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A la memoria de Napoleรณn Bonaparte
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oy el fantasma del payaso Boro. Los payasos somos payasos todo el tiempo; aún el que vivimos de fantasmas (por ejemplo: si disparas al espectro de un payaso, primero cae el espanto, mientras el payaso se retuerce con caras de herido). Un día, uno acaba su vida escénica divirtiendo a un público más culto (cuando ya no aguantamos caminar de rodillas ni de nalgas). Nos sientan en la silla eléctrica, nos mandan a quimioterapia, al asilo... pero hasta cuando el jefe baja el switch de la silla, ríe de los pobres huesos espectrales… Díganle que no soy lámpara, ni vine a alumbrar la eternidad. No tengo ojos. No puedo reír de mí. Sólo los demás pueden oírme.
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Aparición de Boro en la Madrugada Fue su voz en la radio: “Queridos radiolectores: Se habrán preguntado cómo, entre tanto fantasma de noche, podrían reconocer a Boro. Primero: Hablamos de un auténtico payaso, no de un arlequín. Si no ríe, no es payaso. Si no está deprimido, tampoco. Hay también una prenda femenina a la que llaman payasito, pero eso es otra cosa. Boro viaja solo. Será el que más se prenda, y el que más se le parezca (por eso puede que llegue apagado). No es el único borracho, pero seguro llega servido. No hay un payaso capaz de imitar a Boro. No es que sea difícil seguirle los pasos, es más bien tendenciosamente sencillo. Inició en la calle, como la mayoría; pero sitúa su primera actuación en un circo mexicano: Se daba de zapes con la versión original de Cantinflas, cantaba la india bonita con puro… En aquel tiempo, el circo tenía su teatrín que era pura carpa, se podía pistear y fumar adentro… Pero Boro es recordado, más bien, por hacer llorar al público. El gran número que le volvió a dar fama y trabajo, fue el acto del discurso: ‘En el circo se vive de lástima’, empezaba. ‘Lastimas animales, lastimas el buen gusto, te lastimas en cada ensayo…’ Se sacaba el sombrero y hacía musarañas. Luego, fue adaptándolo: ‘En la ciudad de México se vive de lástima’, o: ‘en la provincia-tal-o-cual se vive de lástima…’ Al final, estiraba la cara hasta desensamblar la quijada. Casó con una hija de doña Azucena, viuda de Pietro Torres. Dicen que la embrujó y enseñó a comer chinches para un acto no específico. De los hijos, está claro que la mayoría tienen sus payasos, pero no se sabe aún del caso inverso. No obstante, es común la adopción porque un chico es muy útil: se le enseña a tirar el cereal, a quemarse la cara con alcohol y estropajo, a darse con el
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martillo en el dedo imaginario. Madre, no tenía. Aunque la mía lo adoraba y me enseñó a pintarme como él y a llenar sus zapatotes. Hay muchos mitos acerca de Boro. Lo seguro es que no invocaba al diablo: un payaso sabe como nadie que pobre diablo; ni jugaba a la ruleta rusa, pues le era familiarmente conocida su mala suerte. Sí estuvo chupando al menos una vez con Diego Rivera: ahí está la foto sobre el mostrador de ‘La Tecolotera’ en Río Mixcoac… pero de que se hayan retado a plomazos, no hay evidencia. Dicen que atacó a una niña y salió –sin nombre artístico- en el Impacto. Pero ese fue uno de sus rasgos característicos, no algo para hacer chisme. Además, la niña era una de sus esposas y, en realidad, la amante de una de ellas. No hubiera podido contarse esta versión por aquel tiempo, en esta sociedad donde sólo unos cuantos payasos, van adelante, midiendo el camino. Como sabemos, por eso se caen tanto.” Noches después, apareció de cuerpo entero, con dios hijo. Yo había estado marcando tu número en el control de la tele. Ellos se pusieron a ver beisbol: El hijo de dios se emputaba cada tercer straik, y Boro gritaba cuando Jesús maldecía. - El amor es como el alcohol, hay unos bien pegadores… -dijo Boro. - Eres un aferrado -interrumpió dios-, el alcohol es el alcohol. Pierda quien pierda el partido, pensé, van a ayudarme a buscarte. Pero dios, del que cabía esperar más, hacía chistes de payasos y se ponía desagradable. Los dos estaban completamente borrachos. De Jesús, fue primera y última aparición. En cambio, el payaso ya casi no se fue. Lo más conveniente habría sido hacer como que no estaba; pero estaba, y no puede uno fingir que no se va enterando uno del padrastro en Cracovia, del asco que le da la carne…
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Reaparición del Payaso Boro El payaso de ojos corredizos payaso corredizo huye (ríe de mis intenciones de matarlo) Había un señor tan pero tan descentrado que era incapaz de actualizar un crimen Lo intenté solté el marro en el descanso de la escalera El payaso como los payasos de mundo en lucha por la salvación del hueco que ocupa su alma seguía esperando con una botella que ya casi se acababa.
