Nueve Noches en un Amanecer

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Octavio HernĂĄndez JimĂŠnez

Nueve noches en un amanecer

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Octavio Hernández Jiménez

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NUEVE NOCHES EN UN AMANECER (Literatura Infantil Oral de Caldas) Octavio Hernández Jiménez

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sclarece la aurora del bello cielo,

Otro día de vida que Dios nos da, Gracias a Dios, creador del universo, Oh Padre Eterno que en el cielo estás. Nuestras voces unimos al concierto Que el universo eleva en tu honor; El cielo, la tierra, el mar profundo, Oh Padre Nuestro, magnífico Hacedor. Esta fue la primera oración que aprendí de labios de la Abuela y que, posiblemente, por haber repasado anoche un álbum de fotografías familiares, en casa de las tías, vino a mi memoria cuando la aurora hizo cosquillas en mis párpados. La Abuela la entonaba en alta voz, como una campana, para que los mayores, en las demás alcobas de la casa, se levantaran mientras la encoraba con los niños que, luego de semejante algarabía, corríamos a jugar un rato con ella en su lecho. Ese texto oral fue, lo más seguro, el primer contacto, o por lo menos el contacto más cotidiano que tuve con el verso. Pero, si literatura viene de littera y esta palabra latina se remonta al litos, piedra, en griego, la pregunta se plantea en estos términos: ¿se puede dar una literatura que no tenga la perdurabilidad de la piedra o de otro modo que no sea escrita? La teoría literaria tradicional respondía que la verdadera literatura requería del soporte físico de la piedra, el papiro, el pergamino, el papel... Desde el crítico mexicano Alfonso Reyes se ha ampliado la respuesta: también es literatura, y tan válida como la escrita, los textos orales que, como los textos de los ritos indígenas, se trasmitieron de generación en generación. Los mitos, las leyendas, las fórmulas rituales, los himnos, los cantos de los pueblos sin escritura, son literatura perfecta siempre y cuando continúen 3


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utilizando la palabra en función estética o lúdica. Y con un aditivo que se excluye de la literatura escrita: se puede embellecer y mejorar cada vez que alguien se sienta en posibilidades de hacerlo; la palabra en constante ebullición creativa. Una literatura colectiva y diacrónica, a través de las edades. Dudar de la literatura oral equivaldría a pensar que la Ilíada, la Odisea, el Génesis, los cantares de gestas carecían de valor literario antes de quedar petrificados en los sepulcros inmutables de las palabras escritas. Sería como sostener que no hay auténtica música si no hay partituras. Las aldeas caldenses germinaron en el siglo XIX por obra y gracia de colonos antioqueños, en su mayoría, que abrieron sus claros en las selvas pertenecientes a los Estados Soberanos de Cauca, Antioquia y Tolima. El territorio selvático del Chocó pertenecía al Cauca. Antes y después de 1905, el nuevo Departamento de Caldas, hoy “Viejo Caldas”, el “Gran Caldas”, recibió y asimiló influencias culturales provenientes de los cuatro puntos cardinales. Los caldenses nunca nos hemos considerado paisas de segunda. Hasta cuando Bogotá se convirtió en la ciudad que alberga a colombianos de todos los rincones, Caldas fue una fragua en donde se fusionaron recias variables del pueblo colombiano; la región del occidente colombiano con mayor dinamismo integrador. Así lo expresó el poeta risaraldense Luis Carlos González: Por los caminos caldenses llegaron las esperanzas de caucanos y vallunos, de tolimenses y paisas, que clavaron en Colombia, a golpe de tiple y hacha, una mariposa verde que les sirviera de mapa. Esos colonos, en buen porcentaje, eran honrados, simples, emprendedores y analfabetos. Los que lograron, por medio de ingentes esfuerzos, sobresalir económicamente, enviaron sus hijos a educarse en Bogotá, Medellín y sobre todo a la capital del Cauca, de donde surgió la definición según la cual “caldense 4


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es un antioqueño educado en Popayán”. El punto de vista anterior fue desvirtuado, no se sabe con qué intereses. La representación antioqueña en el Congreso y la dirigencia en la capital de la montaña se alborotaron y le exigieron explicaciones al Maestro Guillermo Valencia, según ellos, por haber dicho que un Caldense es un antioqueño civilizado. El oropel grecoquimbaya brilló cuando un puñado de paisanos tuvo en los centros culturales contacto con los libros de los grandes maestros y quedó deslumbrado. Sin embargo, los caldenses rasos, entre tanto, cuchicheaban. El pueblo caldense, como la mayoría de los pueblos de la tierra, es heredero de una cultura y una literatura orales. Anoche, mientras me dedicaba a preparar el ritual del sueño, pensé en los anteriores conceptos básicos, los retomé esta mañana cuando corría las cortinas para divisar el Nevado de El Ruiz con su fumarola al aire desatada y avancé en el recuerdo de mi abuela y mis tías quienes, para que emprendiésemos temprano el camino al sueño, en una época en la que, quien daba las órdenes no era el televisor, entonaban cancioncillas como ésta, con una voz que, poco a poco, se iba apagando mientras se retiraban de puntillas hacia otros espacios de la casa: Duérmete, niño, duérmete tú, antes que venga el currucutú. Señora Santana, Señor San Joaquín, arrullen al niño que se va a dormir. Dormite mi niño que estás en la cuna que no hay mazamorra, ni leche ninguna.

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Dormite mi niño, la flor del café, pídele a la Virgen que sueño te dé. Dormite mi niño para que la luna te traiga un rosado racimo de uvas. *Ver partitura 1*

Creámosle a la Abuela que esa tonada infantil la aprendió de personas llegadas de Popayán, capital del Estado Soberano del Cauca, en donde nombraban maestros y funcionarios para el territorio que actualmente conforma el Occidente de Caldas y a donde había enviado a estudiar al hijo menor. Esa tonada tiene reminiscencias de los alabaos chocoanos que pudieron ir a Popayán en boca de los esclavos que extraían el oro en el Chocó y luego se difundieron, en otras zonas de ese Estado, por boca de algunos maestros: Señora Santana ¿por qué llora el Niño? Por una manzana Que se le ha perdido. Oh ri, Oh ra, San Antonio ya se va. Yo le daré una, Yo le daré dos, Una para el Niño Otra paraVos. Oh ri, Oh ra San Antonio ya se va. Y este alabao se enraza con el Romance del Ciego cuando repite ese juego verbal: “Yo le daré una,/ Yo le daré dos,/ Una para el Niño,/ Otra para vos”.

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Fuera de ésto, las tres últimas estrofas se inician con el vulgarismo “dormite” y no con el inicial “duérmete”, lo que revelaría un ensamblaje de distintos textos o arreglos posteriores a la obra original. Hasta se puede oler trabajo de carpintería antioqueña con aquello de: “Dormite mi niño/ que estás en la cuna/ que no hay mazamorra/ ni leche ninguna”. El verbo, con acento grave, suena a la fórmula argentina puesta de moda en Antioquia en la temporada de Gardel y compañía. Retrocediendo, en el tiempo, podría tratarse de una simplificación poética que nos conecta con aquella parquedad propia de los primeros colonos. La estrofa: “Dormite mi niño/ la flor del café/ pídele a la Virgen/ que sueño te dé”, por la alusión relativamente moderna que hace de ese cultivo tan preciado para nuestro pueblo, podría tratarse de la contribución caldense y anónima a tan hermoso arrurrú. En cuanto a la última estrofa: “Dormite mi niño/ para que la luna/ te traiga un rosado/ racimo de uvas”, es lo más elaborado de la tonada en cuanto a recursos poéticos. Alguien le cambió ese “rosado racimo de uvas” por un dorado racimo, tal vez buscando que encajara más con la imagen visual de la luna de donde procede la luz del momento en que se canta; pero si se tratara de confirmar que la literatura es una hermosa mentira o, como lo dijo Mario Vargas Llosa, “es el arte de mentir”, es más literaria una luna rosada que una luna dorada. Cuando Federico Nietzsche dijo, con la mayor seriedad, que “Los poetas mienten demasiado” no estaba en lo justo pues se miente cuando se pretende engañar, hay mala fe, y los verdaderos poetas cifran su éxito en deleitar con el ritmo de las palabras. Fuera de la oración primera y del alabao anterior, la Abuela enseñó a sus nietos el inigualable poemita anónimo que apareció en la España medieval, o sea que puede ir acercándose a los primeros mil años de sorprender, en Europa y América, a niños y ancianos: Por mayo, era, por mayo, Cuando los grandes calores, Cuando los enamorados Van servir a sus amores, 7


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Sino yo, triste mezquino Que yago en estas prisiones, Que no sé cuando es de día, Ni menos cuando es de noche, Sino por una avecilla Que me cantaba al albor; Matómela un ballestero. ¡Dele Dios mal galardón! Del texto anterior siempre me aterra la imagen del que habla encerrado en una prisión, en la que “no sé cuando es de día/ ni menos cuando es de noche”. Sin embargo, inmediatamente, aparece esa avecilla cantora que lo consuela con su inocente trino, una de las imágenes más puras de la poesía castellana de todos los tiempos. Pero, qué. Remata con la imagen más triste: “Matómela un ballestero”, y una súplica implacable: “Dele Dios mal galardón”. A las cinco de la mañana, cuando despierto, en medio del canto de una mirla, en el pueblo natal, se atropellan, en mi memoria, los poemas del gusto de la Abuela y de las tías. La mirla despertaba al canto a los copetones o afrecheros ya muy diezmados por los tóxicos de los cafetales. Sobre estos pajaritos tan familiares, de plumaje pardo, mi tía Ana Matilde dejó en un libro de contabilidad del Almacén Roma que atendía con su hermana Clara Rosa, el recorte de prensa de un poema de Nicolás Bayona Posada que decía: “Copetón de mi tierra, sencillo y travieso…Bogotano a la usanza, grave a un tiempo y risueño”. En otra parte del texto dice que era “de los grandes, amigo; de los pobres, hermano”. La Abuela sostenía que el afrechero, en su canto, decía: “Bendito sea Dios”.

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a cordillera, nítida, parecía una cartulina azul recortada con segueta.

La aurora era la misma de la infancia y enfocada desde el mismo ángulo a pesar de mis sucesivos desplazamientos por la patria y ese ir y venir de judío errante. Ah, ¡el Judío Errante! Su recuerdo me da sed. El corro de niños lo vimos pasar, muchas veces, frente a la casa, en las tardes de lunes o sábado, soleadas, polvorientas. ¡Mírenlo, ahí va!, anunciaba la abuela desde la ventana de la casa grande que da a la plaza. ¡Por Dios, que alguien se compadezca y le ofrezca siquiera una naranja verde! Juro que, varias veces, el Judío Errante levantó la mirada de nazareno, la misma de la escultura de Cristo en el camino del Calvario, para fijarse en mi abuela paterna y en mí. Fue Jesús María Jiménez, mi abuelo materno, quien amplió en la memoria y en la imaginación, la figura del Judío Errante. Contaba que, un día, cuando estaba en el fondo de una guaca, miró hacia arriba y ahí estaba, acezando y con una amargura indescriptible dibujada en el rostro. Quiso recostarse en una piedra para descansar y la piedra rodó al fondo. En otras ocasiones pretendía guarecerse de la canícula bajo la sombra de árboles frondosos e inmediatamente un viento huracanado desnudaba al árbol de sus hojas. Cargaba en su traje andrajoso una moneda de oro que era su única fortuna. Cuando pasaba de un país a otro la moneda se trocaba por la moneda del país al que ingresaba. Con esa moneda compraba comida y bebida para la sed abrasadora, pero no podía beber ni tragar. Lo veían haciendo una mueca de dolor, escupía lo bebido y, desconsolado, seguía el camino. La imagen infantil y desarrapada de otro Rey Midas. Al momento de su partida aceleraba el ritmo de sus pasos como si lo anterior lo echara en el olvido. Le preguntamos al abuelo por qué no podía tragar y nos contestó: porque, con la maldición divina, se le cerró la garganta. Por eso, si me dolían las amígdalas, cuando era pequeño, me aterrorizaba al suponer que me estaba transformando en otro judío errante. Con el paso del tiempo me informé que se trataba de un mito universal y que, en la Edad Media, en los Países Bajos, llegaron a bautizar al Judío Errante con el nombre de Ashaverus. Para unos se trata del mismito Caín que fue castigado por Yavé cuando asesinó a su hermano Abel, el buenapersona. Para otros, basados en los Evangelios Apócrifos, se trata 10


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del personaje que, en la Vía Dolorosa, no quiso calmar la sed de Cristo, a pesar de llevar agua fresca en una cantimplora. Desde entonces, anda errante por el mundo pagando su castigo, hasta el Juicio Final. En el norte de Caldas, el Judío Errante se presentaba como un arriero, con carriel y mulera. No podía comer, ni beber, ni podía enfermarse, ni podía morir. No puede permanecer un minuto descansando pues, cuando se detiene siente candela bajo los pies. Fue condenado a ser eterno andariego. Por lo menos, en el Occidente de Caldas, el Judío Errante no despierta sentimientos de rencor o temor sino de compasión infinita. A veces, como un perro humilde, se arrimaba a una casa que le suscitara confianza para pedir claro frío de maíz. Por eso, la abuela María de los Ángeles vivía con la cantaleta de que a los peregrinos que tocaran en el portón de la casa había que atenderlos muy bien: Podía tratarse del Judío Errante. Por la casa de los abuelos, ubicada en el cruce de los caminos que comunicaban a Medellín con Popayán y a Bogotá con el Chocó, en San José del Paisaje, pasaron, sonámbulos, generales con ejércitos diezmados que, en su trajín sin rumbo y sin comunicación, no se habían dado cuenta que la guerra había terminado. Ese trajín constante de gentes expatriadas avivó el fervor con el que el pueblo evocaba al Judío Errante. La experiencia recalentada origina la leyenda y la leyenda universalizada fomenta el mito. María de los Angeles Londoño, andariega como buena paisa de finales del siglo XIX, repetía en tono socarrón: ¡Somos primos hermanos del Judío Errante! Y no era para menos. Había nacido en Neira, en las goteras de Manizales pero, en una fiebre de oro que cundió a principios del siglo XX, emigró con su joven esposo hacia la tierra de la tarde. Por las guerras civiles, la selva que se les cruzó a medio camino y los hijos que apremiaban por nacer, detuvieron los pasos y levantaron el techo al borde del Camino Real, en la Cuchilla de Belalcázar, antes conocida como la Loma de Anserma. En contados años, la casa de este matrimonio estaba rodeada de otras casas de colonos, fondas, pesebreras que, al ir integrándose, conformaron a San José del Paisaje. De modo similar se fundó la mayoría de pueblos, en el Viejo Caldas. Sin una ceremonia en que desafiaran al sol con la espada. Sin cédula real que dejara constancia escrita de abolengos 11


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ciertos, inventados o comprados, a precio de oro. Anserma y a morir en Pereira.

