Lucrecia se dispone a la escritura
Como un tropel de gente ante un umbral, sus ideas se empujan para saber quién pasará primero.
Por fin, comienza así:
I
Hace unas décadas, hace milenios, hace siglos violaron a una mujer. En el último instante ella decidió qué hacer con su cuerpo, con su vida y con su muerte. Ella lo entendió todo. Tú lo entendiste todo, Lucrecia. Hace tu tiempo, te robaron algo tuyo y lo usaron como pretexto para sus libertades y deseos. ¿A dónde fuiste? Me gusta creer que te quedaste en el polvo que se mete en nuestras casas, se impregna en la ropa, se suspende en el aire que respiramos cuando el sol cae y la ventana es una lámpara microscópica en la que se ven las partículas suspendidas frente a nosotras. Pienso tu presencia en todos lados, acumulándose entre los rincones que limpiamos con trapos mojados que dejan la casa oliendo a flores. Ha pasado tanto desde que ya no estás, que no sabría ni por dónde empezar a contarte. No quiero confundirte, Lucrecia. Este es un mensaje de voz para ti.
Durante 2017, doce mil setecientas setenta y cinco mujeres denunciaron haber sido violadas en México, mi país. Treinta y cinco denuncias diarias. En Twitter dicen que a las feas no las violan porque son feas, que esa es suerte exclusiva de las bonitas, cuya perfección se desborda en vestidos ajustados, pechos firmes, colores claros, en esa belleza impoluta que a los pintores y escritores les obsesiona. Lucrecia, cuando entras a Twitter puedes leer verdades a medias. Digo Twitter pero podría decir Shakespeare, Tito Livio, Imperio Romano: hombres buscando modelos de virtud femenina, Virginias, víctimas ejemplares. A las feas no las violan, dicen, y todos ellos asienten porque esa es su verdad. Danos la vida por tu honra, sé como Lucrecia.
[Y ahora que te conozco y me conozco y conozco a todas las que me rodean, que he tenido miedo y he sabido quién soy Treinta y cinco mujeres, cada día.
Ahora, aquí, parece que siempre nos están robando algo.
Imaginémoslas a todas. La vida, el cuerpo, los hijos, la paz.]
Imaginemos a las que no pudieron denunciarlo.
Hace unos días mataron a una mujer de 18 años cuando pidió un taxi. Su última palabra: Ayuda. Hablo de hace unos días pero los días siempre parecen años. Siglos. Tú ya sabías cómo los hombres podían pisotear lo sagrado en los bosques de Albunea en su marcha hacia la guerra. Los ejércitos han seguido pisoteando los bosques, los carros, las armas. La misma cosa, una y otra vez. ¿No les basta la caída de Roma, no les basta la depresión del 29? ¿Se congratulan de nuestra democracia, se sienten bien por creerse inmortales hablando por nosotras? Pobres brutos. Pobres tarquinos. Pobres pendejos.
Aquí sabemos de los imperios que cayeron no sólo porque algunas de nosotras podemos ya leer, y ser maestras, y hacer la ley, y ser juezas y dueñas de la tierra. Lo sabemos, sobre todo, porque los imperios cayeron sobre nuestros cuerpos. Aquí sabemos que nos creemos las unas a las otras y no necesitamos dar una vida en consecuencia. Porque nuestros brazos, fuertes como los tuyos, alzaron los escombros, y estamos devolviéndonos esa lengua que nos arrancaron, y escuchamos con cuidado lo que fue de nosotras. Aquí sabemos que la vida la daremos todas, pero sólo para vivirla.
Tito Livio dice que tu violación sería una metáfora de los abusos a los que estaba sometido el pueblo romano por la monarquía. [una metáfora] Que la exigencia de venganza y la inmolación de una mujer supusieron el fin de un régimen y el comienzo de otro. La república romana se fincaría, pues, en el cuerpo de una mujer violada, cuya redención radica en la muerte ejecutada por ella misma: el suicidio como sublimación. De ello se deduciría que la mujer tiene cabida en la Historia sólo en tanto muerta y que los cimientos de una ciudad son los cuerpos femeninos (y feminizados) violados. ¿Pero qué carajo estás escribiendo, Livio? ¿De qué estás hablando, Tarquino? ¿Qué estás pensando, Bruto?
