Créditos Relatos y Fotografías: Javier Rodríguez Diseño y Maquetación: Diego Gómez Gestión Cultural: María San Segundo Impresión: Gráficas Copisan © de los relatos, Javier Rodríguez, 2018 © de las fotofrafías, Javier Rodríguez, 2018
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El 8 de marzo celebramos en todo el mundo el Día Internacional de la Mujer. Una jornada para la reflexión y, también, para la reivindicación. Porque hoy, en el siglo XXI, aún son muchas las mujeres y niñas que no pueden ejercer sus derechos en plena igualdad, que se ven privadas de la educación, que sufren la marginación o exclusión por su condición de mujer, o que son víctimas de la violencia física, emocional o sexual. Apartadas, olvidadas, invisibles… así viven hoy millones de mujeres en todo el Planeta. Víctimas, en muchos casos, de una doble marginación por su condición de mujeres y, además, de viudas. A ellas dedicamos esta exposición: a sacarlas de la invisibilidad; a mostrar las dificultades que conlleva en muchas sociedades ser mujer y viuda; a llamar la atención sobre la pobreza y la marginación económica a la que se ven abocadas muchas de ellas; y a denunciar el aislamiento social al que se ven aún sometidas en muchos lugares por creencias religiosas o costumbres sociales. Con esta muestra queremos ponerles cara a todas esas situaciones que se suceden aquí y allá, a veces más cerca de lo que pensamos. Y queremos también reflejar el coraje, la valentía, la tenacidad y el empuje de todas esas mujeres viudas que no se rinden ante la adversidad, que se sobreponen a las dificultades y siguen reivindicando sus derechos y su espacio en la sociedad. Ellas son ejemplo para otras mujeres y niñas en otras circunstancias y condiciones que también tienen que enfrentarse cada día a las barreras que aún hoy existen en muchos lugares y en muchos ámbitos por ser mujer. Ojalá un día, sumando los esfuerzos de todas ellas y del resto de la sociedad, el 8 de marzo deje de ser una jornada de reivindicación para ser simplemente un día de celebración de la igualdad y de los derechos conseguidos. Gema Igual Ortiz Alcaldesa de Santander
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El colectivo de mujeres viudas es y ha sido siempre en todas las situaciones políticas, sociales y culturales uno de los más desfavorecidos sobre todo por el hecho de ser mujeres. Poner el esfuerzo y las medidas necesarias para que este colectivo deje de engrosar las listas de la exclusión social y la feminización de la pobreza es una de las metas que nos hemos marcado desde la Asociación de mujeres viudas de Santander, desde la Federación de viudas de Cantabria y desde la Confederación Nacional de Federaciones de Viudas. La Asociación de Viudas de Santander nació en enero de 1973 formada por un grupo de mujeres al ver su desamparo ante los Organismos Oficiales y la Sociedad, pensando que su unión e intercambio de ideas e iniciativas les daría fuerza. Tiene como lema “Ayuda a la viuda por la propia viuda”. Desde entonces nos reunimos periódicamente en Asambleas locales, regionales y nacionales para tratar problemas que nos atañen y canalizar nuestras reivindicaciones con organismos oficiales, sobre todo en el tema de las pensiones de viudedad y orfandad. Hoy en día ante la situación de crisis actual, las mujeres viudas seguimos viéndonos golpeadas y arrastradas a una situación de pobreza y exclusión pues, tras contar con unas pensiones muy por debajo de la media para sobrevivir, tenemos que hacernos cargo de situaciones económicas muy complejas atendiendo a nuestros hijos e hijas en paro y a sus familias. Desde nuestra realidad nos solidarizamos con todas las situaciones de marginación de las mujeres viudas de otros países más desfavorecidos así como con todas las situaciones de exclusión social de otros colectivos de mujeres. Asociación de Viudas de Santander
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Sus maridos se fueron antes. Ellas, se quedaron. Cada cual lleva su realidad en el anonimato. Todas diferentes. Sólo tienen en común el haber estado presentes en los funerales de sus esposos. Juntas podrían conformar el cuarto país más poblado del planeta. Hablamos de los doscientos cincuenta y nueve millones de viudas que hay en el mundo; muchas de ellas resistiendo a las inclemencias de la miseria y otras tantas abandonadas por sus hijos, ignoradas por la sociedad o bien ausentes de las estadísticas. “Mujeres invisibles” muestra situaciones a las que se enfrentan todos los días millones de viudas en el planeta. Es un proyecto que nace en un campo de refugiados del cuerno de África, fruto de las secuelas de la pobreza; o lo que es lo mismo, de pasar unos días junto a la señora Abdi, una viuda somalí con un hambre de décadas. Ésta llevaba varios días sin comer. Ni frío ni caliente. Nada. Tenía las costillas apretadas las unas a las otras. Se hacían daño. Se le podían contar. Envuelta en unos trapos que jamás recuperarían la forma humana, la mujer tenía muy poco que agradecerle a la vida. Pero no es fácil explicar el hambre de Abdi a la gente que come todos los días y no sabe qué es pasar hambre. Difícil de relatar e imposible de entender en un mundo abonado al consumo y que sigue fabricando pobres a la vez que se encarga de prohibir la pobreza. Tenía delante uno de los semblantes más ásperos a los que se ven arrojados millones de personas en nuestro mundo. Acabó por avergonzarme. Fue de esta manera que tomó cuerpo “Mujeres invisibles”, una propuesta sobre las mujeres viudas en el planeta que tan sólo aspiran a unos mínimos de dignidad, a estar presentes en la imaginación de sus hijos y de sus familiares, a ser respetadas como seres humanos en una sociedad que parece no necesitarlas. Busqué en distintas regiones y países. En cada suburbio, a lo largo de caminos hechos de polvo y arena, entre paisajes rotos o muy deteriorados, a lo lejos. Y encontré mujeres que abrazaban diferentes religiones, que utilizaban diferentes lenguas para expresarse y adoptaban diversas formas de vida, usos y costumbres. Mujeres infatigables que siguen luchando todos los días para romper con los muros de la exclusión y que
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insisten en echar abajo los velos que les hacen daño y les vuelven invisibles. Si la mayor parte sigue dando de sí lo que les queda por respirar, son muchas las que todavía ayudan a sostener la mitad de los cielos. Incluso las hay que sacan fuerzas para echar una mano en la otra mitad. Fue ese mismo recorrido el que me llevó a descubrir una larga y fea lista de mujeres viudas que rozaba la castración de lo femenino. Algunas de ellas víctimas de los conflictos armados y sin fuerzas ya para quitarse las moscas de la cara. Otras olvidadas y abandonadas de cualquier manera y en cualquier parte. También mujeres prostituidas y traficadas en pleno siglo XXI. Incluso perseguidas y violadas en nombre de la fe. “Mujeres invisibles” es un proyecto de vidas rasgadas en el que no ha sido fácil recoger las historias que se relatan ni tampoco fotografiar a las viudas que aquí se asoman. Los miedos y las dudas siempre estuvieron presentes; fueron testigos de una sociedad que en ocasiones no reconoce a sus viudas y llega a ser cruel con ellas. Sirva de ejemplo el que alguna de las que aquí cuentan su realidad no pudo sacar fuerzas para ponerse delante de la cámara. La exclusión, el estigma y el temor a las consecuencias se encargaron del resto. Permítanme dedicar este proyecto periodístico en el día internacional de la mujer, a los cientos de viudas con las que llegué a cruzar el paso durante este largo trayecto. Agradecerles el haberme abierto sus puertas así como compartir sus vivencias, sus pesadillas y sus pequeñas aspiraciones, a sabiendas de que muchas de ellas estaban poniendo en riesgo sus vidas. Mi reconocimiento también a todas aquellas a las que no pude llegar a la cita o bien no encontré porque ya era demasiado tarde.
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EL CEMENTERIO DE VIUDAS
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as mujeres en la India jamás gritan; apenas susurran. Y a Vishakah ni se la oye. La mujer es un manojo de piel y huesos que camina con la espalda arqueada. Una radiografía errante que lleva media vida escondiendo la mirada entre las calles de la ciudad santa de Vrindaban.
