Señora lirriper

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Charles Dickens

La seテアora Lirriper

CHARLES DICKENS

LA SEテ前RA LIRRIPER

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Charles Dickens

La señora Lirriper

Alba Clásica Colección dirigida por Luis Magrinya Título original: Mrs. Lirriper Lodgings - Mrs. Lirriper Legacy © de la traducción: Miguel Temprano GARCÍA © de esta edición: ALBA EDITORIAL © Diseño: Pepe Moll de Alba Primera edición: mayo de 2010 ISBN: 978-84-8428-569-4 Depósito legal: B-13.899-10

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ÍNDICE NOTA AL TEXTO

LA PENSIÓN DE LA SEÑORA LIRRIPER DE CÓMO LA SEÑORA LIRRIPER SACÓ ADELANTE EL NEGOCIO, POR CHARLES DICKENS

DE CÓMO El, PRIMER PISO VIAJÓ A CROWLEY CASTLE, POR ELIZABETH GASKELL

DE CÓMO UN DOCTOR ASISTIÓ A LA HABITACIÓN DE AL LADO, POR ANDREW HALLIDAY

DE CÓMO EL SEGUNDO PISO TUVO UN PERRO, POR EDMUND YATES

DE CÓMO El. TERCER PISO CONOCÍA LA REGIÓN DE LAS ALFARERÍAS, POR AMELLA EDWARDS

DE CÓMO UNOS NUBARRONES ENSOMBRECIERON LA BUHARDILLA, POR CHARLES COLLINS

DE CÓMO LA PLANTA BAJA AÑADIÓ UNAS PALABRAS, POR CHARLES DICKENS

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LA HERENCIA DE LA SEÑORA LIRRIPER LA SEÑORA LIRRIPER CUENTA CÓMO DIFICULTADES Y EL CANAL DE LA MANCHA,

ATRAVESÓ

DIVERSAS

POR CHARLES DICKENS

UN ANTIGUO HUÉSPED RELATA LA INCREÍBLE HISTORIA DE UN MÉDICO, POR CHARLES COLLINS

OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA SUS VIVENCIAS COMO PARIENTE POBRE, POR ROSA MULHOLLAND

OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA LO QUE LE DEPARÓ LA SUERTE EN GLUMPER HOUSE, POR HENRY SPICER

OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA FANTASMAS,

SU PROPIA

HISTORIA

DE

POR AMELIA EDWARDS

OTRA ANTIGUA HUÉSPED RELATA CIERTOS PASAJES A SU MARIDO, POR HESBA STRETTON

LA SEÑORA LIRRIPER RELATA CÓMO JEMMY PUSO EL COLOFÓN, POR CHARLES DICKENS

SEMBLANZAS BIOGRÁFICAS

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NOTA AL TEXTO En 1858, una pequeña desavenencia con los editores de la revista Household Works, que entonces dirigía el famoso escritor victoriano Charles Dickens, llevó a éste a concebir la idea de fundar una publicación periódica propia que pudiera controlar enteramente. Apenas un año después creó el semanario All The Year Round*, cuyo primer número se publicó el 30 de abril de 1859 e incluyó, entre otras cosas, la primera entrega de Historia de dos ciudades. La revista fue un éxito y siguió publicándose, aun después de la muerte del autor, hasta el año 1895. Dickens publicaría por entregas varias de sus obras más conocidas en All The Year Round (por ejemplo, la ya citada Historia de dos ciudades y Grandes esperanzas) y daría además cabida en sus páginas a importantes obras de otros conocidos escritores de la época como Wilkie Collins (La piedra lunar, La mujer de blanco), Anthony Trollope (The Duke's Children) o Elizabeth Gaskell (La bruja Lois, La mujer gris). Por otro lado, Dickens publicó varios libros de relatos escritos en colaboración con diversos autores que contribuían habitualmente con sus aportaciones en la revista, con motivo de la aparición de los números especiales de Navidad. El 3 de diciembre de 1863 vio la luz el número que incluía «La pensión de la señora Lirriper» (escrito en colaboración con Elizabeth Gaskell, Andrew Halliday, Edmund Yates, Amelia Edwards y Charles Collins) y un año más tarde, en el número publicado el 1 de diciembre de 1864, apareció «La herencia de la señora Lirriper» (en el que participaron Charles Collins, Rosa Mulholland, Henry Spicer, Amelia Edwards y Hesba Stretton). Al final del presente volumen pueden leerse breves semblanzas biográficas de los autores de los relatos. Esta traducción de «La señora Lirriper» está basada en los textos originales, tal como se publicaron en la revista All The Year Round, e incluye, por primera vez, todos los cuentos a los que dio pie ese personaje que, en opinión de G. K. Chesterton, era un estupendo correlato femenino del señor Pickwick y habría podido ser «una dignísima señora Pickwick». MIGUEL TEMPRANO GARCÍA Son Bauló, septiembre de 2009

El título se deriva de una cita del Otelo, de William Shakespeare, que aparecía en la cabecera de la revista: «La historia de nuestras vidas, año tras año». [Esta nota, como las siguientes, es del traductor.] *

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LA PENSIÓN DE LA SEÑORA LIRRIPER

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DE CÓMO LA SEÑORA LIRRIPER SACÓ ADELANTE EL NEGOCIO CHARLES DICKENS Querida, para mí es inconcebible que nadie, que no sea una mujer sola con necesidad de ganarse la vida, esté dispuesto a padecer los quebraderos de cabeza que supone regentar una pensión. Disculpa la familiaridad, pero me sale de forma natural en mi minúscula habitación, cada vez que me dispongo a abrir mi corazón a aquellos en quienes puedo confiar, y agradecería sinceramente poder hacerlo ante la humanidad entera, pero ése no es el caso: pon un cartel de «Se alquilan habitaciones amuebladas» y deja el reloj en la repisa de la chimenea y, como lo pierdas de vista un segundo, ya puedes despedirte de él, por muy educada que parezca la gente. Y que sean de tu mismo sexo tampoco es ninguna garantía, como bien sé gracias a unas pinzas para el azúcar, por aquella señora (y era toda una dama) que me hizo salir corriendo a por un vaso de agua, con la excusa de que tenía que guardar reposo, cosa que resultó cierta, aunque fuese en la comisaría. He aquí mis señas: número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, a medio camino entre la City y St. James, y a cinco minutos a pie de los principales lugares de diversión. He vivido de alquiler en esta casa muchos años, como demuestran los registros de la parroquia, y ojalá mi casero fuese tan consciente de ello como lo soy yo, pero no, pobre de mí, antes está dispuesto a dejarse matar que a pagar medio kilo de pintura, o siquiera una teja en el tejado, aunque se lo pida de rodillas. Querida, no creo que hayas visto el número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, anunciado en la Guía de Ferrocarril de Bradshaw y, con el permiso del cielo, nunca lo harás. Hay quienes creen que no se humillan al rebajar así su nombre, y llegan al extremo de incluir un retrato de una casa que en nada se parece a la original, con un montón de ventanas y una diligencia con un tiro de cuatro caballos en la puerta1, pero lo que le parece bien a Wozenham un poco más abajo, al otro lado de la calle, no tiene por qué parecérmelo también a mí. La señorita Wozenham tiene sus opiniones y yo las mías, aunque, si se trata de bajar los precios sistemáticamente, como podría demostrar bajo juramento en los tribunales, en la forma de «si la señora La Bradshaw's Railway Guide incluía, además de los horarios de ferrocarril, un directorio ilustrado de hoteles. 1

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Lirriper os cobra dieciocho chelines a la semana, yo os cobraré quince chelines y seis peniques», entonces sería cosa tuya y de tu conciencia, suponiendo, en pro de la argumentación, que te llamases Wozenham, cosa que sé muy bien que no es cierta, o mi opinión sobre ti empeoraría mucho. Y, en cuanto a lo de habitaciones ventiladas y portero de noche, cuanto menos se diga sobre el asunto tanto mejor, pues en las habitaciones el aire está viciado y el portero es un vicioso. Hace cuarenta años que el pobre Lirriper y yo nos casamos en la iglesia de St. Clement's Danes, donde ahora dispongo de un banco muy cómodo, con compañía distinguida, y de mi propio cojín, y tengo preferencia por los servicios vespertinos, que no están tan concurridos. Mi pobre Lirriper era un hombre muy apuesto, de mirada radiante y una voz tan dulce como un instrumento musical hecho de miel y acero, aunque siempre fue un poco vividor, pues era viajante de comercio y transitaba por lo que él llamaba un camino de hornos de cal: «Un camino reseco, Emma, querida -decía mi buen Lirriper-, donde, para quitarme el polvo, tengo que estar bebiendo todo el día y parte de la noche, y eso me fatiga mucho, Emma», motivo por el cual iba siempre con prisa a todas partes. Y también podría haber pasado a toda prisa por la barrera de peaje cuando aquel terrible caballo que no se estaba quieto ni un momento se desbocó, si no hubiese sido de noche y la barrera no hubiera estado cerrada, pero la rueda se enganchó, mi pobre Lirriper y su calesín acabaron reducidos a átomos y ya no volvió a pronunciar palabra. Era un hombre apuesto, de corazón jovial y temperamento dulce, pero, si por entonces se hubieran inventado ya las fotografías, nunca habrían podido dar razón de la dulzura de su voz, y, de hecho, considero que las fotografías, por regla general, carecen de gracia y hacen que parezcas un campo recién arado. Mi pobre Lirriper tenía muchas deudas y, una vez enterrado en la iglesia de Hatfield, en Hertfordshire, no porque ése fuese su lugar natal, sino porque le gustaba mucho la posada de Salisbury Arms, donde nos alojamos en nuestra noche de bodas y pasamos quince días muy felices, fui a ver a los acreedores y les dije: «Caballeros, sé que no tengo por qué responder de las deudas de mi difunto marido, pero quisiera pagarlas, pues soy su mujer legítima y su buen nombre es muy importante para mí. Pienso poner una pensión, caballeros, y, si el negocio prospera, les pagaré hasta el último penique que les debiera mi marido, en nombre del amor que siempre le profesé». Me costó mucho tiempo, pero lo hice, y la jarrita de leche de plata que, dicho sea entre nosotras, está debajo del colchón de mi habitación en el piso de arriba (de lo contrario habría desaparecido nada más colgar el cartel de «Se alquila»), y que me regalaron aquellos caballeros con la inscripción: «Para la señora Lirriper, como

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muestra de agradecimiento por su honorable conducta», me sorprendió y emocionó mucho, hasta que el señor Betley, que en aquella época tenía alquiladas las habitaciones del primer piso y era aficionado a las bromas, me dijo: «Alégrese, señora Lirriper, tendría usted que sentirse como si hoy fuese el día de su bautizo y ellos sus padrinos y madrinas». Eso me hizo volver en mí, y no me importa confesarte, querida, que metí un bocadillo y un poco de jerez en una cestita y fui en el pescante de la diligencia al cementerio de Hatfield, me besé la mano y la puse sobre la tumba de mi marido con una especie de amor orgulloso y pleno, aunque me había costado tanto limpiar su nombre que mi anillo de boda estaba fino y pulido cuando rozó la hierba verde y ondulante. Ahora soy vieja y mi belleza se ha marchitado, pero ésa soy yo, querida, la que ves encima del calientaplatos, tal como era en la época en que se pagaban dos guineas por un retrato en miniatura en marfil, y se corría todo un riesgo, pues una nunca sabía cómo iba a salir y había que tener cuidado de no dejarlo en cualquier sitio, porque la gente se confundía y ruborizaba pensando que se trataba de otra persona, y hubo una vez cierto caballero dedicado al negocio del lúpulo que apareció una mañana para pagarme el alquiler y presentarme sus respetos -tenía las habitaciones del segundo piso-, y quiso descolgarlo de la pared y metérselo en el bolsillo de la pechera, ya imaginarás lo que significaba eso, querida, «por A. -dijo- al original»2, sólo que no había dulzura en su voz y no permití que se lo llevara, pero su opinión sobre el particular puedes deducirla del hecho de que le dijera al retrato: «¡Háblame, Emma! ». Lo que sin duda no fue una observación muy racional, aunque no deja de ser un claro tributo al parecido, y yo misma creo que se parece a mí cuando era joven y vestía esa clase de corsé. Pero de lo que yo quería hablarte es de la pensión y ciertamente algo debo de saber del negocio después de haberme dedicado a él tanto tiempo, pues perdí a mi pobre Lirriper a principios del segundo año de casada, y me instalé en Islington, y luego me vine aquí, lo que hace un total de dos casas, treinta y ocho años, algunas pérdidas y mucha experiencia. Las criadas son tu primera prueba después de colocar los muebles, y es una prueba peor que la que yo llamo de los «cristianos errantes» , aunque por qué razón se dedican éstos a recorrer la tierra mirando los carteles, y luego entran a ver las habitaciones, discuten las condiciones y se marchan sin alquilarlas, puesto que ya tienen lo que buscaban, es un misterio que agradecería que alguien me explicara 2

Es decir, «por Amor al original».

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alguna vez, suponiendo que, milagrosamente, sea posible hacerlo. Es increíble que vivan tanto y prosperen de ese modo, aunque supongo que el ejercicio debe de ser saludable, ir de casa en casa, llamar a las puertas y subir y bajar escaleras todo el día, además de fingir que uno es tan puntilloso y puntual resulta de lo más sorprendente. Miran el reloj y dicen: «¿Podría reservármela hasta pasado mañana a las once y veinte, y, en caso de que mi amigo de provincias lo considere imprescindible, poner una cama supletoria de hierro en la habitación pequeña del piso de arriba?». Pues bien, cuando era nueva en el negocio, querida, acostumbraba a pensarlo con calma antes de comprometerme y me angustiaba haciendo cálculos y luego me desazonaban enormemente las decepciones, pero ahora digo: «Desde luego, no se preocupe usted», sabiendo que se trata de un cristiano errante y que no volveré a verle el pelo; de hecho, a estas alturas conozco de vista a la mayoría de los cristianos errantes tan bien como ellos a mí, pues dichos individuos suelen dar la vuelta a Londres y regresan unas dos veces al año, y lo curioso es que se trata de un rasgo familiar y los hijos heredan sus usos y costumbres, pero, incluso si no los conociera, me bastaría con oír hablar del amigo de provincias, que es un indicio seguro, para asentir y decir para mis adentros: «Eres un cristiano errante», aunque no sabría decir si se trata (como me han contado) de personas de ciertos medios, que gustan de tener una ocupación regular, y de cambiar de sitio con frecuencia. Las criadas, como había empezado a decirte, son uno de tus primeros problemas y también uno de los más duraderos: en eso se parecen a los dientes, que empiezan con convulsiones y no dejan de atormentarte desde el momento en que los echas hasta que tienes que sacártelos, y entonces no quieres separarte de ellos porque te dan lástima, pero todos tenemos que resignarnos o comprarlos postizos; e incluso cuando encontramos una muchacha con buena voluntad, nueve de cada diez veces tiene la cara sucia y, como es natural, los huéspedes de buena sociedad no quieren ver narices tiznadas o entrecejos sucios. De dónde sacan el tizne es un misterio irresoluble, como en el caso de la chica más servicial que he tenido, que llegó medio muerta de hambre, la pobre, y era tan servicial que la llamaba «Sophy, la Servicial», se pasaba el día de rodillas fregando el suelo y siempre estaba alegre, pero siempre sonreía con la cara sucia. Así que le dije: «Sophy, hija mía, escoge un día fijo para limpiar los fogones y apártate del tizne, no cepilles la base de las cazuelas con el pelo y deja en paz las mechas de las velas, y ya verás cómo no te vuelve a pasar». Pero ahí siguió la mancha en la nariz, y, cuando se volvía y te sonreía, casi parecía jactarse de ello, y motivó las quejas de un caballero muy serio y excelente huésped, con desayuno y derecho a emplear el salón siempre que fuese necesario; era un hombre un poco irritable, y sus palabras fueron: «Señora Lirriper, he llegado al punto de

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admitir que el negro es un hombre y un hermano, pero sólo en su forma natural y cuando uno no puede librarse de él»3. Así que, en consecuencia, dediqué a Sophy a otros trabajos y le prohibí abrir la puerta o responder al timbre bajo ninguna circunstancia, pero por desdicha era tan servicial que no había forma de impedir que saliera disparada por las escaleras de la cocina nada más oír tintinear uno. Le pregunté: «Por el amor de Dios, Sophy, ¿de dónde sacas todo ese tizne?». Y la pobre, desdichada y servicial criatura rompió a llorar al verme tan enfadada y replicó: «De pequeña nadie me cuidaba y me tizné muchas veces y creo que ahora me debe de estar saliendo todo». Y, como siguiera saliéndole a la pobre criatura y no tenía otro defecto que reprocharle, le dije: «Sophy, ¿qué te parecería si te ayudase a emigrar a Nueva Gales del Sur, donde tal vez no se te note tanto?». Nunca me arrepentí de haberle dado aquel dinero tan bien gastado, pues durante el viaje se casó con el cocinero del barco (que era a su vez mulato) y por lo visto le fueron bien las cosas y vivió feliz, y, según me dijeron después, en aquella nueva sociedad nadie volvió a reparar en el tizne hasta el día de su muerte. De qué modo la señorita Wozenham, un poco más abajo, al otro lado de la calle, logró con su sentido del honor (del que por otra parte carece) engatusar a Mary Anne Perkinsop y hacer que dejara mi casa y fuese a trabajar para ella, sólo ella lo sabe. Ignoro, y renuncio a saber, cómo se forman las opiniones sobre cualquier particular en casa de la señorita Wozenham. Pero Mary Anne Perkinsop, aunque me portase tan bien con ella y ella se portara tan mal conmigo, valía su peso en oro a la hora de intimidar a los huéspedes sin espantarlos, pues llamaban menos al timbre con Mary Anne que con ninguna otra criada o doncella que haya tenido, y eso es un gran triunfo, sobre todo siendo bizca y un saco de huesos, pero lo principal era la firmeza con que los trataba a raíz del fracaso de su padre en la charcutería. Mary Anne tenía un aspecto tan respetable y una moralidad tan estricta que se impuso al caballero más aficionado a pedir té con azúcar (piénsese que ella pesaba ambas cosas con una balanza cada mañana) con quien me las he visto jamás y lo dejó más manso que un corderito. Después me contaron que la señorita Wozenham pasó un día por la puerta de la pensión y vio a Mary Anne comprándole leche a un lechero que piropeaba a todas las chicas de la calle (y no seré yo quien se lo reproche), pero que, en su presencia, se quedaba rígido como la estatua de Charing Cross; entonces la señorita Wozenham comprendió el valor de Mary Anne en el negocio de las habitaciones de alquiler y llegó a ofrecerle hasta una libra más al trimestre. En Alusión a la divisa de la Sociedad Antiesclavista: «¿Es que no soy un hombre y un hermano?». 3

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consecuencia, Mary Anne, sin que hubiésemos cruzado una palabra, dijo: «Señora Lirriper, si tiene usted a bien buscar a alguien que me sustituya de aquí a un mes por mi parte no tengo inconveniente», cosa que me ofendió y así se lo hice saber, y ella me ofendió aún más insinuando que el fracaso de su padre en la charcutería la había obligado a portarse así. Querida, te aseguro que resulta agotador decidir a qué clase de criadas dar preferencia, porque si son despiertas se les fatigan las piernas de tanto responder al timbre, y si son perezosas eres tú quien se fatiga de tantas quejas, y si tienen los ojos vivos siempre encuentran quien las corteje, y si van bien vestidas se quieren probar los sombreros de las inquilinas, y si son musicales desafío a cualquiera a que las aleje de organillos y bandas de música, y por muy distinto que sea lo que tengan unas y otras en la cabeza siempre la asomarán por la ventana. Y luego lo que complace a los caballeros disgusta a las damas, y es una fuente de inquietudes para todos, y además está la cuestión del carácter, aunque espero que no haya muchas que tengan tanto como Caroline Maxey. Caroline era una chica guapa de ojos negros y muy atractiva cuando se enfadaba, como ocurrió por primera y última vez por culpa de una pareja de recién casados que habían venido a visitar Londres y se alojaron en el primer piso; la dama era muy altiva y es de suponer que le irritase la belleza de Caroline -de la que ella no estaba precisamente muy sobrada- y la tratase mal, aunque eso no sea excusa. El caso es que, una tarde, Caroline entró roja de ira en la cocina y me dijo: -Señora Lirriper, la señora del primer piso me ha ofendido de forma intolerable. -Contente, Caroline -respondí yo. -¿Que me contenga? -replicó con una risa que helaba la sangre-. ¿Que me contenga? Tiene usted razón, señora Lirriper, eso voy a hacer. ¡Contenerme! -exclamó (cualquiera podría haberme enviado al centro de la Tierra con sólo rozarme con una pluma, cuando la oí)-. ¡Le voy a enseñar cómo soy yo cuando me contengo! Caroline soltó un grito, echó a correr escaleras arriba y yo la seguí tan rápido como me lo permitieron mis temblorosas piernas, pero, antes de que me diese tiempo a entrar en la habitación, tiró del mantel y el servicio de té blanco y rosa fue a parar al suelo con gran estrépito y los recién casados cayeron de espaldas contra la chimenea, él con la pala del pescado, las pinzas y un plato de pepinos encima, y menos mal que era verano. «Caroline -le dije-, cálmate», pero ella me arrancó la cofia y la desgarró a dentelladas, luego se abalanzó sobre la dama recién casada y la convirtió en un amasijo de cintas y telas rotas, la cogió de las orejas y le golpeó la nuca contra la