¿Y Shakespeare, de qué va? ¿Para qué la descripción obsesiva, por versos y versos, de la belleza y la honra? “La belleza de Lucrecia tentó al vástago rey”, escribe, y pareciera que las elegidas son las mujeres hada, las mujeres pintura, las mujeres espejo, las mujeres etéreas, las únicas que pueden ser traspasadas, las únicas que los hombres -limpios o nomerecen. Las que van por ahí tentando con un letrero en la cara: [viólame] Shakespeare habla de la pasión arrebatadora y traicionera de Tarquino, como si no pudiera nombrarse el poder. No es pasión, William, no es lujuria: la pasión y la lujuria son eufemismos para nombrar lo que subyace en un acto de posesión perpetrado por varones que pueden hacerlo porque los demás lo permiten, porque han construido un mundo donde nosotras no cabemos. A menos que nos erijamos en modelo estoico de virtud y rechacemos la vida con la violación en el cuerpo, pese a que ello implique la muerte. A menos que pronunciemos, como dice el bardo que pronunciaste tú, Lucrecia, antes de hundir el puñal en tu pecho: “ninguna dama podrá excusarse en lo futuro invocando mi nombre”. ¿Qué demonios significa eso, Shakespeare?
Con perdón de Bloom y de todos los especialistas que lo consideran el mejor escritor de occidente: Shakespeare no sabe nada. Aunque digan que el escritor carga con la verdad a cuestas: Tito Livio no sabe nada. ¿Por qué se apropian de ti con esa ceguera que nos entorpece la vida? ¡Pobres tarquinos, pobres ignorantes que gritan, vuelven a gritar, y como no se escuchan van y derraman sangre, y su estúpido semen, y su estúpidas ideas! ¡Pobres brutos, sí, que ven en nuestras lágrimas
derrota, cuando no saben nada! Los periódicos no saben nada. Los pintores que se han encargado de dibujarte y sexualizar tu última decisión no saben nada, y así nos va y así les va a todos. Que se jodan. [¿A dónde van las muertas que nos quitan todos los días?]
Para los pendejos no hay nada más estimulante que contarse tu historia a su manera. Adoran a su Lucrecia muda, guapa, etérea: muerta. No saben que lo entendiste todo y que por eso no quisiste compartir más el mundo con ellos. “¿De qué van los pendejos en este mundo?”, me imagino que te preguntas al vivirlo en carne propia y sentirte sobajada, ultrajada, humillada. Y te contestas: van de no ir, de ser finitos, de derrumbarse, de ser olvidados, de convertirse en fechas y datos históricos, en tumbas, en concreto gris, vacío, en monumentos y bustos que ignoramos en los parques y en los museos que visitamos por ritual.
Van de ser objetos aburridos que tienen el poder, pero no la sensibilidad. Que tienen el falo, pero no el ímpetu que se necesita para estallar de placer. Van de ser hombres, frágiles, magnánimos y potentes. Allá ellos, piensas, y quizá lo piensa también Marina, y María, y Xóchitl, y yo. Yo lo pienso, cuando me quito los zapatos después de jornadas de trabajo que me mantienen arrumbada en una de las ciudades que ellos construyen, cuando cumplo los horarios y rutinas extenuantes a los que ellos me han esclavizado, pero que serían incapaces de sobrevivir.
¿De qué van estos pendejos? Miro las pinturas que Los Grandes Señores hicieron de ti: te imaginaron rubia, o pelirroja. ¿Cómo habrás sido, en realidad? Todos decían que eras bella, pura y virtuosa. William se detiene en la blancura de tus senos, esos que, escribe: “sólo conocían el yugo de su amo”. Todos Los Grandes Señores te lloran, Lucrecia, de Bruto a Britten, porque quieren ser muy honorables y llorarte los ennoblece ante su espejo. Pero todos te pintaron desnuda.
¡Cuán convenientes somos como víctimas puras, como estandarte para su lucha, la que sea que los engrandece! Pareciera que a solas se comparten, diría Sor Juana, sus tarquinadas en los chats, que se la jalan pensando en esas mieles que el violador sí pudo probar. “No todos”, dicen, insisten. Tenemos que creerles cuando dicen esto para poder vivir, para poder hacer lo nuestro en esta Tierra. Los detesto, Lucrecia. [Te dibujan etérea porque no saben imaginar el dolor y la única salida. Porque así nos han pintado, así debemos ser, ellos nos han creado a su imagen y semejanza, como sus dioses, para no afrontar sus errores y responsabilidades. Son cobardes.]