Casada a los doce y viuda a los quince, el delito de Vishakah pasa por haber nacido mujer. En su matrimonio no cabían más prisas. Arreglado a la medida de una familia sin posibles, conoció a su marido minutos antes de su boda. Para entonces ya había perdido hasta el nombre. Dejó de ser una persona para transformarse en un utensilio. Humilde, ignorante y mujer, a Vishakah le tenían arreglado un segundo matrimonio; una segunda condena a la que pudo resistir. Olvidada por todos, llegó a Vrindaban para no abandonarla jamás. De eso hace ahora treinta años. Lo hizo sin billete y en el último vagón, custodiada por dos de sus hijos y envuelta en un sari blanco que todavía hoy recuerda. Vishakah pasa de los setenta y lleva casi la mitad viviendo de lo que no quieren los demás. Subsiste de manera precaria, como la mayor parte de las viudas que recorre los laberintos de esta localidad. A todas ellas se les puede distinguir por sus vestimentas blancas cuándo hormigueando, cuándo agonizando en plena calle. 13
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No tienen una vida fácil. Se dan casos de violaciones. De prostitución. Hay testimonios de que algunas de las que todavía guardan cierta juventud han sido vendidas en pueblos cercanos para rentabilizar sus fuerzas. Son mujeres atropelladas un día sí y otro también. En las calles abiertas al polvo, Vishakah pide limosna con una mano. Con la otra se agarra a un endeble bastón que le conduce los pasos allá por donde zigzaguea. Camina descalza y sin apenas visión, como una especie de envoltorio blanco obligado a esconder sus “vergüenzas”. Y mientras ella mendiga unos saquitos de arroz, otras se congregan en los lugares santos por decenas para entonar cánticos, rezos y plegarias al Dios Krishna en turnos de cuatro horas. Allí se muestran unos rostros a otros. También las cicatrices del pasado. Éstas saltan a la vista. Las más recatadas se ganan el sustento custodiando sandalias y zapatos a las puertas de los templos que protegen la ciudad. Vishakah no tiene para pagarse unas gafas. Tampoco un lugar para dormir. La especulación inmobiliaria de los últimos años terminó por arrojarla a las calles. Ahora la levanta el frío de las mañanas. Duerme en cuclillas y a la intemperie, envuelta en su sari blanco y sobre los restos de una cartelera del mejor cine “Bolibudiense”. La mujer en la India es poco más que nada; y sin marido menos todavía. Las estadísticas hablan de unos treinta y cinco millones en este país. La mayoría catalogadas como ciudadanas de segunda y desgraciadas hasta decir basta. Más conocida por la “ciudad de las viudas”, Vrindaban no deja de recibir víctimas todos los días. A veces 14
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llegan solas y otras son abandonadas. Pero más que una ciudad, todo apunta a un cementerio para las cerca de veinte mil viudas que pelean por sobrevivir en este trozo de geografía cercano a las vistas que ofrece el mausoleo del Taj Mahal. Todas viven una tercera condena. Lapidadas en vida por unos y por otros, la mayoría opta por ocultarse. La sociedad entera se ha vuelto cómplice con su silencio, mira para otra parte y se esconde en las tradiciones.
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TRES VECES MADRE
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adre, abuela y otra vez madre. A sus ochenta y tres años la señora Ildaura asume una nueva maternidad; la tercera. Se ha hecho cargo de los dos hijos de su nieta Delia Inés.
De los cincuenta y dos millones de empleadas domésticas que hay en el mundo, veinte son latinoamericanas. Se estima que en España hay medio millón de estas mujeres latinas en el sector doméstico, muchas de ellas ecuatorianas que han migrado a nuestro país para atender a nuestros hijos y cuidar de nuestros mayores. Delia Inés llegó al antiguo aeropuerto de Barajas para trabajar como doméstica en Madrid. Su marido Juan lo hizo tiempo atrás a Ciudad de Panamá. Para llevar a cabo esta realidad, a Delia Inés no le quedó otra salida que dejar a sus dos herederos de cuatro y seis años a cargo de su abuela Ildaura. No pudo contar con las fuerzas de su madre; ésta ya cuidaba a cuatro de sus nietos en Quito, la capital. Ocho mil doscientos veintiún kilómetros separan a Delia Inés de su abuela. Una en España y la otra en Ecuador. Las dos realizan la misma tarea todos los días; las dos cuidan niños. Si Ildaura atiende a sus bisnietos, Delia Inés hace lo propio con los hijos de una familia española a orillas del Mediterráneo. Desde las primeras horas de la mañana Delia Inés levanta, viste y pone los desayunos a los hijos de una familia ajena. Siete horas más tarde, su abuela Ildaura también despierta y pone los almuerzos en la mesa a los hijos de su nieta en un pequeño pueblo ecuatoriano llamado Alao, en la provincia ecuatoriana de Chim17
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borazo. El resto de labores a lo largo de la jornada vienen siendo similares. Y si una tiene que dar cuentas a sus señores, la otra se las da a su nieta. Las dos desempeñan su labor lo mejor que saben y pueden. Delia Inés no podría trabajar sin el esfuerzo y la ayuda de su abuela; tampoco Ildaura y sus bisnietos podrían respirar sin los envíos que Delia Inés hace todos los meses. Es lo que llaman intercambio de cuidados por remesas. Un acuerdo entre las jóvenes que migran y las personas mayores que se quedan a cargo de los más pequeños. Las dos son parte de la vida cotidiana de muchas familias latinoamericanas. Si una depende del sueldo de una familia extraña, la otra de los ahorros que le hacen llegar. Hasta la partida de su nieta, en casa de Ildaura se sobrevivía con la pensión mínima de viudedad que cobra del “seguro montepío” ecuatoriano. Tan mínima que no llega para hacer las tres comidas diarias. Hoy, mientras Delia Inés sigue cuidando de niños en paraísos ajenos, en el estrecho domicilio de la señora Ildaura alcanza para comer, vestir y comenzar un nuevo día. Cuidar de sus bisnietos es un trabajo duro. A veces, agotador. Pero Ildaura se siente orgullosa de hacerlo cada día y sacarles adelante. Está acostumbrada. Anteriormente lo hizo con sus nietos y primero con sus hijos. La señora Ildaura lleva pegada al trabajo setenta y seis años; desde los nueve. Todavía hoy saca tiempo para labrar la tierra donde nació. A pesar de estar muy cerca de los techos del mundo, las vistas de Ildaura son reducidas. Lo poco que conoce más allá de donde le alcanza la vista es de oídas, de los que regresan de su travesía migratoria. De vecinos que salieron con maletas y están de vuelta. Ildaura también conoce la parte más negativa de las migraciones; de cómo éstas acaban fraccionando familias. De ahí que cuide de sus bisnietos lo mejor que sabe; sobre todo para que estos no sientan la necesidad de abandonar los límites del país. Y para ello no repara en excesos. Un día sí y un día no acompaña a 18
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sus dos bisnietos a la ciber-tienda más cercana para que su nieta Delia Inés pueda seguir viendo crecer a sus dos niños. La magia del internet hace que todos a una puedan verse y compartir confidencias a través de una pequeña pantalla. Son momentos duros y alegres a la vez, pero siempre emocionantes. En el ánimo de Delia Inés está el regresar cuanto antes para encontrarse con los suyos y encenderles la luz. Pero la escasez de oportunidades que ofrecen estas latitudes pone a las personas en su sitio. Los hijos de Delia Inés, o lo que es lo mismo, los bisnietos de Ildaura, ya han puesto sus pequeños sueños en el mapa; en ir más allá de sus fronteras. Como su padre. Como su madre. Como lo hacen a diario otros muchos latinoamericanos.
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ESCUCHEN, AQUÍ HAY UN GENOCIDIO
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la hija de Théoneste Kanzayire le dijeron que la iban a violar y la violaron. Siete hombres. Unas cuantas veces. Ocurrió durante el periodo más sangriento que recuerda Ruanda. La larga temporada de los machetes largos.
Más que por su propio nombre, a Epiphanie la siguen conociendo por la hija de Théoneste Kanzayire, un hombre hutu y juicioso que vivía con su familia en la colina de Kanazi, donde las hojas de café alfombran la tierra roja y la brisa se impregna de crisantemos al amanecer. Todos los días. Durante el genocidio que asoló Ruanda en la década de los noventa, Epiphanie quiso salir corriendo al exilio congoleño junto a su familia, como lo hiciera la mayor parte de los habitantes de Kigali. Pero a ella no la dejaron. Los ideólogos de las matanzas le exigieron quedarse y combatir al enemigo. Si a su marido le degollaron por desobediente, a ella le entregaron el manual básico de cómo matar. Con una azada, con un machete, a palos... Lo importante era matar. Madrugar y matar. Extinguir a la raza tutsi. Acabar con todas las “cucarachas” de Ruanda. El resto es historia. A la hija de Théoneste no le dieron tiempo de pasar las páginas. Si cabe, la mataron a ella. Siete hombres jóvenes reclutados por las milicias hutus, la violaron. Una vez. Y otra. Muchas veces. Los siete entraron eufóricos a su local. Como cada tarde, a esa hora en la que el sol se deja caer de cansancio. Casi todos con las manos manchadas en sangre. Llegaron para tomar un respiro de tanta violencia 21
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junta. También para beber alcohol y fumar marihuana, como de costumbre. Sólo que esta vez se quedaron más de la cuenta. La violaron, sí. Con ira. Paraban sólo para beber y fumar. Como animales. De madrugada, los siete uniformados abandonaron el domicilio para retomar su rutina. Matar y violar. A la víctima la encontraron dos días después. Inconsciente. Tirada en el suelo. Sucia de sangre y de barro. Muros adentro tan solo sobrevivió un viejo transistor que sólo emitía discursos destinados a multiplicar el rencor y el odio. Un timbre de voz exclusivo que continuaba invitando a matar. Con peticiones explícitas para asesinar al vecino tutsi como: “las tumbas no están llenas todavía, ¡sigan ustedes matando!”. Y mataban, sí. Mataban en grupo porque Radio Mil Colinas así se lo pedía. La emisora que comenzó a ser conocida por “radio odio” acabó sus días con el seudónimo de “radio machete”. Machete, sí, la herramienta agrícola convertida en arma letal para rubricar un genocidio. La víctima de esta historia es una mujer hutu, Epiphanie. Sus verdugos, también. No fue la única. Cerca de medio millón de mujeres fueron violadas durante la primavera sangrienta de un país que todavía hoy se sigue llamando Ruanda y que pretende enterrar los nubarrones de su historia más reciente. A la protagonista de este relato le dijeron que la iban a violar y la violaron. Lo que no supieron decirle es que nadie vendría a verla. Ni vecinos ni autoridades. Tampoco su familia. Veintitantos años después, Epiphanie no ha perdido la esperanza. Sigue esperando. Esta vez, a la justicia.