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Boro mató a su mujer Después de las primeras resistencias, empecé a hablar con el payaso. Entre la costumbre de extrañar y el ruido de su plática, olvidé que iba a buscarte; pero él mencionó a su mujer... - Ya se iba. Al cerrar la maleta, le cogió el vestido, y le digo: “Ves, ni el veliz quiere que te vayas.” Me voltea ver y se me ocurre: “Oye, mira este número: yo acaricio la maleta haciendo que es nuestra mascota, luego ladra y va a recibirte…” Le dio tanto coraje, que arrancó el pedazo de tela y dejó ahí la maleta. No la mató de risa o de aburrimiento; simplemente la mató como su mujer. Le cayó bien esa viudez, porque tenía la hipótesis de que la soledad es esencial en un gran maestro del escenario, así que podía vérsele en La marquesa o en Alameda central, abrazando a sus depresiones: Cortés en todo momento, como los payasos de antes; siempre elegante, molestando pero sin ofender la pupila: corbatas de seda pintada, pantalones anchísimos de gringo… el cabello siempre envaselinado -jockey club de lavanda, y brillantina-. La rutina incluía besar a las señoras y mojar a los señores con su pluma de agua, como si estuvieran orinados. Nunca vomitó en público o sobre el público; era más bien un gran abrazo para la audiencia, que se reveló incapaz de reconocer sus dádivas. Según él, se distinguió en vida por estar muerto. En las noches, muy noche, reflexionaba acerca de su probable ascendencia hebraica e insondable raíz africana, recordando a su abuelo. Tocaba un rato los timbales antes del cigarro para ir a dormir, en ese ataúd o cajón de marioneta o caja para payasos, o baúl de viaje para el Nilo, que era el hueco de su cama. Ahora hace cosas horribles con su fantasma: llenan la pluma con lágrimas del que pierde, y se apagan
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el cigarro en los ojos, acostándose luego cada uno, con dos horas de diferencia, sin apagar la lámpara -por eso es común verlo de malas en la mañana-. Cuando por fin salimos a buscarte, me encontré sobre el piso de su remolque, cubierto con mosaicos de linóleo en forma de discos de Sue Thomson. Dice que fue capaz de mirar ese piso durante horas, tan hipnóticamente que los hacía sonar con la vista. Y todas las noches, la misma canción: “…me perteneces”. Eso quería decirle al mundo. Tú me perteneces y soy tu perro Tú me perteneces, como un espejo Como mi nariz, cualquiera de las dos Eres mía como una pregunta Mía y por eso No soy. “And you belong to me…” por toda la noche conectando las camas alrededor de la carpa que traía sus propias estrellas que titilaban y se encendían, mientras cocinan o reposan recordando no sé no quiso decir a quién pero hay pistas del cómo Cómo quería el payaso Boro sin necesitar de nadie a quien contar, nada de sí. Un acto de amor, grotesco o puro, ha sido rara vez visto. Tendría que ser de un tipo deformable, como el payaso. Yo nada más pude buscarte sentado en mi estancia, pero te busqué por todos los espacios del radio y la televisión y por cada estado de intoxicación etílica. Ahora salgo, aunque el espacio hasta la puerta del tráiler se llene de tiempo.
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El coche descompuesto en la carretera - Es que a través de ella puedo ver el mundo… - ¡Le falta casi todo el lado izquierdo! - Sí, pero… - A ver, ¿tiene corazón? Rieron juntos, como perros con asma. Vendedor le pasó el pomo al muchacho. De verdad hacía frío, y el maldito coche se acababa de hacer fantasma; humeaba con el cofre abierto exhalando su vaho. - Como que quiere encender las luces, ¿viste? Boro no aguantó más, apretó los dientes sin tratar de evitar sonreír. Cuando hubo reventado vidrios y faros, tiró la cruceta y regresó; preguntó por su sombrero, todavía con gesto perruno, serio. Sacó el sombrero del asiento de atrás -entre los nudillos tenía astillas de vidrio-; apretó más los dientes mientras la sonrisa se le hacía inaudita, como ahogándole la cara, y buscó un cigarro en su chaleco. Daba la espalda al muchacho y a Vendedor. A veces, el sombrero le hacía mucha falta para fumar –y nada más el sombrero-. También Vendedor estaba rendido, y el cansancio le hacía más negras las hendiduras de la cara. Bob recapacitó: “Creo que no estoy dispuesto a enamorarme de media mujer… pero verás que viene más noche”. A media carretera vivía Músico. Boro les decía que ese maldito muchacho se había robado todos sus discos. La verdad es que no era un muchacho -Bob, sí-: Músico era viejo. - ¿Se los prestaste? - ¡¡Hace más de 50 años!! - Ya vendrá por acá.
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- Ya anda por acá. - ¿Y? - A veces me cruzo con él, siempre anda borracho, no se da cuenta de nada. Bob se rascaba la barbilla; nunca se le fue la comezón de las costras y seguido tenía que volver a empezar cuando llegaba al hueso. Aunque ya no eran los sesenta, no se daba por aludido de que pasan los años: él seguía inmaculadamente en su rollo. Como ocurría con las mujeres de la Grecia antigua, pero al revés, dejó de cumplir cuando se casó con la flaca. La primera vez que estuvo entre ellos, parecía estar en su casa y que el resto eran invitados; se levantó por otra media onza y preguntó: “¿Quién es el de la peluca?, se ve buena onda… ¿Qué se están metiendo?” Boro y Vendedor lo veían rascarse. Como siempre, los comentarios del payaso flotaban como sangre en el éter alrededor del hueco de su cabeza, haciendo homenaje a la vieja peluca humeante que fue al cielo, un día de tantos de inspiración: “Cada época es excesiva en algo. A los que vinieron después de mí, no les cabe una botella de whiskey, pero se fuman hasta los calzones.” Vendedor envejecía. ¿Quién es qué para juzgar? Los tres comenzaron, sincronizados, a imaginar colores sobre la carretera; avanzaban en un túnel sedante que les abría una cantidad medio reducida de posibilidades, y así pasaron quince años, según las lunas. Entonces, una noche, mientras orinaban sobre una roca, Bob preguntó: “Oye Vendedor, y a esta niña que mataron por el aeropuerto, ¿la querías?” Pero Vendedor no contesta algo si no le trae beneficio, y la pregunta le recordó a otra mujer que había salido a buscar, así que subió al descuido la cremallera.
