicación de La Enciclopedia: Diccionario razonado de Ciencias, Artes y Oficios (1751-1772) bajo la dirección de Denis Diderot (1713 – 1784) y Jean Le Rond d’Alembert (1717 - 1783) era expresión de esta confianza en la inteligencia humana. Los enciclopedistas formulaban un emplazamiento radical a la herencia escolástica y a la teología medieval, que subsistirán hasta entonces, si uno se declara optimista aunque la realidad no le ayudará en nada porque rebrotan de las cenizas. Los 12 tomos de La Enciclopedia podían ser un equivalente a la Suma Teológica de Tomás de Aquino (1224 - 1274): la comparación revela el crecimiento y el carácter secular del saber. La religión no podía servir ya de base a la razón, a la moralidad, o al mismo orden social. Actitudes de escepticismo o de agnosticismo, de deísmo o de ateísmo, o simplemente una práctica de tolerancia en materia de credos sucedieron

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entonces a convicciones religiosas que, llevadas al extremo del fanatismo, provocaron guerras sin término desde el cisma protestante en el siglo XVI. Para algunos, la ciencia y el progreso técnico comenzaban a figurar como el nuevo nombre de la religión, en tanto que para otros significaban el pivote de una alienación respecto a un supuesto estado de naturaleza bondadoso y sociable.

Rousseau, el libertario En el centro de esta transfiguración cultural, Jean - Jacques Rousseau irrumpió como figura y genio muy singular. Participó como pocos en el movimiento intelectual del siglo. Con temperamento de artista y con racionalidad de científico –en ello un tanto como Novalis, Goethe o Schiller-, moduló con propio acento las tendencias de su tiempo. Personalidad de excepcional fuerza y talento, hizo de la razón y de la independencia su patrimonio, precedidas por una turbulencia emocional sin medida. Fue tan único en su trayectoria, ajeno siempre a partidos o agrupamientos, que llegaba a describirse como extraño a su época. Se presentaba como un ser caído allí, marcado por la nostalgia o el anhelo. Nostalgia de una inocencia perdida. Anhelo de un orden distinto, una posible utopía donde el individuo pudiera reconciliarse con la comunidad y la naturaleza. No era, sinembargo, un sentimiento pasivo, como el de muchos movimientos contraculturales contemporáneos que se creen herederos de Rousseau. En el temperamento del ginebrino contendían siempre con extravagante riqueza la sensibilidad y el entendimiento, la receptividad y la fuerza. Su sentimiento vital es el desarraigo. Pero es un desarraigo creador, porque la conciencia propia de su enajenación lo llevaba a precisar con lucidez las fuentes de toda enajenación y, por tanto, las bases de la voluntad y de la libertad. En sus escritos autobiográficos es recurrente la idea de una voluntad, tan poderosa en su capacidad de imaginar y de desear, como separada por artificios y convenciones de la sociedad y la naturaleza. Todo ello puede significarse con una parábola: la del hombre que siendo amante, no es amado, porque entre el amor y lo amado se interponen la tramoya del interés y la discordia. La parábola no es ajena a un pensador cuyos Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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temas absorbentes fueron la libertad, la igualdad y el amor y quien podía por ello reconocer, en su falta, una sociedad que, habiendo enfermado, enferma a todos. Su obra es, así, en cierta medida, un tratado sobre la enfermedad y la liberación. Por esta atmósfera de valores, Rousseau fue más un pionero del romanticismo, que un exponente clásico de la Ilustración. Desconfiaba de los principios de razón, ciencia, técnica y progreso, tal como fueron expuestos por los enciclopedistas. Difería y polemizaba con Voltaire sobre la concepción del hombre, la sociedad y la religión. Con Condillac, y con los empiristas ingleses podía afirmar la primacía y el valor de la intuición y del sentimiento, pero a la vez exaltaba la razón como principio de la libertad, como hará Kant, quien profesaba por el ginebrino una veneración profunda hasta servirse de él como arquetipo de la Crítica de la Razón Práctica, es decir: prototipo de voluntad y libertad como instituyentes del orden social. Esa elevada razón se expresaba en un estilo muy propio, pleno de paradojas e ironías, con un lenguaje preciso que parecía prestado a la matemática, la física, la botánica o la química de su tiempo, tan bien estudiadas por él, pero a la vez marcado con el sutil sentido de ritmo del literato y del músico y por la herencia de los estoicos y del gran Montaigne. Carecía de ilusiones sobre el orden social de su época, que debía ser transformado en su totalidad. A su modo de ver, debía cambiarse a cada hombre en sí mismo y a la sociedad en su relación con cada hombre. De ahí su obsesivo empeño por rehacer la clásica identidad entre ética y política, aparentemente perdida desde Maquiavelo, autor a quien sinembargo Rousseau atribuía un valor libertario (pues en realidad hay dos Maquiavelos, uno el del Príncipe, otro el de Las Décadas de Tito Livio, obra menos conocida) y con quien se identificaba en esa combinación entre el arte y la política, que no debería ser tan insólita. Su cosmovisión era revolucionaria, como bien lo advertirá Marx, porque en esencia postulaba y creía posible hallar un camino racional para instaurar un hombre nuevo en una sociedad nueva. De ahí dos intereses específicos: la pedagogía y la política, tan bien asidos en un pensador para el cual el estudio del hombre lo era todo. A diferencia de Marx, el ginebrino nunca abrazó ni lo postularía nunca la idea de la violencia como partera de la historia.

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A nuestro personaje, como a Tomás Moro, se aplica lo que decía Cervantes de un personaje de Don Quijote: “Su profesión era ser humanista”. Fue músico, botánico, estudioso de las matemáticas y ciencias naturales, pedagogo, novelista o romancero, ajedrecista. Su obsesión fue siempre comprender al hombre, para lo cual él mismo se concibió como laboratorio. Quizás pueda decirse que fue, con Goethe y con Alexander von Humboldt, aunque con una formación menos metódica y rigurosa, de la especie de los últimos hombres universales. Los tres, sinembargo, sabían con lúcida resignación, que ya se iniciaba la época de los especialistas, o sea, la de aquellos que saben cada vez más sobre cada vez menos, o como de nuevo lo enuncia Goethe en su Wilhem Meister para dolor de los románticos herederos del Sturm und Drang, la parábola del protagonista del fáustico adolescente deriva en la exaltación en la madurez de la renuncia a la totalidad, es decir, a una Bildung incesante, y en la postulación de la limitación a un oficio o Beruf, en los términos de Max Weber, como la máxima aspiración de la vida y la confirmación de su virtud ética: nada menos que la dirección de La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo en la cual Max Weber descubrirá la jaula de hierro del mundo moderno.

La vida, pretexto del texto Su obra sería incomprensible sin su vida, a la que la obra remite por múltiples vías , ante todo por la autobiografía. Los escritos biográficos o de meditación sobre la vida ocuparon buena parte de la producción literaria del ginebrino: Las confesiones, Rousseau, juez de sí mismo, Ensoñaciones de un paseante solitario, entre otras obras. Pero del mismo modo, ni los textos políticos, ni los pedagógicos, ni los literarios pueden concebirse sin el pretexto vital que los determina. La intención autobiográfica es moderna. Lejos estamos ya de la inocencia, o, si se quiere, de la grandeza de las célebres Confesiones de San Agustín, que relatan el sendero que eleva la existencia individual a su principio, Dios, y que aún expresa Dante en La Divina Comedia, a comienzos del siglo XIV. Aquí nos encontramos muy lejos de aquellos acentos cósmicos. En el afán de examinarse Rousseau inicia el acto de introspección que delata el malestar del hombre contemporáneo, introspección movida por intereses estéticos Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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e intelectuales, ya no religiosos, pero no menos determinada por necesidad terapéutica: la de rehacerse, con ayuda de la memoria, como lo propondrá el psicoanálisis, al trasmutar el antiguo rito de la confesión en instrumento de reconocimiento de la personalidad escindida (Como dice Kundry en Parsifal, la obra máxima de Wagner-: “La confesión agota la culpa hasta la contrición, el conocimiento transforma la insensatez en sabiduría”) Sólo que Rousseau arriesga una confesión pública, porque, como los curanderos heridos (y Rousseau era un chamán) sabe que la trasmutación de su mal es un principio de bien para otros. Su propia vida es un ejemplo de este ejercicio de vencimiento de sí mismo y de transformación de su miseria en reflexión sobre la miseria colectiva, de tal modo que el pensamiento que ha restado como pureza en el crisol sirva de catalizador a una liberación común Un siglo antes de Rousseau, Descartes había dicho que bastaba estudiar el libro abierto de la naturaleza para entender el mundo. Suponía un yo intelectivo que podía reflejarse entero en el espejo de los objetos. En el Siglo de las Luces esta unidad ya no era posible. El espejo se había quebrado en mil pedazos, y con él el individuo, cuya existencia comenzaba a reconocerse como enajenada. Nadie hubiera pensado en la antigüedad que el drama de Narciso no fuera tanto ahogarse en su propia imagen, como perderse en el laberinto de una identidad confusa. Rousseau había descubierto el velo de la pasión. El hombre como voluntad e impulso de amor. Y en este despertar de la sensualidad, como Rousseau exponía en la novela: La nueva Eloísa, el hombre y la mujer se encontraban tan desnudos como Adán y Eva sorprendidos bajo el árbol de sabiduría en su culpa, que sólo podrían deshacer con ayuda de la única herencia que quedaba del paraíso: la razón. La salvación consistía en hallar el remedio dentro del mismo mal. El problema era, como desde los griegos se sabía, de dosis. Mayo de 1988 – Abril 2012

Referencias Adams, Henry. 2001. La Educación de Henry Adams. Madrid: Alba. Burke, Edmund. 1970. Reflections on the revolution in France. An on the proceedings in certain societies in London relative to that event. London: Penguin.

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Las enfermedades de Rousseau Orlando Mejía-Rivera Pero el historiador quiere saber más sobre la enfermedad de Rousseau. Empresa arriesgada, que solo tiene sentido si nos resignamos con antelación a la posibilidad del fracaso o de la incertidumbre. Si pretendemos que los documentos nos contesten con un sí o un no, conseguiremos que digan lo que nosotros queramos y no habremos avanzado casi nada.

