Apía: Tierra de la Tarde

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Octavio Hernández Jiménez

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Octavio Hernández Jiménez

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TIERRA DE LA TARDE

OCTAVIO HERNÁNDEZ JIMÉNEZ

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Octavio H. J.: -

Apía habita en mi corazón desde hace tiempos… Y yo no le cobro arriendo. Manuel Mejía Vallejo:

Sí. Uno se va quedando en cada sitio en donde dejó rastros.

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GENERACIÓN DE LA IDENTIDAD APIANA

Banda Marcial del Santo Tomás. Primer centenario de la Fundación de Apía. Agosto 1983

L

uego de abrir caminos, construir puentes, descuajar selva, sembrar cultivos de

pancoger y activar el comercio, la población de Apía, en la segunda mitad del siglo XIX, se desarrolló al amparo de caudillos locales que marcharon adelante con la bandera de un progreso arduamente perseguido. 4


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Fue la época de funcionarios como Martín Ortiz o Alejandro Calderón Estrada, “el famoso alcalde de Apía, de pantalón largo, con calzoncillos rojos, que osó meterse en ese nido de conservadores y se mantuvo en el puesto poniendo tras las rejas a cuantos se le oponían”, (Alfredo Cardona Tobón, 7 de junio de 2009, p.7) y a quien endilgan los versos costumbristas repetidos a nivel nacional: “Aquí es metiendo/ como el Alcalde de Apía/ que mete de noche y mete de día/ y cuando no tiene a quien meter/ mete a la policía”. La llegada a la mitad del siglo XX coincidió, en Apía y muchos otros municipios colombianos, con la reincidencia en la violencia política y la parálisis de la maquinaria industrial. A partir de 1930 se había iniciado la construcción por nuevas rutas. Apía iba quedando varado en la margen del Camino Real que comunicaba el centro del poder en Antioquia con los centros más poderosos del Cauca como eran su capital Popayán, Cali que se desperezaba y Buga que llegó a constituirse en la capital espiritual de esta zona. Surgió, en Apía, un conjunto de personas que coincidían en una temporada vital, algunas de ellas con grados universitarios, dotadas de ingenio y de un corazón tan grande como el Tatamá, que palpitaban, padecían y se inquietaban por situaciones desesperantes, pensaban soluciones en voz alta, organizaron asociaciones, debatían proyectos y se ingeniaban para encontrar herramientas materiales e intelectuales para hacerlos realidad. Sus sueños tomaban forma en las páginas de periódicos locales. Los dirigentes sustituyeron el individualismo por la filantropía, compartieron ideales y deliberaron sobre ellos, fueron y volvieron de las capitales en búsqueda de soluciones, imaginaron alternativas y precipitaron remedios. Habitaban casas de la misma arquitectura, sin barrios que discriminaran a quienes moraban en ellos; cumplían con los mismos deberes, asistían a la misma escuela, al mismo colegio, al mismo templo, al mismo teatro, a los mismos negocios. Los padres eran compadres entre sí y las madres desempeñaban deberes similares antes de salir corriendo a cumplir la misma cita con las campanas. Entre la mayoría de los habitantes se compartía una especie de socialismo elemental, en cuanto a intercambio de semillas, de productos, de servicios, de negocios a viva voz, y eso ayudó mucho en el momento de percibir los problemas y concebir las soluciones. Se conformó una Generación. Este sustantivo genérico procede del griego ‘genea’ que quiere decir ‘origen’. Un mismo origen. Sin embargo, la idea de generación supera la simple coincidencia biológica de un grupo de personas. Es un fenómeno biocultural que identifica, ante propios y extraños, a un grupo, un pueblo, una nación o una región más amplia. Fuimos engendrados por una generación que configuró un patrimonio social y cultural del que aún nos alimentamos. Pueden pasar varias décadas sin que se logre conformar teóricamente una generación distinta a la anterior.

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La generación no nace por un acuerdo explícito entre los que la configuran. Puede darse una conveniente cercanía y sus futuros miembros pueden acordar acciones conjuntas pero ante todo se impulsan por afinidades selectivas comunes a todos sus participantes. Goethe habla de “afinidades electivas” que se atraen con poderío místico. La Generación de la Independencia, en Colombia estuvo integrada por un puñado de personas pertenecientes a varias clases sociales que ofrendaron su vida en aras de su ideal libertario. Sin embargo, al lado de Nariño, Caldas, Torres, Policarpa, Antonia Santos, Córdoba, hay que ubicar a anónimos patriotas que participaron de las tertulias, aplaudieron y maldijeron en los motines, repartieron anónimos bajo las puertas, guardaron silencio cómplice ante la gesta que se fraguaba, empuñaron las armas y ofrendaron sus vidas sin dejar, siquiera, la levedad de sus nombres inscritos en las viejas crónicas. Nos acostumbramos a divisar los de primera fila; los demás vienen atrás, como coronados fantasmas, aunque sin ellos hubiera sido imposible la Campaña Libertadora. Soldados desconocidos de la Libertad. Otra generación muy definida, en Colombia, fue la llamada Generación del Centenario, compuesta por una dirigencia nacional que coincidió en, 1910, con reinventar la Patria después de esa hoguera interminable y funesta de las Guerras Civiles avivada por una dirigencia incapaz cuyos miembros podríamos agrupar escandalosamente en la Generación del Holocausto. La Generación del Centenario se caracterizó por haber buscado un avance en cuanto a la industria, rezagada debido a esos conflictos y al golpe espiritual por el rapto de Panamá. Tuvo como guía a Carlos E. Restrepo. Por las mismas décadas actuaba, en España, la Generación del 98 y daban los primeros pinitos los profetas de la Generación del 27, caracterizadas por su afán filosófico y realizaciones literarias como lo estuvieron, en Colombia, la Generación de Mito, en la décadas del cincuenta, del siglo XX y, luego, la desolada Generación Sin Nombre. Generación tiene que ver, ante todo, con ideales nobles compartidos. El compañerismo y la filantropía, en la mayoría de los casos, unen a sus integrantes para salir en pos de una utopía. No tanto la amistad y la fraternidad. A veces, miembros de una misma generación son irreconciliables en cuanto a puntos de vista y métodos para alcanzar una meta. De igual forma, sería un sarcasmo pertenecer a una generación de ladrones o de asesinos. Generación tiene que ver con Espíritu. Como si un mismo Espíritu aleteara sobre esa comunidad por un tiempo fugaz. Un meteoro rompe la noche y su luz guía, por una temporada, a ese pueblo. Dados los antecedentes y el aprecio que la comunidad tomó por ellos, en Apía, se fue forjando, entre las décadas de los treinta y cuarenta, y ya en los cincuenta y comienzos de los setenta, del siglo XX, tenía perfiles definidos el ya crecido grupo de ciudadanos y ciudadanas, adultos y jóvenes de ambos sexos, que acuñamos bajo el nombre de Generación de la Identidad Apiana. 6


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Sin embargo, no todo se echó a andar en un momento. Venía de antes porque, como lo observó sagazmente el poeta español, lo que tiene el árbol afuera viene de lo que trae de adentro. Nazario Restrepo Botero (1877-1931), fue párroco de Apía en la segunda década del siglo XX. Era políglota, orador sagrado, pintor, traductor, fundador de colegios, poeta y escritor. Es responsable de haber escrito “cuatro novelas, doscientas biografías, obras en verso dramas y comedias” (Periódico el Cóndor, Apía, edición 64, enero de 2004, p.1). Por haber muerto a “mitad del camino de la vida”, no tuvo el tiempo suficiente para pulirlas. Se menciona su nombre pero se desconoce su obra. Sembró la semilla no solo de la fe sino del amor por la cultura. Pónganle la firma. Quienes vinieron luego, no conformaron una mesa redonda con reuniones periódicas, ni levantaron actas de sus proyectos sino que se manifestaron como una peregrinación entusiasta, en la que unos iban detrás de otros enarbolando el Civismo y la Cultura, en distintas manifestaciones, como nobles banderas. Ellos soñaron con que, proseguir por esa ruta, les iba a redimir. Cada uno ponía su granito de arena y así, entre todos, levantaron una magnífica estructura social difícil de derribar. Otros respiraron esa atmósfera de ideas, sueños y eventos afines en que se habían enrolado sus paisanos o vecinos e hicieron lo posible para que sus hijos, hijas o allegados se inscribieran en esa caravana idealista. La Generación de Identidad Apiana tuvo como pioneros, luego del Pbro. Nazario Restrepo a otros levitas como los párrocos Agustín Corrales que, “inculca en sus parroquianos el interés por la educación y el amor por el cultivo de la inteligencia; trae a las Religiosas Vicentinas para que se hagan cargo de la educación de las niñas, conforma una sociedad para la adquisición de una imprenta, construye el hospital en 1928; desde su periódico libra campañas para que la capital de Caldas se interese por la Carretera Arauca-Apía” (Gerardo Naranjo, 1986, p. 33). El padre Luis Eduardo Cortés funda el Instituto San Luis, antecesor del Santo Tomás de Aquino. Hombro a hombro con los párrocos, luchaban por el mejoramiento social, Martín Ortiz R (primer alcalde), Antonio J. Gutiérrez (director del periódico El Centauro), Alfredo López Velásquez (el poeta de comienzos del siglo XX), Valentín Garcés y Lázaro Restrepo (directores del periódico Cruz y Bien), Enrique Alzate, Jesús María Orrego y Pedro Aicardo Flórez (integrantes de la Junta de Festejos), Bernardo Ríos (director del periódico Ecos de Occidente), Martín Restrepo (rector del Instituto Balmes, anterior al Instituto San Luis), Marco Tulio Mejía (fundador del Club Tucarma, en 1946), Ramón Pompilio Torres, director de la banda de música de ‘RíoArriba’. Carlos Echeverri García llega del Conservatorio Nacional de Música de México a dirigir la banda y los coros del orfeón; autor de “Estampas Rurales”, “Morenita Apiana” y “Brisas del Tatamá”. Fernando Jaramillo, Pedro Patiño, Nicomedes Hincapié (inspector local de educación), Marcelino Hincapié, Pedro

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Manrique. “Marco Tulio Mejía, Pedro Zapata y Bertulfo Agudelo que dieron becas para los internos provenientes de otros municipios”. Luis Ángel Baena, secretario del Colegio, viajó, estudió y se constituyó en una de las glorias de la lingüística nacional como profesor de la Universidad del Valle. Gerardo Naranjo (director de El Minuto y exalcalde), Gabriel Rojas M. (Rector Magnífico del Colegio Santo Tomás), Canuto Orrego; Rubo Marín, con la sensibilidad en la punta de su batuta dirigió la banda de música y el orfeón por varios períodos; Bonifacio Bautista músico de renombre nacional; León Echeverry (ganador del concurso para bautizar la emisora del Colegio con el nombre de “Pregones Culturales”). Demetrio Hincapié, Francisco Sánchez, Pedro Antonio Hincapié, Alfonso Hincapié, Honorio Echeverri, Gerardo Díaz Estrada, Campo Elías Sánchez, Raúl Morales, Alfredo Alzate, José Álvarez Patiño, Goar Hernández, Herman y Oscar Rojas, Bernardo, Germán, Alberto, Fabio y Guillermo Zuluaga Osorio; Luis Ayala (medalla de oro en unos juegos deportivos a nivel departamental); Carlos, Emilio, Rafael, Alberto y Germán Castaño Abadía, Aníbal Estrada, Daniel Becerra, Manfredo Becerra, Virgilio Palacio y Rogelio Espinal, profesores y promotores del Periódico “Vocero Estudiantil”. José Velásquez, Carlos y Saulo Herrera, Bertulio Guevara, David Bedoya e hijos, Abraham Ayala, Héctor Rincón, Darío Mesa, José Alzate (el gran caballero que a la vez fue bajo profundo en el Orfeón y luego en las “Masas Corales de Apía”). Alberto Mesa Abadía (gestor del Departamento y Gobernador de Risaralda), Bernardo Mesa Abadía (líder, exalcalde y secretario de la Gobernación). Abelardo López, William Montoya Zapata, Oscar Hernández y Pedro Nel Gutiérrez directores del periódico del Colegio “Orientación”; Jaime Manrique, Vitalino Gallego, el tendero amable, Ramón Zapata, Antonio Salazar, Jesús Grisales, Valeriano Rendón, Pedro Nel Montoya, Emilio Hincapié, Jesús Antonio Acevedo, Pedro Nel Acevedo, Flówer Flórez (notario), Darío López, Jesús María Ochoa quien, a mitad de año se ponía a coser los vestidos de paño de todos los bachilleres del Santo Tomás para lucir el día de su grado, en noviembre; Felipe García, César González, Alboín Gómez Duque, escudero de la cultura y secretario de todas las juntas de carácter cívico; Jesús Becerra, Célimo Becerra, Alonso Uribe (el fotógrafo, con su valioso archivo que todavía se puede rescatar), su sucesor Gabriel Calle, Elías Gómez Duque, alcalde de Apía y luego en Belén y Viterbo. Ángel Vergara, César Londoño, Baldomiro Bedoya (piloto de aviación y uno de los profesionales que más orgullo causaban al rector por haber conducido la nave que llevó al Papa Pablo VI de Bogotá a Roma, en 1968), Edginardo Suárez, Jorge Hincapié ocupó cargos de importancia en el Municipio, el Departamento y el DAS. Álvaro Cuartas ocupó la Secretaría del Ministerio de Educación, Ariel Echeverri, Mariano Acevedo, Aureliano Flórez C. que marcó huella profunda en la educación en Anserma; Aureliano Ramírez, su dinastía musical; Germán Pulgarín (Gerpul) y su voz que era capaz de desvelar al pueblo, José Molina que trajinó por los Comités Departamentales de Cafeteros, en Risaralda y Caldas y 8


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concluyó su vida laboral como Alcalde de Neira (Cds.). Sigifredo Cardona y sus ejercicios fotográficos de gran calidad como los de su maestro el Padre Luis Lentijo; Jaime Rendón, educador y Alcalde; William y Olmedo Sánchez, Héctor, Libardo y Mario Becerra, Noel Rodas Cifuentes. Don Gentil Pérez, carnicero y padre de Héctor Pérez G., excelente profesor de francés, Herney, matemático de renombre, y su hermano Nelson Pérez Grajales. Héctor Becerra, educador y luego alcalde de Toro (Valle); sus hermanos Norberto que es docente y Fernando mecánico industrial y agropecuario; Darío García M., (de Anserma, bachiller y luego profesor del Santo Tomás), Humberto Duque, Gartnier Minota, Gerardo “Patria” López, Norberto y Albeiro Ochoa, el educador Mágdalo Mejía; Mardonio y Abdul Mejía, Alonso Blandón, Hermes Ochoa, Fabio y Augusto Flórez C., Gentil Acevedo, Gerardo Ramírez, Gabriel Ramírez, Abelardo Bedoya, Arnoel, Arnubio, Aulio y Ariel Grajales, Helí Ramírez, Aureliano y Bernardo Flórez, Fabio y Mario Morales F., Hernando, Darío, Pedro Nel y Carlos Navarro O.; Hugo, Ricardo y Rubén Ramírez, Jaime López, Darío Raigosa que hartas películas siga repasando en su Paradiso, Lázaro Velásquez; Ancízar y Guillermo Acevedo, Javier Castaño Marín (autor de “Aldemar Uvaleti”, clásico de nuestra cuentística). Héctor, Manuel y Aviécer Henao, Bernardo Mejía (M), Gildardo Monsalve, Bernardo, Manuel y Fernando Rendón, Fabio, Hernando y Alberto Rojas Mejía, Jaime y Diego Echeverri, Luis Rosendo Castaño, Silvio Castaño, Tarsicio Hoyos, Libardo Hincapié, Ítalo Morales, Norberto Múnera, Ricardo y Marcelino Hincapié Loaiza, Filiberto Alzate Vallejo, Fabio Alzate V., Francisco Javier Alzate Vallejo (el poeta del “Poema Inconcluso para el Tiempo”, el maestro, el prosista, el director del periódico de El Cóndor, el político en el sentido noble del término). Óscar Henao, pionero de la mina de manganeso; William y Manuel García, Antonio Pulgarín “Calilla”, el de la heladería famosa; Tobías Acevedo, el tendero. Darío Salazar, Francisco, Alirio y Uriel Gómez, Rubén Darío, Víctor Manuel y Jorge Julio Salazar. Francisco Javier López Naranjo (el poeta de “Arda mi Llama”, “La Cruz y la Estrella”, “La Silentísima Epopeya”), Albeiro Múnera Patiño (el del cuento “Los Ricos”) y Orlando Múnera P. (pedagogo con teoría en la cabeza y vocación en el alma), Humberto Bermúdez, Gersaín Restrepo (pedagogo y autor costumbrista), Mario, Jaime, Nelson y Bertulfo Agudelo, Santiago Torres, Óscar Aguirre, Pedro, Fabio, Gildardo, Francisco Javier y Luis Pérez Marín, Aurentino Flórez, Régulo González, Camilo Quintero, Guillermo, Herman, Hernando, Jaime, Jorge Humberto, Mario y Héctor Fabio Vergara Hincapié. Héctor Fabio era asesor jurídico de la Gobernación de Risaralda, en la segunda década del siglo XXI. Gabriel Pareja, Decano de matemáticas en la Universidad de Antioquia. Jaime Velásquez, Oscar Sánchez, Arlid Toro, Arcesio, Orlando y Rodrigo Rodas, Mario Zapata, Álvaro Palacio, Omar Ramírez, mis hermanos Tito Fabio, Héber Jaime, Francisco Javier y Samuel, Marco Tulio Salazar, Carlos Alberto Aristizábal (autor de la obra de teatro “Los Derechos del 9


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Hombre”), Joaquín, Carlos, Orlando y el excelente fotógrafo y arquitecto Jorge Evelio Aristizábal G. Armando y Gabriel Santacoloma (de Santuario), Jorge Iván Ramírez, Mario Martínez Peláez (profesor, columnista, líder y soñador irredento), Gustavo Salazar, Hernán y José Luis Zapata, Hernando Torres Hoyos (autor de tragedia “Los Tres Cristo de la Independencia”), Felipe García (líder del magisterio en el departamento), Eliseo Múnera, Hernán Díaz Z. (autor de la obra de teatro “Una Noche, una Luz, una Palabra…”), Abel Antonio Idárraga, Heriberto Pulgarín y sus clamores por los cafeteros, Pompeyo Acevedo, Hernando Rúa, Hernando Ocampo, Edgar Restrepo y su carreta de ‘siempre listos’ con los scouts. Libardo Becerra, Fabio Becerra Muñoz, premio como mejor maestro en concurso departamental. Albeiro Morales, Alberto y Francisco Javier Velásquez, Marco Tulio Quintero, Eugenio Díez y su afán literario, Ariel Giraldo, médico y gran aficionado a las trovas; Bernardo Mesa Mejía, Luis Fernando y Francisco Herrera G. con su visión futurista de la caficultura, Carlos Fernando López, misionero de una música exultante por todos los escenarios de la patria, José Valencia tratando de redimir la provincia desplazándose por todos sus repliegues, Mario Acevedo, Norberto, Federmán y Javier Echeverry, Gildardo Arenas, Apolinar Molina, Fixónder Quiroz, Gustavo Zuleta, Alejandro Delgado, Fabio y José Luis Tapias, Óscar Gallego y sus inclinación por el periodismo en distintas formas, Gustavo Adolfo Álvarez F., Bernardo Jaramillo Z, Mario Múnera, el escenógrafo del Ocaso de un Pueblo quien ha contado siempre, a pesar del exilio, con Apía entre sus motivos de inspiración y Julián Ramírez que conjuga toda propiedad música e ingeniería. Detrás, y para mucho tiempo, tenemos al romántico de Diego Gómez perpetuando una tradición positiva, en el Café Apía. Son muchos más, pero mi memoria, feliz en una época, se ha reblandecido. Han sido innumerables los apianos que han descollado a nivel regional y nacional. En 1961, era Secretario de Salubridad de Caldas, el Dr. Héctor Meza Abadía quien, hasta su nombramiento en la Gobernación, orientaba la cátedra de Anatomía, en el Colegio Santo Tomás de Aquino. Excelente como individuo, como docente y como profesional. Excelente el reportaje que ofreció cuando llegó a Manizales, después de asistir a un congreso en Bogotá. El periodista le preguntó sobre la situación de la salud pública en el Viejo Departamento de Caldas. Respondió con estas palabras que podrían servir para dibujar el panorama del país cincuenta años después: -“El estado de salud del hombre caldense es grave y requiere la inmediata atención del gobierno como de las empresas particulares y además la amplia colaboración de la comunidad para comprender sus problemas y ayudar a resolverlos. En una extensión de 12.963 kilómetros cuadrados, el Departamento alberga una población de 1.407.418 habitantes. La densidad de la población es de 108 por kilómetro cuadrado, ocupando el segundo lugar después del Atlántico con 165 kilómetros cuadrados. La del país es de 12,14 habitantes por kilómetro cuadrado. La tasa de crecimiento en población es 10


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grande en Caldas, observándose este mismo fenómeno en Colombia y todo Sur América que en la actualidad posee una población de 131 millones de habitantes. Nuestro pueblo sufre de hambre proteica, su alimentación habitual es a base de carbohidratos. La alimentación es tan deficiente que el consumo de leche es aproximadamente 30 por ciento per cápita y el de carne 58 gramos per cápita al día. Esta carencia es causa de la desnutrición infantil lo cual reduce la resistencia a las enfermedades…” (La Patria, 12 de agosto de 1961, p.3). Una cátedra de salud pública. Sabía en dónde estaba parado. No era cualquier pintado en la pared. Aníbal Lennis es escritor, cuentista y finalista en el Concurso Nacional de Cuento patrocinado por RCN con su obra “Los siete puentes de Konisberg”. Su obra “Daniela” fue editada por Colcultura y traducida al inglés. Ómar Lennis, banquero y buen futbolista. Carlos Armando Uribe Fandiño, el popular Profesor Yarumo que enseña la vida de los caficultores en su programa por la Televisión Nacional. Fabio Bermúdez Gómez fue director del Incora, del Idema y del IICA, a nivel nacional. Jairo Palacio, ex asesor y pensionado de la ONU. Entre los médicos, Augusto Durango fue matrícula de honor en su carrera cursada en la Universidad de Caldas. Euler Correa, posiblemente el mejor matemático egresado del Colegio Santo Tomás, médico y especialista en medicina interna. Entre los renglones del listado anterior, como un espíritu santo, flota un nombre. Es antecesor de esa lista, es medio en que se desenvolvieron esas personas y cuyas enseñanzas les sirvieron para apuntalarse en ciertos momentos de sus vidas. Me refiero al Colegio Santo Tomás que, más que una institución educativa ha sido eje del pensamiento, de la actividad y la identidad de los apianos. Los rectores que forjaron un glorioso período fueron Enrique Alzate Parra (1948-1952), Pbro. Isaías Naranjo (1952-1953) y Gabriel Rojas Morales (1953-1981). En el internado hubo estudiantes de los cuatro puntos cardinales sobre todo de los actuales departamentos de Caldas, Risaralda, Quindío y Valle. Llegaron de regiones lejanas. Funcionó entre 1954 y 1971. Por el internado, muchos conocieron a Apía, aprendieron a querer a este pueblo, algunos se casaron con apianas y se llevaron un recuerdo imborrable. Algo parecido sucedió con la Normal Superior Sagrada Familia de prestigio regional. Esa temporada que, en las dos instituciones pudo durar unos 20 años, mereció ser conocida como la Época Dorada. El apelativo de Edad de Oro derivó, no sólo por razones internas a esas instituciones, como la responsabilidad conjunta, el rigor académico, la disciplina a toda prueba, sino por una atmósfera social que influían en la actividad ciudadana del municipio y sus alrededores. La luz que emanaba de la antorcha del escudo iluminaba el conglomerado, con persistencia y entusiasmo. En la década de los sesenta y parte de los setenta del siglo XX, a Bernardo Mesa Abadía (muerto en julio de 2008), Gerardo Naranjo López (muerto en septiembre de 1993) y al Presbítero Octavio Hernández Londoño (muerto en febrero de 1980), los 11


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apodaban “el Trío Dinámico”. Todas sus conversaciones giraban alrededor de proyectos y realizaciones para el progreso de Apía. Los veía uno, en reuniones cívicas, en el parque, en una esquina, en cualquier parte, comentando obras realistas que beneficiaran al municipio y sus gentes. Soñaban en voz alta. Y actuaban. Jamás se cansaron. Se fueron muriendo en olor de apianidad a toda prueba. En las décadas de los sesenta y setenta, resonaban nombres de la interminable lista anterior, por casas, calles, negocios e instituciones de Apía. Cada nombre se repetía en voz alta porque su dueño era un elemento relacional en la sociedad de la que hacía parte. En esto se diferencia una sociedad organizada de una masa amorfa. Unos de sus integrantes se escampaban en el otoño de sus vidas, otros disfrutaban del propio verano y para la mayoría de esos nombres florecía la más radiante de las primaveras. El reloj inexorable ha hecho que muchos de ellos, adolescentes en ese entonces, pero ubicados ya en la llanura del siglo XXI, vean su apogeo en este siglo. Todos los anteriores y otros que se escapan a mi precaria memoria, coincidieron, mínimo, en una y dos décadas de convivencia por las calles de la Ciudad de Tucarma. Apía no contó, como otros pueblos hermanos, al estilo Riosucio, Supía, Aguadas o Salamina, con unos excedentes de riquezas materiales de tal magnitud que diesen oportunidades a la formación de una clase social opulenta que se manifestara a través de la arquitectura de sus residencias, aderezos y leyendas adornadas de endiabladas riquezas. Nuestra clase alta lo era, no por la riqueza acumulada en baúles o en inmuebles, sino por su tesón, su trabajo honrado y sus aspiraciones de progreso académico y cultural. Muchos de los mencionados jamás leyeron un libro pero respetaban y aplaudían a quienes los leían. Otros llegaron del campo con una sonrisa amplia, dispuestos a arremangarse la camisa y conquistar, por medio de sus hijos, un mundo extraño para los habitantes de los pueblos vecinos. No el mundo de los bienes materiales tan esquivos a la mayoría de apianos de esos tiempos sino otro mundo que los demás habían despreciado: el mundo de la cultura. Quienes orientaban la comunidad advertían que por medio de los libros conquistarían un universo más amplio y fascinante que el que recorren con sus sentidos los conquistadores, viajeros o turistas. Los padres escuchaban ese discurso y se aprestaban a salir con su familia en búsqueda de ese epicentro en donde, con la magia de la lectura y los callos en el dedo derecho del corazón provocados por los ‘encavadores’ y los lápices, con la experimentación y la creación personal, se podía adquirir esas cartas de navegación tan elogiadas y anheladas, a pesar del adagio tan practicado en esa época: “La letra con sangre entra”. En esto se diferenciaba la Generación de la Identidad Apiana de lo que aconsejaba un antioqueño a su hijo cuando terminó la escuela primaria: “Llegó tu hora de partir de la casa. Consigue dinero en forma honrada y si no puedes conseguirlo en forma honrada, por lo menos, consigue dinero”. Haber puesto en práctica, al pie de la letra, este consejo fue, en parte, lo que desbarató el país. 12


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No haber llegado también es otra forma de llegar. Mencionarlos, uno detrás del otro, muestra lo difícil que es cortar una generación para decir aquí comienza otra. En las generaciones como en las arterias urbanas inesperadamente unos coinciden con sus vecinos; otros se tropiezan. Las generaciones dialogan o discuten. Se entregan entre sí la antorcha no necesariamente al final de su propia etapa. Siempre habrá muchas teas ardiendo. Las generaciones son como el día que avanza sin divisiones sensibles ni tajantes. Que la sola mención de sus nombres sea un homenaje a los citados caballeros y a otros que se escapan de este ejercicio del recuerdo. Instruidos y no tanto; ricos y menos ricos; pobres y muy pobres; propietarios, peones, jornaleros y asalariados, obreros, conductores, artesanos, tenderos, carniceros, profesores, profesionales, artistas y personas dedicadas a todas las actividades indispensables para que funcione una comunidad, gracias porque, pasados los años, guardamos aún sus nombres en ese libro espiritual que nos acompaña en los trasteos del cuerpo y del alma. Apía no será simplemente una referencia notable del pasado. Esos nombres llenan, en gran parte, la segunda mitad del siglo XX y, de la mitad hacia abajo de la lista, sobre todo, se proyectan al siglo XXI, con entusiasmo y desafío. Del listado anterior, más o menos, una tercera parte está integrado por personas que se dedicaron a las labores agropecuarias y comerciales. Tiendas, graneros, almacenes, cafés, cantinas y bares, en donde se compartía con amigas, amigos y compañeros, donde se exorcizaban las penas y muchos despilfarraban el escaso dinero arduamente conseguido. Cuarenta carnicerías bajo los toldos blancos, en la plaza, dos veces por semana, pues en ese entonces la gente comía, más que ahora, buenas proteínas de carne de res y de cerdo. Esas cuarenta carnicerías no existen ahora en el Mercado Cubierto. Pasados los años, son menos. No es que ahora nuestros paisanos hayan variado la dieta de las proteínas por carne de pollo y pescado. Los nuevos pobres, que en la Colombia de 1990 equivalían a un 56 por ciento y en 2008 al 46,8 de la población total del país, se alimentan, si mucho, con huevo y arroz. Compras de café, pasilla, cacao e higuerilla. Al mismo tiempo, ellos y otros, tumbaban monte, sembraban maíz, café, caña y pasto, aclimataban semillas y ganados, probaban todas las industrias que se hacían necesarias para satisfacer las necesidades de la comunidad, vendían artículos nacionales e importados y les quedaban bríos para levantar un conglomerado dotado de buena salud y administración eficiente. Las familias creían en un futuro auspicioso para todos sus miembros. A muchos de ellos les sobraba el ímpetu para dedicarse a cultivar sus emociones a través de la lectura, la música y la expresión escrita de sus ideas por medio de los periódicos que, en Apía, se constituyeron en producto de primera necesidad hogareña semanal o mensual. La patria era una tierra para arar y ellos conducían el arado. Sobre la tierra húmeda como sobre las páginas blancas de los periódicos locales o en

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las últimas páginas de los libros de la contabilidad de sus negocios particulares redactaron sus memorias, sus versos de amor, de protesta o esperanza. El analfabetismo ha sido endémico en nuestra patria. Sin embargo, en cuanto a intensidad, se leía, antes, más que ahora. Por lo menos, periódicos locales. Bullía el interés por expresar en forma escrita las inquietudes de los ciudadanos. El periodismo, en las distintas regiones del Viejo Caldas fue, ante todo, un instrumento de formación cívica o ciudadana. La idea original del Departamento de Caldas, por ejemplo, en la década de los ochenta del siglo XIX, contó con el periódico “Correo del Sur”, con sede en Manizales, que llegó a los 19 números en donde se habló, en forma sistemática y argumentativa, por primera vez, del que sería el nuevo departamento. Se clausuró antes de ver la idea vuelta realidad. Las principales parroquias tenían imprenta para divulgar la doctrina, campañas de moralización a veces exagerada, campañas de progreso, como fue, en Apía, la campaña dirigida por la parroquia para la siembra del trigo, de lo que hablaremos más adelante. “Cruz y Bien” fue un periódico parroquial con varias temporadas. Apía llegó a tener 3 periódicos, al mismo tiempo. El primero data de 1913, cuando se luchaba por la creación de una provincia dentro del Departamento de Caldas, compuesta por los municipios de Santuario, Belén, Pueblo Rico y Apía, con Apía como capital; luego, por la creación del Distrito Judicial por parte del parlamento nacional (1925), la Carretera al Mar, el Colegio para varones y la Normal para señoritas. Cada campaña o contracampaña contaba con su periódico de nombres tan sugestivos como “El Centauro” (1921), “Cruz y Bien” (1922), “Ecos de Occidente” (1928), “La Carcajada” (1928), “El Desayuno”(1931), “Rayitos de Luz” y “El Heraldo Juvenil” (1936), “Quijotadas” (1945), “El Minuto” (1954), “Orientación”, “Vocero Estudiantil”, “El Yunque”, “La Fragua”, “El Cóndor”. Conviene transcribir un párrafo del Editorial de El Cóndor, segunda etapa, pues demuestra que esto de hablar y martillar sobre la Identidad Apiana no es invento de una persona, a última hora: “El objetivo esencial de El Cóndor es promover y afianzar la identidad y el sentido de pertenencia mediante el rescate y la divulgación del pensamiento y la acción que contribuyan a fortalecer la unidad y el engrandecimiento espiritual de los apianos”(Francisco Javier Alzate V., 27 de agosto de 1999, p.1). Se trataba de semanarios que se voceaban y vendían el día de mercado. Cumplido un objetivo, languidecían y se extinguían hasta un nuevo resplandor con otro nombre. Una de las primeras preguntas que hace la historiografía regional es averiguar de dónde procedían los colonizadores y fundadores de una localidad. O sea que, de entrada, se acepta que todo pueblo fue fundado por personas que llegaron de otra parte. Inmigrantes, desplazados o forasteros. Inmigrante es un término genérico que designa al que llega de otro lugar, por motivos voluntarios en buen número de casos, con el fin de establecer residencia. Desplazado, semánticamente, tiene que ver con una persona que tuvo que salir de una plaza por una acción violenta emprendida 14


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contra un grupo social y tuvo que recurrir al doloroso exilio. Forastero es una palabra utilizada, en muchos casos, en contexto despectivo y da a entender que se trata de una persona que está de paso o poco le importa el lugar de su llegada. Entre estos tres conceptos, los individuos que logran incorporarse positivamente a la historia de un pueblo son, por lo general, los inmigrantes. Los forasteros y desplazados, dada la forma de su vinculación pasajera o precaria, tienen una relación fugaz o endeble con el lugar a donde llegaron. Una localidad se conserva o se convierte en un triste caserío cuando algunos nativos creen que esa tierra no es sino para los que, por circunstancias imprevistas por esos sujetos, vieron la luz del sol en ese lugar. Hay, en cambio, otros que, conscientemente, emprenden el camino hacia esa tierra y están dispuestos a entregar, allí, lo mejor de su preparación adquirida en otro suelo, tal vez con excelentes maestros que, en ese campo, no pudieron tener en el pueblo a donde han llegado. Desde siempre, las localidades que progresan han sido aquellas que han sabido echarle mano, ávidamente, a quienes llegan porque intuyen que pueden aportarles soluciones a sus deficiencias o refuerzos a sus fortalezas. En muchas ciudades se han expedido legislaciones que favorecen la estadía definitiva de los forasteros que pretenden quemar las naves en ese pueblo. Estados Unidos, como nación dinámica, es el resultado de una inmigración creciente. Muchos colombianos para poder quedarse en esa tierra han abandonado el sueño de ser inmigrantes para presentarse como desplazados por la pesadilla de nuestra violencia. Entre los motivos por los cuales se cree que Colombia ha padecido un enorme retraso se coloca el de no haber propiciado una legislación que hiciera fácil y atractivo el ingreso de inmigrantes cargados de sueños a nuestro suelo. Se nos llamó El Tíbet de América. Fuimos los latinoamericanos más aislados que, a través de los siglos y entre los pliegues de nuestra arisca geografía, nos dedicamos a rumiar fracasos y poner en marcha envidias y venganzas. Con razón en otras latitudes confunden a Colombia con Bolivia. Grandes naciones y ciudades que han hecho historia se han mantenido abiertas a los inmigrantes Las ciudades que progresan no rechazan, por lo general, a los que tocan a su puerta. Los albergan y comparten con ellos sueños, éxitos, inquietudes, fracasos y proyectos. No todos los que aparecen en la lista anterior y en las que vienen son oriundos de Apía. Muchos nacieron bajo otro cielo pero, por circunstancias diversas, como cuestión de nombramientos laborales, estudio, traslados en el trabajo de los padres, del esposo o esposa, de oportunidades reales para el comercio, la profesión que ejercían en otros lares, o por puros espejismos, aparecieron, un día, en el pueblo, entraron en comunicación con la ciudadanía, se hicieron estimar, tal vez se enamoraron y construyeron, entre anhelos y aspiraciones, sus lazos familiares. Entre los primeros apellidos que llegaron en la segunda mitad del siglo XIX y aquellos que he citado en este recuento hecho a principios del siglo XXI, hay un aporte constante y 15


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creciente. Ni los más comunes ni los más preclaros apellidos de comienzos del siglo XXI aparecen en el momento en que esta tierra, a lado y lado del camino real, dejó de ser un cruce de camino en media selva gracias a la visión que tuvieron unos humildes inmigrantes antioqueños. ¿O desplazados? Hablando de antioqueños recordemos que, en la segunda década del siglo XXI, como más de cien años atrás, la economía era dominio, en gran parte, de familias llegadas de Antioquia, como era el caso de los Loaiza Gordón, parientes de Evelio, Jorge y Bienvenido que tuvieron su apogeo en la segunda mitad del siglo XX. Comentaban que un hijo de B. Loaiza poseía unas 10 fincas; A. Morales poseía unas 5 fincas y un señor llegado de Bolívar (Ant.) poseía 8 fincas. Los descendientes de A. Bedoya poseían unas 10 fincas. Como sostenía F. Alzate, “familias llegadas de Antioquia fueron, son y serán las que dominan económicamente en la región”. Muchos de los que han ido llegando han aprendido a amar a Apía tanto o más que ciertas personas que, por cuestión del Acaso, tuvieron una cuna que se meció en esta ladera. Los inmigrantes a que me refiero inyectaron sangre en el sentido biológico y cívico. Han recibido pero también han dado. Sus capacidades, oportunidades y proyectos se pusieron y siguen poniéndose al servicio de la patria que los recibió con los brazos abiertos. Son apianos de corazón, en forma consciente, por todo, menos por un tercio de página que ocupa una partida de bautismo. Sería un despropósito dudar de la apianidad de don José María y María Encarnación Marín a pesar de haber nacido en Caramanta (Antioquia) y haber muerto apenas tomaba vuelo el sueño formidable de un pueblo o poner en duda la apianidad del Padre Corrales, de Valentín Garcés, de Gabriel Rojas, de Sor Matilde Vera o del Padre Hernández. Las obras de estas personas y de otras muchas, de sus descendientes o discípulos, les han otorgado explícita o implícitamente la cédula de ciudadanía apiana. Buscaban los mismos propósitos de la que llamamos la Generación de la Identidad Apiana. Gentes que aprendieron a entonar las melodías de esta tierra y propiciaron que los nativos tararearan las suyas. Personas que transmitieron su energía a quienes soñaban con una patria amable a pesar de la zozobra reinante. Atrás, quizá, quedó diluida la mayoría de sus nostalgias porque la realización de un sueño liquida los pesares que quedaron tendidos al sol intenso, en ese lugar de origen. Merecen aparecer en el listado de apianos de tiempo completo. Han contribuido, hombro a hombro, a conformar esa fisonomía de Apía orgullosamente indeleble. Uno de los placeres más exquisitos que experimenta, en otras latitudes, quien se encuentra con quienes estuvieron internos en el Colegio Santo Tomás de Aquino, la Normal Sagrada Familia o en casa de familia, entre mediados de la década de los cincuenta y comienzos de los setenta, del siglo XX, es escuchar sus preguntas, inquietudes y remembranzas sobre Apía y sus gentes, sobre sus compañeros y profesores, sobre sus novias y amigas, sobre aquellas personas que todavía están o ya se fueron. No parecen extraños a pesar de que sus padres mecieron sus cunas en 16


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Viterbo, Santuario, Pueblo Rico, Belén de Umbría, Belalcázar, San José, La Celia, Balboa, La Virginia, Anserma, Manizales o Cartago. Otros llegaron desde más lejos. Ellos ejercen otra dimensión de una apianidad profunda, a pesar de los años que han pasado sobre ese cúmulo de vivencias grabadas, en forma indeleble, en su adolescencia lejana. Siempre esperan volver aunque no tengan quien los reciba.

Calle de Matecaña. Primer Centenario de Apía. Agosto 1983

M

ientras avanzaba en los párrafos anteriores, con toda emoción, guardaba,

entre pétalos y fragancia de rosas, los nombres de aquellas mujeres que, con quienes teníamos su misma edad, compartieron las bondades de su adolescencia o juventud. 17


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Recordaba, además, aquellas otras que, a brazo partido, luchaban por sacar adelante sus familias, sus empresas y la sociedad de la que hacían parte. De muchas mujeres quedaron hermosas fotografías en álbumes familiares, en libros sin lectores, en fotografías mandadas a enmarcar, con patética premura, cuando moría alguno de los que aparecían en ellas. Alonso Uribe fue el Gran Maestro de la Fotografía Apiana y, por allá en los sesentas del siglo XX, el Padre Luis Lentijo y su discípulo Sigifredo Cardona cultivaron la fotografía artística. Gabriel Calle heredó el arte y la fotografía de Alonso Uribe. Luego vinieron las máquinas electrónicas de uso individual y consumo masivo que destellan como cocuyos, no solo en momentos solemnes, como antes, sino en los pasajes más anodinos de la vida diaria. La mayoría de esas fotos pasan al computador en forma mecánica y desapercibida. Se borran o se olvidan. ¿En dónde quedaron los negativos de Alonso Uribe que sobrevivieron a la quema de gran parte de ellos que, según cuentan, destruyó en un episodio de depresión? Pérdida irreparable. Los que lograron sobrevivir hacen parte del más inestimable patrimonio cultural de Apía. A los talleres de esos magos que, por intuición artística capturaron rostros y, en cuartos oscuros, con varias gotas de químicos y unos segundos de exposición, dejaron, suspendidos en el tiempo, expresiones, modas, alegrías y tristezas, acudieron muchos apianos de todas las edades buscando perpetuarse ante los ojos de los seres amados. Se han ido esfumando hacia el olvido o la basura, ante la falta de aprecio, por cuenta de sus descendientes. ¿Quién quedó con una fotografía de María Jesús Peláez, la primera maestra de que se tenga noticias en Apía? La Casa de la Cultura la requiere. ¿O la de Amanda Adarve que, en la Calle de Santuario, montó una fábrica de cigarros, en los años treinta del siglo XX? ¿Qué tal una fotografía de la primera Banda Municipal de Música, fundada en 1922, o del grupo de bellas apianas que, por los mismos años, se encargaron el embellecimiento del parque? Años después, aparecieron mujeres de empuje como Pía Giraldo, Teresa y Hersilia Abadía, Luisa Mejía de H., Ligia Rincón de H. con Fabiola y Esperanza, Luciola González de Zuluaga y sus hijas Stella y Esperanza. Gertrudis Hincapié de Z. Sor Matilde Vera quien no solo se dedicó a dirigir la Normal sino que se integró al pueblo en sus obras de beneficio social, Sor Inés Londoño, religiosa vicentina que dio su nombre al barrio que, con sus alumnas de práctica, promovió con el mayor ahínco, Sor Bertha y Sor Cristina; Ana Galvis con su almacén tradicional; Fabiola Mejía de M., Amalia Jaramillo de Z. y su reinado perenne, Lilia de Alzate, con Gloria, Liliana y María Helena, sus hijas; Noelva Pineda, una de las mejores modistas que tuvo Apía para engalanar a sus mujeres y las de otras partes, en ocasiones solemnes, Lucía Correa, Cecilia Zuluaga, promotora social, Libia Zuluaga docente emérita junto con Teresita Hincapié y, como un hilo generacional que no se sabe en donde cortar porque las costumbres se prolongan de madres a hijas y sobrinas, Tarsila Duque Giraldo, la secretaria con la letra más bella que haya quedado en los libros 18


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parroquiales, su hermana Usubalda y sus sobrinas Julita y Floralba Becerra, agente cultural, Chava y Cecilia Naranjo con sus sobrinas Luz Eugenia, Gloria S. y Clarita López; Elvia Mejía de Rojas, la esposa del Rector del Santo Tomás, con sus hijas Cecilia y Amparo siempre galantes; Genny Pineda, Marina Salazar, Adelita de Correa, Dolly de Naranjo, Lía Hoyos de T., Leda Gómez de Aristizábal, Luisa de Guevara, Alicia Hincapié que se conocía todos los papeles y enredos de la tesorería municipal; Sara y Resfa Acevedo eran tía y mamá de Guiomar, Guiomar, Dolly y Lilia Palau Acevedo; Alicia Hincapié de Vergara y su hija Aleyda, Nubia Montoya y su gusto exquisito para recibir con todos los honores, en vajilla de porcelana y canto de oro, a los huéspedes ilustres; como seis o siete Teresitas Hincapié que, en un mismo momento vivían en Apía; Elvia Gutiérrez, Ángela Velásquez, Margarita, Magola y Ernestina Herrera, las mejores anfitrionas en el Club Tucarma. Oliva Pulgarín, educadora por antonomasia, en la Normal; las comerciantes Emilia Pulgarín y Josefa Toro, con sus almacenes de ambiente popular; Delia Molina y sus hermanas Matilde, Ruby, Dora, Martha y Lucy; Lilia Echeverri Z., Consuelo, Aura, Mariela y Martha Inés Hincapié C. Aura fue reina en el I Congreso de Profesionales; Judith, Ruth, Cecilia y Teobalda Hincapié, amigas del alma; la odontóloga Esperanza López de Vidal que no se perdía reunión del Centro Literario; Edilma Monsalve, Gilma y Martha Agudelo con su dedicación para organizar la tesorería del Colegio; Melfy Echeverri; Aleyda Duque a quien siempre recuerdo con sus vestidos de adolescente mimada; doña Gabriela y sus hijas Teresita, Amparo y Stella Hincapié; Eunice, Gulielma, Rosalba, Edith y Cecilia Gómez, hijas de doña Anita Jiménez, con su almacén de telas y los oídos puestos en los dos pianistas de la casa; doña Otilia Rendón de Sánchez y sus hijas Vilma, Mary, Gladys, Lida, Yormenelly, Lucy y Aydé dispuestas a colaborar en los actos más encumbrados de nuestra cultura; Laura Amelia Caro y su hermana; Neida Lida Valencia; Pastora Álvarez, Elvia Vallejo, Emma Acevedo; Nubia, Teresita, Ismenia, Floralba, Gloria, Lucía, Dagnery y María Elena Zapata Hincapié; Genoveva, Emma, Alicia, Adela y Fabiola Acevedo Cardona; Fanny, Lesbia y Rosalinda Flórez; Amparo Flórez de Ramírez y la docencia por medio de la poesía: “La escuelita de mi pueblo/ donde vamos a estudiar,/ queda cerca de mi casa/ y la cerca un gran rosal…”. Luz Alcira Múnera Patiño (autora del exquisito poema “La Tarde se nos muere” y sus hermanas Blanca, María Emilia y Lucía; Aracelly Álvarez, la Peraltona de “En la Diestra de Dios Padre”, doña Gerardina H. y sus hijas Elvia, Auly, Fanny y Cenelia Bedoya quienes en su tiempo supieron lucir las ventajas que les proporcionó la esquiva fortuna; Fabiola, María Cristina y Martha Hincapié Loaiza, el primer amor de mi vida, ese de los pensamientos insinuantes, los deseos insinuados y emociones imprevistas: (“Marta/ capullito de rosas/ Marta/ del jardín linda flor...”), magnífico ejemplo de familia bien avenida a pesar de la ausencia de los padres. Fanny Torres Gómez con sus hermanas Mariela, Cruz Helena, Gloria, Alba, Marina y Lucidia. Fanny Fanny Torres Ochoa y sus hermanas Dolly, Ruby y Beatriz. Fanny 19


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Torres Hoyos y sus hermanas Martha Cecilia y Luz Clemencia. Martha y Gloria Ortiz, Olga González; Melva, Lida y Dora Isabel. Ayda y Cecilia López del Río. Alba, Bernarda y Julita Ruiz Jiménez; Rocío y Edith Rúa, Cecilia y Dora Pulgarín, Ana Marina Botero con su belleza, su porte e hidalguía dedicadas al Altísimo a pesar de presentarse a su puerta tanto candidato; Martha, su hermana; Argentina, María Teresa y América Acevedo, siempre atentas para disfrutar de la vida y todo lo que depara semejante belleza; Guiomar, Gladys y Nelsy Minota; Luz Mery y Fabiola Tapias que sucedió a Marta Agudelo y luego a Martha Fabiola Acevedo en la secretaría del Santo Tomás; Adiela Grajales, inolvidable y caprichosa amiga; Adiela Ospina cargada de sensualidad; Nidia Henao R., la novia de juventud que me enseñó que, en compañía de un alma gemela se puede hacer más llevadero el camino de la vida; doña Lucila, su mamá y sus hermanas, con quienes sentimos que el tiempo implacable nos ha dispersado; Elba Ochoa declamadora de gran éxito entre las décadas de los sesenta y setenta y fuera de eso de excelente voz para el canto; hacíamos un dueto más bien improvisado pero que no escuchaba del todo mal cuando entonábamos “Yo te juré mi amor enloquecido, te dije es imposible de ocultarlo...”; Gloria López quien, tanta guerra a veces en compañía de sus amigos, dio a su Maruja Torres, la mamá y en cuyo nombre se bautizó así el segundo teatro de Apía. Sofía, Adela, Adalgisa y Nidia Acevedo; Emma Rodas Cifuentes con sus profundos misterios; Teresita y Libia Grisales Muñetón; Luz Stella, Olga Beatriz, Martha Fabiola y Ruby Acevedo quien representó a Apía en un reinado departamental, durante las Fiestas de la Cosecha, en Pereira; Alba Ruby, Arcinoe, Teresita, Nidia y Liliana Grajales Adarve, hermanas de Yuyo, Arnoel, Aulio y Ariel; Fabiola Flórez Estrada fue reina y luego filósofa; Fanny Hincapié que tantas lágrimas derramó por capricho y por amor y otras tantas hizo derramar; Zohé, Edilma y Mélida Rojas; Martha Inés Moncada; Lilia, Irma, Cecilia y Fabiola Velásquez Ramírez; Amparo Hincapié López y sus hermanas Luz Marina, Fabiola, Luz Stella, Gloria Lucía, Alba Cecilia, Olga Esperanza y Beatriz Elena; Amparo siempre ha estado al servicio de las causas cívicas de sus paisanos en Apía o Pereira; Isabelita Hoyos de Herrera y sus hijas María Isabel, Gloria, Margarita y Olga Inés; Martha Lucía Navarro a quien cantábamos sin cansarnos: “Verdes como dos lagos eran tus ojos”; Aleyda Vergara, Luisa Fernanda Guevara, apóstol de la ecología a nivel departamental; Rocío Muñetón; Yaneth, Yulieth y Jamileth Idárraga Vanegas; Alma Lucy Lenis que se nos volvió valluna; Libia, Adela y Guiomar Hincapié Bermúdez; Adela, Marleny, Mariela, Bertha y Blanca Pérez Marín; Gloria Sánchez; Ligia, Teresa y Cruz Elena Palacio García; Idalba Mejía, Aracelly Vélez, Amparo, Gloria y Melfy Pérez, Gloria y Nidia Alzate, Rubiola y Mélida Zuluaga; Luciola, Gladys, Lucía, Marina, Rosalba y Socorro Morales Flórez; Ana María Hincapié, Aleyda Penagos; Elvia, Lucidia, Alba, Olga y Martha Becerra López; Amparo Echeverri; Gloria Amparo, Consuelo, Olga Beatriz, María Teresa y Nhora Agudelo Betancur; Luciola, Rubiola, Fabiola, Olga y Edilma Durango. Oneira, Lilia, Elvia y Mariela Hincapié Hincapié; otras Hincapié Hincapié son Fabiola, Odila, 20


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Teresita, Alba y Gloria. Las Hincapié López, hijas de Ernesto, fueron: Libia y Luz Marina. Las Mafla Hincapié son: Olga, Adela, Gloria y Ruby. Gloria Matilde Flórez, Fabiola Alarcón nuestra máxima representante en el mundo de las artes plásticas a nivel nacional, y, luego, ese grupo de mujeres que se ha abierto brecha y destacado en educación, administración, política y gerencia cultural como María Victoria Hincapié en cuyo rostro se inspiraron muchos para escribir los primeros y furtivos versos (premiada en el Centro Literario por el soneto “Timbre Adolescente”), Consuelo Agudelo, Gloria Díaz, Martha Díaz (venerable rectora de la Normal Superior), Norma Lucía Henao, Fanny Torres, Clemencia Torres y Elsa Beatriz Cuartas, entre otras muchas que poco a poco, y a diario, van floreciendo en el recuerdo feliz. Entre Doña Amanda Adarve y los últimos nombres de mujer que he recordado en el listado anterior habría más de medio siglo de diferencia en edad. Todas dotadas de gran señorío. Mínimo cuatro generaciones que es imposible delimitar con nitidez porque porciones significativas de esos nombres femeninos, e igual ocurriría con los hombres, se entrecruzan, se prolongan imperceptiblemente a través de hijos o sobrinos; la madre sirve de precioso puente entre abuela y nieta; las hermanas mayores podrían servir de enlace entre la madre y las hermanas menores; las menores de una generación participan y aprenden de la generación que se extingue y tienden las manos a la que apenas empieza a brillar. Este es un mosaico humano, lo más fiel posible a una época gloriosa. Cuando creía que no había olvidado alguna protagonista de la vida cotidiana, en la segunda parte del siglo XX, en Apía, Fabio Alzate Vallejo y Amparo Hincapié L. me recordaron algunos nombres que habían quedado en remojo como Melina Quintero, la del carrito de dulces y vendedora de revistas como Cromos, Vea Deportes y algunos libros; La Gitana, muy bella, de buen restaurante y hospedaje en la esquina de la plaza; educadoras como Débora Ospina, Mercedes Ospina, Ligia de Múnera; las Estradas, Emilia, Teresa y Eugenia; Saulina Flórez, personaje de gran espontaneidad; las Páramos que son Mary, Cecilia, esposa del eminente Fabio Bermúdez Gómez, Martha Inés y Alba Elena; las Parranda; Martha Cecilia, esposa de Enrique Zapata, Olga Matilde y Gloria Inés. Gracias por el recorderis. La lista anterior, hasta la mitad, grosso modo, está integrada por aquellas mujeres que, entre las décadas de los cincuenta y ochenta del siglo XX, dedicaban sus vidas a criar y educar a sus hijos con óptimos resultados en una empresa familiar que pocos han reconocido como de mutuo esfuerzo entre esposos. Era la época de hogares en su mayoría constituidos por el padre, la madre y los hijos a los que, a veces, se agregaban una abuela, una tía o unos primos. La mayoría de nuestras mujeres no trabajaba en oficinas pero el hogar era la sede de una empresa inigualable y eficiente como ninguna a pesar de que muchos traten de minimizarla por las condiciones en que se realiza. 21


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Más o menos hasta 1950, las mujeres que habían logrado superar el tradicional ámbito familiar lo habían hecho, sobre todo, como maestras abnegadas. Por no tener más vocación que la de enseñar, depositaron en los niños mucho del amor que, por alguna u otra causa, les faltaba en casa. Eran madres idealizadas. A partir de los años finales de la década de los cincuenta del siglo XX, Cecilia Zuluaga Osorio logró descollar en Apía, en el área de protección a los más pobres. Era hermana de Roberto, Germán, Alberto, Libia, el Pbro. Fabio Zuluaga, Edilma y Guillermo. Tía del sacerdote Hernán Díaz, del profesor Alejandro Delgado, Gloria y Martha Díaz. Desde la fundación de la obra Cruzada Social, por parte de la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario, se comprometió a luchar, con los sacerdotes, por el mejoramiento en la alimentación de los más pobres del municipio. Organizaron una tienda para venderle a la generalidad del público y un café en donde se jugaba, todas las noches y las tardes de los fines de semana, un bingo que congregaba compañeros, amigos y matrimonios. Con las utilidades del bingo y de la tienda que administraba la popular y respetada ‘Chila’ llegaron a repartir 70 mercados semanales a 70 de las familias más pobres de Apía. Cecilia murió el 14 de junio de 2009 y las honras fúnebres constituyeron el mayor duelo para los apianos presentes y ausentes. Con obispo a bordo. El médico Bertulfo Agudelo, con su forma escueta de expresarse, dio la medida de la entrega total al apostolado que sostuvo esta mujer ejemplar: “Cuando el Padre Hernández partió de Apía, (en 1976), Cecilia continuó entregada a su misión en la Cruzada Social de la que no sacó ni siquiera el dinero para comprarse unos calzones”. Seguro que sí los tenía pero adquiridos con dinero facilitado por su familia. Avanzaba la segunda mitad del siglo XX y, con los cambios sociales, llegó la educación superior y la profesionalización de la mujer. Después de su paso por la Normal Superior y el Colegio Santo Tomás, una cantidad significativa de ellas emprendió la etapa universitaria. La cantidad y calidad de mujeres que aparecen en el listado de profesionales son la mejor muestra del progreso que, en Apía y, en general, en Colombia, ha experimentado el sexo femenino. Se graduaron, se especializaron o emigraron del país, sobre todo a Estados Unidos. En la lista anterior hay muchas cuyo segundo idioma es el inglés. Hasta mediados de la década de los ochenta del siglo XX, en Apía, no se oía que alguien viajara, en búsqueda de nuevos rumbos, a España u otros países. Entre finales del siglo XX y comienzos del XXI, España atrajo a muchas desempleadas que dejaban, en la patria chica, a sus hijos en manos de los abuelos. Muchos de esos nombres de mujer evocan en los compañeros de generación un cúmulo de sentimientos nobles, dulces y ardientes, ya apaciguados por el paso del tiempo. Sentimientos de veneración y respeto hacia las matronas del pueblo, unas hogareñas y otras dedicadas a sacar adelante un negocio, una empresa, una profesión o una oficina; sensualidad y amor perdurable a las novias de adolescencia y juventud; ternura y entusiasmo por las amigas a quienes se sigue queriendo en el tibio rescoldo 22


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del corazón; indeclinable gratitud con las colegas, ilusión reverdecida por el futuro de las más jóvenes. De muchas de ellas quedó la nostalgia de un piropo de aquí para allá; la carta amarillenta, de allá para acá, en un libro abandonado de una época en que no se vislumbraban siquiera los teléfonos celulares, la Internet y los correros electrónicos; la fugacidad de su sonrisa, la dulzura de sus labios o la delicadeza de sus manos; el exultante erotismo de sus cuerpos, la lozanía de su piel, el brillo de su cabello y ese uniforme planchado en tablas que lucían como gansas en bandada cuando pasaban frente a los que nos parábamos estratégicamente en ciertas esquinas, a ciertas horas, a esperar que subieran de la Normal o se asomaran detrás de un postigo. No es vanagloria sino gloria verdadera consignar aquí que, repasando las dos listas de varones y mujeres dadas anteriormente como fruto de la memoria personal, más de la mitad de ambas listas pertenece a ciudadanos que, un día, en su adolescencia, ocuparon unos bancos, frente a mí, en clases, en el Colegio Santo Tomás de Aquino y en la Normal Superior Sagrada Familia. De acuerdo con conversaciones periódicas, la mayoría ha dado lustre a sus familias, a las profesiones formales que escogieron, a la cultura, a la sociedad y, en el caso que nos ocupa, a la patria chica. El Cid Campeador exclamó sobre un acontecimiento que provocó su orgullo: “He dicho una vanidat”. Cuando se celebró el primer centenario de la fundación de Apía, en agosto de 1983, los organizadores del III Congreso de Profesionales hijos de Apía, con los olvidos que no han de faltar, recopilaron la siguiente nómina de apianos y apianas que habían logrado adquirir un título académico en alguna de las universidades de las ciudades colombianas o del exterior. Abogados: Alberto Mesa, Antonio Ocampo, Luis Edo. Ochoa, Carlos Castaño, Daniel Becerra, Mamfredo Becerra, Jorge Luis Hincapié, Noel Rodas, María Victoria Hincapié, Martha Lucía Flórez, Aydé Sánchez, William Flórez, Javier Castaño Marín, Jorge Iván Ramírez, Mario González, Eduardo Ramírez, Ariel Cadavid, Marco Tulio Quintero, Hernando Ocampo, Dora Molina, Hernando Ramírez, Aníbal Estrada, Germán Zuluaga, Abelardo Correa, Darío López, Elías Gómez, Alonso Blandón, Mariano Acevedo, Alfredo López, Herman Vergara, Aracelly Vélez, Esperanza Zuluaga, Jaime Restrepo, Julio César López, Abel Antonio Idárraga, Luis Eduardo Restrepo, Augusto Flórez, Camilo Quintero, Mario Martínez, Efraín Ortiz, Guillermo Cardona. Administradores: Jaime Agudelo, Bernardo Zuluaga, Luz Marina Hincapié, Francisco Velásquez, Víctor Manuel López, Edgar Hincapié, Amparo Echeverri. Arquitectos: Bernardo Mesa Mejía, Gustavo Alzate, Amparo Acevedo, Hernando Torres, Jorge Evelio Aristizábal, Pedro Pablo Londoño. Aviadores: Capitán Oscar Bedoya. Bacteriólogos: Amalia Jaramillo de Z., Floralba Montoya, Olga Lucía Marín, Lilia Echeverri, Floralba Zapata, Socorro Ramírez. Contadores: Silvio Castaño. Dibujantes: Cecilia Velásquez, Luz Alcira Múnera, Fabiola Hincapié, Irma Velásquez. Economistas: William Montoya, Fabio Flórez, Germán Castaño, Emilio Hincapié, Gustavo Giraldo, Marta Cecilia Martínez, Álvaro Cuartas, Domingo Cardona, Fabiola Hincapié L., Gustavo Mejía, Diego Aguirre. 23


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Enfermeras: Beatriz Acevedo, Consuelo Agudelo, Olga Beatriz .Acevedo, Gloria Gertrudis Zapata. Filosofía y Letras: Alberto Castaño A., Octavio Hernández J. Ingenieros Agrónomos: Luis Fernando Herrera, Hower Sanint, Javier Figueroa, Carlos Alberto Hincapié, José Jesús Valencia, Jesús Alberto Velásquez, Fernando Figueroa, Luis Alberto Hincapié, Fabio Alzate, Guillermo Vergara. Ingenieros Civiles: Emilio Castaño, Fabio Alberto Marín, Hugo Ramírez, Julio César Arroyave, Fabio Bermúdez, James Maya, Ricardo Ramírez. Ingenieros Eléctricos: Germán Alzate. Ingenieros Industriales: Guillermo Vélez. Ingenieros de Minas y Metalúrgicas: David Londoño. Licenciados: Francisco Javier Alzate, Héctor Pérez, Clemencia Torres, Marta Lucía Torres, Libia Hincapié, Ismenia Zapata, Cecilia Ramírez, Albeiro Múnera, Gustavo López, Consuelo Hincapié C., Aura Hincapié C., Gildardo Pérez, Luis Pérez, Aníbal Lenis, Francisco Javier Velásquez, Fabiola Flórez E., Adela Hincapié, Luis Alberto Durango, Dagnery Zapata, Nubia Zapata, María Emilia Múnera, María Elena Zapata, Manuel García, Adiela Grajales, Fixónder Quiroz, Libardo Becerra, Fernando Múnera, Adela Pérez, Omar Ramírez, Esperanza Hincapié, Lucía Zapata, Rosalba Echeverri, Mercedes Flórez, Elvia Bedoya, Jorge Lenis, Mariela Pérez, Marleny Pérez, Hernando Alberto Hincapié, Nelsy Gómez, Orlando Múnera, Jaime Palacio. Médicos: Rafael Castaño, Eduardo Hincapié, Helí Alzate, Albeiro Pineda, Medardo Torres, José Antonio Cruz, Luis Mario Morales, Jesús Alberto Mejía, Nelson Agudelo, Carlos Augusto Durango, José Reinel Torres, Rogelio Monsalve, Herman Bueno, Héctor Manuel Mesa, Javier Agudelo, Pedro León Cuartas, Herman Ospina, José Bertulfo Agudelo, Omar Ospina, León Zapata, Rogelio Bedoya, Jaime López, Ramón Emilio Acevedo, Rafael Ignacio Castaño, Hernando Echeverri, Éuler Correa. Médicos Veterinarios: Germán Flórez, Howermán Echeverri, Fernando Palacio, Ramón Antonio Zapata, Álvaro Palacio. Militares: Coronel Alfredo Londoño, Mayor Augusto Patiño. Músicos Compositores: Maestro Rubo Marín. Odontólogos: Esperanza López de Vidal, Francisco Javier Zuluaga, Alberto Echeverri, Sergio Hincapié. Psicólogos Industriales: Luz Stella Zuluaga, Olga González. Químicos: Odulfo Naranjo, Francisco José Herrera, Gustavo Isaza, José Velásquez, Fabio Rojas, Ana Lucía Gallego. Religiosas: María Naranjo, Adela Patiño, Luzdary Giraldo, Carmen González, Agustina Mejía, Elena Ochoa, Bertha Hernández M., Marina Zuluaga, Amanda González, Emilia Mejía. Sacerdotes: Arturo Cardona, Fabio Zuluaga, Hernán Díaz Z., Gregorio Acevedo, J.Antonio Ramírez, Luis Jaramillo. Secretariado Bilingüe: Gladys Acevedo. Lista tan larga, variada y prestigiosa sería motivo de gloria para cualquier municipio de nuestro Eje Cafetero, si lograra igualarla. Haber realizado esos congresos con miras a exaltar los frutos de la inteligencia, el estudio y la cultura, es muestra del fervor que animaba a la Generación de la Identidad Apiana en pos de esos ideales. Padres de familia, autoridades espirituales y administrativas, desde las primeras décadas del siglo XX, se desvelaron por dejar a sus hijos, más que una herencia material, la heredad del espíritu. No decayeron a pesar de incontables circunstancias adversas. Esperanza y 24


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orgullo que les ayudó a morir satisfechos. Apía abrió sus puertas y los libros para que los leyeran propios y ajenos. Propósito que se trocó en idiosincrasia. Para no ir muy lejos, en la Universidad de Caldas, durante las décadas de los setenta, ochenta y noventa del siglo XX, conocían como “el Grupo de Apía” a Helí Alzate, médico cuyo prestigio se extendió por toda América, debido al riguroso estudio científico del sexo; Gustavo Isaza, uno de los académicos más respetables en cuestiones de farmacología, en el programa de Medicina; Albeiro Valencia, doctor en Historia y autor de valiosas obras que desentrañan nuestro pasado. En cuanto al que escribe estas páginas tengo que decir que siempre he exaltado la región del Occidente colombiano e, igual a todos los expatriados, he sentido indecible nostalgia cuando, cada mañana de sol diviso desde ese balcón que es Manizales, el Cerro de Tatamá y me digo a mí mismo: ¡Allá estoy yo! Dolor de patria. Esta visión siempre me ha puesto en sintonía con la tierra que, a tan distinguido grupo, dio la savia indispensable para trasegar por el empinado sendero de las ciencias y la cultura. De los egresados muchos abandonaron el pueblo y se quedaron afuera ejerciendo distintas profesiones en todas las ramas del saber o del hacer, dándole, en muchos casos, lustre a su tierra natal. Otros, generalmente de generaciones vecinas, tratan de mimetizarse en el silencio y la apatía dejando, atrás, aquellos lugares y aquella comunidad que los sigue reclamando y que necesita de sus aportes profesionales. Ha habido quienes, como Lot, se han marchado de cuerpo y alma. Me invadió un amargo sabor cuando leí a Heriberto Pulgarín, en una de sus glosas publicadas, en 2005, en el periódico “El Cóndor”: “Actualmente tenemos profesionales en todas las profesiones y nuestro pueblo se nos está muriendo; se nos está acabando”. Han decidido no mirar atrás. Algunos personajes motivo de este lamento pertenecieron a la Generación de la Identidad Apiana. El dedo en la llaga. Por el tiempo en que se forjaba la identidad, los caminos de Apía se cruzaron con carreteras, correos, redes de luz eléctrica, acueductos, y se mejoraron, en gran parte, con la guía de Radio Sutatenza y el empeño decisivo del Comité de Cafeteros, la educación popular, las risueñas viviendas campesinas y las escuelas rurales. El café era el principal producto de exportación del país y valía la pena insistir en su cultivo. A mediados de la década de los setenta del siglo XX se presentó la bonanza cafetera, espejismo económico que, luego de su paso fugaz, dejaría a nuestra sociedad en una postración de la que, luego de arrancar el nuevo milenio, no hemos podido reponernos del todo. Apía ha contado con instituciones tan respetables como la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario y muchos de los sacerdotes católicos que la han regentado desde la época misma de la fundación, el Colegio Santo Tomás de Aquino, la Normal Superior, la Escuela Industrial, la Sociedad de Mejoras Públicas, la Cruzada Social, las Luisas de Marillac, la Sociedad de San Vicente, las Juntas de Acción Comunal, la 25


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Defensa Civil, la Corporación Cultural y Deportiva (Club Tucarma), el Hospital San Vicente, el Centro de Promoción Social para la Mujer, el Centro Agrícola La María, la Casa Campesina, el Banco Cafetero y la Caja Agraria, luego Banco Agrario, el Centro Literario Marco Fidel Suárez del Santo Tomás, la Junta de Deportes, los Scouts de su época, la Casa de la Cultura, el Cuerpo de Bomberos, la Banda de Música, talleres de artes plásticas y los grupos polifónicos de antes. El desplazamiento. Desde mucho antes de la puesta en funcionamiento del Risaralda (1967), la capital del Departamento ha recibido tal alud de apianos que no es exagerado decir que Pereira es el barrio más grande de Apía. No es un exabrupto suponer que puede haber más apianos en Pereira que en las empinadas cuestas de este pueblo abrumado por la pesadumbre de la montaña. Podemos hablar con propiedad de una patria chica en el exilio. CORAPÍA, en Pereira, (repetimos que hay un Apía en el exilio voluntario o forzado), en una temporada o en otra, alimentó esa identidad y ese perfil indeleble del apiano como persona emprendedora, tenaz, cívica, culta, filantrópica, gentil, organizada y organizadora. Corapía nació al comienzo de la década de los ochenta del siglo XX y entre sus aciertos están la fundación de un albergue para ancianos, liderazgo en la construcción del Estadio Municipal y de otras obras de carácter cívico. Sus motores, en Pereira, fueron: William Montoya, Amparo Hincapié, Bernardo Mesa A., José Antonio Cruz y James Maya. La música no muere y menos en Apía. Don Aureliano Ramírez, por muchos años, tuvo esa llamita encendida en lo que hace a la Banda Municipal. En 1990, la Banda de Música, bajo la dirección del Maestro Rubo Marín y gracias a las gestiones de Corapía, Municipio de Apía, Comité Departamental de Cafeteros, Risaralda Cultural y Amparo Hincapié López, grabó un disco de vinilo, de larga duración (Long Play), con estos temas: Brisas del Tatamá (bunde), de Carlos Echeverry García, asesinado en 1936, Pa´Vos (bambuco), de Rubo Marín, Dicen que ya no me quieres (pasillo), de Carlos Echeverry García, Noche estelar (intermezzo), de Rubo Marín, Eres tú (pasillo) de Rubo Marín, Villa de las cáscaras, de Gerardo Naranjo y Rubo Marín, Canto a Apía (marcha) de Gerardo y Rubo, De tus valles (pasillo), Carlos Echeverri García, Morenita Apiana (bunde), de Gerardo Naranjo y Carlos Echeverri, Rondel de la Caricia Perdida (pasillo), de Carlos Echeverri García, Encuentro, Amor y Serenata (bambuco), de Rubo Marín y Recordando (vals), de Rubo Marín. Las voces estuvieron a cargo de Rodrigo Quiroz, Rubo Marín y Humberto Marín Ocampo. Dos flautas, nueve clarinetes, tres saxofones, tres cornos, un fliscorno, cuatro trompetas, dos trombones, dos tubas, bombo, platillos, redoblante, triángulo y timbalera. El diseño de la carátula estuvo a cargo de Francisco Javier Quiroga Ramírez. Mejor dicho, fuera del proceso tecnológico y la pasta negra de vinilo, todos los elementos del disco eran de Apía. Culturalmente autoabastecidos.

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Pero, las cosas no pararon ahí. En agosto de 2006 vio la luz pública “Añoranza Apiana”, un compact disc (CD), en un bello estuche que reproducía una fotografía tomada desde la ventana de la casa del Padre Isaías Naranjo, frente al parque principal, con bandera, casa cural y Tatamá entre las brumas. Traía once melodías, entre bambucos, pasillos, una cumbia, un pasodoble y una balada. Sus títulos eran: Añoranza Apiana, Canción de la Esperanza, Colombia es una morena, Ojos enamoradores, Aires de mi pueblo, Plegaria por Colombia, Las violetas, Compañera, Tu querer, Tributo a mi tierra y Adiós, te vas. Sus autores eran: Fidel Echeverri, Carlos Fdo. López, Herman Hincapié y Alejandro Hoyos. Los instrumentos utilizados fueron: tiples, bandolas, vihuela, guitarra, requinto, bajo, trompeta, flauta traversa, piano, sintetizador, percusión y un grupo de 10 voces, todos interpretados por jóvenes de la Villa de Tucarma. Si se consideran estos factores más otros como el equipo de producción, asesoría musical, mezcla, grabaciones y pasterización, tenemos que concluir que Apía presentaba, a la fecha, un avance que era casi imposible de encontrar en otro municipio del Eje Cafetero, a excepción de sus capitales departamentales. Todo un andamiaje artístico difícil de ofrecer Rubo Marín, Director Emérito de la Banda de Música Municipal de Apía y de Pereira, profesor del Conservatorio de Música de Manizales, murió en agosto de 2007. Legó centenares de partituras musicales a la Casa de la Cultura de su patria chica. Pero, más importante que estas páginas, fue haber dejado viva la llama de la pasión musical, en Carlos Fernando Naranjo López, joven orientador del proceso que se perpetúa en este municipio y de los festivales anuales de bandas del departamento con sede en la Ciudad de Tucarma. El campesinado, en Apía, dejó de padecer el golpe fatal de la Violencia política y se proyectó como movimiento. Desde su llegada como párroco, en febrero de 1960, el Pbro. Dr. Octavio Hernández Londoño, se propuso, antes que en cualquier otra parte del país, organizar a los campesinos sobrevivientes de la Violencia política que aún no cesaba, despertar en ellos nuevos bríos e incluirlos activamente en los sueños de cultura ciudadana en que estaba empeñado el conglomerado urbano de Apía. Más que simples obras para el presente se buscaba preparar al campesinado para su autonomía futura. Eso explica el anhelo del Padre Hernández de echar a marchar el Centro de Promoción Social para la Mujer y el Centro Agroindustrial de La María. En reuniones, todos los sábados por la mañana, en la casa cural, y en las visitas a cada vereda, fueron armando una maquinaria de proyectos que compartían, sacaban adelante y causaban respeto en el Viejo Caldas y luego en el departamento de Risaralda. Quien pronunciara el nombre de Apía, en cualquier oficina extraña, era escuchado con atención y mucha admiración. Nos sentíamos felices y orgullosos de lo que éramos. Y se proyectaron como ejemplo nacional. Ese respeto perduró. En la primera década del siglo XXI, las organizaciones más importantes que congregaban a buen número de apianos eran la Asociación de Plataneros del 27


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municipio, ASOPLAPIA; Agropecuaria Orgánica Tatamá, la del café único y excelso y la Cooperativa de Ganaderos de Apía, COPGACOR. Atienden el desarrollo y cuentan con la estabilidad económica lo que redunda en el bienestar y la tranquilidad con la que goza el municipio. No se ha desdeñado la cultura como fervor del espíritu; ese período fue toda una escuela. Se trabaja en lo cultural pero, a la vez, se han abierto nuevos campos como son las organizaciones sociales en torno a actividades económicas, profesiones y empeños comunes. En este campo, la elogiada infraestructura mental ha cosechado sus frutos. Apía es visto, en el contorno departamental y aún nacional, para ciertas empresas comunitarias, como auténtico modelo. Muchos se acercan a estudiar estas experiencias y las toman como escuela de organización, base del desarrollo sostenido. Para la celebración del 198 aniversario de la Independencia Nacional, en julio de 2008, el Ministerio de la Cultura desplazó once grupos de camarógrafos para captar la programación llevada a cabo en once municipios de los 1.106 municipios que tenía Colombia, en ese entonces. Uno de los once municipios seleccionados a nivel nacional fue Apía. Filmaron ese domingo toda la programación de la plaza, las calles y el Club. Fue tanta la sorpresa de la comisión del Ministerio que el lunes, martes y miércoles siguientes se fueron para las veredas a filmar los procesos seguidos por los campesinos en la realización de lo que habían sacado a la muestra en la cabecera municipal. La sociedad cambia a las buenas o a las malas. Generalmente cuando cambia a las buenas estamos en presencia de una evolución; cuando cambia a las malas se trata de una revolución. Unas veces en forma armónica (evolución social) y en ciertas ocasiones a saltos bruscos (revolución). Han llegado otras personas con su modo de ver y hacer las cosas. Personas y costumbres distintas. Al concluir la segunda parte del siglo XX, quienes mangoneaban en la educación nacional y local ya no eran los señores rectores que conocían palmo a palmo las necesidades de la institución a su cargo sino los directorios políticos, conservadores y liberales, según el partido dominante. En Apía eran los conservadores. La acertada opinión de Gabriel Rojas, en la Secretaría de Educación departamental, no era ya tenida en cuenta. Allá atendían en forma obsecuente a los señores de la política que buscaban pagar favores electorales. La dinámica Sociedad de Mejoras Públicas declinó y fue substituida, en parte, por las Juntas de Acción Comunal; en otros casos, quienes empezaron a dar órdenes fueron las oficinas atestadas de burócratas envidiosos de las realizaciones de entidades sin ánimo de lucro. Las causas sociales en beneficio de los más pobres fueron languideciendo y fueron remplazadas por un Sisben de connotaciones políticas y luego por Familias en Acción, programa del gobierno nacional que, en 2008, otorgó subsidios a 1,5 millones de familias colombianas para alimentación y educación.

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Enmudeció “Pregones Culturales” la emisora cultural del Santo Tomás. En esta frecuencia local que salía al aire todas las noches de la semana con transmisión directa de los partidos en los frecuentes campeonatos de basquetbol y, todos los sábados y domingos, llegamos a pasar, de viva voz, una radionovela, por capítulos, con los alumnos del Centro Literario. Todos los personajes improvisaban sus papeles basados en unos delineamientos generales que trazábamos en reuniones previas, fuera del aire. Al entrar, un sábado ya lejano, a ‘los estudios’ de la emisora ubicada en un cuartito del antiguo Santo Tomás, los encargados de los programas musicales, sin permiso, se dedicaban a lanzar por la ventana rumbo a la quebrada que pasa debajo del Coliseo Cubierto, los antiguos discos de pasta negra, con una grabación por cada lado, pues ya venían en camino los casetes que los sustituirían. Al poco tiempo no teníamos ni discos, ni casetes, ni emisora. Los ideales entre la muchachada eran otros. Los periódicos locales, con nombres que revelan los históricos esfuerzos por no dejarlos morir del todo, se convirtieron en quijotadas de sus promotores que siguen teniendo, entre ceja y ceja, como misión indeclinable, el desafío de no ser inferiores a sus mayores. Fueron molinos de viento que espantaron a ciertos enemigos del progreso. En este caso, los quijotes moraban dentro. Una generación se distingue de otra por los ideales inculcados, las ideas defendidas, los sentimientos cultivados, las herramientas y las técnicas usadas. Es un promontorio de tiempo y realizaciones que sobresale en la planicie de la historia regional. Así veo yo al Apía, entre mediados de los años cincuenta y comienzos de los años setenta del siglo XX. No se sabe si fue por pura coincidencia o consecuencia lógica que este periodo coincide con un compás en la lucha armada que desangraba a Colombia. Se dejaba atrás la salvaje Violencia política entre los partidos tradicionales, liberal y conservador, y se preparaba la cruda lucha de guerrillas. La juventud sonreía y los padres y maestros estaban felices de ver que sembraban en tierra abonada. Como los astros, las generaciones tienen su cenit. Un grupo de apianos industriosos abrió el camino, a principios del siglo XX, con la puesta en marcha de la imaginación volcada y pulida en los periódicos locales y los grupos de música coral que llegaron luego. Uno de los primeros cultores de las bellas letras fue Alfredo López Velásquez, nacido en Apía en 1913 y muerto en Venezuela en 1988. Esta aliteración, impregnada de la más exquisita saudade, nos muestra que viene de vieja data eso de buscar la forma más sensible para expresar los nobles sentimientos: “quiero volver a ver la hermosa casa/ donde empezó mi llanto:/ Fue en Apía, un pueblo extraño/ de extensión escasa,/ pero de extensa y clara serranía” (Francisco Javier López N., “Transmontando el Tatamá”, El Cóndor, edición Nº 62, noviembre de 2003, p.2). El torrente de nuestra poesía se iba purificando a medida que se despeñaba por estos riscos. Uno de los destellos más sobresalientes, como lo veremos en otro texto, se puede ubicar, con exactitud, cuando aparecieron, como en un medio día, las obras que 29


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ocuparon los primeros lugares en los Concursos abiertos por el Centro Literario Marco Fidel Suárez que son, sin exageración, deslumbrantes. En lo que a mí respecta hablo, con argumentos en la mano, de los años comprendidos entre 1967 y 1971, cuando me desempeñé como profesor de Filosofía, Español y Literatura del Colegio Santo Tomás de Aquino. En 1960, 1961 y 1962 había concluido allí mismo mi bachillerato, a mucho honor. Pero, a un pueblo no lo hace ni lo saca adelante una sola generación. Si busca progresar se requiere que una generación inculque en la generación que le sucede sus nobles propósitos. La que llega traza su ruta de acuerdo con los nuevos tiempos, el rediseño de sus metas, su ingenio, sus prioridades y sus recursos. Apía, no sólo es un pueblo: es un espíritu. Finalizaba enero de 2010 cuando nos dimos cita en la Catedral de Pereira para despedir las cenizas de Virgilio Palacio, profesor del Colegio Santo Tomás, en la década de 1960. Después de cuarenta años, los exalumnos que asistimos, llegados de distintas ciudades del país, fuimos muchos. Gratitud es el nombre de ese gesto. Razón tuvo el padre del ingeniero Adalberto Jiménez cuando lo mandó, de Pereira, a estudiar en el Santo Tomás de Apía, con este propósito: “Yo necesito que a Usted me lo eduquen en valores”. Adalberto también estaba, después de 40 años, en el sepelio de su profesor. Concluida la ceremonia, nos reunimos, antes de volver a dispersarnos, en un tintiadero cercano, el exalcalde de Apía, Francisco Javier Alzate, los abogados Javier Castaño y Francisco Javier Hernández, el agrónomo Olmedo Sánchez, el médico Bertulfo Agudelo, el arquitecto Jorge Aristizábal, los exfuncionarios bancarios Alberto Hincapié y Héber Jaime Hernández, el director de la banda de música Carlos Fernando Naranjo, el rector Gildardo Arenas y yo. Espontáneamente la conversación se orientó a comentar el estado que presentaba en ese momento la Central Lechera de Apía, el ‘Café Especial Apía‘ que iría a promover, en una semana, Pacho Herrera, en Europa, la próspera situación del Bachillerato rural sacado adelante por Francisco Javier Alzate y con Apía como epicentro que funcionaba en 105 veredas del Departamento de Risaralda, el buen momento por el que pasaba el proyecto liderado por Carlos Fernando Naranjo sobre las bandas rurales de música extendido por el Departamento y las gestiones encaminadas a repetir la presentación de la ópera “El Ocaso de un pueblo”, de autores, artistas y músicos apianos, en ese año del Bicentenario de la Independencia de Colombia. Con ese reestreno contribuiría el pueblo al esplendor de tal efemérides. Parecía que no hubiéramos abandonado Apía ni que hubiera transcurrido casi medio siglo desde nuestra diáspora. Seguíamos tratando, con idéntico entusiasmo, lo que, por años y años, se habla alrededor de una mesa, en el Café Apía o en el Concejo. Ya no se trataba de quimeras irrealizables sino que, varias de las mencionadas eran empresas económicas que estaban en marcha con apianos al frente, velando por ellas.

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Nuevas generaciones, posteriores a la llamada de la Identidad Apiana, han hecho progresar a su pueblo, como tiene que ser, a pasos agigantados aunque también se haya estancado o retrocedido en otros aspectos por causas propias y ajenas. Lo importante es que, en el balance que se hace entre finales del siglo XX y comienzos del XXI, sea más lo positivo que lo negativo. Necesitamos ser más dignos de admiración que de nostalgia. Como diría Pablo Neruda: “¡Que despierte el leñador!”. El primer borrador de estas divagaciones data de abril del año 2000 cuando el pueblo de Apía depositaba, en su sepulcro, a Alberto Mesa Abadía quien, con las anteriores personas, enseñó a su pueblo que, sólo a través del diálogo constante con los mejores y con la inquietud constante del bien ajeno se hace progresar a la comunidad que se dice servir. Fue el primer director del Comité Departamental de Cafeteros de Risaralda, en donde cumplió un papel más trascendental que el desempeñado como Gobernador del Departamento. Debatió y decidió gran parte de la infraestructura del Departamento de Risaralda. Alberto Mesa era, como sus compañeros de Generación, fondo y forma. Proyecto, empeño y realización. Uno de aquellos apianos de los que nos sentimos más orgullosos ya fuera como persona de gran rectitud y sensibilidad que jamás abandonó a su pueblo y sus gentes, como profesional del derecho, como uno de los primeros gobernadores del departamento de Risaralda que ayudó a fundar y como dirigente cafetero cuyas realizaciones se encuentran esparcidas por al ámbito de su patria chica y la geografía de la región. Con motivo de su muerte, Francisco Javier Alzate Vallejo, en el Editorial del periódico El Cóndor, bosquejó lo que entiende por identidad cuando expresó: “La identidad de los pueblos es la acumulación histórica del trabajo más arduo y más destacado de sus hijos. La identidad de Apía, que resalta por sus perfiles intelectuales y artísticos, por su espíritu cívico, por su culto a la educación y a las letras tan común en sus gentes, por el ejercicio de una hidalguía en las palabras y en las maneras, de las que Alberto Mesa Abadía fue elevadísimo exponente, debe un aporte invaluable a este hijo suyo que tanto brillo y extensión representó para el buen nombre de su tierra natal” (29 de abril de 2000, p.1). Estamos de acuerdo. Ocho años después, en julio de 2008, entregamos a la tierra, las cenizas de Bernardo Mesa Abadía quien no fue inferior a su hermano en el amor desmedido a su tierra natal y el empecinamiento por sacar adelante las obras de beneficio común. En Pereira, en el lecho de enfermo, en medio de sus delirios postreros, pedía el sombrero aguadeño con el ciego impulso de irse de visita por las veredas de Apía. En agosto de 2010 falleció, también en Pereira, el encumbrado abogado Daniel Becerra. Recibió honores de la Universidad Libre pues se contaba entre los motores de su fundación. Pocos apianos en su sepelio. Van quedando pocos 31


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que convoquen a los paisanos en torno a una causa que los una o al pie de aquellos que combatieron por sacarlas adelante. Apía, en memoria de muchos hijos expatriados, debería conservar sus nombres y sus vidas, en letras de bronce. En sus personas y en el devenir de sus vidas se personificaron lo que me he atrevido a llamar Generación de la Identidad Apiana. Dado que no existe una sincronía en el comienzo ni en las acciones vitales de los integrantes de una generación tampoco existe un momento exacto en que cesen sus actividades y concluya, de una vez por todas, ese grupo definido por sus propósitos y sus métodos. Los indicios ponen de presente que ese ámbito ha sido clausurado. Volver a Apía y escuchar a sus habitantes hablando de una Edad de Oro, de una Edad Perdida; observar posteriores grupos humanos que comandan o participan de otros empeños; que los integrantes de los grupos vigentes en una época ida se han marchado definitivamente o ya no participan con el fervor característico en aquellos empeños que encendieron su fuego interior; cuando los que lideran grupos en pro de la sociedad luchan por nuevos ideales o intereses, es porque estamos en presencia de una nueva generación o, por lo menos, la anterior, ha entregado o se le apagó la antorcha. Los más jóvenes de los listados anteriores ya deben estar actuando como la Generación adulta del Siglo XXI, ante la generación anterior que se despeña irremediablemente en la tolfa del tiempo. No habrá generación si no hay ideales comunes y estrategias afines. Como ha sucedido siempre pero actualmente en forma más aguda, su formación entra en choque con la educación de aquellos que apenas se están levantando, tendrán que acoplarse, mitigar enfrentamientos inútiles, llegar a acuerdos rectos y necesarios, inculcar el civismo y los ideales personales en la sociedad que espera de ellos líderes confiables. La ética es tan indispensable hoy como ayer y tal vez más pues, en aquel entonces, se inculcaban otros valores y principios que sustituían, sin que nadie lo notara, a la ética. Los líderes de Apía Siglo XXI, convocarán a los que se marcharon a otros lares para que deshagan el camino, de vez en cuando, y tiendan la mano de su sabiduría, de sus conocimientos, de su civismo, a la patria desprotegida que, en silencio, llora sus desventuras y clama por esa gratitud que se va haciendo tan escasa y por lo mismo más preciosa. Esta es la visión de un Apía presente, el recuerdo de un Apía pretérita y el sueño de un Apía futuro.

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TIEMPO PARA RECORDAR

Clásica fachada de la Normal Superior Sagrada Familia.

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(Palabras de Octavio Hernández Jiménez, en la sesión solemne con motivo de las Bodas de Plata de la fundación de la Normal Superior Sagrada Familia de Apía, el 16 de agosto de 1975).

ejemos que nuestro recuerdo se deje llevar de la mano de don Jorge

Manrique, aquel español que nos invita a considerar “cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando:/ cuán presto se va el placer,/ cómo después de acordado / da dolor,/ cómo a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor” pero, aclaremos que todo tiempo pasado no fue mejor ni peor; simplemente fue distinto.