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El barman limpia un vaso en la barra Era una semana de accidentes y shows de accidentes: algún tipo con la cabeza medio aplastada o el cuello dislocado, y todas las combinaciones posibles con los restos de los cuerpos, durante el largo siglo al que veían como semana por conveniencia. Bob tenía un aspecto terrible, sumido: se le había terminado su novocaína, o sea que era su primera vez sobrio, y estaba frito: Necesitaba estar drogado hasta para conseguir droga. - Boro no es un fantasma –decía- es una pesadilla. Cierto, una colectiva. Como ejemplo: si alguien temía haber perdido su boleto, lo había perdido, y era el payaso quien más provocaba las realidades cotidianas (también las menos desafortunadas). Cuando se necesitaba un tenedor, Boro extendía la mano para empuñarlo. Aún en vida hacía estas cosas, pero parte de su gracia fue no exhibirse más allá de los aspectos dudosos de la comicidad. - Vamos a tomar algo, muchacho –dijo Vendedor, tomándole amistosamente por la espalda. El bar estaba casi vacío. Entraron unos amigos de Bob, una alharaca. Vendedor se sorprendió un poco. - No todos llegan aquí… - Perdóname un momento…. Bob regresó cuando Vendedor ya se había empujado cuatro jaiboles. - Disculpa, hace añísimos no nos vemos. - Desde el setenta y siete, ¿no? - ¿Qué me estabas diciendo? - Te decía - levantando el dedo hacia el barman - que no
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todos llegamos por acá. - Sí, es una coincidencia extraña… Entraron otros dos cuates de Bob, que se alegró; ya se largaba otra vez, pero Vendedor lo agarró del cartílago de la oreja. - Mucha coincidencia, ¿no? - ahí se notaban ganas de fastidiar- Aquí vienen sólo los que tú conoces. - Oye, todo el mundo se conoce, además, imagínate por toda la vida de siglos de humanidad: No… no cabríamos, y aquí hay muy poca raza. No -hizo una pizca con los dedos a sus compas para que aguantaran tantito-, además: ¿de dónde iba yo a sacar a Boro y a Infinitesimal? Ella nació mucho después de mi accidente. Bob llamaba así: Su Accidente, a su sobredosis. Tampoco hubo en realidad sobredosis. Parte se lo metió allá, parte aquí. - Una vez vi en un cuadro de un hospital cómo se propaga la sífilis; ya sabes, un mapita que daba hasta con la casa de mi tía abuela… - Así es… Sólo los que Uno conoce. - A éste en mi vida lo he visto -señalando al barman. Pero hasta Bob sabía que los cantineros de a chaleco pasan ahí parte de su vida. Éste, en particular, sirve siempre justo lo adecuado: en este momento, una cerveza a un jovencito. Vendedor dejó tranquilo al muchacho cuando apareció Infinitesimal. Era auténticamente un vendedor, dispuesto a cronometrarse; pero tenía un poco de ansiedad. - En la vida de un hombre hay sólo tres mujeres importantes –decía, con evidentes intenciones-. La primera se llama Natalia y tiene los ojos grandes y negros. La segunda, puede ser una amiga que firme con un seudónimo…
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Así era Vendedor, un hilo conductual incapaz de suponer una vida distinta a la suya. Le dolía cada cosa, y siempre buscaba en la bruma sus pérdidas, las que hacía mucho ya no tenía fuerza para reconquistar. Su primera novia, hacía mucho tiempo, fue una pacificadora de dilatados ojos pacificadores, que fue a morir a un barranco alemán. En ese tiempo, al parecer, también él tenía algo de futuro qué gastar. Ella le llamó desde el Aeropuerto de Munich: Vuelo retrasado por mal tiempo. Cómo se le habría ocurrido irse caminando por la carretera, a dónde pensaba llegar y qué diablos estaba pensando, lo supo después. Había hecho planes para ir a Danzing con unos amigos. Uno de los empleados del aeropuerto, jefe administrativo, trató de alcanzarla en su auto. Es más, la alcanzó, y Vendedor supo desde el principio que ése la tiró al barranco. Infinitesimal, la chica nueva, llegó como un ratón, según sus palabras –debió ser un espasmo cardiaco-; algo le había espantado el espíritu, como un gajo de diente de león al que se sopla. Era tácitamente la desposeída entre el núcleo de fantasmas. No obstante, tenía algo que no era poco: sueños reales; aunque luego no pudieran ser recordados. Con los años, tendría un Mustang Cobra para dormir. Pudo haberles dicho por qué no había más mujeres; pero nunca le preguntaron. Boro se reía. “Qué locos muchachos.”