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alfombra. Gritos de «asesinato», la policía que llega corriendo por la calle, y las ventanas de Wozenham (juzga tú misma lo que sentí al enterarme) abiertas de par en par y la señorita Wozenham gritando desde el balcón con lágrimas de cocodrilo: «Es la señora Lirriper, debe de haber sacado a alguien de sus casillas al presentarle la factura... La asesinarán... Siempre supe que acabaría así... Sálvenla, policías!». ¡Ay!, querida, cuatro había, y Caroline atrincherada detrás de la cómoda y defendiéndose con el atizador, y, cuando por fin lograron desarmarla, siguió a puñetazo limpio. Sin embargo, yo no podía tolerar que tratasen a la pobre criatura con tanta rudeza ni que le tirasen del pelo cuando lograron dominarla y les dije: «Señores policías, recuerden que es del mismo sexo que sus madres, novias y hermanas, ¡Dios las bendiga a ellas y a ustedes!». Y la tenían, esposada en el suelo, recobrando el aliento contra el zócalo y ellos muy serios con las chaquetas desgarradas, y lo único que dijo fue: «Señora Lirriper, no sabe cuánto siento haberla golpeado a usted, que siempre ha sido tan maternal», y eso me hizo pensar que muchas veces había querido yo tener hijos, ¡y en cómo me habría sentido de haber sido la madre de aquella chica! Pues bien, una vez en comisaría, resultó que no era la primera vez, así que le quitaron la ropa y la mandaron a la cárcel, y cuando le llegó el momento de salir, allá que me fui una tarde, a esperarla a la puerta de la prisión con un poco de gelatina en mi cesta para darle fuerzas con las que enfrentarse otra vez al mundo, y conocí a una madre muy decente que, por culpa de las malas compañías, estaba esperando a que soltaran a su hijo, que resultó ser un mozo muy obstinado que llevaba las botas sin atar. Luego salió Caroline y le dije: -Caroline, ven conmigo, sentémonos junto a aquella tapia de allí, donde estaremos tranquilas y comeremos unas cosas que he traído para que cobres ánimos. Ella me echó los brazos al cuello y respondió entre sollozos: -¡Oh!, ¿por qué no habrá sido usted madre, con las madres que andan por ahí? -Y no había pasado medio minuto cuando se echó a reír y preguntó-: ¿De verdad le hice pedazos la cofia? -Y, cuando le contesté: «Desde luego que sí, Caroline», volvió a echarse a reír y replicó mientras me daba palmaditas en la cara-: ¿Y por qué, buena mujer, lleva usted esas cofias tan anticuadas? ¡Imagínate qué chica! No pude sacarle lo que pensaba hacer, salvo, ¡oh!, que ya se las arreglaría, y se despidió muy agradecida y besándome las manos. No volví a oír ni a saber nada de la chica, aunque siempre creeré que una preciosa cofia que me llegó anónimamente un sábado por la noche, en una bolsa de lona encerada, por medio de un impertinente mozalbete que pisó con los zapatos sucios la escalera

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limpia mientras tocaba el arpa con un palo en los barrotes de la barandilla, era de Caroline. No tengo palabras para describirte, querida, las suspicacias a las que se enfrenta una al entrar en el negocio del alquiler de habitaciones, pero nunca he sido tan poco honrada como para tener dos juegos de llaves, ni quiero pensar que los tenga siquiera la señorita Wozenham, un poco más abajo, al otro lado de la calle, y espero que así sea, aunque no cabe duda de que el dinero tiene que salir de alguna parte, y, por turbio que parezca, no hay razón para pensar que Bradshaw la incluya en su guía por su cara bonita. Es descorazonador que los huéspedes estén siempre dispuestos a creer que tratas de aprovecharte de ellos y no reconozcan nunca que son ellos quienes tratan de aprovecharse de ti, pero, como me dice siempre el comandante Jackman: «Sé muy bien cómo funciona este mundo circular, señora Lirriper, y lo mismo ocurre en toda su superficie»; y es que el comandante Jackman me ha consolado de muchos disgustos, pues es un hombre inteligente que ha visto muchas cosas. Ay, querida, han pasado trece años, pero parece que fue ayer cuando me senté con mis gafas una tarde de agosto junto a la ventana del salón que da a la calle (el salón estaba vacío) a leer el periódico del día anterior, pues ya no leo bien la letra impresa, aunque puedo dar gracias de seguir viendo bien de lejos, y oí a un caballero cruzar la calle a toda prisa hablando furioso para sus adentros y maldiciendo y condenando a alguien. «¡Demonios! -exclamó en voz alta empuñando su bastón-. Iré a casa de la señora Lirriper. ¿Dónde vive la señora Lirriper?» Luego, al reparar en mi presencia, se quitó el sombrero de la cabeza con una reverencia como si yo fuese una reina y me dijo: -Le ruego que disculpe mi intrusión, señora, pero ¿le importaría indicarme en qué número de esta calle reside una dama, muy respetada y conocida, que responde al nombre de señora Lirriper? Un poco agitada, aunque debo admitir que agradecida, me quité las gafas, respondí a su cortesía y respondí: -Señor mío, yo misma soy la señora Lirriper, para servirle. -¡Qué asombrosa coincidencia! -respondió él-. ¡Le pido mil perdones! Señora, ¿puedo rogarle que tenga la bondad de pedir a uno de sus criados que abra la puerta a un caballero que responde al nombre de Jackman? -Nunca había oído aquel nombre, pero jamás había visto a un caballero tan bien educado, pues tuvo a bien añadir-: Señora, me sorprende que abra usted misma la puerta a un hombre tan insignificante como Jemmy Jackman. Después de usted, señora, las damas siempre

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van primero. -Luego entró en el salón, lo olisqueó y dijo-: ¡Ajá! ¡Esto sí es un salón! No un armario mohoso -dijo-, sino un salón que no huele a sacos de carbón. -Pues bien, querida, como hay quien asegura con inquina que el barrio entero huele a sacos de carbón, y eso podría desanimar a los posibles huéspedes, le respondí al comandante con mucha amabilidad, pero con firmeza, que tal vez estuviera refiriéndose a las calles Arundel, Surrey o Howard, pero desde luego no a la calle Norfolk4-. Señora -repuso él-, me refiero a la pensión Wozenham, un poco más abajo, señora mía, le aseguro que no puede hacerse ni idea... Esa casa es como un enorme saco de carbón, y la señorita Wozenham tiene los principios y los modales de un carbonero de sexo femenino... Señora, por el modo en que la he oído hablar de usted, me consta que no sabe apreciar a una dama, y por el modo en que se ha portado conmigo es evidente que tampoco sabe apreciar a un caballero... Señora, me llamo Jackman... Si necesita usted otras referencias, aparte de las que le he dado, puedo citarle el Banco de Inglaterra, que tal vez conozca. Así fue como el comandante empezó a ocupar sus habitaciones y desde aquel momento hasta hoy ha sido siempre el mejor de los huéspedes, puntual en todo, salvo en cierto aspecto que no necesito precisar y que se ve de sobra compensado por el hecho de ofrecerme su protección y de su constante disposición a rellenar los formularios de los impuestos, tribunales y demás, y de que una vez cogiera del pescuezo a un joven que se llevaba el reloj del comedor debajo del abrigo, y de que, en otra ocasión, subiese al tejado a apagar con su ropa y sus propias manos el fuego de la chimenea de la cocina y después, en el juicio, hiciera un elocuentísimo alegato contra la administración parroquial delante de los magistrados y nos ahorrase los gastos del coche de bomberos, y de que siempre haya sido todo un caballero, aunque sin duda un poco apasionado. Y, ciertamente, no fue muy generoso por parte de la señorita Wozenham quedarse con su equipaje y su paraguas, aunque estuviese en su derecho de hacerlo, y yo jamás me habría rebajado a hacerlo, en vista de que el comandante es todo un caballero; y, de hecho, aunque no es precisamente alto, cuando se pone su camisa con la pechera fruncida, su levita y su sombrero de ala curva, lo cierto es que lo parece, pese a que no sabría decirte en qué ejército ha servido, si en la milicia o en la legión extranjera, pues nunca le oí llamarse a sí mismo comandante, sino sólo «Jemmy Jackman», y cuando, poco después de su llegada, creí mi obligación comunicarle que la señorita Wozenham estaba divulgando el rumor de que no era comandante, y me tomé la libertad de añadir «aunque yo sé muy bien que 4

Tanto Arundel Street, como Surrey Streety Howard Street están a sólo dos pasos de Norfolk

Street.

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lo es, señor», sus palabras fueron: «Señora mía, en todo caso no permito que nadie me dé órdenes, cada día tiene su afán y con eso basta»; y no puede negarse que es la pura verdad, y además no hay más que ver el modo tan marcial en que ordena que le lleven todas las mañanas las botas cepilladas en una bandeja limpia y les da betún él mismo con una esponja y un platito mientras silba en voz baja, nada más terminar el desayuno, y es tan cuidadoso que nunca se mancha la ropa interior (con la que es muy escrupuloso, aunque más en la calidad que en la cantidad) ni con el betún ni con el bigote, que, según creo, se tiñe al mismo tiempo y es tan negro y reluciente como sus botas, mientras que el cabello de su cabeza es de un elegante color blanco. El tercer año que el comandante pasó en sus habitaciones casi había concluido cuando, a primera hora de una mañana del mes de febrero en que iba a reunirse el Parlamento y, como supondrás, había en la ciudad un hatajo de impostores dispuestos a apropiarse de todo lo que cayera en sus manos, un caballero y una dama de provincias vinieron a ver las habitaciones del segundo piso. Recuerdo muy bien que yo estaba asomada a la ventana contemplando cómo caía la espesa lluvia y los estuve observando mientras recorrían la calle mirando carteles. No me gustó la cara del caballero, aunque también era bien parecido, pero la dama era una joven preciosa y delicada, y me pareció una crueldad que tuviese que estar ahí fuera, aunque acababa de salir del hotel Adelphi, que no está ni a doscientos metros, porque el tiempo era muy riguroso. Sucedió, querida, que me había visto obligada a subir cinco chelines a la semana el alquiler de las habitaciones del segundo piso a raíz de un pérdida causada por un huésped que se había marchado sin pagar, muy bien vestido, como si fuese a cenar fuera, truco rastrero que me había vuelto suspicaz, sobre todo en plena sesión del Parlamento; por eso, cuando el caballero recién llegado propuso pagar tres meses por adelantado y se reservó el derecho de renovar por otros seis meses en las mismas condiciones, le respondí que no estaba segura de que no estuvieran ya reservadas para otra persona, pero que bajaría a comprobarlo, si tenían la bondad de tomar asiento. Ellos tuvieron la bondad de sentarse y yo bajé y puse la mano en el picaporte de la puerta del comandante, a quien ya había empezado a consultar, pues siempre me había sido de gran ayuda, y al oírlo silbar en voz baja supe que estaba dándole betún a las botas, momento en que, por lo general, no se le debía molestar; sin embargo, respondió amablemente: «Entre, señora, si es que es usted», y yo entré y se lo expliqué todo. -En fin, señora -dijo el comandante frotándose la nariz (al principio, temí que lo hubiera hecho con la esponja del betún, pero lo hizo con los nudillos, porque es muy limpio y habilidoso con los dedos)-, en fin señora, supongo que ese dinero le

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vendría a usted muy bien, ¿no es así? -Sentí ciertos escrúpulos de responder «sí» demasiado abiertamente, pues noté un leve rubor en las mejillas del comandante y había además cierta irregularidad sobre la que no voy a dar más detalles a propósito de una cuestión que prefiero pasar por alto-. Soy de la opinión, señora -dijo- de que cuando el dinero está encima de la mesa..., cuando está encima de la mesa, señora Lirriper, lo mejor es aceptarlo. ¿Qué tiene contra esas personas de arriba, señora? -En realidad no tengo nada contra ellos, señor, pero aun así pensé que debía consultarle a usted. -Y dice que se trata de un par de recién casados, ¿no es así? -preguntó el comandante. Yo respondí: -Sí-í. Es evidente. De hecho, la joven dama me dijo, como por casualidad, que no llevaba casada muchos meses. El comandante volvió a frotarse la nariz, removió el betún del platito con la esponja y silbó en voz baja un instante. Luego dijo: -¿Diría usted que el precio del alquiler es bueno, señora? -¡Oh!, sin duda, muy bueno, señor. -Pongamos que renovasen por otros seis meses. ¿Le molestaría a usted mucho, señora, si... llegase a suceder lo peor? -preguntó el comandante. -Lo ignoro -respondí-. Depende de las circunstancias. ¿Usted pondría alguna objeción, señor? -¿Objetar yo? -repuso el comandante-. ¿Jemmy Jackman? Señora Lirriper, puede usted cerrar el trato. Así que subí y acepté, y ellos volvieron al día siguiente, que era sábado, y el comandante tuvo la gentileza de redactar un contrato con su hermosa y rotunda caligrafía y una serie de expresiones que sonaban tan legales como militares, y el señor Edson lo firmó la mañana del lunes, y el comandante subió a visitar al señor Edson el martes, y el señor Edson bajó a ver al comandante el miércoles, y las relaciones entre el segundo piso y las habitaciones del comandante fueron todo lo cordiales que se podía desear. Pasaron los tres primeros meses y llegamos al mes de mayo sin novedades en el pago, y entonces el señor Edson se vio obligado a partir en viaje de negocios a la isla de Man. La noticia cogió de sorpresa a su hermosa mujer, pues no es

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precisamente un sitio que, por lo que yo sé, quede de paso para ir a ninguna parte, aunque eso es cuestión de opiniones. Lo avisaron con tan poco tiempo que tuvo que partir al día siguiente y la pobre desdichada lloró amargamente, y estoy segura de que yo también lloré al verla en la fría acera bajo el cortante viento del este -pues tuvimos una primavera muy tardía- despidiéndose de él, con el hermoso cabello volando de un lado a otro, y abrazándose a su cuello mientras él le decía: «Vamos, vamos, déjame marchar, Peggy». Para entonces, ya era evidente que la situación sobre la que el comandante había tenido la amabilidad de pronunciarse diciendo que no pondría objeciones, iba a producirse en la casa, y así se lo di a entender a ella cuando se marchó su marido, mientras la consolaba ofreciéndole mi brazo en la escalera y le decía: «Pronto tendrá usted a alguien más a quien cuidar, querida, debe tenerlo presente». La carta del joven caballero no llegó cuando debía, y el calvario por el que pasó la chica, una mañana tras otra, al comprobar que el cartero no traía nada para ella, puedes imaginarlo al pensar que el propio cartero se compadecía al verla correr a la puerta; y eso que cargar con las desgracias de las cartas ajenas y ninguna de las alegrías, y hacerlo a menudo entre el barro y la lluvia, y por un sueldo más digno de Pequeña Bretaña que de Gran Bretaña, debe bastar para embotar los sentimientos de cualquiera. Pero por fin, una mañana, cuando ella ya no estaba en condiciones de correr escaleras abajo, el cartero me dijo con la satisfacción pintada en el semblante y en un tono que casi me enamoro de aquel hombre de uniforme a pesar de que estaba chorreando: «Señora Lirriper, he empezado el reparto por su casa porque ha llegado la carta de la señora Edson». Se la subí al dormitorio rápidamente, y ella se sentó en la cama al verla y rasgó el sobre; luego adoptó una expresión de desánimo. -¡Es muy breve! -dijo alzando la vista para mirarme-. ¡Oh, señora Lirriper, es muy breve! Yo respondí: -Mi querida señora Edson, sin duda es porque su marido no ha tenido tiempo de escribir más. -Sin duda, sin duda -respondió y se tapó la cara con las manos y se dio la vuelta en la cama. Cerré la puerta con cuidado, bajé sin hacer ruido las escaleras y llamé a la puerta del comandante, y cuando él, que estaba preparándose unas finas lonchas de beicon en su propia parrilla, me vio se levantó de la silla y me acompañó hasta el sofá.

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-¡Chitón! -dijo-, veo que le ocurre a usted alguna cosa. No diga nada... No se precipite. Yo repliqué: -¡Ay, comandante!, temo que lo de ahí arriba vaya a terminar mal. -Sí, sí -respondió-, yo también empezaba a temerlo... No se precipite. -Y luego, contradiciendo sus propias palabras, montó en cólera y exclamó-: Nunca me perdonaré, señora, no haberme dado cuenta aquella misma mañana. ¡Tendría que haber subido con la esponja del betún en la mano, habérsela metido en el gaznate y haberlo asfixiado allí mismo! Cuando recobramos la calma, el comandante y yo coincidimos en que, en ese momento, no podíamos hacer otra cosa que fingir que no sospechábamos nada malo y tratar de tranquilizar a aquella pobre niña. Y quién sabe qué habría hecho yo para convencer a los organilleros de que necesitábamos silencio sin la ayuda del comandante, pues libró con ellos una batalla feroz, hasta el punto de que, si no lo hubiese presenciado, jamás habría creído que ningún caballero tuviese tanta habilidad para lanzar, a modo de proyectiles, las pinzas de la chimenea, bastones, jarras de agua, trozos de carbón, las patatas de la comida e incluso su propio sombrero, y al mismo tiempo fuese capaz de encolerizarse en tantos idiomas extranjeros; los dejaba casi petrificados manivela en mano, como a la Fea Durmiente del Bosque (pues no me atrevo a compararlos con la Bella). Sólo ver acercarse al cartero me inspiraba tanto temor que era un gran alivio verlo pasar de largo pero, al cabo de diez o quince días, volvió a decirme: -Traigo una carta para la señora Edson. ¿Se encuentra bien? -Está bastante bien, señor cartero, pero no lo bastante para levantarse tan temprano como acostumbraba -cosa que era tan cierta como el Evangelio. Llevé la carta al comandante a la hora del desayuno y le dije temblorosa: -Comandante, no tengo valor para dársela. -Esa carta tiene muy mala pinta -coincidió el comandante. -No tengo valor para llevársela, comandante -repetí temblorosa. Tras un instante de ensimismamiento, el comandante dijo levantando la cabeza como si se le hubiera ocurrido una idea útil y novedosa.

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-Señora Lirriper, nunca me perdonaré no haber subido aquella misma mañana con la esponja del betún en la mano, habérsela metido en el gaznate y haberlo asfixiado. -Comandante -respondí yo con cierto apresuramiento-, menos mal que no hizo usted tal cosa, pues hacerlo no nos habría traído nada bueno, y opino que fue mucho mejor aplicar la esponja a sus honorables botas. Decidimos obrar de forma racional y planeamos que yo llamaría a la puerta del dormitorio de la joven, dejaría la carta sobre la estera y esperaría en el rellano a ver lo que sucedía; nunca hubo pólvora, balas de cañón, obuses o proyectiles más temidos que aquella carta terrorífica cuando la subí al segundo piso. Un gritó terrible resonó en la casa justo un minuto después de que la pobre chica la abriera, y me la encontré tendida en el suelo como si estuviese muerta. Querida, ni siquiera miré el encabezamiento de la carta, que estaba abierta a su lado, pues no tuve ocasión de hacerlo. El comandante subió con sus propias manos todo lo necesario para reanimarla, aparte de correr a la farmacia a comprar lo que no había en casa, y al mismo tiempo libró la más encarnizada de sus escaramuzas con un instrumento musical que representaba un salón de baile de no sé qué país con gente que entraba y salía por unas puertas plegables moviendo los ojos. Cuando, al cabo de un buen rato, vi a la chica volver en sí, me escabullí hasta el rellano y esperé a oírla llorar, y entonces entré y le dije alegremente: «Señora Edson, no está usted bien, querida, y no es de extrañar», como si acabara de entrar en la habitación. No sabría decir si me creyó o no, y de nada me serviría saberlo, pero me quedé con ella varias horas y después ella me dijo: «¡Dios la bendiga!», y añadió que quería descansar un poco pues le dolía la cabeza. -Comandante -susurré yo, asomándome a sus habitaciones-, le ruego y le suplico que no salga. El comandante susurró: -Señora, puede usted confiar en mí. ¿Cómo se encuentra? Yo respondí: -Comandante, sólo nuestro Señor en el cielo sabe qué llamas consumen su alma. La dejé sentada frente a su ventana. Y yo voy a hacer lo propio.

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Llegó mediodía y después la tarde. La calle Norfolk es un lugar muy agradable -siempre que no se aloje uno calle abajo-, aunque en las tardes veraniegas, cuando está cubierta de polvo y de papeles y los niños vagabundos juegan en la acera, se adueñan de ella una calma y un calor polvorientos y el estrépito de las campanas de la iglesia, y admito que puede resultar un poco triste. Nunca he vuelto a verla así, y sé que ya nunca lo haré, sin recordar la triste tarde de junio en que aquella desdichada criatura se sentó junto a la ventana de la esquina, en el segundo piso, y yo me senté junto a la mía (en la otra esquina), en el tercero. Cuando cayeron las sombras y subió la marea, una fuerza compasiva, inteligente y mejor que mi propio entendimiento me impulsó a ponerme el chal y el sombrero, aunque todavía era de día, y a asomar la cabeza y mirar hacia su ventana esperando verla contemplando la calle. Acababa de anochecer cuando la vi plantada en medio de la calzada. Me asustó tanto perderla de vista que todavía hoy se me corta el aliento al contarlo, bajé corriendo las escaleras más deprisa de lo que he corrido nunca en toda mi vida y llamé a la puerta del comandante al pasar. Ella había salido ya. Corrí a toda prisa calle abajo y, cuando llegué a la esquina de la calle Howard, vi que acababa de doblarla y estaba delante de mí dirigiéndose hacia el oeste. ¡Oh, qué alegría me dio verla! La joven apenas conocía Londres y sólo había salido alguna que otra vez para airearse un poco y dar un paseo por nuestra calle, donde conocía a los dos o tres arrapiezos de las vecinas y a veces se quedaba con ellas viendo correr el agua del río. Comprendí que debía de estar andando a ciegas, aunque tomó por varios callejones, como si supiera muy bien lo que hacía, hasta llegar al Strand. No obstante, reparé en que, en cada esquina, volvía siempre la cabeza hacia el mismo lado: el lado del río. Tal vez fuesen sólo la oscuridad y la tranquilidad del Adelphi los que la impulsaran a entrar en él, pero lo hizo con tanta decisión como si lo tuviera planeado, y es posible que así fuese. Fue directa a la terraza y se asomó a la barandilla, y más de una vez me he despertado después horrorizada en mi cama viéndola hacer aquello. El aislamiento del embarcadero y la altura del agua que corría junto a él parecían convenir a sus propósitos. Miró a un lado y a otro como para buscar el modo de bajar hasta que se decidió por un lado (no sé si sería el bueno o el malo, porque yo jamás había estado allí y no he vuelto desde entonces) y yo la seguí.

