TintaSangre Número 1

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Lucero de la Tarde La caída de las ánimas en el tormentoso río infernal hubiera sido más placentera que una tarde en aquel diminuto cuartucho de azotea. Las ventanas pintadas a burdos brochazos en negro, evitaban por completo el paso de la luz, haciendo casi imperceptibles los centenares de defectos que iban desde grietas, manchas de grasa, humedad, suciedad, moho, hasta trozos de pared y techo arrinconados en alguna esquina de lugar o dispersos indistinta y descuidadamente por todo el piso. Aún así, con toda esa decadencia acumulada en un espacio de apenas seis metros cuadrados; pese a esa habitación que parecía desear simplemente colapsar de pronto para terminar con su mal concebida existencia; incluso con todo ese abandono, la escena lucía menos terrible cuando uno la encontraba sin su cotidiano habitante. Su sola presencia inundaba la habitación con un aroma a morgue que secaba la nariz y helaba los huesos; ni siquiera se percibía ese característico olor a podrido de un cadáver, había perdido esa capacidad; para que algo pueda pudrirse necesita haber estado vivo y aquel hombre —si es que aún podría llamársele así —- no estaba vivo desde hacía demasiado tiempo. Caminaba por las noches entre las inmensas máquinas de la fábrica que cuidaba para ganarse, mes con mes, algunas raciones de pan, algo de queso y la oportunidad de quedarse en el pequeño cuarto como velador oficial del lugar.


Le conocían pocos, quizá nadie, prácticamente jamás había sido visto y aquellos desafortunados que lo habían encontrado cuando salían de doblar turno no lograban hablarle siquiera, se congelaban al verlo; su figura adelgazada por la mísera comida; su piel pálida y quemada por los vapores y aceites que se filtraban de los hornos; sus párpados negros y los pómulos marcados hacían parecer que su esqueleto quisiera escaparse de él mismo. Nadie querría hablar con quien parecía esperar la marcha a las cámaras de gas de Auswitch y aquel hombre lucía incluso peor. El día lo pasaba dormitando en su pequeño mundo, mientras que la noche la usaba para pasear imperceptible entre las tuberías, fantasmagórico y sombrío por mandato del destino que lo había expulsado poco a poco de la sociedad; y solitario por aferrarse a la profesión más complicada, la de soñador empedernido. Durante toda su vida —bueno, cuando vivía—, había tratado de encontrar en mil miradas lo que era incapaz de ver en la suya propia, dejando caer uno a uno los años sobre sí mismo, dejándose perder en su propia decepción y falta de tino. "Tiras muy alto" le decían mientras su carcajada cínica respondía "… no se tirar de otra forma…" y se perdía en una copa de vino. Pero de eso ya hacía muchos años, su sonrisa había quedado reducida a un mal recuerdo y si sus labios se abrían de vez en cuando era sólo para engullir algo de comida o de aquel vino barato, entregado a los trabajadores cada navidad y que se derramaba delicioso por su garganta mientras imaginaba un mundo perfecto, lejano y posible; por desgracia apenas y era una pinta que no alcanzaba siquiera para adormecer su pensar durante el resto del año.


Así seguía día tras día, sin la menor esperanza de encontrar algo, sin deseos de encontrarlo; parecía haberse quedado estacionado en una eternidad que, por otro lado, con el alma tan podrida como la tenía, le impedía hacerse del valor suficiente para matarse. Cierto es que lo había imaginado tantas veces y de tantas maneras entre sus paseos nocturnos, que ya lo tenía por pasatiempo sin jamás llegar a realizarlo. Eran días especialmente aburridos en que se imaginaba hecho pedazos bajo la prensa mientras ensuciaba el lugar por completo con sus viseras que seguramente terminarían estallando y escurriendo por toda el área "… quizá hasta les den el día…" pensaba, sintiéndose útil por un segundo. Otras veces, cuando estaba un poco más agrio, simplemente se desnudaba y probaba entrando al horno para desaparecer sin dejar huella alguna, era cómodo y su cuerpo parecía amoldarse a la perfección, pero jamás lo encendió. Finalmente estaban las muchas otras noches en que su imaginación lo ayudaba formulándose un final algo más teatral, implementando herramientas y un montón de poleas, haciendo gala del tiempo perdido se le ocurrían al menos diez o quince modalidades de desmembramiento tan horrendas que al menos lo dejarían en la memoria del lugar o incluso, con un poco de suerte, lograría que cerrara la fábrica al reusarse los trabajadores a asistir al lugar donde tan lindo espectáculo hubiese ocurrido. Y justo una noche como esas, mientras paseaba descuidado por el borde de un largo andamio, escucho un ruido desde la calle que llegaba a su habitación, quizá si corría lograría ver qué pasaba —era casi jocoso cómo su curiosidad no había muerto. Llegó apenas con aliento a la habitación sólo para,


tomado fuertemente la ventana, recordar que él mismo la había sellado años atrás, arremetía sin éxito contra el marco mientras el ruido de pasos y gritos aumentaba en la calle. Casi desiste cuando de pronto un relámpago pareció estrellar justo en su oído arrojándolo inconsciente al suelo entre algunos pequeños fragmentos de vidrio. A veces la propia vida se harta de verse desperdiciada en la conciencia de los hombres y de una buena vez decide jugarse una última carta. Esa vida andrógina que parece un pequeño jugando con soldaditos y muñecas al mismo tiempo; suave pero brutal, sutil pero inapelable, tan de todos como de nadie, estaba terriblemente aburrida del pasar de aquel hombre. Fue entonces que, con un poco de ayuda del siempre aventurero destino, la trampa fue finalmente tendida, más por morbo que por ayuda; y así fue como aquella noche una pelea de pandillas en la calle lanzó una bala perdida, justo a la ventana donde un hombre aferrado a averiguar qué pasaba afuera no tomara las precauciones correspondientes y salvara la vida apenas por un centímetro quedando desmayado en suelo. Al despertar, algo de sangre aún goteaba del lado izquierdo de su cabeza y su cuerpo parecía mantener un adormecimiento que no le permitía levantarse. Miró hacia el vidrio que apenas y tenía un agujero de escasos cinco centímetros de diámetro, le resultaba sumamente difícil enfocar, pero tras unos instantes pudo distinguir, aun sin levantarse, la bala que había quedado incrustada en el techo. El ruido de la calle había cesado, cuánto había pasado allí tirado era un misterio, por qué no era capaz de moverse… empeoraba la situación, pero trato de mantenerse calmo y buscar algún remedio, miro de nuevo la ventana y fue justo en ese momento que la vio.


Una estrella titilaba coqueta desde el cielo obscuro de esa noche, no era ni la más brillante ni la más bella, sin embargo era la más hermosa que aquel hombre había visto; parecían haber pasado siglos desde la última vez que mirara el cielo y no se diga nada de la última vez que vio una estrella. Ya no recordaba cómo o qué eran; así que, para aquel hombre, esa noche, esa estrella lo era todo; la representación de lo que fue, haciéndolo verse a sí mismo como lo que era en ese momento mientras deseaba que también fuera la luz que iluminara su camino hacia lo que deseaba alguna vez ser. Ya no le importaba levantarse, estaba maravillado con su estrella. Pasaban los minutos y poco a poco aquel lucero empezó a perderse entre los bordes astillados del agujero en la ventana. De nuevo el hombre sintió miedo y desesperación, no quería perderla de vista, ahora que la había encontrado sentía una insoportable necesidad de contemplarla por siempre. Se arrastró lentamente hasta la cama y haciendo uso de toda su fuerza logró incorporarse sobre la cama para mirarla un instante más antes de caer completamente dormido sobre el colchón. El silbato de la fábrica anunciando con su agudísimo silbido la salida lo despertó con un punzante dolor que le atravesaba desde la nuca hasta los ojos; no estaba muy seguro de lo ocurrido y sospechaba que todo había sido un mal sueño —o quizá uno bueno— aunque ya no estaba acostumbrado a soñar. Sin embargo, al encontrar el impacto de bala en el techo y el agujero en la ventana que apenas y dejaba entrar los últimos rayos de sol del día que moría afuera, reaccionó sobre lo sucedido la noche anterior. Tan rápido como pudo se levantó dando tumbos en toda la habitación hasta quedar casi