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Falta de señal para las televisiones El auto había encendido los faros después de la cena; un gesto hermoso como una sonrisa. Ese auto los había tragado varias veces, pero Bob repetía: - Nos pudo haber tragado… y si nos hubiera tragado, ¿se imaginan? - Si nos traga le hago una canción. - No; no nos tragó… A desperdiciar el talento a otro lado. ¿Quién trae pomo? Boro trató de levantarse, pero su espíritu estaba lleno de comida y cargado de sueño. Echado, sacó de su saco una botella y unos vasos; los limpió con su pañuelo como hiciera un barman con una bandera de la paz, mientras Músico insistía “Les hago la canción de lo que quieran…”, pero a nadie le anima la música en el más allá. “Si al menos sonara como una canción de leyenda...”, pensó el viejo músico. Era legalmente ciego, y el único que bebía vino. Solía sentarse frente a la tele, borracho, unas cien horas antes de dormir... por poco que viera, más poco captaba su televisión. No hay torres de retransmisión en el más allá. Ésta es una pantalla grande en un mueble con patitas de latón, irreal como el Sputnik. De vez en cuando, suavemente molesto, su amo le echa por la ventana, lo que el objeto toma como pretexto para salir a agarrar aire y pasear orbitando unos días. Entonces, Músico va a la cama, y sueña una entrega de premios por televisión, en la que alza un fonógrafo dorado y agradece al público. - ¿Y de qué murió Músico? – se fueron preguntando, después de una parranda. Hay historias entretenidas: Al diller de Bob lo quemaron en El Paso unos ayudantes de la policía de presunto origen mexicano. Lo bañaron con gasolina y aunque su último
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deseo no fue un cigarro, de todos modos se lo dieron. Boro murió en un accidente de tráfico, el día de la candelaria: salpicó cuatro toldos y las cosas de sus bolsillos volaron ensangrentadas. Contaba la anécdota para llegar a la parte de que aquél fuera su primer auto. Ahora, el payaso también tiene un televisor de color para sus sueños, conferido en conversaciones recientes con Bob. La tele de Boro aparece, lamentablemente, siempre en medio de un hospital también con color, de paredes rosa pálido, y sábanas melón o aqua sobre camas vacías. El artefacto trae el caos del mundo donde están vivos los locos que han muerto. Boro piensa en la antigua Castañeda, pero este lugar es más moderno. Él -por completo sano-, se sienta en el piso entre gente que anda a rastras. Las imágenes en la pantalla siempre hacen un collage de guerra y arquitectura: es un musical que nunca ha visto completo. Normalmente el sonido es estruendoso, así que le baja al volumen y se acerca a las bocinas para no molestar a los demás. Trata de no lastimar los cuerpos lastimeros de los enfermos. A veces, le asquea el suelo lleno de excreciones, y se pregunta dónde estarán los empleados, los médicos… deja de mirar la pantalla y nota que los locos coinciden bastante con lo que pasa en la televisión: candorosos y crueles.
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Cosas temibles del terreno Todos conmiseran a Imbécil. “¿Cuándo tendrás tu propio auto, hijo?”, le pregunta el padre Simón cuando lo ve. Sólo él no tiene un auto qué domesticar a la orilla del camino. Pide aventón y siempre lo llevan porque, por alguna razón -lo saben-, les asegura contra un enfurecimiento súbito del vehículo. Nadie salva su relación temor-odio con el auto, excepto él. Acá se teme “al auto” como a un ídolo hirviente a punto de esquirlar los ojos en una explosión. A Boro le obsesionan desde su muerte: A las niñas no les pasó nada (tres niñitas legítimas, incomparables una a otra). El auto perdió su primer dueño. Cuando lo abandonaron, no le quería ni el más joven de la familia; lo dejaron en un patio, ya con la chapa de la guantera astillada. El tiempo fue rompiendo su volante de acrílico, amarilleado, y pudrió las fibras semitextiles de su tapicería. En general, lo peor fue el encierro con unos pantaloncitos apestados metidos a fuerza en el cenicero, y el cóctel de larvas de mosca, veinte años reprocesando penicilinas. Olvidado el plan de restauración, lo sacaron a la calle, como a una bestia, a tirones de cadena que le destrozaron la transmisión. El motor se le pegó en el primer invierno a la intemperie. Supo en esta redefinición, que fue compactado cinco años más tarde. Apareció casi completo de este lado. La mayoría llegan así, completos, pero también alterados. En realidad, éste no hace nada cuando le apalean suficiente (pero suficiente, que si no…). Boro supo en su tiempo, que estar en contra, tan en contra que pareciera sistemático para el espectador, era conservar el trozo de dignidad mínima para ambular por el mundo. No se vendió, aunque vendiera su número; pero más allá de, acá en el más allá -que es cerca como doblar la esquina-, atraviesa tercamente con su dignidad comprometida, y eso es una terquedad admirable. Tal vez los autos recojan