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Es curioso que en todo ese tiempo no volviera la vista atrás ni por un instante. Sin embargo, se produjo entonces un cambio en su manera de andar, y, en lugar de avanzar a paso rápido con los brazos cruzados, empezó a abrirlos insensatamente, como si fuesen alas y estuviese volando hacia la muerte. Llegamos al muelle y se detuvo. Yo también. Vi que se llevaba las manos a las cintas del sombrero y corrí a interponerme entre ella y el borde del agua y la sujeté por la cintura con los dos brazos. Tuve la sensación de que, aunque nos hubiésemos ahogado juntas, no habría podido librarse de mi abrazo. Hasta ese momento, mi imaginación se había movido en un laberinto y no tenía ni idea de lo que le diría, pero desde el momento en que la toqué las palabras surgieron, como por arte de magia, y recuperé la voz, los sentidos y casi el aliento. -¡Señora Edson! -le dije-. ¡Querida! Tenga usted cuidado. ¿Cómo ha podido perderse y venir a parar a un lugar tan peligroso? Debe de haber venido por las callejuelas más intrincadas de Londres. No me extraña que se haya perdido. ¡Menudo sitio! ¡Pero si pensé que aquí sólo venía yo a comprar el carbón... y el comandante del primer piso a fumar sus cigarros! Dije aquello porque acababa de ver por allí cerca a aquel hombre tan admirable, que estaba fingiendo precisamente fumar uno de sus cigarros. -¡Ejem..., ejem..., ejem! -tosió el comandante. -Caramba -exclamé yo-, pero ¡si ahí lo tenemos! -¡Eh! ¿Quién anda ahí? -preguntó el comandante con actitud marcial. -Vaya -respondí-, ¡menuda coincidencia! ¿No nos reconoce, comandante Jackman? -¡Hola! -repuso el comandante-. ¿Quién llama a Jemmy Jackman? (Estaba sin aliento, y disimulaba bastante peor de lo que habría imaginado.) -Está aquí la señora Edson, comandante -dije-. Se ve que ha salido a dar un paseo para tomar un poco el aire, porque le dolía mucho la cabeza, y al parecer se ha extraviado. ¡Dios sabe adónde habría ido a parar, si no llego a venir a echar un pedido en el buzón del carbonero y si a usted no se le hubiese ocurrido salir a fumar su cigarro! Lo cierto es que no está usted bien, querida -dije volviéndome hacia ella-, para salir tan lejos de casa sin mí. Estoy convencida de que aceptará la ayuda de su brazo, comandante -le dije a él-, y sé que puede apoyarse en él todo lo que guste. Para entonces -gracias a Dios-, ya la teníamos bien sujeta, uno por cada lado.

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La pobre tenía escalofríos y así siguió hasta que la metí en su cama y hasta llegada la madrugada no me soltó la mano y no dejó de gemir: «¡Oh, malvado, malvado, malvado!». Pero, cuando por fin fingí inclinar la cabeza, como dominada por un sueño invencible, oí a aquella joven y desdichada criatura agradecer de un modo tan humilde y convincente que le hubiesen impedido quitarse la vida en un arrebato de locura, que creí que empaparía con mis lágrimas el edredón y comprendí que estaba salvada. Al día siguiente, como podía permitírmelo, pues contaba con los medios suficientes, el comandante y yo trazamos un pequeño plan, mientras ella descansaba, y en cuanto recobró las fuerzas le dije: -Querida señora Edson, cuando el señor Edson me pagó el alquiler de los próximos seis meses... -ella dio un respingo y noté que sus grandes ojos me miraban, pero yo seguí bordando como si tal cosa- no sé si puse bien la fecha en el recibo. ¿Le importaría enseñármelo? Puso su gélida mano sobre la mía y me atravesó con la mirada cuando me vi obligada a levantar la vista de la labor, pero yo había tomado la precaución de ponerme las gafas. -No tengo ningún recibo -respondió. -¡Ah! Entonces debe de tenerlo él -repuse con aire despreocupado-. No tiene mayor importancia. Un recibo es un recibo. Desde entonces, cada vez que podía me cogía de la mano, por lo general cuando le leía alguna cosa, pues, por supuesto, ambas teníamos que ocuparnos de nuestra labor y ninguna de las dos era demasiado hábil con la aguja, aunque pensándolo bien sigo estando bastante orgullosa por la parte que me correspondía. Y, aunque a la chica le interesaba todo lo que le leía, me pareció reparar en que, de todas las enseñanzas del Sermón de la Montaña, lo que más apreciaba era la amable compasión de nuestro Señor por nosotras, pobres mujeres, y Su joven vida, y el orgullo que sentía Su madre, que atesoraba Sus palabras en el corazón. En sus ojos había una mirada de agradecimiento que no desaparecerá de los míos hasta que los cierre la hora postrera, y cada vez que la miraba sin pensar en ello encontraba aquella mirada, y a menudo me besaba con los labios trémulos, más como un niño afectuoso y desconsolado que como una persona adulta.

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Una vez el temblor se hizo tan manifiesto y las lágrimas corrieron de tal modo por sus mejillas que pensé que iba a hablarme de su desdicha, así que cogí sus manos en las mías y le dije: -No, querida, ahora no, es mejor que no hable ahora. Espere a que vengan tiempos mejores; cuando todo esto haya pasado y esté usted recuperada, ya me contará entonces todo lo que quiera. ¿De acuerdo? -Asintió varias veces con las manos entrelazadas con las mías y luego se las llevó a los labios y las dejó sobre su regazo-. Sólo una palabra más, querida -proseguí-. ¿Hay alguien? -¿Alguien? -preguntó con perplejidad. -A quien debamos avisar. -Movió la cabeza-. ¿Nadie a quien podamos llamar? Volvió a mover la cabeza-. Yo tampoco necesito a nadie, querida. La cuestión está zanjada. Menos de una semana después -pues aquello sucedió al final de un período de gran intimidad- estaba yo inclinada sobre su lecho con la oreja pegada a sus labios, escuchando su aliento y observando su rostro en busca de indicios de vida. Por fin aconteció de un modo solemne, no como un destello sino como una luz vaga y pálida que iluminó su cara. Dijo algo inaudible, aunque comprendí muy bien lo que me preguntaba. -¿Me estoy muriendo? Y yo respondí: -¡Ay!, pobrecita, me temo que sí. Supe de algún modo que quería que le cambiase de posición la mano derecha, así que se la cogí y se la puse sobre el pecho y luego le cogí la otra mano y se la puse sobre la primera, y ella rezó una oración y yo la acompañé, pobre de mí, aunque ninguna pronunciamos una palabra. Luego saqué de la cuna al bebé envuelto en pañales y le dije: -Querida, esto es como un regalo del cielo para una anciana sin hijos. Yo cuidaré de él. -Alzó por última vez sus temblorosos labios y yo se los besé-. Sí, querida -repetí-. ¡Si Dios quiere, lo cuidaremos el comandante y yo! No sabría cómo explicarlo, pero vi iluminarse su alma y elevarse libre en su mirada agradecida. He aquí, querida, el cómo y el porqué de que lo llamáramos Jemmy, igual que el comandante, su padrino, y le pusiéramos de apellido Lirriper, como yo misma;

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jamás un niño alegró tanto una pensión ni jugó tanto con su abuela, como Jemmy ha jugado conmigo y ha alegrado mi casa; es bueno y obediente (por lo general) y nos ha endulzado el carácter y hecho la vida más agradable, con la salvedad de que, cuando fue lo bastante mayor lanzó su gorra al patio de la señorita Wozenham y no quisieron devolvérsela, y tuve que ponerme mi mejor sombrero y mis guantes, coger mi sombrilla con el niño en brazos y decir: «Señorita Wozenham, jamás pensé que tuviera que entrar en su casa, pero a menos que me devuelva en el acto la gorra de mi nieto, las leyes que regulan la propiedad en este país decidirán entre usted y yo, cueste lo que cueste». Con un gesto desdeñoso que debo admitir que me recordó lo de los dos juegos de llaves, aunque puede ser que me equivocara -y ante la menor sombra de duda, lo justo es conceder a la señorita Wozenham dicho beneficio-, llamó al timbre y dijo: -Jane, ¿has visto la gorra vieja de un niño de la calle en tu patio? Y yo respondí: -Señorita Wozenham, antes de que su doncella conteste a esa pregunta, debo informarle de que mi nieto no es un niño de la calle, ni acostumbra a llevar gorras viejas. De hecho -continué-, señorita Wozenham, no estoy nada segura de que su cofia sea más nueva que la gorra de mi nieto. Admito que fue una grosería por mi parte, pues era una cofia de encaje muy vulgar, hecha a máquina, lavada muchas veces y desgarrada en varios sitios, pero su impertinencia me había sacado de mis casillas. La señorita Wozenham, con la cara colorada, dijo: -Jane, ya has oído mi pregunta, ¿hay alguna gorra de niño en el patio? -Sí, señora -replicó Jane-, creo que he visto no sé qué porquería tirada por ahí. -En ese caso -repuso la señorita Wozenham-, acompaña a estas visitas a la puerta, y luego saca ese sucio objeto de mi casa. Pero, en ese momento, el niño, que había estado mirando a la señorita Wozenham con los ojos abiertos como platos, enarcó las cejas, frunció la boquita, separó las piernas rollizas, se frotó los puños uno contra el otro como un molinillo de café y le espetó: -Como le vuelva a hablar así a mi abuela, le saco los ojos. -¡Ah! -exclamó la señorita Wozenham, mirando al niño con desdén-. ¡Así que no es un niño de la calle! ¡Pues menos mal!

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Yo rompí a reír y repliqué: -Señorita Wozenham, si tanto le molesta lo que ha oído, créame que la compadezco y le deseo muy buenos días. Jemmy, ven con la abuela. Y pasé de muy buen humor el resto del día, aunque la gorra cayó volando a la calle, como si hubiese salido del grifo, y volví a casa riéndome gracias a aquel niño querido. Los kilómetros y kilómetros que habremos recorrido el comandante y yo con Jemmy a la luz del crepúsculo son incalculables. Jemmy conducía sentado en el pescante de la diligencia, es decir, en la escribanía con la contera de latón propiedad del comandante colocada sobre la mesa, yo en el interior, es decir, en mi butaca, y el comandante detrás como postillón, soplando de un modo maravilloso una trompa de papel de estraza. Te aseguro, querida, que a veces he dado una cabezadita en mi sitio en la diligencia y me ha despertado la luz del fuego y, al oír aquel chiquillo conducir los caballos y al comandante soplar la trompa para que nos cambiaran los caballos al llegar a la posada, he llegado a creer que estábamos en la vieja carretera del norte que mi pobre Lirriper conocía tan bien. Y, al ver al niño y al comandante, muy abrigados, apearse para calentarse un poco los pies, estirar las piernas y tomarse una cerveza en las cajas de cerillas que teníamos sobre la repisa de la chimenea, no me cabía la menor duda de que el comandante se estaba divirtiendo tanto como el niño y estoy segura de que no hay obra de teatro comparable al momento en que el cochero abría la puerta de la diligencia y me decía: «Hemos venido un poco rápidos, ¿se ha asustado usted, señora?». Pero el estado indescriptible en que me encontré cuando el niño se perdió, sólo puede compararse al del comandante, que no fue mucho mejor: se extravió a los cinco años de edad a las once de la mañana y no volvió a saberse nada de él hasta las nueve y media de la noche, después de que el comandante fuera a ver al redactor del periódico The Times para poner un anuncio que se publicó al día siguiente, veinticuatro horas después de que lo encontraran, y que guardaré siempre cuidadosamente en el cajón de la lavanda, como recuerdo de la primera ocasión en que su nombre apareció en letra impresa. A medida que fue pasando el día, yo me fui alterando más y mas, y lo mismo le ocurrió al comandante, y a los dos acabó de sacarnos de quicio la compostura de la policía, por muy educada y servicial que fuese, y lo que debo denominar su obstinación en no dar crédito a la idea de que pudiesen haberlo raptado. «Casi siempre los encontramos, señora», dijo el sargento que vino a consolarme, cosa que no hizo en absoluto, y que, por si fuera poco, era

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uno de los oficiales que había venido a casa cuando lo de Caroline y lo mencionó nada más abrir la boca: -No se deje llevar por la desesperación, señora, todo se solucionará igual que se curó mi nariz cuando me la arañó aquella joven del segundo piso, casi siempre los encontramos, la gente no se muere de ganas de tener lo que podríamos llamar un niño de segunda mano. Lo recuperará, señora. -¡Oh!, pero, mi querido señor -respondí entrelazando las manos, retorciéndolas y volviéndolas a entrelazar-, ¡se trata de un niño tan excepcional! -Sí, señora -repuso el sargento-, pero a ésos también los encontramos. Todo dependerá del valor de su ropa. -Su ropa -respondí- no vale demasiado, señor, llevaba puesta la ropa de diario, pero ¡el niño! -Estupendo, señora -repitió el sargento-. Lo recuperará. Y, aunque se hubiese perdido con la ropa de los domingos, lo peor que le podría ocurrir es que lo encontráramos temblando de frío en la acera y envuelto en una hoja de col. Sus palabras me atravesaron el corazón como dagas y puñales. El comandante y yo no hacíamos más que entrar y salir como dos locos todo el día, hasta que él, a su regreso de su entrevista con el redactor de The Times, se presentó casi fuera de sí en mi habitación, me dio la mano, se secó los ojos y dijo: -Albricias, albricias... Un oficial de paisano me ha abordado en las escaleras nada mas entrar y me ha dicho: «Tranquilícese, han encontrado a Jemmy». Al oír estas palabras, me desmayé y, en cuanto volví en mí, me abracé a las rodillas del oficial de paisano, que daba la impresión de estar haciendo una especie de callado inventario mental de los bienes que había en mi cuarto, y le dije: -¡Bendito sea, señor! ¿Dónde está ese angelito? -En la comisaría de Kennington -respondió. A punto estaba de desplomarme al suelo al pensar en aquel corderito inocente en una celda rodeado de asesinos cuando añadió-: Se fue detrás del mono. Pensando que se trataba de algún tipo de jerga, le pregunté: -¡Oh, señor, tenga la bondad de explicarle a una pobre abuela a qué mono se refiere usted!

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-Al del casco brillante, que lleva el barboquejo por debajo de la barbilla para que no se le mueva cuando hace la ronda y que nunca desenvaina su sable, si puede evitarlo. En seguida comprendí lo que decía y le di las gracias muy reconocida, y el comandante y yo cogimos un coche para ir a Kennington, donde encontramos a nuestro niño tumbado plácidamente junto al fuego: se había quedado dormido después de jugar con un acordeón más pequeño que una plancha y que habían tenido la amabilidad de prestarle y que, por lo visto, le habían confiscado a un menor. Querida, el sistema con el que el comandante y yo iniciamos, y podría decirse que perfeccionamos, la instrucción de Jemmy cuando era tan pequeño que, si estaba al otro lado de la mesa, debías asomarte debajo, en lugar de mirar por encima, para verlo con el precioso cabello rizado de su madre, es algo que debería comunicarse al trono, los Lores y los Comunes y tal vez sirviera para depararle un ascenso al comandante, que tanto lo merece y a quien (dicho sea entre nosotros) no le vendría nada mal desde el punto de vista pecuniario. Cuando el comandante se hizo cargo de su instrucción me dijo: -Señora, voy a enseñar cálculo a nuestro pequeño. -Comandante -respondí-, me asusta usted; piense que si le causase un daño irreparable nunca se lo perdonaría usted a sí mismo. -Señora -replicó el comandante-, comparable a lo mucho que lamento no haber asfixiado allí mismo a esa sabandija con la esponja del betún... -¡Y dale! Por el amor de Dios -le interrumpí-, déjese de esponjas y allá él con su conciencia. -Digo, señora, que comparable a lo mucho que lamento no haberlo hecho insistió el comandante-, sería el peso que sentiría sobre mi pecho -y se dio unas palmaditas- si no cultivara un espíritu tan selecto desde los primeros años. Pero, tenga en cuenta, señora mía -añadió alzando el dedo índice- que pretendo cultivarlo según unos principios que me permitan también deleitarlo. -Comandante -repuse-, seré sincera con usted y le diré abiertamente que, si algún día advierto que el niño pierde el apetito, sabré que es por culpa de los cálculos y les pondré fin en menos que canta un gallo. Y, si veo que se le suben a la cabeza proseguí- o que se le hace un nudo en el estómago, o le producen debilidad en las piernas, el resultado será el mismo; de todos modos, comandante, es usted un

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hombre inteligente, ha visto mucho mundo y es el padrino del niño, y si cree que debe intentarlo, hágalo. -Así se habla, señora -dijo el comandante-, he aquí unas palabras dignas de Emma Lirriper. Lo único que le pido, señora, es que nos conceda a mi ahijado y a mí una semana para darle a usted una grata sorpresa: eso y que me autorice a emplear cualquier utensilio que no se esté utilizando en la cocina. -¿En la cocina, comandante? -exclamé casi tan asustada como si tuviese intención de cocinar al niño. -En la cocina -respondió el comandante y sonrió, se hinchó y de pronto pareció más grande que de costumbre. Les di mi autorización y el comandante y el niño se encerraron media hora durante una temporada, y yo no acertaba a oír más que susurros y risas y a Jemmy dando palmas y gritando números, por lo que me dije: «No parece haberle hecho tanto daño» y tampoco veía, al examinar al pequeño, ningún síntoma en su cuerpo, lo que era para mí un gran alivio. Por fin, un día Jemmy me trajo una tarjeta escrita en broma con la limpia caligrafía del comandante: «Los señores Jemmy Jackman pues le habíamos puesto también el otro nombre del comandante- solicitan el honor de disfrutar de la compañía de la señora Lirriper, en el salón principal del instituto Jackman esta tarde a las cinco (hora militar) para asistir a algunas pequeñas conquistas de la aritmética elemental». Y créeme que a las cinco en punto el comandante estaba en el salón, sentado detrás de la mesa Pembroke con las dos extensiones desplegadas, un montón de utensilios de cocina cuidadosamente ordenados sobre unos periódicos viejos, y el niño sentado en una silla con las mejillas sonrosadas y los ojillos encendidos como si fueran diamantes. -Ahora, abuela -dijo-, siéntate y no toques a nadie. -Pues había visto, con aquellos diamantes, que me disponía a abrazarlo. -De acuerdo, señor -respondí-, le aseguro que sabré comportarme estando en tan buena compañía. Y me senté temblorosa en la butaca que me habían preparado. Imagina cuál sería mi sorpresa cuando el comandante, hablando tan deprisa como un prestidigitador, fue adelantando los objetos a medida que los nombraba y anunció:

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-Tres cucharones, una plancha italiana, una campanilla, un tenedor de asar, un rallador de nuez moscada, cuatro tapaderas, un bote de especias, dos hueveras y una tabla de cortar. ¿Cuántas cosas son en total? -Quince, sumo cinco y llevo la tabla de cortar. Después el pequeño Jemmy aplaudió, se puso en pie y empezó a bailar sobre la silla. ¡Ay, querida!, con idéntica facilidad y exactitud, el comandante y el niño sumaron las mesas, las sillas, el sofá, los cuadros, la parrilla y los morillos de la chimenea, a ellos mismos, a mí, al gato, los ojos de la señorita Wozenham, y, cada vez que hacía una suma, el niño de las rosas y los diamantes aplaudía, se ponía en pie y bailaba sobre la silla. ¡Si hubieses visto lo orgulloso que estaba el comandante! («¡He aquí un intelecto privilegiado, señora!», me dijo con disimulo.) Luego anunció en voz alta: -Llegamos ahora a la siguiente regla elemental llamada... -¡Sustracción! -gritó Jemmy. -Exacto -repuso el comandante-. Tenemos aquí un tenedor de asar, una patata en su estado natural, dos tapaderas, una huevera, una cuchara de madera, dos espetones, de los que, por motivos comerciales, es necesario sustraer una parrilla de pescado, un bote de salmuera, dos limones, un bote de pimienta, una trampa para grillos y un tirador del cajón del vestidor... ¿Qué nos queda? -¡El tenedor de asar! -exclamó Jemmy. -¿Y en números? -preguntó el comandante. -¡Uno! -gritó Jemmy. («¡Qué muchacho, señora mía!», me dijo el comandante tapándose la boca con la mano.) Luego el comandante prosiguió: -Nos acercamos ahora a la siguiente regla elemental, denominada... -Multiplicación -gritó Jemmy. -Correcto -dijo el comandante.