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EXCLUIDAS E INVISIBLES
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hina. Cinco mil años de historia. El gigante asiático. La nación más poblada de la tierra. El país de “todo a cien”. En medio de tanta inmensidad, la señora Li Tang es un grano más de tantos; una anciana de 83 años que vive de la caridad. Originaria de la región de Guangzhou, pasa sus días más gélidos en una casa de beneficencia en la isla de Sanchuang. Madre y abuela, la señora Tang ha trabajado toda su vida. Primero para sus padres y luego para su familia. Siempre dispuesta; entregando todas sus fuerzas. Sólo sus dos embarazos le permitieron estar lejos de unos campos de arroz que ha venido labrando con sus manos y una entereza de tiempos. La señora Ly se quedó viuda muy joven, a los treinta y cuatro años. Y muy sola. Nunca tuvo amigas; tampoco tiempo para encontrarlas. El trabajo en la casa y en los arrozales siempre reclamó su presencia. La señora Li tang jamás ha preguntado por sus derechos como mujer. Su vida ha estado atada al arroz. Apenas ha tenido una percepción más allá del rincón de tierra que le ha tocado sembrar y recoger desde su infancia. No es ninguna excepción. Casi las dos terceras partes de la mano agrícola china son mujeres. En las áreas más rurales de Guangzhou todavía hoy escasean los caminos y la electricidad. Los teléfonos se consideran un lujo y las comodidades son sólo ilusiones. Las vidas de unos y otros son bastante parecidas y los días son todos los mismos. Tienen idéntico tono gris. Mientras los hombres se emplean en arar la tierra con sus búfalas, las mujeres van sembrando la tierra de cereal. Como casi todas, las jornadas de Tang llegaban 25
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a ser interminables y agotadoras. Quedaron tatuadas en su columna vertebral. Ésta se vuelve un cuatro cada vez que intenta incorporarse. En estas comunidades apartadas donde a los maestros se les pagaba con sacos de arroz, los hijos de Li tang crecieron y emigraron a construir la China del crecimiento desmedido, la de los edificios altos y luminosos de las grandes urbes. A día de hoy, algunos de sus nietos comen hamburguesas en EE.UU, calzan botines de marca y viven el gran sueño americano. Entre unos y otros se olvidaron de la señora Tang. La dejaron atrás recogida en su cuello mao; mirando a Confucio y sesteando sus horas más lentas de la caridad. Unos por otros, se olvidaron de venir a recogerla
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MÁS ALLÁ DE LA HISTORIA
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ealoge no sabe con certeza la edad que tiene, pero hasta hace muy poco esa insignificancia le traía sin cuidado. Su nombre significa “llanto” y jamás ha conocido otra manera de vivir que no sean los andamios del neolítico. Nació y creció en la misma aldea, al otro lado del mundo y separada por una grieta de miles de años. Para poner pie en esa otra parte de la historia no queda más remedio que salirse del tiempo. A excepción de tres cerdos y un pequeño sembrado para la yuca y los frijoles, Dealoge no tiene pertenencias. Se levanta y acuesta con la luz del día, no ha escuchado jamás una radio ni ha visto una bombilla encendida. En su choza de paja no hay muebles con qué tropezar. Tampoco utensilios. Apenas un socavón en el suelo para cocinar y una sábana de humo que ayuda a espantar los mosquitos. Hasta no hace mucho los caminos de este paraíso se acababan de repente y las estaciones de lluvias marcaban los horarios. El tiempo parecía haberse estancado en Yiwica, su pequeño universo. Hoy, todo parece indicar que es el final de un mundo y el principio de otro. Hace catorce meses, Dealoge fue bautizada en la iglesia pentecostal de Wamena horas después de perder a su marido. Hasta esa pequeña comunidad papú camina cada domingo para llegar con tiempo a misa de once y rezarle a un Dios que ni conoce ni imagina. Pero en ese salto al vacío sería injusto señalar exclusivamente a los misioneros que van ofreciendo la 29
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salvación del alma en la tierra sin más. Las industrias de la madera y de los recursos mineros también están ayudando a cambiar los acontecimientos en todas las aldeas y poblados de Papúa Nueva Guinea. Donde hasta ahora se iba y venía ligero de equipaje, las amenazas se multiplican en nombre de la fe y el progreso. Cada vez están más cerca las exigencias de un mundo que no contempla esta idea de supervivencia sin estorbos. Todas las puertas parecen estar abiertas a esta penúltima frontera natural; el último museo humano enclavado en la edad de piedra. El único lugar de la tierra donde encontrar a “Adán y Eva todavía juntos”.
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ESCUCHEN, AQUÍ HAY UN GENOCIDIO
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la hija de Théoneste Kanzayire le dijeron que la iban a violar. Y la violaron. Siete hombres. Unas cuantas veces. Ocurrió durante el periodo más sangriento que recuerda Ruanda. La larga temporada de los machetes largos.
Más que por su propio nombre, a Epiphanie la siguen conociendo por la hija de Théoneste Kanzayire, un hombre hutu y juicioso que vivía con su familia en la colina de Kanazi, donde las hojas de café alfombran la tierra roja y la brisa se impregna de crisantemo al amanecer, cada mañana. Durante el genocidio que asoló Ruanda en la década de los 90, Epiphanie quiso salir corriendo al exilio congoleño junto a su familia, como lo hiciera la mayor parte de los habitantes de Kigali. Pero a ella no la dejaron. Los ideólogos de las matanzas le exigieron quedarse y combatir al enemigo. Si a su marido le degollaron por desobediente, a ella le entregaron el manual básico de cómo matar. Con una azada, con un machete, a palos... Lo importante era matar. Madrugar y matar. Extinguir a la raza tutsi. Acabar con todas las “cucarachas” de Ruanda. El resto es historia. La hija de Théoneste no tuvo tiempo de hacer mal a nadie. Si cabe, la mataron a ella. Siete hombres jóvenes reclutados por las milicias hutus, la violaron. Una vez. Y otra. Muchas veces. Los siete entraron eufóricos. Como cada tarde, a esa hora en la que el sol se deja caer de cansancio. Casi todos con las manos manchadas en sangre. Llegaron para tomar un respiro de tanta violencia junta. También 33
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para beber alcohol y fumar marihuana, como de costumbre. Sólo que esta vez se quedaron más de la cuenta. La violaron, sí. Con ira. Paraban sólo para beber y fumar. Como animales. De madrugada, los siete uniformados abandonaron el domicilio para retomar su rutina. Matar y violar. A la víctima la encontraron dos días después. Inconsciente. Tirada en el suelo. Sucia de sangre y de barro. Muros adentro tan solo sobrevivió un viejo transistor desde el que se seguirían emitiendo discursos destinados a multiplicar el rencor y el odio. Un timbre de voz peculiar que continuaría por un tiempo invitando a matar. Con peticiones explícitas para asesinar al vecino tutsi como: “las tumbas no están llenas todavía, ¡sigan ustedes matando!”. Y mataban, sí. Mataban en grupo porque Radio Mil Colinas así se lo pedía. La emisora que comenzó a ser conocida por “radio odio” acabó sus días con el seudónimo de “radio machete”. Machete, sí, la herramienta agrícola convertida en arma letal para rubricar un genocidio. La víctima de esta historia es una mujer hutu, Epiphanie. Sus verdugos, también. No fue la única. Cerca de medio millón de mujeres fueron violadas durante la primavera sangrienta de un país que todavía hoy se sigue llamando Ruanda y que pretende enterrar los nubarrones de su historia más reciente. A la protagonista de este relato le dijeron que la iban a violar y la violaron. Lo que no supieron decirle es que nadie vendría a verla. Ni autoridades ni vecinos. Tampoco su familia. Veintitantos años después, Epiphanie no ha perdido la esperanza. Sigue esperando. Esta vez, a la justicia.
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LOS DISCURSOS NO ALIMENTAN
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e llama Abdi, por sus venas corre sangre eritreo-somalí y hace tiempo que no come caliente. Tiene las costillas apretadas. Se hacen daño las unas a las otras. Se le pueden contar. Envuelta en unos trapos que jamás recuperarán la forma humana, Abdi tiene muy poco que agradecerle a la vida. Viuda desde los treinta y seis, insiste cada día en sacar adelante a uno de sus hijos y a cuatro de sus nietos. Los discursos no alimentan. Abdi se acuesta con hambre, se levanta con más hambre y pasa el día pegada al hambre. De los ochocientos millones de personas que entraron en el siglo XXI atados al ayuno, la mayoría son mujeres y niños. El mundo no se cansa de fabricar pobres a la vez que prohíbe la pobreza. No es fácil explicar el hambre de Abdi a la gente que come todos los días y que no sabe qué es pasar hambre. Observarla acaba magullando la mirada. No sólo es la fatiga y el vacío que pueda tener su estómago. Es la angustia de no tener nada a su alcance para echar a la boca. Hay dolor. Todo es dolor. Sin anestesia. No es un día ni dos ni tres. Son muchos los días hechos de hambre. Para Abdi ha llegado a ser una forma de vida que no le permite pensar, que le dificulta los desplazamientos, que la mantiene postrada durante horas... Y lo que es peor, la condena de vivir con la incertidumbre de si podrá comer al día siguiente. La escena es desagradable e incómoda. Estremece. Supera los límites de la dignidad. A ojos de la economía que se impone Abdi no “existe”. Y no “existe” porque no es rentable. Y no 37
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es rentable porque no consume. Y a los que no consumen los mercados no les necesitan. Todo apunta a que el mundo ya no se plantea acabar con la pobreza por un principio de justicia social; mรกs bien por ser improductiva.