Fue a vivir luego a

Antes de entregar el alma a su Creador, preparó la primera comunión de mi hermano Tito Fabio y yo, en la Capilla del Convento de La Enseñanza, de Pereira, arriba en la Circunvalar, el 13 de agosto de 1953. La ceremonia tuvo lugar un miércoles corriente, en la mañana, con la sola asistencia de la familia y de las monjas tras el coro de clausura. El altar estaba cubierto de azucenas y, cuando el celebrante bajó a darnos la comunión, las monjas entonaron este estribillo: Véante mis ojos, dulce Jesús bueno; véante mis ojos, muérame yo luego. Vea quien quisiere rosas y jazmines, que si yo te viere veré mil jardines. Flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, muérame yo luego”. Tuve que esperar hasta finales del bachillerato para saber que la autora de esos versitos había sido Santa Teresa de Jesús, en pleno Siglo de Oro. El 28 de mayo de 1954 ingresaron con el ataúd en el caserón de esquina que ella, la Abuela María de los Ángeles, con el abuelo José de los Santos Hernández se atrevió a edificar para dejarla a hijos y nietos como albergue perpetuo. Su universo mental giraba alrededor de las ideas de estabilidad y eternidad. Aún no hacía carrera, en el panorama mental de nuestro pueblo, el concepto de desechable.

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A NOCHE DE LA VELACION, concentraron a los hijos de los

dolientes, la mayoría primos entre sí, en la casa de arriba, la casa adquirida por mis padres y que queda en la Calle de la Estrella, para que no perturbáramos a los adultos en su ritual funerario, entre un océano de flores, oraciones repetidas, trajes negros y espejos cubiertos con velos morados. Alejados de los mayores y sus ritos, nos pusimos la casa de ruana. Aquella noche, como si se tratara de otro juego, nos dio por armar nuestro propio ritual que representaba la ausencia de la Abuela, con guión improvisado, entre pasodobles, de Marina; declamaciones de Beatriz, abundantes y teatrales lágrimas de Fanny y Gloria Estrella y las canciones de Fernando, Tito, Bernardo, Álvaro y Héber Jaime; inocentes parodias sacerdotales de dos amigos de infancia, Guillermo y Jaime y la coreografía de sus hermanas Nidia, Aleyda y Lilia, realizada, con blanquísimos manteles, sábanas y cortinas que mamá había dejado planchados en los escaparates. Por el amplio vestíbulo alumbrado por la tenue luz de dos faroles, avanzó la procesión tras un pabellón de cintas blancas, mientras repetíamos el lamento que los niños del occidente caldense entonan, durante el sepelio de otro pequeño. Morían tantos niños de enfermedades endémicas, aún sin control, que el ritual funerario se repetía a menudo. El niño difunto iba en un ataúd blanco, con una corona de flores menudas o de papel metálico dorado o plateado; en su mano portaba una copita del mismo material. Cuatro niños, escogidos entre los mayores, portaban el féretro entre dos sábanas blancas. Niños y niñas llevaban las cintas de varios pabellones. En las esquinas del pueblo paraba el séquito y entonaba este lamento: Un niño que tenía se lo llevó, se lo llevó La Muerte, La Muerte. Y los niños cantaban de esta suerte: Kirie Eleison, Kirie Eleison... *Ver partitura 2*

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De aquella ceremonia, en la noche inicial, aún recuerdo cuando la prima Beatriz entonó el poemita La Ilusión que la tía Matilde enseñaba en su kínder particular y que algunas maestras todavía transmiten en las escuelas como si fuera de autor anónimo, sin texto escrito que lo sustente, pero que, en un obsoleto manual de preceptiva literaria, descubrí hace poco, como del colombiano Ruperto S. Gómez: En un río se veía flotar un copo de espuma que de vellón y de pluma un nidito parecía. Un tominejo inocente por su albura seducido tomólo por blando nido y se arrojó a la corriente. Mas, al posarse se hundió el copo engañoso y leve y entre las aguas en breve el ave desapareció. Así la ilusión parece nido de nevada pluma que al tocarlo como espuma apaga y desaparece.

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A PRIMERA NOCHE, cuando los padres se acercaron a la casa por sus

hijos, nuestros primos, para llevarlos a dormir, éstos descendieron la cuesta, entre las altas casas de bahareque que, a lado y lado, proyectaban sobre el empedrado las dramáticas sombras de los tejados, entonando las rimas más comunes entre los niños de aquellos tiempos: Sábado alegre, domingo galán, lunes enfermo por no trabajar. ¡Piña para la niña, limón para el señor, mora para la señora, menta para la sirvienta, coco para el loco, papaya para quien calla, guayaba para el que ya va! Cayó una teja, mató una vieja, dijo la vieja: ¡ay mi molleja! ¡Cayó un terrón, mató un ratón, dijo el ratón: ¡ay mi zurrón! ¡Cayó un ladrillo, mató un novillo, dijo el novillo: ¡ay mi fundillo!

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¡Cayó una biga, mató una hormiga, dijo la hormiga: ¡ay mi barriga! Una vieja mató un gato con la punta de un zapato, pobre vieja, pobre gato, la mujer del Garabato. Una, dola, tela, canela, su meca de vela, velillo, velón, que cuente las doce que ya casi son. Fue tal el éxito de semejante aquelarre que, al otro día, el día del entierro, asfixiados en el mundo de los adultos, los niños esperábamos con impaciencia, el arribo de la noche. Era como si se hubiera vuelto a detener el sol. Marcados por el acontecimiento del día, propuse que, como homenaje, cada uno repitiese un texto que la abuela difunta o una de las tías nos hubieran enseñado. Claro: Fanny, experta en trepar árboles frutales, de una zancada se subió sobre la mesa del comedor que escogimos de escenario y, con ademanes de triunfo por haber salido adelante, entonó el Romance del Ciego que, por aquellas calendas, no había niño que no conociera: Huyendo del fiero Herodes que al Niño quiere perder, hacia Egipto se encaminan María, su Hijo y José. 18


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En medio de aquel camino pidió el Niño de beber. - No pidas agua, mi niño, No pidas agua, mi bien, que los ríos vienen turbios y no se puede beber. Andemos más adelante que hay un verde naranjel, y es un ciego que lo guarda, es un ciego que no ve. - Ciego, dame una naranja para callar a Manuel. - Coja Usted la que Usted quiera que toditas son de Usted. La Virgen como es tan buena no ha cogido más que tres: Una se la dio a su hijo y otra se la dio a José, otra se quedó en la mano para la Virgen oler. Saliendo por el vallado el Ciego comienza a ver. - ¿Quién ha sido esta Señora que me ha hecho tanto bien? Será la Virgen María que al que es ciego le hace ver. No resisto el deseo de recalcar en el verso donde se dice que la Virgen no se come la manzana que le corresponde sino que, “otra se quedó en la mano/ para la Virgen oler”. Los romances eran fragmentos de cantares de gesta que, después de perpetuarse de memoria en memoria, en la Península Ibérica, dieron el salto a América y de boca en boca, llegaron hasta nosotros. Eran de la predilección de la Abuela. Cuando me tocó el turno, subí a la mesa de 19


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comedor y canté la extraña tonada que ella repetía envolviendo todo con su hálito de nostalgia: - ¿Para dónde vas, Antonio? - Yo me voy para Madrid, Voy en busca de Mercedes que ayer tarde no la vi. - Sí, Mercedes se murió, Sí, Mercedes yo la vi; la llevaban cuatro curas por las calles de Madrid. El ataúd era de oro y los clavos de marfil y el velo que la cubría eran flores de jazmín. *Ver partitura 3*

Superada la infancia, emprendí la búsqueda del origen de esa tonada. Partía de la base de que, por la atmósfera, los espacios mencionados, el lenguaje y la métrica, era española. En mis pesquisas universitarias, encontré, en el “Cancionero y Romancero Español”, recopilación de Dámaso Alonso, bajo el sugestivo título de “Romance de la Amiga Muerta” (p. 188), este texto, de sabor arcaico, posiblemente de la Alta Edad Media, antes del Renacimiento, que podría tomarse como el origen de la tonada caldense: En los tiempos que me vi más alegre y placentero, yo me partiera de Burgos para ir a Valladolid; encontré con un Palmero quien me habló y me dijo así: - ¿Dónde vas tú, el desdichado? ¿Dónde vas?, triste de ti. ¡Oh persona desdichada, en mal punto te conocí ! 20


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Muerta es tu enamorada, muerta es que yo la vi. Las andas en que la llevan de negro las vi cubrir, los responsos que le dicen yo los ayudé a decir; siete condes la lloraban, caballeros más de mil... Esta versión se encontró en un Cancionero Real. El Siglo de Oro tiene aún vigencia en la zona paisa, como se ha demostrado hasta la saciedad, en los estudios de la obra de Tomás Carrasquilla, en otros autores costumbristas y no tan costumbristas como León de Greiff. En la versión arcaica, se habla de Burgos y Valladolid; Madrid no era aún la capital del imperio. Esta última ciudad aparece en la versión enseñada por Abuela y las tías. No solo los tangos se impusieron en las cantinas de la zona paisa de Colombia. También las rancheras. Entre ellas, aquella que empieza “Quince años tenía Martina/ cuando su amor me juró/ y a los dieciséis cumplidos/ una traición me jugó…”. El autor de la letra no fue un mexicano despechado sino el pueblo y la tradición oral española que evolucionó a partir del “Romance de la Blanca Niña”, de corte novelesco, presente en la Alta Edad Media (siglo XV): Blanca sois, señora mía, Más que el rayo del sol; ¿Si la dormiré esta noche Desarmado y sin pavor? Que siete años había, siete, Que no me desarmo, no. Más negras tengo mis carnes Que un tiznado carbón.

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-Dormila, señor, dormila Desarmado y sin temor, Que el Conde es ido a la caza, A los montes de León. -Rabia le mate los perros, Y águilas a su halcón, Y del monte hasta la casa A él arrastre el morón. Ellos en aquesto estando Su marido que llegó: - ¿Qué hacéis la blanca niña, Hija de padre traidor? - Señor, peino mis cabellos, Péinolos con gran dolor Que me dejáis a mí sola Y a los montes os váis vos. Esa palabra, la niña, No era sino traición. -¿Cuyo es aquel caballo Que allá bajo relinchó? -Señor, era de mi padre, Y envióslo para vos. - ¿Cuyas son aquellas armas Que están en el corredor? - Señor, eran de mi hermano, Y hoy os las envió. -¿Cuya es aquella lanza Desde aquí la veo yo? -Tomadla, Conde, tomadla, Matadme con ella, vos, Que aquesta muerte, buen Conde, Bien os la merezco yo. Romances como este buscaban inculcar la hidalguía, no de sangre, ni de bragueta, ni de privilegio sino de costumbres. Toda una lección con sus respectivas consecuencias. Estoy seguro de que la Abuela no aprendió ese 22


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romance en ningún libraco. Tuvo que haberlo aprendido de viva voz, en la corriente de una tradición oral. Tengo la certeza de esto porque, con ese escepticismo que acompaña a los niños cuando no les son respondidas aceptablemente todas las preguntas, un día la encontré en su alcoba rezando con su devocionario abierto, al pie del óleo de la Piedad pintado por Ángel María Palomino, por allá en la segunda década del siglo XX. Me acerqué para ver qué leía y, a pesar de que ella estaba al borde del éxtasis divino, el libro lo tenía abierto al revés. Muchos de esos textos, sin haber sido escritos para menores, fueron aprendidos de memoria, en casa, y entonados con entusiasmo por los niños, libres del fastidio que provocan en el bachillerato, debido a la falta de pedagogía en los profesores de literatura. Siente uno que no perdió el tiempo cuando memorizó sin dificultades aquellas páginas siempre frescas de un pasado esplendoroso para la lengua. Rematamos la segunda noche con La Vaquerilla de la Finojosa, la serranilla del Marqués de Santillana que la Madre Josefa, de la comunidad de las bethemitas, tuvo como pieza de su repertorio, en el kínder de Anserma donde fue profesora, dicen que por más de cuarenta años, hasta ir a morir en Marsella. Ella me enseñó a escribir mi nombre y me escogió para declamar en el escenario del plantel, al final del curso, aquel texto que despertó el entusiasmo entre la concurrencia. No se olvida cómo fraternizaba el lenguaje arcaico del texto original con la vocalización deficiente de un niño de cinco años, en la ceremonia de clausura: Moza tan fermosa non vi en la frontera, como una vaquera de la Finojosa. Faciendo la vía del Calatraveño a Sancta María, vencido del sueño perdí la carrera por tierra fragosa do vi la vaquera 23


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de la Finojosa. En un verde prado de rosas e flores guardando ganado con otros pastores la vi tan graciosa que apenas creyera que fuese vaquera de la Finojosa. Non creo las rosas de la primavera sean tan fermosas nin de tal manera, fablando sin glosa, si antes sopiera de aquella vaquera de la Finojosa. Non tanto mirara su mucha beldad porque me dejara en mi libertad. Mas dije: “Donosa (por saber quién era), ¿dónde es la vaquera de la Finojosa?”. Bien como riendo, dijo:”Bien vengades, que ya bien entiendo lo que demandades: non es deseosa de amar, nin lo espera, aquessa vaquera de la Finojosa”.

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A SEGUNDA NOCHE del novenario estábamos muy sumisos porque mi

madre estaba enojada al observar el desorden en que habíamos dejado los muebles de la casa y que la ropa blanca que sacamos de los escaparates para disfrazarnos estaba sucia. Por tanto, nos comprometimos a comportarnos bien mientras los mayores oraban en la casa que da a la plaza. Esa noche la dedicamos a repasar y hacer soltar la lengua de los menores enseñándoles y haciéndoles repetir a toda velocidad los trabalenguas. Tito y yo que cursábamos primaria, en Pereira, empezamos: - María y Chucena su choza techaban y un techador que por allí pasaba les dijo: María y Chucena, ¿techan su choza o techan la ajena? Yo techo su choza, María y Chucena. Al terminar de recitarla, Marina y Fanny que estudiaban primaria en el Colegio de las monjas en San José, dieron otra versión: - María Chucena su choza techaba. Un cazador que por allí pasaba le dijo: María Chucena, ¿techas tu choza o techas la ajena? Ni techo mi choza ni techo la ajena; Yo techo la choza de María Chucena. Beatriz y Gloria Estrella ensayaron otra versión que habían aprendido en uno de sus viajes a Viterbo: - Conchita Chumena tu choza te echaba y Pachita Chamique te echaba este dicho Ni te echo la choza, ni te echo la chicha, Conchita Chumena, Pachita Chamique. Hay profesores de primaria y de lengua materna que desconocen el beneficio de los trabalenguas o los menosprecian. No son únicamente juegos verbales basados en la repetición acomodaticia de una sílaba en frases carentes de sentido, muchas veces, sino eficaces recursos 26


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pedagógicos del área del idioma que logran desatar el músculo de la lengua todavía tieso en los niños que despiertan a su primera infancia. Los microtextos que componen los trabalenguas, por lo general, carecen de lógica y coherencia. No importa. Parece que los niños disfrutan de lo que no entienden. Dichosos se enfrentan con retahilas sonoras como cuando Guillermo nos desafió para que repitiéramos - Alda ata la lata alta la lata alta Alda la ata como ata Alda la lata alta la lata alta está atada. Reíamos y aplaudíamos con entusiasmo debido a la lúdica provocada por el brillo de las palabras y la dificultad de pronunciar las sílabas. Se trata de lo que los ingleses llaman “nonsense” o sea grupos de palabras de desenvolvimiento imprevisible, sin coherencia y con algo de humor. Unos nos arrebatábamos el turno a los otros para demostrar que repetíamos esa retahila mejor que los anteriores, sin cambiar el orden de las sílabas y sin equivocarnos en su estricta fonética. - Compadre, cómpreme coco. - No, compadre, no compro coco Porque, como poco coco como, poco coco compro. - Tres tristes tigres tragantones tragan trigo y se atragantan. Esos mismos tristes tigres son objeto de otro trabalenguas corriente en Caldas: - Tres tristes tigres comen trigo en tres tristes platos vuelven trizas.