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el estar en contra que ya no cargaría más que un muerto payaso. Sólo hay algo más temible que ellos. Si el fantasma no escucha pájaros al despertar por la mañana –y no es que haya “una mañana”-, llegaron antes, rompieron los cristales de la morada -salvo Imbécil e Infinitesimal, todos tienen donde meterse-, y se sirvieron del cuerpo. Hay que llevar la mano al vientre para agarrar al que quede; ordinariamente, no sueltan la tripa, y ésta se estira como un largo espagueti… Los fantasmas con rostro ponen la peor cara posible. Algunos pájaros picotean ojos o cuencas de ojos. A Infinitesimal le sacaron ya los dos, que venían bonitos y llenos de temor. Ha supuesto que eran urracas, y las culpa sin guardarles mucho rencor. Llegó a pensar en trepar sus árboles y buscar los ojos, pero desde luego es un absurdo: sus pájaros urraca nunca hacen ruido ni con las patas, y a ella le quedan muy pocas ganas de cualquier cosa -como las pocas que tuvo de seguir viva-. Ahora que, si el fantasma despierta oyendo chillidos de pájaros, puede aprovechar y atrapar alguno para desayunarle. A Bob, el pico en el plato, le recuerda mucho algo que le sirvieron en Alsacia. No hay posibilidad de amaestrar o encerrar un pájaro, pero los fantasmas tienen algo parecido a una mascota en sus fantasmas: un auténtico animal de otro reino. No puede ser amigo. Se oculta cuando han decidido matarle, después que por fin se le somete para ir a clavarle una dosis de compasión, en alguna veterinaria psíquica. Es lo que llaman limbo: un espacio entre la muerte de acá y la de allá, constantemente ocultándose. Boro siempre cohabitó con el espectro, como algo que le pertenecía. Lo sentía, temible, cuando era niño e iba al baño. Y ahora, cuando al fin logra unos minutos de siesta en el umbral, todas las pesadillas se le juntan y le urge abrir la puerta del baño. Sólo dos pasos de la cama y cuando
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empuja la puerta, no abre; empuja más duro, con fuerza, y abre un poquito de modo que alcanza a ver un reflejo en el espejo colgado al frente. Dentro del baño, cerrándole la puerta, está el cuerpo quemado de quien sea que habita con él. Muy quemado para verle el rostro. El miedo y la urgente necesidad de orinar, le hacen empujar la puerta con todo el peso de su cuerpo. Y la figura, un cuerpo más joven, musculoso, que tal vez fue un fantasma, cede. Dudosamente, siempre logra vencer Boro. Es libre por ahora, al menos mientras orina, y se relaja para volver a la cama. Esto marca la diferencia, en rango y realidad, entre un fantasma y un espectro: el último no tiene derecho, o más claro, la inteligencia necesaria para dormir o descansar. Boro ha meditado sobre este tema, por mucho del tiempo que vive por dentro: Se requiere toda la inteligencia posible para soñar, una parte para volver a la vida, nada para ser un espectro. Atravesar un umbral implica excentricarse muchas veces, y por ejemplo, despegar los párpados que sellan con lagañas los temores encerrados. De estas neblinas concéntricas tiene que lograr salir cada fantasma, cada que gana la coma del sueño. No falta quien, sin saber de qué se trata, corre como por instinto a la puerta de sus párpados; pero los párpados son puertas muy custodiadas por la gravidez de la ensoñación, que las puede hacer caer como puertas de hierro. A Boro, el temor a la desdicha y a lo inesperado, le obliga a abrir los ojos y toparse con el cuadro que depare el día.
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La espera de San Simón “Disfruté mucho a tu ruca”, le dijo Bob al padre Simón. Buscaba algo con que alterarse, ‘ora que no tenia hash. Pero Simón estaba ensimismado: los malditos clérigos alemanes rifando en el clero del mundo, implicaban el congelamiento político a su redención -ya no digamos santidad-. Fue hasta un buen rato después, medido en el reloj de pulsera del padre, que la frase de Bob hizo clic en el cerebro: un clic discreto, de cuando apenas se cierra la puerta con cuidado, y nos deja dentro, con la habitación a oscuras compartida con un algo discreto que ha entrado sin hacer mucho ruido al cerrar la puerta. Sí; él también tuvo mujer, y más de una. La frase, como un cargo imputado más allá de los márgenes que hacen coincidir la realidad de un clérigo, con la verdad de un clérigo que miente, son aún más delgados en la medida en que éste se acerca a la santidad. Bob afectaba mucho la realidad de los otros fantasmas. Y ahí está Simón, recordando a su mujer: autóctona, fea para su gusto, y todo lo verde le empezó a brotar bajo la sotana. “Pendejo”, pensó Boro, desde la ventana de su tráiler. “A él nunca siquiera le gustaron las mujeres.” El payaso respeta los votos, la caridad y la claridad. Jugó dominó regularmente con un grupo de sacerdotes, y les confió casi toda su herencia, para un par de orfanatos. Nunca trataron de convertirlo, aunque convenían en discutir o reflexionar los puntos encontrados y/o entrecruzados en sus creencias; tampoco le hacían trampa en el juego. No obstante, ya que sus hermanitos huérfanos no han de importar al dios de los justos, con lo de la herencia, lo chingaron. Simón viaja con maletas, y es común verlo clavado en el polvo, en espera de un ómnibus que emerja de la nada. Lo separa de la santidad, bajo su pulcra sotana de lana virgen, y bajo la impecable camisa Monsieur Dior de hilo de seda, un pito bastante podrido incapaz de alterar su gesto sereno, amable, comprensivamente altanero.