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CUANDO LA VIDA MATA POR DOS VECES
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acen, crecen y mueren pronto. Así de sencillas son las vidas en los distritos mineros de Bolivia. Aquí nadie escapa al perfil de la tragedia, y menos aún las mujeres. Allí donde trabajan a destajo los hombres, también lo hacen ellas. Si en América latina las mujeres sostienen la mitad de los cielos, en Bolivia sacan fuerzas para echar una mano en la otra mitad. Isidora Flores es viuda, tiene sesenta y cuatro años y toneladas de trabajo encima. La mina se llevó a su marido; la silicosis acabó por robarle todo el aire de los pulmones. Si ella sigue atada a este mundo es por sus tres nietos, para cocinarles caliente y ayudarles a crecer. Lejos de una vista agradable, Isidora y los suyos anidan de prestado en una ratonera sin luz de la mina en la que trabajan. Un cuarto sin vistas donde el olor a pobre estrangula y la tenacidad del aire gélido de Potosí acaba mordiendo en los labios. En las noches se aprietan los unos a los otros para repartírselo. Tan sólo el humo de la primera comida del día es capaz de caldear una guarida en la que se acostumbra a masticar lo estrictamente necesario. Las únicas licencias corren a cargo de Isidora, unos tragos de alcohol que no sabe explicar muy bien si para soñar o enterrar lo soñado. La mayoría de las “palliris” son viudas de mineros, sin otra salida que agarrarse al coraje de sus vestimentas y sacar adelante a familias que no siempre tienen con qué hacer la digestión. 41
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La señora Isidora “palla” desde los once años para costearse la vida. Arranca la tierra con las manos para recoger el mineral que desechan los demás. Golpea piedra contra piedra. Selecciona. Y en cada golpe, brazos y esperanzas ceden un poco más. Unas cuantas esquirlas se le han quedado enganchadas al delantal, también a unos ojos hundidos y cansados. La manera de trabajar no ha cambiado de siglo. Tampoco el salario que percibe. Desde sus pequeñas celdas de castigo Isidora y el resto de mineras dedican jornadas de hasta doce horas a rasgar la tierra que pisan. A hurgar en los intestinos del cerro que diera esplendor a nuestro Renacimiento. Apenas se las distingue de entre el material. Se trabaja a cinco mil metros de altura y en silencio. Acostumbradas a la sed, la fatiga y la falta de oxígeno, se reparten la condena con orden. Por estas latitudes se habla con frecuencia de acudir a Dios para encontrar soluciones, pero parece faltarles tiempo. No queda otra que seguir estirando y compartiendo lo que hay. Eso sí, Isidora seguirá cuidando de sus nietos y sus nietos de ella. El destino pretende disculparse en toda Bolivia, pero las sentencias cuelgan de cada una de estas mujeres mineras. A medio morir cantando, que diría el poeta.
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LA ALDEA DE LAS VIUDAS
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legó sola, parió en un santiamén y se fue por donde vino. Rose había caminado durante toda la noche acompañada de sus contracciones. El trayecto no fue fácil. Nada más llegar a la posta médica cercana a Kitgum, se puso a la cola y esperó siete horas antes de pasar a una sala que sirve para todo. Una vez dentro la tumbaron en la única colchoneta libre, le subieron la ropa de cintura para arriba y le pusieron una vía de suero en la muñeca. Si en cuestión de segundos Rose ya empujaba para traer al mundo a su tercera criatura, en apenas veinte minutos el bebé era depositado en los brazos de una madre sin fuerzas. Agotada, minutos después abandonaba el centro para dejar hueco a la siguiente víctima. Afuera nadie esperaba. Sólo los treinta y seis kilómetros que tenía por delante con un recién nacido a las espaldas. Y emprendió la marcha. Nueve horas después, ya de madrugada, unos cuantos perros comidos por la sarna salían a su encuentro. Lokung recuperaba a todos sus vecinos. En esta aldea ugandesa de treinta y cuatro casas de barro, apenas quedan dieciséis familias en pie. Lokung es un trozo de tierra yermo y herido, expuesto a un sol cargante y abrasador. Conocido también por la “aldea de las viudas”, en Lokung todas las familias tienen víctimas del SIDA en sus hogares. La mayoría jóvenes de la edad de Rose, que enterró a su marido ahora hace tres meses; un camionero que cubría la ruta entre Kampala y la región tanzana de Bukova. Adicto al alcohol y las prostitutas, pasaba semanas enteras fuera del domicilio. Murió de SIDA y antes de irse contagió a su esposa. Es posible que a su criatura de días, también. 45
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De SIDA han venido falleciendo igualmente los maridos de sus vecinas. Hace una década que de esta y otras aldeas cercanas tuvieron que emigrar los hombres jóvenes en busca de un salario. Muchos de ellos se emplearon como conductores dentro y fuera del país, un oficio que obliga a pasar parte del tiempo fuera del hogar sin otra distracción que la de conducir y dormir. En esta aldea no se menciona jamás el mal. Parece estar prohibido. Dicen que al marido de Rose lo mató la soledad y el agotamiento. Como al resto. Bien porque dormía poco y a pie del camión, bien porque conducía jornadas extenuantes y sin descansos. Pero la realidad es otra. Algunos camioneros interrumpen esa soledad fumando marihuana mientras conducen, otros beben alcohol para soportar el trabajo y muchos tienen sexo con las profesionales de la prostitución. Se llega a ver como algo normal después de tanto tiempo lejos de sus hogares. Las zonas de aparcamiento nocturno cobran vida poco antes de la media noche. A ellos no les hace falta salir a buscarlo; ya vienen ellas. Mayormente chicas jóvenes sin empleo y algunas infectadas por el VIH. Ellos apenas tienen que bajar las ventanillas y abrir las puertas al desenfreno. Casi siempre sin protección. Pero “violar el sexto mandamiento” comienza a ser una lotería en ciertas zonas del África subsahariana. Una ruleta que pone en riesgo muchas vidas. La movilidad geográfica se encarga del resto. De transportar la enfermedad. Las chicas a pie en sus comunidades y ellos de un lado para otro sobre ruedas. Hasta llevarlo a sus hogares. Así fue como Rose y el resto de sus vecinas se infectaron. Así fue como llegó el virus a la “aldea de las viudas”, un lugar aislado en el norte de Uganda apenas conocido por los cartógrafos de la enfermedad. Pero la vida continua, y el hijo mayor de 46
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Rose ya sueĂąa con ser mayor y trabajar. De camionero. Como su padre.
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LAS MUJERES DE LOS “CUELLOS LARGOS”
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asen, pasen y vean! Acomódense y disfruten de lo nunca visto. ¡Señoras y señores!, el mayor espectáculo del mundo va a dar comienzo. Esta es más o menos la publicidad que venden algunas agencias de viajes tailandesas en sus visitas guiadas a las aldeas fronterizas con Birmania. Allí no espera ninguna mujer barbuda ni tampoco el hombre bala de todo circo que se precie. Allí sólo aguardan unas cuantas familias refugiadas del país vecino con sus mujeres y niñas de “cuellos largos” para deleite de un turismo depredador. La entrada a la villa-espectáculo de Huay Puu Kaeng cuesta cinco euros. Una vez dentro, el paquete de sonrisas y poses que reparte la coral de maniquíes sin escaparates, queda asegurado. El cuello que más aros pasea por la aldea tiene veintisiete y pertenece a Ma Thant. El conjunto de su espiral de bronce sobrepasa los trece kilogramos. A Ma Thant se la sigue anunciando como “mujer jirafa” en todos los paquetes turísticos. Su foto aparece en las agencias de viajes de medio mundo. Parece recién salida de una época lejana, pero ahora le toca simpatizar con antenas parabólicas, el último grito en telefonía móvil y una música estridente de hip hop. Aun así parece seguir recluida al otro lado del mundo. Ma Thant es viuda y lleva cincuenta y siete años viendo pasar los acontecimientos desde su jaula de metal. Trabaja, duerme y se asea con todo el castigo a cuestas. Jamás se lo ha quitado. Ni tan siquiera para parir. Reconoce haberse perdido algo tan natural como ver tomar el pecho a cada uno de sus siete hijos. Pero ahí 49
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no acaba su desdicha. Ma Thant tiene el espinazo encorvado de tanto peso y es incapaz de dirigir la mirada al suelo. Recoger cualquier insignificancia que implique agacharse, le es imposible. Ma Thant lleva toda una vida envuelta por el bronce. Nadie podrá quitarle su pequeña cárcel de encima. Sus músculos están atrofiados y no son capaces de sostener su cráneo. Acabaría desnucada. En esta pista de circo que es la aldea de Huay Puu Kaeng, las mujeres padaung son explotadas de manera cruel. Lo que en su día sólo eran refugiadas birmanas huyendo de la opresión de su gobierno, la industria del turismo las ha transportado al siglo XXI a cambio de dejar atrás la tradición y formar parte del negocio. En muy poco tiempo el número de “cuellos largos” ha aumentado. Se ha pasado de unas pocas decenas a más de un centenar. La codicia de los tour operadores no tiene límites y todos los ojos han visto en ellas excelentes máquinas de hacer dinero. Todo hace indicar que el futuro de las mujeres de “cuellos largos” depende del bronce. Del atractivo circense que puedan seguir ofreciendo. Un futuro que pasa por mantener abierto este zoológico con bestias humanas en la pista central. Y así lo refrendan todas las ofertas turísticas del país que no se cansan de ofrecer todo tipo de emociones étnicas al visitante. Los “cuellos largos” son su número estelar. Al aire libre. Sin carpa ni trapecios.
