Atajo. A medio camino, a medio morir saltando.
At
Atajo
El acort a m i e n to es una política. Lo es, en
cuanto todo encoger pretende poner en escena, o mejor dicho, hacer de la escena un enmarcamiento que, sin la gradualidad del tránsito, ponga de manifiesto la heterogeneidad de los límites. Precisamente, la supresión del intermedio, del penoso e inevitable rodeo que todos los haceres tienen inscrito como su obligado deber, permite el encuentro siempre fallido de los extremos. Se
trata de un colapso. Los vértices finales de un recorrido colocados sin el lubricante que tonifica sus mutuos encuentros, no podrían darse sino mediante la disonancia. Pues bien, aquello que se parece más al ruido que a la sonoridad ordenada de la representación, es la política. Entre otras, el atajo luce como una de sus posibles versiones. Mediante esta táctica de acortamiento, lo que primariamente se somete a la pausada degradación de los órdenes y las jerarquías, pronto es colocado en conjunción, sin mayor solución de continuidad. El atajo vuelve a presentar las tensiones de los extremos que otrora administraba el pausado anudamiento de las partes, se trata, sobre todo, de una política que aspira a lo instantáneo. Policía -nos dice Rancière- es el tejido regular que mantiene claramente establecidos los lugares de inscripción de cada cual, la trama que encorseta las miradas y las voces, que autoriza y modula el decir y el no decir. Política, por el contrario, es la interrupción, aquello que constantemente se abre paso entre las partes contadas como tales con el propósito de exigir una presentación inaudita destinada a desarreglar la continuidad policial. El atajo, como acción política, pone aquí en comunicación lo que parecía prudentemente distanciado. .
La Univer
rsidad
Como recorte que organiza su exterior al mismo tiempo de pretender informarlo, lo universitario se erige siempre satisfec h o d e s í . No obstante, para colonizar el afuera es necesario
sostener la profilaxis del adentro. Como uno de los cabos aquí presentados, la autoridad universitaria requiere del ejercicio prudencial de la distancia, puesto que insiste en la claridad del límite que, justamente, le permite reproducir su poder informante. Lo que la universidad no deja de repetir en este gesto, es el esplendor de su presencia, brillo que la vuelve siempre impenetrable, lejana, graduada en todos sus accesos, ritualizada en cada una de sus autorizaciones académicas. Mediante el esplendor de sus signos, la regulativa universitaria no sólo insiste en aclarar su posición y alumbrar su entorno, sino también en cautelar sus senderos interiores, vigilando siempre los trayectos sancionados de la malla curricular. Más entrañable aún es el patrullaje docente de la clase, lugaridad eminente del sometimiento del afuera: el rasgo más evidente de su presencia, es la intolerancia de la interrupción. “Cualquier docente sabe bien – por experiencia– de qué cosa estoy hablando y la zozobra que supone: trátese de impertinencias o desatinos, de disparates, porfías o desacatos. (…) La clase es una convocatoria que llama (clamare, calare, del griego kaléo) y que al llamar,
ordena –una sola cosa, su propia condición: `escúchame´. Tal es el imperativo que constituye y mantiene a una clase, el imperativo primordial de toda relación docente, que nombra con su único nombre lícito -`oiga´- a cada cual en la clase.” Aquí no se trata, obviamente, del afán polemizante o contra-argumental, siempre prestos a reinscribirse en el torrente instructivo de la clase. “No; la interrupción por antonomasia sería, pienso, aquella que, perfectamente visible en su reservado desborde, es de primeras inaudible: el cuchicheo, el chisme.” Inaudible no por lo solapado de su ejercicio, sino por lo irrepresentable de su manifestación. Siempre público y, por tanto, esplendoroso, el Logos universitario no se deja solamente oír, sino que obliga a atenderlo al momento de fabricar a sus propios oyentes. Es en esa medida en que éstos están autorizados al habla. El cuchicheo, en cambio, es phoné, ruido que viene a deslizarse en medio de la regularidad argumentativa exponiendo lo que, por definición, debe estar excluido de la polis o, más específicamente, de la policía: la mera afección sensible. “Es así como, para gran escándalo de la gente de bien, el demos, el revoltijo de la gente sin nada, se convierte en el pueblo, la comunidad política de los atenienses libres, la que habla se cuenta y decide en la Asamblea, tras lo cual los logógrafos escriben: ’´Εδοξε τω Δήμω: ha complacido al pueblo, el pueblo ha decidido”(…) Pueblo no es más que la apariencia producida por las sensaciones de placer y pena manejadas por retóricos y sofistas para acariciar o espantar al gran animal, la masa indistinta de la gente sin nada reunida en la asamblea” El cuchicheo interrumpe porque no es más que el animal que aún trae, en sus rótulas, el afuera doliente o placentero; una familiaridad del demos vuelta inaudible para la acuciosa industria académica. El chisme -la interrupción- es la primera seña interna de un acortamiento, es un atajo que pone en comunicación demasiado pronto lo que debía ingresar dosificadamente en el habla docente.
El b
bar
Pues bien, ¿cuál es, por lo pronto, el lugar del chisme? Se dice (pero, ¿quién
es
finalmente
“se”?) que el pelambre es una institución.