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Recordemos, por ejemplo, que Apía cumple por estos días de agosto, ochenta y tres años de su creación como “Distrito Municipal” (1892). El memorial de solicitud fue redactado por el cura Nicolás Tirado y en él se certifica que el territorio que pretendía separarse de Ansermaviejo tenía 7 mil habitantes y que en el caserío vivían 300 familias. La petición fue tramitada ante la Asamblea del Cauca. Imagínense las fiestas que, cuando llegó la noticia, se realizaron en San Antonio de Apía. Hace ochenta y tres años se llevó a cabo, en Apía, el primer carnaval, un carnaval con todas las de la ley, como subsiste, por este contorno, en Riosucio. A principios de 1893 se inauguró el municipio con Martín Ortiz Romero como primer alcalde. Anselmo José Estrada era el párroco y esta comarca no pertenecía a Antioquia, como nos lo hace creer la historia apócrifa. Apía pertenecía al Estado Soberano del Cauca, capital Popayán. Somos un cruce fértil: caucanos por partida y paisas por ancestro. . Pero, dejemos a un lado la historia general de nuestro pueblo para contemplar, en este día, exalumnas y exalumnos, toda el agua que ha corrido desde ese lejano septiembre de 1913 cuando llegaron a la población de Apía las religiosas vicentinas. Permitamos que los recuerdos infantiles se vuelquen hacia arriba como una catarata azul. (Los recuerdos de la infancia son azules; los de la juventud son rojos). En el año de 1925, las religiosas Vicentinas abrieron la Sección Infantil, con niños de ambos sexos. Por allí pasaron varias generaciones de apianos. Tal vez, entre los presentes, hay quienes recuerden que, la sección masculina estuvo a cargo de Sor Helena Jaramillo y la femenina de Sor Odila. Sor Helena era famosa por los pellizcos retorcidos, me contó un respetable caballero y, también, por las lavadas que daba a sus alumnos como castigo, en la pila que existía en el centro del patio de este bello caserón. Allí, con tusas y trozos de teja debían diariamente hacerse el aseo. Lo que no pude averiguar fue qué cara ponía Sor Josefa Buriticá, primera superiora, y Sor María Josefa López, estupenda educadora, entre las travesuras de esos jarretones y niguateros. Las instituciones educativas buscan alcanzar plenamente sus objetivos a través de métodos pedagógicos y de una disciplina estricta. En la escuela tradicional, vigente en los establecimientos educativos hasta mediados del siglo XX, lo que regía la disciplina escolar era la consabida máxima: “la letra con sangre entra”. Se seguían utilizando, literalmente, castigos corporales como sacar al alumno indisciplinado del salón; hacerlo arrodillar frente a los otros compañeros que lo sometían al castigado del escarnio público por medio del oprobio; si era mujer, ponerla de rodillas muchas veces con varios libros sobre la cabeza; si era varón, con un ladrillo en alto; golpes con una regla en las nalgas o en las manos abiertas; a los muchachos tantos golpes según la infracción, en las piernas peladas; quedarse sin descanso, en la mañana, o sin almuerzo; tener que encargarse tantos días del aseo o ir los sábados por la tarde a 34


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brillar el salón con cera. Esto sin mencionar aquel castigo de escribir cien veces en los cuadernos una misma oración, de acuerdo con la falta cometida. Por ejemplo: escriban cien veces “No volveré a comer en clase”, “No me burlaré de mis compañeros”, “Seguiré limpiándome las uñas”. Corría la década de los cincuenta del siglo XX cuando, aquí, castigaron a dos niñas metiéndolas en el armario en que se guardaban las escobas. Salieron todas las compañeras a almorzar y, como no llegaban las dos niñas a sus casas, uno de los padres se fue a buscar a su hija con el agravante de que la profesora que también había salido a almorzar, se había olvidado de sacarlas de ese antro. El padre de familia, casi que mata a la profesora olvidadiza. Pero no se trataba de una situación esporádica. El Colegio de las Hermanas Vicentinas contaba con la tétrica Pieza de las Culebras para castigar a los niños más impertinentes. El célebre cuarto funcionaba en donde hoy queda el Laboratorio de Física y Química. Era oscurísimo y nadie, a ciencia cierta, sabía lo que había, allí. El niño que era insoportable en el kínder era amenazado con un arresto en ese lugar. Sobra decir que, con la sola amenaza, bastaba. Situaciones como ésta pueden ayudarnos a explicar muchas taras de la población actual. Me contaron que, en su primera época, la institución no exigía uniforme por lo que resultaba cómodo bajar a clases chapuceando por la acequia por donde corría el agua, por el centro de la calle, desde la esquina del viejo Santo Tomás, en donde funcionó, antes, la Inspección de Rentas Departamentales. En el primer piso, de tapia pisada, quedaba el zacatín regional de la Licorera de Caldas que luego se adaptó para internado del Colegio de varones. Los muchachos descendían, en hilera, con los versos de Rafael Pombo en los labios: “Adelante, valientes muchachos,/ suenan cajas y trompas y cachos,/ rataplán, rataplán, rataplán”. En otras ocasiones, armados de tarros y tapas de ollas, por media calle, pasaban los muchachos entonando, a todo pulmón, esta tonada aragonesa: “-¿Quién es tanta gente/ que pasa por ahí?/ Ni de día ni de noche/ nos dejan dormir./ –Somos los estudiantes/ que vamos a estudiar/ a la capillita/ de la Virgen del Pilar./ Platicos de oro,/ bandejas de cristal/ Que se quiten,/ que se quiten,/ de la puerta principal”. Al pasar los años, la banda marcial del Colegio Santo Tomás, con sus penachos blancos sobre cascos negros, pantalón crema y casaca roja de paño con entorchados dorados, pasaba orgullosa repitiendo ese estribillo con el sonido de cornetas y tambores. Retumbaban los bombos y platillos, mientras el bastonero lanzaba al aire la batuta plateada. Las niñas, por el pudor que inculcaban las monjas, no eran tan ostentosas como los varones. Ellas, mientras tanto, en los zaguanes de sus casas, sentadas entonaban cancioncillas infantiles como esta: “Había una pastora,/ larairalailarito,/ había una pastora/ cuidando un rebañito//. La leche de sus cabras,/ larairalailarito,/ la leche de 35


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sus cabras/ le daba un buen quesito//. El gato la miraba,/ larairalailarito, el gato la miraba/ con ojos golositos//. Si tú metes la pata,/ larairalailarito,/ si tú metes la pata/ te doy con un palito.// El gato la metió,/ larairalailarito,/ el gato la metió/ y ella lo mató”. Los hombres, en tono marcial, pasaban marchando mientras entonaban el lamentable final de John Churchill Marlborough (Marlbró), militar inglés que tomó parte en la guerra de Sucesión Española, en el siglo XVIII: “Mambrú se fue a la guerra,/ qué horror, qué horror, qué pena,/ Mambrú se fue a la guerra,/ no sé cuándo vendrá./ Do re mi, do, re, fa,/ no sé cuándo vendrá.// Si vendrá por la Pascua,/ qué horror, qué dolor, qué pena,/ si vendrá por la Pascua/ o por la Trinidad,/ Do re mi, do, re, fa,/ o por la Trinidad.// La Trinidad se acaba,/ qué horror, qué dolor, qué pena,/ La Trinidad se acaba,/ Mambrú no vuelve más./ Do re mi do re fa,/ Mambrú no volverá// Que Mambrú ya se ha muerto,/ qué horror, qué dolor, qué pena,/ Que Mambrú ya se ha muerto,/ lo llevan a enterrar./ Do re mi do re fa/ lo llevan a enterrar…”. Mambrú, al fin de cuentas, tuvo un fin muy parecido al del gato, en la tonada de La Pastora. Fluía la plácida temporada de adivinanzas, trabalenguas, leyendas fantásticas, relatos de miedo, fábulas criollas. Sebastián de las Gracias, Pedro Rimales y Cosiaca eran personajes que antecedieron a Tarzán, Supermán, Hombre Araña y Batman. Intentaron perpetuar esas aventuras el manizaleño Rafael Arango Villegas el de “Así contaba la Historia Sagrada el maestro Feliciano Ríos” y “Asistencia y Camas”, el quindiano Euclides Jaramillo Arango con los mitos, relatos de región paisa y “Los cuentos del pícaro tío conejo”, el apiano Gersaín Restrepo, con sus coplas y trovas, cuentos de guaquería y escopetas de fisto, arma con que nuestros mayores proveían las alacenas de los hogares con abundante carne de monte, además de Guillermo Abadía Morales el de Folklore Colombiano, Rocío Vélez de Piedrahita, la autora de “Guía de Literatura Infantil” y el aguadeño Javier Ocampo López con sus “Leyendas populares”. Contribuí a la ampliación de este listado de obras, con la publicación, en 2001, por parte de la Universidad de Caldas, de mi obra “Nueve Noches en un Amanecer” un ensayo-cuento de la literatura infantil en el Viejo Caldas hasta mediados del siglo XX. Sobra decir que, en la primera mitad del siglo XX todavía no se practicaba el fútbol y más cuando se trataba de pueblos que carecían de espacio adecuado para construir canchas, ni el básquet, no había televisión y, menos, computadores o celulares en que se entretuvieran y aislaran los muchachos. Los cachos que sonaban eran de una clase distinta a los de hoy en día. Las pelotas eran de trapo o periódico, amarradas con cabuya. Había pelotas de caucho, como esas de letras repujadas. En los portones se entretenían los muchachos con los infaltables baleros llamados cocas en Bogotá y boliches en Argentina. Los columpios, los trompos y las bolas de cristal estaban en su auge. Por todos los andenes se encontraban, pintadas con carbón del fogón hogareño, 36


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las rayuelas para saltar que, en aquel entonces, se conocían como golosas. No se pintaban en el área de la calle, porque no estaban todavía pavimentadas. Eran empedradas. Niños y niñas sabían formar figuras geométricas con un cordón que se enredaba entre los dedos de las manos. Así formaban escaleras, trapecios, patas de gallina, libros abiertos, estrellas, trajes, flores y animales como jirafas. Se armaban tremendos juegos, después de salir de la escuela, como la gallina ciega, el escondidito (escondrijo) y a brincar la cuerda. Quienes aprovechaban los vientos de agosto para elevar sus cometas no corrían el riesgo de morir electrocutado pues en ese entonces no había luz eléctrica y el paisaje estaba exento de postes de cemento y de enredados cables. El catálogo de juegos infantiles era más amplio que en los últimos años: pijaraña, sunsun de la calavera, tapas de cerveza machacadas con piedras, en el andén, para poner de llantas a carros improvisados con cajitas de madera, para elaborar panderetas que sonaban en las novenas de aguinaldos y para hacer juegos completos de muebles de sala y comedor; construir vehículos con cajas de ariquipe, llenarlos de tierra y arrastrarlos con una cabuya, como si se tratara de flamantes volquetas. En otras ocasiones se hacían columpios en las ramas más gruesas de los árboles; para eso abundaban los lazos gruesos y las sogas de cuero de res y, por qué no confesarlo, también había tiempo para saltar talanqueras con el fin de robar frutas en los solares vecinos. Jugábamos a enlazar novillos o a la policía y el ladrón, las niñas preparaban la comitiva en el patio o en el subterráneo de las casas. (Cuidado con las niguas). En las fiestas patronales no faltaba la búsqueda del Tesoro Escondido. Premio especial para el que lo encontrara. Los juegos provocaban la compañía, el diálogo, los gritos, el ejercicio, la solidaridad y la amistad. No se conocía la depresión ni el estrés. Para el aislamiento el remedio estaba a la mano pues nadie pasaba horas enteras frente al televisor, en absoluto silencio, atentando de esta forma contra el corazón, la presión sanguínea y acelerando la diabetes por falta de ejercicio. Había quienes se las daban de duendes y escondían las cosas ajenas; disfrutaban viendo como la mamá o las hermanas sufrían buscándolas. No faltaba quien se metiera en un escaparate, debajo de las camas, en un cuarto desocupado o se subiera al zarzo a hacer ruidos grotescos para que quien pasara por ese lugar se asustara y saliera gritando. Otros gozaban disfrazándose de espantos. Inmóviles, pasaban ratos en un rincón, en el extremo del corredor o de un jardín, envueltos en una sábana blanca como Lázaro, con una llamita de alcohol en la mano, esperando, a veces inútilmente, a que aparecieran los primos o vecinos para que huyeran despavoridos suponiendo que habían topado con un ánima en penas. Al ver el enigmático personaje, allá lejos, entre las sombras de la noche, otros pedían auxilio. Era un buen ejercicio de choque para liberarnos de represiones o de cierta congoja interior. Lo que unos llaman, hoy, ingenuidad y otros pendejada o estupidez, corría libre. Cuentan que, para las Procesiones de Corpus Christi con los altares en las esquinas 37


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levantados por el vecindario, en junio, a los niños y las niñas más hermosas les vestían de angelitos mofletudos, con rizos y alas de cartón algodonado, mientras el coro entonaba unos versos que, con el correr del tiempo, vine a saber que eran de Santa Teresa de Jesús, la más inspirada escritora del Siglo de Oro español: “Véante mis ojos/ Dulce Jesús Bueno/ Véante mis ojos/ Muérame yo luego/”. Los fieles, de rodillas, respondían: “Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero”. En aquel tiempo, todo había sido enfocado y criticado por la religión. Para la entrada, al pueblo, del Sagrario de bronce dorado que aún subsiste, en un altar lateral del templo, las niñas del “colegio de las hermanas” como llamaban en ese entonces a este plantel y que, en su mayoría, pertenecían a la Legión de María, en la década de los treinta, fueron hasta el paraje de La Frontera, desde donde se divisa el valle del río Risaralda, en fila, con uniforme de paño, cinta al cuello y una boina azul oscura con el escudo del colegio, al frente. Los colores de las cintas tenían su simbolismo y su imposición estaba rodeada de un ritual tan misterioso como aquel que puso en marcha Don Quijote cuando quiso que lo armaran caballero. Una exalumna me contó que su gran aspiración como colegiala fue pasar de la cinta rosada a la verde y de esta a la azul. Esa época ingenua y amorfa se prolongó hasta bien entrados los años actuales pues, cuando yo cursaba estudios de bachillerato, en el Santo Tomás, ubicado en donde quedan las sedes bancarias, en el marco sur de la Plaza, todos los sábados, porque en ese entonces se estudiaba los sábados, nos parábamos a mirar a las normalistas que muy tiesas y majas avanzaban muy repechadas. Las de secundaria usaban delantal azul, a cuadritos y las de primaria, delantal rosado. No sé por qué, cuando portaban la cinta de legionarias, a nadie saludaban. ¿Se creían la mamá de mi Dios? No. Simplemente, las Hijas de María. Los objetivos de la educación, en las décadas del veinte y del treinta, del siglo XX, eran distintos a los de hoy. Las reformas y contrarreformas, decretos y contradecretos que hoy ofuscan a las directivas de los planteles y desconciertan periódicamente a profesores y alumnos, no se presentaban en tal cantidad. Para algo servía la incomunicación de entonces. Era difícil estar legislando constantemente; no alcanzaban a llegar unos mandatos a los pueblos cuando ya estaban redactando otros. La libreta de calificaciones de un alumno de bachillerato, en 1931, abarcaba las siguientes asignaturas: Conducta, Aplicación, Modales, latín, Religión, Aritmética, castellano, Escritura, Lectura y Canto. Si era mujer le quitaban latín y agregaban Costura. La educación estaba encaminada a preparar buenos cristianos, buenos gramáticos, buenos ciudadanos y sacrificadas madres de familia, dentro de una visión miope del mundo. El catecismo del Padre Astete, la ortografía en verso de Marroquín y la urbanidad de Carreño formaron o deformaron las mentes con toda clase de prejuicios 38


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y situaciones absurdas. Se enseñaba más moral que ética cuando esta es la base de aquella. Una exalumna con quien conversé esta mañana me contaba que, cuando iba a hablar la superiora o había izada de bandera, las alumnas de la Normal se ubicaban en el centro del patio, si estaban en primaria o en un andén que bordeaba el corredor del primer piso, si estaban en secundaria. La aspiración de las del centro era llegar a los bordes para no aguantar tanto sol. El uniforme de paño azul oscuro debía ir tantos centímetros del suelo hacia arriba. De esta forma, las faldas quedaban a la misma altura del suelo. Niveladas por lo bajo. Para lograr eso, las maestras amarraban un lazo de cabuya entre varios postes y paraban allí a todas las niñas y adolescentes. La falda del vestido debía quedar a la misma altura del suelo, siempre más abajo de la rodilla. Luz Mery Tapias lloró porque tuvo que bajarle tanto a su falda que quedó como una monjita. Para la exposición final, en clase de costura, hizo un vestido con bordados a mano y con un coqueto escote. La monja desmontó ese vestido de la exposición por indecente. Otra alumna se confesaba de haber tirado una cáscara de banano a la calle, de hablar en voz alta, de no darle el andén a un anciano, de meterse el dedo en la boca. Era la patria boba, en una nueva edición, corregida y aumentada. No todo carecía de sentido y, dentro de las cosas que están por revivirse, hay que mencionar el Día del Árbol. Se celebraba el Doce de Octubre. Como embargados por el complejo de culpa, los hijos de los colonos antioqueños que, sin pensarlo dos veces, tuvieron como ideal de hombría arrasar con cuanto árbol topaban, se preocuparon, luego, por resembrar estas laderas, al son de estos dos himnos al Árbol que se entonaban en el desfile previo, con los árboles sobre unas andas, por las calles del pueblo: “Plantemos nuevos árboles/ la tierra nos convida,/ sembrando cantaremos/ el himno de la vida...” o este otro: “El árbol es un símbolo/ su altivo tronco encierra/ la casa, el lecho, el trono,/ la tumba, el ataúd;/ y de su propia entraña,/ cual áncora inocente,/ formó divina mano/ la redentora cruz...”. Monseñor Tiberio de J. Salazar era obispo de la diócesis de Manizales, a la que perteneció la Parroquia de San Antonio de Apía, entre 1900 y 1952. Siguió los pasos de Monseñor Gregorio Nacianceno Hoyos en cuanto a servirle a Apía como embajador ante la Gobernación de Caldas. Por eso, en 1923, cuando se trató el tema de bautizar el parque principal, la Sociedad de Mejoras Públicas, que lo había construido, lo bautizó “Parque Salazar”. (Dato como para un concurso). Ese parque, el primero que tuvo Apía, se caracterizaba por magníficos árboles dentro de su espacio encerrado con elegantes verjas de hierro forjado y una docena de escaños de granito traídos de Cali. En 1956, a pesar del malestar popular por esta decisión, la administración municipal mandó derribar los añosos árboles con sus matas de orquídeas en los que moraban aves, ardillas e iguanas. En medio de tan colosales árboles, había un lago en que navegaban soñolientos patos. Esos árboles habían sido sembrados por niños de aquellos tiempos y, venido a ver que, para 39


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sembrar los del parque actual, (1962), y para conservarlos, la Administración municipal tiene que pagarles a unos trabajadores que se limitan a hacer lo mínimo. Apía no ha dejado de llorar esa pérdida. Eran los años de los dinámicos convites, actividad popular utilizada para construir las obras más disímiles: caminos, calles, explanadas, acequias, empedrados, cementerio y un etcétera interminable. Los convites no gozaban de ese afán politiquero que podemos observar en determinadas obras emprendidas por otros organismos inventados por los gobiernos que no saben cómo salir adelante porque carecen de planeación adecuada y cuyos fondos desaparecen, antes de concluir las obras, como por arte de magia. Y ya me toca abrir el baúl de mis recuerdos y participar de ellos a ustedes, en voz alta: Hace diez años, como lo podéis confirmar, exalumnas más cercanas, no se conocían sobre las tablas de este querido escenario, las obras de teatro moderno. ¿Saben qué se representaba? Pues aquellos famosos sainetes y dramas que hicieron derramar tantas lágrimas a muchas de ustedes. Antes de 1967, ¿Quiénes de las exalumnas aquí reunidas no lloraron con Genoveva de Brabante, el Adiós de una Madre, Corazón Gitano y qué se yo? Para las barcarolas italianas, recurrían a un mar movible representado con varios rollos de tela azul clara que halaban, entre bastidores, de un lado y otro del escenario. Parecía que la barcaza se mecía con el vaivén de las olas. El público se moría de la emoción. Presentaban a Jesús en el brocal del Pozo y, ¿saben quién era Jesús? No admitían hombres en los dramas de la Normal de Señoritas por lo que Jesús era representado por la que ganaba semanalmente la izada de bandera. Casi siempre tenía vocación religiosa, era una de las internas más macanudas y hacía gala permanente de un leve bigote sobre los labios. Si no me creen, pregúntenle a Zulma López o a Rubiela Naranjo. Oh, las internas... Gozaban de privilegios, cierta novedad, originalidad y tan misteriosa lejanía que parecían enviadas por la diosa del Amor para determinado elegido sobre los demás mortales que habitaban Apía. Tener una novia interna era un honor que costaba. ¿Cómo conversar con ella? ¿Cómo verla? ¿Si creerían las religiosas que éramos primos? Quejas para el rector del Santo Tomás y castigo para la niña enamorada. Ya no podía transitar, en los recreos, por el corredor desde donde se divisaba la esquina del corredor interno del Santo Tomás. El colegio de las monjas se convirtió en Normal Elemental Femenina en 1953. En 1960, Sor Matilde Vera, la mujer más estudiosa y con mayores pergaminos que haya conocido el plantel, lanzó al establecimiento a la conquista de los tiempos modernos, en lo relacionado con métodos y teorías pedagógicas. En armonía con un grupo de dirigentes apianos interesados en la excelencia de sus instituciones, luchó hasta conseguir, en 1962, la aprobación del establecimiento como Normal Superior. 40


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La Normal Superior y el Colegio Santo Tomás se integraron, para muchas actividades académicas y culturales, durante las administraciones de Sor Matilde Vera, en uno, y Gabriel Rojas, en el otro, ambos de feliz memoria. Así subieron a las tablas de este teatro, los muchachos del Colegio de varones que empezó a ser mixto desde 1968; unos como actores y otros como bailarines del famosísimo ballet de Vilma Sánchez. En un día de la Madre escenificaron una canción de Charles Aznavour en la que se congrega una familia alrededor de la mamá que agoniza. Faltaron montones de sábanas blancas para enjuagar las lágrimas que los arrepentidos hijos y las cariñosas madres presentes derramaron en este teatro durante esos eternos minutos que duró la cruel representación. Obras de teatro de alumnos del Santo Tomás como La Noche Mágica se escenificaron aquí y aquí tuvieron lugar reñidos concursos de declamación con participación de varios municipios vecinos. Elba Ochoa era una declamadora sensacional. Cuando salía al escenario y hacía la venia de rigor, los enamorados sacaban pañuelo y empezaban a suspirar. Ella sabía dar en la vena. Recuerdo mi duelo, casi a muerte con Albert Sánchez cuando coincidimos, sin proponerlo, en la declamación de La Serenata de Schubert, acompañados, al piano, por Alirio Gómez. Para otorgar el primer puesto, los organizadores tuvieron que acogerse a un fugaz plebiscito, entre los asistentes que casi se van a las manos por uno u otro finalista. Hoy no pelea nadie por esas entelequias pasadas de moda. No puedo olvidar la vez que, en el bus escalera de la vereda Matecaña, viajamos a Santuario, a presentar la obra A la Diestra de Dios Padre, en la versión del Teatro Experimental de Cali, a cargo de Enrique Buenaventura, además de un extraordinario grupo de danzas. Todo iba bien hasta cuando la primera bailarina salió corriendo, brincando, inspiradísima en el compás y, al pisar las tablas que tapaban el hueco del consueta, zas, se fue al fondo, debajo del escenario. Estaban mal aseguradas. Los asistentes al teatro aplaudieron de pies, hasta rabiar, pues creyeron que la desaparición en escena de la bailarina correspondía a una sorpresa de ilusionismo, pero mentira; la pobre artista tuvo que ser sacada de debajo del escenario, de un cajón lleno de tablas viejas y ser atendida por el médico del pueblo. No sobra recordar que, de esta manera, terminó, dramáticamente, el espectáculo importado. De todo lo anterior podemos deducir que la Normal ha tenido un desarrollo muy normal. Está integrada a la faceta más amada del alma apiana, a través de la formación que religiosas y laicos han impartido a nuestras mujeres, por más de cincuenta años, y a nuestras profesoras de campos y pueblos durante los últimos veinticinco. Ahora podríamos hacernos esta pregunta: ¿Qué ha visto Apía durante estos cinco lustros que estamos celebrando? La crisis más aguda de nuestra historia provocada por la Violencia que arrasó en forma inmisericorde con un modo de vida campesino, idílico, que pudo servir de marco a las escenas anteriores que provocaron risa. Esa violencia dio paso a doloroso desplazamiento en nada comparable a la migración antioqueña por el occidente del 41


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país en busca de mejores tierras. En nuestro caso, los campos se quedaron vacíos y las ciudades presenciaron impotentes el crecimiento de tugurios y un deterioro en la calidad de vida de esos desplazados. Fermento de problemas más agudos. Mientras eso sucedía fuera de nuestros aleros, nosotros asistíamos a incontables desfiles fúnebres de personas del pueblo y del campo. El uniforme de gala en el Santo Tomás era de paño negro, corbata negra y camisa blanca para tener con qué guardar luto sobre luto. Esa avalancha se llevó de por medio muchos valores tradicionales. Entre ellos el de “la palabra de honor”. Ser de palabra era tener un compromiso inquebrantable con los demás, sin que mediaran documentos. Cuando estudiaba bachillerato en el Santo Tomás, un compañero de estudio estaba parado, en una esquina de la plaza, un domingo por la mañana. Esperaba a su papá con el que había quedado de verse a esa hora pues hacía seis meses, un compadre le había prestado una fuerte suma de dinero al papá de mi compañero con este compromiso: dentro de seis meses, a las diez de la mañana, en la misma mesa de Mi Cafecito, me encontraré con ustedes dos, para que me la paguen. Esperé con mi compañero a ver qué pasaba. Antes de esa hora llegó de la finca el papá y se fueron los dos, rapidito, a cumplir el compromiso. Era una viva lección que mi compañero y yo no íbamos a olvidar jamás. Se dejó de luchar por lo que los viejos consideraban “el honor”. El honor para un varón era cuestión de dignidad, de caballerosidad, de arrogancia. La defensa del honor tenía mucho de desplante. Por honor muchos fueron a duelo con revólveres o cuchillos. Pero, cuando se hablaba del honor en una mujer se estaba refiriendo a un asunto sexual. Someterla a la fuerza era mancillar su honor. En la mitología católica María Goretti fue apuñalada por su agresor cuando no accedió a sus aberrantes propuestas. Ella había entrado a defender su honor. Por esta decisión fue proclamada santa y modelo propuesto que no sé si muchas estén dispuestas a seguir. Al pasar el tiempo, nadie se hace matar por un ideal aunque sí lo hace por cualquier bobada. También languideció el “espíritu cívico” con el que cada integrante de la comunidad sentía el compromiso de buscar el progreso social, con los propios medios, sin esperar recompensa a cambio. Todos a una, como en Fuente Ovejuna. La Sociedad de Mejoras Públicas cerró sus puertas, su periódico y quienes podían seguir integrándola pasaron a ocuparse, si mucho, de ascender en la escala salarial, de la nómina pública o de cualquier empresa. En la época del espíritu cívico no había auxilios oficiales. Todo se conseguía con la venta de empanadas. Por muchos años no hubo quienes integraran la banda de músicos y la coral que tantas emociones despertaron en el público. Vimos nacer, en cambio, otras instituciones de gran envergadura educativa como el Instituto Técnico Industrial, el Centro de Promoción Campesina y el Centro Comunitario Pablo VI, ubicado en La María, orientado por las religiosas vicentinas tan ligadas al devenir apiano por muchos motivos. Tres instituciones dignas de mejor suerte. Una religiosa de nombre Sor Inés 42


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fue la gestora y constructora, con las alumnas de la Normal y la colaboración de varias entidades locales, del que luego se bautizó como barrio Santa Inés. En estos 25 años, el Colegio Santo Tomás fue creciendo como un árbol gigantesco que dio albergue a la juventud del centro occidente del país y bajo sus aleros moramos, orgullosos, por larga temporada. Los campesinos, esencia de nuestra idiosincrasia, abandonaron las zozobras para dedicarse a construir sus veredas, que se cuentan entre las más avanzadas de este departamento. No hay núcleo veredal sin escuela, sin acueducto, sin carretera y, en las noches, nuestros campos son nuevos firmamentos de focos eléctricos. Un cuarto de siglo para operarse este fenómeno resplandeciente del que carecen muchos pueblos vecinos de este departamento y de otros, es poco tiempo si consideramos que para poblarse el firmamento de estrellas hubo de pasar miles de millones de años. En estos 25 años, Apía vio nacer un departamento y sobreponer al gentilicio de “caldense”, el de “risaraldense”. Hace 25 años las relaciones con Manizales no sólo eran administrativas y judiciales sino culturales y religiosas. En Pereira no habían fundado aún la Universidad Libre; en la Tecnológica no habían creado el programa de Medicina y el obispo no había echado a andar la Universidad Católica del Risaralda. Apianos de gran valía sentaron sus reales en Manizales en donde se les ha respetado y apreciado. Apía, en este mismo tiempo, presenció la destrucción de su templo (a partir de 1958) y la construcción de uno nuevo, como símbolo de sus sueños de grandeza. Dieciocho años para levantar semejante mole no es mucho tiempo si consideramos que, en la Edad Media, época religiosa por excelencia, la construcción de sus catedrales demoró 200 y hasta 300 años. Y, qué es esto; ¿no es una catedral? Bueno, señoras y señores: empiezo a fatigaros. Dejemos aquí. Dentro de 25 años podéis volver a veros y a esta página de reminiscencias le agregaréis otras muchas que espero sean muy positivas. Qué extraordinario fuera que, en el año dos mil, y en un acto como éste, festejéis la pujanza de esta institución, no su destrucción y que, pensando en grande, en ese día, pudierais colocarle una fecha pretérita a la liberación mental, espiritual, social y económica del pueblo colombiano, lo que todavía parece difícil dada la apatía de nuestra gente. Eso sí: antes de regresar a vuestros lugares de vida, de trabajo, daos nuevamente una pasada por los amplios corredores enchambranados de la Normal, hoy más florecidos que nunca. Deshaced los pasos del recuerdo enamorado, por este vaticano de flores y tomad aliento para enfrentaros al duro vivir. Arriesgaos en la lucha por un futuro mejor pensando que si solo vencen los que se atreven hemos de dejar que nuestro atrevimiento se atreva.

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ENTRE COPA Y COPA

Vieja esquina del Café El Ruiz (año 1970), ubicado en la Plaza principal donde se tomaban los jeep para Viterbo.

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A la memoria de mi hermano menor, Daniel Alberto Hernández J., fallecido el 9 de abril de 2003.

n Colombia, para la subcultura paisa, las cantinas (del italiano cantina) son

recintos sociales ubicados en el trayecto de los caminos (cantinas-fondas), en sectores marginados de pueblos y ciudades (cantinas-tiendas) o en calles céntricas (cantinascantinas), frecuentadas generalmente por el pueblo raso, varones del campo la mayoría de las veces, en donde se entretienen o desahogan las penas, sobre todo los fines de semana, por medio del licor nacional comprado con la suma de los jornales de la semana, tomado en cantidades inundantes y bajo el sonido apabullante de cierta música llamada ‘para coger café’. Muchos pueblos de la región paisa se fundaron teniendo como núcleo primario la existencia de una fonda-cantina. 44


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Si nos situamos en la segunda mitad del siglo XX, diríamos que el espacio ocupado por una cantina es, más o menos, el mismo que ocupa una tienda tradicional, entre treinta y cincuenta metros cuadrados, claro que con la diferencia de que, mientras el espacio vacío de una cantina queda adelante y lo ocupan cuatro, seis u ocho mesas, el espacio amplio de una tienda queda atrás y equivale a la trastienda, bodega de almacenamiento de cerveza, licores oficiales y tapetusa, licor espurio como su nombre lo dice: tapado con una tusa. También podía quedar la vivienda de la familia apesadumbrada del cantinero. Cantina bien situada queda en esquina. A veces, en la mañana del lunes, algunas de esas cantinas lucían escandalosas franjas de papel blanco que anunciaban que el negocio había sido ‘sellado’ por expender licores destilados en alambiques particulares y clandestinos. Codiciar unos pesos más era la forma más primitiva como un pobre cantinero se metía en problemas con la justicia y un pobre visitante de cantinas podía quedar ciego o estrenar el incómodo estuche de un ataúd. El mobiliario tradicional de la cantina era obra de carpinteros locales. Nada de lujos. Mesas toscas de madera, de unos sesenta centímetros de lado, cuatro taburetes de cuero de ganado peludo que hacían juego con las mesas que quedaban en el centro pues, las recostadas a la pared, solo necesitan tres taburetes. Taburetes de vaqueta. Los muebles se pintaban con pintura de aceite de colores que, tradicionalmente iban de las tonalidades del verde a las del azul. Una cortina de tela de cretona con escandalosas flores separaba el salón de la cantina y el orinal que, no tenía nada de raro, consistía en un embudo de lata sin alcantarillado para desaguar. Luego se modernizó al hacerle una canoa pequeña de azulejos. En la primera temporada, moría el alcantarillado de marras, en un hueco, debajo del entablado de la cantina ya que una cantina que se respetara ocupaba un local arrendado en una casa de bahareque. Posiblemente allí hubo una tienda cuyo dueño se quebró dejando, como recuerdo, los entrepaños que el nuevo inquilino trata de cubrir con botellas espaciadas de cerveza y una que otra botella de aguardiente con sus respectivas copas. No tiene nada de raro que por ahí cuelgue una que otra telaraña difícil de barrer debido a la altura del piso que ocupa la cantina. La luz es plena pues pocos cantineros tienen la pretensión de dotar su negocio de sofisticados cambios de luces. La decoración de las cantinas, como todo lo suyo, es pobre; uno que otro afiche de un artista argentino o mexicano, unos que otro paisaje primitivista o ingenuo pintado por un artista de la región, un almanaque o algo así, además de una penca de sábila amarrada con una cabuya detrás de una de las puertas. Con eso demuestran que la buena suerte les ha sido esquiva. Las mujeres desnudas, de formas exuberantes por 45


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delante y por detrás, decoraban, más que las paredes de las cantinas, las zapaterías y lugares en donde alquilaban bicicletas y revistas para leer. Pasado el tiempo, ¿hay, todavía, negocios a donde vayan los muchachos colombianos a alquilar revistas para divertirse leyendo? Yo llevaba, en las tardes, la bicicleta para que el dueño del taller la arrendara a otros muchachos, a cambio de que me prestara las revistas de tiras cómicas que no había leído. El dueño de esta clase de negocios podía ser un ciudadano que, en semana ejercía de carpintero, albañil, sastre, pintor de brocha gorda, peluquero o alguien que, durante los cinco días previos de la semana, estuvo con algunos de sus clientes arañando el mismo pegujal. Toñito Vélez tuvo un negocio que era, a la vez, peluquería, carpintería y mostrario de ataúdes para todos los tamaños y gustos. Cuando me motilaba, un día por la mañana, me comentó que estaba acabando con el negocio de los ataúdes. Le quedaba solo uno. Le pregunté cuánto valía y me respondió que lo estaba dando muy barato. Se lo compré y lo llevé a guardar en el zarzo del viejo Santo Tomás, encima del apartamento de los profesores. Algún día se iría a utilizar. Pasado el tiempo, lo entregué para que sirviera a M.G. de estuche final. En la Calle Matecaña que, fuera del marco de la Plaza, era la calle del comercio más activo, contaba, en tres cuadras, con un número crecido de cantinas, frecuentadas por dolientes, antes y sobre todo, después de los entierros. Entre los paisas el entierro de un ser querido suscita en muchos deudos las ansias de bogar licor como bestias asoleadas, tal vez por remordimientos, mientras que entre los rolos bogotanos despierta las ganas de atiborrarse de longaniza en porciones inconmensurables acompañada con vasos de chicha. Se ve que poco les remuerde la conciencia. Entre los paisas es corriente encontrar una cantina junto al camposanto con el nombre de La Última Copa, La Z o la Última Lágrima. En los alrededores de los cementerios de la capital de la república y pueblos circunvecinos se encuentra el infaltable Palacio del Colesterol. La Última Copa, en Apía, quedaba ubicada en la Calle Matecaña, a dos cuadras del Parque principal, en la esquina al torcer hacia el cementerio. Márquez la dotó con una pesebrera adjunta en donde los clientes dispuestos a demorarse dejaban sus bestias antes de entrar al negocio. Como si se tratara de un moderno centro comercial dotado de parqueaderos para los automóviles de los clientes. En la década de los sesenta del siglo XX, un sábado por la tarde, minutos antes de que por allí pasara un solemnísimo desfile de riguroso luto, con orfeón a cuatro voces y coronas de laurel, rumbo al camposanto, como parte de la programación de un Congreso de Profesionales, varios campesinos resultaron muertos en una trifulca, en La Última Copa. Quienes estaban próximos salieron corriendo a avisarle a Bernardo 46


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Mesa, alcalde en ese entonces y que, en el Parque, se disponía a dar la largada al desfile programado. Haciéndose el tranquilo, se fue directo a la cantina, en donde impartió las órdenes perentorias de entrar los caballos que los muertos, antes de serlo, no tuvieron la precaución de dejar en la pesebrera y encerrarlos dentro de la cantina, con los cuerpos de sus propietarios difuntos. El Orfeón pasó entonando el “Miserere” y, más atrás, la Banda Marcial impregnaba el aire con “Noche Estelar” de tono compungido. El levantamiento lo hizo después que pasó el homenaje a los Fundadores en sus tumbas. Como siempre, siguió la rumba. Nadie mencionó palabrejas como hipocresía o insensibilidad social sino que se festejó la lucidez del gobernante. A lo largo de la Calle Jamarraya quedaban las cantinas más bulliciosas y, por los lados de la Casa Campesina, en el sector de Los Patios, detrás de las puertas de las cantinas, se refugiaban los borrachitos que pretendían esconderse de sus esposas, en la expedición que emprendían ellas cuando les llegaba el chisme de que sus maridos se estaban gastando con sus amigos la plata del mercado y ya iban subiendo la cuesta de la zona de tolerancia. Cuando el Colegio Santo Tomás festejó sus 60 años de fundado, en 2008, volví a hacer ese recorrido y muchas de las cantinas que existieron 40 años antes, no existían. Esos espacios, cerca del Parque, estaban ocupados por cacharrerías de artículos chinos y las de Los Patios se habían adecuado para nuevas viviendas. El sector de Los Patios era muy agradable, en la década de los sesentas, pues allí quedaban las agencias de bicicletas, la pesebrera de Don Dorancé Arenas, padre de Gildardo Arenas y la Panadería de los Múnera que luego pasó a manos de Saulo López. Había un grupo de hermosas mujeres por lo que muchos jóvenes combatíamos la monotonía del centro yendo a dar una vuelta por Los Patios. Entre las cantinas más visitadas en los años sesentas, en Los Patios, estaban las de Avelino Marín, el hijo de Julio Marín, el portero del Teatro Bolívar y músico de la Banda de Apía; la cantina 10 de Mayo de un hermano del Paisa y la de José Flórez, en los bajos de Titalina. La más famosa era la Cantina de Lino (Abelino Marín). Allá aterrizaban muchas parejas de novios tan respetables como Albertico Z. con O. R., Guillermo V. con M.Em., Filiberto A. y R. D., Aicardo G. y N.L.V., César O. y E.R., Darwin O. con A.R., Arturo G. y L.V., Luis R. y M.C., Bernardo R. y D.B., Libardo P. y E. R., Godofrey C. con… Muchos de esos noviazgos terminaron en el altar. Un tarde, Fabio Alzate y su prima Neida Lida Valencia pusieron en marcha la máquina del recuerdo y rememoraron 16 parejas de novios que, en tiempos idos, se citaban en ese lugar. Que sonara cierta melodía era indicio de que allí estaba fulano. Música en clave. Ahí mismo, la novia corría al lugar de espera.

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El sitio de la primera zona de tolerancia de Apía fue ‘el plan de María Raigosa’ ubicado a tres cuadras de la esquina del Parque, desde el Café Apía hacia arriba. De ahí el nombre de Calle de Sodoma. Por ahí quedaban cuatro fincas: El Gato, La Soledad, La Judea y Santa Isabel. Gersaín Restrepo, en su obra “Mi Corazón del Viento” (2.004), evoca las principales cantinas del barrio o zona de tolerancia que quedaba por ‘el Industrial’. Las del Mocho Correa, de Bartolo, de La Médica, de la Mona Crespos, de la Pate´catre, “en donde se tomaba con verraquera al son de la música de Los Cuyos, el Conjunto América, Lydia Mendoza, Carlos Gardel, las Hermanas Padilla, Los Pamperos, BowenVillafuerte, Olimpo Cárdenas, Toña La Negra y se bailaba con putería la música de Luis Carlos Jaramillo, Guillermo Buitrago, los Trovadores del Recuerdo, Bovea y sus Vallenatos, Noel Petro, etc.”. (ibid., p. 154-155). Lunes de zapatero. Pocos trabajaban los lunes en los pueblos. Los integrantes de distintas profesiones y oficios descansaban en ese día, a pesar de que el domingo había sido ‘día de guarda’. Los empleados se iban de paseo a comer gallina gratis en el campo y los artesanos gastaban los reales que les hubieran caído al bolsillo por los negocios que habían coronado. Incluso las trabajadoras de la zona de tolerancia utilizaban los lunes para desperezarse en los potreros anexos a las cantinas. En distintos años, esas mujeres que cumplían una función social y que se identificaban precariamente ante la sociedad con sobrenombres tan gráficos como La Caimana, La Pampelao, La Pancaliente, La Recatona, La Tijereta, La Mirapalejos, La Cotuda, La Coteña, La Calandria, La Parafina, La Peluda, La Pandequeso, La Lunareja, La Chapina, La Silla Eléctrica, (¡Loor a su difunta gloria!) salían al centro del pueblo, los miércoles por la tarde cuando pasaban, a revisión médica, en el Centro de Salud que, por un tiempo, estuvo situado en la Calle del Cementerio. Por falta de preservativos siempre se corría el peligro de enfermar a sus clientes con una temible blenorragia o apestosa gonorrea o, en el más benigno de los casos, un chancro blando. A Dios gracias la sífilis ya era escasa, en ese tiempo, y faltaban unos cuantos años para que apareciera la plaga del Sida. Tenemos mucho que agradecer a la sentencia “Si no temes a Dios, témele a la sífilis” pues por escucharla pronunciada por personas mayores, como una macabra advertencia, se le dio valor de una especie de condón sicológico. Los varones teníamos como programa, los miércoles por la tarde, apostados en las puertas de los cafés o en las bancas del parque, ver pasar a esas mujeres, humilladas, desfilando por Jamarraya y La Calzada. La ropa de estas mujeres, desde la época clásica de Roma, ha sido peculiar: trajes rojos y excesivo maquillaje. Luego, trajes vistosos de otros colores. La nobleza romana vestía de blanco. Las llamadas ‘mujeres de bien’ se escondían tras los postigos para divisar, de lejos, a sus reales o posibles rivales. Al ‘personal del barrio’, como identificaban a este grupo de trabajadoras del sexo, le estaba prohibido deambular por las calles del pueblo. Si lo 48


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hacían eran objeto de una multa. De pronto, veía uno que se escapaban de la manada a comprar una tela en un almacén o adquirir un medicamento en una farmacia. Varones jóvenes y menos jóvenes bajaban, los martes, a la zona, generalmente después de haberse despedido de la novia oficial, a las nueve de la noche, en el portón de su casa. El barrio era el recurso al que se acudía en una temporada en que no se habían masificado las píldoras anticonceptivas y los condones. Luego, esos preservativos ya masificados aniquilaron, en toda parte, las zonas de tolerancia. Para desahogar los humores del cuerpo no se necesitaba peregrinar hasta los extramuros del pueblo. En semana se bailaba poco en las cantinas del barrio. En los días de mercado, los visitantes se posesionaban de una mesa y escogían compañía. Muchas gaviotas habían llegado, el día anterior, de La Virginia, Pereira, Cartago o el Quindío. Cada dueño trataba de mantener su cantina bien surtida de licores y hembras. Trabajaban acostadas y adquirían la lamentable categoría de ‘cosas’. Los cantineros servían a las mujeres que los clientes ingenuos escogían como compañía, cocacola pura, en vez de manzanilla o ron con cocacola. Así no se emborrachaban como sus clientes y podían resistir otros más, después de que saliera el anterior, con la misma dosis de gaseosa. Por cada vino que se tomaran les entregaban una ficha que ellas luego cambiaban por una pequeña bonificación por parte del dueño. Después de unos aguardientes, a media noche del martes, los visitantes iban a ocupar puesto en el duro colchón de las muchachas, en las trastiendas de las cantinas. Ellas contaban con amigos, clientes semanales y algunas de ellas se enredaban con un mozo. Como cualquier ser humano, a veces se estrellaban contra el amor. Para tratar de ahogar las penas echaban mano al recurso más inmediato, el licor. Se emborrachaban con sus íntimos o en barra con sus colegas, escuchando discos como Ayúdame Dios mío de María Helena Sandoval: “Ayúdame, Dios mío,/ ayúdame a olvidarla,/ arráncame del alma/ esta pasión tan loca…”, Solo Cenizas Quedaron, de Rodolfo Aicardi, Mal Hombre, de Lidya Mendoza o Reconciliación, de Tito Cortés. No era extraño que algunas mujeres o varones en trance de demostrarlo se desahogaran triturando vasos con sus férreas manos o con sus mandíbulas. Los chorros de sangre eran su bautismo de fuego. En una época en que no había teléfonos alguien mandaba a un muchacho a llevar la razón de que tal vieja lo esperara esa noche. En muchas ocasiones, se presentaba la policía, al amanecer de un miércoles. Los agentes iban de puerta en puerta, por los largos corredores interiores, levantando a los clientes ocasionales o fijos. A ‘los chivos’ los subían a la camioneta de la policía que entraba a la plaza haciendo bulla para que los que estaban mercando en los toldos y los que salían de misa vieran a quienes habían subido de la zona. Los carniceros daban con sus machetes en las mesas forradas de zinc mientras gritaban: “Eso, chivos hp” y sus perros enormes alimentados con grandes trozos de carne salían aullando entre los toldos blancos. Un zafarrancho matutino que se volvía escarnio para aquellos que tenían, por ejemplo, una novia interna que salía de misa a esa hora en compañía de las monjas. Cuando el yerno del alcalde peleó una noche de martes con la novia, debido a que el padre le había 49


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contado a ella que el joven visitaba con frecuencia a una damisela en el barrio, el malgeniado alcalde dio la orden a la policía de seguirle los pasos y atraparlo en una redada al amanecer. Dicho y hecho: en el instante en que la novia salía con la mamá de la misa de seis de la mañana, paró la camioneta descubierta en donde exhibían al pobre novio con otros mártires ante sus ingenuas cornúpetas. ¡Ecce homo! Imagínense el bochorno de unos y otras. Vigilados, los detenidos subían la calle de la Alcaldía y entraban a la Inspección de Policía que quedaba enseguida. Allí, ocupaban los calabozos estrechos, bajitos, húmedos y malolientes, por 12 horas y, luego, para poder salir libres, ‘los chivos’ tenían que cancelar el valor de varios bultos de cemento para que la administración municipal continuara pavimentando calles. Doy fe de que la pavimentación del Barrio Obrero se hizo, en buena parte, con las contribuciones forzosas de asiduos visitantes del barrio. El archifamoso Veinte de Julio, con restaurante incluido, era como el eslabón perdido entre la cantina y el café. Al entrar de la calle, había que bajar una escala y, en el fondo, quedaba un oasis de colesterol para borrachos hambrientos. La sazón del Veinte de Julio solo tenía como rival el cenadero de Nísida, a un lado de la zona de tolerancia, con “el mejor caldo de gallina campesina y se comían las más deliciosas rabadillas con huevera, pechugas y cabezas rellenas” (G. Restrepo, ibid, p.155). Desde el sábado, por la mañana, hasta el domingo por la noche, en el Veinte de Julio sonaba de seguido, El Puente Roto, Gaviota Traidora y Ángel Perdido. Con el correr de los años, donde estuviese, escuchaba esos discos y de inmediato me remontaba a la penumbra de ese recinto. Ponían la luz eléctrica por varias horas a alumbrar los hogares y la quitaban de nueve a diez de la noche. No había muchos radios y había menos equipos de sonido en las casas. No se había difundido la televisión. Por varios años fue un solo canal y eso que en blanco y negro. Estas circunstancias hacían que las cantinas, cafés y bares fueran los sitios predilectos para escuchar música popular. Además, con pequeñas plantas eléctricas ponían a funcionar los negocios a todo vapor. La gente recurría a ellos como única forma de deleitar sus oídos. Por lo general, el número de discos de acetato con que contaba cada cantina era tan escaso que, como un sonsonete, se repetían, hasta el delirio, dando vueltas en un viejo y paupérrimo tocadiscos al que no le cambiaban sino aguja, una aguja grande y gorda como un clavo. Pobres vecinos. Los discos más utilizados en las cantinas eran los de 78 revoluciones por minuto, con un tema por cada lado de la pasta. A comienzos de los sesenta, llegaron los de 45 revoluciones por minuto, más pequeños y, a mediados de esa década, empezaron a masificarse los long play (LP), de 33 revoluciones por minuto, más grandes, con seis temas por cada lado. (En Estados Unidos inventaron los long play a finales de la década de los cincuenta). 50


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Jamás cruzó por la mente de alguien que, pasadas tres décadas, vendrían unos discos pequeños, plateados, que se llamarían compact disc (CD) y luego lo que llamarían MP3 en los que cabían centenares de canciones, en un espacio más reducido que el que ocupaba un disco de 45 revoluciones por minuto. No era extraño ver al hijo del dueño de la cantina que entraba, a las carreras, con un disco de acetato o vinilo, en la mano, que había salido a prestar porque un borracho exigía que no le pusieran sino ese o abandonaría el negocio. “No le cambie sino aguja” era la consigna. Esa musiquita, en los mismos establecimientos, por décadas y décadas, de padres a hijos, ha dado de comer a varias generaciones de dignas familias pobres. Esa música de despecho educó a muchos profesionales de nuestros pueblos. A vuelo de pájaro, una lista de éxitos cantineros estaba compuesta por: Ángel Perdido, de Darío Gómez interpretado por Rodolfo Aicardi: “Voy por esta senda triste,/ la senda de mi amargura,/ buscando un ángel perdido/ que me dé su ternura…”, Cualquier Tumba es igual de Antonio Marvin y cantado por Ray y Lupita con mariachi: “Es una serenata como todas/ la que he venido a darte/ al pie de tu ventana…”, El Puente Roto: “Cuando yo supe quererte/ te abrazaba yo en el puente/ nos quisimos de un jalón/ y en las tardes tan serenas/ por las verdes arboledas/ me robaste el corazón.// Luego vino el tiempo de aguas/ …y hasta el puente se rompió/. El puente roto lo llamo yo/ a tu cariño que se rajó”, de Antonio Aguilar y Víctor Cordero, cantado por Yolanda del Río y luego por José Miguel Class; La Cama Vacía y China Hereje, interpretadas por Oscar Agudelo; La Cruz de Palo también cantada por Antonio Aguilar y luego por Las Gaviotas: “Muchos placeres por dondequiera paso/ pero con ello no calmo mi dolor/ una mujer tan solo es la culpable/ me echó a la desgracia/ negándome su amor…”; Corazón Cobarde de las Hermanas Calle; La Duda y la mía, de Olimpo Cárdenas; Que Nadie sepa mi Sufrir, de Oscar Agudelo; Arbolito sos testigo, de los Cuyos, Sigámonos Amando de Claudia Patricia y Luis Alberto Posada; Mujer Paseada de Daniel Garcés y cantado por el dueto Ray y Lupita con el mariachi Pulido. Aún no habían puesto de moda ese disco de cantina pero con título rimbombante como pocos pues fue copiado nada menos que del título de una obra de Ernest Hemingway: “¿Por quién doblan las campanas?”. Mientras sonaba esa música, si era de noche y ya estaba acostado, me cubría hasta la coronilla con la cobija pues suponía que si me quedaba descubierto aparecerían los cuerpos destrozados de los muertos de la Violencia, ensangrentados, a veces sin cabeza, a pararse al borde de mi cama. Sudaba a cántaros, el corazón resonaba como una matraca, me aterrorizaban los pasos de algún gato o una chucha, en el zarzo, por donde se movilizaban entre una casa y otra, haciéndome pensar que se había entrado la chusma a la casa y nos iban a cortar las cabezas como lo hicieron con los nueve compadres de la vereda La Candelaria que, cuando regresaban juiciosos a sus casas, con los mercaditos, en un jeep, en 1960, los ‘pájaros’ los decapitaron. A varios de estos campesinos les cortaron las cabezas y las lanzaron al río. Las encontraron, en los 51


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días siguientes, en las márgenes del río Mapa, guiados por las bandadas de gallinazos. Al caer de la tarde de ese sábado, llegaron con los cuerpos inertes a la morgue del Hospital San Vicente, en la volqueta Ford 54, roja, del municipio, la misma en que tiraban la carne de las reses y los cerdos, para llevarla desde el matadero hasta la plaza de mercado, los miércoles y sábado. Para no bajar los muñones, uno a uno, accionaron la palanca del cajón de la volqueta, se fue levantando, los cuerpos rígidos cayeron a tierra y sobre esas piltrafas chorreó el torrente espantoso de una sangre oscura. Para mi propia desdicha yo estaba entre los noveleros parado en ese espacio vacío que quedaba al frente de la morgue. No existían ambulancias en el Hospital ni en la policía. Eran lujo de ciudad. Fue tal el pavor que le cogí a la volqueta roja por su macabra función de cargamuertos que, en las noches, cuando regresaba solo, al centro del pueblo, de visitar a alguna amiga, por la Calle de la Iglesia, y divisaba el bulto de la volqueta estacionada al frente de la Alcaldía, junto al atrio, con aspecto de catafalco, me devolvía, bajaba a la Calle de Jamarraya y de ahí giraba hacia el Parque. Hasta que el municipio compró otra volqueta, muchos años después, no volví a consumir ni la más mínima partícula de carne de cerdo y de res. Ni siquiera caldo o sopa hecha con sustancia de esos animales que transportaban sobre las mismas latas en que cargaron, fuera de los anteriores, muchos otros cuerpos de esa masacre pavorosa en que nos tocó crecer. En otras ocasiones no utilizaban la volqueta pero entraban con los cuerpos zarandeándolos en mulas como en cualquier película del oeste. Las comidas durante los años finales de mi bachillerato tenían como base pastas, huevos, sardinas, arroz y uno que otro enlatado. La crisis de terror bien pudo ser objeto de citas con sicólogos o siquiatras pero en ese tiempo nadie los mencionaba en los pueblos ni para bien ni para mal. El espíritu atrofiado de más de diez años de violencia quedó plasmado en Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal. En esa novela histórica quedaron retratados varios personajes que se adueñaron de la vida de muchos habitantes de estos pueblos de montaña. El Tuluá de esa obra se extendía por todo el país. La Cama Vacía, citada antes e interpretada por Oscar Agudelo, es ripio del romanticismo al peor estilo de Julio Flórez. El final de tan truculenta historia depende de si quien lo escucha es pesimista u optimista. Si es pesimista dice que, al llegar al hospital, el amigo que le escribió la carta ya había muerto. En cambio, si es optimista dice que ya se había mejorado porque el cantante dice que “asombrado me quedé al ver la cama vacía”. Se alivió de milagro. Los de mi generación escuchamos, con esos discos como música de fondo, infinidad de tiros o rastrillar de machetes en las piedras o el pavimento frente a las cantinas. En cosecha cafetera todos los pueblos de la zona paisa se convertían en zona de combate. En ciertas ocasiones, los deudos, antes, durante y después del sepelio de su pariente o amigo, tomaban trago con esos mismos discos hasta convertirse en víctimas y provocar otros entierros en la fecha siguiente. 52


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Se cantaba la traición de los amigos. El amor, para los adolescentes y jóvenes de ese entonces, no era una realización personal, un empeño mutuo para construir una relación afectiva, una pareja, sino eso, una “mala estrella”, algo por lo que “tendrás que llorar”, un “consuelo amargo”. La mujer era la “venenosa”, una “engañera”, una “flor de lodo”. La queja más emotiva busca “tu olvido” y se expresa, arrancando del alma, aquella oración profana que nos repitió hasta la saciedad, María Elena Sandoval: “Ayúdame Dios mío, ayúdame a olvidarla”. Lucía Herrón gritaba: “Ay, qué amargura dejaste en mi vida/ Ay, qué tristeza de angustia y dolor/ Cómo me duele, mi bien, tu partida…”. La mujer cantada en las cantinas tenía sus atributos que los autores ensalzaban con metáforas de cementerio: “tus labios son pétalos muertos y domingo sin rosas” y, qué tal esta comparación necrológica: “tu pecho es un sepulcro de rosas marchitas”. Por lo visto y oído, el agua, en buena parte, viene turbia desde la fuente. No se explica uno como una sociedad ha sobrevivido a semejante bombardeo de desánimo, despecho, sufrimiento, congojas, desatinos y frustración. La llamada, genéricamente, “música de cantina” se denominó luego, con una connotación espacial, “música de carrilera” pues era la que tocaban los conjuntos lugareños cuando llegaba el tren a las estaciones esparcidas por su ruta. Principales representantes de esta clase de música fueron Las Hermanitas Calle, la “Ronca de Oro”, Helenita Vargas, El Caballero Gaucho y Óscar Agudelo. Coincidió que, cuando se pusieron de moda, en lo social, íbamos saliendo de la pesadilla de la Violencia política. Pedro Infante cantaba El Plebeyo: “La noche cubre ya con su negro crespón/ de la ciudad las calles que cruza la gente/ con pausada acción/ la luz artificial con débil proyección…Amar no es un delito pues hasta Dios amó… Mi sangre tiñe de rojo…” y el Dueto Flórez y Romero hizo popular la versión de la ranchera Dos Amantes Queridos: “Déjame que te bese, querida,/ déjame que te arrulle en mis brazos, mi bien,/ déjame compartir con tu amor/ cada día en la vida/ la visión de tenerte./ Quiero que tú seas mi destino/ por el bien de mi vida,/ mi desgracia o mi suerte…”. Llegaron Los Pamperos y Los Relicarios cuyo éxito Ni plata ni nada arranca con aquello de que “Un hombre sin amor no vale nada/ aunque tenga en el bolsillo mucha plata…”. Después apareció otra variante de la “música guasca”, recordando que guasca es una voz quechua que significa ramal de cuero que sirve de rienda o de látigo, o sea, música del gusto de personas dedicadas a oficios toscos. Llegaron cantantes salidos de cualquier cafetal o cualquier billar, con sus ínfulas de nuevos ricos, e impusieron lo que se ha llamado “música de despecho”. En las emisoras las llaman con toda sofisticación “música depre”. No se puede confundir la guasca con la música tradicional colombiana, de digna estirpe, que brotaba en la zona andina, entonada la mayoría de las veces por duetos o tríos, como el Dueto de Antaño, Garzón y Collazos, Espinoza y Bedoya, Obdulio y Julián, Ríos y Macías, Elis y Rojas, Ramírez y Arcila, Silva y Villalba, Rodríguez y 53


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Villegas, Los comuneros de Santander: Hernández y Palomino, los Hermanos Martínez, fuera de compositores e intérpretes como José A. Morales el de Pueblito Viejo, Fulgencio García el de La Gata Golosa, Jorge Rubiano el de El Republicano, Jorge Añez el de Los Cucaracheros y Agachate el Sombrerito, Berenice Chávez con Me llevarás en ti, Emilio Murillo el de Cachipay, Emilio Caicedo el de El Volador, Jorge Villamil el de Los Guaduales, Oropel, el Barcino. El risaraldense Luis Carlos González es el autor de la letra de La Ruana. González fue un poeta cuyos textos interpretó musicalmente el Trío Caldas, en forma acertada. El Trío Caldas estaba integrado por Hernando Raigosa, Pedro Nel Ospina y Fabio Ospina. Luis Carlos González y Fabio Ospina son autores, también, de la letra y música del bambuco Por los Caminos de Caldas, auténtica clase de historia sobre el Viejo Caldas antes de su partición: “Por los caminos caldenses/ llegaron las esperanzas/ de caucanos y vallunos/ de tolimenses y paisas/ que clavaron en Colombia/ a golpes de tiple y hacha/ una mariposa verde/ que les sirviera de mapa…”. Hágame un tiple, Maestro, es un bambuco de Bernardo Gutiérrez y el quindiano Evelio Moncada. El Trío Arco Iris interpreta Camino Viejo de José Alejandro Morales, Álvaro y su Quinteto Dalmar con Bésame Morenita, Enrique Figueroa, Evelio Moncada, Bernardo Arcila, Efraín Orozco, Pacho González y Milcíades Garavito. Otros éxitos inmarcesibles de estos autores fueron: Lágrimas, Plegaria, Morena de la Cabaña, Negrita, Del otro lado del río, Amor se escribe con llanto, Ayer me echaron del pueblo, La nieve de los años, Ojos: miradme, Soy Colombiano, Pescador, lucero y río, Bonita y Muchacha de risa loca, fuera de las versiones hechas por el Quinteto de Cuerdas de Manuel Jota Bernal. Los artistas de música andina colombiana trabajaban primero la letra en forma preciosista y luego la vestían con ritmos de pasillo, bambuco, sanjuanero, vals, bunde, con tiples, guitarras, bandolas y flautas que imitaban a la perfección las voces de los pájaros. Los resultados llegaron a ocupar honorífico sitial, en el alma de los colombianos del interior, después del himno nacional. Muchas de esas piezas se convirtieron en repertorio de bandas de música para ser interpretado, como El Calavera de Pedro Morales Pino, en la quema de pólvora, por las noches, en las fiestas patronales. Fuera de la pedrería de las metáforas, el léxico de sus composiciones hablaba de raza, hachas, caña, serenata, niña, miel, penas, mujer amada, bambuco, aguardiente, Colombia, hembra, alma, plegaria, aves, ninfas, espumas, el boga, hogar, regreso, ojos, infancia, naranjos, la dicha, fiesta, morena, cielo, cafetal, camino, lucero, fragancia, montaña y río. Con estos elementos sonoros, compusieron la música que puso Dios a tocar, el primer fin de semana que tuvo libre, después de la Creación. Apía fue un lugar en donde se sentía aprecio y se expresaba orgullo por la música colombiana andina como la citada del Dueto de Antaño y Espinosa y Bedoya. Mientras en otros municipios resonaban los tangos y las milongas, en la mayoría de cafés del centro, en Apía, se deleitaban los oídos de propios y extraños con Las 54


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Acacias, Anhelo Infinito, Flores del Pasado, El Alma en los labios, El Boga, Tus Ojos, Los Náufragos, Sé que volverás, El Poncho de mi Padre, Limosna de Amor, Arrieros Somos, Venenosa. En 1969, de regalo de cumpleaños me llegó un long play del Dueto de Antaño con esta dedicatoria: “Tus años aumentan y mucho más mi amor por ti. Nidia”. Sigo escuchando sus canciones: La Tristeza de tus ojos, Dos palabras, Como si fuera un niño. El amor que nos expresábamos en ese entonces se fue por un “Caminito de Estrellas” pues con el paso del tiempo, empezamos a repetir este galimatías musical: “No te quiero pero te olvido”. Gabriel Rojas M. contrató en varias ocasiones al Dueto de Antaño para que animara los intermedios entre las tandas de la orquesta bailable, en el Baile de los Bachilleres. Sentíamos auténtico orgullo patrio tenerlos entre nosotros siquiera por una noche. Cuando empezaba la orquesta la tanda, ellos salían a ofrecer una corta serenata en alguna casa de familia; los agasajados se salían del Club Tucarma con sus amistadas para ir a atender, en la sala de la casa, semejante regalo. De México, de donde se han introducido a Colombia muchos valores en lo que respecta a estética popular, se importaron unas melodías con el rótulo de “música campirana”. En el país azteca campirano es campesino o persona diestra en el manejo del caballo. En Costa Rica campirano es rústico o patán. A esta música se le añadieron acordeones y luego trompetas cuando se buscó que provocara más ruido que satisfacciones. Es lo que editan y venden Diego Reyna, Los Ranger’s, Los Tigres del Norte, Los Huracanes del Norte, Los Temerarios y Teknorteño. Al arribo del siglo XXI esa música se había subdividido en los subgéneros de música norteña, tecmex y narcomúsica. Mientras esto ocurría, en Colombia, se impuso el subgénero conocido como ‘música de despecho’, cuya materia prima venía empaquetada con altisonancias importadas de mariachis mexicanos, maceradas con gotas del acíbar que destilan las tonadas de Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo y Óscar Agudelo. En los albores del siglo XXI, empezó a molerse, en cantidades alarmantes, música de Darío Gómez, Luis Alberto Posada, Charrito Negro, Johnny Rivera, Luisito Muñoz, Francy, Arquemis Rodríguez, Dora Libia, Franktony, John Alex Castaño, Ángel García, Darío-Darío, Jimy Fernán, Edward Ferrer, James Giraldo, Lady Yuliana, el Chico Jaramillo, Jorge Luis Hortúa, Pipe Bueno y muchos más que formaron legión. Algunos éxitos suyos fueron: ¿Por qué mentiste?, Regresa ya, Mi vecina, Te doy mi vida, Tu maldad no me hace daño, Raticos de Amor, No duele tu olvido, Tu amor no ha muerto, Déjala que se vaya, Amiga, Llora-Llora, Si no fueras tan loca, De bar en bar, A primera vista, Sabes, El Triste, La Culpable, Falsaria. Se trató de un subgénero musical, en que los intérpretes, en cuanto a voces, actuaban solos. Por lo general, nada de duetos ni de tríos. Su música arraigó, más que en cualquier parte, en el Eje Cafetero. Estas tonadas abandonaron los recintos estrechos de las cantinas, se presentaron en conciertos masivos, se parapetaron en emisoras que difundían desengaños a toda hora bajo el 55


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denominador de ‘música depre’ y no hubo fiesta que se respetara en la que, después de cinco aguardientes entre pecho y espalda, los caballeros acompañados de sus distinguidas parejas, por igual, no lanzaran al aire sus quejas, lamentos, gritos y bramidos. Se narraban, en clave musical, travesuras y largos cachos con que adornaban sus frentes mutuamente. El lenguaje utilizado hacía gala de expresiones campesinas y guasonas, verdades hirientes y directas en ritmos elementales. Los videos que se transmitían de seguido por el canal de televisión El Popular, en el Eje Cafetero, no se escenificaban en escenarios y con coreografías convencionales sino en vehículos último modelo, caballos de paso, fincas de naturaleza exuberante y de dudosa procedencia. Mientras el artista interpretaba su canción, un grupo de espontáneos escenificaba lo cantado como si se tratara de una telenovela regional de tres minutos. Si dijésemos, sin ser demasiado rigurosos, que las cantinas sobrevivientes son refugio de fin de semana para adultos de estrato uno y dos, diríamos que los cafés, en sentido amplio, pertenecen a los estratos tres y cuatro aunque hay localidades y circunstancias en que se citan, allí, los estratos cinco y seis, a hacer algún negocio o darle recreo a sus convencionalismos. En Manizales, por ejemplo, fueron famosos los cafés La Cigarra, El Polo y Osiris como tertuliaderos de cafeteros, ganaderos y políticos en trance de arreglar el país. También, en Apía, una persona con plata en el bolsillo se metía donde quisiera, unas veces a una cantina y otras a un café, bar u otro negocio. El Club Tucarma era para los socios y sus familias. En los pueblos, los cafés están mejor ubicados que las cantinas, son más amplios e iluminados con luces de neón, los atienden más personal que en la cantina, abren toda la semana, puede que tengan varias mesas de billar y algún reservado en donde se escuchan los dados de la suerte o el silencio de los naipes, ponen la música cuando hay gente tomando licor, venden tinto generalmente oscuro al calor del cual se hacen negocios de toda índole. Los muertos generalmente son con revólver ya que un muerto a machete en un café es como de gusto muy primitivo. En los cafés, hasta comienzos de los años sesenta del siglo XX, sus administradores hacían ostentación de un buen arsenal de bambucos y pasillos en discos de 78 revoluciones por minuto pues todavía no había aparecido el disco de 45 ni el longplay. No podemos olvidar Filosofía de Peronet E Izurieta, A la orilla de un palmar de Tito Schipa, Mis Harapos de Giraldo y García, Salud-dinero y amor, de Juan Arvizu, Soy Virgencita, de Margarita Cueto y Carlos Mejía, Taboga, de Margarita Cueto y Juan Arvizu, Por si no te vuelvo a ver, por Alfonso Ortiz Tirado, Virgen de Guadalupe de Gómez y Vila, La Canción de Linyera de Antonio Lozzi y varios éxitos de Alfredo Sadel. Los tangos y milongas gustaban mucho a los deudos de Gardel que, al entrar a los cafés, como don Carlos, se ladeaban el sombrerito de paño, con plumita de pajarito, hacia el lado izquierdo. Gardel sabía hacer muy bien dos cosas: cantar tangos y colocarse el sombrero. Fuera de don Carlos, sonaba sin parar Francisco Canaro, 56


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llamado “el Maestro Mayor” y su Orquesta Típica (Por vos yo me rompo todo, No me pregunten por qué, Lo que pasó, Esta noche, Te quiero todavía, Cambalache), Charlo, Tita Merello y Ada Falcón, Francisco Lomuto, Rodolfo Biagi, Alfredo de Angelis, Miguel Caló, Osvaldo Pugliese, Argentino Ledesma, Alberto Gómez con En un beso la vida, Alberto Podestá, Alberto Marino y Edmundo Rivero con Antonio Troilo, Alberto Castillo y Enrique Campos con Ricardo Tanturi, Enrique Rodríguez, Jorge Valdez con Juan D’Arienzo llamado El Rey del compás y su orquesta típica que interpretaba Andate por Dios, Casita de Nácar, Adios corazón, Por la vuelta, Hasta siempre amor, Qué me importa tu pasado y Cicatrices. Para mí, la mejor versión del Choclo es la de Libertad Lamarque. Además, Hugo del Carril, Julio Sosa, Juan Carlos Godoy, Andrés Falgás con Quiero verte una vez más y Ángel Vargas con Rondando tu esquina. En la pared fotos de algunos de ellos, con su pose de soberanos de la canción porteña, como aquella de Francisco Canaro, Francisco Lomuto, Ignacio, Charlo e Ignacio Corsini, el de Cuartito Azul. Para qué más. Mientras los pasillos y bambucos cantaron un paisaje agrario, el tango y la milonga dieron un aire más urbano a nuestros pueblos y gentes. Si los bambucos, pasillos, valses, tonadas, zambas, huapangos, esparcían un aroma bucólico emanado de azaleas en el pelo de la mujer amada y boñiga en el zapato, los tangos y otros aires argentinos ofrecieron a nuestros borrachitos un postizo aire cosmopolita, porteño, bien recibido, luego de una semana al sol y al agua, cogiendo café. Adalberto Pérez Zuluaga, pocos días antes de morir, remitió al periódico El Cóndor, a cargo de Francisco Javier Alzate y Francisco Javier López, una carta imaginaria en la que el autor utilizó títulos de tangos escuchados en Apía. Para muchos este ejercicio ilativo muestra que muchos apianos rumiaban sus querencias en función de tango. A punta de tangos adiestraron sus sentimientos. Escuchemos: “Te escribo hoy, “La Última Carta” de nuestra llamada “Pasional”. Es que van “Tres Días” que “Bebiendo Estoy”, recordándote bajo el “Dilema” de nuestras dos vidas que “Fueron tres años” de pasión y en la que te di un beso pero “Tu boca mintió”. “Más solo que nunca”, caí “Cuesta abajo”, “Pensando en tí”, resignado con “El Esquinazo” que tu “Frivolidad” me dio. Mira “Cómo nos cambia la vida”, pues ya ves “Cómo has cambiado, pebeta”, no eres la “Muñeca Brava” que me cumplía esas citas “De seis a siete”, y como “Mañana zarpa un barco”, “Mi barco peregrino”, te doy un “Consejo de oro”: “Quema esas cartas” y si de mí te has olvidado no olvides, mi “Mocosita” que “A media luz”, “Tus besos fueron míos”, y si “Por quererte te perdí” para mí lo mismo da pues ya estamos “De igual a igual”. “Yira, yira”, “vete de mí”, no vuelvas nunca más. Tuyo, “Petruska”. (El Cóndor, Apía, 27 de julio de 2000, p. 10).

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El expresidente Alberto Lleras Camargo definió el tango como “un caso de policía con música”. En esa frase derramó su humor negro bogotano. César Montoya Ocampo, abogado y ensayista caldense, opinaba que “para muchos, el tango pertenece a la familia pobre de la música” y para Enrique Santos Discépolo el tango “es un pensamiento triste que se baila”. En gustos no hay disgustos. Me encanta lo dicho por Santos Discépolo y lo que opina el citado Montoya Ocampo es discutible. Muchos tangos ofrecen una fuerte dosis de filosofía existencialista de la vida. Discépolo pasó a la historia por el tono de protesta social y denuncia que puso en sus melodías. Varias de estas obras, fueron prohibidas por las dictaduras argentinas de los años setenta y ochenta del siglo XX, por su crítica social y política. En nuestro medio, fuera de Alberto Arenas, con indumentaria apropiada, nadie bailaba tango sino que lo escuchaba. Un conjunto de tangos incita a meditar como si se tratara de una Imitación de Cristo laica, con los pies en la tierra. A media noche retumbaba la protesta de ciertos tangos, en las rockolas de Mi Rey, Mi Cafecito, El Danubio o de los negocios de la Calle Jamarraya como el Bar Central de Emilio Arroyave y el de Aicardo Grajales. Una lección repetitiva de filosofía vivencial que el pueblo rumiaba desde su lecho. “Volver” fue tango favorito de Bernardo Jaramillo Ossa, joven candidato a la Presidencia de Colombia, asesinado en campaña y esposo de la apiana Lucía Zapata H: “Volver, con la frente marchita,/ las nieves del tiempo/ platearon mi sien./ Sentir que es un soplo la vida;/ que veinte años no es nada; que febril la mirada/ errante en las sombras,/ te busca y te nombra./ Vivir con el alma aferrada/ a un dulce recuerdo/ que lloro otra vez”. Se trata de una melancólica e inofensiva advertencia. Si de pesimismo se trata, no hay como Yira, tango que advierte sobre algunas situaciones extremas que en la vida de todo el mundo se pueden presentar: “Verás que todo es mentira, verás que nada es amor,/ que al mundo nada le importa…/ Yira, yira, aunque te quiebre la vida,/ aunque te muerda el dolor/ no esperes nunca una ayuda,/ ni una mano, ni un favor …. Cuando no tengas ni yerba de ayer secándose al sol” (se trata del mate; sería como decir cuando no tengas ni con qué tomarte un tinto); “cuando no tengan ni pilas los timbres que vos apretás” (que nadie responda cuando busques auxilio) y, lo peor de lo peor ya llevado al cine en la película Zorba el Griego, con Anthony Quinn y Melina Mércuri como protagonistas: “cuando veas que se prueban los trajes que vas a dejar”. Avanzando en esta atmósfera de pesadumbre, en los tangos se puede beber una conveniente lección de escepticismo para la vida corriente como en Desconfíale: “Desconfíale a todo el mundo/ y no te entregues a nadie/ que en la duda está el saber”. Que venga el profesor de Filosofía a explicarnos esto. Sube de tono la agresividad cuando en el tango Las Cuarenta, se dice: “La vez que quise ser bueno en la cara se me rieron; cuando grité una injusticia, la fuerza me hizo callar;/ la experiencia fue mi amante; el desengaño mi amigo./ Toda carta tiene contra y toda 58


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contra se da./ Hoy no creo ni en mi mismo/. Todo es grupo, todo es falso, y aquel que está más alto, es igual a los demás”. “El tango no sólo es audición musical. También es discurso, sustentado con imaginativas imágenes y filosofías elementales”, dijo César Montoya O. (26 de febrero de 2009, p.5a), hablando de Enrique Santos Discépolo, el máximo exponente de la protesta expresada en tangos. Transcribe, en Cambalache estos elementos de poética y cruel radiografía de la realidad. “El mundo fue y será una porquería/ en el seiscientos seis y en el dos mil también/… / Pero que el siglo veinte es un despliegue/ de maldá insolente, ya no hay quien lo niegue/. Vivimos revolcaos en un merengue/ y en un mismo lodo todos manoseaos/. Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor/, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador…¡Todo es igual!, ¡Nada es mejor!, ¡Lo mismo un burro que un gran profesor!”. Filosofía de la doble moral. Muchos aprendieron en estos tangos lecciones de ética, de dignidad aunque, de los negocios en donde tomaban trago al compás de esta música, un día de malas pulgas, algunos salieron con un pico de botella en la mano a agredir a su amigo o para la casa a darle una muenda a su mujer. Cuando, en las mañanas, los meseros y ayudantes de los cafés se dedicaban a barrer, a lavar orinales, a cepillar el paño de los billares, a encarrar cajas de cerveza, a surtir de licores los vistosos anaqueles dentro del mostrador, se daban fenomenales banquetes de música que no podían escuchar cuando atendían mesas porque ahí sí quien manda es el cliente, a veces con gustos musicales de inferior calidad a los de quienes les estaban atendiendo. En uno de esos días es bueno ponerle atención a esas descargas de milongas que no se escuchan sino cuando la generalidad de la clientela está ausente. Campo afuera, Picante, Pena Mulata, De mi Arrabal, El Esquinazo, El Temblor, Milonga Querida, Estampa de Barón, De Antaño, La Trampera, Tucu-Tun, Tierra como la mía, Tortazos, El Firulete, Morena del 900, Milonga que peina canas, Como pelea de novios, Carnavalito, San Benito de Palermo, Milonga del 900, La Milonga de Buenos Aires, Milonga Argentina, Vieja Milonga, son títulos al garete que muestran que los conciertos de música no son cosa de teatros famosos o multitudes delirantes. En cualquier café de Apía y de cualquier pueblo del occidente colombiano podemos asistir, en una mañana de semana, al más espectacular de los conciertos de milonga. Banquetes que un parroquiano de buen gusto puede disfrutar con el pago de una cerveza o un tinto. En los años correspondientes a las décadas de 1950 y 1960, era corriente que, al emprender un paseo, cada viajero cargara, en el bolsillo de la camisa, su cancionero. La gente se iba y volvía cantando. Los equipos de sonido en los vehículos eran todavía muy rudimentarios. En cada curva se les iba la onda. Mientras los paisas afirmaban que Gardel cada día cantaba mejor, debido a que los sistemas de reproducción de sonido cada vez eran más fieles y se hacían mejores mezclas, los cundiboyacenses se 59


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morían de la emoción por ponerse un gorro mexicano. La mayoría de los integrantes de mariachis bogotanos son boyacenses. Por la facha se parecen a los mexicanos rasos. Miguel Aceves Mejía, Pedro Infante, Jorge Negrete y Antonio Aguilar tuvieron la mayor aceptación en las cantinas del occidente colombiano, debido, entre otras razones, al gusto popular por el cine azteca cuyos problemas sociales y sentimentales eran parecidos a los nuestros. Ellos nos hicieron reír a mandíbula batiente como con Gaspar Henaine, conocido como Capulina, uno de los más grandes comediantes de México. Se caracterizaba con un sombrero sin tapa y sus chistes de humor blanco. En 1952, con Marco Antonio Campos, conformó el dúo “Viruta y Capulina” y a partir de 1956 filmaron más de 40 películas, entre ellas: Dos viajeros del espacio, Angelitos del trapecio y Regados. Luego llegaron las cintas de Cantinflas que batieron récord de taquilla en todo el mundo. Terapia para el pueblo. De los cantantes de rancheras, en la década de los cincuenta del siglo XX, nadie tan popular en Colombia, como Antonio Aguilar. Se puede catalogar como ‘cantante de escuela’ en cuanto que, sus tonadas eran enseñadas en las aulas escolares, por los maestros, en clase de Música o Canto. La formación teórico-musical de nuestros maestros era nula. Enseñaban lo que habían escuchado mientras tomaban trago en algún negocio, los fines de semana. Durante la clase, todavía enguayabados, escribían en el tablero o dictaban la letra de alguna ranchera de Antonio Aguilar. Así aprendimos “Cuatro milpas tan solo han quedado/ del ranchito que era mío, ay, ay, ay,/ y aquella casita tan blanca y bonita/ lo triste que está./ Los potreros están sin ganado/ la laguna se secó, ay, ay, ay,/ la cerca de alambre/ que estaba en el patio/ también se cayó…”. Esta triste melodía, en Colombia, con ritmo y letra adaptados a un grado mayor de nostalgia, se podría catalogar como hermana gemela de Las Acacias. Pasé la mayor parte de mi vida suponiendo que milpas eran unos pájaros. Al final vine a saber que se trataba de una medida de tierras, en México. Luego de aprendida, las cantábamos, en los paseos de la escuela, a la orilla de una quebrada o en un potrero sin mayores atractivos. El Hijo Ausente proyectaba en música lo que uno oía y veía en cualquier cantina de la calle en donde estaba ubicada la casa de cada alumno. Oigamos qué lección: “Un domingo estando errando/ se encontraron dos mancebos/ metiendo mano a sus fierros/ como queriendo pelear./ Cuando se estaban peleando/ pues llegó su padre de uno/ Hijo de mi corazón/ ya no pelees con ninguno…”. Otras melodías de Aguilar, que entre nosotros se han transmitido de generación en generación, eran: Las Mañanitas, Hace un año, La Cama de piedra, Yo, el aventurero, Ya viene amaneciendo, Adolorido, La Cruz de Palo, Ay Chavela, Échele cinco al piano, Golpe traidor: “Nunca pensé que algún día/ tú me pagarías con una traición/ tu falso amor me dejó/ herido del corazón…”. Recopilé las canciones en un cuaderno que no faltaba en los paseos. Ahí estaban varios corridos, entre ellos el Corrido de Lucio Vásquez, Caballo de Patas Blancas: “Caballo de patas blancas/ con herraduras de acero/ hoy vas a brincar las trancas/ antes que salga el lucero/ y vas a 60


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llevar en ancas/ a la mujer que yo quiero…”, El Ausente, Bala perdida, El Puente Roto, El Rayo, Juan Charrasqueado, La Martina, Laguna de Pesares, Rosita Alvírez, Sonaron cuatro balazos, Ya viene amaneciendo, El caballo blanco, El Corrido del General Zapata, Pasaron muchos años, Sentimiento de dolor: “Ya no vuelvo más a amar/ porque detrás del amor/ hay un sentimiento/ sentimiento de dolor/ mi corazón, lo siento/ Ay, qué horrible sufrimiento/ quisiera mejor morir./ Yo no creía que tú me hubieras hecho pa’un lado/ Sentimiento de dolor/ mi corazón, lo siento/ Ay, qué horrible sufrimiento/ quisiera mejor morir…”. ¿Quién no cantó en paseos en bus Mi Mazatlán, de Miguel Aceves Mejía? Imposible olvidar la saga estupenda de la revolución mexicana cuyos personajes y sucesos fueron inmortalizados, en forma anónima, en los corridos, la versión mexicana del Romancero Español. Entre esta recopilación de romances viejos (poemas narrativos de indefinido número de versos octosilábicos), de plena Edad Media, y los corridos mexicanos de la segunda mitad del siglo XIX (1880) hay más de una coincidencia en cuanto a origen, objetivo y recursos literarios. La Martina (“Quince años tenía Martina cuando su amor me entregó/ y a los dieciséis cumplidos una pasión me jugó.//… Y estaban en la conquista/ cuando el marido llegó…”), es la versión moderna del romance español de la Blanca Niña (“…Ellos en aquesto estando/ su marido que llegó:/ -¿Qué hacéis la blanca niña, hija de padre traidor?...”). Me introduje en el estudio de los romances a través de los corridos. En México sucedió algo parecido a lo que ocurrió en Colombia con el vallenato clásico, épico, el de las canciones de Rafael Escalona: El Testamento, La Patillera, Jaime Molina, La Custodia de Badillo, La Gota Fría, cuya línea directriz fue echada al olvido ante el auge de esos muchachos que lo erotizaron y modernizaron en cuanto a letra y sonido. Los jóvenes que integran los nuevos mariachis se defienden con los éxitos de los artistas de la segunda parte del siglo XX, al estilo Javier Solís, José Alfredo Jiménez y Alicia Juárez, Vicente y Alejandro Fernández, Juan Gabriel, Rocío Durcal, que sustituyeron, en el gusto popular, la ranchera clásica, de corte épico, por la ranchera lírica y erótica. En el 20 de Julio, a media noche resonaba Laguna de Pesares de Antonio Aguilar: “Por mis canciones sabrás/ como me la ando pasando/ rumbos y amores distintos/ ando en el mundo probando/ y ves, mancornadora, a qué te supo ese trago.// Con quién te quejas,/ si tu mal te lo buscaste/ A quién le importa/ tus lagunas de pesares/ Haz de entender/ que en amor debemos ser pares/ Ahórrame el sentimiento/ de verme llorando por mí…”. o Rosita Alvírez: “Año 1900 presente lo tengo yo/ que en un barrio de Saltillo, Rosita Alvírez murió/ Rosita Alvírez murió.// Su mamá se lo decía/ Rosa esta noche no sales./ Mamá, no tengo la culpa/ que a mí me cuadren los bailes/ que a mí me gusten los bailes… El día que la mataron/ Rosita estaba de suerte/ de tres tiros que le dieron/ no más uno era de muerte…”. Otra noche cantamos el corrido El Ojo de Vidrio: “Voy a cantar el corrido/ del salteador de 61


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caminos/ que se llamaba Porfirio,/ llamábanle Ojo de Vidrio./ Lo tuerto no le importaba/ pues no fallaba en el tiro// Se disfrazaba de arriero/ para asaltar los poblados/ burlábase del gobierno/ mataba muchos soldados,/ No más blanqueaba en los cerros/ de puros encalzonados.// Ahí viene el Ojo de Vidrio/ gritaba el pueblo asustado/ y a las mujeres buscaba/ mirando pa’todos lados;/ dejaba pueblos enteros/ llenos de puros colgados…”. Las rancheras de Antonio Aguilar pertenecen a un paquete de nostalgias por el que no hay que pagar pasaje. Algunos tararean todavía El Rayo: “Cruzando veredas, llanuras, laderas y caminos reales/ cantando canciones, canciones de amores sobre mi caballo/ me dicen El Rayo, mi nombre de pila es Mauricio Rosales/, aquí está mi mano que brindo con gusto a los hombres cabales.// Me juego la vida para hacer justicia/ así vivo siempre por pueblos y valles, sin pan ni reposo/ pues nunca permito que al pobre lo humille el más poderoso…”. Javier Solís universalizó la ranchera en Apía, en la mitad de los sesenta, con Sombras, En mi Viejo San Juan, Si Dios me quita la vida, He sabido que te amaba, Amanecí en tus brazos, Moliendo Café, En tu pelo y Payaso, el disco de la carcajada estridente. Le siguieron, uno tras otro, José Alfredo Jiménez que entró haciendo sonar Cuatro Balazos, El Adiós de Carrasco, Lágrimas negras, Te solté la rienda, Las Ciudades y Me equivoqué contigo. Vicente Fernández se adueñó de la clientela con Volver-volver, El Rey, El Arracadas, Que te vaya bonito. Cuco Sánchez pegó con su Cama de Piedra. Lola Beltrán hizo sonar, por larga temporada, Las Rejas no Matan, Desafío, Los Laureles, Grítenme Piedras del Campo y Gorrioncillo pecho amarillo. Toña la Negra impuso un estilo de bolero ranchera en sus interpretaciones de Qué más puedo pedir, Noche de Ronda, Cabellera Negra y Rosa. Nadie podrá olvidar a doña Yolanda del Río desesperada llorando en La Hija de Nadie. María Dolores Pradera insistía que le devolvieran el rosario de su madre y se quedaran con todo lo demás. Con estos cantantes, la ranchera abandonó la cantina y se instaló en los bares, emisoras y muchos hogares en donde empezaron a adquirir enormes equipos de sonido que atravesaban, entre dos paredes en ángulo de la sala, como un incómodo ataúd. La norma de oro de todo negocio está en que el cliente tiene la razón. Por eso, no se puede decir que la música de cantina no suene en otros negocios o la de café en aquellas. Del presupuesto del propietario depende que la cantina y el café estén bien surtidos de melodías. El primer café del que se tenga noticias, en Apía, fue un Café Nuevo, anterior al actual que, según conocedores del devenir comarcano, fue incendiado en 1938 en uno de los momentos más críticos de la primera violencia partidista del siglo XX. Se reconstruyó no con la espectacular arquitectura republicana que tenía antes del incendio sino con una arquitectura de cemento, escueta, cuyo único distintivo es su 62


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amplitud y el número de sus salidas o entradas. Por eso, por muchos años, se reconoció como el Café de las once puertas. Para este negocio el siglo XXI arrancó con buenos augurios, o por lo menos con buen humor como el expresado en este anuncio con recuadro, aparecido en El Cóndor: “Se inicia esta primera semana de agosto, en el Café Nuevo, el Campeonato Municipal de Billar a Tres bandas, con el patrocinio de la Alcaldía Municipal. Más de veinte jugadores, entre chanchos y perros viejos, se disputan los trofeos y el dinero de los premios. Aseguraron algunos marranos que su problema principal es que los perros participantes no tienen que hacer dieta”. (Ibid. 29 de julio de 2000, p. 9) Sin salirnos del marco del Parque principal, (¿recuerdan el nombre que, en la década de los veinte, le impusieron al parque principal de Apía?), había cafés pequeñitos que podrían catalogarse como un paso al concepto de ‘bar’. Ejemplos de ello fueron Rosa de Nieve, de Don Vitalino Osorio, en los bajos de la casa de la familia Acevedo Cardona, a un lado del Teatro Bolívar y, Mi Rey, el muy acogedor, cuyo dueño más duradero fue don Marcos Correa, caballero a carta cabal que murió en agosto de 2008, en Pereira. Este negocio quedaba (queda) en los bajos del Club Tucarma hacia el lado del Tatamá. G. López, hija de M. Torres, quien dio el nombre al Teatro Gloria y, una vez, esposa de J. E. Hernández, conocido como G., por su ímpetu imparable para toda empresa juvenil, in illo témpore, fue testigo de los deliciosos aguardientes que despachamos en Mi Rey. No olvido que, un sábado por la tarde, apuraba unos tragos con R. González mientras escuchábamos No pises mi Camino, Busco Tu recuerdo, Culpa al destino, de Charlie Figueroa. Miré a la plaza, en ese sector en donde ubicaban el grano y la panela cuando, recostada en la puerta de Mi Rey estaba mirándonos G. López, con camisa blanca por fuera, bluyines blancos y un parado como de vaquero. ¡Quihubo, mi reina! Entró, se sentó a nuestra mesa y, de entrada, pidió y pagó una botella de aguardiente. En medio de una charla muy amena, nos cogió la noche. A las ocho apareció M. Torres y, desde la puerta, recriminó a G., por lo que comenzaron a congregarse transeúntes y muchachos desocupados. Ante las agresivas amenazas, G. resistió a marcharse. Luego entramos en negociaciones de paz, para evitar consecuencias funestas. Al fin, salimos del café: adelante M., envuelta en una ruana de color verde azuloso, detrás G. y yo y, más atrás, un enjambre de muchachos que nos seguía a ver en qué paraba aquello pues, de trecho en trecho, M. se frenaba, miraba hacia atrás, nos lanzaba una andanada de reproches y continuaba hacia la casa en la esquina del parque en donde se inicia la Calle Matecaña. Al fin, en el portón de su casa, G. esperó que la mamá se acostara para devolverse para Mi Rey. H. Bermúdez era un aventajado y apacible alumno del Santo Tomás que conseguía honradamente el dinero necesario para costearse los estudios durante la semana, como mesero en Mi Rey o en el Club Tucarma. Cualquier día me dijo que le prestara 63


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“Así Hablaba Zaratustra” de Federico Nietzsche para leerlo. Un viernes por la noche, mientras se dedicaba a atender los contertulios de Mi Rey, tomó el revólver de su dueño, o de algún cliente que lo había dejado guardado en el cajón de la plata, y se pegó un tiro. Se conjeturó que se había suicidado por leer a Nietzsche. Invité a una charla, en el Club Tucarma, en la que el tema fue “Por qué H.B. no se suicidó por leer a Nietzsche” pues, desde antes, venía intoxicado en consideraciones íntimas que prefería no participar a alguien. Siguiendo a Bertrand Russell, me propuse demostrar que “Mientras Schopenhauer llegaba a una conclusión pesimista de la vida, Nietzsche adopta una posición optimista. Ese optimismo es una aceptación agresiva de las asperezas y crueles realidades de la vida. Nietzsche reconoce la primacía de la voluntad y considera una voluntad fuerte como el rasgo preeminente de un hombre bueno”. Muchos leen a Nietzsche, pierden en los negocios o terminan con la novia y no se suicidan. La gente no se suicida por un asunto inmediato que posiblemente ocurre a muchos sino por depresión, fragilidad o una empalizada que, desde hace tiempo y en silencio, como un castor dentro del agua, ha empezado a levantar a su alrededor. Lo demás son situaciones que vienen atiborrando la emotividad de una persona desde niña hasta que, en determinado momento, se le hace insoportable. Se rebosa la copa y estalla el detonante. Había cafés o bares más amplios que Mi Rey, como el Águila Negra y La Gran Copa. Como si fueran vehículos último modelo, los dueños los mantuvieron relucientes, muy bien tenidos. En ellos retumbaba Noches de Hungría y Sonia, de Julio Jaramillo dos piezas musicales con temas ubicados más allá de lo que, en tiempos de la guerra fría, se conocía como La Cortina de Hierro. La exageración más grande que se escuchaba, por aquellos años, la cantaba don Julio, en Sonia, cuando decía que las murallas eran tan altas que ni el mismo sol se veía alumbrar. El Pielroja era un negocio desolado pues los propietarios de antaño nunca demostraban interesarse por su apariencia. Cafés de mediano tamaño fueron El As de Copas y el Café Granada (o de Granada), en los bajos de la familia Acevedo, en la casa siguiente a la que ocupa el café El Ruiz. El Café Nuevo y Mi Cafecito eran los cafés más grandes de Apía pues fuera de las mesas para los clientes del tinto o el licor había varias de billar y billarpull y otros entretenimientos. Yo prefería entrar a Mi Rey, en los bajos del Club Tucarma y al Danubio Azul, en los bajos de la casa de Alboín Gómez, dos casas más abajo de la casa cural, mirando al parque. Más que cafés eran pequeños y acogedores bares. Me fui a estudiar Filosofía e Historia, en Bogotá y, en 1967, regresé como profesor de materias afines al Colegio de donde había egresado como bachiller, en 1962. Hubo comprensión total con los grupos en que me tocó trabajar de tiempo completo, en el Santo Tomás y como catedrático en la Normal Superior, entre 1967 y 1970. Máximo rendimiento del alumnado. Los bachilleres de 1968, en gesto simbólico, me otorgaron el diploma de Bachiller Honoris Causa. En noviembre de ese año, despedí 64


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a los bachilleres, en la última clase de literatura, con la lectura del testamento de Alioscha, en la obra Los Hermanos Karamasov, de Fedor Dostievski: “Pronto vamos a separarnos, amigos. Yo me quedaré todavía aquí. Pero pronto abandonaré esta ciudad, quizá por mucho tiempo. Vamos a separarnos. Prometamos, pues, en este momento, que jamás nos olvidaremos y que siempre nos acordaremos los unos de los otros. Aunque más tarde las preocupaciones llenen nuestra existencia, o sean los honores y las satisfacciones lo que la vida nos reserve, no olvidemos nunca lo dichosos que hemos sido aquí, todos juntos, reunidos en el mismo sentimiento de amor, sentimiento que nos ha hecho, durante algún tiempo, mejores quizá de lo que somos en realidad. No olvidéis nunca que nada hay tan bello, tan fuerte, tan sano y tan útil en la vida, como los buenos recuerdos de la infancia. No existe mejor educación que un buen recuerdo de nuestra infancia, y el hombre que sabe guardar sus recuerdos, a través de cuantas vicisitudes sufra durante la vida, se salvará…”. Al final de aquella jornada laboral, me dirigí al Danubio Azul, busqué refugio detrás del piano de luces circulares que cantaba con tal de echarle una moneda (“échele cinco al piano” advierte Antonio Aguilar) y en medio de la zozobra producida por la inminente despedida, vi como los bachilleres, primero, en barritas, con sus novias o amigas, luego los compañeros de colegio y algunas amistades del pueblo, poco a poco, fueron llegando hasta armar una mesa tan grande que no cabíamos en ese bar. Allí aparecieron, porque no podían faltar, Adiela Grajales, Adiela Ospina, Aleyda Penagos, Gloria López y Marta Cecilia Torres. Margarita Cueto, cantante mexicana, animó esta cita con sus discos, acompañada por Juan Arvizu, Carlos Mejía, Tito Guisar, Juan Pulido y Luis Álvarez. Éxitos de esa velada fueron: No vuelvo a amar (“No vuelvo a amar/ con tan profundo anhelo/ ni a cautivar mi vida en las pasiones/ no vuelvo a amar a tan crueles corazones/ no vuelvo a amar/ jamás, jamás, jamás…Porque el amor es un ave pasajera/ que anida y entorpece el pensamiento/ no vuelvo a amar/ ni a sentir lo que ahora siento/ no vuelvo a amar/ jamás, jamás, jamás”; Como si fuera un niño: “Deja posar mis labios/ sobre tu piel de armiño/ no me niegues lo blondo/ de tu real cabellera/ deja que me duerma/ como si fuera un niño/ en tu regazo ardiente/ como una primavera…”; y el clásico pasillo de Carlos Brito, Sombras: “Cuando tú te hayas ido/ me envolverán las sombras/ cuando tú te hayas ido/ con mi dolor a solas/ evocaré mi idilio/ de las azules horas/ cuando tú te hayas ido/ me envolverán las sombras// En la penumbra vaga/ de la pequeña alcoba/ donde una tibia tarde/ me acariciaste toda/ te buscarán mis brazos/ te buscará mi boca/ y aspiraré en el aire/ como un olor a rosas/ cuando tú te hayas ido/ me envolverán las sombras…”. Sonó el bolero Taboga, la canción Nube Pasajera, Peregrino de Amor, La tristeza está en mí, el bambuco Más vale tarde que nunca, ah, 65


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también, el pasillo Flores del Pasado, la danza La Negra Noche y el pasillo Dulce añoranza. El Danubio de siempre se convirtió en un puerto. Como no cabíamos en él, esta convocatoria, en nombre de la amistad, tuvo que trasladarse al parque. El sentimiento de nostalgia es anterior a la música de despecho. Muchos pañuelos blancos flotaban al borde de las almas. El Ruiz, en la esquina del Parque, rumbo a Matecaña era un café como para gente de paso. Allí cuadraban los jeeps y automóviles de Viterbo, unos tan viejos que los conductores, luego de que estuvieran llenos, amarraban las puertas, desde afuera, con cabuyas. Para completar, otro de los conductores carecía de una mano. Doña Rosalba, la señora que trabajó en la cocina del Internado del Colegio Santo Tomás, a comienzos de la década de los setenta, armaba al comienzo de todas las noches un improvisado restaurante, en la esquina de El Ruiz. Su clientela estaba constituida por borrachitos, bohemios, trasnochadores, personas que se fugaban de los cafés rumbo a casa y la clientela del teatro al salir de cine. Llamaban la atención la sazón de los chorizos y empanadas vaticanas (sólo papa) pero, sobre todo, la belleza morena de la hija. Hay que destacar, en la segunda mitad de la década de los sesenta, el apogeo del “incontenible Rodolfo Aicardi” (muerto en octubre de 2007). Fue, en esos años y algunos más, el cantante colombiano de mayores ventas en este país, Ecuador y Centroamérica. Llegó a los bares y clubes y se quedó, por varias décadas, con Una Lágrima por tu Amor, Qué esperas de mí, La Nave del Olvido cantada también por José-José, Quiero amarte, Te llamo para despedirme y Besando la Cruz. De su cosecha, no hubo parranda en que no sonara “Fiesta en mi pueblo”. Esos discos se escuchaban al mismo tiempo en el Estambul, en La Fogata, en Mi Rey, en las cantinas de la Zona de Tolerancia y en el Club Tucarma, en donde cantó en bailes de bachilleres de varios años. Hacía temblar la pista. El bingo para nuestros paisanos era una lotería de tacón alto que se jugaba esporádicamente, por causas altruistas, precios bajos y premios donados generalmente por el comercio. A un buen bingo le adornaban con una programación especial de variedades. En 1968, los bachilleres del Santo Tomás realizaron un bingo, en el Club, en que desfilaron preciosas mujeres vestidas con trajes confeccionados en toda clase de papel y materiales reciclables. Todos admirábamos el ingenio, disfrutábamos con los resultados y anhelábamos, de pronto, un imprevisto, en esos trajes de papel sedilla, papel periódico o crepé. El Café Apía, diagonal al templo parroquial, es digno de un texto de crónicas o de poemas al estilo Por qué no tomo más o el Brindis del Bohemio. Por los años sesenta del siglo XX se escuchó escasa música en este café pues era más la labia y la cháchara 66


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que se hablaba en boca del personal adscrito a la alcaldía y juzgados que quedaban pasando la calle. Eso sí, en semana, de lunes a viernes, la juerga empezaba a las siete y duraba hasta las doce; los sábados, empezaba desde las tres de la tarde. Al comprar el cartón le entregaban un puñado de maíz para cubrir los números que acertara cada uno. A medianoche, resonaba, en todo el pueblo, la voz de Pedro Guirales cantando los números de la lotería. En las noches, desde la cama, se escuchaba: Sesenta y-ocho, treinta y cuatro. Cuando se hacía silencio era porque había un nuevo ganador. A veces con lo que se ganaba si mucho se compraba la panela y el chocolate amargo para el desayuno del día siguiente. Era lo más parecido a los juegos electrónicos que aparecieron en la década de los noventa, con la diferencia que al Café Apía llegaban, enruanadas, todas las noches, barras de mujeres buscando financiarse con un premio no muy gordo de la lotería de Guirales. Otras esperaban a sus amigos. La clientela de las maquinitas está integrada, en gran porcentaje, por jóvenes que buscan una fortuna fácil aunque esquiva y por niños que empezaron la vida de garito muy temprano. Los viejos arrebatan las maquinitas a los muchachos para entretenerse y se gastan el dinero que mandan de España quienes se fueron a trabajar como burros para enviarles plata para el mercado a las familias. Ilusos. Cuando los clientes no ganaban premios en el Café Apía, salían, ilusionados, rumbo a La Cruzada Social. Este era un cafecito que quedaba en el subterráneo de la casa de don Francisco Gómez y doña Anita Jiménez, frente a la tienda de Antonio Acevedo. Desde la calle de Matecaña se bajaba por una escala y allí se encontraba la Cruzada inundada de humo de cigarrillo. Con el producido de la lotería, más lo que dejara la tienda que administraba Cecilia Zuluaga Osorio, la Parroquia repartía una cantidad significativa de mercados semanales entre familias desposeídas, muchas de ellas desplazadas por la violencia en el campo. Un cantante famoso de lotería fue Ignacio Taborda. Con su vozarrón para qué micrófonos. El Baile de Bachilleres, celebrado en el mes de noviembre, cada año, desde 1957, el día de la Clausura de labores en el Colegio Santo Tomás de Aquino, se convirtió en el más alto alarde de solemnidad, lujo y alegría. Las mujeres, durante todo el año, ahorraban para comprar el vestido con el que deslumbraban en aquella noche de ensueño. A comienzo de los años sesenta la gente bailó con los Teen Agers, un grupo de Medellín que animaba empanadas bailables en el Club Unión, pachangas y charangas. Esta agrupación introdujo el teclado eléctrico y la guitarra eléctrica en la música colombiana. Sus mayores éxitos fueron: Color de Arena, La Gorda, La Cinta Verde y sobre todo, La Gallinita Josefina. Luego, aparecieron los Golden Boys, los de Rubiela y el Pirulino. En 1967, la música de los bailes de bachilleres estuvo a cargo de la Orquesta Los Black Stars, la mejor que sonaba por esa temporada, en el país. Gustavo Quintero, el 67


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Loko por su dinamismo en la animación, pasó de los Teen Agers a Los Hispanos de los hermanos Jiménez. De esta temporada se recuerdan Lucerito (bautizada como Fantasía Nocturna), Ramita de Matimbá, La Colegiala y La Charamusca. En 1969, se veía a Don Gabriel Rojas, el Señor Rector, parado en la esquina del viejo Santo Tomás, más preocupado que nunca. Había firmado contrato con Los Hispanos para animar el pomposo Baile y las noticias decían que el Loko Quintero había ido a parar a otra orquesta. Se suponía que el Baile de Bachilleres iba a ser, por primera vez, un fracaso pero, aunque Quintero no se hizo presente, el baile resultó todo un éxito. El Loko fue cantante de las dos agrupaciones: de Los Hispanos para grabar en Discos Fuentes y de Los Graduados, en Codiscos. Fabio Alzate, experto en este cantante, comentaba que el Loco, después de salir de Los Hispanos creó su propia orquesta, Los Graduados, en compañía de su hermano Gilberto, saxofonista, a finales de 1968, y nunca volvió a cantar con Los Hispanos. ¿Quién olvidará La Mula Rucia que bailamos con los Black Star? En ese 1970, azotamos baldosas hasta las seis de la mañana cuando, con la orquesta adelante, dimos la vuelta al parque prendidos en forma de tren de innumerables vagones. Abandonamos el Club Tucarma a las siete, todavía con muchas energías porque, en esa clase de fiestas era más lo que se bailaba que lo que se tomaba. A esa hora nos refugiamos en Mi Rey y, más o menos a las nueve, nos trasladamos al Café Apía, buscando sosiego después de tanto escándalo. A las diez de la mañana, a falta de unas cuantas almas caritativas, cuatro presos acompañados de Bernardo Rendón que era guardián de la cárcel municipal, más una anciana, subieron de la morgue, a un lado del Hospital, con un féretro y, como todavía no había salido el celebrante, dejaron el pesado ataúd en el atrio y tornaron a la cárcel. En ese entonces, cuando un difunto no tenía ni siquiera quien lo cargara en su último viaje, recurrían a cuatro encarcelados. Minutos después salió el cura con el sacristán para ingresar al templo con el cadáver pero como no había quien lo cargara, el sacristán recurrió a los contertulios del citado negocio. Desde la puerta se dirigió a nosotros para decirnos: “Oigan, agarren el muerto que el padre ya entró a la iglesia”. Sin preguntar ni resistirnos, salimos, entramos el muerto, lo dejamos junto al altar y nos devolvimos al Café Apía. Media hora después, cuando ya habíamos olvidado lo acaecido, entró nuevamente el sacristán y nos dio la orden de conducir el féretro al cementerio. Seis le echamos mano, lo colocamos sobre los hombros y salimos rumbo al camposanto. Detrás iba la anciana solitaria a paso largo. Cuando pasamos frente a los negocios salían a preguntarnos alarmados al ver sólo bachilleres aún con la corbata del grado puesta: “Muchachos, ¿a quién llevan a enterrar?” Como no sabíamos, les respondíamos: “A un bachiller”. Al llegar al cementerio, don Ramón Aguirre, el sepulturero, nos entregó dos sogas para que bajáramos el ataúd al hueco. Dentro de la fosa, en un rincón, una rata luchaba inútilmente por salirse. La anciana se recostó en mí tratando de expulsar la última gota de llanto. Llanto seco que más parecía lamento. Le pregunté 68


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quién era el difunto. Me contestó que el único hijo que tenía, con quien se había venido desde Cali buscando trabajo para conseguir con qué continuar la construcción de la casita en esa ciudad. Los dos laboraron en la misma finca, él como capataz de peones, en la cafetera, y ella haciéndoles de comer, en la cocina. Mientras, los sábados, los demás trabajadores se iban al pueblo a tomar trago y regresaban los domingos o lunes por la mañana, sin una moneda, ellos dos no salían para poder ahorrar. Hacía dos noches les habían pagado todo lo que habían ganado en la cosecha pero que no habían cobrado. Cuando salían, por la mañana, al pueblo, para regresar a Cali ilusionados, dos enmascarados salieron al camino, asesinaron al hijo y a los dos les robaron el producto del esfuerzo de los meses de sacrificios. Los terrones producían un golpe sordo sobre las tablas del ataúd. Desandamos los pasos hacia el centro del pueblo. Rodeábamos a la humilde mujer, huérfana de su propio hijo. Con ella nos fuimos de café en café exigiéndoles a los borrachos la colaboración para la anciana quien recibía lo que entregaban. Era la alborada de la bonanza cafetera. Un profesor de secundaria, en ese entonces, se ganaba mil doscientos pesos al mes. Despachamos en carro a la anciana para Cali con novecientos treinta y cinco pesos, pero sin el amor de su vida. Regresamos al Café Apía; ya no éramos los mismos; estábamos pasmados por lo que cada uno partió para su casa. Aunque parezca imperceptible, hasta este café ha tenido su evolución. Al arrancar el siglo XXI, contaba con ofertas desconocidas en tiempos idos. En la edición de El Cóndor (29 de abril de 2000, p. 12), se encuentran estas otras variables en su oferta de servicios que, treinta años atrás no se soñaban siquiera: “Café Apía: salón social, billares, juegos de mesa (ajedrez, línea cuatro, trique, crucigramas), Televisión, Diego Armando Gómez Betancur, Plaza principal, teléfono 3609912). Debajo de la casa cural funcionó, por largas temporadas, el Salón Parroquial, luego Café Parroquial y Club Juvenil. La parroquia nunca supo, a ciencia cierta, qué hacer con ese espacio y, de acuerdo con la dinámica de los sacerdotes cooperantes, se abría una nueva opción. Cuando lo tuvo arrendado don José Alzate, padre a mucho honor de Filiberto, Francisco Javier, Fabio y Jaime, se escuchaban voces privilegiadas. Don José se emparejaba a cantar con Régulo Ramírez “Perdóname otra vez” (“Celos, malditos celos…”) y el bambuco “El Trapiche”, en el que Régulo Ramírez hace dueto con Luis Ángel Mera. Era un deleite escucharlos en esa hora en que caía la tarde sobre el Tatamá. Los sábados, a comienzos de la década de los sesenta, al Café Parroquial entraban sobre todo campesinos a hacer negocios. Los espacios sin puerta eran convertidos, por los viejos verdes, en auténticos reservados aunque los curas estuvieran rezando el rosario, en voz alta, en el piso de arriba. A medio día o de noche, la música sonaba bajito para no interrumpir el sueño y las labores de quienes vivían en los pisos 69


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superiores. Cuando fue Club Juvenil, tenía mesas de ping pong, luego de billar, juegos de mesa, escenario y muchas actividades de scouts y personas de parecidos propósitos. La música de este lugar no era muy abundante pero tenía cositas buenas como los boleros Obsesión, Nosotros, Quién será, No me vayas a engañar, Escríbeme, Deuda, Somos diferentes, Quizá-quizá-quizá. Le daban palo a un longplay de música llanera interpretada por Marco Antonio Muñiz. De esta forma se conocieron y gustaron joropos de entonces como Solo con las estrellas, Muchacha de Ojazos negros, Campesina y Secreto de Amor. Mario Lanza falleció en octubre de 1959; había sido el heredero musical de Enrique Caruso. Dos voces privilegiadas que tuvieron su apogeo en Apía, en los primeros años de la década de los sesenta. Caruso, Lanza, Alfredo Krauz y Ortiz Tirado fueron los cantantes favoritos de Don José Alzate y de los colegas del Orfeón Municipal. Herían el silencio de la noche tratando de imitarlos.