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SILENCIO, SE TRABAJA
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rabaja. Es todo lo que hace. No conoce fiestas ni descansos. Tras cuarenta y tantos años de condena, sus espaldas han venido resistiendo a un peso superior a los sesenta y cuatro millones de kilos de piedra. Todo para comer caliente dos veces al día. Encontrar justificación a la labor inhumana que Parvati desempeña cada jornada, no es fácil; habría que bajarse a los infiernos para poder entenderlo. Los esfuerzos que a uno le pasan por delante son de otro siglo. Parvati ha trabajado siempre en la misma cantera, situada en la región nepalí de Nepalgang. Comenzó a cargar piedra de niña, junto a su madre. Siguió cargando piedra de joven. Luego, de casada. Y sigue haciéndolo. Sólo ha interrumpido su trabajo para parir a sus tres hijos, en el día de su boda y para enterrar a su marido. Esos cinco días se quedó sin salario. El resto ha sido todo trabajo. Toda una vida pegada a la piedra. Piedra y más piedra. Toneladas de piedra. Techos y muros de piedra. Parvati, que significa hija de la montaña, pronto cumplirá cincuenta y seis años. Físicamente es incapaz de enderezar su cuerpo. Su columna está aplastada y arqueada de arrastrar tanto peso durante todos estos años. Sesenta y cuatro mil toneladas de piedra en su hoja de servicios; el equivalente a dos mil quinientos sesenta viajes de un camión de tres ejes y veinticinco toneladas de carga. Con una normativa laboral de ocho horas de trabajo, descanso semanal, días festivos y vacaciones anuales, el conductor del vehículo necesitaría de un año para culminar semejante proeza. 53
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La señora Parvati también tiene a una de sus hijas trabajando con ella. Ambas se levantan a las cinco de la madrugada y a las seis ya están preparadas para enfrentarse al sufrimiento que ofrece su oficio. La cantera se sitúa en una hondonada presidida por un viejo molino encargado de triturar el material, unas cuantas montañas de grava alrededor y una atmósfera que desde primeras horas tiñe de polvo blanco todo lo que ve y hace toser todo lo que se mueve. A pesar de tanta hostilidad no hay disculpas para que las porteadoras se agachen a pie de tolva a llenar sus canastos. Unos cincuenta kilos de piedra. Una vez consiguen incorporarse, se desplazan con orden hasta alcanzar el punto donde descargar todo el peso que llevan a sus espaldas. Para ello deben recorrer unos doscientos metros y sortear unos cuantos cerros de grava del mismo color y tamaño. A media mañana el calor y la humedad comienzan a dejar huella en las extremidades de las porteadoras. El recorrido se vuelve intratable. A la doce en punto la producción se detiene para llenar los estómagos, aunque el menú sea siempre el mismo. Arroz y pan de chapati. Parvati se sienta junto a su hija; antes lo hacía junto a su marido. Él también trabajó durante veintisiete años en este lugar, llenando los canastos de las porteadoras. Aquí se conocieron y aquí murió de lo que muere la mayoría. De silicosis. La esperanza de vida para estos trabajos no va mucho más allá de los cuarenta; pero Parvati es una de las pocas excepciones. Ella ha roto la media de los que respiran este polvo de silicio que acaba con los pulmones. Y sigue en ello. Traspasado el medio día las fuerzas escasean pero tanto Parvati como su hija siguen en pie. Cargando y transportando canastos a reventar de piedra para seguir comiendo todos los días. Es la hora más tórrida. 54
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El calor es sofocante y el aire no corre. Las dificultades para respirar se incrementan. El polvo que ante les hacía sólo carraspear ahora les ciega y quema los ojos. También se mezcla con la humedad y se incrusta en los poros de sus caras. A estas alturas de la jornada crecen los jadeos. Sigue faltando aire. Pero madre e hija doblan sus espaldas y sacan aliento de donde no lo hay. Las dos pretenden seguir trabajando hasta que las fuerzas les abandonen. Individualmente realizan unos setenta y dos viajes en sus doce horas de trabajo, cargando unos tres mil seiscientos kilos de piedra en cada espalda. Al final de la jornada llegan a recorrer una media de quince kilómetros con todo el peso del mundo a sus lomos. Y todo a unos precios irrisorios. Su salario no es fijo, dependerá de los viajes que hagan y de cómo se cotice la piedra esa semana. De media vienen cobrando unos cinco euros por cada jornada que dejan en este infierno. Más que pésimas condiciones laborales, no hay ninguna. El trabajo no solo es extenuante, también un riesgo permanente. Algunas mujeres han sido vencidas por el peso de la carga y han aparecido sepultadas por la piedra. Realmente las porteadoras por sí solas no valen nada, solo en el momento de transportar el “preciado” material. A medida que la fuerza laboral comienza a abandonar la cantera, mujeres y hombres dejan translucir la pobreza que recorre estas latitudes. Hay que ser tremendamente pobre para soportar estas condiciones de trabajo y de vida. 55
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Resulta increíble que haya oficios así y mujeres trabajando de esta manera tan poco humana. Sorprende que en siglo XXI existan todavía oficios a este precio. Pero todo lo que parece, es. No hay nada fruto de la imaginación.
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POSTALES DE POLVO Y ARENA
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o hace frío. Tampoco calor. Pero la arena y el viento se encargan de ir borrando todos los caminos de quita y pon que unen los campamentos de refugiados saharauis en la región argelina de Tinduf. En esta tierra de alquiler, unos ciento cincuenta mil expatriados saharauis siguen esperando un referéndum. Hasta ahora sólo han aterrizan promesas. Y de seguido, el desengaño. Cuarenta y dos años de destierro ridiculizan la labor de toda la comunidad internacional. Fatma es una postal en vida de ese exilio. Su documento español de identidad acredita que tiene ochenta años, que nació en El Aaiún y que de profesión se dedica a sus labores. Casi todas sus fuerzas parecen estar hechas del pasado. De sus años en el Sahara Occidental guarda estupendos recuerdos, incluidas las representaciones que ofrecía la Sección Femenina en aquella época. El cuidado de los hijos y las tareas del hogar le ocupaban la mayor parte del tiempo, pero siempre había momentos para echar un vistazo a la prensa española que llegaba de Madrid. Fatma jamás olvidará la primera vez que la sentaron delante de un televisor para ver cómo los americanos llegaban a la luna en 1969. Tampoco la muerte de su marido, cuatro años más tarde, por el que guardaría un luto de cuatro meses y diez días. Desde entonces no ha vuelto a mirar a los ojos a ningún otro hombre. Fueron los últimos coletazos del sueño imperial español. De una colonia, la del Sahara, que se había convertido en una provincia más. Como Cuenca o Salamanca. Sólo que allí los procuradores juraban sus cargos sobre el Corán. Pero por entresijos de la época, España recogió sus enseres, se dio media vuelta y entregó 59
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el protectorado a Marruecos. Una bandera española a media asta por la muerte de Franco es la penúltima imagen que Fatma guarda de El Aaiún. La última, el éxodo de todo un pueblo apenas una semana después. La mujer empleó cinco semanas en cubrir una travesía desértica de unos mil kilómetros bajo un sol de los que reclaman víctimas. El veintiséis de febrero de 1976 llegó a los campamentos de refugiados, a Tinduf, de donde no se ha vuelto a mover jamás. “La Meca” del pueblo saharaui reparte kilómetros de sufrimiento. Tinduf es un erial. Un paisaje bíblico. Inhóspito. Intratable. Una especie de tienda de campaña grande que llega a perderse con la vista. Aquí nadie es joven durante mucho tiempo. El olor a exilio estrangula y la uniformidad del horizonte no concede nada nuevo a la vista. Si el frío de los inviernos llega a hacer daño, las temperaturas en verano matan a cualquier animal. Para vivir en estas condiciones hay que ser catedráticos del sentido común y caminar al ritmo de los termómetros. Y la arena. Presente en todas partes. En las tazas de té. En los rostros. En las mochilas de los colegiales, en aquellos equipajes preparados para el retorno. El paisaje cansa. Es siempre el mismo. Árido. No hay agua ni pastos. Apenas se ven hombres. Sólo mujeres y críos. Ellas abriendo trincheras para amasar adobe y ellos corriendo detrás de todo lo que se mueve. Cada vez cuesta más celebrar los aniversarios. Prospera la decepción entre las nuevas generaciones. Comienzan a perderse las costumbres de qué poder hacer al día siguiente. Sólo el té y las conversaciones ayudan a combatir el aburrimiento. Habitual del insomnio, Fatma sigue extrañando el lugar que pisa. Tanta puerta al desierto acaba desgastando los ánimos. Acumula decepción en la mirada. En sus manos hay dolor enterrado. Son manos de 60
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otro tiempo, de las que han ido tejiendo el exilio. Fatma se trajo con ella el perfume, pero olvidรณ recoger la etiqueta.
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TRAS LOS CASCOTES DEL MURO DE BERLÍN
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odos los días de la semana la señora petreska se pone a la cola en un centro de beneficencia para personas sin recursos. Tiene setenta y dos años y vive de la caridad.