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Jean Starobinski. Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo (1983)

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uan-Jacobo Rousseau (1712-1778) fue y es una figura incómoda en la tradición histórica de los intelectuales. Más allá de su rechazo al progreso de las ciencias y de las artes, de su idealismo romántico por el “buen salvaje” americano, de sus profundas contradicciones personales, de sus conversiones religiosas hipócritas, de ser un precursor ideológico de los totalitarismos políticos modernos, lo que no se le perdona es su repudio radical al proceso mismo del pensamiento racional, que dejó bien expresado en su comentario: “Si la naturaleza nos ha destinado a estar sanos, casi me atrevo a afirmar que el estado reflexivo es un estado antinatural y que el hombre que medita es un animal depravado”. Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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Para Rousseau los enfermos más graves son los intelectuales, esos pensadores que construyen mundos paralelos de ideas y prejuicios para adueñarse de la realidad cotidiana de las personas, y que viven en las madrigueras de las abigarradas y sucias ciudades, intoxicados de conceptos, de palabras, de vanidades, de ajenjo y licor, esclavos de los rituales de la alta sociedad, sepultureros de las emociones auténticas del corazón. Se entiende así el furor y la lucidez vengativa de su enemigos contemporáneos: Voltaire lo acusa de “loco furioso y asesino”, Diderot insinúa que es “un malvado”, Hume afirma que “es un monstruo indigno de la estima de las gentes honestas”, Melchor Grimm le enrostra con ironía que “ha nacido con todos los talentos del sofista”. De hecho, filósofos y escritores actuales no se han quedado atrás en seguir cobrándole a Rousseau su traición a la cofradía de los intelectuales. Bertrand Russell en su Historia de la filosofía occidental (1945) lo condena al infierno agnóstico de la abominación histórica: “Hitler es un resultado de Rousseau; Roosevelt y Churchill, de Locke”. El historiador Paul Johnson, en su libro Intelectuales (1988), lo caracteriza como un ejemplo de falsedad, mezquindad, irresponsabilidad, crueldad, ingratitud y lo denomina “un loco interesante” aludiendo a la frase de Sophie Houdetot, la mujer que él amó de manera “platónica” y que le inspiró la heroína de su novela Julia o la nueva Heloísa. ¿Por qué tanto resentimiento contra Rousseau? Quizá porque él representa un papel análogo al griego Epiménides, el de la paradoja lógica, cuando afirmó que: “todos los griegos son mentirosos”. Cuando Rousseau, exquisito escritor de brillantes frases aforísticas y gestor de la pedagogía educativa moderna gracias a su Emilio, reniega del valor humano del pensamiento reflexivo está invalidando a todos los pensadores de Occidente y sus construcciones cognitivas. La única solución es demostrar que Rousseau está “loco”, que su pensamiento es, en realidad, un pseudopensamiento. De allí que no son los que pretenden exculparlo los que afirman que sus alteraciones mentales le distorsionaron su raciocinio, como afirma Starobinski, sino por el contrario: sus enemigos (léase los pensadores de la Ilustración) se salvan de sus dardos dialécticos envenenados en la medida que lo consideren el discurso de un “loco”, de un “enajenado”,

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de un “falso” pensador. Si Epiménides es “un mentiroso” el resto de los griegos conservan su credibilidad y la frase no es verdadera, al igual que si Rousseau está “loco”, no es cierto que los demás intelectuales sean unos “animales depravados”. El depravado es Rousseau, el mentiroso es Epiménides, casos excepcionales y singulares que no vulneran a los ciudadanos de Grecia ni al gremio intelectual. Las Confesiones, al contrario de la lectura canónica, no es la defensa de un demente para justificarse ante la posteridad por sus acciones involuntarias, sino la de un pensador que reniega de si mismo por sus abismales contradicciones vitales, pero que mira al lector a los ojos y le dice: “He prometido mi confesión, mas no mi justificación, por lo tanto, me detengo aquí. A mí me toca ser exacto, al lector ser justo. Nunca le pediré más”. El primer interesado en no ser considerado “loco” es el propio Rousseau. Pero esta dramática y valiente decisión solo se entenderá mejor en el siglo XX cuando Louis Althusser, el gran intelectual marxista de Francia, estranguló a su mujer Hélène y fue diagnosticado como inimputable, debido a una enfermedad depresiva severa, y él escribe su libro El porvenir es largo (1992) donde recuerda conmovido a Rousseau: “Por desgracia no soy Rousseau. Pero al dar forma a este proyecto de escribir sobre mí y el drama que he vivido y vivo aún a menudo he pensado en su audacia inaudita (…) Pero creo poder suscribir honradamente su declaración: “Diré en voz alta: he aquí lo que he hecho, lo que he pensado, lo que fui”. Y yo añadiría sencillamente: “Lo que yo he comprendido o creído comprender, aquello de lo que yo ya no soy totalmente el dueño, sino en lo que me he convertido”. Althusser escribe su libro para responsabilizarse de sus acciones, no quiere el perdón social de “la locura”, usa la escritura para demostrar que todavía piensa y que debe ser tomado en serio. Sinembargo, al igual que Rousseau en el siglo XVIII, Althusser es considerado otro “loco interesante” y no se acepta la validez de su dialéctica discursiva ni sus confesiones íntimas, porque la perturbación seria mayor en el ámbito de la racionalidad occidental. Que Althusser pida ser juzgado como un ser pensante que sigue siendo un “animal reflexivo” implica sospechar de la racionalidad misma y su capacidad de matar de manera gratuita a lo que más ama. De allí, el énfasis de los historiadores europeos en afirmar que los campos de exterminio masivo de los nazis Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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fueron creados también por “enajenados”, pues admitir que los asesinos alemanes eran racionales y la organización de los campos fue un producto “eficiente” de la “lógica burocrática”, como lo señaló Kertesz, es inaceptable para Occidente. En este contexto los lectores de Las Confesiones de Rousseau, en el siglo XVIII, y de El porvenir es largo de Althusser, en el siglo XX, leyeron a los dos “locos” de manera similar: con desconfianza, con sospecha, con escepticismo, pero también con el miedo que vislumbró Foucault, en su Historia de la locura en la época clásica (1964), porque el discurso de la “locura irracional” se mimetizaba de “racional” y por los intersticios de la luminosidad ilustrada se colaban de nuevo las sombras “del mal”. En este siglo XXI la “locura” ha sido domesticada, en apariencia, con el Prozac y los antipsicóticos, sinembargo los intelectuales siguen incómodos con Rousseau, Peirce, Althusser, Céline, Artaud, Pynchon, entre otros, como si las arquitecturas de las palabras y las ideas construidas por ellos fueran, en realidad, las murallas en ruinas de una frágil y asustadiza ciudad letrada que presiente, de nuevo, el acecho de los “bárbaros”.

2 ¿Fue Rousseau, en realidad, un enfermo? Su relato pormenorizado de Las Confesiones, su voluminosa correspondencia, los testimonios de sus contemporáneos y sus biógrafos permiten afirmar que tuvo dos grandes problemas médicos: su conducta mental y trastornos de tipo genitourinario. Estos últimos quisieron ser mimetizados cuando la autopsia realizada a su cuerpo, el 3 de julio de 1778, no mostró, al parecer, ninguna alteración macroscópica en la uretra, la próstata, los uréteres, la vejiga y los riñones. Entonces, predominaron los diagnósticos psiquiátricos: neurastenia (Joly), Delirio sistemático de persecución y paranoia (Chatelain, Moebius), histeria simuladora (Espinas), psicastenia (Janet), neurastenia arteriosclerótica (Régis, Sibiril). Todos ellos, con la excepción del delirio, fueron rotulaciones decimonónicas y tienen en común lo siguiente: una constitución psicológica frágil e hipersensible que le dificulta al paciente adaptarse a la realidad. El componente neurótico e hipocondríaco es el determinante principal de los síntomas del enfermo. Para los defensores de las psicastenias e

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histeria esto se debe a un mal funcionamiento de la conciencia, pero las neurastenias sí implicaba una alteración cerebral estructural. Además, el diagnóstico de “neurastenia arteriosclerótica” se basaba en una “constitución neuropática” heredada por el enfermo de las taras de familia. Aparecen los “degenerados” que serán llevados por Lombroso al campo del derecho penal y por Zola al de la literatura naturalista. El diagnóstico más aceptado, en el siglo XIX y comienzos del siglo XX, fue el de que Rousseau era un “neurasténico arteriosclerótico y neuroartrítico”. Es decir “un degenerado” que anticipó a los otros “degenerados”: los poetas malditos del romanticismo europeo. En el siglo XX los diagnósticos psiquiátricos cambiaron su rumbo. La influencia de Freud es definitiva. Las explicaciones psicoanalíticas quedan bien sintetizadas en la hipótesis de Laforgue (1930): sus obsesiones y compulsiones se deben a reacciones histeriformes por una homosexualidad latente y negada de Rousseau. Claro, en este contexto psicoanalítico, se podrían agregar otros factores de enorme importancia biográfica: la muerte de la madre después del parto del recién nacido Juan Jacobo y sus posteriores sentimientos de culpa. La hostilidad implícita del padre contra él, que canalizó con las lecturas compartidas de novelas con el niño. El masoquismo, descubierto a los siete años cuando su cuidadora le dio unas nalgadas, como una forma inconsciente de “autocastigo” por ocasionar la muerte de su mamá. El uso sistemático de las sondas uretrales, por parte del adulto Rousseau, sería otra manifestación desviada de su “placer masoquista”. La limitación paradójica de la teoría psicoanalista es su capacidad de ser usada de manera casi ilimitada. Lo dijo Popper cuando la rechazó como una teoría científica auténtica y lo ha enfatizado el filósofo contemporáneo Michel Onfray, en su demoledor libro El crepúsculo de un ídolo. La fábula freudiana (2011), donde Freud ha quedado reducido a la categoría de charlatán y el psicoanálisis a una práctica pseudoreligiosa. Ahora bien, el diagnóstico psiquiátrico más exitoso y convincente sobre Rousseau fue realizado por Sereiux y Capgras en su famosa monografía Las locuras razonantes: El delirio de la interpretación (1909). Allí se plantea que él tuvo un “delirio de interpretación resignado” que se Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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inició a los cuarenta y cinco años con un delirio persecutorio, evolucionó a una auténtica psicosis, a partir de los cincuenta y ocho años, con una sistematización de la persecución delirante, hasta llegar a la última etapa de su vida donde se establece “el periodo de irradiación del delirio: ya no sólo teme a los filósofos y a los magistrados sino también a los jesuitas, a los jansenistas, a los médicos, a la Congregación del Oratorio; la alianza en su contra se hace universal, se continúa generación tras generación”. Sinembargo, como ellos anotan, Rousseau no presentó nunca fenómenos alucinatorios y conservó sus dotes intelectuales hasta la muerte. Las cartas que ellos citan son pruebas irrefutables de la existencia del delirio de persecución de Rousseau y su evolución hacia la psicosis. Basta con transcribir un fragmento de la carta que escribió, el 17 de febrero de 1770, a la edad de cincuenta y ocho años, a Monsieur de Saint-Germain: Desde que se ha convenido en que soy un hombre tenebroso, se me atribuyen falsamente toda clase de crímenes. Quien ha cometido uno puede cometer un centenar, y veréis cómo pronto iré por ahí violando, incendiando, envenenando, asesinando a derecha e izquierda sencillamente por gusto, sin que me estorbe la multitud de vigilantes que no me pierde de vista, sin parar mientes en que los techos que me cubren tienen ojos, que las paredes que me rodean tienen oídos, que no doy un sólo paso que no sea contado, no muevo un dedo sin que sea anotado, y todo eso sin que en ningún momento nadie haya tenido la caridad de prevenir a la fuerza pública para que me impida continuar todos esos horrores que se contentan con ir tranquilamente apuntando. Pero no importa, ya que de lo que se trata es de imputarme grandes crímenes, así que os garantizo que monsieur de Choiseul será poco exigente en cuanto a pruebas, y que después de mi muerte todas estas estupideces se convertirán en hechos incontrovertibles, porque monsieur tal y monsieur cual, madame de esto y madame de lo otro, todos ellos gentes de la mayor probidad, así lo habrán atestiguado y yo no voy a resucitar para contradecirles.

