AVENIDA DE POBRES CORAZONES

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OBED DELFÍN

AVENIDA DE POBRES CORAZONES



Avenida de pobres corazones Obed DelfĂ­n

Caracas, Venezuela, 2017 Editorial el delfĂ­n loco


© Obed Delfín Carcas – Venezuela - 2017


A



En el Metro Mi idea de hablar en público siempre ha consistido en pedir a gritos una cerveza desde el fondo del bar. Tal vez fue por eso que terminaron despidiéndome de esa miserable universidad. Que iba a saber yo de esto o de aquello. Que si la metafísica de derecha o de izquierda, que las oníricas de las

calles rampantes. Solo monsergas para engañar a la gente y sacarle el dinero a granel. Debe haber sido por eso. La barriga me gruño, sentí ambrosio plaza. Me hubiese quedado tranquilo donde estaba, con la boca cerrada. Pero no, tenía que ponerme a hablar de cosas que a nadie le interesan; que si el amor de Romeo y Julieta fue un amor capitalista y por esa razón no tenían futuro. Las sandeces son la sal de la vida. — ¿En qué estación iremos? Total el Metro siempre va para adelante, nunca para atrás. Debe ser la única cosa que nunca va marcha atrás. Es esperanzador pensar eso. En cambio, nosotros somos errantes; por eso nadie nos quiere en el universo. Ahora debo desarrollar mi tesis de la metafísica del desempleo, total otro día más sin trabajo no ha matado a nadie. El sol sale por la derecha, dicen, cuando uno se pone de cara al norte. Las clases eran un asco, hay que reconocerlo. Si uno no es Einstein que cosa interesante puede decir; uno habla como un orate, pone cara de circunstancia imitando a Ortega que en esos días andaba sin Gasset. Trataba de parecer inteligente pero no pude, que va. —¿Se podrá imitar la inteligencia? No creo, es un trabajo muy rudo. Ya apareció, no podía faltar, el buhonero en el vagón del Metro. El imbécil cree que tiene mucha labia cuando se monta en el vagón y empieza con su letanía. Las cámaras de seguridad deben ser de lujo, porque sino ya sabrían que anda por aquí este buhonero salaz.


—Primero que todo la educación por delante. Gueenas taaldes. Los caramelos de jengibre y de coco dos por cien y cinco por doscientos. Que si la Metro bodega, que el chistris y no sé cuanta baratija más. Cuando no entra el tullido con su historia de novela, a quien todo el mundo hace oídos sordos. Así se pasa de una estación a la otra. La crítica limpia el alma, es una catarsis; creo que lo dijo algún filósofo griego. Por eso es que los más criticones se meten a la política o hacen un programa de farándula, de eso vive mucha gente. Mientras no haya que construir nada, la crítica sirve. No hay que demostrar si uno es bueno o malo en algo, solo hay que darle por hablar mal del otro. Y entre más hable uno más inteligente parece. Estaba fastidiado de pensar y comencé hacer unos ejercicios de respiración con el fin de calmarme, éstos los había visto en la serie Kun Fu la semana pasada, cuando la volvieron a pasar en un homenaje a David Carradine. Mientras respiraba, acompasadamente, imaginaba que estaba por Chabasquen, que andaba entre Paraparo y Ortiz, e incluso en Mantecal. En verdad que estos

ejercicios son buenos, ayudan a despejar la mente y dan buena vibra. Deben ser algún invento chino para dominar el mundo. Hasta que el operador anunció la estación Capitolio, éste era mi destino y a él llegaba. La turbamulta siempre anda apurada en esta estación, y en las demás también. Vamos a salir envolatados de este túnel que nos ha salvado la

vida, con eso de acortar el tiempo dentro de la ciudad. Digan lo que digan, el metro es una maravilla dentro de este valle de lágrimas.