La señora pretreska está acostumbrada. Se levanta a las cinco de la mañana cada día. Ya lo hacía para hacer la fila del pan y de la leche durante la dictadura rumana de Ceaucescu. Ahora lo hace para tomar un vaso de leche caliente y media docena de galletas untadas de mantequilla en un comedor social. Petreska y su marido jamás tuvieron una existencia fácil durante el experimento comunista de la Rumanía del dictador. Entre las cinco y las ocho ella hacía la primera cola de la mañana para comprar la leche y el pan. A veces bajo el paraguas de los treinta grados bajo cero. Él solía hacer la de la carne, aunque muchas veces en las estanterías sólo quedaba el polvo del día anterior. A medio día ambos probaban con los productos de higiene más básicos. A veces conseguir un rollo de papel higiénico llegaba a ser una gesta. De regreso al hogar, la subsistencia se complicaba todavía más. Racionamientos de agua, de luz y de calefacción comunitaria. Las mantas jamás escasearon. Unas sobre otras para enfrentar la violencia del frío. Y fueron esas condiciones de autoridad y racionamiento, añadidas a los vientos de cambio que trajeron los escombros del muro de Berlín, las que dieron lugar a las revueltas que acabaron con el dictador. A pesar de estar educados en el odio con todo aquello que sobrepasase los límites de sus fronteras, 63
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media Rumanía soñaba con escapar del país. Casi todos ansiaban abrazar la abundancia y las libertades que derrochaba occidente. El nivel de hartazgo de los rumanos llegó a límites de no poder respirar. Las cartillas de racionamiento dejaron de calmar las ganas de comer de la población, en los hospitales se dejó de dar de comer a los enfermos mayores de sesenta años y en las escuelas dejaron de utilizar la calefacción en los últimos inviernos. La mayoría se cansó de pasar frío y hambre. Quitaron el miedo y salieron a las calles a reclamar libertad. “Despierta, rumano” era la locución favorita del marido de petreska. A voz en grito la exhibió por las calles durante las revueltas de diciembre del ochenta y nueve. Pedirle al dictador que hiciera sus maletas, le costó la vida. Fue la única revolución del bloque socialista en la que la sangre manchó los adoquines. Y llegó la abundancia. Una propuesta de consumo para una población criada en la necesidad. El ansiado sistema que prometía cambios y libertades aterrizó con fuerza en la Rumanía del siglo XXI. También las brechas de la nueva economía. El país sigue siendo el más pobre de la Unión Europea. Muchos de los obreros que sentaron los cimientos de la nación rumana cobran hoy unas rentas que nada tienen que ver con el resto de los europeos; una media que no llega a los doscientos euros mientras el capitalismo salvaje mira para otra parte y reparte consignas de “sálvese quien pueda”. La pensión de petreska es inferior a los noventa euros mensuales. Y los tiene que estirar para pagar un cuarto con techo y cuatro paredes pintadas con cal. Sin calefacción. Sin agua. Sin retrete para sus necesidades. Un reducido camastro y una silla para sentarse a zurcir los calcetines que le ayuden a pasar el invierno ocupan todo el espacio. No hay pertenencias a la vista. petreska no ha notado los cambios. Sólo las luces y los letreros de las grandes firmas comerciales instaladas en las avenidas principales. 64
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Petreska sigue pasando hambre, frío y soledad. Petreska tendrá que seguir madrugando para sobrevivir. Como muchos otros pensionistas rumanos, tendrá que seguir poniéndose a la fila si quiere comer. Cuando de programas sociales, cuando de la caridad.
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TRES VECES MADRE
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adre, abuela y otra vez madre. A sus ochenta y tres años la señora Ildaura asume una nueva maternidad; la tercera. Se ha hecho cargo de los dos hijos de su nieta Delia Inés.
De los cincuenta y dos millones de empleadas domésticas que hay en el mundo, veinte son latinoamericanas. Se estima que en España hay medio millón de estas mujeres latinas en el sector doméstico, muchas de ellas ecuatorianas que han migrado a nuestro país para atender a nuestros hijos y cuidar de nuestros mayores. Delia Inés llegó al antiguo aeropuerto de Barajas para trabajar como doméstica en Madrid. Su marido Juan lo hizo tiempo atrás a Ciudad de Panamá. Para llevar a cabo esta realidad, a Delia Inés no le quedó otra salida que dejar a sus dos herederos de cuatro y seis años a cargo de su abuela Ildaura. No pudo contar con las fuerzas de su madre; ésta ya cuidaba a cuatro de sus nietos en Quito, la capital. Ocho mil doscientos veintiún kilómetros separan a Delia Inés de su abuela. Una en España y la otra en Ecuador. Las dos realizan la misma tarea todos los días; las dos cuidan niños. Si Ildaura atiende a sus bisnietos, Delia Inés hace lo propio con los hijos de una familia española a orillas del Mediterráneo. Desde las primeras horas de la mañana Delia Inés levanta, viste y pone los desayunos a los hijos de una familia ajena. Siete horas más tarde, su abuela Ildaura también despierta y pone los almuerzos en la mesa a los hijos de su nieta en un pequeño pueblo ecuatoriano llamado Alao, en la provincia ecuatoriana de Chimborazo. El resto de labores a lo largo de la jornada vienen siendo similares. Y si una tiene que dar cuentas a 67
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sus señores, la otra se las da a su nieta. Las dos desempeñan su labor lo mejor que saben y pueden. Delia Inés no podría trabajar sin el esfuerzo y la ayuda de su abuela; tampoco Ildaura y sus bisnietos podrían respirar sin los envíos que Delia Inés hace todos los meses. Es lo que llaman intercambio de cuidados por remesas. Un acuerdo entre las jóvenes que migran y las personas mayores que se quedan a cargo de los más pequeños. Las dos son parte de la vida cotidiana de muchas familias latinoamericanas. Si una depende del sueldo de una familia extraña, la otra de los ahorros que le hacen llegar. Hasta la partida de su nieta, en casa de Ildaura se sobrevivía con la pensión mínima de viudedad que cobra del “seguro montepío” ecuatoriano. Tan mínima que no llega para hacer las tres comidas diarias. Hoy, mientras Delia Inés sigue cuidando de niños en paraísos ajenos, en el estrecho domicilio de la señora Ildaura alcanza para comer, vestir y comenzar un nuevo día. Cuidar de sus bisnietos es un trabajo duro. A veces, agotador. Pero Ildaura se siente orgullosa de hacerlo cada día y sacarles adelante. Está acostumbrada. Anteriormente lo hizo con sus nietos y primero con sus hijos. La señora Ildaura lleva pegada al trabajo setenta y seis años; desde los nueve. Todavía hoy saca tiempo para labrar la tierra donde nació. A pesar de estar muy cerca de los techos del mundo, las vistas de Ildaura son reducidas. Lo poco que conoce más allá de donde le alcanza la vista es de oídas, de los que regresan de su travesía migratoria. De vecinos que salieron con maletas y están de vuelta. Ildaura también conoce la parte más negativa de las migraciones; de cómo éstas acaban fraccionando familias. De ahí que cuide de sus bisnietos lo mejor que sabe; sobre todo para que estos no sientan la necesidad de abandonar los límites del país. Y para ello no repara en excesos. Un día sí y un día no acompaña a sus dos bisnietos a la ciber-tienda más cercana para que su nieta Delia Inés pueda seguir viendo crecer a sus 68
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dos niños. La magia del internet hace que todos a una puedan verse y compartir confidencias a través de una pequeña pantalla. Son momentos duros y alegres a la vez, pero siempre emocionantes. En el ánimo de Delia Inés está el regresar cuanto antes para encontrarse con los suyos y encenderles la luz. Pero la escasez de oportunidades que ofrecen estas latitudes pone a las personas en su sitio. Los hijos de Delia Inés, o lo que es lo mismo, los bisnietos de Ildaura, ya han puesto sus pequeños sueños en el mapa; en ir más allá de sus fronteras. Como su padre. Como su madre. Como lo hacen a diario otros muchos latinoamericanos.
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OLVIDADAS
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hina. La nación más poblada de la tierra. El país de “todo a cien”. La señora Li Tang es un grano más de tantos; una anciana de 83 años que vive de la caridad. Originaria de la región de Guangzhou, pasa sus días más helados en una casa de beneficencia en la isla de Sanchuang.