Carlos Echeverri García fue un artista que contribuyó a identificar Apía como tierra de la música. Brisas del Tatamá se ha constituido en el indiscutible himno de Apía

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n una sociedad machista, cantinas y cafés eran territorio de varones. Una

mujer, a no ser que fuera mesera, se veía mal en esos sitios. Si una mujer corriente entraba, era tanto el complejo de culpa que se ubicaba detrás de las puertas con rendija incluida para mirar a las arpías que pasaban por la calle, despacio, observando para adentro, con las ansias de confirmar sus sospechas para poner a la pobre mujer en la temible picota pública. Una mujer campesina, digna y de armas tomar, con carriel y bebedora de aguardiente, no se veía mal en una cantina o un café, el día de mercado. No se dudaba de su moralidad pues, en la época de la violencia, miles de esposas quedaron viudas, cargadas de hijos y deudas, y tuvieron que hacer frente a la tierrita y compromisos que dejaba el difunto. En la cantina planteaban y concluían los negocios de plata con sus compadres tan emproblemados como ellas. Como no existían muchas emisoras musicales, la música estaba circunscrita casi exclusivamente a los negocios públicos. Comprar unas cervezas era pagar por tener la oportunidad de escuchar la música predilecta que sonaba en esa cantina, café o bar como no sonaba en otro sitio. Las emisoras eran todavía escasas y entretenían a su audiencia con noticias y radionovelas. Las emisoras musicales, fuera de la Radio Nacional de Colombia y HJCK El mundo en Bogotá, se contaban con los dedos de la mano. O era que no alcanzaban a llegar hasta Apía por la geografía o el mal clima. Por la radio se escuchaban hasta los truenos que caían en Pereira o Manizales. Existía una música de café muy definida encabezada por varios de los que ya mencionamos como cantantes de cantina. Julio Jaramillo amplió la oferta musical de cantinas y cafés con Una tercera persona, Nuestro Juramento, Reminiscencias, Para qué se quiere, Desde que te marchaste, Hojas de Calendario, Los versos para mi madre, Ódiame y Te esperaré. Cuando quitaban (quitan) a Jaramillo montaban el disco de Charlie Figueroa con No pises mi camino, Como tú reías, Busco tu recuerdo, o los discos de Alci Acosta que son almas gemelas de aquel: La Cárcel de Sing-Sing, Odio Gitano, Si hoy fuera ayer, La copa rota. En ciertas ocasiones, alguien entraba y preguntaba por Alci Acosta o Julio Jaramillo. Le respondían que no estaban. Seguro que habían salido para la Zona de Tolerancia y quién sabe cuándo regresarían. Allá los adoraban. Los diccionarios esclarecen conceptos pero, en ciertas ocasiones, por diversidad cultural y cuestión semántica, los oscurecen como sucede con la definición de bar: “Establecimiento en que sirven bebidas para ser tomadas de pie o sentados ante el mostrador”. Entre nosotros ese cuento de tomar de pie no era corriente a no ser que 71


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estemos hablando de las fondas camineras. Antes que las barras, en las cantinas existieron los mostradores como en cualquier tienda o almacén. Allí estorbaban mucho los borrachitos. Tomar en la barra apenas se veía en las películas del oeste, antes de que entrara el guapo dando bala. En nuestros bares se tienen en cuenta otras consideraciones menos tangibles. Con el olfato se sabe si un negocio es cantina, café o bar. La cantina huele a berrinche de orinal; el café se mantiene pasado a nicotina y el bar a aromatizadores industrializados. En el café son expertos en preparar tinto cuyo aroma se esparce por todo el vecindario para que lo absorban con una bocanada de aire que penetra por la nariz. El licor allí casi cuenta tanto como en el bar. Hay negocios que en el día funcionan como cafés y cuando va llegando la noche aparecen refuerzos de personal que encienden luces de colores estridentes, ubican cortinas rojas, verdes o de flores enormes, cambian de música, mujeres voluptuosas hacen su ingreso triunfal y, a partir de esas mutaciones temporales estamos, ya no en un café, sino en un bar. Claro que también hay ‘bares de mala muerte’. En 1957, en Colombia, por primera vez, las mujeres depositaron votos en las urnas, cuando el Congreso, a marchas forzadas, aprobó el histórico Plebiscito Nacional. Ese acontecimiento apresuró cambios sociales que se gestaban en buena parte del mundo occidental. La progresiva emancipación de la mujer llegó adaptando nuevos espacios sociales para recibirlas. Aparecieron los bares y luego los grilles que, con otras finalidades y mejoramiento de muebles, aparatos eléctricos, decoración, luces y precios para el consumidor, en la década de los setenta del siglo XX, recibieron el nombre de discotecas. Los primeros bares de Apía, que yo recuerdo, fueron el Linares, luego llamado Estambul, y La Fogata. El bar Linares, en el día, era visitado por algunas parejas que entraban a tomar frescola o manzana Lux y a escuchar, sobre todo la música que aceitaba las piezas de sus corazones. De noche, el espacio de Estambul se convertía en grill. En los bares era posible que hubiera rockolas o pianos, como también se llamaban. Se introducía una moneda y sonaba el disco deseado. Al girar las luces el lugar adquiría un aire de fantasía. Cuando yo era niño me paraba en la puerta de los bares a ver cómo daban vueltas las luces de colores. Cuando tenía una moneda en el bolsillo corría hacia el piano y la introducía por la ranura para admirar la forma como se activaba el mecanismo por medio del cual resonaba la música. Fabio Alzate comentaba que Apía llegó a tener 13 rockolas en bares distintos. Refrescando la memoria mencionaba las que hubo donde Lázaro Velásquez, en el Pielroja de Marcos Correa, en Mi Rey, en el Café Nuevo, en El Danubio, en el café de José Acevedo, en Matecaña, en el bar de Luis Eduardo Restrepo, Bejuco y, en la zona de tolerancia, donde El Mocho Correa, donde Rocío, en el sitio que luego fue de Patecatre, donde Gudiela y en Puerto Nuevo de la Mona de crespos. El Salón Azul de Bernardo Mejía 72


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quedaba por Jamarraya junto a la Panadería de Yuyo. Al escuchar “Cuartito Azul” se evoca ese sitio. Tanto Estambul como La Fogata ocuparon los nuevos espacios que reedificaron luego del incendio de la esquina suroccidental del Parque que ardió en la noche del 11 de enero de 1968. El incendio se presentó al estallar una estufa de gasolina en el negocio del Pobre Luis quien vendía gaseosas, leche, kumis, dulces, buñuelos y empanadas fabricadas en la trastienda de su negocio, debajo del Bar Linares, al empezar la falda que conducía a la Normal y a la actual Casa de la Cultura. Vendía también las revistas y periódicos que circulaban en Apía. Las llamas se propagaron, desde ese sitio, en la casa de la esquina que pertenecía a don Bertulfo Agudelo, doña Irene y familia, continuaron con la casa siguiente en donde vivían don Evelio Aristizábal, doña Leda y familia pero los bomberos y la ciudadanía alcanzaron a detenerlas al empezar el Club Tucarma que, para tristeza de algunos resentidos, quedó intacto. Fuera de los domicilios de las dos familias, arrasó, con el Bar Linares o Estambul, en el primer piso de don Bertulfo, el negocio del Pobre Luis y con la Farmacia Santa Fe, propiedad de don Evelio. “El Pobre Luis”, a las cinco de la mañana, en la década de los sesenta, ponía a sonar al brasileño “don Enrique, el de los boleros”, para desánimo de los internos del Santo Tomás cuyo dormitorio quedaba al frente, en donde funcionó el zacatín de la Licorera de Caldas. Jamás desapareció, de esa área, el penetrante olor a anís, materia prima de esos licores. Cuando empezaban a cantar boleros o sintonizaban Mañanitas Campesinas, donde Luis, era casi hora de levantarse, bañarse, tender bien las cobijas y la colcha sobre el catre, con la toalla extendida en la cabecera de la cama pues el profesor encargado pasaba revista. El baúl debería quedar con llave para evitar saqueos domésticos. Bar es una palabra que provoca la imagen de un espacio social de relativo lujo, espejos, estantería lacada con variedad de licores, cambio de luces para crear distintos ambientes y música seleccionada, en variados ritmos. Por lo general, en los bares no hay billares, el mobiliario es actualizado, fino, seguramente importado de la capital del departamento, con sillas cómodas, abollonadas, de colores de moda, de material sintético y equipo de sonido de mayor potencia. Los licores que más se consumen en los bares son la cerveza y el ron. Ron Viejo de Caldas. Su clientela tiene características que la distinguen de la que visita de continuo cantinas y cafés. Pueden ser las mismas personas que entran, a cada uno de esos espacios, en planes distintos. A los bares entran barras de mujeres de edad indefinible a beber algunas cervezas o el indispensable roncito con coca cola, a matar el tiempo mirándose las uñas y a esperar que algún agente viajero “de fina estampa” tenga compasión de su soledad, las 73


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entretenga ya que los varones del pueblo se han ido a buscar trabajo a otros lares o ya tienen dueñas. En todo pueblo había (o hay) grupos de mujeres ubicadas socialmente entre la clase media y la alta, ya con un pie en el estribo del tren que parte, que cuentan con quienes les vayan a informar, en las casas o almacenes que frecuentan, que llegó alguien como ellas querían ver y tratar. Esas barras de mujeres, con tiempo libre casi todas las tardes, lo mínimo que les piden a los agentes viajeros es que se dejen comer, aunque sea con los meros ojos, antes de emprender el viaje que ojalá tenga regreso. Con la aparición de los bares se innovaron ciertos gustos de los apianos. En música, nuevos ritmos, brillantes orquestaciones, voces frescas, motivos aparentemente novedosos, atrajeron público y compradores. Entre las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo XX se vivió a nivel de sitios sociales una temporada española. El negocio de moda era el Bar (o Grill) Linares bautizado así con el nombre de la plaza ibérica en donde un toro acabó con la vida del torero Manolete. La música contribuía a la ambientación española. Juan Legido y su “Perro Callejero que no sabe dónde va”, Los Bocheros, el Cuarteto Rufino que, aunque mexicano interpretaba con mucho salero las tonadas españolas, como “Triana, Triana morena...”, y sobre todo Los Chavales de España, con Cielo Andaluz y su clásico Luna de España en que cantan con tono gitano: “La luna es una mujer... Luna de ojos azules, cara morena, luna de España, cascabelera”. No es un simple título; se puede hablar en propiedad de una “luna de España”. La luna, en la música española de raigambre morisca y anteriormente, árabe, es una guía para los viajeros de la noche, es un don del cielo en el desierto, una compañera fiel, una amiga sensual o, como dice el mismo disco, “la luna es una mujer” a la que se pueden encomendar las cuitas. Hasta los animales se pueden enamorar de ella según el disco que causó sensación por aquellos años: “es el toro enamorado de la luna/ que abandona por las noches la majá/ es pintado de amapola y aceituna/ y le puso Campanero el mayoral…”. En cambio, la luna colombiana es de menguadas proporciones: “lunita consentida colgada del cielo,/ como un farolito que puso mi Dios/ para que alumbrara las noches calladas/ de este pueblo viejo de mi corazón”. Es solemne y siniestra: “la luna envuelta en sus crespones fúnebres/... es tenebrosa y fría”, repetía un bambuco. Nuestra luna carece de sexappeal o erotismo. Los poetas al estilo Silva y Fallon y músicos tradicionales la convirtieron en un objeto enigmático y fantasmal. En la iconografía mundial podemos emparentar la luna de los Andes colombianos con la luna de Frankestein y del Hombre Lobo. Pero, si vamos a hablar de cantantes ligados al difunto Linares, entre finales de la década de los cincuenta y comienzos de los sesenta, del siglo XX, tenemos que mencionar a Angelillo de España, cuyo nombre de pila era como sacado de una vieja radionovela o una moderna telenovela mexicana: Ángel Sanpedro Montero. En la 74


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década de los treinta fue artista de cine y actuó en la película La Milonga, dirigida por Luis Buñuel, éxito de taquilla por la cantidad desesperada de lágrimas que provocó. Desde siempre, la gente paga para que la hagan llorar. La cinta se basaba en una pieza musical que en Colombia se dice que pertenece al maestro manizaleño Victoriano Vélez y, en la Madre Patria, sostienen que es un anónimo español. El tema musical de la película La Milonga, de magnífica calidad interpretativa, duró sonando más de treinta años. Evoca aquella escena en que Juan Simón, el viejo enterrador de la comarca, “el mismo /a su hija al cementerio llevó;/ el mismo cavó la fosa/ murmurando esta canción... Soy enterrador y vengo a enterrar mi corazón”. Temporada de Julio Flórez y sus espeluznantes versos necrofílicos. Esa tonada la cantó, cuatro décadas después, Leonardo Favio (sic.), el baladista argentino. Angelillo de España, tuvo que salir de su patria, al exilio, cuando Francisco Franco inició su dictadura, a comienzos de los años cuarenta. Angelillo se radicó, por muchos años, en Bogotá, en donde tuvo un hotel que se llamó Casa Marina. Se presentó muchas veces en el Teatro Municipal de la capital que luego fue derribado. Vienen a la memoria los éxitos que escuchábamos, en El Linares, después de las seis de la tarde, hora en que llegaba a los hogares y negocios la luz de la planta municipal, tan mala que, en las casas, se necesitaba mantener prendidas varias velas pues con la luz del municipio no se podía ni conversar. La quitaban a las diez. La gente pagaba por el prestigio de haber mandado a instalarla en casa, no por el servicio que pudiera prestar semejante cocuyo. El Cristo Cordobés repetía y repetía: “Cristo bendito de los faroles/ que por los hombres sacrificaron en una cruz/ por la Virgen los Dolores/ castiguen al que jura en falso/ y no tiene perdón de Dios”. Quién olvida aquella imagen de: “Y en la noche azul y plata/ ante el Cristo cordobés...” Noche azul porque la polución de las fábricas y los autos no la había desteñido tanto como ahora, y plata en cuanto al color de la luna cuando esta esfera, ante la aparición de la luz eléctrica, en todos los hogares, todavía conmovía a los enamorados, los locos y los perros. La luz de la Central Hidroeléctrica de Caldas llegó a Apía en 1962. Antes, para estudiar, los estudiantes se quemaban las pestañas con la llama de las velas. Otros éxitos de Angelillo de España fue el danzón No te mires en el Río, con letra de ese gran poeta español, también exiliado por la Guerra Civil, Rafael Alberti: “En Sevilla hay una casa/ y en la casa una ventana/ en la ventana una niña/ que es la rosa sevillana...Materile, lire, lire, rón”. Pasados los años, todavía se escucha la zamba Ojos Verdes: “... Ojos verdes,/ verdes como la albahaca/ Verdes como el trigo verde/ y el verde, verde limón”. Sarita Montiel marcó una época en la canción y el cine en español. Mi tía Teresa no se perdía película de esta española como La Violetera, El Relicario, El Último Cuplé y Fumando Espero. “Fumando espero a la mujer que quiero/ tras los cristales de alegres

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ventanales/ y mientras fumo mi vida no consumo/ porque flotando el humo…”. En el difunto Linares tampoco dejaba de sonar su música. Por los años sesentas se puso de moda Joselito, un chaval español con una vocecita tan aguda que parecía una aguja. Lo apodaban “El Ruiseñor de España”. La gente quedaba boquiabierta cuando entonaba los falsetes en la ranchera “Va el pastor con su rebaño, al despertar la mañana…”. Era uno de los pocos cantantes que el rector permitía que sonaran en los recreos del Santo Tomás. Los que aspiraban a ser cantantes se entrenaban con su vocecita chillona. Por esa temporada presentaron, en el Teatro Bolívar, las películas El Niño y el Toro y Marcelino Pan y Vino. ¿O no, Marcelino Hincapié? Fue, en espacios sociales tan inolvidables como el Grill Linares (Estambul), La Fogata y el Club Tucarma, en donde en el día ponían a sonar una música distinta a la que ponían a retumbar en la noche. Apía fue tierra abonada para el bolero. Debido a esa fijación musical ocurrida en la adolescencia, los que nos hemos ausentado, posiblemente por medio de algún programa de radio, en cualquier hora y lugar, volvemos “a través del tiempo y la distancia” a deshacer los pasos y a revivir los instantes más sensuales que disfrutamos en esa ciudad hecha ensueño. El bolero es responsable en buena parte de que, en esas mañanas bañadas por el sol naciente, al divisar el Cerro de Tatamá, cuando salgo de mi residencia en Manizales, me envuelva la bruma de una irredimible nostalgia. Igual, al final de esos días como el descrito por Luz Alcira Múnera en su poema “La tarde se nos muere”. Del bolero se puede hablar como moda, como condición social, como interioridad. Piénsese en lo que significan en el imaginario colectivo boleros como Sin un Amor, Obsesión, Cosas como Tú, Pecadora y Somos. Un universo individual y compartido de sentimientos, evocaciones y situaciones irrepetibles. Llegaron, se aclimataron y causaron impacto en el alma latinoamericana determinando, muchas veces, las formas de desear, aspirar, amar, odiar y una manera peculiar de comportarse. Los boleros, como pocos ritmos populares de la cuenca del Caribe, trajeron consecuencias en la vida cotidiana. Sintonizar boleros es revolcar fantasmas. Es provocarnos, a pesar del calendario, en asuntos de amor. Volver a escucharlos es volver a creer que aun nos acompaña una capacidad inextinguible de entrega y la ilusión de que merecemos, como antaño, que un amor refrescante se atraviese en el desierto por el que los humanos nos atrevemos a transitar. Para el corazón de quien en alguna temporada de su vida vivió en Apía y visitó por luminosas mañanas o tardes doradas, el Linares o Estambul, La Fogata o el Club, no pasan de moda boleros como Cuando Tú me quieras, cantado por los Cuatro Hermanos Silva, Cenizas, de Toña la Negra, Bésame Mucho, en cualquiera de sus mil versiones, Total, de Virginia López, Mi Último Fracaso entonado por los Tres 76


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Ases, Irresistible, por Daniel Santos y el Cuarteto de Pedro Flórez, Miénteme por los Tres Diamantes, Una Limosna, del famoso Dueto Miseria. Música para entusados: “Aunque sigas viviendo para mí ya estás muerta,/ aunque llegues tocando insistentemente a mi puerta…”. Ojos de Almendra entonado por Alfonso Ortiz Tirado y Juan Arvizu tenía ese aire familiar de la música colombiana del interior. Uno aprendía a silbar para canturrear, de entrada o de salida, a su sitio preferido, el principio de Recuérdame de los Hermanos Martínez Gil. En la década de los sesenta del siglo XX, en Apía, el himno nacional de nuestros corazones era Quien Será en una de sus muchas versiones entre ellas la de Nelson Pinedo: “Quién será la que me quiere a mí, quien será, quien será…”. No quedaron sino Cenizas. Roberto Ledesma marcó huellas indelebles en los corazones de muchos apianos. Con Camino del Puente, (“Camino del Puente me iré a tirar tu cariño al río, mirar cómo cae al vacío y se lo lleva la corriente…”), me acuerdo de María Victoria Hincapié en un día que un grupo de amigos fuimos, “camino del puente”, en uno de esos paseos de olla por el río Mapa, el río que no tiene cauce, sobre todo en invierno. Esa voz arrastrada y enredada entre violines e instrumentos de percusión sirvió de música de fondo a sensuales escenas muchas de ellas, a media luz, en el Grill Los Cámbulos o Los Pinos, entre tanda y tanda de música bailable y tropical. Cuando, un sábado o domingo, en la noche, ponían en el equipo de uno de los grilles (actualmente llamados discotecas), el bolero Palabras del Cielo, las extremidades inferiores de cada pareja se volvían bejucos que se entrelazaban por instantes infinitos: “Yo quisiera decirte que te quiero/ como nadie en la vida lo haya dicho/ voy a buscar palabras en el cielo/ como las que dice Dios allá en el infinito…”. Se encomendaba al bolero la función de ayudarle a decir a la mujer que bailaba con uno lo que uno ya le había dicho con palabras más prosaica. Igual pasaba con Mira que eres linda y con El Árbol, también de Roberto Ledesma. Una alegoría generacional en la que cada persona se acerca al árbol a grabar, tratando de hacer perdurable, los signos de su amor. Qué tal Alma Vacía, Cuando Ya no me quieras, con ese ritmo de orquesta caribeña que llamábamos bolero moruno, La Pared “que separa tu vida y mi vida y no deja que nos acerquemos; esa maldita pared yo la voy a romper algún día…”. En Hoy confiesa: “”Tú me has hecho hasta pecar siguiéndote los pasos por doquiera que tu vas; tú me has hecho hasta mentir y sin embargo sigo siendo de ti”, Yo no soy tu amigo, “cómo puedo serlo si noche por noche me sueño contigo…”, y, despidámonos, en esta fugaz semblanza de Roberto Ledesma, hay que evocar Que seas feliz: “Que seas feliz, feliz, feliz, es todo lo que pido en esta despedida… Siempre podrás contar conmigo, no importa donde estés, al fin. Ya ves, quedamos como amigos…”. Álvaro Cuartas (compañero de aula en el Santo Tomás, muerto en 2007), Hugo Ramírez, Ariel Echeverri, Jorge Hincapié, Fabio Flórez y otros contemporáneos. Varias mesas, cada una con un solo personaje tomándose, muy despacio, una cerveza, sin ser 77


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interrumpido por alguien, mientras escuchaba, inmóvil, con la mirada perdida en el parque, Vieja Luna o Con mi corazón te espero, éxitos del mencionado Roberto Ledesma: “Tú tan alta; yo tan bajo que alcanzarte así no puedo/; Tú tan rica y yo tan pobre/, rico solo en sentimientos/. Todo un mundo nos separa por dos distintos senderos / pero el amor es más fuerte que el poder del mundo entero/ y allá, al final del camino, con el corazón te espero…”. Ser pensativo daba cierta importancia. Pasaban las alumnas de la Normal Superior rumbo a sus casas. Por breves instantes despabilábamos. No es fácil reconstruir lo que pasaba en las intimidades de cada uno de nosotros pues está comprobado que duran más las sensaciones catalogadas de fugaces que los que suponíamos que eran firmes pensamientos. ¿Qué pasaba por nuestras cabezas en las prolongadas cuitas en que cada adolescente de esa época, en forma solitaria, dialogaba consigo mismo, en un bar? ¿Qué experimentábamos? ¿Qué sentíamos? ¿Con qué intensidad? ¿En qué pensábamos? Emprendíamos el camino de la reflexión insistente. ¿En qué soñábamos? Disfrutábamos de la conmoción que provocaba ese ritmo ¿Dialogábamos con la melodía? ¿Con el cantante? ¿Con la letra? Hablar de que los que participábamos de este programa alcanzábamos la quietud sería muy poco; la ensoñación sería un asunto muy pasivo; la comprensión podía ser un estado muy intelectual; Se podría hablar de la ataraxia que perseguían los griegos o de cierto grado de éxtasis provocado por la música. Ejercitábamos individualmente la meditación valiéndonos de la música. Cuando nacemos somos dos: madre e hijo. Luego del destete, el compañerismo con los muchachos de la misma edad y el mismo género y, luego, en los umbrales de la juventud, los boleros pronosticaban que compartiríamos la vida con una mujer. Una lección sentimental. Fijábamos nuestra concepción del mundo, del otro sexo, del amor y del desamor. Cuando adolescentes, por medio de los boleros, nos hicimos a una prematura mentalidad de adultos. Adquirimos un léxico desconocido por corazones aún tiernos: anhelo, egoísmo, indiferencia, capricho, presentimiento, soledad, incertidumbre, engaño, obsesión, celos, resentimiento, engaño, amargura, desesperación, angustia, ausencia, melancolía, nostalgia, lágrimas de sangre, besos de fuego. Estos términos, en contexto, nos ofrecieron las intuiciones de una sicología amorosa que nos orientaría o despistaría por el resto de la vida. Quien se refugiaba en los boleros podía perfilarse en la vida como persona ultrasensible, narcisista, perfeccionista, ensimismada, masoquista, ser inestable o aniquilado pues endiosaba a la mujer, mientras que quien se embriagaba con la música de despecho podía identificarse con un ser violento y pendenciero pues catalogaba a su amor como maligno. A falta de libros escritos de poemas, degustábamos, de oídas, las metáforas de los boleros, muchas de ellas propias de la vida diaria (“la nieve de los años”, “al final del camino”) y otras de una exquisitez sorprendente (“una rosa vestida de azul es un motivo”). Volver a escuchar la música, en el mismo bar, era reabrir el mismo texto para enfrentarnos a una relectura auditiva.

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Otro cantante inolvidable para esa generación de apianos que nos ocupa fue Aldemar Dutra, el de Qué Quieres tú de Mí. Escuchando esa melodía se perdía uno entre las perplejidades de la adolescencia, con la cabeza recostada en una mano, un precario vaso de cerveza al frente y quizá un llaverito sobre la mesa para calmar ansias insatisfechas. Del mismo bolerista es Me está Doliendo el Alma: “Me está doliendo el alma porque no estás conmigo/ necesito de ti y todo tu cariño…”. Tito Rodríguez no pasa de moda con su Inolvidable, aunque el original no sea suyo. Tristeza Marina era el poético texto del bolero de Leo Marini: “Su nombre era Margoth y en su pecho colgaba una cruz”. ¿Se acuerdan de esa trompeta? También es de Marini Mi Todo: “Tu eres todo en mi vida, mi fe y mi esperanza,/ mis mejores anhelos los he cifrado en ti…”. Un clásico apiano fue, por muchos años Somos Diferentes, de Néstor Chaires: “Ya me convencí que seguir los dos es imposible,/ qué le voy a hacer si al buscar tu amor me equivoqué”. Siempre que lo escucho se abren las compuertas del alma para que sople el mismo aire puro de una media mañana que transcurre mientras contemplo el parque principal, desde una mesa de La Fogata. El sol rebota nuevamente sobre la imagen del pavimento de la plaza. El bolero se hizo música de bar, fuente de soda, café y cantina. Aquel bolero con el título más corto es fenomenal: ‘No’, por Roberto Ledesma: “No, porque tus errores me tienen cansado, porque en nuestras vidas ya todo ha pasado…”. El malogrado Felipe Pirela se inmortalizó en nuestro medio con Únicamente Tú. Suyo también era el bolero Cuando estemos viejos: “Cuando estemos viejos, dulce novia mía, tu cabeza blanca tendrá en cada cana una bendición…”. Nunca pensé que ese día pudiera llegar y llegó. Su voz y su orquesta acompañante eran más juveniles y de muchos metales. Hola, Soledad, de Rolando Laserie reafirmó esa nueva forma caribe del bolero: “Hola, Soledad, no me extraña tu presencia, te saluda un viejo amigo, esta noche te esperaba, ya conoces mi dolor…”. Qué tal Limosnero de Amor interpretado por Alberto Beltrán, Candilejas por Bienvenido Granda y Amor sin Esperanza por Celio González: “Amor sin esperanza ese es el mío/ te espero sin saber por qué razón, si te llamo no respondes, si te busco nunca te puedo encontrar…Me duele el corazón, no siento el alma, me matan los recuerdos que dejaste…”. Clásicos al estilo insuperable de la Sonora Matancera. Música para ambientar la bohemia criolla. Daniel Santos, papa máximo de cierta música arrabalera, era el cantante de Cautiverio: “Que lentas pasan las horas en esta cautividad, aquí se sufre y se llora, qué triste es la soledad…”. La mezcla de instrumentos en este bolero es todo un salpicón que no suena mal cuando uno está tomando. En semanas cívicas u otras ocasiones especiales, los discos de Daniel Santos eran acompañados, en vivo y en directo, en las cantinas de la zona de tolerancia, con unos timbales que retumbaban por todo el pueblo. Los boleros empezaron a ser interpretados por toda clase de cantantes y conjuntos. El clásico Inolvidable (“En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse/ imborrables 79


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momentos que siempre guarda el corazón…”) pasó a ser interpretado, con cierta cadencia apetecida entre el vulgo, por el Trío Nodarce. Esa guitarra y bandoneón que ronronea exprimen goticas de ácido limón en el alma de los entusados. En el Veinte de Julio, día y noche, no le cambiaban sino aguja a Soledad (de F. Fabregat) interpretado por el Trío La Rosa: “Soledad, soledad, ay mi soledad. Fue una noche sin estrellas cuando al irte nos dejaste tanta pena y tanto mal. Soledad. En el pueblo en que naciste desde entonces solo existe un silencio sepulcral…”. Ese conjunto típico llegó a la ya difunta Zona de Tolerancia de gancho con Huérfano Soy: “Yo no tengo padre ni madre que sufran mis penas/ huérfano soy. Solo llevo tristeza y martirio en el alma…”. Esas tonadas servían para alegrar a los alegres y entristecer a los tristes. Luego de escuchar los arpegios inconfundibles del Trío la Rosa, en que el despecho le desgonza a uno las rodillas y los brazos, no es extraño que cualquier contertulio sacara machete. Odilio González acaba de empezar a cantar Te saqué de mi vida: “Tú pensabas que me ibas a humillar/, creíste que a tu lado volvería…”. Llamen la policía. En fin, falta decir que el bolero era la música más cercana al pecado mortal de aquella época. Cada época tiene su pecado mortal. Cuando uno veía o sabía que la novia estaba haciendo fila para confesarse albergaba la ilusión que era por lo que habíamos hecho. Y, con Rafael Alberti, repetíamos los de entonces:”Tormento de mis tormentos. Qué alegría y qué pena quererte como te quiero”. El ritmo del bolero pasó de moda, los discos se archivaron pero, el inconsciente siguió dictándonos las reacciones con que íbamos a actuar por el resto de la vida. Los boleros clásicos tienen el extraño poder de suspender la marcha del tiempo como si se tratara de un reloj de juguete. Al final de la temporada del bolero clásico en Apía, que la podemos ubicar entre mediados de la década de los cincuenta y mediados de la década de los setenta del siglo XX, aparece Armando Manzanero con un aguacero de boleros que siguen sonando sin detenerse, entre los que se destacan Adoro, Mía, Contigo Aprendí y Esta Tarde vi llover. Adoro es un rarísimo bolero en que se habla de un amor optimista y realizado, en tiempo presente: “Adoro la calle en que nos vimos/ la noche cuando nos conocimos/ Adoro las cosas que me dices/ nuestros ratos felices los adoro, vida mía…”. Era tan precaria nuestra formación musical que cuando sonó por primera vez Esta Tarde vi Llover, por estas callejuelas de Dios por donde bajaban las borrascas, por allá en 1969, muchos lo juzgaron como música culta, tal vez por el piano sonoro que se hacía eco de la melodía. Para ciertos analfabetas musicales se trataba de un Beethoven mexicano. Otro cantante que tuvo mucho auge en los bares que empezaron a proliferar en Apía, a finales de los sesentas, fue Roberto Sánchez, cuyo nombre artístico era Sandro de 80


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América también llamado El Gitano. Este artista se presentaba en los programas de televisión con camisa de boleros al pecho, pantalones forrados, de bota ancha, manos en alto y melena al viento. Se hizo popular por sus movimientos corporales en los que imitaba a Elvis Presley. Voz tremebunda que pegó entre los jóvenes. Era argentino e imprimió más de 500 canciones en disco de pasta. Música urbana que hacía aullar a la juventud de los años 60 y 70 del siglo XX. La teatralidad en sus presentaciones la llevó a la letra de muchos de sus discos tan exitosos como Después de la guerra, Una Muchacha y una Guitarra, Quiero Llenarme de ti, Porque yo te amo, Penas, Rosarosa, Me amas y me dejas, El Maniquí, Noche de Amantes, Páginas Sociales, Así, Es el Amante, Penumbras. Murió el 4 de enero de 2010, a los 64 años de edad, y cuando el médico salió a la ventana a comunicar a la multitud la noticia de su muerte se escuchó, en esa plaza, como si lo hubieran preparado por muchos días, el más macabro de los alaridos. Sin embargo, como dice una de sus letras más exitosas, “al final la vida siguió igual”. Sandro fue renovación en los gustos musicales de la juventud pero a la vez su nombre era sinónimo de suspiros, quejidos y lágrimas al por mayor. Entre las funciones espirituales que cumple la música está la de evocar el pasado. Con Es el Amante me acuerdo de Ana Marina Botero Duque, para muchos, una mujer muy parecida a Jacqueline Kennedy, la esposa del presidente John Kennedy, de moda en esos años. ¿Quién puede olvidarla, en un baile de gala, en el Club Tucarma, de vestido de terciopelo, ceñido, que dejaba descubiertas sus espectaculares piernas? Su hermoso cuello iba rodeado por un minucioso y blanco bordado de Cartago que contrastaba con el azul español del resto del traje. Visión deslumbrante. Con una maravillosa sonrisa se resistió cuando le hablaron de representar a Apía en un reinado. ¡Quién pudiera haberla retenido! Despreció los placeres de este mundo y decidió consagrar su vida a Dios desde los claustros de un convento. Prefirió el canto de los salmos a los boleros y baladas que le llevé, en serenata, la noche previa a su traslado a la comunidad de las Carmelitas Descalzas. Estando con ella, en El Linares, en una tarde soleada, le pregunté: ¿Sabes cómo llaman a ese señor que está al frente y carece de una oreja? Desentendida me contestó que no. Cuando le comenté que lo llamaban Pocillo, fue tal la carcajada que soltó que nos bañamos con el refresco que en ese momento se había llevado a los labios. Como los dos quedamos igualmente bañados quien se apresuró con un pañuelo para que se limpiara, sin saber de qué trataba el chiste, fue el tal Pocillo. Sonaron en el bar Es el Amante y el Maniquí, de Sandro. Cuando escucho estas baladas, muy de vez en cuando, no puedo olvidar a esa mujer que, por su clásica belleza, su elegancia, porte y cultura, puso a soñar y palpitar aceleradamente el corazón de más de un apiano. En el inolvidado Santo Tomás de Aquino, diagonal a la plaza, había un patiecito de baldosas amarillas, curtidas por el polvo y la lluvia, antes de descender al patio grande 81


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en que quedaban las canchas de basquetbol y voleibol. En ese espacio rodeado de chambranas, en el piso intermedio, los lunes y martes, entre las siete y ocho de la noche, los alumnos de los grupos superiores, daban clases de baile para que los menores aprendieran a atender, como merecían, a las novias cuando las invitaran al Grill Linares o a los Pinos. Don Gabriel Rojas, el Señor Rector, desde el segundo piso, ponía atención preocupado porque si no aprendían a bailar esos muchachos llegarían al día del grado de bachillerato sin saber manejar a la elegante madrina en el rutilante Baile de Bachilleres. Del patiecito del Colegio a practicar en el Grill Los Pinos. El Grill Los Pinos, quedaba ubicado en la primera planta de la enorme casa de David Bedoya, esquina sur de la plaza, debajo del Banco Cafetero. Trasladaron el Banco a la esquina en que quedaba el laboratorio de física del Colegio Santo Tomás y el espacio abandonado fue ocupado por el bar Ron Con Coma. Hablo de los años transcurridos entre 1958 y toda la década de los sesenta. La pista del Linares era de madera y la de Los Pinos era de baldosas. Cuando se reconstruyó la casa de don Bertulfo Agudelo después del incendio de enero de 1968, hicieron la pista de cerámica. Uno de los recursos que ponían en práctica en Los Pinos para que la pista quedara mucho más lisa que la del Linares y así los bailarines la prefirieran era trapear, encerar y luego espolvorearle talco. Alberto Arenas hacía malabares en esa pista; había que desocuparla para él y su pareja; se volvían unos trompos. No puedo suponer, ahora, como se mantenía uno en pie dándole vueltas a la pareja que casi volaba por los aires con su amplia falda de organza, al estilo Marilyn Monroe, el ícono al que dedicamos, en esa época, los primeros frutos corporales de nuestra adolescencia. Se volvía uno maestro en todos los ritmos pues sacar una niña a bailar era someterse a presentar examen público en la materia ante la atención de los demás bailadores y las miradas penetrantes de esas barritas de mujeres que se dedicaban a fisgonear mientras gentiles caballeros se decidían a no dejarlas comiendo pavo. Algunos individuos iban hasta la mesa en donde estaba sentada la mujer que le gustaba, posiblemente sin parejo, para solicitarle que salieran a bailar. A veces el samaritano era del gusto de la muchacha quien salía feliz a la pista. En otras ocasiones se negaba y el hombre insistía o se devolvía achantado para su mesa sin haber logrado cumplir el propósito. Era un momento tenso pues había hombres que, al sentirse rechazados, armaban la tremolina, insultaban, quebraban botellas o lanzaban tiros al aire. Se podía repetir la escena de la pobre Rosita Alvírez a quien, por negarse a bailar, le pegaron tres tiros aunque con tan buena suerte que solo uno era mortal. La tanda de baile se abría con un pasodoble, al estilo de España Cañí, El Gato Montés, Islas Canarias, Francisco Alegre, Manolete o Puñal Sevillano. Bailamos muchos pasodobles en nuestra adolescencia. Juan Legido, Los Bocheros, Lola Flórez, Angelillo, el Niño de Utrera, con El Hijo de Nadie (habanera). Argentinos, con 82


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Alberto Gómez, Enrique Rodríguez y Oswaldo Freseo con su pasodoble Trianero. Las bandas de pueblo interpretaban muchos pasodobles. Luego tres piezas con música de Pacho Galán quien inventó ‘el sonido Galán’, en la década de los cincuenta. Es el creador del merecumbé. Y todos bailamos merecumbé. Cosita Linda fue el éxito mayor de este compositor colombiano. Ay, qué rico amor fue otro exitazo de Pacho Galán. “Qué rico es el amor con merecumbé”, concluye el disco. Otros discos suyos fueron Atlántico y Boquita Salá. Lucho Bermúdez (San Fernando, Salsipuedes, Tolú, Carmen de Bolívar). En 1946, Lucho viajó a Argentina para asesorar a Eduardo Armani en la grabación de 70 piezas de música colombiana, sobre todo porros. Aquí llegaron en discos de 78 revoluciones por minuto. El porro era el ritmo con mayor acogida. Micaela, interpretado por Luis Carlos Meyer, sacaba a bailar todas las parejas. Pocas mujeres se quedaban cuidando las carteras en las mesas. Ahí sale Alberto Arenas, cachaco, con su sombrerito de paño. Había que desocuparle la pista para que pudiera desplazarse con su pareja. Un trompo redondito. La orquesta Italian Jazz, dirigida por el manizaleño Guillermo González, ponía a bailar a todo mundo con El Míster, puro fox. La Sonora Curro interpretaba el porro como improvisando, al estilo jazz. Tenía sonido de banda costeña. Cuando estábamos adolescentes (alrededor de 1960), en vez del Happy Birthday se tocaba “En tu cumpleaños”, de la Sonora Curro, dirigida por Rufo Garrido. La alegría era desbordante. Fuera con la monotonía y las voces destempladas. Con esa música había que saber bailar muy bien para recorrer toda la pista con aire triunfal. Bovea y sus Vallenatos (039, El Vaquero, La víspera de año nuevo, si era el caso), Nelson Pinedo (Momposina), luego los Corraleros de Majagual con Los Sabanales (“Cuando llegan las horas de la tarde…”), la Corraleja 71 con La Pollera Colorá, Alfredo Gutiérrez con La Banda Borracha, los Billos Caracas Boys con su célebre Navidad Negra, Los Graduados, Los Hispanos, Los Melódicos de Renato Capriles y Los Black Stars con la clásica Piragua, de José Barros e interpretada inicialmente por Gabriel Romero, éxito apoteósico en el Baile de Bachilleres de 1969. La Sonora Matancera, el Gran Combo de Puerto Rico y la salsa pesada o clásica no habían penetrado masivamente en el gusto de las gentes del interior de Colombia. Menos en la región paisa. No se conocían en nuestros negocios ni Pérez Prado y sus mambos, ni la Orquesta Aragón con sus guarachas y sones, ni Celina y Reutilio (muerto en 1972) con sus guajiras y guarachas, ni Miguel Matamoros con el cuarteto Maisi, ni Los Guaracheros de Oriente o Roberto Torres, el rey montuno, ni Tito Puentes, ni la Fania All Stars, ni Ricardo Ray y Bobby Cruz y menos Rubén Blades. “Mamá, qué es eso de bugalú, eso no se puede bailar, qué vulgaridad, se me cae la cara de pena con Pablito, hacerlo venir desde Bogotá, por qué no salen otra vez Los Graduados, tan divino Gustavito. ¿Por qué no vamos a un Grill a oír El Gavilán Pollero?” (Andrés Caicedo, “Que viva la música”, 1977, p.128). En cuanto a música movida los gustos se manejaban desde Medellín; aún no desde Cali. Era inimaginable que en las esquinas 83


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aparecieran los afiches de los que habla Andrés Caicedo en su novela: “El Pueblo de Cali rechaza a Los Graduados, Los Hispanos y demás cultores del ‘sonido paisa’ hecho a la medida de la burguesía, de su vulgaridad. Porque no se trata de ‘Sufrir me tocó a mí en esta vida’ sino de ‘Agúzate que te están velando” (ibid, p.134). El caleño se atreve a hablar de “El reaccionario sonido paisa. Y ver a la gente bailar vals, y que a las peladas les suenen las crinolinas” (ibid., p.104). Para finalizar la tanda, venía un bolero moruno para asfixiar la pareja si se trataba de la novia o algo así. Los demás se sentaban a conversar y a darle un chancecito al dueño del negocio para las ventas de licor. Tiempo de escuchar al Dueto de Antaño, Jaime Llano González, Luis Ariel Rey con su Carmentea y Guayabo Negro. “No son malos. Son mis recuerdos. Peor es no acordarse de nada”, remataría Andrés Caicedo (p.115). Todo colombiano escuchó, hasta la saciedad, en la última semana de diciembre de cada año, desde mediados de la década de los cincuenta del siglo XX, y bailó hasta caer rendido, los discos de Guillermo Buitrago, como La Víspera de Año Nuevo, Dame tu mujer, José, El Huerfanito, Grito Vagabundo, Ron de Vinola, Las mujeres a mí no me quieren. Se trataba de merengues, porros y paseos que se desempolvan en la temporada de fin de año y luego se olvidan hasta la temporada del año entrante. Pastor López, con El Hijo Ausente, continuó esa racha de sentimentalismo de fin de año: “Vamos a brindar por el ausente/ que el año que viene esté presente.// Vamos a desearle buena suerte / y que Dios lo guarde de la muerte”. Por los años 1968 y 1969, instalaron las fuentes de soda, en Apía, con cómodo mobiliario blanco y las paredes pintadas de azulito pálido, como otros espacios a los cuales los muchachos llevaban a sus amigas o novias o las barras de muchachas o adolescentes entraban a tomarse un jugo de guanábana en leche o un kumis licuado en las recientemente aparecidas licuadoras, una gaseosa con pitillo, unos helados o cremas de enhiesto copete de hielo dulce. En el pago de uno de esos helados de rechupete, escogido por la novia, se le iba a uno lo que le daban en la casa para pasar la semana. Ante tal desconsideración era mejor cambiar de novia por una mujer sagaz que, si mucho, pidiera paleta, aunque no fuera tan linda como la otra. El movimiento en estos negocios se agitaba en las tardes calurosas, antes de que en la esquina del Banco Cafetero y Estambul empezara a soplar el viento. Eran los espacios más risueños con que contaba el pueblo. La primera fuente de soda que yo recuerdo quedaba enseguida de La Rosa de Nieve, en el primer local perteneciente a la espaciosa casa de la familia Castaño Abadía, a un lado del supermercado Carrusell y se llamaba La Fuentecita. Enseguida del Café Apía vivió la familia de Enrique Henao, suegro y exalcalde de Apía. En los bajos quedaba la compra de café, luego pasó a ser el almacén de Doña Lucila Restrepo, mi suegra, matrona delicadísima, y luego se convirtió en una fuente de soda en que estrenaron 84


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decoración con base en maderas inmunizadas, cortadas en listones y traídas de Pereira. En seguida, en la casa que ocupó por muchos años la familia Hincapié Loaiza, acabaron también con la compra de café de don Marcelino y luego con el almacén para ubicar otra fuente de soda. Alfredo Sadel fue el venezolano que con su voz de gran tenor puso de moda, en las nuevas fuentes de soda, melodías tan inolvidables como Lágrimas: “Lágrimas de amargura vierten mis ojos,…”, Los Dos: “Te seguiré hasta el fin de este mundo, te seguiré con mi amor profundo…”, Vieja Luna, Una noche más, Por si no te vuelvo a ver, Pecado, Palabras de mujer, Noche de luna y Di: “No le cuentes a nadie mi historia, historia triste, diles que me quisiste, diles que te adoré…”. Los cambios de destinación espacial de acuerdo con los nuevos usuarios coinciden, en todos los pueblos que vivían de la economía del café, con la aparición de la Bonanza Cafetera, entre mediados de la década de los setenta y los ochenta del siglo XX. Buena parte de los ingresos se dilapidaron en licor y sensuales compañías de ‘barrio’ que, pasada la bonanza, desaparecieron como gaviotas. Hubo quienes, cuando tomaban en barra, encendieron billetes para prender los cigarrillos. “Solo cenizas quedaron…”. En la segunda mitad de la década de los sesenta, el fenómeno en español de la temporada, fue el argentino Leonardo Favio (sic.) que no cesaba de bramar como un torete en Fuiste mía un verano, Mi tristeza es mía y nada más, Ella, ella ya me olvidó, Ni el clavel ni la rosa, Quiero aprender de memoria, Para saber cómo es la soledad, Anny, O quizá simplemente le regale una rosa, No juegues más, Elizabeth mi amor, La foto de carnet, El niño y el canario, Las cosas y vos, La dicha que me fue negada y otras melodías por el estilo. Estas baladas causaron sensación, en estas tierras. El canta-autor Leonardo Favio se residenció, por invitación de acaudalados seguidores, y por larga temporada, en Pereira, en donde sufrió un accidente de tránsito que lo dejó más desbaratado que banco de escuela. Para mí, la frase más absurda de toda la producción disquera de Leonardo Favio, es aquella que habla de “un pájaro en cinta” y la más memorable es cuando afirma que “Para mí la luna es un lugar”. Antes de 1969, la luna era un objeto fetiche poético puesto para alumbrar las noches de los enamorados, de los poetas, de los locos y de los perros. Era un ser casi irreal. En ese año, por primera vez, un ser humano, estampó la huella de sus zapatos, en la arena inmóvil de este planeta. Desmitificada, a partir del 20 de julio de 1969, “la luna es un lugar”. Curioso que, cuando la señal de televisión no entraba bien a Apía y el televisor era un mueble extraño, costoso aunque inútil porque no se veían sino rayas, al estilo persiana, debajo de las cuales circulaban algunos fantasmas, se hubiera presentado, en la circunspecta Apía, una corriente de música extranjera cantada en inglés, francés e 85


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italiano que deleitó muchas tardes de adolescentes y jóvenes apianos, en la primera parte de la década de los sesenta del siglo XX: Arrevederci, Roma y Volare cantados por Rita Pavone; Las Hojas verdes del verano y Melodía de Amor, interpretados por Paul Anka; Puente sobre el río Kwai, en la versión de Mitch Miller y que sirvió de música de fondo de la película homónima de la época de la guerra fría y que los asistentes al teatro terminaban con sonoro aplauso; Monalisa por Pat Boone; la Bamba por Trini López que causó furor; Yo te seguiré hasta el final del mundo, cantado por Rick Nelson; Estaciones en el Sol de Terry Jacks; el original de Qué Tiempo tan Feliz, cantado por Mary Hopkins y luego por Charles Aznavour, La Bohemia del mismo cantante francés y el infantil Dominique interpretado por un corito de monjas alebrestadas. Por los años sesenta se dio el fenómeno de muchos extranjeros cantando, en español, música latinoamericana. A veces a la letra original le mezclaban ciertos fragmentos traducidos al inglés, como la cantante gringa Connie Francis. En el Café Parroquial tuvieron por mucho tiempo un disco de larga duración de esta cantante, de voz sensualísima, que interpretó boleros como Bésame Mucho, Quiéreme mucho, Quizásquizás-quizás, pero sus mayores éxitos fueron: Nosotros: “… Las campanas de la iglesia suenan tristes/ y parece que al sonar también me dicen/ Vaya con Dios mi vida/ vaya con Dios mi amor…”, Siboney: “Siboney yo te quiero/ yo me muero por tu amor/ Siboney, en tu boca la miel puso su dulzor…”, y sobre todo Malagueña, una españolería de Agustín Lara con juego de gran orquesta y castañuelas: “Malagueña de ojos negros/ Malagueña de mis sueños/ Me estoy muriendo de pena/ por tu querer…”. Cuando el grupo de danzas de Vilma Sánchez escogió esta melodía interpretada por la gran orquesta de Xavier Cugat para subir a las tablas en 1962, el campo del éxito dentro de los asistentes estaba abonado. Carlos y Germán Castaño Abadía, administradores del Teatro Bolívar, de propiedad de la familia, dieron orden que Darío Raigosa pusiera a sonar, para la calle, una hora antes de empezar la función, melodías como Los Siete Magníficos por Al Caiola, La Vibración del Safari (Swingin Safari) por Bert Kaempfert, El Harlem Español de Ben E King, Jinetes en el Cielo, de Ventures y Nunca en Domingo que nos hizo llorar y que por escucharlo, mil y mil veces, todos los domingos, nos pegábamos del radio, a las seis de la tarde, en La Hora del Regreso, a cargo de Otto Greiffestein. La marcha “Adios, Argentina”, antes de silenciarse la música porque empezaba la proyección anhelada, hizo inolvidable y no volvimos a oírla sonar más que en la fragilidad del recuerdo. Digamos, de paso, que Alberto Castaño Abadía, hermano de los anteriores, estudió filosofía y letras, fue diplomático y autor de la novela “El Monstruo”, novela antecesora de muchas otras que tuvieron como tema central la violencia de los cincuenta. El ambiente familiar de los dueños de la sala de cine, teñido de buen gusto y cierta intelectualidad, explica que fuera en el Teatro Bolívar de Apía en donde, en la 86


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década de los sesenta, contempláramos las exuberantes figuras de Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor, Rita Hayworth, Ingrid Bergman, Katharine y Audrey Hepburn, Ava Gardner, Brigitte Bardot, Sofía Loren, Claudia Cardinale, Catherine Deneuve y otras luminarias del cine y de nuestros primeros escarceos erótico. Olimpo de diosas como no ha habido otro igual. Pasan los años y esas mujeres siguen lozanas. No aceptamos que se pongan viejas. Sencillamente, “hace muchos años son jóvenes”. Como dijo Óscar Domínguez, cargado de nostalgia, tienen la edad de nuestros sueños eróticos. A ellas les luce el piropo que Jean Cocteau dijo para María Félix: Es tan bella que hace daño. J.L. Borges dijo: Verlas no da sueño. De Brigitte Bardot se dijo que: Dios creó a la mujer … y el Demonio creó a Brigitte Bardot. Sofía Loren y BB eran labios con mujeres detrás. O, como remataba O.Domínguez, para darles un beso había que cogerlas silbando. En los filmes, Brigitte Bardot y Marilyn Monroe, solían llevar sobre la piel, únicamente su perfume. Las voces medio enredadas se pusieron de moda. El apogeo llegó con Nathalie, en sus mil versiones, a finales de los sesentas y que sirvió para que, de ahí en adelante, todo profesor de francés, entretuviera la mayor parte del año, cantando, haciendo cantar, hasta el cansancio, la cancioncita de marras. Se volvió éxito la versión que hizo Nat King Cole, un gringo de raza negra, de “Ansiedad”, melodía venezolana entonada con un arpa de respaldo: “Ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de amor…”. Otros éxitos suyos fueron: Mona Lisa, Acércate más, Capullo de alhelí, La Golondrina y Perfidia. Hizo muchas versiones de canciones mexicanas y hasta de El Choclo. Yo me ufané por mucho tiempo de tener, en disco, la versión del bolero Bésame Mucho, interpretada, en español, por Elvis Presley. Y, como una ráfaga, llegó y gustó la música interpretada en español por italianos. En 1970 causó sensación Gigliola Cinquetti con su ‘Dios, ¡cómo te amo!’ que tantas lágrimas arrancó a las sardinas de la época. “Las nubes pasan por el cielo/ camino de una playa/ parecen pañuelos blancos saludando a nuestro amor…No es posible tener entre mis manos tanta felicidad”. Fui a ver la película, en blanco y negro, al Teatro Bolívar, con Amparo Rojas que no paró de llorar en toda la proyección; por consolarla en voz baja no supe de qué trataba la cinta. Y, ¡llore, Amparito, llore que aquí hay pañuelos en cantidades alarmantes! Amparo murió, en Bogotá, a finales de 2009. En la década de los setenta, apareció Silvana Di Lorenzo interpretando Locuras tengo de ti y Me muero por estar contigo. Rafaela Carra cantaba Amore, Amore, mientras las sardinas se contoneaban luciendo sensuales minifaldas, el aporte más importante del siglo XX al mundo de la moda. Nicola Di Bari llegó, vio y venció interpretando El Corazón es un Gitano, El Último Romántico, Sé que fumo- sé que bebo y Prueba llamarme amor que hicieron derretir como una chocolatina a tantos enamorados: “Ahora vuelves a ser mujer una vez más, mírame, quiéreme que vamos a olvidar”. Toda una carga de reconvenciones. Ada Mori la de Rosas en la Oscuridad, 87


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Lucio Dalla el de Un Hombre llamado Jesús, con versión en español de José Feliciano, y Doménico Modugno que, con su vozarrón, preguntaba ‘¿Cómo Estás?’. La que más caló y se perpetuó de Modugno fue La Distancia es como el viento. Esta melodía me envolvía en la nostalgia que se apoderó de mí cuando Ana Marina Botero viajó a Estados Unidos. Se trata de una canción tremendamente dramática: “Me acuerdo que nuestras palabras fueron rotas por una sirena que corría lejana/ Yo tuve miedo porque siempre cuando oigo este sonido pienso en alguna cosa grave/ y no me daba cuenta que para mí y para ti no podía suceder nada más grave que nuestro Adios… Te dije dulcemente: Sabes que la distancia es como el viento/ apaga el fuego pequeño pero incendia aquellos grandes…”. Lucio Batisti, en La Cinta Rosa, enseñaba que “no es lo mismo equivocarse en una esposa que en una cosa”. Qué tal esa resonancia de guitarras eléctricas. Todo un concierto pop. Te amo, de Umberto Tozzi, iba desgranando a ritmo casi marcial la fisiología del amor apurado. Albano y Romina Power se juntaron para interpretar éxitos como Felicidad, Arena blanca - Mar azul y sobre todo Libertad. “Corre la tarde a la espalda de un hombre que ya se va/ lleva un secreto tallado en el fondo del corazón/… Libertad: cuánto has hecho suspirar/ y sin ti duele más la soledad/ hasta que tenga una razón vivir/ viviré para verte a ti/ Libertad, todo el mundo se unirá…”. Música para digerir granitos de filosofía un tanto nihilista. Puño y guitarra en alto. Para mí, en aquellos años juveniles, lo máximo, en música pop. “Hasta que tenga una razón vivir”. El Festival de San Remo, a partir de 1971, promovió esa racha de cantantes. Más de un decenio había transcurrido desde la aparición del rock and roll que tanto mortificó a los mayores. El primer disco que se vio en Apía de este género musical fue “Elvis Presley, rey del rock and roll”, en donde aparecían los éxitos Stuckon You, Good Luck Charm, Are You Lonesome tonight, She’s not You, Hearbreak Hotel. Después de 40 años de haberlo conseguido, aún lo conservo. Como en el Colegio existía la Emisora Cultural que estuvo durante unos ocho años bajo la responsabilidad de los alumnos de los grados superiores, yo llevaba esos discos con los cuadernos y libros del día buscando la oportunidad de que lo colocaran. Otro disco que me acompaña, desde esa época, es The Beatles Ballads, en que aparecía Yesterday, Michelle, Yellow Submarine y Help pertenecientes al período 1962-1966. Luego llegaron los Rolling Stones con su Under Cover y su erótica lengua. Estábamos cerca de la “nueva ola”, en su versión criolla, del Mayo del 68 en París y del inolvidable Concierto de Woodstock en 1969. Las adolescentes del pueblo se dedicaron a jugar hula-hula con el que buscaban la cinturita de avispa cuando aún no habían aparecido los gimnasios. Los del Club del Clan se dieron cita en programas de la única cadena de la televisión nacional que iniciaba sus programas a medio día hasta media noche, con Óscar Golden a la cabeza (Boca de Chicle, El Cacique y la Cautiva), Harold, Cristopher, Pablus Gallinazus, Ana y Jaime, Claudia de Colombia y Vicky con sus melodías 88


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cargadas de sentimentalismo como Esa Niña, Llorando estoy, Las Estaciones, Amiga tristeza, Pobre gorrión. En la segunda parte de la década de los sesenta del siglo XX, se presentaron dos corrientes definidas en la aceptación de la música moderna: la de quienes dieron el paso sin inmutarse entre lo que venía y los nuevos ídolos que cantaban en español: Enrique Guzmán, César Costa, Angélica María, Sergio Denis (con Te llamo para despedirme y su versión de Los Sonidos del Silencio que se metieron hasta en las misas de entierro), Palito Ortega, Leo Dan (Cómo te extraño mi amor, Celia, Qué Hermosa Noche, Estelita, Por un caminito, Pero…Raquel), Elio Roca, Sandro de América, Leonardo Favio, Raphael, Nino Bravo, José-José (el magnífico cantante mexicano de La Nave del Olvido, El Amor Acaba, Voy a llenarte toda, Cuando Vayas conmigo, Entre ella y tú, Lágrimas, He renunciado a ti), Luisito Rey (con La Gran Ciudad, Frente a una copa de vino, Soy como quiero ser), Los Ángeles Negros, Armando Manzanero, Hermanos Arriagada y la otra vertiente en que se ubicaban los cocacolos que llegaron destrozando ídolos para entronizar la Nueva Ola. En 1968, leí, en El Tiempo, la noticia según la cual una mujer hindú se enamoró de un viajero que llegó a su pueblo, en tren. Amor a primera vista. El individuo la dejó con el cuento de que tenía que viajar pero que regresaría por tren. A partir de esa fecha, diariamente, la mujer fue a esperar el tren pero el amado nunca llegó. Ella murió sentada en la banca de la estación a donde acudió, durante más de 20 años, a esperar su viejo y solitario amor. La noticia apareció bajo el título, en primera página, de “Sí existe el amor” para refutar el tema de una canción de moda que repetía “No, no existe el amor”. Ese despacho periodístico lo leímos en clase de Filosofía, en el Santo Tomás, y los alumnos de último año expresaron, por escrito, su punto de vista. Al poco tiempo, Joan Manuel Serrat, en el Festival de Río de Janeiro, interpretó Penélope inspirada en ese despacho de prensa aunque con un final distinto al que impuso la realidad: “Penélope/ con su bolso de piel marrón./ Y sus zapatos de tacón,/ Y su vestido de domingo.// Penélope./ Se sienta en un banco en el andén./ Y espera que llegue el primer tren./ Meneando el abanico.// Dicen en el pueblo que un caminante paró/ su reloj/ una tarde de primavera.// Adiós amor mío, no me llores, volveré/ antes que/ de los sauces caigan las hojas,/ Piensa en mí/ volveré/ por ti…Dicen en el pueblo que el caminante volvió/ la encontró/ en su banco de pino verde./ La llamó: Penélope, mi amante fiel, mi paz,/ deja ya/ de tejer sueños en tu mente…”. El cantautor catalán logró cautivar a los jóvenes, desde el primer disco. Antes que en cualquier negocio, yo escuchaba esas canciones en la casona de Emma Rodas Cifuentes, en la esquina de la Calle de Santuario, con la carrera de la Normal y Bomberos. Los modales en su casa eran elegantes, en una época de decaimiento en las costumbres de la clase adinerada, los licores eran exclusivos y la cristalería y vajillas eran finísimas. Luego, apareció el disco El Titiritero: “De aldea en aldea/ el viento te lleva siguiendo el sendero,/ su patria es el mundo/ como un vagabundo va el 89


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titiritero// Viene de muy lejos/ cruzando los viejos/ caminos de piedra./ Es de aquella raza/ que de plaza en plaza/ nos canta sus penas.// Titiritero/ de feria en feria/ siempre risueño/ canta sus sueños/ y sus miserias…”. En el acogedor ambiente de una de las salas de la casa de Emma, por largas horas, escuchábamos La Paloma, perteneciente al primer álbum de Serrat, en castellano: “Se equivocó la paloma/ se equivocaba./ Por ir al norte fue al sur/ creyó que el trigo era agua,/ se equivocaba.// Creyó que el mar era el cielo/ que la noche, la mañana;/ se equivocaba/ se equivocaba…”. La letra es del poeta Rafael Alberti pero me llamó la atención porque tiene que ver con el único poema que redacté como tarea escolar, cuando cursaba tercero de bachillerato (8º), en el Seminario Menor de Pereira. El profesor nos puso a hacer un soneto y yo conté en los versos la historia de una gaviota que se extravió en el firmamento, sobre el mar, hasta caer “como una gota”. Punto final. El profesor utilizó el sarcasmo para burlarse de la tarea a la que había dedicado mucho tiempo y cuyo resultado me había encantado. Dijo desafiante en el salón ante el grupo: “¿Como una gota de qué? ¿De agua? ¿De tinta? ¿De petróleo? La poesía no es para decir pendejadas”. Jamás intenté volver a escribir un soneto. No conocía los versos del poeta rebelde por lo que no tuve la oportunidad de mostrarle al desconsiderado profesor las estrofas en que coincidíamos. Pero el daño estaba hecho. Del mismo período es Tu nombre me sabe a yerba: “Porque te quiero a tí,/ porque te quiero,/ cerré mi puerta una mañana/ y eché a andar.// Porque te quiero a ti,/ porque te quiero,/ dejé los montes/ y me viene al mar.// Tu nombre me sabe a yerba/ de la que nace en el valle/ a golpes de sol y de agua…”. Llegaron, luego, las estupendas versiones de los poemas de Antonio Machado. Escuchar esas tonadas era leer a uno de los mejores poetas de la lengua castellana de todos los tiempos. Deleite y cultura. Detrás apareció Mediterráneo. Los sardinos de finales de la década de los sesenta dejaron atrás las tonadas de inspiración bucólica. El reciente auge del tango abrió el camino a la música con temática urbana y otros cambios drásticos. El ideal femenino dio un viraje de 180 grados: “Yo tengo una novia que es un poco tonta/ pero es mi gusto y yo la quiero mucho/ no es muy bonita pero está reloca/ Oh, sí, usa mallas también…”, repicaban Los Hooligans en Agujetas color rosa. En La Historia de Tomy, de Jeff-Barry y Raleigh, se tocaba el escabroso tema de un posible suicidio: “…Un día domingo un anuncio leyó/ y en su auto el quiso correr,/ a Laura el trató de llamar,/ no la encontró/ y a su madre llamó: ‘Dile que la quiero, / que la necesito/ que tarde llegaré/ hay algo que hacer,/ que no puedo dejar.// Ese día a la pista llegó,/ y como nunca en su auto corrió,/ la gente lo aclamó/ y a gran velocidad en su auto corrió/ nadie supo lo que sucedió pero el auto de Tomy volcó…”. Si en la anterior balada muere Tomy, en El Último Beso, de Cochran y Omero, cantada en español por Polo, fallece la Julieta del trágico paseo: “Por qué se fue/ y por qué murió,/ por qué el Señor me la quitó/ se ha ido al cielo/ y para poder ir yo/ debo también ser bueno para estar con mi amor.// Íbamos los dos al anochecer,/ obscurecía y no podía ver,/ 90


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yo manejaba, iba a más de cien…” y el resto de la crónica se lo imagina uno. En la música juvenil de finales de los sesentas, se incorporan personajes de las tiras cómicas como Mickey Mouse, de Oliver y Ranter, y se ridiculizan las voces como en Sppedy González, de Kaye-Hill: “Vió venir a Sppedy González/ como un pequeño ciclón,/ ha tomado muchos tragos/ porque Rosita lo dejó…”. Si los bambucos y pasillos evocan una figura femenina de trenzas y una masculina de carriel y mulera, si los tangos nos traen a la memoria la figura masculina adornada con el sombrerito ladeado y una mujer de vestido de seda ceñido y cara de vampiresa, la figura femenina de la Nueva Ola cambia de pies a cabeza. Quedó pintada en la inolvidable Despeinada, de Palito Ortega: “Tú tienes una carita deliciosa/ y tienes una figura celestial… pero tu pelo es un desastre universal…”. Aparecieron las mujeres escuálidas con bikinis, minifaldas, balacas de colores y ellos con correas anchas, pantalones de bota campana; todos de camisetas negras y pelo largo al viento para sufrimiento del señor rector del Santo Tomás. A bailar twist. Desembarcaron los hippies en el parque y con ellos la literatura nadaísta para leer bajo las cobijas a pesar de sus mensajes de paz, no a la guerra y sí al amor…¡libre! Apía, por medio de la música mencionada y otra que desdichadamente se ha escapado del recuerdo, moldeó, en gran medida, el gusto musical de varias generaciones. En muchos es el medio el que educa. En la Ciudad de Tucarma, aprendimos a discernir, a seleccionar, a deleitarnos en la soledad de la música o en gratas compañías, a sintonizarnos con amigas y compañeros con quienes disfrutábamos de idénticos gustos musicales. Quedan la ceniza de unos nombres y el saumerio de los recuerdos. Mirando a los lados, es imposible pasar revista a cantinas, cafés, bares, tabernas, grilles, discotecas y clubes sin que, de un momento a otro, tengamos que encontrarnos con el personaje más común en cualquiera de esos sitios: el goterero de quien me quedaron estos puntos de vista: Goterero resignado toma de todo. Goterero-goterero tiene que ser buen bailarín y buen conversador. Si el goterero se va, regresa. Se sabe los últimos chismes de acuerdo con la actividad económica de los compradores. El auténtico goterero no raja de nadie, solo escucha pues necesita entrar con la frente en alto cuando los otros estén comprando. El goterero no se emborracha del todo ni se duerme. Goterero que se respete carga destapador. Buen goterero sabe pedir otra tanda sin comprometerse. Si pidió la primera tanda, disimuladamente, cuando regresa del orinal va donde el cantinero a decirle que apunte a los otros de la mesa, la primera. Es servicial y sabe manejar carro para llevar a casa a cada uno de los borrachos.

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Es ingenioso, sabe preguntar y sabe pedir. Si cuando se sienta, alguien le pregunta: ¿Has visto a Tomás?, el goterero responde: Sí, un aguardiante. Cuando nadie le ofrecía algo para beber, un goterero en Apía se inventó que, al parque, bajó un pájaro enorme y se llevó a una persona. Alguien preguntó: ¿Un águila? Y él respondió mirando al cantinero: Sí, un águila pero bien fría. Si nadie pide, se hace el dormido, se recuesta en la mesa y, para que venga el cantinero, con una moneda toca por debajo del mueble. Si se hizo el dormido, disimuladamente, mete el dedo en el vaso o en la copa para ver si ya sirvieron. El goterero fino tiene tanto olfato que aparece en el lugar exacto, a la hora exacta. Al goterero nadie lo invita pero aparece radiante, recién organizado. No se pierde la corrida de un catre si se trata de tomar. Para el resto de colaboraciones no aparece. Goterero que recoja los últimos cunchos no es fino sino estrato cero. El goterero fino es excelente para recoger cuotas de las que siempre se excluye él. El goterero es lambón, soba, abraza y gradúa a todos de doctor. Hay individuos tan ingenuos que, por respeto y honor al título de doctor con el que los acaban de graduar, se deciden a comprar. El goterero se ayuda de ciertas habilidades como cantante improvisado, cuentacuentos, cuentachistes y declamador empedernido. Si se trata de una fiesta particular, el goterero entra a preguntar por una persona que sabe que no está ahí y luego de la pregunta se va quedando. El buen goterero no es tímido con los visitantes foráneos. Aparece en la recepción de todos los políticos y en las fotos. Lógicamente se soporta los discursos porque sabe que luego llegan los brindis y las invitaciones gastronómicas. En fin, al goterero lo llaman Aladino pues no es sino que abran una botella y ahí mismo aparece.

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ANTIDISCURSO DE CLAUSURA

Corredores interiores de la vieja sede del Santo Tomás, en la esquina suroccidental de la Plaza. 1970

Palabras pronunciadas por Octavio Hernández Jiménez, en el Teatro Bolívar, en el Acto de Graduación de Bachilleres del Colegio Santo Tomás de Aquino, el 5 de diciembre de 1975.

S

eñoras y Señores:

Un mes antes del grado, Gabriel Rojas Morales, el Señor Rector, nos llevaba a Pereira a lo del vestido y las fotos. Vestidos de paño del mismo color para estrenar el día del grado y fotografías para el periódico La Patria, (única vez que muchos vieron su magen circulando en un medio masivo de comunicación), fotos para el mosaico, (ese 93


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armatoste inútil con que los bachilleres, cada año, decidían encartar al colegio), fotos para mamá y hasta para que la novia alumbrara. Como pocos conocían a Pereira, el Rector del Santo Tomás nos amonestaba para que nos manejásemos bien, que dejásemos el nombre de Apía muy en alto, que no nos metiéramos por los lados de la galería que quedaba a dos cuadras del centro, que las enfermedades de por allí yo no sé qué, que si tomábamos mucho trago no encontraríamos la salida de Pereira, que la Catedral era muy bonita, que el cine era para mayores y la cárcel también para menores, que los ladrones conocían a los de los pueblos y que mucho ojo. El gremio de las madrinas de los bachilleres era algo muy serio: ellas tomaban tan a pecho su responsabilidad que, en todos los casos, por su elegancia, las madrinas parecían las tituladas. Se mandaban fabricar peinados tan estrafalarios que, la noche anterior, tenían que dormir sentadas para que no se les desbarataran las tortas que adornaban sus cabezas. A las siete de la mañana se iniciaban los desfiles. El primero se dirigía al templo parroquial como si se tratara de una presentación de embajadores en Buckingham. Orfeón a tres voces. Salíamos en desfile a tomar tinto en El Estambul. Después, en el difunto comedor de internos del Colegio, las directivas del plantel ofrecían un desayuno tan elegante que parecía una copa de champaña. Luego de la foto general, para el álbum del Colegio, en las escalinatas para bajar al patio del viejo y céntrico edificio, los bachilleres se hacían desbaratar por adquirir unos ejemplares de La Patria para repartir a toda la familia. El rector se enorgullecía porque el Santo Tomás era el único establecimiento educativo que pagaba una página entera para sus bachilleres. Por primera o por única vez, ahí venían las fotografías de todos, con corbata. La tarde del día de grado, en Apía, tenía el aire solemne de un jueves santo. A las dos, el Teatro Bolívar esperaba con su boca abierta la llegada de los bachilleres, que entraban parsimoniosamente, de gancho con las madrinas, al compás de la infaltable Marcha Triunfal de Aída. Con la entrada empezaban a sollozar de emoción madres y amigas; después se escucharían los suspiros de los demás asistentes. No alcanzaban los taburetes para alojar, en el escenario, tanta humanidad de letrados y levitas. Las delegaciones que acompañaban a los bachilleres que no eran de Apía llegaban encabezadas por el respectivo cura párroco y el señor alcalde. Había lágrimas en cantidades inundantes cuando el alumno de sexto (once) decía Adiós. Nadie quería ver llegar aquel momento. La catástrofe ocurrió el día en que encargaron del discurso de despedida a un huérfano: aquello parecía la Fiesta de la Madre en el cementerio. Muchos de ustedes recordarán que yo tuve velas en ese entierro. Los compañeros de quinto (décimo) y, al año siguiente, los de sexto me eligieron con anticipación para llevar la palabra en este mismo acto con el compromiso expreso de hacer llorar a la concurrencia. Como recordarán, cumplí al 94


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pie de la letra lo pactado. Mis compañeros, en barra, contemplaban el espectáculo muertos de la risa y, en ambas ocasiones, acongojados dolientes me pagaron con aguardiente, a la salida, las lágrimas que les hice derramar. Los regalos que las instituciones, corporaciones y personas caritativas enviaban para ser repartidos o rifados en el acto de clausura convertían el escenario en otra bodega de los Almacenes Ley. Recibía uno tantos obsequios que con ellos pagábamos aguinaldos ese año a toda la familia. En el discurso de fondo, al final de la sesión, un exalumno del Colegio escogido por el Señor Rector, decía a los graduados que con el citado título cogerían el cielo con las manos y que el futuro les esperaba, con las universidades, los trabajos y los brazos siempre abiertos. Por la noche, el Club Tucarma, después de que Don Gabriel mandara taquear con guaduas los bajos para evitar alguna catástrofe, prendía sus mejores luces y, con el apabullante sonido de las mejores orquestas del país, soltaba a los bachilleres a un mundo del que nadie les había hablado. A partir de enero, empezaban a presionarlos en las casas para que alzaran el vuelo. Ha pasado una década, desde entonces, y las cosas han ido cambiado en forma cada vez más alarmante. Somos conscientes que no se justificaba tanto alboroto. La realidad se ha ido tornando menos placentera. Los bachilleres y no bachilleres se fueron dando cuenta, a la fuerza de que, en muchas ocasiones, espera mejor suerte a un encantador de serpientes que a un egresado de bachillerato clásico. Tomemos la realidad con la frialdad con que un médico coge el bisturí para operar y con los síntomas que tenemos a la vista provoquemos el diagnóstico. NADA se substrae a las contradicciones en que siempre ha girado la educación colombiana. La Biblia dice que en el principio existió el Caos y, por lo visto, entre nosotros gobernará por muchos días más. Ahora sabemos, por ejemplo, que de cien colombianos que empiezan a correr en primero de primaria, solo veinticinco llegan a quinto. De estos veinticinco solo dieciocho ingresan a primero de bachillerato. En los años siguientes se van regando hasta terminar bachillerato solo cinco de los cien primeros. De los cinco bachilleres únicamente tres ingresan a la universidad, de los que termina uno. Entonces, el bachillerato colombiano está encaminado a educar el uno por ciento de los que ingresan a la escuela. Una educación elitista. Y, si Usted creía al principio que no iba a alargarles la cara, voy a demostrar, con datos emanados del ICFES, entidad oficial para estos menesteres que, hoy, el palo no está para cucharas. Muchos bachilleres no saben qué camino coger puesto que, para optar por una vía en el inmediato futuro, se inventó una orientación profesional que no funciona. Los 95


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profesores de esta asignatura, que entre otras cosas no se puede concebir una orientación profesional como materia, tienen que limitarse, ante el desconocimiento de la realidad cultural, social y económica por las que atraviesa nuestro pueblo, a enumerar carreras y costos. Y esto es como hablar a través de un micrófono apagado. Más: ¿qué sentido tiene solicitarles a los futuros bachilleres que llenen casillas con las carreras que más les agradan si, las más de las veces, no es el estudiante el que puede elegir sino el bolsillo del viejo o de la vieja, si es que tienen algo en el bolsillo? La elección de carrera tiene sus bemoles que se substraen a la voluntad de los educandos y educadores. En nuestro sistema socioeconómico hay que consultar permanentemente el mercado de la oferta y la demanda en aspectos tan intangibles como la cultura. Los encargados de esta consulta, DANE o no sé qué otra sigla, no consultan; si consultan, lo hacen mal y si lo hacen bien no informan a los interesados. Así, se presenta saturación de oferta para la mayoría de las carreras que se ofrecen actualmente, la demanda no funciona y la mayoría saldrá despedido por la ventana. ¿Cómo creen ustedes que un agrónomo, en un país catalogado como eminentemente agrícola, tenga tantas dificultades para ubicarse profesionalmente? ¿Cómo ven ustedes que, según el Gobierno, en los próximos diez años se necesitan más de cien mil profesionales en áreas de la Educación, y en los años en que se han realizado los exámenes del ICFES, jamás la carrera Educación ha estado entre las diez carreras preferidas por los varones? ¿Cómo ven ustedes que necesitándose médicos por montones, en aldeas y villorrios de todo el país, vengan con el cuento que tienen que emigrar al exterior porque aquí podían morir de balde o de hambre? Les ofrezco otro dato: las bachilleres, en 1968, colocaron la carrera Educación en el primer lugar de su aprecio y, seis años después, en el último año de la encuesta publicada, 1974, pluff, los indicadores se fueron de bruces: la mandaron al décimo lugar y en sus corazoncitos entronizaron el Derecho. El movimiento hippie, el movimiento feministas, las guerras, las revueltas estudiantiles de Mayo del 68, en Europa y México, son fruto o explicación de ese cambio. Aceptando que ese uno por ciento que ingresa a la universidad haya logrado titularse en la carrera que anhelaba, muchas veces tiene que enfrentarse a un mundo crudo que trata de arrebatarle las ilusiones que conserva. El estudiante que, en su pupitre de bachillerato, se sintió ingeniero constructor de puentes al estilo San Francisco, tendrá que contentarse, en muchas ocasiones, con el cargo de inspector de caminos veredales. El gran arquitecto que construía en sus días de colegio deslumbrantes brasilias, no es raro que termine sus días como agachado delineante de arquitectura. El que pensó sacudir la tierra y espantar a los mortales con el estallido de sus bombas atómicas, es probable que tenga que contentarse con el

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empleo de pulcro revisor de medicamentos. El que se sintió Demóstenes o Acevedo y Gómez termina desenredando o enredando más pleitos de tercera categoría. Y no puede ser para menos: Ustedes, futuros profesionales, se convencerán, después de colgar otro cartón con medalla de hojalata en la sala de la casa, que la universidad colombiana, y en general la latinoamericana, está planeada como otro sofisma de distracción. Lo que importa a todo gobierno es fomentar el sofisma. Lo que les importa es pasar a la historia oficial como apóstoles de la educación popular por lo que murmuran así: que las frustraciones de estos estudiantes toquen a otros gobiernos. Para que esto no se juzgue como exageración mencionemos la alarmante fuga de cerebros. Claro que los sofistas hablan de fuga de cerebros cuando lo que hay es, en realidad, fuga de estómagos. ¿No les parece, entonces, estimadas personas, una alegre irresponsabilidad eso de abrir y abrir colegios dentro de los moldes llamados falsamente “clásicos”, sin pensar que los colegios actuales vomitaron, en este 1975, al mercado de la oferta sin demanda, sesenta y cinco mil bachilleres, cincuenta mil de los cuales quedarán por fuera de la universidad? Según la oficina de Empleos del Ministerio del Trabajo y Seguridad Social, el próximo año se colocarán doce mil personas. Suponiendo que todos los colocados sean bachilleres quedarán sin empleo treinta y ocho mil bachilleres. El problema se vuelve color de hormiga si pensamos que alguien sin título puede conseguir empleo en forma más fácil que un graduado. En un siglo de especializaciones el que sabe de todo no sabe nada. Esto es ni más ni menos el Reino del Absurdo. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) hizo un detallado y riguroso estudio para concluir que, situaciones dramáticas como las anteriores, han logrado que, en solo 6 países latinoamericanos, los padres de familia supongan que sus hijos entre los 18 y los 29 años, vivirán mejor que ellos en el futuro. Tres de cada cuatro jóvenes latinoamericanos (75 por ciento) cree que sus condiciones de vida mejorarán en los próximos cinco años y más de la mitad (56 por ciento) cree que sus hijos vivirán mejor. A pesar de esto, cunde la prevención: el 80 por ciento de los jóvenes latinoamericanos piensa que hay que desconfiar de los demás. El 69 por ciento de la juventud latinoamericana se siente discriminado, sobre todo, por la pobreza y por no tener suficiente educación. Mientras, en Bolivia los jóvenes se sienten discriminados por el color de su piel, en Colombia, en su mayoría, lo siente así por no tener contactos o palancas. Claro que las esperanzas no están perdidas pues, en Colombia, el 47 por ciento de los jóvenes sueña con, que a pesar de que no hay igualdad de oportunidades, con el esfuerzo individual se puede surgir. Colombia es el país latinoamericano en que la juventud se siente más orgullosa de su tierra y, entre todos, el país en que la juventud es más optimista. “Esto nos ubica en la categoría de los países con jóvenes emprendedores, que luchan contra la adversidad y 97


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donde el esfuerzo en el trabajo y en la educación es un medio reconocido para la movilidad social”. Perdonen si os han chocado mis palabras; si he sido demasiado crudo, pero sucede que no quise engañaros con dulces mentiras. El título de bachiller no volverá a ser un pretexto para armar esa primera comunión que os recordaba al principio. Mi visión de las cosas no podrá desilusionaros ni desanimaros; solo desilusiona quien ha fomentado ilusiones y yo en esta ocasión solo me he limitado a deciros: Ojo que esa tabla está podrida. No se puede escoger entre realidad dulce y realidad amarga como tema de un discurso; sencillamente hay la Realidad. Ocultar lo que os espera es pretender tapar el sol con un dedo. En esta lucha contra la misma vida explotad la capacidad de discernimiento para guiaros por la norma de lo más correcto. La ética no podrá fallar voluntariamente en vuestras acciones. Daos tregua de vez en cuando en el duro vivir para soñar que este mundo puede ser mejor. Es la hora de ir polarizando fuerzas y conceptos. Es hora de la marcha unida. Es hora de humanizar lo inhumano en búsqueda de una sociedad más justa. El mundo, irremediablemente, será mejor para todos. POST DATA: Vuestros parientes y amigos os esperan en la puerta del Teatro para alegrarse con vosotros. Recibid mi saludo y el de vuestros allegados como signo de mejores victorias. Un apretón de manos por ese título que acabáis de recibir ya que, si ser bachiller no es mucha gracia no serlo sí es una desgracia. Felicitaciones si llegáis a ser ese uno por ciento del que hablábamos. Felicitaciones si tenéis que luchar a brazo partido. Sólo pedidle a la vida que os conserve el entusiasmo pues es posible que os suceda como a los aliados en la segunda guerra mundial: DE DERROTA EN DERROTA HASTA LA VICTORIA FINAL.

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VAMOS AL TEATRO

Grupo de teatro Amarte, de Apía, en la obra “La Cama”, dirigida por Jaime Alzate Vallejo, durante el festival regional de teatro llevado a cabo en San José de Caldas, en 2011.