Y no es el honor, pendejo, pendejos, idiotas, tarados, pazguatos, imbéciles, zopencos, mafufos: no es el honor el que nos importa, ni la honra. ¿De qué van sus estatuas, su poesía, sus monumentos, sus párrafos minúsculos de la historia, cuando quieren narrarnos sin sabernos narrar? “¡Mi falo, su falo, el falocentrismo, nuestros imperios basados en los falos!”. ¿De qué van?
¿A dónde van las mujeres muertas que han tenido que aguantarles sus estupideces siempre en nombre de la inmortalidad?
Pues aquí están, entre nosotras. Hablamos para ellas, nos cuchicheamos con ellas y nos abrazamos siendo ellas. Aquí están, enteras, entre los árboles y las casas, y el mar, y el desierto, y las cruces, y los tianguis, y los rezos de sus madres, de sus abuelas, de sus hermanas, de sus tías, de sus compañeras de trabajo. Aquí están, en los autobuses que han desaparecido sin dejar rastro en las autopistas, entre la comida y los trastes. Aquí estamos todas, perturbándolos porque no saben qué hacer con nosotras. Y es aquí, en estos lugares en los que nos creemos y nos abrazamos, donde ellos no podrán entrar ni hablar por nosotras, ni por nuestros cuerpos. Aquí estamos todas, firmes, vivas, diciéndonos cosas que les son ininteligibles. Por eso es que no saben lo que les quisiste decir, Lucrecia, lo que viste y lo que viviste. Por eso te inmortalizan, te vuelven estatua, obra e inspiración, diosa, musa que guía pero no dialoga. ¿De qué van, pendejos, haciéndose los que saben escuchar?
II
La idea cultural de la mujer es obra exclusiva del varón. Kate Miller
Más que el color de tu pelo, me interesa saber cómo habría sido tu voz (cómo habrías sonado respondiéndonos esto), si era grave, aguda o rasposa. Si tus manos eran suaves o ásperas. Si en tus brazos se delineaba el esfuerzo que a diario implicaba cargar a tus hijos, el sol que quizá te pegaba del lado derecho y del izquierdo no, o si esa fortaleza estaba escondida porque la cubría carne tersa y pálida, como el pan y la leche, y tus uñas terminaban asomadas como almendras desnudas en los dedos.
Miro, por otro lado, cómo te imaginó Artemisia Gentileschi: en su lienzo no eres rubia ni pelirroja, sino castaña, de piernas fuertes. Tomas uno de tus senos con amargura y sostienes con la mano izquierda el puñal que habrás de encajarte en el corazón (¿cuánta fuerza hará falta para encajarse un puñal en el corazón? Ya no digamos la voluntad, sino cómo hincar un arma en un cuerpo vivo: es una fuerza que no imagino, que no conozco, que no deseo conocer nunca). Artemisia te entiende, te presta su rostro y tú le prestas una potencia que ella usó para gritar. Hace tu tiempo, Lucrecia, la violación significaba más bien un ataque a la propiedad de Los Grandes Señores (un esposo llamado Colatino, un padre llamado Orazio Gentileschi...), porque las esposas, las hijas, las mujeres les pertenecían.
“De tu lecho un intruso se adueñó”, dice Shakespeare que dices tú cuando revelas “cómo tu honor fue vuelto prisionero por el torvo agresor”. Porque para ellos lo que te dolía era el honor de Colatino y tú, en tanto posesión de él, eras la depositaria de la honra masculina. El pacto de entrega femenina hacía posible el reclamo de venganza hacia el hombre y pertenecer a otro implicaba protección. ¿Puedes imaginar, Lucrecia, a mujeres que vamos por la vida sin un hombre que nos proteja? ¿Nos imaginas? Hemos roto el pacto de entrega femenina y quizá pensarías que esto supondría libertad para ambos, es decir: si la mujer no es propiedad de nadie, el hombre es eximido de ser un protector y no tiene que demostrar ser el macho alfa, el invicto, el intocable. Pero no, Patriarcado no va de la mano con Libertad. Como concluye Rita Segato al entrevistar violadores en Brasil (un país del que tú no tuviste noticia), no sólo la masculinidad exige ser probada a toda costa, sino que la violación es un mandato de esa masculinidad. Qué conveniente les resulta, entonces, construir tu relato de tal forma que si quedas viva en la memoria histórica es porque preferiste la “honra”; decir que un régimen democrático se fundó “gracias a” tu suicidio, que es decir gracias a que te violaron.