en el mismo lugar donde se había desmayado anteriormente, uso de referencia la mancha de sangre seca que había en el suelo y sí, efectivamente, tras un par de horas de ansiosa espera la vio de nuevo, tan brillante como siempre. La miraba tranquilo olvidando el dolor en su cabeza, el hecho de que aún siguiera herido, de que debía trabajar, de que debía comer, quizá hasta de que debía respirar; estaba atónito y embelesado. Por qué no, todo el mundo esta tan acostumbrado al cielo y las estrellas que no notan en su pureza la perfección, en su paso silencioso y brillante el coqueto titilar de sus ojos de cielo o el humor desenfadado que tienen mientras retan al sol de tarde en tarde, noche tras noche, inspirando por igual a poetas y asesinos. Pero él sí lo sabía, había pasado la suficiente cantidad de tiempo ausente de todo lo hermoso que era capaz de entenderlo; él lo notaba, quizá como nadie nunca noto la belleza de su tintinear, en fin él la amaba. Unos días después una nota en el escritorio del director de la fábrica había sorprendido a todos: "Estimado señor: Antes que nada, le pido una disculpa por el modo tan poco formal de hacer esta solicitud, sin embargo, como usted sabe nuestros horarios de trabajo harían imposible concertar una cita, por lo que esperando acepte mis disculpas iré directo al punto pues también sé que su tiempo es sumamente valioso para todos los que laboramos aquí. El motivo principal de la nota es solicitar algo insignificante, pero que no solo me permitirá hacer mejor mi trabajo, además me permitirá quitarme de un par de pesares que tras


cierto accidente me hacen muy difícil moverme. Sé que está en sus manos concederlo: un banquillo de madera. Sé lo que este abuso puede presuponerle, sin embargo, hay momentos justo antes de terminar mis rondas que preferiría esperar sentado al alba, es más discreto y un poco más cómodo; ahora bien, entiendo que esta empresa no es caridad y si acaso como herramienta de trabajo no puede ser justificado en los gastos, siéntase completamente en facultad de ir deduciéndolo de mi salario como mejor le plazca, pero entienda por favor que dicha solicitud es primordial para seguir con mi labor.Sin más que decir, quedo de usted y confío en su respuesta afirmativa. Atte. El velador" El rostro del director de la fábrica, al leer la nota, dibujo una mueca entre risueña y extrañada; no lograba recordar al velador y era bastante lógico, no lo conocía, había sido contratado hacía años y al no haber jamás queja alguna de su trabajo se había convertido en otra herramienta más, como un activo fijo en la empresa. La idea de un banquillo como solicitud después de tantos años, era mezcla entre ternura y comedia, la noticia corrió como pólvora y la nota dejada con tanta solemnidad y seriedad rápidamente se convirtió en un chiste local para todos los trabajadores que se burlaban descaradamente por lo simple y vana que era aquella petición. Sin embargo, aquel hombre ni les escuchaba ni le importaba en todo caso, había pasado media semana redactando aquella nota con la mayor corrección posible, lleno de miedo de no


ser tomado en cuenta o peor aún, de ser despedido por solicitarlo. Cada que el sol empezaba a ocultarse escribía uno o dos renglones tirado en el suelo mientras pedía consejo a su lucero de la tarde. El banquillo apareció en la entrada de la habitación sin detalle alguno, el tema no volvió a tratarse, pero él se sentía completamente feliz. Es que acaso las cosas simples de la vida no pueden hacernos felices o más bien el mundo se ha empecinado en decirnos que solo lo que se obtiene tras grandes complicaciones puede darnos la dicha y la felicidad que buscamos; aquel hombre tenía un banquillo y una estrella, que más podía pedir, para qué necesitaría de ropa elegante si su lucero lo miraba tal como era y él la miraba desnuda cada día; para qué viajes y lujos si ella le permitía lo que casi nadie en este mundo encuentra ni en mil vidas, ser feliz, simple y llanamente feliz; sin explicación o razón, simplemente esa sensación de paz y felicidad. Era muy curioso ver su silueta en completa obscuridad apostada en un banquillo curvado para lograr mirar por un diminuto agujero un lucero de la tarde que apenas una o dos horas después de aparecido se perdía hasta el día siguiente. Sin embargo, esas horas eran para ese hombre su mejor momento del día, recorría lentamente el banquillo siguiendo su luz mientras le platicaba, le inventaba historias imaginando que le arrullaba, una que otra mentira para parecer interesante y por qué no hasta la promesa de que algún día irían juntos a surcar mil cielos tomados de la mano. Incluso hacía citas con ella y preparaba cenas compartidas, cierto día hasta se atrevió a cantarle completamente enamorado.


De que aquello era una locura es cierto, de que en el fondo lo sabía, también lo es; pero, acaso dañaba a alguien, quizá solo a él por dejarse engañar, pero comparando su vida anterior con esta locura, era difícil descifrar si en realidad le estaba haciendo mal. Lo que si era cierto es que, estando tan enamorado, jamás noto que cada vez tenía que moverse un poco más y más hacia la ventana para verla cada vez menos tiempo. Los meses pasaban y por muy enamorado que él estuviera, las leyes de la física son irrebatibles y de pronto fue imposible verla. La primer noche fue un infierno total, la busco desde todos los ángulos de la habitación y desde cada rincón de la fábrica que permitía ver el cielo, hall otras estrellas, pero no la suya; se sentó en el banquillo esperando que de pronto apareciera, quizá solo se le había hecho tarde, quizá una nube que no alcanzaba a ver, quizá cualquier cosa, pero no que ya no la vería jamás, no que se había ido para siempre, no, no, no. El día siguiente fue mucho peor y los que le siguieron empeoraban de a poco, dejando apenas nada de lo que ya de por si era bien poco, había dejado de comer y sus paseos nocturnos ya no tenían ni el ocio de pensar en el suicidio, su espalda estaba empezando a encorvarse por dormir en el banquillo esperando verla de nuevo. Sus ojos lloraban sin que él supiera cómo emitir un sonido, las lágrimas brotaban de su mirada vacía, muerta. Una noche más y su lucero no aparecía, una noche más y su alma se extinguía, una noche más y simplemente moría. Hasta que una noche, desesperado, no pudo resistirlo más y tomando el banquillo lo arrojo con fuerza hacia la ventana,


haciéndola pedazos. Poco le importaba si al día siguiente sería despedido por romper el vidrio o que cuando menos era seguro que ya no le darían de nuevo un asiento… No importaba incluso dormir entre humo y ventarrones por haber roto el vidrio. Si era necesario dormiría en el suelo y se atragantaría de vapores venenosos o viviría en una cloaca con tal de volverla a ver. Corrió hasta el borde de la ventana, apoyándose en el borde, cortándose con los filos del vidrio roto, insensible su cuerpo de sentir tanto su corazón. Buscaba en los cielos y nada, quizá más atrás y puso un pie en el borde, le estorbaban las botas y prefirió intentar escalar descalzo. Los bordes filosos entre madera y cristal cortaban ropas y piel por igual, qué importaba si podía verla de nuevo. En un segundo todo terminaría, la sangre de sus manos y pies lo harían resbalar justo cuando encontrara su estrella en el cielo y tratara de atraparla con su mano; la caída fue rápida, sus huesos se rompieron al instante y sus órganos estallaran justo como lo había predicho alguna vez, la vista se nublaba y le quedaban pocos segundos cuando de pronto escuchó una voz sensual y femenina que venía desde su lucero. — Tiras muy alto cariño. —

No se tirar de otra forma… —trató de articular con una mueca que intentaba ser una sonrisa mientras se ahogaba en su propia sangre, dejando los ojos bien abiertos puestos en el cielo.

Jim Kalep Castillo.