Si Las confesiones son la obra de un hombre hipersensible, pero en mi concepto todavía cuerdo, que quizá exagera a veces en sus recuerdos, pero que conserva un juicio autocrítico y que no pudo ser desmentido por sus biógrafos más honrados en los odios, persecuciones y burlas reales que sufrió a manos de los enciclopedistas franceses, los filósofos ingleses

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y la aristocracia de París y Ginebra. Lo cierto es que en sus dos obras posteriores: Rousseau juez de Juan Jacobo (escrita entre 1773 y 1776 y publicada de manera póstuma con el título de Diálogos) y en las Ensoñaciones del paseante solitario (obra inacabada que escribió entre 1777 y 1778) se hace evidente su paranoia delirante. De hecho, es significativo que Las confesiones están escritas en primera persona, mientras Los Diálogos lo están en tercera persona. El autor de la primera es un hombre agobiado y cuerdo que presiente la “locura”, la cual asoma por momentos y se retira ante los esfuerzos titánicos de un Rousseau que se aferra al principio de realidad a través de la honestidad interior, la grandeza espiritual y la fortaleza de su intelecto. El escritor de los Diálogos se ha escindido por completo. Es una sombra, envilecida por la psicosis, que habla del “otro” Juan Jacobo como un ser perseguido por toda la humanidad que: A fuerza de ultrajes sangrientos pero tácitos, a fuerza de impertinencias, de cuchicheos, de mofas, de miradas crueles y feroces o insultantes y burlonas, han conseguido echarle de toda reunión, de todo espectáculo, de los cafés, de los paseos públicos; su objetivo es echarle finalmente de las calles, encerrarle en casa, tenerle allí cercado por sus cómplices y hacerle al fin la vida tan dolorosa que no la pueda ya soportar.

Un psicoanalista reconocido del siglo XX como lo fue Jacques Lacan, esa compleja y exótica quimera intelectual formada por Freud y Heidegger, está de acuerdo con el diagnóstico y lo denomina “psicosis de interpretación” aunque lo acompaña de una “perversión masoquista” de estirpe freudiana. Jean Starobinski, médico e historiador de las ideas y el gran erudito de Rousseau, también comparte esa hipótesis y lo menciona con el nombre de “un delirio sensitivo de relación”. En la actualidad no existe el diagnóstico psiquiátrico de “delirio de interpretación”, pero se puede ubicar, de acuerdo con la clasificación nosológica vigente del DSM-IV, como uno de los “Trastornos delirantes crónicos” que cumpliría en el caso de Rousseau los criterios clínicos de tener ideas delirantes no extrañas, ausencia de síntomas de esquizofrenia, ausencia de consumo de drogas, la inexistencia de una causa orgánica aparente. Sinembargo, a mi modo de ver no se cumpliría el requisito Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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de que no esté presente “un síndrome depresivo ni el síndrome maniaco completo”. Desde el texto pionero de Sereiux y Capgras se negó la presencia de síntomas depresivos en Rousseau. Incluso, ellos son rotundos en afirmar que antes de los cuarenta años no hay evidencias de trastornos afectivos en el pensador ginebrino. No obstante, la lectura detallada de Las confesiones muestran lo contrario. Es claro que desde su adolescencia él tuvo episodios frecuentes y constantes de melancolía acompañada de llanto fácil, tristeza inexplicable, aburrimiento, deseos de no levantarse de la cama, inactividad física extrema que llamaba “languidez”. Por ejemplo, al recordar su vida transcurrida entre los 11 y los 15 años dice: En los períodos de calma soy la indolencia y la timidez mismas. Todo me arredra, me desanima. El vuelo de una mosca me asusta. Alarma mi pereza tener que hacer un gesto o decir una palabra. El temor y la vergüenza me dominan hasta el extremo de que quisiera hacerme invisible a todo el mundo. Si conviene obrar, no sé qué hacer; si hablar, no sé qué decir; si me miran, me turbo. Apasionado, doy a veces con lo que debo decir, pero, en la conversación ordinaria, no encuentro absolutamente nada que decir; me es insoportable por el mero hecho de que me obliga a hablar. (libro I: 29).

Refiere llegar “a los 16 años” en un estado de inquietud y “cansado de todo y de mi mismo, fastidiado de mi situación, ajeno a los placeres propios de aquella edad, devorado por deseos cuyo objeto ignoraba, llorando sin motivo determinado, suspirando sin saber por qué” (Libro I: 29). Estas manifestaciones se repiten varias veces y se puedan encontrar en unos veinticinco episodios del libro. Además, a ese estado de “melancolía” (Libro V: 203) casi continua, se le intercalan episodios menos frecuentes de exaltación, de hiperactividad del cuerpo, de ideas megalómanas, de entusiasmos arrebatadores, de pasiones instantáneas por desconocidos como el bohemio Bacle y el músico Ventura, de decisiones absurdas que lo llevan a creerse y hacerse pasar por maestro de canto y compositor musical en Lausana: “Heme constituido en maestro de canto sin saber leer música siquiera” (libro IV: 133) y “Ventura sabía de composición, aunque no lo hubiese dicho; yo, sin conocerla, me jactaba de compositor delante de todo el mundo, siendo

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incapaz de poner en música una copla” (Libro IV: 134). Estos son auténticos impulsos irrefrenables compatibles con episodios cuasi maniacos sin psicosis, que él no fue capaz de controlar a pesar de saber que no era lo que decía ser. Eventos de manía similares se encuentran referidos en otros ocho fragmentos de la obra. Entonces, la lectura de Las confesiones me permiten sustentar otra hipótesis: Rousseau pudo tener, desde su juventud, un trastorno bipolar tipo II, caracterizado por episodios repetidos de depresión mayor combinados con algunos episodios de hipomanía. Incluso, varios de sus contemporáneos lo rotularon de “melancólico” y es muy significativo que él mismo haya rechazado esa acusación: “Me suponéis desgraciado y consumido por la melancolía. ¡Oh señor, cuánto os equivocáis! Era en París donde estaba así; era en París donde una bilis negra devoraba mi corazón”. De hecho, existen dos dibujos realizados a Rousseau que lo asocian a la iconografía de la “melancolía”: el primero se titula Jean-Jacques Rousseau at Montmorency y fue pintado por Jean-Pierre-Louis-Laurent Houel en 1760. Allí se observa un Rousseau cabizbajo y meditabundo, en un estudio con algunos libros, con un gato en su regazo y un perro flaco y triste a su pies, que evoca el famoso cuadro de La Melancolía I de Alberto Durero. El otro es un dibujo denominado Rousseau on Lake Bienne pintado por Gabriel Ludwig Lory, en 1820, y que muestra a Rousseau recostado en una barca, pensativo en mitad de un lago, acompañado de un perro, y recuerda la posición corporal y la actitud arquetípica del dios Saturno, la deidad de la melancolía, famosa en el grabado de Giulio Campagnola del siglo XV. Estas alusiones confirman que varios contemporáneos de Rousseau lo ubicaron dentro de la categoría de la “enfermedad inglesa”, patología acuñada por el médico y filósofo George Cheyne, en 1734, para referirse a una entidad que constaba de síntomas histéricos, hipocondría, decaimiento del espíritu (languidez) y un aburrimiento o hastío permanente bautizado como “Esplín”, que nace de la palabra inglesa “Spleen” (bazo) pero significaba el humor melancólico, la animosidad sombría que luego inmortalizaría el poeta Baudelaire en sus Flores del mal. Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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Ahora bien, la aparición descrita antes del “delirio de interpretación” de Rousseau es inobjetable y está referida su coexistencia, aunque es rara, con la enfermedad bipolar. Este podría ser su caso, aunque debo señalar una última característica de la personalidad de Juan Jacobo, que ha pasado desapercibida por sus biógrafos y por los médicos que han estudiado su historia clínica. Me refiero a esa llamativa imposibilidad de conservar su atención ante cualquier estímulo externo, la dificultad de sostener una conversación, la falta de concentración durante la lectura, la curiosa memoria que poseía basada en el recuerdo a posteriori de lo vivido, pues mientras se encontraba en presencia de una situación le parecía que su percepción de los hechos fallaba. En un detallado fragmento de Las confesiones él dice lo siguiente: Preciso es que yo no haya nacido para el estudio, porque una atención continuada me fatiga de tal modo, que me es imposible ocuparme con actividad durante media hora sin interrupción de una misma cosa, sobre todo siguiendo ideas ajenas; pues algunas veces me ha sucedido que, a pesar de detenerme mayor tiempo en las mías, he logrado un resultado favorable. Cuando me he fijado en algunas páginas de un autor que debe ser leído con atención, mi espíritu le abandona y se cierne en los espacios. Si me obstino, me fatigo inútilmente, se agotan mis fuerzas y nada veo; pero cuando se suceden asuntos diferentes, aun sin interrupción, uno me hace descansar del otro, y sin necesidad de descanso sigo más fácilmente. (libro VI: 216).