“Mucho honor, oh, sí, ¡con cuánto ahínco defendemos la virtud, mírennos, ja, ja, ja!”, se dan de codazos los señores. En realidad fuiste un pretexto para cambiar de poder entre ellos: su régimen democrático consistía solamente en que ellos votaran, porque ni tu muerte fue significativa para tener una voz. Ellos no nos conceden la voz, no nos escuchan. [No nos creen] Hace siglos, hace décadas, hace tres años, hubo un juicio. Ella tenía 18 años y asistió a las fiestas de Sanfermines, en otro país llamado España. Ahí fue atacada y violada por cinco hombres, conocidos en conjunto como “La Manada”. A pesar de haber sido violentada de ese modo, ella continúo con su vida de la manera más normal, incluso feliz, que pudo. Los abogados de La Manada la hicieron vigilar y ofrecieron como prueba su conducta posterior al ataque para argüir que no había existido tal violación.
En mi país, pocos violadores llegan a enfrentarse a la justicia. Pero hubo un caso notable, en el mismo año de La Manada, de un hombre que atacó a doce mujeres y diez de ellas atestiguaron en su contra. Los medios de comunicación lo llamaron “el violador serial de Tlalpan”, seis de las mujeres continuaron hasta el final del juicio. Una de ellas adoptó la postura de que haber sido violada no la iba a derrumbar, por el contrario: no perpetuaría más el dolor que este sujeto le había infligido. En todas sus declaraciones se mostró entera, y eso fue tomado por los jueces como argumento de que la violación no existió. Con ellos, el mensaje es siempre el mismo: si no te destruye o te autodestruyes, no podemos creer que hayas sido violada. ¿Qué hubieran pensado estos jueces de Artemisia, violada también a los 18 años, quien al testificar en el juicio de su agresor dijo: “Y le arañé la cara y le tiré de los pelos y antes de que pusiera dentro de mí el miembro, se lo agarré y le arranqué un trozo de carne”? Me maravilla que esas puedan ser sus palabras; que el tribunal, obligado como estaba a preservar la memoria de los varones, guardara en una cápsula del tiempo esa voz que se coló, su voz de espejo, pigmento y lienzo. Lucrecia, dice William que tú, a tu vez, imaginaste la voz de Filomela, a quien su violador cortó la lengua. Le hablaste. Le dijiste: “Y diré en mi cantar el nombre de Tarquino, mientras que tú, maestra, dirás el de Tereo’”. Le devolviste la lengua para que, acompañadas la una de la otra, pronunciaran los nombres malditos. Y yo las imagino a ustedes, a Filomela, a Artemisia y a ti, imagino sus voces hablándonos, diciéndonos, devolviéndonos. [No perdamos las esperanzas tan deprisa.]
Es cierto: no nos creen. Es cierto: muchas mujeres se autodestruyen para sentirse a salvo, paradójicamente. Pero el relato de los tarquinos, de los livios y de los shakespeares no las define ni nos define: nuestras historias son un indicio de la resistencia que como mujeres hemos construido. Aunque la violación es una de las violencias más difíciles de sobrellevar, hemos encontrado caminos para reconstruirnos y rehabitarnos con alegría, para cuidarnos. Y si ellos te han visto como un modelo de virtud porque te leen y escriben como alguien que no quiso vivir en la deshonra, nosotras te encontramos virtuosa porque fuiste agente de tu propio destino. Qué carácter extraordinario, Lucrecia. [Somos nosotras las encargadas de limpiar lo que ellos ensuciaron.]
Nosotras sabemos que no importa si eras bella y firme. Si tejías con tranquilidad mientras esperabas a tu esposo. Aquí sabemos que no importa tu cuerpo, tu color, la textura de tus senos. No importa si trabajabas con él o si lo quisiste. Si le hiciste la cena una vez. Si le pariste hijos que amas con locura aunque tengan su rostro. No importa si estabas borracha, si tu vestido era muy corto, si te quedaste dormida en el taxi. Si ya le habías mandado desnudos por el celular. Si alguna vez le dijiste sí pero esta vez era no. No importa en qué edad del universo te encontrabas. Si llorabas escondida bajo la cama cuando la guerra llegó a tu pueblo. Si creíste que era tu amigo pero resultó no serlo. Si en el fondo odiabas las cenas familiares porque te han roto el cuerpo, la confianza. No importa si señalaste con el dedo a tu abusador y dijeron que era imposible porque era un buen hombre, iba al trabajo, tenía familia. No importa. Aquí sabemos que sus guerras también nos tocan, aun cuando ellos juran que nunca las peleamos.