A

los pueblos del Viejo Caldas llegaban, en venturosas ocasiones, después de

una larga correría por todo el país o varios países, como si se tratara de aguilillas o golondrinas ambulantes, grupos de teatro bogotanos o españoles, que ponían en escena obras del teatro universal como la dramaturgia de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón, Moliere y hasta un Shakespeare sentimentaloide y colombianizado. A veces, como es el caso de Manizales, grupos de teatro, de zarzuela o musicales, ocupaban el Teatro Olimpia, por varios días, en su trasegar entre Medellín y Cali. Iban hacia una ciudad importante y hacían jornada en ciertos pueblos en donde eran acogidos con auténtico alborozo. Esta costumbre duró más allá de la apertura de las carreteras, después de 1930. En Apía, mi generación

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tuvo oportunidad de observar obras de esos autores y de otros, como Genoveva de Brabante, por los años de 1960. Fuera de estas representaciones ocasionales, en la primera mitad del siglo XX, las funciones teatrales corrieron por cuenta y riesgo de grupos espontáneos de personas nativas, dotadas de gran espíritu cívico, que armaban ‘números’ generalmente jocosos, en un escenario improvisado, con el fin de recoger fondos en beneficio de obras de carácter social como el templo, la casa cural, el acueducto, el hospital, una escuela o la luz eléctrica. Se fundía el civismo con las aspiraciones artísticas de un conglomerado. No tenía nada de raro que fuera el cura párroco el director de los sainetes: al fin y al cabo se trataba de un hombre que había cursado estudios superiores y, de pronto, había llegado con algunos libros de literatura, en su biblioteca o había hecho sus pinitos en una obra de teatro presentada en el seminario. Casi siempre las religiosas vicentinas ponían en escena montajes fraguados con su imaginación desbocada para celebrar, con la mayor pompa posible, la Fiesta de la Madre, el Mes de Mayo dedicado a María, las Fiestas patrias como el Veinte de julio, el Siete de agosto, el Día de la Raza, la Fiesta de San Vicente o Santa Luisa, la Fiesta del Niño o la Fiesta de la Normal. Había motivos reales o pretextos para convocar a la ciudadanía en el amplio teatro de la Normal Superior. Presentaban sainetes, fragmentos de obras mayores del teatro universal, fragmentos de vidas ilustres, declamaciones sensibles que lindaban con la histeria, barcarolas, adaptaciones teatrales a la letra de canciones o balada como cuando hicieron llorar a todos los asistentes, en la víspera de una fiesta de la madre, con un montaje de la balada del francés Charles Aznavour en que escenifican la muerte de una mamá. Carlos Echeverri García, músico y poeta, conoció en México al Maestro Nicanor Zabaleta, uno de los mejores arpistas del mundo, en su tiempo. Cuando supo de la muerte de Carlos Echeverri, su amigo, aprovechó una gira por Bogotá, Medellín, Cali y Manizales para viajar a Apía a dar un concierto en honor del músico colombiano fallecido violentamente, en esta ciudad, en 1939. Transportaron el arpa desde Asia (Viterbo) a Apía, a lomo de mula. El concierto tuvo lugar en el Teatro Apolo que quedaba en la esquina de la plaza en donde parten las calles de Santuario y Jamarraya. Después del concierto le secuestraron el arpa por lo que tuvo que prometer dos conciertos más para que le devolvieran el instrumento. Así lo hizo. Contaba el médico Bertulfo Agudelo que, en 1980, en el Teatro de la Zarzuela, en Madrid, los cantantes Plácido Domingo, Alfredo Krauz y la Caballé se juntaron para cantar en el cumpleaños del Rey Juan Carlos. La apoteosis ocurrió cuando, ayudado por dos personas, salió al escenario, Nicanor Zabala que participó en el concierto, con su arpa. Tocó como un endemoniado a pesar de sus 98 años. 100


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Manizales tenía su Olimpia, Riosucio su Teatro Cuesta, Anserma el Teatro Robledo y Apía el Teatro Apolo, luego el Teatro Bolívar y el Teatro Gloria, espacios teatrales en donde triunfó el arte y resonaron estruendosos aplausos. En la mayoría de los pueblos, a falta de teatro apropiado, las obras, seguidas de una sección de variedades, se presentaban en el patio cerrado de la casa cural o de alguna institución educativa. Por los primeros años de la década de los treinta, en Apía y su corregimiento Viterbo, se presentaron obras costumbristas como Bodas de Plata, Amor de Madre, Flor de un Día y Como los Muertos, obra de Antonio Álvarez Lleras. En la década de los cuarenta, visitaron el municipio las compañías de teatro español Marospi y Moncho Carty. Poco a poco escasearon las compañías foráneas de teatro clásico como las de teatro costumbrista local. En escasas ocasiones, Apía, en los años cincuenta del siglo XX, tuvo el privilegio de aplaudir teatro clásico en vivo. Estaba yo en plena adolescencia cuando presentaron la Vida es Sueño de Calderón de la Barca, Sueño de una Noche de Verano y Hamlet, de Shakespeare, en Apía, bajo una carpa ubicada temporalmente en la hondonada que, unos doce años después (1972), ocuparía el Mercado Cubierto. Para la obra inglesa, el protagonista se presentó, ante el tumulto de espectadores, con un vestido negro ajustado al cuerpo y unas ojeras blancas como si fuera la viva imagen de la Muerte. A veces pienso que quería asemejarse a las clásicas máscaras utilizadas por los griegos en sus presentaciones en los enormes teatros al aire libre. El célebre monólogo (“Ser o no ser, he ahí el problema…”), lo recitó en un paraje arreglado con rastrojo y chamizos que, esa tarde, vimos transportar a pie por las calles del pueblo, lo que intrigó demasiado a todo el pueblo que no entendía de qué se trataría el montaje anunciado, en todas las esquinas, de viva voz, con la ayuda de un embudo de zinc. La luz lunar para la escena brotaba de un bombillo envuelto en un papel cristal azul y las piedras enormes habían sido elaboradas con papel encerado del mismo que se utilizaba para armar el pesebre decembrino. Mientras recitaba, un arroyo que manaba desde una llave abierta detrás de los viejos telones, fingía correr por todo el escenario. Un exitazo. En 1975 regresé a Apía a la presentación de la obra con temática y técnica costumbrista “Amor, Trovas y Guarapo”, de Gerardo Naranjo López (1975). Después se presentó “La Casa de Bernarda Alba”, dirigida por Socorro Grisales, en la Normal Sagrada Familia. Pasados los años, aparecieron los grupos “Atenas”, dirigido por Diego Bernal y “Gresna” bajo la coordinación de Vicente Henao. Cuando arrancó el siglo XXI, estaban en escena los grupos “Generación Teatral Cambio Juvenil”, al mando de John Freddy Castaño y “Fuego Dorado”, con 101


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integrantes como Óscar Gallego G., Jaime Alzate V., Norbey Ramírez, Wilmar Toro Z. y Luz Adriana Henao S. Pusieron en escena la obra “Isidro el paisa”, obra de Enrique Buenaventura, basada en un cuento de Tomás Carrasquilla (Francisco Javier López N., “Trasmontando el Tatamá – Fuego Dorado”. Apía: El Cóndor, Edición Nº 47, agosto de 2002). Iniciaba la segunda década del siglo XXI cuando Jaime Alzate Vallejo dirigió el Grupo Amarte que viajó por varios municipios con la obra La Cama que, en la primera parte hace uso de una técnica realista y costumbrista y en la segunda parte proyecta una secuencia de teatro sicológico o del absurdo. Los actores visten de negro y causan buenas reacciones. Una obra con moraleja sobre el consumo de drogas ilícitas. 1.

DORAMINTA:

A comienzos de 1961, estando en quinto (10º) de bachillerato del Colegio Santo Tomás de Aquino le expresé, a don José Álvarez Patiño, distinguidísimo profesor de Español y Literatura, a nombre de los compañeros, el anhelo de tener un grupo de teatro y de que él fuera nuestro director. Aceptó y bautizó el grupo con el nombre de Doraminta, en memoria de la primera obra de teatro de la que se tenga noticia en la literatura colombiana. Fue escrita por Luis Vargas Tejada, ese hombre inquieto que repartió las décimas debajo de las puertas que pronosticaban la eliminación de Bolívar, en la “nefanda noche septembrina” de 1928. El pobre Vargas, al fracasar el magnicidio, murió ahogado cuando huía a través de los llanos. Se abrió el apetito por participar en la empresa cuando comenté a los compañeros que el Teatro Experimental de Cali (TEC), fundado por Pedro Pablo Morcillo, dirigido inicialmente por Cayetano Luca de Tena y, al partir éste hacia el exterior, dirigido por Enrique Buenaventura que había acabado de llegar de Argentina, había realizado una gira por Europa y había participado en el Festival Mundial de Teatro de París, en compañía de otros 29 grupos minuciosamente seleccionados. El Tec actuó el 13 de abril de 1960, en el Teatro Sarah Bernhardt, con la versión “En la Diestra de Dios Padre” de Tomás Carrasquilla y, después, y con “Historias para ser contadas” del argentino Oswaldo Dragún. La escenografía fue transportada desde Colombia. La puesta en escena de la obra de Carrasquilla, causó sensación. Al poco tiempo, en la Revista Cromos, publicaron el texto completo de la obra “En la Diestra de Dios Padre”. Se lo presenté al profesor Álvarez Patiño, lo aprobó y, por derechas, me puso a pasar los papeles de cada actor, en una vieja máquina de escribir de marca Remington que tenía mi tío, lo más moderno que existía, en el mundo, en aquel

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momento. No se habían inventado las fotocopiadoras y menos los computadores. Demoré varios fines de semana en estos preliminares. En septiembre de 1961, el Teatro Experimental de Cali visitó a Manizales durante la celebración de la Semana del Arte. Fui a esa ciudad con el ánimo de ver la presentación para aportarle ideas a nuestro montaje pero no asistí a la puesta en escena de En la Diestra de Dios Padre, ya que para ese día habían programado Historias para ser contadas de O. Dragún. Pude conocer a Buenaventura al que participé de la aventura apiana con su versión teatral y, fuera de apuntes y comentarios muy provechosos, quedó de enviarme, cuando regresara a Cali: El Misterio de la Adoración de los Reyes, de origen medieval, El Médico a Palos de Moliere o Pedida de mano de Anton Chejov, en versiones que habían adoptado, ensayado o tenía en proceso para presentar en el segundo festival nacional de teatro de Bogotá. Conocí a Mario Escobar, joven inquieto por el periodismo y los asuntos de teatro. Serviría de intermediario con Buenaventura y visitó a Apía, como periodista del diario La Patria, para informar cuando subimos a las tablas. Don José aplicó su sicología de profesor y hombre de letras para escoger el elenco que iba a ensayar. Como el Santo Tomás no era mixto todavía, la Normal Sagrada Familia aportaba el personal femenino que se necesitara para poder montar una obra de teatro. Los ensayos eran diarios, en el amplio y viejo comedor del Internado, en la esquina sur del parque, después de la comida por parte de más de sesenta internos que había inscritos por esas calendas. El entrenamiento duraba de 7 a 9 de la noche mientras los internos se dedicaban, en varios salones del Colegio, bajo la supervisión del profesor de turno, a hacer las tareas del día siguiente. El estreno de gala se llevó a cabo en el Teatro Bolívar el 20 de octubre de 1961, a las ocho de la noche, con el siguiente reparto: Dirección: Prof. José Álvarez Patiño (de Español) Asesoría: Prof. Filemón Valencia (de Filosofía) Protagonistas: Peralta: Octavio Hernández Jiménez Peraltona: Aracelly Álvarez Jesucristo: Hugo Pineda San Pedro: César Acevedo Maruchenga: Elba Lucía Ochoa Muerte: Fabio Rojas Diablo: Sigifredo Cardona Mendigo: Edgar Hincapié Tullido: Albeiro Hincapié 103


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Viejo: Héctor Pérez Leproso: Huberto Duque Vecinos: Cecilia Rojas, Mary Sánchez, Elvia Bedoya, Auly Bedoya, Gladys Sánchez, Marco Fidel Pareja, Alfonso Correa, Arnobio Pareja. El vestuario de los actores era el apropiado; a pesar de que la ambientación era de paisas montañeros, hubo personajes como Jesucristo, San Pedro, la Muerte y el Diablo que provocaron curiosidad y fascinación en los espectadores. Los dos personajes celestiales vestían con pantalón de paño negro, camisa blanca de seda, carriel y alpargatas; La Muerte llevaba sus costillas y demás huesos pintados en su forrado vestido negro y el Diablo iba de rojo, con cachos y tridente, boleando la cola terminada en flecha. Los bailes que se armaron en el escenario al son de los tipleros eran como los que se veían en las escuelas veredales, en aquella época, cuando había festival. El Teatro Bolívar, frente al Parque, presentó lleno hasta las banderas. La obra caló en el gusto de la ciudadanía por el texto de corte costumbrista y el desempeño de los actores. Marcó huella. Más de treinta años después, Óscar Gallego Gil dirigió “A la Diestra de Dios Padre” con el Grupo de Teatro de Jordania. Éxito renovado. Las variedades que se presentaron al final tuvieron como eximia directora y coreógrafa a Vilma Sánchez Rendón y los efectos de luces corrieron a cargo del Prof. Flavio Álvarez. Es bueno aclarar que las luces consistían en unos tablones llenos de bombillos tapados con papeles de distintos colores que se cambiaban subiendo y bajando una cuchilla. La técnica más apropiada para un incendio. La primera de estas variedades fue el baile de “Esperma y Ron”, una cumbia tradicional y pegajosa que estaba de moda por esos días. Luego, el bambuco Brisas del Pamplonita, pieza musical muy escuchada entre los amantes de la música del interior colombiano, interpretada, en el disco, por Manuel Jota Bernal al piano. No había camarines particulares para el cambio de ropa sino que todos los pichones de actores utilizábamos un espacio estrecho debajo del escenario para hacer lo que se requiriera en medio del mayor ánimo y sin la menor pizca de malicia. Íbamos pa’lante. El plato fuerte fue el ballet ensayado por Vilma que tenía como base el “Bolero”, de Mauricio Ravel. Su música es novedosa, repetitiva, envolvente y en un continuo crescendo. Tiene saudades gitanas por lo que la directora, con indiscutible acierto, hizo colocar claveles rojos sobre el telón amarillo del fondo y, en los trajes de las mujeres y los hombres, dominaba el negro y el rojo. Era admirable que una mujer como Vilma, que no había vivido en otros lares, cultivase esas inquietudes, dominase esos ritmos y desarrollara las coreografías más apropiadas. El grupo, para este ballet, estaba compuesto por: 104


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Pareja principal: Vilma Sánchez R. y Octavio Hernández J. Bailarines: Mary Sánchez, Gladys Sánchez, Cecilia Rojas, Elvia Bedoya, Auly Bedoya. Marco Fidel Pareja, Alfonso Correa, Edgar Hincapié, Albeiro Hincapié y Fabio Rojas. Como se puede observar, la mayoría de quienes integraban el grupo de teatro también actuaba en las variedades. Esto por varios motivos, como la solidaridad, el anhelo de encauzar inquietudes en un medio en el que descollaba la música polifónica pero estaban adormecidas las cuestiones teatrales, fuera de varios problemitas que se presentaron en el camino como fue la renuncia, casi a última hora, de Elvia Vallejo, en el papel de Maruchenga por lo que hubo que recurrir a la magnífica colaboración de Elba Ochoa, mujer que se había dado a conocer como magnífica declamadora y no lo hacía mal como cantante. Tuvo tanto éxito la obra que se repitió el 29 de octubre en el mismo escenario y luego se llevó, el 5 de noviembre, al Teatro Municipal de Santuario y después a Belén de Umbría. Con el dinero recogido en Apía y Santuario se pagaron gastos de escenografía, alquiler de teatros y se asignó una buena cantidad para actualizar libros de la Biblioteca del Colegio y para adquirir unos instrumentos para la banda marcial del Santo Tomás. Con el producido de la presentación en Belén se colaboró para adquirir música en disco que faltaba en la Emisora Cultural del Colegio Santo Tomás y el director organizó un almuerzo bailable, el 21 de noviembre, por la tarde, en el Comedor del internado, que había servido de salón de ensayos. Para esa fiesta, don José Álvarez consiguió libros nuevos para entregarlos como recuerdo a cada uno de los participantes en las obras y a todos les colocó una gentil dedicatoria. A mí me tocó “La Amada Inmóvil”, libro del poeta mexicano Amado Nervo, encuadernado en tela y oro, con la siguiente dedicatoria: “Para Octavio, el protagonista fidelísimo de la dramatización En la Diestra de Dios Padre. José Álvarez P. Apía, 21 de noviembre de 1961”. Inolvidable fue la rasca que se pegó el señor director, tal vez de despecho pues, en el transcurso de los ensayos aprendió a amar a la directora del grupo de danzas, pero cuando Vilma se dio cuenta que la declaración formal del profesor podía ocurrir en aquella fiesta bailable, no asistió. Fue entonces cuando don José escribió el siguiente recado: “Vilma: Cuánto lamentamos tu ausencia todos los que te hemos sentido como una primavera junto a la vida y junto al corazón. En nombre de todos tus amigos, José Álvarez P. 21-XI-61”. Redacto las memorias de este acontecimiento cuarenta años después de acaecidos y confieso que no le he entregado a Vilma la esquela que empezó a rodar por ahí y que hace cuatro décadas el señor director envió conmigo. Hubiera sido mejor que el remitente hubiese encomendado esta misión al gallinazo del Diluvio. Pero sucede 105


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que mi maestro lo escribió en una página en blanco del libro que, a pesar de los años y de los trasteos (cada trasteo equivale a un incendio), me sigue acompañando en la ruta de mi existencia. Vilma sabrá perdonarme. Aspiro a enviarle, un día de estos, porque de otros no hay, siquiera, una fotocopia de la declaración amorosa de su rendido admirador. 2.

EL MEDICO A PALOS

De la obra “Médico a Palos” o “Médico a pesar suyo”, comedia burlesca de Jean Baptiste Poquelin de Moliere, autor francés del siglo XVIII, circulan, en nuestro medio, dos versiones: una fiel trasladada del original francés y otra despojada de precisiones de época, de complicado vestuario, de escenas secundarias y a la que los intérpretes dotan de mucha charada improvisada con tal de hacer reír. En esta segunda versión, la comedia desciende a nivel del sainete. De lo clásico a lo masivo. En 1962, antes de las mil y una reformas que ha tenido el pensum del bachillerato colombiano, conocimos fragmentos de la obra, en el idioma original, en clase de francés, con don José Muñoz. En clase, por las tardes, representamos el fragmento que traía la Antología de la Literatura Francesa que era nuestro manual, así como declamábamos a Musset, Vigny y Víctor Hugo en el idioma original y, recuerdo, nos entrenábamos en la oratoria con los textos altisonantes de Bossuet, en la Catedral de París. El profesor calificaba. Contábamos con el texto que envió Enrique Buenaventura desde Cali aunque José Muñoz (Picarito) le hizo unos reparos después de compararlo con el texto original. Le solicitamos nuevamente a don José Álvarez Patiño que nos la dirigiera y él, también sacándole tiempo a las letras y a los imprescindibles aguardientes, puso manos a la obra con el personal de planta del Grupo Doraminta que, el año anterior, 1961, había escenificado, con éxito inusitado, En la Diestra de Dios Padre. Otro desafío pues la ambientación no era montañera sino que sucedía en casa de un gentilhombre francés del siglo XVII. No había cotizas, carrieles, muleras y machetes sino espadas, gorgueras, pelucas empolvadas, vestidos de seda, capas con franjas doradas, pantalones y medias largas a las rodillas. Zapatos de charol con hebillas de plata. Se dio buen trabajo a las costureras del pueblo. Se consultaron las modas de los trajes en las enciclopedias y otras se dejaron a la libre interpretación. Las pelucas eran de algodón, los zapatos de charol, la música barroca y los muebles eran prestados en casas 106


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de dedo parado, en donde el comedor y la sala fueran de maderas torneadas y que, en esa época, no escaseaban en Apía. Me tocó el papel de padre de la muchacha que, por amor a su novio, engañó a su padre haciéndose la muda. Álvaro Palacio era un niño que, a la final, se convirtió en la mascota del grupo pues se desenvolvió en forma estupenda. Elba Ochoa se consagró como la hija del gentilhombre que metió en problemas a más de uno y el papel de médico se le encomendó a Abelardo Quintero. Abelardo Quintero estaba en sexto (11º) de bachillerato. Era de esas personas sagaces, tranquilas y, ante todo, recocheras. Don José acertó entregándole el papel porque debido a Abelardo, poquitas veces, Apía ha reído tanto, en pleno, como lo hizo en esta ocasión y a cargo suyo. Se manifestó y se creció en el transcurso de su primera actuación. Hizo gala de un ingenio y una chispa que pocos sospechaban. La obra se presentó, en el Teatro Bolívar, a las ocho de la noche del día 18 de octubre de 1962, un mes antes de la graduación de bachilleres, con lleno total. Debido al éxito, se repitió en Apía y luego se llevó a Belén, Viterbo y La Virginia. Después de reírse a mandíbula batiente, llegaron las Variedades que, como señal anticipada de éxito, estuvieron a cargo de Vilma Sánchez y su elenco. Se ideó una coreografía basada en la obra Brisas del Tatamá, bunde popular con letra y música de Carlos Echeverri García y arreglos de Rubo Marín P., y de Morenita Apiana (Canto a Apía), bunde de Carlos Echeverri García y letra de Gerardo Naranjo López. Un escudo gigantesco y una serie de banderas del pueblo servían de telón de fondo. Se utilizó, para los ensayos de las clásicas melodías y para las funciones, un disco de pasta negra, de setenta revoluciones por minuto, con las melodías interpretadas y grabadas, en 1960, por la Banda Departamental de Caldas dirigida por Rubo Marín. (Faltaban cinco años para la fundación del Departamento de Risaralda). En pocas ocasiones se presenta mayor carga de humor que cuando un grupo ignora cómo actuar. El grupo de bailarines interpretaría un bunde propio de tierras colombianas pero para el público se interpretaría el Himno de Apía, obra solemne pues ya estaba canonizada como uno de los símbolos del pueblo. Cuando empezó a sonar Brisas del Tatamá, medio teatro, por asunto de rituales patrióticos, se puso de pie y la otra mitad, porque entendía que no se interpretaba como himno sino como música del folclor colombiano, se quedó sentada. A cada uno le asistía su propia razón. Cuando los que estaban de pie vieron a los otros sentados se sentaron en el mismo momento en que los que estaban sentados, para no posar de herejes, se pusieron de pie. Mejor dicho: no actuaron bien o mal si no todo lo contrario. 107


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El plato fuerte de las Variedades vino después cuando el grupo de danzas dirigido por Vilma presentó una entusiasta versión de la pieza musical Malagueña, obra de Lecuona. Vilma actuó que ni qué Lola Flórez. No olvidaré nunca su sonrisa de triunfo, su vestido negro y su chal de flecos; su sensual arrogancia. El telón de fondo era de terciopelo amarillo, de esos que utilizan en la iglesia cuando están de fiesta y, sobre él, una enorme guitarra negra. Los varones iban de vestido blanco y banda roja. Me tocó acompañar a Vilma, como en el Bolero, de Ravel. Don José Álvarez se emborrachó en el transcurso del acto, en el piso debajo del escenario. A la hora de la Malagueña subió a verla entre bambalinas y, cuando la apoteosis brilló en las tablas y el público aplaudía con todos los ímpetus de su entusiasmo, tuvieron que agarrar al maestro porque luchaba, a las patadas, por lanzarse al centro del escenario como si fuera el ruedo de una plaza de toros. Don Flavio, el hombre de las luces, tuvo que echarle mano y arrastrarlo para abajo mientras se escuchaba delirante al señor director, gritando a todo pulmón: ¡Que vivan las uvas de Málaga!¡Que vivan las naranjas de Málaga! ¡Que vivan las flores de Málaga! Aburrido don Flavio tuvo que taponarle la boca con una de esas flores que el borrachito aclamaba. 3.

LA NOCHE MAGICA

Para que vean que hasta en el más humilde oficio puede haber progreso, quien esto escribe pasó sin que nadie le otorgara título académico para hacerlo, sin honoris causa y, sin que nadie lo frenara en el intento, de actor en escena a director de teatro. Eso ocurrió en 1967 cuando después de un intervalo de cuatro años de estudios de pregrado, volví al Colegio Santo Tomás de Aquino como profesor de Filosofía y Español, en los grados quinto (10º) y sexto (11º), docencia que desempeñé hasta comienzos de 1971, cuando regresé a Bogotá. Los alumnos de sexto necesitaban, como siempre, dinero para ese ceremonial que se les venía encima, con motivo de su grado: mosaico para entregarlo al olvido y a la incuria de quienes no sienten nada por ellos, anillos de grado para dejarlos en la prendería en la primera necesidad económica con que tropezaban después del acto de graduación, paseo para conocer el ansiado mar y un etcétera a que nos ha ido moldeando la costumbre o la sociedad de consumo. Para lograr el cometido, escogimos una obrita de teatro ligero, un sainete en dos actos, titulada “La Noche Mágica”. Las infaltables Variedades corrieron a cargo de los graduandos que tuvieron la particularidad de pertenecer, por último año, a un grupo 108


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con sólo varones ya que, en 1968, se recibió el primer contingente de preciosas alumnas que subieron, casi todas, de la Normal a estudiar bachillerato. Octubre fue el mes de la cosecha teatral, ya no en el Teatro Bolívar que exageraba en el cobro de alquiler sino en el Teatro de la Normal Sagrada Familia, puesto gratuitamente a nuestra disposición por las religiosas vicentinas, para actos de esta índole. Qué importaban las bancas incómodas en vez de butacas también incómodas pero individuales. El reparto es más largo que los créditos que aparecen después de la última escena en esas viejas películas bíblicas filmadas por el elenco de Hollywood. El Marqués: Fernando Rivera Julio, hijo del marqués: Orlando Múnera El mago Zoilo: Jaime López Romeo (viejo engañado): Javier Darío Agudelo Renzo (sirviente): Francisco Javier Alzate Carlos (amigo de casa): Gildardo Pérez Portero: Miguel Ángel Alzate Coordinador: Albeiro Múnera Director: Octavio Hernández Jiménez. Como todo sainete, se trataba de una obra jocosa en que priman las ambigüedades del lenguaje, la ingenuidad de alguno, la marrulla de otro, situaciones con las que los espectadores, casi siempre, se sienten a gusto y se identifican con circunstancias propias por lo que, es predecible, le dan rienda suelta a sus carcajadas. En las Variedades, un grupo de internos del Colegio Santo Tomás representó un cuadro de mímica, costumbrista, original del director, en el que se reconstruía una escena de cuando en los pueblos no había odontólogos sino dentistas, de esos que extraían las piezas con tenazas, alicates o cualquier otra herramienta mohosa de uso doméstico. Actuaron: Fernando Naranjo, Javier Granada, Darío Usma, Miguel Ángel Alzate y Orlando Espinal, bajo la dirección de Octavio Hernández J. Para finalizar el acto, se presentó la fonomímica Filarmónica del Colegio, en que el hombre de la batuta, Omar Ramírez acaparó todas las carcajadas que quedaban guardadas en las gargantas de los asistentes. De frac negro, saltaba como un acróbata en su podio levantado con llantas de camión. La banda de músicos estaba integrada por Olmedo Sánchez encargado de los timbales; Augusto Flórez, de la carrasca; Héber Jaime Hernández y Lileardo Toro, encargados de los clarinetes con sordina. La corneta y el clarinete estuvieron a cargo de Álvaro Palacio y Guillermo López. Los violines sonaban imaginariamente en manos de Julio 109


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Alberto Naranjo y Flówer Obando. Humberto Rendón hacía que tocaba el bajo y Hernando Rojas hacía la mímica con los timbales. Preparó, Octavio Hernández J. Este último número dejó más que satisfecho a un público ávido de distracciones sanas y dio oportunidad a todos los bachilleres de ese año de subir a las tablas antes de despedirse del Colegio. Había llegado la hora de abandonar el lugar de su educación y, muchos, jamás se habían atrevido a hablar o actuar en público. Y saber que la vida es eso: teatro y actuación. Triunfa el mejor actor. Donde estén, el recuerdo de estas escaramuzas artísticas les acompaña por siempre. Ejemplo de trabajo conjunto por el bien común. Fuimos como los dedos de una mano. 4.

FANNY, INOLVIDABLE

Fanny Mikey, con los actores del Teatro Popular de Bogotá (TPB), la agrupación más prestigiosa que había en el país por aquella década, visitó Apía, en 1967, para presentar La Posadera, de Carlos Goldoni (1707-1793), comedia agridulce que trata sobre las experiencias juveniles en el amor. El personaje principal, Mirandolina, administra una posada florentina y ejerce un poderoso atractivo sobre los hombres. Fue representado magistralmente por la que fue llamada, con todo acierto, “la gran dama del teatro en Colombia”. Ante el soberbio cuerpo de la actriz, la gente no hablaba de la Posadera de Goldoni sino de las posaderas de Fanny Mikey. Entre los actores estaban, fuera de la Mikey, Jorge Alí Triana, Gustavo Angarita, Jorge Emilio Salazar, Eddy Armando y Rosita Alonso quienes se destacaron posteriormente en grupos como La Candelaria y el Teatro Libre de Bogotá. Algunos de ellos brincaron a la televisión y cine nacionales. La presentación fue en el Teatro Bolívar, ubicado en la plaza principal, a un lado del café de las once puertas, con lleno completo. Quienes asistieron llegaron estirando nuca. Muy cachacos. Se trataba de una muestra de teatro clásico con técnicas modernas. Al concluir la representación, el grupo de amigas y amigos que asistimos, en barra, invitamos, al elenco que nos visitaba, al Club Tucarma. Allí, dialogamos, con ellos, al calor de unas copas de Ron Viejo de Caldas. Fanny había llegado en 1959 al país procedente de Argentina. Se radicó en la Sultana del Valle, se incorporó al Teatro Experimental de Cali (TEC) y, de allí, pasó a Bogotá. Se propuso conocer a Colombia palmo a palmo. Del conocimiento pasó al afecto. En el mundo de la cultura, ningún extranjero dio tantas muestras de amor a Colombia como ella. Nos comentó que soñaba con el proyecto de un “teatro nacional” que, como su denominación lo decía, debería convertirse en propósito, no solo de ella, sino de todos los colombianos. Convirtió su sueño en realidad. Abrió tres sedes del que bautizó Teatro Nacional, en la capital del país. Pocos años después puso de moda, en tan fría ciudad, el “café concierto”, género de teatro ligero que se presenta mientras 110


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los espectadores se deleitan en torno a una mesa bien servida. En 1988, prendió los motores del I Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá que, con las sucesivas ediciones cada dos años, llegó a convertirse en el mayor espectáculo, en el mundo, en esta rama del arte. En 2008, por Semana Santa, se realizó el Festival, en su décima versión. En las diez ediciones habían venido al país 584 grupos extranjeros que congregaron 3 millones de espectadores, en salas bogotanas, Plaza de toros, Catedral Primada, Plaza de Bolívar, Corferias, fuera del teatro callejero. El lema del Festival era: “Un acto de fe en Colombia”. Se trataba del proyecto más descabellado en el aspecto cultural pues, apenas, el 25 por ciento era de financiación oficial; el 25 por ciento lo conseguía Fanny con la empresa privada y el 50 por ciento restante eran ingresos por taquilla, en un país que, hasta ese entonces, esperaba que toda entrada a esta clase de espectáculos fuera con pases de cortesía. Incansable: Antes de morir lo dijo: “Para mí la palabra ‘tranquila’ no existe”. Murió el 16 de agosto de 2008, a los 78 años bien vividos, y su partida fue motivo de duelo nacional. El secreto de su éxito estribaba en su fe inquebrantable en Colombia, amplio conocimiento en lo que se proponía y un carisma desbordante. En ese 1967, salimos del Club Tucarma, a media noche y, con el grupo de teatro capitalino, nos fuimos a darle la vuelta completa al pueblo, saliendo por Matecaña, dando la vuelta por el Cementerio, pasando por la Normal y Bomberos para regresar a la Plaza por Jamarraya. Era una noche serena y estrellada. Fanny Mikey se sobrecogió ante la silueta monumental del Tatamá acrecentada por los pálidos reflejos de una luz oceánica, tras bambalinas. Quedó absorta. Al pasar por el café Veinte de Julio quiso entrar, fuimos de mesa en mesa de juegos observando a los trasnochados jugadores y rematamos en el vientre del café comiendo chorizos y tamales. Por física hambre, dijo que jamás se había comido unos chorizos tan deliciosos como los del Veinte de Julio. Aún no he dilucidado suficientemente por qué, esa noche, Jorge E. Aristizábal G. tomó la determinación de cursar la carrera de arquitectura. Como mi Dios no tiene contento a todo mundo, algunos apianos no quedaron conformes con tan prestigiosa visita. Al otro día de la presentación de La Posadera, varias personas manifestaron, en enredado murmullo, su inconformidad porque, ante la falta de un hotel en el pueblo, el Padre Hernández había dado cordial albergue al grupo de teatro bogotano, encabezado por Fanny Mikey, en la casa cural, para que pasara la noche. Al día siguiente desayunaron allí mismo y se marcharon del pueblo gratamente impresionados. Fue un escándalo para beatas y beatos que esa sensual mujer durmiera en el mismo espacio en donde, a veces, dormía el excelentísimo señor obispo. Sacrilegio imperdonable para la liga de las buenas costumbres experta en prejuicios y anatemas. Santa María Magdalena, ora pro nobis. Todavía faltaba que Fanny enseñara al país a respetar y apreciar la bella profesión del teatro. Qué opinarían esos fariseos y correveidiles al saber que Fanny, en el último Festival 111


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Iberoamericano que organizó, en 2008, presentó la Misa Gitana, nada menos que en la Catedral Primada de Bogotá, con el beneplácito del Señor Arzobispo. ¡Ah lenguas! 5.

EL OCASO DE UN PUEBLO:

Esta “tragedia musical indigenista”, cuenta con libreto de Francisco Javier López Naranjo y música de Carlos Fernando López Naranjo. Tomaron como tema la extinción de la tribu comandada por Tucarma, en el Valle del río Risaralda (Valle de Apía) y en las breñas sobre las que se fundó, varios siglos después, Apía. Esa gesta fue narrada inicialmente, en el siglo XVI, por el Mariscal Jorge Robledo y su secretario Juan Bautista Sardela “cronista del descubrimiento de Antioquia y del Gran Caldas”. La primera vez que el cacique “de 20 años” aparece en el relato de Sardela es en este párrafo: “Y estando el capitán de parada en un pueblo que se dice Chátapa supo como un cacique de aquel pueblo llamado Tucarma había muerto algunos indios que venían a la ciudad a servir a los españoles…”. Tucarma muere a manos del invasor. Es nuestro primer héroe regional. Tan grande como La Gaitana. La cantata “El Ocaso de un Pueblo” se presentó en el Teatro de la Normal Sagrada Familia, en noviembre de 1992, como acto cumbre de la celebración del Quinto Centenario de la Unión de dos Mundos, efemérides conocidas, también, como Descubrimiento de América. Causó delirio entre los asistentes. Al concluir la presentación, Bernardo Mesa, Gerardo Naranjo y el que esto escribe no contuvimos las lágrimas de asombro ante semejante puesta en escena. Pocos municipios, en Colombia, tenían una obra de dimensiones tan depuradas como Apía. Luego iniciaron un periplo con esa obra por escenarios de Pereira, Medellín y otras localidades antioqueñas, como Jardín y Ciudad Bolívar en donde Carlos Fernando había dirigido la Banda de Música. Los coros, en la primera versión, correspondían a la Escuela Integrada de esas dos localidades antioqueñas. Subieron al escenario personajes como Tucarma, Nabsacadas (jaibaná de los apias), Zulaima (amada de Tucarma), Chasquis (mensajeros), Indio 1-2-3-4-, Hombres, Mujeres y Niños de la Tribu, Jorge Robledo, Fraile, Soldados de Robledo fuera de integrantes del Coro y la Orquesta. Intervenía más de un centenar de personas entre actores, músicos y encargados de luces, vestuario, utilería, coreografías y demás facetas de la obra y el montaje. Se lee en el Prólogo: “Aunque el autor del texto, para escribirlo, investigó en los relatos de los cronistas de Jorge Robledo: Juan Bautista Sardela, Pedro Cieza de León y Pedro Sarmiento, El Ocaso de un Pueblo pertenece al género de la ficción. Es una creación literaria mestiza, un aporte al campo poco explorado del teatro musical

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auténticamente colombiano”. Las dos formas del arte se acoplan con armonía que no decae. Es un trabajo mestizo. Investigación y creación sobre lo que fuimos y somos. Varios fragmentos del texto tienen elevada entonación literaria como el Canto del Fraile que sirve de abrebocas con melodía gregoriana: “Mil quinientos cuarenta; mes noviembre,/ el noble capitán Jorge Robledo/ regresó a la provincia de Santa Ana,/ dilatada región de cantos épicos,/ Quedan solamente por rendirse/ los nativos de Apía: valle extenso. Robledo llegó al pueblo de Chatapa,/ do, altivos, resistían con denuedo// Supo allí el capitán de las hazañas/ del cacique Tucarma, …”. Se trata de los versos que no redactaron los cronistas que se interesaron por rescatar del olvido nuestros orígenes. Ellos eran prosistas. En el canto de la Luna Negra, el Jaibaná, entona: “Lloro, rey, por mala estrella: al transcurso de los soles/ un designio horrible espera/ a los pueblos de entonces./ ¡Llegará una luna negra!, / eclipsando, cruel, las flores,…”. El “Canto a la Nueva Edad de Oro” es de la mayor raigambre clásica al estilo Virgilio: “Huirán los fantasmas del odio;/ nuestros pueblos/ saldrán de las tinieblas;/ surgirán como un sol primoroso/ rutilando y triunfando en la selva…”. No podía faltar el “Canto al Tatamá”, con dejos andinos y ecos de nostalgia infinita. Luego, aires de alegría y esperanza. Este monte, para los habitantes del Occidente de Risaralda y el Bajo Occidente de Caldas es nuestro tótem máximo. El Tatamá es la mole que ha tutelado los sueños y pesadillas de un pueblo desde la prehistoria. Es la silueta desdentada que vigila el Ocaso de un Pueblo y su renacer constante. La obra tuvo su génesis en la infancia de los autores. Nació, cuenta Carlos Fernando, en los juegos infantiles cuando escondían un objeto cualquiera y lo buscaban como si se tratara de un tesoro indígena. En 1975, Francisco Javier escribió en el periódico local El Yunque un artículo periodístico con el nombre de “El Ocaso de los indios apias”. Se hablaron los dos y empezaron a pulirlo hasta su redacción definitiva. En 2003 se montó con la Banda Municipal de Pereira, el Grupo Mitchu de danza y los Coros de Pereira. Carlos Fernando volvió sobre esa obra cuando hizo una pasantía de música en España. En 2009, con el excelente desarrollo de la Escuela de Música de Apía, Carlos Fernando volvió a trabajar en el nuevo montaje, con nuevos actores. Actores apianos. Se montó con el pretexto del II Centenario de la Independencia Nacional (18102010). Arrancó con cero presupuesto pues las cien personas que intervenían en ella, como músicos, actores y asesores, no cobraban. Era admirable ver a los cien jóvenes ensayando la obra, los fines de semana, el día completo, sin la más mínima señal de cansancio o bostezos. El Señor Alcalde asistió al ensayo del lunes 14 de junio de 2010, para ver de qué se trataba y decidió apoyarlos. Las dos presentaciones en Apía tuvieron lugar en la primera quincena de agosto de ese año.

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Se presentó en el Polideportivo de Apía, en dos ocasiones y luego, en otras dos funciones, en el Teatro Santiago Londoño de Pereira. No tuvieron temor en utilizar la gradería como largo escenario y en vez de los viejos telones de fondo y las bambalinas, se exhibieron, sobre las columnas, vistosos pendones. Se utilizaron luces rojas y amarillas, vestuarios sobrios y novedosos recursos audiovisuales de gran efecto como el estudio fotográfico que el Arquitecto Jorge Evelio Aristizábal hizo del Tatamá. Tucarma fue interpretado por Sebastián Londoño, estudiante de arquitectura. Nabsacada estuvo a cargo de Marino Salgado, con estudios en Francia. Zulaima corrió por cuenta de Luisa Fda. Guevara. Fraile: Herman Leandro Hincapié. Coreografía: Wilmar Raigosa, director de la Casa de la Cultura de Santuario. Banda Juvenil con 12 estudiantes de Música, en las universidades Tecnológica de Pereira y De Caldas de Manizales. Pablo Nieto hizo parte del grupo de danzas de la Universidad Tecnológica. En las danzas resonaban los tambores y compases caribes. Marino Arboleda se encargó del manejo de las imágenes y el sonido. En ciertas partes de la obra se contó con la música de un órgano, instrumento musical interpretado con emoción contenida y, al finalizar el espectáculo, como anuncio de una nueva era, una sonora página con ritmo de rock interpretado con guitarra eléctrica destelló como un relámpago entre las tinieblas de la noche. Eulalia Yagarí González, doctora en Antropología de la Universidad de Antioquia, al final de la presentación del Ocaso en el Teatro Pablo Tobón Uribe, de Medellín, exclamó: “Por primera vez, una obra de indios contada por blancos me mueve el corazón”. 6.

EL ESCENARIO

La televisión se inauguró en el país en 1954. En la década de los sesenta, la señal de televisión entraba en forma deficiente a Apía; apenas se insinuaban unos fantasmas en blanco y negro que atravesaban la caja mágica. La señal partía de Inravisión, en el centro de Bogotá; de allí iba a las torres por el Alto de Rosas; de este sitio la señal iba, en línea horizontal, a los transmisores ubicados en el Nevado de El Ruiz y, de estos, al Alto del Madroño, junto a Belalcázar. Para llegar a Apía se chocaba la señal con la cuchilla de La Frontera. Por eso llegaba desfigurada. La señal satelital se desarrolló y masificó luego de la conquista espacial que culminó con el viaje del hombre a la luna, en 1969. No se habían fabricado electrodomésticos, televisores y equipos de sonido tan fieles y potentes como los que luego aparecieron en el mercado, ni computadores ni celulares ni juegos electrónicos. Oír radio, fuera de la lectura, era el mejor programa para excitar la imaginación. En semana, a las siete y media, después de que salieran de misa vespertina, empezaban a moler música como ambientación para la película que presentarían después de las 114


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ocho y media. Por los parlantes del Teatro Bolívar, Darío Raigosa, Aurentino Flórez M., o un operador de apellido Cardona, cada uno en temporadas distintas, ofrecían los corridos de Antonio Aguilar y, en otro tiempo, las guitarras de Los Panchos (Gil, Navarro y Avilés) y otras melodías. Las latas circulares de zinc dentro de las cuales venían los rollos de celuloide llegaban de Pereira y, antes de devolverlas, permanecían varios días en el Teatro Bolívar en donde presentaban cine todos los días de la semana, varias veces en ciertos días. Los domingos había matinal a las once de la mañana (para niños), matinée a las tres de la tarde (para novios y amigos) y nocturna a las ocho y media de la noche. A finales de los años sesenta, debido a la competencia del Teatro Gloria, la función de matinée arrancaba a la una y media y, sin interrupción, echaban, una a una, las películas de la semana, hasta bien pasadas las diez de la noche. Sonaba Nuestro Amor: “Nuestro amor, nuestro amor/ como un rayo de luz se encendió/ y después de formar un idilio de amor se extinguió// Lloraré, llorarás/ sin poder prescindir del ayer que es una obsesión…”, Sin Ti: “Sin ti no podré vivir jamás/ ni pensar que nunca más estarás junto a mí…”, Contigo, No me quieras tanto, Caminemos: “No, ya no debo pensar que te amé/ es preferible olvidar que sufrir/ no concibo que todo acabó/ que este sueño de amor terminó/ que la vida nos separó sin querer/ caminemos, tal vez nos veremos después…”. A las ocho empezaban a reunirse las barras de amigos, en el parque oscuro o en la esquina por donde pasaba la mayor parte de la gente. En el teatro repetían Miseria: “Caminé con los brazos abiertos/ por hallar un cariño/ una sola amistad/ y qué es lo que tengo/ y tú qué me diste/ tan solo mentiras, cansancio, miseria…”, Rayito de luna: “Como un rayito de luna/ entre la selva dormida/ así la luz de tus ojos/ ha iluminado mi pobre vida…” y uno de los éxitos mayores Amor de la calle: “Amor de la calle que vendes tus besos a cambio de amor/ aunque tú le quieres, aunque tú le esperes/ él tarda en llegar… Amor de la calle que buscando vas cariño/ con tu carita pintada/ con tu carita pintada/ con tu corazón herido”. Ese disco tenía vigencia en Apía pues, fuera de las mujeres de la zona de tolerancia, había (hay) otras que vivían en cualquier parte y tenían clientela restringida. Llegaban a cine en barra e iban saliendo graneadas. En la esquina le esperaba el cliente correspondiente. En 1962 la entrada a cine valía un peso con veinte centavos. Muchas veces entre amigos se intercambiaban monedas para que alguno de la barra no quedara por fuera. Me faltan veinte, me faltan diez. Ya cuadrados los costos, vamos para dentro. Los martes, a las cinco de la tarde, había una función extra, a mitad de precio, generalmente en beneficio de una causa social, que se llamaba “pepita”. El valor de cada boleta se repartía de esta forma: sesenta por ciento para el teatro y cuarenta por ciento para la causa benéfica. Vamos a pepita.

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La película que más me llamó la atención en mi infancia fue Río Bravo, con John Wayne, Dean Martin y Ricky Nelson que, como lo dice el título, es toda una aventura de vaqueros. Pasados los años, en 1968, supimos que la iban a presentar en Viterbo y, a falta de dinero para pagar carro, una barra de ocho amigos salió, por la tarde, a pie, por el camino de San Carlos. A paso rápido descendimos la montaña, volvimos a ver la película que nos hacía saltar de las sillas, a la salida nos tomamos una gaseosa y, felices, emprendimos el camino de regreso. A la mañana siguiente, como si nada, asistimos a las clases, en el Colegio. Treinta años después, cuando conoció esta anécdota, mi prima Beatriz Ramírez, en Nueva York, me consiguió una copia de la película que vuelvo a ver cuando estoy bajito de defensas. Al comienzo de la función se pasaba el noticiero El Mundo al Vuelo patrocinado por la empresa de aviación Lufthansa. Se veía como un noticiero de televisión sobre acontecimientos mundiales, a veces trasnochados. Se repetía sin problemas porque la televisión estaba tan en pañales que de eso no presentaba nada. No cansaba. Entre una película mala y otra pésima, en el Teatro Bolívar, presentaron obras del mejor cine mundial como Ben-Hur, un noble judío que sufrió la traición de Messala, un romano amigo de la niñez en Judea, filmada en 1959, que obtuvo once premios Óscar y proyectada, en Apía, en 1961, con el papel protagónico de Charlton Heston. Una joya del cine histórico, basada en la novela “Ben-Hur, una historia de los tiempos de Cristo”, de Lewis Wallace (1880). Si no me falla la memoria, antes los curas no le hacían propaganda al cine pues más bien lo combatían “por inmoral”. Para esta cinta, la propaganda que le hicieron en el púlpito, fue mucha. Sorprendían las filas de espectadores que daban la vuelta en la esquina del Café de las Once Puertas. Gran espectáculo de peleas de gladiadores, de amores y venganzas. Nadie puede olvidar la carrera de cuadrigas que enfrentaba a Ben-Hur con Messala quien sale derrotado por su antiguo amigo. Apoteósica. Casi siempre, los martes por la noche proyectaban películas mexicanas, ojalá con Antonio Aguilar. En la chiva de los Moncada, llegaban los vecinos de la vereda Matecaña. Era la clientela más fiel. A veces, cuando iban de regreso a casa y el bus coronaba la Calle de Matecaña, a las diez de la noche, hacían unos tiros al aire para anunciar que ya estaban de salida. El Gordo y el Flaco, Tin-tán, Viruta y Capulina, Cantinflas, María Félix, Libertad Lamarque, Silvia Pinal, Sara García se proyectaban un día antes o después de A la hora señalada con Gary Cooper y Grace Kelly escogida luego como princesa de Mónaco. Sarita Montiel causaba histeria con El Último Cuplé y La Violetera; proyectaron Un tranvía llamado deseo, con Marlon Brando, cualquier día sin el más mínimo aspaviento. Una década después causó revuelo con El Padrino. Vimos al actor Paul Newman en Dos Hombres y un Destino y La Gata sobre el tejado caliente, con Liz Taylor. A mediados de los sesenta apareció Cleopatra con la 116


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misma actriz y Richard Burton. Pasa y vuelve a pasar por mi mente Sofía Loren, en Dos Mujeres, con unos senos, ¡mamma mía!, corriendo por una carretera destapada. Después se dejó venir con La Mujer del Cura. Una cinta que marcó esa época de cambios fue la francesa Sin Aliento, de Godard, con Alain Delon que viajaba veloz en una lancha. El sol más inclemente, en blanco y negro. Me quedó únicamente esa imagen fugaz. Otras fueron las versiones de las novelas de Víctor Hugo Los Miserables y Nuestra Señora de París representada por Gina Lollobrigida y Anthony Quinn; fui a verla a pesar de una diarrea espantosa que tenía ese día; durante la proyección se detuvo la batalla campal que se libraba en mi estómago. Pasados los años aún vemos, con los ojos del recuerdo, a Romy Schneider en su papel de Sissi Emperatriz saludando a su pueblo desde el barco real que cruzaba las aguas del Danubio y que hizo feliz a muchas mujeres con vocación de princesas austríacas. En cartelera duró varios días Fantasía de Walt Disney y a la que llevaron escuelas y colegios. Una cinta que sirvió de lección a Vilma Sánchez para montar, con lujo de técnica y detalles, uno de sus inolvidables números, fue El Lago de los Cisnes presentado por el Ballet Bolshoi de Moscú. Una terapia a mandíbula batiente fue asistir a El Mundo está Loco y cuando vimos, en nuestra sala de cine, Zorba el Griego aprendimos a bailar la tonada principal para presentársela al abuelo Jesús María Jiménez, en el acto con que los nietos festejábamos, en casa, sus setenta y cinco años de edad. Me comentaba Aurentino Flórez que quien escogía estos títulos para presentarlos en Apía era Alberto Castaño Abadía que, como sabía todo mundo, era un auténtico humanista. A las ocho y media, la música dejaba de sonar hacia fuera pero seguía sonando adentro, por breves minutos, para los privilegiados que lograron ingresar a ese recinto repleto de butacas de madera pelada. Retumbaba el himno nacional de los enamorados: “Sin un amor la vida no se llama vida/ sin un amor le falta fuerza al corazón/ sin un amor el alma muere derrotada/ desesperada en el dolor/ sacrificada sin razón/ sin un amor no hay salvación…”. Apagaban la luz. Se oía el crujir impertinente de la destartalada máquina. No era raro que se reventara la cinta; los muchachos empezaban a silbar y, mientras la remendaban, prendían la luz para que se quedaran callados. Cuando el operador estaba muy cansado nos quedaba debiendo un rollo correspondiente al desarrollo de la cuestión. Muy seguramente, una pulga piernas arriba. Para eso, el remedio era meter las botas del pantalón dentro de las medias. No le picaban las piernas pero sí las manos. En todo teatro, al oscuro, hay derecho al manoteo. Por el escenario, sin darse cuenta de que estábamos en cine, pasaba velozmente una rata o, sin inmutarse, una chucha parsimoniosa que se había extraviado del vecindario.

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DIARIO DE EXCURSION TATAMA 1969

Cerro de Tatamá con todos sus repliegues, visto desde Apía.

16 de marzo de 1969:

A

las siete de la noche, en la escalinata del parque central de Apía, nos

reunimos Pompeyo Acevedo, Iván Ramírez, Carlos y Joaquín Aristizábal, Hernando Rúa, Hernando Ocampo, Régulo González, Gustavo Hincapié, Gabriel Santacoloma, Aulio Grajales, Hernando Torres, Apolinar Molina y yo. Se trataba de un grupo de alumnos de los grupos 5º y 6º de bachillerato (10 y 11) del Colegio Santo Tomás de Aquino. Yo era profesor de Filosofía, Español y Literatura de ambos grupos, además director de los graduandos. Tratábamos de darle forma a la posibilidad de escalar el Cerro de Tatamá, por el lado derecho, visto de frente. Ascender por sus laderas se había constituido en una intriga 118


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y una fascinante meta. Un desafío. La ilusión de alcanzarlo hacía que nos viéramos disfrutando de la vista majestuosa del océano pero esa misma ilusión nos impedía pensar en los sacrificios para lograrlo. Tatamá, vigía de nuestro pueblo, gigante del paisaje, lecho de nubes, santuario de leyendas, ideal de nuestras ansias. Acordamos, inicialmente, cuota de quince pesos para adquirir los artículos que deberíamos llevar. Distribuimos encargos, así: Pompeyo y Joaquín, comprarían, con fondos comunes, el mercado; Carlos se encargaría del botiquín; Rúa prestaría dos lámparas de caperuza. Cada uno llevaría su propia linterna, velas y fósforos; Ocampo, varias manilas, lazos y cabuyas; Hincapié, dos carpas; Iván y Régulo, sendas armas de fuego por si se presentaban las fieras que pretendíamos combatir; Torres, lo relacionado con utensilios de cocina; Aulio, la parva y a mí me nombraron de tesorero fuera de que me tocaría conseguir lo que hubiésemos olvidado en la distribución anterior. Partiríamos el 28 de marzo. ¡A volar los sueños! 25 de marzo de 1969: En el Bar Linares, a las 7 de la noche, sin luz eléctrica que, como costumbre, se iba varias veces a la semana, con frío intenso, saboreamos tinto cargadito mientras cada uno informaba sobre la comisión respectiva. Gustavo Hincapié comentó que Don Bernardo Mesa había quedado comprometido en conseguir las carpas en el batallón San Mateo de Pereira pero, hasta ahora, nada. Gustavo se volvió experto en encontrarle el ‘pero’ a todo. Apolinar se comprometió a viajar a Pereira para concretar el préstamo de las carpas. Régulo, que confiaba en que su papá nos prestaría la camioneta para llevarnos hasta el pie del Cerro, anunció que no se podía porque el papá la había vendido. Recibí las cuotas asignadas aunque, después de hacer cálculos reales, hubo que aumentarla a veinte pesos por persona. Un proyecto de excursión sólo se puede sacar adelante entre un grupo de personas con buena dosis de camaradería. Seremos compañeros que, en buen romance significa, aquellos que hacen el mismo camino. Nos pusimos a sabotear a los otros. A Pompeyo le dijeron que tenía que lleva un bulto de carbón (se asustó). Hernando Ocampo cargaría con una mesa de ping-pong para él y sus amigos que se mantenían practicando este juego. A Santacoloma, que vivía hablando de los programas de televisión que captaban mejor en Santuario, su tierra, que en Apía, le advirtieron que llevara un televisor pues allá entraba requete bien la señal. Aulio, que ayuda a Yuyo, su hermano, en la panadería, le pediría prestado un horno para asar la parva cada mañana. Y, ¿la pesada máquina de moler maíz? Todo iba bien hasta cuando Fanny Hincapié, la bella, la buena, la mimada, la deseada, la terca, anunció que, fuera como fuera, ella iría a esa excursión. Su propuesta se sometió a votación y todos los votos fueron por el NO. Los motivos que cada uno independientemente tuvo en consideración no había necesidad de 119


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explicarlos. Se trataba de un viaje de resistencia. Una experiencia límite. Ella era para otra clase de paseos en donde se pudiera darle el tratamiento de muñeca de porcelana que merecía, en grilles (discotecas), en playas o al borde de una piscina. En el Tatamá su compañía sería agradable, pero... ¿qué hacer cuando, a unos pocos pasos, el primer día o el segundo, ella empezara a quejarse y se ranchara a no seguir? Ella insistió, llorando, y todos renovaron la negativa. La acompañé a su apartamento, en medio de la oscuridad espesa. Se decía que en Apía se iba la luz más que en Guática. Las calles asemejaban la boca de un lobo. Cada vez que llovía fuerte, la rama de algún guamo o una guadua caía sobre las líneas de conducción de electricidad y ya no había luz hasta el otro día. Le hice compañía un rato y, lloriqueando, seguía aferrada a su capricho. ¡Lástima! Mentalidad descomplicada, jovial pero, a la vez, irreflexiva. Había que cambiar el fruto del ingenio por propuestas más realistas. No vamos de paseo de olla ni de veraneo un fin de semana. Nos dirigimos a una mole escarpada que nos hará flaquear y, desde el principio, sembrará desánimo en los participantes. No desistiremos de nuestro empeño. Lo convertiremos en conquista. Esa montaña moldeará la vida que se viene encima. 26 de marzo: El mercado aguardaba en casa. Las preguntas insistentes producían una tensión muy grande en todos. El Padre Jorge Bedoya nos previno contra las fieras que habitaban esa montaña especialmente los osos de anteojos. Nos dio recomendaciones sobre las comidas y sobre las armas. Lo mejor de un acontecimiento de esta clase es su preparación. Fanny no le volvió a hablar a nadie. ¡Qué podemos hacer! 27 de marzo: Una reliquia. Conseguí un folleto desteñido que un sacerdote escribió mientras, con una estatua de cemento de la Virgen, al hombro y, en compañía de un grupo de pueblorriqueños, trató de escalar la cima en el año de 1942. Pretendían colocar la imagen en lo más alto de la montaña. Murió uno de los expedicionarios. En aquel entonces no había carreteras; en vez de caminos había trochas entre la cuajada vegetación. Ese folletico nos dio luces sobre cosas concretas que se nos habían escapado aunque, más que en tono admonitorio, fue escrito con ánimo de amedrentar, de acuerdo con el espíritu que se percibe entre líneas. Así mismo supimos que, en lenguaje embera-chamí, Tatamá significa “Abuela”. 28 de marzo (viernes): No sé si debido al temor ante lo desconocido pero imaginado o por las ansias aceleradas ante lo inminente, no dormí en la noche previa al viaje. A las 5 de la mañana comencé a escuchar la impertinencia de las viejas campanas. A las siete, 120


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asistimos los alumnos y profesores del Colegio Santo Tomás a la misa con que terminaban los ‘Ejercicios Espirituales’ de Cuaresma y a los que habíamos asistido obligatoriamente, este año como todos los anteriores, antes de Semana Santa. Se trataba de tres días de conferencias sobre ética y moral. Allá, en el templo, el predicador de los retiros bendijo entusiasmado a los excursionistas; dijo que las cumbres eran para los arriesgados y nos deseó la mejor de las suertes. A las 9, hora en que deberíamos salir, no resultó el carro. Salimos a las 10, en el jeep de don Carlos Herrera, mientras los amigos, las madres y las novias, nos daban sus adioses cargados de besos y zozobra. Aún no estaba construida la carretera Apía-Santuario por las veredas Campana Baja y El Encanto. Se daba la vuelta por La Marina. En Santuario nos sucedió el primer contratiempo. Iván Ramírez llevaba puestas unas polainas que un allegado le prestó por lo que un agente, en aquel pueblo, lo vio y lo detuvo por usar prendas de uso privativo de la policía. El incidente demoró más de una hora hasta que tuve que ir a hablar con el cura y el rector del colegio de esa población para que intercedieran por nosotros. Haciendo alarde de un poderío estúpido prendió un radioteléfono y para entrar en comunicación con la estación de policía de Apía, repetía consignas que le enseñaron a la carrera pero que no sabía la ocasión para utilizarlas: Santo dos, santo dos, santo dos. Barco de almas, barco de almas, Aló, aló, aló. Alma negra, alma negra. Aló, aló. Gatopardo, gatopardo, Alerta… Esas estupideces no le dieron resultado por lo que el sargento nos dejó partir después de que Iván le dejó esos pedazos de cuero en la Inspección de Policía. A la una y media de la tarde nos apeamos del jeep manejado por don Jesús Torres, padre de Hernando, y emprendimos la marcha bajo un sol quemante de tierra fría. Estruendo del agua pura del río San Rafael que se abría paso hacia los potreros de tierra fría. Almorzamos en el límite de las vegas, la montaña y la quebrada. Paisaje de tierras hasta hace poco impenetrables ya profanadas por las hachas. Trozos de árboles podridos por la intensa lluvia que domina en esta zona. Olor a tierra virgen. Choque de corrientes cálidas de aire con corrientes heladas. Pretendíamos divisar manadas de osos a la orilla del riachuelo pero apenas observamos bandadas de pavas que emprendían vuelo ariscas por nuestra presencia. 121


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Iniciamos la subida por una cuesta tan pendiente como una pared. Pendiente y muy larga. A las seis y media de la tarde llegamos a una covacha lúgubre y vacía. Desde este sitio consigno, para mi recuerdo futuro, estas palabras. Acevedo, Ocampo y Carlos hicieron café y, a las ocho de la noche, después de comer, divisamos varios pueblos, al oriente, al pie del abismo. Prendimos helechos y ramas secas, en una gran fogata, tratando de hacer visible, a los ojos de nuestros paisanos, el lugar del campamento. Todos se habían acostados, menos 3: Carlos Aristizábal, Hernando Torres y yo que, por separado, redactábamos nuestros propios diarios de la excursión. Apolinar, debajo de una cobija, hablaba en estos términos: No sé por qué siempre me refiero al Tatamá como a una persona. Siento como si estuviera recostado en sus rodillas. Hernando Torres exclamaba: Estoy feliz porque voy a conocer ‘el Árbol de Porfirio’, haciendo referencia a esa entelequia que se enseña en la materia Epistemología, de bachillerato. Otro se puso a recapitular y dijo que Iván, definitivamente, fue el bobo del día: lo detuvieron en Santuario, le dieron un golpe de culata en la espinilla, se cayó del jeep y, después de que llegamos, se enterró una aguja en la mano. El, desde un rincón, comentó: Y, ¿quién será el bobo de mañana? ¿A quién elegirá el destino? Somos 13. En mi leve equipaje personal había metido un tarrito de jugo de durazno y un ejemplar de El Principito de Antoine de Saint-Exupéry. Se trataba de un libro de viajes que las personas con las que había hecho el proyecto de la excursión, seguramente, sabrían disfrutar. Un niño que abandonó su minúsculo planeta en el que deshollinaba volcanes y cuidaba de su rosa y que se encontró en el desierto con un aviador que había caído del cielo. Buen argumento para una clase peripatética, alegórica, al aire libre y en las alturas. Esa noche, antes de apagar la lámpara empecé a leerlo, disimuladamente, con voz cómplice para que escucharan Aristizábal y Torres: “Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba Historias vividas, una magnífica estampa. Representaba una serpiente boa comiéndose a una fiera. He aquí la copia del dibujo…”. En este instante, cuando iba a mostrarles el dibujo número uno que ilustraba el texto, varios de los que aparentaban dormidos descubrieron la cabeza para ver de qué se trataba. Tuve que empezar de nuevo la lectura y avanzar en ella hasta el final del segundo capítulo que concluye con la pintura del corderito. Y, con las palabras con que concluye ese capítulo, “así fue como trabaron conocimiento con el Principito”. Al terminar, algunos de ellos ya roncaban. 29 de marzo (sábado): A las ocho de la mañana, después de haber desayunado, dejamos la barraca en silencio y, trocha arriba, nos aventuramos a lo desconocido. La trocha, sin más ni más, se borró del todo. Empezamos a transitar en medio de rastrojos intrincados. Trepamos cargados de trebejos. Guaduilla, bejucos y pajonales que hacían casi imposible avanzar con los morrales al hombro fuera de llevar las manos encartadas 122


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con otros enseres, galones de agua y gasolina. Éramos primíparos en estos menesteres. Pompeyo, quien tomó en serio su papel de jefe de grupo, abría trocha con su machete cortando los bejucos para que no se engarzaran en los morrales. Ah, y atrás, siempre en la cola, Gustavo Hincapié, con un completo equipo personal hacía suponer que lo habían echado de la casa. Yo iba en la mitad tratando de conectar a los que iban adelante con los que iban rezagados. El primer obstáculo de ese día fue una pared de roca que, para subirla, tuvimos que trepar por gruesas raíces que brotaban de sus hendijas. Unas tres horas después tuvimos que utilizar la manila, por primera vez, para atravesar un precipicio por donde se veía que, en los crudos inviernos, se desbocaba una amplísima avalancha de piedra. Pompeyo se aventuró a cruzar esa avenida natural, sin ayuda de nadie y al otro lado amarró la manila utilizando un garfio en una raíz. Agarrados de esa soga, cruzamos todos. Quien se soltara rodaría como otra piedra más y no saldría ni en noticias. Seguíamos subiendo y subiendo, no por selva sino por una sofocante maraña. Los bejucos no dejaban que ascendiéramos; se enredaban, como greñas, en los morrales. Empezó a caer una humilde e incómoda llovizna que se confundía con el sudor del rostro. Lluvia salada. En la lucha con los rastrojos nos mojamos aunque todos llevábamos plásticos. Se volvió tortura el estruendo de una cascada que no lográbamos ubicar. Todo el día percibimos la caída de un torrente que nadie divisaba. Mucha sed. Bebíamos nuestra propia sal diluida por la llovizna que azotaba nuestros rostros. Ningún pájaro alegró el día con su canto. No los había o era mejor pensar que habían huido de la presencia humana. Tampoco las culebras, ni los osos de los que nos hablaron. La carga al hombro, la altura y la falta de oxígeno nos impedían hablar. No le vimos la cara al sol. La neblina, a ratos, permitió que divisásemos los monumentales paisajes edificados sobre paredes de roca gris como si fueran construcciones de cemento. Atravesamos a lo largo otra roca enhiesta sobre nosotros, soberbia y que a nuestros pies se transformaba en desfiladero azaroso. La roca destilaba agua, por largas y verdes lianas. Sorprendimos a Iván y a otros de los compañeros chupando el agua almacenada en el musgo. No hicieron caso a nuestras advertencias. Nos arrastramos como reptiles para poder avanzar por un sendero muy estrecho. La roca era como jabón debido a los líquenes que la cubrían. Nos mirábamos antes de pasar uno a uno como despidiéndonos por si fallábamos. Así, todo este sábado, ansiado e increíble. “Oh inocencia de la humana vanidad”, dijo uno atrás y nos hizo sonreír desde el fondo del desconsuelo que embargaba a la mayoría. Pero, seguimos ascendiendo. Era tanto el nerviosismo que toda palabra nos hacía estallar en carcajadas. Nerviosismo o más bien histeria contenida. No era para menos. ¿Qué harían otras personas caminando o arrastrándose, todo un día, recostadas a una pared, sin saber para dónde iban pues carecían de un conocedor del terreno? El rector me había prestado una brújula del laboratorio de física pero, qué nos ganábamos con saber por 123


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qué lado quedaba el norte si a ese lado no podíamos dirigirnos debido a que la única vía que podíamos utilizar era hacia arriba por el lomo de la montaña. Un ascenso cargado de incógnitas y novatadas. En el momento de partir, el jefe dio la orden: almorzaremos en donde encontremos un plancito para poder descansar. En esta espera transcurrió todo el día. A las 5 de la tarde solo habíamos comido un bombón, después de haber desayunado a las 8 de la mañana. A las 5, para consolarnos, nos retratamos agarrados a la manila tendida sobre un abismo que era, en realidad, otra amplísima avenida en medio del monte, por donde, seguramente, en invierno, bajaban avalanchas de roca y troncos arrancados de la alta montaña. Nada de llano. Había compañeros que casi lloraban, no se sabía si por cansancio, hambre o desconsuelo, ante la realidad de no encontrar lo que tan fácilmente habían soñado. Pompeyo creyó que era un llano verde, en lo alto de una cumbre pero, cuando puso los pies en él, se lo tragó del todo. Era un enorme almohadón de musgo. Nos devolvimos para esquivar la trampa. Le lanzamos la soga por el orificio que dejó al hundirse tratando de sacarlo de ese cementerio camuflado. Lo logramos. Apolinar, Gustavo, Iván y Santacoloma querían devolverse. ¿A dónde? Pensamos que hubiera sucedido si hubiéramos aceptado la compañía de Fanny. A las 6 de la tarde los de atrás resolvieron no seguir y los de adelante, para demostrar a quienes se burlaban de ellos “porque eran más machos”, tiraban para arriba. Me tocó parar a los de adelante y bajar a negociar con los de abajo. Sobraban los insultos mutuos. Al fin resolvimos detenernos en donde nos juntáramos los de atrás, subiendo, con los de arriba, bajando. Hubo que tumbar rastrojo con las peinillas. Medio grupo, deprimido, miraba a los demás trabajando. Algunos fingíamos entusiasmo ante ellos aunque, en verdad, se trataba de una mentira disfrazada para no hacer tan trágica aquella escena. Se hizo de noche. Tuvimos que alzar las carpas sobre un desfiladero muy abrupto. Abajo, a menos de dos cuadras, rugía el agua en un socavón infinito. La caída vertical tenía centenares de metros. Uno se puso a curiosear y volvió con la pésima noticia de que, por el sitio que organizábamos para descansar, en invierno bajaba una borrasca que, de presentarse esa noche, podía arrastrarnos. Pero, no había más donde acampar; se había cerrado la noche y ni siquiera habíamos almorzado. Completamos 10 horas de continuo ascenso por montes buscando una altura cómoda que aún no divisábamos. Alguno, silencioso, se desahogaba disparando al aire su arma. Almorzamos con alimentos enlatados y nos recostamos en silencio sobre el peñasco. Era un imposible físico acostarse. Con dos varas largas, colocadas abajo, se armó el cambuche. Unos, arriba, tocaban con la cabeza la carpa mientras que los de abajo tenían a más de tres metros de diferencia sus cabezas con respecto a los otros. Mis pies quedaron en mitad del espacio. Más abajo, Iván Ramírez. Toda la noche los de 124


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encima hacíamos esfuerzos para no rodarnos y los de abajo por no salirse de la carpa. Pero en vano. Como era imposible dormir, Iván se puso a cantar en voz baja. Algunos pensamos que estaba delirando. Poco después, los demás empezaron a reír y a lanzar chispazos de humor. Se nos ocurrió llamar esta noche La Noche del Siglo porque no hubo uno que no estuviese de acuerdo en afirmar que nunca había tenido una experiencia de viaje tan dramática. A media noche empezó a llover y, por la parte superior del cambuche comenzó a penetrar el agua en forma de arroyo. Escampó poco después. Por una abertura divisé un paisaje nocturno asombroso: los peñascos que sostenían la cúpula del Cerro lucían blancuzcos a la luz de la luna. La silueta de los cerros era profundamente negra sobre el tono rosado del firmamento. Los abismos de piedra eran blancos. No cesaba el estruendo de las cascadas. La luna congeló la noche. La temperatura rodó a tres grados bajo cero. Teníamos los pies tan helados que alguien dijo: ¿Tendré pies o los habré prestado? Y llegó lo tan esperado: un oso de anteojos vino a hacernos visita; resoplaba como un cerdo hambriento en el patio de la casa, pero fue tanta la alarma que cuando los que llevaban armas de fuego salieron para hacer frente el animal de marras, había desaparecido. Lo espantó el griterío de tanta gente nerviosa. Empezamos a tiritar de frío. Alguien dijo: mi reloj no camina. Otro le contestó: y como va a caminar por unos desfiladeros de estos. Varios echaron al aire la decisión de desandar la trocha apenas amaneciera. Uno de ellos sugirió que, con la luz de la luna se podría ver el atajo por lo que deberíamos comenzar el descenso de una vez. Iván varió la sugerencia: O que Octavio continúe la lectura del libro que trae en el morral. Era tan radiante la luz lunar, en aquella noche azarosa, que pude, sin otro recurso, continuar con la lectura de El Principito: “Me costó mucho tiempo comprender de donde venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás parecía entender las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar las que poco a poco me revelaron el secreto…”. Cuando Carlos A. vio que yo leía a la luz de la luna solicitó datos sobre el autor de esa diminuta joya. Le comenté que Saint-Exupéry había nacido en Lyon, en 1900 y, fuera de El Principito escribió “El Aviador”, “Tierra de hombres”, Vuelo nocturno” y “Piloto de guerra”. Fue uno de los primeros aviadores que transportaron el correo internacional cuando la aviación tenía pocos instrumentos para volar. Se ha creído que, en su avión, cayó al mar Mediterráneo por los lados de Marsella, el 31 de julio de 1944, cuando Europa luchaba contra los nazis. De él y del aparato que piloteaba aún no se había encontrado pista alguna que explicara el enigma de su desaparición. De esta forma, el autor entró a hacer parte de la leyenda de su creación literaria. Dejé, para el transcurso del día, la lectura, en el capítulo que concluye así: “Es posible que yo sea un poco como las personas mayores. He debido envejecer”. Cerré 125


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el volumen y continué extasiado con la visión de ese pico agreste que, como el entorno de otro Machu Picchu, se erguía al frente. 30 de marzo (Domingo de Ramos): El fin de la noche fue terrible. Quienes nos íbamos a poner en pie perdíamos el equilibrio y las manos nos dolían. Muchos amanecieron mancornados. Otros hablaron de mareos. No contábamos siquiera con el ánimo necesario para entablar una conversación. La gasolina no prendía, quizá por la falta de oxígeno en el aire. Era como arrimar un fósforo al agua: producía una llama fugaz que se disolvía en una bocanada de humo. No había con qué hacer la aguapanela. No se conseguía agua y la que llevamos la gastamos el día anterior. Comimos pan y mortadela, en seco y, luego de murmullos e insultos que iban y venían, nos fuimos dividiendo en dos grupos. En medio de mutuos oprobios tomaron el camino de regreso, Joaquín Aristizábal, Hernando Torres, Gabriel Santacoloma, Iván Ramírez, Gustavo Hincapié, Apolinar Molina y Carlos Aristizábal; aunque éste no quería desistir tuvo que devolverse para acompañar a su hermano. Partimos provisiones comunes. Más que cordialidad reinó un tenso silencio. Pompeyo Acevedo, Régulo González, Aulio Grajales, Hernando Ocampo, Hernando Rúa y Octavio Hernández continuaron el ascenso. La cima nos esperaba desde niños pues, en las tardes cuando con mis hermanos contemplaba el Tatamá cubierto de arreboles, a las nubes les dábamos formas de camellos, reyes, princesas y otros seres mitológicos. Si el cielo está arriba, trepando por el Tatamá será más fácil llegar a él, me decía, en aquellos tiempos. Para mí, ese sitio era el camino al Cielo. Una ilusión. Cuando el primer grupo desapareció al otro lado del lecho de una avalancha, los que quedamos reemprendimos el ascenso. Eran las ocho de la mañana. Poco a poco el paso se fue haciendo más lento pero más firme porque el estado del terreno lo exigía. No había camino ni trocha. Subir a tientas era la única posibilidad. La altura seguía dificultándonos la respiración. En una planicie, el musgo se tragó nuevamente a los que iban adelante por lo que, todos, nos amarramos con una manila para evitar ser devorados, individualmente, por oscuras cavernas bajo el musgo o caer en un abismo. Avanzábamos como prisioneros de nuestro propio destino. Tuvimos que gatear bajo otra superficie cubierta de musgo pues por encima era imposible hacerlo. Gurres que excavaban un túnel improvisado. Atravesamos desfiladeros de vértigo, por medio de troncos y ramas, tratando de alcanzar el límite de un barranco. Llegamos al paso más difícil de todo el viaje. Una roca perpendicular solo nos dio paso gateando por una saliente por donde avanzamos en cuatro patas, mientras empujábamos los morrales, con las manos, hacia delante. Era imposible dar, siquiera, la vuelta sobre sí mismo. Las formas dispares de los morrales nos impulsaban al abismo al chocar con las aristas de la roca. No mirábamos hacia abajo para evitar el vértigo. Conservar el precario equilibrio fue una proeza del reducido grupo que había 126


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quedado. La extensión del estrecho paso era de unos 20 metros de largo. Cuando el último pasó al otro lado, aplaudimos y nos felicitamos mutuamente. A la una de la tarde coronamos la Cúpula que habíamos vislumbrado a la luz de la luna en la noche anterior. Por tres lados era peña que de bruces caía a un fondo circular que no divisábamos y del que apenas nos llegaba el bramido de un torrente. Una catedral levantada por antiguos cataclismos. El agua despedazada por la profundidad se volatilizaba en una neblina que ascendía bruscamente, tal vez por el impulso de un remolino, como si se tratara del Infierno de Dante. Se nos quemaban las gargantas debido a la sed. Divisar hacia el oriente era nuestra mayor ambición. El paisaje era soberbio; nunca visto. Abajo, al oriente, los pueblos mansos del Viejo Caldas: Manizales, Palestina, Pereira, Quindío, Valle, el camellón de Cerritos, Cartago, La Virginia, Belalcázar, Risaralda, San José, Anserma, Santuario y Apía. Rebaños blancos de casas en medio del azul de los cafetales. Al occidente otras montañas y paredes de granito que ni fotos, ni mapas, ni la imaginación nos habían insinuado que existieran. Alcanzada una cumbre hay otras por conquistar. Antes de almorzar prendimos el radio para restablecer la comunicación interrumpida con el mundo. Escuchamos noticias. “Ike murió” Este personaje había sido general de la II Guerra y luego presidente de los Estados Unidos, antes de John F. Kennedy. Abandonamos los asuntos de la vida prosaica del mundo. Empezamos a dialogar. Tal vez de un sitio como éste el demonio mostró los reinos a Cristo y tentándole le dijo que se los regalaría si de rodillas le adoraba o que si se lanzaba al vacío los ángeles le recogerían sin dejarle tropezar. Estábamos en la mitad del ala derecha del Tatamá, hacia el lado de Pueblo Rico. Punto de referencia para un recuerdo. Pretendimos seguir hacia La Ventana, en el centro del Tatamá pero, a una hora, paredes de rocas grises, de frente, nos impidieron el paso. No hicimos curso para escalar desfiladeros ni contábamos con el instrumental. No había forma de seguir a no ser que descendiésemos del todo, diéramos la vuelta y tomáramos otra trocha. Comentó Aulio: “Asunto para otro viaje”, y Marco le completó: “… luego de la próxima reencarnación”. Nos llamaron la atención unas pequeñas ranas plateadas que cabían en forma holgada en la palma de la mano. Más abajo habíamos encontrado unas ranitas pequeñitas, amarillas con pintas cafés que bautizamos provisionalmente ‘rana-tigre’. Guardé dos ranas plateadas, en el morral, sin tener conocimiento del veneno que pudieran portar. El Tatamá visible en la mayoría de nuestros pueblos cafeteros se prolonga hacia el occidente, camino del mar, con muchas montañas más, con desfiladeros y contrafuertes que, seguramente, van a morir en las planicies del Chocó. Más y más 127


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montañas se divisan desde arriba como si, apenas, se fuera a empezar a caminar en una dimensión desconocida de la Tierra. Se dificultaba la respiración y la sed se hacía insoportable. Ni una gota de agua a pesar del estruendo angustioso de cascadas que no divisábamos. Me tocaría responder por lo que les sucediera a todos. Mitad del grupo se había devuelto a la covacha que dista lo que nos había demorado subir: más de día y medio de camino. Y, ¿si se pierden? Y ¿si nos perdemos? ¿No salimos del pueblo todos juntos? Luego de habernos solazado divisando paisajes jamás vistos, tuvimos la certeza de haber triunfado. Contemplamos el mundo desde arriba que era lo que buscábamos. Ya que las rocas, los abismos y las estepas de musgo nos impedían la travesía hacia La Ventana, coronar este propósito sería motivo para otra excursión que se emprendería por el flanco sur. Tomamos la decisión de desandar el camino detrás del grupo A. Ellos quedaron de esperarnos hasta el miércoles, abajo. Lo más sorpresivo del descenso fue haber perdido del todo la orientación para volver por la trocha. Creímos que bajaríamos por un desecho pero, después de haber descendido por más de una hora, nos encontramos frente a frente con un abismo que nos dejó mudos. Tuvimos que devolvernos y luego a intentar el descenso por otro sendero pero otro precipicio nos frenó la bajada. Estábamos acorralados por el vacío. Como hormigas desesperadas sin poder encontrar la ruta. Se presentó un serio altercado entre Régulo y yo. La sed era una tortura que nos derretía y algunos, para mitigarla, cortaban ramas de cualquier vegetal para chuparle el zumo. Todos clamaban por un jugo enlatado pero los que descendieron por la mañana se habían llevado los que quedaban en el mercado. En la víspera del viaje, cuando distribuimos la carga del mercado, en Apía, yo había guardado, muy en secreto, un tarrito mediano con jugo de durazno y agarrándolo me dije: lo meteré en el fondo de mi morral y de ahí no saldrá sino en el momento más dramático que nos depare la sed. Presentía lo que podría sobrevenir. Cuando, a las cuatro de la tarde, todos agotados y sentados a la orilla de la trocha, vieron que yo saqué ese jugo, Régulo se abalanzó y me encuello presa de un insospechado ataque de histeria. Pompeyo y Hernando Ocampo corrieron y me lo quitaron de encima pues buscaba asfixiarme por la ira que tenía. Pudo haberme estrangulado. De ese tarrito, todos, temblando, bebimos de a sorbo y, un poco después, después de haber respirado despacio, soltamos al unísono la más fuerte de las carcajadas que se fue dando tumbos por las paredes de las rocas. El abismo difundió un eco grotesco. Más por asunto del azar que del conocimiento fuimos bajando por un sendero que no ofreció mayores dificultades. Para abajo ruedan las piedras. Corríamos, nos deslizábamos por rocas cubiertas de lama hasta que, a las ocho de la noche, estábamos en el albergue en donde encontramos a la otra mitad del grupo. A pesar de los problemas cuando nos separamos, con el reencuentro se armó la fiesta. Por habernos reintegrado con ellos, Régulo, Pompeyo, Nano, Aulio, Rúa y yo nos sentíamos 128


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nuevamente en “casa”. Los que quedaban del subgrupo A nos recibieron con gozo indescriptible. Una alegría que nunca había aflorado entre nosotros. La mala noticia era que Apolinar se había quedado con su grupo sino que, despavorido por la experiencia del viaje, se había seguido ‘como enloquecido’ para Apía. No valieron súplicas ni ruegos de los compañeros. Al que se metió a atajarlo lo mandó lejos. Los encargados de hacer comida nos atendieron con un menú todo raro: fríjoles duros, ahumados, revueltos con arroz y papas; chorizos y aguapanela. Aquella noche nadie jugó ni charló más. Comprobamos que gente extraña, mientras ascendimos al Cerro, estuvo en esta covacha. Había colillas de cigarrillo y cabos de vela que no eran nuestros. Algo de incertidumbre. No habría problemas mientras no fuera gente de mala calaña. Esa noche, antes de dormir, leí, en silencio, el capítulo V de El Principito: “Cada día, muy lentamente y al azar de las reflexiones, yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje”. Al otro día, después de despachar lo más urgente, repetimos la lectura, en voz alta, porque los compañeros no querían perderse el desarrollo de la sencilla y original historia. 31 de marzo (lunes): Algunos durmieron profundamente pero otros no, pues Iván Ramírez, siempre el pobre Iván, empezó a delirar. Tenía fiebre. Ya no cantaba. A cada instante teníamos que volverlo de sus pesadillas. Escalofrío. Iván era el número 13. En la mañana nos comentó: fuera de la fiebre, tengo daño de estómago y dolor de cabeza. ¿Será gastroenteritis? Incertidumbre en todos. Recuerden que en la excursión de Pueblo Rico al Tatamá, en la década de los cuarenta, se murió uno por eso. Y dijeron que había sido por tomar agua cruda como la que tomaron varios de nuestros compañeros al exprimir el musgo y los helechos. Apuramos la salida de Iván Ramírez quien bajó en compañía de Joaquín Aristizábal que presentaba los mismos síntomas. Pompeyo, Nano y Carlos se ofrecieron para llevarlos hasta Santuario o Apía, todo dependiendo de la evolución de la enfermedad. Mientras salían del albergue sonaba con insistencia la balada sentimentaloide muy de moda en esta temporada: “Yo soy como lo quieres tú” que, para el grupo, por el auge, a la hora de la salida y durante el viaje, se convirtió en una especie de himno nacional de la excursión. Claro que su letra nada tenía que ver con nuestra empresa. Quedamos 7. Tendidos en la carpa jugamos cartas y, en cierto momento, algunos reclamaban lectura. Para este momento leímos el drama de los baobabs (capítulo V de El Principito): “Los baobabs no son arbustos sino árboles tan grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes no serían suficientes para comerse un solo baobab”. 129


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H. Rúa trató de matar una mirla, pero nada. Llevaron dos armas de fuego, un número relativamente exagerado ante la escasez casi absoluta de animales de monte. Diviso unos sietecueros florecidos en el abismo del frente. Son las únicas manchas de color en la monotonía de los verde-grises. No se sabe si por asunto del invierno o por la altura pero escaseaban las matas o los árboles que ostentaran flores. Por la neblina que envolvía los árboles, casi todos tenían musgo y parásitas. H. Torres comentó: “Aquí no hay baobabs ni elefantes. Dichoso el Principito porque en su viaje los pudo conocer”. Aulio, como perdía en cartas y ya no tenía monedas para continuar perdiendo, dijo al grupo: -“Voy a jugar un pedazo de tierra que escogí, ayer, arriba, en el Tatamá”. -“Y, ¿para qué sirve eso?”, replica un compañero. Y otro respondió mientras tiraba su juego sobre el tronco que servía de mesa – “¡Paisajes!”. Eran las cinco de la tarde y los que fueron a llevar a Iván y Joaquín aun no habían regresado, a pesar de habernos prometido que apenas llegaran a Santuario los despachaban para Apía y ellos se volverían antes de que les cogiera la noche. Aulio y Rúa se entretenían detrás de una mirla que revoloteaba. G. Santacoloma escuchaba radio. Régulo leía a Dostoievski y Hernando Torres, llamado Pericles por sus compañeros, muy juicioso, en la cocina, se dedicaba a preparar la comida. Régulo se acercó para decirme: -“Este es un paraje apropiado para un pensador o un soñador”. Y siguió leyendo sin esperar respuesta a su comentario aunque Gustavo Hincapié escuchó y anotó: - “O para este grupo de lectores”. Gustó que ya se considerara lector y hablara de grupo de lectores. La excursión estaba resultando de partida doble: para el cuerpo y el alma. Dos viajes en uno. Con rapidez nos acostumbramos al albergue. No le faltaba nada para ser la residencia ideal de un ermitaño: abismos profundos, tierra escarpada, cumbres ariscas, picachos y cascadas. Una neblina eterna y perezosa que siempre ascendía; nunca pasaba. Allí, la neblina no era lóbrega; estiraba sus brazos de vapor; lanzaba al infinito sus garfios blancos. Esas soledades eran su morada. Subía como columnas de humo, lenta, majestuosa, digna y se iba camino a ser nube blanca, blanquísima, serena; no era bruma, era algodón; casi que se tocaba, sólida, cuando rondaba por nuestro albergue. Sonámbula seguía su camino hacia arriba. Salí y me encontré con Gustavo Hincapié que no abandonaba un juego de lentes para divisar tierras lejanas. No los prestaba ni por un segundo a sus compañeros. Apía, a la luz oblicua de la tarde, era un pesebre de casitas blancas, en el ‘encerado’ natural de los potreros. Lo mismo San José. Pueblos que se veían planos, anchos, cuando en la realidad eran faldudos y pequeños. Pero ahí estaban los dos, ubicados en contraluz, con el sol a nuestras espaldas y una luz que jamás habíamos visto pues toda la vida habíamos contemplados el Tatamá desde el oriente mirando hacia el occidente y

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ahora estábamos ubicados en la mole que siempre nos había intrigado mirando hacia el oriente. A las 6 de la tarde, el Negro Rúa apareció gozoso con la primera presa de la excursión, fruto de ardua cacería: ¡una pobre mirla de patas amarillas! Nos reímos y él se justificó: -“Pero, si no había más. Para qué dejaron escapar el oso”. En un pesado radio de pilas, parecido a un ladrillo forrado en cuero café, cantaban otra de las canciones de la temporada: “Qué tiempo tan feliz...”. Llega Aulio con menos tiros pero con la escopeta al hombro. ¿Qué hubo? Nada. Y se puso triste cuando comprobó que Rúa anduvo con mejor suerte que él al matar una indefensa mirla. Pompeyo, Nano y Carlos regresaron, a las ocho de la noche. Fueron recibidos con gran alborozo como si hubiesen vuelto de un viaje a las estrellas. Hedoto se apresuró a atenderlos con lo mejor de la comida que había hecho. Narraron que les tocó hacer el trayecto a pie. Iván Ramírez iba muy mal. Joaquín decayó más llegando a Santuario. Arribaron a las cuatro de la tarde, después de siete horas de camino. Los santuareños les hicieron corrillo. Ellos contaron que habíamos subido a la Cúpula. Uno nos tildó de héroes. Otros se admiraban de nuestra resistencia. La mamá de Santacoloma que fue a recibirlos preguntó por todos. Consiguieron carro y los despacharon para Apía. Los aliviados regresaron. Cuatro horas a pie y hacia arriba, desde la carretera. Sería por la ociosidad del día esperando noticias de los enfermos que a nadie se le ocurrió alejarse del albergue. Régulo, Hedoto y yo comentamos sobre un posible ataque nocturno a la covacha. Hedoto expresó en voz alta su presentimiento. Cogió una carabina para cargarla pero Rúa se la arrebató. Le movió varias veces una palanquita que demostraba que no estaba cargada. Después de moverla varias veces se escuchó una detonación. En frente estaban Régulo, Carlos y Gustavo. La bala, en forma oblicua, atravesó la suela de una de las botas de Régulo. Régulo, furibundo, otra vez, se abalanzó sobre Hedoto (Hernando Torres). Tuvimos que meternos, nuevamente, a quitárselo, como cuando me atacó arriba, por lo del jugo de durazno. Le mostramos a Régulo que no había sido Hedoto pero siguió haciendo reclamos con voz airada. Hedoto, ciego de la ira por este absurdo, se lanzó contra Aulio que, en tono de charla, le había dicho “irresponsable”. Las cosas se arreglaron casi a media noche. Tuve que hablarles de que éramos una familia y en una familia siempre se presentaban roces que había que arreglar y tratando de hacerlos pensar en un asunto distinto a la polémica les leí, muy despacio, el final del capítulo VII de El Principito: “La noche había caído… Yo había soltado las herramientas y me importaban bien poco el martillo, el perno, la sed y la muerte. Había una estrella en un planeta, el mío, la Tierra, y un principito a quien consolar… No sabía qué decirle, cómo consolarle y hacer que tuviera nuevamente confianza en mí; me sentí torpe. ¡Es tan

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misterioso el país de las lágrimas!”. La literatura siempre ha ayudado a sobrevivir a muchos seres en conflicto. 1 de abril (martes): En el amanecer, la temperatura bajó a 2 grados bajo cero. Me tocó, con Aulio, hacer el desayuno: arroz, chorizo, parva y chocolate, mientras los otros arreglaban el albergue o traían leña. Pompeyo se apareció con una flor desconocida, rosada, de tallo fuerte, hoja tiesa. Parecía una heliconia. Me dijo: tenga para que se la lleve a la muchacha que le dijo que le llevara un osito. Lástima que las flores, como el amor de esa niña (N.H.), fueran tan efímeras. Pericles (Hdo.Torres.), Ciro Rúa (Hdo), Aulio y yo nos fuimos por un deslizadero, abajo, por una extensión cubierta de matas de mora silvestres, buscando qué cazar. La fauna era muy escasa. Divisamos una mirla cuando revoloteaba de rama en rama. Ciro la siguió hasta que halló el nido. Subimos por la ramazón y encontramos dos huevos que estaba empollando. La mirla correteaba y piaba viendo que éramos amenaza para su hogar. Hablamos de la inútil pasión destructora del hombre. Les propuse que nos alejáramos pero no quisieron. Pericles con una carabina se agazapaba tras un moral y Ciro con otra se colocó debajo del nido. De lejos yo tosía para así anunciarle al ave negra, de patas amarillas, que peligraba. Nada. Voló al nido. Sonaron las carabinas y la mirla volvió a chillar. Regresó. Ciro dijo: -“Si no la mato, ahora, a la noche vengo y traspaso el nido a punta de plomo. Pero lo que es yo la mato”. Le respondí: -“Así no, amigo. Que si Usted la mata sea en contienda limpia, no con cobardía”. Acabé de hablar cuando el tiro deshilachó sus plumas en el aire y exánime cayó la mirla al suelo. Le había disparado a boca de jarro. Me tercié el machete y partí, junto con Aulio, monte arriba, en búsqueda de agua para el consumo. El musgo húmedo tenía un olor penetrante. Al mover las bromelias llovía sobre nuestros hombros. Vi una peña negra, lisa, que se iba, en varios tajos, sobre el precipicio. Mármol negro o azuloso reluciente por la humedad. El chorro que caía sobre ella le daba la fascinante apariencia de una fuente propia de los cuentos de hadas o de la puerta de ingreso al palacio del Más Allá. Yo marchaba adelante y Aulio atisbaba una lora que cotorreaba en cualquier árbol. De pronto, ante mí, se atravesó una larguísima culebra blanquinegra, de esas que llevan en sus demostraciones los culebreros de los pueblos. No me asusté. Había justificado mi salida. Aulio comentó: -“¡la boa del Principito!”. Régulo fue el encargado del almuerzo con Santacoloma. Se me ocurrió lanzarles la idea de un concurso: Plazo hasta las 6 de la tarde para que todos aparecieran con lo más raro que hubiesen hallado. Un premio para el vencedor. Nos repartimos en dos comisiones: Hernando Ocampo, Pompeyo, Rúa y Aulio, partieron hacia abajo, al fondo, donde en este instante tronaba el agua, con el ánimo 132


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de pescar y cazar. Carlos, Santacoloma, Hedoto, Gustavo y yo nos dirigimos hacia arriba con ánimo de cazar y, a la vez, acarrear leña para la fogata. Rúa, al tratar de pasar de una orilla a otra a través de un tronco que a la final estaba podrido, cayó al agua y se rompió la barbilla. Por eso en las fotos posteriores aparece con un enorme algodón en la cumbamba. El concurso dio resultados apenas aceptables. Orquídeas silvestres encontradas entre la maleza, en un tronco podrido; una especie de “tulipán” rojo, seguramente la flor de una bromelia; un hongo rojo; un pajarito vivo, con copete y cola roja. Algo extraordinario no hubo fuera de la calavera alargada de un animal desconocido. ¿De un oso? El premio que tenía preparado era la calavera de una vaca adornada con cardos amarillos que brotaban por las cuencas de los ojos. Se quedó sin dueño. No quisieron que premiara alguna de las flores porque, quién creyera, estaban intrigados por la vanidad de la flor puesta en evidencia en el capítulo VIII de El Principito: “Bien pronto el principito se sintió atormentado por la vanidad sospechosa de la flor… Son tan contradictorias las flores. Y yo era demasiado joven para saber amarlas”. Cuando avanzaba la excursión tuve la oportunidad de experimentar la satisfacción infinita de comprobar que la lectura de un libro como El Principito les había calado por lo que, en ciertos momentos, alguien me pedía prestada la obra para avanzar en la lectura, individualmente o con algún compañero. En ciertas circunstancias, alguno de los excursionistas citaba algún pasaje o alguna consideración de los protagonistas del libro que encajara con lo que estábamos experimentando. Y todos participaban de la alegría de haber acertado. Carlos, Régulo y yo decidimos ir a conocer la quebrada ensordecedora que corría en el fondo del abismo de piedra. Aterraban los abismos por su siniestra pendiente. Luego de bajar y bajar, encontramos una quebrada rumorosa pero blanca, alegre. Decidimos remontarla y al poco trecho estábamos frente a la cascada más bella entre una cortina de bejucos. Se diría que el Tequendama es majestuoso. Las Cataratas de Medina, en el Tolima, son atrayentes para los bañistas. Tequendamita, en Antioquia, es juguetona. Esta cascada, en las entrañas del Tatamá inaccesible, es preciosa. El agua cae en forma de abanico; niña mimada del monte. Quisimos que esta caída se siguiera reconociendo como la Cascada Niña. La moraleja era obvia: Igual que la naturaleza, adversa a nuestros ojos, oculta en su intimidad tales bellezas, así mismo una persona puede parecernos hosca, repugnante pero, en su interior, puede guardar cualidades dignas de admiración. Me quedé pensando: Esta quebrada es el origen del río San Rafael. En sus orígenes canta más que en la desembocadura. Mientras más cerca estén del nacimiento, más algarabía hacen sus aguas; más rumorosas; más festivas. Así, el hombre ama más la vida, canta y brinca como las aguas mientras más cerca esté de su infancia. La juventud, como este tramo de la quebrada, es energía vital. El río sosegado y mudo es 133


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imagen de la vejez. La desembocadura es la muerte. Les repetí a mis compañeros de excursión, extasiados ante esta visión natural, la copla de Jorge Manrique: “Nuestra vida son los ríos/ que van a dar en la mar,/ que es el morir:/ allí van los señoríos/ derechos a se acabar/ y consumir;/ allí los ríos caudales,/ allí los otros medianos/ y más chicos:/ allegados son iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos …”. Un helicóptero pasó demasiado bajo, en varias ocasiones. Nosotros nos escondimos entre la vegetación para que no nos descubrieran. Nos dijimos: esto demuestra que la avioneta de los Emura, esos pasajeros japoneses que viajaban de Medellín a Cali, sí cayó por estos lados. Estaban desaparecidos y según las noticias iban cargados de billetes. Tratemos de salirle adelante al helicóptero y nos volveremos ricos. Después supimos que el alcalde de Apía, ante la insistencia de las familias de los excursionistas, había avisado al despacho del Gobernador en Pereira y al Batallón San Mateo, sobre nuestra desaparición y había logrado que las autoridades hicieran estos sobrevuelos tratando de localizarnos. Huíamos de quienes nos buscaban. Deliramos sobre una riqueza que no existía, en realidad. Nos metimos en disquisiciones extrañas como que, el final de esta excursión nos deparaba la satisfacción más hermosa; así mismo, era posible que la vida nos entregara en los últimos días lo que hasta ahora no habíamos soñado. Aulio concluyó cuando íbamos llegando a la covacha: -“Seguiré esperando hasta el final para opinar de la vida; por ahora guardo mis reservas”. Después de cenar subimos a la cumbre vecina a encender la fogata. Soñábamos con que sería la señal, al estilo indígena, que enviábamos a las apianas y apianos de nuestra misión cumplida y la recibirían con alegría. La prendimos. Sus llamas iluminaron los árboles cercanos. La luz de la luna destacaba la silueta fantasmal de la selva. Los pueblos, abajo, semejaban fogatas eléctricas. Cantamos una parodia cojineta de Brisas del Tatamá, mientras en un robusto tronco clavamos la bandera de la excursión: un plástico rojo, enorme, que nos cubrió cuando la llovizna caía impertinente. Hernando Ocampo entonaba bambucos y pasillos. Nos entretuvimos cantando baladas de Leonardo Favio, Sandro, Palito Ortega, Leo Dan, Luisito Rey, Rafael, Los Ángeles Negros, Hermanos Arriagada, artistas latinos que se habían puesto de moda, entre la juventud, en esa época. Yo iba preparado. Cuando reclamaron un fragmento de El Principito, les leí el capítulo XVI que, en tono sarcástico, empieza así: “La Tierra no es un planeta cualquiera. Se cuentan en él ciento once reyes (incluyendo, naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocio, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores. Para daros una idea de las dimensiones de la Tierra yo os diría que antes de la invención de la electricidad, había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros. Visto desde lejos, el efecto era espléndido. 134


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Los movimientos de este ejército estaban regulados como los de un ballet de ópera. Solamente el farolero del único farol del polo norte y su colega del único farol del polo sur, llevaban una vida de ociosidad y descanso. No trabajaban más que dos veces al año”. Descendimos casi a media noche. Las ciudades y pueblos se habían ocultado detrás de la neblina. Antes de acostarnos, tomamos chocolate con parva. Eran las doce de la noche cuando tomaba apuntes, a la luz de una vela. Todos, como despedida, habían despilfarrado la maizena que sobraba. Dormimos con cara de payasos. Se acercó un animal que acezaba. Esto reanimó en los excursionistas el entusiasmo por el oso que faltaba en las cuentas de todos. También huyó debido a la algarabía. Armar un zambapalos es propio de quienes no cuentan con otras armas o no están acostumbrados a ellas. Comentaron que el animal era de pelaje oscuro. 2 de abril (miércoles): Retornaremos a nuestra tierra y sus convencionalismos. Tenemos que descender para que los demás ordenen u opinen sobre lo que tenemos que hacer. La actual civilización es una forma solapada de esclavitud social. Son las 8 de la mañana, “la hora 25” que, de acuerdo con la obra de Virgil Georgeu, de igual nombre, tan leída en este tiempo, “el momento en que toda tentativa de salvación se hace inútil. No es solo la última hora. Es la hora actual. La hora exacta”. Antes de cargar los morrales con los que deberíamos retornar nos empeñamos en el arreglo de la covacha y sus alrededores. Quisimos que todo luciera limpio aunque ningún conocido fuera a revisarlo. Al fin y al cabo, el día anterior, al borde de la cascada, aprendimos otra lección: no hagamos lo que debemos hacer porque nos vean. La naturaleza presenta bellezas inexploradas aunque pasen milenios sin que alguien las admire. Las últimas canciones que se escucharon por la radio antes de partir fueron: “Yo soy como lo quieres tú…”, “Fuiste mía un verano…”, “Qué tiempo tan feliz…”, “Esta tarde vi llover”. “Después de haber caminado descubrió finalmente un camino. Los caminos llevan siempre a los lugares habitados por los hombres” (cap.XX). Descender hacia lo prosaico es melancólico. Pasamos dos puentes de palos tirados sobre las aguas del San Rafael. Sus vegas eran fértiles en pastos y, sus laderas, despobladas de árboles. Se divisaban carboneras humeantes. Había llegado el apocalipsis para estas tierras. Hernando Ocampo me pidió que leyera en voz alta una cita de El Principito para bajar meditando en ella. Esta fue la escogida: “Las personas grandes nunca comprenden nada por sí solas y es muy aburridor para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones”.