Aunque parezca increíble este relato corresponde a un cuadro típico de déficit de atención, y otros similares son contados en cinco oportunidades más. Además se le agrega, en siete u ocho ocasiones, la extrema necesidad de moverse, que no siempre coincide con los eventos de hipomanía. Esta hiperactividad corporal la dejó bien plasmada al referir que “cuando estoy quieto, apenas puedo discurrir: es preciso que mi cuerpo esté en movimiento para que se mueva mi espíritu”. (Libro IV: 147). Incluso, en un recuerdo que tiene de 1756, con 49 años de edad, señala: “Todos estos proyectos me ofrecían motivos de meditación para mis paseos; pues, como creo haberlo dicho, no puedo meditar sino andando; tan luego como me detengo, no medito más; mi cabeza anda al compás de mis pies”. (Libro IX: 375).

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¿Acaso existe una entidad psiquiátrica que explique los problemas de atención, la hiperactividad del cuerpo, el trastorno bipolar y el delirio de interpretación? Sí, se denomina Trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) del adulto (hipermotricidad, impulsividad y falta de atención) y con frecuencia posee comorbilidades psiquiátricas asociadas que incluye a los trastornos delirantes crónicos, a los trastornos bipolares y a los trastornos compulsivo-obsesivos. De todos modos es una entidad todavía mal conocida, que parece tener una predisposición genética mendeliana, y que obliga a descartar primero causas orgánicas como las enfermedades tiroideas y los trastornos convulsivos. Esto seria imposible de ser confirmado o negado en nuestro paciente Juan Jacobo Rousseau.

3 Las alteraciones genitourinarias de Rousseau son innegables al estudiar sus cartas, Las confesiones, los testimonios de amigos, familiares y algunos médicos. Él mismo estaba convencido de la realidad de sus molestias urinarias y por eso tuvo la idea de que se le hiciera una autopsia a su cuerpo: “La extraña enfermedad que me ha estado consumiendo durante los últimos 30 años y que, según todas las apariencias, acabará con mis días, es tan diferente de todas las demás enfermedades con que los médicos y cirujanos siempre la han confundido, que creo que será favorable al bien público si se examina en su auténtica localización tras mi muerte”. Su curioso interés en que se demostrara que tenía, según le había dicho el hermano Côme, el “foco del mal” en la “próstata o en el cuello de la vejiga o en el canal de la uretra y probablemente en los tres” se debía a dos razones: la primera buscaba desvirtuar las acusaciones de sus enemigos de que era un “enfermo imaginario” como el personaje de Molière. La segunda permitiría refutar la injuria de Voltaire que había dicho que si era verdad que él tenía problemas para orinar lo más seguro es que fuera por una enfermedad venérea. De hecho, varios médicos que lo trataron y que de manera infructuosa intentaron pasarle una sonda uretral en sus retenciones vesicales más exacerbadas, creyeron que su enfermedad se debía a secuelas de una sífilis, pues era conocido por la medicina de su tiempo que esta patología podía causar una grave estenosis de la uretra como complicación tardía. Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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La indignación de Rousseau ante los médicos y su posterior negativa a volver donde ellos y aceptar sus tratamientos se debió, además de sus obvios fracasos terapéuticos y el agravamiento de sus síntomas luego de absurdas manipulaciones uretrales, sangrías y diuréticos, a que le ofendía que los clínicos y cirujanos dudaran de su versión de que nunca había sufrido venéreas y que solo en una ocasión se había acostado con una prostituta. El desdén se transformó en incredulidad ante la ciencia médica, pues aunque él había sido examinado por los clínicos más afamados de Francia nunca acertaron en diagnosticarle alguna dolencia específica. De hecho, en un episodio agudo de palpitaciones, disnea (asfixia) y acúfenos (zumbidos en los oídos) que tuvo a los 25 años de edad (que luego detallaré) viajó a Montpellier para ser tratado y descubrió con rapidez, como refiere en Las confesiones, que: Era evidente que mis médicos, que no habían entendido nada de mis dolencias, me tomaban por un enfermo imaginario, y me trataban en consecuencia con su quina, aguas y suero. Enteramente al revés de los teólogos, los médicos y los filósofos no admiten como verdadero sino lo que pueden explicar, y hacen de su inteligencia la medida de lo posible. Estos señores no entendían nada de mi enfermedad; luego yo no estaba enfermo; pues, ¿cómo suponer que unos doctores no lo supiesen todo? Vi que no buscaban más que entretenerme y hacerme perder el dinero. (Libro VI: 237).

En este contexto se debe comprender que cuando Rousseau solicita su futura autopsia para corroborar la realidad y naturaleza de su enfermedad, está también dirigiendo un desafío a los médicos y él quiere demostrar, luego de su muerte, y ante la posteridad que ellos fueron los incompetentes y que se equivocaron. Tal vez así se explique mejor el informe de la autopsia (transcrito en su totalidad por Sibiril, 1900), realizada por los cirujanos Gilles, Casimir, Chenu, Rourret, Bruslé y Casterès, en presencia del clínico, conocido de Rousseau, Guillaume Le Bègue de Presie, profesor de la Universidad de París. La descripción central de la disección del cadáver de Rousseau parece orientada a refutar la existencia de las anomalías macroscópicas de las vías urinarias, la próstata y los riñones, lo cual se hace de forma poco detallada, pues se limita a referir que el tamaño de dichas estructuras es

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normal y que no se encontraron estrecheces de la uretra ni en el cuello vesical, ni tumores o cálculos en la vejiga. Sinembargo, no se menciona la coloración específica de estos órganos, ni su consistencia al tacto, ni tampoco se hace explícita la presencia o no de tejido esclerosado en los riñones. Del resto de las estructuras del cuerpo se dice, de manera vaga, que estaban normales, sin referir ningún detalle. Solo se especifica que encontraron restos de “café en su estómago”; que él estaba fajado en su abdomen y al quitar las vendas hallaron “dos hernias inguinales” bilaterales, que no mostraban signos de inflamación o necrosis; al abrir el cráneo descubrieron un “liquido seroso abundante” que se encontraba entre el cerebro y las membranas meníngeas. Concluyen, de todos modos, que no es posible descartar que en vida de Rousseau existiera algún espasmo funcional del esfínter uretral o vesical y que su muerte se debió a una “apoplejía serosa”. ¿Fue, acaso, esta rudimentaria e incompleta autopsia del cadáver de Rousseau lo único posible de hacer para su época? Es obvio que no. Desde el texto de Bonet, titulado el Sepulchretum y publicado en 1679, se encontraba explicada la técnica sistemática de realizar, interpretar y describir las autopsias. Pero, además, la monumental obra de Giovanni Battista Morgagni denominada De sedibus et causis morborum per anatomen indicatis había sido publicada en 1761 y era evidente que en 1778, cuando se abrió el cadáver de Rousseau, ya era un libro de texto en las facultades de medicina de Europa y gracias a él nació la anatomía patológica con la realización y descripción de autopsias con bases científicas modernas, que en buena parte han perdurado hasta la actualidad. Entonces, a la luz de la ciencia de finales del siglo XVIII, a Rousseau no se le hizo una verdadera autopsia, sino solo se disecó su cadáver para confirmar o descartar la obstrucción estructural de sus vías urinarias. Es muy posible que los cirujanos ni siquiera hayan extraído y examinado los pulmones, el corazón, las estructuras esqueléticas, el hígado, el bazo, el páncreas. Ni tampoco describieron los genitales del filósofo, ni su ojos ni el oído interno y medio. Es decir, considerar que a Juan Jacobo le hicieron una verdadera autopsia es desconocer el desarrollo de la patología de su tiempo. Ahora bien, a partir de lo analizado no podemos Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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sospechar mala fe de parte de los cirujanos y debemos creerles que, en realidad, ellos no encontraron obstrucciones orgánicas u anomalías en los órganos que describieron. Sinembargo, lo que parece claro es que la razón de hacer una disección tan precaria y antitécnica se debió a que no se tomaron en serio las enfermedades del ginebrino y les bastó con refutar al “loco” y su “imaginaria” obstrucción de la uretra, la vejiga y la próstata. Los resultados conocidos del informe de la necropsia llevó a los médicos a reafirmar el origen hipocondríaco de sus síntomas, o a tratar de identificar causas nosológicas funcionales. En ese sentido se explican algunas de las hipótesis planteadas para sus problemas de retención urinaria: “afección espasmódica de la uretra” (Soemmering), “inflamación crónica de la mucosa uretral” (Amussat), “inflamación uretral por masturbación crónica” (Lallemand), “válvula en el músculo del cuello de la vejiga” (Mercier), “retracción congénita de la uretra” (Poncet, Leriche), “neurastenia espasmódica obsesiva” (Régis). La doctora Suzanne Elosu publicó, en el año de 1929, el libro La Maladie de Jean-Jacques Rousseau y, por primera vez, alguien intentó relacionar los síntomas psiquiátricos y los genito-urinarios. Su diagnóstico fue el de un “delirio tóxico de interpretación” debido a que una posible “retracción de la uretra” le produjo la dificultad para orinar y esto lo llevó, con los años, a una “uremia renal crónica” que le generó la “intoxicación de las células cerebrales” y su ulterior delirio. El éxito de este diagnóstico ha llegado hasta nuestro tiempo y algunos biógrafos lo consideran la mejor teoría para las patologías de Rousseau. En contra de esta hipótesis está la inexistencia de la estrechez uretral en la necropsia, la ausencia en Rousseau de cambios clínicos de insuficiencia renal crónica avanzada, como lo son la anemia, la insuficiencia hepática, los dolores y las deformidades óseas, el color amarillo pajizo de la piel, el aliento fétido, el decaimiento extremo que impide cualquier actividad física e intelectual. Hay que recordar que a pesar de su abatimiento y su psicosis persecutoria, Rousseau escribió hasta antes de morir sobre botánica, siguió redactando su Diccionario de música y elaboraba sus Ensoñaciones. Además, los trastornos psiquiátricos asociados a la uremia son las alteraciones de ansiedad y los estados depresivos, y solo se presentan formas delirantes y sicóticas cuando el enfermo se reagudiza y deja de orinar, o