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Con la letra “P” hay varios trabalenguas, como este que es corriente en los primeros cursos escolares: - Tengo una gallina pinta, piririnca, piriranca, Con su pollitos pintos, piririncos, pirirancos; Si ella no fuese pinta, piririnca, piriranca, No criaría los pollitos pintos, piririncos y pirirancos. O este que es más pulido y que llegó del Oriente de Caldas, por el llamado Camino de Occidente, desde 1926. No tiene nada de raro que procediera de la costa atlántica, Magdalena arriba: - Pedro Pérez Pumarejo, pintor panameño, pinta paisajes, por pocos pesos, paseando por París. Para practicar con la pronunciación de la letra “S” se repite este trabalenguas que es una verdadera paranomasia (uso de palabras, letras o sílabas semejantes): - Nadie silba como silba Silva Si alguien silba como Silvio Silba es porque Silvio Silva le enseñó a silbar. La capacidad para pronunciar palabras extensas se ejerce diciendo correctamente este otro: - El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrillare buen desenladrillador será. Un trabalenguas aparece planteado, como la mayoría, en forma de anécdota: - Había una madre godable, pericontable y tantarantable que tenía un hijo godijo, pericontijo y tantarantijo. Un día la madre godable, pericontable y tantarantable le dijo a su hijo godijo, pericontijo y tantarantijo: 28


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Hijo godijo, pericontijo y tantarantijo: traedme la liebre, pericotiebre y tantarantiebre del monte godonte, pericontante y tantarantonte. Así, el hijo godijo, pericontijo y tantarantijo fue al monte godonte, pericontante y tantarantonte, a traer la liebre godiebre, pericotiebre y tantarantiebre.

En el anterior trabalenguas como en otros también se practican las funciones del lenguaje por medio de los sufijos de las palabras. „Ble‟ para determinar el modo de ser de la madre; „ijo‟ es una terminación determinante de un sustantivo masculino, como el hijo y más activa que la „ble‟ de la madre. Para determinar la liebre se utiliza un sufijo en „bre‟. El monte lleva un sufijo en „ante‟ y „onte‟, de acuerdo con la clase de verbo (si no existe se crea provisionalmente). Otros trabalenguas utilizan estructuras variables pero castizas. Para acertar en la comprensión previa y la pronunciación aparentemente compleja basta con descomponer las palabras, grabar su orden dándoles sentidos a los prefijos y sufijos que se añaden para complicar la pronunciación. - Yo tengo una marranita copetipaticulicrespita, aquel que la descopetipaticulicrespitare un buen descopetipaticulicrespador será. Después del anterior ejercicio se puede pasar, por igual motivo, a este solemnísimo trabalenguas: - El arzobispo de Constantinopla se quiere desarzobispoconstantinopolizar. El que lo desarzobispoconstantinopolizare un buen desarzobispoconstantinopolizador será. Si en este asunto tomara cartas un autor de preceptiva literaria como Luis Alberto Sánchez (Breve Tratado de Literatura General, Ediciones Ercilla, 1973, pp.98-99), hablaría del uso de esa figura de dicción llamada paranomasia o de otra nombrada como similicadencia (empleo de 29


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sustantivos de un mismo número y caso o de verbos de un mismo tiempo y persona). Vicente Huidobro, en Altazor, como para demostrar que los grandes poetas conservan mucho de niños, se aparece con esta similicadencia: Ya viene la golondrina Ya viene la golonfina Ya viene la golontrina Ya viene la golocima Ya viene la golochina Ya viene la golonclima Ya viene la golonrima Ya viene la golonrisa la golonniña la golongira la golonlira la golonbrisa... Los niños caldenses repiten esta historieta similicadentista: Había una vieja virueja, virueja de pico picotueja de pompo merá. Tenía tres hijos virijos, virijos, de pico picotijos, de pompo merá. Iban a la escuela viruela, viruela, de pico picotuela de pompo merá. Luis iba al colegio viregio, viregio, 30


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de pico picotegio de pompo merá. Y aquí termina el cuento viruento, viruento, de pico picotuenco, de pompo merá. Los niños ensayaron a pronunciar este juego silábico que los embrujó por sus efectos sonoros que, más que un juego parecía una fórmula ritual: - Rapa, tompo, cipi, topo, sipi, sepe, duerme, mepe, zapa, toco, loco, topo, rapa, tompo, cipi, topo, quepe, sopo, ropo, epe. Pepe, rompo, tompa, topo, quepe, sopo, ropo, epe, quepe, sope, duerme, mepe, rapa, tompo, cipi, topo. Opa, lapa, japa, quepe, gapa, toco, loco, topo, duerme, mapa, maspa, quepe, rapa, tompo, cipi, topo. No solo anécdotas traídas de los cabellos o sílabas que conforman expresiones enigmáticas. Los hablantes de la lengua española han conformado trabalenguas con ciertas reminiscencias de los clásicos del Siglo de Oro (siglo XVI), cuando Santa Teresa exclamaba “Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero, que muero porque no muero”, con aires de trabalenguas: - Mírame sin mirar, Miriam, mírame mientras me muevo; no me mires, Miriam mía, no me mires que me muero.

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En definitiva, la infancia es el paraíso perdido de los poetas que siguen buscándola y sustituyéndola por medio de la palabra a través de sus vidas. Francisco Javier esperó un silencio para soltar con la mayor ternura el trabalenguas siguiente: - Pablito clavó un clavito. ¿Qué clase de clavito clavó Pablito? Hubiera sido conveniente que a muchas personas a quienes no se les entiende lo que hablan les hubieran entretenido, cuando niños, con los trabalenguas. Cuando mamá Rosa María regresó a casa en compañía de otras madres que entraron por sus hijos, ya teníamos sueño. Más que otros elementos infantiles, los trabalenguas hay que dosificarlos porque en demasía cansan aun físicamente. Nos restregábamos los ojos con los dedos. Mientras nos vestía con las piyamas de rayas verticales fabricadas por ella misma en la máquina de coser que casi toda madre poseía en la casa, nos hizo repetir como todas las noches, en voz alta, las oraciones, unas oficiales que se comparten con los mayores como el Padrenuestro, el Ave María, el Dios te Salve Reina y Madre, el Credo y otras propias de la infancia como el Angel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día hasta que me pongas en paz y alegría con todos los santos con Jesús, José y María. Para algunos teóricos esas oraciones no son literatura infantil propiamente dicha pues su función no es lúdica sino religiosa. Sin embargo, los salmos son oraciones religiosas y también son ejemplo de la más excelsa literatura. Hay textos sutiles que se han construido sobre todo para que los repasen los niños con ritmo y alegría. Palabras para oir y repetir.

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Entre los recuerdos indelebles que, en nuestro medio, muchos hijos tienen de sus madres está el aprendizaje de las primeras oraciones. Arte popular auditivo. Con ellas dulcemente, las madres caldenses, por muchas generaciones, han encomendado a sus pequeños hijos al viaje reparador por el país de los sueños: Mi Dios sea conmigo y yo con El Mi Dios adelante y yo tras El. Defiéndame de las armas del maligno enemigo diciéndo así: Jesús, María y José. Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, cáigame la gracia del Espíritu Santo. Dios adelante, paz y guía, Jesús sea conmigo y la Virgen María. Cuatro esquinitas tiene mi cama cuatro angelitos que me la guardan. Virgen María ven a mi cama dame un besito y hasta mañana. Vale la pena destacar la sublimación y el efecto práctico de la última estrofa: El niño invita a la Virgen María y el beso solicitado, como en un juego de representaciones, se lo estampa la madre que lo cobija. 33


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ara la tercera, cuarta y otras noches del novenario, viendo que era

conveniente mantenernos alejados de las alusiones macabras que aparecen en las oraciones de difuntos, papá Daniel invitó a María Jesús López de Martínez, conocida por todo el pueblo como Mamá Susa, y a Don Pedro Castaño, avecindados en San José y procedentes de Belalcázar (Caldas) y Neira (Caldas), respectivamente, para que se batieran en duelo de adivinanzas, en lo que no tenían contendores. En Caldas, las adivinanzas constituyen el material más abundante de la literatura infantil. Mamá Susa y Don Pedro coincidieron, muchos años después, cuando los encontré, en una mañana de sol, sentados en una banca del parque principal, en que su arsenal de adivinanzas lo adquirieron por los años de su niñez, de viva voz, a finales del siglo XIX en que nacieron. Eran casi contemporáneos de la Abuela difunta. El duelo funciona como una competencia de preguntas lanzadas al público. Si alguien responde acertadamente, quien propuso la adivinanza se da por vencido y cede la palabra al contendor quien propone otra adivinanza con la esperanza de ver derrotado al grupo que participa tratando de descubrir la respuesta. El público se entretiene con esos acertijos, casi siempre en moldes rimados, aprendidos o inventados en ratos libres, y que causan desconcierto por su agudeza mental, aparentes absurdos, tono poético, metáforas incomprensibles, gracia picante y buena dosis de humor. El duelista que deja perplejo al auditorio, por regla general, no ofrece la respuesta, critica los rodeos que dan y deja penando a los participantes. Se van contando las adivinanzas sin respuesta correcta y al final triunfa, de los dos, la persona que haya logrado el mayor número de adivinanzas sin solución. Arrancó María Jesús: Una vaca negra se tiró al mar, ni a palo ni a rejo la pueden sacar. Después de pensarlo, repasarla con todas las músicas posibles en cuanto a la entonación, nos declaramos vencidos. Cuando todos le suplicamos que 35


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nos dijera la respuesta y no le contaríamos a nadie, ella, con todo el garbo de una heroína aplaudida y por cierta compasión con nosotros debido al luto que embargaba a la familia, contestó: ¡La Nube! Uña de gato punta de tijera blanca por dentro, verde por fuera. Así habló pausadamente Don Pedro José, desde su sillón, con la ilusión secreta de que no le adivináramos. Pero, todos respondimos a una: La Penca de cabuya! Se levantó ante nosotros Mamá Susa para llamar al orden: Cinco varitas en un carrizal, ni secas ni verdes se pueden cortar. Nos reímos de nosotros mismos porque la mayoría no relacionó la respuesta con el movimiento exagerado de las manos. Claro: ¡Los Dedos! Otras adivinanzas generalizadas entre la niñez caldense iluminada por ancestros antioqueños, caucanos y tolimenses, y que los ancianos repitieron con la esperanza de dejarnos boquiabiertos, aunque nosotros nos deleitábamos con el anhelo de salirles adelante, fueron: En un monte muy espeso canta un gallo sin pescuezo. La respuesta sería para alguno una muestra de surealismo paisa: ¡El Hacha! La adivinanza que sigue es parecida: En un monte muy oscuro tienen a San Juan desnudo.

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La métrica octosilábica emparenta los dos versos anteriores con los del hacha, y a ambos con sus respuestas: ¡El Machete! Y ésta tiene su dosis de cándida picardía: Cuando chiquita peluda, cuando grande desnuda. Como pidiéramos aproximaciones, ella nos dio estos avances: Con ella construyeron la mayoría de los pueblos caldenses. Es un árbol cultural; nuestro símbolo... Heber Jaime levantó la mano mientras gritaba: ¡La Guadua! Me encantó esta adivinanza que no he vuelto a escuchar: Caballito de banda a banda que no corre ni anda. La respuesta es lógica y hermosa: ¡El Puente! Yo no sé si todavía haya alguien que pueda adivinar la siguiente aunque en ella misma está la solución: Pérez anda, Gil camina, burro es aquel que no adivina. Repítala despacio que ahí está la respuesta: ¡Perejil! Pariente de las adivinanzas que en la preguna proclaman la respuesta, es esta: Un animal de cuatro patas y sin cabeza: dígame esa! Quien quiera acertar no piense en animales: Diga ¡Mesa! Y esta otra: 37


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En el alto de Chi Mataron a Ri; Los hijos de Mo Dijeron que Ya! Obvio, por aquello de la ley del menor esfuerzo, todos a una gritamos: ¡La Chirimoya! Hay un acertijo que sigue siendo un misterio para mí. Se trata de aquel que dice: Sábana blanca, sábana negra, cinco toritos y una ternera. La respuesta es lógica hasta la mitad del primer verso. El resto hablaría de las noticias más corrientes que uno podría torear por este medio. Oscura y todo, es válida como adivinanza: Se trata de ¡La Carta! Por aquella época en que todavía no había teléfono, existía un auge extraordinario de la comunicación epistolar, tan de capa caída hoy en día. María Jesús nos preguntó: Un animalito inglés camina y no tiene pies, habla y no tiene boca, adivíname qué es. Se la respondimos porque encontramos en esta adivinanza una variable de la anterior: ¡otra Carta!. Como tarea al final de la primera ronda, Mamá Susa nos quiso dejar este acertijo matemático para que lo fuéramos pensando hasta el otro día: Esto eran cuatro gatos, cada gato en su rincón, cada gato ve tres gatos, adivina cuántos son. 38


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Uno de los beneficios que para los niños tienen las adivinanzas es hacerlos pensar en cada elemento de la oración, en cada palabra, no sólo en la final. Se trata de una lección preliminar de comprensión de lectura. Se falla muchas veces por no detenerse en una humilde palabra. Por ejemplo, quién iba a suponer que ya, en el primer verso del acertijo anterior estaba la respuesta: ¡Cuatro! Al ver que la tarea fue realizada mientras salíamos, Don Pedro se atrevió a imponer esta adivinanza plagada de doble sentido y picardía: Hombre con hombre se puede, mujer con hombre también, mujer con mujer no puede porque eso no puede ser. Al salir a la Calle, la luna estaba por lo alto. Los muchachos empezamos a recitar en coro: En Pamplona hay una plaza, en la plaza una esquina, en la esquina una casa, en la casa una alcoba, en la alcoba una cama, en la cama una lora, en la lora una pata, en la pata un dedo, en el dedo una uña, en la uña una nigua; la nigua en la uña, la uña en el dedo, el dedo en la pata, la pata en la lora, la lora en la cama, la cama en la alcoba, la alcoba en una casa, la casa en la esquina,

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la esquina en la plaza, la plaza en Pamplona! Luis Alberto Sánchez (op.cit.,pág.96) diría que el texto anterior es una concatenación o encadenamiento progresivo y regresivo de la última palabra de un verso con la primera del siguiente. Pero como cada texto está a la disposición de personas con imaginación creadora, a la concatenación ocurrida en Pamplona, le aparecieron variantes como esta que recitaban los nietos de Ermelina Cantor que había llegado a vivir en San José de Caldas proveniente de un pueblo ubicado en la Sabana de Bogotá: o En la ciudad de Pamplona hay una plaza, en la plaza hay una esquina, en la esquina hay una casa, en la casa hay una pieza, en la pieza hay una cama, en la cama hay una estera, en la estera hay una vara, en la vara hay una lora. La lora en la vara, la vara en la estera, la estera en la cama, la cama en la pieza, la pieza en la casa, la casa en la esquina, la esquina en la plaza, la plaza en la ciudad de Pamplona. En la esquina de la Calle de la Primavera, las primitas con sus amigas convinieron en entonar un temita muy de ellas; los niños entramos a reforzar el coro en la parte en que empiezan las matemáticas elementales: - Tengo una muñeca vestida de azul, zapaticos blancos y delantal de tul. La llevé a la escuela, se me costipó la tengo en la cama con mucho dolor.

