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HÉROES MODERNOS 54

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Fleur Jaeggy

El dedo en la boca Traducciテウn de Mツェ テ]geles Cabrテゥ Ilustraciones de Roberto Miranda

AL P H A D E CA Y

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C o n te n i d o

i Un petit vice contrarié, 22 Armance, 26

ii Fagocitación, 35 De «Una forma de entusiasmo», 43

iii La mona albina, 62

iv El suicidio, 79

v Diálogos para el final del libro, 83

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Mirando el trenecito amarillo, Lung reflexiona acerca de una posible eventualidad, por ejemplo, debiendo recorrer las vías en sentido inverso, la propia posición no cambia y un lugar fijo es ése y no otro, las male­ tas permanecerían en alto sin perder el equilibrio, y la persona que estuviera sentada justo enfrente de noso­tros, dado que el compartimento es para todos, no perdería estabilidad, el paisaje sigue siendo el que es, incluso no existe un sentido inverso, o bien pensa­ mos que la locomotora deliberadamente quiere llegar a una estación, digamos tipo Teufen, AR , Appenzello, partiendo desde un punto distinto, es decir simple­ mente del trasero, pienso entonces que el pequeño Hans de Freud no se equivocaba completamente. —¿Qué mal puedo haber cometido yo para encon­ trarme aquí con mi primo Felix? —¿No ves, querido, que yo no es que piense como el pequeño Hans, aunque la historia me guste enor­ memente, sino que se trata tan sólo de un gusto per­ sonal, o quizás de una tendencia mía hacia, hacia qué, Felix? Me gusta tomar el té y charlar, sabes que eres la persona que más adoro en este mundo, en este mun­ do de invernaderos que se extienden frente a noso­ tros, hacia el fin del mundo, de praderas hasta llegar a los glaciares, como la Jungfrau, con estas vías mo­ nótonas de las que conozco el trazado de memoria, 11

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del croquet, juego delicioso, y después nuestro, cómo llamarlo, alojamiento, hotel, residencia, no quiero ni siquiera saber dónde demonios va a parar este sende­ ro, ni llegar a la carretera. Pero querría saber cómo se las apaña aquí un chico como tú que tiene la manía de los coches, Alvis Cooper o no sé qué otros. —Si es sólo por esto, querida Lung, estoy convale­ ciente. Juguémonos al croquet mi Cooper y sé que eres tremendamente buena, de modo que no tendrás ningún motivo válido para hacer comentarios sobre mí. Estoy bien en este cuadradito verde y plata, con los horarios, y un día habrás acabado definitivamen­ te con estas correspondencias con tu padre, con este tuyo, cómo lo llamas, fracaso personal; entonces ire­ mos hacia la carretera y llegaremos al mar. —Se puede llegar al mar incluso con una cierta tran­ quilidad, puede que te estés volviendo neurasténico; ahora déjame en paz con mi dedo en la boca y cuén­ tame una historia. —Mirando el tren amarillo he pensado en volver a pintarlo para confundir las estaciones, los horarios y al jefe de estación; eso pensaba el viejo Jochim an­ tes del delito. —Repítelo una vez más. Yo, Lung, tengo un defecto que cultivo bastante. Los demás lo formulan así: tiene la manía de chuparse el dedo. Pero no es del todo cierto, porque si resulta que veo a alguien con el dedo en la boca me molesta lo in­ decible, incluso le cortaría el dedo sin tener en cuen­ 12

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ta las consecuencias. Sé con exactitud que mi respon­ sabilidad sería enorme, porque si uno está acostum­ brado a chuparse el pulgar difícilmente podrá acos­ tumbrarse a otro dedo y no creo exagerar si digo que sería igualmente difícil acostumbrarse a la otra mano, es decir al otro pulgar. Generalmente es una costum­ bre que se adopta de niños, cuando somos muy pe­ queños, pero no sé bien cómo es que tantos adultos siguen encontrándole gusto. El pulgar crece. Es cierto que resulta feo de ver, aunque depende de quién, y además hay cosas peores, no soporto al que se muerde las uñas desesperadamente, o bien, es un de­ cir, con avidez; me molesta y, en cambio, la toman con­ migo si me ven por un casual con el dedo en la boca, acaso pensativo. Acariciándome la nariz con el índice y quizás apretándola. Siguen haciéndome preguntas, a mí a quien duran­ te años nadie me ha dirigido la palabra, ni siquiera en la escuela, pues estudiaba en casa a causa de mi deli­ cada salud, tampoco estaba acostumbrada a estar en medio de una colectividad. Pero desde hace algún tiempo tengo una duda que es ésta, puedo explicarla ahora mismo sin preámbu­ los, ya que de otro modo puede resultar absurdo du­ dar del sentido común de esta gente que me rodea in­ cluso solícitamente. Admitamos que yo tenga desvia­ ciones, poco probables, vista la condición propia del defecto formulado, ¿podemos basarnos eventualmen­ te en el hecho de que me hayan visto con un dedo en la boca? 13