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cuando el daño renal es muy avanzado. Estas situaciones tampoco están descritas en los últimos años de la vida de Juan Jacobo. Ahora bien, si es factible que él hubiese desarrollado una insuficiencia renal moderada, secundaria a la uropatía obstructiva, a expensas de la retención urinaria crónica. Macdonald, en 1909, reorientó el diagnóstico y afirmó que el autor del Emilio había tenido “un hipospadias”. Lester Crocker, un biógrafo contemporáneo y reconocido, refirió, en 1968, que estaba seguro del hipospadias de Rousseau. Pues los cinco hijos que, de manera supuesta, tuvo con Thérése y regaló sin conocerlos a los hospicios, había sido un invento de ambos, o que ella los tuvo con otro y se los adjudicó a él para que no la abandonara. Es cierto que para sustentar este diagnóstico hay que dudar de la paternidad del filósofo, porque el hipospadias es una alteración genética que consiste en la localización ventral del meato uretral y en un encurvamiento del pene que impide tener relaciones sexuales satisfactorias. Sinembargo, existen argumentos sólidos para refutar esta teoría. El primero es clínico: los pacientes con hipospadias no hacen retención urinaria, ni tienen incontinencia urinaria permanente, ni polaquiuria (micción frecuente y escasa). Lo característico es que orinen sentados para no mojarse los zapatos. El segundo argumento es histórico: el defecto del hipospadias fue descrito por Galeno en el siglo II en su obra De usu partium, luego por Ambrosio Paré en el siglo XVI y todos los médicos universitarios europeos del siglo XVIII sabían diagnosticarlo. A Rousseau lo examinaron, ente otros, los doctores “Morand, Tyerri y Daran”, que eran expertos clínicos y cirujanos. Si Rousseau hubiese tenido un hipospadias ellos lo hubieran diagnosticado con el primer examen realizado en sus genitales. George Androutsos y Stéphane Geroulanos, médicos e historiadores de la medicina, publicaron, en el año 2000, un interesante artículo titulado La porphyrie aiguüe intermittente: une nouvelle hypothèse pour expliquer les troubles urinaires de Jean-Jacques Rousseau (1712-1788). Allí plantean que la enfermedad que pudo tener Rousseau fue una Porfiria aguda intermitente, que es una patología metabólica por una deficiencia enzimática que lleva a un aumento de la excreción de porfofilinógeno en Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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la orina. La entidad presenta un cuadro abdominal, neurológico y psiquiátrico. Los argumentos de los autores son los siguientes: la retención urinaria y los trastornos psiquiátricos están descritos en esta entidad. Además, el primer episodio grave lo hizo Rousseau a los 25 años y ello coincidiría con la aparición habitual de la enfermedad. El excesivo “frío y calor” descritos por el mismo Rousseau como los desencadenantes de varias de sus crisis de retención urinaria, sería compatible con la historia natural de la Porfiria. Ahora bien, ellos aseguran que él “recobraba su salud casi por completo entre los ataques”. Lo anterior no es exacto, pues luego de los cuarenta años de edad Rousseau se tuvo que sondear siempre, y su incontinencia urinaria fue permanente. Además, si bien es cierto que presentó una gran crisis a los 25 años, él comenzó a manifestar las retenciones urinarias desde muy niño y, de hecho, refiere que las tuvo desde el nacimiento. Los ataques de porfiria son transitorios y el paciente está asintomático fuera de las crisis. Además, si la porfiria explicara los trastornos delirantes y las problemas urinarios, él no hubiese tenido el delirio sistemático y permanente durante los últimos años de su vida. Un último argumento clínico en contra de la hipótesis de la porfiria: los dolores abdominales tipo cólico están presentes en más del 90% de los ataques. Es decir, es su síntoma más constante y Rousseau nunca refirió dolores abdominales, pues en la última década de su vida tenia una indisposición abdominal vaga, que se puede atribuir mejor a un ardor urinario constante explicado por los múltiples sondajes uretrales. Hiroschi Saito, nefrólogo japonés, ha estudiado el caso clínico de Rousseau en su artículo J.-J. Rousseau and His Urologic Diseases (2004) y ha propuesto que él pudo tener una estenosis uretral congénita, valvas uretrales congénitas o una vejiga neurogénica. También piensa que el agravamiento de los síntomas de retención urinaria, después de la cuarta década, se debió a los traumatismos uretrales por la manipulación con las sondas. Además, plantea que en los últimos años Juan Jacobo tuvo un dolor uretral severo que sería explicado por el desarrollo de una inflamación crónica de la próstata. Los argumentos de Saito son sólidos desde el punto de vista clínico y los comparto en sus líneas generales. Sinembargo, pienso que le faltó

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profundizar en una de las posibilidades mencionadas: la vejiga neurogénica. De hecho, como me enseñaron mis maestros de medicina interna, los recordados doctores Carlos Nader y Jaime Márquez, cuando un caso clínico es confuso, los médicos han generado diversos y contradictorios diagnósticos, pero el paciente no se mejora, hay que hacer Tabula rasa y volver a empezar con el enfermo mismo: que nos cuente en detalle sus síntomas y examinarlo con minuciosidad. Lo último ya no lo puedo hacer, pero lo primero sí. He vuelto a leer todas las descripciones clínicas que hace en Las confesiones y en parte de la correspondencia. Al paciente hay que creerle, le enseño a mis estudiantes, y yo le creo a lo que nos ha dicho Rousseau, con claridad y exactitud, acerca de su sintomatología. Entonces, es indudable que él tuvo desde niño retención de orina (“Un vicio de organismo en la vejiga me hizo experimentar durante los primeros años de mi vida una retención de orina casi continua” (Libro VIII: 330), incontinencia urinaria por rebosamiento (siempre estaba mojado por gotas de orina que se le salían sin querer) y una persistente sensación de urgencia miccional (dice que nunca lo abandonó “la necesidad de orinar frecuentemente” Libro VIII: 330). No obstante, logró sobrellevarlo gracias a la fortaleza natural de la juventud. A los treinta años llega a Venecia, luego de tener una relación sexual completa con “la paduana”, y presenta un cuadro típico de infección urinaria, con ardor uretral, polaquiuria, dolor de espalda y febrícula. Una infección en un hombre joven solo se comprende si tiene un factor predisponente y en él lo había: la retención urinaria. Luego de este episodio nos dice que: “en lo sucesivo jamás he recobrado completamente la salud” (Libro VIII: 330). Al parecer mejoró de su cuadro agudo, pero a los pocos días vuelve a tener una recaída y dura cinco o seis semanas en la cama. Nunca volvió a sentirse saludable. Alrededor del año 1749 o 1750, con 35 o 36 años de edad, tuvo un episodio grave de retención severa de orina y malestar general. La señora Dupin llamó al afamado médico Morand “quien, a pesar de su habilidad y de la destreza de su mano, me hizo sufrir cruelmente sin que lograra sondearme nunca” (Libro VIII: 330). Él le recomendó que intentara con las “candelillas más flexibles” de Daran, las cuales le sirvieron un tanto y Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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le dijo que le quedaban unos seis meses de vida. A partir de este momento requiere cada vez con mayor frecuencia usar las sondas para aliviar la presión vesical de la retención urinaria. Desde los 39 años ya no tendrá ningún día tranquilo hasta su muerte. Las diversas manipulaciones de los médicos y de él mismo para sondearse debieron agravar su vejiga neurogénica y convertirlo en un incontinente por rebosamiento permanente, pero insatisfactorio. Unos ocho años después nos cuenta que a pesar de que “entonces mis retenciones de orina me dejaban poco descanso en el invierno, y durante una parte no pude hacer otra cosa que cuidarme de las sondas” seguía trabajando con intensidad en sus obras y “fue la época que pasé más grata y con más tranquilidad desde que me fijé en Francia” ( Libro IX: 400). Esta actitud descarta una hipocondría típica, pues los hipocondríacos se refugian en su enfermedad imaginaria, para eludir sus responsabilidades adultas, mientras Rousseau, por el contrario, se esfuerza en escribir y trata de olvidar sus molestias. Con 46 años, en 1759, Juan Jacobo refiere un hecho de gran significado clínico: Apenas establecido en mi nueva vivienda, cuando me acometieron fuertes y vivos ataques de retención de orina, que se complicaron con la nueva molestia de una hernia que me atormentaba desde hacía tiempo, sin saber que lo fuese. A poco me vi presa de los más crueles accidentes. El médico Thierry, antiguo amigo mío, vino a verme, y me hizo saber el estado en que me hallaba. Las sondas, las candelillas, los vendajes, todo el aparato de las enfermedades propias de la edad avanzada reunido en derredor mío, me dió a entender duramente que el corazón no puede continuar impunemente siendo joven cuando el cuerpo ha dejado de serlo. (Libro X: 447).

Es fundamental la descripción de Rousseau de que una “molestia” que tenía corresponde a una hernia inguinal. De hecho, en la autopsia, como ya lo mencioné, los cirujanos confirmaron la existencia de dos hernias inguinales bilaterales. Estas se asocian a la vejiga neurogénica. Son hernias inguinales adquiridas por el esfuerzo constante del paciente para tratar de orinar, que va debilitando la pared posterior del canal inguinal. Esto explica también porque encontraron su cadáver con una faja abdominal.