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- Debería dárselo, padre, al menos en lo que espera -le decía Bob en tono amistoso. - Gracias hijo, no necesito esas “alas” para llegar al cielo. Simón consultaba su Commander, apurando al paraíso. Después que aprobaran al menos su moción como beato, haría que el autobús fuera puntual como una diligencia -imagina puntuales a las diligencias, aunque casi no le tocaron-. Es más, de su moción en delante, pasaría por él una diligencia con seis corceles blancos uncidos, alados tal vez… Lo de “uncidos” lo confundía un poco, pero le gustaba. Bob contenía apenas la risa con la cabeza gacha. El santo pensaba que se ahogaba de drogo; pero Bob tenía una particular capacidad para sintonizar los alucines del santo Simón, que a él sí le recordaban el cuento de Cenicienta. Boro seguía contemplándolos, como a trescientos metros, desde su ventana. Él, que conoce el terreno como nadie, sabe que ahí la fe sólo es un grado anterior a la creencia, ambas subesclavas del deseo, suficiente para que lo que sea se cumpla y raíz de la insatisfacción; un aborto de la memoria por la inteligencia. Ahí es útil la conciencia del deseo; más que creer en uno mismo: ni dudarlo, ni pensar. - Buenos días, padre -siempre se inclinó, pero nunca besaba la mano. - Buenos días, señor Schievsly -con gesto de flexión y exentándole del “hijo”, tan fuera de lugar con un pagano judío. Cuando era niño, Boro metía los pies en una fuente de amargura, en la calle de Moneda. Algunos niños lo apedreaban por judío, gritaban “¡fofo!” o “¡puto!”, y él se iba como cuando alguien está definitivamente reprobado en la vida. En realidad, pasó dos veces; pero aún se protege de las piedras.
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Las piedras pueden ser cualquiera. El agua de seguro todavía anda por ahí. Tras el orfanato franciscano, vivió casi dos años en pequeñas parroquias, como monaguillo de un cura itinerante. Ahí aprendió a no bajar la cabeza, más que por vergüenza e incapacidad. El padre André, acostumbrado a tomar del mentón a los muchachos con el índice para levantarles el rostro, y a abusar de ellos, nunca tuvo más que la manga para secarle los mocos mientras lo reprendía suavemente: “Aún no aceptas la Buena Nueva, Borodino. Jesús es el Mesías, y vino a salvar primero a niñitos judíos como tú.” Pero Boro no podía con más verdad que la que le habían heredado sus padres, lo cual era el total de su patrimonio, y levantaba la cabeza como si el padre pudiera leer sus pensamientos.
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Los nuevos Por lo que sea, llegó el hijo de un judicial, un día que el terreno estaba tranquilo. Traía unos destellos de Ray Ban donde iban los ojos, y los dientes de fuera. “Les voy a poner una madriza”, fueron sus primeras palabras. Dada la circunstancia, era de lo que menos podrían preocuparse. El dolor solía ser tan constante, ilimitado e imperecedero, que hasta lo habían olvidado; tal vez una madriza sería un atenuante, y les renovara tantito su capacidad de tomar conciencia. Todos tenían gestos de augustos filósofos; varios envejecían, y algunos habían empezado el nivel de descomposición que implica una cantidad tóxica de gases, pero no perdían la pose. - Ese güey no aprende. - Drogas, ¿eh?.. ¿Qué se traen? - ¿Traes? – Bob, sinceramente ansioso. - Que si traigo qué, drogo, perro, qué te crees, ¿que soy un pinche drogo mugroso? De severo a molestísimo, dio media vuelta y seguro se dio un pericazo; volvió la cara sospechando algo. Boro estaba de espaldas, sentado en una piedra: - Hijo, no veo tu patrulla. Todos vimos las luces, pero no veo tu patrulla. ¿Necesitas de nuestro automóvil? Está muy molesto por una discusión que tuvimos; ahorita mejor no te le acerques mucho, pero al rato quiere andar. Boro le había quebrado un brazo al padre de ese hijo cuando intentaron extorsionarlo -robarle sus cosas, pues-, cualquier día en una carretera. Le daba gusto ver al joven tan maltrecho, aunque también poquita lástima. Le ofreció de su botella, le encendió un cigarro y se lo colocó entre los dientes que parecían más sólidos. El tipo no pudo retener ni una bocanada de humo, pero tragó de la botella.