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Pero, querida, relatarte aquí con detalle el modo en que multiplicaron catorce ramas de leña por dos trozos de jengibre y una aguja de manteca, o dividieron todo lo que quedaba en la mesa por el calentador de la plancha y un candelabro, y les sobró un limón, haría que la cabeza me diese vueltas y más vueltas como me pasó aquel día. Así que dije: -Si se me permite dirigirme al presidente de la mesa, el profesor Jackman, creo que ha llegado el momento de darle un buen abrazo a su joven alumno. Al oírme Jemmy gritó desde lo alto de la silla: -Abuela, abre los brazos y yo te saltaré encima. Así que abrí los brazos igual que había abierto mi acongojado corazón cuando murió su desdichada madre, y él saltó y nos dimos un largo abrazo, y el comandante, más orgulloso que un pavo real, me dijo tapándose la boca con la mano: -No es necesario que usted se lo diga -y no le faltaba razón, pues hizo el comentario en voz perfectamente audible-, pero ¡es un chico estupendo! De ese modo, Jemmy fue creciendo, empezó a ir a la escuela y siguió yendo a clase con el comandante, y fue como si la pensión hubiera sido bendecida pues las habitaciones casi se alquilaban solas y aún se habrían alquilado más, si hubiésemos tenido el doble de espacio. Cuando con gran dolor de mi corazón le dije un día al comandante: -Comandante, tengo algo que comunicarle: me temo que habrá que enviar al niño interno a un colegio. -¡Si hubieses visto la expresión del comandante!, compadecí a aquel buen hombre con toda mi alma-. Sí, comandante, aunque sea tan popular entre los huéspedes como lo es usted, y signifique para nosotros lo que sólo usted y yo sabemos, está en la naturaleza normal de las cosas, la vida está hecha de despedidas y tendremos que separarnos de nuestro ángel. -Por muy decidida que hablase, me pareció ver dos comandantes y media docena de chimeneas, y cuando el pobre comandante dejó una de sus limpísimas botas sobre la rejilla, apoyó el codo en la rodilla y la cabeza en la mano, y empezó a balancearse a uno y otro lado, me sentí terriblemente afectada-. No obstante -proseguí aclarándome la garganta-, lo ha preparado usted tan bien, comandante, ha tenido tan buen tutor en usted, que no le costará el menor esfuerzo salir adelante. Y además es tan inteligente que no tardará en destacar. -Es un niño -respondió el comandante, después de sorberse la nariz- que no tiene parangón en el mundo entero.

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-Nada más cierto, comandante, y nosotros no somos quienes para impedirle, por motivos puramente personales, adquirir una reputación y tal vez llegar a ser un gran hombre, ¿no cree usted, comandante? A mi muerte, heredará todos mis ahorros (pues él es lo único que tengo en el mundo) y debemos tratar de convertirlo en un hombre bueno y culto, ¿no es así? -Señora mía -respondió el comandante incorporándose-, Jemmy Jackman se hace viejo y usted ha hecho que me avergüence. Tiene toda la razón, señora. Tiene usted pura y simplemente toda la razón. Y, si me disculpa, saldré a dar un paseo. Así que, cuando el comandante se marchó, llevé al niño a mi cuartito, le pedí que viniera a mi lado, tomé en mi mano los rizos de su madre y le hablé en tono serio y cariñoso. Y, después de recordarle a aquel ángel que ya había cumplido los diez años, y de decirle que tenía que abrirse camino en la vida, más o menos igual que le había explicado al comandante, añadí que tendríamos que separarnos, y entonces me vi obligada a interrumpirme, pues de pronto me pareció ver aquel labio tembloroso que tan bien recordaba, ¡y creí revivir aquel momento! Pero, haciendo gala de entereza, el niño se recobró y dijo asintiendo solemnemente entre las lágrimas: -Lo comprendo, abuela, entiendo que es necesario, abuela... Sigue, no te preocupes más por mí. -Y, cuando terminé de decirle todo lo que tenía pensado, volvió hacia mí su rostro brillante y decidido y me dijo con voz un poco entrecortada-: Ya verás, abuela, cómo seré un hombre y aprenderé a hacer cosas que te gusten... Y si no llego a serlo... espero que sea porque haya muerto. Y, tras pronunciar estas palabras, se sentó a mi lado y yo seguí hablándole del colegio, del que tenía excelentes referencias, y le conté dónde se encontraba, y cuántos profesores había, y los juegos a los que había oído contar que jugaban, y lo largas que eran las vacaciones, y él prestó mucha atención a todo lo que le dije, hasta que por fin respondió-: Y ahora, querida abuela, deja que me arrodille aquí, donde siempre he pronunciado mis oraciones, que apoye la cara un momento en tu vestido y que llore un poco, ¡pues para mí has sido más que un padre, más que una madre, más que hermanos, hermanas o amigos! -Y rompió a llorar, y yo también y los dos nos sentimos mucho mejor. Desde ese momento fue fiel a su palabra y siempre se mostró contento y diligente, e incluso cuando el comandante y yo lo llevamos a Lincolnshire fue con mucho el más alegre de los tres; claro que tenía motivos para estarlo, pero el caso es que lo estaba, y nos animó mucho a ambos, y sólo cuando llegó la hora de despedirnos me dijo con aire pensativo:

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-Tú no querrías que, en el fondo, no estuviese triste, ¿verdad, abuela? Y cuando respondí: -No, cariño. ¡No lo quiera Dios! Dijo: -¡Me alegro! Y echó a correr hasta perderse de vista. Pero, ahora que el niño se había ido de la pensión, el comandante cayó en un estado de melancolía. Todos los huéspedes repararon en que estaba mohíno. Ni siquiera parecía tan alto como siempre y, aunque siguiera sacándoles brillo a sus botas con un atisbo de interés, eso era lo único que hacía. Una tarde el comandante entró en mi cuartito para llevarme una taza de té y una tostada con mantequilla y para leer la última carta de Jemmy que había llegado por la tarde (traída por el mismo cartero de siempre, que para entonces estaba algo más entrado en años), y cuando vi que la carta lo animaba un poco le dije: -Comandante, no debe usted ponerse tan melancólico. El comandante movió la cabeza: -Jemmy Jackman, señora -dijo con un profundo suspiro-, es más viejo de lo que yo pensaba. -Pues la tristeza no le ayudará a rejuvenecer, comandante. -Mi querida señora, ¿acaso hay algo que lo haga? Comprendí que el comandante llevaba razón en lo que decía y opté por cambiar estratégicamente de asunto: -¡Trece años! ¡Tre-ce años! Muchos huéspedes han ido y han venido en los trece años que ha ocupado usted sus habitaciones, comandante. -¡Ah! -respondió el comandante un poco más animado-. Muchos, señora, muchos. -Y ¿no los ha conocido usted a todos? -Por norma general (aunque con excepciones, como ocurre con todas las normas) -repuso el comandante-, siempre me han honrado con su amistad, y con frecuencia con su confianza.

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Cuando vi que el comandante abatía otra vez la blanca cabeza, se atusaba el bigote y volvía a dejarse arrastrar por la melancolía, se coló en mi mollera, si se me permite la expresión, una idea a la que debía de llevar tiempo dando vueltas. -Si las paredes de esta pensión pudiesen hablar -dije, como si no le diera mucha importancia (pues de nada sirve ir al grano con un hombre melancólico)-, tendrían tantas cosas que contar... -El comandante no se movió ni dijo nada, pero vi por sus hombros que me estaba escuchando, querida. Sus hombros revelaban que estaba prestando atención a lo que le decía. De hecho, gracias a ellos noté que le habían interesado mis palabras-. A nuestro querubín siempre le han gustado los libros de cuentos -proseguí, como si hablara para mis adentros-. Estoy segura de que esta casa, su propia casa, podría inspirar un par de historias que él podría leer un día u otro. Los hombros del comandante se enderezaron y se curvaron y su cabeza reapareció sobre el cuello de la camisa, como no lo hacía desde el momento en que Jemmy partió para el colegio. -Es indiscutible que en las partidas de cartas, mi querida señora -respondió el comandante-, y también en eso que llamábamos en mi juventud, en los días de lozanía de Jemmy Jackman, la copa de cortesía, he intercambiado muchos recuerdos con sus huéspedes. Yo repliqué (y confieso que con intención astuta y marrullera): -¡Ojalá el niño pudiera conocerlos! -¿Habla usted en serio, señora? -preguntó el comandante dando un respingo y volviéndose hacia mí. -Y ¿por qué no, comandante? -Señora -dijo el comandante subiéndose una manga de la camisa-, escribiré esos recuerdos para él. -¡Ah! ¡Así se habla! -respondí con un aplauso de satisfacción-. ¡Ahora sí que se quitará usted esa murria de encima, comandante! -Desde hoy hasta el inicio de las vacaciones (y me refiero, claro, a las del muchacho) -prosiguió el comandante subiéndose la otra manga-, hay tiempo de avanzar mucho. -Comandante, es usted un hombre inteligente, y ha visto mucho mundo, así que no me cabe la menor duda de que así será.

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-Empezaré -dijo el comandante, que otra vez parecía tan alto como siempremañana mismo. Querida, en tres días el comandante era un hombre nuevo, y en una semana volvió a ser el mismo, y escribió y escribió y escribió y se oía rasguear su pluma como si fueran ratas mordisqueando detrás del zócalo. No sabría decirte si lo que escribió tiene una base real o es invención suya, pero todo lo que ha escrito lo guardo en la vitrina de la izquierda de la librería que tienes ahí detrás y, si alargas la mano, verás varios volúmenes muy bien encuadernados. Para mí es como si estuviesen escritos en griego o en hebreo, y no tengo nada de sueño, así que te agradecería mucho que me los leyeras en voz alta.

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DE CÓMO EL PRIMER PISO VIAJÓ A CROWLEY CASTLE ELIZABETH GASKELL He vuelto a Londres, comandante, en posesión de una historia familiar que he oído en provincias. Mientras estaba fuera visité las ruinas del gran y antiguo castillo normando de sir Mark Crowley, el último baronet que ostentó ese nombre y que murió hace cerca de cien años. Me alojé en el pueblo que hay cerca del castillo, y allí reuní los detalles de la historia que me propongo relatarle ahora, tal como me la contaron sus viejos habitantes, que la oyeron a sus padres no hace tanto tiempo. Fuimos desde nuestro pequeño balneario costero, en Sussex, a ver las gigantescas ruinas de Crowley Casde, que es la mayor atracción turística de Merton. Tuvimos que apearnos al llegar a la puerta de una cerca, pues el camino era demasiado malo para el desvencijado carruaje o el cansado caballo que alquilamos en Merton, y anduvimos medio kilómetro por un terreno irregular, que antaño fue un jardín italiano; por fin llegamos a un puente sobre un foso seco, y pasamos sobre la reja caída de un rastrillo que en otra época había cerrado la imponente entrada, hasta encontrarnos en un lugar vacío rodeado de gruesos muros, tapizado de hiedra, sin techo y expuesto a la intemperie. Pudimos admirar la hermosa tracería de las ventanas por los restos de mampostería que quedaban aquí y allá; y un anciano, que dijo ser «viejísimo» cuando le preguntamos su edad, y que al vernos llegar salió cojeando de algún agujero de la parte menos desolada de las ruinas, nos hizo de guía y nos mostró un resto de vidriera que quedaba en lo que había sido la ventana de un enorme salón hace menos de setenta años. Tras cumplir con su deber, nos llevó renqueando a la iglesia vecina, donde yacen los caballerescos Crowley: algunos conmemorados por antiguas placas de latón; otros, por tumbas en el altar con hermosos epitafios latinos que les atribuyen todas las virtudes de este mundo. El anciano tuvo que coger la llave de la rectoría que hay pared por medio, a la entrada de la larga y tortuosa callejuela que forma el pueblo de Crowley. El castillo y la iglesia están en lo alto de una loma, desde la que se divisa la lejana línea de la costa entre las nebulosas marismas. El pueblo queda algo apartado de la iglesia y la rectoría, al pie del cerro. El lugar no parece haber cambiado mucho de aspecto desde 1772. Pero debo remontarme un poco más atrás. Por uno de los epitafios supe que lady Amelia Crowley falleció en 1756, para gran desconsuelo de su devoto esposo, sir

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Mark. No volvió a casarse, pese a que su mujer no le había dado herederos varones: tan sólo una niña pequeña, Theresa Crowley. La niñita heredaría la fortuna de su madre, y todo lo que tuviera a bien dejarle sir Mark, pero eso no sería mucho, pues el castillo y las tierras irían a parar a manos del hijo de su hermana, Marmaduke, o como le llamaba todo el mundo, Duke Brownlow. Los padres de Duke habían muerto y él vivía en casa de su tío, que ejercía además de tutor. El muchacho era siete u ocho años mayor que su prima, y probablemente sir Mark no viera del todo improbable que su hija y su heredero acabasen casándose. La madre de Theresa tenía sangre extranjera y había sido educada en Francia, que se hallaba lo bastante cerca para que cualquiera que quisiera tomarse la molestia de hacer una excursión de un día a caballo desde Crowley Castle, pudiese contemplar sus orillas. A juzgar por lo que se contaba, lady Crowley había sido una mujer delicada y elegante, pero no una gran belleza. La familia de sir Mark era famosa por su apostura. Theresa, una niña raramente afortunada, tuvo la suerte de heredar las gracias de ambos progenitores. Un retrato que vi de ella, relegado a ocupar un sitio sobre la chimenea de la posada del pueblo, me mostró su cabello negro, sus ojos grises y suaves y sus cejas y pestañas del mismo color que el pelo, una boca fruncida y apasionada y un cuello esbelto y redondeado. Era una niña terca y la indulgencia de su padre acabó de malcriarla. También tenía una nodriza, una bonne francesa, cuya madre había atendido a la señora desde su juventud, la había acompañado a Inglaterra y había fallecido aquí. Victorine llevaba al cuidado de la joven Theresa desde su más tierna infancia y casi ocupaba el lugar de un padre en cuanto a poder y afecto: en poder puesto que disponía todo lo referente al cuidado de la niña según su voluntad, en afecto porque todavía hoy se recuerda el año funesto en que la viruela afligió Crowley Castle y en que, como sir Mark estaba fuera en misión diplomática supongo que en Viena-, Victorine se encerró con la señorita Theresa cuando ésta enfermó y la cuidó día y noche. Ella misma contrajo la terrible enfermedad cuando la niña sanó. La belleza de Theresa siguió intacta, Victorine estuvo a punto de morir y quedó desfigurada de por vida. Dicha desfiguración puso fin a los escándalos infundados que habían circulado a propósito de la gran influencia que ejercía la sirvienta francesa en sir Mark. Este era, de hecho, un hombre cómodo e indolente, que pocas veces se alteraba por nada, y que consideraba una cuestión de honor cumplir con el deseo de su difunta esposa de que Victorine no se apartara nunca de Theresa, y de que fuese ella quien se encargase de la educación de la niña. Sólo una vez se había entablado una lucha de poder entre sir Mark y la criada, y ella había salido victoriosa. Y no es de

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extrañar, pues, si hemos de creer al viejo mayordomo, que asegura haber entrado en la habitación y haberse encontrado a Victorine y a sir Mark enzarzados en una discusión, Victorine estaba lívida de rabia, los ojos le ardían con apasionamiento y no dijo más que unas palabras y en voz baja; pero, a pesar de que el mayordomo sólo sabía inglés y ella no hablaba más que francés, siempre ha afirmado que antes preferiría que le insultara un granadero borracho espada en mano a que alguien le dedicara a él esas palabras. Incluso la elección de los preceptores de Theresa se dejó en manos de Victorine. De vez en cuando se consultaba a la señora Hawtrey, la mujer del párroco y pariente lejana de sir Mark, pero, en vista de que, si Victorine así lo hubiese ordenado, Bessy, la hija pequeña de la señora Hawtrey, se habría visto privada de la ventaja de gozar gratuitamente de la compañía de Theresa en todas sus clases, ella también tenía mucho cuidado de no enfrentarse o ganarse la enemistad de mademoiselle Victorine. Bessy era una niña tranquila y dulce, y cuando creció se convirtió en una chica sensata de temperamento apacible, con una belleza muy inglesa, tez lozana, ojos castaños, cara redonda y una figura un poco rígida aunque bien conformada, muy diferente de las formas gráciles y esbeltas de Theresa. Duke era todo un mozo comparado con aquellas dos señoritas, a quienes apenas consideraba unas niñas. Por supuesto, admiraba mucho a su prima Theresa -quién no lo haría-, pero estaba empezando a fundar los principios de moralidad por los que pretendía regirse y la conducta de su prima con Bessy a veces iba en contra de sus ideas de lo que era correcto. Un día, después de darle órdenes a la comedida y paciente Bessy hasta casi ponerla al borde de las lágrimas -y tanto las órdenes como las lágrimas eran circunstancias poco corrientes, pues Theresa era una persona generosa, cuando no le llevaban la contraria-, Duke le espetó a su prima: -¡Theresa! No tienes ningún derecho a culpar a Bessy de ese modo. Ha sido tanto culpa tuya como suya. Tú tenías que recordar las instrucciones que os dio el señor Dawson sobre las sumas que teníais que hacer tanto como ella. La niña abrió los grandes ojos grises con estupefacción. ¡Tener ella la culpa! -Pues lo que yo quisiera saber es a qué viene Bessy al castillo. No pagan ni un céntimo. Todo corre de nuestra cuenta. Lo menos que puede hacer es recordar por mí lo que nos mandan. No tengo por qué preocuparme de recordar las instrucciones del señor Dawson; y, si a Bessy no le gusta, es libre de marcharse. Ya ha aprendido lo bastante para ganarse el pan como doncella, que es lo único que llegará a ser en la vida.

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Nada más pronunciar aquellas palabras, Theresa deseó haberse mordido la lengua por la mezquindad y el rencor de lo que había dicho. Vio el pesar y la decepción claramente pintados en el rostro de Duke, y lo cierto es que, en otro momento, sus impulsos podrían haberla llevado en dirección opuesta y habría declarado su arrepentimiento. Pero Duke consideró su deber regañarla y soltarle un sermón, que, por muy justo y verdadero que fuese, tuvo el efecto de disminuir la expresión de pesar del rostro de Theresa. Ésta recurrió a todo su ingenio para refutar sus argumentos; su cabeza, y no su corazón, participó en la controversia, de la que ninguno de los dos salió contento: él se marchó con lúgubres aunque no formulados pronósticos acerca de cómo sería de adulta si era ya tan insensible y caprichosa de niña; ella, en cuanto él se dio la vuelta, se echó al suelo y se puso a llorar como si le hubieran partido el alma. Victorine oyó los sollozos de su querida niña y entró. -¿Qué te ocurre, mi niña? ¿Qué es lo que te ha disgustado...? Cuéntamelo a mí, cariño. Trató de que se levantara, pero Theresa se resistió y no dijo ni palabra hasta que le vino en gana, a pesar de todas las súplicas de Victorine. Cuando le apeteció, se incorporó, se sentó en el suelo y, apartándose el enmarañado cabello de la cara surcada de lágrimas, dijo: -No es nada, no es más que una cosa que me ha dicho Duke. No tiene importancia. Y, rehusando la ayuda de Victorine, se levantó y se quedó mirando pensativa por la ventana. -¡Ese Duke! -exclamó Victorine-. ¿Quién se cree que es para hacer enfadar a mi niña? Todavía no es tu marido y ni tiene por qué regañarte, ni tú debes hacer caso de lo que diga. Theresa la escuchó y se le ocurrió una idea, aunque fingió no prestar atención e hizo como si aquélla no fuese la primera vez que oía que alguien contaba con que llegase a ser la mujer de su primo. Hizo caso omiso de las caricias y discursos de Victorine y casi podría decirse que se esforzó por quitársela de encima. En cuanto se marchó, cogió su sombrero y salió sola, como acostumbraba, a pasear por los terrenos de la finca, bajó por las escaleras de la terraza, atravesó el campo de bolos y abrió una portezuela de madera que conducía al jardín de la rectoría. Encontró a Bessy y a su madre recogiendo fruta. Era a Bessy a quien buscaba Theresa, pues había algo en los melifluos modales de su madre que le resultaba repulsivo. No obstante, no iba a amilanarse porque estuviera allí la señora Hawtrey. Así que se

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dirigió hacia la sobresaltada Bessy y le dijo, como si estuviese recitando un discurso preparado de antemano: -Bessy, me he portado muy mal contigo, no tenía derecho a hablarte así. -La confesión que tenía pensada terminaba con un «¿Crees que podrás perdonarme?» pero, cuando llegó a esa parte, fue incapaz de decirlo en presencia de la señora Hawtrey, que estaba ansiosa por sonreír y hacer una reverencia en cuanto Theresa se dignase mirarla. De todos modos, no fue necesario pedir perdón, pues Bessy dejó la cesta medio llena en el suelo, se acercó y cogió con la mano sucia de barro la mano suave de la joven dama y la miró con cariñosos ojos castaños. -No sabes cuánto lo siento, pero creo que eran las sumas de la página 108. Lo he mirado una y otra vez, y estoy casi segura. Su madre oyó el tono de disculpa, pero no llegó a entender sus palabras. -¡Estoy convencida, señorita Theresa, de que Bessy se siente muy agradecida de tener el privilegio de estudiar en vuestra compañía! ¡Es tan beneficioso para ella... ! Yo siempre le digo: «Toma ejemplo de la señorita Theresa, imítala y esfuérzate por hablar como ella, y no habrá ninguna hija de pastor en Sussex que pueda compararse contigo». ¿No es cierto, Bessy? Theresa se encogió de hombros -era un gesto que había aprendido de Victorine-, se volvió hacia Bessy y le preguntó qué pensaba hacer con las grosellas que había recogido. Y mientras hablaba cogió perezosamente las más maduras de la cesta y se las comió. -Son para hacer un budín -respondió Bessy-. Lo haré en cuanto haya recogido suficientes. -Te ayudaré -dijo Theresa muy animada-. Me encantará preparar un budín. Nuestro monsieur Antoine nunca hace budín de grosellas. Duke pasó poco después por la rectoría y al asomarse por casualidad a una de las ventanas de la cocina vio a Theresa con un mandil y un delantal, con los brazos cubiertos de harina, blandiendo un rodillo de cocina y riendo y charlando con Bessy, que iba vestida de forma similar. Duke había pasado la mañana pescando, aunque en realidad había estado meditando lo que podría hacer o decir para ablandar el obstinado corazón de su prima. Y hete aquí que todo se había arreglado, ¡como con la varita mágica de un hechicero!