No estoy segura de que las palabras que recogen tu historia, las últimas palabras con las que sellaste el pacto contigo, hayan sido del todo tuyas. ¡Cómo me gustaría escuchar las verdaderas! Aquí, en el espacio sagrado. En la cueva. En la cueva de los mensajes de voz.
III
–Puede que no te haya hecho justicia, Lavinia. (El poeta Virgilio habla con Lavinia, la esposa del protagonista de su obra mayor, la Eneida).
Lavinia, Ursula K. Le Guin. Vengo del futuro.
Vengo tomada de las manos de mis amigas, de mis colegas, y el lugar del que partimos juntas es también sagrado, es un espacio que tampoco existe del todo más que en impulsos de luz que guardan el aliento, los sonidos, las voces que están lejos. Vengo, venimos del futuro: siempre había querido decir esta frase como la dicen en las películas (¿te gustaba el teatro, Lucrecia?). Accedemos a ese espacio por medio de una pequeña máquina que nos cabe en la palma de la mano. Le hablo y alcanza a mis amigas. La acerco a mi oreja y puedo escuchar sus voces, aunque estén muy lejos. Usamos la máquina para hablar de ti. No quiero confundirte, Lucrecia. Este es un mensaje de voz para ti. Vine hasta esta cueva porque sé que en estos lugares las voces alcanzan los tímpanos sensibles de la tierra, sé que vibrando dentro de las capas de roca puedo alcanzar tu tiempo, tu polvo, los sedimentos que pisó tu dulce planta. Para mí, como para tus
ancestras, es un lugar sagrado este espacio que imagino de humedad y piedra, en el que te invoco, de rodillas sobre un vellón, apenas entreviendo el suelo por el pálido fuego falso, blancoazulado, de nuestras lámparas eléctricas.
Aquí estamos todas, por Marina, por María, por Xóchitl, por mí, por ella, por ti. Por todas aquellas que dicen que fue su esposo, su novio, su hermano, su padre, el policía, el soldado, el gobernador, el presidente, el cantante, el artista, el de a lado, el de allá, el sin nombre, el amigo, los amigos, las manadas, las tropas, los gobiernos, las hordas, las guerras, las ideas, los de izquierda, los de derecha, los del centro que nos dan en el centro con el falo, con el puño, con las piernas, con los palos de escoba y las navajas y las pistolas.
No sé cómo lo habrás imaginado cuando te dabas permiso de vagabundear con el pensamiento, pero acá entre nos, Lucrecia, en este futuro estamos cansadas. De Shakespeare, de Tito Livio, de nosotras como botín de guerra. De los poetas que hablan de los senos blancos y el pubis impoluto. De la forma en que se miden el pito y nos usan para ello. Nosotras no queremos ser símbolo ni excusa para su democracia. Queremos nuestra libertad, queremos nuestra vida y la de las otras. Te queremos aquí, viva. Y que las decisiones que tomaste sobre tu vida no dependan de lo que hicieron con tu cuerpo.
Queremos gritarles a dónde van las muertas a las que se recuerda maniatadas, sin rostro, sin voz, sin nombre, sin identidad, sin paz. Porque están aquí, entre nosotras: son las partículas necias, constantes, imposibles, que tratamos de erradicar para siempre cuando echamos a lavar la ropa o remojamos la fruta para que todo quede higiénico y pulcro.
Pero no se van, nunca se van. Nunca te vas, Lucrecia. Me imagino que persistes así, con esa fina y delicada existencia que hay dentro de nosotras, casi imperceptible, y que te vas metamorfoseando hasta ser el clamor de justicia que va y viene siempre sobre nuestros cuerpos.
Aquí estás, entre la comida de las amigas, el bautizo de las ahijadas, los bailes, los cantos, las risas. Te mueves entre nosotras y tu silencio no es sino la perpetuación de tu voz a través de las nuestras. Ayer tú, después Marina, después Marcela, después todas y cada una de nosotras y nuestras hijas y sus hijas y sus primas y sus amigas y las amigas de las amigas. Aquí estamos todas: no hay honor, ni imperio, ni patriarcado, ni sistema que nos rompa del todo.