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Simón volteó a ver su reloj, sin perder detalle de la conversación. Había empezado a sangrar, y el estado de los cuerpos de los otros, lo ponía nervioso. El auto, en cambio, también cansado de esperar, más bien se relajaba: dejó de amenazarlos. Amodorrado, se deja meter la llave y les conduce, ya dormido, sobre su sueño. Pero no todo podía ser miel sobre hojuelas. Una estruendosa llegada chirriante anunció otra llegada. Lo que se considera una aparición: Uno de esos fantasmas proyectados repetitivamente como archivo de audio al que se le va la onda luego-luego. La rutina de éste incluiría pararse con casco bajo el brazo, pedir un cigarro con malos modos, suavizarse al recibirlo de cualquiera y decir algo como: “ah, éstos sí son de hombre, viejito; mi jefecita fumaba de éstos; así, sin filtro... luego traía el tabaco en el labio”, hacer casita para prender su faro, y dejar caer el casco que se partía en dos. Luego, llevaba un índice al propio exoesqueleto y lo metía entre el cabello apelmasado de sangre, donde –se intuye- daba directamente con la materia gris en que se hundía. Presumiblemente, él sólo quisiera señalar y/o comprobar la intromisión que le mató. Enseguida, desaparecía sin haber disfrutado el cigarro, y de cualquier parte salía la Katana, golpeando un autobús -que es de suponerse, viniera atraído por el padre Simon-. Reaparecía el motociclista, impactado contra un rin del camión, para inmediatamente levantarse y decir: “no pasa nada”, repetir lo del índice en la cabeza y desvanecerse. A partir del primero, los motociclistas se multiplicaron como insectos en la pradera del medio día. Podían aderezar cualquier cosa con sangre o cerebro. A Boro le salpicaron varias veces, su hasta entonces limpísima chaqueta de paño. El hijo de judas se hizo apreciado, pues traía siempre la media noche, y ahí no se aparecían los adolescentes. Por turnos, uno de ellos les guiaba encendiendo el faro delantero de su moto. Tenían prisa por morir. Dedicaban todo el día a estarse matando de formas desagradables, aparte
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de negarlo llorona y vergonzosamente. Digamos que todos se mataron a lo macho, pero en general eran incapaces de admitir los hechos. Boro debió ir a un teléfono público, y hablar a cada esposa o madre para dar la noticia. Practicó la voz de ultratumba, procurando causar el mayor impacto posible, para jalar al menos a una de un infarto: alguien que se hiciera cargo de esos pañales. Pero no le oyeron. Pura interferencia. Si es que en el Terreno hay una primera vez, sus primeras veces, todos quieren comprar algo. El vendedor de naranjas empieza su pregón en la calle de atrás, siempre doloroso: “Doooonas… dooooonas, dooooonas… queeeesos frescos”, un aullido tras la barda del fondo. Desde luego, nunca se ha encontrado la entrada a ese callejón. Se escucha el pregón tembloroso, de cualquier cosa excepto naranjas. Aunque en vida fue lo único que vendió, no se atreve a nombrarlas. Boro cuenta que es ése famoso que mató al niño afuera de la escuela, por no pagar su naranja. Los hay vendedores de jícama o pepino, pero lo tradicional es lo de la naranja. El callejón cierra sus paredes sobre el aullido, y es simplemente una barda: un muro que sangra por cualquier cosa. Los niños despiertan en otro mundo, y el tema pone a Boro sentencioso. Frecuentemente, acaba en la radio con un discurso: “El suicidio es la renuncia incondicional. El asesinato, obligada. Cada uno, debemos firmar esto también, como un pagaré que se anexa al contrato…”
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El ojo animal comprometido Un día puede ser todo noche, todo crepúsculo o mediodía; pero dada la falta de lenguaje apropiado para el otro mundo, los fantasmas articulan o traducen a la lógica del tiempo, el estar infinito en el Terreno. Siguen siendo costumbristas. Boro, cada mañana se quita el maquillaje. Siempre hubo más. Siempre suficiente. Cuando piensa, más bien recuerda; su ojo recuerda y enciende la noche en su pensamiento. No sé en qué estaba pensando, pero su ojo animal se hallaba comprometido. Es cierto: tenemos el animal y el ojo que piensa. En el caso de Boro, habitualmente están confundidos. Alternando las cabriolas del humo de su cigarro, los dedos de Boro evocan al neurótico promedio. El ojo-animal-Boro, está rojo y por largarse; salta a la otra cuenca, como si tuviera el rabo prendido dispuesto a apagarse en el agua del ojo pensamiento. Este ojo que piensa, generalmente hace un zoom-out, cuando se sienta en la noche -muy noche- a pensar, y uno se fija que toda la pupila es negra y que consume a todo el payaso y a todo lo que esté afuera. El ojo bestia debe resistir el acoso constante del ojo que recuerda -la rienda del dueño-. A veces el foso entero está incendiado, como los ojos compuestos de una araña; es cuando cabecea y se notan sus cuencas vacías. Esto pasa ya de madrugada. A veces, más cansado, entra al remolque antes de amanecer. Trémolo. Soy trémolo. Mudo de miedo. El señor investigador de la arquitectura oscura en los sueños del olvido. El magnificente sin luz, y ni un amigo ni un alma por mis siglos de sueño.
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Sin querer, suele dar vuelta en la nada equivocada y meterse por alguna calle que lo pone en la otra realidad. Ahora mismo se fija que ahí esta, de etiqueta, en un edificio que ahora es un lote baldío. Ahí brindó cuando develaron el anuncio para los cigarros Del Prado, ese oxidado que está cayéndose. Y le prende un temor en la bolsa del chaleco, tal como el inicio de un paro cardiaco, igual que cuando la sonrisa se le agarra de la cara. Un temor nuevo –irremplazable-: ¿si se le acaban los cigarros? Ni Boro estará aquí para siempre, se irá borrando como el tiempo, en la memoria. Pero esto ya es hablar desde un futuro; ahora fríe huevos para la cena con María Callas de fondo, y daría su ropa interior por un tocinito. Su mamá adoraba a María Callas. Él conserva claros los recuerdos. Sólo él y el alma de Imbécil recuerdan que fue un buen caricaturista (1898 -1943), creador de El Birlos y Chambitas, de Las Chambitas del Birlos -inspiración de la faceta popular del payaso-. Favor del ojo que recuerda. Se piensa diferente con luz en los ojos. Boro tenía el vicio creer que estaba en el fin del mundo. Cada vez que me levanto con una lluvia que ha durado días y siento que es terrible tomar un vaso de agua desnudo en la luz de la cocina camino, sosegado, meditando que todo acabará en unas horas más. Era difícil salir de su caja, muchos días. Pero tenía que trabajar y querer a los suyos. La verdad es peor cada vez que se cuenta. “Aún así, yo no he visto a la realidad contradecirse…”
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El Fantasma del Payaso Boro
Cerrar los ojos Soy Boro y vengo a decirles que también han muerto. Entiendo si tardan en aceptarlo, es lo más racional; pero no hay que ser tan terco para que alguien más venga a cerrar nuestros ojos. Un payaso predica con el ejemplo. Baste recordar la consabida introducción a todo acto dramático: ‘Niños no hagan esto, no intenten en sus casas’. Lo malo es no saber decir qué sí hacer.