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La única conclusión que pudo sacar Duke fue la misma que habían sacado tantos hombres sabios (y estúpidos) antes que él: «En fin, a las mujeres no hay quien las entienda». Cuando sucedió esto, Theresa tendría unos quince años y Bessy sería tal vez seis meses mayor; Duke acababa de salir de Oxford. Su tío, sir Mark, lo adoraba, ¡sí!, y también estaba muy orgulloso, pues el chico se había distinguido en la universidad y todos le hablaban bien de él. Por su parte, Duke apreciaba mucho a sir Mark y, sin dejarse impresionar por la fama y la reputación que había obtenido en Christ Church, escuchaba con deferencia sus opiniones. A medida que Theresa fue creciendo, su padre pensó haber jugado bien sus cartas al cantar las alabanzas de Duke en toda posible ocasión. Ella se limitaba a mover la cabeza y no decía nada. Gracias al desliz de Victorine, comprendía la intención de las palabras de su padre. Quería elegir marido personalmente llegado el momento, y lo mismo podía ser Duke que cualquier otro. Cuando Duke no la sermoneaba, sino que montaba orgulloso en su caballo en las partidas de caza antes de que los ojeadores dieran el grito de «¡Ahí está! », cuando conversaba con otros hombres, y cuando daba lacónicas órdenes, Theresa pensaba que se casaría con él y con ningún otro. Pero, cuando empezaba a encontrar defectos, bailaba torpemente el minué, o se oponía moralmente a los duelos, se decía que nunca sería su marido. Se preguntaba si él lo sabría, si alguien se lo habría dicho, igual que había hecho en su caso Victorine; si su padre habría revelado las intenciones y deseos a su sobrino con tanta claridad como a su hija. Esta última duda la ruborizaba, y en los días en que sospechaba con más claridad trataba particularmente mal a Duke. Éste se encontraba a punto de partir a recorrer Europa, un viaje al que los jóvenes adinerados dedicaban habitualmente unos tres años. Tendría un preceptor, porque todos los jóvenes de su rango lo tenían, aunque era ya lo bastante versado y lo suficientemente maduro para pasarse sin uno y probablemente sabía más él lo que convenía ver en los países que iban a visitar que el señor Roberts, el preceptor que le asignaron. Debía volver cargado de conocimientos históricos y políticos, hablando francés e italiano como un nativo y chapurreando el alemán; luego entraría en el Parlamento, de ser posible como representante de un condado y en el peor de los casos como representante de distrito, triunfaría y entonces todos daban por sentado que se casaría con su prima Theresa.

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Duke habló con el padre de la chica antes de emprender el viaje. Lo hizo después de una cena en Crowley Castle. Sir Mark y Duke estaban solos y pensativos ante la inminente despedida. -Theresa es aún muy joven -dijo Duke iniciando la conversación tras un largo silencio-, pero si no tenéis objeciones, tío, me gustaría hablar con ella de mis... esperanzas antes de partir de Inglaterra. Sir Mark jugueteó con su copa, se sirvió un poco más de vino, se lo bebió de un trago y replicó: -No, Duke, no. Déjala aquí en paz, conmigo. Llevo mucho tiempo deseando gozar de su compañía durante estos tres años, que sin duda pasarán muy deprisa (para un viejo, no para un joven), y me gustaría tenerla aquí, sin el corazón dividido, hasta tu regreso. ¡No, Duke! Tres años pasarán pronto, y luego tendremos una boda digna de un rey. Duke suspiró, pero no dijo nada. El siguiente día era el último. Quiso que Theresa lo acompañara a despedirse de los lugareños y de los Hawtrey en la rectoría, pero ella era obstinada y se negó. Años después recordaría lo dulce y tranquila que le había parecido Bessy aquel último día comparada con Theresa. Las dos chicas lamentaron su partida. Había sido siempre tan amable y atento en su comportamiento con Bessy que, sin estar enamorada de él, ésta lo tenía por un modelo de virilidad caballeresca, la única persona, a excepción de su padre, que la trataba bien. Admiraba sus sentimientos, apreciaba sus principios y consideraba que sus ideas eran sinceras y elocuentes. Le había prestado libros, había orientado sus estudios, y todos los consejos y la instrucción que Theresa había rechazado habían ido a parar a Bessy, que los había recibido agradecida. Theresa prorrumpió en llanto en cuanto Duke y su cortejo se perdieron de vista. Se había negado a darle un beso de despedida como le había pedido su padre, aunque lo había saludado con su pañuelo blanco desde la ventana del salón (la misma ventana en la que el viejo guía me mostró el trozo de cristal que todavía resistía). Pero Duke se había alejado a todo galope, con la cabeza gacha y sin volver la vista atrás. Su ausencia dejó un hueco en la vida de sir Mark. Nunca se le habría ocurrido residir en Londres; en otro tiempo había sido sospechoso de apoyar a los Estuardo, aunque nada pudo probarse contra él y siempre demostró ser un súbdito aceptablemente fiel al rey Jorge III. Aun así, después de que la corte le diera la espalda en una ocasión, se cargó de prejuicios contra la capital inglesa. Por el contrario, las inclinaciones de su mujer y sus propias tendencias le habían llevado

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siempre a considerar París un lugar de residencia muy agradable. Y, cuando aquel hueco le oprimió el corazón, volvió a trasladarse a esa ciudad; volvió tras una breve ausencia, unos dos años después de la partida de Duke, y anunció de pronto a su hija y a los criados que había alquilado para pasar el invierno un apartamento en la rue Louis le Grand, donde debían trasladarse de inmediato su hija, Victorine, y algunos criados y sirvientes.

Nada llenó mas de alegría a Theresa que aquella noticia tan inesperada. Se abrazó al cuello de su padre y lo cubrió de besos hasta cansarse. Corrió a Victorine y le pidió que adivinara qué «bendición celestial» habían recibido, mientras bailaba alrededor de la mujer, hasta que, impaciente, la bonne empezó a enfadarse, y, después de besarla, la chica se lo dijo y corrió a la rectoría y de allí a la iglesia, donde entró en plena plegaria matutina -pues era el día de Todos los Santos, aunque ella lo había olvidado- y lanzó una bolita de papel en la que había escrito a toda prisa: «Nos vamos a pasar el invierno en París... todos», desde el banco de los del castillo hasta el del párroco. Vio a Bessy sonrojarse al recogerla, meterla en el bolsillo sin leerla y, tras dirigir una mirada de disculpa al asiento en que estaba Theresa, seguir con sus humildes responsos. Theresa salió por una puerta privada presa de un arrebato de pasión. «¡Estúpida niña impasible!», se dijo. Pero esa tarde, Bessy fue al castillo, tan arrepentida y tan alegre por la felicidad de su amiga que Theresa volvió a reconciliarse con ella. Las dos se despidieron prometiendo escribirse y con cierto pesar, sobre todo por parte de Bessy. Theresa hizo promesas grandilocuentes y paternalistas sobre la moda parisina, regalos y vestidos, pero Bessy no pareció concederles mucha importancia... y fue una suerte porque nunca llegaron a cumplirse. A sir Mark se le había metido en la cabeza la idea de perfeccionar los dones y modales de Theresa mediante la sociedad y los maestros parisinos. Los ingleses residentes en Venecia, Florencia y Roma escribían a sus amigos de Inglaterra hablándoles de Duke. Lo tenían por eso que llamaríamos hoy en día «un joven muy prometedor». Sus halagos eran tan encomiásticos que sir Mark empezó a temer que su apuesto sobrino, festejado por príncipes, adulado por embajadores y cortejado por encantadoras damas italianas, pudiera encontrar a Theresa demasiado provinciana para su gusto.

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Así había surgido la idea de alquilar el espléndido apartamento de la rue Louis le Grand. La calle es bastante estrecha, y hoy en día incluso la consideraríamos angosta, pero por entonces no podía estar más de moda, pues el gran árbitro de la moda, el duc de Richelieu, vivía allí, y ocupar un apartamento en esa calle era en sí mismo una señal de bon ton. Victorine casi estaba fuera de sí de contento cuando tomaron posesión de su nueva casa. «¡El maravilloso París! ¡La encantadora Francia! Y ahora veo a mi joven dama, mi amor, mi ángel, en una habitación digna de su belleza y de su rango, como mi señora, su madre, habría planeado para ella, si hubiera vivido.» Cualquier alusión a su madre muerta siempre conmovía a Theresa en lo más hondo. Estaba en la cama, bajo las cortinas de seda azul del dosel, cuando Victorine dijo aquello, pues se encontraba demasiado fatigada después del viaje para responder a las peroratas de su doncella; pero en ese momento sacó la mano y le dio un apretón de gratitud y de placer. Al día siguiente deambuló por las habitaciones y admiró su esplendor para gran satisfacción de Victorine. Su padre, sir Mark, encontró un precioso carruaje y caballos para que los utilizara su niña; y también encontró ese otro adminículo no menos necesario: una dama casada de rango que tomara a la niña bajo su protección. Una vez dispuestos estos arreglos preliminares, ¡qué feliz estaba Theresa! Tenía un carruaje a la última moda, capaz de competir con cualquiera de los de la cours de la Reine, el paseo más popular entonces. El palco en la Grand Opéra, y en el Français, que compartía con madame la duquesa de G., era objeto de todas las miradas; Victorine no podía estar de mejor humor, el crédito de Theresa en la modista era ilimitado, su comprensivo padre estaba encantado con todo lo que ella hacía y decía. Tenía maestros, cierto, pero se mostraban maravillosamente complacientes con una joven tan rica y hermosa y Theresa hacía con ellos lo que quería, igual que con todo el mundo. Disfrutó hasta hartarse de la sociedad parisina. La duquesa iba a todas partes y ella también. Igual que cierto conde de la Grange, un pariente o conocido de la duquesa: un hombre apuesto, con una distinción típica del sur de Francia, rasgos delicados, sólo menoscabados por cierta blandura en la expresión, en la que (según decía la gente) a veces asomaba la mirada de un tigre. Pero, en porte y elegancia en el vestir, no tenía rival en todo París, lo que por supuesto equivalía a decir en el mundo entero. Sir Mark oyó rumores sobre el comportamiento de aquel hombre que no fueron del todo de su agrado, pero, cuando acompañaba a su hija en sociedad, el conde se mostraba tan deferente como correspondía a un caballero de tanta gracia y elegancia. Cuando la duquesa sacaba a Theresa a la ópera, a bailes, a petits soupers, sin su padre, el conde era mucho más que deferente: era encantador. Para una chica criada en la soledad de un pueblo inglés, tener tantos adoradores rendidos a sus pies

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en la enorme y alegre ciudad era un tanto embriagador, y su coquetería innata terminó por aflorar, lo que aumentó su gracia natural, aunque disminuyeran su pureza y su dignidad. Victorine estaba encantada de enviar a su querida niña vestida para conquistar, con el cabello delicadamente empolvado y perfumado con maréchale, sus pequeñas mouches5 colocadas con habilidad; la minúscula media luna empleada para alargar los ojos, ya de por sí almendrados; la diminuta estrella para producir el efecto de un hoyuelo en la comisura de sus labios escarlatas; la gasa plateada enrollada sobre las enaguas de brocado azul y formando un lazo, como las túnicas que se llevan en nuestros días; los adornos de coral de su vestido plateado, que hacían juego con el tono de los tacones de sus zapatos. Y, por las noches, Victorine no se cansaba de escucharla y de hacerle preguntas, de disfrutar con los triunfos de Theresa, y de recordarle sin cesar que iba a casarse con el primo ausente y que volvería al estado semifeudal del antiguo castillo de Sussex. Aun así, incluso en ese momento, si Duke hubiera vuelto de Italia, todo habría podido ir bien; pero, cuando sir Mark, alarmado por el gran número de nobles arruinados franceses que solicitaban la mano de Theresa, y por la admiración que despertaba en todas partes, escribió a Duke y lo animó ir a París cuando volviera de sus viajes, el joven respondió que todavía faltaban tres meses para concluirlos y que estaba deseando dedicarlos a visitar España. Sir Mark le leyó la carta a Theresa entre expresiones de indignación y Theresa se limitó a decir: «Pues claro, Duke hace lo que le apetece», y se volvió para apreciar un encaje que le habían llevado para que lo viera. Oyó suspirar a su padre al releer la carta de su primo, y apretó los dientes llevada por una rabia que no quería demostrar, de hecho, ni de palabra. Ese día trató mucho mejor al conde de Grange de lo que lo había hecho en muchos días... en concreto desde que la carta que su padre le escribió a Duke salió para Génova. La mala suerte quiso que sir Mark tuviese que volver a Inglaterra por aquel entonces y el muy inocente dejó tres semanas a Theresa, a su doncella Victorine y a su ayuda de cámara Félix al cuidado de la duquesa. Todos iban a vivir en el Hôtel de G. durante aquel tiempo. La duquesa les recibió con muchos aspavientos y le enseñó a Theresa las habitaciones y la escalera privada que podía utilizar siempre que quisiera. El conde de Grange era un visitante habitual de la casa de su prima la duquesa, que era una alegre parisina, absorbida por una vida de disipación vertiginosa. El conde encontró formas de conseguir el favor de Victorine, no a través del dinero, pues un soborno tan grosero no habría servido de nada, sino mediante un 5

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sinfín de regalos acompañados de cartas sentimentales llenas de devoción por su pupila y extremadas expresiones de afecto por la fiel amiga a quien Theresa consideraba una madre y a quien, por esa misma razón, el conde amaba y reverenciaba. Y entre ellas mezclaba astutas alusiones a sus grandes posesiones en Provenza, y a su rancio abolengo: hipotecadas las primeras y deshonrado el segundo. Victorine, que a raíz de los años pasados sin hacer nada en Crowley Castle ya no tenía tanta mano izquierda como antaño, se dejó engañar y se convirtió en una ferviente defensora del disoluto Adonis de los salones parisinos y de sus pretensiones con Theresa. Cuando sir Mark regresó se quedó consternado y sorprendido más allá de lo concebible al descubrir al conde y a Theresa a sus pies suplicándole que les perdonara su matrimonio secreto, un matrimonio que, aunque incompleto en los aspectos legales, era demasiado completo para no ser aceptado por los amigos íntimos de su hija. La duquesa acusó a su primo de perfidia y traición. Sir Mark no dijo nada. Pero su salud se resintió después de aquello y se convirtió en un anciano canoso y refunfuñón. Hubo ciertos desacuerdos, ignoro cuáles, entre sir Mark y el conde a propósito del control y la disposición de la fortuna que Theresa había heredado de su madre. El conde salió victorioso, gracias a la diferente naturaleza de las leyes francesas e inglesas, y eso hizo que sir Mark renunciase a la ciudad que había amado tanto tiempo. A partir de entonces, juró, no volvería a poner el pie en tierra francesa: si Theresa quería ir a verlo a Crowley Castle, siempre sería tan bien recibida como correspondía a la hija de la casa, pero su marido jamás cruzaría las puertas del castillo mientras sir Mark siguiera con vida. Pasó varios meses enfadado con Duke por su demorado regreso del viaje y sus reticencias a ir a verlos a París, las cuales, según pensaba sir Mark, habían dado pie a la boda de Theresa. Sin embargo, cuando Duke regresó, obediente y con el ánimo abatido, aunque nada de aquello fuese culpa suya, sir Mark se reconcilió con él en menos que canta un gallo, y añadió así otra ofensa en el debe del conde. Duke no le habló a su tío de los nefastos informes del conde que habían llegado a sus oídos en París, donde había encontrado a lo mejor de la nobleza francesa compadeciendo a la encantadora heredera inglesa que se había dejado enredar por uno de sus miembros más despreciables, un jugador y un réprobo. No quiso marcharse de París sin ver a Theresa, a quien creía informada de su llegada a la ciudad, así que pasó a visitarla una tarde. Estaba sola, espléndidamente vestida y arrebatadoramente hermosa, salió corriendo a recibirlo, casi sin esperar a que anunciaran su nombre, pues había oído unos pasos de hombre y había pensado que

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se trataba de su marido que llegaba para acompañarla a una gran recepción. Duke reparó en el súbito cambio de la esperanza a la decepción en su rostro, y ella le explicó sin mas el motivo: -Adolphe prometió pasar a recogerme; la princesa da una fiesta esta noche. No esperaba tu visita, primo Duke. -Luego se recobró y adoptó una orgullosa reserva-. Hace ya quince días que oí decir que estabas en París. Creía que no tendría el honor de recibir tu visita. Duke pensó que, puesto que se había enterado de que estaba en la ciudad, sería una torpeza recurrir a excusas que tanto ella como él sabrían que eran falsas, o extenderse en explicaciones cuya sinceridad resultaría sin duda ofensiva para la enamorada, confiada y engañada esposa. Así que desvió la conversación hacia sus viajes, sufriendo por ella todo el rato, pues reparó en cómo prestaba atención al menor ruido. Dieron las diez, las once, las doce y Duke no se marchó. Juzgó que su presencia sería un consuelo para ella. Pero, cuando el reloj dio la una, ella afirmó que algún asunto inesperado debía de haber retenido a su marido y dijo que se alegraba, pues estaba demasiado cansada para salir, y además la feliz consecuencia de que se hubiera entretenido había sido aquella larga conversación con él. No volvió a verla tras aquella educada despedida, ni tampoco vio a su marido. Fuese por mala suerte o por un propósito hábilmente disimulado, pasó por la casa muchas veces y escribió varias notas solicitando una cita cuando tuviese la certeza de encontrar al conde y a la condesa en casa, y tener ocasión de despedirse antes de partir para Inglaterra. Todo en vano. Sin embargo, no le contó nada a sir Mark de todo eso. Tan sólo se esforzó por llenar el vacío en la vida del anciano. Iba y venía entre sir Mark y sus aparceros, ante quienes aquél se mostraba ahora reacio a presentarse sin su preciosa hija, que tantas veces lo había acompañado en sus paseos y cabalgatas antes de aquel funesto invierno en París. Se sentía agradecido de tener ocasión de devolver a su tío la amabilidad que siempre le había mostrado en su infancia, de serle de ayuda tras aquella pérdida, de expiar en parte su desconsideración al no presentarse en París a toda prisa. Aun así, después de las emociones del viaje, de haberse relacionado con las personas más cultivadas y de ver las cosas más interesantes de Europa, resultaba un poco aburrido estar encerrado en aquel majestuoso y viejo castillo, con sir Mark como eterno y único compañero. La rectoría estaba cerca y, de vez en cuando, el señor Hawtrey iba a visitar a aquel parroquiano atribulado. Pero sir Mark mantenía al clérigo a distancia: sabía que su hermano en edad y en circunstancias (¿acaso no

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tenía el señor Hawtrey una hija?) lo compadecía, y era demasiado orgulloso para soportarlo; de hecho, a veces era tan grosero con su viejo vecino que Duke tenía que ir al día siguiente a la rectoría a suavizar la ofensa. Y así, poco a poco, de manera casi imperceptible, el corazón del joven acabó viéndose arrastrado hacia Bessy. Su madre trató de pescarlo con mucha habilidad, al principio casi sin esperanzas, luego, al recordar que descendía del mismo linaje que Duke, se puso manos a la obra con nuevas mañas y renovado vigor. Sin duda era un juego peligroso para una madre, pues la felicidad de su hija dependía de que todo le saliera bien. ¿Cómo no iba a sentirse atraída la sencilla Bessy por un hombre apuesto y elegante, viajado y cultivado, bueno y amable, a quien veía a diario, y a quien trataba con la amable familiaridad de un hermano, aunque no fuese tal cosa sino un hombre en parte desengañado, como todos sabían? Bessy era una flor entre las doncellas inglesas: buena hasta lo más profundo de su corazón y en sus pensamientos más ocultos, sensata en su vida cotidiana, aunque con la suficiente imaginación para anhelar algo por encima del estrecho rango de conocimientos y experiencias en que habían transcurrido hasta entonces sus días. Añádase a eso su hermosa figura, una tez lozana y luminosa, unos dientes preciosos y la suficiente belleza en los demás rasgos para convertirla en la belleza de una ciudad de provincias, si su destino hubiese sido vivir en un sitio así, y nadie se extrañará de que, cuando llevaba casi un año enamorada de él y adorándolo en secreto, Duke descubriera que de todas las mujeres a las que había conocido -exceptuando tal vez a la perdida Theresa-, Bessy Hawtrey era quien podía hacerlo el más feliz de los hombres. Sir Mark protestó un poco, pero en aquellos tiempos se quejaba de todo, ¡pobre hombre decepcionado y sin hijos! En cuanto al pastor, se quedó perplejo y casi consternado. -¿Lo habéis pensado bien, señor Duke? -preguntó el pastor-. Los jóvenes tienden a hacer las cosas con precipitación y luego se arrepienten. Bessy es una buena chica, una buena chica, que Dios la bendiga, pero no ha sido educada como correspondería a vuestra esposa. Aunque puedo decir a su favor que está muy versada en matemáticas. Yo mismo la enseñé, señor Duke. -¿Puedo ir a preguntárselo yo mismo? Tan sólo quiero su permiso -le urgió Duke. -¡Sí, id! Pero tal vez debáis preguntar primero a su madre. Le gustará que se lo contéis al mismo tiempo que a mí.