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En una carta a un amigo hace una descripción, casi patognomónica, de los síntomas de la vejiga neurogénica: “Mi mal es un estado habitual. Nunca orino colmadamente y tampoco la orina desaparece nunca por completo, sino que su curso se encuentra solamente más o menos entorpecido sin ser nunca totalmente libre, de manera que siento una inquietud y una necesidad casi continua que nunca puedo satisfacer bien”. Pienso que existen evidencias semiológicas rotundas para afirmar que, en efecto, Juan Jacobo Rousseau tuvo una vejiga neurogénica, que no podía ser detectada en la rudimentaria autopsia que le hicieron, porque las alteraciones son microscópicas (histológicas) y se encuentran en el detrusor y en la fibras musculares de la pared vesical. Ahora bien, existen algunas causas de vejiga neurogénica con incontinencia por rebosamiento que se pueden descartar en él: los cálculos vesicales, el cáncer de próstata, la estenosis de la uretra. ¿Existirá en Rousseau otra causa plausible que pueda explicar su vejiga neurogénica? o debemos, quizá, aceptar con resignación el juicio de Starobinski: “Lo que hay que comenzar por admitir es que el expediente médico de Rousseau, por rico que pueda ser, no contiene nada más que las declaraciones del paciente. Toda verificación nos está vedada. El mejor “olfato clínico” no vale nada cuando el recurso a los hechos es imposible: sobre los contumaces no se pueden construir más que hipótesis”. Aunque respeto el profundo conocimiento que tiene Starobinski de Rousseau, difiero de él en este punto, porque podemos encontrar, por lo menos, un testimonio objetivo sobre algunas dolencias y características físicas que lo agobiaron. Me refiero a la descripción que hace Bernardino de Saint-Pierre (el autor famoso de la novela Pablo y Virginia a quien tanto le debe Jorge Isaac en la elaboración de María), quien lo visitó en el mes de junio de 1772. Allí lo retrata en detalle y, entre otros datos que analizaré luego, dice lo siguiente: “ Uno de sus hombros destacaba más alto que el otro; posiblemente debido a un defecto natural, o a la posición que asumía en su trabajo, o a la edad, pues ya contaba con sesenta años; en otras partes se veía bien proporcionado”. (Graham, 1882: 218). Que a Bernardino le llamara la atención que un hombro estuviera más alto que el otro es de gran significación médica, pues cuando este defecto se hace notorio en alguien Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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vestido implica la existencia de una escoliosis (desviación lateral) severa de la columna vertebral. Al revisar la iconografía sobre él he encontrado un grabado atribuido a Rob Hart, donde se muestra a Rousseau con una indiscutible asimetría de sus hombros, siendo el hombro derecho más alto que el izquierdo. En el retrato de Maurice Quentin de La Tour , hecho a él en 1753, con 41 años, no se ve esta asimetría, pero ello se puede explicar porque la escoliosis se aumenta con los años y para esta fecha quizá no era tan manifiesta. O también, que al ser el propio Rousseau el que encargó el retrato le pudo decir al pintor que no fuera a hacer explicita esta alteración. Además, tal vez esto explicaría porqué él comenzó a vestirse con el exótico traje de “armenio”, con el que podía disimular sus defectos de la columna vertebral, al igual que las sondas vesicales que cargaba a todas partes. Pero lo más importante de este hallazgo es lo siguiente: una de las causas de la escoliosis es la existencia de una anomalía congénita conocida como “hemivértebra” y este defecto es, también, una de las causas de la vejiga neurogénica. Entonces, me permito sintetizar y plantear una nueva hipótesis: Juan Jacobo Rousseau presentó una vejiga neurogénica causada por la existencia de una hemivértebra congénita, que se infiere a partir de la escoliosis progresiva que evidenciaron algunos de sus contemporáneos. Estas patologías no podrían relacionarse, de manera directa, con sus trastornos psiquiátricos, pero sí con otro espectro de síntomas que han sido descuidados por sus biógrafos. Me refiero a sus episodios frecuentes, desde la infancia, de palpitaciones cardiacas, cansancio y asfixia con el esfuerzo moderado. Estos síntomas se incrementaron en un evento agudo, sucedido a los 25 años, que él describe así: Una mañana, sin estar más enfermo que de costumbre, levantando una pequeña mesa sobre su pie, experimenté en todo mi cuerpo una revolución súbita y casi inconcebible; con nada puedo compararla mejor que con una especie de tempestad que se levantó en mi sangre y recorrió en un solo instante todos mis miembros. Mis arterias latían con tanta fuerza, que no solamente sentía sus sacudidas sino que hasta las oía, sobre todo las de las carótidas. A esto se unió un gran ruido en los oídos, ruido que era triple o mejor cuádruple, a saber: un zumbido gra-

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ve y sordo; un murmullo más claro, como de agua corriente; un silbido muy agudo, y la agitación arriba mencionada, cuyas pulsaciones podía contar fácilmente sin tocarme el pulso ni el cuerpo con las manos. Este ruido interior era tan grande que me quitó la delicadeza de oído que antes tenía y me dejó, no enteramente sordo, pero sí con una dureza que la conservo desde aquel entonces. (Libro VI: 209).

Los acúfenos pulsátiles, la sordera súbita, la danza arterial carotídea, pueden evidenciar una arritmia cardiaca paroxística supraventricular con una posible disfunción valvular cardiaca estructural. Además, estos síntomas, menos intensos, se hicieron casi constantes. Por la hiperactividad física compulsiva él siguió caminando en su juventud, pero en varias ocasiones cuenta que le faltaba el aire y debía sentarse a descansar. De igual manera, las palpitaciones cardiacas eran muy frecuentes y las refiere en unos quince fragmentos de Las confesiones. De hecho, llegó a pensar, luego de aficionarse a leer libros de medicina, que tenía un “pólipo en el corazón” (Libro VI: 228), pero acepta que puede estar imaginándolo y aunque es obvio que aquí se manifiesta un rasgo “hipocondríaco”, al hacer consciencia de ello, lo libera de la sospecha de que sus palpitaciones fueran imaginarias. En la vejez la fatiga, el insomnio y la disnea de esfuerzo le impidieron continuar sus paseos y la persistencia de las palpitaciones, acompañada de latidos visibles en las arterias carótidas del cuello, le eran molestas. Aunque nunca refirió cianosis peribucal (labios azulosos) ni edema (hinchazón) de los pies. ¿Fueron estas palpitaciones y la asfixia de origen neurótico o tuvieron una base estructural cardiaca? De nuevo el testimonio de Bernardino de Saint Pierre es crucial. En el relato ya anotado insinúa que a Rousseau se le observaban los latidos de las arterias del cuello y en otro fragmento de su descripción, citado por Lagassagne (1913:14), dice que le sorprende que tenga “couleurs aux pommettes des joues” (las mejillas coloradas como manzanas). Es obvio que no es maquillaje puesto que Saint Pierre nos lo hubiese referido, ni se explica que sea la tez de un hombre acostumbrado al sol, ya que él en esa época no salía casi al exterior. Cuando se revisa su iconografía me llama la atención que coinciden los pintores Hart, Quentin de La Tour y Allan Ramsay en mostrarlo con las mejillas sonrosadas. Esta característica podría corresponder al signo clínico denominado “facies mitral” que se encuentra en la estenosis mitral, la cual puede ser Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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congénita o adquirida. Además, la disnea y las palpitaciones desde la infancia son compatibles con algunas malformaciones congénitas cardiacas como el “Conducto arterioso persistente”, la “Comunicación interventricular” (CIV) o la “Comunicación Interauricular” (CIA) que en sus formas leves nunca dan cianosis y se pueden asociar a episodios repetitivos de arritmias supraventriculares y de fibrilación auricular. La asociación entre estenosis mitral congénita y defectos del septo cardiaco está descrita en la literatura científica. Existen, entonces, razones clínicas sugestivas, aunque no concluyentes, de que Rousseau tuvo, quizá, malformaciones cardiacas congénitas sumadas a la malformación congénita vertebral y a su vejiga neurogénica. De hecho, su talla no superó los 1,50 metros de estatura y esto revelaría cierto retardo pondoestatural. Además, fuera de su miopía severa (“Mi vista corta me engaña a cada instante”. Libro I: 30) y de una intoxicación aguda por sulfuro de arsénico (“Tragué oropimente y cal y estuve a la muerte”. Libro V: 200) queda una cuestión, de enorme interés, para intentar dilucidarla. Me refiero a los fracasos continuos de los médicos por pasar las sondas a su vejiga. De hecho, luego de varios años el único que logró atravesar la uretra y entrar de manera completa a la vejiga con una “algalia muy fina” fue el hermano Côme. El propio Rousseau lograba sondearse de manera parcial con las sonditas de Daran, pero tampoco podía llegar con plenitud a la vejiga. Lo anterior es muy curioso, porque la técnica de introducir sondas uretrales era bien conocida por los cirujanos del siglo XVIII y la mayoría de las veces era una práctica clínica habitual y exitosa. Además, ya dimos las razones para descartar un hipospadias en Rousseau, que sí podía explicar esta dificultad. Sinembargo, hay un único episodio relatado en Las Confesiones que en mi concepto es clave para comprender este asunto. Luego de que se acostó con “la paduana” él estaba temeroso de haber adquirido una enfermedad venérea y decidió consultar a un médico. Su pene y sus genitales fueron examinados por el clínico y Rousseau agregó: Yo no podía concebir que pudiese salir, impune de los brazos de la paduana; el mismo médico no logró tranquilizarme sino con gran trabajo, persuadiéndome de que estaba conformado de un modo particu-

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lar que hacía muy difícil que pudiese quedar infestado; y, aunque yo me haya expuesto quizá menos que otro a esta experiencia, por ese lado jamás ha sufrido menoscabo mi salud, lo cual prueba la razón del médico. Sinembargo, esta opinión no me ha hecho temerario, y, si efectivamente he recibido de la Naturaleza esta ventaja, puedo decir que no he abusado de ella. (Libro VII: 289-290).

¿Cuál pudo ser esa “conformación particular” con la que nació su miembro, que no le impedía tener relaciones sexuales pero si generaba una gran dificultad para introducir una sonda uretral? La respuesta más factible es: una displasia peneana. Se explicaría de esta manera las dificultades técnicas para los sondajes y se haría más significativo que los cirujanos que disecaron su cuerpo refirieran que su uretra era normal, pero guardaron silencio absoluto sobre las características de su pene. En esa época revelar al público una anomalía genital hubiese sido una conducta censurable y repudiada por todos, incluso por los enemigos de Rousseau. Si reunimos todos los hallazgos analizados, nos aparece un cuadro clínico insospechado: Rousseau pudo haber nacido con malformaciones congénitas vertebrales, vesicales, cardiacas y peneanas. Ahí sí estaría justificada, con plenitud, la frase con que él comienza sus Confesiones: “Nací casi moribundo. Había pocas esperanzas de salvarme. Vine al mundo con el germen de una dolencia que los años han reforzado y cuyos intervalos sólo me sirven para sufrir más cruelmente de otra manera”. (Libro I: 4). Linda Quan y David Smith describieron, en el año de 1973, la presencia en recién nacidos de un “espectro de defectos genéticos asociados” que incluían alteraciones vertebrales, atresia anal y esofágica, defectos óseos y renales. La denominaron Asociación VACTER, un acrónimo para la asociación de anomalías vertebrales (V), atresia anal (A), anomalías cardiovasculares (C), fístula traqueoesofágica (T), atresia esofágica (E), anomalías renales (R). No tienen que estar todos los criterios para hacer el diagnóstico. Después se han incorporado al “espectro clínico” otros defectos como la displasia peneana, el escroto bífido y el pseudohermafroditismo. Las hemivértebras son las anomalías vertebrales más frecuentes y la persistencia del conducto arterioso y los defectos del septo son las más comunes de las malformaciones cardiacas. La enfermedad no ha sido comprendida en su totalidad, pero parece tener relación con una alteración en el desarrollo embrionario que sucede en las primeras tres semanas Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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de la organogénesis del embrión. La variabilidad clínica es amplia y pueden nacer niños con defectos incompatibles con la vida y otros pueden ser leves y no producir la muerte a corto ni mediano plazo. No me es posible afirmar que él haya tenido, en realidad, lo que hoy denominaríamos una Asociación VACTER. Pero, de manera indudable, si el bebé Juan Jacobo Rousseau hubiese nacido en el mundo actual, cualquier médico estaría obligado a pensar en este diagnóstico y a descartarlo con las herramientas tecnológicas que poseemos.