Madre y abuela, la señora Tang ha trabajado toda su vida. Primero para sus padres y luego para su familia. Siempre dispuesta; entregando todas sus fuerzas. Sólo sus dos embarazos le permitieron estar lejos de unos campos de arroz que ha venido labrando con sus manos y una entereza de tiempos. La señora Ly se quedó viuda muy joven, a los 34 años. Y muy sola. Nunca tuvo amigas; tampoco tiempo para ello. El trabajo en la casa y en los arrozales siempre reclamaba su presencia. La señora Li tang jamás ha preguntado por sus derechos como mujer. Su vida ha estado atada al arroz. Apenas ha tenido una percepción más allá del rincón de tierra que le ha tocado sembrar y recoger desde su infancia. No es ninguna excepción. Casi las dos terceras partes de la mano agrícola china son mujeres. En las áreas más rurales de Guangzhou todavía hoy escasean los caminos y la electricidad. Los teléfonos se consideran un lujo y las comodidades son sólo ilusiones. Las vidas de unos y otros son bastante parecidas y los días son todos los mismos. Tienen idéntico tono gris. Mientras los hombres se emplean en arar la tierra con sus búfalas, las mujeres van sembrando la tierra de cereal. Como casi todas, las jornadas de Tang llegaban 71
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a ser interminables y agotadoras. Quedaron tatuadas en su columna vertebral, que se vuelve un cuatro cada vez que intenta incorporarse. En estas comunidades apartadas donde a los maestros se les pagaba con sacos de arroz, los hijos de Li tang crecieron y emigraron a construir la China del crecimiento desmedido, la de los edificios altos y luminosos de las grandes urbes. A día de hoy, algunos de sus nietos comen hamburguesas en EE.UU, calzan botines y viven el gran sueño americano. Atrás se dejaron a la señora Tang. Recogida en su cuello mao, mirando a Confucio y sesteando sus horas más lentas de la caridad. Unos por otros, se olvidaron de venir a recogerla
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VIVIR CON MIEDO
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emira, nombre ficticio, es una mujer eritrea de veintitantos años que no quiere hablar de la historia que le persigue. Tiene miedo. Como la mayoría de las personas de su país. Allí todo el mundo tiene miedo de todo el mundo. Casi nadie habla con nadie por temor a las autoridades. Tampoco con sus familiares. Salvo excepciones, todos son “propiedad” del Estado. Lo poco que se sabe de Semira es por terceros. Que desertó del ejército con su marido, que fue traficada como muchos refugiados que huyen de su país, que perdió a su esposo en el trayecto, que tuvo que trabajar en régimen de semiesclavitud para pagar su libertad, que se subió a un viejo cascarón libio para encontrar los paraísos de Europa, que no llegó a ninguna parte, que pasó por un campo de refugiados sudanés y que reza todos los días para no tener que volver a su país. Dicen que la mayor filial del infierno está en áfrica. Concretamente en este país de renglones torcidos. Conocida también por la “Corea del norte negra”, Eritrea no está gobernada por la ley; más bien por el miedo, la tortura y un estado de excepción permanente. La ausencia de los derechos más elementales, la miseria por la que atraviesa la mayor parte de sus habitantes y un servicio militar de por vida en la mayoría de los casos, hacen de este joven país una prisión a cielo abierto. Una quinta parte de sus ciudadanos ha huido. La diáspora se reparte por distintos países europeos, en campos de refugiados etíopes y sudaneses mayormente y en las profundidades del mar, víctimas de los 75
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naufragios. Algunos descubrimos Eritrea en aguas del Mediterráneo. A través de viejas embarcaciones navegando a la deriva y repletas de ciudadanos de esta nacionalidad. Todos huyendo de los horrores de su país y buscando las costas de Europa con la imaginación. Semira asiente con la cabeza, pero calla. El miedo puede más que ella.
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APÁTRIDAS
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res balas en la cabeza dejaron sin aliento a Amez Azadyan. El atentado tuvo lugar delante de su mujer, sus tres hijos, sus dos nueras y cuatro de sus nietos. Amez pretendía poner a salvo a su familia en el cantón kurdo de Kobani, la ciudad Siria que fuera blanco de todas las iras del dictador Bashar Al Assad y que hoy es conocida como el “Stalingrado kurdo”, por todos los disparates que allí han venido desplegando los grupos yihadistas del Estado Islámico. Trece meses después de enterrar a su marido, Gona Azadyan, sus tres hijos, sus dos nueras y cuatro de sus nietos salieron a buscar refugio. Armados de coraje, abrigos y mantas emprendieron un viaje a la desesperada. Lo que quedaba de familia se dirigió al paso con Turquía más cercano. Allí encontraron espacio frente a la valla fronteriza y se sumaron a unos cuantos cientos de personas que llevaban tiempo esperando lo mismo, su oportunidad. La población refugiada en el mundo sobrepasa los sesenta y cinco millones de personas. Cada minuto de 2016 veinte personas lo abandonaron todo para ponerse a salvo lejos de sus hogares. Tras dejar atrás el miedo y decididos a sortear la penúltima dificultad, miles de refugiados siguen llegando todos los días a las fronteras de los cinco continentes. Una tierra de todos y de nadie; pasillos que unen y dividen a la vez, testigos privilegiados de esta tragedia humana. Las personas siguen huyendo de sus hogares para ponerse a salvo. Lo vienen haciendo desde la anti79
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güedad. Sólo que en el siglo XXI el número de latidos en las barreras fronterizas va en aumento. Llegan hambrientos. Extenuados. Con el cansancio de semanas de caminata a sus espaldas. Llegan y esperan a hacerse un hueco con dignidad. Terminan por agolparse a la intemperie o bien en tiendas de campaña que las organizaciones humanitarias habilitan para dibujarles un éxodo más humano. Casi todo es improvisación. Escasean los alimentos y la seguridad. Las colas para recibir medicación, raciones de comida y hacer las necesidades más básicas se hacen interminables. Frente a las alambradas todo es incertidumbre. Cabalga el temor a que todo se eternice. Todos aspiran a pasar del otro lado. Un pasaje al que ellos llaman libertad, pero que no deja de ser una prolongación de su drama. Y mientras, sigue llegando más gente. Con bultos en las cabezas y cachivaches en las manos. Es la primera parada de otras muchas. Hubo un tiempo en el que las fronteras sólo se cruzaban de día. Hoy se transitan a todas horas. La familia Azadyan lo hizo a media noche y con el temor a lo desconocido. Después de diecinueve días varados junto a la valla fronteriza las puertas se abrieron para Gona, sus tres hijos, sus dos nueras y cuatro de sus nietos. A todos les aguardaba seguir huyendo. De levantar el polvo de los caminos. De pasar sed y fatiga. El coste humano de optar a una nueva vida. Apenas una breve estancia en el Kurdistán iraquí y vuelta a empezar. Revueltas en la zona obligaron a Gona y su familia a poner los pies en la carretera otra vez. De nuevo las alambradas de la frontera turca y el temor de siglos a sus autoridades. Una vez más las esperas, las colas interminables y la incertidumbre. 80
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Después de vagar un año entero por atajos de la geografía turca, la familia Azadyan logró cruzar la frontera con Bulgaria. En este país se ganarían la vida mendigando en las calles, limpiando escaleras y arando la tierra en casas de labranza. Ahora tienen fijada su residencia en Grecia, donde Gona Azadyan ha cumplido setenta y un años y sus hijos y sus nueras cuidan de ella. Son parte de la diáspora kurda diseminada por el mundo que sigue soñando con el regreso. Como la mayoría, son apátridas. No existen para ningún Estado. Viven desprovistos de toda legalidad. Media vida de Gona podría medirse en kilómetros. Los lleva a fuego en las suelas de sus zapatos. Primero como desplazada en su propio país y luego como refugiada. Han caído ya casi todos los altares y Europa sigue sin dar respuestas al éxodo. Víctima de una complicada partida de ajedrez geopolítica, Gona Azadyan anhela volver a pisar su trozo de tierra en paz. Reza todos los días para que así sea. Le ha pedido a sus tres hijos y a sus dos nueras que la entierren en Kobani, junto a su marido, muy cerca de sus familiares, próxima a sus vecinos de toda la vida.
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MUJER, VIUDA Y VÍCTIMA
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Perfecto Cárdenas se lo llevaron la noche que cumplió sesenta y dos años. Le sacaron de la cama a punta de fusil. Apenas le dieron tiempo para atarse los zapatos. Nunca más se supo de él. A Perfecto le dieron un paseo, le pusieron frente a la pared y le ejecutaron. Once años después, su viuda sigue escuchando disparos en medio de la noche. Concretamente, cuatro. Natural del departamento de Ayacucho, Martina Mamani no habla castellano; sólo quechua. Tras años de convivir con la violencia, sus ánimos siguen divididos. Si a su marido le asesinaron los correligionarios de Sendero Luminoso, dos de sus hijos se sumaron a la lucha de la organización terrorista por dignidad. Uno de ellos murió en combate; el otro sigue inscrito en el censo de los desaparecidos. En lo que a Perfecto se refiere, él también fue simpatizante de las ideas revolucionarias de Sendero Luminoso. Indígena, pobre y campesino, reunía casi todos los precedentes para ser adoctrinado. Sus ideales le llevaron a comprometer su “cuota de sangre” con la organización. Pero verdad o no, algunos rumores autorizados dijeron tener pruebas de que el servicial Perfecto se había vuelto un confidente de la Prefectura Nacional de Ayacucho. Esa fue la única razón por la que a Perfecto Cárdenas se lo llevaron en mitad de la noche y le ejecutaron frente a la pared. En Ayacucho se dieron todos los requisitos para la rabia, el reproche ciudadano y la llegada de las ideas agitadoras que hicieron prosperar a Sendero Luminoso. Separada por seiscientos kilómetros de la capital, 83
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esta esquina del mundo acumulaba un retraso de siglos. Olvidada por Dios y las autoridades, a la región sólo llegaba el uno por ciento del producto interior bruto del país. El Perú se jodió en los años ochenta. El terror nacido de los techos de la nación pronto se desplazaría a la mismísima capital. Hasta allí llegarían las doctrinas revolucionarias en defensa del campo y sus inquilinos. El país se desangró dejando un reguero de viudas y huérfanos en varias comarcas. Casi la mitad de los setenta mil muertos que dejó el conflicto se concentraron en Ayacucho, lo que convirtió al departamento en el “rincón de los muertos”, justo lo que su nombre significa en lengua quechua. Los bandos en conflicto cometieron verdaderas atrocidades y dejaron demasiadas heridas abiertas a ambos lados de los caminos. Si los “terrucos” de Sendero ejecutaban civiles por no sumarse a la causa, la represión de las Fuerzas Armadas en las zonas rurales fue desmedida, torturando hasta la muerte a cientos de campesinos indígenas e indefensos. Entre unos y otros llenaron al país andino de fosas comunes repletas de inocentes. No debe ser fácil la vida después de poner tantos muertos delante. A sus sesenta y nueve años, Martina sigue levantando la cabeza todos los días. A pesar de seguir notando el frío al otro lado de la cama. A pesar de la ausencia de sus dos hijos mayores. El Estado nunca le ha ayudado ni económica ni psicológicamente; jamás ha sido considerada una víctima del conflicto. Sobrevive a duras penas de los tres animales de lana que tiene en su cuadra y de un sembrado de patatas en una loma próxima. Martina Mamani nunca ha reclamado nada; tan sólo encontrarse con la verdad; que le devuelvan lo que le quitaron, el cuerpo de Perfecto, para darle cristiana sepultura.