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Pero a Duke la madre le traía sin cuidado. Salió corriendo por la puerta abierta de la rectoría, entró en el cómodo salón y llamó a Bessy en voz baja. Cuando ésta apareció, la tomó de la mano y la llevó por el sendero que había en la, parte de atrás del jardín y allí obtuvo el consentimiento de su prometida para entera satisfacción de ambos. En aquella época, los habitantes de Crowley Castle y los lugareños del vecino pueblo de Crowley apenas tenían noticias de «la condesa», como la llamaban ellos. Cierto que sir Mark recibía cartas suyas, que las leía una y otra vez, y que gemía y suspiraba hasta que volvía a guardarlas cuidadosamente en un cajón. Pero eran como dolorosas flechas para él. Nadie conocía su contenido, y nadie, aunque lo hubiera conocido, habría sospechado menos que él, por mucho que gimiera y suspirara, la total desesperación de quien las escribía. El amor hacía tiempo que había abandonado la casa de aquella pareja; una casa, no un hogar, incluso en sus mejores momentos. El amor había salido por la ventana mucho tiempo antes de que la pobreza llamara a su puerta: sin embargo, ese siniestro visitante, que nunca deja de visitar a un jugador poco respetable, había llegado ya. El conde perdió los últimos rasgos de hombre que jugaba de forma honrada y, a partir de ese momento -y ése era prácticamente el único pecado que apartaba a un hombre de la buena sociedad en aquellos días- tuvo que jugar donde y como podía. El dinero de Theresa desapareció, como había predicho su pobre padre. Poco a poco, y sin su consentimiento, su joyero fue saqueado; manos descuidadas arrancaron los diamantes que adornaban el medallón con el retrato de su madre. Victorine encontró a Theresa llorando sobre los desdichados restos: llorando por fin, sin disimulo, como si fuese a rompérsele el corazón. -¡Oh, mamá! ¡Mamá, mamá! -sollozaba, sujetando la miniatura rota y estropeada como única explicación a su desconsuelo. Estaba en el suelo, donde se había sentado al descubrir el robo. Victorine se sentó a su lado, apoyó la cabeza contra su pecho y la tranquilizó. No le preguntó quién lo había hecho, no le preguntó nada sabiendo que ella no le respondería, para entonces ya lo sabía todo, sin que ninguna de las dos hubiera pronunciado el nombre del conde. Y, a partir de entonces, lo observó como un tigre que acecha a su presa. Cuando llegaron de Inglaterra las cartas de sir Mark y de los dos prometidos anunciando la próxima boda de Duke y Bessy, Theresa se las llevó directamente a Victorine. La joven tenía los labios apretados y sus pálidas mejillas parecían aún más pálidas. Espero a que Victorine hablara. La francesa no dijo una sola palabra, pero

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colocó las cartas una encima de otra, las rasgó en dos pedazos, las tiró al suelo y las pisoteó. -¡Oh, Victorine! -gritó Theresa, consternada por una pasión que la superaba por completo-. Nunca lo habría imaginado, pero tal vez sea lo mas natural. -No es natural, ¡es infame! Te amó una vez, y, en lugar de esperar su oportunidad, se casa con esa pobretona de la rectoría. ¡Bah! ¡Por no hablar de la carta de ella! Aunque se nota que sir Mark opina como yo. Lamento haber roto su carta. El sabe muy bien que el señor Duke Brownlow tendría que haber esperado, esperado y esperado. Hay quien esperó catorce años6, ¿no? El conde no vivirá siempre. Theresa no reparó en la torva expresión del rostro de Victorine cuando pronunció aquellas palabras. Pasó otro año lleno de desdichas para Theresa. El mismo espacio de tiempo trajo un aumento de paz y alegría para la pareja inglesa, que se esforzaba humildemente por cumplir con su deber filial para con el infeliz y solitario sir Mark. Tuvieron su recompensa en el nacimiento de una niña. Sin embargo, poco después de aquel nacimiento, ocurrió una gran desgracia: el pastor murió tras una repentina enfermedad. Luego vinieron los trastornos acostumbrados cuando fallece un clérigo: la viuda tendría que abandonar la rectoría, el hogar donde había pasado toda su vida, y buscar un sitio donde pasar el resto de sus días. Por fortuna para todos, el nuevo pastor era soltero, se trataba nada menos que del tutor que había acompañado a Duke en sus viajes, y aceptó la condición de permitir que la viuda de su predecesor se quedara en la rectoría como ama de llaves. Bessy habría preferido llevarse a su madre al castillo, y esa decisión habría sido infinitamente preferida por la propia señora Hawtrey, que fue, de hecho, quien se lo propuso a su hija. Pero sir Mark se opuso obstinadamente y no escatimó cáusticos comentarios sobre la señora Hawtrey hasta en presencia de su hija. No había perdonado del todo la boda de Duke, aunque personalmente quería mucho a Bessy. Atribuía la boda, tal vez no del todo injustificadamente, a los manejos de la señora Hawtrey para unir a los dos jóvenes, y no se recataba a la hora de expresar su opinión. ¡Pobre Theresa! Cada día lamentaba más amargamente su aciago matrimonio. Una y otra vez, se repetía a sí misma, cuando estaba sola en mitad de la noche: «No Alusión a la historia bíblica de Jacob, que tuvo que esperar catorce años al servicio del rey Laban para conseguir la mano de su hija Raquel. Génesis 29: 20-30. 6

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lo soporto... No lo soporto». Pero, al llegar la luz del día, su orgullo la ayudaba a guardar para sí sus cuitas. No soportaba que la mirasen con compasión, ni siquiera soportaba la conmiseración de Victorine. Podría haber vuelto a casa como el hijo pródigo si, como imaginaba, Duke y Bessy no estuvieran reinando triunfantes tanto en el corazón de su padre como en la casa. Y, entretanto, su padre casi odiaba las tiernas atenciones que éstos le dispensaban porque no procedían de su Theresa, su única hija, cuya presencia extrañaba y lloraba en silencioso desconsuelo. Y además (por volver a Theresa), su marido tenía arranques de amabilidad con ella. Si había tenido suerte en el juego, si había oído a otros hombres hacer algún comentario admirado, volvía a expresarle su lealtad y a conquistar su torturado corazón por un tiempo... para volver a destrozarlo de nuevo. Un día -tras un breve período de buen humor, caricias y bromas-, Theresa descubrió algo, no sé muy bien qué, en la vida de su marido que la hirió en lo más vivo. Su vivo ingenio y su lengua afilada la llevaron a pronunciar los insultos más ofensivos; al principio, él se limitó a sonreír, como si le divirtiera ver cómo se esforzaba por encontrar en su imaginación epítetos injuriosos, pero por fin ella puso el dedo en alguna llaga; el conde apenas borró la sonrisa burlona de su cara, pero ¡sus ojos destellaron con furia y su mano cerrada descargó un terrible golpe sobre sus blancos hombros! Theresa se puso en pie y se enfrentó a él, sin derramar una lágrima, mortalmente pálida. Sólo dijo: «¡Y el pobre anciano en casa!», temblorosa y estremecida, pero con los ojos fijos en el rostro cobarde de su marido. Este apartó la mirada, soltó una carcajada para disimular los sentimientos que se ocultaban en su interior y salió de la habitación. Ella repitió: «¡El pobre anciano... el pobre anciano solo y olvidado!», y buscó a tientas una silla. No llevaría sentada ni un minuto cuando se levantó y llamó al timbre. Responder era obligación de Victorine, pero Theresa casi se sorprendió al verla: -¡Tú! Yo quería que vinieran los demás... ¡Quiero que vengan todos! ¡Que vean cómo trata el señor a su mujer! ¡Mira! -Apartó el pañuelo de gasa del hombro: la marca estaba allí, roja e inflamada-. Diles que vengan todos... Victorine, Amadée, Jean, Adéle, todos... Su testimonio justificará cualquier cosa que haga. -Luego se puso a llorar y a temblar. Victorine no dijo nada, pero fue a cierta alacena donde guardaba medicinas y remedios cuyas propiedades sólo ella conocía y mezcló una pócima que le dio a beber a su pupila. Cualquiera que fuese su naturaleza la alivió. Theresa volvió a sentarse, sollozaba de vez en cuando y finalmente se sumió en una especie de

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letargo. Entonces, Victorine levantó delicadamente el pañuelo y contempló la marca del golpe. No pronunció palabra, pero todo su rostro era una amenaza. Después de mirarla bien, esbozó una sonrisa mortífera. Luego rozó la carne suave y amoratada con los labios, igual que si Theresa fuese la niña que había sido veinte años antes. Por leve que fuese el roce, Theresa se estremeció y dio un respingo medio adormilada. -¿Han llegado ya -murmuró- Amadée, Jean, Adéle? -Pero, sin esperar respuesta alguna, volvió a quedarse dormida. Victorine volvió sin hacer ruido a la alacena donde guardaba las medicinas y se puso a mezclar algo sin hacer ruido. Cuando terminó de hacer lo que estuviera haciendo, volvió a la habitación de su pupila y la miró mientras dormía. Luego empezó a ordenar la habitación. Nada de cortinas de seda azul ni de espejos de plata como en la rue Louis le Grand. Una cretona descolorida y un servicio viejo y desportillado de porcelana japonesa, eso y los indicios de la presencia del conde: una botella vacía de licor. Mientras arreglaba la habitación, Victorine no dejaba de decir para sus adentros: «¡Por fin, por fin!». Theresa durmió todo el día y parte de la noche en la silla. Estaba tan inmóvil que Victorine pareció alarmarse. Una o dos veces le tomó el pulso y miró muy seria el rostro surcado de lágrimas. En una ocasión le levantó con cuidado uno de los párpados, acercó una vela encendida y le miró el ojo. Aparentemente satisfecha, salió y pidió que tuviesen preparada una olla de caldo para cuando la pidiera. Una vez más, volvió a sentarse y guardó un profundo silencio, nada se movía á en la habitación cerrada, pero en la calle los carruajes empezaron a rodar, y los lacayos y los que portaban las antorchas empezaron a gritar los nombres y títulos de sus amos para demostrar que su carruaje tenía preferencia en la estrecha calzada. Un carruaje se detuvo delante del edificio donde ellos ocupaban el tercer piso. Luego el timbre del apartamento sonó ruidosamente e incluso con violencia. Victorine salió a ver qué era lo que podía molestar a su niña, como llamaba a Theresa, la señora cuando hablaba con los criados. Se encontró precisamente con dichos criados que llevaban a su amo, el conde, muerto por una herida de espada recibida en alguna infame pendencia. Victorine lo miró. «Mejor así -murmuró-, mejor así. Pero, monseigneur, os llevaréis esto con vos, dondequiera que vaya vuestra pérfida alma». Y le golpeó en el hombro, justo en el lugar donde tenía el moratón Theresa. Fue un golpe muy leve, pero tamaña irreverencia con el muerto despertó la indignación hasta de los endurecidos portadores del cadáver. Poco le importó a Victorine. Le dio la espalda al difunto,

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volvió a la alacena, sacó la mezcla que había preparado con tanto cuidado, la vertió sobre el suelo de madera y la esparció con el pie. Una quincena más tarde, después de varias semanas sin recibir noticias de Theresa, se divisó desde las ventanas del castillo un humilde carruaje que avanzaba lentamente por el camino. Nadie le prestó mucha atención. Tal vez fuese algún amigo del ama de llaves; tal vez algún pariente pobre de la señora Duke (pues muchos se habían acordado de pronto de su prima después de la boda). Nadie reparó en el destartalado carruaje hasta que al portero le sobresaltó el tañido de la gran campana y, al abrir de par en par las puertas del vestíbulo, se encontró con la misma mademoiselle Victorine de antaño, aunque más delgada y cetrina y vestida de luto. En el carruaje iba Theresa con el luto que guardaban las viudas en aquella época. Miró con nostalgia por la ventana a Joseph, el portero. -¡Mi padre! -gritó angustiada, antes de que Victorine pudiera hablar-. ¿Está... bien sir Mark? -«Vivo» fue lo primero que se le pasó por la cabeza, pero no se atrevió a pronunciar esa palabra. -¡Llamad al señor Duke! -dijo Joseph dirigiéndose a alguien invisible. Luego se adelantó-: ¡Que Dios la bendiga, señorita! ¡Que Dios la bendiga! ¡Y justamente hoy! Sir Mark está bien... aunque por desgracia ha cambiado mucho. ¿Dónde está el señor Duke? ¡Llamadlo! ¡La señorita está a punto de desmayarse! Y así volvió Theresa a casa. Nadie supo jamás lo mucho que había sufrido. Si alguien lo hubiera sabido, Victorine nunca habría vuelto vestida de luto. Lo guardaba, muy en contra de su voluntad, para preservar la ficción de que Theresa había disfrutado de un matrimonio próspero y feliz. Siempre se indignaba si alguno de los viejos criados la llamaba con el familiar apelativo de «señorita Theresa». «La condesa», decía con altanero reproche. Tampoco supo nadie lo que ocurrió en la primera entrevista entre Theresa y su padre. Si le habló de su vida de casada, o si se limitó a aliviar las lágrimas que vertió al volver a verla, repitiendo las palabras tiernas y las caricias que son tanto el alimento de la edad provecta como de la infancia. Ni Duke ni su mujer la oyeron aludir al tiempo que había pasado en París, más que de forma frívola y superficial. Sir Mark estaba deseando demostrarle que la había perdonado y de buen grado habría desplazado a Bessy de su posición como señora del castillo y puesto a Theresa al frente de la casa y la habría hecho sentar en la mesa en el lugar reservado a la señora. Y Bessy habría renunciado a sus onerosas dignidades sin una palabra, pues ella no era tan celosa de su posición como su marido. Sin embargo, Theresa renunció

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a desempeñar semejante papel en la familia, asegurando, en un tono lánguido que ahora parecía habitual en ella, que la administración de una casa inglesa y las ocupaciones domésticas le resultaban demasiado fatigosas y que, si Bessy continuaba como hasta entonces librándola de las que debían ser sus tareas naturales hasta un momento futuro, le quedaría infinitamente obligada. Bessy aceptó y trató de recordar todo lo que le gustaba a Theresa, y cómo se organizaban las cosas en los tiempos en que vivía en el castillo. Quiso que los sirvientes tuvieran la sensación de que «la condesa» tenía los mismos derechos que ella en la administración de la casa. Pero los criados siempre considerarán que la señora es aquella a quien rinde cuentas el ama de llaves y en cuyas manos reside, de facto, el poder de conceder favores y privilegios, y las peticiones de Theresa no tardaron en quedar en segundo plano. Al principio estaba demasiado desanimada, demasiado languideciente para preocuparse de nada que no fuese descansar en compañía de su padre. En ocasiones pasaban horas cogidos de la mano, o paseaban por las terrazas, sin apenas hablar, pero felices, porque volvían a estar juntos y a llevarse bien. La joven se fue recuperando en aquella época de paz y tranquilidad. El rostro contraído por la ansiedad y surcado de arrugas de sufrimiento se relajó en un óvalo suave, la luz volvió a sus ojos y el color regresó a sus mejillas. No obstante, el otoño después de la vuelta de Theresa, sir Mark falleció: sus fuerzas declinaron paulatinamente y pasó sus últimos momentos entre los brazos de su hija. Esta nueva desdicha volvió a convertirla en la criatura pálida y fatigada que había sido cuando regresó a Crowley Castle, después de enviudar. Se encerró en sus nuevas habitaciones y no permitió que nadie se le acercara, con excepción de Victorine. Ni Duke ni Bessy eran admitidos en las oscuras habitaciones que había cubierto de cortinajes negros en señal de duelo. La vida de Victorine desde su regreso al castillo había sido todo menos fácil. En la habitación del ama de llaves había surgido un poder nuevo. La señora de Duke Brownlow tenía una doncella, mucho más exigente que ella misma, y una nueva ama de llaves reinaba en el lugar de, quien antaño había sido un mero eco de las opiniones de Victorine. El temperamento de ésta había empeorado tras los cuatro años pasados en el extranjero y los criados tendían a resistirse a su autoridad. Notó su impotencia tras un par de refriegas, pero se reservó para el momento de la venganza. Aunque hubiera perdido poder en la casa, no había disminuido el poder que ejercía sobre la señorita y fuero sus mañas las que sacaron por fin a la condesa de su lúgubre reclusión.

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Casi la única criatura, aparte de Theresa, a quien apreciaba Victorine era la pequeña Mary Brownlow. La poca dulzura que quedaba en su naturaleza femenina parecía aflorar sólo con los niños; aunque si se hubiese tratado de un chico en lugar de una niña es probable que no le hubiese caído tan en gracia. El caso es que la doncella francesa y la niña inglesa se hicieron grandes amigas, y cuando la envió a la habitación de la condesa y le dijo que no tuviera miedo y que le pidiera a la señora con su habla infantil que saliese a ver el muñeco de nieve que había hecho, supo que la niña le daría la manita a Theresa y le suplicaría con mejor fortuna que nadie, pues lo haría sin ninguna doble intención. Y, en efecto, Theresa apareció, pálida y triste, de la mano de Mary. Se dirigieron inadvertidas, o eso creyeron ellas, hasta el gran ventanal de la galería, y se asomaron al patio; luego, Theresa volvió a sus habitaciones, pero el hielo se había roto y, antes de que terminara el invierno, empezó a recuperarse, y a sonreír e incluso a reír a veces, hasta que los esporádicos visitantes del castillo volvieron a hablar de su rara belleza y de su noble elegancia. Es notable que, al salir de su lasitud, Theresa se interesara tanto por todas las empresas a las que se dedicaba Duke. Le aburrían las nimias preocupaciones y la charla doméstica de Bessy -sobre los criados, su madre, la rectoría y la parroquia-. Preguntaba a Duke por sus viajes, compartía su juicio y apreciación de los países extranjeros, reparaba en el poder latente de su inteligencia, le irritaba que tuviese que vivir aletargado en el campo. Alguna vez había hablado de dejar Crowley Castle y buscar una casa propia cuando muriese su padre, pero tanto Duke como Bessy habían insistido en que se quedara, y Bessy incluso le había dicho inocentemente que le alegraba que Duke disfrutase de una compañía tan agradable ahora que a ella la absorbían las preocupaciones de la maternidad. Un año después de la muerte de sir Mark, murió el representante del Parlamento por Sussex, y Theresa se dedicó a animar a Duke para que se presentase en su lugar. Con ciertas dificultades (pues Bessy era muy pasiva y tal vez incluso se opusiera a su modo a semejantes planes) logró convencerlo y Duke resultó elegido. A Theresa le irritó el sopor, como ella decía, que demostró Bessy durante todo el proceso, pues cada vez le molestaba más la indolencia de ésta en todo lo que se salía de su entorno más cercano. En una ocasión, cuando trató de explicarle que Duke podría destacar y sobresalir en aquella nueva esfera, Bessy prorrumpió en llanto y dijo: -Hablas como si su presencia aquí no significara nada y su fama en Londres fuese lo único importante. Temo que deje de apreciar la tranquilidad y la felicidad de que hemos disfrutado desde que nos casamos.

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-Pero, cuando viene -replicó Theresa- y te habla de política, de las noticias del extranjero y del interés público, tú le arrastras a tus intereses femeninos. -Ah, ¿sí? -respondió Bessy-. ¿Lo arrastro? Ojalá fuese más inteligente, pero ya sabes que lo único que se me da bien son las tareas domésticas. A Theresa la conmovió aquel momento de humildad. -Aun así, Bessy, tienes muy buen juicio y sólo necesitas ejercitarlo. Trata de interesarte por lo que le gusta, además de hablarle de los asuntos domésticos. Sin embargo, estas conversaciones casi nunca acababan de complacer a ninguna de ambas, y los criados deducían que las dos damas no se llevaban muy bien, por mucho que se esforzaran en aparentar lo contrario. La señora Hawtrey, por su parte, permitió también que los celos que le inspiraba Theresa se convirtieran en desagrado. Tenía celos porque, de forma un tanto irracional, se le había metido en la cabeza que su presencia en el castillo era el motivo de que no la hubieran invitado a instalarse en él tras la muerte de sir Mark: como si no hubiera habitaciones y aposentos para alojar a centenares de viudas en el edificio, si el dueño así lo quería. Pero Duke tenía ciertas ideas fijas, y una de ellas era la aversión que sentía a la constante compañía de su suegra. No obstante, le aumentó su asignación en cuanto pudo permitírselo y quiso que dispusiera de ella como gustase. En cuanto dispuso de medios para viajar, la señora Hawtrey se dedicó a frecuentar los balnearios que estaban de moda en la época, o a visitar a aquellos parientes que, de vez en cuando, iban en carruajes destartalados a visitar a su prima Bessy en el castillo. A Theresa le traía sin cuidado la frialdad de la señora Hawtrey, tal vez ni siquiera reparara en ella. También dejó de esforzarse con Bessy: era inútil tratar de convertirla en una compañera ambiciosa e intelectual a la altura de su marido. Duke había pronunciado discursos en el Parlamento, había escrito un panfleto muy sonado, y el primer ministro estaba pensando en incluirlo en el Gobierno. Theresa, con su experiencia parisina del modo en que las mujeres ejercen su influencia en política, habría dado cualquier cosa por que Duke y su mujer alquilaran una casa en Londres. Ansiaba ver a los grandes políticos, encontrarse en plena lucha por el poder, en el centro rutilante de todo lo que valía la pena ver y oír en el reino. Habían hablado de lo de la casa, pero Bessy se había opuesto con todas sus fuerzas, mientras Theresa guardaba un indignado silencio, hasta que no lo soportó más y fue a su propio salón, donde Victorine estaba dedicada a su labor. Allí las palabras que había reprimido con esfuerzo encontraron salida, no dirigidas a su criada, pero tampoco disimuladas en su presencia:

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-No resisto verlo agarrotado por la estrechez de miras de su mujer, ni oír los egoístas argumentos de esa estúpida, basados en su convencimiento de que se sentiría fuera de lugar a su lado. Es un obstáculo para Duke, ni siquiera él es consciente de sus posibilidades, de lo contrario la dejaría y buscaría un ambiente más elevado. ¡Cómo destacaría entonces! ¡Dios mío! Pensar que... Y se sumió en el silencio, observada por los ojos furtivos de Victorine. Duke se había superado a sí mismo en un acceso de inspirada elocuencia y sus palabras resonaban en todo el país. Iba a volver a Crowley Castle aprovechando un receso parlamentario, justo después. Theresa calculó las horas de cada jornada del largo viaje y podría haber adelantado con una precisión de cinco minutos el momento en que se le esperaba. En cambio, Bessy dedicaba toda su atención al bebé, que estaba enfermo. Se hallaba en su habitación junto a la cuna donde dormía el niño cuando su marido llegó a caballo a la puerta del castillo. Theresa había salido a recibirlo, con el cabello empolvado y los rizos despeinados al viento cuando se quitó la capucha de la capa, con los labios entreabiertos con una bienvenida sin aliento y los ojos chispeando de orgullo y amor. Al fin y al cabo, Duke era mortal. Todo Londres cantaba su fama, y hete aquí que, en su propia casa, Theresa parecía ser la única persona que lo apreciaba. Los criados se apelotonaron en el enorme vestíbulo, pues llevaba mucho tiempo sin ir a casa. Victorine también había salido llevando un sombrero para su señora, y, cuando Duke preguntó por su mujer y el solemne mayordomo le dijo que estaba con el señorito, que según temían se encontraba gravemente enfermo, la francesa afirmó con la familiaridad de un antiguo criado, como si quisiera aliviar la preocupación del recién llegado: -La señora imagina que el niño está enfermo, porque no piensa más que en él y la continua vigilancia la ha puesto nerviosa. Sin embargo, el niño estaba enfermo de verdad; y, tras saludar brevemente a su marido, Bessy volvió a su habitación, dejando a Theresa la función de preguntarle, escucharlo y compadecerlo. Esa noche soltó otra serie de observaciones despreciativas sobre la desdichada y maternal Bessy, y esa noche Victorine creyó detectar un secreto más profundo en el corazón de Theresa. El niño apenas se alejó de los brazos de su madre, pero la enfermedad empeoró y llegó a estar al borde de la muerte. Habían dejado aparte un poco de nata para la pequeña y llorosa criatura y Victorine la había empleado sin saberlo para preparar un cosmético para su señora. Cuando la criada que estaba a cargo del niño