Esquina de Pedrera Cuando salí a la calle caí en cuenta que Caracas estaba en su apogeo esa mañana: cálida y luminosa. A Caracas le sienta bien el verano, es su marco natural. En esta ciudad, la lluvia parece una intrusa que lame las aristas de

los edificios, que se agazapa en las plazas, en las calles y en los espacios donde se congregan las masas. Como si ella no tuviera derecho a estar aquí, se la recibe con mirada torva, con los brazos cerrados y los ruedos del pantalón empapados. En Caracas se vive, se grita y se muere en la calle. Miré para el este, de allá venía. El oeste no me interesaba en ese momento; el

norte nunca ha sido buena opción en este valle. Por eso me fui para el sur. Total para allá era donde iba. Ya la avenida era un preludio del Víctor Hugo que me iba a encontrar más adelante. Por ello, para algunos, los hechos son solo irritantes obstáculos para sus obsesiones. Esto empecé a pensar en cuanto me encaminé desde la Pedrera hasta hacia el sur. Sin saber que podía encontrarme, lo más seguro era nada espectacular. Cada persona se crea a sí misma, se construye de adentro hacia fuera. Las tensiones y la voluntad de la persona interior mantienen en pie a la exterior. La persona exterior se corresponde con la apariencia que ofrece al mundo; por eso lleva siempre esa máscara que la convierte en su vida; es su camuflaje, su mensaje y, quizá, sus últimos recursos para sobrevivir. La persona exterior, esa que vemos aquí y allá, solo existe en la medida que la persona interior la sostiene, y cuando ésta no consigue mantener la máscara se desvanece. Entonces, uno puede ver lo que queda de la persona original, bastante poco.


Me agrada ver a esos seres delgados y estoicos, no les queda otra. Me hacen pensar, que yo formo parte de un mundo en el que aún existe algo tan sencillo como cultivar la nada, o una vida como la cebolla llena de capas que hacen llorar; o la cría indiscriminada de niños que llegaran a ser nada. Esa sensación no me dura mucho, porque la realidad de la camioneta que va para El Paraíso y que el busetero grita a todo gañote lo hace creer a uno en Dios. Porque éste es tan accesible, en su amor, que uno puede llegar a él en camioneta. Reconforta saberse tan cerca de la divinidad. La historia de la vida que nos toca vivir es la principal razón por la que podemos llegar a odiar o amar a alguien. ¿Será la historia o la raza? Se pierde uno en profundos razonamientos sabiéndose tan cerca del Palacio de Las Academias, pero ese palacio queda para el este y yo voy para el sur. Creo que me alejo de la razón. Al sur queda El Paraíso, suena paradójico cuando todo señala hacia el norte. Nada importa cuando ya uno comienza a echarse de menos. El sol incandescente suena a verano. Y hiede a orina como si toda la ciudad fuese un albañal; esta costumbre de mearse en todo recoveco ya parece el deporte nacional, ha desplazado al beisbol. La ciudad se muestra en su ambigüedad, de ser y no ser ciudad. De ser algo que no es. Cada cara está más perdida que otra, cada uno lleva su desesperanza a cuesta. La procesión va por dentro, aunque cada vez se asoma más a los balcones de los ojos. Hace un día cálido y hermoso, avanzaba a buen ritmo sé que me repito. ¿Cuál es el problema por ello? Lo días hermosos hay que anunciarlos con bombos y platillos. En días así, hasta uno se anima a soportar ver prácticamente cualquier cosa, siempre y cuando no tenga que hacerlo durante mucho tiempo. Aun cuando todo apeste a la indecencia que dormita en cada uno de nosotros.


Esquina de La Gorda Hay bastantes cosas que damos por sentadas. Con eso queremos hacernos los interesantes y llamamos a eso racionalizar o ser objetivos. Pero lo que hacemos es simplificar las cosas para no preocuparnos mucho. Decimos, —Si no racionalizamos el mundo, éste sería inmanejable. Sin embargo, estamos sobrecargados con todas las incertidumbres de cada momento, y con las preocupaciones que se nos acumulan a diario. Allá está la gorda, siempre se sienta en el mismo sitio entre este paisaje tropical de Orly. Quién puede creer que tanta Francia esté en el centro de la ciudad sin hacer nada. Porque cuando se trata de opereta no hay después, solo existe el presente eterno para toda esta gente que camina por Caracas como si estuviesen en París. Me acerqué a una verja de hierro y observé cómo alguien hacia un trabajo en el patio interior. Averiguar también se me da bien. En este Orly tropical se van consumiendo un montón de vidas, en la falda de El Calvario se podría decir. Vidas escritas y relatadas por caraqueños o europeos, y más o menos por cualquiera que se oponga a la sensatez; pero sobre todo por gente que simplemente anda para allá y para acá. Lo que confirma que solo somos seres caminantes, lo de hablantes nos vino después. Gente que solo sabe caminar sin rumbo. Y no solo porque esto siempre parezca la Cuaresma o porque alguien haya querido hacer sitio en la vida de otros, ni siquiera porque estuviéramos alucinando con un mundo mejor. Fue en mayo, tengo entendido, cuando montaron todo un espectáculo, iluminaron lo que era la ciudad entera. Todo eso hacernos parecer a los franceses, aquella vez debe haber sido preferible echar las cortinas del recuerdo temprano.