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Esta mañanita me dijo el doctor que le dé jarabe con un tenedor. - Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciseis, y ocho veinticuatro y ocho treintaydos, ánimas benditas me arrodillo yo. Salta la tablita que ya la salté, sáltala de nuevo que ya me cansé. *Ver partitura 4*

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l CUARTO DIA del novenario, se inició con cierta tirantez entre los

dos contendores. Como había llovido, Don Pedro José, mientras se secaba la ruana, nos dijo: Cien damas en un balcón y todas mean por su cañón. Mamá Susa se asustó por el tono a que había llevado al concurso su contendor y respondió para tranquilizarnos: ¡Las Tejas! Nos reímos. Las adivinanzas son juegos verbales que, entre otras características, tratan de involucrar a todos los seres que conforman el mundo de quienes las repiten. Si por alguna circunstancia desaparecen esos seres, la adivinanza se vuelve un auténtico criptograma. Oigamos ésta: Un caballito muy enfrenado se sube a la torre y arrea el ganado. Esta sería una adivinanza arcaica, por la respuesta. El Peine es el caballito muy enfrenado que sube a la torre (la cabeza) y arrea el ganado. ¿Cuál ganado? ¡Los Piojos! Familiar de la anterior es el acertijo conque Don Pedro José se vino en ristre: Estudiante que estudiáis con arte la ortografía dime: ¿cuál es el animal que pone cien huevos al día y sin calor de su madre revientan al otro día? Estos versitos se pueden catalogar como uno de los tratados más autorizados de La Nigua. Piojos, carangas y niguas: el contexto de una 43


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sociedad patriarcal y primitiva en ciertos aspectos que pretendía verbalizar el mundo que le rodeaba. Sobra decir que de aquellos tiempos quedan como recuerdo las adivinanzas en este ensayo-cuento. Cada asistente, por su lado, preguntaba impertinentemente, por la respuesta a la adivinanza que, Don Pedro había dejado de tarea. Quien la había averiguado no participaba de la solución, también solicitaba silencio y que volvieran a plantear el acertijo para gritar la respuesta. Los niños fomentan su ego dando en el blanco de una adivinanza. Se creen superiores a los demás, por un instante. Otros les saldrán adelante un poco después. Marina, quien cantaba en el coro parroquial, se averiguó, lo más seguro que con un acólito o el sacristán, la respuesta correcta. Habló y dejó callado a Don Pedro. Se trataba del Sacramento de la Confesión. Mamá Susa, con su voz impetuosa, dio curso a la segunda sesión con esta adivinanza, tal vez inventada por ella, en las horas del día: Dos ladrillos, dos palillos, corredores y un sillón; una estrella, dos olletas, dos luceros y un balcón. Tiene su gracia. Es una alegoría que nadie esperaba. Se trata de ¡El Cuerpo! Don Pedro José, furioso, dijo: Conque Usted quiere que hagamos una sesión de adivianzas sobre el cuerpo, pues adivínenme: Juntemos pelo con pelo, donde quiera que lo hagamos, en la cama o en el suelo, siempre quedaremos buenos.

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Inicialmente hubo desconcierto en María Jesús pero logró adivinarle: ¡Los Párpados! De enunciado un tanto subido de tono fue esta otra: Mi comadre en cuatro patas, mi compadre de rodillas, con los cinco mandamientos haciéndole cosquillas. La respuesta es muy ingenua: La comadre es la vaca y el compadre es quien la ordeña con los cinco mandamientos que son los dedos. El duelo estaba al rojo vivo. Mientras tomaba aire, Mamá Susa nos repitió una que todos conocemos desde niños: Entre peña y peña, periquito sueña. Todos respondimos al unísono: ¡El Pedo! Es conveniente aclarar que, en la literatura oral paisa, como en la obra del español Francisco de Quevedo y Villegas, el máximo cultor de la lengua castellana si no existiera Cervantes, los temas escatológicos fueron objeto de muchos homenajes. Entre nosotros, los caldenses, asuntos de éstos hacen parte de la herencia antioqueña: El pedo se llama pedo, el apelativo fo; no es puerco el que se lo tira sino el que se lo huelió. Cuando los niños salimos, la Calle de la Estrella estaba en absoluto silencio por lo que no vimos inconveniente en bajar la cuesta recitando al unísono versos de esa calaña que, grandes y chicos habíamos escuchado en sesiones como la anterior:

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Al que se tiró ese pedo el diablo le metió el dedo, el garrapatero la uña, el marrano la pezuña y un gallinazo culeco le escarbó todo el hueco y con un mechón de artillería le sacaron toda la porquería. ¿Quiere que le cuente un cuento? Que un viejo murió contento en las puertas de un convento tirando pedos al viento. - Dóminus vobiscum - ¡El culo te lo pellizco! Pée el cura, Pée el papa, no va a peer el culo que no tiene tapa. La última retahila rebozó la copa. El Señor Cura se asomó a la ventana. Al otro día habló con nuestros padres. Era muy exquisito. De música clásica para arriba. Y, en este caso, se trataba de palabras de grueso calibre que por ningún motivo podían escucharse a menores aunque los adultos gozaban a diario con ellas. Se sabe que, en muchos pueblos paisas hacían concursos de pedos, como Cosiaca, personaje central de la cuentística antioqueña, prohibida para niños. El tío Francisco se ganaba los concursos de pedo que hacían en San José. Se preparaba comiendo fríjoles con coles y repollo, al por mayor. Pasó lo menos que podía pasar: A Mamá Susa y a Don Pedro José no los invitaron más. Pensaron que esas vulgaridades habían sido enseñadas por ellos, por lo que mejor era suspender el contrato del entretenimiento. La tarea, al final de aquella noche, había consistido en buscar la respuesta de este acertijo: 46


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Una vaca muy negra se metió a la mar, ni a palo ni a rejo la pueden sacar.

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L QUINTO DIA por la mañana nos dirigimos a la cocina grande de la

casa de los abuelos a preguntarle a la tía María la respuesta a la última adivinanza que nos dejó Don Pedro José. Nos sentó a todos para darnos dulce de guayaba en panela que era su especialidad. Cuando bajaba a la finca traía tercios de guayabas, moras, piñas, para hacernos los mejores dulces de nuestra infancia. Luego, tomando aire, nos advirtió: Si quieren divertirse, prepárense para esta noche que allá estaré yo. (Por lo visto, ya le habían solicitado el favor de relevar a los dos pobres incautos). Y agregó: La respuesta de la tarea es ¡La Sombra! pues nadie es capaz de quitarla de su lado. Pero les voy a poner otra tarea para esta noche. Vayan metiéndole cabeza a esta adivinanza que, pasados los tiempos, sigue siendo la más hermosa que haya escuchado: Cuando vivo desterrado en este mundo vil noche y día estoy pensando patria querida en tí. Como insistiéramos en que nos entregara de inmediato la respuesta, ella aprovechó para iniciarnos, extrañamente, en la catequesis de la patria. El pueblo se daba cuenta que tal día era una efemérides patriótica porque la tía María hacía madrugar a la bandera nacional. A las siete de la mañana ya la había puesto a flamear en la ventana central de la casa que mira al Parque. Pero, respecto al poemita anterior, con visos sí y visos no de adivinanza, no soltó prenda. Todo el día tuvimos esos versos en la boca como si fuera un confite. Llegada la noche, en la casa de arriba, nos reunimos en la sala, la tía invitó a sentarnos con las piernas cruzadas y, luego de provocar un silencio expectante, nos lanzó este otro tipo de adivinanzas: ¿Qué es lo que nosotros vemos que Dios no ha podido ver? Mudos. María, sabiendo que nuestra mente no esta para esa clase de acertijos, con el tono de una teóloga paisa, respondió: ¡Otro Dios! 49


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La tía se fue creciendo ante nuestra ignorancia. Entonces, dijo: Vamos con ésta más fácil: Cuando mi padre nació estaba yo viejo en la escuela, y mi madre es mayor que yo y yo soy mayor que mi abuela. La solución nada tiene que ver con el árbol genealógico pero sí con ¡El Humo! Claro que, el humo ya tenía otra adivinanza lo que demuestra que este elemento del paisaje urbano y sobretodo rural llamaba mucho la atención de las gentes como señal de muchas cosas fuera de ser manifestación de fuego. Una casita campesina que no echara humo era señal de abandono y miseria. Cuando la madre nació el hijo ya iba lejos. La candela, forma cotidiana de denominar al fuego, también llamó la atención de nuestros mayores por lo que le hicieron la siguiente adivinaza: Chiquita como un gorgojo y come más que cien mulas en un rastrojo. Lo repetimos: la primera condición para elaborar y acertar con una adivinanza es fijarse en el entorno. Se trata de hacer preguntas sobre los seres que rodean a los interrogados. Por eso, la tía María se vino con ésta: Una señora muy aseñorada con muchos remiendos y ninguna puntada. La respuesta pone huevos: ¡La Gallina!

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Adivinen entonces, nos dijo la tía, este acertijo: Cajita, cajita, de buen parecer, que ningún carpintero la puede hacer. Le dimos vueltas a la respuesta posible sin acertar. Al rato, viendo la sonrisa maliciosa de quien nos veía tanteando una respuesta, nos dijo: No sean bobitos; se trata de ¡El Huevo! Diríamos que en las adivinanzas paisas hay toda una cosmovisión. Oigamos ésta: Chiquita, chiquita, como un ratón, y guarda la casa como un león. Se trata de la Llave del portón de la casa que, en tiempos patriarcales, era de hierro, grande como las llaves de San Pedro. Los asistentes aunque atendíamos, continuábamos repitiendo en secreto: Cuando vivo desterrado en este mundo vil noche y día estoy pensando patria querida en tí. ¿Qué es? La tía María continuó como si no fuera con ella: En el monte verdea y en la casa colea. Para poder adivinar había que haber vivido en cualquier parte de Caldas, en la primera mitad del siglo XX cuando, todavía, los subterráneos de las casas, los zaguanes y calles empedradas eran barridos con la humilde escoba de ramas, generalmente, de verbena. 51


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Volvimos a entusiasmarnos. Gustamos de esa clase de acertijos pero ella, como tomando aire mientras contemplaba el artesonado de la sala, se mostró incómoda porque, según dijo, es mala señal cuando a los niños hay que darles todo molido. Por eso volvió, con aire de docente, a preguntar: Cuando niño, hombre; cuando grande, mujer. Quién iba a pensar que la respuesta a semejante pregunta andrógina era el humilde y sabroso Bolo que, cuando está jecho o adulto, lo conocen como Victoria (o Vitoria). María, la mujer impredecible, extrajo de sus vericuetos mentales la siguiente retahila que, según ella, era una complicada adivinanza: Mi madre me quería matar y Yo maté a Pinto y Pinto, después de muerto, mató a cinco y cinco mataron a diez y no lo adivinaréis por todo el resto del mes. De acuerdo: esta retahila o jerigonza no se respondería ni dándole a uno todos los meses de la eternidad. ¿Qué tiene que ver el tal Pinto, o el intento de la madre asesina, con los Gallinazos o Guales? Cuando le protestamos porque el enunciado despistaba más de la cuenta, nos dijo: Pues si quieren una bien sencilla, adivinen ésta: Come y come y no come nada, con tamaños ojos y no ve nada. Fanny adivinó de inmediato: ¡Las Tijeras!

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Cecilia y Francisco Javier eran los más pequeños del grupo. Tan pequeños que todavía se llamaban entre ellos dos, Alí. Desconocían muchas palabras y sus significados. Cuando se trataba de dar la solución pronunciaban cualquier palabra entre las que ya habían aprendido. Les entretenía el ritmo de los versos y la expectativa del grupo. No aplicaban el conocimiento pero sí la sensibilidad. Las adivinanzas han sido consideradas como la cenicienta de la literatura infantil. Sin embargo, por su brevedad, por la participación comunitaria, por el esfuerzo mental, el espíritu de observación, el ingenio, la memorización, el suspenso, los chispazos de humor, logran mantener en vilo el entusiasmo más que otras formas de literatura infantil. Qué importa que los niños no entiendan los galimatías de los adivinadores. En las sesiones de adivinanzas los pequeños alimentan su imaginación y se distraen. Recordemos que la función lúdica es primordial en el arte y la adivinanza es una forma primaria para el aprendizaje del ritmo. Luego se podría demostrar que, poesía es palabras con ritmo. Los niños juegan. Compiten. Manotean. Se contradicen. Explican. Construyen y autocritican en medio de una milagrosa alegría. La adivinanza sigue siendo uno de los veneros más dinámicos y refrescantes de la literatura infantil en Caldas. Siempre nos ha subyugado el esfuerzo y, a los niños y adultos, las escaramuzas. Al final de la sesión, volvimos a la carga: - Tía, ¿cuál es la respuesta de la adivinanza? Ella la repitía en forma deleitosa: Cuando vivo desterrado en este mundo vil noche y día estoy pensando patria querida en tí. Su voz era como de una exiliada en un mundo hosco. Suspiró, miró a todos cuando detrás de ella estábamos en el zaguán esperando que abriera el portón. Se le fue dibujando una sonrisa antes de gritar con una extraña

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alegría, aun no conocida por nosotros debido a la edad, esta respuesta que le brotaba del alma: ¡La Nostalgia! La Calle de la Estrella estaba sola, como la mayor parte de los días de semana. Recordando que tendríamos que pasar frente a la casa cural, todos nos cubrimos los ojos con unos pañuelos negros como para jugar gallinaciega. Nos fuimos cogidos de la mano, en hilera. Dábamos pasos falsos en el aire, con la inseguridad de quien piensa que va a caer en un abismo. Pero en vez de espanto sentíamos gozo. Gloria empezó a cantar y el grupo la acompañó en el descenso hacia la plaza, esta ronda tal vez de origen aragonés, por aquello de la Virgen del Pilar. (El ritmo de esta composición fue utilizado por las primeras bandas marciales (o de guerra) de los colegios caldenses para marcar el compás de quienes ya iban dejando de ser niños): Estando la Marisola sentada en su vergel abriendo la rosa y cerrando el clavel. - ¿Quién es tanta gente Que pasa por aquí? Ni de día ni de noche Nos dejan dormir. - Somos los estudiantes Que vamos a estudiar A la capillita De la Virgen del Pilar. Platicos de oro, Bandejas de cristal Que se quiten, Que se quiten, De la puerta principal.