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se lo reprochó, empezó una discusión sobre el derecho de sus respectivas señoras a impartir órdenes en la casa. Antes de que terminara la disputa, ambas se habían dicho cosas muy graves. El niño murió. El heredero estaba muerto, los criados susurraban entristecidos y discutían sobre el luto; Duke conoció la vanidad de la fama, al compararla con la muerte de un bebé. Theresa sintió mucha compasión, pero tanto se había enternecido su corazón que no se atrevió a expresársela. Victorine lamentó la muerte a su manera. Bessy se quedó muda y no derramó una lágrima, no atendía ni a palabras ni a caricias cariñosas, no comía ni bebía, ni tampoco dormía ni lloraba. «Manden llamar a su madre», dijo el médico, pues la señora Hawtrey estaba de viaje y las cartas que le informaban de la enfermedad de su nieto no le habían llegado por culpa del lento correo de aquellos tiempos. Así que enviaron a buscarla con un jinete, método más rápido y seguro. Entretanto, las niñeras, agotadas de tantos cuidados, bastante tenían con atender de día a la pequeña Mary. La doncella de la señora cuidó a Bessy una noche o dos, y Duke se pasaba de vez en cuando por la noche a contemplar el semblante pálido e inmóvil, que de no haber sido por los largos suspiros que salían de aquel corazón desolado casi había parecido el de un cadáver. El médico probó sus medicinas en vano, y luego volvió a intentarlo. Esa noche, Victorine, a petición propia, veló a la enferma en lugar de la doncella. Como de costumbre, a eso de la medianoche, Duke entró de puntillas con una palmatoria. «¡Chiss! -dijo Victorine llevándose un dedo a los labios-. Duerme por fin.» La mañana amaneció pálida y deshilachada y Bessy siguió durmiendo. Llegó el médico, y entró de puntillas, satisfecho del efecto que habían surtido sus medicinas. Todos rodearon la cama: Duke, Theresa y Victorine. De pronto sobrevino un cambio en el semblante del médico, como si lo acometiera un súbito temor; le tomó el pulso a la enferma, acercó el oído a los labios abiertos, pidió un espejo... una pluma. El espejo no se empañó, las delicadas fibras no se agitaron. Bessy había muerto. Pasaré deprisa varios meses. A Theresa volvió a embargarla el miedo, aunque más bien diría el remordimiento, pues ahora, que Bessy se había ido, y estaba muerta y enterrada, todas sus virtudes inocentes y su sencilla feminidad le volvían a la imaginación... no como cualidades fatigosas, sino admirables y con un valor que había sido demasiado ciega para percibir. Además, Bessy había sido su antigua compañera, en los felices días de la infancia y la inocencia. Ahora, Theresa no sólo no buscaba, sino que evitaba, la compañía de Duke. Es cierto que se quedó en el castillo y que la única condición que puso fue que la señora Hawtrey fuese a vivir bajo el

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mismo techo. Duke sintió profundamente la muerte de su mujer, aunque con sensatez, como correspondía a su carácter. Estaba perplejo por la pena de Theresa, sabiendo, como sabía vagamente, que Bessy y ella no habían vivido en perfecta armonía. Pero últimamente pasaba mucho tiempo en Londres, puesto que era un hombre de Estado en pleno ascenso, y cuando en otoño pasaba algún tiempo en el castillo admiraba enormemente el modo extraño y paciente en que Theresa se portaba con la anciana señora. Duke tuvo la impresión de que la señora Hawtrey había asumido el poder absoluto en su casa, y de que la alegre Theresa se había sometido a sus fantasías incluso con más docilidad de lo que lo habría hecho su propia hija. En cuanto a Mary, Theresa siempre había sido amable e indulgente con ella. Llegó otro otoño y antes de que pasara se renovaron antiguos lazos, y Theresa se comprometió a convertirse en la mujer de su primo. Hubo dos personas a quienes afectó mucho la noticia cuando se promulgó: una -y era natural, dadas las circunstancias- fue la señora Hawtrey, que se tomó aquella boda como una profunda ofensa personal contra ella misma y contra el recuerdo de su hija; tras rechazar orgullosamente todas las súplicas de Theresa y la invitación de Duke para que siguiera residiendo en el castillo, alquiló habitaciones en el pueblo. La otra persona a quien afectó profundamente la noticia fue Victorine.

A raíz del compromiso de Theresa, pasó de ser una mujer seca, activa y enérgica de edad mediana a hundirse en el sopor pasivo de la edad avanzada. Fue como si no sintiese más necesidad de esforzarse, cansarse o agotarse. Buscaba la soledad, no pedía mas que quedarse en la habitación contigua al vestidor de Theresa, a veces sumida en ensoñaciones y a veces dedicada a una intrincada labor de una manera casi espasmódica. Aunque allí a donde iba Theresa, allí iba también ella. Theresa había pensado que su vieja niñera preferiría quedarse en el castillo en la tranquilizadora paz del campo a acompañarla a ella y a su marido a la casa que habían alquilado en Grosvenor Square para la temporada parlamentaria. Pero la mera proposición pareció irritar a Victorine de un modo inexpresable. Consideró la oferta como una señal de que Theresa la daba por caducada... de que su pupila estaba harta de ella y deseaba sustituirla por una doncella más joven. Una vez se le metió la idea en la cabeza fue imposible convencerla de lo contrario y eso condujo a

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frecuentes estallidos de mal humor en los que reprochaba violentamente a Theresa su ingratitud con su más fiel seguidora. Un día, Victorine fue un poco más lejos que de costumbre en sus expresiones, y Theresa, por lo general tan tolerante con ella, le dijo por fin: -¡La verdad, Victorine!, esto no es más que una desgracia para las dos. Dices que nunca te sientes tan malvada como cuando estoy cerca, que mi ingratitud es tal que mis amigos tendrían que apartarse de mí. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer? Dices que nunca eres tan desgraciada como cuando estás conmigo. ¿Debemos separarnos? ¿Serías más feliz así? -¿A esto hemos llegado? -exclamó Victorine-. En mi país, un edificio se considera a prueba de vientos, de tormentas y del paso del tiempo, si el primer cemento utilizado se asperjó con sangre humana. Pero ni siquiera nuestro secreto, a pesar de haber sido asperjado con sangre, puede conseguir que nuestras vidas sigan unidas. Así que ¡cómo han de hacerlo el amor y todos los cuidados que os dediqué en mi juventud, cuando todavía era fuerte! Theresa se acercó al sillón donde estaba Victorine. La cogió de la mano y la apretó entre las suyas. -Habla, Victorine -dijo con voz ronca-, y dime a lo que te refieres. ¿Cuáles nuestro secreto? ¿Y qué quieres decir con eso de que es un secreto de sangre? Habla. Tengo que saberlo. -¡Cómo si no lo supieseis! -replicó Victorine secamente-. ¿No recordáis mis visitas a Bianconi, el boticario italiano del Marais, hace mucho tiempo? -Miró a Theresa a la cara, para ver si sus palabras le habían dado a entender más de lo que decían. No; la mirada de Theresa era grave, pero limpia e inocente. -Me dijiste que ibas a aprender la composición de ciertos ungüentos, cosméticos y remedios caseros. -Sí, y pagué muy caro el aprendizaje -afirmó Victorine con una risita-. Aprendí más de lo que habéis dicho, señora condesa. Aprendí la naturaleza secreta de muchas drogas... y, por decirlo claramente, aprendí el arte del envenenamiento. Y -prosiguió poniéndose de pronto en pie- todo lo aprendí por vos. Para emplearlo en vuestro servicio... por vos, que me apartáis ahora en mi vejez. ¡Por vos! Theresa se puso mortalmente pálida. Pero trató de no mover ni un músculo y de no apartar ni por un momento los ojos de los ojos que la desafiaban.

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-¿En mi servicio, Victorine? -¡Sí! ¿Recordáis la medicina que había preparado para vuestro marido cuando lo llevaron a casa muerto? -¡Gracias a Dios su muerte no pesa sobre tu conciencia! -¿Gracias a Dios? El deseo de verlo muerto pesa sobre la vuestra, y la intención de libraros de él pesa sobre la mía. Y no me avergüenza. ¡No! No lo habría hecho por mí, pero sí por vos que sufríais tanto. Osó golpearos a vos, a quien había criado a mis pechos. -¡Oh, Victorine! -respondió Theresa con un escalofrío-. Esos días ya pasaron. No los recordemos ahora. Si fui malvada es porque era muy desdichada; y ahora soy tan feliz, tan inexpresablemente feliz que... ¡deja que trate de hacerte feliz también a ti! -Deberíais intentarlo -dijo Victorine, que todavía no se había calmado-. ¿Es que no veis que esa acción incompleta e impedida por el destino volvió a ponerse en práctica, y que ahora os estáis beneficiando de mi pecado, si es que fue tal cosa? -¡Victorine! ¡No sé a qué te refieres! -Sin embargo, algún temor debía de haberla dominado, pues no paraba de temblar y estremecerse. -Ah, ¿no? La señora Brownlow, la pueblerina de la rectoría de Crowley, necesitaba descansar y olvidar la muerte del niño que tanto la acongojaba. Ayudé al médico a conseguirlo. Ahora descansa y ya debe de haberse encontrado con su bebé, si lo que cuentan los curas es cierto. ¡Y vos, mi reina, reináis en su lugar! No tratéis a la pobre Victorine como si hubiese extraviado el juicio y estuviese diciendo locuras. He oído hablar de jugarretas parecidas, una vez cometido el crimen, cuando el criminal ha dejado de ser necesario. Esa noche, Duke se quedó de una pieza cuando su mujer le suplicó que le diera permiso para regresar con Victorine y sus demás criados a la reclusión de Crowley Castle. ¡Ella, la niña mimada de la ciudad, la poderosa hechicera que había subyugado a la sociedad entera, y, sobre todo, la mujer adorable y la compañera sincera, tenía ahora este repentino capricho por el retiro más absoluto y por abandonar a su marido justo cuando él empezaba a apreciar lo que era una verdadera esposa! ¿Acaso se encontraba mal de salud? Apenas una noche antes había deslumbrado a todos con su belleza y había estado de muy buen humor; esa misma mañana estaba alegre y cariñosa. Pero Theresa negó estar indispuesta y pareció súbitamente reacia a hablar de sí misma y tan abatida que a Duke no le quedó más

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remedio que concederle lo que pedía y dejarla partir. La echó muchísimo de menos. Se acabaron los desayunos tête-á-tête, animados por sus ingeniosas bromas y alegrados por sus cariñosas caricias. Se acabó la amable secretaria sentada a su lado largas horas sin cansarse. Cuando alternaba en sociedad ya no estaba pendiente de él la mujer más encantadora. Cuando regresaba de la Cámara a casa por la noche, no había nadie que se interesase por sus discursos o se indignara por todo lo que le molestaba y se enorgulleciera de la admiración que había cosechado. No veía la hora de ir a ver a su mujer un par de días, pues sus cartas le parecían sosas y aburridas después de gozar de su brillante compañía. Y no es raro que las cartas de Theresa fuesen sombrías, sabiendo lo que sabía. Apenas osaba acercarse a Victorine, cuyo estado de ánimo era cada día más variable como si de verdad hubiese extraviado el juicio. En ocasiones parecía desdichada de ver a Theresa tan enferma y en apariencia tan triste. Otras veces sentía celos porque imaginaba que la evitaba y se apartaba de ella. Así que, fatigada por aquellas pasiones, la salud de Victorine fue empeorando a lo largo de aquel verano. El único consuelo de Theresa parecía ser la compañía de la pequeña Mary. Era como si no pudiera verter suficiente amor sobre la pequeña huérfana, que le devolvía el cariño con el encantador afecto de su edad. Siempre que iba a ver a Victorine llevaba entre los brazos a la niña de tres años, y la dejaba jugar en el vestidor cuando la anciana francesa, en un ataque de celos, iba a peinar a su señora con manos temblorosas. Para no ofender a Victorine, Theresa no contrató los servicios de ninguna otra doncella; y para evitar tener que hablar con ella con franqueza, se las arregló para tener siempre a la pequeña Mary consigo cuando pasaba a visitarla. La presencia de la niña la obligaba a sujetar la lengua; a veces interrumpía sus ataques de cólera para acariciar a la pequeña mientras jugaba a sus pies, y sólo lanzaba algún que otro dardo a Theresa advirtiendo a Mary contra la ingratitud. Theresa se fue hundiendo cada vez más en aquella vida terrible. Fue a ver a la señora Hawtrey y le rogó que fuera a pasar una larga temporada en el castillo. Estaba sola, afirmó, y solicitaba la compañía de la señora como un favor personal. No fue fácil persuadirla, pero cuanto más se resistía más suplicaba Theresa, y una vez instalada en el castillo, comprobó que ni siquiera su hija había sido tan humilde y servicial ni había estado tan pendiente de sus más ínfimos deseos como lo estaba ahora la orgullosa Theresa. No obstante, la señora del castillo cada vez estaba más abatida, y cuando Duke fue a verla se quedó consternado por su aspecto. Ella afirmaba estar bien, tan sólo

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algo cansada. Y, si tenía algo más que le rondaba por la cabeza, se negó a hacerle partícipe de sus preocupaciones. Duke la observaba de cerca y trataba de adelantarse a todos sus deseos. Vio el cariño que le tenía a Mary y pensó que nunca había visto a una madre tan tierna y afectuosa con el hijo de otra mujer. Le sorprendió su paciencia con la señora Hawtrey y recordó que él mismo no había sido nunca tan comprensivo con su suegra, y cómo la brillante Theresa había rechazado y despreciado antes a la mujer del pastor. Con aquel renovado aprecio por las virtudes y encantos de su adorada, la idea de perderla se le hacía insoportable. No quiso atender a súplicas ni objeciones. Antes de volver a la ciudad, donde su presencia era una necesidad política, buscó el mejor consejo médico que pudo recabar en la comarca. Llegaron los médico; poco podían hacer por ella, si su afirmación de que no le preocupaba nada era cierta. Nada. -¡Procure animar usted a su marido, mi querida señora! -le dijo el médico, que había conocido a Theresa desde niña, pero a quien sólo se mandaba llamar en caso de enfermedades graves, puesto que vivía en una lejana ciudad de provincias-. ¡Anímelo, y así tal vez mejore usted también, consintiendo a sus deseos de cambiar de aire! Brighthelmstone es un pueblo tranquilo junto al mar. Consienta, como una buena esposa, en ir allí unas semanas. Así que Theresa, harta de resistirse, aceptó y Duke hizo. todos los preparativos para llevarla a ella, a la pequeña Mary y a todos los criados necesarios a Brighton, como se lo conoce ahora. Decidió por su cuenta que la asistente personal de su esposa fuese alguna mujer lo bastante joven para cuidarla y atenderla, y no Victorine, a quien en realidad Theresa servía como una criada. Pero ni Theresa ni Victorine supieron nada de aquel plan hasta que la primera estuvo en el coche con su marido a varios kilómetros del castillo. Luego, él, un tanto exultante por su modo de ahorrarle a su mujer el pesar y los inconvenientes de la decisión, le explicó que Victorine se había quedado en casa y que una nueva doncella londinense les estaba esperando en su destino. Theresa se limitó a exclamar: «¡Oh! ¿Qué dirá Victorine?», se tapó el rostro con las manos y se quedó muda y temblorosa. Lo que dijo Victorine, cuando descubrió la trampa, pues eso y no otra cosa le pareció, que le habían tendido, es demasiado terrible para reproducirlo aquí. Se dejó arrastrar por una cólera sin límites y luego enfermó de tal modo que los criados, consternados y aterrorizados, fueron a buscar a la señora Hawtrey. Pero, cuando ésta llegó, Victorine cerró los ojos y se negó a mirarla.

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-¡Lleva a su hija de la mano! ¡No quiero verla! -gritaba aterrada sin dejar de temblar como si sufriera un ataque de malaria-. Traed a la condesa. Que ella se enfrente a la muerta. Yo no lo haré. Querían que descansara... también la condesa, para que pudiese reposar en su lugar legítimo. Theresa, Theresa, ¿dónde estás? Tú me tentaste. Lo que hice, lo hice en tu servicio. ¡Y ahora te has ido y me has dejado con la difunta! Al fin y al cabo, era la misma medicina que le dio el médico, sólo que él le dio poca y yo le di mucha. Mi señora la condesa invirtió bien su dinero cuando me envió con aquel viejo italiano a aprender el oficio. Lociones para el cutis y un uso discriminado de los remedios. Yo preparé los remedios y Theresa se aprovechó de ellos, y ahora ella es la esposa y me ha dejado aquí con la muerta. Theresa, Theresa, ¡vuelve y sálvame de la difunta! La señora Hawtrey se quedó horrorizada. -Traed al pastor -le dijo en voz baja a uno de los criados. -El médico del pueblo viene para acá -observó alguien que había cerca-. ¡Qué desvaríos! ¿Está delirando? -No se trata de ningún delirio -respondió la madre de Bessy-. ¡Ojalá Dios quisiera que lo fuese! Theresa pasó un día muy feliz con su marido en Brighthelmstone, antes de que él partiera para Londres. Lo observó alejarse a caballo, seguido por un criado con su baúl. Duke se volvió varias veces para saludar con el pañuelo a su mujer, antes de que una curva del camino la apartara de su vista. Tenía que atravesar un pueblecito a menos de quince kilómetros de su casa, donde lo esperaba un criado con el resto del equipaje y las cartas. Allí encontró una nota imperiosa y extraña que requería su inmediata presencia en Crowley Castle. Algo en el rostro asustado del criado impulsó a Duke a preguntarle. Pero lo único que éste respondió fue que Victorine estaba agonizando y que la señora Hawtrey había dicho que, tras leer aquella carta, su señor volvería sin duda y no necesitaría el equipaje. Era evidente que se trataba de algo grave. Duke volvió al castillo a pleno galope. El pastor salió a recibirlo. -Mi querido muchacho -dijo, con el tono de cuando era su preceptor-, prepárate. -¿Para qué? -preguntó Duke con aspereza, pues le irritó mucho que le advirtieran de que se preparase para algo sin explicarle de qué se trataba-. ¿Ha muerto Victorine?

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-¡No! Afirma que no morirá hasta que te haya visto y la hayas perdonado, ya que la señora Hawtrey no quiere hacerlo. Pero antes lee esto: ¡es una terrible confesión hecha ante mí, como juez de paz, en el lecho de muerte! Duke leyó el papel -que contenía pocos más detalles de los que ya he dadocon las horribles palabras anotadas a toda prisa con la letra con que el pastor acostumbraba a redactar sus moderados y prosaicos sermones y que su pupilo conocía desde hacía mucho tiempo. Duke lo leyó dos veces. Luego afirmó: -¡Está delirando, pobre mujer! -Pero se le heló el corazón y habría preferido no haber tenido que volver a verla y haberse quedado para siempre con la duda. Subió los escalones de tres en tres y luego se volvió y miró al pastor con una calma y severidad mortales: -Quisiera verla a solas. Echó a todas las mujeres y se acercó a la cama donde yacía Victorine apoyada en las almohadas, observando sus movimientos con sus ojos terribles y vacíos. -Ahora, Victorine, te leeré este papel en voz alta. Tal vez tu imaginación haya desvariado un poco, pero ¿me entiendes ahora? -Un débil murmullo de asentimiento llegó a sus oídos-. Si alguna afirmación de las que se hacen en este papel no es cierta, hazme un gesto. Levanta la mano... por el amor de Dios, levanta la mano. Y, si puedes hacerlo sinceramente en la hora de tu muerte, que el Señor se apiade de ti, pero, si no puedes levantar la mano, ¡que lo haga entonces de mí! Leyó el papel muy despacio, frase por frase. Ningún gesto: ninguna mano levantada. Al final, Victorine habló, y él inclinó la cabeza para escucharla. -La condesa, Theresa, la misma que me ha dejado morir sola... -Luego le fallaron las fuerzas, y Duke se quedó solo en la cámara mortuoria. Estuvo varios minutos sin moverse. Luego salió de la habitación y le dijo al primer criado con el que se encontró: -Ha muerto. Asegúrate de que se ocupen de ella. Luego fue a ver al pastor y tuvo una larga conversación con él. Envió a un criado de confianza a buscar a la pequeña Mary con no sé qué pretexto apenas creíble, pero estaba desesperado y parecía haberlo olvidado todo, menos a Bessy, su primera mujer, su esposa joven e inocente.

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Theresa no quería separarse de la niña, muy sorprendida de que fuesen a buscarla, pero le dijeron que, al cabo de uno o dos días, recibiría una explicación. Y así fue.

Victorine ha muerto; no necesito decir más. No pudo llevarse su terrible secreto al otro mundo, y lo confesó todo. No puedo pensar en nada: sólo en mi pobre Bessy a merced de la crueldad de esa mujer. En cuanto a ti, Theresa, allá tú con tu conciencia, pues has dormido en mi regazo. Pero de ahora en adelante eres una desconocida para mí. Cuando recibas esta carta, mi hija, la madre de la pobre joven asesinada y yo habremos dejado Inglaterra. No sé adónde iremos. Mi agente hará por ti todo lo que necesites.