Acá la vida o lo que va quedando de ella me parece que se ha expresado con claridad. —¿Cómo se puede uno imaginar qué la gente pueda estar feliz? Si tienen semejante cara de desamparo. —Desde luego que sí. Lo que pasa es que, según nos muestra la historia, de vez en cuando la gente decide que quiere estar feliz. He aprendido a comportarme como el mono mudo cuando oigo esa clase de comentarios. Después de todo, se supone que un buen ciudadano tiene que hacer algo al respecto, ¿no? Llamar a Dios por ejemplo, porque puede ser el único que nos atienda, los demás se harán los indiferentes. Muchos consideran

una práctica normal, que cuando uno va a meter la cabeza en la boca de un león debe pensarlo antes un poco. No está de más echarle un vistazo al león, para comprobar si le han dado de comer. Cómo le huele el aliento y cosas así. Hay que ser precavido con lo que uno oye y más con lo que la lengua lo puede traicionar.

No lo había olvidado, claro está. Con su traje de verano, ligero y raido, aquel ser casi parecía un hombre en quien se podía confiar, pero teniendo en consideración la cantidad de embustes que cuenta es difícil, en ese lugar y en cualquier otro, no creer el tamaño de sus mentiras. Una mentira más no hace daño —aunque uno tenga la buena intención de no creer— eso supone la menor diferencia, a fin de cuentas. A pesar de todo, no pensaba decirle tal

cosa. Iba pensando que, por lo general, no conviene recordarle al diablo que es el diablo, sobre todo en momentos en que nos llevamos tan bien el uno con el otro.


—La gente guarda muchas mentiras sin que sospeche que son mentiras. —No todo el mundo es capaz de mentir y salir bien librado, dije yo. Una vez que se miente hay que ceñirse a esa versión, y a otras más para reforzar la mentira. Hay que mantener la mentira, aun a riesgo de parecer ridículo. A menudo hay que volver a mentir para encubrir el primer embuste. Las mentiras son como los conejos: se reproducen en cantidad. —Los políticos saben de eso más que un conejo, dije para mis adentros. Ya que estaba en eso de pensar mal de la gente, la boca se me hizo agua. Es una de las malas costumbres que nos mantienen con vida.


Esquina de San Pablo A esta altura ya me había salvado que ser atropellado un par de veces por algún mototaxista, quien iba manejando apenas reparó en este transeúnte que soy yo. Y para qué, si él tiene su patente de corso que le permite desplazarse más libre que astronauta en el espacio sideral. —Allá está el generalísimo, guapo como siempre. Quizá haya sido lo mejor, cuando el recuerdo de hacer el amor es prácticamente todo lo que a uno le queda. Así lo debe haber pensado en La Carraca alcanzando a oír el eco sentimental del poema de Rilke, que dice “La muerte se alza inmensa, todos somos suyos, incluso nuestra alegre risa le

pertenece, y en mitad del gozo de la vida, las lágrimas mortales son los más inmortales cantos”. Del Generalísimo decían que era cucón, incluso más que el Padre de la patria. Dios bendiga a nuestros próceres por darnos esos ejemplos. Bueno, el pellejo no se va a arriesgar por así no más, algún placer hay que darle a la carne

mortal. En la escultura, El Precursor tiene una posee como de que sabe la cantidad de chanchullos y vagabunderías que se cuecen al frente. La plaza está bonita, porque antes era fea parejo. Era toda encerrada como si quisiera retener al Prócer. Ahora se siente amplia, grande. Sin embargo, la miseria deambula en todo su presente.

Tomo nota de la escultura, buen bronce es. Esto de ser desempleado es una torre de control en mitad de la calle. Uno controla el tráfico que viene en cinco direcciones diferentes, también la hora y, cuando hace mal tiempo, uno ofrece a la gente el refugio verbal que tantos necesitan para seguir circulando. Es una analogía muy acertada para describir como esquivo los carros y las motos que no se detienen en el semáforo.