El sueño del Dragón Para Andrea Díaz Le tomó mucho darse cuenta de lo que era, porque las actuales circunstancias lo ubicaban en algo más cercano a un qué que a un quién, y a pesar de haber transcurrido todo el tiempo conocido para arribar a esa toma de conciencia —pues fue iniciada mucho antes, incluso, de que las convenciones humanas lo forzaran a abandonar el silencio de la inexistencia y el territorio de lo inconmensurable, para adquirir voz y unidad de medida en la esclavitud del latido sinfín de los relojes— más le valía no haberlo hecho, coligió, pues no se trataba ahora de asumirse como entidad única en el inventario de lo conocido, ni de tratar de entender la imposible conjunción en balance de la más delicada belleza y la más esperpéntica fealdad que modelaban su ser. No. Ahora eso era lo de menos. Lo importante era la inquietud apenas desenterrada: la dualidad a la cual había permanecido ajeno, aun cuando se trataba de la única vía para explicar todo de manera coherente y disipar sus dudas; el blindaje interno que lo había mantenido en involuntario pero efectivo aislamiento de la toma de conciencia de sí, quizá como una forma extrema de autoprotección; el reciente descubrimiento de esa suerte de identidad secreta, tan secreta que incluso había permanecido oculta para él mismo a ojos vista, como un objeto al cual se busca con afán pero infructuosamente porque se le tiene en mano desde el principio de la búsqueda. Decidió no cuestionarse más acerca de sí, de su existencia, tras haber intentado deconstruirla hasta la náusea sin encontrar el origen de la misma en el intento. Pero ahora


veía todo con claridad. Sin embargo, pese a la sabiduría acumulada a fuerza de coleccionar experiencias y conocimientos de los tipos más diversos a lo largo de su vida, desde el tiempo en que la primera cosa existente fue nombrada, el hallazgo recién develado le parecía inconcebible y, como tal, se negó a aceptarlo. ¡Cómo era posible — se repetía una y otra vez — haber estado tan ciego frente a lo evidente! Lo único que paliaba su malestar era pensar que tanto el exceso de luz como el de oscuridad enceguecen, y este era un caso atípico de ambos fenómenos. Pero todo en él era atípico, no por nada era no el último de su especie, sino el único, y saberlo ahora a cabalidad le produjo de golpe un desasosiego sin precedentes. Su presencia, mas nunca su existencia probada, se había documentado desde siempre, a lo largo de la historia, en toda lengua, mito, leyenda y tradición; en todo arte y culto: esa era la clave, pues dichas evidencias, aparentemente irrefutables de que había otros como él, aun cuando jamás los hubiera visto nadie, solo corroboraban la realidad: se trataba siempre de él mismo, independientemente de si lo concebían alado o reptante, con 100 cabezas o una, o de si lo invocaran como Tiamat, Quetzalcóatl, Azi Dahat, o Ladón. De él, cuyos ojos habían recabado —ora con maravilla, ora con terror pánico— cada una de las transformaciones producidas por intermediación de la especie humana, que tomó repentina e inalcanzable ventaja sobre todas las demás y se autoproclamó ama y señora indiscutible del mundo conocido. De él como protagonista de historias delirantes asolando ciudades sin tregua, creando destrucción doquiera proyectaba su sombra, como recordatorio indeleble para la convenenciera memoria de los bípedos sapiens acerca del lugar que cada cual ocupa


en la escala de la vida: ellos, insignificantes a su lado, cuya ignorancia e ingenuidad reclamaban para sí, en un alarde de impertinente soberbia, la paternidad del dragón, cuando en realidad debían a la fantástica imaginación de éste su precaria existencia. Al menos eso quería y necesitaba creer. Sin embargo, las humanas fruslerías habían alcanzado su objetivo, pues en ese momento ya no estaba seguro de que la suya fuera la única realidad: la real, y ellos, solo un efecto colateral del sempiterno aburrimiento que vivía en soledad dentro de la misma. Sí, eso debía ser, dijo para sí tratando de convencerse para no perder la cordura, para no ceder ante esa suerte de Ascalon blandida delante de sus ojos por el puño de la incertidumbre, que sembraba solo una duda en sus cavilaciones, una capaz de robarle el sueño: ¿y si él, incluidas todas sus variantes, era creación de ellos y no a la inversa? El silencio, único testigo de sus sentimientos encontrados, se ahuyentó por un instante para agazaparse tras el sonido de una lágrima roja como la sangre al resonar en la caverna, al estrellarse sobre la dura roca en la cual yacía, antes de que el cansancio robara su conciencia con la mano del sueño. Pero no había de qué preocuparse. Seguramente, como siempre, como cada tanto, cuando despertaba de sus intermitentes hibernaciones, ellos desaparecerían con la vigilia y, cuando tuviera esa certeza, respiraría tranquilo y regresaría a dormir en su ascético retiro, para soñarlos soñándolo de nuevo, para recobrar el control. Aquel día, la blanca oscuridad del mediodía envolvía todo. En el cielo no flotaba ni el residuo de una nube. Todo era azul de un punto cardinal al otro. Solo su figura en vuelo manchaba el perfecto paisaje celeste de mediados del mes en


mediados del año, mientras enfilaba hacia la fuente donde, desde siempre, calmaba su sed. Para él, el tiempo y sus pasados, presentes y futuros implícitos eran meras especulaciones carentes de todo significado, que afectaban solo a los mortales, habitantes de un insignificante recoveco en su mente. Empero, esta vez se rindió a la solitaria realidad circundante para aceptar que su existencia se hallaba interconectada de manera irremediable al sueño donde lo soñaban. Entendió, finalmente, mientras regresaba a ese sitio inaccesible para nadie que no fuera él, cercano al corazón de la Tierra, la urgencia de dormir como única vía para existir en la imaginación de sus creaciones oníricas, que seguirían nombrándolo, renombrándolo, inventándolo y reinventándolo en un ciclo interminable de sueños y de vigilias inmarcesibles de autoengaño por ambas partes y, por primera vez, tuvo miedo de cerrar los ojos para despertar en un mundo donde ellos serían reales, y él solo un imaginario durmiente, soñándolos.

Salvador Cristerna.



Alina A Arvo Pärt Sólo la confrontación con el espíritu, con la luz, conmueve. Ludwig Wittgenstein No me jodas, hombre, sé que todo este embrollo referente a la disposición nupcial es una total barbaridad, pero no puedo hacer más. Ya he hablado con el señor intendente, con varios potentados y hasta con los reacios del clero, y todos ellos, sin excepción, salen con la misma mierda: “No hay trato alguno sin el cumplimiento cabal del contrato”. Mira, fíjate bien, aquí está la cláusula. Léela por ti mismo y convéncete. El joven inexperto estiró su fina mano, tan delicada como la de un ángel y agarró tembloroso entre sus largos dedos el extraño documento y, como no queriendo, leyó en voz alta el párrafo de su incumbencia: “…toda aquella persona dispuesta a ser el organista titular de nuestra primera Iglesia Mariana de Vanalinn, deberá casarse con la hija mayor de su predecesor”. Por su puesto, en estas tierras de Europa del Norte de costumbres tan arraigadas, los largos lazos de la tradición son ley. Dijo convincentemente el apoderado, Señor Cristian Schieferdecker. Arvo, el hacedor, dejó caer los papeles sobre la sucia loza sin prestar atención a las palabras de su representante de siempre y dirigió su rostro pensativo a través de la ventana biselada a la estupenda puerta de madera tallada del priorato con motivos


del juicio final, al mismo tiempo, fijaba su mirada de asombro en el macizo muro de la espadaña donde un par de tiernas mozuelas hacían repiquetear con una fuerza estrepitosa las desgastadas y enormes campanas cobrizas. Bueno Schieferdecker, aún estoy desconcertado, por lo menos explícame un poco más sobre el surgimiento de esta locura antes de tomar una decisión definitiva. Pues bien, aunque nadie en el pueblo tiene claro el origen del convenio, este se ha seguido con celoso respeto a través de muchas generaciones, al parecer desde la existencia del primer encargado, el respetado y afamado armonio Franz Tunder, quien compuso los motetes más célebres en honor al convento. A la muerte del designado Tunder, a mediados del siglo XVII, muchas personas se mostraron interesados en ocupar el puesto vacante, grandes intérpretes de todos los rincones de Europa viajaron hasta Tallin para debatirse el cargo, algunos de ellos se aventurarían a caminar cientos de kilómetros, no solamente por lo representativo del nombramiento y el exorbitante sueldo, sino por la excitante idea de desflorar en el lecho a la exuberante y hermosa hija. La maestría y refinamiento en la ejecución del armónium dio al danés Dietrich Buxtehude el triunfo, pues fue él quien sobresalió entre todos los compositores contrincantes. A los pocos meses, al mudarse definitivamente a la parroquia, la muerte le sorprendió asombrando a toda la colectividad de Revel. Buxtehude dejó tras su deceso, huérfana a una pequeña y enfermiza niña quien a medida del paso de los años se convertiría en la antítesis de la inigualable madre. Alina Buxtehude era obesa, baja de estatura, calva y huraña, además