4 La muerte de Rousseau no posee ningún misterio médico. En la mañana del 2 de julio de 1778, en su residencia en Ermenonville, se levantó a desayunar y de un momento a otro se quejó de un fuerte dolor de cabeza, mientras ingería una taza de café. A los pocos minutos cayó al suelo de forma súbita, quedó inconsciente y murió. La autopsia, como ya lo dije, confirmó una “apoplejía serosa” como la causa de su fallecimiento. En un contexto clínico contemporáneo, tuvo un accidente cerebrovascular hemorrágico, secundario a una posible crisis hipertensiva, que se explica bien por la Insuficiencia Renal Crónica debida a la uropatía obstructiva causada por su vejiga neurogénica. Ahora bien, a pesar del informe de la necropsia dado por los cirujanos, sus contemporáneos crearon otra fantasía alrededor de su muerte. Sus enemigos difundieron el chisme de que se había suicidado al ingerir un veneno con el café, agobiado por su locura o por los sentimientos de “culpa” por sus “crímenes”. Algunos de su amigos y, en especial, los primeros adoradores que quisieron “santificarlo” se inventaron una conjura donde, según ellos, su propia mujer Thérèse le había fracturado el cráneo con un objeto contundente. Los rumores crecieron, en Francia y Europa, hasta el punto que los médicos Coraneez y Roussel exhumaron sus restos, en el año de 1897, y confirmaron que no existía ninguna fractura craneana. ¿Se podrá agregar algo nuevo a su muerte? Pues creo que sí. El artista Houdon moldeó la máscara mortuoria de Rousseau y varios años después el fotógrafo Raspail tomó dos fotografías de ella, que el médico Cabanés obsequió a su colega y académico Lagassagne y éste las publicó

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en su monografía titulada La mort de Jean-Jacques Rousseau. Allí no se hace ningún comentario sobre la máscara mortuoria, ni encontré en toda la pesquisa bibliográfica realizada, ninguna alusión a ella. Pues bien, luego de observar las fotografías puedo señalar que se confirma, de manera objetiva, el Accidente Cerebro Vascular de Rousseau, pues se observa, con claridad, la existencia de una parálisis facial izquierda, con una desviación de la comisura labial izquierda y un lagoftalmo del ojo izquierdo. Reproduzco al final la imagen frontal de la máscara mortuoria. En conclusión Juan Jacobo Rousseau, sin lugar a dudas, fue un hombre agobiado por varias enfermedades orgánicas y hasta cierto punto sus trastornos psiquiátricos se justifican y explican, en parte, por una vida de sufrimiento corporal continuo y severo. No obstante, fue un prodigio intelectual que realizó una obra descomunal y profunda, que pocos seres humanos sanos han igualado. Incomprendido por la sociedad de su tiempo, la medicina del siglo XVIII no tuvo las herramientas científicas ni tecnológicas para aliviar sus síntomas y menos para reconocerlos y curarlo. No obstante, este hombre nacido en Ginebra, pero ciudadano del universo, tuvo tiempo, incluso, para hacer una sugerencia, que terminó dando a la medicina uno de sus grandes descubrimientos. Cuenta el reputado historiador de la medicina Fielding Garrison, que cuando él visitó en la prisión de La Bastilla a Denis Diderot, le comentó que los mendigos ciegos, que pululaban por las calles de París, podrían llegar a beneficiarse si se creaba un “sistema de impresión en relieve” que les permitiera “leer” con los dedos. Al parecer esta idea terminó llegando a Louis Braille en el siglo XIX. Rousseau vivió y murió angustiado y enfermo, pero siempre pensó en el bienestar de la humanidad.

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Pilar González-Gómez

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Carátula, revista Aleph No. 1 (1966)

Notas

Educador y reformista (por: Daniel Moreno). Se ha dicho, razonablemente, que el siglo XVIII es el siglo pedagógico por excelencia, en el que “la educación ocupa el primer plano de las preocupaciones de los reyes, de los pensadores y de los políticos. En él surgen dos de las figuras mayores de la pedagogía y la educación: Rousseau y Pestalozzi. Y en él se desarrolla la educación estatal y se inicia la educación nacional” [Lorenzo Luzuriaga, “Historia de la pedagogía”, 1969]. Estas conquistas son más que suficientes para considerar de enorme trascendencia esta centuria, que si en el campo filosófico fue el siglo de las luces, la “Aufklärung”, la “Ilustración”, no produjo pensadores o filósofos de la categoría de Locke, Leibniz, Descartes. En cambio, pedagógicamente “es el signo de la ins-

trucción sensorialista y racionalista, del naturalismo y del idealismo en la educación, así como de la educación individual y la educación nacional” [Lorenzo Luzuriaga, Ibid.]. Por vez primera se va a conceder y reconocer al niño su plena personalidad, precisándose, además, que la tarea educativa deber ser integral, a lo que contribuye fundamentalmente Rousseau y que es alcanzada definitivamente, bajo la influencia del mismo, por el gran Pestalozzi. (Ref.: Estudio preliminar de Daniel Moreno, en el “Emilio o de la Educación”, Ed. Porrúa, México 1993; p. XXIII) De: el “Emilio o de la Educación” (por: Jean-Jacques Rousseau). No extrañaría que en mitad de todos Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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nuestros raciocinios, mi mancebo que tiene sana razón, me dijera interrumpiéndome: “Dirían que levantamos nuestro edificio con maderos, y no con hombres, según vamos alineando exactamente cada pieza con la regla. –Verdad es, amigo mío: pero considerad que no se doblega el derecho a las pasiones de los hombres, y que entre nosotros se trataba de sentar primero los verdaderos principios del derecho político. Ahora que hemos echado los cimientos, venid a examinar lo que sobre ellos han edificado los hombres, y veréis lindas cosas.” (Ref.: J.J. Rousseau, “Emilio o de la Educación”. Ed. Porrúa, México 1993; p. 373) A Christophe de Beaumont (por: J.J. Rousseau). El principio fundamental de toda moral, sobre el cual he razonado en todos mis escritos y he desarrollado en este último lo más claro que he podido, es que el hombre es un ser naturalmente bueno, amante de la justicia y el orden, que no hay perversidad original en el corazón humano y que los primeros impulsos de la naturaleza son siempre rectos. He demostrado que la única pasión que nace con el hombre, a saber, el amor a sí, es indiferente en sí misma al bien y al mal, y que no se hace buena o mala sino por accidente y según las circunstancias en que se desenvuelva. He demostrado que todos los vicios que se le achacan al corazón humano

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no le son connaturales. He explicado cómo nacen; he seguido, por decirlo de algún modo, su genealogía y he demostrado cómo, por sucesivas alteraciones de su bondad original, los hombres se convierten finalmente en lo que son. (Ref.: J.J. Rousseau, “Escritos polémicos”. Ed. Tecnos, Madrid 1994; pp. 61-62) De “Estudio preliminar” (por: José Rubio-Carracedo). En realidad, las peripecias en la edición del “Emilio” habían facilitado que se filtrasen algunos de sus contenidos, en especial la famosa “profesión de fe del vicario saboyano”, que habría suscitado grandes reservas y temores en cuantos la había conocido, incluyendo al mismo Malesherbes; todos le habían insistido a Rousseau en que debía dulcificar sus expresiones o, al menos, retirar su nombre de la portada, según una práctica muy habitual entonces (a la que se había acogido el mismo Montesquieu). Pero Rousseau se mantuvo inconmovible en su postura de no aceptar recorte alguno de la censura y de no publicar el libro anónimamente, aun tratándose de un anonimato más aparente que real. Malesherbes intentó convencerle hacia el último momento, pero finalmente, como mal menor, se convino en publicar los últimos libros en París, pero figurando en portada los nombres de Néaulme y Amsterdam (donde efectivamente se


hacía simultáneamente otra edición). Rousseau había dado inicialmente su conformidad, pero se arrepintió enseguida, no tanto porque era una falsedad como porque era una falsedad que no iba a engañar a nadie. Pero personalmente no era consciente del peligro y repetía a todos que no había nada que temer: los franceses eran naturalmente comprensivos y no iban a perseguir a un simple escritor extranjero, como lo demostraba el caso de Helvecio. (Ref.: J. Rubio-Carracedo, “Estudio preliminar”, de “Escritos polémicos de J.J. Rousseau”. Ed. Tecnos, Madrid 1994; p. XXVII) De “Estudio preliminar” (por: Antonio Pintor-Ramos). No es preciso aquí relatar de nuevo la odisea que fue la vida del ginebrino; se ha contado muchas veces y el lector no tiene más que recurrir a sus inimitables “Confesiones”. Frente al cosmopolitismo del siglo, Rousseau es un provinciano de cuerpo y mente; su anárquica formación sirvió para despertar su talento extraordinario que algunos de sus contemporáneos olieron y quisieron ganar para su causa. Largos períodos de incertidumbre, de indecisión, de desgarramiento interno; pero no acaba de integrarse y para sí mismo es un enigma. ¿No podría entenderse el recurso al género autobiográfico como una necesidad de autoanálisis, de mostrarse a sí mismo y a los demás