Cuando uno hace todo lo posible por robarle una sonrisa al día, más le vale andarse con cuidado. Allí estaba uno con un ramo flores y con el ramo en la mano igual que pretendiente enfermo de amor volvía a llamar por teléfono. Esta vez alguien le contestó, miró pausadamente de arriba abajo como si fuera un gato que hubieran dejado ante la puerta y luego torció el gesto. Ese amorío va mal, no hay que ser un genio para darse cuenta de eso. Todo hombre y toda mujer tienen en su cuerpo un volumen de sangre determinado. Y claro está que éste no es suficiente para mantener, al mismo tiempo, el cerebro y el amor. Lo que hace que seamos unos menesterosos. Tal vez sea lo mejor, pues de otro modo no veo cómo sobreviviría la raza humana

con tan poca sangre para, a la vez, pensar y amar. La

gente

se

acostumbra,

dicen

los

que

no

están

acostumbrados.

¿Acostumbrarse a qué? ¿A no ser gente? A menos que se nazca de esa manera. Las historias deben tener un principio, incluso deben tener un nudo. Pero no estoy del todo seguro que las de esta clase lleguen a tener un desenlace. No

mientras se sigan albergando sentimientos por una vida a la que no hemos visto, ni tocado, ni con la que hablaremos en un millar de años.


Esquina de Miranda Nunca te rindas, deja el pellejo, reviéntate, larga el bofe. Cuando no valgas nada di nunca te rindas. Sin llegar a saber porque no te rendiste o si aquello por lo que no te rendiste valía la pena. Antes de decir nunca te rindas, hay

que mirar para ver si vale la pena hacer tal esfuerzo o solo es un vano esfuerzo. No hay que ser tan pendejo para andar repitiendo cuanta vaina dice la gente. —¿Cómo podrán llamar hoteles a estos cuchitriles de mala muerte y peor aún de mala vida? Que hay en esta avenida sin Dios. Uno mira para dentro y lo

que ve es la nada. El zaguán preanuncia la tristeza y la desesperación. La palabra hotel se hace inmensa en la fachada de estas ratoneras. No debe existir palabra para denominar estas madrigueras de miserias. Los sueños y la razón del cuadro de Goya deben pelearse detrás de cada puerta, aullar en una voracidad que consume al género humano.

La única observación perspicaz que puedo ofrecer ahora mismo, es que celebrar una conferencia internacional sobre la tristeza es como si los godos y los vándalos ofrecieran sugerencias acerca del mejor modo de vivir durante el saqueo de la ciudad. El perro tiene que haberme oído, porque me miró con recelo por el rabillo del ojo y gruñó quedadamente cuando pasé por el frente de la puerta del hotel. No se lo tuve en cuenta, le perdoné el gesto. Porque tal vez, si yo hubiera escuchado a un hombre, cerca de la puerta de mi hotel, decir eso probablemente me habría liado a mordiscos sobre todo a causa de la hora.


Estas edificaciones son una suerte de arca de Noé de piedra gris y maloliente, están llenas a rebosar de criaturas tan desesperadas como las que albergara el patriarca bíblico. Rodeados de santerías y presagios mal cuidados; hay ausencias en abundancia que agravan las penalidades de los enclaustrados. Por si no fuera suficiente en cada yerbateria hay como tres kilómetros de invenciones y disimulos, para hacernos creer que mañana nos comenzará a ir mejor y que hasta la lotería nos podremos sacar. Lo que se anuncia es Víctor Hugo. Escasos son los sueños abundantes las penalidades. Como si Belcebú se hubiera enseñoreado de la atmósfera local, donde se da cita una población inquietante de comerciantes de ungüentos, espiritistas, exorcistas, astrólogos, brujas y nigromantes. La calle es cruel en ese sentido. Tan cruel que debió de inventarla algún romántico o un metafísico, al menos es lo que imaginó. Nietzsche, tal vez, con su idea del eterno retorno. No se me ocurre una noción más cinemática porque, a decir verdad, es probable que por razones evidentes sigamos viendo esta película una y otra vez. También olerla, palparla, oírla, degustarla ¿Por qué no? Desvivirla. Continúo dejando atrás tristezas y otras bagatelas, sonrisas atadas a rejas y hombres que aran sus desesperanzas haciendo surcos cada vez más hondos. Aquí y allá veo indicadores todos perforados por orificios de bala, pero sobre todo está la existencia polvorienta dejada de la mano de Dios. Mi misión del día no tiene absolutamente nada que ver con la gente, que a duras penas consigue ganarse el pan. De tanto en tanto tengo que esquivar otra moto o tal vez sea la misma. Cargada va la vida, a más no poder, de lágrimas y sonrisas ofrecidas fugazmente al contacto con la realidad. Allí iba yo tirado como un caballo reventado y conducido por hombres que parecían solo levemente humanos; el rostro de éstos cubierto por una barba que semeja un hormiguero y del todo inexpresivo, como si estuviera tallado en el asfalto de la avenida. Estos hombres, en verdad, no buscan ninguna justificación para estar allí, ni hay credo ni ideología perversa que excuse su existencia desprotegida en este lugar. Es su hogar, siempre ha sido su hogar y siempre lo será.


