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UN GRAN CORAZÓN

UN GRAN CORAZÓN

Juan Antonio Canel

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Hoy, sentado en el corredor de mi casa, veo y oigo caer la lluvia; siento una briza que eriza gratamente mi piel. Muchos recuerdos acuden a decirme ”Hola” y se quedan jugando en mis pensamientos. Luego se van y me dejan como regalo una agradable sensación que oscila entre nostalgia y alegría. Una de las remembranzas se quedó durante mucho tiempo y me hizo pensar en la

grandeza humana. Se las voy a contar. Hubo una cantina en Quiche a donde acudían los bolos caídos en la desgracia; allí vendían el licor más barato y nunca faltaban los clientes calamitosos. Luego de ingerir el guarito, salían a la calle y sentados en la banqueta armaban conversaciones que duraban horas. Muchos allí pernoctaban y sobrevivían aguantando los fríos más inclementes y, a veces, las lluvias más feroces. Incluso uno de ellos murió de frío y tristeza en una mañana navideña. Observé muchas de esas escenas durante años porque, para ir a mi trabajo, tenía que transitar por allí todos los días. Los bolos me conocían e irremediablemente, al pasar, me decían: -Regalanos un quetzal papaíto; es para ajustar para un Kuto. No seas malo, estamos muriéndonos de la cruda… A veces, cuando no les daba, uno o dos me seguían por una o más cuadras tratando de convencerme para que les ajustara para su trago. Me sabía de memoria las caras de cada uno de ellos; por eso podía saber quiénes dejaban de beber o se iban a otros rumbos. Pero se marchaban unos y venían otros. Los vecinos los detestaban porque decían que afeaban el ambiente y le daban mal aspecto a la calle. Supe de gente que, cuando dormían, pasaban pateándolos, tirándoles agua o haciéndoles cualquier daño. Incluso en dos ocasiones los rociaron con gasolina y trataron de quemarlos. Por fortuna no lo consiguieron. Algunos patojos, desde lejos, les lanzaban piedras con el afán de golpearlos y ahuyentarlos.

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