era del conocimiento popular los excesos de flatulencias sufridos por la doncella. Enterada la comunidad europea de la ambicionada plaza disponible en Santa MarienKircher, varios de los ilustres músicos de la época, a principios de la nueva centuria, visitaron el conocido templo con la intención de obtener la sucesión. Entre todos aquellos contendientes puedo mencionarte a dos fabulosos maestros alemanes: Georg Friedrich Händel y Johann Mattheson, sin embargo, al conocer a la damisela, ambos caballeros desistieron de la oferta sin siquiera meditarlo por una segunda vez. También se comenta que el mismísimo Juan Sebastián Bach fue tentado a tal aspiración apartándola de su mente inmediatamente después de entablar una brevísima charla con la desgraciada mujer. El tiempo trascurrió y no hubo hombre alguno en la tierra tan atrevido para cumplir con el entendimiento. La chica murió repentinamente de una feroz pulmonía y ante esta lamentable circunstancia, como no existía forma de anular el contrato, la gente de la ciudad decidió celebrar una asamblea general donde se decidió por unanimidad embalsamar a la jovencita con la intención de cumplir con el arraigado mito. —Vaya cosa más tétrica— asintió Pärt. Finalmente, el burgo terminó con una lúgubre momia por desposar y una bella catedral sin intitular abandonada por muchos años a la merced de Dios padre. Sin embargo, gracias a la buenaventura, hallé hace no mucho en los sótanos de la biblioteca parlamentaria, la existencia de un edicto


supuestamente perdido anexo a la cláusula de coyunda en comentada sesión, la cual dice: “…aquella persona al contraer matrimonio con la casta Alina, quien expresara una vida admirable y una conducta fiel en todo momento a su carácter, tendrá la posibilidad de divorciarse disolviendo los sagrados votos de unión siempre y cuando logre crear una composición excelsa como tributo a nuestro señor Jesucristo”. Obviamente esta patraña fue consentida por toda la sociedad para permitirse continuar con el cuento pues de otra manera se hacía añicos la casa del Mesías y los rasgos culturales de esta región. El intrigado doncel, en lo que escuchaba el desenlace del inusitado relato, no dejó de observar maravillado la estructura llamativa de la enorme rábida asentada en la cima boscosa de la Colina de las Monjas y sus grandes rocas de formas cambiantes con el fulgor del sol a diferentes horas. Una vez concluida la narración, sin separar la mirada del horizonte, simplemente externó, como si fuese convencido por un poder externo: —Haz llamar pronto al consejo de prefectos pues cumpliré con la condición de connubio. El zagal factor, cruzó prudentemente el umbral adentrándose con pasos dudosos en el frío y polvoriento abadiato siguiendo dificultosamente al escurridizo capellán, quien le indicaría su lujoso aposentó donde Alina vestida de gala le esperaba con los brazos abiertos un tanto en el aire. Unos meses pasaron y aún la enorme puerta de roble rojo del cenobio se encontraba cerrada. Nadie en la comarca sabía de la situación de vacío y soledad experimentada por el mancebo


artista, ni si quiera su inseparable compañero, quien preocupado noche a noche se dirigía a aporrear las puertas de la recoleta sin recibir respuesta alguna, sin embargo, él presentía en toda esa calma la entrega incondicional del amigo a la majestuosa creación pues él escuchaba de momento la profunda armonía musical ejecutada dentro del oscuro monasterio crepuscular. El mozo artífice estaba por desfallecer, habían pasado ya muchos meses y aun no tenía ninguna autoría, solamente algunos bocetos e ideas sin desarrollar, lo único capaz en poderlo liberar de su truculenta situación. Sin embargo, cosa de algunos días atrás, cada momento al finalizar sus labores, el talentoso efebo al pasar por el largo corredor principal, lugar donde ahora reposaba la esposa, contemplaba el pequeño rostro de Alina hundido por los años, tan gélido y desierto, capaz de hacer temblar a cualquiera. Pero esa expresión sin vida, poco a poco fue capaz de emanar una resplandeciente e intensa luminiscencia alba hasta convertirse en un halo totalmente multicolor que brilló sobre el entero cuerpo estático revelando de un oscuro mundo una blanca sombra en la noche. El intrigado adolescente estaba asustado pero la sensación placentera era aún mayor pues creía percibir en aquella fuente luminosa un claro presagio de algún diablo chocarrero. Un ocaso borrascoso, entre sueños lúcidos el ingenioso púber veía el continuo fluir de trazos manifiestos en un pentagrama refulgente capaz de aclarar todo el azul del cielo, las horas corrían y de ese recuerdo de iluminación inagotable escuchaba las notas brotar. Al iniciar a componer, por cada tecla


ejecutada en el viejo órgano tubular de la nave, las figuras divinas, alertas e inquisidoras parecían cobrar vida. Ensimismado y absorto el autor sintió la claridad de la luz de muchos colores intensos irradiar su pecho cuando la resonancia del órgano había callado. Una paz sufrida desde el inicio al final, un himno órfico blanco e irresistible expulsado del Érebo. En la ansiada fecha del estreno del recital, frente a él estaba la sala atestada con cientos de personas expectantes, y de aquel público impaciente que pretendía seguir entrando, la policía miembros de la justicia señorial- impedía su acceso. Una vez iniciados los primeros acordes, mi corazón se alborozó casi ante aquel revivir de viejos recuerdos de melodías sacras similar a un arco-iris luminoso. Arvo Pärt tocaba las teclas sobrepuestas con una evidente expresión surgida del alma como una antigua oración pagana conjurando a Dios y a Luzbel. Al terminar la ejecución del último movimiento, no fue sino después de abrirse paso entre el sólido muro de individuos, cuando pudo el atónito chavea advertir y medir la verdadera proporción del éxito. Indudablemente, en su soledad misteriosa, Arvo Pärt halló influjo de creación fervorosa hacia la perfecta virtud divina. Después de emitir ese comentario, el gentilhombre Schieferdecker ciñó con fuerza su escapulario y se santiguó. Y así, el genio compositor estonio abandonó la casa del Redentor de la pequeña villa antigua del condado de Harju en


donde con su mรกxima obra tintinnabuli hubo inmortalizado a Alina, libre de toda culpa y exento del deber de expiaciรณn.

Ivรกn Medina Castro.


Día de tianguis A veces su vida le parecía una pesadilla, aunque en ocasiones también soñaba. El aironazo soplando con fuerza le daba una idea de donde se encontraba, en el lugar del viento, expuesta a la intemperie, al sol, y también a la tierra que, hecha tolvanera, nacía desde el vientre seco de su madre y retozonamente volaba convertida en polvo. Los perros ladraban para ahuyentarla. Llevaba una carretilla de fierro con una llanta un poco desinflada, sobre la que descargaban su peso los fardos de cachivaches. Con algo de suerte podría vender algunos para poder comer ese día. Estaba cansada de hacer una comida diaria: sólo arroz… a veces cocinaba un huevo según estuvieran las ventas. Sus manos ajadas con uñas largas y mugrientas, aferraban los mangos metálicos con fuerza. Era necesario estar bien tempranito en su puesto para que no se lo fueran a ganar, ya la habían echado sin miramientos de los mejores sitios del tianguis. «Hasta en un lugar como este hay clases», pensó indignada, «¡majaderos!», creerse superiores a ella, solo porque traían la mercancía del otro lado de la frontera y no recorrían algunas partes de la ciudad de casa en casa pidiendo cosas usadas. Cuando agotaba ese recurso sólo quedaba hurgar entre las bolsas y botes de basura para ver qué encontraba, a veces eran latas de aluminio, figurillas de barro o de plástico o alguna prenda de vestir, por lo general en muy mal estado. El cartón escaseaba, era patrimonio de los trabajadores de la recolección de basura. No le agradaba tener que hurgar, pero a veces no tenía más remedio. El colmo era cuando descubría algún libro entre los restos, tirar tesoros,


mancillarlos entre los escombros de la euforia consumista. Rescataba los que estaban medianamente limpios… tenía ya algunos. Los de texto asomaban su cara deteriorada en los botes al final de la temporada escolar, otros nunca los había visto. Estos eran sus favoritos, no los vendía, porque la hacían viajar y vivir lo que duraba su lectura fuera de esa vivienda decrépita, miserable y hasta un poco sucia, la alejaban de esa ciudad de viento seco y contaminado. Era delgada por el mucho caminar y poco comer. Colocaba sobre su cabeza una gorra deportiva que no lograba protegerla del todo del sol, vestía unos pantalones viejos de mezclilla y una amplia camiseta de manga larga, su rostro lucía opaco por el polvo natural y con manchas que su piel había gestado en un intento inútil de protegerse del sol. Procuraba recoger su cabello con una trenza, evitaba con esto que se le enredara o le tapara la visión cuando el viento soplaba, que era a menudo, vivía en la ciudad del viento. Una vez intentó vender periódicos, pero le ganaba el deseo de moverse y no estar anclada en un mismo sitio, además el ruido de los automóviles y el humo terminaron por hacerla desistir, aunado a lo poco rentable esta actividad. Tenía que buscar su propio crucero, porque la mayoría estaban ocupados, además, una gran variedad de tiendas de autoservicio y supermercados los ofrecían al público. Empezó entonces una nueva actividad para poder subsistir. Como no había terminado la educación primaria, no consiguió trabajo en ninguno de los lugares a los que asistió con la esperanza de poder lograr un futuro mejor. Fue así como empezó con sus ventas en el tianguis que se ponía los sábados por la mañana en una populosa colonia de la ciudad.