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La verdad. . . De todos modos no importa, estoy aquí con mi pri­ mo Felix, hemos crecido juntos, de vez en cuando estamos muy eufóricos, melancólicos, desconectados con ligereza, en cualquier caso no podremos vivir en el mundo, aparte de que no pensamos tener estos pro­ blemas, iba a decir. Es evidente que saldremos de este embrollo. Mien­ tras tanto, hoy le he enseñado mis uñas al médico; es­ tán muy cuidadas, con un esmalte muy bonito, de un tono beige natural, y él se ha quedado entre perplejo y pensativo, ¿por qué todo esto? Hace poco estaba en un café en Roma, en Ronzi & Singer. Había un grupo de pensionistas, en vista de que discutían sobre su pensión —no debería hacerse pero puede suceder que se escuche y se sigan las con­ versaciones de los demás— su mesa estaba cerca de la mía y ese café en total sólo tiene cinco mesas en la sa­ lita del fondo, por eso una se puede involucrar como en un refectorio. Y entonces los miré y eran bastante feos, por lo que no habiendo nadie en mi mesa que me hiciera compañía, me dirigí a ellos. Uno de los tres seguía frotándose el índice con el pulgar y, de vez en cuando, con el dedo corazón, los dedos los tenía tan lisos, tan blancuzcos y sobre todo brillantes, con una especie de capa lustrosa, incluso de sudorcillo, y este podría ser sólo un aspecto estéti­ co, que puede en parte haberme impresionado, pero en cuanto empecé yo a frotar de esa manera mis de­ dos experimenté una repugnancia tal, como no sabría 14

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explicar, sea como sea miré otra vez esas cosas feas, que diría mi madre, es decir esas feas manos y, efec­ tivamente, ese friccionarse no era precisamente agra­ dable. A Lung le parecía ver cierta metamorfosis en los de­ dos, el dedo hinchado, descarnado, sucio y translúci­ do. Hubiera preferido leer un periódico, los anuncios, mientras bebía la granadina de café con nata sentada a la mesa. También hoy ha ido bien, la jornada está a punto de concluir y dentro de poco le darán de comer, como si Lung fuera un animalito, y después le preguntan cómo está, justamente con toda esta benevolencia. —La señorita está de maravilla y está muy atenta a que no le tendáis ninguna trampa. Desde el espejo, sigue todos los movimientos de la enfermera felino. —Disculpe, querida —le pregunta—, pero lleva us­ ted siempre zapatillas de tenis, nunca la oigo entrar. Es verdad que debo descansar, incluso duermo, pero usted que seguramente con los enfermos tiene una cierta familiaridad, y usted que sabe de psicología, podrá entender que un paso normal, es decir el ruido de los zapatos con suela de cuero y quizás algo de ta­ cón, siempre se puede admitir, sería para mí preferi­ ble y menos ambiguo, es decir usted entre bien calza­ da y todo solucionado. A propósito, consiga ese tipo de zapatos de trote que llevan todos, aunque a usted 15

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le quedarían bien los mocasines americanos, ya me la imagino, con esa actitud entre severa y sumisa, y esa modestia que no irrita, sobre su cofia no tendría nada que decir, cada cual hace su trabajo, a la peluquería seguro que va poco, querría intentar no hacer comen­ tarios, pero aquí se está muy aislado y sufro un poco de melancolía. ¿Puedo abrazarla? ¿Cómo se llama us­ ted, señora enfermera? ¿Pero por qué se va? Lung tendría una cierta obli­ gación de quedarse, pero cada cual tiene sus propias obligaciones, y si por un casual estuviera un poco loca, que es posible, más aún: —Sabe, señorita Hortensia, los afectos son difíciles, y de los pocos que tengo me enorgullezco, ¿me en­ señaría el pelo que tiene debajo de la cofia? Señorita Hortensia, sea una mujer de mundo, ¿se dice aún así? No querría de ningún modo despeinarla, me guarda­ ría muy mucho, no me gustan para nada las brujas, ex­ cepto las de porcelana. Los bibelots de la abuela. Lung está ahora decidida a meter las manos deba­ jo de la cofia y descubrir qué hay debajo y cómo es, de modo que se la quita y ve una cabeza de Hortensia desnuda un poco deforme y precisamente calva y qui­ siera acariciársela, pero la enfermera huye, vergonzo­ sa y sonrojada. —Pero enfermera, venga aquí, arrodíllese y enséñe­ me bien su cabeza, que me parece muy bien hecha, le había dicho que quería abrazarla, ahora lo deseo in­ mensamente y me resulta más fácil. 16

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—Señorita Lung, le ruego que me deje marchar, ten­ go que acabar mi turno, estoy incómoda así desarre­ glada. —¿Desarreglada? Pero cómo puede ser que alguien que tiene la cabeza calva diga que está desarreglada, el desarreglo, en todo caso, tiene un significado bien distinto, es otra cosa totalmente diferente, usted me asusta, usted quizás no está bien, quizás sea eso lo que me quería decir, yo tendría que estar en sus manos, es decir en su cabeza, usted debería ocuparse de mí, aquí dentro todos me parecéis memos, y quién sabe si un poco maníacos, ¿o acaso os dejáis influir por per­ sonas como nosotros? Ahora en todo caso arréglese, para usar su vocabulario, arréglese con orden y con garbo, que si no le parto el cráneo, y ahora buenas no­ ches, enfermera, tráigame la pastilla y la tila. Esta enfermera mía tendría que ir en bicicleta, así la seguiría también yo con la Condor (es una bonita bi­ cicleta que tengo desde hace muchos años y que an­ tes tenía mi tío Jochim), o sea que la sigo por la orilla de un lago, y una vez por accidente debajo del agua, y antes entre las cañas, la abrazaré y que nadie nos vea. Le haré beber mucha agua y después volveré a la clí­ nica con dos bicicletas. Está claro; para qué podría servirme un garaje sino para una de esas masacres de película, una trampa para todo el mundo y un Fulanito que aprieta el botón y si hace falta se repite incluso sin Fulanito. Fin.

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