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Ante el pesado portón de la Casa de los Abuelos, María, viendo que los adultos habían concluído el ritual del quinto día, nos dijo en voz baja: -A quien no adivine ésta, no le doy de eso en la merienda: Blanco fue mi nacimiento y blanco fue mi vivir, y de verde me vistieron cuando ya me iba a morir. La respuesta demoró el tiempo empleado en servirnos la merienda. Fernando se adelantó a responder: ¡La Mora!, pero inmediatamente le protestamos porque la adivinanza de la mora es: Blanco fue mi nacimiento, colorado mi vivir, y de luto me vistieron, cuando ya me iba a morir. Además, nadie daría moras en la merienda. Risas. Acertamos cuando María nos dijo: Miren los platos. Ahí está la respuesta. Era blanco, ella acababa de desenvolverlo de una húmeda hoja de verde biao: ¡El Queso! Cuando alguien le pedía más, María le respondía: ¡Poquito porque es bendito! Cuando alguno le sacaba del plato al compañero lo que antes le había echado, quien veía lo denunciaba con este estribillo: Dar y quitar, campanas de hierro, por un caminito derecho al infierno. Al salir de la cocina grande, alguien dijo en voz alta: Fósforo fo, ¿quién se peyó? Anita Villegas que en esto llegó, fue a la cocina, 55


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batió el chocolate, le supo a carate y no lo bebió. Enmudecimos cuando vimos a los mayores que dialogaban en el vestíbulo haciéndonos malacara. Claro, se acordaban de la sesión encabezada por Mamá Susa y Don Pedro José. Pobres viejos. ***

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A SEXTA NOCHE resultó inolvidable. Tuvimos la oportunidad única de

escuchar, de viva voz, uno de los clásicos de la literatura paisa, “La Extraordinaria Vida de Sebastián de las Gracias”, por boca de Ezequiel Vallejo, el mejor narrador de semejantes aventuras en el occidente de Caldas. Sebastián de las Gracias constituye el apogeo de la literatura parafolclórica, en el área paisa, entre los siglos XIX y XX. Nosotros, aquella noche, en el inmenso corredor de maderas brillantes, escuchamos absortos a un sobreviviente de tal tradición oral. Había sido, como muchos otros, guaquero, aserrador, constructor y finalmente sacaba un toldo, a la plaza, los domingos para vender sirope con cucas y colaciones con corozo adentro. Aún lo veo flotar, entre las brumas de mi primera infancia, con su rostro de patriarca iluminado por unos ojos azules y una cabellera blanca. La barba le caía al pecho. Sebastián de las Gracias es el nombre del protagonista de un relato demasiado complejo pero plenamente estructurado alrededor de dos ejes: el relato de corte costumbrista (realismo) y el relato fantástico, muy bien ensamblado en aquel. Es imperceptible el paso de un nivel a otro, pudiendo hablarse de realismo fantástico, anterior al cacareado realismo maravilloso del boom latinoamericano. Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Julio Cortázar, García Márquez miraron alrededor, escucharon al pueblo, dejaron hablar a los abuelos y, condimentadas con sus respectivos trucos, les dieron a aquellas invenciones la permanencia de lo escrito. Si consideramos como paisa el eje realista de la “Extraordinaria Vida”, hay que reconocer que muchos de los elementos fantásticos provienen de las literaturas orientales, al estilo de Las Mil y Una Noches y el libro de Calila e Dimna, llegados a España en los baúles de los moros, allí adaptados al nuevo idioma de Castilla como El Conde Lucanor del Infante Juan Manuel para trasladarlos, luego, a América en los labios de conquistadores y colonizadores.

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El relato de Sebastián duraba muchas noches y, como la historia de Scherezada o los capítulos en la televisión, se cortaba en una escena que inquietara a la audiencia avivando en ella el anhelo de no perderse el próximo capítulo, en la noche siguiente. La serie corría a cargo de un experto en el arte de narrar, con excelente vocalización, mímica adecuada, sin la afectación con que cuentas los relatos postizos muchos cuenteros posteriores; poder de convicción, facilidad de recursos como el canto, la trova, el tiple y dueño de habilidades para hacer de bufón y hasta de maromero. Durante el día se metía a escoger en la casa indicada todo lo que fuera a necesitar en el capítulo de la noche. Echaba mano a ollas, cucharas de palo, machetes viejos, mesas, taburetes, jaulas, naipe, barbera, sombreros, tiple, flauta, animales como gallinas y conejos, escudriñando en el patio, la cocina, el subterráneo como se le dice en Caldas a ese entrepiso de tierra polvorienta que frecuentan los niños y las niguas, el zarzo, el espacio oscuro debajo de las escaleras que comunican el primer piso con el segundo, y la pieza de rebrujo (luego llamada de sanalejo y ya desaparecida en los apartamentos modernos por física carencia de espacio). Cinco, seis, siete familias contrataban al cuentero y, en cada casa de esas, con asistencia de las proles e invitados, se celebraba, sucesivamente, la reunión nocturna. Para cada asistente había merienda y para el cuentero, comida todo el día, cuerdas para el tiple, tabaco y algunas monedas. Al terminar la tanda, una mecha de ropa, antes de emigrar con su relato a otra parte. En el occidente colombiano fue un auténtico mester de juglaría. Entrada la noche, los niños ocupaban el círculo más próximo al cuentero; detrás, las señoras, muy orondas en los taburetes de vaqueta; las señoritas, distraídas y dispuestas a correr a la cocina o a cuchichear con sus pretendientes y, en los bultos de maíz y fríjol, en las enjalmas y sobre los arrumes de leña seca, se ubicaban los varones. Una pirámide generacional.

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El Maestro quindiano Euclides Jaramillo Arango refiere que, había dos maneras de contar la Extraordinaria Vida de Sebastián de las Gracias: una en prosa y otra en verso. El asistió a las dos. En el novenario de la Abuela difunta, los nietos y otros niños asistimos al relato en prosa adaptado para una noche, queriendo decir con esto que, Don Ezequiel Vallejo suspendió las trovas y las infinitas ramificaciones de sucesos reales y fantásticos con la parafernalia que se le ocurría en cada ocasión (Con la reconstrucción que intentó hacer el gran folclorólogo quindiano, en prosa y en verso, se hizo merecedor a la Mención de Honor en el Concurso de Cuento Infantil Enka de Colombia 1977). Sebastián era un muchacho campesino, medio vago, al que no le gustó el trabajo material sino tocar el tiple. Pidió la bendición a sus padres y se marchó de la casa. Anduvo por caminos apenas abiertos entre la selva, aguantando hambre, alimentándose de la caridad de los colonos que, si mucho, habían abierto un claro en el monte. Apenas estaban germinando las aldeas alrededor de la fonda. En una de aquellas andanzas, entre árboles milenarios, encontró un castillo en el que moraban dos hermosas mujeres, Agraciada y Leonora, que un genio maligno había raptado y encantado para que vivieran en su palacio. Sebastián se enamoró de Agraciada, y, como regalo le daba unas hermosas serenatas que ponían nerviosa a la joven pues el genio podía llevarla, como castigo, a la Gruta del Más Allá. Dicho y hecho: el genio del mal se dio cuenta y se llevó a las muchachas a habitar en dicho lugar. La Gruta del Más Allá, como puede suponerse, quedaba bajo tierra, en una dirección ignorada y rodeada de las peores medidas de seguridad. Comenzando porque la boca de la gruta estaba cerrada con una roca de sesenta mil toneladas que, como si eso no bastara, estaba a toda hora vigilada por un jabalí. Pero, Sebastián no se amilanó. Se hizo amigo de los animales del monte después de una equitativa repartición que hizo entre ellos de la presa que habían atrapado pero que no llegaban a un acuerdo sobre la forma de dividirla sin que los demás quedaran agraviados. Al seguir el camino llegó a otro reino donde Su Sacra Majestá, viéndolo tan apuesto, tan avispado y tan buen trovero, quiso darle, como esposa, a una de sus hijas. Sebastián prefirió la prisión a traicionar el amor de Agraciada. En la cárcel recibió la visita de una mirla, si no estoy mal, a la que refirió su dolor. El ave quiso ayudarle pues el asunto era supremamente difícil. El rey exigía que le trajesen un guante de la mujer de quien estaba enamorado Sebastián pues era 60


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imposible que fuera más hermosa que su hija. La mirla, después de innumerables peripecias trajo el guante y el rey, desconsolado, dedujo que era hermosísima. Así y todo, el rey no se daba por vencido. Le puso otra prueba a Sebastián para libertarlo: que le presentase un retrato de Agraciada. En esta ocasión, las que vinieron en auxilio de Sebastián fueron las hormiguitas que penetraron por una rendija de la puerta, recorrieron el palacio, llegaron, por fin, al aposento de las jóvenes, hablaron con Agraciada y retornaron, entre descomunales esfuerzos debido al peso de la joya, con un relicario de oro en el que lucía el retrato de la princesa encantada. El rey, a regañadientes, tuvo que resignarse y lo soltó. Como si fuera un dios griego, tocó la flauta que le había obsequiado un león y aparecieron, en una hilera interminable, todos los animales dispuestos a servirle. Esta vez intervino el conejo que lo condujo a la Puerta de la Gruta del Más Allá. Con sagacidad mató al jabalí y de su cerebro extrajo dos piedras con las que, al frotarlas, abrió la puerta. Atravesó ríos, bordeó precipicios, superó inesperados contratiempos, hasta llegar al castillo encantado. Habló con las dos princesas cautivas pero Agraciada se la puso muy cuellona: el poder del genio maligno residía en el corazón de una paloma que habitaba dentro de un venado, en los bosques del rey Pancracio. Vuelven a ayudarle los animales, sus aliados, mata al venado pero se escapa la paloma. Un gavilán sirvió de intermediario para entrevistarse, en el pico de una montaña, con el Aguila Real y, volando sobre ésta más de treinta días, desde cuyas alturas divisó los más variados paisajes y ciudades, dio al fin con la paloma, desencantó a las princesas pero, como no faltan los inconvenientes, en ese momento ya estaban comprometidas en matrimonio las dos muchachas, por orden de sus padres. Sebastián ingresó al palacio real, le cayó a los suegros, hizo alarde de sus dotes de tiplero y trovador y, entre bailes, comidas, bebidas, se celebraron las bodas y tornabodas que duraron treinta días. No se me olvida que el viejo terminó la larga “historia” de Sebastián de las Gracias con el consabido: - ¡Chito, chito, chito, que aquí el cuento finiquito! Como si hubiéramos sido invitados a uno de tales banquetes reales, Don Ezequiel concluyó repartiendo, entre los asistentes, colaciones de colores

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con corozo adentro y pandequeso del que él hacía para vender en su toldo los domingos. Ya en la Calle de la Estrella, nos separamos en dos grupos para entonar dialogado un romance que aprendió mi abuela cuando aún vivía en Neira. Tiene un bello comienzo y un escabrozo final: - Barquero, ¿querés pasarme al otro lado del mar? - ¿Si te paso, niña hermosa, si te paso, ¿qué me das? - Te doy mis alhajas de oro, mi pulsera y mi collar. - ¡Eso es poco, niña hermosa, Eso es poco, ¡quiero más! - ¿Qué quieres pues, barquerito, para poderme pasar? - Un besito de tu boca, de tus labios de coral. La niña le dio el besito y el barquero la pasó. - Adios, barquerito lindo. - Adios, mi chinita, adios. La niña salió corriendo y a su mamá le contó que un atrevido barquero en su boca la besó. La madre salió corriendo y al alcalde le contó que un atrevido barquero a su hija la besó.