Supongo que Dios no está de acuerdo conmigo. Aunque no es Dios quien nos olvida, sino el hombre quien se olvida de Dios. La ausencia del divino resulta más evidente aquí, claro está. —¿En qué ocasión se habrá erigido este lugar? Tal vez para conmemorar dónde ha estado y qué ha sido del hombre, o quizás como testimonio de lo que todos tenemos en nuestro interior. Esa capacidad

para la muerte y la destrucción que todo humano posee. Creo que Dios no anda nunca muy lejos, ni siquiera de este horror tan vergonzoso. Tal vez, a fin de cuentas, eso es lo que hace que el horror sea auténticamente espantoso: la certeza de que Dios lo ve todo y no hace nada. Entre unos y otros hemos aplastado cualquier mañana que pudiera tener este

lugar; de modo que lo único que queda es el pasado si alguna vez lo hubo. Para la mayoría, el futuro es algo incierto.


Esquina de Maderero La gente anda con la mirada esquiva parecida a una antorcha mal encendida, como si detrás de la puerta de la cocina lo estuviese esperando una horca. La acera es irregular bordeada de cosas de color indefinido, la plaza abierta como

las llanuras de la Mucurita con sus edificios públicos quedó atrás. Muchos tonos sucios que apenas recuerdan que alguna vez fueron color, como si fuesen de azúcar en polvo rancio. Al caminar por lo que una vez fue la antigua ciudad se oyen graves sonidos humanos. Por eso iba como en un sueño largo cuando desperté inquieto para encontrarme con un mundo que era blanco y negro, pero sobre todo negro. Al voltear en la esquina en dirección hacia el este vi

una iglesia gótica, por allá donde quedaba La Rotunda, donde un centenar de mujeres de cara afilada entregan sus vidas a la plegaria en un altar dedicado a un dios joven, quien ocupa una hornacina detrás de una verja vieja de hierro. A pesar de todo, a mí se me antojó rara esa iglesia en medio de aquella incertidumbre. Pero así es la ciudad.

Tal vez por eso un historiador de arte dijo una vez que Dios estaba en los detalles. A mí me gustan los detalles. Pero para los que acá transitan creo que una pistola resulta más reconfortante, que algo tan caprichoso y tan poco de fiar como un dios. Después de todo, el amor es poco común y averiguar que uno no está enamorado es casi tan terrible para la mente humana como averiguar que sí lo está. El amor es un detalle, por eso he hecho el comentario. —Estar enamorado es como ir en una chalana. No está mal si el golfo está en calma, así se navega tranquilo. Pero cuando las aguas se agitan, nos entra el pánico y empezamos a sentirnos mal. Es asombroso como cambia de rápido la mar. Todo puede ocurrir a la vez.