Ese día llevaba una muñeca hermosa, la había rescatado de la basura unos días antes. La lavó con esmero en la pila de agua de afuera de su casa de cartón y lámina. Vivía sola, además de no gustarle la compañía, era lo mejor, ¿para qué pensar en un hombre que a la postre terminaría abandonándola o siendo mantenido por ella?, no pensaba perpetuar lo mismo que hacían varias de sus vecinas con el amor de su vida en turno. Estaba orgullosa de no ser una mendiga, una cosa era recolectar objetos de desecho y otra bien distinta pedir dinero a los demás, «entonces es cuando reparan en ti», piensa; «cuando te miran con cara de disgusto, de desaprobación y a veces de falsa compasión». Eso no era para ella, se las arreglaba como podía, aunque la mayoría de las veces podía mal y poco. Esperaba vender su preciosa muñeca, nunca faltaban niñas acompañando a sus padres cuando éstos iban de compras, la llevaba envuelta en el trozo de una toalla encontrado en sus excursiones de madrugada por las zonas clase medieras de la ciudad. Este término lo había leído en uno de sus libros, tardó algún tiempo en descifrar exactamente el significado de esa palabra, recordó con una leve sonrisa el gozo experimentado cuando pudo hacerlo. Le confeccionó la ropita que la engalanaba, cepilló su lustroso cabello rubio, ¡ah sí!, siempre eran rubias las muñequitas, se hubiera asombrado de encontrar una castaña, negó con terca determinación la ternura que le produjo el baño y arreglo de su hija de plástico.


Cuando llegó al parque vio un ralo y amarillento zacate. Colocó su mercancía bajo la sombra de un árbol, ella no disponía de carpa. Sobre una caja de zapatos forrada con papel de terciopelo rojo colocó su mejor artículo: la muñequita, sujetándola con algunos alfileres del ribete de su vestido para que no se cayera o saliera volando. Ese día le hubiera gustado ponerse un vestido con flores para que su hija de plástico se sintiera orgullosa de ella. Poco a poco fueron llegando los demás vendedores a colocar sus mercancías sobre las mesas, en la banqueta y los más equipados colgaban de algunos tubos ropa variada a precios ínfimos, todos bajo carpas instaladas en las banquetas. Ella esperaba en su lugar en la plaza bajo la cada vez más raquítica sombra del árbol. Después de algunas horas empezaba a creer que se iría en blanco, sin lograr ninguna venta, pero una mujer se acercó a preguntarle por el precio de una alcancía de barro con la forma de un cerdito, era blanca con las orejas rosadas y las pezuñas negras. Recordó su labor de restauración. Primero la había lavado bien dentro de una bandeja con agua jabonosa, hasta sacarle la mugre, con un viejo pincel adquirido en uno de tantos puestos y con paciencia de artesana le había repintado el hociquito, las orejas y, finalmente, las patas, también los ojos fueron maquillados. Después de un ligero regateo logró venderlo por veinte pesos, le hubiera gustado quedarse con él y poder llenar su barriga de monedas doradas y relucientes de diez pesos, hasta lograr ahorrar lo suficiente como para comprar una casita, una casa de verdad, no el agujero en donde ahora vivía y del que estaba más consiente que antes gracias a sus letrados amigos. Pero tenía que comer, ya podía reforzar su despensa


con un kilo de frijol; puestos más atrás un chavalo y su madre ofrecían en bolsas de plástico el kilo por diez pesos, tal vez hasta le alcanzara para comprar pan, pero en su mente imaginó la casita soñada volando con alas ligeras y crueles llevándola cada vez más lejos de ella. También colocó un cuadro donde se mostraban unas frutas acompañadas de un pedazo de queso y de vino, le gustaba quedárselo, pero hubiera sido patético colgarlo en la pared de lámina de su vivienda, presidiendo una mesa tan pobre y falta de comida. Éste lo había recogido una afortunada madrugada de afuera de una de las casas visitadas. Estaba en la esquina de una calle que formaba una T con otra, que por lo general estaba desierta, aún de día; daban a esta calle sólo las partes laterales de las casas, tenían una altísima barda con espirales de alambre de navaja en la parte superior, como si no bastara con la altura para mantener alejados a los extraños. Le gustaba esa ruta porque podía fácilmente dar la vuelta y deslizarse como una sombra más en la madrugada desierta, sin nadie que la observara. — ¿Cuánto pides por la muñeca? — Un hombre le hizo la pregunta tuteándola con arrogancia, como si fueran conocidos de toda la vida, de la mano llevaba a una pequeña que bien podría haber sido ella hacía muchos años. Se le quedó mirando, tal vez con demasiada intensidad o nostalgia, porque la niña se escondió detrás del padre que volteó a verla con extrañeza. Sintió una punzada de dolor y desolación en el pecho al pensar en quedarse sola sin la presencia de su muñeca.


—Ciento cincuenta. — Contestó casi desafiante, era una cantidad mayúscula en ese lugar aún para un objeto tan hermoso. La niña tironeó la mano del padre en un esfuerzo por reforzar su petición. — ¡Pues ni que fuera nueva! — dijo el hombre con un dejo de desdén e ironía, la niña seguía insistiendo con la esperanza y el deseo en su carita, «esta pequeña será una buena compañera de juegos de mi muñeca» pensó, «la pondrá en una habitación llena de luz del sol, limpia y perfumada, además podrá tener ropa más linda de la que puedo darle yo». —Te doy cien pesos — El hombre le ofrecía una cantidad en la que no hubiera soñado vender la muñeca, sin embargo, dijo con firmeza: —Son ciento cincuenta pesos, ese es el precio —su actitud asombró al hombre. —Bueno, ¡pues te quedarás con ella! —contestó el padre molesto, la niña se notaba triste y decepcionada. Esta frase le sonó como un augurio mágico y poderoso. La muñeca era suya, y sí, podía quedarse con ella, tenía algo propio y nadie podría quitárselo. Pasadas las tres de la tarde sólo quedaban en la calle aquellos que habían vendido muy poco o mucho, aparte del cerdo de barro, y el cuadro, vendió también un mueble pequeño de triplay que alguien nombró cava, lo dio en treinta pesos, todo un éxito ese día de ventas. Recogió sus cachivaches y envolvió la muñeca en el pedazo de toalla para después guardarla dentro de la caja


forrada con el papel rojo, con ella como decoración de su carretilla emprendió el regreso a casa. Su trayecto por la banqueta, que llamaba la atención de los transeúntes y automovilistas, era lo menos duro. Cuando acababa el pavimento y se enfrentaba a lo disparejo del terreno y las piedras entonces empezaba su dificultad. Tenía callos en las manos y, a veces, según el peso de los objetos, se le formaban ampollas, las vendaba para no lastimárselas más, pero hoy el peso de su carretilla no le importaba demasiado, la caja roja con su valioso contenido alegraba su camino. Casi una hora después llegó a su vivienda, no siempre tenía ánimo de arreglarla. Un viejo sillón con manchas de grasa y raído en el tapiz era la sala, una pequeña mesa de madera y dos sillas de hule formaban el comedor, además de un mueble de lámina despintado y ligeramente oxidado en la parte inferior donde guardaba su vajilla, compuesta por tres platos, dos vasos de plástico, cuatro tazas, (sólo dos conservaban las asas), cubiertos desechables, dos ollas y un cazo pequeño para calentar el agua. Guardaba bajo la cama la tina de aluminio que le servía de baño. Compartía con otras vecinas el sanitario, pero no tenían regadera. En una esquina de la habitación casi cuadrada estaba la cama, un catre de fierro con un colchón, tenía algunos resortes descubiertos, lo cubría con varios trapos para evitar que alguno se le clavara en la espalda. En el techo, como glorioso trofeo, colgaba un foco esparciendo una luz blanquecina y poco potente, pero tenía luz eléctrica, esto era todo un lujo.