la posibilidad de una vida fuera de los prejuicios de su siglo? ¿No habrá que entenderlo como la denuncia de una situación, la ruptura mental y vital con lo que se considera intangible y sagrado? Así, sus más escabrosos pasajes serían un ejemplo de sinceridad ética consigo mismo y no tan sólo el producto de un patológico afán exhibicionista, como suele decirse quizá un tanto a la ligera. Rousseau acabó siendo un marginado, pero sólo porque él decidió conscientemente ponerse en una actitud marginal, a sabiendas de lo que ello implicaba y de que se ponía en la ineludible situación de tener tan sólo influencia póstuma. Su gusto por la soledad, su carácter reservado, sus manías persecutorias surgen con lógica implacable de tal opción. En el siglo de las Academias doctas, la actitud de Rousseau es enteramente antiacadémica; es una época que creía solucionados los grandes problemas con las ideas vigentes, Rousseau bucea de nuevo en los fundamentos de la vida y responde con un contacto directo con la experiencia originaria, recubierta y desfigurada por la cultura libresca. Desde aquí se puede entender la génesis de los escritos que el lector va a conocer, sin entrar ahora en el muy complejo tema de sus fuentes literarias; formado en su siglo y con las armas de su formación y experiencia, Rousseau irá respondiendo fuera de moldes académicos a los deRevista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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safíos que su época le lanza; por ello, si es un contestatario de su siglo, es éste quien le proporciona el marco e incluso en buena parte las armas. (Ref. A. Pintor-Ramos, “Estudio preliminar”, en: “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos”. Ed. Tecnos, Madrid 2010; pp. XXII-XXIII) Del “Segundo discurso: sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres” (por: Jean-Jacques Rousseau). Es preciso convenir desde ahora que cuanto más violentas son las pasiones, más necesitan de leyes que las contengan; sin embargo, además de que los desórdenes y los crímenes que estas pasiones causan todos los días entre nosotros muestran sobradamente la insuficiencia de la ley para este cometido, sería acertado aún examinar si los desórdenes no han nacido con las leyes mismas; pues en este caso, aun cuando ellas fuesen capaces de reprimirlos, no sería mucho el exigirles que detengan un mal que no existía sin ellas. Comencemos por distinguir lo moral de lo físico en el sentimiento del amor. Lo físico es ese deseo general que lleva a un sexo a unirse con el otro. Lo moral es lo que determina este deseo y lo fija de modo exclusivo sobre un solo objeto o, cuando menos, que le da para este objeto preferido un ma-

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yor grado de energía. Ahora bien, es fácil ver que lo moral en el amor es un sentimiento ficticio nacido de los usos de la sociedad y celebrado por las mujeres con gran habilidad y cuidado para establecer su imperio y convertir en dominante al sexo que debería obedecer. Al estar tal sentimiento fundado sobre ciertas nociones de mérito y de belleza, que un salvaje no está en situación de tener, y sobre comparaciones que no está en situación de hacer, debe ser casi nulo para él, pues como su espíritu no ha podido formarse las ideas abstractas de regularidad y de proporción, su corazón tampoco es más sensible a los sentimientos de admiración y de amor que, incluso sin darse cuenta, surgen de la aplicación de tales ideas. El escucha tan sólo el temperamento que ha recibido de la naturaleza, no el gusto que no ha podido adquirir, con lo que toda mujer es buena para él. (Ref.: J.J. Rousseau, “Segundo discurso:…”, en: “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos”. Ed. Tecnos, Madrid 2010; pp. 154-155) El origen de las lenguas (por: Jean Starobinski). La reflexión sobre el lenguaje ocupa en Rousseau un lugar considerable. De un lado, la teoría del lenguaje hace parte integral de los escritos de doctrina, trátese de las obras que conciernen a la historia de la so-


ciedad o de aquellas que interesan a la educación del hombre moderno. De otro lado, el problema de la comunicación, la elección de los medios de expresión, preocupa a Rousseau como músico, artista, novelista y, en grado supremo, como autobiógrafo. Rousseau fue el primero en conceder una importancia patética a la teoría de la relación entre seres humanos: no debe sorprendernos entonces la insistencia con que hace de la palabra el tema de su propio discurso. En muchos aspectos tenemos aquí uno de los elementos que aseguran la cohesión interna de una obra a la cual muy a menudo se le reprocha su falta de unidad. Prestemos entonces la mayor atención a la teoría del lenguaje tal como la elaboró Rousseau, y conociendo la importancia que le atribuye al aspecto genético de las instituciones, tratemos en forma más precisa de poner en evidencia lo que él pensó sobre el origen de las lenguas./… Para Rousseau, el hombre no es sociable por naturaleza, o al menos no lo es desde su origen. Ha llegado a ser sociable en virtud de su perfectibilidad. Rousseau considera sinembargo la perfectibilidad como una herencia innata, como un don de la naturaleza. La institución social no carece por lo tanto de relación con la naturaleza: es la consecuencia diferida de una disposición primitiva, cuyos efectos se han desplegado muy lentamente, lejos del origen, bajo la influencia de

condiciones excepcionales que han motivado el desarrollo de las facultades latentes. Esas causas favorables son obstáculos externos, frente a los cuales el hombre se encuentra detenido accidentalmente. Rousseau incrimina las “circunstancias” físicas, que por lo demás hubieran podido no sobrevenir, pero que una vez presentes, hacen pasar la perfectibilidad adormilada de la potencia al acto. (Ref.: J. Starobinski, “Rousseau y el origen de las lenguas”, en: “A propósito de Jean-Jacques Rousseau y su obra”. Ed. Norma, colección “Cara y cruz”, Bogotá 1993; pp. 21-22) Del pacto social (por: Jean-Jacques Rousseau). Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural, superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su manera de ser. Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad. Revista Aleph No. 161, año XLVI (2012)

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Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarse y sin descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto, puede enunciarse en los siguientes términos: “Encontrar un forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes.” Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato social. Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinados por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la convencional por la cual había renunciado a la primera. Estas cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos

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sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Además, efectuándose la enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; consecuencialmente, el estado natural subsistiría y la asociación convertiríase necesariamente en tiránica o inútil. En fin, dándose cada individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene. Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes: “Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y cada miembro considerado como parte indivisible del todo.” Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada


contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que se constituye así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y hoy el de república o cuerpo político, el cual es denominado Estado cuando es activo, Potencia en comparación con sus semejantes. En cuanto a los

asociados, éstos toman colectivamente el nombre de pueblo y particularmente el de ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos por estar sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden a menudo, siendo tomados el uno por el otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados con toda precisión. (Ref.: J.J. Rousseau, “El contrato social”, cap. VI. Ed. Porrúa, México 2010; pp. 10-12)

Patronato histórico de la Revista. Alfonso Carvajal-Escobar (‫)א‬, Marta Traba (‫)א‬, Bernardo Trejos-Arcila, Jorge Ramírez-Giraldo (‫)א‬, Luciano Mora-Osejo, José-Fernando Isaza D., Rubén Sierra-Mejía, Jesús Mejía-Ossa, Guillermo Botero-Gutiérrez (‫)א‬, Mirta Negreira-Lucas (‫)א‬, Bernardo Ramírez (‫)א‬, Livia González, Matilde Espinosa (‫)א‬, Maruja Vieira, Hugo Marulanda-López (‫)א‬, Antonio Gallego-Uribe (‫)א‬, Santiago Moreno G., Eduardo López-Villegas, León Duque-Orrego, Pilar González-Gómez, Rodrigo Ramírez-Cardona (‫)א‬, Norma Velásquez-Garcés, Valentina Marulanda, Luis-Eduardo Mora O. (‫)א‬, Carmenza Isaza D., Antanas Mockus S., Guillermo Páramo-Rocha, Carlos Gaviria-Díaz, Humberto Mora O., Adela Londoño-Carvajal, Fernando Mejía-Fernández, Álvaro Gutiérrez A., JuanLuis Mejía A., Marta-Elena Bravo de H., Ninfa Muñoz R., Amanda García M., Martha-Lucía Londoño de Maldonado, Jorge-Eduardo Salazar T., Ángela-María Botero, Jaime Pinzón A., Luz-Marina Amézquita, Guillermo Rendón G., Anielka Gelemur, Mario Spaggiari-Jaramillo (‫)א‬, Jorge-Eduardo Hurtado G., Heriberto Santacruz-Ibarra, Mónica Jaramillo, Fabio Rincón C., Gonzalo Duque-Escobar, Alberto Marulanda L., Daniel-Alberto Arias T., José-Oscar Jaramillo J., Jorge Maldonado (‫)א‬, Maria-Leonor Villada S., Maria-Elena Villegas L., Constanza Montoya R., Elsie Duque de Ramírez, Rafael Zambrano, José-Gregorio Rodríguez, Martha-Helena Barco V., Jesús Gómez L., Ángela García M., David Puerta Z., Ignacio Ramírez (‫)א‬, Jorge Consuegra-Afanador, Consuelo Triviño-Anzola, Alba-Inés Arias F., Lino Jaramillo O., Alejandro Dávila A.

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Colaboradores Pilar González-Gómez. Dibujante, pintora, muralista, con formación básica en Europa y Estados Unidos. Psicóloga clínica en ejercicio. Reside en Madrid. Carlos-Alberto Ospina H. Profesor/investigador de la Universidad de Caldas, con maestría y doctorado en áreas de Filosofía. Trabaja en especial en el área del Filosofía del Arte. Ensayista, con número significativo de publicaciones. Actual decano de la facultad de Artes y Humanidades. Valentina Marulanda. Ensayista y periodista, formada en estudios de Filosofía y Letras en Colombia y en Francia. Sus trabajos se publican regularmente en revistas especializadas y de actualidad, tanto en Colombia como en Venezuela. Además de haber participado en varios libros colectivos, es autora de Primera vista y otros sentidos (Tierra de Gracia Editores, Caracas). Próximamente aparecerá La razón melódica. Filosofía, música, lenguaje. Iván-Darío Arango. Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Es autor de los libros Dificultades de la democracia (2010) y Críticos y lectores de Rousseau (2006), publicados por la Editorial de la Universidad de Antioquia. Marta de la Vega Visbal. Profesora Titular, e investigadora, en postgrado (Doctorado y Maestría) en Ciencia Política, Filosofía Antigua y Filosofía Contemporánea en la Universidad Simón Bolívar y en la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, con maestrías y doctorados. Invitada en diversas universidades del mundo, ensayista con múltiples obras publicadas. Heriberto Santacruz-Ibarra. Profesor/investigador en el departamento de Filosofía de la Universidad de Caldas, con maestría y doctorado, aplicado en especial a la Filosofía Política. Ensayista, con significativos trabajos publicados, en particular en esta Revista. Gabriel Restrepo. Sociólogo, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, con todas las credenciales. Ensayista, novelista, poeta. Asesor en temas de Educación, con participación múltiple a nivel internacional. Orlando Mejía-Rivera. Profesor Titular de la Universidad de Caldas. Médico de profesión básica, con especialidad en Medicina Interna y Maestrías en Filosofía y Literatura. Ensayista y narrador, con importantes premios nacionales. Número apreciable de libros publicados, con traducción de algunos a otros idiomas.

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