Solo entonces reparé en el caos urbano, es tan tangible que a uno se le hace necesario. Podría haber un elefante amarillo en medio de la avenida y probablemente nadie se fijaría en él. Tragué seco y tomé aire, no muy limpio por cierto. Quería encender un cigarro, pero no fumo. Puse mi mejor cara de cinco de julio. Ahora hay en ella una sonrisa, aunque no debería haberla habido. Dirigí mi mirada más directa hacia mi meta, la nada. Cuando me escudriño a mismo es como si estuviera ante un gato de ojos azules. Un gato de esos que juega con un ratón hasta que el ratón no puede soportar ni un minuto más, y luego sigue un poco más. Lo que pasa es que no hay sitio, en esta ciudad, para la gente que quiere saber la verdad. Sea la verdad sobre cualquier cosa. Gente como los demás, quiero decir. No hablo como un despedido. Hablo, más bien, como un hombre que ha

perdido toda su fe. Que está lleno de dudas, acerca de todo. Soy todo un héroe que nunca siente nostalgia por los viejos tiempos. Hace casi sesenta años, para ser exactos. Tendrían que verme cuando paseo por la orilla del mar, puedo ponerme muy sensible con muchas cosas: el amanecer, una tormenta, el precio del pescado. Pero sobre todo estoy especializado en no saber nada. —Al menos en la universidad tienen un doctorado, me dije. Eso me reconfortó. Algo así como ponerse a estudiar la teoría de conjuntos y la hipótesis del continuo, supongo que por eso es que queman los libros. No hay nada como la educación universitaria para que la gente deteste los estudios. Igual los detestan sin educación universitaria, así es la gente un poco de todo. —La verdad es que no. Me llevó todo un año llegar a esa conclusión, lo que no dice gran cosa de mi capacidad de percepción. A veces un estúpido está a solo

un par de buenas suposiciones de quedar como un tipo astuto. Lo mismo se puede decir al revés, claro. Pero tengo ese punto en mi contra y ahora esto. Me refiero a que había dado por supuesto que la gente se había metido en este asunto de la vida por intereses propios. Solo llegaron a ésta y no supieron que más podían hacer.


El caso es que todo el mundo mira para sí mismo, me incluyo. Esto se ha convertido en un pasatiempo nacional. Sea como sea, lo cierto es que tengo la impresión de ser tan listo como si tuviera el cerebro de una patata. Así que la próxima vez que escriba una crónica urbana, veré si se me ocurre la manera de que el protagonista parezca estúpido. Así será mucho más realista. Aunque

a nadie le gusta el realismo todos queremos vivir en el ensueño. —Un héroe estúpido. Eso funciona. Al público le gusta Chaplin lo hizo bien. Es demasiado parecido a la realidad por eso nos gusta tanto. Nadie quiere realismo. Bastante tiene uno con que la calle se la restriegue en la cara. Huimos de la realidad, unos en el alcohol,

otros en las drogas, otros en el matrimonio… para que nada nos la recuerde.


Esquina de Bucare En mis esfuerzos por seguir con vida, casi a cualquier precio, aún podía hacer daño y salir herido al mismo tiempo; así que mientras el negro organillo de la muerte siga tocando tendré que bailar al ritmo de la sombría y funesta

melodía que gira inexorablemente en su tambor, igual que un mono con librea. La vida humana, en su totalidad, está representada en esta especie de Stultifera Navis que es la avenida Baralt, ésta rebosa de todo aquello que me encantaba de la condición inhumana. En ella todo rezuma desesperanza, como un tenderete de chanchullos que a lo largo de toda la acera queda satisfecha.

Yo no estaba tan satisfecho, aunque eso se estaba convirtiendo en un habitual gaje del oficio. A esta altura uno empieza a suponer a cuál persona beneficia esta realidad, donde nadie tiene pinta de ser el agraciado. —Siento oír eso —me dije con muy poca sinceridad. Todo acá es demasiado poca cosa para que un hombre se pueda sentir hombre.

Sin oídos para captar el significado real de cada acción. Uno se siente como una diminuta hebra de hilo del pantalón que dejan caer sobre la gruesa mugre, igual que si se tratara de la conciencia. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué la pelusa que queda después de lavar la ropa, la miré un instante y la dejé caer ahí durante un momento. Iba a recogerla, pero primero tenía que ocuparme de mi orgullo. Esa noción residual de mi propia dignidad —que es poco más que una pequeña esquirla de amor propio— voy a necesitar unos minuciosos ajustes de última hora.