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El alcalde salió corriendo y en la plaza lo encontró, lo cogió de las orejas y a la cárcel lo metió. *Ver partitura 6*

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A SÉPTIMA NOCHE fue para Chucho. Chucho Vásquez recorrió,

arriando mulas, en infinidad de ocasiones, el Camino Real que unía a Medellín con Cali y Popayán, por el occidente de Caldas. Cuando decidió anclar en puerto, de una vez por todas, lo hizo en ese caserío que se llama San José. Allí se dedicó a barrer guacas y, al final de sus años, a blanquear casas y pintarlas, uniformemente, de verde aguamarino. Un día mi padre le recomendó que cambiara de oficio pues, todos los que escogía, eran oficios de pobre y pobre iría a morir. Chucho se enfureció porque, como lo aclaró él mismo, le había dolido muchísimo que alguien le hubiera hecho ver la verdad. Trataba a papá Daniel, a pesar del incidente, con respeto y cariño. Por esto, cuando lo invitó a que fuese a entretener a los niños mientras los adultos rezaban a las ánimas, se sintió tan halagado como Don Ezequiel. Chucho inició con una observación que aun tengo fresca: Cuidado, muchachos, porque en este pueblo los acontecimientos más ciertos se vuelven mentiras. Cuando conversaba daba la sensación de que él era el primero en creerse los embustes. Contó que, un día, cuando venía por Supía rumbo a Cali, se detuvo en uno de esos festivales pro-templo que realizaban en toda parte. Comida, música, trovas y rifas. Alguien se encargó de rifar cuatro marranos al dado. A un parroquiano se le ocurrió decir: si me gano esos animales saco de penas al Espanto de Hojas Anchas, aunque no sabía cómo lo haría. El Espanto era un esqueleto que, cuando reía, echaba candela entre los dientes. Pues, ese fulano se ganó los marranos pero, cuando se los estaban entregando, los marranitos echaron a correr para el monte. El nuevo dueño, mientras los perseguía tuvo la ocurrencia de invocar al Espanto. De un momento a otro notó que ya no corría detrás de los cerdos sino del mismito espanto. El esqueleto se detuvo al pie de una mata de hojas anchísimas, trazó unas cruces en el aire y de inmediato se abrió el tronco de la mata. Dentro empezó a brillar un tesoro. El espanto dejó de echar candela y le dijo al caballero que podía agarrar aquellas riquezas. Como el fuerte de Chucho Vásquez eran los relatos de mitos y leyendas, continuó con la Madremonte que era una mujer dedicada a la protección de la naturaleza con sus animales. Unos cazadores le cortaron la pata a un 65


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animal que llegó quejándose donde ella. Ella se enfureció, fue y mató a los cazadores que iban cargados de muchos animales muertos. La Patasola de Apía, una muchacha que le pegó a la mamá y por eso fue castigada quedando coja de por vida y, desde entonces, se alimentaba de caracoles. El Pollo del Aire manifestación de un alma en penas; el Pollo Maligno enloquece a los campesinos por no ubicar en dónde pía; las ocurrencias del cruel Bermúdez con su manía de poner a sufrir los animales hiriéndolos y untándoles sal en las heridas por lo que padeció muerte atroz; la mula de tres patas; el gigante Sombrerón, de capa negra, que pasaba sin hacer ruido por la Calle Real, al amanecer; de ahí que nadie pudiera asomarse a las ventanas de noche; el Mohán que rapta las mujeres embarazadas; la Llorona que roba a los niños recién nacidos para alimentarlos con una teta que tiene en la espalda; el Duende de cada región por donde había pasado el cuentero pero que, todos coincidían en definirlo como un ángel rebelde que al quedar extraviado en esta tierra, le dio por mortificar a los cazadores, a los tumbadores de monte y a enamorar muchachas bonitas. Refirió, por primera vez en nuestras vidas, la crónica sobre una linda muchacha desobediente que se fue sin permiso a un baile, allí se enamoró de un negro bien plantado y elegante, pero la alegría le duró hasta cuando, contemplando de arriba a abajo al tipo ése, le divisa, en vez de pies, dos feas pezuñas: era ¡el Diablo! Los relatos los concluía con alguna de las fórmulas rituales que se estilaban para rematar cada historieta, como ésta: - ¡Vieja pelleja, aquí acabó la conseja! Colombia, en el siglo XIX y parte del XX, se comunicó ante todo por el río Magdalena y los caminos de herradura. A lo lejos silban los arrieros. Estos eran hombres de muchos caminos a pesar de especializarse en trasegar por uno. Conocían las distancias, las fondas, los caseríos, sus habitantes, los colegas, las muladas, las aguas reparadoras y los peligros. Chucho viajaba de norte a sur pero también había frecuentado el camino que comunicaba a Bogotá y Manizales con el Chocó por donde se iba con mercancías y se esperaba regresar con oro. Si el oro era escaso no sucedía lo mismo con los relatos que abundaban y que se fueron quedando esparcidos en la memoria y la imaginación de los habitantes del camino de regreso. Así, fuera de los manantiales antioqueños, caucanos y tolimenses, 66


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no se puede descartar el venero chocoano en la literatura infantil oral del Viejo Caldas. Según Chucho Vásquez quienes le transmitieron, por Santa Cecilia (Pueblo Rico) el mito de la Sierpe fueron Jesús Antonio Castillo y Griseldina Mosquera y el relato es así: La Sierpe es una culebra que existe en las cabeceras de las quebradas. Con el paso del tiempo esta culebra va creciendo, la alimentación la busca cerca del agua y de vez en cuando sale del charco a capturar animales propios de la montaña. La Sierpe está escondida y por sus poderes especiales sabe cuando un humano va por sus lados y no permite que la vea. El charco donde se encuentra es de aguas oscuras y tenebrosas, rodeado de vegetación y hay cierto misterio en torno a él. A medida que crece la culebra, con su cuerpo va agrandando su vivienda; es entonces cuando los habitantes de la región ven bajar las aguas sucias de las quebradas. Pasado el tiempo y cuando siente el llamado del mar, que ocurre con un aguacero interminable, la Sierpe estira su cuerpo gigantesco en la boca del charco y allí permanece por muchas horas. Las aguas se van represando y forman una masa contenida. Retumban los rayos y las centellas que anuncian una ensordecedora y ruidosa tempestad. Es el momento de la Sierpe para salir estirando su cuerpo. Es arrastrada por las aguas desbordadas y con ruido ensordecedor baja en avalancha de volcán, arrastrando cerros y laderas y llevándose consigo lo que está cercano de la orilla de la quebrada. Es la Sierpe que se acerca. Allí va como un barco piloteado por un diablo: dos ojos llameantes que se dirigen a uno y otro lado; un cuerpo cilíndrico y escamoso se mueve amenazante y su cola chapotea con estruendo las aguas y su viento ladea casas, árboles y palmeras levantando hojas y torbellinos... La Sierpe va bajando y tan solo el más anciano, el más sabio puede verla. Al día siguiente, el paisaje desolado, los puentes caídos, las laderas erosionadas y el relato del anciano son los testigos del paso de la Sierpe, que estará en esos momentos en las profundidades del mar, como un monstruo más de los muchos que habitan en el lejano océano. La Sierpe es un mito cosmogónico que trata de explicar el origen y mensaje desolador del agua turbia de los ríos, la penumbra inquietante de los charcos, las empalizadas y avalanchas constantes, los aguaceros 67


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interminables, la agresividad infinita de los elementos, el papel como guía del sabio de la tribu ante la imposibilidad del hombre corriente para develar los misterios. Sobra advertir que a partir de esa noche, los huracanes con el eco de la tronamenta que en el occidente de Caldas se escucha proveniente del Chocó desvelaba a todos los que habíamos tenido oportunidad de escuchar el mito de la Sierpe. Los relámpagos en la noche eran, para los niños desvelados, los ojos penetrantes de la Sierpe destellando por las rendijas de las maderas de puertas y ventanas. El ventarrón nocturno equivalía a los envites de la Sierpe con penetrar en nuestras habitaciones. Ruidos de animales en los zarzos de las casas de bahareque provocaban el llanto en quienes tenían, muy fresco, el recuerdo vivaz de estos relatos. Con esos relatos mitológicos unos y legendarios otros, el arriero jubilado enfrentaba a los niños con el miedo, el pavor, la maldad, el abandono, la soledad, las dificultades y la muerte. Característica de la literatura infantil es, según este mostrario, explorar los sentimientos y emociones que alberga el alma humana. Los antropólogos, folclorólogos, sicólogos y siquiatras no han buceado a suficiente profundidad en esta clase de relatos tan nuestros, poblados de madremontes, mohanes, gritonas, barbacoas, patasolas, lloronas, hojarasquines, ánimas, curas sin cabeza, caballos de tres patas, pollos malignos, brujas, muchas brujas, duendes y espantos, motivos de nuestros desvelos y pesadillas infantiles. De nuestras pesadillas como individuos y como pueblo. En esos mitos, alegorías y engendros, anidan muchas razones de nuestras sinrazones aparentes. ¿Por qué los niños sienten inclinación malsana por los relatos que causan pavor y los adultos son proclives a las malas noticias? En este campo operan la teoría aristotélica de la catharsis o desahogo y de la ley de lo semejante. Similia simílibus curantur, decían los romanos. Lo semejante se cura con lo semejante. ¿Será el miedo la contra del miedo así como el antídoto del veneno es otra dosis de ese veneno? Tal vez en el comportamiento infantil repunte la explicación de quienes pagan para 68


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entrar a una película de terror o se atreven a montar en la montaña rusa. Por lo visto y oído, el miedo, en la literatura infantil y en la vida real, ha sido un poderoso instrumento de dominación. En los relatos contados por viejos que hicieron el tránsito entre los siglos XIX y XX, en Caldas, unos protagonistas quedan arañados, otros, “helados” y algunos con convulsiones. Rayando el año de 1910, por los lados de La Esmeralda, en el municipio de Risaralda, una muchacha se revolcaba y decía que se iba a vivir con el duende. La familia la encerraba en un cuarto pero el duende empezaba a tirar piedras en tal cantidad que tenían que soltar a la muchacha ante la posibilidad de quedar sin techo. Salía corriendo para el monte de donde regresaba, a los días, arañada y la ropa vuelta jirones. Lo bueno era que Chucho Vásquez, para narrar bien la anécdota, se tiraba al suelo y se ponía a echar babaza, como esa muchacha. Y comentaba: Así tiene que ser para que le crean a uno. Cambiaba de voz de acuerdo con el personaje que hablara y, como buen arriero que había sido, atropellaba, inmisericorde, al pobre castellano pero, en retribución, dotaba de maravillosa vivacidad a la expresión. El justificaba ese maltrato diciendo orgulloso: No hacerlo así sería como servir sancocho en fuentes de plata. Para concluir, Chucho recitó el poema El Duende de Tatinez, versificador riosuceño, y que trajo en su memoria Chepe Ramírez el oficial que consiguió el Padre Jesús María Gómez para la construcción en cemento del tempo parroquial: “Voy a contarles la historia/ lo que en Riosucio pasó/ que a un muchacho travieso/ el duende se lo llevó.// Esta historia que les cuento/ en San Antonio pasó/ o sea en una vereda/ que tiene la población.// Un viejito chiquitito/ por cierto muy sombrerón/ le mostraba al muchacho/ bolas, trompo y un balón,/ para llevarlo engañado/ por montes de esa región;/ y así lo fue envolatando/ al muchacho aquel bribón/ hasta llevarlo muy lejos/ donde nadie da razón.// Fueron muchas esas lágrimas/ que la madre derramó/ al saber que su muchacho/ el duende se lo llevó.// Había que coger al duende/ para que diera razón/ en dónde llevó al muchacho/ con engaño aquel bribón.// Consultada fue una bruja/ que vuela por la región/ para que ella nos dijera/ donde encontrar al sombrerón.// Luego, la bruja nos dijo/ con un colmillo pelado/ que a duendes los han cogido/ con un tiple destemplado;// Ese tiple que la bruja/ la bruja 69


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recomendó/ en un árbol de ese monte/ destemplado se colgó,/ para coger enredado/ de las cuerdas al bribón.// Cuando llegada la tarde/ de un día de esos ya pasados/ en las cuerdas de ese tiple/ estaba el duende enredado.// Al preguntársele al duende/ que en dónde tenía al muchacho/ nos contestó muy sonriente/ que allá arriba en el picacho.// Y cuando nos señaló/ la roca de aquel lugar/ se nos desapareció/ en medio de una humareda/ sin saber donde fue a dar.// Cuando subimos la altura/ por el duende señalado/ dentro de una cueva oscura/ estaba el niño acostado.// Esto le puede pasar/ al hijo desobediente/ que sin permiso de los padres/ a los montes van sonrientes”. Al abandonar aquella noche la casa de arriba, ya en la calle, a las niñas que nos acompañaban les dio por entonar una tonada infantil menos amedrentadora que los relatos costumbristas de esa noche. La Pastora es una cancioncilla que por temática y melodía parece estar de acuerdo con el esquema ingenuo y preconcebido de lo que es propio para niños, sin embargo es un relato adornado con un injustificado gaticidio: Había una pastora, larairalailarito, había una pastora cuidando un rebañito. La leche de sus cabras, larairalailarito, la leche de sus cabras le daba un buen quesito. El gato la miraba, larairalailarito, el gato la miraba con ojos golositos. Si tú metes la pata, larairalailarito, si tú metes la pata te doy con un palito.

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El gato la metió, larairalailarito, el gato la metió y ella lo mató. Se fue a confesar, larairalailarito, se fue a confesar con el padre Benito. !Ay, Padre, yo me acuso, larairalailarito, !Ay, Padre, yo me acuso que yo maté un gatico! De penitencia doy, larairalailarito, de penitencia doy que me des un quesito. *Ver partitura 7*

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A OCTAVA NOCHE, papá Daniel invitó a Francisco Eladio Clavijo, el

popular Pacho Puto. Pacho, envuelto en esa ruana que no le puede faltar, entró recitando: Va cacho, yo que me agacho; caremula, carevaca, carecaballo. Esto fue lo que sucedió en Granada; me atienden o no les cuento nada. Empezó explicándonos que cacho era una anécdota corta en la que el protagonista va por lana y sale trasquilado. En esto se distingue del cuento corriente. Las pasatas o pasadas narran lo que pasa pero que presenta cierto dato curioso digno de mención, como la pasata del sabio, muy popular en el occidente de Caldas, a comienzos del siglo XX. Había una vez un sabio en el Chocó que llamó a dos bogas para atravesar el caudaloso río San Juan. Todavía en la orilla les preguntó con cierta petulancia, si sabían sumar, leer y escribir. Los bogas le respondieron con timidez: - No sabemo sumá; no sabemo leé; no sabemo ecribí. Alzando los ojos al firmamento, repuso el sabio: - Habéis perdido las tres cuartas partes de vuestras vidas! En mitad del río, una borrasca inesperada arrastró la embarcación. Los bogas le preguntaron con cierto tonito burlón: - Sabio: ¿sabé nadá? El sabio les respondió mientras se ahogaba: - Noooooooooo. Los dos bogas, mientras braceaban hacia la orilla, le repusieron: - ¡Habéis perdido las cuatro cuartas partes de vuestra vida! Que en el occidente de Caldas se cuente aún la anterior pasata no deja de ser interesante porque confirma una premisa ya expuesta en páginas anteriores: Las tradiciones folclóricas inmediatas de los caldenses no parten de uno sino de los cuatro puntos cardinales: Antioquia, Cauca, Tolima y Chocó. Somos tierra de integración y confluencia de caminos 73


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culturales. Cómo desperdiciar u ocultar semejante legado ? Lo malo está en que desaparece ante la avalancha de los medios de comunicación masiva, la incomunicación debido a ellos entre los integrantes de las familias, el silencio forzado o la muerte de los informantes. Otra pasata de origen chocoano que nos refirió Pacho, en la octava noche, fue la siguiente: En un camino del Chocó se toparon un enano y un caminante. Preguntó el enano: - ¿Para dónde vas? - Para Popayán, si Dios quiere o si no también, respondió el caminante. El enano vio cuando el caminante se convirtió en sapo y se lanzó a un charco a gritar: - ¡Corroscoscós, Corroscoscós, Corroscoscós! Pasado un buen tiempo volvieron a encontrarse en el mismo sitio el enano y el caminante. El enano volvió a preguntar: - ¿Para dónde vas? El caminante, muy desanimado, le repuso: - Para Popayán, si Dios quiere o si no… al charco. Las adivinanzas son desafíos verbales; los poemas, ejercicios de memorización y ritmo; las canciones fomentaban el entusiasmo y la musicalidad de las palabras; los relatos costumbristas, las respuestas a los más variados sentimientos; las pasatas buscan animar al auditorio que rubrica el final con una vibrante carcajada. La literatura infantil como oportunidad placentera. Cuando la primita Vilma le preguntó a Pacho cómo hizo el caminante para abandonar su apariencia de sapo, esa pregunta generó el relato improvisado de otra pasata. Pacho era experto tejedor de historias cortas. Sabía redondearlas. Uno intuía que empezaba una fábula de su