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UN FUNERAL PARA DON TIBURCIO
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on las manos y una paciencia de siglos. Así desenterró Otilia a su marido. Arañando la tierra que le echaron encima dos años atrás. Ella sola. Enterrando las uñas en la fosa común. Allí encontró a Tiburcio en posición fetal, con restos de cal y señales de sufrimiento. En la autopsia se puede leer que a su marido lo enterraron vivo. Otilia Tzul es una de las cuarenta y cinco mil viudas del conflicto guatemalteco y símbolo de una américa desgarrada por la represión y los autoritarismos. Tiburcio Kunil fue una víctima de la represión ejercida por el Estado en las comunidades indígenas de Guatemala. Han tenido que pasar dos largos años. Odilia, ahora sí, tiene el consuelo de haber recuperado el cadáver de su marido. Cuanto menos para echarle tierra decentemente. En su casa todo está dispuesto desde primeras horas de la tarde. El difunto metido en su caja de madera ya preside el cuarto elegido para el velorio. En la estancia apenas hay luz y el aire que se respira es bastante rancio; una mezcla entre el olor a pobre y el maíz cocido a fuego lento que se le ofrece a los que van llegando. El ataúd es sencillo, de tabla de pino y remachado con prisas. No tiene orlas ni flores ni escapularios a la vista. Está desnudo. Con Tiburcio dentro. Amortajado en una sábana de color gris. Los familiares más allegados llevan ya su tiempo, pero es entrada la noche cuando llega el resto del ve87
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cindario. Nada más poner los pies en la sala, el protocolo invita a que las mujeres se acerquen a la viuda para llorar con ella. Los hombres, en cambio, se detienen ante el féretro, se quitan el sombrero y luego salen al patio a hablar de las virtudes del difunto. El velatorio representa en todo momento una imagen de sosiego, pero subyace la opresión y la rabia de siglos. Todos los presentes han perdido padres, hijos y hermanos por las políticas de tierra arrasada que el Estado ha venido practicando en este país durante años. Y eso no es fácil de olvidar. Originaria del municipio de Sacapulas, en el departamento del Quiché, Odilia ha seguido retando a un destino ya trazado en estos dos años de ausencias. Ha envejecido prematuramente. El desgaste sufrido es semejante al de las suelas de sus alpargatas. Odilia sólo ha parado para tomar aliento y seguir. Primero se empleó como jornalera en una hacienda para sacar adelante a sus tres criaturas, destripando el terreno a golpes de azadón. Cuando retorciendo el gesto cuando humedecida en sudor. Luego fue sacando tiempo y fuerzas para recorrer caminos y llamar a las puertas de todas las instituciones públicas y privadas, incluidas las iglesias. Nada. Ni una sola respuesta. Un minucioso recuento de la prensa nacional de la época arroja cifras aterradoras. Más de cien mil ejecuciones extrajudiciales, cuarenta mil desaparecidos, un millón de desplazados internos, más de cien mil refugiados, ciento cincuenta mil huérfanos y más de cuatrocientas cuarenta aldeas arrasadas. Son las víctimas inexistentes. Los sepultados por la historia de un país que se ha olvidado de una parte de su población indígena y mayoritaria, azotada por la opresión y la miseria. 88
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Es madrugada. Nadie abandona su sitio. Aquí todos están acostumbrados a las noches en vela. Bajo unos techos de calamina las mujeres permanecen ahora más juntas, esta vez protegiendo del frío a la viuda. Los hombres resisten todos fuera, tomando unos tragos para templar sus cuerpos y regalar confidencias. Los únicos que duermen son los críos, de diferentes posturas y en distintos lugares. Algunas de esas conversaciones varoniles trascienden el murmullo y la mayoría cortan la respiración. Son relatos vividos en primera persona. Estremecen. Algunos cuentan haber estado secuestrados durante semanas en túneles bajo tierra y en salas de torturas. A pan y agua. Otros dicen haber salvado sus vidas poco antes de ser quemados vivos. Hay testigos de matanzas colectivas, de cómo pasaban a bayoneta a jóvenes embarazadas. Dos personas entradas en años relatan cómo descolgaron a sus compatriotas de los postes de la luz. Ahora sí, el velatorio parece estar frente a los horrores de un pasado que es presente. Todas las heridas de un país juntas y sin cicatrizar. Todo indica que a raíz de la conquista cimentada en la espada y la cruz, el indígena ha sido fruto del abuso continuado, del aislamiento social y de la pobreza extrema. Una pobreza que ofende y humilla, y a la que se han sumado la ignorancia y la injusticia. Dentro se siguen escuchando los gemidos de algunas mujeres y el ajetreo de algunas madres con sus hijos. Afuera quiere amanecer y le cuesta. La luz titubea por la espesa niebla que tiene a sus espaldas. Están todos los que llegaron. Hombres, mujeres y niños. Una voz autorizada por la familia grita por tres veces que a las once de la mañana están previstos los oficios para dar tierra al difunto. A Tiburcio Kunil. Por segunda vez. 89
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UN CEMENTERIO PARA LAS VIUDAS
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as mujeres en la India jamás gritan; apenas susurran. Y a Vishakah ni se la oye. La mujer es un manojo de piel y huesos que camina con la espalda arqueada. Una radiografía errante que lleva media vida escondiendo la mirada entre las calles de la ciudad santa de Vrindaban.
Casada a los doce y viuda a los quince, el delito de Vishakah pasa por haber nacido mujer. En su matrimonio no cabían más prisas. Arreglado a la medida de una familia sin posibles, conoció a su marido minutos antes de su boda. Para entonces ya había perdido hasta el nombre. Dejó de ser una persona para transformarse en un utensilio. Humilde, ignorante y mujer, a Vishakah le tenían arreglado un segundo matrimonio; una segunda condena a la que pudo resistir. Olvidada por todos, llegó a la ciudad de Vrindaban para no abandonarla jamás. De eso hace ahora treinta años. Lo hizo sin billete y en el último vagón, custodiada por dos de sus hijos y envuelta en un sari blanco que todavía hoy recuerda. Vishakah pasa de los setenta y lleva casi la mitad viviendo de lo que no quieren los demás. Subsiste de manera precaria. Como la mayoría de la legión de viudas que recorre los laberintos de la ciudad, no sabe leer ni escribir. A todas ellas se les puede distinguir por sus vestimentas blancas, cuando hormigueando la ciudad 91
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cuando agonizando en plena calle. No tienen una vida fácil. Se dan casos de violación. De prostitución. Hay testimonios de que algunas de las que aún guardan cierta juventud han sido vendidas en pueblos cercanos para rentabilizar sus fuerzas. Son mujeres atropelladas un día sí y otro también. En las calles abiertas al polvo, Vishakah pide limosna con una mano. Con la otra se agarra a un endeble bastón que le conduce los pasos allá por donde zigzaguea. Camina descalza y sin apenas visión, como una especie de envoltorio blanco obligado a esconder sus “vergüenzas”. Y mientras ella mendiga unos saquitos de arroz, otras se congregan en los lugares santos por decenas para entonar cánticos, rezos y plegarias al Dios Krishna en turnos de cuatro horas. Allí se muestran unos rostros a otros. También las cicatrices del pasado. Éstas saltan a la vista. Las más recatadas se ganan el sustento custodiando sandalias y zapatos a las puertas de los templos que protegen la ciudad. Vishakah no tiene para pagarse unas gafas. Tampoco un lugar para dormir. La especulación inmobiliaria de los últimos años terminó por arrojarla a las calles. Ahora la levanta el frío de las mañanas. Duerme en cuclillas y a la intemperie, envuelta en su sari blanco y sobre los restos de una cartelera del mejor cine “Bolibudiense”. La mujer en la India es poco más que nada; y sin marido menos todavía. Las estadísticas hablan de unos treinta y cinco millones en este país. La mayoría de ellas catalogadas como ciudadanas de segunda y desgraciadas hasta decir basta. Más conocida por la “ciudad de las viudas”, Vrindaban no deja de recibir víctimas todos los días. A veces 92
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solas y otras custodiadas. Pero más que una ciudad, todo apunta a un cementerio para las cerca de veinte mil viudas que pelean por sobrevivir en este trozo de geografía cercano a las vistas que ofrece el mausoleo del Taj Mahal. Todas viven una tercera condena. Lapidadas en vida por unos y por otros, la mayoría opta por ocultarse. Toda una sociedad se ha vuelto cómplice con su silencio, mira para otra parte y se esconde en las tradiciones.
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