Sentía los pies y los hombros doloridos, era mejor descansar. Guardó su carretilla dentro de la casa y cerró la puerta pasando la cadena entre los barrotes para asegurarla luego con candado. Tomó con delicada ternura su muñeca y se acostó a dormir, con ella entre los brazos pronto su respiración era tranquila y acompasada. La mujer estaba descansando, tal vez hasta soñaba. Rosario Martínez.



Ataque de Pánico El delirio maquinal que comienza desde el final de las madrugadas. Crepúsculos nauseabundos. Ya se asoman las primeras siluetas y su andar insoportable. Aquel que salpica las calles solitarias y limpias. La hermosa existencia sin nuestra presencia: Nuestro ruido. Los árboles murmullan y el viento los reprende. Todo en nuestra ausencia, como cuando los hermosos ojos del gato acechan a las aves y nosotros no estamos ahí... Estamos metiendo una tarjeta para que una maquina extraña la agujere, y eso nos dé el permiso de regalar nuestro tiempo a otros. Y no queremos entender a los animales, preferimos nuestra necedad de repetición. El humano necesita de la repetición. No logro entender como el periférico no se ha socavado, tantas miles de toneladas pasándole por encima todos los días, a las mismas horas, cada vez más y más chatarra viajera aplastando a tope el asfalto. Debe ser la espalda de un gigante vigoroso. Todo porque siempre estamos escapando de nuestros jueces mentales. Y eso nos levanta de la cama. Verdugos imaginarios. Siempre nos inventamos que alguien nos va a cagar si no hacemos nada. Y terminamos haciendo pura mierda. Ya lo han dicho en ese monologo famoso. ...lavadoras, carros, compact disc, deudas, hipotecas, rentas... Añádanle un chingo de reggaetón, poses artificiales, perfumes de los Himalayas e imitaciones de piel y marfil.


¿Dónde está Tyler Durden y su promesa de que un día serían los tigres los que nos acecharían? Ya casi desaparecen todos. No dudo que la locura, la ansiedad pura o ataques de pánico sean producidos por el tiempo y lo gastado. Pero estoy más que seguro que esta cuidad derruida y decadente tiene mucho que ver con la sensación de vivir en una puta jaula todo el tiempo. La psique violentada. Y aunque no conozco a nadie, puedo sentir cómo su intolerancia y odio hacia mí, despiertan mi rabia e insoportabilidad dentro de esta ciudad donde los indigentes y freaks encajan más que un tipo en su AUDI tratando de rebasar a un camión de carga en la humeante primero de mayo, ahí, por los andenes del desquiciado Metro Toreo. Como si un jodido Rolex fuera a tornar en Miami al desahuciado Distrito Federal. Formo parte poniendo mi grano de arena para que todo esto parezca algo que nunca será. En medio de un montón de charlatanes que se hacen o son brutos al creerse este juego: "la civilización". Me comienza a latir el corazón y las sienes están a punto de desplomarse, la lengua me crece y es de las pocas veces que soy consciente de que tengo una y de que no sé porque resulta ser tan putas rara. Tengo dedos, camino, todo para ser un maldito bicho más, como los que se me cruzan y me miran; unos arrugados y a punto de morir y otros jovenzuelos fetos aún viscosos. Todo es un circo y somos monstros. Hemos creado esta gran ciudad bajo una carpa de smog, todo es un show y nada es necesario, todo nos lo hemos inventado, no somos necesarios, el ego nos ha hecho crear nuestras propias necesidades. Todo con tal de cagar en


un escusado y no en un hoyo en la tierra, todo para limpiarnos el culo con toallitas húmedas y no con agua. La locura no está muy lejos, se puede comprar o vivir, consumir o rentar: se le puede apreciar o padecer. Puedes digerirla al comer una hoja de una revista de espectáculos, escoger un político, puedes matar a alguien por futbol, por celos, porque no te soportas. La locura es todo, es eso que no para de cruzar por tu cabeza, lo que dudas muchas veces que sea sano; nadie te va a decir si de verdad lo que haces es lo correcto. Eso es pura filosofía del petróleo.

Yffel Roca.



Otro ¡Oh, árbol dice, me habla, yo tú mi te y también me y ti! ¡Oh, árbol es, y habla diciendo! ¡Oh, árbol dice! Viento el, trae la brisa me, roza me esta brisa, a mí. Acaricia, viento me, los números son letras, las palabras son números muchos. Cuando la vaca canta, rumia haciendo así. Yo la miro, y veo todas las vacas en derredor todas las, me rodean a mí y haciendo así. En el viento los números, en la noche las palabras son de color, como los números. Y las vacas duermen en todos los lugares. Cada una en su lugar; todos tienen sus lugares, yo tú mi te y también me y ti. Los árboles dicen que todos tienen su lugar. Las vacas vienen todas, en los caminos y en las ciudades, no están en sus lugares como los árboles, las vacas en todos los lugares. Y me hablan, pero no las miro, yo no. No las quiero mirar, ellas no dicen números, entre ellas se dañan. Con números no, las vacas dicen palabras, los árboles números. Cuando en donde todo es verde, las vacas cantan. Pero aquí todas las vacas son todas, y las escucho a la vez, se dañan, se dicen heridas, sus pensamientos no son números, son difíciles y están por todos lados, todas no en su lugar, quieren el lugar de la otra y no cantan. Aquí las vacas no ven, son ciegas en sus ojos. No las quiero mirar, solo el árbol: él sí dice verdad. Vacas de donde todo es verde callan


la verdad, pero ellas saben, por eso cantan y rumian haciendo así. Aquí, vacas donde todo es gris no cantan, hieren y no sé hacer así. Las vacas que no cantan no están en sus lugares, las vacas que no cantan no comen pasto, me duelen. Las vacas que no cantan aquí, fuera de sus lugares, caminan en dos patas. Mi lana, yo no soy. Pero sí la crueldad son y vestidas van así, todas las vacas que no cantan. Están en todas partes, y yo no las miro, solo el árbol: él sí dice verdad. ¡Oh, árbol dice! —¡Maa!, cuando Jacinto se para delante del árbol parece haber más viento. ¡Maa!, ¿tú crees que Jacinto sea así, como el primo? —¿Quién es Jacinto? —La oveja, así le digo, Jacinto, pero no me mira, mira el árbol. —Ya deja a esa oveja tranquila, las ovejas no pueden ser autistas, son ovejas y ya, además no te encariñes porque solo se queda unos días. Y debe ser el viento constante, nada tiene que ver que se pare delante, y deja de mirar a tu primo así cuando vamos a casa de los tíos, eso no está bien. Ya, ahora lava tus manos y ven a comer que se enfría. —Ma, pero cuando voy a ver a Jacinto, le hablo, se pone de costado como en dirección a mí, pero mira el árbol, nunca me mira. Y cuando no mastica, tiene su boca abierta y cierra los ojos seguido. ¿Las ovejas pestañean? —No lo sé, ya, vamos a comer.


Hornero Ten tu forma, cueva; ahora este es mi hogar, desde tu negra boca en lo alto parto y hacia vos vuelvo. Busco la vida en vuelo hacia el mundo; encuentro la muerte cualquier día de regreso a este lugar. El barro está entre sus plumas, las alas son de plomo y la lluvia desliza las lombrices que llevaba en el pico.

Desde el suelo puede ver su hogar sobre la rama de aquel árbol, las alas de sus crías se agitan: cae el telón.

Incluso ahora, cuando ya nada se hace, todas las cosas saben estar en su lugar.


La maldición del viajero Conforme avanza el tren quedan detrás las obligaciones, las responsabilidades. Queda lo que no me gusta de mí. ¿Realmente queda eso atrás? Avanzo y traigo conmigo lo incompleto. Avanzo y viajo a encontrar, en otros sitios, el lugar en que me oculto de mí. Avanzo y el tren conmigo. Soy la piedra lanzada hacia el abismo, la mirada que se pierde en la distancia y este tren… también soy yo. Estas vías conducen a mi espalda. Toda esta vida para huir de mí, todo este tiempo persiguiendo la espalda del perseguidor. Ya todas las canciones fueron cantadas, los libros escritos: Nada más que decir. Traigo mi voz. Vine a poner de mis venas sangre a este río de palabras. Voz, que es hoja en el árbol de la historia. Riego tu raíz, bestia del tiempo, mi ofrenda es esta letra que repite la canción del hombre.