Una fascinación por lo miserable me dejó clavado en el suelo por un segundo, porque ya estaba duro desde antes. No sé porqué me quité la gorra como si me fuese a poner a rezar. Cuando una parte de mí se dio cuenta de que aquel montón de miseria seguía siendo gente. O quizá fue ver tanto sufrimiento humano en gente a la que a todas luces no le quedaba mucho tiempo en este mundo. Enseguida dejé de observar, cosa muy difícil en un averiguador

inveterado, lo que la gente hace a otros en nombre de miserables ideas. Cualquier reloj marcaba las nueve y pasadas. Todo estaba exactamente como lo había sido el día anterior y el anterior del anterior. Todo dejado de la mano de Dios. En ese oasis de bulla, de grito, de ruido sin fondo, en el cual resulta difícil creer que existe el cielo azul y la sonrisa de un niño, incluso que el

mundo puede vivir en paz. O que existe la mano de la madre sobre la cabeza del hijo, el beso del enamorado sobre la mejilla de la amada; eso bien podría estar acaeciendo en otro planeta. Los permanentes de estas esquinas poseen el aire imperturbable de quien nunca se sorprende. Reciben cualquier llegada haciendo fintas de alegría, que ya es mucho decir. La miseria de verdad se pega a la suela de los zapatos y es repugnante al olfato y al estómago, aunque se prefiera el olor del tilo en verano. Nada es entretenido, solo es llevadero. Así pues, —¿Qué tienen las crónicas urbanas que tanto fascinan a la gente? En el fondo es porque en la ficción siempre se hace justicia, lo que evidentemente es la esencia de la ficción y no tiene nada que ver con la vida real. La vida no tiene desenlaces ingeniosos ni resueltos. Si los llega a tener entonces se tardan años en atar todos los cabos sueltos. Ante mis ojos tenía la prueba. Pero, en la vida real, —¿Qué clase de desenlace ingeniosamente resuelto llega a satisfacer a la gente? Supongo que para eso hará falta más de una esquina. Quizá el desenlace ingeniosamente resuelto incluya la eternidad.


Esquina del Carmen —En algún lugar debe estar la faceta más hermosa de nuestra naturaleza o simplemente no existe. Aquí solo aparece la bestia y ésta es insaciable. El caso es que ni tan solo es una pregunta, sino una observación derivada de una

tristeza infinita y la absoluta certeza de que me encuentro fuera de lugar. Algún día los de ayer hablarán desde el pasado sobre lo que se está haciendo en el presente. —Aquella que contaba dieciséis años, pensé para mis adentros. El afuera está ahí. Todo aquel libertinaje, cuando nada está oculto y nadie tiene nada que

esconder. ¿Quién o qué es esa costra que cree que todo es así? Un caso antiguo que se repite no es más que una acumulación de indicios falsos y equívocos que, en el transcurso de los años, se toman por ciertos. Otra manera de decirlo, es poner en tela de juicio todo lo que uno cree o lo que cree saber incluida la identidad de uno mismo.

Relajarse nunca ha sido tan estresante, es como si uno se encontrase delante del mismísimo Adolf Hitler. Tanto mercachifle junto debe ser capaz de convencer a una colonia de pingüinos que entren a bañarse en una sauna. Desde hace tiempo, la crueldad hacia el hombre me sorprende apenas, bien podría haberme dado la vuelta en aquella esquina porque me había convertido en un ser insensible. El problema es que aquí uno ve el interior del alma, sin que quede el menor resquicio de decencia. Ese es el problema. Nietzsche decía que un hombre cree que es capaz de mirar el abismo sin caer en él, pero a veces el abismo se lo traga y le devuelve la mirada.


O nosotros mismos somos el abismo y ejercemos un extraño efecto sobre ese sentido del equilibrio. Por eso hasta al más necio el destino le concede sus deseos, aunque a su manera por supuesto. Que el destino nos otorgue algo va más allá de nuestros deseos. Es curioso, pero a menudo, cuando estamos conciliando el sueño tenemos la sensación de ser. Igual tiene que ver con el desdén por todo esto que desdeñamos, como si fuese un intenso deseo de

castigar. Claro que quizá se deba a todas estas imágenes, como si Mefistófeles nos estuviese bebiendo la vida. No se puede ser y seguir con vida, a la vez. Eludimos el presente y nos refugiamos en el pasado o en el futuro. Una vez más y por un instante nos vemos andando en las profundidades subterráneas de la existencia. Luego andamos suplicando a gritos que nos perdonen la vida,

mientras la jaula en la que caminamos asciende hasta lo más alto. Me quedo a verlo todo, antes que el olvido me acoja en su negro seno aterciopelado o en un sueño de lo más caraqueño.