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La tropa había cambiado de posición. En silencio absoluto, marchamos, adelante, Régulo, Octavio, Santacoloma, Hedoto y Gustavo. Más atrás, un segundo grupo compuesto por Aulio, Rúa, Nano, Carlos y el jefe, Pompeyo, atrás. Los morrales iban livianos. Nuestro propósito era ir a pie hasta Apía, atravesando los potreros y descendiendo por La Campana. Otros opinaban que era mejor arrimar primero a Santuario. Suponíamos que iríamos a Apía pero jamás pensamos que Apía vendría a nosotros. Sí, llegó cuando menos lo pensábamos. Al atravesar un montecillo, entre los primeros potreros que caían a la quebrada, aún muy apartados de la carretera, nos topamos, cara a cara, con el personal del Cuerpo de Bomberos de Apía. Avanzaban por el monte, con vestido color kaki, zapatillas negras de cuero, corbata negra de seda y kepis de general. Parecía que se dirigieran a la Procesión del Corazón de Jesús, por las calles de Manizales, como lo hicieron por muchos años. En esta ocasión, iban en búsqueda nuestra. Don Horacio Rúa se abalanzó a abrazar a Hernando. Más abajo, hallamos a Doña Leda de Aristizábal, Doña Lía de Torres y Laura Acevedo como si fueran sobrevivientes de un avión caído en la selva. Nos abrazaron llorando. Al llegar a la carretera, había tres vehículos: el carro de los Bomberos (¿para qué?), una camioneta roja y un jeep con más gente que no se atrevió, como las señoras anteriores, a emprender, como dementes, camino arriba. Nadie llevaba la indumentaria apropiada para el ascenso. Se trataba, más bien, de elegantes noveleros de buen corazón. ¿Por qué? ¿Qué había provocado semejante alboroto? Eran las preguntas que nos hacíamos los que descendíamos. Las señoras entraron a una casa, se tomaron la cocina para calentar leche que nos dieron mezclada con ‘cola granulada tarrito rojo’, como si se tratara de unos niños. Todo porque Apía estaba conmovido con la noticia (mejor, el chisme), de que estábamos perdidos en la selva, muertos o moribundos y los helicópteros del Ejército colombiano luchaba por encontrarnos. Apolinar, el domingo por la noche, para tratar de justificar su deserción, contó atrocidades como éstas: que los que no habíamos podido salir teníamos que dormir en pleno monte amarrados a los árboles para no rodarnos por esos precipicios. Que para calentarnos nos poníamos velas bajo los pies, pero ni así. Las verdades distorsionadas forman mentiras, siembran incertidumbre, en unos, y pánico en los más nerviosos. El lunes, con la llegada de Iván y Joaquín, los allegados se confundieron más. Pero, lo que hizo estallar la alarma en el pueblo fueron las declaraciones de Iván, en medio de un delirio provocado por la fiebre de 40 grados que lo acosaba. Dijo, ante los curiosos que rodeaban su lecho, en el Hospital:

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¡Ay, ay, ay, mi compañero que murió al rodar por un precipicio! ¿Cuál compañero? Mi compañero de excursión. Pero, ¿usted por qué no había contado? Porque me dijeron que no contara para no alarmar a la gente. Y, ¿por qué no lo trajeron? No había quién. Cinco se perdieron en el monte y cinco están enfermos. No pueden caminar porque tienen los pies hinchados. ¡Ay!, yo me vine porque podía caminar pero ellos no. Este interrogatorio hecho por gente nerviosa, a una persona que por el delirio no sabe lo que dice, encendió la alarma en el pueblo, en la noche del martes. La noticia se regó. Se formaron los corrillos para decidir sobre lo que había que hacer. En casas de los excursionistas no durmieron; se dedicaron a llorar y rezar. Contaban que los gritos más desgarradores salían de la casa de Aulio Grajales. ¡Pobre Doña Rosmira! Consiguieron carros para madrugarse. El alcalde, Señor Gerardo Naranjo, alistó a la policía. Llamó a Pereira para que, si por la tarde no había noticias de nosotros, la policía y el ejército, en helicópteros, saliese a buscarnos. Mientras tanto, nosotros, tranquilos, y hasta con melancolía de abandonar los lugares recorridos a pesar de su crueldad, hacíamos planes para la llegada a Apía. Cantaríamos la parodia de Brisas del Tatamá, llegaríamos a pie al Bar Linares, en la esquina del parque principal, a un lado del Colegio Santo Tomás, sitio de reunión antes de partir, y con calientes tragos de aguardiente, celebraríamos lo que aun considerábamos regreso triunfal. Cuando arribamos a Santuario, la mamá de Gabriel Santacoloma, dijo que había llorado mucho ya que, al ver pasar los bomberos de Apía, preguntó qué pasaba y alguien le contestó: -“Van al rescate de unos excursionistas de Apía que perecieron en el Tatamá”. La policía de Santuario y el grupo de Boys Scouts, a nuestra llegada, estaban montando en carros para salir también en nuestra búsqueda. Hernando, con una sonrisa sarcástica, repitió, en voz alta: “Las personas grandes nunca comprenden nada por sí solas y es muy aburridor para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones”. Gracias por el deseo de hallarnos. Gracias por la solidaridad, una de las pocas virtudes que sobreviven en medio del caos de este mundo civilizado o mejor, mecanizado. Existen personas compasivas, expertas y hasta hambrientas en ayudar a bien morir a su prójimo cuando son pésimas para convivir con él o ayudarle a bien vivir. ¡Qué lora! Ni porque hubiera arribado la Vuelta a Colombia. Al llegar al pueblo, bramaba la sirena del carro de bomberos en que entramos, al estilo campeón; la gente se asomaba 137


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a las ventanas, a las esquinas, los niños y hasta muchos grandes corrían detrás de la caravana. Luego de darle la vuelta al pueblo, nos detuvimos en el Hospital para saludar a los compañeros. Iván seguía muy enfermo. Parecía que no era gastroenteritis sino tifo. Mucho suero. Apretón de mano y a casa. Mis tías Teresita y Rosita, además de Leonisa, alborozadas, saludaban desde la ventana con una bandera. Almorcé y tuve que salir porque en el portón de la casa había un grupo de personas con deseos de que saliese a contarles lo vivido. En aprietos para contestar más de una pregunta al mismo tiempo. Nano, con su humor, nos había dicho en el carro: -“Entonces, muchachos, como están las cosas, aunque tengan las manos sucias, alístense para firmar autógrafos”. Muchos hacen proezas para ser admirados. Otros fingen esas proezas. Pero a nosotros, caballeros andantes de un momento, este viaje nos alentó el gusanillo del orgullo.

EPÍLOGO:

Al lavadero, los bluyines cubiertos de mugre. Las polainas de neumático, sucias, a descansar junto con el morral que me prestó el maestro constructor del nuevo templo cuyas naves estaban a punto de concluir para iniciar la fachada. Los cuartos de cada uno apestaban con olores que durante el recorrido eran naturales. La civilización también penetra por la nariz. Lo no narrado posiblemente se fugue de la memoria mental pero no de la satisfacción plena o la melancolía que es la memoria del corazón. Ante las intrigas de todos los paisanos por conocer detalles optamos por hacer un recuento a modo de conversatorio, quince días después de haber regresado. En el Club Tucarma, atiborrado de público, presentamos el relato de las aventuras y las fotografías de nuestro periplo por las cumbres aunque ya todos los del grupo habíamos adquirido conciencia de la afirmación con que concluye El Principito, nuestro libro de aventura: “¡Ninguna persona mayor podrá llegar a comprender jamás que esto sea verdaderamente importante!”.

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LA PALABRA COMO UNIVERSO

Arquitectura típica de Apía, en la celebración de su primer centenario. Agosto 1983

A

sí como, por más de un indicio, se puede asegurar que antes de la Palabra fue

la Música, así mismo en la historia de Apía primero fue la Música y luego la Palabra. La armonía de voces e instrumentos musicales tuvo su plenitud en las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XX. Se entonaban a cuatro voces oratorios, misas en festividades sacras, Te Deum, salves, funerales solemnes, canciones de cuna y serenatas. La banda municipal, cuando no interpretaba Morenita Apiana y demás páginas de reconocidos compositores terrígenas, servía de cómplice a los noviazgos, en las retretas municipales, los domingos, con fragmentos inmortales de la música universal. Pero vientos siniestros dispersaron las partituras. En vez de retretas, se pusieron de moda las misas de réquiem. Cayeron y callaron las mejores voces. Muchos lograron marchar musitando “tal vez bajo otro cielo...”. Los que sobrevivieron aquí, 139


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enmudecieron ante tanto dolor. Dos fenómenos marcaron ineluctablemente la década de los cincuenta: La Violencia fratricida (a nivel nacional) y los nuevos rumbos de la cultura (a nivel local). Por esta misma época, a medida que se apagaban las polifonías se masificaba el disco. Un fenómeno admirable sucedió con La Palabra. Reservada inicialmente a las lecturas privadas de una élite no muy adinerada o a expresiones veintijulieras en los balcones grecoquimbayas, empezó, en los años cincuenta del siglo XX, a incrementarse, diversificarse y pulirse en las aulas del nuevo Colegio Santo Tomás de Aquino y de la Normal Sagrada Familia. En 1957, Alberto Castaño Abadía publicó “El Monstruo”, una de las obras con la que se inaugura la novela urbana en Colombia. La juventud que se educaba en el Colegio Santo Tomás y en la Normal Superior la Sagrada Familia, si ya no cantaba, había heredado el sentido del ritmo y gustaba de la lectura. Se acentuó, avanzando esa década, el culto a las bellas letras y el periodismo. Por los años sesenta llegó al pueblo la noticia de un apiano, Guillermo Agudelo Valencia, que había editado en México la obra “Estampas y Elegías del Paisaje”. Todo lo anterior correspondía a una tradición. En Apía hubo imprentas en las que se editaron periódicos como Ecos de Occidente, Cruz y Bien y El Minuto, sin contar ese periódico de humor que se llamaba El Desayuno. Los periódicos sirvieron de vehículo a las expresiones literarias. No todo era noticias intrascendentes, comentarios o diatribas. Al filo de los sesenta, del siglo XX, leíamos con fruición los clásicos, en la colección Jackson de cubierta dura, verdosa, ese tesoro que era la colección Aguilar, de clásicos españoles, con cuero dorado y papel biblia, fuera de la colección de Premios Nobel, azul celeste y dorado, que traía cosas excelentes, cosas buenas y cosas regulares. En la Biblioteca del Colegio prestaban libros para leer en la casa pues carecía de sala de lectura. Poco después empezarían a hacer estragos los best-seller para beneficio de las editoriales de obras masivas. Gabriel Rojas M., en la rectoría. José Álvarez P., Goar Hernández, José Muñoz, Raúl Morales, Alfredo Alzate, Filemón Valencia, Campo Elías Sánchez, fuera de varios catedráticos supremamente idóneos, configuraron una nómina de profesores de lujo. Una generación de egresados satisfechos habla de la Edad de Oro del Colegio Santo Tomás. Pero el tiempo no se detiene ni marcha en línea recta. Desde el momento en que inicié mi profesorado, como sucesor de José Álvarez Patiño, en la asignatura Español y Literatura y del profesor Gustavo Marín como profesor de Filosofía, intuí la fuerza creadora contenida en el alumnado y, fiel a la etimología de la palabra educar (del latín duco: conducir; educo: sacar, expulsar), me propuse provocar que los alumnos expulsaran (educere) sus aptitudes en el campo de la poesía, el relato, el ensayo, la dramaturgia y otras manifestaciones de la creatividad 140


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artística. En aquel entonces estaba de moda la declamación o técnica en que alguien dotado de excelente memoria para textos ajenos y ciertas dotes histriónicas aprendía al pie de la letra poemas extensos, generalmente de corte sensiblero para conmover a un público hipnotizado por la truculencia del relato y el arrullo de las palabras. Echamos a marchar, entonces, los concursos de Poesía, Cuento, Declamación, Oratoria y Dramaturgia, organizados por el personal del Centro Literario Marco Fidel Suárez (1967-1970), compuesto por los alumnos de 5º de bachillerato (10º) que se reunían quincenalmente, en sesiones de dos horas que muchas veces se prolongaban ante el interés de lo expuesto, los miércoles por la tarde, bajo la dirección del profesor de Español y Literatura. Gozaron de mayor continuidad los de poesía y cuento. Con este impulso, la producción literaria rejuveneció y amplió su ámbito. Adolescentes y jóvenes, paradójicamente, estaban maduros para emprender estas actividades que no podemos catalogar como moda ni como una suma de todos los trabajos individuales. No. Aquello fue, como la llamaría Hegel, la expresión del “espíritu del pueblo”. En ese periodo, la literatura adquirió, como tiene que ser, dimensión social. Además, los integrantes del Centro Literario nos empeñamos en demostrar que la literatura es otra forma cultural encaminada a volver al ser humano más consciente del lugar que ocupa en el universo. Sabiendo que la escritura es la expresión de la comunidad que la produce a través de sus representantes que antiguamente se juzgaban como inspirados, alumnos y alumnas se lanzaron a presentar en los textos buena parte de la visión que iban adquiriendo de la estructura social, conceptual, emocional de la sociedad en estaban viviendo. Por esto, he decidido contemplar los más representativos textos de 1967 a 1970, como un sistema estructurado de elementos interrelacionados, en vez de tomarlos miopemente como obras aisladas de personas a quienes les sonó la flauta. A través de los símbolos, descubramos el armazón de los textos premiados. A- Afán metafísico: La generación de la violencia fratricida dejó de cantar por cantar a los arreboles estériles, muy del gusto modernista y piedracelista, para profundizar en temas que la crítica ha considerado como trascendentales. Con la nueva estética la poesía gana en intensidad y auténtica emoción. Estos son los motivos cantados: 1. La vida y la muerte: Javier Castaño Marín sorprendió a los lectores, en 1968, con su “Aldemar Uvaleti, (genitor, curioso y adivino). El primer hombre que existió sobre la tierra”. En el relato el autor hace gala de puntos de vista filosóficos, seudofilosóficos, científicos y seudocientíficos hasta producir un desenlace inesperado. El protagonista del cuento, extenso y que hay que leer en forma parsimoniosa, proviene del planeta Mature y es 141


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el mensajero de cuantas características emocionales y morales tiene el hombre. Se propone desbaratar su nombre en las palabras La Vida y La Muerte basándose en una aguda tesis semántica que se origina en Platón y que fue del agrado de Jorge Luis Borges. Aldemar Uvaleti, el protagonista, la expresa de la siguiente manera: “la existencia de las cosas está supeditada a sus nombres, a aquello que las determina. Si a una piedra le quito la denominación ‘piedra’, sin que pueda reemplazarse absolutamente por otro nombre entonces podrá decirse que no es nada y la nada cobija al ser, a la no existencia. Yo mataré mi nombre o sea le quitaré la vida y veremos después que ocurre”. A cada letra de su nombre y apellido las va enumerando de uno a 14. Luego, separa las letras que conforman La Vida, suma sus números respectivos y obtiene 35; La Muerte, extraída de las letras y números restantes vale 70. Aldemar Uvaleti era un anagrama secreto y misteriosamente balanceado por el Destino. “Y así se dio cuenta que con los cálculos hechos resultaban una molécula de vida y dos de muerte, y para finalizar declaró: con una molécula de muerte anulo mi última molécula de vida. La molécula de muerte restante la lego al género humano porque sería injusto permitir que el hombre sufriera eternamente...”. Todos somos Aldemar Uvaleti. Entre los ingredientes, la obra cuenta con ingenio, erudición, imaginación y desbordada fantasía, fuera de una dosificada evolución en la gesta y momentos de tensión como éste: “Ha llegado una nueva noche. El cielo estrellado y, a la orilla de un arroyuelo, sentado sobre una piedra está Aldemar con el rostro contraído en una mueca de espanto y sus pupilas incrustadas en el infinito. Por su vista pasa toda la denigrante historia del hombre. Aprecia el correr de la sangre, el hundir de los puñales traicioneros, los cuerpos mutilados por la voz de los fusiles en los campos de batalla…”. La teoría del cuento nunca ha rechazado una dosis apropiada de ritmo poético como se da en el último párrafo citado. En el panorama regional este cuento ha sido catalogado como clásico, en cuanto a fondo e ingeniosos trucos utilizados por un autor. 2. El Tiempo: Otro tema trascendental y de lírico tratamiento: Francisco Javier Alzate Vallejo, en su “Poema Inconcluso para el tiempo”, ofrece un tratamiento exquisitamente trágico del transcurrir humano. Con este texto, escrito para releer, mascullar y meditar, por horas y días, la literatura apiana, en ese 1967, se emparenta con los mejores exponentes del existencialismo cerrado que cundía en la Europa de posguerra; el existencialismo de Kierkegaard, el de los modos existenciales de pensamiento, Camus y Sastre. Mientras Karl Jaspers arrincona al hombre en el silencio, Alzate Vallejo lo ubica en una “socavada estructura/ de ausencia y olvido”. El ser humano trataba de ajustarse a nuevas circunstancias. La metáfora echa mano de la técnica, del irracionalismo y de una nueva civilización. Se vuelve desconcertante. Dice así Alzate Vallejo: 142


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Del tiempo Sólo sé Su socavada estructura De ausencia Y olvido en los seres. En mí por lo menos, En esta argamasa que ha dejado Su dura tempestad inútil. Sólo sé que descarga Sobre la voz Su peso inmaterial Y la va apagando, Va llenando de tragedia las palabras. Que es, en su forma justa, El invisible camino Hacia la muerte, Porque en sus recodos nos está esperando. Sólo sé que si se mira de frente Es un túnel abierto ante el misterio, Y que si volvemos la mirada Se comprende que somos nosotros mismos Los edificantes de nuestra propia ruina. Poema palpitante que sigo repitiendo, como una oración desacralizada, cada día, con la persistencia que no logran otros poetas colombianos, a excepción de José Asunción Silva y Jorge Gaitán Durán: “Tú no has conseguido nada, me dice el tiempo/ todo lo has perdido en tu lid imbécil/ contra los dioses. Sólo te quedan palabras...”. Eduardo Cote Lamus también está de nuestro lado cuando pensó que “De un lado a otro imaginando el tiempo debajo del arado de las aguas...”. Alzate Vallejo se emparenta, con este poema, con lo más selecto de la poesía intemporal. Hablando de la “Poesía y Estilo de Neruda”, (Suramericana, 1977, p. 19), el español Amado Alonso dice algo que bien podría ser válido si nos referimos a Alzate Vallejo: “peculiarísima visión, nítida y desolada del mundo y de la vida”. La metáfora clásica había considerado, por siglos, al Tiempo como un río que no cesa de pasar. Ese devenir era dinámico y a la vez circular. Luego, por motivos religiosos se vio como un camino sembrado de cizaña, rumbo al Más Allá; vamos de paso por la vida rumbo a otra morada. Esas imágenes metafísicas fueron desacreditadas por la realidad. Llega Alzate Vallejo, para quien esa invención diabólica del hombre que llamamos Tiempo es un túnel que atrapa, que nos aniquila y devora sin piedad. Dicen los árabes que el tiempo solo le tiene miedo a las pirámides. Nosotros le tememos al tiempo como a un enemigo agazapado. El tiempo dejó de ser la medición del 143


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progreso para ser el campanazo del desastre en la propia carne. Desconfianza y recelo de los que el mundo y nosotros, pasadas las décadas, no nos hemos podido liberar. Francisco Javier Vallejo, en este poema, maneja el pensamiento y la imagen con maestría. El ritmo es excelente. Provoca una lectura angustiada ante lo irremediable que se vuelve atrozmente misterioso: “voz podrida por el tiempo”. Estamos condenados. Hemos progresado más y nos hemos hecho más vacilantes e inestables. Dos años después (1969), Luz Alcira Múnera Patiño, presentó a concurso un deslumbrante crepúsculo que, tachonado con soberbias figuras, recrea ese clima angustioso de Alzate Vallejo. En “La Tarde se nos muere”, la autora no se ensimisma sino que objetiviza en fastuoso telón el atardecer de figuras pavorosas: La tarde se nos muere. Su agonía sangrienta De crepúsculo herido Nos duele más que a ella... La tarde se nos muere. Cuando llegue la noche, su gran alma liberta Se irá por los caminos pavorosos del Nunca Dejando en la lejana perspectiva una estela De reflejos dorados Y matices violetas. Y seremos nosotros como náufragos Del crepúsculo, en esta Soledad infinita de nosotros Mismos, que nos aterra, Que nos inmoviliza, que nos vuelve Insensibles, como de piedra, Y mudos, como si se hubiera muerto para Dios y los hombresNuestras lenguas... Y así nos quedamos al margen de la vida, En un limbo de sombras, Con los brazos tendidos y las manos abiertas, Como si le estuviéramos pidiendo A la Noche, una estrella. Poesía exquisita aparentemente ubicada en un escenario exterior. De recamada orfebrería silenciosa. Deleitosa a pesar de su telón dramático. Poema, en su fondo, 144


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hermano gemelo del Poema Inconcluso para el tiempo aunque en la forma, el Poema Inconcluso sea diametralmente distinto a La Tarde pues, mientras el poema de Alzate es de un ascetismo lingüístico admirable, el de Múnera es un derroche de pedrería y ajuares verbales: agonía sangrienta, crepúsculo herido, caminos pavorosos del Nunca, náufragos del crepúsculo, limbo de sombras... Más que un rosario de metáforas los dos poemas son auténticas alegorías o parábolas sugestivas de la vida que es un desangre de sí mismo. El túnel y el crepúsculo representan figurativamente la existencia que corre en forma irremediable hacia el Nunca. El tiempo que apabulla y que carcome, como el comején, en la soledad del individuo, sería la síntesis de las dos visiones poéticas. Sin embargo, en ese 1969, tal vez cansada de los panoramas subterráneos y sangrientos pintados por los poetas que iban uno o dos años antes en su estudio y sus vivencias, María Victoria Hincapié R. presentó al Concurso del Centro Literario el soneto “Timbre Adolescente” que se llevó el primer premio. ¡Cuán hermoso que así fuera la vida! Un paisaje color de adolescencia, Sin heraldos que anuncien honda herida Y sin negras visiones en su esencia. Qué grato sería enviar una misiva Al lejano país de la inocencia Para esperar con candidez cautiva Una carta aromada de indulgencia. Mirarlo todo diluido en el cielo Y conformar con sueños un anhelo Para sentir los goces del vivir. Poder cantar la placidez del alma, Divagar por los prados de la calma Y mostrarse ante el mundo sin fingir. Este texto demuestra que el buen soneto no había desaparecido de nuestro medio, en la segunda mitad del siglo XX. Siempre había sido la prueba de fuego de los grandes poetas desde el Renacimiento. Poesía de trovadores, caballeros, cortesanas y Muy Señora Mía. Ecos de un pasado espléndido si consideramos que los piedracelistas, hacía diez años, habían publicado sonetos forjados en un mundo de ensueños. En ese 1969, perplejos, leíamos este soneto, haciendo caso omiso de que, en ese mismo año, se libraban los más duros combates de la invasión norteamericana a Vietnam, resonaban por todo el mundo universitario el malestar y las proclamas del París del 145


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68, hacía poco habían asesinado al Che Guevara y Camilo Torres, los problemas sociales en Latinoamérica se agudizaban y la guerrilla se preparaba a escribir, desde las selvas de varios países de América, uno de los capítulos más prolongados y sangrientos de nuestra historia. Texto color de rosa: “un paisaje color de adolescencia”. Leyendo el soneto, por el ritmo y las figuras, es como si estuviéramos sumergidos en un duermevela. Soneto para unos quince años, en una época que, como la definió Daniel Arango, en otro soneto, es un “lirio sometido a la encendida nieve de la muerte”. B- El Amor: La poesía amatoria que exaltaron los jurados del Concurso anual del Centro Literario, durante los cuatro años que analizamos, presenta características interesantes: 1. Es Saudade: No se trataba del goce erótico. Amor sin ansias. Era esa lejanía de “cortejos inmateriales” y de “lluvia sobre el rostro”, como lo dibujó en esfumadas palabras Alberto Castellanos A., alumno interno, en su “Romance con la Nada”, poema con el que ganó el primer premio en 1968: Las miradas se confundían con el brillo de la noche. Todo parecía como si la nada pronunciara una palabra, que Tan sólo dos enamorados lograban escucharla: Silencio, Silencio. Era un amor en silencio, un amor a unos ojos Que eran ideas volando entre los humanos, Un amor a la verdad. Era una pareja por no sentir el peso Del pecado, por haber hablado y engañado a su corazón. Sí, eso era. Parecía que hubiesen comprendido que la Verdad es propia de los sepulcros y que en los sepulcros Tan solo se encontraban los secretos. Querían que su amor fuese secreto, que fuese de tumbas, Que ni tan solo el viento pudiera rozarlo, Para no sentir ni el viento, ni la lluvia que cala, Ni los ojos que tan fijamente se encontraban en la eternidad. Un lamento a la existencia, un deseo de seguir juntos, Una prohibición de hablar para no ir a lastimar El cuerpo de la amada. Tres estatuas juntas: la Nada, la Amada y el Amado Seguidos de un cortejo inmaterial que ni Dios Lo rompería, un cortejo que uniría a los tres, Que escuchaba con los ojos, un cortejo de amor. Pero, de un amor delicado, suave y sutil como el viento, 146


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Como la lluvia que cala sobre sus rostros. Tan sólo eran tres los que no hablaban, Los que escuchaban con los ojos: eran tres muertos en vida Porque ni la muerte los iría a separar, Por estar las tres vidas en la muerte. Y tan sólo éramos La Nada (mi compañera inseparable), tú, mi suave amada, Y yo, un sordo-mudo... del alma Y de la existencia, y no un ciego de amor. Así se expresa este Silva adolescente, nacido en Tuluá (Valle), introvertido y retraído como pocos, este “sordomudo y ciego de amor” que, al concluir su bachillerato en Apía, encontró en Suecia el amor de una bella mujer y un destino político como líder del movimiento sindical en ese país. Aquí fue displicente y sutil. Captó, con el olfato que caracteriza el sentido poético, los efluvios del aire que van de aquí para allá sin conocer el camino, sin más explicaciones que la contemporaneidad mutua que emanaban de la capilla secreta de Alberto Hoyos (Bogotá, 1939), hombre de honda poesía, con voz inconfundible pero sin rostro, para quien “el amor es una soledad que se suma a la mía” y “mis manos buscan en vano una caricia perdida,/ palpan inútilmente el aire”. El poema de Alberto Castellanos es presagio “de amor delicado, suave y sutil como el viento” que emparenta a las “tres estatuas juntas: la Nada, la Amada y el Amado seguidos de un cortejo inmaterial…”. El español Amado Alonso diría de este poema que “su desentendida ausencia de fe se manifiesta en una densa melancolía operando sentimentalmente desde la subconsciencia”. Lucha arcangelical entre el anhelo y la destrucción. El amor como agonía, como lanza sobre el pecho, como vuelo estremecido. 2.

Es Dolor:

Jorge Evelio Aristizábal G. venció en el Concurso 1970, con “Seguramente ahora caminarás triste por nuestros parques tristes”, patética misiva que un soldado fecha en Viet-Nam y dirige a su Amada. Amor aterrador en su crudeza y bellísimo en su ternura: Cariño: Desde este lugar, En una terrible selva Donde el verde suelo Se confunde con un cielo dibujado de aviones: Entre el rumor de los cañonazos Y las bombas que descuelgan del aire 147


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Se encuentran los muertos en el suelo, en todas partes, Los cientos, los miles de muertos, De los nuestros y de los de ellos. Desde este lugar, acompañado sólo por mi angustia, Te escribo, mi amor, Estoy feliz porque mi fusil todavía no ha disparado Contra ningún hermano. Yo sé que están ahí detrás de los juncos y los arrozales, Apuntándome con sus fusiles, Pero sé también que son hermanos, semejantes, Y que ellos también como yo tendrán alguien en quien pensar. No dispararé contra ellos. Mi amor: Evoco constantemente las calles de nuestro pueblo, Sus árboles, Sus noches y sus amaneceres, Sus pocas alegrías y muchas tristezas. Seguramente ahora caminarás triste por nuestras calles tristes. Aquí todo es desconcierto: selva y sangre se identifican. Selva verde, verde oscuro y verde claro. Sangre roja, rojo oscuro y rojo claro. Sangre y selva al norte y selva y sangre al sur. Sangre y selvas donde sale y donde se oculta el sol... Y entre esas selvas se encuentran los fusiles, Fusiles machacando las hojas, los cuerpos y las sangres. Mi amor: Pronuncio tu nombre pero sólo me responden los disparos, Disparos que son el único idioma de la guerra... Llega el atardecer y con el atardecer el silencio. Pero yo no amo la guerra, te amo a tí y a nuestra paz. Están combatiendo. Se están matando. Pero ni tú ni yo queremos morir... Sólo la paz, nuestra paz, está agonizando. La justicia y la libertad no existen ya en nuestras vidas. Pasaron, nos hirieron y se fueron. Ahora sólo nos quedan sus crueles y amargos rastros.

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Mi amor: Si en Viet-Nam no hubiera guerra Te traería a comer arroz. El origen de la anterior composición también se remonta a lo que se ha denominado como el sentido poético del ritmo. La televisión en esa época no entraba bien a Apía, solo había un canal nacional, ni siquiera canales regionales; era en blanco y negro y lo poco que se veía en los seis o siete televisores eran fantasmas irreconocibles atrapados en un recuadro y navegando por él sin ton ni son. No habían filmado todavía películas sobre la guerra de Vietnam que luego llegaron en cantidades alarmantes. La imaginación de que hizo gala el autor que cursaba quinto de bachillerato (10°) bebía realidad, ante todo, en los noticieros de radio, noticieros previos a las películas y recortes de prensa, también en blanco y negro, que día tras día colocaba yo, en una vitrina mural en el corredor del Colegio, gesto que mereció la protesta de varios profesores pues, según ellos, esa insistencia en dar a conocer la evolución de la Guerra de Vietnam, podía deprimir en forma negativa a algunos alumnos. El resto fue ceniza y polvo y despojos. Apenas se gestaba, en el monte, la guerra de guerrillas y por eso impresionaba más el conflicto en el Asia que el que se encubaba en nuestro territorio. Si no fuera porque es una carta a la amada, diríase que se trata de una protesta ante ese retumbar de fusiles y esos charcos de sangre sobre los arrozales asiáticos; la proclama que por el mundo al mismo tiempo gritaban los jóvenes que hicieron la Revolución de Mayo en París (1968) y aquellos que participaron en la manifestación que dejó un número indeterminado de estudiantes muertos en la Plaza de las Tres Culturas del México olímpico. En esa misma temporada, los Nadaístas habían puesto de moda los Manifiestos sin que por ese texto se pueda decir que Aristizábal decidió entrar, ex profeso, en la onda. Es posible aceptar coincidencias en cuanto al espíritu poético que “flota donde flotare”. Fuera de las proclamas también circulaban poemas en forma de cartas. Mario Rivero escribió sus Poemas Urbanos en 1966 en donde aparece John: “John/ usted está muerto/ y fue en Dallas de un tiro en la cabeza…”. En 1969, Eduardo Gómez edita su único libro, “Restauración de la Palabra” en donde aparece Réquiem sin llanto, con una temática no muy distinta a la escogida por Aristizábal: “Hace un mes comenzó tu muerte/ y desde el primer día/ los niños juegan en los parques como siempre/ y tu habitación fue alquilada/ a un obrero grandote y parrandero…”. En 1970, mejor dicho, después de Aristizábal, Luis Aguilera publicó Historia para contar a un niño bengalí: “El casco rojo del soldado/ puso en la calle un sol de medianoche./ La ciudad por entonces ardía en los puñales/ y el miedo se quedaba

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tras los pasos/. Nada había: ni viento ni aire respirable/…” Sorprende el mismo aire, el mismo cielo y más, el mismo ritmo, su voz inconfundible. Poesía profética en que, con 35 años de anticipación, anuncia que “ahora, seguramente, caminarás triste por nuestras calles tristes”. Como la novia actual de cualquier soldado colombiano. Avanzando digamos que quienes obtuvieron los primeros premios de aquella temporada se presentaban acompañados de otros participantes que competían de tú a tú con ellos. No fueron primeros premios solitarios a los que les haya sonado la flauta. Sobre el caso siguiente hay que advertir que, en clase de Español y Literatura, se habían leído y analizado varios poemas, extensos por cierto, del poeta argentino Francisco Luis Bernárdez. “Estar enamorado, amigo...”. Sus versos pareados eran muy apreciados en aquella época. Haciendo composición de lugar supongo que Fernando Naranjo, alumno interno de gran lucidez mental, natural de Belén de Umbría, pudo haber desbaratado sagazmente el engranaje de relojería de esos textos, escribir, pulir, presentar el resultado de su ejercicio poético y ocupar el segundo puesto, en el Concurso de Poesía 1967, con Dedicatoria para Recordar: Una lágrima al vaso en que bebía Dejó caer mi adolescencia un día. Todo por ella, por la bella ausente, Que así pagó mi amor tan de repente. Por ella, por seguirla, mi destino Equivocó las fuentes y el camino. Hace tres años... Su regreso espero Bajo este dulce y familiar alero Que supo de mis ansias, de mi empeño Por darle en cada beso todo ensueño. Y así he bebido por su ausencia larga Por esa ausencia que mi vida amarga. Recuerdo bajo el cielo, hace tres años, Nos miramos, tal vez, cual dos extraños. Sus ojos, dos carbones quemadores, Que contemplaron en su infancia flores. 150


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Me miraron discretos, tan serenos, Con la inocencia de los niños buenos. Y así forjaron el idilio santo Y así llegamos a querernos tanto. Volver a verte aunque me dejes luego Con este oculto y torturante fuego. No has de volver, me dice este camino Que sabe de tu nombre y tu destino. Tres años hace. Con el licor calmaba Esta tristeza por el bien que amaba. Hoy más largo, en apurado vaso Voy libando el dolor, paso muy paso. Que venga ese licor, si nada ansío Después de este dolor que ya es un río. Se trata de un poema de una intrigante madurez en un muchacho que apenas atravesaba el umbral de la adolescencia. El primer verso “Una lágrima al vaso en que bebía/ dejó caer mi adolescencia un día” vale por todo el poema en el que hace uso en forma novedosa de sensaciones gustativas. Sabor amargo. Las lágrimas se mezclan con el licor en la garganta. Agonía incesante. El amor como un naufragio prematuro. 3.

Es Misterio:

Fue, y tiene que seguir siendo hermosa, de cuerpo y alma, María Victoria Hincapié R. Causó desconcierto, en 1970, al resultar victoriosa, como su nombre lo anuncia, con un relato sin título y tan sorprendente como la Carta, ya transcrita, de su compañero de curso 5° (10°), en el Santo Tomás, Jorge Aristizábal Gómez. Trata de un vendedor de cigarrillos “Chesterfield, Lucky, Mapleton, Newport, Parliament, L.M., L.M. Son todos cigarrillos americanos acomodados con precisión geométrica en la tapa superior del carrito de madera. Más abajo, y en pequeños depósitos cuadrangulares, hay gomas, pastas y caramelos en colores y sabores surtidos. El vendedor podrá llamarse de cualquier manera: Rodrigo, Darío, Arlés...Qué sé yo...”.

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Luego, el relato adquiere la misma entonación de aquella Carta cuando dice: “...Las mismas cajetillas se encargaban de firmar su producción poética: el amado que hace dos años se fue al oriente a reclamar la libertad con el grito de los fusiles se llamaba Leonardo Marulanda. Arriba el cielo sin límites...; abajo la tierra sin horizontes... L.M. que quieren decir La Muerte...El correo ha llegado demasiado tarde”. Se trata de un amor dominado por el azar y el desconcierto. Intuición o pesadilla en quien antes fungía de poeta y ahora de cuentista. C- La cuestión social: En Colombia, por asuntos de semántica, se ha restringido el sentido de “cuestión social” al asunto del hambre, desigualdades entre ricos y pobres que aquejan a una población, miseria, analfabetismo, guerra y guerrilla; todo lo que afecte al ser humano como conflicto, quedaría involucrado en esa expresión. En el sentido que la toma el pueblo, no estuvo ausente de ninguna obra premiada, por lírica que fuera. La literatura, en cualquier dimensión, lo dijimos, está vinculada con la ideología de su tiempo. Pero sí hay textos en los que la lectura sociológica es más manifiesta que la literaria. Es el caso del cuento premiado en 1967, presentado por Albeiro Múnera P., del grado 6° (11°), con el título “Los Ricos” que empieza así: “Don Salomón, maestro de la escuela de abajo, que queda junto al barrio, le preguntó el otro lunes a Jorge: ¿Jorge qué es la comodidad?”. Jorge que estaba medio dormido se fue levantando lentamente, se puso de pie y comenzó a mirar a Don Salomón de pie a cabeza. Quién sabe qué sentiría Don Salomón al soportar esa mirada de unos ojos desorbitados, los cuales hacían juego con una cara anémica, de remate, para dar un aspecto macabro. Jorge, con lágrimas en los ojos y una voz agonizante comenzó a decir: Comodidad… comodidad…”. La estructura de este relato es anecdótica y lineal pero con lo que muchos llaman “mensaje” o “testimonio”. Es un texto de transición entre lo reverencial (costumbrista) y lo social que destruye moldes. Nada de retórica: un mundo narrativo como síntesis de un mundo real. Da para hablar de temas como identidad cultural, literatura y sociedad, compromiso con el pueblo, literatura y política; de todo menos de indiferencia. De la función del escritor en la sociedad moderna. ¿Sociedad? ¿Moderna? Era el primer concurso (1967). Esa actualidad se mantuvo palpitante. En la edición 1970, la cuestión anti-social de una guerra sucia como fue la de Viet-Nam hizo aflorar a borbotones la sangre roja de la creación literaria.

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D- Actualidad palpitante: En este apogeo de la palabra trabajada con ahínco por adolescentes y jóvenes, que se dio en Apía, entre 1967 y 1970 y del que doy fe pues lo impulsé como profesor de Español y Literatura y de Filosofía, en el Colegio Santo Tomás de Aquino, en esos años, no todos los temas fueran filosóficos y sociales. También estuvo presente lo efímero. Se puede hacer buena literatura sobre temas intrascendentes. Aquellos años estuvieron marcados por una crisis de valores tradicionales. Era la época de los existencialistas, de los hippies, de los nadaístas, de la Generación sin nombre y la Generación desencantada. En el mundo burgués se gestó la pseudocultura del hippismo, sobre el telón de fondo de un mundo en descomposición. Volvemos con la guerra. La obsesión por ella estaba presente entre los adolescentes que trataba de salir adelante en ese paraje agreste, al estilo del Tibet, en la cordillera occidental de Colombia. El interno Jorge Enrique Ángel, de 4° (9°) de bachillerato, siendo alumno del Santo Tomás participó, en 1967, en un concurso abierto en Armenia (Quindío) y se llevó el primer puesto con el juvenil texto “Contra- Bando (lero)”: Hay que matar la guerra No dejarse matar por ella. Hay que matar la guerra Resucitando la paz. Hay que acabar las bombas, Hay que acabar los tanques, Terminemos esto ya. Dadles alkaséltzer A las metralladoras y fusiles Para que no vomiten fuego Ni escupan plomo sobre Las aceras laceradas Por las botas militares Y teñidas por la sangre De los escupidos. Hay que acabar la guerra, Hay que traer la paz Pero es un artículo De prohibida importación. Serviría de mil amores como letra de una de las tonadas que, en esa temporada, ponían de moda, Pablus Gallinazus, Angelita o Ana y Jaime. Luego de “la Guerra”, como nos referíamos con angustia al conflicto siniestro de Vietnam, en el que Estados Unidos, a pesar de su prepotencia salió derrotado, los gringos con su vanidad herida 153


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continuaron con su rosario de intervenciones en Chile (apoyo a Pinochet), República Dominicana, isla de Granada, Centroamérica (Nicaragua), Panamá y, fuera de América, posteriormente, en Irán y guerras cruentas como las de Afganistán, Pakistán y la invasión a Irak, en donde, un día, estuvo anclado el Paraíso Terrenal. Comenzado el siglo XXI, Faluya es el Hanoi de la década de los sesenta en el siglo XX. Creo que no se requieran ahora las palabras insistentes de los profesores presenciales como antes. O, tal vez, ahora más que antes, hacen falta los profetas del desastre para que los mensajes verbales no lleguen artificialmente por los ojos sino naturalmente por los oídos. No sé si los estudiantes, no ya del Colegio sino de la Institución Educativa Santo Tomás de Aquino y del resto del país y el mundo, cultiven, casi en forma masiva, esa sensibilidad poética, esa tendencia hacia las formas de la épica o la lírica que generan y producen la meditación y la protesta hacia esos actos de barbarie humana que los medios de comunicación y los computadores les puedan haber inculcado en su concebido aislamiento. Puede ser que, como diría Luz Alcira Múnera, nos hemos vuelto “insensibles, como de piedra/ y mudos, como si se hubiera muerto,/ -para Dios y los hombres- nuestras lenguas”. En los textos de Alzate, Múnera, Castellano, Aristizábal, Ángel y compañeros se percibe esa sensibilidad cultivada y mucha destreza en el manejo de los temas que les propuso la realidad, de sus vericuetos, de sus intuiciones. Es paradójico observar que, si alguno tiene los pies puestos sobre la tierra, es el poeta. Los demás dejamos pasar los acontecimientos sin elaborarlos rumbo a la tolfa del olvido. Sus textos no son balbuceos de aprendices. Se muestran como expertos en el verso libre que carece de rima pero no de ritmo. Música con palabras. El ritmo en los poemas anteriores es pausado, mesurado, casi solemne. A pesar de las palabras y el ritmo no se trataba de sentimientos románticos expresados sobre situaciones lejanas y estériles, ni de eyaculaciones narcisistas. Se trataba de protestas que, en ese entonces, en cada capital del mundo, lanzaba al aire toda la humanidad. Gustavo Zuleta, de 5° (10°), en el Santo Tomás, salió adelante, en 1970, con “SciensoHippy”, cuento en el que el personaje aparece con ropaje grotesco y quien “en unos tubos de ensayo combina exanato telúrico y yoduro de cien años de soledad, utilizando como catalizador humorato de calcio...”. Parodia. Feismo. Personaje ridículo y truculento, sin la profundidad irónica del Uvaleti de Castaño Marín o la desnudez de Los Ricos de Múnera Patiño. Este es un panorama de nuestra cosmovisión ofrecido a través de los afanes literarios de entonces. Se delatan cambios en principios y valores los que la nueva generación se había liberado. Se habla del “impúdico afán de eternidad del hombre” y de las aprendidas verdades eternas. Se respiraba, al respecto, cierto vanguardismo literario que se resistió a la crítica. 154


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Paso a reseñar, someramente, otras actividades culturales del Centro Literario Marco Fidel Suárez, bajo mi dirección. En 1969, con motivo del Sesquicentenario de la Independencia Nacional, se logró resonante éxito con el Concurso de Textos Originales para Teatro y la respectiva puesta en escena. Los participantes escribían la obra sobre acontecimientos históricos de la época de la Independencia y aquellas que fueron seleccionadas por el jurado, con tiempo suficiente, fueron puestas en escena, la noche de la premiación, el 7 de agosto de ese año, en el Teatro Gloria de Apía. Los elogios fueron unánimes para “Los Tres Cristos de la Independencia”, pieza teatral presentada a consideración del jurado y del público por Hernando Torres Hoyos, alumno de sexto (11º) de bachillerato, del Colegio Santo Tomás de Aquino. En ella se equilibra el fondo con la forma, con magníficos efectos teatrales. Para armar este tinglado, contó con la colaboración constante de Hernán Díaz Z. En el texto escrito hacen gala en el soberbio manejo de los signos de puntación lo que revela una asimilación adecuada de lo aprendido en clase de literatura colombiana y una comprensión cabal de lo que querían expresar. El dramatismo es extremo. La obra se inspiraba en una circunstancia aparentemente baladí: en el Templo de la Veracruz, en Bogotá, conocido como Panteón Nacional, se encuentran, en vitrinas laterales, tres crucifijos. “Uno de estos crucifijos era llevado a la prisión la noche antes de que el prisionero fuera ajusticiado. Otro acompañaba al prisionero en el melancólico desfile que se iniciaba en la prisión y terminaba en el patíbulo. Y el otro acompañaba y, en el sitio del patíbulo, era el que besaba el condenado en el momento de su muerte”. Tres actos. “Personajes: tres hombres vestidos de hábitos negros y un prisionero. Escenografía: tres cruces. El resto es libre”. Los tres cristos toman parte en el diálogo. Primero interviene el Cristo Analfabeta, en el segundo acto el Cristo Pobre y en tercer acto el Cristo Tirano. Al final, los tres Cristos y el condenado a muerte. En la representación de la obra, el prisionero fue interpretado por Álvaro Velásquez M., el Cristo Analfabeta por Abel Antonio Idárraga, el Cristo Tirano por Aulio Grajales A., el Cristo Pobre por Alberto Rojas M. Dirección de Octavio Hernández Jiménez. (Final de la obra) Prisionero: ¿Pero, cómo que no voy a morir? ¿No ven los arcabuces que apuntan contra mí? ¿No ven esa multitud que mira? ¿Quiere salvarme pero no puede? Es innegable: Tengo que morir. Hablan los tres crucifijos: No. No morirás. Miradnos a nosotros. El mundo nos cree muertos, pero vivimos en el mundo y así tú vivirás en él. Cristo Analfabeta: Lo digo yo que no sé leer ni escribir: ¡Tú vivirás! Cristo Pobre: Lo digo yo que siento en mi vientre la miseria de la humanidad y que puedo ser un Che, que puedo ser un soldado del desierto, un valiente del Vietnam. Cristo Tirano: Y lo digo yo que estoy tan lejos de Dios por culpa de los hombres.

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Hablan los tres crucifijos: Somos los cristos deformados por los lenguajes. Nuestra metamorfosis es extraña. Pero un poco de Dios resplandece para la humanidad en nosotros. Deja pues que vaya al sepulcro tu cuerpo. No hay nada que hacer. Prisionero: Sí. Hay mucho por hacer. Tú puedes salvarme. ¡Eh! ¿No me oyes? Pero… ¿qué te ha pasado? Parece que has muerto. (Dirigiéndose al segundo crucifijo) ¡Sálvame entonces tú! Yo sé que puedes. ¡No…! ¿También has muerto? ¿Y tú? (Dirigiéndose al tercero) ¡No! Todos han muerto. El sueño se ha acabado. Ya nadie me acompaña, ni aún ellos. Solo veo los arcabuces que apuntan hacia mí… El adiós es sencillo. Muero por ti, ¡oh Patria! ¡Hasta siempre! La otra obra finalista y también representada en esa noche de gala fue “Algunos Derechos del Hombre explicados por Don Antonio Nariño”, de Carlos Alberto Aristizábal Gómez, con arreglos y dirección de Octavio Hernández J. Antonio Nariño fue interpretado por Adalberto Jiménez; Martín Franco lo interpretó Martín Alonso Fernández. Presidente del Jurado: Fixónder Quiroz, Segundo Juez: Gustavo Zuleta, Tercer juez: Rodrigo Quintero, Carcelero: Alfonso Bedoya, Soldado: Jorge Iván Ramírez, Prisionero: Apolinar Molina. Cárcel. Patio del Castillo de San Felipe. Sala de juicios. “Los presos están en el patio, caminando y aprovechando el sol. Antonio Nariño pasa cabizbajo y pensativo. Intencionalmente es atropellado por Martín Franco…”. Puesto también sobresaliente correspondió al texto teatral “Una Noche, Una Luz, Una Palabra”, de Hernán Díaz Zuluaga., alumno de un fervor inusitado por los asuntos culturales y quien, pasados los años de formación, logró ser consagrado sacerdote, en Venezuela. Su texto fue escrito en verso, aunque, por asuntos de tiempo, no fue representada en aquella ocasión. Con motivo de las mismas efemérides, Sesquicentenario de la Independencia de Colombia, se llevó a cabo el Concurso Departamental de Declamación, un arte que estaba muy en boga por esas calendas, en actos académicos, tertulias literarias, izadas de bandera y bebetas de aguardiente. Al concurso se le dio carácter regional y en él tomaron parte declamadores de Santuario, Viterbo, La Virginia y Marsella. Lo ganó Elba Lucía Ochoa del Colegio Santo Tomás por la interpretación del poema Vocación; el segundo lugar fue para Marta Inés Botero quien interpretó Confesión. Figuraron entre los finalistas: Javier Zuleta del municipio de La Virginia, con Separación sin rumbo, Fixónder Quiroz con Relato de Sergio Stepansky y Hernán Díaz con El Cuervo, de Edgar Allan Poe. El Centro Literario Marco Fidel Suárez también organizó el Concurso de Pintura Infantil, con los temas: Cómo fue la Batalla del Pantano de Vargas, Colombia nuestra patria y los colombianos debemos permanecer unidos. Ganadores: Laurén Diez, Luz Mary Taborda, Lucy Panesso, Gloria Osorio y Rubén Sánchez, alumnos de las escuelas primarias del municipio. 156


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El Concurso de Ensayo Patriótico tuvo como vencedor a Gustavo Hincapié Acevedo., alumno de sexto (11º) de bachillerato del Santo Tomás, quien envió un sorprendente trabajo con el título “El Soldado Desconocido de la Independencia”. Para concluir el solemne acto, me atreví a leer el poema “SIETE DE AGOSTO” cuyo autor es un caldense no identificado plenamente y que, para mi gusto, encajaba con los fastos de esa noche: Siete de agosto intacto como una charretera Sobre los hombros de la patria. Vorágine de luz y de esperanza, En cuyas ondas trágicas Floreció como un lirio Nuestra Colombia nueva. Siete de agosto, centinela insomne Que atalaya la historia Y que duerme en los ojos de los muertos Y vive en la sonrisa de los niños. Fue ese siete de agosto el raudo día Que se impuso al abismo de la sombra Y llenó con sus rosas encendidas Los mutilados brazos de la patria. Alzó el ciprés un grito verde En confusión de fuerza y alarido Con el trueno letal de los cañones. El rojo destellar de los fusiles Sobre la inclinación de las banderas Semejaba en el bélico horizonte El ocaso de un sol. Había en cada hombre Un palpitar de héroe Y el día estaba hecho de heterogéneas cosas; vibraba en esa hora un frío de silencios, Un relumbrar de botas, un frío de cuchillos, Un florecer de sangre, una mudez de heridas Y el pánico callado de la llanura loca.

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Trepidaba en los brazos el cuerpo de la patria, Y en las frentes ardía como una viviente lámpara El fuego que fundía oprobiosas cadenas. ¡Esas cadenas trágicas! ¡Esas cadenas pávidas! Cuyos hierros cayeron Cual fantástica lluvia de esperanzas. Al llegar de la noche, la carpa azul del cielo Se volvió del color de la ceniza; Las estrellas cual mudos centinelas establecieron guardia, Vigilando el espacio de los muertos. Siete de agosto que en esta era atómica Perpetúa la gloria Y prende una guirnalda de amapolas A la cansada frente de los siglos. ¡Ah Boyacá, bandera y patria! ¡Ah Boyacá!, quién pudiera como tú Tener un siete de agosto. No continúo con el inventario de actividades culturales pues, para eso queda el Libro de Actas del C.L.M.F.S., en la Secretaría del Colegio Santo Tomás. Una vez lo sustrajeron sin permiso y, después de arduas pesquisas por parte de exalumnos del Colegio, fue recuperado pues estaba en poder de un apiano, amante de la cultura y de las cosas bellas, que trabajaba en Santuario. Oí decir, luego, que volvieron a robarlo de la Secretaría del Colegio. Yo me bandeo con copias sueltas de los textos y una copia del libro que, en el último año de mi estadía en el Colegio y previendo la proximidad de mi viaje a la universidad, mandé a copiar, del mismo puño y letra de las personas que ejercieron la Secretaría del Centro, en forma sucesiva; lástima que quedó sin terminar. He aceptado repasar y estructurar este texto (comprimido en la Revista de Exalumnos del Santo Tomás, en los 25 años de su bachillerato), con el propósito de suscitar (resuscitar) inquietudes y sensaciones adormecidas en la juventud que ha ido a ocupar nuestro sitio en las instituciones culturales de Apía. ***

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El afán por las letras siguió brillando entre finales del siglo XX y comienzos del XXI. Gerardo Díaz Estrada y Alboín Gómez Duque abonaron el camino. Por los mismos años Gerardo Naranjo López publicaba lo mejor de su poesía escrita (Obra poética, 1988); era experto en las manoletinas de los romances al mejor estilo español: “Antes del toque del Ángelus,/ así lloviese o tronara,/ por la Calle de Sodoma/ buscando las piedras planas,/ descendía descalcita/ resobando su camándula,/ con sus pasos menuditos/ la niña Jael Zapata.// De parda saya vestida/ muy a su cuerpo ajustada,/ cubierta con su rebozo/ susurrando una plegaria,/ con su mugriento envoltorio/ de novenas ya gastadas,/ así tronase o lloviera/ bajaba Jael Zapata//…Una mañana dejó/ de asistir Jael Zapata/ al encuentro con su Dios;/ pero Dios no la esperaba./ El cielo le había abierto/ muy al despuntar el alba/ y la llevó para siempre/ a las eternas morada.// Y sólo nos dejó en recuerdo/ aquella Jael Zapata/ sus novenas y sus rezos,/ y su mugrienta camándula,/ y su vida de milagro/ para que yo la contara” (Gerardo Naranjo López, 1998, p.39). En romance anterior, de la mejor estirpe castellana, lo cito tanto como homenaje a “Jael”, personaje típico de Apía en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, como también a su autor. De esa misma cantera era Alfredo López Velásquez, nacido en Apía en 1913 y fallecido en Venezuela en 1988. Dejó 49 cuadernos manuscritos de los que se hizo una edición antológica con el nombre de “Brújula de las tormentas” (1981). “Lunas ancestrales, turbulencias,/ pasiones tormentosas, los amores/ como un sartal de males roedores/ y ambición de poder sin apetencias// Sórdidas tempestades sin creencias,/ soberbia desmedida y sinsabores/ de insólita crueldad devoradores/ y ese gayo decir sin competencias.// Brújula de tormentas por doquiera/ despetalando vías siderales,/ símbolo inconfundible de bandera.// Y una canción marina en madrigales/ de pícaro juglar y de tronera/ con humedad de labios coloquiales” (Brújula de las tormentas, en Transmontando el Tatamá, texto de Francisco Javier López N., Apía, Periódico El cóndor, edición Nº62, noviembre de 2003, p.2) ¿Leyendo el anterior soneto viene a la memoria el ritmo y la arrogancia de los sonetos de Francisco de Quevedo y Villegas. Un caballo de paso fino que trota sobre palabras cortantes. Concluimos el siglo XX mencionando una familia que ha heredado el cultivo por las bellas letras. El Pbro. Dr. Isaías Naranjo, Gerardo Naranjo López, Francisco Javier López Naranjo y Carlos Fernando Naranjo que se ha ligado más a las notas musicales que a las palabras. ‘Pacho’ López es todo un humanista que se desempeñó con igual propiedad en la docencia, la poesía, la narración y la música. Ha sido un autor premiado en distintas plazas. Obras suyas son: Navegante de Crepúsculos (1 y 2), La Cruz y la Estrella, Letras: Ventanas a la Eternidad, La Silentísima Epopeya y Arda mi Llama. Utiliza, indistintamente, elementos filosóficos, religiosos y de mitología clásica: “Que en el 159


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monte de Júpiter yo llevo/ una cruz y una estrella: gran símbolo,/ profetizó un vidente quiromántico/ al leer en mis manos mi destino// ¿Para qué, oh Dios, dudosas profecías/ o el porvenir, si en el presente vivo?/ No me importa si llego a ser un santo/ un sabio, un héroe o un ángel trascendido”. Con Hernando Taborda Muñetón compiló la obra de varios apianos bajo el título “Viaje a la Memoria” (2000). La actividad creadora no se detiene. Aníbal Lenis obtuvo el Premio Nacional de Colcultura en dramaturgia para niños (Daniela, 1993) y, entre los dos siglos, brilló un coro de cultores del verbo encabezados por Nelson Agudelo, Juan Hely Morales, Iván Darío Henao, María del Carmen Giraldo, Amparo Flórez y Gersaín Restrepo (Francisco Javier López N., “Gersa, te admiro por verraco y por cojudo”. Apia: el Cóndor, edición Nº 65, febrero de 2004, p.2). Es digno de anotar que en cada edición del periódico local “El Cóndor” (bajo la dirección de Francisco Javier Alzate Vallejo y la jefatura de redacción de Francisco Javier López Naranjo) siempre aparecían dos o tres páginas (¡!) con la producción en verso de las nuevas y no tan nuevas promesas literarias que vieron la luz en la tierra de Tucarma. Falta que la obra de los neófitos trascienda, vuelva a tomar características de movimiento social, que retorne el fervor a todos aquellos que han sustituido la lectura y la escritura por los medios masivos de comunicación y otras diversiones. En Apía se ha ido incubando una escuela de literatura costumbrista entre cuyos representantes de obra ya difundida encontramos a Gerardo Naranjo en los textos de sus poemas y romances; Alboín Gómez, el amanuense de las juntas cívicas y culturales de antaño; Gerardo Díaz Estrada, Luis Bernardo Galeano, Alfredo Henao Correa, Hernando Taborda Muñetón y Gersaín Restrepo, el trovador, el cuentista, el recopilador del folclor apiano. La obra de nuestros escritores ha sido objeto del análisis y el reconocimiento de sus paisanos. Se han fijado en sus obras, para sus trabajos de enfoque pedagógico, Fanny Torres, exbibliotecaria del Municipio, la licenciada Inés Emilia Rodríguez y Hernando Taborda Muñetón para su trabajo de posgrado. La segunda década del siglo XXI se inaugura con la obra de Fabio Alzate Vallejo, el de la memoria afortunada, el apunte sagaz, el apiano que no admite que desaparezca, con entierro de tercera, ese arsenal de modos de vida tan autóctonos como el banco de cajetillas de cigarrillo que gerenciaba su hermano Filiberto. Con Fabio renace la picaresca en Apía. En su obra, la mayoría de los acontecimientos narrados gozan de plena verosimilitud, el autor era amigo o conocido de los protagonistas y no le causa dificultad alguna recrear los hechos. Con rápidos brochazos retrata a los protagonistas. Hay que estudiar el mito para poder destruirlo. Una obra como el Anecdotario Apiano de Fabio Alzate Vallejo hay que disfrutarla con morosa delectación, antes de avanzar por el camino seguido por las grandes escuelas del 160


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pensamiento y del arte universal. Estos inventarios de costumbres idas, fuera de las semblanzas aparecidas en los periódicos locales a cargo de varios colaboradores, dejan, ya, poco espacio para nuevas y rejuvenecidas recopilaciones. Necesitamos que lleguen los narradores de prolongado aliento. Para no dilatar la espera, habrá que recomenzar, al estilo Sísifo, por editar un nuevo periódico local, no sé si al estilo de El Minuto, El Vocero Estudiantil, El Yunque y El Cóndor, que sirva de tablero a las ideas y sentimientos de las nuevas generaciones. Que no se queden mudas. Que griten alto. Una labor de nunca acabar. Hay que leer mucho y asimilarlo pues solo una intensa vida interior explica la mayoría de textos comentados. Para sus autores, la lectura era, lo aseguro como profesor que fui de todos ellos, en Filosofía, Español y Literatura de quinto y sexto (10º y 11º), uno de sus pasatiempos favoritos. La mayoría gustaba de jugar fútbol por lo que les repetía, en clases, el siguiente eslogan: Lean para que sean mejores futbolistas. En esta época de imágenes virtuales aspiro a que no sea un anatema asegurar que LA PALABRA seguirá siendo creación, signo y VIDA.

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EL PARTO DE NUESTRA BIBLIOTECA

Histórica sede de los poderes civiles en el Municipio de Apía. En el primer piso funcionó la Cárcel y se pretendió ubicar la sede de la Biblioteca Municipal, en el año de 1969.

T

omado del original. Yo, Octavio Hernández Jiménez integré, con personas de

reconocida prestancia en la vida cultural y social, dos juntas para la creación de una biblioteca pública, en Apía, durante los años 1967, 1968 y siguientes. En 1967, conversé con el Alcalde Municipal, Sr. Enrique Henao sobre la conveniencia de dotar a Apía de una Biblioteca Pública Municipal. Enrique, hombre más dedicado a la política que a la administración, no propició ese brote inicial pues aunque habló de que sí la apoyaría y me comisionó para encabezar la junta, al final no se hizo nada.

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Ni el Ministerio de Educación, ni la Secretaría del mismo ramo, ni las administraciones municipales en general, ni las empresas privadas de cubrimiento regional como la Federación de Cafeteros, la Caja Agraria, el Banco Cafetero y demás bancos, se interesaban por fundar bibliotecas o lo que hacían pasaba inadvertido. Tal vez una cartilla, un libro lujoso o una colección de obras casi siempre de corte costumbrista para distribuir entre los clientes o socios y pare de contar. Hacíamos parte de una comunidad vulnerable a cuya cabeza estaban autoridades civiles sin responsabilidad social. Algunos hacían algo o mucho pero eran los menos. Los movía ante todo, la buena voluntad, un romanticismo libresco o un idealismo desconectado de la realidad que pocos apreciaban. En muchos municipios no se les ocurría emprender inversión en el campo de la cultura. Para nuestras autoridades una biblioteca pública no era una inversión social. Escasos dirigentes estaban convencidos de que, en una biblioteca, individuos y pueblos preparan la mesa del futuro. A veces nos quedamos en un catálogo de buenas intenciones o buenas experiencias. De pronto, llegó de Pereira, “en una escasez que hubimos”, Bernardo Mesa Abadía, como alcalde encargado. Abandonó la comodidad de su puesto, en la Gobernación de Risaralda, para tornar a su pueblo, con la ilusión de inyectarle nuevos bríos. Por esos días, doña Irma, la esposa del primer gobernador, Cástor Jaramillo Arrubla, dándose a conocer, obsequió unos libros de temas científicos muy específicos, de escasa consulta si se pensaba en iniciar la colección de una biblioteca pública. Dos o tres meses después, Bernardo regresó a Pereira. Le sucedió don Gerardo Naranjo, hombre incrustado en la vida cívica y cultural de Apía, por la letra de “Morenita Apiana”, escrita, según dicen, suspirando por Doña Dolly su magnífica esposa, fuera de ser el autor de obras de teatro costumbrista y muchos poemas de corte tradicional además de haber dirigido el periódico “El Minuto” de la Sociedad de Mejoras Públicas. Gerardo publicó “Apía a través de la historia” obra clásica para entender nuestro devenir como pueblo. A los pocos días de posesionarse, junio de 1968, integró una Junta Pro Biblioteca. Lo malo de esa junta era que estaba integrada por doctores y por otras personas que buscaban hacer parte de cuanta lista pública apareciera para, cuando se citaban a reunión, tener el descaro de responder con un rotundo NO. Después de dos reuniones se marchitó el proyecto. Los libros entregados por doña Irma, junto con unos que enviaron de la embajada de Estados Unidos y los que llegaron del Ministerio de Educación Nacional, descansaron, polvorientos, en los anaqueles de la Alcaldía hasta el 7 de octubre de 1969. Este día, en el salón del Concejo Municipal, a las siete de la noche, hubo una reunión con el Señor Alcalde y bajo el patrocinio de El Vocero Estudiantil, periódico 163


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del Colegio Santo Tomás de Aquino, dirigido por Virgilio Palacio y Rogelio Espinal. Asistieron: Señor Alcalde, Gerardo Naranjo, Pbro. Arcángel Ramírez, sacerdote cooperador de la parroquia, Gabriel Rojas, rector del Colegio, Profesores: Ana Marina Botero, Octavio Hernández J. y, del Instituto Industrial, Carlos Alonso y Francisco Javier Alzate V. También se hicieron presentes Virgilio Palacio y los alumnos Francisco Javier López y Alberto Díez, de cuarto de bachillerato, Edgar Restrepo, de quinto y jefe del grupo scout, el Sr. Javier Castaño M., exalumno del Santo Tomás y Tesorero Municipal por esas calendas. De esa reunión salió la Junta Pro Biblioteca Municipal de Apía. Quedó integrada así: Primer Director: Octavio Hernández Jiménez Primer Subdirector: Francisco Javier López Naranjo Primer Secretario: Francisco Javier Alzate Vallejo Primera Tesorera: Ana Marina Botero Duque. Ocho de octubre de 1969: Miércoles. Siete p.m. Salón del Concejo. La Junta nombrada se reunió con el Señor Alcalde. Yo había invitado a Marta Hincapié Loaiza, profesora de la Normal y quien había hecho un curso de Bibliotecología. Fue nombrada como Bibliotecaria para que empezara a organizar, ad honorem, los escasos libros que teníamos de base. Manos a la obra. Propuse una Marcha del Libro, con el fin primordial de hacer la presentación en sociedad de la Biblioteca, sobre todo en el medio estudiantil, además de recolectar obras para engrosar el fondo editorial. Convinimos que se realizaría el 26 de octubre, día domingo. El Señor Secretario enviaría cartas a los apianos profesionales, solicitando su colaboración. El Alcalde ordenó que la Oficina de la Acción Comunal pasara del primer piso de la Alcaldía al segundo y, en ese espacio, se instaló, por primera vez, la sede de la Biblioteca Pública. Quien no quisiera vérsela con los libros, a cuatro pasos, se toparía con el ingreso a la Cárcel. Integramos comités para la organización de la Marcha. Se pretendió crear una Estampilla Cívica; además se logró que las multas que tuviesen que pagar los borrachitos para salir de la cárcel o cuartel de policía, pasaran a alimentar el fondo económico pro-biblioteca. La cosecha de café estuvo buena; la arroba de café subió a $107 pesos después de que estaba a $84 pesos. Abundaron los borrachitos los fines de semana y por consiguiente las multas. Con el dinero recaudado se consiguió el primer mobiliario para la sala de lectura: seis mesas, seis taburetes y cuatro butacos. Poco a poco, el Alcalde mandaría a fabricar, en Apía, más muebles de acuerdo con la marcha y la demanda de lectura.

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Diez de octubre (viernes): En la noche bajamos, a la sede definitiva, los libros arrumados en la oficina del Alcalde. Blanqueamos con cal las paredes de bahareque y mandamos a encerar la sala. Catorce de octubre (martes): Nos reunimos en la Tesorería municipal, el Señor Alcalde, Ana Marina, Marthica y yo. Pacho López estaba enfermo y Pacho Alzate, con demasiado trabajo en el Instituto. El asunto era la estrategia publicitaria para la Marcha. Carteleras, volantes, aviso en la puerta de la Biblioteca y pasacalles. El Tesorero, Javier Castaño, obsequió a la Biblioteca un libro para inventario. Ana Marina colocó, por cuenta propia, carteles en el Colegio Santo Tomás anunciando un concurso sobre temas de biblioteca. Decidimos rotar esas carteleras por la Normal, Instituto y escuelas. Dieciseis de octubre (jueves): Nos reunimos en la sede de la Biblioteca, don Gerardo, Ana Marina, Marthica y yo. Por idénticas razones a las presentadas la semana anterior, no pudieron asistir los demás integrantes de la junta. Los libros sobre las mesas. Ana Marina colocaba sellos de propiedad de las obras, yo escribía las primeras líneas en el libro de inventario, Martica inventariaba otras obras y el Alcalde nos leía las cláusulas del decreto de Creación de la Biblioteca. Entre otras cosas aclaró, de acuerdo con lo acordado, que los cargos serían “ad honorem” y la apertura oficial sería el dieciocho de noviembre, aniversario de la llegada de los colonizadores a tierras apianas. Veintiuno de octubre de 1969: Al entrar a la Sala, observé la labor de la reunión anterior: en el primer día inventariamos 127 libros. La totalidad de las obras con que comenzamos. Muchas, para empezar. Dato curioso: el primer libro que quedó en el inventario fue: “La Noche quedó Atrás”, obra de Jan Valtín. Ana Marina comentó con esa sonrisa suya que cautivaba: Sí, la noche de la ignorancia, la noche de la incultura. Tratamos sobre la organización de la Marcha. Convocamos a reunión el jueves venidero. Salimos presurosos porque, en el comedor de internos del Colegio Santo Tomás, clausuraban labores los centros literarios de tercero y cuarto, todo el pueblo estaba invitado y seguramente nadie quería perderse esos actos. Al salir de la clausura de los centros literarios entré con Ana Marina al difunto Linares (luego Bar Estambul) en donde hablamos (más) sobre libros y me participó de los poemas que escribía en íntimo secreto. Firmaba AMA. Apenas. Sandro, el cantante argentino del momento, lloriqueaba con su tal Maniquí. 165


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Veintitrés de octubre (jueves): Reunión en la sede de la Biblioteca con el Comandante del Cuerpo de Bomberos, el jefe y subjefe de los scouts, señores Antonio Velásquez, Edgar Restrepo y Hernán Díaz. A su cargo quedó el ir, el próximo domingo, de casa en casa solicitando un libro o dinero para comprarlo. Veinticuatro de octubre (viernes): En la noche clausuramos las labores del Centro Literario Marco Fidel Suárez, del Colegio Santo Tomás de Aquino, correspondientes a 1969. Como director del Centro, me sentí supremamente satisfecho. Los estudiantes de Apía rindieron demasiado, en la preparación y realización de los concursos de Textos Teatrales y puesta en escena de las dos obras ganadoras, (toda una locura), Ensayo Estudiantil, Dibujo Infantil, Declamación intermunicipal, Cuento, Poesía y hasta Concurso de Cometas. Una juventud que no conocía la pereza. Por lo captado en ese acto, realizado, como siempre, con la mayor asistencia de alumnos de los establecimientos de educación del municipio, profesores de primaria y secundaria, profesionales, dirigentes cívicos y la ciudadanía en general, supusimos que había calado la campaña para la Marcha del Libro. En cierto momento, Gustavo Hincapié y Carlos Aristizábal se pusieron de pie y el primero dijo: Para la marcha del libro el grupo Sexto de bachillerato (11º), dona este sobre con nuestra colaboración económica e invita a todos los asistentes a continuar con este empeño. Luego, la Mesa Directiva del Centro Literario, integrada por alumnos de quinto (10º) donó un libro. Las piedras sillares de una construcción básica. Veintiséis de octubre (domingo): Diez de la mañana. Marcha del Libro. El desfile no salió de la Normal Sagrada Familia porque nadie apareció por allá. Nos limitamos a recibir las contribuciones en las mesas ubicadas en el Parque principal. Se izaron las banderas de Colombia y Apía, se entonó el himno nacional, los bomberos hicieron bulla y se colocó una urna para las ofrendas monetarias. A las once de la mañana teníamos quince libros. La primera donación en dinero fue la que hizo un niño, Gilberto de Jesús Corrales, de cinco años de edad. Cantidad de la donación: diez centavos (décima parte de un peso), con lo que un niño podía comprar un helado. Otro niño, Luis Fernando González, agarró un cartel que decía: “Un buen libro educa a una sociedad; el licor la destruye” y con él se fue de café en café deteniéndose para que las personas tuvieran la oportunidad de leer despacio el mensaje. Alguien preguntó: Y, ¿la juventud en dónde está? Otra persona contestó: Y ¿es que Usted espera algo bueno de una parranda de degenerados y cocacolos? Están durmiendo el guayabo del sábado. Era exagerado pensar así. Más razonable fue el 166


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punto de vista de Marta Hincapié: Hay que abrir pronto la Biblioteca a degenerados y cocacolos para que tengan alternativa. Poco a poco fueron llegando las donaciones: Una muy curiosa fue de los seguidores del naciente Partido Demócrata Cristiano que según las malas lenguas, estaba apoyado por su homólogo alemán. Los scouts y bomberos llegaron con los brazos cargados de libros usados, unos viejos e interesantísimos. El Pbro. Dr. Octavio Hernández L., cura párroco, donó dos enciclopedias básicas para ese momento: El Tesoro de la Juventud (12 tomos) y Vida Animal (5 tomos). Tuvimos que parar la campaña, a las doce y media del día, cuando empezó a llover como en las mejores épocas del Diluvio. Sobre la mesa quedaron 114 libros y la tesorera, Ana Marina Botero, marchó a la casa con el resultado de lo que se recogió en la urna: $107,40-, vale decir que esa cantidad equivalía a la décima parte del sueldo de un profesor de secundaria de ese entonces. El martes asentaremos en el catálogo de la Biblioteca las obras donadas. Próximo objetivo: conseguir que el Concejo Municipal prevea el nombramiento de una bibliotecaria para el próximo año e incluya una partida para dotación, en el presupuesto. Veintiocho de octubre (martes): Apía abrió su corazón para la marcha. Eso sí: las obras eran, en general, viejísimas y buenas o menos viejas y sin importancia. Se ponían de moda las obras conocidas como best-seller o éxito de venta. Ya circulaban los libros del Círculo de Lectores, entre suscriptores ávidos de novedades; la mayoría de esos libros carecía de importancia. Además, muchos textos de clase de todas las materias, rayados y sin pasta. Ese es el problema de las marchas de libros. Se utilizan, a veces, para que mucha gente se deshaga de lo que ya estorba. Emma Rodas Cifuentes, mujer generosa como la que más, envió $50. (cincuenta pesos). Por todo, se recogieron $177,40, suma respetable para estos menesteres. Treinta de octubre (jueves): Fuimos a casa del Señor Alcalde a visitarlo pues estaba enfermo. Le dije: Ya que terminamos la Marcha del Libro, empezamos la Marcha del Concejo. Acordamos solicitar una bibliotecaria de medio tiempo, que pusiese el recinto y los libros a disposición de los lectores tentativamente, de cuatro de la tarde a ocho de la noche. Hubo feria de ganado y otras especies animales. La primera plaza de ferias de ganado fue la misma plaza principal, alrededor del Parque; desde 1969, la plaza de ferias pasó a ocupar el potrero ubicado entre el hospital y el cementerio, lugar que poco después iba a servir de asiento a la urbanización Jaime Rendón. Desde el corredor de madera del viejo Santo Tomás divisamos, sin que ella lo notara, a Ana Marina Botero con un líchigo en la mano rumbo a la feria. La vimos que se arrimaba a unos parroquianos y 167


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luego pasaba a un tumulto de campesinos. Negociaba el contenido del envoltorio que todos reparaban. Luego supimos que había ido a vender un gatico. Lo negoció por $5 pesos, dinero que obsequió para la Biblioteca de Apía. Negociar un gato por cinco pesos es la mejor demostración del empuje de esta mujer o de cualquier persona pues se sabía que, en Apía, los gatos abundaban tanto que no los recibían ni regalados. Las dueñas, armadas de valor y con voz quejumbrosa, salían a buscar otra señora que se los recibiera, gratis, casi como una obra de caridad con los animalitos esos. El viernes fui con los próximos bachilleres del Colegio, a Pereira, a comprar los vestidos de grado. Eso ha sido todo un ritual. Con ciento cincuenta pesos entregados por la tesorera compré, en la Librería Quimbaya de Pereira, una serie de obras de referencia, indispensables para comienzo de año escolar. Urgían diccionarios y enciclopedias básicas. Cuatro de noviembre (martes): Francisco Javier Alzate me comentó esta tarde que habían cambiado a Don Gerardo Naranjo como alcalde. Que el alcalde era, desde este día, nuevamente, Enrique Henao. La Biblioteca, ¿podrá subsistir a los avatares de la política parroquial? A las siete de la noche fui con Francisco Javier López a invitar a Don Gerardo a la reunión. Su voz era vacilante y había agitación en sus palabras. Mientras llegaba, Marta, los dos Pacho y yo empezamos a inventariar las obras que había adquirido en Pereira. Diccionarios, manuales de biología, física, química, historia, además de obras clásicas de la literatura universal, española, latinoamericana y colombiana. Las obras conseguidas habían sido sugeridas por los profesores respectivos. Apareció don Gerardo. Hablé para expresarle nuestro apoyo moral a su gestión. Alguien aludió al profundo agradecimiento a nombre de la cultura y la juventud que recibirá el beneficio y otro integrante de la Junta le expresó las felicitaciones y le solicitó que continuara apoyando esta quijotada. El Concejo municipal no se reunió el primero de noviembre como estaba estipulado por la Ley. ¿Cuándo? Marta me llamó aparte para comentarme que había conversado con Enrique y había notado mucha frialdad en sus palabras con relación a la Biblioteca. Llovía. Habíamos inventariado ya 281 libros. Para despedirnos les expresé con entusiasmo: Ni un paso atrás para tomar impulso. Cinco de noviembre (miércoles): ¡Golpe de estado en Apía! ¡Golpe de estado! ¡Golpe de Alcaldía! ¡Apía con dos alcaldes! 168


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Aunque el asunto debería ser la Biblioteca, era imposible dejar pasar por alto los acontecimientos políticos. Esta mañana, al subir por la Calle de Sodoma, de la Alcaldía para arriba, encontré a don Gerardo Naranjo. ¿Qué hubo? ¿Ya entregó? No. Yo no puedo entregar. ¿Por qué? Esta mañana don Enrique fue a pedirme la oficina pero yo me negué a entregársela porque a mí no me ha llegado orden de entregarle el puesto a nadie. ¿Cómo? Pero él ya se posesionó. Eso es lo malo. Cómo le parece que ayer fue Enrique al Juzgado para que lo posesionaran. Al solicitarle el Juez el telegrama de nombramiento, respondió: Me llamaron por teléfono para comunicarme el nombramiento; además por la radio pasaron la noticia. Y el Juez le tomó el juramento. Puede que sí lo hayan nombrado pero hubo imprudencia de parte del Juez. Al fin y al cabo, ¿este juez no es un rábula? Así lo ha demostrado. ¿Entonces? Voy a pedirle protección a la policía. Yo soy el Alcalde hasta que de Pereira me digan: ¡Entregue! Ambiente tenso en el pueblo. Corrillos por todas partes. Se hablaba en voz baja. Unos pretendían que otros les contaran los últimos detalles y estos no querían hablar para evitar que los metieran en chismes. La gente que llegaba a la plaza sabía de lo que estaban conversando pero cuando se arrimaban buscando información, los del corrillo callaban, cambiaban de tema o se iban para otro tumulto. Cuando le preguntaban al aparecido qué decían en el grupo de donde venía, contaba y algunos disimuladamente se iban para otro corrillo a llevar lo que acababan de escuchar. Tominejos de flor en flor; de tumulto en tumulto. Don Gerardo se asomó a la ventana del despacho, en la Alcaldía (que en ese entonces no ostentaba los balcones que luego le agregaron). Don Enrique, en la esquina del Café Apía, de vestido de paño café, corbata larga y manos en los bolsillos del pantalón, miraba de vez en cuando para la ventana del despacho como cuando un gato, en un patio, contempla un pájaro en una rama e imagina la manera de dar buena cuenta de él. Dos alcaldes posesionados que se miraban de soslayo y el pueblo los contemplaba desde lejos esperando lo que fuera a suceder. A medio día se despejó la incógnita. Por entrevista radial, el Secretario de Gobierno de Risaralda aclaró: Ha sido un error imperdonable de nuestra parte al no comunicarle a Don Gerardo que entregara. Pero ya el alcalde en propiedad es Enrique Henao.

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En los mentideros se conocieron los motivos por los que Enrique Henao volvió a la alcaldía. Como político de agallas, era capaz de desbaratar en Apía el trabajo que desarrollaba la ANAPO, partido del General Gustavo Rojas Pinilla quien soñaba con llegar, por elección popular, a la presidencia de la república luego de haber sido presidente en la década de los cincuenta por voluntad de unos amigos. La Anapo tenía oficina con bandera al viento. Lo mismo la Democracia Cristiana. Estos dos partidos podían restarle al conservatismo, partido mayoritario en Apía, una buena tajada de votos muy significativa en este municipio. En este mar de rumores se comentaba: Y saber que a don Gerardo no le faltaban sino 40 días para jubilarse con el Departamento. Desencanto, ¿verdad? Se escuchaba otro rumor: El Directorio Liberal de Apía no iba a reconocer al nuevo alcalde. En la noche se escuchó este planteamiento: el Concejo municipal estaba integrado por cuatro concejales liberales y cuatro conservadores, uno de la Anapo y otro laureanista. Los cuatro liberales, el de la Anapo y el laureanistas habían decidido no asistir. Seis por fuera. No habría quórum. Entonces, ¿quién aprobará el nombramiento de la bibliotecaria? Once de noviembre (martes): Definitivamente comenzaron los dolorosos. Los miembros de la Junta de la Biblioteca no asistían a las reuniones que, desde la semana pasada, como presidente venía citando. Como almas en penas asistíamos Pacho López y yo. Conversamos sobre la conveniencia de ir en grupo a saludar al nuevo mandatario, informarle y tratar de despertar en él interés por la Biblioteca Municipal. Pero sería imposible hacerlo en esa fecha pues todo once de noviembre, por la noche, no existía para los colombianos sino un único programa: la elección y coronación de la reina de belleza en Cartagena. La transmisión masiva concentra a los colombianos en torno a las pantallas de sus televisores. No existe alternativa. Doce de noviembre (miércoles:) Como no aparecieron más personas para la reunión, Francisco Javier López puso el tema del Nadaísmo. Mencioné su origen en Medellín, sus travesuras que sacaron el movimiento de su marco literario, su expansión por el Viejo Caldas hasta caer a Cali y continuar con sus desplantes. Sus representantes, sus mejores páginas a nivel de proclamas, crónicas, artículos periodísticos, panfletos, cartas, obritas menores de teatro y la estupenda poesía de X-504. En 1961, estuve cerca de ellos en sus visitas a Manizales acompañados de una caterva de pintores, gentes de teatro y personas de igual calaña. Botamos corriente.

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Trece de noviembre (jueves): Por fin. A la una y media de la tarde, Marta Hincapié, Francisco Javier Alzate, Francisco Javier López y yo entramos al despacho del señor Alcalde. Le presentamos un saludo protocolario y lo invitamos a conocer la sede de la Biblioteca Municipal. Para sorpresa nuestra, se mostró muy interesado, nos ofreció su ayuda pero advirtió que quedaba en manos del Concejo el nombramiento de la bibliotecaria para el año entrante. Catorce de noviembre (viernes): Como en esta fecha debía reunirse el Concejo, redacté el Memorial en que se solicitaba la creación del cargo de bibliotecaria, de medio tiempo. Hice un balance de lo realizado y consigné esta afirmación: “Una biblioteca es tan importante como una carretera o un acueducto. Al fin y al cabo, como la carretera, la Biblioteca pública abre los caminos de la ciencia y de la investigación y, como el acueducto, canaliza las inquietudes culturales de los ciudadanos”. Más adelante: “Esperamos que la respuesta sea positiva para que podamos todos juntos, Ustedes, nosotros y Apía en general, sentirnos satisfechos ya que los hombres que dirigirán la sociedad en el mañana serán en buena parte lo que lean y estudien los jóvenes de hoy”. Firmamos los integrantes de la Junta y deposité la carta en la Secretaría del Concejo Municipal. Por la tarde, fui a los domicilios de los concejales con el propósito de solicitarle a cada uno el apoyo a la creación de la media plaza de bibliotecaria para el próximo año. Todos prometieron que sí pero, a la hora de reunirse, siete de la noche, nadie se hizo presente en el recinto. Flówer Flórez, presidente del Concejo, Fanny Torres, secretaria, y yo, nos pusimos a charlar y a esperar en balde. Salimos de la sala de reuniones a las nueve de la noche. Nos dirigimos al Café Rosa de Nieve y, allí, Flówer Flórez se desahogó haciéndonos partícipes de su “angustia cívica”. Apía se hundía ante la mirada apática de sus dirigentes. El próximo año se nos vino encima sin presupuesto municipal, sin auxilios de los gobiernos nacional y departamental pues estos entes ayudan a obras debatidas y aprobadas y no entregaban dineros a alcaldías que carecieran de proyectos tramitados. El tesoro municipal tenía un déficit de $100.000- (cien mil pesos) que se agigantaba. Javier Castaño, discípulo y amigo, estaba encartado con ese difunto insepulto que era el tesoro municipal. Había discordias entre distintos partidos y entre miembros de los mismos partidos. El movimiento contrario al Frente Nacional que gobernaba la nación, desplegaba sus alas. ¿Qué se iba a hacer, con quién o con qué se hacía? En estos sectores las gentes han movido océanos de intrigas. Hoy partió la nave Apolo 12 nuevamente rumbo a la Luna. Colocaré en el periódico Vocero Estudiantil, de mañana, este aviso clasificado: “Ofrécese como gratificación un puesto, en la Apolo 13, para viajar próximamente a la Luna, a quién dé solución a los problemas administrativos de Apía”. 171


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Dieciocho de noviembre (martes): A las nueve de la noche, debería inaugurarse la Biblioteca Pública Municipal de Apía. Según el decreto 017 emanado de la Alcaldía, “in illo témpore”, en esta fecha, “97º aniversario de la llegada de los colonizadores a tierras apianas” (así reza), debería abrirse, al público, la sala. Pero, ¿cómo va a abrirse una biblioteca, al son de vacuos discursos y fanfarrias, para clausurarla inmediatamente después del acto porque no había quién la atendiera? Para semejante farsa era mejor dejarla entrecerrada, esperando que “las cosas”, como lo prometió Bernardo Mesa Abadía, se normalizaran pronto. En la Secretaría Privada de la Gobernación de Risaralda, Bernardo Mesa Abadía, apiano de tiempo completo y horas extras, me relató pormenores del nombramiento de Enrique Henao como Alcalde. Entró la plana mayor del Directorio Conservador a la oficina del Gobernador, con el decreto redactado en la oficina del Directorio; lo colocaron sobre el escritorio y, sin dejar que el Gobernador Vélez Gutiérrez pasara el susto, lo convencieron que firmara. Mientras tímidamente el funcionario estampaba su rúbrica, Cástor Jaramillo Arrubla (que fuera primer gobernador), Salazar Robledo y Aníbal Estrada Díaz, sonrieron en forma socarrona. Esta patraña disgustó al Directorio Liberal que impartió la consigna a los concejales apianos que, en señal de protesta por no haberlos consultado, no asistieran a las reuniones del Concejo y de esta forma bloquearían la nueva administración. Como muestra adicional de solidaridad partidista, Pedro Nel Montoya renunció a la gerencia del Club Tucarma. Diez de diciembre (miércoles): Diciembre no se decidía por el verano o por el invierno, por la alegría tradicional o el aburrimiento. Ni una guirnalda de bombillos en el pueblo anunciaba que había llegado Navidad. No se escuchaban pitos y no se encendían los chorros de luces de colores. Pero, volviendo a la Biblioteca, es bueno decir que apareció el primer aguinaldo para ella. Nos llamaron del Banco Cafetero para hacer entrega de un cheque por $200(doscientos pesos) para la dotación de la institución en que estábamos empeñados. El día de Graduación de bachilleres hablé con Emilio Hincapié quien me sugirió que escribiera una carta a la empresa en que trabaja solicitando apoyo. Hoy se fue la cartica con frasecitas como esta: “Si en alguna parte una biblioteca es todavía un lujo, aquí, en Apía, en una necesidad”. Mientras la carta iba y volvía, ojalá cargada de paquetes, asistimos a las fiestas particulares de los que se acaban de graduar. Como fui, en el año que termina, Director de bachilleres, me invitaron a la comida en casa de Hernán y José Luis Zapata, a la copa en casa de Carlos A. Aristizábal, al almuerzo donde Gustavo López, a la recepción en casa de Adelita Hincapié, a la copa en el Club Tucarma y a la comida en casa de Nidia Henao, mi novia, al baile en casa de Apolinar Molina en Pereira, a la 172


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merienda en casa de Arcinoe Grajales, al paseo campestre a la finca de Omar Laín Jaramillo (Río Arriba), al baile en honor de Martín A. Fernández, en el Club de Viterbo, en donde sus hermanas echaron la casa por la ventana. También hubo fiesta muy concurrida en la espaciosa casa de Iván Ramírez. No se festejaba la graduación en sí, como se ha creído. Era el tiempo en que salir adelante por medio del estudio era un acontecimiento digno de celebración. Era un valor social y una ruta digna de ser seguida. Antes de irnos de vacaciones, confiamos el cuidado de estantes y libros a un viejo candado que por mohoso suponíamos que era más seguro. Veintitrés de diciembre: En Pereira. Bullicio y muchedumbres ansiosas de fantasías y cachivaches que mitigaran, por quince días, sus ansias y desencantos. El sol hervía sobre el pavimento, asfixiaba y vencía a quienes, en paquetes de colores, cargábamos la esperanza de una sonrisa familiar, de un sueño dulcemente infantil que por esta época habita en los corazones de grandes y chicos. Visité la Distribuidora de libros Ediciones Occidente Ltda. Teníamos un cheque por $1.500- (un mil quinientos pesos) y con la firma de una letra por $150-(ciento cincuenta pesos), pagadera el 30 de enero, ajustamos $1.650-, valor del Diccionario Enciclopédico Universal, de siete tomos. Negociamos. La obra llegaría de Bogotá a Apía, a comienzos de enero. Para muchos, la primera obra que se compra cuando se propone organizar una biblioteca es la Biblia y otros dicen que El Quijote. Son dos piedras sillares de nuestra cultura que no deben faltar en ningún hogar tenga o no tenga biblioteca. Pero yo creo que, antes de comprar la Biblia o El Quijote hay que conseguir un buen diccionario que ayude a comprender los términos que no se comprendan al emprender la lectura de esas dos obras maestras y de las demás. Son tan indispensables los diccionarios y las enciclopedias que está establecido que no se pueden prestar para sacarlas del recinto de consulta. Muchos, al mismo tiempo, los pueden utilizar. Tres de febrero de 1970: Toda biblioteca evoca en mí la imagen de un barco. Los dos se disponen siempre a emprender un viaje. Son pacientes. El buque cabecea en los puertos. Apabulla por el contenido oculto en su vientre colosal. Hay que distribuir adecuadamente, para evitar confusiones, los herméticos contenedores (container) igual que los libros en los anaqueles. Para cada pasajero el viaje será siempre una experiencia distinta y aun, siendo el mismo barco y el mismo pasajero, cada viaje es una travesía renovada que vale la pena aprovechar tanto como las anteriores. Así es la relectura de una obra aunque sea la misma. La aventura, con los libros como con los barcos, puede hacerse 173


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de corrido, de noche y de día, hasta llegar al destino previsto o hacerla, de puerto en puerto, decantando los lugares, capítulo por capítulo, sacándole el mayor deleite a cada situación y palabra. Uno se puede bajar en el puerto que quiera y luego reemprender el viaje. En los barcos como con los libros, hay pasajeros de primera, de segunda, de tercera y hasta de quinta categoría. Personas que tienen la disponibilidad espiritual para sacarle excelente, buen, mucho, mediano, escaso o nulo provecho a la lectura. Aprovecharon o perdieron el viaje. Es febrero pero el equipaje de la Enciclopedia no ha llegado ni el municipio responde sobre la forma que se puede seguir para cancelar el faltante de la letra. La tesorera de la Biblioteca tendría que echarle mano a los doscientos pesos que el Banco Cafetero había dado de aguinaldo. Habíamos pensado que, con ese obsequio, compraríamos otros libros. Había almorzado en compañía del Alcalde y no quiso tocar el tema de la biblioteca pero, a las dos de la tarde, el mismo Señor Alcalde, desde su oficina, envió al barrendero del parque con este recado: “Que mande las llaves de la Biblioteca porque hay que desocupar ese salón”. No entregué la llave. Devolví al emisario con cualquier excusa. Corrí a comunicarme con los otros miembros de la Junta pero no los encuentré. Francisco Javier López había viajado a Pereira a buscar en dónde continuar sus estudios de bachillerato. Francisco Javier Alzate también se encontraba en Pereira. Ana Marina Botero estaba en un paseo de final de vacaciones. Marta Hincapié no pudo salir porque le tocaba la Disciplina en la Anexa. Busqué a don Gerardo Naranjo y ambos nos dirigimos donde don Gabriel Rojas, rector del Colegio Santo Tomás. Coincidieron en que, si no le mandaba la llave al Alcalde era capaz de hacer tumbar la puerta. No había sitio para trastear las obras. Comentaron: Con Enrique, ni hablar. Llegó a dar duro. El manda al estilo español: fusilen mientras llega la orden. Ante la renuncia de Pedro Nel Montoya a la gerencia del Club Tucarma, nos dirigimos donde el Doctor Guevara y Bernardo Mejía, miembros de la Junta del Club quienes prestaron una pieza para guardar los libros, en los bajos de ese centro social. Por la noche, los demás integrantes de la Junta se dieron cuenta de la noticia. Cuatro de febrero de 1970: No pudimos pasar los libros en las horas de la mañana pues tuvimos reunión preliminar de profesores del Santo Tomás para trazar pautas sobre la marcha del establecimiento educativo en el año que principiaba. Alcides, empleado de la Alcaldía, nos dijo cuando nos encontramos con él, a medio día: “Si no entregan la llave, tumbamos la puerta”. Pacho Alzate le respondió con la misma contundencia: “¡Túmbenla!”.