Gallo mudo El zumbido que brota de la materia un bloque de plástico una puerta un cajón una habitación llena, pero vacía excepto por mí Todas mis pertenencias treinta y cinco años de arrumbamiento yo en el medio perdido no dejo de encontrarme a mí envuelto en el sonido a mí aturdido por el ruido a mí emitiendo a través de lo que me rodea este zumbido que ensordece que nubla… y empantana las sábanas y cobijas Como densa agua turbia que las palas de mi atención baten despiertan con arrítmica comprensión la lengua y su nudo La mosca reza en mis oídos la palabra decepción


sus alas silban el aire que no sé decir Algo me enuncia Soy el encanto del animal gris por las calles barren mis pies las piedras de la acusación ciega Arrastra entre sangre mis dedos la explicación vana: No es vanidad el silencio ni es perdón seguir adelante no es lucidez el desvelo ni es vida respirar el aire El gallo mudo se atraganta con el sol otra mañana en la punta de la chapa sobre algún techo se lo escucha con la voz muerta no cantar nada el ahogado sonido y el ojo ciego que no desespera La mecanicidad no es fe suele ser lo último que queda


Interrogante ¿Quién dice el miedo? ¿Quién busca las palabras? Cuando la voz es la herramienta y el pensamiento su modo las palabras resuelven o descomponen siembran flor o plaga alimento belleza o dolor… Pero muerte no La muerte es no ser la muerte no se siembra se siembra la desdicha se cosecha la fortuna o los malos recuerdos los silencios y las palabras las que hieren las que se callan: Atragantada plegaria que en nuestra tierra ahogamos que en nuestro polvo enterraron que en las sienes de otro gritamos El eco involuntario se convierte en gemido entrecortado el viento intruso que sopla tu vela convertido en la recurrente sensación


del olvido que araña la calma cuando todo parece estar en su lugar Una pregunta sin respuesta una palabra en la punta de la lengua lo que está a punto de ser así lo que no es así lo que no somos Nosotros

Adan Void.


Perecer He sentido la ausencia de tus suspiros en este día, noto la frialdad de tu indiferente amor, la pasión se ha marchado a lavar tus sábanas de soledad; ya no quiere acompañarme en las noches de septiembre, porque no han nacido aún las emociones que dominen sus deseos más impetuosos. Quiero apagar la luz de la realidad y encender un fuego de fantasía, aquella que está distraída entre la bruma de la noche. Sollozo al pensarte lejos de mi alma, empieza a agonizar mi corazón sin tu sangre bombeando en él, el flechazo que acertaste hace tiempo se lleva mi cardio entre sus restos, el bálsamo que eras para mis heridas se agota y mis cicatrices no sanarán, mi cama está fría como hielo, mi cuarto falto del calor de tu pasión, tantas historias que vivimos bajo estas cobijas, cuántas veces mi cuerpo seducía a tu alma y mi poesía a tu piel. Escribiré esas epopeyas en páginas de fantasías inherentes a mi razón. Había doblegado a mis demonios con tus besos dulces y tus caricias ardientes; ahora regresan a demoler mi alma, que era tan fuerte antes de ti y hoy tan débil con tu partida. Construiré un andamio que me lleve a las nubes donde quiero vivir desde hoy, ahí está cupido tirando flechas: quebraré todas y las tiraré al azar para que se enamoren todos y den el amor que el universo necesita, yo tiraré bolitas de papel con poesía para enamorar a los solitarios, aquellos que buscan y sufren la ausencia. Los restos de mi amor se harán polvo y mi deseo es que emprendan una búsqueda en el viento, mientras yo… yo viviré en aquella nube que tiene un arcoíris sobre ella, cuando quieras enamorarte aquí te espero, mírala y pide un deseo.


Decide Tú Decide tú que no tienes alma amorosa, decide tú porque que el amor muere en tus brazos de hielo, no te atañen sentimientos tan fieles y audaces, decide tú que perdida estás en el mar de los ocasos perpetuos, tú, que alimentas demonios del infierno con tu desamor y soledad, que añoras tu ausente recuerdo imborrable, tú que matas pensamientos reales con fantasías ajenas. Decide tú, que vas con amantes de cama en cama en noches sedientas, tú que apartas la mirada de nudos intactos hechos por amorosos poetas al amarrar el desdén de tu pasión congelada, decide tú que cortas las alas al melodioso gorrión que trina en tu ventana al alba, tú, que sueltas proverbios al unísono y no eres capaz de seguirlos delante de ti, que perfilas iniquidad por cada espacio de tu ser, disimulas ser fuego en el infierno infinito del hastío: tu propia vida. Decide tú que no hablas de amor sino de frívolas cosas que emanan de tu alma plástica, tú que tomas el corazón ajeno del amoroso caballero como pasajero en tu tren de perdición, que participas en tertulias con oídos cerrados y alma divagante, en plagios de letras a la tumba de mi lírica, que puedes hacer el amor sin percibir la piel de tu amante sensible. Decide tú, que yo aceptaré tu modus vivendi y te dejaré libre a la suerte de tu deseo de volar. Decide tú que no mereces mi amor y siempre careces del calor en tu cuerpo para abrazar mi afán de encontrarte despierta, decide tú y me envías la respuesta en las nieves de diciembre, en el calor de mayo o en las lágrimas de agosto.

Ángel Acecam.


Ladrón de arena Las grutas se abren como murciélagos de dudosa materia. O las piernas de señoritas efervescentes, deliciosas, borrachas de tanta primavera y tanta vida, al volar intermitentes, en sus madrigueras reversibles-realmadrileñas. Suspirará un tiempo dominguero, hastiado de tantos tangos y tanta revuelta inexplicable; moverá sus barçaengranajes contrarreloj de plata. ¿Quién ganará la gran contienda? Nadie Savensky, un androide malhumorado y ruso (que vendría a ser casi lo mismo). Aunque, por otro lado, tardamos más en llegar; pero(n): se respira mejor, hay más vegetación y se puede levitar levemente en el aire (“los que tengamos plafond, claro”).


De todas maneras, a la playa llegamos todos. De todas maneras: por aire, por tierra por mar, a caballo, por A, por B o combinación de las líneas de subterráneos H y F. Y hasta no faltan quienes viajan montados en conjuntos de pequeñas partículas que han aprendido a emular E = m.c (“Al cuadrado, baby”). Las chicas, todas coquetas, toman largos y tendidos baños de sol. Los chicos, incoherentes de mierda, ¡¡toman baños de agua!! ¡¡¡En el mar!!! (habrase visto tamaña locura), extraviando para siempre pantaloncillos, extrañas morales y dignidades, un sinnúmero de jabones, vergüenzas, amígdalas, un sangüich de milanesa (el gordo Toribio, un amigo de la casa), no pocos champús, que algún gracioso trajo en varias botellitas de champagne,


y algunas canciones y melodías inconclusas. “Los chicos cantan hoy en inglés y esta lluvia es como un gran dolor”. Los hermafroditas (o sea: los hermanos de la diosa Afrodita; hay varios en estas playas) forman la banda de rock-sinfónico: “¿Y a vos qué carajo te importa?”, y no paran de ofrecer recitales (hacen covers de Yes, La máquina de hacer pájaros, Emerson, Lake & Palmer, Peter Hammill y demás, pero también tienen sus propios temas de 30 o 40 minutos, y uno que se llama “El paraíso está hecho mierda”, de 2 horas y media de existencia). Cuando los chicos salen del agua y las chicas terminan también con sus baños, se cruzan, se entremezclan, se entraman, se fusionan… y nace la magia. Están meta y meta charlar, el mate, los licuados, las facturas, la cervecita, los tragos. Nacen el baile, los juegos de playa con paleta, el volleyball de playa, etcétera.


Como en toda playa, no faltan los “niños-viejos”, que asesinan brutalmente al atardecer jugando al tejo. Ni los boludos asexuados, que arman imaginarias canchas de fútbol 5 y de “papi”. Y, orangutanes retrógrados como ellos solos, no dejan jugar a ninguna mujer. ¡Ni! (pero este “ni” es ya una sorpresa, mágicamente inesperado) los psicológicamente incomprendidos, los oscuros, los poco-socialeros, los lonely wolfswang Amadeus y los demócratas-liberales del partido neo-conservador progresista, que juegan solos con arena, agua, un baldecito y una palita. Como Tulio, por ejemplo, que se pasa la vida meta y meta mar, y revolcarse en la arena; “Tulio, la milanga-humana”. Y como su novia, Mecha: metafísica, meta-vivir y metaguacha.