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propia cosecha porque absorbía por la nariz más aire del corriente; una porción que le hinchaba los pulmones y le hacía arder la imaginación. Al referirle que habíamos escuchado la Extraordinaria Vida de Sebastián de las Gracias, comentó que no concluía con el matrimonio de Sebastián y Agraciada pues ellos tuvieron un hijoque era andariego como el padre. También se llamaba Sebastián: Ya se aleja Sebastián a lo alto de la montaña porque ya se va su hijo, el hijo de sus entrañas. Qué bonita casa de teja, qué bonito el que la hizo, que por fuera está la gloria y por dentro el paraíso. Pacho fue muy recorrido en su juventud. Contó que, en una hacienda por los lados de La Virginia, en el Valle del río Risaralda, un señor muy rico, padre de dos hijos sinvergüenzas, y pensando que pronto iría a morir, repartió sus bienes entre ellos recomendándoles que le pasasen a él lo necesario mientras llegaba su último día. Se llamaban Mellizo y Ramón. Deslumbrados, pusiéronse a malgastar la herencia. Creyeron que el dinero les daba derecho a hacer lo que les diera la gana. Llegaban a casa al amanecer, haciendo tiros al aire. Un día, Mellizo y Ramón encontraron a su padre asoleando montones de libras esterlinas. A cada uno, por separado, dijo, en secreto, que ése era su entierro, y lo dejaría a quien arreglase su vida. Los dos hijos, por puro interés, se hicieron buenos y empezaron a llevarle mercado por bultos. Hasta le regalaron zapatos y sombrero de fieltro, de esos que tienen, al lado izquierdo, la pluma de un pajarito. Así de bien hasta la muerte del viejo. Respecto al famoso entierro, Mellizo y Ramón todavía lo están buscando porque sucedió que esas libras esterlinas no eran del padre pues todo, en mal momento, lo había entregado a sus hijos, sino que eran de Bartolito, un buen vecino que, viendo sufrir al pobre viejo, se las había prestado para que los sinvergüenzas esos, al observar cuando las asoliaba, pensaran que también podrían ser suyas. Como en “El Conde Lucanor”, del Infante Juan Manuel, (siglo XIV), este 75


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apólogo paisa contaba con su moraleja: a los viejos les aconsejaba no entregar la herencia antes de haber muerto y a los menos viejos enseña que la astucia es más poderosa que la ambición. Pedro Rimales, (Urdimalas o Urdimales, como en verso de J.A.Silva), personaje de origen español, logró adaptarse a su nuevo hábitat cultural hasta volverse un paisa de siete suelas. Era protagonista de textos orales de carácter escatológico, de un tonito tan subido como un pañuelo raboegallo. El mejor representante de la picaresca antioqueña, adaptado muchas veces para sesiones infantiles. Un día, Pedro Rimales quiso divisar el mundo desde la torre parroquial. Subió y subió muchas escaleras de madera hasta cuando, arriba, en el instante en que iba a salir al corredor desde donde se divisa el más bello de los mundos, fue obligado por alguien que estaba escondido, a matar un caballero que, embelesado, contemplaba valles, montañas, pueblos, nubes y ríos. Pedro Rimales, que no era ni tan mala persona como cuenta la gente, prefirió lanzarse al vacío para no tener que cometer semejante crimen. Cuando dio el salto, despertó, y era que se había caído de la cama. Pedro Rimales estaba al servicio del rey pero la reina no lo quería porque él se había enamorado de la princesa. Buscaba deshacerse de él pero no lo lograba. Pedro Rimales hizo un roto entre su cuarto y el de los reyes para escuchar los trucos con que la reina quería expulsarlo. Una prueba fue ésta: la reina propuso al rey que obligara a Pedro Rimales que amansara, bañara y dejara tan contentos a unos potros cerriles que, a pesar de ser animales, se rieran de felicidad por lo que les había hecho Pedro Rimales. Este se preparó desde la misma noche con las sogas, el jabón y un cuchillo. Al amanecer se acercó al rey y le dijo: - Su Sacra Majestá, ¿cuál es la tarea para hoy? - Vea, Pedro: coja aquellos potros sin domar, los baña, cepilla y organiza de tal forma que, por la tarde se pongan a reir por lo que les hizo. Pedro Rimales los enlazó, los amarró en un horcón, los brilló y, al final, les cortó las jetas con el cuchillo y les untó sal en las heridas. Se dirigió a los reyes y les comentó: - Ahí tienen a los potros con los dientes pelados (muertos de la risa) por lo que ustedes dijeron que les hiciera. Les había salido adelante.

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No había forma de sacarlo de la corte. Otra noche, en el lecho, la reina comentó al rey la manera de acabar con Pedro Rimales. - Vámonos con él hacia los acantilados de donde se divisa el mar. Por la noche, cuando esté dormido lo cogemos de pies y manos y lo lanzamos al agua desde la altura. Pedro Rimales oyó lo que le iba a pasar. Viajó con los reyes y por la noche se acostó al lado de ellos, como ellos le ordenaron. Cuando los reyes se durmieron, Pedro Rimales cambió de lugar, corrió la reina para un lado y se acostó al lado del rey. A media noche, a la señal convenida por el rey y la reina, entre Pedro Rimales y Su Sacra Majestá lanzaron al mar a la reina. Poco después el rey tuvo que convencerse que jamás podría desterrar de la corte a Pedro Rimales. ........ John Churchill Marlborough (Marlbró), militar inglés que tomó parte en la Guerra de Sucesión Española, en el siglo XVIII, fue eternizado en la canción infantil “Mambrú” que nosotros, exaltados por el ánimo que Pacho logró infundirnos en aquella tanda, nos pusimos a cantar cuando salimos de la casa. Lucíamos gorros improvisados de papel periódico y espadas de madera para descender la calle marchando con ritmo burlesco: Mambrú se fue a la guerra, qué horror, qué horror, qué pena, Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá. Do re mí, do re fa, no sé cuándo vendrá. Si vendrá por la Pascua, qué horror, qué dolor, qué pena, si vendrá por la Pascua o por la Trinidad. Do re mí, do re fa, o por la Trinidad. La Trinidad se acaba, qué horror, qué dolor, qué pena, 77


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la Trinidad se acaba, Mambrú no vuelve más. Do re mí, do re fa, Mambrú no volverá. Que Mambrú ya se ha muerto, qué horror, qué dolor, qué pena, que Mambrú ya se ha muerto, lo llevan a enterrar. Do re mí, do re fa, lo llevan a enterrar. La caja era de oro, qué horror, qué dolor, qué pena, la caja era de oro, la tapa de cristal. Do re mí, do re fa, la tapa de cristal. Encima de la tapa, qué horror, qué dolor, qué pena, encima de la tapa un pajarito va. Do re mí, do re fa, un pajarito va. Cantando el pío-pío, qué horror, qué dolor, qué pena, cantando el pío-pío, cantando el pío-pá. Do re mí, do re fa, cantando el pío-pá. *Ver partitura 8*

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A NOCHE FINAL del novenario pudo bautizarse como La Noche de los

Animales. Papá Daniel consiguió que Jesús María Jiménez, el abuelo materno, nos deleitara con sus cuentos de Tío Conejo, el Gato con Botas y otros habitantes de nuestra fauna literaria. Cuentos que, en su tienda de abarrotes que poseía al frente de la plaza, intercambiaba, en tardes de ocio, o mientras medía la sal, el maíz, los fríjoles, el arroz, con sus clientes del pueblo y del campo, sentado sobre las enormes trojas de madera que, cuando estaban vacías, sus nietos, contra su voluntad, escogíamos como escondederos. Una tarde corrí de la calle a esconderme de mis compañeros; papito Jesús y unos amigos suyos se sentaron encima de ese gigantesco mueble y, allí dentro, tuve que aguantarme todo el rato que permanecieron sentados encima escuchándoles la interminable conversación, sin hacer el más leve movimiento. Pensé que había llegado el fin (a veces pienso que ellos sí sabían que yo estaba adentro). Fue la última vez que entré en esa alacena pesada, alta y larga como un ataúd. EL GATO CON BOTAS: Crecí y viví con la creencia de que este cuento era de un colombiano anónimo y sumamente avispado. De nada servía que leyera, de cuando en vez, que su autor fue Charles Perrault (Francia, 1628-1703). El responsable de esta equivocación fue el Abuelo materno quien, la noche final, apareció como una visión estrambótica, arriba, en el segundo piso, vestido como un caballero del siglo XVIII, de botas de cuero, un sombrero de ala ancha y una pluma de pavo encima, un sable que encontraron en el tronco de un árbol, por la Hacienda Agualinda, y que según rumores se trataba de un arma dejada ahí por algún combatiente de las guerras civiles. Empezó narrando que un campesino dejó de herencia al hijo mayor una finca sembrada de café y plátano, con monte para la leña y potrero para el ganado; al siguiente hijo la casa y el entable para lavar y secar el café pero al hijo menor no le dio más que un gato. Este muchacho se sintió estafado pero el gato lo animó diciéndole que no lo despreciara porque iría a convertirlo en el heredero más rico y afortunado del mundo.

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A partir de ese momento, el Abuelo se puso una máscara de gato avispado, con sus bigotes al aire y empezó a contar las travesuras de ese animal. Primero lo puso a cazar conejos para llevarle a Su Majestá a nombre de su amo, el “Marqués de Carabrás” como inventó el gato para referirse a su pobre amo. Al otro día se fue a cazar tórtolas que también llevó al Rey a nombre del “Marqués de Carabrás”. Como a los dos meses de estar llevándole presentes al Rey a nombre de su dueño, el Gato con botas se ingenió el incidente en el que su pobre amito se hacía el que se estaba ahogando en una quebrada y el Gato se pone a gritarle al Rey que auxilie a su amo “el Marqués de Carabrás” que estaba a punto de perecer. Su Majestá lo salva, lo invita a subir a la carroza y es allí en donde la hija del Rey se enamora del muchacho. Luego, el Abuelo se inventó otras aventuras fraguadas por el Gato para tratar de hacerle ver al Rey que el tal “Marqués de Carabrás” era el mejor partido para su hija. Campos, sembrados y cosechas aparecían como propiedades del amor del Gato. Uno de los mejores momentos en este relato fue aquel en que el Gato entra al castillo del ogro que era la persona más rica de esa región; el ogro le confiesa que tiene el poder de convertirse en cualquier animal y cuando el Gato le propone que se convierta en ratón y el ogro lo hace, el Gato, como lo haría cualquier gato, se lo traga. Todos aplaudimos porque siempre en los cuentos infantiles la injusticia causa descontento y las muestras de astucia son aplaudidas. En esta ocasión, el Gato con botas continúa cosechando éxitos ante el Rey, su amo y el público infantil que se había congregado en la casa de arriba, la última noche del novenario. Como el ogro ya no existía porque el Gato había dado buena cuenta de él, y el hermoso castillo estaba desocupado, el Gato tomó posesión momentánea de él e invitó al Soberano del Reino a visitarlo. Para esa escena el Abuelo Jesús María escogió, entre los asistentes, al que iba a actuar como Rey, la Hija del Rey, el Marqués que siempre ocupó un lugar discreto y dos o tres lacayos para llevar las colas de las capas reales. Esas capas no eran más que sábanas y colgaduras de la sala. 81


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Cuando la corte entró al castillo, el Gato saludó con estas palabras: Bienvenido Su Majestá al castillo de Su Excelencia, el Marqués de Carabrás. El Rey maravillado y sorprendido, pidió solemnemente la mano del Marqués de Carabrás para su hija. El Marqués aceptó y ahí mismo se celebró el matrimonio. Todos los niños nos pusimos de pies a aplaudir a los novios y sobre todo a un Gato tan avispado. Pasados los años me he puesto a pensar si la puesta en escena del Gato con botas, por parte del Abuelo, se podía tomar como literatura infantil o no. He examinado el conjunto de elementos, factores y circunstancias, para concluir que la metodología utilizada por el viejo contaba con los requisitos que Rocío Vélez de Piedrahita, teórica de este género, sintetiza para que se pueda hablar en propiedad de literatura infantil. Lo que contó el Abuelo aquella noche era un relato claro, ágil y corto. El diálogo era frecuente, con frases que transmitían ideas completas y comprensibles. La acción era continua, variada y creaba suspenso. Había dosis elevada de imaginación, en la selección de un animal que hablaba, de personajes grotescos como el ogro, de situaciones posibles como la intervención del señor rey e imposibles como el banquete que se dio el Gato con el ogro convertido en ratón. El relato estaba dotado de fuerte dosis de humor y de poesía. ¿Cómo apareció el Gato con botas en el Viejo Caldas? En la sociedad estable de antes, los abuelos recopilaban relatos que narraban luego, a sus nietos, con su vivaracho estilo. En todos los pueblos hubo bibliotecas selectas en poder de maestros por vocación, de uno que otro médico, jurista o cura ilustrado, de tinterillos y amanuenses y una selección de empedernidos lectores. No era extraño leer a Perrault y otros autores en el francés original. Mi profesor de ese idioma, en Apía, acrecentaba cada día su antología de autores franceses traducidos, por él mismo, al español, con sobrada sensibilidad. Cuando cursábamos sexto (o undécimo ahora) pusimos en escena varias obras de Moliere en las traducciones de José Muñoz. En tiempos ancestrales había menos volúmenes que los que se editaron luego pero eso sí: más y aprovechados lectores.