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En la tarde, Ana Marina, los alumnos del grado sexto (bachilleres 1970) y yo, en fila india, hicimos el traslado. Fue la marcha del silencio. Una asonada a la cultura y al pueblo. Buscamos asilo en las catacumbas del Club. Que, cuando salgamos de ese lugar, el sueño y la realidad de la Biblioteca sean clamorosos, entusiastas y perdurables. Si no habían cambiado la Junta, ni solicitado el inventario, era porque la Biblioteca no interesaba en lo más mínimo a la administración municipal. Lástima que mirasen el proyecto de una Biblioteca como a un fantasma; como su amenaza contra la Administración. Como carecía de burocracia para echarle mano no estaba en sus cuentas. La Junta se propuso reunirse los martes por la noche, en ese periodo de ostracismo, para dedicarse a la catalogación de las obras mientras llegaba el día de volver a ver la luz. Y que el día estuviera cercano. Estaba planeado que, al final de año, se celebraría el III Congreso de Profesionales hijos de Apía. Un pretexto para mantenernos vivos y activos. Seis de marzo de 1970: Era viernes. Viajé a Pereira. Al salir, Javier Castaño me comunicó que había traído los libros que estaban retenidos por la deuda de $150-. Como tesorero municipal y hombre de letras resolvió favorablemente el impasse. Corrió el comentario de que Enrique Henao iba para Santuario como alcalde. El había ocupado ese cargo en ese municipio y era posible que la gente lo recibiera con los brazos abiertos. Como recuerdo de su paso por la alcaldía de Apía, en lo que a nosotros concierne, dejaba destrozada la sede de la Biblioteca: derribó los muros para ampliar la oficina de la Registraduría Civil. Marta Hincapié, nuestra bibliotecaria ad honorem, fue trasladada al Colegio Femenino de Pereira, como secretaria. Su personalidad logró cautivar al pueblo apiano, sobre todo a la infancia. Anoche, después de comunicarnos la noticia, en el momento de la despedida, repetí los versos de León de Greiff: “Canto a la Novia que no ha de ser Mía”. Diecinueve de abril: Es domingo. Día de elecciones presidenciales, parlamentarias y de asambleas. Cuatro candidatos conservadores de acuerdo con los pactos del Frente Nacional: Misael Pastrana Borrero, un huilense amorfo y sonriente escogido por Carlos Lleras Restrepo para que le sucediera en el poder monárquico. Garantía para la continuación de su obra. Belisario Betancur Cuartas: Carismático dirigente social, combativo hombre de letras, de origen antioqueño. De cuna humilde, había ejercido de obrero temporal e 175


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intelectual de muchos kilates. Confiaba en el apoyo de los obreros pues decían que se había manejado bien con ellos en el tiempo que fue Ministro del Trabajo. No le pidió la bendición a ningún directorio político. Decía su propaganda que era Un Hombre Nuevo. Gustavo Rojas Pinilla: Ya estuvo en la presidencia en una temporada que para muchos de quienes lo subieron fue una dictadura. En ese periodo demostró su capacidad para encantar a las masas y en esta ocasión aspiraba a que ellas lo encaramaran nuevamente en el solio que un día tuvo que abandonar ante la arremetida de sus enemigos. Su propaganda decía Con el Pueblo al Poder. Evaristo Sourdis C: un conservador costeño que se lanzaba como candidato de un movimiento regional que, cada vez que les daba la gana, gritaban que estaban abandonados del poder central. Decía su propaganda: La Costa merece un Presidente. Culminaba una campaña que descuartizó los partidos tradicionales y hasta dio origen a un pintoresco Sindicato Presidencial conformado por Evaristo Sourdis, Hernán Jaramillo Ocampo, Cástor Jaramillo Arrubla y José Elías Del Hierro. Los tres últimos abdicaron en la persona del costeño. Voté por primera vez en la vida, no porque pensara que había que cumplir con un deber sino por cierto apetito de democracia. El candidato por quien votaba colmaba mis inquietudes. En este caso, más que una necesidad social mi voto se convirtió en una necesidad biológica. Al depositar el voto en la urna descansaba tanto como cuando se iba al sanitario; otra necesidad biológica satisfecha. A las siete de la noche, en La Fogata, lloraban, desconsolados, muchos belisaristas; en la plaza, los rojaspinillistas gritaban de entusiasmo; no se escuchaban los sourdistas pues, en Apía, solo hubo un voto por el costeño. En la Alcaldía, a pesar de que estaba prohibido expresamente por la Ley seca, se emborracharon los pastranistas, salían a la ventana con las copas en alto a gritar pestes a los que les observaban desde la calle. Había que aceptar que la maquinaria oficial trabajó mucho por los resultados. Como estaban las cosas, si no había una revuelta al estilo nueve de abril era porque los milagros existían. La oposición al sistema político imperante temía que hubiese fraude y, en la misma noche de elecciones, los colombianos empezaron a exasperarse ante las contradicciones en los boletines oficiales que trasmitían por la radio. A media noche, por orden perentoria del presidente Carlos Lleras, cerraron la Registraduría en Bogotá y dejaron de transmitir noticias. La noche es larga y, en ella, los gatos son pardos. Veinte de abril: Lunes. Se hacían comentarios como los que se escuchan después de un ataque. La gente hablaba tan quedo como cuando han cometido un crimen. El aire gris preludiaba un Hiroshima político. Nada en concreto. Muchas suposiciones. Colombia al borde de la anarquía. Cerca a la histeria. ¿Quién era o sería el nuevo presidente? ¿Quién, por Dios, quién? Los periodistas gagueaban en la radio. Que fueque, que 176


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fueque. Nadie sabía nada, nadie había visto nada, pero sí comentaban muchas cosas malucas. Después de que iba ganando Rojas Pinilla por miles de votos, al otro día el triunfador era Misael Pastrana, el hombre-sonrisa. Se hablaba de extrañas visitas del Presidente en ejercicio, en la fría Bogotá, entre media noche y el amanecer. ¡De pronto una pulmonía, Señor Presidente! O una plomonía. En medio de esta zozobra fui donde el Alcalde, con el pretexto de charlar sobre la actualidad nacional, a recordarle una vez más, la promesa de entregarnos la oficina para la Biblioteca municipal. “Esperemos”, contestó malicioso y sonriente, frotándose las manos. Primero de mayo: Viernes. Se vino mayo con sus flores, sus perfumes y su borrasca. Enrique H. habló claro: “Es imposible desalojar la Registraduría. No los puedo echar”. Le recordé que no era obligación del municipio el sostenimiento de una oficina de carácter nacional; que solicitara ese espacio, en forma tajante, para la sede de la Biblioteca. Los libros, mudos, seguían durmiendo el sueño de los justos y de los injustos, de los intonsos y de los insulsos. Cicerón clamaría: “¿Hasta cuándo, Catilina, hasta cuándo, abusarás de nuestra paciencia?” Treinta y uno de mayo: Sábado. Como director de sexto (grado 11º) había dado a los próximos bachilleres, para conseguir fondos, la idea de programar el primer Baile de las Flores, en el Club Tucarma. La sugerencia tuvo excelente acogida. Diseñé las tarjetas de invitación que, Luz Alcira Múnera, convirtió en tarjetas de magnífica caligrafía. Ostentaban, como epígrafe, estos versos del poeta español Juan Ramón Jiménez: “Aunque mayo no haya abierto a ti sus flores/ tu siempre exaltarás la primavera”. A un lado, el pétalo exangüe de una rosa. Los y las bachilleres adornaron el Club Tucarma con flores nativas. Guirnaldas en los arcos, ramos de flores, en cántaros, en las esquinas, coquetos arreglos en las mesas. A la entrada, una comisión de bellas alumnas de sexto vendía claveles rojos para el cabello de las damas y el ojal del saco de los caballeros, con el propósito de recoger fondos. Durante el baile, salieron a ofrecer ramitos de violetas. Imposible apartar el pensamiento de la Biblioteca. Los libros estaban debajo de la sala de baile. Sería que la Biblioteca había tenido la duración de una de esas flores: “Naciste hoy y morirás mañana”. Pero, por favor, “no pisen las flores”. Veinticuatro de junio: Miércoles. La dulce Ana Marina, la que ostenta porte de reina, se va para Estados Unidos como dama de compañía de una anciana. Me estaba encaprichando de ella. Traté de disiparme viajando a San Andrés. Sin Ana, la soledad se hacía mayor. Ella 177


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era la única que llenaba mi corazón de entusiasmo desde cuando Nidia y yo decidimos romper relaciones. En otro orden de cosas, primero fue Marta, luego Ana Marina. La Biblioteca se desangraba por el éxodo de sus miembros. Luego, ¿quién? Quince de agosto: Sábado. Pacho López, ese muchacho que tiene cara y paradas de Quijote, también se despidió porque se iba a concluir su bachillerato en Cartago. El Colegio Santo Tomás no copaba sus ambiciones e inquietudes intelectuales. Se marchaba un compañero hecho para arremeter contra los molinos de viento. Lo sentimos, más que todo, por la Biblioteca. Primero de octubre: Viernes. Enrique Henao, desde este día, no era alcalde de Apía. El seis de agosto presentó renuncia protocolaria por aquello de nuevo presidente, nuevo gobierno, y le aceptaron la renuncia. Se iba como funcionario de Aduanas. Puente de oro. Todo, de mal en peor. No nombraron alcalde en propiedad sino a un interino. Un tal Rodríguez. Al menos dieron gusto a quienes, aunque no hicieron nada, amenazaron con un paro general de la ciudadanía: bares, cafés, carnicerías, tiendas cerrarían por tiempo indefinido. Treinta y uno de octubre: Sábado. El día anterior había llegado de Bogotá a donde había viajado en búsqueda de universidad y de trabajo para el año entrante. Hice gestiones para culminar estudios de Filosofía y Letras e Historia. El Padre Octavio Hernández L. cura párroco de Apía, todavía se encontraba en Pereira, debido a que había padecido un infarto cardíaco, hacía tres meses. Los médicos dijeron que posiblemente el mal derivaba de un exceso de trabajo o preocupaciones. Y qué más preocupación que la situación de la administración civil, en Apía, el pueblo de su corazón. Todo se complicaba y se estrellaba cuando entraba a bailar la administración pública. Él se había convertido en paño de lágrimas, en muchas situaciones. El Vocero Estudiantil, periódico que circulaba los sábados, lo dijo en su Editorial: “El Padre Hernández hizo de alcalde y cura por muchos días. Cuando nadie se arrimaba al Señor Henao, acudían al Párroco: padre, que se me robaron la vaquita, que se dañó el camino, que la maestra, que, que,... Y el pobre cura, con esa carga de dolores, quejas y miserias, a donde el personero, el tesorero, el policía, el alcalde, o, con fondos parroquiales, a subsanar tragedias cotidianas”. Estaba mejor. En la casa de Bernarda Grajales, en Pereira, el Padre se levantó a escribir un mensaje al Concejo de Apía. En ese mensaje saludaba a los concejales, les deseaba éxitos y expresaba su anhelo de que sacaran adelante un programa de obras 178


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básicas, teniendo como pretexto y plazo la celebración del Primer Centenario de Fundación de Apía. El Padre Hernández, desde su lecho de enfermo y de profeta, en Pereira, daba la primera clarinada para la conmemoración apiana. Fui el chasquis. Llegué al pueblo con dicha carta y me encontré con un Apía convertido en hoguera de rumores. Una de esas consejas era la de que, al otro día, no asistirían los pastranistas a la instalación del Concejo pues eran minoría. Eran tres concejales contra la coalición formada por tres belisaristas, tres anapistas y un liberal belisarista. Como los pastranistas no tenían qué hacer en ese recinto inventaron como oscura disculpa el que no asistirían como protesta contra el gobierno departamental que iba a nombrar para Apía “una alcaldesa liberal, después de 24 años de gobierno conservador”. Primero de noviembre: Domingo. En la tarde, llovizna persistente. Tensión en el pueblo. La gente se asomaba por los postigos y desaparecía como si fuera un espanto. No entraban en comunicación con los demás buscando no comprometerse. A las cuatro de la tarde, la instalación del Concejo, tal y como se había previsto. Siete concejales de la oposición, en el gobierno, y tres gobiernistas, en la oposición. Estos no asistieron. El alcalde encargado pronunció unas breves palabras; don Gerardo Naranjo (belisarista), resultó elegido presidente de la corporación; Valeriano Rendón (anapista), vicepresidente. Se leyó el mensaje del Padre Hernández, se aprobó saludo al gobierno nacional, (¡!), departamental, al obispo de la diócesis, al Párroco y, un anapista propuso un fervoroso saludo a “mi general Rojas Pinilla” y a la Nena María Eugenia, su combativa hija. Aprobado. Don Gerardo pronunció un discurso cargado de optimismo. Luego, ofrecieron una copa de champaña que se prolongo hasta el amanecer. Tres de noviembre: Martes. Bernardo Mesa Abadía anunció, en el Club Tucarma, durante un concierto del bajo brasileño Alfredo Mello que, para Navidad, el Club tendría un piano. Óigase: un piano de cola, que costaba veinte mil pesos, el equivalente al salario conjunto de más de veinte profesores. ¿Quién lo iba a tocar? ¿Para qué? ¿Se justificaba semejante gasto? ¿Sería una inversión? Pedro: estamos como estamos y tú cortando orejas. Esperanza López de Vidal, la radiante odontóloga, hija de doña Ana Galvis, expresó su sorpresa y desagrado ante la propuesta del piano. Sonaba para alcaldesa. Para hacerle propaganda a la Biblioteca, al otro día, pegué, en la pared de bahareque, en la esquina del Colegio, diagonal al parque, un cartel, en estos términos: “Piensan

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comprar un piano de $20.000- cuando no existe local para la Biblioteca. Enséñenos a leer primero y luego a tocar piano”. El cartel no pasó desapercibido. Personalmente, unos me animaron y otros manifestaron su desacuerdo conmigo. Se abrió la polémica. Listos. Cuatro de noviembre: Miércoles. Don Gabriel Rojas, el rector del Colegio Santo Tomás, también era el Presidente del Club que aspiraba a tener el mueble del piano en un rincón. Llegó de Pereira a donde había viajado desde el día anterior. No sé qué diría del cartel que seguía pegado en la pared de la esquina, convertida, desde siempre, en muro de las lamentaciones ciudadanas. María Victoria Hincapié, la mujer más linda con que contaba el Colegio, en esa temporada, fue escogida como candidata para representar a Apía en el Reinado de la Cosecha, en Pereira. Estuvo inclinada a aceptar pero al fin decidió rechazar la oferta viendo las peleas entre el comité pastranista que tenía a cargo la selección y la oposición belisarista local. El comité escogió, al fin, a Ruby Acevedo, también muy linda, muy simpática y sin prejuicios políticos que le cohibieran. María Victoria me buscó para comentarme que “alguien” envió a “X”, con una escalera, para que arrancara el cartel. “X”, para darle gusto a ese “alguien”, lo rasgó y lo lanzó al ventarrón de esa esquina. Título de la película: Lo que el viento se llevó. Y lo que dejó, comentó María bonita. Seis de noviembre: Viernes. Como el martes no se reunió el Concejo, por lluvia intensa, en este día lo volverán a intentar. Asisto a la barra acompañado de Yamileth Idárraga, mujer de una personalidad sui géneris, y Gustavo Hincapié, bachiller con inquietudes intelectuales, inquieto y aguilucho en política. Tertuliamos en la sala del Concejo mientras esperábamos a los concejales. Al fin, don Gerardo Naranjo, Jaime Rendón, Carlos Díaz, Marcos Correa, Valeriano Rendón, Carmen Valencia de R. Faltaban los amigos de la administración municipal. Ante un espectáculo como este, Jorge Manrique exclamaría: “¿Qué se fizo el rey don Juan ?/ Los infantes de Aragón/ ¿qué se ficieron? ¿Qué fue de tanto galán?,/ ¿qué fue de tanta invención/ como trujeron?”. En la lectura de correspondencia, dieron curso a mi carta: “... debo repetir que es preciso defender los bienes del alma y que las obras públicas del espíritu son tan importantes, por lo menos, que las obras materiales... Hasta ahora he fracasado en mi anhelo de ver las miradas de los apianos rasos sobre las páginas de los libros, pero el aire renovador que ahora sopla sobre sus mentes les inspirará la idea de que una biblioteca es tan importante como una carretera o un acueducto... Ustedes, señores, van a demostrar por qué este Concejo es distinto a todos. Nos dirán con obras que no 180


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nos equivocamos al votar por ustedes, aunque saben, oh melancolía, que los libros no ponen votos”. La carta contaba con fragmentos deliberadamente exaltados como cuando comenté: “...el cinco de noviembre tuvo ocasión el pintoresco golpe de alcaldía, única fecha de nuestra historia en que tuvimos dos alcaldes a la vez, uno de hecho y otro de derecho...”, “...el 3 de febrero de 1970 recibo este amable recado del señor Alcalde: que mande la llave porque hay que desocupar ese local...”, “...el 20 de abril, a menos de 24 horas del archifamoso campanazo electoral...”, “...rindo cuentas ante ustedes ya que hasta el momento de escribir estas líneas, la alcaldía de donde emanó el decreto de mi nombramiento ad-honorem, se halla tan destartalada, maltrecha y lastimada como la perrilla de Marroquín”. Y los concejales, igual que la barra de ciudadanos, apenas se reían. El Acuerdo Nº 1, sobre creación de la Biblioteca, redactado entre don Gerardo y yo, y presentado por él, fue aprobado por unanimidad, después de que se pidió ampliar las motivaciones del proyecto. Don Campo Elías Sánchez, antes de aprobar el acuerdo, halagó mis oídos con esta presentación: “Octavio, este profesor que sigue siendo estudiante”. Gracias, don Campo, por el honor y el compromiso que me hacía. La concurrencia aplaudió, al quedar aprobado el acuerdo, en primer debate. Eran las nueve de la noche. Al salir, aún trabajaban en una de las etapas finales de la construcción del templo. Fraguaban la terraza superior en que remata la nave del lado izquierdo, junto a la casa cural. A las once de la noche, se escuchaba por todo el pueblo, la máquina que revolvía cemento y las poleas que subían la mezcla. ¿Quiénes ayudaban en esta labor? Parecía el cumplimiento de una profecía de Isaías: nada más y nada menos que los presos. Entre tanto, los fieles creyentes dormían el sueño reparador de los justos. A los presos les rebajaban condena por las horas de trabajo; aunque tuvieran que trasnochar. Caridad con uñas. Diez de noviembre de 1970: Martes. La comisión encargada de darle al proyecto segundo debate, lo aprobó y lo presentó para sesión plenaria. Decía el Acuerdo: 1.

2.

La Biblioteca tendrá un Patronato formado por el profesor de Español y Literatura del Colegio Santo Tomás, el profesor de Educación Idiomática de la Normal, un representante del Concejo Municipal, otro por la Sociedad de Mejoras Públicas y otro por la Corporación Cultural y Deportiva (Club Tucarma). La Bibliotecaria gozará de un sueldo equivalente a medio tiempo remunerado.

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3. 4. 5.

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El Director de la Biblioteca podrá ser elegido entre los que integran el Patronato. El municipio apropia una suma mensual de un mil pesos para adquisición de obras y mantenimiento. Funcionará en local municipal.

La Biblioteca Pública Municipal de Apía había sido aprobada con todas las de la Ley. Cuatro de diciembre: Viernes. Al Padre Hernández se debe el alboroto que se formó con su Carta al Honorable Concejo Municipal en la que sugiere un plan de obras básicas con el pretexto de la celebración del Primer Centenario. Hoy, los concejales, en pleno, y los miembros de la Sociedad de Mejoras Públicas, fueron a presentarle saludo de bienvenida al Párroco que, luego de un infarto cardíaco, había pasado cuatro meses internado en Pereira. El saludo se convirtió en una “reunión informal” en torno a su lecho. Avanzaron en los temas. Se concretó realizar el domingo 20 de diciembre un Cabildo Abierto, con “invitados especialísimos” y con las siguientes recomendaciones que el Padre tuvo la precaución de dejar consignadas en su libreta de apuntes: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

Hay que cambiar las redes de acueducto y de energía eléctrica pues son obsoletas. Hay que construir el nuevo Colegio Santo Tomás. Proponerse concluir el templo parroquial para el año 1972. Hay que remodelar, no construir como sugieren muchos una nueva Alcaldía. Independizar la Cárcel Distrital de la Alcaldía, como están ahora. Presionar ante el Ministerio de Obras Públicas por la pavimentación de la carretera La Virginia-Apía. Construcción de un magnífico Campo Deportivo. Como Apía no tiene un hotel digno, hay que construir uno. Promover la construcción de una nueva urbanización pues las generaciones recientes no tienen en donde habitar. Finalmente, el párroco soñaba con la construcción de un Parque de los Fundadores rellenando la cañada que pasa más debajo de las nuevas instalaciones de la Plaza de Mercado Cubierto, en construcción, a un lado del viejo Santo Tomás. Los concejales consideraron esa obra como una utopía digna de una sonora carcajada. El cura soñaba en voz alta. Pasados unos años, encima de esa quebrada canalizada, se construyó, el Coliseo Cubierto.

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Ocho de diciembre: Martes. Se realizó la Feria parroquial pro-construcción del nuevo templo. Los campesinos en estas ocasiones donaban animalitos como terneros, cochinillos y aves de corral mientras los del pueblo enviaban sobres con un billete adentro. Todo se volvía columnas, arcos, naves, altares, terrazas en el nuevo templo. Para este año se construyó una caseta en el planchón del parque en donde las gentes bailaron de lo lindo. Fuera de eso, el fuerte de las fiestas parroquiales eran las empanadas, merecedoras de un monumento. Por ellas se construyeron escuelas, templos, hospitales y demás obras de progreso en todos los pueblos de Colombia. Once de diciembre: Viernes. La Sociedad de Mejoras Públicas se reunió en el Club a organizar el Cabildo Abierto. Repartieron comisiones y nombraron encargados de sustentar los proyectos acordados hacía ocho días. Me nombraron para presidir la comisión del hotel. Consultamos, dialogamos y decidimos proponer, en el Cabildo Abierto que la Escuela Valentín Garcés pasara al nuevo edificio que construían en donde quedaba el viejo campo de fútbol, a un lado del cementerio y el espacioso local en donde funcionaba el establecimiento educativo, una cuadra arriba de la Alcaldía, se adecuara para un buen hotel de turismo conservando su arquitectura tradicional. La casona es amplia, de bahareque y teja de barro, de corredores espaciosos, de panorama sensacional sobre el Parque, el Templo, las montañas cafeteras y el Tatamá y un patio para instalar jardines con plantas de la región. Quince de diciembre: Martes. El Concejo Municipal iba a elegir empleados, entre ellos, personero, tesorero y secretario del Concejo. Así estaban las apuestas: Tenían que entregarle al liberalismo la Tesorería para que votara con el bloque cívico formado por belisaristas y anapistas. Pero, estos dos grupos aspiraban a esa dependencia. A cara y sello pensaban jugársela. Goar Hoyos era el negociante por Anapo y David Bedoya por el belisarismo. Si ganaba la Anapo, al tirar la moneda al aire, por su candidato votaría la coalición, en el Concejo, en la noche; si ganaba el belisarismo, el Concejo ratificaría a su candidato. Cuando pasaba frente al Café El Ruiz, en la Plaza, me llamó Goar para comentarme que habían tirado la moneda al aire y había ganado el belisarismo. Para la Personería y la Tesorería, los siete concejales votarían por Jorge Hincapié H., compañero mío de bachillerato, y por Javier Castaño M., cuentista, poeta, alumno y amigo. Dieciséis de diciembre: Miércoles. Se iniciaba la Novena de Aguinaldos. Pasaban los niños con costalados de musgo para los pesebres. Yo pensaba en el Cabildo Abierto. El Centenario de Apía ya contaba con detractores gratuitos. El enemigo estaba adentro. Había personas que creían que quitándole años al pueblo, nos hacíamos más grandes y sorprendentes. 183


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Arguían que Apía había sido fundada en 1983 y no en 1972, fecha para la cual empezamos a prepararnos. Tratan de enredar fechas como la de 1872, cuando se inició la colonización y de 1883 cuando se organizó la Junta Pobladora que buscaba darle vida legal al caserío que ya existía con el nombre de San Antonio de Apía. En lo único que todos los apianos estaban de acuerdo era en que los primeros en llegar a esta loma fueron los Marín. Pero, lo de fechas era lo de menos, opinó el Cura. Lo importante era encontrar un pretexto para realizar obras inaplazables y de largo aliento. Los detractores mostraban que logísticamente no había tiempo de hacer nada. Los partidarios de hacer cosas sentían temor de que, de aceptarse la teoría de 1983, (dentro de 13 años), decayese el ánimo cívico en quienes habían prendido motores. Lástima; ya estábamos patinando y había personas indecisas que no sabían para dónde pegar porque con quien dialogaban defendía una fecha distinta. ¡Hágame el favor! Veinte de diciembre: Domingo. El Cabildo Abierto estaba convocado para las dos de la tarde pero nadie había llegado a esa hora. Me entretuve, con don Gerardo, presidente del Cabildo, hablando sobre la polémica fundación de Apía que tanto alboroto había despertado. Bernardo Mesa trajo un folletico, con datos obtenidos en Popayán, en donde se afirmaba que Apía había sido fundada “oficialmente” en 1884. En 1872 había ocurrido la Colonización. O sea que, como dice el historiador Juan Freile, el término “fundación” es equívoco o sea que se presta a varias interpretaciones. A las tres de la tarde empezó la reunión con la asistencia de los representantes a la Cámara doctores Guillermo Pardo y Arturo Armel; dos diputados a la Asamblea Departamental, varios profesionales hijos de Apía y una concurrencia numerosa y expectante. Otros invitados, como los senadores y el Gobernador, hicieron a las aspiraciones futuristas de este pueblo un ostensible desaire. Cada encargado de ponencia presentó su informe a veces con exceso de oratoria y falta de pedagogía o método. Yo preparé mi ponencia, con carteleras, planos y fotografías de la Escuela Valentín Garcés, sitio en donde funcionaría El Mesón del Centenario. Parece que convencieron mis argumentos pues el representante a la cámara Dr. Arturo Armel ofreció para esta obra la única partida que resultó efectiva como resultado del Cabildo Abierto, en esa tarde: doscientos mil pesos, más o menos el equivalente al sueldo de doscientos profesores oficiales, en un mes. Lo bueno del cuento es que el auxilio, aunque no se haya utilizado en la adecuación del espacio indicado como Hotel turístico, fue cobrado por la administración municipal y me dicen que se invirtió en la remodelación de la Escuela Valentín Garcés para que siguiera como escuela pues estaba muy caída a pesar de que es una de las edificaciones más representativas del estilo colonización paisa. Nada de estilo 184


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colonial. Paisa es el género (el tronco) y antioqueño, caldense, risaraldense, quindiano, nortevalluno, nortetolimense, ciertas áreas de Córdoba y Chocó son las diferencias específicas (las distintas ramas). Se le cambiaron pisos y envarillado del techo, baterías higiénicas, enchambranado, muros, pintura e iluminación de la que carecía por lo que el edificio se utilizaba únicamente en el día. Se adecuó para que siguiera siendo una escuela confortable, mientras tanto. Un mientras tanto que parecía iba a ser eterno. A las cinco y media de la tarde concluyó el Cabildo y luego, invitamos a los asistentes a un vistazo por la Escuela Valentín Garcés. Tratamos de dar un golpe de publicidad al organizar un ágape en sus salones y corredores, a la luz agonizante de esa tarde. Veintinueve de mayo de 1971: Sábado. En este día inauguraron el Mercado Cubierto, ubicado en el relleno de tierra hecho, a mano izquierda, entre el Colegio Santo Tomás y la casa de Honorio Echeverri. El Padre Hernández expresó su prevención pensando en que el terreno podía fallar. Tierra movida. En esto nadie reparaba aunque el cura comentaba que lo único que este terreno soportaba encima era la frágil y provisional construcción de los circos ambulantes. La plaza central, un sábado, por primera vez en casi cien años, estaba huérfana de toldos y de gente. Esos veleros blancos que navegaban el último día de la semana y en menor número los miércoles, sobre un mar de gentes campesinas, emprendieron un viaje sin regreso. Esa estampa límpida se iba como atractivo para propios y extraños. Según la moda de las plazas cubiertas de mercado, un espacio tan amplio como es la Plaza-parque resultaba estrecho para mesas toldadas, mercancías en el piso, vendedores, compradores y demás personajes típicos que se aventuraban a recorrerlo, los fines de semana. Gritos, ofertas en voz alta o voz baja, perros que corrían despavoridos, señoras muy aseñoradas que iba echando lo que iba comprando en enormes canastos llevados por muchachos de mandados. Toda aquella barahúnda festiva se la ha llevado la corriente subterránea, en aras de un embeleco acometido en nombre del destellante progreso. Hacía ocho días, don Alonso Uribe, el fotógrafo del pueblo por muchos años, le tomó la última fotografía al mercado sabatino con esa melancolía de quien le toma la foto postrera a un moribundo. El viernes anterior llegó el Gobernador con su séquito de acólitos y áulicos, a cortar la cinta tricolor, en la puerta del nuevo mercado. Los dueños y arrendatarios de los puestos estaban nerviosos e incómodos. Suponían que comenzarían a pelechar las tiendas y los supermercados cerca a las casas. Los cafés y bares del centro se mostraron alarmados. Prosperarán, dijeron, las cantinas, junto a las Galerías. Opinaban que construir un edificio para usarlo uno o dos días de la semana, no sería negocio. Podía encarecer los precios. El mercado no volvería a ser como antes. 185


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Le tocó a Emilio Hincapié, acabado de posesionar como alcalde, recibir la comitiva oficial, atenderla y disimular, no se sabe cómo, la magnitud de la protesta que los estudiantes del Santo Tomás y el Industrial, adelantaron en la plaza azuzados por varios líderes sindicales y universitarios. Los profesores y alumnos de primaria, secundaria y muchas universidades de todo el país estaban en huelga hacía un mes, como protesta contundente contra las políticas educativas de Misael Pastrana y su ministro de educación Luis Carlos Galán. El gobernador, Reinaldo Rivera, de origen nariñense, no había podido o tenido voluntad suficiente para solucionar los problemas educativos de carácter departamental que se agregaron a los de carácter nacional. Declaró que sólo dialogaría cuando los profesores retornasen a clase. Ellos respondían que lo harían inmediatamente lograran el acuerdo. Al llegar la caravana de flamantes automóviles oficiales a Apía, encontraron que la ciudad estaba adornada con pasacalles de este tenor: 1. 2. 3.

Bienvenido Sr. Gobernador, siempre y cuando haga justicia al magisterio. Los padres de familia del Departamento con los profesores. Exigimos justicia con los educadores.

Por primera vez en Apía, los estudiantes de bachillerato lanzaron piedras al nutrido séquito oficial, ese que estaba listo siempre para ir a comer gallina a costilla de la ciudadanía o de las municipalidades en bancarrota. Un líder anapista, José Cataño, se metió al Club e improvisó con ardor sobre el magisterio, su obra y el significado de la revuelta. Oídos sordos. La Plaza Cubierta de Mercado se veía sola en su primer día. Reinaba una tensa calma. La recorrí para observar la forma como habían quedado distribuidos los expendedores. La hija de doña Ana Zapata estaba leyendo un libro, sentada en un banquito de madera, dentro del mostrador del puesto asignado. Pasé, me vio, se levantó y me preguntó cómo me estaba yendo de nuevo como universitario, en Bogotá. Su dedo índice separaba las páginas del libro. En su rostro dibujó una hermosa sonrisa. Me estiró el libro y me comentó: Me lo prestaron en la Biblioteca Municipal. (¡!). Esta sencilla oración justificó el esfuerzo reiterado y la esperanza indomable de un grupo de apianos. Provenía de una adolescente que, en el presente, ayudaba a sus padres a ganarse la vida y que con sus manos hojeaba el futuro.

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BODAS DE ORO DEL SANTO TOMAS

Estadio Municipal. Alumnos del Colegio Santo Tomás ofrecen una revista de gimnasia, en las efemérides de la Institución. Octubre de 1998

L

Apertura del Simposio realizado en el Aula Máxima del Colegio, en Apía, el 11 de octubre de 1998, con motivo de los cincuenta años del plantel.

os múltiples sacrificios, los sinsabores en los procesos, las batallas sin fin que se

han librado buscando la supervivencia del Colegio Santo Tomás se han ido cubriendo de polvo al mismo tiempo que, limadas las asperezas, exaltamos la tan mencionada Edad de Oro. 187


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Cincuenta años de vida son un bello momento para detenernos y reflexionar sobre circunstancias, estrategias, métodos, resultados y proyecciones que es imposible pasar desapercibidos. La juventud, la sociedad, la patria, reclaman cambios pero con la ilusión de que sus resultados sean equiparables a los de la época que nos enorgullece y satisface. El Colegio Santo Tomás no ha interrumpido su progreso aunque, en distintas épocas y bajo distintas circunstancias, ha cambiado de ritmo. Un día, no hace muchos años, se llegó a hablar de su extinción. Ese comentario causó pánico entre los que desconocíamos lo que estaba pasando. En varias ocasiones se iniciaron, con la mejor voluntad, procesos de cambio que se atascaron por dificultades culturales, como la rutina que es un lastre, o la realidad nacional tan descarnada, tan violenta que, por lo que cuentan, mermó la altura del vuelo que en otras épocas se catalogó como de águilas. Hubo un momento en el que, a nivel de directivas, profesores, alumnos, padres, autoridades locales y sociedad en general, decayó el indispensable sentido de pertenencia. Pero, en ese mismo momento, se hicieron presentes aquellos que jamás han aceptado o permitido que al Santo Tomás se lo lleve la corriente de la desidia. Imposible detenernos. El factor humano solidario es clave para que se den los cambios indispensables que deben involucrar a todos los miembros de esta institución benemérita. Los directivos del cambio, valga decir, rector, profesores, padres de familia, autoridades locales, regionales y nacionales, como también la comunidad, deben constituirse en líderes culturales y gerentes del proceso. Aquellos no pueden apoltronarse como burócratas de planta asediados por la realidad, repitiendo procedimientos y métodos anquilosados, moliendo temitas, fórmulas y episodios llenos de caspa, mientras que los mundos de la ciencia, la cultura, la técnica, las comunicaciones y la pedagogía, se revolucionan a pasos agigantados. Los agentes del cambio deben empezar por plantearlo y planearlo. Cambiamos conscientemente o tendremos que padecer las consecuencias del cambio planteado y planeado por otros. Es mejor manejar cambios propuestos y debatidos en grupos de los que uno hace parte que cambios ajenos, cambios forzados o cambios sobre la marcha. Recordando a aquellos maestros que se hicieron a pulso pero sin desmayar, pregunto si los profesores para el nuevo siglo que se perfila han progresado con la misma 188


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dinámica con que progresan sus alumnos. ¿Creen que pueden y deben continuar en la institución sin plantear a la sociedad con la que están o deben estar comprometidos, los reajustes indispensables en el Plan Educativo Institucional, en el Plan de Desarrollo, en su plan de vida? Hay que subirse a esa embarcación que, a diario, emprende viaje hacia nuevos puertos, con el equipaje apropiado. Que no haya demasiados volúmenes en la vieja biblioteca de papel que nos proporcionó infinitos placeres en otra época; que no existan, en el pueblo, librerías o bibliotecas con suficientes obras, no son argumentos válidos para seguir pegados de los mismos manuales, cuadernitos amarillentos o anécdotas apolilladas que repiten desde cuando se ganaron la lotería del nombramiento oficial. Si los profesores no se han preparado al ritmo de la sociedad de fines y comienzo de siglo, en el aspecto académico, pedagógico y logístico, es posible que algún alumno levante la mano, en cualquier asignatura, e increpe al docente con estas palabras: ¡Profesor, yo soy capaz de dictar esta clase mejor que usted! De hecho, varios grupos de alumnos en colegios de la costa atlántica han abierto cursos para enseñarles a sus profesores a utilizar los sistemas modernos de cómputo e internet y los salones de sistemas se han visto copados. En Apía, ¿se podría contar con un grupo de alumnos con esos mismos ímpetus y profesores tan interesados en no quedarse atrás como sus colegas costeños? ¿O no les dejaría la vergüenza o la pereza? El cambio no puede darse una sola vez o darse por partes o darse por saltos. Si el cambio no es permanente es un intento fallido. Cambio y ritmo van de la mano. No se progresa si los cambios no son integrales. Cambios parciales son paños de agua tibia. Para que un cambio repercuta tiene que darse día a día, como modelando de continuo una escultura. Pero, no el cambio por el cambio. Se promueven cambios en una institución educativa para avanzar en conocimientos y comportamientos, agilizar estrategias, mejorar servicios, optimizar el producto, para competir por la excelencia. Escuelas y colegios son instituciones que, en un mundo asombrosamente veloz, tienen que acoplarse a ese ritmo o serán desbordados por la realidad. Quien no sea eficiente no se salva. Por la ineficiencia, el Estado actual se está haciendo inviable, como se corrobora al observar el funcionamiento de muchas instituciones públicas y privadas. Si, a conciencia, se pone en marcha la Misión de la institución se empieza a ser eficiente. Acordar la misión es establecer a dónde se quiere llegar. No basta con redactarla una vez antes de entregarla a instancias superiores que la solicitan, copiarla 189


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en una valla enorme y depositar copias en anaqueles oficiales para pasto de polillas, desentendimiento y olvido. Constantemente hay que volver sobre lo acordado, reflexionar sobre lo establecido, hacerle mantenimiento a la nave para que no quede al garete, con peligro de hundirse. Lo que se viene haciendo bien son las fortalezas que hay que dinamizar. Un proceso en el orden educativo no es constantemente ascendente o descendente. La historia misma del Santo Tomás de Aquino lo enseña: Peor que ciertas caídas generadoras de crisis creativas es el estancamiento, la confusión. Dejar que los problemas se resuelvan solos es permitir que se compliquen. El entusiasmo es una herramienta que impulsa las acciones. El fervor de Gabriel Rojas Morales, en los desfiles, al pie de las banderas o a un lado del bastonero de la flamante banda marcial era un buen indicio de lo que había adentro del plantel. Hubo, siempre, un porte de orgullo y una sonrisa optimista en los estudiantes del Santo Tomás. No de otra manera recuerdo yo a la generación de la hice parte y que se educó en un Colegio con una visión tan amplia de su compromiso que no cabía entre sus muros. ¿Lo que ahora llaman Institución Educativa Santo Tomás sigue influyendo, en forma efectiva y eficaz, en el desarrollo social de Apía y el occidente del Eje Cafetero, como lo fue antaño en el amplio occidente de Caldas? ¿Lo que se fragua en el Colegio Santo Tomás todavía ostenta capacidad de convocatoria, de respuesta, de ejemplo, de solidaridad? O, ¿la institución mermó la intensidad de sus destellos, así como la antorcha encendida fue desplazada del centro absoluto del escudo a una esquina inferior desde donde es imposible que pueda alumbrar el panorama? Si la sociedad cambia, de acuerdo a unas necesidades reales y sentidas, el Colegio debe marchar al ritmo de esos cambios. No se puede perder el compás en el ritmo de esos procesos sociales. La Institución Educativa actual, de acuerdo con las leyes de la lógica, tendría que ser mucho mejor que el de hace 30 años, cuando los maestros no habían egresado de universidades, no ostentaban estudios de postgrados y las universidades no quedaban a hora y media, en bus, desde la plaza principal de Apía. En los años setenta, cada uno de los escasos computadores que existían sobre la tierra tenía el tamaño de una alcoba y para los adolescentes de entonces servían de decorado 190


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en las películas de ciencia-ficción. La televisión educativa no se había puesto en marcha y por la mente humana no cruzaba la idea de realidades virtuales ni se imaginaba uno la masificación universal de la Internet. Los datos que no se encontraban escritos, en físico papel, en la Biblioteca del Colegio, era imposible averiguarlos. Alguien, desesperado, preguntaba: ¿para qué han servido los cursos, diplomados, especializaciones, maestrías, títulos, subtítulos y cartones de los profesores fuera de ascender en el escalafón docente? Ustedes tienen la respuesta adecuada. Al contrario de aquella época fenecida, los profesores actuales no poseen la verdad revelada ni la hegemonía del conocimiento. Los profesores que eran luminarias, que le informaban a uno sobre todo, (al estilo José Muñoz que era magnífico profesor de química e insuperable profesor de Francés), profesores que eran los depositarios de la ciencia y el saber y los estudiantes que eran receptores de esa clase de información, son asuntos del pasado. No aspiramos a tanto. Hoy se replantean los objetivos de la educación, los métodos de enseñanza y los contenidos. Los profesores se han trasladado del ceremonioso sitial desde donde impartían su cátedra magistral, dogmática y vertical, a hacer el camino con los educandos como obsecuentes orientadores. El sujeto de la enseñanza es el alumno. Cuidado con el síndrome del producto acabado: profesores que creen que ya no pueden ni tienen obligación de aprender, directivas que no quieren complicarse la vida siendo exigentes o ampliando posibilidades, alumnos que solo esperan que termine el año para marcharse, una comunidad que solo murmura pero no se integra ni actúa por lo que debería ser el objeto máximo de sus desvelos. Hay que aprender a aprender. El cambio pedagógico conlleva un aprender y un desaprender. Hay que aprender a olvidar. Se aprende lo que se considera conveniente y se desaprende lo obsoleto. En este proceso para dar el salto al nuevo siglo y nuevo milenio debe tenerse en cuenta, fuera de la memoria y los factores emocionales y de actitud, los principios más que los mismos valores consagrados como ideales. Hoy, cuando la informática incorpora otras tecnologías al proceso enseñanzaaprendizaje y, en muchos lugares públicos y privados de Apía los computadores tienen su propio nicho, nuestra juventud no puede ver en esos aparatos mágicos solo instrumentos de juegos sorprendentes. Como explicaba un ideólogo de los medios electrónicos, la tecnología puede ayudar a “procurar el desarrollo de la personalidad, en aspectos como respetar las diferencias, 191


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ser tolerantes con los puntos de vista ajenos, admirar la multiplicidad y la diversidad, respetar la autonomía, aplicar los conocimientos, estimular la imaginación, la creación y comunicarse eficazmente con otros, dominar diferentes lenguajes, trabajar en equipo y aprender a vivir en comunidad”. La ética es una antorcha irremplazable. Hay que ponerle cuidado a los hábitos que, a la larga, redimirán el tiempo de aquellos que todavía tengan el beneficio ya muy escaso de la jubilación. Muchos alumnos aprenden de la palabra y las acciones de sus maestros. Detallan los principios y la escala de valores por la que se guían. Cuando ciertos profesores suponen que los estudiantes son simples alumnos, sucede que son observados por quienes hacen de ellos sus maestros y, sin pedir permiso, se convierten en sus discípulos. Avanzamos por un sendero en el que se habla con insistencia de pérdida de valores pero que, no hay tal pérdida sino, para bien o para mal, transformación o cambio de valores. Lo que es un antivalor para mí es, extrañamente, un valor para otro. Tal vez estemos cambiando, en varios aspectos, la herencia por un plato de lentejas. El problema no se presenta en el cambio de valores sino en la ausencia de principios. Vida, Libertad, Justicia, Amor, no son valores sino principios. Si adquirimos una recta formación en principios cada uno será capaz de forjar con rectitud los propios valores. Hay que cuestionar los paradigmas que de un tiempo para acá se han ido imponiendo en las directivas, profesores, alumnos y sociedad que tiene que ver con el Colegio. Hay que romper los paradigmas o esquemas mentales ya deteriorados. Se me hacen confusos los cambios en el clásico escudo del Colegio. Esa tea ardiendo, en la inmensidad de un campo escueto, era una síntesis perfecta, coherente y comprensible a primera vista de la misión educativa de nuestro centro educativo. En el nuevo escudo, que no es una integración sino una superposición no asimilada de cacharros simbólicos, quedó relegado a su mínima expresión visual el lema histórico de la institución: Fides-Labor (Fe y Trabajo) que, in illo témpore, se explicaba como un llamado a educar primero el ser humano para la vida (Fides) y, luego, impartirle instrucción para el trabajo (Labor). Fe en la vida; responsabilidad en el trabajo. Si de cambio se trata, para que ese cambio sea válido deben construirse cadenas de valores agregados. Educar es levantar firmemente una casa. Hay que recoger y organizar institucionalmente distintos factores dispersos en esta etapa de transición. Alfonso Llano Escobar, sacerdote jesuita, decía: “Las instituciones educadoras tradicionales -familia y escuela- que garantizaban en Colombia la transmisión de valores morales y religiosos a los educandos no lo están haciendo hoy día, en buena 192


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parte, porque no se encuentran preparadas para manejar esta crisis, que los trae desconcertados, desorientados y preocupados”. Como educar es mucho más que instruir debemos pensar, en lo indispensable que se hace, en la situación que atraviesa el país, inculcar lo que llama Fernando Savater, el autor de Ética para Amador, la “libertad para la democracia”: “Libertad es el asunto del que se ocupa la ética”. Además entrenar en el raciocinio propio: “nadie puede dispensarme de elegir y de buscar por mí mismo”. Combatamos las opiniones y juicios únicos del profesor. (Perdonad que disgregue en estos momentos: la diferencia entre una cárcel y una escuela está en que en la cárcel se ve el mundo como es y en la escuela como debe ser). Celebrando treinta años de la Revolución Estudiantil de Mayo de 1968, estalló, en la segunda semana de octubre de 1998, en toda Francia, una huelga de estudiantes de colegios oficiales de secundaria exigiendo mejor educación. Los alumnos de los colegios oficiales de la Colombia actual, ¿se lanzarían a la calle con un grito semejante? Los jóvenes de hoy cuentan a su haber con valores nuevos importantísimos que deben ser reconocidos e inculcados, como la conciencia con autonomía, la valoración de la persona, de la ecología, del pluralismo cultural, moral y religioso, la tolerancia, el compromiso, la amistad, el diálogo, la sensibilidad a lo lúdico, la solidaridad con los más golpeados por la crisis actual como los secuestrados, los desplazados, los desempleados. Hace treinta años, todos los bachilleres del Colegio Santo Tomás que se presentaron a distintas universidades lograron pasar los exámenes de admisión para ingresar a ellas. Hace diez años, en una universidad de Pereira, había veinte estudiantes de Apía cursando carreras profesionales y, como contraste, en este 1998, en esa misma institución, solo hay dos. ¿Qué está pasando? Respuesta compleja que abarca no solo planteamientos académicos sino la cruenta realidad social, sicológica y económica en que se debate Colombia y el resto del mundo. Al globo le pegaron un tiro y se ha ido desinflando. Si los mecanismos de compensación son inferiores a la carga de estrés aparece la enfermedad. El desánimo inicial provocado al ver con persistencia en la televisión la suerte de los compatriotas, la falta de trabajo, la violencia familiar, el consumo de narcóticos, el fenómeno de la guerra con sus hordas de desplazados, la falta de horizontes, generan angustia y otros síntomas. Si esos estados no logran superarse, aparece la insania mental que repercutirá en la marcha de las instituciones, en el rendimiento escolar y en la deserción. 193


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A mejor calidad de vida, mejores resultados académicos y profesionales. La crisis del país y de nuestros pueblos en cuanto a salud (definida como bienestar de una persona), en cuanto a ingresos (cada año más bajos), en cuanto a valores éticos (cada día más confusos), se ve reflejada en la calidad de nuestra educación, en el número de egresados bien formados y competentes o de exalumnos ubicados laboralmente y sirviéndole a la patria. Nuestro Colegio cuenta, en sus Bodas de Oro, con una carta solidaria que no podemos subestimar: el hecho sorprendente de que, a esta convocatoria haya concurrido un número tan crecido de exalumnos de edades escalonadas y diversas experiencias vitales, personas de remotas latitudes que emigraron del Santo Tomás hace diez, veinte, treinta, cuarenta y más años, desde adolescentes hasta muchas personas que peinan canas, como vemos en este espectacular auditorio, demuestra una fortaleza que yace adormecida pero dispuesta a seguir luchando por un hogar que busca la excelencia. Las universidades hablan, ahora, de educación continuada. Los exalumnos proponemos, a nuestro Colegio, sí, mucha comunicación continuada. El indispensable replanteamiento cultural es, básicamente, asunto de actitud. Si no se comunican los cambios a la generalidad de miembros de una institución, incluyendo a los exalumnos vigilantes, se corre el riesgo de fracasar. El debate sobre la integración del Santo Tomás-Instituto Técnico cogió a los exalumnos de entonces, y no sé si a los de ahora, fuera de contexto. De ahí el escándalo, las interpretaciones de toda índole, el pánico que se apoderó de más de uno, sin que tuviéramos aclaraciones por parte de los protagonistas de los trasteos en la visión, en la misión, en las metas, en la pedagogía, en los procesos, en las áreas, en lo administrativo y, por supuesto, en lo conceptual. Clamábamos por una dependencia interna que no olvidara de comunicar, a los exalumnos, logros, tentativas y, ¿por qué no?, fracasos. El Santo Tomás debe impartir una práctica pedagógica que, como antaño, impacte el entorno y se deje impactar por él. Los cambios por los que clamamos serán benéficos si están en armonía con la necesidad, la dinámica y el entorno. Mover una ficha es dinamizar la logística que promueve el esfuerzo y no moverla es resignarse a vivir en constante crisis. Ojalá muchos de los alumnos actuales, como lo hacemos los exalumnos de varias décadas atrás, vengan a este lugar, quién sabe cuándo, en peregrinación agradecida. En lo que a nosotros respecta, por donde caminamos aclamamos, con orgullo y dignidad, el Colegio que nos preparó para la vida. Aquí estamos porque jamás nos hemos ido. 194


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NUEVOS NOMBRES HACEN SONAR A APIA

El Maestro Carlos Fernando López Naranjo ensaya la cantata indigenista ”El Ocaso de un Pueblo”, en el Club Tucarma. Agosto de 2010.

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a época del dicho “Más entucador que el Alcalde de Apía”, que escuché en la

carrera séptima de Bogotá aunque quien lo dijo no sabía en dónde estaba situado Apía, no ha quedado atrás. Aquí van varios ejemplos, con los que arrancamos el siglo XXI, de gente entucadora que moja prensa nacional provocando más de una sorpresa en los lectores o televidentes. Atrás quedaron aquellos tiempos, un tanto provincianos, en que nos sentíamos ufanos porque el piloto que manejó el avión que trajo a Pablo VI a Colombia, en 1968, había sido bachiller del Santo Tomás de Apía. Que Carlos Fernando López Naranjo sea un valor en cuanto a la exigente dirección musical, tanto en Apía como fuera de ella, aunque sabido, vale la pena repetirlo y sentirnos orgullosos. Armó sus bártulos, viajó por Antioquia, perfeccionó sus saberes, 195


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regresó a Apía, triunfó y se afincó, por un tiempo, en Pereira como sucesor del Maestro Rubo Marín. Igual que el viejo cigarrillo Pielroja, cuando hablan de su labor incansable, el nombre de Apía “vuela de boca en boca”. No le bastó con su saber pretérito y quiso profesionalizarse por lo que se cursó la Licenciatura en Música en el Programa de Música de la Universidad de Caldas, de donde salió graduado en el 2006. En 2002 obtuvo el premio como Mejor Director de Banda en la Categoría Mayores, en el XXVIII Concurso llevado a cabo en Paipa (Boyacá). Dirigía la Banda de Pereira. En dicho evento también triunfó Armando Ramírez como Director de la Banda de Apía, en la categoría juvenil. Fue alumno de Carlos Fernando en Jardín y Bolívar (Ant.). En 2004, el Maestro Naranjo se propuso levantar, a como diera lugar, la plata para viajar con la Banda Sinfónica de Pereira, a Valencia España y, con un tesón inagotable, la consiguió. Movió cielo y tierra. Fueron, vencieron y volvieron con un honroso tercer puesto y sin una decena músicos de los cincuenta con que partieron pues algunos aprovecharon el viaje para esfumarse, como fantasmas, por los vericuetos de la Península Ibérica, con instrumentos de la institución debajo del brazo como informó la prensa y, por eso, con su honra salpicada. Carlos Fernando, según El Tiempo, quedó con una deuda personal de 20 millones de pesos por sacar adelante su propósito, pero por eso no empeñó ni su batuta ni su futuro. No mira para atrás pues sabe que quien lo hace corre el peligro de convertirse en estatua de sal. Apía le volvió a abrió los brazos. Un hombre terco de su raza, no agacha la cabeza y, en una época de escepticismo y ramplonería, ha seguido adelante con sus inigualables quijotadas. Ahora lo tenemos desplegando sus energías en Apía, base de un novedoso método pedagógico que amplía su ámbito por varios municipios. Se trata de una auténtica Escuela de Música. Además cuenta con un bagaje musical fuera de serie. Por solicitud de sus colegas, a veces sale a dirigir una banda, o un concierto fuera de sus lares. En abril de 2009 dirigió, en Medellín, el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo (1901-1999), en el acto con que un bailarín de flamenco se despedía de las tablas debido a una enfermedad terminal. Carlos Fernando sigue adelante con el legado de Rubo Marín, muerto en agosto de 2007, en Pereira, pero sepultado en Apía, como fue su deseo. Cómo suenan y resuenan los acordes, bajo la dirección de Carlos Fernando, de Brisas del Tatamá, de Carlos Echeverri García, con arreglos de Rubo, Morenita Apiana y el intermezzo Noche Estelar del Maestro Rubo Marín, para mí, humildemente, su testamento musical. Avanza de noche la luctuosa Procesión del Santo Sepulcro, por la calle de Jamarraya.

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II Siguiendo el tema de la música, tanto en la televisión nacional como internacional, igual que en periódicos de amplia circulación, en el mes de julio del 2004, se habló, por varios días, del Caruso Colombiano. Se referían a Albeiro Ramírez quien llegó a Cali, en 1969, según El Tiempo del 13 de julio de 2004, pág. 1-16. Oriundo de “Apía Caldas” (sic), escuchó a Caruso en discos de 78 revoluciones y desde entonces se entusiasmó con ese género musical. Tal vez perteneció al Orfeón de Apía o a las Masas Corales de Apía o integró esos grupos de bohemios que daban serenatas en los cafés con canciones de Ortiz Tirado, Alfredo Sadel y un arsenal de bambucos. Decía El Tiempo que se le podía ubicar en el Paseo Bolívar de la capital vallecaucana, cantando O sole mío y que, “el Hombre de Apía”, a pesar del tiempo y del desgaste natural de su voz, seguía esperando que alguien descubriera su talento y lo llevara triunfante por las salas más exclusivas del mundo. “Mientras llega ese luminoso día, él seguirá vendiendo miel de abeja y cantando Torna a Sorrento, en la Plaza Caicedo”. Algo tenía este pintoresco personaje de plaza pública para acaparar con su crónica casi una página del principal periódico del país pero, debe ser algo muy especial ya que, poco después, en la Cadena de Televisión Mundovisión, de alcance continental, publicaron una nota con el consabido reportaje en el que Albeiro se muestra convencido de que es la reencarnación del tenor italiano porque una amiga que le practicó una regresión se lo hizo saber. Después de este aguacero de comentarios que fluctúan entre el realismo y el surrealismo se podía concluir que si Albeiro Ramírez es la reencarnación moderna de Caruso, Alboín Gómez era la reencarnación del español José Carreras, Bernardo Mesa era el alma gemela de Plácido Domingo y Gerpul la mismita personificación de Pavarotti.

III Cuando empezaba el siglo XXI, en música, sonaba el nombre de Apía a nivel nacional. Pero, no tuve conocimiento de que se hubiera presentado un interés semejante con relación a las artes plásticas y, en mis exultantes años apianos, parecía que a ningún paisano le importaran en lo más mínimo. En los sucesivos concursos que hacíamos, cuando el Centro Literario Marco Fidel Suárez del Colegio Santo Tomás comandaba con inusitado entusiasmo la cultura en el pueblo, fuera de ingenuidad, primitivismo y buenas intenciones, no se recuerda a alguien que se destacara en pintura, talla o escultura, ni siquiera a nivel local. Una que otra monja enseñaba a sus alumnas de la Normal Sagrada Familia a pintar jarrones repletos de 197


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rosas. Luego se conoció el caso de Mario Múnera con su profesionalismo en artes visuales, en la capital de Antioquia. Recuerdo dos exposiciones de artes plásticas realizadas por apianos, una en el nuevo Colegio Santo Tomás, con motivo de los 90 años de Apía y la otra en los corredores de la Normal Sagrada Familia, cuando el flamante Primer Centenario. Tal vez lo más destacado fueron los pacientes trabajos manuales de señoras que entretenían su excesiva carga de tiempo libre y cuyos resultados se atrevieron a llamar, con exageración inaudita, “arte francés” que ni es arte ni es francés. Estaba de moda. Lo anterior viene a cuento debido a que, en el año 2000, la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, organizó y difundió por todo el país la muestra de artes plásticas llamada Imagen Regional III, en la que participaron artistas jóvenes que entraron pisando tan firme que, desde un poco antes y mucho después, siguen ocupando a los críticos y los espacios más exclusivos para las artes plásticas, en el nuevo siglo. En ese año, visité Imagen Regional III y fue grande y hermosa mi sorpresa cuando, en el fino catálogo, vi el nombre de Fabiola Alarcón Fernández “nacida en Apía Rda., en 1967”. Cómo iba a dudar que fuera apiana con ese nombre y ese su primer apellido. Luego se comentaba que era “maestra en bellas artes con especialización en escultura de la Academia Superior de Artes de Bogotá y en artes plásticas con profundización en pintura de la Universidad Nacional de Colombia”. El catálogo publicaba un extenso recuento de exposiciones individuales y colectivas fuera de las siguientes distinciones: “Mención IV Bienal de Arte Cervantino, galería Carrión Vivar, Santafé de Bogotá; Tercer premio Salón artes del fuego, Fundación Gilberto Alzate Avendaño, Bogotá; Mención Fuera de concurso, III Bienal de arte cervantino; Mención especial, Primer salón panamericano de arte, Galería Andrómeda Bogotá”. En la página siguiente, con los colores apropiados, la reproducción de una de las esculturas de Fabiola Alarcón que representaba a un niño campesino, un tanto abultado, de gesto tímido, ropa ancha y parapetado sobre una caja forrada, en la escena macabra de un sepulcro que se abría bajo sus pies. Raúl Cristancho, profesor de la Universidad Nacional, lanzó este juicio que dilucidaba claves, aparentemente herméticas, de la obra de nuestra artista: “Fabiola Alarcón (Apía, Risaralda, 1967), utilizando una técnica artesanal (papel maché) propone una suerte de estatuaria liviana opuesta al peso, gravedad y perennidad del bronce o piedra. Deja que el material impreso del papel haga parte activa a manera de camuflaje en la superficie del objeto y enfatice así el sentido irónico de la obra: “Niños guerrilleros”, realizados con imágenes religiosas cuya presencia paródica otorga levedad a un tema dramático de nuestra realidad” (Ibid.). He vuelto a ver, en otras ocasiones, el nombre, lugar de origen y obra reciente de Fabiola Alarcón. Siempre experimento un sentimiento de solidaridad, de estimación, de gusto por lo que hace. Sus paisanos, aún sin conocerla personalmente, deseamos 198


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que progrese en su estilo que ya la identifica, que continúen invitándola a exposiciones individuales y colectivas y que a sus manos lleguen codiciadas distinciones. Ah, y que en su tierra no la olviden, que la aprecien como se merece y que de pronto, la inviten a una exposición de su obra. Sería merecida una distinción por darle buen nombre a Apía, después de que otros le dieron nombre por motivos que, en ciertos casos, socavaron la tradición de una tierra en donde la belleza, la educación y la cultura, tenían su indestronable Parnaso.

IV A finales de julio de 2004 se inauguró, en Bogotá, una nueva versión del Salón Nacional de Artistas, en donde el público tuvo la oportunidad de ver el contraste entre los viejos maestros y los recién llegados y entre lo que se hacía en la capital y lo que se estaba haciendo en la provincia. Para los engreídos bogotanos, cuando alguien se desvía de la carrera séptima ya está metido, hasta el cuello, en la maleza de la provincia. Provincia, para los bogotanos, es un término entre despectivo y compasivo. Pues bien. En el Salón Nacional de Artistas correspondiente a 2004 participaron 89 artistas. La Revista Semana, después de mencionar a las vacas sagradas en ese Salón, comentó: Al lado de los artistas ya mencionados también estaban Emel Meneses, proveniente de Contratación (Santander), Fabián Montenegro, de Ipiales; Rodrigo Grajales, de Apía (Risaralda), Luis Antonio Gaona de Hato Corozal (Casanare) y Oscar Danilo Vargas, de Pitalito (Huila), entre muchos otros. (Revista Semana. “Todos al Salón”. Bogotá: agosto 2 a 9 de 2004, p.96-97). Me cogió de sorpresa la mención de Apía en medio de esa ONU de pueblos perdidos en el mapa del arte colombiano. Ya habrá que clavar alfileres en lugares antes ignorados por obra y gracia de múltiples circunstancias. Por el nombre y el apellido tenía que ser apiano, me dije, aunque no podía afirmar a cual rama de Grajales podía pertenecer. Imaginé que algún amigo de antaño, de esos con los que se compartieron chanzas y algunos tragos, podía ser el padre de este laureado artista. Muchos de los que en el mundo han sido, entre ellos Cristo y Bolívar, han tenido que emigrar de sus tierras y luego, después de luchar con angustia y con método por los triunfos con los que soñaron cuando niños debajo de las cobijas, por rebote han cosechado cierto merecimiento ante los suyos. A la gente nativa no le ha importado el éxito de los suyos. La fórmula que opera, en este plato, es una buena dosis de Ignorancia revuelta con unas cucharadas de Envidia y una pisca 199


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de Desidia ante el propio fracaso. En innumerables casos se manifiestan indiferentes o les incomoda. Tenemos que aprender a regocijarnos con las glorias ajenas y tomarlas como propias. No conozco la obra de Rodrigo pues apenas, como el sol, estaba repuntando. Pero tendremos que observarla y de pronto admirarla o por lo menos afrontarla. Me animó la ilusión de que, si una revista de tanto peso en el panorama nacional, ante 89 nombres apenas escogiera cinco para citar, como ejemplo de lo que se iba a empezar a ver por todo el país, debía ser porque esos nombres, ante los demás, tenían una trascendencia que no deberíamos echar en saco roto.

V Desde que viajé a Bogotá a seguir estudios universitarios me acompaña el recuerdo de mi temporada como estudiante interesado por asuntos culturales, luego como bachiller del Santo Tomás de Aquino para seguir como profesor de tiempo completo y horas extras. Sin embargo, a comienzos del siglo XXI, escuché atónito la crisis existencial por la que atravesaba nuestro colegio. Murió Gabriel Rojas, una especie de supermán para dicha institución, mermaron los estudiantes matriculados por motivos de índole nacional e internacional y de ahí se derivó la merma de profesores de planta y un rosario de problemas más. Nunca en mi vida pasó por mi mente el mal pensamiento de un posible cierre de la institución que yo juzgaba entre las más estables en nuestro país. Varias veces me había hecho la pregunta sobre cómo sería el Santo Tomás dentro de cien y doscientos años. Y siempre lo imaginaba disfrutando de perfecta salud. En medio de ese panorama apesadumbrado que clavaron en mí, con las noticias llegadas de Apía, experimenté enorme regocijo cuando leí la siguiente noticia, proveniente de Pereira, aparecida en el periódico El Tiempo: Pereira. Entre 104 postulados, Víctor Adolfo Zapata Restrepo (foto) de la Institución Educativa Santo Tomás de Aquino Jornada diurna de Apía fue elegido como el Bachiller de Risaralda 2004. La elección se realizó mediante un sorteo en el que participaron bachilleres postulados por los rectores y consejos académicos de las instituciones del Departamento. El requisito era destacarse tanto en la parte académica como en la social. El premio de 11 millones de pesos (dólar a 2500 pesos) para sus estudios fue entregado en el Teatro Santiago Londoño. (El Tiempo, 21 de octubre de 2004. p.2Café). 200


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La fotografía que acompañaba al texto mostraba a un joven posesionado de su papel de vencedor. Además tuve la sorpresa de que a nuestro ‘Colegio’ ya no se le llamaban así sino Institución Educativa lo que demuestra, una vez más que, en Colombia, muchas reformas, en resumidas cuentas, estriban en un cambio de nombre o de palabras y lo demás continúa como antes si no es peor. Esperamos que esa reforma educativa que ha causado tantos problemas, en todo el país sobre todo a nivel de ubicación de profesores y número de alumnos por grupo, también tenga algo bueno y el triunfo de Restrepo sea una muestra de los nuevos vientos. La Casa de la Cultura de Apía, fuera de libros y algunos objetos que ciertos idealistas obsequian espontáneamente para preservarlos del aniquilamiento causado por el tiempo debe tomar cartas en el asunto y felicitar, a nombre del pueblo, a los nuevos artistas y demás personas que van por el país pregonando “Yo soy de Apía” y solicitarles, muy comedidamente, una muestra física de sus obras para la incipiente colección artística, ahora que están comenzando porque, de pronto, se nos encarecen y ahí sí sería casi imposible hacerse a ellas. Estos nuevos nombres continúan o inician su periplo por el mundo, se detienen aquí y allá y, en todas partes, presentan sus credenciales como embajadores ad honorem y de buena voluntad de la Ciudad de Tucarma.

VI Hay personas con la manía de que, cuando vamos por una calle, esquina o plaza, nos detenemos a leer los titulares de las publicaciones que exhiben en los puestos de revistas. En esto resultamos menos dramáticos que Cervantes quien cuenta que se detenía a leer papeles viejos que se topaba tirados en la calle. Los diagramadores de los periódicos y los dueños de los puestos de venta tienen conocimiento exacto de esta ralea para provocarla seleccionando las noticias que echan en la parte superior de la primera página o para buscar una noticia interior que puede vender más que las que van en la primera por lo que ponen en el mostrario esa página escandalosa ante los ojos de los transeúntes. Pescan lectores como la miel dejada por ahí pesca moscas. A veces compramos aquel ejemplar del periódico que nos llamó la atención y cargamos con él hacia un café, hacia el trabajo o hacia la casa para devorar el texto que aguijoneó nuestra curiosidad. Eso me pasó el lunes primero de agosto de 2005. Iba por una calle céntrica de Manizales, a primera hora cuando, en el periódico HOY, diario reciente (Año 3, Nº 995), de circulación nacional, leí, en su primera página, el siguiente titular: “Apía declara guerra a las pasteurizadoras”. Ampliación de la noticia en la página décima. En casa me di gusto leyendo esta publicación. 201


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“Vamos a tener pasteurizadora propia que producirá la leche que consumimos. Muchos campesinos, comerciantes y panaderos del pueblo son socios. Se producirá queso y otros derivados para otros mercados. Estos son algunos de los comentarios que se escuchan en el municipio de Apía (Risaralda), desde hace unos años. Después de estudios, inversiones e investigaciones aseguran que, en cuatro meses, saldrán las primeras bolsas de leche. La población utiliza entre 800 y mil bolsas del líquido a diario, sin contar queso y otros productos derivados. Esperamos empezar con 500 o 700 bolsas diarias aunque sabemos que es difícil competir con empresas nacionales, dice el Alcalde Francisco Javier Alzate” (John Jairo Marín Z., 1 de agosto de 2005, p. 10). Luego, el informe presentaba datos tan interesantes como que el equipo mecánico tenía un costo de 25 millones de pesos (dólar a 2.230 pesos), por lo que 25 personas del pueblo y del campo conformaron una cooperativa, aportaron de a dos millones de pesos, dinero con el que compraron parte de la maquinaria y les sobró plata “para otras compras”. Se convirtieron en socios. Los productores de leche de Apía aportaron 200 mil pesos cada uno. El Comité de Cafeteros que era socio, ofreció un cuarto frío y una caldera. La Corporación de Apianos Ausentes (CORAPIA), conformada por 84 personas, también se vinculó al proyecto. El Alcalde escogió 19 jóvenes de la población, la mayoría mujeres, para que hicieran un curso de Tecnología Agraria, en el SENA, y luego se encargaran de realizar encuestas y estudios de factibilidad. Así se supo, por ejemplo, que en el municipio había 280 pequeños productores de leche de los cuales 173 se comprometieron a vender el líquido a la naciente empresa comunitaria. “Sin embargo, ninguno de ellos es un gran productor. El que más posee tiene 12 vacas y hay unos que tienen solo tres” (Ibid.). Doblé el periódico y me puse a recordar la visita que hice a Apía, el sábado 18 de septiembre de 2004, cuando asistí al banquete pro pintura del templo parroquial que se alistaba para la celebración de los cien años de la parroquia. Después del lujoso y concurrido acto, en compañía del Señor Alcalde nos dirigimos al negocio de Fanny Torres, en donde, en torno a una mesa, vimos amanecer, en compañía de un magnífico grupo de apianas y apianos que solo hablaban de los proyectos que beneficiarían al pueblo. Nos desatrasamos en cuanto a todo aquello que Francisco Javier Alzate Vallejo había emprendido, en tan corto tiempo de administración. Él comentó, por ejemplo que, cuando tomó posesión había siete veredas desocupadas debido a los golpes de fuerza de varios grupos ilegales pero que, en ese momento, se estaban repoblando con los ausentes que volvían. Sobre la fundación de una cooperativa que, para Francisco Javier Alzate era como una dinámica obsesión que había cultivado por muchos años, comentó que 260 personas habían hecho, ya, cursos sobre cooperativismo. Había 200 personas más pidiendo apertura de nuevos cursos, en siete veredas. Para octubre de 2004, se planteaba la constitución legal de la cooperativa que tendría como objetivos 202


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la vivienda rural, el crédito, la puesta en marcha de proyectos distintos al café y la comercialización de esos productos. El señor Alcalde insistía en el paso de la cadena productiva a la cadena social. Ahí estaba la pasteurizadora sacando la cara por el proyecto total. Esto había llamado la atención de la dirigencia regional y nacional y para lograrlo se venía haciendo la experimentación en tres veredas. Fuera de esto supe que 170 alumnos trabajaban con el módulo pedagógico diseñado por Francisco Javier Alzate antes de convertirse en Alcalde de Apía y el SAT (Sistema de Aprendizaje Tutorial). Con el SAT, en Pueblo Vano (Santuario), los alumnos obtuvieron mejor puntaje, en las pruebas del ICFES, que el mismo profesor que se presentó con ellos y que no participaba de esa metodología. Con el SAT en funcionamiento, 180 campesinos ya no querían salir a estudiar en el colegio del pueblo sino continuar en el campo. Pelaos formados como tutores. Pasando a otro asunto comentaron que, en la vereda Jordania, había 60 ajedrecistas que habían asistido a los cursos dados por la administración municipal. Uno de ellos quedó de cuarto en el torneo, en las fiestas aniversarias de Pereira, en agosto de 2004. Una revolución pedagógica nacida aquí y que florecía aquí mismo. El Alcalde me comentó esperanzado: “En dos años habrá resultados”. Apía sabía que, al elegir a Pacho como Alcalde, los campesinos tendrían prioridad y su esquema de desarrollo. Yo le pregunté: Y ¿quién seguirá después de Usted? Me respondió como soñando: “Puede que sea un campesino tenaz”. En ese momento, mientras todos desayunábamos antes de salir del negocio de Fanny, supuse que ciertos políticos de la pucha vieja podían estar padeciendo, en Apía, un indecible tormento.

VII En 2007, no muchos sabían quién era Javier Ramírez Rendón pero sí se contaban por millones los que conocía y hablaban bien del popular “Chócolo”. Pertenecía a una familia numerosa de la vereda de San Carlos. Eran 14 hermanos muy trabajadores. El y su hermano apodado “Comino” se dedicaron a la trova en tal forma que Chócolo logró, escalando peldaños, integrar el grupo radial El Cocuyo, espacio noticioso y humorístico que, desde 2006, se transmitía por la Cadena RCN, a nivel nacional. La Luciérnaga le hacía contrapeso en CARACOL. En 2007 participó en el programa La Isla de los Famosos del canal RCN, en el que un grupo de persona, durante varias semanas, en un paraje aislado, se sometía a ingentes trabajos y privaciones, ante las cámaras, detrás de un premio extraordinario. Millones de televidentes seguían las proezas. El concurso concluyó a finales de mayo de ese año. Durante ese lapso, este apiano se distinguió por buen compañero, noble, negado para la maledicencia y preocupado por hacerles feliz la vida a sus compañeros de aventuras. Triunfó sobre todos y se hizo acreedor del premio de 300 millones de pesos 203


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(un dólar valía 1.900 pesos colombianos, en ese momento). Tanto en las emisoras de esa cadena y el canal de televisión, a nivel nacional, siempre hablaba con cariño de Apía “un pueblito que queda a 40 minutos de Pereira por carreterita pavimentada”. En forma ejemplar, todo Apía tomó como propio el triunfo de uno de sus hijos. En la Chiva de Pancho salieron a recibirlo al paraje La Marina, el primer sábado de junio, para que les tocara a los campesinos y, al son de las bandas de música y marcial, entró al pueblo en la máquina del Cuerpo de Bomberos, honor que en Colombia solo se le tributa a reinas de belleza y a sudorosos ciclistas. Los balcones del pueblo estaban adornados con la bandera de Apía. Francisco Javier y Carlos Fernando López Naranjo se encargaron de las trovas. Fue condecorado con un collar de chócolos. El agasajo concluyó con concierto y comida en el Club Tucarma. Muy merecido. Pueblo, o aún persona, que no ocupe un espacio en los medios masivos de comunicación no existe. Y, por larga temporada, el nombre sonoro de Apía fue conocido, repetido y comentado por todo el país gratuitamente. Sin pagar cinco centavos de propaganda. Por eso brindamos por Chócolo mientras repetíamos la última de las décimas del aguardiente, “Pongo aquí punto final/ y suspendo mi laúd/ deseándote salud/ y hasta éxito comercial./ Te doy mi abrazo cordial,/ te agradezco este favor,/ te deseo lo mejor/ y en nombre del aguardiente,/ me suscribo atentamente/ tu seguro servidor”.

VIII El 10 de abril de 2007, a las seis de la mañana, escuché, a través de la Cadena Radial Colombiana (CARACOL), la noticia de que Apía (Risaralda) estaba al borde de una emergencia de proporciones catastróficas. Según los periodistas radiales, debido al crudo invierno que siguió a tres meses de un intenso verano propio del Fenómeno del Niño, los túneles o canales subterráneos por donde los ingenieros pusieron a correr las cañadas, en el sector centro-sur de la población, en la década de los cincuenta del siglo XX, habían colapsado, sesenta años después de construidos. Los locutores mencionaron que unas 40 casas de habitación empezando por las de la primera cuadra de la Calle Matecaña, la Plaza de Mercado Cubierto, el Polideportivo y el Hospital San Vicente de Paúl estaban en peligro de desaparecer debido a una inminente bombada. Como un torrente de recuerdos vino a mi memoria la temporada cuando, en verano, los muchachos del Colegio nos metíamos, como todo unos expedicionarios del subsuelo, por esas cloacas por donde habían encauzado las torrenciales aguas que bajaban bramando, a veces con empalizadas, desde la tierra fría. Contaban, con entonación de fábula que, una vez, unos presos se escaparon pasando de la cárcel, en el primer piso de la Alcaldía, al túnel que atraviesa el parque y desemboca por detrás del extinto Teatro Bolívar, frente a la actual Plaza de Mercado, por la calle. Por ese 204


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motivo, y en medio del más arrogante envalentonamiento ante otros compañeros, los muchachos que nos atrevíamos a avanzar en la oscuridad de esos socavones, no sentíamos miedo. Las piedras eran afiladas pues todavía no habían hecho un largo recorrido para que el agua y el roce con otras piedras las pulieran. Teníamos vocación de espeleólogos. Nuestra aventura equivalía a excursiones azarosas sin salir del pueblo. Sin embargo, en las noches de la misma época, no dormíamos viendo como se agrandaban, ante nuestra imaginación, las sombras inocentes y los ruidos en los zarzos de nuestras casas. Era la misma época de la Violencia política. La boca por donde entrábamos quedaba en el solar de la casa de los Flórez y, por ese cajón de piedra y cemento, avanzábamos tropezando en medio de una oscuridad, en parte absoluta, hasta desembocar a un lado de la carrera que conducía a la vieja cancha de fútbol, la misma carrera sobre la que estaba ubicado el caserón de bahareque del Colegio Santo Tomás de Aquino (actuales entidades bancarias y Policía) y, más adelante, la casa que fue de don Gerardo Naranjo, la de don Honorio Echeverri y, actualmente, de sus descendencias. Al frente de esta casa, por la carrera, quedaba la casa inicial de Ana María Botero que, a principios del siglo XXI, todavía ostenta la ventana con hermosa reja de madera. Encima de ese túnel, en el espacioso relleno, armaban sus carpas los circos de payasos y de animales, de obras de teatro clásico y las ciudades de hierro. Allí vi, por primera vez, obras como la Estrella de Sevilla, de Lope de Vega, La Vida es Sueño, de Calderón de la Barca, Genoveva de Brabante (con la que siempre se agotaba la taquilla) y Hamlet, de Shakespeare, en varias temporadas, presentadas por grupos viajeros que retornaban, en cada temporada, como también lo hacían las golondrinas. Asistiendo a estas representaciones nació en nosotros el arrojo para lanzarnos a presentar En la Diestra de Dios Padre, de Tomás Carrasquilla y El Médico a Palos, de Moliere. Los excursionistas adolescentes salíamos a la profunda cañada en donde, con aire entre loco y visionario, el Padre Hernández propuso al Concejo Municipal, construir el Parque de los Fundadores, en fecha cercana al Centenario de la Colonización. Soñó con un parque, para no tener que construir algún edificio sobre toneladas y toneladas de tierra movida con que se iba a hacer el relleno. Lo del parque no fue aceptado por quienes propusieron alegremente el Polideportivo y quienes, sin hacer caso al sentido común, edificaron la pesada construcción sobre tierra echada. Abajo, en la chamba de la quebrada que desde arriba apenas se escuchaba su eco, finalizando la década de los sesenta del siglo XX, encontraron el cadáver de Rodrigo Salazar, director de la oficina de Telecomunicaciones del municipio. Tal vez trastabillando, en la noche de un domingo, cayó desde lo más alto de la vía. Unos muchachos que pasaron por la misma vía buscando una vaca divisaron el cadáver, en la tarde del caluroso lunes. Más abajo, la cañada volvía a encañonarse para pasar, luego, al lado de la morgue y el Hospital, debajo de la carrera que lleva al cementerio. Ahora, en primicia nacional, vienen con la amenaza de que esos ductos estaban a punto de colapsar por lo que el Comandante de los Bomberos profetizó que “se podría producir un nuevo Armero”. A la semana santa de 2007, antes tan 205


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concurrida, se cohibieron de viajar al pueblo muchas personas que, en medio de su pesimismo, se veían como otras víctimas embarcadas por el río Mapa, llegando a La Virginia. Se quedaron en las ciudades en donde trabajaban. Varias personas del país y del exterior, con vínculos sentimentales con Apía, me llamaron para averiguar detalles de la noticia. El periódico El Tiempo se interesó, en el asunto, varios meses después. Hago el recuento de esta publicación porque un informe escrito es más bien estructurado, con lenguaje artificial y trae más datos que el informe fugaz ofrecido a una audiencia con palabras que se lleva el viento. “Las fisuras en las paredes de los colectores subterráneos de aguas negras y lluvias que atraviesan el municipio de Apía tienen en riesgo inminente a 36 viviendas, el coliseo y la plaza de mercado. Debido a que ha cedido la estructura de 700 metros, construida hace 50 años, ya hay hundimientos en las vías, como en la carrera 10 entre calles 7 y 8, la cual fue cerrada como medida de prevención. Por eso cuando llueve, sin importar que sea medianoche o madrugada, los 17 bomberos de Apía corren a quitar palos y basuras de los sumideros. Así buscan evitar que lleguen a los colectores construidos a lo largo del curso de las quebradas El Clavel y Santa Inés, las cuales fueron cubiertas con una loza y tierra con espesor entre 4 y 12 metros. Encima de ese relleno se construyeron viviendas y edificios. Debajo están los colectores que tienen entre 0,8 y 1,5 metros de ancho y pueden ser recorridos por un hombre de pie. Ya se hundió el andén y se reventó la columna de una pared de 10 metros de largo por tres de alto. Algo similar ocurre en el coliseo, en el que ya fueron prohibidos los eventos masivos, el cual tiene averiadas sus columnas. Se necesitan 5 mil millones de pesos (un dólar valía 1.900 pesos) que aportarían el Municipio, el Departamento, la Nación y la Carder” (Iván Noguera, “Apía está a punto de hundirse”. Bogotá: 21 de junio de 2007, p.1-17). La lectura del informe causó sorpresas pues, después de dos meses y medio de haber dado la noticia inicial, por la radio, era increíble que no se hubiera hecho nada concreto fuera del anuncio de que “se necesitan 5 mil millones” para detener la catástrofe. Fui de visita a Apía y, al preguntarles por el problema de los canales a varias personas con voz y voto ante el gobierno departamental y central, se rieron de mí y trataron de explicarme que el problema no era tan grave. Para los impávidos caballeros se trataba de ‘un aspaviento fraguado por la Alcaldía de Pacho para conseguir fondos económicos con el fin de realizar obras que de otra forma no podría adelantar’. Cuestión de estrategia. A un asunto tan grave le metieron bronca política. Como reproche, guardé silencio. No lograron matricularme en la fila de los apáticos. Como argumento para demostrar que no existía problema alguno, ante la inquietud de que si era cierto que habían prohibido el uso del Coliseo Cubierto para evitar aglomeraciones de gente, trataron de sofocar mi inquietud comentando que allá 206


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vivían varias familias de desplazados por la violencia que habían llegado de La Celia y el Chocó. Desplazados indígenas llegaron, en primer lugar, al templo y al atrio. Durante los meses siguientes, pensaba, a la distancia, que ya habían empezado las obras solicitadas por la Administración Municipal. Imposible que el titular de un periódico de circulación nacional no sacudiera de ese marasmo suicida en los apianos que habitaban en Apía, en Pereira y Bogotá fuera de la Oficina de Prevención y Desastres, establecida para remediar estas situaciones. Las cosas no se hacen por cualquiera de estas circunstancias: unos suponen que las cosas son demasiado fáciles y por tanto se hacen cualquier día de estos y otros opinan que son demasiado difíciles y por tanto que las hagan otros. En estas consideraciones dictadas por la pereza pasa el tiempo y, para mal de nuestro pueblo, el agua deja de pasar bajo los colectores.

IX Como si un reloj de arena hubiera contado uno a uno los minutos y los días, dos años después, el 12 de abril de 2009, Domingo de Resurrección, ocurrió lo que para unos era motivo de angustia y de burla para otros. El invierno que venía desde 2007, atravesó todo el 2008, continuó en el 2009, en una forma tan despiadada que, para abril, el número de víctimas en el país ascendía a 61, además de más de cuatrocientos municipios con problemas de deslizamientos e inundaciones. En el Departamento de Risaralda había 33 carreteras con paso restringido. Fuera de eso, aunque en esa fecha el café estaba a 1,78 dólares la libra en Nueva York y a 740.000 pesos la carga en la localidad, ningún campesino raso tenía un grano para vender debido a que en los cafetales no hubo floración y por tanto no hubo cosecha ni traviesa. En donde utilizaban 25 peones para la traviesa, en la de 2009, contrataron cinco. El viernes santo, durante la Procesión del Santo Sepulcro, cayó una tempestad de padre y señor mío. Puso en desbandada a la multitud. Llovió el sábado santo por la tarde. El Domingo de Pascua, la tempestad empezó a caer antes de las cinco de la tarde y se prolongó hasta las ocho de la noche. Debido a la lluvia pertinaz, a la misa de 6 de la tarde, apenas asistieron 12 personas, a pesar de que era domingo de guarda. En medio de la ceremonia, los escasos asistentes escucharon gritos, gentes corriendo, carros de bomberos, otros vehículos a toda velocidad y motobombas movidas por gasolina. El cura con los feligreses entonaron la oración “Señor Rey Omnipotente, en vuestras manos están puestas todas las cosas. Si vos queréis sanar a vuestro pueblo nadie puede resistir a vuestra voluntad…” y, luego, “Aplaca señor tu ira, tu justicia y tu rigor. Por tu corona de espinas, misericordia, Señor…”. No sabían aún de qué se trataba. Alguien a quien había dejado cuidando una casa, en el marco del Parque principal, mientras la tía y la prima asistían al ritual religioso, entró y, sin decir nada, se sentó junto a las dos mujeres. No musitó palabra alguna y ellas tampoco se 207


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atrevieron a preguntarle qué estaba pasando. Siguieron rezando. Sabían que era algo grave. Cuando salieron del templo seguía lloviendo y se había ido la luz eléctrica. Vieron que algo muy serio había ocurrido en la primera cuadra de la Calle Matecaña. El vendaval represó la Quebrada El Clavel que baja por detrás de la casa de la familia Zuluaga Osorio. Marta Díaz, la rectora de la Institución Educativa Sagrada Familia, tuvo que desocupar igual que otras familias. Dos cuadras de la Calle Matecaña, en la salida hacia Viterbo, para mí han sido las conservadas en mejor estado, si hablamos de la noble arquitectura apiana. Sin falsos agregados. La quebrada que viene de arriba, al llegar a los solares de las casas de esta calle, se metía mansamente por debajo de las casas y esa calle, a través de un box coulvert (alcantarilla de cajón) que había aguantado cumpliendo a la perfección su cometido, por más de cincuenta años. En la noche del 12 de abril de 2009, agua, piedras, palos y lodo brotaban a la calle, por los portones de las casas de bahareque. Por la casa de María Cristina Mejía, en la esquina para subir la Calle del Clavel, el agua se desbordó, bajó por la calle empinada que lleva al Mercado Cubierto, descendió por la calle, a un lado del Polideportivo, arremetió de frente sobre el Hospital San Vicente y anegó ocho casas de la urbanización Jaime Rendón. Las autoridades ordenaron desocupar. Hubo familias que no salieron porque tenían ancianos reducidos a la cama y otros ciegos y no cesaba el diluvio. Ante la inminencia de un peligro desconocido, prefirieron quedarse rezando, con el corazón en la garganta. En resumen: 28 viviendas del sector urbano y 20 del rural resultaron afectadas, un supermercado, un almacén de productos agropecuarios y cinco locales comerciales. Como si fuera poco, “la avalancha llenó de lodo la bocatoma del acueducto del pueblo y averió un tubo que conduce el líquido. 17.800 habitantes de Apía quedaron sin agua… María Lizeth Moncada, su esposo Carlos Arturo Mesa y su hija de 13 años perdieron sus pertenencias, en la creciente que, en la parte de arriba, tumbó una casa y arrastró sillas y una nevera. No alcanzamos a salvar ninguna cosa, y ahora esperamos la ayuda del Gobernador que ayer vino a saludarnos” (El Tiempo, “Buscan a subcontralor arrastrado en avalancha”, 14 de abril de 2009, p.1-6). En medio del caos, se le ocurrió al ex alcalde de Apía, Eucario Corrales, de 48 años de edad, que en esa temporada ejercía como Sub-contralor de Risaralda, viajar a Pereira después de la breve temporada de vacaciones en el pueblo natal. Viajaba en el carro particular con su hija Evelyn Tatiana y su sobrina Ludivia Morales. Al llegar al puentecito que hay sobre la Quebrada Santa Inés, entre el Ancianato y el escabroso paso de El Muñeco, por la vía a La Virginia, sobre la carretera se precipitaba una enorme cascada fruto del vendaval que caía arriba, en la población. Para su desgracia, se apagó el carro. Les dijo a las dos mujeres que se bajaran para ayudar a empujar a ver si prendía. Mensajero de vida antes de ser aplastado por la muerte. En ese momento una empalizada de piedras, palos y lodo cayó de lo alto y arrastró el vehículo al abismo, con el Sub-contralor adentro. Eso es estar en el lugar equivocado a la hora 208


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equivocada. Al amanecer del lunes, miembros de la Defensa Civil, Cruz Roja y Bomberos empezaron a buscar, en el río Mapa, el cuerpo del exalcalde pero, si mucho, encontraron una placa y una llanta del vehículo. Fernando Corrales, de 45 años, pertenecía a la Defensa Civil de Apía. Pasó semanas enteras, con los demás miembros de los organismos de socorro, buscando el cuerpo de Eucario, su hermano. “Estos dos días, con sogas, arneses y otros elementos de seguridad, a Fernando Corrales, que ha hecho varios cursos de rescate, le ha tocado descender por riscos de 15 y 20 metros, por entre arbustos, guiando, pero al mismo tiempo recomendando prudencia al más de centenar de personas que participan en la búsqueda. Al lado de ellos, Luis Carlos Flórez, un bombero de Apía, hundía en el pantano una sonda especial para tratar de dar con el cuerpo del exalcalde” (Iván Noguera, 15 de abril de 2009, p.1-6). El Tiempo, principal diario del país, dio despliegue inusitado a la tragedia que embargaba a Apía y gran parte del occidente colombiano. El martes 14, publicó la fotografía, en colores, de una calle, cubierta de lodo, por los lados del Barrio Jaime Rendón, en primerísima página. En la 1-6 publicó media página con la narración de la tragedia. Al desarrollo del mismo asunto, el miércoles 15, destinó media página de la 1-6, ilustrada con una fotografía de los voluntarios y un croquis aproximado del escenario de los hechos. El gobernador del Departamento habló para los noticieros nacionales y dijo que había iniciado los trámites para la adquisición de dos mil millones de pesos que valía el arreglo del daño. Ya vimos que, con motivo de lo sucedido el 10 de abril de 2007, dos años atrás, se había calculado que ese mismo arreglo costaba cinco mil millones. ¿Cuál sería el dato correcto? ¿Por qué en dos años no hicieron algo? Ni siquiera consiguieron la inversión social con las oficinas correspondientes. Quise presentarme de nuevo a quienes catalogaron el informe de prensa, en 2007, como puro aspaviento del Alcalde y retomar la conversación diciéndoles: Hace dos años, ustedes salieron con el cuento de que, la noticia de prensa según la cual ‘Apía estaba a punto de hundirse’ era puro aspaviento y se rieron con sarcasmo. Agregaron que la gente de este pueblo tiene lengua larga. No, señores. La gente no siempre es exagerada. Piensen mal y acertarán. Veinte días después de la avalancha, empezaba a llover y muchas personas salían corriendo de la casa. CORAPÍA, la corporación de apianos ausentes, con sede en Pereira, organizó una ‘Apiatón’ (al estilo del popular Teletón), evento público para recoger donaciones para los damnificados del siniestro. Hubo artistas como la niña de voz dulce que canta acompañada de la banda de música y que perdió todo. Le quedó únicamente la familia y la propia vida. Recogieron 17 millones de pesos. La presidenta del evento fue Gloria Acevedo y la tesorera, Amparo Hincapié López. Allá vimos a Amparo y Lesbia Flórez, a Gilma Agudelo, a Carlos Fernando López y muchos otros apianos de cuerpos o de corazón. El cura párroco recogía los auxilios de los paisanos que vivían en otras partes. Carlos Héctor Ramírez, en Estados Unidos, recogió, entre 209


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apianos y amigos de Apía, más de cien mil dólares, el equivalente a más de 200 millones de pesos con lo que esperaban construir unas 10 casas para destechados y para aquellos que tuvieron que desocupar. La nostalgia extrema que arraiga en el corazón de los paisanos que se han ido a trabajar lejos explica esa generosidad desmedida, aún en un momento de crisis como era la que atravesaban las economías del mundo. “Mi alma torturada sufre sabiendo que mis seres queridos piensan continuamente en mí, suponen que estoy ocupado en algún rincón de Estambul, con cualquier asunto estúpido, o incluso que ando detrás de alguna mujer. Que encuentren mi cadáver cuanto antes, que se me recen los responsos, que se celebre mi funeral, que me entierren ya” (Orhan Pamuk, 2006, p.16). Estaba leyendo el anterior texto del Premio Nobel de Literatura 2006, cuando me informaron que ese sábado 16 de mayo de 2009, a las dos de la tarde, se había clausurado el angustioso episodio del exalcalde que cayó en una trampa de la naturaleza y desaparecido en medio de tan espantosa avalancha. La familia y todo Apía optaron por descansar de esa pesadilla. Esa tarde, un mes después de los acontecimientos y de una búsqueda infructuosa, se llevó a cabo el funeral simbólico, en el templo de Nuestra Señora del Rosario. Llegó un crecido grupo de paisanos y amigos de Pereira y otras localidades. Engalanaron el recinto con tapetes rojos, con flores en abundancia y con un retrato de exalcalde. Trajeron un coro de Pereira cuando, antes, Apía contaba con un orfeón a cuatro voces, de fama nacional. Todo se acaba. La banda de música del pueblo también acompañó la liturgia. Fuera del cura párroco, intervino el Contralor del Departamento. Leyeron varias resoluciones de duelo entre ellas una enviada por el Concejo Municipal de Viterbo. Un sentido homenaje ocurrió cuando el celebrante pidió a Dios que se acordara del alma Eucario Corrales. En ese instante abrieron tres cajas de mariposas de vistosos colores que salieron revoloteando por todo el templo. Con las lágrimas de los asistentes se clausuró la ceremonia simbólica con la que se trató de calmar la zozobra y, según el texto de Pamuk, también el alma del desaparecido: “Mi alma torturada sufre sabiendo que mis seres queridos piensan continuamente en mí”. Hablé, por teléfono, con Luz Eugenia Salazar que vive con su tía, Chavita, en el marco del Parque, debajo de la que fue, por muchos años, Escuela Valentín Garcés. Me comentó que, dos años atrás, con motivo de los temores por el posible colapso de los box coulvert, los vecinos de este lado del Parque enviaron una carta al Alcalde de la época participándole de sus temores sobre el estado de conservación de un enorme y viejo tanque de almacenamiento de agua que surte parte del caso urbano del municipio y que, para mayores desdichas, está situado en el patio de la Escuela Valentín Garcés. Antes de entregar la administración, el Alcalde llegó con una comisión de ingenieros a examinar la situación que había prendido la voz de alarma. En diciembre de ese año, cambió el gobierno municipal y el siguiente, al mando desde el primero de enero de 2008, aún no había dicho esta boca es mía. En la última 210


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semana de abril de 2009 le enviaron otra comunicación para que informara sobre el resultado de las pesquisas de los ingenieros y dijera por qué no habían iniciado el traslado de ese tanque de almacenamiento a un área menos habitada, fuera de la ciudad. No se explica uno como podían dormir tranquilas unas gentes que habitan debajo de la Espada de Damocles que, como un péndulo, oscila encima de sus vidas.

