TintaSangre Número 1

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Lucero de la Tarde La caída de las ánimas en el tormentoso río infernal hubiera sido más placentera que una tarde en aquel diminuto cuartucho de azotea. Las ventanas pintadas a burdos brochazos en negro, evitaban por completo el paso de la luz, haciendo casi imperceptibles los centenares de defectos que iban desde grietas, manchas de grasa, humedad, suciedad, moho, hasta trozos de pared y techo arrinconados en alguna esquina de lugar o dispersos indistinta y descuidadamente por todo el piso. Aún así, con toda esa decadencia acumulada en un espacio de apenas seis metros cuadrados; pese a esa habitación que parecía desear simplemente colapsar de pronto para terminar con su mal concebida existencia; incluso con todo ese abandono, la escena lucía menos terrible cuando uno la encontraba sin su cotidiano habitante. Su sola presencia inundaba la habitación con un aroma a morgue que secaba la nariz y helaba los huesos; ni siquiera se percibía ese característico olor a podrido de un cadáver, había perdido esa capacidad; para que algo pueda pudrirse necesita haber estado vivo y aquel hombre —si es que aún podría llamársele así —- no estaba vivo desde hacía demasiado tiempo. Caminaba por las noches entre las inmensas máquinas de la fábrica que cuidaba para ganarse, mes con mes, algunas raciones de pan, algo de queso y la oportunidad de quedarse en el pequeño cuarto como velador oficial del lugar.


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