Esquina de Quinta Crespo La calle lo engulle a uno y luego lo escupe. Ensordecido por el vocerío de los vendedores ambulantes, que gritan cada cual más fuerte para vender sus verduras medios podridas y otros bagatelas. La calle está atestada de

peatones presurosos, de ganapanes, de zorras y mendigos. Que con una mano se agarraban a dios y con la otra a las migajas de la vida. Acá venden píldoras purgantes, allá buñuelos grasientos o especias, un poco más lejos su cuerpo. Allí vi la estatua. Debiesen hacerle un monumento más grande al difunto de La Mata Carmelera. Un pedestal de unos tres metros de altura y una estatua

de cinco metros, para que no se extravíe en medio de tanta inmundicia vegetal y humana. Algo mejor como homenaje. Tanta Guerra Federal para terminar en medio de este pantano de miseria, no valía la pena. Esbocé una sonrisa triste. Casi los compadecí por creer que aún vivía en un mundo donde la idea de la federación era posible. De nada sirve decirles a

estos ganapanes, como dijo Kant, que para actuar de un modo moralmente correcto uno debe actuar desde el deber. O que, según el mismísimo Kant créanme, no son las consecuencias de los actos lo que hace que estén bien o mal sino los motivos de quien los lleva a cabo. Uno es inconsciente de que todos los días se queda a medio camino de ese estándar de moralidad absoluta. La vida, por decir mucho, en Quinta Crespo es un cúmulo de pruebas falsas y engañosas, que en el transcurso de los años han llegado a tomarse por no se sabe que. Nada es puesto en tela de juicio, todo se cree saber.


Este oficio gira en torno a vérselas con inspectores, matarifes, comisarios y charlatanes que es lo mismo. Para eso les pagan. Para que le hagan perder el tiempo a la gente y ver que se embolsan. Lo digo totalmente en serio. En eso consiste la mayor parte del trabajo, en perder el tiempo. Cada vez que oigo a alguien decir «No me pagan para perder el tiempo», yo

contesto «Para eso precisamente te pagan». Yo desde temprano estoy sin perder el tiempo. El noventa y nueve por ciento del esfuerzo del trabajo es una pérdida de tiempo, pero es muy posible que ese uno por ciento que sobra le salve a uno la vida. Comprueben si me equivoco. Por eso mismo, siempre tengo la impresión que no hemos podido llevar a cabo ni la mitad de la vida; la mayor parte de ésta está aún por hacer sino no está pérdida. —¿Qué tiene la vida que lleva a un hombre a vender bombillos o apagar incendios, o lleva a ese mismo hombre por otro camino totalmente distinto de tal modo que acaba convirtiéndose en verdugo de sí mismo? En medio de esta pregunta me engulló el Mercado en sus entrañas, como el Kraken a Jack Sparrow. Los olores y colores me arrebataron hasta la desmesura. El olor de la canela, del orégano, del curry de la India, del comino, del muérdago, del quimbombó, recordé sin estar seguro que por algo así fue que Colón se lanzó por esos mares ignotos sin dios ni esperanza. En otros tenderetes estaban el quinchoncho, las caraotas, la berenjena siempre con su traje imperial; el papelón, los cambure que me hicieron recordar al Dr. Caldera y los cargos burocráticos de fácil adquisición para la desgracia nacional.


Yo que estaba más flaco que un carámbano. Entre el ajetreo del aquí y el allá, entre el caminar para acá y el correr para allá en esa avenida de pobres corazones, me dio un patatus, una palida y caí de rollito en aquel suelo pisoteado. Las almas caritativas que nunca faltan me socorrieron, me echaban aire que era lo único que tenían a mano. Medio me levantaron del piso, para que no estorbara el paso de los carreteros ni de los compradores. Yo que iba entre la conciencia y el desmayo oía voces que preguntaban quién era yo, tenía ganas de decirles que nadie, pero ni fuerzas tenía para eso. En un momento me oí balbuceando suero, suero. Alguien murmuró ¿será intravenoso u oral? Creo que volví a perder el conocimiento por un momento. Como pude medio abrí los ojos, todo era borroso no distinguía nada ni a nadie.

Buscaba no se qué. Volví a oír la voz de quien había preguntado si sería suero intravenoso. Y allí casi con el último aliento, dije —No. Suero con arepa, caraota y carne mechada. Y caí en la oscuridad total.



© Obed Delfín Carcas – Venezuela - 2017


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