IX ¿Quién era ese caballero mono, robusto, de vestido azul, corbata granate y con cara de satisfacción que, en las fotografías de prensa aparecía sentado a la diestra del Presidente de la República, Álvaro Uribe Vélez y compartía mesa directiva con el Gerente General de la Federación de Cafeteros, Gabriel Silva Luján, los ministros de Agricultura y Hacienda y otras vacas sagradas de la industria cafetera nacional? Era nada más y nada menos que Francisco Javier Pérez Marín, designado Presidente del LXX (70º) Congreso Cafetero que se efectuó en Bogotá, entre el 26 y 29 de noviembre de 2008. Francisco Javier Pérez era un ciudadano natural de Apía, miembro de una familia numerosa y honesta, con raigambres en la vereda San Carlos en donde, por muchos años, después de que los nietos se desplazaron a Apía, la abuela siguió viviendo y cuidando sus matas, animales y cafetales. Cuando estuve en su finca, era una anciana feliz. La familia de los Jaleos vivió, en un tiempo, por la Calle del Clavel y luego por la Calle de Sodoma. Pedro, el mayor, y Fabio fueron experimentados taxista. Un día bajó por la calle de la Alcaldía una llanta que estrelló a Fabio contra la pared de Mi Cafecito. Comentaban que Francisco Javier salió gritando: “Peiro, Peiro, una llanta mató a Jaleo”. Fuera de las magulladuras no le pasó mayor cosa. Sin embargo, en el pueblo, por muchos años, la gente recordaba esta anécdota con cierto gracejo. Francisco Javier, como sus hermanos Gildardo y Luis Eduardo, como también varias de sus hermanas, cursó bachillerato en el Colegio Santo Tomás de Aquino; allí fui su profesor, se graduó en 1968, trabajó con el Comité Departamental de Cafeteros de Risaralda, ancló en Marsella en donde tuvo la oportunidad de comprar café, preocuparse de lleno por la actividad cafetera y buscarles soluciones a sus problemas. “Junto a la felicidad del nombramiento, el dirigente reconoce que asumirá esa responsabilidad en medio de una de las épocas más críticas de los últimos años. Por eso, aseguró, que en el evento se expondrán necesidades como el financiamiento de la cosecha de 2009 y planes para el pago de la deuda. No obstante, confió en que el próximo año sea mejor, pues ya se prevé una reducción en el precio de los fertilizantes, en especial por la caída en el petróleo que hoy rodea los 58 dólares el

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barril (después de haber subido hasta 146 dólares este año)” (La Patria, “Risaralda presidirá Congreso Cafetero”, Manizales, 14 de noviembre de 2008, p.9ª). Para posesionarse como presidente del Congreso Cafetero tuvo, para escoger, entre dos discursos de tono diametralmente distinto: Uno que siguiera los delineamientos trazados por un apiano ilustre e ilustrado, educador, escritor y político. Su tono reflejaba los padecimientos de los cafeteros rasos, los de vereda, los que, durante un año, padecen de atroces carencias y aterradoras angustias con la esperanza de calmarlas cuando llegue la cosecha que siempre es escasa y mal pagada. El otro discurso seguiría los delineamientos marcados por la Gerencia General de la Federación de Cafeteros de Colombia para la que lo expuesto no debería ser muy descarnado para no aguar la fiesta. Hubo expectativa por saber por cual discurso escogería. Por el silencio absoluto sobre sus palabras, parece que no quiso disgustar a quienes lo eligieron como presidente. Sin embargo, ese Congreso, dirigido por un apiano, tuvo su importancia porque el Ministro de Agricultura aprovechó la oportunidad para anunciar un nuevo precio mínimo del grano, el lanzamiento de un seguro contra los fenómenos climáticos, más plazos para pagar las deudas atrasadas y créditos con tasas más bajas. “El precio mínimo de compra pasará de 474.000 a 500.000 pesos por carga de 125 kilos de café pergamino tipo Federación. (Un dólar valía 2.300 pesos). Este programa contaba con 150.000 millones de pesos para los años 2008 y 2009, aportados por el Gobierno Nacional y los productores. El lanzamiento para el seguro agropecuario del café disponía de un aporte del Ministerio de Agricultura por 12.000 millones de pesos y con otro del gremio cafetero por 5.000 millones de pesos” (El Tiempo, 27 de noviembre de 2008, p.1-17). X Desde antes que se pusiera de moda la gastronomía a nivel mundial, Apía se había distinguido en el panorama del Viejo Caldas como una localidad en donde se le rendía culto al buen yantar. Nadie supo cómo aprendió Nubia Montoya o Ana Galvis y otras damas a preparar suculentos manjares para enamorar más de Apía a los huéspedes ilustres que nos visitaban. Uno sabía que al pueblo había llegado gente de dedo parado porque veía un grupo de jóvenes adolescentes, de preciosas minifaldas, contoneándose por el Parque hacia el Club, con bandejas tapadas. Debajo, los más exquisitos manjares y, por donde pasaban, los más suculentos olores. Había competencia entre distintas damas por la calidad de los platos preparados; todo un misterio que se revelaría a la hora indicada. Lo malo del cuento está en que los invitados tenían que soportar interminables discursos antes de empuñar los cubiertos. 212


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En el Club Tucarma se aderezaba la mesa con lujosos manteles y, para las ocasiones más solemnes, con la célebre vajilla de la Alcaldía que reposaba en una vitrina taponada, en la Tesorería Municipal, a la espera de la ocasión en que se deslumbraba a los desprevenidos foráneos. Era de finísima porcelana con un ribete grueso de laminilla de oro. Pero, fuera de la cocina de élites, había otra cocina que estaba a disposición de la gente del pueblo. Comida tradicional apiana de uso en ocasiones tan especiales como un paseo de olla o un viaje de pesca a alguno de los ríos. Cuando se preguntaba por el plato tradicional de Apía respondíamos, todos a una, que el envuelto de gallina. Se aderezaba la gallina con plátanos, yucas y papas y se enterraba entre la tierra, en una finca, o en la arena de una playa. Se prendía candela y, en el rescoldo de las brasas y con el calor del sol, se cocinaba. El calor progresivo le hacía soltar todos sus jugos para nuestro deleite. En muchas ocasiones organizábamos paseos al río Mapa con el propósito de saborear tan suculento plato típico. Si se lograba atrapar algún pescado antes de empezar a preparar el almuerzo, mejor. O si no para eso se llevaba la gallina adobada, en las ollas. Aprendí a admirar a quienes eran capaces de ofrecer una deliciosa vianda partiendo de unos materiales tan toscos como plátanos, yucas y papas. Platos tan exquisitos me estimularon a investigar y de ese estudio resultó “El Paladar de los Caldenses” (Gobernación de Caldas, año 2000), obra que mereció un reconocimiento que he valorado mucho. Vienen estos recuerdos cuando leo en el periódico los detalles sobre la Feria de Culinaria Nativa (Cuna), llevada a cabo en la plazoleta de la Gobernación de Risaralda, el 28 de abril de 2010. “No menor sorpresa causó en los catadores de recetas tradicionales un jugo de yuca que preparó Ruth Marina Grisales, ama de casa de la vereda Jordania, de Apía. ‘Se pone en la licuadora la yuca, la leche y la canela. Es muy nutritivo’, cuenta la señora quien también es una experta en preparar ‘pollo enterrado’, que es como un sudado de pollo que se envuelve en hojas de plátano y se entierra durante toda una noche y se tapa con ceniza” (Angélica Alzate B., 30 de abril de 2010, p.1-8). Tradicionalmente, entonces, se han perfilado dos cocinas en Apía: la representada en el Club Tucarma, con vajilla de porcelana china, de cantos dorados y la cocina típica, envuelta en hojas de plátano pero de la que habla más la prensa nacional.

XI Se ha hecho alusión de que, desde cuando se instaló la televisión en Colombia, a mediados del siglo XX, era supremamente difícil que la imagen se captara 213


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satisfactoriamente, en muchos municipios colombianos, entre ellos Apía, pues la señal se transmitía de torre a torre, colocadas sobre el filo de altas montañas y muchas veces había obstáculos geográficos o de otra índole que obstaculizaban la recepción aceptable. De los estudios de la Televisora Nacional se transmitía la señal a unos transmisores ubicados en Chocontá, en el extremo occidental de la sabana de Bogotá; de allí, se iba en línea recta y despejada hasta el nevado de El Ruiz, de donde se mandaba al Cerro del Madroño, en Belalcázar y luego, una señal desdibujada llegaba a los escasos receptores que habían adquirido en Apía. El televisor era más un lujo hogareño que un medio masivo de comunicación o diversión. El 20 de julio de 1969, el señor cura párroco decidió viajar de Apía a San José Caldas para ver por televisión la llegada del primer hombre a la Luna. Sabía que, de quedarse en Apía para observar ese acontecimiento tendría que contentarse con imaginarlo viendo en la pantalla rayas y sombras, en blanco y negro. Lo que uno vislumbraba era todo un acto de fe. Para comienzos del siglo XXI, las emisoras de radio, las cadenas de televisión, los teléfonos y otros muchos aparatos utilizaban las señales satelitales. La mayoría de las empresas que necesitaban esos servicios colocaban un satélite en órbita de la tierra, alquilaban una señal o recurrían a la fibra óptica que, en muchos casos, atravesaba el lecho del océano entre un continente y otro. El Ministerio de Comunicaciones de Colombia suscribió, en 2009, la instalación de un satélite que permitiera la conexión con 30.000 puntos apartados del país. El nombre era Satcol, de cuatro toneladas y del tamaño de un avión pequeño. Su costo sería de 230 millones de dólares (unos 466.670 millones de pesos) y lo ubicarían en la Órbita Geoestacionaria (GTO), a 36.000 kilómetros de la tierra, en el año 2012. Este proyecto preveía que, para 2.019, segundo centenario de la Batalla de Boyacá, debían estar interconectados 50.000 puntos de la geografía nacional, ochenta por ciento vía satélite. Para el año 2009, las principales empresas de comunicación por medio de teléfonos celulares, en Colombia, eran, en su orden de acuerdo con el número de usuarios: COMCEL, de origen mexicano; MOVISTAR, de origen español y TIGO de propietarios luxemburgueses. TIGO tuvo un crecimiento vertiginoso después de que sus anteriores propietarios, de origen colombiano, la vendieron a esta transnacional. Para promover sus productos por los canales de televisión de cobertura nacional y programación internacional, su agencia acuñó unas propagandas en que, el veterano actor colombiano Víctor Mallarino, salía a decir que Tigo ya había instalado más de 2.000 antenas de transmisión en los lugares más inaccesibles del país. Ese avance era garantía de efectividad contra aquellos que opinaban que Tigo no “se cogía”, en muchas zonas de Colombia. La segunda propaganda de esa serie patrocinada por Tigo fue grabada en Apía y, por una larga temporada, trasmitida para el país y el exterior. Seguramente, los publicistas 214


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se dieron cuenta de que el número de usuarios en este municipio era escaso debido a la ubicación geográfica que le da el frente a la tarde y la espalda al centro del país. La hermosa propaganda de Tigo presentaba a Apía, en vívidos colores, desde tres escenarios diferentes: al principio, el actor Mallarino hablaba desde el final de las escaleras del atrio mientras al fondo se observaban las casas de dos pisos que van desde el Café Apía hasta la casa de la familia Naranjo, en la mitad de la cuadra. La segunda parte de la propaganda se grabó, entre el parque y las casas al final de la misma cuadra, junto al Café El Ruiz; mientras el actor conversaba con un conductor de jeep, “don Holmes”, los colombianos tenían la oportunidad de contemplar, al fondo, el frontis del templo. El tercer escenario fue la calle peatonal que sube de la Casa de la Cultura y la Institución Educativa Sagrada Familia, a la esquina del Banco Cafetero. Mallarino ascendía, despacio, mientras hablaba; a los lados se destacaban las casas de balcones de madera torneada. Una propaganda repetitiva y gratis de carácter nacional que, si la fuera a pagar el municipio de Apía, le costaría un ojo de la cara.

XII El periódico La Patria, de Manizales, publicaba una página semanal de Turismo que trataba de informar y abrir el apetito de los lectores sobre aquellos sitios que merecían ser visitados. El miércoles 9 de junio de 2010 dedicó la página 2b, a “Apía, Corazón del Viento”. En ella publicó 10 fotografías a todo color con pie- de fotos, una infografía sobre sus datos claves, texto corto y excelente diagramación. La foto central reproducía el panorama que ofrecen la fachada del templo, la casa cural y la Alcaldía vistos desde el parque principal. A su alrededor, una fotografía de la casa en la que funciona el Café Apía, vista desde la puerta lateral derecha del templo, una vista interior del templo de Nuestra Señora del Rosario, el Monumento a los arrieros, una toma de la Calle de Santuario vista desde el atrio, la bella perspectiva de la Calle de la Alcaldía desde el atrio, los jardines de la Calle peatonal que baja a la Sagrada Familia, los balcones de las casas en que vivieron mi primer amor Marta E. Hincapié L. y mi última novia Nidia Henao R., segunda y tercera casas después del Café Apía, el Kiosko del Parque en medio de la arboleda y la Calle de Sodoma vista desde la esquina del atrio. Es de alabar el olfato del fotógrafo Albeiro Rudas García para captar aquellos ángulos locales que hacen vibrar el corazón apiano porque se han entronizado como símbolos. Un banquete para los ojos acompañado de este texto: “Apía, en el departamento de Risaralda, tiene una geografía quebrada. De hecho, su parque principal está sobre una amplia pendiente en la que se asienta su bello templo de Nuestra Señora del Rosario, rodeado por muy conservadas casas con balcones de 215


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madera que se pierden en verdes montañas. Lo domina el Cerro Tatamá. A Apía, mejor conocida como Corazón del Viento, se llega por una carretera asfaltada que está siendo reparada, en la actualidad. Su paisaje rural es de impresionante belleza y su casco urbano construido sobre la ladera de la montaña. Apía fue conocido porque allí, en la década del 50, funcionaron colegios e internados de gran renombre nacional”. De vez en cuando, los medios de comunicación nos sorprenden con sorpresivas entregas, como ésta, para atizar la nostalgia.

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MUCHO MÁS QUE SIMPLES REZOS

Templo parroquial de Nuestra Señora del Rosario, en cuya construcción se invirtieron dos décadas.

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l germen de este texto vio la luz con motivo de la celebración del I

Centenario de la fundación de la Parroquia de Nuestra del Rosario de Apía, el 29 de septiembre de 2004. Luego de la segunda colonización proveniente de Antioquia, la mayoría de los nombres de los protagonistas que anclaron con sus bártulos en las que pronto serían tierras apianas, como los de la primera colonización, tenía su raigambre en la religión 217


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traída, hacía varias centurias, de territorio europeo: José María (Marín) y María Encarnación (Marín); los mayores misterios de la fe proclamados en los nombres de los protagonistas terrenales. La hija tenía nombre bíblico, Raquel, y el hijo nombre pagano Saturnino. Luego vendrían Custodio y su esposa Mercedes (el ángel de cada uno y la virgen que favorece de los peligros del viaje); Juan Bautista, como el primo segundo de Cristo y el amanuense español de más de trescientos años antes, esta vez casado con María del Carmen y su hijo José María; luego Carmelo (no se olvide el Monte Carmelo bíblico) Marín; Rafael Álvarez y Urbano Osorio, con nombres de devocionario, de Antiguo Testamento y de la historia de la Iglesia. El nombre de la primera maestra era María Jesús Peláez de Hoyos y el de uno de los primeros maestros era Sacramento Gutiérrez. La antroponimia de la época reflejaba una cosmovisión centrada en la vida religiosa. Imponer a una persona, por medio de la ceremonia católica del bautismo, un nombre con connotaciones religiosas era augurarle a ese recién nacido el patrocinio celestial, librarlo de las acechanzas del camino, de la selva, de las fieras, de las enfermedades endémicas y desconocidas, del hambre, de otras guerras, de enemigos terrenales y del Enemigo Malo, que era como se referían al Demonio. Enemigo malo, como si hubiera Enemigo Bueno. A la familia paisa la dominaba el llamado ‘santo temor de Dios’ y el recurso infalible de ponerse siempre en sus manos. Por este motivo, al salir de la casa, aunque fuese por un corto lapso, el hijo pedía la bendición y los padres jamás se la negaban. La toponimia primigenia también giraba alrededor de la fe religiosa. Al rancherío de la Villa de las Cáscaras le colocaron el nombre de San Antonio de Apía, el santo italiano de Padua. La junta pobladora se instaló el 15 de agosto de 1883, día de la Asunción de María al cielo y estaba integrada, fuera de los nombres anteriores, por otros que se llamaban Wenceslao Ríos y Bernardino Mejía, personajes con nombres de santos de estrato seis entre los que integran el santoral de la iglesia católica. A quien enviaron de Anserma para hacer el trazado de las calles de Apía se llamaba Ángel Rivas. Ángel es una palabra griega que significa Enviado y de uso eminentemente religioso a partir del Nuevo Testamento. En la toponimia rural, veredas con nombres como San Agustín, San Carlos, San Andrés, San Rafael, La Candelaria, El Carmelo, El Socorro y hasta Jordania, La María y La Campana revelan esa influencia religiosa que también se da en buena parte de conglomerados colombianos. La Calle de Sodoma, del atrio hacia arriba, evoca una situación bíblica que debió presentarse por ese sector lo mismo que el Barrio Santa Inés recuerda a la religiosa vicentina que, entre los años 1968 y 1970, con el grupo de trabajo social de la Normal de la que hacía parte, avanzó en el proyecto y dotó de viviendas a muchas familias. La Normal Sagrada Familia había recibido estos nombres antes: originalmente, Colegio La Inmaculada y luego Colegio Santa Inés.

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En muchos parajes urbanos y sobre todo rurales las personas de convicciones religiosas aún colocan imágenes sagradas de acuerdo con su devoción. Desde lejos se divisa, blanca, la estatua enhiesta de la Virgen en La Frontera. Señalársela a un extraño es como decirle para su información elemental: Ahí queda Apía. En cada casa, el tres de mayo, enarbolan una cruz fabricada con maderas del mismo predio y adornada con las flores del vistoso jardín o con coronas de papel metálico. Según creencias, esa cruz atrae prosperidad, cuida los animales y demás bienes y aleja rayos, tempestades, ladrones y a los enemigos gratuitos. Recuérdese la enorme cruz forrada en azulejos que, al comienzo de la década de los cincuenta, del siglo XX, época de la violencia política entre conservadores y liberales, se plantó en El Bosque, con loable intención pacificadora. Para señalar el sitio en donde murió o asesinaron a cierto paisano se acostumbraba colocar una cruz pequeña llamada “calvario”. Durante la Violencia que azotó al país en la época citada, fueron tantos los asesinados en los caminos que las jerarquías eclesiásticas prohibieron la colocación de más cruces ya que no cabían en los caminos y ponían nerviosos a los viajeros y transeúntes. Todo mundo arisco. En el cuello de cada católico, sobre todo si era varón, se veía el escapulario de paño café de la Virgen del Carmen igual que entre los trebejos que portaban, en el carriel, los arrieros y viejos chapados a la antigua. A los niños enfermos los vestían con el hábito de San Francisco de Asís, buscando alivio. Ese hábito era el ajuar de la mayoría de los muertos adultos. Dentro de los hogares no podían faltar, en el comedor, La Última Cena de acuerdo con la versión de Da Vinci pues se creía que en donde estaba este cuadro abundaba la comida. En la sala, la imagen del Corazón de Jesús y, en las alcobas, los cuadros de la Virgen del Perpetuo Socorro, la Santísima Trinidad y sobre las cunas de los niños, el Ángel de la Guarda. Por ahí, en cualquier alcoba, ubicaban las imágenes de San Expedito, San Roque y Santa Marta. Detrás del portón principal pegaban una oración de San Ignacio o de La Medalla Milagrosa para impedir el ingreso de los antisociales. Posiblemente, en un rincón de la cocina, alumbraban un cuadrito de San Cayetano esperanzados de que faltase nunca el mercado en la alacena. Cada profesión, cada actividad, cada necesidad tenía un patrocinio celestial al que nuestros mayores acudían confiados en que sus peticiones serían escuchadas. Era frecuente la presencia corporal de algún sacerdote o fraile, en las fundaciones españolas y aún antioqueñas. Apía no contó con el ritual de las espadas entrecruzadas. Su poblamiento fue más una colonización sin muchos protocolos hecha por campesinos. Poco después de que anclaran las familias de las que la historia conserva sus nombres, aparecieron por estos predios el Padre Braulio Giraldo y, a partir de 1886, José Joaquín Hoyos, Anselmo José Estrada y Nicolás Tirador, provenientes de Riosucio, Anserma y Quinchía.

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Don Gerardo Naranjo López, en su obra “Apía a través de la Historia”, cuenta que la primera misa de que se tenga noticias en Apía, la celebraron los tres sacerdotes llegados de los pueblos citados anteriormente, el 18 de septiembre de 1886, en el corredor de la casa de don José María Restrepo, luego casa de la familia Castaño Abadía, en el marco sur de la plaza principal, después asiento del Almacén Carrusel y, en la actualidad, solar enmalezado que dejó un incendio en donde hay un parqueadero, una cafetería y un restaurante de paso. Los 18 bautizados de aquel día quedaron registrados en el libro II de bautismos de Ansermaviejo, ciudad, por mil motivos, llamada la Abuela de Caldas. En 1899, Apía quedó envuelto en los acontecimientos de la Guerra Civil. Las guerrillas liberales atacaban a las autoridades conservadoras. “Mientras las guerrillas merodeaban por las riberas del río Cauca, el General Rafael Díaz y el Coronel Pedro A. González entran por el Chocó y se apoderan de la población de Apía y saquean las casas conservadoras. Siguen para Ansermaviejo y…” (Alfredo Cardona T., 2006, p.293). A pesar de la guerra, creció tan rápido el poblado que, ya para 1892, Apía contaba con unos siete mil habitantes y para solicitar a la Asamblea del Cauca la erección de este caserío como distrito municipal, anexaron una “muy extensa y bien fundamentada certificación” de conducta de sus habitantes redactada por el sacerdote Nicolás Tirado. Esa certificación era importante porque, en esa época, signada por las guerras civiles, muchos soldados remisos, malandrines y malhechores se escondían en caseríos lejanos, sin autoridades, en donde pudieran pasar desapercibidos. Según ese documento, la gente que moraba en Apía, a finales del siglo XIX, era, en general, de buenas costumbres. Por muchos siglos, la moral, la ética y la administración pública fueron de la mano. Ningún cronista de la época se dignó explicar el motivo que llevó, en 1888, al Pbro. Anselmo de J. Estrada que era párroco de Anserma, a fijar residencia en Apía, en compañía del Pbro. Hipacio Mejía, y a que emprendiese construcciones particulares, como el caserón en que funciona la Alcaldía, sin que hubiese sido nombrado cura párroco ya que la parroquia fue constituida dieciséis años después, el 3 de septiembre de 1904, por Monseñor Gregorio Nacianceno Hoyos, primer obispo de Manizales con vínculos familiares en esta localidad. A la parroquia acabada de crear la bautizó con el nombre de Nuestra Señora del Rosario, la misma advocación bajo la cual fue creada la diócesis de Manizales, en el año 1900. El primer párroco fue el Pbro. Clemente Antonio Guzmán. Clemente Guzmán dotó a Apía de un primer cementerio que tuvieron que mudar por fallas en el terreno. Padeció los trágicos acontecimientos de la Guerra de los Mil Días como cura en varios caseríos de lo que, poco después, conformaría el Occidente de Caldas. “El párroco Clemente Guzmán trató de disuadir a los verdugos (de tres capturados a los que iban a ejecutar) y Azarías Gómez sin atender sus ruegos le dijo 220


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burlonamente: Usted, Padre, entiéndase con el de arriba que yo veré que hago con los de abajo” (A. Cardona T., ibid., p.301). Se ha aceptado como un hecho que el Pbro. Nazario Restrepo fue párroco de Apía entre 1910 y 1912. Había nacido en Sonsón en 1877, estuvo vinculado a la naciente Diócesis de Manizales y murió en la capital de Caldas en 1931. Fue dueño de una cultura esmerada, orador sagrado de alto vuelo, pintor de buenas intenciones, músico y sobre todo poeta y escritor (El Cóndor, loc,cit. Nº 64, enero de 2004, p.1). Precursor del grecoquimbayismo y amigo de escritores de tanto renombre como Guillermo Valencia, el poeta modernista de Popayán. Murió a los 54 años en Manizales y sus restos descansan en la nave derecha del Templo de la Inmaculada. El terreno en que se fundó Viterbo (Caldas) pertenecía al municipio de Apía. Los móviles de su fundación fueron específicos. Se fundó el 19 de abril de 1911, por iniciativa de Monseñor Gregorio Nacianceno Hoyos, Obispo de Manizales quien encomendó al Pbro. Nazario Restrepo Botero, a quien había nombrado para ese entonces como cura de Apía, la realización de lo que llegaría a constituirse en una próspera empresa económica. El clero católico estuvo ligado a la evolución del cultivo del café en Colombia. En ese momento histórico, había que descuajar y ampliar el área cultivada de café en la cuenca del territorio apiano que se descolgaba sobre el Valle del río Risaralda, nueva tierra de promisión. Y después de este empeño que se difundió por los otros pueblos que conforman la cuenca del Valle de Risaralda, el clero siguió como aliado de los cafeteros, en buena parte del siglo XX. Veinte años después de la fundación de Viterbo, Pedro Uribe Mejía, Presidente del Comité Departamental de Cafeteros de Caldas, envió una carta a Monseñor Luis Carlos Muñoz, Vicario General de la Diócesis de Manizales, que comienza de esta forma: “12 de septiembre de 1931. Tenemos el honor de acompañarle copia de la circular de esta fecha, dirigida a los señoras Curas Párrocos de la Diócesis, solicitándoles su valioso contingente en el sentido de instruir a los productores de café, en las pláticas dominicales, a fin de que se preocupen lo bastante en el beneficio del grano para que eviten la enorme pérdida que vienen sufriendo, año tras año, a causa del mal beneficio que han venido dándole…” (La Patria, 16 de septiembre de 2011, p.8b). El primer obispo de Manizales, Monseñor Gregorio Nacianceno Hoyos tenía un hermano que vivía y ejercía, en Apía, como abogado de profesión. El nombre de este hermano era Marco Hoyos. Contrajo matrimonio con Emilia Díaz y fueron padres de Gregorio Nacianceno, Isabelita y Lía Hoyos. Monseñor se amañaba en Apía, por lo que eran frecuentes sus visitas a la población a la que llegaba a lomo de bestia y, cuando sabían que estaba presente, las autoridades convocaban a reuniones con el obispo, el párroco y la dirigencia apiana para trazar cartas de navegación en cuanto a obras en que deberían empeñarse. La idea de fundar un colegio para señoritas y encomendarlo a la comunidad de religiosas vicentinas fue expuesta en público por 221


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Monseñor Gregorio Nacianceno Hoyos, en su visita a Apía, en 1904, cuando viajó desde Manizales a la posesión del primer cura. Hasta la década de los setenta del siglo XX los obispos demoraban, gustosos, en los pueblos varios días. Recibían visitas de la administración municipal, concejales, entidades educativas, asociaciones religiosas y cívicas; iban de visita al hospital, a los establecimientos educativos, a la cárcel y hasta el cementerio. Se untaban de pueblo: Bendecían, escuchaban, opinaban y atendían invitaciones en distintos hogares. Con la masificación de los teléfonos y la pavimentación de las carreteras, recursos técnicos que permiten vivir informados sin tener que desplazarse, los todavía llamados pastores entran a los pueblos, imparten el sacramento de la confirmación en una exhalación y se marchan en cuestión de horas. Les esperan otros compromisos en la capital como se puede constatar luego en las páginas sociales de los diarios. Recuerdan al obispo que saluda al pueblo triste desde el buque, en una obra de García Márquez: “(Santiago Nasar) le explicó que se había vestido de pontifical por si tenía ocasión de besarle el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de interés. -Ni siquiera se bajará del buque -le dijo-. Echará una bendición de compromiso, como siempre, y se irá por donde vino. Odia a este pueblo”. (Gabriel García Márquez. Crónica de una Muerte Anunciada. 1981, p.15). Que los curas párrocos de Apía y muchísimos otros pueblos latinoamericanos, desde los orígenes de la vida republicana o desde antes, aparecieran involucrados en la historia civil de las comunidades encomendadas a ellos no fue, como se creía, a comienzos del siglo XXI, asunto digno de recelo por tratarse, según escépticos y hasta nuevos predicadores, de menesteres ajenos a la misión evangelizadora. En el siglo XIX y parte del XX, los sacerdotes tomaron a pecho la salvación integral de su pueblo; no solo la salvación del alma sino del cuerpo; no solo la salvación del individuo sino de la comunidad; no solo la salvación por la predicación y los sacramentos sino por la educación, la cultura, el bienestar corporal, el mejoramiento social, la organización en todo orden pues se comprendía que era imposible mejorar un aspecto humano mientras que en los otros al pueblo se lo llevaba el diablo. Monseñor Gregorio Nacianceno Hoyos partía como había llegado: a caballo. Para él, como para el resto de mortales, el trayecto San José-Apía o viceversa, sin otro sitio para descansar, alimentarse o calmar la sed, era extenuante. Por eso hay que recalcar que, la fundación de Viterbo tuvo, como segundo móvil, cubrir la necesidad de un sitio, generalmente para que almorzaran los que iban o venían por el Camino Nacional. Y el Padre Nazario Restrepo se encargó de acometer esta empresa. Pero no sólo él hizo algo digno de ser recordado. Los que, hasta comienzos del siglo XXI, se han preocupado por dilucidar la historia de Apía reconocen que otros sacerdotes como Anselmo Estrada, Nicolás Tirado, Hipacio Mejía, Marco Tulio Villegas, Clemente Guzmán, Manuel de Jesús Mesa, Pablo Botero, Agustín Corrales, 222


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Luis Eduardo Cortés, Eusebio Aguirre, Isaías Naranjo, Jesús Antonio Ramírez, Tulio Efrén Arias, Justo Pastor Loaiza, Francisco Londoño, Octavio Hernández Londoño, Félix Ríos, Ramón Zapata y otros de los últimos veinte años del siglo XX y comienzos del XXI, fueron personas que conocieron las necesidades sociales de este pueblo, en lo espiritual, organizacional y cívico y, con el resto de la comunidad, pusieron en marcha estrategias y recursos para remediarlas. No se puede hacer historia regional completa omitiendo sus nombres, sus aciertos y desaciertos. Tomaron parte activa en las acciones encaminadas a dotar al pueblo de cementerio (1897), de luz eléctrica (1923), del primer acueducto (1930) y el movimiento cívico para la apertura de la carretera La Virginia-Apía iniciándola al revés, en Apía, en 1930, por medio de convites cívicos, a pico y pala que convocaban desde el púlpito. El Padre Agustín Corrales, en Apía, se convirtió en divulgador del cultivo de la papa y el trigo e importó un molino para su trilla. Heriberto Pulgarín (El Cóndor, Apía, 29 de julio de 2000, p.14) escribe: “Los primeros en sembrar trigo en Apía fueron unos señores de apellido Manrique que vivieron en la parte alta de la vereda San Andrés”. También cuenta que el molino de trigo lo instaló el Padre Corrales “debajo de la casa cural”. Como recuerda Gerardo Naranjo, el Padre Corrales “trae ovejas y las regala para incrementar su cría; adquiere molinos para el maíz y los dona a los feligreses”. Compra un lote y funda el Hospital como si se tratara de una obra de la parroquia. Adquiere una imprenta, funda el periódico “Ecos de Occidente” en donde hace campaña para que la capital del Departamento de Caldas tome conciencia de conectarse por carretera con la provincia e inicie la vía Manizales-Arauca-Viterbo-Apía, proyecto que comunicó a la Sociedad de Mejoras Públicas de Manizales, dirigida durante muchos años por el Padre Adolfo Hoyos Ocampo. La entidad manizaleña tomó este sueño como bandera propia con el nombre de Carretera al Mar hasta que, a comienzos de la década de los cincuenta del siglo XX, se hizo realidad entre la capital y Apía siguiendo, grosso modo, el viejo camino entre Bogotá y el Chocó, por esta zona. El cura Corrales merece letras mayúsculas en la historia de Apía. El pueblo que él dirigía se convirtió en eje regional pues no esperaba que el progreso llegara por obra y gracia de poderes superiores, lejanos y desconocidos sino que era fruto del dinamismo que tuviese la comunidad para concretarlos. Su sucesor, el Padre Luis Eduardo Cortés, en 1934, fundó un Orfanato para albergar los niños desamparados víctimas de la violencia política que aquejó a Apía y el país, en forma cruenta, en la década de los treinta. La violencia de los treinta se puede tomar como una revancha del partido liberal en contra de la hegemonía conservadora y la violencia de los cincuenta, como revancha, de origen conservador por el baño de sangre anterior. En unos hay interés de acallar la historia de la violencia de los treinta, tanto como en otros de silenciar la violencia de los cincuenta. El mito aparece cuando los pueblos tejen sus explicaciones fabulosas después de encontrar cerradas las salidas racionales a los problemas que les causan zozobras. No 223


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sabemos si se trata de una traslación de acontecimientos y fechas pues ya, en la guerra civil de 1899, se había presentado una situación semejante, como se mencionó antes, o que ocurría lo que por olvidarlo volvía tristemente a repetirse. Sea como sea, se cuenta que, en la década de los treinta del siglo XX, los liberales de Santuario incursionaron en territorio propio de los conservadores apianos. En una de esas incursiones, (1938), penetraron al área urbana de Apía e hicieron esconder en sus casas a los conservadores cuyo partido había gobernado el país por más de treinta años y había dejado una racha de resentimientos insepultos. A través de los interiores de las casas las familias apianas, viéndose sitiadas, se comunicaban para repartirse alimentos, dotarse de armas defensivas y cambiar constantemente de escondite. Las tiendas con viviendas anexas se convirtieron en alacenas de provisiones inesperadas que los dueños repartían por solares y zarzos, sin que los enemigos que se pavoneaban por las calles se dieran cuenta de lo que mucho que sucedía adentro. Los viejos cazadores de gurres acostumbraban prender candela en la boca de la cueva en donde sabían que se había escondido el animal que, para no morir quemado o asfixiado, salía desesperado con intenciones de huir. Al tratar de escapar caía bajo la ráfaga de las escopetas de los cazadores. Eso sucedió en Apía. Para hacer salir a los hombres de sus casas y escondites con el fin de darles cacería definitiva, los atacantes provocaron un incendio en la Calle Matecaña, centro de la actividad comercial, que arrasó con esas bellas casas de estilo republicano que se admiran en fotos amarillentas de álbumes particulares. Las mujeres como modernas heroínas se lanzaron a la calle a apagar el incendio con agua cargada con ollas, baldes y barriles. Los hombres no salieron. Cuentan, y aquí aparece el mito, que mientras Apía ardía, el cabecilla liberal, como otro Nerón, se reía y tomaba licor con las damiselas de la zona de tolerancia sentados en las bancas del parque antiguo en el que había un lago en donde nadaban sin inmutarse patos y gansos. Salió el Padre Luis Eduardo Cortés al atrio y, solitario, con los brazos abiertos, echó una maldición sobre el desafiante cabecilla y sus acompañantes. Este individuo lanzó una carcajada de burla y, para no escuchar la cantaleta del cura, se montó en su caballo blanco para regresar al pueblo vecino. Cuando descendía por la Calle de Santuario se desbocó la airosa bestia, derribó al jinete y lo arrastró largo trecho hasta provocarle espantosos destrozos en su cuerpo y la más horripilante de las muertes. Como en la Biblia, el pueblo tomó esto como una venganza divina y, con las campanas al aire, dieron gracias a Dios por sentirse libres. No me choca repetir este otro relato que, contaba Tarsila Duque Giraldo, en mi adolescencia, y que me conmovió demasiado por su dramatismo. Ocurrió, también, mientras era cura el Padre Cortés. En esta anécdota se mezclan teatralmente la crónica y la leyenda. Un sábado santo, mientras el predicador hacía la loa de los Siete Dolores de María, después de la procesión de La Soledad, le pegaron un tiro, en el atrio del templo, a Carlos Bravo Márquez, director de los coros polifónicos que habían traído de Medellín a solemnizar con su canto esa semana santa. Herido mortalmente, ingresó al templo, trastabillando avanzó por la nave central y fue a morir al pie del 224


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púlpito, frente al orador sagrado y en medio de ese mar de gente compungida y desconcertada. Evoco el reino de la leyenda y del mito que tratan de apaciguar el terror provocado por la realidad escueta e insoportable de una época. Si, hasta entonces, Corrales y Cortés se hicieron acreedores a la palma del civismo, haciendo un balance extensivo a todos los que administraron la parroquia de Apía en los primeros cincuenta años de funcionamiento, habría que comentar que Cortés también ganaría el campeonato como el cura que más maldiciones echó desde el púlpito del templo. Otro Júpiter tronante. Las maldiciones eran rituales de la época mágica de los pueblos y sobrevivieron en distintas religiones. Hicieron parte de la magia negra del Antiguo Egipto, más de mil años antes de Cristo, cuando los faraones colocaban, en la puerta de los sepulcros más distinguidos, maldiciones que caerían sobre quienes osaran profanarlos; se habla de la Maldición de Tutankamón que cayó, en el siglo XX de nuestra era, sobre aquellos que descubrieron su fabulosa tumba con más de cinco mil objetos en oro. En la Grecia clásica, recibieron el nombre de “cateras” por medio las cuales los dioses del infierno se encargaban de pasar cuenta de cobro a los pobres mortales objeto de alguna maldición. Los romanos enviaban sus tablillas de cobro a Minerva que les daba trámite. En la Biblia, desde el Génesis aparecen las maldiciones en boca de Yavé. Adán y Eva y Caín y Abel inician la racha de personas malditas. En estos personajes confluyen mito y magia sin que, en todos los casos, tenga una noción que ver con la otra. La primera maldición bíblica, más que poesía, tiene mucho de epistemología o teoría del conocimiento: los primeros padres aventuraron la tranquilidad bucólica del paraíso en la búsqueda azarosa del conocimiento y, como maldición, Yavé les arrebató la edad de la inocencia. El mito trata de desentrañar lo incomprensible de la naturaleza física y humana. El profeta Jeremías era aficionado a las maldiciones por lo que sus paisanos atentaron contra él: “Así dice Yavé contra Joaquim, rey de Judá: No tendrá descendiente que le suceda en el trono de David y su cadáver será arrojado al calor del día y al frío de la noche y traeré sobre los habitantes de Jerusalén y sobre los hombres de Judá todos los males que les he anunciado y no han querido oír” (Jeremías, 36,30-31). Las maldiciones estuvieron muy de moda, como discutible método de evangelización, durante la primera mitad del siglo XX. Más que admoniciones apostólicas, se trataba de juicios espeluznantes que anunciaban crueles castigos, lanzados por ciertos curas fundamentalistas que, sin que hubiera una clara señal para hacerlo, involucraban al inocente Dios como el responsable del temerario castigo lanzado sobre ese atemorizado pueblo. Hay que ver los líos tan espantosos en que esos curas irresponsables involucraron a un Dios paciente. Muchos feligreses no soportaron más esa atmósfera amenazante y abandonaron los templos. Aún así no se libraron del peligro. Dios, según esa estirpe de representantes suyos, no era un padre compasivo sino agrio juez y verdugo implacable. Pasaban de largo sobre ese salmo que dice: “El 225


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Señor es lento a la cólera”. Como Moisés o el Cristo con los mercaderes en el atrio del templo, esos curas recurrían, en ciertas ocasiones, a veces inconsecuentes, o dictadas por la neura y la frustración, a la ira tronante, a la amenaza divina, al látigo de sus palabras y aún de los hechos, para que esa gente díscola, desordenada, violenta o lenguaraz, que a veces daba indicios de coger por los atajos, volviera a coger la ruta y le hiciera de nuevo caso a sus consejos y caprichos. La maldición era una herramienta de poder moral y temporal. A veces lo anunciado por el cura en una de esas peroratas se cumplía al pie de la letra y, para su satisfacción, eso lo confirmaba como emisario celestial. La pérdida de la fortuna, de un ser querido, o una enfermedad dolorosa no las tomaba el pueblo como desenlace dentro de un proceso natural sino como efecto de una venganza divina. En otros casos la misma gente se inclinaba sicológicamente a producir ciertas consecuencias funestas. Hubo un coro de sacerdote que, látigo en la mano y en la boca, moldearon o amasaron la idiosincrasia de muchos pueblos del Viejo Caldas como, en un principio, en Riosucio, el Padre Bueno y el Padre Bonafont y luego, allá mismo el Padre Alfonso de Los Ríos; el padre Tobón en Quinchía y el Padre Barco, en Salamina. El Padre Juan Pablo Mejía dizque maldijo a Aguadas cuando dijo que sería destruida por el comején produciendo las más sonoras carcajadas de la gente que lo trató de loco o estúpido. Luego, con el paso del tiempo, lo dicho en la maldición se ha ido haciendo realidad, no solo con Aguadas sino con todos los pueblos de bahareque que hicieron parte de la colonización paisa: a la madera le entró el comején sin que la gente se tomara el trabajo de fumigarla periódicamente. El Padre Antonio María, en Marquetalia; el Padre Daniel María López, en Pensilvania, Samaná, San Daniel y San Diego, en el oriente de Caldas; el Padre Higinio, en Neira; el Padre Gómez, en Pácora; los padres Villegas y Agudelo, en Anserma y el Padre Jesús María Peláez en San José. El Padre Antonio José Valencia levantó un Cristo Rey de 45 metros de altura en Belalcázar y le sobró ímpetu para emprender la construcción del Estadio de Fútbol en Pereira. En Santa Cecilia, límites entre Risaralda y Chocó, no se movía la hoja de un árbol si no era por voluntad expresa del Padre Cruz y no se siguieron moviendo esas hojas durante más de 60 años en que este sacerdote fue párroco de ese caserío. Parecido, en cuanto a tiempo y obras ilimitadas, al Padre Estrada que fue párroco de Marsella (R.); muchos años después de su muerte, los marselleses siguen hablando de él como si habitara aún la casa cural que construyó in illo témpore. La relación amor-desamor tuvo como resultado el que, en esos pueblos, se tejiesen leyendas curiosas, en otras palabras historias deformadas, que tenían como protagonistas a esos sacerdotes. La feligresía, en su respeto o admiración desbordada, colocaba los nombres propios de esos sacerdotes a los niños varones que iban naciendo. A veces, en otros lugares, uno escucha ciertos nombres propios que, de inmediato, ayudan a adivinar de donde son oriundos quienes los llevan. (Ver Octavio

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Hernández J. “Leyendas Caldenses”. Nueva Revista Colombiana de Folclor, 1998, p.31-47). Luego de esa temporada de empuje y obras de infraestructura que tuvieron como motores cívicos a ciertos curas párrocos, en pueblos en donde el poder civil estaba en manos de ineptos que respondían, por breves períodos, a los caprichos de caciques analfabetos y sectarios, regresó el fantasma ensangrentado de la violencia. El Padre Tulio Efrén Arias fue el sacerdote benévolo que capoteó por varios años ese duro temporal. Era tan bondadoso que de su boca jamás brotó una maldición. Trataba a las señoras y los señores con el familiar “¡Ole, mijita!”, “¡Ole, mijito!” Y se detenía a escuchar, con el corazón en la mano y en las palabras, las congojas de su pueblo y los consolaba como un abuelo. Cuando se fue a vivir en Pereira, su casa era la embajada de Apía. Siempre iban a visitarlo y a llevarle saludes envueltas. Un excelente cooperador del Padre Arias fue el Padre Arturo Cardona, hombre instruido, de vida ascética y que, antes, había pertenecido a la Comunidad de Vicentinos, en Santa Rosa. Fue profesor del Seminario, en Pereira. Murió el Viernes Santo, del año 2007, en Pereira. Esa mañana, en medio del delirio premortem se incorporó en su lecho y dijo a los presentes: Prepárenme que tengo entierro a las tres de la tarde. Lo organizaron y volvieron a acostar. A las tres de la tarde, se incorporó y entregó su espíritu. Buscando contrarrestar la miseria galopante que aquejaba a las familias desplazadas por la violencia que asoló los campos y el área urbana de Apía, en la década de los cincuenta y parte de los sesenta del siglo XX, el sacerdote Héctor Jaime Agudelo, vicario cooperador de la parroquia, echó a marchar la institución conocida como Cruzada Social que donaba más de veinte mercados completos semanalmente para las familias desplazadas por la violencia y emprendió la construcción de un buen número de viviendas para estas familias por los lados del actual Colegio Santo Tomás de los Vientos. Con un fin parecido trabajaban, al mismo tiempo, las asociaciones piadosas de San Vicente de Paúl y de las Luisas de Marillac. La Cruzada Social contó con la dedicación exclusiva de Cecilia Zuluaga Osorio que la gerenció, con el más abnegado sentido de la caridad, por más de 30 años rebuscando el dinero para las obras con la tienda y la lotería de la Cruzada Social. En la noche se escuchaba la voz de Ignacio Taborda cuando cantaba a todo pulmón: Sesenta y ocho-ochenta y cuatro... En el momento en que detenía de gritar la retahíla de números entendía uno, a lo lejos, que alguien se había ganado la lotería de la Cruzada o, en otros casos, del Café Apía. Apía ha sido un pueblo de intensa vida cultural ventilada por muchas décadas a través de los periódicos locales. El primero de ellos, “Cruz y Bien” fue fundado por el sacerdote Agustín Corrales y puesto bajo la sucesiva dirección de Enrique Alzate, Bernardo Ríos, Valentín Garcés y Lázaro Restrepo. En 1930 inició su segunda época cuando el Padre Corrales compró una imprenta para la parroquia. Por los mismos años aparecieron, uno detrás del otro, “Ecos de Occidente”, “La Carcajada” y “El 227


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Desayuno” en donde se decía que “al que le choque alguna frase puede borrarla del número que compre”. En 1936 aparecieron “Rayitos de Luz” y “El Heraldo Juvenil” periódicos con tendencias formativas. En 1941, el Pbro. Isaías Naranjo, sacerdote de vida académica y una selecta biblioteca personal, redactó los estatutos de la Sociedad de Mejoras Públicas. En 1945, en el primer mimeógrafo, se editó el periódico “Quijotadas” y poco después la Revista Claridad editada por el grupo de Los Tranquilos. El 19 de septiembre de 1954 vio la luz el primer número del periódico “El Minuto” órgano de difusión de sueños y obras encomiables de la Sociedad de Mejoras Públicas entidad que, en muchos casos, sustituyó por su dinamismo cívico al concejo y la administración municipales. Un dato revelador: en 1954, Apía contaba con 1.400 alumnos en los establecimientos educativos del área urbana. Hagan cuentas y comparaciones con los datos de cincuenta años después. Hacia 1912, por iniciativa del Padre Corrales se fundó el Colegio San Luis Gonzaga. El señor Restrepo Maya, en la década de 1870, fundó un establecimiento educativo, en Manizales, al que bautizó Colegio Santo Tomás de Aquino, dotado de internado masculino para estudiantes de pueblos vecinos. En el año de 1924, se fundó, en Apía, el Colegio Santo Tomás de Aquino. En 1926, se creó el Colegio Femenino Santa Inés que también tenía su homónimo en la capital de Caldas. Esos nombres revelan la titánica labor de unificar razón y fe, el primero, y de una virtud muy íntima y ya en desuso, el segundo. En 1932 se puso en funcionamiento el Instituto Balmes, con el nombre de un sacerdote español del siglo XIX que incursionó en la filosofía del sentido común. Imagínense eso. Lo que necesitamos hoy en día. Cuando el Concejo municipal clausuró el Instituto Balmes, el Pbro. Luis Eduardo Cortés fundó como obra parroquial el Instituto San Luis. Luego revivió el Colegio Santo Tomás de Aquino que tuvo como rector, entre 1948 y 1952, a Enrique Alzate Parra; entre 1952 y 1953 al Pbro. Isaías Naranjo y, entre 1953 y 1981, a Gabriel Rojas Morales. Su antorcha alumbra todavía. El cura más despectivo con su grey fue Justo Pastor Loaiza. Un día trató a las mujeres que iban a misa como “vacas echadas en las bancas mientras los hombres que son los que dan la limosna se tienen que quedar de pie”, sin comprender que no se trataba de falta de espacio para sentarse sino que ancestralmente los hombres son más calculadores, apáticos y alejados en asuntos de rezos, mientras las pobres mujeres, en aquellos tiempos, aprovechaban su rato en el templo para descansar un poco del rudo trajín doméstico ya que, en su casa, en el transcurso del día, no tenían un tris de tiempo para resollar siquiera y menos para sentarse un buen rato. A veces, en el templo, una señora muy oronda se recostaba en otra y, juntas, se dedicaban a roncar. Cuando la feligresía puso en conocimiento del obispo de Pereira la falta de delicadeza del sacerdote en su trato con los fieles, el cura Loaiza comentó en el púlpito que no se extrañaran porque a él lo habían ordenado “en una escasez que hubimos”. Al salir del pueblo rumbo a Santuario, a donde fue trasladado, mientras se subía al carro, se 228


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atrevió a expulsar, ante los que lo despedían, este galante piropo: “Lo que pasa es que en Apía no son más que pedos y relinchos”. El Pbro. Francisco Londoño Piedrahita (1958-1960) llegó con la consigna entre ceja y ceja de tumbar el clásico templo de bahareque y lo logró. El Pbro. Dr. Octavio Hernández Londoño estuvo de cura párroco entre 1960 y 1976. En esos 16 años avanzó hasta concluir la estructura y el revoque del templo gótico ya iniciado pero su mayor fortaleza estuvo en la promoción que hizo del campesinado apiano, en los órdenes religioso, social y educativo. En esto fue entusiasta e incansable. Se interesó por variados frentes de progreso por lo que se le dedica un ensayo especial. El Grupo Juvenil propiciaba actividades extracurriculares en los adolescentes que buscaban completar su formación integral. Asistían a conferencias y participaban en actividades culturales y deportivas. El Grupo dependía de la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario. A finales de los años sesenta del siglo XX, estuvo a cargo del sacerdote cooperador Adelnide Giraldo H. Él lo orientó con gran éxito y el lugar de encuentro con los jóvenes era el Club Juvenil que funcionaba en un amplio local en los bajos de la casa cural. “Estaba dotado de suficientes mesas con sus respectivas sillas, un pequeño bar donde funcionaba un moderno equipo de sonido. Tenía, además, dos mesas de ping-pong, en las que permanentemente se realizaban campeonatos juveniles; había juegos de damas chinas, ajedrez, parqués, en fin, era realmente atractivo para los jóvenes quienes llegaban en los atardeceres, después de terminar sus jornadas estudiantiles, para disfrutar de una buena música y distraerse. Eventualmente programábamos actividades de campo, al igual que intercambios culturales. Además, el Club juvenil significó el contacto con un mundo sicológico… El trabajo de desintoxicación fue arduo sobre todo con los jóvenes que se acercaban para pedir ayuda…” (Adelnide Giraldo, “Después de la soledad”, El Cóndor, septiembre de 2004, p.11). Sor Luisa Buriticá luchó hasta conseguir el bachillerato nocturno que arrancó en 1979, con sede en la Normal Superior. Las comunidades religiosas, como las Vicentinas, en Apía, que regentaban la Normal Superior y el Hospital San José, por carencia de personal que siguiera la vocación religiosa, por conclusión o modificación en los objetivos propuestos en este género de vida, clausuraron esas obras o las entregaron al gobierno nacional. En otros casos continúan con una dirección más bien simbólica o virtual. Luego del Padre Hernández llegaron otros párrocos que continuaron con la obra social emprendida por él y con la culminación del templo, en el que instalaron costosos pisos, presbiterio, vitrales, lámparas y pintura.

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Durante los años finales del siglo XX y los primeros años del siglo XXI, la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Apía estuvo regentada por distintos sacerdotes de los que, en la lejanía, tuve escasas noticias orales y escritas. En el último cuarto del siglo XX (1976-2000), Apía tuvo una auténtica cascada de sacerdotes que más demoraban en desempacar la maleta que en volver a salir con ella rumbo a otro destino. Román Zapata, anteriormente cooperador del Padre Hernández, regresó como párroco entre 1976 y 1983. Se interesó por la decoración del templo y fue abanderado de la Cruzada Social. Leonel Alzate G. fue párroco, después de haber sido cooperador, entre 1983 y 1985. Se preocupó por la Escuela de formación social de La María siguiendo los postulados del Padre Hernández. Este centro estaba a cargo de la Diócesis de Pereira por lo que el cura ejercía como párroco y director del centro. Empezó con 60 alumnos provenientes de los municipios del Risaralda. Efraín Mejía (1988-1989), hablaba de muchas amenazas por lo que cerró el templo durante 15 días. El palo en Apía, en cuestión de orden público, no estaba para cucharas. Las misas y los entierros los hacían en Santuario. Francisco Javier Ramírez C. fue párroco entre 1989 y 1991. Gilberto Hernández N., entró y salió a toda prisa. Llegó en 1991 y en el mismo año se marchó sin dejar rastro. Javier Escobar E., de 1991 a 1993. Alguien lo recuerda así: “Querido pero nada más”.William Díaz H., entre 1993 y 1996. “Muy entusiasta pero no dejó nada para recordar”. Diego Fernando Giraldo S. alcanzó a estar cuatro años entre 1996 y 2000. “Repintó la iglesia y se interesó por poner cositas aquí y allá”. Le tocó el Jubileo decretado por el Papa Juan Pablo II. Lázaro Arbeláez, de 2000 a 2001. Estrenó siglo y milenio y se fue rapidito. Joaquín Elías Franco, de 2001 a 2004. “Su preocupación fue el cementerio que quiso dejar cubierto de prados, como los cementerios de las ciudades modernas”. Rubén Darío Herrera llegó en 2004 y siete años después continuaba como párroco. “Saneó las cuentas de la parroquia que venían colgadas desde la década de los ochenta: DIAN, impuestos, prestaciones sociales, carro, etc. Se metió a arreglar la iglesia llena de goteras por los sucesivos terremotos. Tapa aquí, tapa allí pero, ahí siguen las goteras. Trajo la comunidad de la Sagrada Familia que se encargó del Ancianato. Reconformó la Junta Parroquial. Se ha preocupado por conservar los bienes y objetos sagrados pues cada uno entraba tumbando y las cosas desaparecían por arte de magia”. Globalizando, alguien comentó: a varios de estos curas, los apianos los observaron de lejos; a otros los quisieron pero la gente no recuerda nada de ellos. Su huella fue perecedera. La gente adulta se pone a hablar del olvido y la memoria. Es que estas viejitas son tan desmemoriadas... John Jairo Granada era cooperador del párroco Rubén Darío Herrera. Publicaba artículos en el periódico El Cóndor. Exponía temas de actualidad tratados con enfoque evangélico. Conociendo las vicisitudes de distinto orden que representa editar un periódico, se comprende que, en 2006, interrumpieran la publicación de

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este medio de difusión. Seguro que, algún día, “y el día esté cercano”, volverá a salir con otro nombre como ha sucedido desde antaño. Por nada, Apía se dejará arredrar. El 18 de septiembre de 2004, casi 25 años después de haber colocado el último ladrillo en la fachada, se llevó a cabo un acto fuera de lo común programado para celebrar el Centenario de la Fundación de la Parroquia (1904-2004). Consistió en un concierto con la banda integrada Santuario-Apía dirigida por Carlos Fernando López N., un banquete frugal con el propósito de recoger dinero para pagar la pintura del templo y, el anzuelo para pescar asistentes y noveleros, un desfile de modas con treinta vestidos de novia, en su mayoría de una casa pereirana fuera de algunos trajes diseñados por Alfredo Barraza, gurú de la moda colombiana. En ciertos casos desfilaron las novias con sus parejas y la corte infantil al compás de una música adecuada para la ocasión. Luz Eugenia Salazar comentaba que, por primera vez, se utilizaba un templo como pasarela. Una apiana que vive en Manizales, cuando escuchó mi invitación para asistir a ese acto, contestó asombrada: ¡No lo puedo creer! Con el paso del tiempo podría pensarse que el carácter de santo o profano que se le otorgue a un espacio ya no lo determina una consagración solemne por parte de la autoridad competente sino el uso que la gente decida darle en cada ocasión. El templo, en la noche del desfile de modas, parecía un palacio medieval engalanado con banderas que enarbolaban escudos nobiliarios. La mantelería era de lino blanco bordado y la vajilla de porcelana con ribetes dorados y en ella sirvieron un panecillo, una uchuva con capacho, una rodaja de melón y unas uvas fuera de varias copas de vino. En medio de la pompa desplegada por los organizadores, contemplé la grandiosidad de ese monumento arquitectónico y, por primera vez, me da pena decirlo, comprendí la dimensión y trascendencia de esta obra fraguada en gran parte en medio de un significativo silencio. Quedé apabullado. El templo de Nuestra Señora del Rosario de Apía es toda una contradicción deliberada. Cuando se encuentra uno adentro, no hay lugar para la fantasía. Es una obra racionalista. Gótico trasplantado para finales de la época moderna. El interior, con sus paredes y columnas que ocultan la piedra, se recorre como si se tratara de nuestra catedral de Colonia, Nuestra Señora de París, la Abadía de Westminster o el duomo de Milán. Las personas que recorren este espacio se sienten poseídas por una sensación de gran dignidad. El espacio se adelgaza hacia lo alto. Las columnas son palmeras de tierra fría. Sufren de gigantismo estilizado. Este templo es el auténtico recinto del pueblo. Es un patio interior. El alma de Apía. Alianza de arquitectura y religión. En su interior, de día, hay luz, sin que el arquitecto se lo haya propuesto. Crepúsculo constante. Pureza atmosférica. Construir es dividir espacios pero aquí se integraron. Flota una imaginaria división entre las naves laterales y la del centro. Apariencia y función son inseparables. El altar mayor domina el teatro. El ara es el punto central. El celebrante oficia en el centro de la escena. Misa en escena. Se trata 231


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de una construcción romántica y sombría. Una canción oculta tras esa fachada. Puro placer de la arquitectura anacrónica. Pasaban los años y un grupo de personas seguía a disgusto con la apariencia externa del templo pues, la falta de torres que lanzaran esa construcción al infinito, como un cohete, le daba un aire veredal que los orgullosos apianos no querían seguir soportando. Olvidaron consciente o inconscientemente que la decisión de eliminarlas fue provocada por el terremoto de julio de 1962 y se tomó ante el resultado de la visita de un grupo de expertos ingenieros antioqueños. El 10 de mayo de 2008, la Junta encargada de construir las nuevas torres, presidida por el Padre Rubén Darío Herrera, hizo la rifa de un automóvil avaluado en 25 millones de pesos (un dólar valía 1780 pesos). La boleta, de tres números, costaba 60 mil pesos. Eran 1.000 boletas. No se vendieron 20 boletas. Este dato demuestra la acogida que tuvo la rifa y las ganas de colaborar de los apianos y el sinnúmero de buenos amigos. De modo que pudo dejar unos 30 millones de ganancia. La Comisión de Arte de la Diócesis de Pereira tuvo reunión con el cura párroco de Apía e interesados en las torres. Estos explicaron que se trataba de un proyecto liviano, levantado sobre lo ya construido, en armazón metálica y cubrimiento de una lámina parecida al eternit que llamaban superboar. El precio total de la obra, según los apianos que asistieron a la reunión, era de 32 millones de pesos. Lo que había quedado de la rifa del carro. Las torres, de apariencia endeble, amarradas con alambres que volaban por el aire, se inauguraron en la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, octubre de 2008. La Iglesia como institución ha tenido que someterse a marchar forzadas de acuerdo con el correr de los tiempos. Si había que aprobar, permitir o guardar silencio para que en el templo se realizara un desfile de modas, como el del 18 de septiembre de 2004, poco después, ya en noviembre, los medios masivos de comunicación divulgaron el enfrentamiento de un ciudadano, el cura párroco y el juez promiscuo de Apía, por asunto de una tutela. Sucedió así: En 1995, un ciudadano que vivía, en el marco del Parque, junto al templo de Nuestra Señora del Rosario, puso demanda judicial porque la transmisión de cánticos religiosos, hacia el exterior del templo, a todo volumen, en las primeras horas de la mañana, violaba la intimidad, la tranquilidad de las familias y afectaba el medio ambiente. En un fallo de tutela, en segunda instancia, proferido por el Tribunal Superior de Pereira, el mencionado demandante ganó el pleito pero, como desafiante respuesta, aumentaron el volumen al manido equipo de sonido. Los que vivían en lugares apartados de los parlantes no veían inconvenientes en que siguieran moliendo música. No eran ellos los que tenían que aguantarla. En 2004, se revivió el caso. El juez de Apía, José Fernando Zuloaga, se enredó en el pleito y fue investigado porque sus antecesores y él no hicieron cumplir la decisión del Tribunal que ordenó que la iglesia se abstuviera de generar ruido. El juzgado fue comisionado para practicar pruebas y por eso se ordenó recibir el testimonio del cura párroco. En la primera 232


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semana de noviembre de 2004, los pasillos y calles aledañas al juzgado se llenaron de personas expectantes, muchas de las cuales respaldaban al cura. (El Tiempo. “Nueve años buscando silenciar el Ave María”. 7 de noviembre de 2004, p.1-37). “Hasta el alcalde, Francisco Javier Alzate, terció en la polémica. Para él, dispuesto a respetar la decisión de la justicia humana, vetar el cántico no es más que un acto de intolerancia contra una tradición arraigada en la cultura cristiana del municipio” (Ibid). Responder de otra manera era encartarse con el sacerdote y gran parte de la ciudadanía. La diplomacia consiste en hablar y actuar conservando el equilibrio en el filo de la navaja. “Con la iglesia hemos dado, Sancho” (El Quijote II, cap.IX). Aunque el sentido original de esta frase de Don Quijote no es irónico la gente lo adaptó y hasta desfiguró pues es común escuchar ‘con la iglesia hemos topado, Sancho’, y así no dice el texto clásico. Pero, en este caso sí que se podría utilizar el sentido tergiversado. El ciudadano que puso en práctica un derecho que le otorga la Constitución Nacional topó con la iglesia y como las leyes son muy distintas a las de antes cuando había Concordato y la Constitución no era la del 1991 sino la de 1886, estaba a punto de ganar la batalla legal. El cura párroco también podría tergiversar el texto cervantino para decir: “Con el Estado hemos topado, Sancho”, con grandes posibilidades de perder pues en todas las instancias las demás iglesias que crecen como maleza en el país tienen consuetas que están azuzando para que acallen los parlantes de las viejas torres de pueblo. Recuerdo que, cuando yo estudiaba en el Colegio Santo Tomás, década de los sesentas del siglo XX, las campanas de carrillón eléctrico que tocaban en un teclado desde la sacristía, entonaban el Ángelus tres veces al día: a las cinco de la mañana cuando había misa de cinco o a las seis si había misa de seis, a las doce del día y a las seis de la tarde, como en el cuadro de J. F. Millet en el que pintó dos “masas pesadas y tristes, con la cabeza baja, sumidas en la desolada inmensidad de las llanuras inacabables”. La gente que aún dormía, en la mañana, se tiraba de la cama mientras entonaba las oraciones matutinas; si era a medio día o al atardecer, se quitaban el sombrero y entonaban: El Ángel del Señor anunció a María, mientras el o la acompañante respondía: Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo, Ave María. Paisaje bucólico como el que más. En cuanto a la música que hacían sonar hacia las calles y campos lejanos se trataba de tres discos: en semana ponían una melodía, sin cantante, del Ave María de Schubert; los domingos ponían el Ave María, de Ch. Gounod, autor operático de origen francés, del siglo XIX, en la voz del mexicano Alfonso Ortiz Tirado. Era como una galantería a la que la gente respondía poniéndose la percha para asistir a la misa mayor. ¡Qué elegancia! Si la gente tenía ropa para estrenar iba a esa misa. Si carecía de estrén iba a otra. Cuando la ocasión era especial en la iglesia se daban el lujo de no poner un Ave María sino la Serenata de Schubert que hacía suspirar a todas las mujeres: “Oíd, va a comenzar, qué encanto encierra; 233


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oíd, un rumor de alas se desata; son los ángeles que bajan a la tierra a escuchar la doliente serenata...”, recitaba un poemita que sabían de memoria las adolescentes aficionadas a la declamación. Las tiernas adolescentes de aquellos años, pasado el tiempo, se presentaron, aguerridas, para acompañar al cura párroco mientras asistía a la declaración en el juzgado de Apía: “Unos 70 padrenuestros y unas 200 avemarías fue lo que alcanzó a rezar ese jueves Luz Eugenia Salazar, frente a la puerta del Juzgado Promiscuo Municipal de Apía, en las montañas del occidente de Risaralda. No estaba allí por una querella personal, pero en su rezo puso todo el fervor, como si su propia vida estuviera en juego” (Ibid.). Así, con tono socarrón, la vieron, a ella y a otras decenas de personas, los periodistas de El Tiempo y del Noticiero de Televisión CMI que se transmitía a las nueve y media de la noche, los domingos y días de fiesta. Escuché por televisión y leí en el periódico de circulación nacional al cura y me pareció que carecía de dialéctica, de argumentación, de fluidez de ideas y de palabras. El Espíritu debería ser ayudado con la preparación adecuada en el manejo del lenguaje, en los seminarios para que, a quienes están metidos en estas lides no se los lleve la corriente y sepan aprovechar los medios de comunicación que los devoran. Afloraría el desacuerdo si se trata de opinar sobre las bondades o perjuicios para la Iglesia y para los pueblos que los sacerdotes no sean los caudillos, en unos casos, o los líderes, en otros, como lo eran antes. La organización y dirigencia civil de los pueblos se ha encomendado, en gran porcentaje, a personas preparadas académicamente o en asuntos administrativos y que no tienen que ver con la organización eclesiástica. Los sacerdotes se han dedicado a su misión espiritual en forma eficaz o, en otros casos, aislados de los problemas terrenales que aquejan a la comunidad de la que son guías. La separación de poderes ha sido un asunto no solo diplomático y jurídico sino también social y ético. Mirando al pasado que se esfuma, hay que reconocer que la Iglesia católica escribió páginas de incuestionable servicio y de gloria indeleble. En cambio, cuando se mira al presente y al futuro, observamos que una nueva confusión de lenguas, como en una nueva Babel, se cierne sobre esta institución y la sociedad postmoderna. Ya no son unos sino muchos los que alzan la mano y gritan: ¡Yo soy el pastor! ¿A quién creerle?

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PADRE OCTAVIO HERNANDEZ LONDOÑO: PENSAMIENTO Y ACCION

Fotografía del Padre Octavio Hernández Londoño (1917 - 1980), quien desarrolló la mayor parte de su labor sacerdotal en Apía, entre los años 1960 y 1976.

E

l Presbítero Doctor Octavio Hernández Londoño ocupó el cargo de Párroco

y Vicario Foráneo de Apía (Risaralda), a partir del siete de febrero de 1960. Había nacido en San José de Caldas, el 3 de octubre de 1917. Sus padres, José de los Santos 235


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Hernández (conocido como Don Santos, entre sus paisanos) y María de los Ángeles Londoño (conocida como Misiá Angelita), hicieron parte del primer grupo de colonos que establecieron vivienda definitiva en el sitio que, inicialmente llamaron Miravalle y luego fue bautizado como San José. Los padres eran oriundos de Neira (Caldas) y se casaron en la parroquia de San Juan Bautista, de esa localidad, el primero de mayo de 1899. Neira todavía pertenecía al Estado Soberano de Antioquia pues el Departamento de Caldas se fundó en 1905 con territorios de Cauca, Antioquia y Tolima. El mayor aporte territorial fue del Cauca y el mayor aporte genético fue de Antioquia. Apía pertenecía al Estado Soberano del Cauca igual que el resto del Departamento de Risaralda, el Quindío y el Occidente y sur de Caldas. A finales del siglo XIX, en los pueblos del sur antioqueño corrió el rumor a voces de que en la vía hacia el Chocó se encontraban fabulosos ríos de oro por lo que acuñaron el nombre de Pueblo Rico, realidad convertida en leyenda que, a la larga, se diluyó en espejismo. La pareja de recién casados, ancló para siempre en el cruce del Camino Real de Occidente con el Camino Nacional que partía de Bogotá al Chocó, en el ramal oriental pues, en el cruce más occidental ya habían fundado a Apía. Corría el año de 1901. Hermanos de Octavio fueron: Ignacio (bautizado en Neira en 1900), Carmen Emilia (bautizada en Anserma, en 1902, luego Sor Ángela, religiosa vicentina), Clara Rosa (bautizada en Neira en 1904), María de los Ángeles (bautizada en Apía, en 1906), Ana Matilde (bautizada en Belalcázar en 1908), Daniel (bautizado en Belalcázar en 1909), Teresa de Jesús (bautizada en San Joaquín, actual Risaralda, en 1921), la menor de la familia y quien estudió en el Colegio Labouré de Santa Rosa de Cabal. Hubo otro hermano que se llamó Emilio pero murió de 27 años y dos niños de nombre Samuel murieron de uno y tres años. La abuela había vivido absorta en la historia de Ana, la madre bíblica de Samuel y sobre todo en la respuesta de Samuel cuando le habló Dios y él contestó: “Habla que tu siervo escucha” (Sam. 3,10), pasaje que ella repetía, sin cansancio, a modo de oración. La menor de las mujeres recibió el nombre de Teresa de Jesús en honor de la santa y poeta a quien atribuyen el famoso soneto: “No me mueve mi Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte…”. Al menor de los hijos varones se le impuso el nombre de Octavio, como quiso Don Santos, pues Octavio Hernández era la identidad de un joven y popular poeta panameño, cuando Panamá era aún uno de los estados colombianos. Don Santos, aficionado a leer y cargar folletines de poesías populares en los bolsillos de su carriel, y entre ellos los del panameño Octavio Hernández, quería repetir con alguno de su prole, la feliz coincidencia de su apellido con ese nombre. Octavio Hernández, el poeta, se suicidó causando en esa época gran consternación. El Padre Francisco A. Restrepo era el párroco de Belalcázar y viajaba cada ocho días a celebrar misa pues San José aún no era parroquia. En uno de esos viajes a San José bautizó al niño. Su 236


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padrino fue Olimpo Vallejo Palomino, en ese entonces Oficial Escribiente de la Alcaldía de Riosucio y amigo de la familia. Las hermanas del Padre recordaban que el cura rabió con sarcasmo en el acto de imponerle al recién nacido el nombre de pila de un poeta que había seguido las huellas ensangrentadas y aún frescas de José Asunción Silva. La Mamá Angelita, como llamábamos los nietos a la abuela, se resignó al nombre de su último hijo pero lo encomendó a Dios con el anhelo secreto de que, si fuese su voluntad, contara con el mismo destino sacerdotal de Samuel, el personaje bíblico de su admiración y no el camino del poeta malogrado. No son pocas las ocasiones en que el camino escogido por los hijos ha sido soñado previamente, o intuido con secreto beneplácito, por los padres. Ella había tomado las muertes de los dos bebés llamados Samuel como pruebas inescrutables de Dios. Matilde y Clara Rosa pusieron un almacén en el local de su casa, en el primer piso frente a la plaza principal, local que, hasta 1920 había ocupado don Luis Eduardo Yepes, fundador de Almacenes LEY antecesores de los Almacenes Éxito. Matilde se convirtió, a través de los años, en la escribana de la familia. En los muchos ratos libres de la semana, gustaba leer y escribir notas en las páginas finales de los libros y cuadernos en que llevaba los apuntes de lo que fiaban a las comadres del campo y del pueblo. Esas páginas se han convertido en fuente inagotable de datos sobre la familia, el pueblo y ciertos acontecimientos del país. En uno de esos libros de contabilidad hace la semblanza de sus hermanos, entre ellos, de Octavio: “…El noveno hijo fue la alegría del matrimonio de papá Santos y de Ángela, la mamá. Su bautismo se hará cuando venga el Párroco de Belalcázar. Su padrino será don Olimpo Vallejo, gran señor y, por razones de ausencia, no se pudo pensar en la madrina. Hubo que pensar sólo en él para poder lograr la venida del Párroco. Juguetón y gracioso en su niñez. Listo para adquirir el conocimiento de lo que veía. Le fascinaban las vacas y caballos de papá y a ellos dedicaba gran parte de sus juegos. Cuidarlos, hacerlos correr y hacerlos corretear. Mamá le enseñó a rezar y, lo que es más grandioso, desde que entendía sin hablar ya sabía dónde estaba Dios. Alzaba su manita y señalaba con su dedo arriba, “en el Cielo”. Asocio su infancia con un gran juicio. Encierra los terneros, se interesa por su cuidado y, en la escuela, aprende las primeras letras. Papá lo llevaba a la Finca La Esmeralda. Iba montado en su silla de a caballo. Tenía entre 3 y 5 años. Viene un sacerdote, el Padre Venancio Osorio. Es lunes. Dice la misa. El niño comulga. Viene el Padre a desayunar. Dice que el niño Octavio comulgó. ¿Cómo?, dice mamá. ¡Sin confesarse! Responde el Padre: Si un niño como este no está en gracia de Dios, ¿entonces quién lo podrá hacer? Viene la enfermedad de papá. Lo llaman a la escuela. Corre y dice “creía que se había matado la vaca pintada”. El señor Efraín Trejos está contento con su alumno. Se hace amigo de Teófilo, Gerardo Jiménez y otros niños. Jugando tira una piedra que pega en un compañero. Se esconde debajo de la cama. Mamá lo reprende: Eso no se hace. Ingresa a la Liga de San Luis. Va a la finca de papá, La Esmeralda, y viene de allá, distante 237


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unos tres kilómetros. Mamá le pregunta: ¿por qué se vino tan pronto? Porque mañana es 21 de junio, día de San Luis Gonzaga. El Padre Luis Roberto Giraldo vaticina a mamá: Su hijo será sacerdote. El Padre Peña, orador sagrado venido de Cali, pidió que dejaran llevar al niño a estudiar en Cali. Nuestra hermana Carmen Emilia se había ido como religiosa para Cali. Estábamos asando una parva para mamá, en el horno, cuando me dice: Si yo fuera sacerdote, seríamos dos los dedicados al Señor. La familia Cárdenas Espinosa se dispone a ir a vivir en Popayán. Se queda, solo, en San José, el padre, don Jesús. La madre de esa familia propone a mamá: Envíe a Octavio a estudiar con los míos en Popayán y Jesús se queda aquí en su casa. Convenio hecho. Arreglarle al niño para salir con esta familia. Entra a estudiar en el Colegio de los Hermanos Maristas. Su espíritu se torna fácil a los llamados de la razón y continúa con su religiosidad. ¡El Seminario!”. Recuerdos y esperanzas alimentaban las oraciones de la madre y las hijas, ante la imagen al óleo de La Dolorosa, del artista Ángel María Palomino, de Riosucio, mandada a pintar por Don Santos para que presidiera la alcoba nupcial. La madre buscaba la superación del hijo menor pero los esfuerzos, cada semestre, para lograr que el niño viajara a la lejana capital del Cauca a proseguir sus estudios, fueron dignos, a la vez, de admiración o reproche. Una tarde llegó a la casa de los Hernández un paisano que tenía una tienda en San José y que había viajado a Pereira por surtido para su negocio, a ponerles la queja de que, por el camino, cuando subía de La Virginia a Belalcázar, bajaba el niño Octavio, a caballo, solo y llorando; que si no les daba remordimiento. Existían motivos suficientes para que ese muchachito no insistiera en el estudio: no había, en muchos kilómetros a la redonda de la casa, en donde matricularlo por lo que, enviarlo a Popayán, era todo un riesgo: a caballo de San José a La Virginia pasando por Belalcázar; luego, en un vapor, de La Virginia, cruzando todo el Valle del Cauca hasta Puerto Tejada, más arriba de Cali, y de allí a Popayán, por una trocha, a pie. El regreso era igual de azaroso. A la madre de Octavio le estaba resultado muy pesado pagar las deudas que había dejado su esposo al morir. En uno de los libros del almacén, ella, como una intrusa, para que lean sus hijas antes de cantaletearle, como sucede en todo hogar, con su puño y letra escribe: “Octubre 6 de 1926. Cuentas arregladas a esta fecha de deudas de mi esposo que dejó cuando murió y que he ido pagando con mi propio trabajo. A Dn. Alejandro Acosta, 300 pesos. Dn. Octavio Peláez, 300 pesos. A dn. Gustavo Nicholls, 100 pesos. A dn Juan Pablo Mejía, 90 pesos. A dn. Santiago Nicholls, 70 pesos. Gastos que hice cuando él murió y que pagué con mi mismo trabajo: En médico y remedios, 50 pesos. En la caja, 10 pesos. En la tumba, 90 pesos. Murió Santos, el 5 de noviembre de 1924”. Esto lo tuvieron que leer las hijas porque Matilde anota como glosa: “letra de mamá”. En Popayán, Octavio completó su educación primaria y secundaria, en el Colegio de los Hermanos Maristas, habiendo entablado conversaciones frecuentes con el poeta 238


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Guillermo Valencia quien le prestaba libros para leerlos, en temporada de vacaciones, en su casa materna. Al morir Rosita, la última de las hermanas del Padre, entre las vejeces se encontró un retrato ampliado, en blanco y negro, autografiado y con dedicatoria del poeta modernista en que luce un gorro de cosaco. En ella, sobre su propia fotografía, el Maestro escribió: “Al eximio humanista Doctor Nazario Restrepo, en testimonio de gratitud, veneración y aprecio. Su admirador, Guillermo Valencia, 1929”. Esa fotografía la había enviado el Maestro Valencia con Octavio para que se la entregara al Padre Nazario cuando pasara de Apía para Manizales o viceversa. En este viaje siempre entraba a casa de la Familia Hernández Londoño en donde almorzaba y descansaba un rato antes de emprender el trayecto más largo. Cuando Octavio trajo la fotografía, en casa le dijeron que el Padre Nazario ya no pasaba por ahí pues residía en otra parroquia. Matilde acude a su memoria prodigiosa a pesar de los años: “Ya el Padre Luis Roberto Giraldo, párroco de San José, hacía lo indispensable para enviar a Octavio al seminario de Manizales. El joven se facilita. El acudiente sería don Benjamín Giraldo, papá del Padre Luis Roberto. Este sacerdote ya se iba para Roma a especializarse en Derecho Canónico. Su vida en familia es natural y sensiblemente acomodada a nuestro medio. Se hacen los preparativos para su viaje a Manizales. Ajuar y más dinero. El joven recibiría media beca de quince pesos pues la beca entera tendría que compartirla con el joven Ovidio Rincón, hoy veterano periodista y escritor de verdadera enjundia. El Pbro. Benjamín Giraldo, pariente de Luis Roberto, y a quien la familia había conocido en San José, cuando llegó a visitar a su sobrino, gestionó la otra mitad de la beca, beca completa, lo que le permitió proseguir los estudios iniciados en el Seminario de Manizales. En una carta dirigida por el Padre Benjamín Giraldo, a la mamá del joven, fechada en Armenia, el 22 de junio de 1934, y conservada cuidadosamente por las hermanas del Padre Hernández, se lee lo siguiente: “Fui donde el Obispo (de Manizales), le supliqué y, ayudado por el P. Gómez, hoy Obispo de Pasto, me prometió que le daría la beca...Cuando fui a la semana santa, fui a ver a Octavio y a firmar la matrícula y me contó que el Sr. Obispo le había puesto un telegrama avisándole que le habían dado la beca. Yo exhorté mucho a Octavio que no fuera a perder el beneficio que Dios le hacía, que redoblara en aplicación y conducta a fin de que conservara la beca... Ahora sí ya le queda muy descansado el sostenimiento de Octavio en el Seminario. Dios ha recompensado sus esfuerzos; ahora le queda pedir al Sr. conserve la vocación de Octavio” (Archivo personal). Fue estudiante de óptimas calificaciones de acuerdo con las libretas que aún se conservan en cajones familiares. Veamos un ejemplo: “Seminario Conciliar. Manizales, mayo 1° de 1931. Señora Ángela Londoño v. de H.. El Rector saluda a Ud., atentamente y le avisa que el alumno Octavio Hernández fue calificado en sus clases, en el mes de abril, del modo siguiente: “Conducta (5). Aplicación (5). Modales 239


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(5). Latín I (4). Religión (5). Aritmética I (5). Castellano (5). Escritura (5). Lectura (5). Canto gregoriano (5). El Rector, Diego M. Gómez, Pbro. El Secretario, Manuel S. Giraldo”. “En la vida de seminario aprovecha el tiempo al máximo. Sale entre los mejores estudiantes. En una carta dirigida a mamá, desde París, el Padre Giraldo dice a mamá: El joven Octavio vendrá acá y ello será así. El Obispo le otorga una beca. Sale para Roma, a la Universidad Gregoriana, para vivir en el Colegio Piolatino, con otros cuatro compañeros colombianos. Vino en septiembre del año 37, a despedirse. La despedida le dio muy duro a mamá”. El viaje lo hizo, pasando por la Línea. Descendió a Ibagué. En tren, recorrió la planicie del Tolima y, en una carta que aún se conserva, escribe a los de la casa su itinerario que nos ofrece un panorama de esta región de Colombia, en la cuarta década del siglo XX y que nos permiten incluir a este joven en la espléndida saga de viajeros de los siglos XIX y XX que recorrieron el territorio patrio para dejar a la posteridad sus detalladas impresiones: “Henos aquí solos ya, teniendo a nuestra vista, a lado y lado, tan solo valles más tristes que nuestro ánimo pues, secados por el ardiente sol, solo se ven pastizales amarillos y de cuando en cuando unas desanimadas yeguadas. Se llega entonces a Buenos Aires, un pueblo pequeño, pero de casitas alegres y bien construidas. Sigue el paisaje anterior por Doima, Alvarado, en donde pudimos ver el espectáculo de una ancianita atacada por el coto. Sin exageración alguna, a lado y lado del cuello tenía como dos zapotes. No sabe uno si esto es digno de repugnancia por el enorme descuido o de misericordia por tan lamentable estado. No se encuentran árboles sino arbustos que forman matorrales. Luego vienen varias paradas del tren que sirven para aumentar la impaciencia de los viajeros que tienen que aguardar, en este como en muchos otros sitios, a que suba nadie. Empezamos a conjeturar, por la proximidad de las montañas de Cundinamarca que se van acercando cada vez más a la vía férrea, que el río Magdalena se hallaría próximo. Grande fue mi sorpresa cuando, a medio día, tocamos las primeras calles de Ambalema, por entre unos árboles. La corriente del Magdalena es tan tranquila que no se oye ni siquiera estando en sus orillas. Almorzamos en Ambalema, pues el tren se demora una hora. ¡Qué desproporción en lo que sirven! Unas yucas, unos plátanos y unas presas de gallina casi de cuerpo entero…”. Partió, en barco, desde Barranquilla, el 30 de septiembre de 1937, de acuerdo con el pasaporte que aún se conserva; desembarcó en Le Havre (Francia) el 23 de octubre y, luego de un largo viaje por tren, se radicó en la Ciudad Eterna, entre 1937 y 1946, como estudiante en la Universidad Gregoriana, una de las más prestigiosas de Europa, en donde se doctoró en Teología. De acuerdo con los recordatorios impresos para la ocasión, fue ordenado sacerdote por Monseñor Luis Traglia, en la Iglesia del Gesú de la Ciudad Eterna, el 26 de octubre de 1941, y celebró la primera misa en la Basílica de Santa María La Mayor, al otro día, el 27 de octubre de 1941, fiesta de Cristo Rey. 240


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Padeció, en Roma, en carne viva, la pesadilla de la II Guerra Mundial (1939-1945). Vivía en el Pontificio Colegio Pio Latino Americano y de allí se desplazaba a las actividades académicas a la Pontificia Universidad Gregoriana. El 19 de mayo de 1940 envió una carta, escrita a mano, con legible y hermosa caligrafía, a su hermana Emilia que era religiosa vicentina con el nombre de Sor Ángela, y se encontraba en la ciudad de Arauca, frontera con Venezuela. Sobre el conflicto que se volvió mundial le cuenta: “Nos han avisado que adelantarán los exámenes para el mes entrante. La causa es nada menos que la guerra que azota las regiones del norte de Europa. Gracias a Dios que Italia parece que se mantendrá neutral y así nosotros estaremos tranquilos. La Universidad, todos los días, queda más vacía. Se han ido los de los Colegios Belga, Francés, Yugoslavo y muchos estudiantes de órdenes religiosas, como son los del Canadá; mañana, quizá, salgan los del Colegio Norteamericano. Dios quiera que a nosotros no nos toque ver los horrores de tanta catástrofe” (Archivo personal). La mamá le escribió demasiado nerviosa y Octavio trató de consolarla en la carta enviada el 24 de noviembre de 1940 y en la que le dice: “Estoy completamente aislado. A pesar de ello estoy contento con que allá sepan de mí y así no se dejen creer de todos esos aspavientos que levantan radios y periódicos a una para hacer confundir a nuestras buenas mamás ya que a ellos lo que les importa es hacer dinero” (Archivo personal). Sin embargo, en la misma carta, no pudo ocultar la nube negra que se cernía sobre Roma: “Le he dicho, mamá, en varias ocasiones, que se acuerde de rogar por las intenciones del Papa (Pío XII), máxime en las presentes circunstancias. Hoy hemos presenciado una gran manifestación de adhesión a sus más ardientes deseos de ver el restablecimiento de la paz mundial. Él mismo dio el ejemplo bajando a San Pedro a celebrar una misa y ordenando en este día una jornada mundial de oración”. El monstruo de la guerra les trepaba piernas arriba. En donde vivían congenió con compañeros de nacionalidad chilena y brasileña y en la Universidad Gregoriana, sus mejores amigos eran alemanes. Hablaba fluidamente el alemán. Comentaba que, tanto sus amigos como el señor embajador de Alemania en Roma y otros personajes de esa misión diplomática, inexplicablemente, no eran nazis ni partidarios de esa ideología. Angustiosa se tornaba la forma como el Padre Hernández recordaba las gestiones que emprendió el embajador germano buscando detener la deportación de los judíos romanos a los campos de concentración, en el norte, y la masacre de judíos e italianos, en Roma que, por desgracia, diéronse, al final. Se creía que la Cancillería Alemana desconocía las gestiones secretas de su embajador en la Ciudad Eterna. Un estudiante alemán allegado a la embajada de su país confió al Padre Hernández el secreto de que el embajador germano estaba tras ciertas copias de las cartas que demostrarían los pactos secretos entre Mussolini y Churchill que, de acuerdo con la historia oficial, eran acérrimos enemigos. De esa correspondencia no tenía noticias Hitler pero el embajador la buscaba insistentemente, no tanto por ayudarle a su amo,

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sino porque, con ella, desbarataría el Eje Berlín-Roma y sofocaría los baños de sangre que anegaban la península italiana que tanto amaba. Según los puntos de vista del Padre Hernández, expuestos en fascinantes veladas familiares, la invasión de los Aliados a Italia, por el sur, no fue más que una estratagema para que los alemanes corriesen a combatir en tierras mediterráneas, desprotegiesen a Polonia y Alemania y, así, facilitaran el ataque ruso a Berlín. Relataba en forma emotiva la invasión de los aliados a Italia y la muerte de Mussolini como si se tratara de una pesadilla de la que no había logrado despertar del todo. Según rumores que corrieron en Roma, en los aciagos finales de abril y comienzos de mayo de 1945, al Duce y a Clara Petacci no los fusilaron en Milán, como lo refería la historia oficial, sino en el villorrio de Giulino, cerca a Mezzegra, en la ribera del Lago Como, cuando intentaban huir hacia Suiza; lavaron la sangre de los cadáveres y luego los llevaron, en un camión, a Milán, en donde los partisanos de la resistencia antifascista realizaron la pantomima del fusilamiento, con sus ministros, para atribuir al Partido de los triunfadores el honor de haber librado a Italia de la máxima figura del fascismo. El viaje de Churchill al Lago Como, pocos meses después, no fue a pintar acuarelas, como trató de hacer creer el alto mando inglés a los ingenuos de todo el mundo, sino en búsqueda de la correspondencia que el ministro inglés había cruzado con Mussolini y que podía haber quedado, cuando lo fusilaron, en poder de lugareños. De caer esos documentos en manos de alguno de los Aliados, desdibujaría para siempre la vera efigie de Churchill, en la historia del siglo XX. Si algún día se llegasen a comprobar los puntos de vista del sacerdote colombiano, se entraría inevitablemente a una reescritura de los libros de la historia moderna. De acuerdo con las fotografías en blanco y negro enviadas por él desde la Ciudad Eterna y conservadas en los álbumes familiares, el Padre Hernández asistió a importantes actos presididos por Pío XII con quien posa, en varias de ellas, acompañado de colegas de estudio. Estas fotos se convirtieron, con el correr de los años, en motivo de orgullo familiar. A la madre del estudiante, como a Fernanda, en las últimas páginas de Cien Años de Soledad, “el espíritu se le exaltaba con noticias que para otros hubieran sido insignificantes como aquella de que su hijo había visto al Papa. Experimentó un gozo similar cuando Amaranta Úrsula (Teresita, para el caso que nos ocupa), le mandó decir que sus estudios se prolongaban más del tiempo previsto porque sus excelentes calificaciones le habían merecido privilegios que su padre no tomó en consideración al hacer las cuentas” (Gabriel García Márquez, Buenos Aires, 1969). El Padre Hernández comentó que, en Roma, había conocido a Herminia Speire (¿?), una judía alemana perteneciente a la religión de ese pueblo bíblico que fue aceptada como arqueóloga en el Vaticano. De esta forma, la resguardaron de la persecución nazi. En varias oportunidades, en la década de los sesenta, el periodista Rafael Lema 242


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Echeverri, en su leída columna de La Patria, de Manizales, hizo comentarios elogiosos a la obra poética de Edith Stein (1891-1942). En prosa poetizada, por temporada de Navidad, Lema evocó un texto de Edith Stein en el que hablaba de la “santa nostalgia”, la “nostalgia de la insatisfacción”, “el esplendor de otra luz”, “un cálido torrente de amor” y este estribillo: “¿Quién eres tú, Dulce Luz, que me iluminas y la oscuridad de mi alma alumbras?”. Expresiones que enraízan a Edith Stein con Santa Teresa de Jesús. Al leer y comentar las semblanzas de Lema Echeverri, el Padre Hernández expresó íntimo dolor porque el Vaticano no hubiera resguardado a la monja alemana como lo hizo con la célebre arqueóloga. Edith Stein, alemana, judía, intelectual, atea y luego monja católica y santa fue alumna de Husserl y seguidora de la teoría fenomenológica. Obras de la Stein son “La Estructura de la Persona Humana” y “Ser Infinito y Ser Eterno” en donde dice: “La esencia del alma es estar abierta hacia adentro... El centro verdadero de la vida y del interior del alma es el corazón”. En 1938, ingresó como monja en la comunidad de las Carmelitas Descalzas, en los Países Bajos, pero fue arrestada por los nazis y deportada al campo de concentración de Auschwitz, en donde fue sacrificada en la cámara de gas. Según el Padre Hernández, desde el convento de Echt, Stein solicitó al Vaticano que condenara al nazismo por la persecución a los judíos y pretendió que se le resguardara en la sede del papado pero no se le tuvo en cuenta. En 1987, Juan Pablo II la canonizó y la declaró como una de las tres santas patronas de Europa. De ella, el Padre Hernández evocaba con entusiasmo el anhelo de optimizar las facultades de que dispone la persona. “En cada momento concreto, la persona actualiza muy poco de sus propias potencias”. Según Edith Stein, no solo somos lo que hacemos sino lo que no hacemos. Nos definimos también por las propias omisiones. El hombre mismo es responsable de lo que él ha llegado a ser y de lo que no ha llegado a ser. A pesar de los malos entendidos que muchos autores han lanzado sobre la incierta actitud del Vaticano, en tiempos de la II Guerra Mundial, el Padre Hernández comentaba que, en diciembre de 1945, ya firmada buena parte de los armisticios, un representativo grupo de judíos fue al Vaticano a agradecerle personalmente al Papa lo que había ordenado hacer para salvar los judíos de las masacres, en Roma. El Padre Hernández admiró al Papa Pacelli por su inteligencia brillante y su afamada elocuencia y se refería a él, no se sabe si por admiración, lástima o reproche, como el Papa del Silencio. La tesis doctoral del nuevo graduado versó sobre La Gracia y para su investigación utilizó varias bibliotecas de Roma y de la célebre Abadía de Monte Cassino, fundada por San Benito, en el 529 d.C., al sur de Italia. En una carta enviada a la familia, en Colombia, comunicaba que, por larga temporada, se desplazaría a esa colina en el sur de Italia y que les volvería a escribir cuando regresara a la Ciudad Eterna. Estaba en la citada Abadía dedicado a su tesis doctoral cuando los Ejércitos Aliados, en forma sorpresiva, invadieron a Italia, por el sur, y ordenaron evacuar sin demora la Abadía 243