Cuando volvemos a la casa, aforísticamente habitada, eufemísticamente rentada (metafísicamente pagada), Javier, el hermano menor de Tulio, vuelve con kilos y kilos de arena-soft. “Che, Javier, ¿pa´que queré tanta arena vo, a ver?”. —Me voy a construir un castillo; como la canción — (signos de interrogación en las caras de todos; Javier se aclara la garganta y se dispone a cantar)—: “¡Cas-tiii-llo, de-a-reeee-na!” —Es ZAR… cillo, ¡bestia! —Ahora, por eso, lo voy a construir 17 veces más grande; va a tener piletas, Playstations 4, drogas, licores, odaliscas… los asados van a brotar de las paredes. Todas las noches va a venir una banda de rock diferente a dar recitales. Y los voy a invitar a todos menos a vos, Carlitos. —Pará, Javi… ¡Javito! Nos estamos yendo a la mierda; no nos llovamos (precipitemos), por ahí escuché mal…


—¡¡¡NADA!!! —grita el pequeño ladrón de arena— Hay cosas en la vida que no se pueden reparar. En eso estábamos, cuando llegaron las chicas (que nos llevan como 10 años, promediando pa´ arriba) y no nos quedó otra que salir todos a bailar (todos a bailar, todos a bailar).

Facundo Martín Desimone.



Esquizofrenia poética Me han hablado de las aves y de las ramas de los árboles donde no las hay. Porque la palabra entinta a la añoranza le da vida y suspiro a lo que ha muerto en soledad con el silencio de la omisión pero el sabor del hastío. He buscado la voz poética y he encontrado tantas. Qué difícil saber que debo elegir a una donde existen varias que gritan su nombre y buscan la balada de mi lengua. Una voz me protege pero las demás me desnudan descubro que no sé vestirme y me aferro a una sola prenda que hable por sí sola pero revive entre todas.


Costura de palabras Pretendí querer más y es que con asombro muerdo mi lengua asumo que mi palabra roza mis encías que mi voz es un torrente de mazazos y golpetean en mis labios para que no hable para que me ahogue de jodida en este cuarto frío entonces imploro que se abran las puertas de emergencia que un temblor derrumbe las paredes de mi piel para desconocerme para reconocerte porque me abro paso para tocar con mis pies el piso y sentir que estoy viva. Bailo en la espera de que mis ojos no se pierdan en el asfalto de una urbe decadente y no me he sentido cosida a las palabras sería hipócrita si digo que me escondí en las cuerdas vocales pero que hay verbos que se han hundido en lo profundo de mi nido porque tengo voces que me dan un golpe en la mejilla derecha


suponiendo un beso y que los labios no son de Judas pero me saben a traiciĂłn. Y sigo gritando chingaderas para que el silencio no sea mi bandera y broten distintas palabras de la esperanza en esta expectativa confundida en donde el sitio es nuestro pero aun asĂ­ exijo mi espacio.

Gabriela SepĂşlveda.


Kodokushi Tigres como mariposas de butano colorean cuitas sobre el polvo a gritos y rabia guardan en su vientre la vista enclaustrada.

Brota disímbola memoria en desgaste, capullo muerto y nadie enunciará su ausencia.

Nada cura desgarraduras de piedra ni detiene el loop encarcelado.

Ninguno riega los pasos que olvidé en el corredor y los peces que tendí al sol se marchitaron.

Al final, sólo las cucarachas quedan como testigos de estas andanzas del tiempo sobre la navaja.


Kanashibari — Ábrenos—. Dientes de lija mastican unicel, el aullido de un perro se difumina entre los humeantes restos de la noche. Mi cuerpo embotado flota, casi imaginario. Cierro la pesada carpa y la oscuridad descansa en el interior, muy a mi pesar, me rechaza. — Ábrenos—, pinceladas de trueno surcan las tinieblas. Ensaya la maquinaria del reloj y cíclicos crujen sus engranes. Ligero el sueño pasa sin despedirse, descalzo, para no invocar el aleteo de viejos demonios: La puerta se abre. Presiento el incipiente día barrer las estrellas con un soplo. Para entonces, habré enloquecido.


Kenopsia Resplandecen de letras las ausencias periodos de luz en los que me ahogo y temo no salir a flote. Viejos edificios donde se acumula el tiempo y las ganas de escribir. Clausurado bajo tĂşneles en desuso. Floto en su hondura sin saber nadar por la ceguera de estas pĂĄginas que se despliegan incompletas. Estallan de sal todas las brechas y las nubes van tachonadas con la negrura de mis insomnios. Tinta que se arraiga en las venas.


Pallor mortis Volátiles potencias despiertan la catástrofe de lo intangible. Y anochecen los ámbitos de este palacio fantasmagórico. Pronto desciendo desde el Crepúsculo para encarnar su rígido misterio. Con brazos bermejos bordeo mi pálida inefable sepultura. Para cosechar dorado fruto bajo la negra ciudadela. No se halla en mí otra soledad más que la que dios ha extraviado.

Rafael Aguirre.


Tan sólo una línea de mi mano Deambular, oscilar, andar como roedor es como la vida merece ser. Un cuerpo nunca exigido, sino solamente consagrado a la nulidad. Nunca un transporte; solamente los perniles. Sin necesidad de ser cenobita, eclesiástico o asceta. El embelesamiento se puede proyectar en un caminar, viendo una película, comiendo lo querido, acurrucando a la nieta-sobrina. ¿Hijos, esposa, berlina, guita, lar, éxodos? Schopenhauer nos advertía el fracaso. ¿Bacanales, verbenas, féminas, narcóticos, subversión? La indolencia es la excelsa y perenne revolución. Puedo ser capaz de caminar por un jardín en la alborada y avasallar la Tierra. Descubrir que el mundo es insondable en cada acto es el mayor de los incidentes. Y sólo por la anulación del suceso es como se revela. Mediante lo disparatado es como se conoce. Cioran así como Nietzsche volaron in situ a riesgo de perder.


Es el poder invisible del alcohólico, del toxicómano o nihilista. Reinar vastedades de tiempo genera consecuencias, no por causa, sino por la persona que sujeta las riendas del animal celeste. Un cuerpo sin órganos depurado de voracidad. El gesto inerte es tan sólo la niebla tapando el rostro diabólico. Te vuelves iris de tifón mismo. Somos capaces de ir recolectando cadáveres al hombro. Sujetándonos al orbe como ligaterna. Coagulado como un charco de agua. Las destrucciones, fortificaciones, reedificaciones son impalpables. Aquí el deseo lleva un entrenamiento más alto que la sola adquisición de objetos. ¿Por qué la noche puede disertarme? ¿Qué inquieta a la manigua? ¿A qué se debe que la alimaña me refuta mis dichos? ¿De dónde emerge ese temple del granito que exhala en su reposo?


¿Cómo es que los cielos son capaces de devastar mi consciencia? ¿Qué nadie puede ver la furia de la argamasa revolotear por doquier? Hay que estar domesticado para no darse cuenta. Darle al deseo una pizca de jarana para que quede inservible. Constreñir al cuerpo con el reloj, la ropa, el ejercicio, la educación para que vaya gangrenando. Impidamos que la implantación obtenga su cometido. Nunca he dado un paso sin quedar absorto de la magnitud. La respiración encuentra su inconmensurabilidad entre la pulsación imperante de la bomba aspirante; y el rotar del globo terráqueo. Trinidad maderamen ejecutada por nudos encrespados indoloros. Nunca he pretendido, esa es mi más grande virtud. Pasar por un desperdicio. Estar a la derecha del padre. Procrear rebeliones con cada palabra. Esta caduca humanidad goza de todos los tormentos. El gusano más gordo que quede en la tierra será el más bienaventurado


por haber deglutido al último de todos los abominados. ¿Abrasado, incinerado, desmembrado, crucificado? Cualquier deceso se volverá notable. No han entendido, ni comprendido el desenlace del proceder. Naciendo con la convulsión de la muerte en las entrañas y morir con el temblor de continuar exhalando hasta ser cortado de tajo. No es evangelizar, ni pregonar o difundir. Sino solo la incrustación en un pequeño pedazo de papiro. Toda hora a la vez que en la Antigüedad ha tenido su presente, y así como ésta franquea y huye; será tanto o igual de vasta o degradada, que sus antecesoras y eventuales. Ello penderá del inquilino tectónico. Dibujando, pintando, filmando, esculpiendo, pensado, no hay mejor forma para irse pudriendo.

Juan Rey Lucas



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