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El Fantasma del Payaso Boro
Boro me inspiró la eternidad “También he perdido más de una vida”, dijo el payaso. “Cada quien es chofer del destinos de otros, aunque sea a ratitos.” La reina tocada con rubí negro era mi padre, caminando y caminando mientras la muerte platicaba con sus pasos. Era el amor de mi mujer color carne que vive en el mundo de verdad. Una constante disipación de los miedos, y un temblor como de frío. Era mi Lulú asombrosa, mostrando que al fin, casi había enloquecido. Eran las sombras de lo que fue. Es está ido. Ya nunca pude estar en un sillón sin sentir profundamente. Ni cenar en una terraza con desasosiego Ni caminar dos pasos sin que vacilaran dos veces Cada una de mis piernas, empezando por las rótulas. Ahora estoy en el fondo de un vaso que derramó El Armonioso. He hecho todo mal, y a cada rato desde hace años siento el último momento; por eso, para encontrarte sólo tengo el tiempo justo, antes de que te olvides. Bien conozco al viento, que pasa riéndose de nosotros, seguro de hacer daño, poniendo esa expresión incomprensible en tu rostro. Detesto lo que tarda, lo que acelera, lo que quita lo que quiere, lo que disputa, si no es a mí a quien ama, estorba, envidia o asemeja. Yo soy la risa la razón y el tiempo Soy el que dilata todo lo que puede todo lo que quiere Por tanto: Las migraciones de pájaros dicen que van de acá para allá, pero siempre digo que vienen aquí o se están yendo. Es a mí a quien dejan, y trato de compartir mi tristeza.
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¡Que los pájaros no tienen sentimientos…! Tienen los míos, y no regresan. Nada más por dar un ejemplo. Voy empujando a la muerte, ocultándola con un dedo, para que no te asustes mucho cuando te encuentre. No he podido colar ni un solo momento de la dicha que teníamos. Yo soy la memoria, así que es cierto que nada de vivo. Apenas nos dábamos cuentas de que tanto para tan poquito, de que el mundo es grande porque somos pequeños, que la nada es más que cualquier cosa, y no has visto conmigo que los muertos abundan entre nosotros. Cómo camina mi padre, visiblemente más despacio en unos cuantos metros, sosteniendo lo que aún tiene de guapo, de hombre y de jefe de familia. Así estamos todos, igual tú con tus veinte. Pero estoy seguro, que si creamos una gran mentira y le soplamos con fe, según el método científico, nos dará toques, luz eléctrica, y un gran resultado. Mientras los otros se hacen viejos por no entender que el ancho, el padre de la nana del espíritu santo y el tiempo, están tan juntitos que normalmente tienen la nariz en el ojo del otro. Que toque el acordeón, el viejo payaso Que apague la luz y encienda una bombilla, su antiguo productor –embaucador de payasosQue toque la armónica un electrocutador de luz amarilla Que no haya mucho más ruido que eso Que se esté a gusto y no amanezca. Porque los espectros detienen el tiempo y lo regresan Cuantas veces y como les plazca Hay que acostumbrarse al hecho de que en el futuro, dirán que estás muerto. Pero en la pausa, en los apóstrofes del pensamiento, en un vaso dilatador de lo que quieres, una vez calculada la materia, ahí esta la eternidad, y es un instante.
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EPÍLOGO Algunas cosas que viven en el terreno Entre las cosas que viven en el terreno puedo destacar: los árboles secos, la fruta podrida, los vasos despostillados que acaban por romperse, los barman y los locas, los desempleados para siempre, los hombres solos después de cada divorcio (la mujer se forja en un instantito de infierno), los hermanos gemelos menores por minutos y con una sola acta de nacimiento, los perros tiesos en su hoyo de tierra, las novias marchitas, los santos de cabeza con una veladora ídem, una parte constitutiva de los matrimonios con más de veinte años, el padre que confíe demasiado en su yerno, la era espacial, la tercera guerra mundial, el ajuar de Napoleón y fragmentos del ataúd de Maximiliano, así como todo lo que entre los hombres y mujeres no se ve, y contribuiría mucho a que se entendieran como iguales: dolores de hernia dolores de parto la primer memoria de uno al ser alumbrado y todo juguete especial que hace mucho, mucho -porque la distancia temporal es sólo humana- perdimos en un rincón tierno de la infancia, y la infancia durante el tiempo que estamos vivos -algo que no se ve ni se toca-. Este libro, desde luego, engrosa en algo la lista. Memorias de Boro
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Esta obra se terminó de imprimir en la ciudad de Santiago de Querétaro en julio de 2016. Impreso en los talleres de Diseño e Impresos de Querétaro S.A. de C.V. Tiraje: 1000 ejemplares más sobrantes por reposición.
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ISBN 987-345-14785