En esta cueva que construimos mientras nos preparábamos para salir a la calle, mientras lavábamos las ollas antes de dormir o esperábamos a las máquinas que nos llevan rápidamente de un lugar a otro, en este espacio sagrado de risa y confidencia y cariño en el que nos acompañamos las unas a las otras, las del pasado a las del futuro y las del futuro a las del pasado, imagino que escuchamos un mensaje de voz tuyo hecho de una remezcla de las palabras de William: “…que no se diga nunca que es impío si hago en esta fortaleza un agujero nuevo, por donde pueda salir mi atormentada alma… En cuanto a mi renombre venidero, que sea compartido por quienes vivirán mañana y piensen que estoy libre de oprobio”.
Así, liberándote de oprobio, con los pies vivos, palpitantes de sangre y nervios, pienso en la vez que yo fui Lucrecia y me pareció que en verdad no se podía seguir viviendo después de eso. Entenderte no es difícil: la idea del suicidio después de una
violación es casi natural. Los williams no entienden porque no saben del miedo, de la tristeza, de la angustia que representa tener un cuerpo que parece tuyo pero termina siendo de otros, de intercambios, de fuerzas ajenas, de botines de guerra e inmigraciones. Ellos no saben lo que es pensar que la herida nunca cerrará y que no importa lo que hagas: la vulnerabilidad y tú son la misma cosa. Se te nota como si trajeras una marca, como si fueras por la vida en carne viva.
Pero si todas nos hubiéramos suicidado, luego de pedir venganza a nuestros hombres cercanos ¿habría cambiado algo? ¿se habría declarado luto nacional y banderas a media asta? Tú encontraste en la muerte el único modo de responder a tu violación porque tu época te hizo creer que tu virtud, tu cuerpo y tu alma no tendrían sanación. En este futuro desde donde te hablo, esa sigue siendo una opción válida para quien así lo decida. Pero algunas hemos encontrado otros modos de sanar y de seguir. [¿se habría vetado la misoginia? ¿se habría educado distinto? ¿las sobrevivientes vivirían seguras? ¿se aboliría el Capital? ¿Todas las Amber regresarían a casa? No.] Nuestra insurrección es seguir vivas.
Por eso estamos buscándote siempre, Lucrecia, porque nos dejaste pistas que pese a todos los esfuerzos no pudieron ser borradas. Estamos buscándote, sábelo, y estamos labrando la nueva tierra, escribiendo la nueva ley, y los nuevos poemas, y la nueva historia, pensando en ti. En nosotras. En ellas, mis Lucrecias, las que me cobijaron y me recordaron que lo entendemos todo, que es nuestra la vida y nuestra la muerte. Que aunque yo decida morir o decida gritarlo en los espacios públicos, serán ellas las que me harán sentir querida, acompañada y segura, muy segura de que un día alguien me nombrará, me mantendrá viva y me reconocerá en el polvo que, por más que quieran limpiar, permanecerá. Porque nadie nos borrará nunca.
Compartido está, querida Lucrecia. Alejandra Arévalo Gabriela Damián Miravete Diana Del Ángel Alejandra Eme Vázquez Brenda Navarro
Lucrecia, primer borrador De: William Shakespeare Traducción: José Luis Rivas Adaptación y dirección: Luis Mario Moncada* Con: Ana María Aguilar Iris Ladrón de Guevara Freddy Palomec Marco Rojas Rogerio Baruch Yair Gamboa Creativos: Asistente de dirección: Juana María Garza Música: Cello suite no. 2 en re menor. BWV 1008 Johann Sebastian Bach Vibráfono: Yair Gamboa Mensaje de voz a Lucrecia: Alejandra Arévalo, Gabriela Damián Miravete, Diana del Ángel, Alejandra Eme Vázquez, Brenda Navarro Edición sonora: Joaquín López Chas Edición de video: Ricardo Braojos Fotografía: Sebastian Kunold Diseño gráfico: Aram Huerta Iluminación y producción: Yoruba Romero Diseño vestuario Lucrecia: Juana María Garza Realización vestidos Lucrecia: Gloria Jiménez Promoción y Relaciones públicas: Laura Andrade Apoyo logístico: José Luis González *Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.