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Al llamar a los ancianos a que cuenten cuentos, ellos sienten que son tenidos en cuenta, admirados y amados por los niños, sentimientos que les lleva espontáneamente a rejuvenecer las versiones de sus viejas historias con imprevistas circunstancias, hasta el punto de no contar dos veces el mismo cuento, como no se puede bañar dos veces en las mismas aguas de un río. Los niños gustan de escuchar la literatura oral de labios de los viejos pues éstos, lo intuyen los niños, siempre se muestran efusivos y espontáneos en su labor recreativa. Además, los ancianos de la tribu no descuidan su función de autorizados maestros por lo que, en una comunidad estable, aprovechan las ocasiones de hablar con los niños para infundir en ellos, como herencia, las más preciadas virtudes de la cultura en que han vivido. Luego, solicitamos al Abuelo que nos repitiera el cuento de VAQUETA HEDIONDA, una especie de Peralta al primer hervor. Vaqueta era un paisa caritativo hasta más no poder, que todo lo que conseguía lo repartía entre una legión de pordioseros que entraba y salía de su casa. El Eterno Padre no sabía si lo que movía a Vaqueta era el verdadero amor al prójimo o la pura vanidad, por lo que quiso probarlo para lo que envió, no como en el cuento de Tomás Carrasquilla a San Pedro y Jesucristo disfrazados de peregrinos, sino a un caballo viejo que, estacionado, por ahí, junto a cualquier talanquera, espantando las moscas con el racimo de su cola impaciente, espiara a Vaqueta. Allí permaneció semanas y semanas, día y noche, haciéndose el bobo, cabeceando pero alerta. Vaqueta sintió compasión del animalito por lo que, a mañana y tarde, le llevaba, en una ponchera, aguamiel y, en un costal, las cascaritas de plátano que recogía en toda la cuadra de su casa. Fue tal la dedicación que ese hombre experimentó por el destartalado animal que, los mendigos y llaguientos que permanecían tirados por los corredores a la espera de que ese hombre también se compadeciera de sus males, bautizaron al rocín con el nombre del protector. Vaqueta, entonces, es nombre propio de animal y de hombre. Una noche estrellada, el Eterno Padre decidió concluir su averiguación e, informado del grado de desprendimiento y amor de Vaqueta por el prójimo, lo premió con una larga vida y una enorme fortuna. Al final se descubrió que el caballo viejo no era un animal sino un

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ángel radiante que se tranfiguró ante todos los habitantes de la hospitalaria casa. Luego nos echó cuentos con gurres, gatos, guaguas, piojos, chivos, burros, abejas, gallos y demás animales de la fauna regional. Muchos años después, la prima Beatriz me preguntaba, en Nueva York, por qué todos los animales protagonistas de los cuentos de infancia eran tíos: el Tío Conejo, el tío Gurre, el Tío Gallo ... Eran animales totémicos encarnación de virtudes o defectos propios de los humanos. Los tíos, además, en nuestra cultura son accesibles, dialogantes, dadivosos, prototipos de la comprensión y un tanto alcahuetes; medio abuelos. El mejor cuento del repertorio del Abuelo Jesús María era aquel que, según lo confesó, escuchó por allá, entre finales del siglo XIX y principios del XX, en Anserma Caldas. Estaba tan orgulloso de su cuento que hasta le había bautizado con el título de: EL TIEMPO DE LOS ANIMALES Se encontraba el Eterno Padre dándole los últimos detalles a la finca de El Paraíso. Volteó la vista hacia el monte que, por una esquina casi llegaba al patrio trasero del rancho levantado por nuestro padre Adán, cuando vio al Perezoso durmiendo, en la mañana, colgado de un palo altotote. ¡Cómo les parece! ¡Acabado de hacer y ya durmiendo! Bueno; lo vio y de un silbidito, de esos que sabía mandarse, lo despertó y ordenó que se bajara enseguida. - Vení, le dijo. Y el animal apenas voliaba la trompa y la cola. Me da pesar de vos. Ya tan aburrido y pensar que yo quería darte treinta años de vida. Pero, treinta años pa‟ hacer pereza? Eso no se puede. Hagamos un trato mejor. Subite al palo ése y seguí durmiendo los quince años que te quedan, porque te voy a rebajar los otros quince. El Perezoso, sin dársele nada, (qué se le va a dar a un perezoso), se subió al árbol y continuó roncando. El Padre Eterno estaba prendiendo un chicote de tabaco con una candela Ferrocarril de Antioquia, cuando observó asustado a un burro que, 84


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pensaba y pensaba con la cabeza gacha, mientras movía la cola como un reloj de pared. El burro era de pelo colorado, así como el burro de la finca. Y a Dios le dio tánto pesar de ese animal al que le tocarían otros treinta años de esfuerzos inútiles que, lanzando una bocanada de humo por encima de esas barbas blancas y largas, silbó otra vez; esta vez con cierta musiquita triste. Ni así despabiló el burro. Lo llamó: - ¡Orejón!, haciendo traquiar el zurriago en el aire, e inmediatamente el burrito se dejó venir trotando. El Eterno Padre se quedó mirando al animal y le dijo en un tonito querendón: - Mirá, burrito: Viéndolo bien, yo sí fui injusto con vos. ¿Treinta años sirviendo de bestia de carga a los demás? Y cuando no es cargando chécheres te tocará soportar a los muchachos que no pueden ver a un burro descansando. ¡No, eso no puede ser! ¿Treinta años recibiendo fuete y casi siempre con la canoa alta? ¡No, qué va! Tú no vas a trabajar sino quince años; de resto, que se jodan los demás. Que no sean aprovechados. El burrito, al fin ignorante, no comprendió que le había recortado la vida en la mitad, y se retiró lanzando coces de alegría. El Eterno Padre se puso las manos en la pretina del pantalón negro de rayas blancas que a diario se ponía con una camisa de lino blanco, abotonada hasta el cuello, tanto que con ese uniforme creó el mundo, y vio cuando el gato se deslizaba pa‟l cafetal detrás de una tortolita, y lo llamó: - Michín, vení pa‟cá. Vos no sos capaz de estar un minuto siquiera quieto, sin cazar o gozando de tus fechorías. De modo que si no es durmiendo es haciendo daños. No mijito: esto no puede seguir así. Vos sos capaz de acabar con el mundo si te dejo los treinta años que inicialmente te había asignado. Pensó un ratico y, después de mascar y remascar de lado el tabaco y de escupirlo bruscamente, concluyó: - Ve, gato: te voy a dejar quince años pa‟que pasés bueno; pa‟que gocés de noche con las gaticas y de día te echés a dormir.

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Michín, como si no fuera con él, contempló al Señor de reojo y se escurrió debajo de un palo de café. Iba a revisar la peladora, a ver si nuestro padre Adán había puesto a llenar el tanque del agua traída a punto de canoas de guadua desde el nacimiento de la quebrada, pues, por la tardecita, nuestros primeros padres tenían que ponerse a lavar los primeros granitos de café, cuando se topó con Adán que estaba haciéndose el que descansaba en un tronco atravesado que era el único mueble fabricado hasta el presente, fuera de la cama matrimonial. El mono Adán, con esa risita que se mandaba pelando un diente de oro, aclaró la voz para decirle: - Oiga, patrón, una cosita que se me ocurre ahora que le veo hablando con los animales: ¿Cuántos años de vida me tiene reservados sobre la tierra? Es que yo, viendo esta finca que estamos montando a todo vapor, creo que sea capaz de manejarla del todo pero, eso sí, si me da más tiempo. - Y vos qué querés, le preguntó Dios, con esa voz que se gastaba al estilo David Grajales. Ya venís a mortificarme la vida. Por qué será, Dios mío, que los agregados no hacen sino joderle la vida al patrón. No pueden verlo a uno resollando medio tranquilo porque ahí mismito se le siembran a uno como un cirirí. ¡Vos que querés, decí pues! Adán se puso de pies pues, hasta este momento, estaba sacándose las primeras niguas con una aguja capotera y, cojiando, se acercó para repetirle la pregunta: - Dígame, pues, Patroncito, ¿por cuántos años voy a manejar esta tierra? El Eterno Padre se apartó todo arisco viendo las confiancitas del agregado: - Muy sencillo, hombre: Un tipo como vos, con tántas ganas de conseguir plata, es un problema. Me late que vos sos igualitico a los de Apía: puros pedos y relinchos, como decía el cura Loaiza. Si te dejo más de quince años te adueñás de todo, y eso no va a ser tan mamey. - Vea, Patrón, le replicó muy serio Adán. Eso sí que me parece mal negocio: ¿De modo pues que yo, dizque el agregado de semejante finca, voy a vivir 86


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lo mismito que los animales que yo manejo? Mire, mi Eterno Padre: eso no es negocio pa Usté, teniendo que cambiar el montaje del todo, al mismo tiempo. Ese trasteo no se lo aguanta nadie. ¿Por qué, más bien, no me encima los quince años que le quitó al perezoso pa‟yo dedicarlos a montar esta tierra y, de rato en rato, a la mujercita que Usté me regaló como compaña? El Padre Eterno lo miró malicioso y nuestro padre Adán echó seriedad. Luego, el Señor le puso una mano sobre el hombro antes de contestarle: - Eh Ave María, Adán: ¡vos sí sos muy perro! Te las pillás todas. Bueno: Te voy a encimar esos añitos que sobran en mis cuentas. Pero, mucho ojo, pues. No te vas a echar sobre las petacas ni a descuidar la finca porque te va a pesar. - Tranquilo, Patrón, le respondió Adán mientras apretaba la mano del Señor. Otra cosita, Eterno Padre: Si me regaló los quince años que le sobraban al perezoso, ¿por qué no me encima los quince años que le mermó al burrito? Quince años no son nada pa‟Usté que es eterno. - Vos si sos muy tragón. Pedís más que deme. ¿Así estás de amañado por estos lados que no te contentás con treinta años? Para que no me jeringuiés te los voy a encimar y pa‟que no digás después que yo no sé qué. Iba a continuar la marcha por un atajito hacia el beneficiadero en donde caía el chorro sobre Eva que se estaba bañando con jabón de tierra, cuando Adán le tiró de la punta de la ruana doblada que el Eterno Padre llevaba al hombro, y le agregó: - Usté sabrá perdonarme, mi Diosito, pero pa‟no molestarlo más por ahora le voy a pedir una última cosita: ¿Qué va hacer con esos quince años que le sonsacó al gato, si ya el tiempo está repartido entre todos los seres de la creación? Échelos pa‟cá, Eterno Padre, y verá que no le pesa. - ¡Oigan a éste! Pues si a mí no me pesa, a vos sí te van a pesar tantos años viviendo sobre la tierra. Llevate los cuarenta y cinco años que pedís de ñapa, pero con una condición: te los voy a entregar bien distribuídos. Los quince años que arrebataste al gato, los vivirás como el gato: gaticas por 87


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aquí, trasnochos por allí, dado, bebetas y dele por ahí que, lo que nada nos cuesta volvámoslo fiesta. Al finalizar esta temporada, empezarás a vivir como el burro: trabajo y más trabajo con el fin de sostener a cuanto barrigón echaste al mundo, en los años anteriores. Más o menos, a los cuarenta y cinco, empezarás los años del perezoso: Tu refrán favorito será, perro viejo, ladra echado. Que el reuma por un lado, que el mango por el otro. Que es mejor llevar las cosas con calma pa‟no morir de repente. En fin, lo que no lograste emprender antes, es difícil que lo hagás ya. Tiempo pa‟soñar con jubilaciones, con cesantías y, de pronto, uno que otro viajecito por los otros potreros de la finca que aun no conocías. Pero del esfuerzo de antes, pocón, pocón. Si, a los sesenta seguís vivo, pa‟que no sias pechugón, empezarás a sobrevivir como esa caña gorobeta, quejándote porque sí o porque no, que me calienten un agüita pa‟lavarme los pies y ya sin poder disfrutar de la vida porque, desde este momento ordeno que, a los viejos se les caiga todo, hasta los dientes. La negrita Eva salió corriendo del baño. Se colocó, coqueta, una dalia encendida en el pelo mojado mientras les decía a los de la conferencia, con su vocecita de mujer valluna: - ¿Por qué tan serios, los señores? ¿No quieren que les prepare de una vez el alguito? Aplaudimos. Mientras se levantaba del taburete de cuero, pronunció la fórmula definitiva para dispersar el auditorio: - ¡Aleluya, aleluya, Padre Vicario! A lo que el grupo, en coro, le respondió: - ¡Que ya suben las monjas al campanario! Continuó el abuelo: - ¡Aleluya, aleluya!, Padre Chirico! Y nosotros, a una: - ¡Que ya comen las monjas el pan bendito!

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En Caldas abundaron, entre los siglos XIX y XX, relatos orales que presentaban la figura del Eterno Padre como protagonista, al estilo de un paisa emprendedor, mandamás, de todo el máiz y metido en problemitas cotidianos con Adán, el avispado aprendiz de agregado. De lo anterior se deduce que, “Cómo Narraba la Historia Sagrada el Maestro Feliciano Ríos”, (1933), de Rafael Arango Villegas, pudo originarse como los anteriores relatos de Vaqueta Hedionda o El Tiempo de los Animales, que he tratado de recrear dentro de su contexto patriarcal, en el afán por no dejar escapar hacia el olvido absoluto estas alegorías sociales o sublimaciones del ingenio popular. Serían fructíferos más estudios sobre esta narrativa, con sus similitudes y variaciones con respecto al costumbrismo antioqueño; que se detengan en tópicos como la exaltada religiosidad de los paisas, las relaciones agrarias de los arquetipos, los usos lingüísticos y, en general culturales; la procedencia e influencia del realismo antioqueño en literatura, oposición o complemento de esa corriente modernista, libresca, que fluía de Popayán, la de los frisos clásicos que, como creen algunos críticos, deslumbró a ciertos caldenses impulsándolos a cultivar, con exótico engreimiento, el grecoquimbayismo, pero que (lo olvidan los críticos), cuenta también, con una curiosa raigambre popular hasta el punto que, la toponimia caldense parece, en cuanto a nombres extranjeros, un atlas de una región europea. En cuanto a toponimia extranjerizante, Caldas es un departamento modernista. Pespunte final: Las migraciones antioqueñas hacia el sur no tuvieron reversa pues fueron avivadas, en la imaginación, por la proverbial feracidad de nuestras tierras. El Paraíso Terrenal, para los colonos en apuros, tenía su asiento en el Viejo Caldas y en el Valle del Cauca, tierra de “María”, (novela de Isaacs publicada en 1867 y que por la época de la fundación de la mayoría de los pueblos caldenses volvía añicos los corazones de lectoras y lectores). Fue la última noche. No volvimos a reunirnos más. Por eso, al salir de la casa todos entonamos La Canción del Pirata, de José de Espronceda (1808-1842) y que enseñaron, en las escuelas, a los colombianos hasta mediados del siglo XX: 89


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Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela un velero bergantín; Bajel pirata que llaman, por su bravura, el Temido, en todo mar conocido del uno al otro confín. La luna en el mar riela, en la lona gime el viento, y alza en blando movimiento olas de plata y azul; y ve el capitán pirata, cantando alegre en la popa Asia a un lado, al otro Europa y allá a su frente Stambul, “navega velero mío, sin temor; que ni enemigo navío, ni tormenta, ni bonanza, tu rumbo a torcer alcanza, ni a sujetar tu valor.

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A AURORA se desvaneció en un día prosaico. Volví en mí cuando me

percaté del silencio de las aves mañaneras. Clavé la mirada en el Nevado del Ruiz pero ya se había escondido entre su milenaria cobija de nubes. Dejé de divagar para tornar a vivir. Cuando me dirigía a la ducha ya era dueño de una decisión entusiasta: Recuperaré las palabras con que los mayores entretuvieron nuestra edad dorada. Será la ocasión de recobrar el paraíso perdido que todos llevamos, olvidado, adentro. Al abrir la llave de la ducha, entre el aspaviento del agua, ya tenía planeado el final de mi ensayo-cuento, con los últimos versos de Sebastián de las Gracias: Y cacho quemao, Martín Colorao, Este cuento si‟ha acabao. Perdonen lo malo Que hubiera quedao, Que como me lo contaron Yo lu‟he contao.

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Octavio Hernández Jiménez Autor

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Carlos Augusto Buriticá Ilustrador

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