Su economía, no obstante, no es la prolija y esplendorosa regularidad del Logos. Habría que señalar, con toda seguridad, que el rendimiento que lo hace funcionar es el placer. Sin embargo y aunque que sea el disfrute quien guía sus mecanismos,
no lo exime totalmente de las reglas. He aquí, tal vez, la más general de ellas: pelar es siempre pelar al Otro pero, además, en su ausencia. Podríamos decir que el placer chismoso radica en esta falta y es en honor a ésta el cómo el Otro ingresa como tal al cotilleo. No es la veracidad lo que mueve al pelambre, ni tampoco la moralidad. Ni verdad ni justicia, dominios del Logos, entran en su negocio. ¿Qué nos queda? bueno, de la moderna tríada ciencia-ética-arte, sólo parece restar este último. En efecto, el pelambre es primordialmente estético. En el Logos universitario, el Otro –que puede interrumpir la clase con su cuchicheo– es siempre convocado a la atención del “oiga”, que no hace sino insistir en recibirlo, aunque a su manera: el horizonte de la docencia es la información del Otro, la pasión por investirlo, de hacerlo ingresar al habla. Por el contrario, el pelambre no desea su presencia, más bien requiere de su falta para que el deseo pueda articular su ruido. La murmuración, el barullo, siempre será el semblante del demos, y su lugar es el rincón, el borde, el filo de la forma. De hecho, la interrupción de la clase, por lo general, proviene de sus confines. En efecto, como lugar eminente de la habladuría, institución del “se dice”, el bar siempre se ha acostumbrado a las esquinas, o al rincón: “en el bar no hay centro alguno que arme y configure su espacio interior (ni hablar de un tiempo común). Todo está, por así decirlo, desfocalizado; todo tiende a convertirse en rincón, a arrinconarse” ¿Qué se trae entre manos el pelambre de cantina y su placer sin centro? El chisme, en su imperiosa necesidad de ausencia del Otro, exige la topología del escondrijo. Lugar predilecto del alumno (el carente de luz), antípoda de la ilustración académica, el bar, en su tendencia centrífuga, comporta la naturaleza de la bohème: “Al formarse las conspiraciones proletarias, hace su aparición la necesidad de la división del trabajo; quienes eran miembros se repartían en conspiradores de ocasión, esto es, trabajadores que ejercían la conjura sólo
a la par que sus otras ocupaciones, que nada más asistían a las reuniones y que estaban dispuestos a aparecer, si lo mandaba el jefe, en el sitio convenido para la cita, y en conspiradores profesionales que dedicaban toda su actividad a la conjura y que vivían de ella (…) Su oscilante existencia, más dependiente en cada caso del azar que de su actividad, su vida desarreglada, cuyas únicas paradas fijas son las tabernas de los vinateros (lugares de cita de los conjurados), sus inevitables tratos con toda ralea de gentes equívocas, les colocan en ese círculo vital que en París se llama bohème.” El placer por la ausencia del Otro, no el único aunque quizás el más decidido, es el placer de conspirar. En ello descansa el más infinito delirio, de allí la indudable impronta estética del discurso conspirador, borrachín y tabernero, siempre en febril sublimidad: “La condición única de la revolución es para ellos la organización suficiente de su conjura…Se lanzan a invenciones que han de lograr milagros revolucionarios; bombas incendiarias, máquinas destructivas de mágica eficacia. Motines que han de sorprender tanto más maravillosamente cuanto menor es su motivación racional.” La conjura pactada que no deja de ensordecer con su bullicioso recorrer de rincones es, en efecto, el atajo. El camino corto, “hacerla cortita” es menos una fobia al trabajo que la trabajosa embriaguez de la interrupción política. Es reflejo condicionado ante la insoportable pesantez de lo real y su esplendor policial. Re-evolucionar, es apurar el tranco, saltarse el protocolo para poner en ligazón lo que, por definición, debía estar en cómoda separación.
多Y
“nosotros
s”dónde?
Doble militancia del artista y el docente. Bohemia y academia, margen e institución.
¿Acaso no es esta misma disyuntiva el viejo dilema de la vanguardia? Quizás menos épica
que aquella es nuestra situación, indecisa, fatalmente incómoda, pues el atajo que une estos extremos no está aquí trazado simplemente para unir lo que se encontraba inevitablemente a prudente distancia. Está más bien para mostrar nuestro lugar, la tragedia débil, por cierto, de permanecer en el acorte, siempre suspendidos, maleta en mano. Pero el acortamiento es también una política porque convoca un lugar imposible, de hecho, nosotros “somos” ese lugar. Vestir el escenario con los extremos opuestos no tiene pretensión alguna de síntesis dialéctica, de reconciliación final. Tampoco apunta al trasnoche romántico del fragmento sin solución de continuidad. Lo que transpira aquí es el malestar de haberse quedado atrapados en el desvío, ya que, en rigor, el acortar nunca es una estrategia que visibilice a cabalidad todos los resultados posibles, más bien es una apuesta infinita que, en principio, desconoce la efectividad absoluta del camino escogido. Tragedia débil, hemos dicho, pues no sólo se habita en la parálisis no intencional del acorte, sino también se alumbra aquí una tímida epopeya que viene a arrimarse, junto a nosotros, en esta intemperie. La murmuración bohemia y el chisme interruptor de la clase se dan cita en este intermedio. Señala un estado del Ser ruidoso y demandante. Nuevamente, reclamamos ¿y nosotros dónde?, Pues aquí, a medio camino y a medio morir saltando, con las maletas a cuestas, dormitando en el atajo.
José Solís Opazo.
Terminese de imprimir los 100 ejemplares en la imprenta dom茅stica de MANI Ltda. el 08 de agosto 2015. La familia tipogr谩fica utilizada es helvetica y las reuniones del equipo de trabajo se realizaron en bares, donde se pag贸 todo lo que se consumi贸.