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en donde se guardaban originales y copias de textos de la cultura clásica grecorromana y de la Edad Media, fuera de invaluables obras de arte. Apenas la desocuparon fue bombardeada en forma inmisericorde. En las guerras, los comandantes de un ejército acostumbran mandar demoler monumentos de los que el pueblo enemigo se siente orgulloso para desmoronar, así, su fortaleza moral y su energía guerrera. Eso sucedió con Monte Cassino. Destruyéndola, los Aliados buscaban minar la fuerza sicológica de los italianos, aliados de Alemania. Si se les destruía moral y sicológicamente, se les podía vencer más fácilmente, como en realidad sucedió, aunque la victoria de los Aliados no se debió exclusivamente a esa táctica. Se sigue considerando el acto vandálico sobre Monte Cassino como una de las peores vergüenzas de los Aliados durante la II Guerra Mundial. Siempre han hecho alarde de su defensa empecinada de la civilización occidental. Las noticias de guerra, captadas, vividas y descritas por el Padre Octavio, en las cartas que mensualmente enviaba a su familia, se leen con fascinación. Después de este acontecimiento, por varios años, no volvió a llegar ni una letra por lo que la familia, sabedora por la radio del bombardeo a Monte Cassino, supuso, con sobradas razones, que había muerto. No daban razón suya ni en la embajada de Colombia en Roma, ni en la Embajada de Italia, ni en la Nunciatura Vaticana, en Bogotá, ni en otras instancias eclesiásticas. Su hermana Ana Matilde se convirtió en empecinada amanuense de esos reclamos. Después de larga e infructuosa espera, la familia mandó celebrar un funeral simbólico, muchas misas de réquiem y por la casa pasaron innumerables visitas de pésame, de riguroso luto. En 1946, un año después de haber finalizado el conflicto, llegaron a San José Caldas, en un paquete, todas las cartas que el Padre Octavio había seguido escribiendo, entre 1944 y 1945, sin darse cuenta que no las entregaban pues los Aliados retuvieron el correo que iba y venía de Europa, en lo más agudo de la guerra, por razones de estrategia militar. Comentaban, en tertulias familiares, que las bodegas del correo internacional proveniente de Europa con destino a países de Suramérica, en forma absurda, quedaron en Buenos Aires. En el lapso del silencio forzado nací yo por lo que, en humilde recuerdo del tío que se suponía muerto, me bautizaron con el escueto nombre de Octavio. Cuando el tío se dio cuenta, se incomodó pues no era hombre proclive a los homenajes. Una tarde de septiembre de 2002, cuando veía desprevenidamente un programa de Televisión Española sobre la II Guerra Mundial, de un momento a otro, distinguí la imagen del joven Octavio Hernández, en su temporada en Monte Cassino, empujando una silla de ruedas en la que iba sentado un monje anciano y discapacitado. Se trataba de la evacuación apresurada, de la Abadía, antes de que la aviación aliada dejara caer sus destructoras bombas sobre el milenario edificio. Reeditaban por televisión una cinta que había captado nerviosamente

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acontecimientos ocurridos 57 años antes y que, la familia de uno de los que aparecían en ella, jamás había visto. Regresó a su pueblo natal, en 1946, diez años después de haber partido. Unas doscientas personas, a caballo, portando airosas banderas, salieron a recibirlo en Risaralda Caldas y desde allí iniciaron el gallardo desfile hasta San José. La primera misa cantada en su patria chica la celebró ese mismo día para aprovechar la multitud que salió a hacerle el tope proveniente no solo del pueblo y del campo sino de los pueblos vecinos que iban a ver un extraño sobreviviente de la guerra feroz. Como no cabía la gente en el pueblo, los organizadores trasladaron los regocijos de bienvenida, de la casa de la familia, a la plaza; en vez de pavo y gallina tuvieron que mandar a matar, para el convite popular, una ternera y varios cerdos. Se trataba del reencuentro con un resucitado. Poco después de las celebraciones, el Padre Hernández fue nombrado Profesor de Teología en el Seminario Mayor de Manizales. Luego estuvo, por breve lapso, en Aguadas y, a partir de 1951, en Anserma, como sacerdote cooperador. En 1952, con motivo de la fundación de la Diócesis de Pereira, cuyo primer obispo fue Monseñor Baltasar Álvarez Restrepo, exrector del Colegio de Nuestra Señora de Manizales, el Padre Hernández fue nombrado como primer Canciller de la circunscripción naciente y, en 1958, rector del Seminario diocesano. Fuera del español, se le escuchó hablar con fluidez en italiano, alemán, francés y portugués. Dominaba las lenguas clásicas y la literatura en latín, griego y hebreo. Hombre de muchas lecturas, expresión pausada y correcta, orador de alto vuelo en ocasiones especiales y persona fácilmente inclinado al diálogo. En varias ocasiones fue comisionado por el obispo para pronunciar discursos en ocasiones académicas y religiosas especiales. Se recuerda el discurso pronunciado en el llamado Salón del Trono del primer Palacio Episcopal de Pereira (carrera 7ª con calle 21) cuando el notablado de La Perla del Otún le dio la bienvenida al Obispo, con motivo de la exaltación de esa ciudad como sede episcopal. No era grecoquimbaya en su estilo aunque, a veces, se escuchaban toques de clarín con palabras doradas. Luego, en la Catedral de Nuestra Señora de la Pobreza pronunció la Oración Fúnebre, en octubre de 1958, a la muerte de Pío XII, a quien había visto, con reiterada proximidad, en los años transcurridos en la Ciudad Eterna. Es la más pulida y emotiva pieza de su oratoria. En Apía pronunció un discurso en el que establecía pautas didácticas, ante la comisión del Ministerio de Educación Nacional, cuando la graduación de las primeras normalistas superiores, en 1962. De nuevo, en la Catedral de Pereira, con motivo del III Aniversario de la Coronación de S. S. Juan XXIII y del octogésimo de su natalicio, pronunció un discurso en que, igual que San Agustín, pone en Dios el sentido de la Historia. Siendo obispo San Agustín, en el año 410, los ejércitos de Alarico sitiaron a Roma y los dioses la abandonaron. A mediados del siglo XX, después de dos guerras mundiales, parecía que la civilización occidental 245


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estaba agotada y el Dios de los cristianos le hubiera dado la espalda. El Padre Hernández pretendió demostrar que: “Un eslabón se ha unido a la cadena de la Historia que no se interrumpirá sino cuando el Juez Supremo recoja todo en la consumación absoluta del tiempo. Se trata de un alto para mirar atrás y hacer el recuento de batallas ganadas y perdidas, desde que el encallecido Pescador de Galilea dejó las redes materiales para hacer una atarraya que recogiera el mundo al conjuro del Maestro que situó sobre una roca a su sucesor y lo convirtió en roca desde donde se dominan los mares y los prolongados caminos de los siglos” (Discurso pronunciado en la Catedral de Nuestra Señora de la Pobreza, el 4 de noviembre de 1961. Archivo personal). En la última semana de enero de 1960, siendo rector del Seminario diocesano, el Padre Hernández fue invitado por el obispo Álvarez Restrepo a una visita extrarrápida a Apía para tratar de solucionar un gravísimo problema que se había presentado entre la feligresía y el párroco. En las primeras horas de la mañana, una nutrida comitiva de apianos se dirigía a Pereira a debatir el mismo asunto con el Obispo cuando, en el escabroso sector de El Muñeco, se toparon con el carro negro de Monseñor Álvarez que subía buscando el mismo fin. Se detuvieron las dos comitivas y, allí, a un lado del abismo, trataron el problema y, ante la exigencia de los feligreses de que se cambiara al sacerdote cuestionado, dada la situación tan explosiva que se había presentado, el Obispo ofreció a la comitiva de apianos, como nuevo párroco, al Padre Hernández que le acompañaba, sin haber consultado previamente esta alternativa con él. Varios presentes comentaban, días después, que se habían sentido satisfechos con el inesperado nombramiento. Cada una de las comitivas regresó a su lugar de origen con el problema solucionado. Pensó que el mercado semanal era el domingo por lo que buscó entrar al pueblo, sin aspavientos, un día anterior, el sábado, a comienzos del mes de febrero de 1960. No quería ingresar en otro domingo de ramos para no tener que padecer, de pronto, un triste viernes santo. Para su sorpresa, tuvo que hacer el ingreso, con los corotos, en medio de la barahúnda del mercado que se realizó, hasta el tercer fin de semana de mayo de 1971, alrededor del parque principal. El flanco oriental o de la parte superior, entre el Café Apía y el Café El Ruiz, era ocupado por carnicerías de a dos y tres en fondo. La gente tenía dinero para comprar más carne de res y cerdo que ahora. El café valía más que cincuenta años después. El flanco noroccidental, frente a la casa cural y cafés de billares, era ocupado por graneros y paneleros. Frente al Banco Cafetero y el viejo Colegio Santo Tomás, al sur, las verduras y legumbres. Por lo visto, era lo que menos se consumía en los hogares o lo producían en fincas y huertas. Comentaba en forma jocosa que, inmediatamente se bajó del carro que lo condujo a Apía, su nuevo sitio de trabajo, se le presentó el carpintero Gildardo Pineda poniéndosele a la orden para el cambio del lugar que iría a ocupar la escala principal de la casa cural. El cura le preguntó por qué esa solicitud tan extraña pues ni 246


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siquiera había entrado a dicha casa a lo que el carpintero le respondió: Pasa, señor cura que todo párroco que llega a este pueblo ordena el cambio de ubicación de esa escala y siempre les ha tocado ese trabajito a otros carpinteros. En esta ocasión creo que corro con mejor suerte al adelantarme a mis colegas, poniéndome a sus órdenes. Esa anécdota impresionó al Padre Hernández por lo que, en muchas ocasiones, la retomaba para sacar enseñanzas como los distintos puntos de vista, las preocupaciones por lo secundario, el afán por derribar a como dé lugar las obras de los otros, etc. El Pbro. Francisco Londoño Piedrahita había llegado como cura en 1958 proveniente de Belalcázar Caldas en donde había tumbado el templo católico de características similares a las del templo apiano, por lo que la ciudadanía arisca, en una y otra localidad, se refería a él como cura tumba-iglesias. Un iconoclasta. “En 1959, el Pbro. Francisco Londoño Piedrahíta se empeñó en la construcción del nuevo templo, habiéndole correspondido contratar el levantamiento de los planos y la iniciación de la obra” (Gerardo Naranjo López, “Apía, a través de la historia”, pág. 34). Cuando el Padre Hernández, forma cariñosa como todos se dirigían a él, se posesionó como párroco de Apía, encontró que ya habían derribado la tercera parte del templo de madera y habían levantado, en cemento, la cripta con sus respectivos osarios, las dos sacristías laterales y las cuatro columnas principales que sostienen el ábside de la nueva obra, con sus respectivos arcos y paredes. Esta destrucción se presentó sin protestas públicas de los apianos, creyentes e incrédulos o, si las hubo, no tuvieran eco pues se trataba de una época en que autoridades civiles, eclesiásticas y ciudadanía en general apreciaban poco el patrimonio histórico, arquitectónico, artístico y cultural de los pueblos. Fuera del terror popular por las maldiciones que los curas podrían lanzar desde los púlpitos como represalia por estar en contra de sus pareceres, se había difundido la creencia de que un edificio de cemento daba mayor prestigio modernista al poblado que lo levantara. Cuentan que para la construcción del nuevo templo de Apía repitieron el procedimiento que siguieron en Manizales para la construcción de la Catedral: los interesados colocaron tres maquetas contratadas previamente, con una urna a un lado, a consideración de los fieles. La maqueta que recogiera más dinero era la que se escogía para llevarla a la realidad. Después de haber echado a pique muchos templos de larga vida, los sacerdotes se han tenido que cuidar más en las parroquias a donde llegan pues las nuevas generaciones han aprendido a apreciar los bienes muebles e inmuebles de los templos como parte representativa de la herencia social y la identidad cultural de esos conglomerados. El Padre Hernández realizó una inspección preliminar, en compañía de un ingeniero y un arquitecto pereiranos que llegaron a la conclusión de que la iglesia antigua que se había construido en maderas nobles y finísimas de la región, a comienzos del siglo XX, podía haberse salvado con un cambio apropiado en el maderamen pero ya no había nada que hacer pues el viejo templo había sido desbaratado en su parte posterior y a la nueva iglesia se le había hecho una inversión económica cuantiosísima, en el ábside 247


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que sobresalía como un paquidermo sobre las demás edificaciones apianas. El Padre Hernández continuó con la construcción del nuevo templo. Después de la una de la tarde del 30 de julio de 1962 ocurrió uno de los terremotos más desastrosos que hayan azotado la zona cafetera. En Apía, para desdicha, se vino abajo la parte del templo correspondiente a los espacios de los vitrales de tres cuerpos o pisos, junto al altar principal de la nave izquierda. El paredón que termina en forma triangular y era mucho más alto que el actual, con sus gruesas columnas de cemento armado, en el lado que daba sobre la parte trasera de la casa cural, al caer arrasó con la sacristía provisional, pues las nuevas todavía no estaban en uso, destruyó los armarios con ornamentos y vasos sagrados, fuera de las imágenes de madera y yeso que cayeron, vueltas añicos, en el patio trasero de la casa de don Carlos Herrera, en la esquina de la Calle Jamarraya. Mientras que del Resucitado, con esa carne pálida como pechuga de gallina, quedó, si mucho, la banderita del triunfo sobre la muerte con que lo engalanaba doña Ana Galvis, el domingo de resurrección, al “Judío”, verdugo de azotes, de color oscuro, terror de los niños, una de las obras más representativas de la estatuaria regional y que sacan a pasear por las calles en el Vía crucis del Viernes Santo, no le pasó nada. Cuando se abrían paso con la estatua del “Judío” de sus colmillos amenazantes, la gente mayor murmuraba con sarcasmo: Eso es para que vean que ser malo, paga. Quedaron en hilachas los cinco lienzos rectangulares que adornaban la parte superior de la vieja nave central, pintados al óleo por algún pintor no muy diestro, con influencias de Bartolomé Esteban Murillo, y que evocaban los misterios gozosos del Rosario, como correspondía a la advocación del templo. El P. Hernández, hasta esa tarde funesta, había acariciado la sugestiva idea de abrir un Museo de Arte Religioso, en el primer piso de la Casa Cural, contando con las reliquias del viejo templo. “Y los sueños, sueños son”. Pasado el tiempo, se vieron algunos retazos de esos cuadros en la casa de Francisco Cuervo. El alto paredón de la sección que alberga los vitrales mayores que dan sobre la carrera de la Alcaldía no se fue abajo, sin embargo tuvieron que destruirlo, desde arriba, a punta de macetas y cinceles, hasta el piso, pues había quedado agrietado y separado de las paredes del resto del edificio. Una amenaza para las casas vecinas a la Alcaldía, para los presos de la cárcel que funcionaba en la misma Alcaldía y para los transeúntes. Doble gasto. El espectáculo del templo, en esta temporada postterremoto, daba para repetir mil y mil veces con Quevedo: “Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuertes ya desmoronados…y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte”. Se remediaron los costosísimos daños, en los que se invirtieron un dinero y un tiempo precioso que retrasaron la obra. Los estragos del terremoto de julio de 1962 y otros temblores de tierra que se presentaron en los años siguientes, sobre todo en 1965 y 1968, condujeron a replantear el diseño monumental de la torre principal. El nuevo análisis de la obra efectuado sobre la marcha dejó, como resultado, unos planos 248


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menos pretensiosos. La torre de los planos originales, de estilo gótico, era altísima y parecía una nave espacial a punto de despegar hacia otros mundos. Los nuevos factores que determinaron el cambio en el diseño original fueron estos: temor a otros terremotos y su poder arrasador comprobado in situ; juicioso análisis de suelos que no se había hecho en forma tan técnica para el proyecto original que dio como resultado comprobar que la parte izquierda del piso del templo fue nivelada para construir la primera iglesia, luego de haber realizado una obra de relleno; estudio de los muros de contención de espesor no apropiado por lados del Club Juvenil o Café Parroquial ubicados en el piso de abajo de la casa cural en donde funcionan unos negocios particulares; fatiga de una población que llevaba doce años empeñada en una obra a la que no se le veía fin. El Padre Hernández continuó con la construcción del cuerpo de la obra hasta llegar, en junio de 1970, a desmontar el frontis del templo clásico para concluir con la fachada de la nueva iglesia. El nuevo templo de Apía quedó con fachada pero no con torre que es un elemento arquitectónico frontal en los templos levantados en la cultura occidental. Equivale al alminar o minarete en las mezquitas de los musulmanes. La serie armoniosa de pináculos y torrecillas de la vieja iglesia quedó perpetuada en el escudo de Apía y en innumerables fotos teñidas de nostalgia. No se podía conservar incorporándola a la obra que venía de atrás en cemento y ladrillo pues los arcos de la nave central de la nueva iglesia eran mucho más altos que la vieja torre por lo que la torre clásica quedaba ridícula como si estuviera a punto de ser metida dentro del hangar de un avión. En la noche de ese junio de 1970, anterior a la mañana en que Jairo Tangarife se subió amarrado con un lazo a descolgar la cruz de hierro que, a manera de espadaña, se había mantenido incólume por más de cincuenta años en lo alto de ese símbolo religioso amado por sus contemporáneos y añorado por las generaciones posteriores dadas su imponencia y armonía, los integrantes del Centro Literario Marco Fidel Suárez del Colegio Santo Tomás de Aquino organizamos una velada nocturna, en el atrio, con nutrida asistencia de estudiantes y de población en general y allí, a la luz de una luna helada, sin el más mínimo clamor del viento, escuchamos páginas emotivas escritas por los estudiantes y adioses impregnados de nostalgia al patrimonio cultural que se perdía en forma irrecuperable. Dejamos también que la música colombiana de la región andina, evocada por Edgar Osorio con su combo de tiples y guitarras, lanzara quejidos que chocaban, por última vez, en las paredes de ese símbolo edificado en bahareque cubierto en zinc en la parte de arriba y en ladrillo con argamasa en su cuerpo inferior. La puerta principal lucía aún dos bellas columnas circulares que remataban con follajes de capiteles griegos. Se remató la velada con “Casas Viejas” entonada por todos los asistentes: “Quién vivió/ quién vivió en esas casas de ayer,/ casas viejas que el tiempo borró...”. Al otro día la espadaña que sirvió de guía a los viajeros y había resistido los embates de los huracanes, descendió, dócilmente, 249


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amarrada de una manila. No se fundió como chatarra pues fue nuevamente anclada en el remate de la nueva fachada. Del novísimo templo de Apía, podemos decir que, por dentro, es una basílica de magnificencia episcopal y, por fuera, una iglesia de barrio de cualquier ciudad colombiana. Bertol Brecht, en su obra Historia del Calendario (1939), publicó uno de esos poemas que trascienden los idiomas y las fronteras por la originalidad conceptual y la capacidad de inquietar: La noche en que terminaron la Muralla China, ¿a dónde fueron los albañiles? Roma, la Grande, está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió? El joven Alejandro conquistó la India. ¿El só1o? César venció a los galos. ¿No llevaba consigo siquiera un cocinero? Una victoria en cada página. ¿Quién cocinaba los banquetes de la victoria? Un hombre cada diez años. ¿Quién pagaba sus gastos? Una pregunta para cada historia. El Pbro. Doctor Octavio Hernández lideró una obra en que participaron todos los estamentos apianos. No trabajó solo. Avanzó en la construcción de ese templo, durante 16 años, con la indispensable compañía de un pueblo fervoroso y cívico. En tan gigantesca empresa contó con las limosnas de feligreses del campo y del pueblo, dirigentes, asociaciones y con la colaboración denodada de sacerdotes cooperadores que durante su estadía en Apía trabajaron “golpe a golpe” con él, dejando, al partir, en 1976, el ábside, el cuerpo central conformado por las tres naves y la fachada, revocados en cemento. Como cooperadores en la misión parroquial dotada de muchas facetas, se recuerda, a vuelo de pájaro, a Félix Ríos, Román Zapata, Carlos Arturo Isaza, Jorge Bedoya, Leonel Alzate, Efraín Mejía, Luis Lentijo, Padre Tamayo, Nemesio Ramírez, Adelnide Giraldo y Arcángel Ramírez. En cuanto a los albañiles que Brecht, en su poema, rescataba de un inadmisible olvido, se recuerda que en el nuevo templo de Apía trabajaron: Jesús Medina, de Manizales, como el más competente maestro de obra. Le sucedió Gilberto Quintero. Jairo Tangarife fue oficial de construcción; graduado en trepar por los andamios. Víctor Bedoya, obrero; Gildardo Pineda, carpintero y ebanista que tuvo a cargo buena parte de las formaletas para columnas y arcos; Rafael Salinas, ayudante y el músico Alirio Gómez, hijo de don Francisco Gómez, trabajó como obrero raso, en las temporadas en que su papá era el corista oficial del templo. A veces se bajaba de un andamio para tocar, de afán, la música de armonio, en un entierro. Para echar las planchas de las naves colaboraron los presos de la cárcel a cambio de rebaja en la pena que deberían pagar. Cuando se inició la excavación, en 1958, durante la 250


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administración del párroco Francisco Londoño, quien cargó la tierra en la volqueta de la Parroquia fue su pariente Arturo Londoño P. Luego, Fabio Torres manejó la volqueta de la parroquia, en la primera temporada en que el Padre Hernández ocupó la parroquia; traía materiales de Pereira y del río y botaba escombros de la obra. La volqueta de la parroquia era roja. Cuando se marchó siguió manejándola Arnoel Grajales. El culto, las actividades religiosas y de carácter social, fuera del mantenimiento material de los sacerdotes, se sufragaban con los ingresos ordinarios y las limosnas semanales depositadas en el templo y el estipendio de los distintos ritos. Para continuar con las obras del templo se contaba, como capital, con el producido de la Feria Parroquial que se llevaba a cabo en el mes de noviembre o comienzos de diciembre de cada año. No hubo auxilios del gobierno o de fundaciones internacionales. Todo a pulso. Campesinos y personas del casco urbano aportaban limosnas para el templo que les enorgullecía y del que veían que tomaba la forma de un bosque de palmeras. En la Feria Parroquial, las personas con solvencia económica aportaban ya fuese un ternero, una novillona, un cochinillo o, las menos favorecidas por la fortuna, una gallina, un pato, uno o varios racimos de plátano, mientras que las señoras dotadas de civismo organizaban serenatas, libro de oro, retenes, insignias en el pecho y entusiasmadas elaboraban sus comistrajos con cuyo producido, en conjunto, se adelantaban las obras durante el año siguiente. Cuando, en 2005, veía a Doña Alicia de Vergara, a Luz Eugenia Salazar y Amanda fabricando y vendiendo empanadas para pagar la nueva pintura del templo, evocaba las empanadas con las que construyeron muchas obras en pueblos y veredas y siguen construyéndolas en los barrios de las ciudades. Las empanadas son dignas de un monumento que levantaremos cuando se construya la última obra que en Colombia planeen construir con base en empanadas. No le escuché, jamás, al Padre Hernández, aspaviento o alarde alguno por la obra material que cargó sobre sus hombros por dieciséis años. Después de haber padecido, en 1970, un infarto cardiaco agudo que lo redujo al lecho por varios meses, el obispo de Pereira nombró al Pbro. Félix Ríos, como vicario ecónomo, quien llegó a colaborar en forma eficiente con la obra del templo. El Padre Ríos murió, en 2007, de infarto cardíaco, en Dosquebradas. El Padre Hernández era de modo de ser apacible. Distribuía su tiempo entre la vida contemplativa o meditativa propia de un sacerdote y la vida activa como párroco, charlas semanales en los cursos superiores del Colegio Santo Tomás que eran un despliegue de cultura general y actualización en problemática social, en una temporada que llegó a llamarse, por más de un motivo, La Edad de Oro del Colegio. El doctor Mario Martínez Peláez, en “Apía de los dos santos”, artículo publicado en El Cóndor, en octubre de 2003, p. 6, explica que, “El Colegio Santo Tomás, no sólo a través de su riqueza académica sino también con su pedagogía integral, logró que los 251


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jóvenes apianos hicieran la transición entre la cultura de provincia, pura y descomplicada, hacia las nuevas metas que imponía en esa etapa el desarrollo del país. Por ello es indudable que el Padre Hernández plasmó frente a la juventud apiana la compatibilidad entre el razonamiento codificado y las metas celestiales, como lo hizo Santo Tomás de Aquino”. No es gratuito que Mario haya hablado de Santo Tomás y el Padre Hernández. En cuanto a razonamiento y estructura mental podríamos clasificarlo como neotomista. Recuérdese el tratado de la Gracia de Santo Tomás y la Tesis doctoral del Padre Hernández sobre la Gracia, en la Universidad Gregoriana de Roma. Tenía asidua vida espiritual. Antes y después de las misas de la mañana, en semana, se le veía dedicado a la meditación, en su reclinatorio particular, junto a la puerta que comunica el presbiterio con la sacristía. Entre las nueve y diez de la mañana, también en semana, por lo general, leía, el libro del Breviario, recorriendo las naves utilizables del templo mientras al otro lado trabajaban en los andamios. En otras ocasiones lo leía recorriendo el corredor de la casa cural. Preparaba por escrito las homilías dominicales, con apropiada pedagogía. Atesoró una exquisita biblioteca particular que alcancé a disfrutar durante mi niñez y adolescencia. Un paraíso en donde me entremetía mientras el propietario estaba ausente. Los gratos recreos concluían cuando presentía que ya regresaba el dueño de ese Edén. Coincido con Jorge Luis Borges al decir que el Paraíso tenía forma de una biblioteca. En los anaqueles del estudio, el P. Hernández conservaba las obras claves de su religión, de su formación académica y las que trataban sobre necesidades de las gentes que frecuentaba. Me encantaba leer, pasar y repasar páginas satinadas de libros de consulta juvenil como los doce tomos de El Tesoro de la Juventud o Libro de los Porqués, los cinco tomos de la Historia Universal de Pirenne y las obras de historia y literatura que iba recopilando. Se trataba de viajes a otras facetas de la realidad en que estábamos sumergidos. Desde mi adolescencia, los libros no describen realidades ajenas y lejanas sino propias e inmediatas. Más que decir que leí, puedo afirmar que luché a brazo partido con Juan de Austria y don Miguel de Cervantes, en la Batalla de Lepanto y sentí el hacha sobre mi nuca cuando Stefan Zweig describía los instantes finales de María Estuardo. Me he mudado, por largas temporadas, a los espacios en que se mueven los héroes y antihéroes de los libros que he leído. De trecho en trecho, al Padre Hernández, en sus sermones dominicales, se le escapaban, alusiones o citas de clásicos como de Dante, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Tomás de Kempis u otros místicos. Con júbilo opinaba que leer a Santa Teresa era como charlar con cualquier campesino colombiano. Se escuchaban sus carcajadas cuando hacía alusión a alguna expresión verbal o a algún arcaísmo corriente en Santa Teresa como cuando dijo que escribía “casi hurtando el tiempo y con pena porque me estorbo de hilar” o refiriéndose a un favor divino: “Cuando Su Majestad me vio tan flaca repentinamente me quitó la calentura”. Su expresión tiene una fuerza 252


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impresionante al confesar que sentía “una pena tan delgadita y penetrativa”, “un recio martirio sabroso” “como cuando uno está con la candela en la mano”. Causaba asombro, en el Padre Hernández, y le sobrecogía el manejo dado por Santa Teresa a nuestro idioma para explicar temas enredados de alta teología como cuando explicaba la unión de Dios y el alma como si “dos velas de cera se juntasen tan en extremo que toda la luz fuese una o que el pabilo y la luz y la cera es todo uno; más después bien se puede apartar una vela de la otra y quedan dos velas o el pabilo de la cera”. Decía que pocos autores eran capaces de alcanzar cumbres tan inaccesibles como cuando ella se referían a realidades sobrenaturales con claridad y desparpajo: “¡Ay de mí, Señor! Que es muy largo este desierto y pásase con grandes penalidades del deseo de mi Dios. Señor, ¿qué hará un alma metida en esta cárcel? ¡Oh, Jesús, qué larga es la vida del hombre, aunque se dice que es breve! Breve es, mi Dios, para ganar con ella vida que no se puede acabar. ¿Qué remedio dais a este padecer? No lo hay sino cuando se padece por Vos”. La exclamación anterior es del mismo corte de esta otra: “¡Oh, verdadero Amador, con cuánta suavidad, con cuánto deleite, con cuánto regalo y con cuán grandísimas muestras de amor curáis estas llagas que con las saetas del mesmo amor habéis hecho. ¿Cómo podía haber medios humanos que curasen lo que ha enfermado el fuego divino? ¿Quién ha de saber hasta dónde llega esta herida, ni de qué procedió, ni cómo se puede aplacar tan penoso y deleitoso tormento?”. No es para aterrarse si se cuenta que, en varias oportunidades, el P. Hernández comparó a su mamá, María de los Ángeles, con Teresa de Ávila, no en los primores literarios sino en que las dos mujeres padecieron oprobios provocados por personas de la misma Iglesia. Santa Teresa estuvo a punto de ser condenada a la hoguera de la Inquisición pero ni por un instante dio un paso atrás en sus proyectos y sus palabras, mientras que la mamá del Padre tuvo que padecer, ya viuda, las diatribas desde el púlpito que, con nombre propio, le dedicó un cura con ojeriza hacia ella. Al iniciarse la tanda de injurias, María de los Ángeles se ponía de pie para que los asistentes al templo no tuvieran que estirar los gaznates a ver qué cara ponía en ese trance. Cuando el cura concluía sus improperios, ella se sentaba para seguir escuchando la misa. Un Jueves de la Ascensión, antes de que se trasladaran las fiestas de entresemana a los lunes, concluyó su homilía con una evocación de Fray Luis de León que expresó el ascenso de Jesús al Cielo, con musicalidad y ritmo: “Y dexas, Pastor santo,/ tu grey en este valle hondo, oscuro,/ con soledad y llanto,/ y tú rompiendo el puro/ aire, te vas al inmortal seguro.// Los antes bienhadados,/ y los agora tristes y afligidos,/ a tus pechos criados,/ ¿a dó convertirán ya sus sentidos?”. A partir de entonces, cuando me topo, en mis lecturas, con Fray Luis de León, me traslado de memoria a aquella mañana con esplendor de azucenas. En varias ocasiones recurría a andanzas de Don Quijote y a refranes de Sancho. En una mañana, dentro del templo que se levantaba, en medio del ajetreo de los obreros, 253


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lo escuché discutir con vehemencia, cosa extraña en él, con don Jesús Medina, el maestro de la obra, por asuntos relacionados con la interpretación de planos arquitectónicos. Supongo que el Padre Hernández citó a Don Quijote o a Sancho en algo que le servía para aclarar el asunto de la discordia. Puse atención en el momento en el que el Padre Hernández le dijo: “- Usted, señor ¿ha leído el Quijote?”. Cuando el maestro de obra le respondió que No, el Padre concluyó: “- Ahh, entonces, no discutamos”. Y se marchó. Era miércoles porque cuando salí a ver para donde se había ido lo vi perderse en medio de los toldos blancos del mercado pues todavía no lo habían enclaustrado en el edificio de la Galería. En sus clases con los bachilleres o en sus conversaciones con otros profesionales, citaba espontáneamente teorías y puntos de vista de escritores católicos de la temporada que él había asimilado y de los que hablaba con entusiasmo. No era la literatura por la literatura sino por lo que se escondía debajo del ropaje literario. Péguy, místico y popular; Papini, lírico y polémico; Jacques Maritain, con su lucha por rejuvenecer el tomismo en pleno siglo XX. Paul Claudel, el poeta que le embriagaba con sus divagaciones poéticas sobre la Asunción de María y Leon Bloy, el proletario con los problemas de los obreros y los rebeldes sobre sus hombros. Leía con pausa las agudas disertaciones de Henry Bergson y su intuicionismo. De este autor tenía un concepto tan alto que, según él, las teorías sobre la intuición y la conciencia, del autor francés, servían de material para meditaciones espirituales. Año tras año, los bachilleres insistían en el tema del evolucionismo. El Padre Hernández no aceptaba ni desdeñaba a Darwin. Lo respetaba con gestos de perplejidad. Juzgaba como milagroso lo que en lenguaje natural catalogaban como admirable. La vida seguía siendo admirable y milagrosa. Adquirió la colección completa de las obras de Teilhard de Chardin, pero era cauto en la exposición del enfoque evolucionista que tanto escándalo causó en la década de los sesenta del siglo XX, aunque al presentarla en público uno veía que trataba de conciliar las teorías del jesuita y los dogmas del Vaticano a los que vivió aferrado. Intuía poéticamente que el día en que se llegara a aceptar plenamente la Teoría de la Evolución por eso no se destruiría el argumento de un Creador pues, por el contrario, habría que alabar la sapiencia y el poder de Dios al infundir, en la minúscula porción de materia, la potencialidad admirable de transformarse, paulatinamente, en las edades que estaban por venir. Se deleitaba con algunas novelas de Francois Mauriac, como Nudo de Víboras, Thérese Desqueyroux y El Desierto del Amor, sobre el disolvente fuego del deseo, en la católica Burdeos. Mauriac retrató la vida de pueblo, con todas sus mezquindades, en Francia, y el P. Hernández asimilaba, en buena parte, las situaciones descritas con las que se vivían, tras los portones, en ciertas casonas de Apía. Nudo de Víboras trata de las memorias de un hacendado de provincia: “Me siento un anciano a punto de morir, en medio de una familia al acecho que aguarda el instante de alzarse sobre mis 254


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despojos”, para concluir, muy a su pesar: “El nudo de víboras no se hallaba en mí; habían salido de mí”. En varias tertulias manifestó desasosiego por el misterioso destino del protagonista, en El Poder y la Gloria, de Graham Greene (1904-1991). En ciertas ocasiones, desde el punto de vista sacerdotal, insistió en dilucidar ese misterio o paradoja, con tanta energía, que me dio alas para escribirle una carta inquietante al autor británico. Era aficionado número uno a la lectura de G. Chesterton, escritor inglés, convertido al catolicismo, de intensa vida interior, inclinación por la discusión y enorme camaradería. Disfrutaba con las novelas policíacas de Chesterton como “El Hombre que sabía demasiado”, en que actuaba el famosísimo Padre Brown. Recalcaba que se trataba de obras bien construidas, con intenciones didácticas y desarrollo de tesis interesantes. Tengo presente en el recuerdo su colección completa de la obra de Chesterton, de tapa azul oscuro, fino canto dorado y papel sedilla. Prestó varios tomos que no le devolvieron. Esta anécdota muestra la forma como germina y ramifica, en una comunidad, la bella planta de un libro. El Padre Hernández me prestó la obra Gog de G. Papini (18811956), después de que le devolví La Vida de Cristo. Gog trata del diario que un personaje de manicomio. La carga novelesca en esta obra es inferior a la altura filosófica, por la crítica a la sociedad, al arte, la política, los personajes del mundo de la farándula y muchas sátiras despiadadas a todos los ídolos de barro. Salí de su oficina y, al pasar frente al Bar Linares, me llamaron desde una mesa en donde compartían unos amigos. Me acerqué y Ociel Bedoya H., le echó mano a la obra para ver de qué trataba. La ojeó y, en la página 175, al leer una frase que le llamó la atención, no tuvo ningún inconveniente en subrayarla: “Tenerlos cerca, verlos, era para mí un inmenso consuelo; me hacían disfrutar mejor la luz del Sol, los colores de las cosas, las formas”. Tenía razón en subrayar ese texto; los que estaban sentados alrededor de esa mesa pronto se despedirían del Colegio Santo Tomás. En ese instante vi que la entonación de esa frasecita era la misma de la despedida de Alioscha, en Los Hermanos Karamasov y, sin pensarlo dos veces, reservé el texto del clásico ruso para la última clase de Literatura, con ese grupo. El mismo Ociel escribió en la primera guarda del libro: “Apía, 19 de octubre de 1968, Bar Linares, Esta Tarde vi Llover y Tan mía y tan ajena” (discos de moda). Debajo, Aurentino Flórez M. escribió: “Pasa a la página siguiente”. En la página que seguía escribió unos mamarrachos enredados que nada significaban, con ciertas formas similares a las del alfabeto chino o árabe. Debajo, aparece: “¡Qué pensamiento más hermoso y profundo! Manuel Rendón O. Pasa a la página 72” En esta página hay un capítulo que titula Profundidad china y debajo este texto: “He leído en un libro chino algunos pensamientos tan bellos, justos y profundos, que quiero transcribirlos aquí para tenerlos más a mano”. Luego dos columnas, a modo de párrafos con los garabatos que identifican las formas del alfabeto chino. (Nadie sabía qué significaban). Debajo 255


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aparece: “Pasa a la última página”. En esta página aparece escrito: “¡Perdió el tiempo descifrando estos jeroglíficos, así como lo perdí yo! Darío Navarro O., sábado 19 de octubre de 1968, Bar Linares, 6 p.m.”. Estos estudiantes de último año de bachillerato, burla burlando, se habían metido de lleno en el juego que llevó al autor italiano a emprender la redacción de esta obra. A las volandas, captaron el espíritu del texto. A la semana siguiente empezó ese volumen a circular entre ellos y, después, lo prestaron a sus amistades. En el día del grado, varios bachilleres recibieron, como recordatorio de ese acontecimiento, ejemplares del libro Gog, de Giovanni Papini. ¡La obra literaria había echado raíces en Apía! Entre los novelistas colombianos, el Padre Hernández sentía respeto por la obra de Eduardo Caballero Calderón y Manuel Mejía Vallejo. Leí “El Cristo de Espaldas” y “El Día Señalado” cuando, estudiando yo en el Colegio Santo Tomás, puso él estas obras en mis manos. Del Día Señalado saqué como conclusión que era posible atreverse a reconstruir literariamente una anécdota triste de la violencia en Caldas; lo hice cuando cursaba cuarto de bachillerato (noveno) y, a la postre, gané con ese relato el Concurso Departamental de Cuento Estudiantil. El jurado pensó que la anécdota escogida era tan inverosímil que parecía un cuento pero se trataba de una amarga verdad calcada al pie de la letra. El Padre Hernández estaba de acuerdo con críticos y analistas para quienes muchos escritores en sus obras de ficción hacían radiografías más exactas y dinámicas de un medio social o un problema complejo que las abstrusas elucubraciones de circunspectos sociólogos e historiadores, en el aislado invernadero de sus oscuras oficinas. En pocas ocasiones lo vi tan güete como en los días posteriores a la fecha en que le traje de Bogotá “Yo, el Alcalde”, obra editada por Eduardo Caballero Calderón, en 1972, cuyos capítulos compartía gozoso con concejales e integrantes de las juntas de Acción Comunal: Gobernar es esperar y desesperar, Diatriba del Estado, Tribulaciones y Alcaldadas, De la incoherencia administrativa y el paternalismo estatal, Los pedagogos oficiales viven en la luna, Reforma agraria, De los caminos y otras cosas, Apología del buldózer, Salud pública y terapéutica privada, Pleito de aguas y demás capítulos que parecían redactados fijándose no en Tipacoque, la alcaldía de Caballero Calderón, sino en Apía. En este pueblo, también, como en una página de Caballero o de Juan Rulfo, hubo dramáticos pleitos de aguas y, en un caso ocurrido por allá en 1969, a la víctima de un lance a machete, lo trajeron por la Calle de Sodoma, a medio día, en semana, en arco bocabajo, como un bulto atravesado en la enjalma de una mula agobiada por el peso de la muerte que cargaba encima. Estaba suscrito al Osserbatore Romano, Ecclesia y Life en Español, revistas que, luego de leerlas las entregaba, respectivamente, para la biblioteca del Seminario, en Pereira y el Club Juvenil de Apía. El material leído lo utilizaba en sus cátedras con los estudiantes, en sus diálogos con la clase dirigente, en sus instrucciones con campesinos o en frecuentes tertulias con el Padre Isaías Naranjo, sacerdote que fue 256


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rector del Colegio Santo Tomás entre 1953 y 1954, poseedor de una magnífica biblioteca y autor de textos líricos. Fiel seguidor del género epistolar, tanto en la escritura como en la lectura. En su mesa de noche reposaban tomos de la correspondencia de San Jerónimo a damas de la alcurnia romana, las cartas de Santa Teresa y las de otros personajes como Federico Ozanam, un laico francés aficionado a obras sociales. Para él, el género epistolar ofrecía un retrato fidedigno del autor, fluido y enriquecido con matices sorprendentes, además de otros aspectos desde los más íntimos y familiares hasta los polémicos y apologéticos. Muchas cartas de ciertas personalidades han temido la peculiaridad de sobrepasar la ocasión puntual y al destinatario. Llegan a muchos lectores, por el uso de un lenguaje sencillo que no socaba la elegancia. Utilizó las lítterae (cartas personales, como las de felicitación y consuelo) y las epistolae (cartas de mayor discernimiento) en las que primaban aspectos como los administrativos y de carácter moral o social. Para sus cartas utilizaba letra cursiva, con tinta negra y el estilógrafo Párker de pluma dorada que siempre portaba en el bolsillo superior de la envejecida sotana. No era muy coloquial en su correspondencia. Para tratar asunto espinoso, a veces, prefería enviar una misiva a enfrentar de viva voz a personas a las que se considerarían demasiado allegadas. Empezaba por establecer necesarias distancias. Se trataba, casi siempre, de cartas sin respuestas. Comentaba Mario Martínez Peláez, en septiembre de 2004 que, el Padre Hernández acostumbraba celebrar la misa mayor, los domingos, a las doce del día, y el templo se llenaba de una ciudadanía interesada en escucharlo. Cuando, después del infarto al miocardio, cambió la misa de doce por la misa vespertina, la concurrencia dejó de asistir masivamente al medio día para atiborrar el templo, con igual entusiasmo, en la misa de las siete de la noche. Y eso que los ritos celebrados por él no eran contrarreloj. En febrero de 2005, en Manizales, Ismenia Zapata Hincapié me contó que su papá, don Ramón Zapata, con el Padre Hernández y Alberto Zuluaga fueron, en su tiempo, motores del Plan de Vivienda de San Vicente de Paul, lo que la gente llamaba “las casitas de San Vicente”. La iniciativa no la tenían personas individuales sino la fervorosa Asociación de San Vicente que se reunía en la casa cural, cada semana, y que profesaba, en su trabajo, no solo ideales sociales sino doctrinales. Por los lados de la Escuela Mallarino, luego Escuela Industrial, la Asociación de San Vicente, integrada por católicos de misa diaria, construyó unas 20 casas, en material o cemento, de un piso, que entregaron a desplazados del campo por la violencia partidista, entre mediados de la década de los cincuenta y finales de los sesenta del siglo XX. Ismenia, con voz pausada, recordaba que a su casa llegaban, todos los días, señoras que vivían en ese sector a solicitarle a don Ramón que les arreglara las llaves de agua o de la puerta, la luz eléctrica, el vidrio de la ventana y que, a donde el Padre Hernández, iban constantemente a que les solucionara los problemas con los hijos, 257


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con ciertas vecinas o con aquellos hombres que hubieran aparecido o desaparecido, de repente, en sus vidas. Albertico solucionaba los problemas de mercado pues, Cecilia Zuluaga, su hermana, era la administradora de la Cruzada Social y se conocía los problemas estomacales de quienes padecían una vida marginal. En la distribución del trabajo apostólico, el Padre Hernández delegó la dirección de la Cruzada Social en el Padre Román Zapata, sacerdote cooperador de la parroquia. Antes de terminar la década de los sesenta del siglo XX, a media noche, en varias ocasiones, una de ellas entre la neblina y una lluvia pertinaz, los jugadores de lotería vieron, desde el Café Apía, al Padre Octavio salir de la casa cural, con su ruana café oscura y su sombrero de corcho, montarse en un caballo que lo esperaba en el atrio y coger rumbo a alguna vereda. Días después comentaron, en el mismo café que, en ciertas salidas muy concretas, el Padre Hernández no se disponía a confesar enfermos o aplicar la extremaunción a moribundos, como les tocaba a los sacerdotes en una época de fervorosos creyentes ya fenecida, sino que salía comisionado por ciertas familias a buscar la liberación de apianos secuestrados por la delincuencia común con ramificación regional. (Por esa misma temporada, en Manizales, el Padre Fernando Uribe, párroco de la iglesia de Los Dolores y luego de La Inmaculada, compañero de estudios del Padre Hernández en Roma, colaboraba en la liberación de Fernando Londoño, uno de los prohombres de Caldas en todos los tiempos, secuestrado por la delincuencia común cuando estaba en su finca de La Arabia). En Apía, ya liberadas, las víctimas o sus familiares no guardaron el secreto sobre las peripecias que habían enfrentado y la manera como las pudieron sortear. Una de esas negociaciones ocurrió, contaban, en La Frontera, desde donde se divisa el Valle del Risaralda, con las estrellas del cielo como dramáticos y únicos testigos. No supimos cuántas veces, el Padre Hernández tuvo que hacer esta caridad extrema que, según decían, estaba regida por el sigilo de la confesión o, al menos, por la prudencia. El Padre Hernández no solo fue conciliador sino que tenía puntos de vista que se podrían catalogar de desconcertantes como cuando, iniciándose la década de los setenta, hubo una reunión, convocada por la Alcaldía, a la que asistieron el alcalde con la administración y los concejales y a la que invitaron también al cura párroco. En ella se escuchó a un funcionario del Instituto de Crédito Territorial que llegaba de la capital del país con el ofrecimiento del dinero necesario para la construcción de un conjunto habitacional para la clase popular, con tal que el municipio facilitara el lote. Las autoridades civiles habían estudiado los posibles emplazamientos de las nuevas casas y, entre las pocas alternativas de espacio que tenían, se decidieron prontamente por comprar o expropiar la manzana que, desde tiempos inmemoriales, ocupaba la Zona de Tolerancia, ocupada por las llamadas mujeres de la vida alegre que, entre otras cosas, es la menos alegre de las vidas. Sonrientes, sin discusiones, los concejales vieron el problema solucionado. Creyeron que, inmediatamente, se podría empezar a construir. La Administración Municipal y el Concejo supusieron que la persona más 258


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contenta con el acuerdo de marras era el cura del pueblo pues se erradicaría totalmente lo que las mentes mojigatas siempre han juzgado como foco de corrupción y guarida del demonio. Sin embargo, cuando ya se iba a levantar la pomposa reunión, el Padre Hernández pidió la palabra para preguntarles a los asistentes: “Y, ustedes, señores, ¿ya pensaron qué vamos a hacer con esas muchachas?”. (No dijo: qué van a hacer sino qué vamos a hacer con esas muchachas, y no con esas prostitutas). Los sábados de todo el año, entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde, el Padre Hernández la pasaba en reuniones sucesivas, con campesinos de determinadas veredas, en un salón grande que queda en el primer piso de la casa cural conocido por muchos años como Sala de Acción Comunal. Entraban unos y salían otros. Por turno. Insistía en sacar adelante su esperanza social. Invitaba técnicos agropecuarios y expertos en distintos menesteres, cuidado de animales domésticos, modistería, huerta, artesanías, jardinería y cocina campesina. Hablaban de organización, de proyectos de toda índole como acueductos, carreteras, luz eléctrica, escuelas presenciales y la programación de Radio Sutatenza, para los adultos. Repartían el periódico El Campesino y distribuían las enormes pilas para los radios Sutatenza que fueron los primeros transistores que llegaron a nuestros campos. En esas reuniones se hacía pensar. Francisco Javier Alzate cita a Guillermo Gamba, dirigente campesino en ese entonces, quien, en marzo de 1980, a propósito de la muerte del Padre Hernández, escribió en La Fragua, periódico que antecedió a El Cóndor, el siguiente juicio: “Con su orientación, las Juntas de Acción Comunal no solamente fueron instituciones para trabajar por el puente, la escuela, el camino, las pequeñas cosas. Transformadas en escuelas de líderes, las Juntas borraron diferencias partidistas y enseñaron democracia en las comunidades rurales. Semanalmente, en las reuniones con los dirigentes campesinos, el Padre Hernández les enseñó a discutir los problemas y a entenderlos en su verdadera magnitud para procurar adecuadas soluciones. El importante fruto se dio cuando algunos, apreciando la misión de su liderazgo, promovieron a los vecinos para solucionar por sí mismos los problemas que ellos afrontaban, aunque los sufrieran indistintamente, y aportando cada quien según su capacidad”. (Guillermo Gamba, citado por Francisco Javier Alzate V. “¿O no, Padre?”. El Cóndor. Apía, septiembre de 2004, p.3) El exalcalde, miembro de la Sociedad de Mejoras Públicas, poeta y periodista Gerardo Naranjo López, en la obra Apía a través de la historia, hace el siguiente y necesario recuento sobre otras obras emprendidas por el P. Hernández: 259


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“El Pbro. Octavio Hernández Londoño es un sacerdote ideador, impulsor y fundador de grandes obras de progreso; como una de sus grandes preocupaciones es el campesino se convierte en pionero de la acción comunitaria, fundando las primeras juntas comunales; en asocio de Sor Matilde Vera lanza la idea y ve culminar la obra del Centro de Promoción Social para la Mujer Campesina; colabora con ideas, entusiasmo y dinero para la celebración de la Fiesta del Campesino; ante la pertinaz insistencia para la creación de una granja experimental modelo, para demostrarle al campesino la importancia de la tecnificación y diversificación de la producción agropecuaria surge la obra del Centro Agroindustrial de La María; participa activamente en la creación de la Normal Superior (1962) y en la fundación de la Escuela Industrial; aporta sus profundos conocimientos como profesor, en los años superiores (del Colegio Santo Tomás) para hacer conocer y afianzar los sanos criterios de una sociología cristiana, etc., etc.” (Ibid, pág.34). Para ampliar los temas expuestos por don Gerardo, baste recordar que, a principios de 1962, el Padre Octavio Hernández L. dialogó, en Apía, con Gilberto Alzate Avendaño, candidato por el Frente Nacional a la presidencia de la república a quien se recuerda, un sábado por la tarde, tratando de conquistar los votos campesinos desde la tribuna principal del Club Tucarma mientras doña Luisa Mejía, esposa de don Nicomedes Hincapié, le secaba el sudor de manaba de su enorme y brillante calva. Hasta hacía poco, los grecocaldenses o grecoquimbayas, desde esa misma tribuna, citaban a Goethe, en alemán y esos mismos campesinos, sin entender lo que decían, aplaudían hasta el delirio. En esa reunión con el candidato y otros notables, el cura manifestó la urgente necesidad de que el gobierno central se ocupara, en forma legal, estructurada, seria y eficaz de los problemas del agro colombiano y sus habitantes. El doctor Alzate murió, a los pocos días, sin alcanzar esa presidencia tan anhelada, luego de una operación quirúrgica de urgencia. En su reemplazo armaron, de afán, como candidato y presidente, a Guillermo León Valencia, hijo del poeta modernista de Popayán. Cuando ocupó el solio de Bolívar escuchó hablar, entre los que hicieron con él y, antes, con Alzate, la campaña a la presidencia, de la obra campesina del Padre Hernández Londoño. Envió una delegación a visitar a Apía y de ahí salieron los proyectos que culminaron, en forma acelerada, con la dinámica Acción Comunal y la Fiesta del Campesino, a nivel nacional. El Padre Hernández organizó la primera fiesta en honor de los campesinos, en lo que se relaciona con Apía, en el año de 1961. Se siguió realizando a modo de asunto local. Para 1965, se organizó, partiendo de la administración municipal, una Fiesta del Campesino por todo lo alto. En su libreta de Avisos Parroquiales correspondiente a 1966, se lee: “Domingo del Buen Pastor, 24 de abril 1966: ¡A organizar las juntas de 260


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Acción Comunal! Se ayuda a quien se ayuda. Prepararse para la II Fiesta del Campesino”. El primero de mayo de ese mismo año, que cayó domingo, vuelve e insiste en el púlpito: “¡Juntas de Acción Comunal: a organizarse! Se ayuda a quien se ayuda. Preparar la representación del Día del Campesino para el primer domingo de junio”. El domingo 8 de mayo, escribe esta síntesis de aviso: “Juntas de Acción Comunal: Hay que organizarlas en todas las veredas. El líder Carlos Arturo Grisales está a disposición de todas las veredas. Las mujeres campesinas están especialmente invitadas. Habrá exposición floral y premio para las mejores matas”. El domingo 15 de mayo de 1966, trae el siguiente aviso parroquial: “Juntas de Acción Comunal: hay que organizarlas en todas las veredas. Se ayuda a quien se ayuda. El líder parroquial es para estas labores. Las juntas deben preparar de inmediato la representación de su vereda en la Fiesta del Campesino, el primer domingo de junio. Se requiere la representación femenina”. Como nota marginal es conveniente comentar que no era el único tema de sus avisos que normalmente eran unos diez por semana. Por ejemplo, ese mismo 15 de mayo, en el aviso 7º, se lee: “Respeto por el cementerio: Las terrazas no son para jugarretas de muchachos; los jardines del cementerio no son para citas de enamorados; los recodos no son para conciliábulos de maleantes. El empleado tiene orden de evitar estas irregularidades”. Las religiosas vicentinas organizaron los primeros centros de alfabetización de adultos en esta región. Por eso, haciéndoles dúo, el Padre Hernández, dejó dicho, en sus Avisos Parroquiales correspondientes al 16 de abril de 1967, lo siguiente: “Centros de alfabetización en La Plazuela, Los Tanques, San Vicente, La Normal. Asistir a alfabetizarse mejora los conocimientos, ayuda a vencer la timidez, la pereza y el respeto humano. Combatir la ignorancia es una preocupación internacional. Vale lo mismo con los padres de familia que no entran sus hijos a la escuela. Es una obligación grave”. El 4 de diciembre de 1966 comenta a sus feligreses en las misas dominicales: “Buen empleo en la cosecha de café. No es para malgastarla en cantinas, prostíbulos, ni garitos. Pagar las deudas. Dotar los hogares. Ahorrar para la escasez. Es para cubrir necesidades vitales”. El 5 de febrero de 1967 vuelve sobre el tema cuando dice: “Colaborar con la moralidad. No alquilar a gentes de mala vida. Es gravísimo que haya madres que patrocinen el lenocinio con sus hijas. Esto es costumbre pagana”. Por lo visto y leído, “no hay nada nuevo bajo el sol”. Habría novedades si se compara lo escrito en 1967 con los datos que dejó consignados en los Avisos Parroquiales, correspondientes a 1966: “Enero 15, II domingo de epifanía: Datos del año anterior: Nacimientos, 708. Defunciones: 252. Aumento de la población: 456. Niños naturales: 57. El 8 por ciento de los niños nacidos, no tiene hogar legítimamente constituido. Son 57 mujeres deshonradas y 57 hombres irresponsables que desacreditan la moral cristiana. Pongan cuidado los progenitores. Matrimonios: 105”. Con el tiempo ha cambiado el lenguaje que 261


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denomina y califica, las cifras que en unos casos suben y en otros bajan, los argumentos que parten de tópicos y materias distintas, los énfasis, las estadísticas que se pueden interpretar según los intereses de quien las utiliza. El Apía actual, en cuanto a líneas direccionales, es el resultado de esas fluctuaciones. Era un gestor de proyectos comunitarios. Se empeñó en sacar adelante sueños que daban vueltas en su cabeza y que promocionarían a la comunidad. El 9 de octubre de 1966 hace esta invitación, en sus Avisos parroquiales: “Reunión general de los habitantes de La Plazuela, presidida por el párroco y las autoridades civiles, mañana lunes, a las 4 p.m., en casa de Doña María Josefa viuda de Aguirre. De cada hogar debe concurrir siquiera una persona. Se trata de mejorar la situación de esa zona urbana, en todo sentido”. Pero, el Campesinado estaba, para él, en primer lugar, desde 1960, cuando se propuso, sin el más mínimo gesto de cansancio, la creación de una Granja Experimental Modelo o Centro Técnico Agrícola, en la vereda La María, sueño que el soñador no vio realizado en vida. Con su llegada, inició contactos para la creación de esta Granja cuyo concepto abarcaba mucho más que la enseñanza de tecnologías agropecuarias. Se conserva la carta fechada en Bogotá el 5 de septiembre de 1963, tres años y medios después de la llegada del Padre Hernández a Apía, con papel membreteado del Ministerio de Gobierno (actual Ministerio del Interior), dirigida al Pbro. Dr. Octavio Hernández Londoño, Apía Caldas y en la que, Vicente Pizano Restrepo, Jefe de la División de Acción Comunal, le comenta, con ese tono al estilo Pilatos, quien se lavó las manos ante sus súbditos y que distingue a la más alta y tradicional burocracia de este país: “Me complace dar respuesta a su atenta comunicación del 28 de agosto próximo pasado dirigida al señor Ministro de Gobierno y comentar brevemente las valiosas ideas que usted se permite hacer en bien del campesinado caldense... Se pensó en la creación de un Instituto para orientación de los campesinos en los diversos problemas que le afectan; como fuese imposible, por escasez de recursos fiscales comprar un terreno y hacer la construcción, se convino realizar cursos móviles con una duración aproximada de cinco semanas para líderes campesinos. Su idea de crear un instituto de capacitación campesina en ese municipio es de suma urgencia y convendría hacer amplia difusión de esa idea en los sectores que puedan facilitar la financiación del Instituto. Esa labor se hace necesaria ya que usted y nosotros no disponemos de recursos directos y suficientes para realizar esta obra. Mientras lo anterior se va ejecutando lentamente, su Reverencia puede echar mano de los servicios que prestan las escuelas normales para que faciliten la realización de 262


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cursillos e incidir en los vastos programas de Acción Comunal”. (Archivo personal). Tanta palabrería para decirle que no ayudarían y que se defendiera como pudiera. En el reverso de las dos páginas que cubre esa carta enviada a él, sin rubor, desde el Ministerio de Gobierno, tal vez con cierto desencanto por el contenido evasivo de la misiva y el despacho del que emanaba, el Padre Hernández escribió el lacónico esquema de una charla para un encuentro con líderes del municipio. Se captan con claridad algunos puntos de vista, escuetos y de avanzada, en el campo social. El documento del Padre Hernández es de 1963. El sacerdote Camilo Torres muere en combate, en Santander, en febrero de 1966. Difícil saber si algún día entablaron diálogo directo, en las correrías de Torres Restrepo por todo el país. Sin embargo, en el texto del Padre Hernández aparecen enunciados que lo emparentan con aquellos sacerdotes que predicaban, por el mismo tiempo, ante cámaras y micrófonos, por toda Latinoamérica, la revolucionaria Teoría de la Liberación. Se lee, de puño y letra del Padre Octavio Hernández L., estos principios que sustentan la hoja de ruta en su labor social: “Para que sean posibles los cambios se requiere: a. b. c. d. e. f. g. h. i. j. k. 1. 2. 3.

Nueva estructura política. Disposición para la actividad política en su forma alta y noble. Los partidos se muestran más preocupados de sus intereses que del bien común. Existe democracia formal pero no real. Indiferencia, oposición de grupos dominantes de la política y la economía. Patrocinadores de la violencia como medio para el cambio. Sujeción a poderes extranjeros que extraen más de lo que aportan. Concentración de poderío económico en pequeños grupos. Aumento de explotados, pobres y consumidores. Situación de impotencia que puede generar violencia rural y urbana porque por culpa de la estructura social, política e industrial, la población no puede participar de la promoción cultural y social. No podemos confundir nuestra misión con la de simples promotores sociales pues debemos contribuir a: Despertar la conciencia de nuestra vocación al desarrollo. Denunciar las estructuras que impiden el proceso de personalización, con actitud serena pero crítica, valiente y comprometida. A los campesinos: Formación de líderes competentes.

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Las comunidades religiosas, los docentes deben desplazarse a sectores más necesitados, hacia el campo con el propósito de manifestar la pobreza evangélica. Lleven no solamente lecciones académicas sino que lideren a la comunidad en el conocimiento de la realidad, con entusiasmo y capacidad para encauzarlo. Líderes naturales surgidos del mismo grupo que vivan los objetivos con mística de servicio. Comunidades de base”. (Archivo personal).

Como principal impulsor del Centro de Promoción Campesina, el P. Hernández dejó un documento, recogido por nuestro historiador G. Naranjo López, y que empieza así: “Centro de Promoción Campesina - Apía R. Origen - Funcionamiento -Finalidades Resultados - Necesidades. ... Para dar una solución eficaz, desinteresada y directa a la familia campesina, tan imposibilitada de promoverse cultural, social y técnicamente... Una dificultad, la más considerable, evitar, en la promoción proyectada, la orientación clásica de bachillerato, la pedagógica de Normales Superiores o Agrícolas, porque se nota que la (mujer) campesina así promovida tiende a evadirse de su medio y hasta se pierde para su familia” (op.cit. p.46). Como ejemplo de lo que hace la labor comunitaria cuando se ha logrado infundir entusiasmo por un proyecto, hagamos el recuento de las gestiones que el Padre Octavio Hernández L., con la directora de la Normal, Sor Matilde Vera y Don Gerardo Naranjo, miembro del Comité Municipal de Cafeteros, siguieron paso a paso hasta echar a marchar el CENTRO DE PROMOCION PARA LA MUJER CAMPESINA: Recurrieron al Comité Departamental de Cafeteros cuyo secretario ejecutivo era el doctor Alberto Mesa Abadía, apiano de pura cepa, quien se comprometió a conseguir “por lo menos veinte becas” para estudiantes. Consiguieron la capacitación con el SENA. El organismo nacional P.P.P. ponderó el proyecto y destinó para él a dos instructores para “industrias menores, costura y artesanías”. El P. Hernández ofreció para el funcionamiento una casona grande y cómoda, propiedad de la parroquia y el solar contiguo ubicada en Los Patios. Sor Matilde Vera, directora de la Normal Superior y don Gabriel Rojas, rector del Santo Tomás ofrecen los implementos de cocina y dormitorio que pertenecieron a los extintos internados de ambos centros educativos. Las Damas de la Caridad ofrecen “varias máquinas de coser de un taller no explotado” y el Municipio de Apía dotó al Centro de la red eléctrica y organización de servicios higiénicos. (Ibid.). Satisfecho, el 14 de febrero de 1972, día de la inauguración, el Padre Hernández comentó: “Solo germinan las obras sociales en que se ha logrado sembrar y abonar la semilla del beneficio comunitario, en el corazón de un grupo social” (archivo personal). En cuanto a esta clase de obras se refiere, el Padre Octavio Hernández no descansaba.

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Por lecciones como ésta, el alcalde de Apía 2004-2006, Francisco Javier Alzate Vallejo, personaje de sólida formación intelectual, de aquilatada sensibilidad y con profunda visión de los problemas de la educación y del campo, dedujo que: “Sin contar con obras materiales que él apenas pudo ver cristalizadas muy parcialmente, como fueron el caso del Centro de Promoción de la Mujer Campesina y el Centro de Formación de La María, sueños amados de su sociología cristiana, sin contar con esto, es indudable que el Padre Hernández alcanzó a percibir el estancamiento en que, a su partida, cayó la labor de forjar auténticos dirigentes campesinos, que actuaran guiados más por el espíritu de servicio que por intereses políticos partidistas y que se dedicaran a extender la visión comunitaria y de ayuda mutua. Los avances del Padre requerían ser continuados. No haberlo hecho desde el momento en que partió, el 11 de julio de 1976, significó una perdida organizacional que nos ha dejado retraso y pobreza. Es necesario volver a empezar. O no, ¡Padre!”. (El Cóndor, septiembre de 2004, p.3). Francisco Javier Alzate (Pacho) ha expresado, en varias ocasiones, que su interés por la problemática campesina y las novedosas soluciones que emprendió, como alcalde popular, tuvieron que ver, en buena parte, con la circunstancia de haber sido discípulo aventajado del Padre Hernández. En 2005, Francisco Javier avanzaba en su labor como Alcalde de Apía (2004-2007) y, en los curso de Cooperativismo y temas afines organizados por su administración habían tomado parte 250 personas y 200 más solicitaban que se los impartieran en siete veredas. Planeaba una cooperativa que atendiera las necesidades de vivienda rural, crédito, comercialización y proyectos económicos distintos al café. Pacho insistía en pasar del concepto de cadena productiva a cadena social. 170 alumnos estudiaban con el modelo SAT (Sistema de Aprendizaje Tutorial), diseñado por él. 180 jóvenes campesinos que estudiaban con el SAT no querían salir a estudiar en el Colegio del pueblo sino continuar en sus veredas. Por los magníficos resultados de los bachilleres en los exámenes del ICFES se desmentía que la cultura urbana fuera superior a la rural. Para Pacho, como para el Padre Hernández, había que incorporar al campesinado si se quería avanzar en el esquema de un sólido desarrollo. Apía se salvará a través de los valores humanos. Fugit irreparabile tempus. El tiempo no se detiene y va minando las fuerzas de los seres hasta ayer inquebrantables. La enfermedad es el precio que pagamos por haber vivido. A sus 52 años ya había empezado a vislumbrar la inminencia de la vejez con todos sus estragos. En una carta muy personal que dirigió a su hermana Matilde, en San José Caldas, fechada el 27 de septiembre de 1968, once años y medio antes de su muerte, desgrana estas consideraciones que pueden tomarse como oscuros aleteos de una vejez prematura: “Si el desfile imprescindible a la eternidad no empieza antes, ¿quiénes serán los que estarán a nuestro lado desinteresadamente, que sobrelleven sin murmurar nuestros caprichos, que no se sientan cansados con nuestras dolencias y achaques? Dios no 265


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quiera que vayamos a tener que sentirnos como arrimados y sujetos de pesar por parte de quienes tengan nuestro mismo apellido. Pido a Dios, pues no he tenido ambición material o económica, que nuestra vejez no sea carga para nadie, es decir, pido que afiance en mí y en mis hermanas una confianza total en la Divina Providencia como la tuvo y disfrutó nuestra mamá y nuestra hermana mayor. El próximo tres de octubre cumpliré los 52 años y ya pienso mucho cuál será el primer indicio de achaque, que si el corazón, que si los riñones, que si el hígado, que si algún trastorno mental...” (Archivo personal). Dos años después de haber escrito esa carta, en agosto de 1970, sufrió un ataque al corazón que casi se lo lleva de este mundo, en ese momento. Apía padecía una de las peores crisis políticas dada la distribución de los concejales en dos grupos de oposición que se unieron combativamente y otro grupo gobiernista aislado, minoritario, que nada podía hacer fuera de conversar amistosamente con el Alcalde que era de su misma corriente. Esa situación se presentó derivada de la elección presidencial que había ocurrido en ese año. La administración civil bloqueaba y bloqueada por completo. El Padre Hernández, buscando destrabar esa crisis en bien de la comunidad, a comienzos de noviembre, desde Pereira en donde convalecía del infarto, envió una carta al Concejo presentándole su saludo en el comienzo de su período de sesiones y, como pretexto, les recordarles la cercana celebración del Centenario de la Colonización, en 1972. En el fondo, buscaba que todos los concejales se sentaran a la misma mesa y trataran de arreglar los entuertos que los desunía para perjuicio de la comunidad. La dirección del periódico El Vocero Estudiantil (antecesor de La Fragua y de El Cóndor), en su editorial correspondiente a octubre de 1970, intuyó la motivación que pudo tener el sacerdote al mandar esa carta y que a la larga había minado su salud física: “El Padre Hernández hizo de alcalde y cura por muchos días. Cuando nadie se arrimaba al Señor Henao (el alcalde), acudían al Párroco: Padre que me robaron la vaquita, que se dañó el camino, que la maestra, que, que,… Y, el pobre cura, con esa carga de dolores, quejas y miserias, a donde el personero, el tesorero, el policía, el alcalde o, con fondos parroquiales, a subsanar tragedias cotidianas…”. Llevaba once años como jefe espiritual de este pueblo y, en todos esos años, no había sacado siquiera una semana de vacaciones. Las hermanas del Párroco que, desde antes de que él fuera ordenado sacerdote poseían un almacencito de telas, en San José Caldas, tuvieron que poner dinero de sus limitados ingresos para cubrir parte de las erogaciones que causó la grave enfermedad. En Colombia, el clero raso y los empleados de la Iglesia no estaban inscritos en algún sistema de prestaciones sociales, ni siquiera de servicios médicos. Los superiores jerárquicos se habían tragado el cuento de que sus subalternos tenían cuerpos gloriosos. Por esos días, los curas empezaban a mencionar una Caja del Clero para asuntos terrenales tan reales como una enfermedad. La jerarquía católica y el clero conformaban un estado dentro del 266


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Estado. Nadie, ni ellos ni los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial se atrevían a poner el cascabel al gato. Un Concordato se atravesaba en el camino. Inquietudes, trabajos, preocupaciones. El cuerpo, como una máquina, falló y ese fallo casi se lo lleva definitivamente. Los médicos le sugirieron que solicitara traslado a Pereira para estar más cerca de los recursos científicos pero no había Dios posible que abandonara a Apía. El Concejo Municipal, en pleno, vale decir los tres grupos adversos entre sí, se reunieron para ir a presentarle un saludo de bienvenida, en la casa cural y, alrededor de su lecho de enfermo, se acordaron las obras que emprendería el pueblo con el pretexto de su Centenario. Estas fueron: 1. Cambio de redes de acueducto y energía eléctrica pues las que había eran obsoletas. 2. Construcción del nuevo Colegio Santo Tomás de Aquino. 3. Conclusión del templo parroquial. 4. Remodelar, no construir, una nueva Alcaldía. 5. Independizar la Alcaldía de la Cárcel distrital. 6. Pavimentación La Virginia-Apía. 7. Construcción del campo de deportes. 8. Nueva urbanización ya que las nuevas generaciones no tendrían en donde habitar. 9. Construcción de un hotel de buena categoría. 10. Relleno y construcción de un Parque de los Fundadores en la cañada que quedaba más debajo de la nueva plaza cubierta de mercado (Diario personal del P. Hernández). Una idea y un proyecto, como una semilla, se siembran amorosamente pero, al germinar, empiezan su crecimiento de acuerdo con factores que no actuaban en el momento de la siembra. Eso sucedió con los anteriores planes de progreso. Las obras mencionadas se echaron a caminar, se financiaron y realizaron a partir de entonces en un lapso más largo de lo esperado. Por la forma como se diseñó el plan de obras fue por lo que, en los tertuliaderos, se comentaba que el Centenario de Apía se organizó alrededor, no de una mesa, si no de una cama. Los proyectos en los que estuvieron de acuerdo quedaron en manos del Concejo Municipal y de factores que irían apareciendo en el camino. Se cambiaron las redes de los servicios públicos, se restauró la Alcaldía, se pavimentó la carretera, se concluyó el templo. El Colegio Santo Tomás fue lanzado del marco de la plaza a su actual emplazamiento cuando, en el momento de decidir su futuro, se pensaba que la nueva obra se levantaría en el mismo espacio del viejo Colegio, en la esquina en donde levantaron el Banco Cafetero y la Caja Agraria. Bancos matan colegio así como gaseosa mata tinto. La urbanización que se construyó tomó el nombre del ex profesor y exalcalde asesinado Jaime Rendón. Se financió y llegaron los recursos para la remodelación inicial de la Escuela Valentín Garcés como hotel pero, en el transcurso de las obras, se remodeló para la escuela de excelentes especificaciones que lo siguió siendo. La Valentín se trastearía a la nueva escuela Antonio Nariño construida para ese fin, pero que a la larga quedó sobrando. El campo de deportes cambió de 267


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ubicación pues pasó de donde se construyó la Escuela Antonio Nariño al lote abajo del Cementerio. En vez de Parque de los Fundadores, en ese lote resultante del relleno, se levantó el Coliseo cubierto. Después de dieciséis años de haber ejercido el cargo de cura párroco de Apía, el Padre Octavio Hernández L. fue trasladado, en 1976, a Pereira. Fue nombrado en la burocracia diocesana como Vicario de Familia con el objetivo de darle solución a procesos legales de uniones y desuniones conyugales, fuera de tratar de organizar todo lo que ocurre dentro de los actuales matrimonios y familias de todos los pelambres. Una pesadilla. En ese momento las autoridades eclesiásticas le otorgaron el título de Monseñor designación a la que no paró ni cinco de bolas pero que las personas de su entorno asimilaron a una merecida corona de laurel. Carecía de vehículo particular y vivía en casa arrendada, en un sector popular, entre la Avenida del Centro, cerca al Viaducto, y el templo de la Santísima Trinidad, en donde acostumbraba celebrar los oficios religiosos. Cuando murió se vio que las dolencias cardiacas que aquejaron al Padre Hernández, desde mediados de 1970, no fueron superadas del todo. Nunca comentó de sus dolencias a sus hermanas ni a sus allegados. Después de su muerte se encontró el Diario y, en lo que respecta al 29 de diciembre de 1979, mes y veinte días antes de su fallecimiento, se puede leer, de su puño y letra: “Capilla Carmelitas: intención de ellas. Paso con malestar. Tuve que despachar en la curia. El P. Ocampo me visita de urgencia. Visitamos a Oliva Salazar, Tere, Bernarda y yo. Paso mejor”. Dos días después, el 31 de diciembre de ese 1979, escribe con tinta negra: “Laus Deo cuiusque Matri. Capilla Carmelitas: intención particular. Rosario de acción de gracias. Misa Barrio América. Hermanas de la Enseñanza. Trabajo en la Curia. Despaché todos los oficios. Documentos: 1.044 en total. Visito casa del P. Rivera; ausente; me atienden sus padres. Visito obra de las Hermanas de la Enseñanza, Barrio América. Muy interesante el encuentro con el pueblo. Mis hermanas van a misa de media noche”. Ultimo día que llevó diario manuscrito. Datos como ese de la cantidad de documentos que tuvo que despachar el 31 de diciembre de 1979, fuera de haberle escuchado, tal vez, eso de “Paso con malestar. Tuve que despachar en la Curia”, llevó a Bernarda Grajales Santa, gran amiga de la familia, a exclamar, cuando recibió por teléfono la noticia de la muerte fulminante del Padre Hernández, en el altar en que celebraba misa, mes y veinte días después, “¡Lo Mataron!”. El dieciocho de febrero de 1980, celebraba el sacrificio de la misa en el templo de la Santísima Trinidad, en Pereira. Faltaba un cuarto de hora para las siete de la mañana; ofrecía al Cielo el pan, en la liturgia del ofertorio; en ese preciso momento, se desplomó, al pie del ara en que oficiaba el sacrificio, debido a un infarto del miocardio. Murió en su ley. Entre la asistencia había varios médicos y enfermeras pues esa misa había sido mandada a celebrar por alguien de ese gremio; todos corrieron al 268


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altar y comprobaron que el infarto había sido fulminante. Los médicos y enfermeras presentes iniciaron el correspondiente ritual funerario. No había más que hacer. En ese entonces, el obispo de la diócesis de Pereira era Monseñor Darío Castrillón (nacido en Medellín, en 1929). Este prelado había sido ordenado sacerdote por Monseñor Builes, el obispo de Santa Rosa de Osos que con la misma facilidad repartía bendiciones, maldiciones y excomuniones sobre el que leyese periódicos liberales o fuese partidario de esa doctrina política. En la década de los setenta del siglo XX, Castrillón se pronunció en contra de la decisión del presidente de la república Alfonso López Michelsen, de nombrar como gobernadora del Risaralda a una señora casada por lo católico, separada y vuelta a casar por lo civil. Para aplacar el alboroto, el presidente echó para atrás el nombramiento. Arzobispo de Bucaramanga. Viajaba con frecuencia a Roma en donde escudriñaba los vericuetos fascinantes del poder en las instancias vaticanas. En 1983 fue nombrado Secretario General del Celam; luego ascendió a Presidente del Celam, entre 1987 y 1991, para culminar, en 1996, como Proprefecto de la Congregación para el Clero, especie de Ministerio vaticano; fue revestido con las púrpuras cardenalicias. El duelo mundial que constituyó el fallecimiento de Juan Pablo II, en abril de 2005, sorprendió a Castrillón en Medellín. El periodista Juan David Correa le preguntó, cuando tenía un pie en el estribo del avión de regreso a Roma, si, en el cónclave que se llevaría a cabo, a partir del 18 de abril, un cardenal colombiano tenía chance de ser papa, y Castrillón respondió, como sin querer queriendo: “Para Nuestro Señor la geografía es un factor secundario...Un día puede decir este Galileo: Me lo llevo para Roma (risas)”. (El Tiempo, 5 de abril de 2005, p.1-4). No se había sepultado a Juan Pablo II y ya se esgrimían, las primeras armas en procura del milenario trono de San Pedro. Entonces, Castrillón sonó con insistencia en los medios de comunicación, como candidato a Papa. Un grupo de sociólogos austriacos manifestó la conveniencia de su nombramiento por razones geopolíticas para la Iglesia. Se llegó a decir que no era óbice que proviniese de un país de narcotraficantes pues la mayor parte de los papas ha sido italiana y no es sino recordar la mafia siciliana, El Padrino y sus compinches. Resultó electo el cardenal alemán Joseph Ratsinger del ala ultraconservadora del Vaticano. El periódico Washington Post y muchos otros del mundo comentaron que quienes habían manipulado al electorado cardenalicio para que se inclinara por el que resultó electo fueron los cardenales colombianos López Trujillo y Castrillón y hasta, con cierta maledicencia se atrevían a adivinar sus intenciones secretas: Benedicto XVI sería un papa de corto reinado pues al ascender al trono papal contaba con 78 años de edad. Sería el empalme entre un papa europeo y uno latinoamericano. Dentro de poco estaremos nuevamente en cónclave y, entonces… “¡Con Papa antioqueño,/ del mundo somos dueños! ¡Con papa colombiano/ el Señor nos da la mano!”. (El Tiempo, 24 de abril de 2005, p.3-3).

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Después de este esbozo de quien era obispo de la diócesis de Pereira, en 1980, se continúa la historia: Castrillón tenía previsto, con anticipación, para el día siguiente a la inesperada muerte del Padre Hernández, otro de sus múltiples viajes a la Ciudad Eterna. Para no posponer el viaje, cuando el obispo Castrillón fue informado del fallecimiento repentino del Vicario de Familia que laboraba con él en el mismo Palacio, y sin consultar con el consentimiento de las cuatro hermanas del difunto, dio la orden de sepultar el cadáver, el mismo día del deceso, a las 4 de la tarde, previa velación extrarrápida, en la capilla del Palacio Episcopal y luego de presidir la ceremonia fúnebre en la Catedral de la Pobreza. De esa inexplicable premura episcopal (¿?), brotó, entre los feligreses de Apía y Pereira, la cruel leyenda según la cual al Padre Hernández lo habían enterrado vivo. Muchos apianos no asistieron a las exequias pues suponían que el entierro sería al día siguiente de la muerte y, cuando se aprestaban a viajar a Pereira, recibieron la noticia de que el Padre ya había sido enterrado y el obispo iba, con sus beatíficos propósitos, rumbo, por las nubes, al viejo mundo. Los familiares teníamos la convicción absoluta de que, al ser sepultado, el Padre estaba muerto pues el grupo de médicos lo había certificado científicamente y sus facciones así lo delataban. Tratando de despejar toda sospecha, a los cinco años, cuando se fueron a exhumar los restos, conversé con mi hermano Francisco Javier quien trabajaba en un despacho judicial de Pereira para que, en la mañana, antes de ir a la oficina, con sus compañeros de juzgado, asistiera al acto de exhumación, en el Cementerio San Camilo y, si algo raro notaban en la disposición de los huesos o algún otro indicio, vieran si por ese motivo se podía iniciar un proceso judicial. Gracias a Dios se confirmó que el Padre Hernández había sido sepultado después de una muerte natural provocada por un infarto fulminante ocurrido en el Templo de la Santísima Trinidad. La disposición de sus huesos y sus ornamentos sagrados era apacible y normal. Después de haberse ensañado sobre él cuando estaba en el altar, La Muerte no lo volvió a tocar. Me detengo en estas minucias macabras tratando de aplacar los rumores populares que, sin razón suficiente, trataban de involucrar a Castrillón en la muerte del Padre Hernández. Fue, más bien, cuestión de indelicadeza o mal gusto por parte del superior jerárquico; falta de tacto en un hombre que se distinguió por no dar puntada sin dedal. Nunca un patrón decide sobre el día y la hora del entierro de un subalterno; eso ha sido, hasta ahora, asunto que se substrae a las relaciones laborales e incumbe exclusivamente a los familiares más allegados del difunto. Días antes del deceso, el Padre Hernández había donado la extensa biblioteca personal, su único bien material, al Seminario Mayor de Pereira a donde había vuelto como profesor de Historia de la Iglesia asunto en el que, dicen quienes fueron sus alumnos, ‘era una biblia’. Se conservan sus cuadernos de preparación de homilías y clases con objetivos, partes, desarrollo, conclusiones, bibliografía y citas bibliográficas, en distintos idiomas. Siempre ejerció el trabajo intelectual con gran disciplina. 270


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Me queda como herencia física una exquisita colección del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha con versiones en varios idiomas incluyendo en latín macarrónico, y un ejemplar de la Biblia que me obsequió a menos de un año de su muerte. La dedicatoria lo dice todo: “A Octavio. Para perpetuo recuerdo. P. Octavio Hernández Londoño. Pereira, mayo 20 de 1979”. Sus hermanas, Clara Rosa, Ana Matilde, Teresa de Jesús y María de los Ángeles, dos de las cuales siempre lo acompañaron en su trasegar por Anserma, Pereira y Apía, siguiendo el ejemplo de Marta y María, en el Evangelio, pasado el sepelio del Padre Hernández, regresaron a la casa que sus mayores habían construido, en San José Caldas, en los albores del siglo XX, mucho antes del nacimiento de su hermano, portando, apenas, las maletas con la ropa y las cartas, sermones, discursos, preparaciones de clase y conferencias, fuera de un arrume de más papeles viejos pero por eso no menos interesantes. En una alcoba de esa casa de bahareque, diagonal al templo, cuelgan los retratos de los miembros de la familia que, en silencio, se han ido escapando hacia la otra vida, fuera de un precioso pergamino, en la sala, que copiado a la letra dice: “La Ciudadanía Apiana representada por sus autoridades, entidades cívicas, culturales, sociales, comunales y el Campesinado, se asocia jubilosa a la conmemoración del tercer decenio de la ordenación sacerdotal del PBRO. DR. OCTAVIO HERNANDEZ LONDOÑO, quien ha dedicado sus mejores años con tesón y singular cariño a todas las empresas de progreso y engrandecimiento de la ciudad. Por sus excelsas virtudes, su entrañable amor a nuestra tierra y su denodado espíritu de servicio, lo declara CIUDADANO APIANO. Apía, 26 de octubre de 1971”. Aparecen luego firmas desvanecidas debajo de las cuales se lee, con la misma tinta indeleble del texto anterior, las siguientes instituciones en donde laboraban los correspondientes firmantes: “Alcalde, Presidente del Concejo, Personero, Sociedad de Mejoras Públicas, Corporación Regional de Municipios, Acción Comunal, Corporación Cultural y Deportiva Club Tucarma, Señoras de la Caridad, Luisas de Marillac, Defensa Civil, Junta Municipal de Deportes, Colegio Santo Tomás de Aquino, Normal Sagrada Familia, Establecimientos de Enseñanza Primaria, Entidades Bancarias”. No ocultó en los años sucesivos el orgullo íntimo que le producía este pergamino escrito con letra gótica, en cuero de carnero y clavado sobre una tabla. Representaba el homenaje tributado por ese pueblo, once años después de haber llegado a él y menos de nueve antes de su fallecimiento. El acto en el que lo declaraban CIUDADANO APIANO provocó en el Padre Hernández un desconocido efluvio espiritual. Cinco años antes, cuando se iban a cumplir 25 años de su ordenación 271


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sacerdotal, supo que en Apía preparaban una gran fiesta y huyó a celebrar las Bodas de Plata, en el silencio de unos retiros espirituales, en la Casa de Ejercicios Villa Kempis, de la capital caldense, en compañía de un grupo selecto de sacerdotes amigos. Sus restos mortales esperan la resurrección de la carne, como el siempre creyó, en el sector del clero, en la cripta de la Catedral Basílica de Manizales. Epitafio: MURIÓ HABLANDO CON DIOS. La gentileza, la gratitud y la memoria con aquellos que se han desvelado por la comunidad son cualidades que siempre han distinguido a los apianos y los han hecho brillar en el concierto regional. Con motivo de los veinticinco años de la muerte del Padre Octavio, febrero de 2005, un grupo de apianos organizó un homenaje en el recinto del Templo de Nuestra Señora del Rosario de Apía (Rda.). Tuvo lugar el 25 de febrero de 2005, a las 7 y media de la noche. El cura párroco celebró una misa en la que pronunció un sentido panegírico y luego se llevó a cabo, en el mismo recinto, un acto cultural ante un elegante catafalco iluminado con 25 velones, su retrato, las banderas de Apía y una hermosa ofrenda floral. Tomaron la palabra el Señor Alcalde de Apía, Francisco Javier Alzate Vallejo, el Señor Abogado Mario Martínez Peláez, además de las melodías de Bach, Schubert y Luis A. Calvo, interpretadas por la Banda de Apía dirigida por Carlos Fernando López Naranjo. Las gestiones pertinentes fueron adelantadas por Mario Martínez, Amparo Hincapié y Francisco Quiroga, a quienes se les unió el Cura Párroco y el Señor Alcalde, fuera de un número destacado de apianos de todas las condiciones sociales. Leí partes del ensayo “Padre Octavio Hernández Londoño: Pensamiento y Acción”. Al finalizar el acto se descubrió una placa, a un lado de la puerta principal, en mármol italiano, cuyo texto dice: “Monseñor Doctor OCTAVIO HERNANDEZ LONDOÑO, *1916 - +1980, como cura párroco lideró la Organización Campesina en Apía y la construcción de este magnífico Templo, entre 1960 y 1976. Gratitud perenne. 2005”.

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MARIO MARTÍNEZ PELÁEZ

Templete en el cementerio San José de Apía (Rda.)

Temprano levantó la muerte el vuelo, Temprano madrugó la madrugada, Temprano estás rodando por el suelo. Miguel Hernández.

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ada uno de quienes conocimos a Mario Martínez Peláez podemos hacer una

semblanza de la relación con él. De esta forma habría, en esta hora de tinieblas, tantas oraciones fúnebres cuantos amigos nos congregamos, aquí, de cuerpo y alma. Comento, por ejemplo, que tuvimos vidas no paralelas sino secuenciales. Yo iba adelante cronológicamente hablando; él, tal vez sin percatarse de ello, iba detrás. Cuando yo esperaba verme de frente con esa “sombra del mar poderoso” que es La Muerte, antes que él, La Señora Muerte seleccionó a quien ni siquiera sospechaba. Nos sentamos en los viejos escritorios de madera del Colegio Santo Tomás de Aquino, de Apía, uno después del otro, en esa temporada que, por su prestigio, fue catalogada, por consenso general, como Edad de Oro. Los mismos maestros, más que profesores, iguales valores, ideales frescos para todos, no marchitos. A los cuatro años después de haber salido regresé como profesor y lo tuve en mis clases como integrante de aquella promoción inolvidable como fue la de 1968. Finalizaba la década de los sesenta del siglo XX. Padecíamos el impacto de la Guerra de Vietnam y del Mayo Francés, fenómenos que fueron el comienzo de muchas transformaciones sociales. Mario Martínez no se dejó asfixiar por el pesimismo propio del momento. Así como yo fui el inmerecido heredero de las asignaturas que orientaba don José Álvarez Patiño, de gratísima recordación entre los exalumnos del Santo Tomás, Mario Martínez me sucedió en las mismas materias y en los mismos salones. Con dolor en el alma por abandonar físicamente a Apía, me fui en búsqueda de nuevos horizontes académicos y profesionales. Mario recibió la tea ardiendo que iluminaba el escudo del Centro Literario y, a través de esa institución, continuó liderando las actividades culturales, en un tiempo en que, en los municipios colombianos, aún no habían empezado a funcionar las casas de la cultura. Estuvo vinculado al periodismo local cuando Virgilio Palacio, Rogelio Espinal y Francisco Javier Alzate orientaron El Vocero Estudiantil y luego, cuando se editó con los nombres de El Yunque y El Cóndor, bajo la dirección de algunas personas tercas y altruistas. Su prosa era coherente y lúcida. Fue visionario en cuanto a proyectos realizables y reconocimiento de valores ajenos. Al poco tiempo, Mario, como lo había hecho yo, se marchó decidido a atrapar la luz de la estrella de plata. Se graduó en Derecho e inició una carrera que yo juzgo llena de éxitos y sobre todo fiel a la ética en una profesión que, como todas, tiene dos formas de hacer las cosas: bien o mal hechas. 274


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Lo perdí de vista por varias décadas pero la vida nos dio la oportunidad de entablar un nuevo diálogo, en la temporada reciente en que estuvo en Manizales dedicado a la liquidación definitiva de una entidad que se fue a pique como otro Titanic. Antes había tenido éxitos en varias empresas parecidas. Sin decírselo, yo le ponía mucha atención para hacerme a la conclusión de la clase de personas que habíamos logrado formar don Gabriel Rojas Morales, el grupo de profesores de la Valentín Garcés, el Santo Tomás y el entorno apiano, cuando él pasó por las aulas. A fe que quedé orgulloso del producto. Muchos exalumnos a los que he vuelto a tratar resultaron cortados con las mismas tijeras. Mario era una persona dinámica, con los pies en la tierra y la mente en lo alto. Jamás le escuché hablar mal de alguien ni hacer alarde de sus éxitos ni lamentarse de la situación actual. Todo problema tenía remedio y ese remedio estaba en nuestras manos. Nunca le vi manchado por el resentimiento, la ambición mezquina o la envidia que devora. Hablaba bien de la gente o callaba. Apía era un constante referente. Su presente y futuro. Me participó de la problemática social y educativa, de los ambiciosos proyectos del Alcalde y de las esperanzas de la comunidad. Condujo de nuevo mis pasos físicos a esa tierra que nunca he abandonado con la mente y el corazón. La patria chica era su obsesión. Era un puerto de llegada en el que siempre tuvo anclada la nave de sus sueños. Apía no es un conjunto de casas y calles que arañan una montaña. Ni siquiera es su arquitectura más el conjunto de sus habitantes. Es ante todo un estado de alma y una posición ante la vida. Por eso, Apía está allá, está aquí y en cualquier otra parte. Apía por lo mismo es, fue y será. Apía, como estado imbatible del alma llora, a través de nosotros, la partida de uno de sus hijos dilectos. En medio de esas conversaciones intrascendentes que se tejen, en muchas ocasiones, entre amigos, me entusiasmó para que recopilara y avanzara en la redacción definitiva de varios textos sobre Apía que retomé, repasé y concluí entusiasmado ante su constante apremio. Cobijé esas páginas bajo el título colectivo de “Tierra de la Tarde”. Supe después que, con el abogado y amigo Javier Castaño Marín, calmaba el ocio y la angustia de los nuevos tiempos, “componiendo versos a cuatro manos”. Javier puso en sus manos la obra de William Ospina que, como poeta, se convirtió en el ángel de la guarda de Mario. La poesía universaliza las experiencias particulares y sublima la mezquindad de cualquier pesadilla por dolorosa que sea. Anoche, cuando su hermano Zehir, y luego Luz Eugenia Salazar, Amparo Hincapié y otras amistades me llamaron de varias ciudades para comunicarme la noticia de que La Muerte había triunfado en su solapado e implacable empeño, me refugié sobrecogido en la poesía eterna de Miguel Hernández, Vicente Aleixandre, Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus y en “La 275


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Tarde se nos Muere”, de Luz Alcira Múnera, deslumbrante poema con el que fue premiada en el Centro Literario, en 1969: “…Y seremos nosotros como náufragos/ del crepúsculo, en esta/ soledad infinita de nosotros/ mismos, que nos aterra,/ que nos inmoviliza, que nos vuelve/ insensibles, como de piedra/ y mudos como si se hubiera muerto/ -para Dios y los hombres- nuestras lenguas.// Y así nos quedamos al margen de la vida,/ en un limbo de sombras/ con los brazos tendidos y las manos abiertas/ como si le estuviéramos pidiendo/ a la noche, una estrella”. Se nos están yendo aquellos que, en momentos de ocio, imaginamos confiados que, un día, acompañarían a su morada definitiva el ripio de nuestros huesos. Esa compañía postrera mitigaba, por anticipado, “la bravía lucha del mar con la sed” de la que habló Aleixandre. Eso es La Muerte: “eterno nombre sin fecha”, “lámina sin recuerdo”, “mar de plomo” que nos traga en sus aguas oscuras, frías e insondables. Que Dios o el destino se compadezcan de quienes, por días que nadie ha contado, sobrevivimos a Mario. A él, que se le premie, en el Más Allá, con los laureles de la Gloria mientras, de parte nuestra, le ofrecemos, frente a este catafalco cubierto de azucenas, nuestro Aprecio, nuestra Gratitud y un merecido Aplauso. …. (Templo de Nuestra Señora de Fátima, Pereira 15 de julio de 2007).

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EPÍLOGO A veces, trastabillando, este pueblo avanza, desde su fundación a la orilla del Camino. Los que cargamos nuestro equipaje rumbo a otras tierras seguimos con el pensamiento y el anhelo puestos en un devenir que se ha ido modificando de acuerdo con la premura de la época aunque, en el fondo, su gente conserve la cantada idiosincrasia. No le fallaremos. Si algún día ustedes parten de Apía no se preocupen: Apía no los abandonará.

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Octavio Hernández Jiménez

Apía: Tierra de la Tarde

Octavio Hernández Jiménez, autor de los textos y fotografías de Apía que ilustran esta obra.

Hernández Jiménez, Octavio, 1994 Apía Tierra de la Tarde / Octavio Hernández Jiménez. – Manizales: Editorial Manigraf, 2011. 410 p. ; 17 cm. ISBN: 978-958-44-9693-5 1. Ensayos colombianos 2. Apía (Risaralda, Colombia) – Historia 3. Apía (Risaralda, Colombia) – Vida social y costumbres l. Tít. Co864.6 cd 21 ed. A1324050 CEP-Banco de la República – Biblioteca Luis Ángel Arango

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