Theresa se puso en pie y llamó al timbre rápidamente: -¡Buscadme un caballo -gritó-, y decidle a William que se prepare para acompañarme! ¡Por su vida, por la mía, recorreremos la costa hasta Dover! Cabalgaron toda la noche y apenas se detuvieron para dar de comer a los caballos. Pero cuando llegaron a Dover vieron las blancas velas que se llevaban a Duke y a su hija lejos de Inglaterra. Theresa había llegado demasiado tarde y eso le partió el alma. Yace enterrada en el cementerio de Dover. Después de muchos años, Duke regresó a Inglaterra, pero no volvió a ingresar en el Parlamento, y el marido de su hija vendió Crowley Castle a un desconocido.

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DE CÓMO UN DOCTOR ASISTIÓ A LA HABITACIÓN DE AL LADO ANDREW HALLIDAY Nadie sabe cómo se las arregló el doctor para formar parte de nuestro grupo. No se nos ocurrió preguntarlo en su momento y ahora la ocasión se ha perdido en la lúgubre oscuridad del pasado. Sólo nos consta que apareció de pronto y misteriosamente. Ocurrió poco después de que fundáramos nuestra Sociedad en Pro de la Admiración Mutua, en esta misma habitación, en la pensión de la señora Lirriper. Nos hallábamos discutiendo asuntos generales con la amabilidad acostumbrada, admirando a poetas, adorando a héroes y tomando a hombres y a cosas por lo que parecen. Éramos jóvenes e ingenuos, nuestras propias ideas nos satisfacían tanto como las ajenas, confiábamos y creíamos en todo lo que es bueno y noble y tan sólo odiábamos lo falso, lo vulgar y lo mezquino. Guiados por ese espíritu estábamos comentando indignados una nueva herejía acerca de la edad del mundo, cuando una voz desconocida interrumpió nuestra conversación. -Disculpen ustedes, pero se equivocan. La edad del mundo es exactamente de tres millones ochocientos noventa y siete mil cuatrocientos veinticinco años, ocho meses, catorce días, nueve horas, treinta y cinco minutos y diecisiete segundos. Nada más oír aquella voz misteriosa todos levantamos la vista y reparamos en que, pisando la alfombra de la chimenea, justo al lado de donde se sienta usted, comandante, había un hombre de edad mediana vestido de negro. Tenía la nariz ganchuda, los ojos oscuros y penetrantes, y la barba entrecana; una mata de pelo moreno y crespo cubría su cabeza. Nuestro primer impulso fue considerar una impertinencia la intromisión del desconocido y preguntar qué se le había perdido en aquella habitación de la pensión de la señora Lirriper, donde se celebraban las sagradas reuniones de la Sociedad en Pro de la Admiración Mutua. Pero, en cuanto nuestros ojos se posaron sobre él, contuvimos aquel impulso y nos quedamos casi un minuto mirándolo en silencio. Nada más verlo comprendimos que no era un simple entrometido. Era considerablemente mayor que cualquiera de los presentes, su rostro irradiaba inteligencia, en sus ojos brillaba el humor, y su expresión era la de un hombre seguro de su solidez y de superioridad intelectual. Su semblante parecía dar a entender que nos había calado a todos al momento. Tanto nos impresionó la presencia del desconocido que casi olvidamos las preguntas que se nos habían

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ocurrido cuando interrumpió nuestra conversación: «¿Quién es usted?» «¿De dónde ha salido?» «¿Cómo ha llegado hasta aquí?». Cualquier miembro de la Sociedad podía presentar a un amigo, pero ninguno lo había hecho, y nosotros éramos los únicos miembros que había en la habitación. Nadie lo había visto entrar, ni habíamos reparado en él hasta que oímos su voz. Al comparar después nuestras notas, descubrimos que todos habíamos tenido la misma idea: «¿Habría bajado por la chimenea?» «¿O salido del suelo?». Pero, como no vimos ni rastro de humo ni notamos olor a hollín, descartamos nuestras sospechas a favor de la explicación más natural de que lo hubiese llevado algún miembro que se hubiera marchado dejándolo allí. Yo estaba dándole vueltas a cómo formular una pregunta educada que nos permitiera dilucidar la cuestión cuando el desconocido, que hablaba con acento extranjero, volvió a dirigirse a nosotros: -Confío -dijo- en no estar entrometiéndome en su Sociedad, pero he estudiado en profundidad la cuestión que discutían y me he dejado arrastrar por el entusiasmo: espero que me disculpen. Lo dijo con tanta afabilidad y haciendo gala de unos modales tan anticuados que nos dejó desarmados y respondimos todos a coro que no tenía de qué disculparse. Y de ahí se derivó que, de un modo casi inapreciable, el desconocido ocupara un asiento y pasase la tarde con nosotros, dándonos la réplica en nuestras joviales discusiones y revelando ser un hueso duro de roer en lo que atañe a todos los tipos de conocimiento. A todos nos encandiló, y él también parecía estar muy a gusto con nosotros. Antes de marcharse, nos estrechó la mano con mucha cordialidad y afecto, y nos dejó su tarjeta. Tenía la inscripción:

DOCTOR GOLIATH, doctor en Filosofía.

Después de aquel día, el doctor frecuentó regularmente la Sociedad, y todos dimos por descontada su asistencia, pues su gran erudición y sus numerosos hallazgos nos parecieron suficiente justificación para permitirle formar parte de nuestra cofradía. No es raro que llegásemos a considerarlo un gran personaje. Sus conocimientos eran inagotables. Parecía saberlo todo, y no en general o de manera superficial, sino de forma precisa y concreta. Sin embargo, no hacía exhibición de sus conocimientos a fin de impresionarnos, sino que iba diciendo las cosas según lo requería la ocasión. Si hablábamos de lenguas, el doctor dejaba claro, mediante un par de observaciones casuales, que estaba familiarizado con todas las lenguas del

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mundo. Y lo cierto es que hablaba el inglés con un acento que participaba de casi todas las lenguas modernas. Si salía a colación el Derecho, podía disertar sobre códigos y juicios con la mayor familiaridad y citaba tomos, capítulos y secciones, como si hubiese consagrado su vida al estudio de las Leyes. Y lo mismo con la política, la historia, la geología, la química, la mecánica e incluso la medicina. No había nada que el doctor Goliath ignorase. Era una enciclopedia animada del conocimiento universal. Pero, al mismo tiempo, no tenía nada de pedante. Consideraba su erudición una simple bagatela, exponía sus conocimientos como otros cuentan chistes; sólo era serio cuando aliñaba una ensalada, preparaba una jarra de ponche o jugaba una partida de piquet. No se enorgullecía de poder traducir «La hija del cazador de ratas» a seis idiomas, incluyendo el griego y el árabe, pero se tenía por el único hombre en la superficie de la Tierra que conocía las proporciones exactas de aceite y de vinagre necesarias para aliñar correctamente una ensalada de patata. No había forma de resistirse al encanto de la maravillosa personalidad del doctor Goliath. Era erudito en grado superlativo; sin embargo, tenía la alegre despreocupación de un colegial y sabía bromear y ridiculizar la sabiduría y la filosofía mejor que ninguno de nosotros. Tomó nuestra Sociedad al asalto: se convirtió en oráculo, lo citamos como autoridad y lo llamábamos el doctor, como si no hubiese otro en la superficie de la Tierra. Poco antes de su advenimiento, los miembros de la Sociedad en Pro de la Admiración Mutua nos habíamos jurado amistad eterna. Habíamos prometido amarnos siempre los unos a los otros, confiar los unos en los otros, ser justos y amables los unos con los otros y no distanciarnos jamás ni por la prosperidad ni por la adversidad. Como señal y símbolo de nuestra hermandad, habíamos decidido llamarnos con apelativos familiares y para subrayarlo acordamos regalamos unas copas de la amistad. Como éramos una Sociedad pobre, salvo en amabilidad y admiración mutua, decidimos que las copas fuesen de peltre, con una capacidad de un cuarto de litro y dos asas. Se hizo el encargo, se fabricaron las copas y cada una llevaba una inscripción de esta guisa: «Para Tom de Sam, Jack, Will, Ned, Charley y Harry, en prueba de amistad», que variaba sólo en las posiciones relativas de los donantes y del que recibía el presente. Las copas estaban ya hechas y no quedaba más que pagarlas e ir a recogerlas al taller de nuestro Benvenuto Cellini, sito en la parroquia de St. Martin-in-the-Fields. No obstante, se produjo un retraso, a raíz de circunstancias que no vale la pena detallar si no es para indicar que escaparon a nuestro control.

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Aquel retraso, debido a la obstinación de dichas circunstancias incontrolables, se prolongó varias semanas, hasta que, una noche, Tom entró con un gran paquete de papel de estraza bajo el brazo. Era un paquete de aspecto extraño y desacostumbrado. -¡Ja, ja! -exclamó el doctor-, ¿qué traes ahí? Dinos, Tom, ¿se trata de algo de comer, de beber o tal vez de fumar? Pues ésas son las tres únicas cosas con que se deleita mi espíritu. -No creo lo que dice, doctor -dijo Tom con mucha seriedad, pues estaba más subyugado que nadie por la personalidad del doctor. -¿No me crees? -exclamó éste-. Pues lo digo muy en serio. El hombre, amigo mío, es un animal cuya única desdicha es estar dotado con el don maldito del pensamiento. Si no estuviese poseído por ese espíritu malévolo, ¿sabes lo que haría? Tom no tenía ni la menor idea. -Pues bien -respondió nuestro amigo-, ¡me pasaría el día tumbado al sol y comería ensalada de patata en un comedero! -¡Qué! -exclamó Tom-. ¿Como un cerdo? -Sí, como un cerdo -respondió el doctor-. ¡Nunca he visto a un cerdo tumbado sobre paja limpia con el hocico metido en una mezcla de cebada y hojas de col, sin sentir una envidia terrible! -¡Caramba, doctor! -exclamamos todos a coro. -De veras. Me digo a mí mismo: «¡Qué suerte tiene y cuánto más feliz es él que yo!». Para comerme una ensalada de patata, sin la que la vida carecería de sentido, me veo obligado a hacer algo que mi alma aborrece: tengo que trabajar. El cerdo, en cambio, no tiene que esforzarse para tener el comedero lleno de cebada y hojas de col. Como soy un animal dotado del don del pensamiento y de la razón, me enviaron a la escuela y me enseñaron a leer. ¡Ved qué desgracias e infortunios me ha acarreado eso! Reíd, si queréis, pero ¿acaso no me veo obligado a leer libros, debates parlamentarios y artículos de opinión? El otro día me invitaron a un congreso social. Si hubiese sido un cerdo, no habría tenido que soportar tamaña tortura. -¡Ah!, pero, doctor -afirmó Tom-, al final el cerdo sale peor librado. El doctor prorrumpió en risas exultantes. -¡Qué! ¿Que sale peor librado? Ja, ja, ja! Amigo mío, el cerdo acaba convertido en carne. Y el carnicero nos ha de visitar a ambos. ¿Qué quedará de mí cuando

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termine su trabajo? Me meterán en una caja, la atornillarán, me enterrarán donde nadie me vea y la gente fingirá lamentarse. En cambio, el cerdo..., uno se lo come ¡y se alegra de verdad! Y eso me recuerda que tomaré una chuleta de cerdo para cenar. A propósito, ¿no será una lechuga lo que llevas en esa bolsa, verdad, Tom? -No es una lechuga, doctor. -¡Así que no es una lechuga! ¡Ajá! Veo algo que brilla... ¿Un metal precioso...? ¿Oro...? ¡No, plata! Para obtenerla en semejante cantidad estaría dispuesto a cometer cualquier crimen... ¡incluso un asesinato! -¡Oh, doctor! -dijo Tom-, se atribuye una personalidad indigna de usted. -Ah, ¿sí? -preguntó el doctor-. Tú no me conoces. Y, al fin y al cabo, ¿qué es el asesinato? Nada. Matas a dos o a tres de tus prójimos... incluso a una docena, y ¿qué? Hay muchos más. ¿Sabes cuál es la población de la Tierra? Te lo diré: exactamente mil trescientos millones ochocientos: noventa y nueve mil seiscientas veinte almas. Y ¿cuántos asesinatos dirías que se cometen al año? Pensarás sólo en los que aparecen en los periódicos. ¡Bah! Un conocimiento preciso de la cuestión me permite informarte de que el número de asesinatos cometidos en Gran Bretaña e Irlanda y en las islas del Canal, asciende anualmente a quince mil setecientos cuarenta y cinco. Es una de las leyes de la naturaleza para controlar el tamaño de la población. Quien comete un asesinato, obedece a esa ley. -A Tom estaba empezando a erizársele el cabello, pues el doctor decía todo aquello en un tono terriblemente agresivo. Su extraña filosofía también nos afectó a los demás. Estábamos acostumbrados a disfrutar de gran libertad en nuestras discusiones, pero nunca nos habíamos aventurado con un razonamiento tan audaz como aquél-. Vamos, Tom -insistió el doctor-, desvela tu tesoro y déjame ver si vale la pena que te espere- en algún callejón oscuro cuando vuelvas a casa esta noche. -Pues no, doctor -repuso Tom-, no vale la pena que lo haga, pues se trata de un artículo de peltre. -Y Tom nos enseñó su apreciada copa. Las circunstancias se habían suavizado en el caso de Tom y había ido a recoger su copa de la amistad. -¡Peltre! -exclamó el doctor-. ¡Bah! No vale la pena el esfuerzo, pero si hubiese sido plata... entonces habría podido... -Y adoptó un gesto diabólico que parecía aludir al robo con violencia, y al asesinato seguido de descuartizamiento. De pronto reparó en la inscripción-. Ja, ja, ja! -exclamó-, ¿qué es esto? ¡Una inscripción! «Para Tom de Sam, Jack, Will, Ned, Charley y Harry, en prueba de amistad». ¿Amistad? ¡Ja, ja, ja! Pura palabrería. Una palabra huera, una burla, una ilusión y una trampa. Os aseguro que no existe tal cosa en el mundo.

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-¡Oh, no diga eso, doctor! -exclamó Tom, muy ofendido. -¡Ah! -replicó el doctor-. Ya lo descubrirás. Yo lo he hecho muchas veces, y desde que tuve mi primer amigo y me defraudó, han pasado... ¿cuántos años...? Veamos... mil ochocientos y..., ¡qué más da! Hizo una pausa como si lo oprimieran los malos recuerdos. -Ned -dijo Sam inclinándose hacia mí-, ¿sabes quién creo que es el doctor? -No -respondí. -Pues que me cuelguen si no creo que es el Judío Errante -replicó Sam-. ¡Mira sus botas! -Miré sus botas. Tan sólo reparé en que no estaban muy limpias-. ¿No te has dado cuenta -prosiguió- de lo usadas y gastadas que están? El doctor ha andado mucho con ellas. ¡Fíjate en qué forma tan rara y anticuada tienen! Mira el polvo que han acumulador ¡es el polvo de siglos! El doctor se estaba riendo a carcajadas de nuestro proyecto de intercambio de regalos y no dejaba de llamarnos «inocentes» a nosotros y tazón a la copa de la amistad de Tom. Tom se había ruborizado y parecía avergonzado. De hecho, todos parecíamos un poco cohibidos, pues hasta entonces nunca habíamos reparado en lo tontos y sentimentales que éramos. No le dijimos nada al doctor de las otras seis copas de la amistad que estaban esperando que fuésemos a pagarlas y a recogerlas y, cuando Tom, con el rostro encendido como un tizón, metió el «tazón», como lo llamaba el doctor, en la bolsa y lo guardó, nos alegramos de cambiar de asunto y evitar aquella cuestión tan embarazosa. Nos sentíamos tan avergonzados de nosotros mismos que tratamos de redimirnos ante el doctor alabando cualquiera de sus opiniones por muy cínicas que fuesen. Y él, por su parte, nos condujo al fondo del pozo del cinismo. Al oírlo y conversar con él día tras día, empezamos a comprender lo cándidos y poco sofisticados que éramos. Llegamos a saber que los poetas y los héroes a quienes habíamos adorado no eran más que un hatajo de farsantes y charlatanes; que los grandes hombres de Estado a quienes habíamos creído y en los que habíamos confiado eran una panda de traidores o de ineptos; que los poderosos potentados cuyo poder y sagacidad habíamos admirado eran réprobos tiranos o títeres en manos de otros; que los filántropos a quienes todo el mundo alababa eran unos hipócritas egoístas y engreídos; que los patriotas cuyos nombres habíamos reverenciado igual que todo el mundo eran unos granujas de la peor especie. La influencia del doctor nos fue conduciendo, paso a paso, en esa dirección sin que nos diéramos cuenta.

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¿Cómo íbamos a resistirnos? Nos tenía fascinados. Lo sabía todo, podía demostrarlo todo y contaba con tantos datos de los que nunca habíamos oído hablar para fundar sus conclusiones que, con nuestros limitados conocimientos, no había forma de resistírsele. Al principio nos sorprendió, pero, a medida que iba estallando la revolución, nos acostumbramos a la vista de la sangre, y vimos caer las cabezas de nuestros héroes con la mayor indiferencia. Por fin llegamos a disfrutar con aquello y empezamos a buscar nuevas víctimas a quienes derribar y mostrar nuestro desprecio. El doctor abría el camino cada vez con más osadía a medida que avanzábamos. Aludía con aire lúgubre a los crímenes en que había participado y a los que cometería a la menor oportunidad. Siempre que se cometía un asesinato, defendía al asesino y prometía venganza contra el juez y el jurado que lo condenaban a la horca. Cuando llegaban noticias de guerras y desastres, se frotaba las manos y se regodeaba con alegría, porque había profetizado lo que sucedería por la imbecilidad y la traición de los infames granujas que se hacían llamar a sí mismos hombres de Estado y generales.

De una Sociedad en Pro de la Admiración Mutua pasamos a ser una sociedad de iconoclastas. Tom, Jack, Sam, Harry y los demás, que habíamos empezando prometiéndonos amistad eterna, nos convertimos en amargos rivales que despreciábamos las cualidades intelectuales de los demás, nos llamábamos incompetentes unos a otros nada más volver la espalda y nos reíamos desdeñosos de todas nuestras antiguas y modestas pretensiones. Las copas de la amistad habían desaparecido de nuestro recuerdo. Un día pasé por el taller de nuestro Benvenuto Cellini, el peltrero, y vi las seis que quedaban, rebajadas en el escaparate. Llamé a Tom, para enseñarle un artículo que atacaba a un popular autor al que antes había idolatrado, y reparé en que había guardado su copa de la amistad debajo de la mesa al lado de una papelera y un espetón. Estaba sucia y abollada como la escupidera de una taberna y llena de pipas y de cerillas, de colillas de cigarros y de basura. Le di una patada en broma y me reí; y Tom se sonrojó y la guardó fuera de la vista.

Nuestra Sociedad, en su nueva forma, prosperó a las mil maravillas. Nos hicimos famosos por la libertad de nuestros discursos y la audacia de nuestras opiniones. Todo el mundo buscaba nuestra compañía y nos enorgullecíamos de nuestra originalidad e independencia. Pasábamos juntos todas las horas de ocio, y

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nuestras insolentes discusiones nos mantenían en un constante estado de ebriedad intelectual. Pero llegó el momento de la sobriedad.

Un oscuro día en que estábamos solos, fumando en silencio muy solemnes y malhumorados, Tom me dijo: -Ned, hoy he pasado por la tienda y he visto las seis copas de la amistad en el escaparate. Yo respondí irritado: -¿Es que te preocupan esas copas? -No -replicó Tom-. Ahora mismo estaba pensando en otras cosas; pienso en ellas con frecuencia, Ned, pero siempre me las quito sin más de la cabeza. Aunque siempre acaban volviendo a mi imaginación. Esta noche las veo con mucha claridad... tal vez sea por la niebla, por el estado de mi hígado o de mi conciencia... pero el caso es que no puedo olvidarme de ellas. -¿A qué te refieres, Tom? -¿Recuerdas cuando encargamos las copas? -Sí. -El doctor llegó poco después. -Cierto. -Y no llevamos a cabo nuestras intenciones. -No. Tú pagaste la tuya, Tom, y la trajiste, pero las demás siguen siendo muestras olvidadas de nuestra amistad. -Exacto -respondió Tom-, y fue por culpa del doctor. Se rió de nosotros. Hizo que nos avergonzáramos. Yo me avergoncé. Pero ya había pagado mi copa y había ido a buscarla y la cosa no tenía remedio. Si no lo hubiera hecho entonces, no lo habría hecho nunca. ¿Qué hizo que nos sintiéramos tan avergonzados? -Nuestra estupidez -respondí yo. -No, nuestra amabilidad y nuestros buenos sentimientos, dos cosas de las que no estamos muy sobrados últimamente. -No respondí. Tom prosiguió-: El tal doctor nos ha alterado a todos. Ha cambiado nuestra forma de ser. Ha agriado nuestra bondad natural. Admito que es un hombre fascinante, pero ¿quién es? Nadie lo sabe.

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Llegó misteriosamente, lo aceptamos sin rechistar. Sin embargo, no sabemos nada de él. No sabemos qué es, a qué se dedica, dónde vive, o siquiera cuál es su nacionalidad. -¿Y bien? -Pues que a veces pienso que es el demonio. Es muy amable, pero todas sus opiniones son diabólicas. Y, si no es el demonio, al menos ha estado jugando a serlo con nosotros. Lo noto en momentos de tranquilidad como éstos, cuando no estamos intercambiando bromas irrespetuosas y sarcasmos descreídos. Seguí fumando un rato en silencio y luego dije: -Yo tengo exactamente la misma sensación, Tom. He querido decirlo muchas veces... sólo que no me atrevía. -Lo mismo me pasaba a mí. ¿Y si ahora hiciésemos acopio de valor? -Buena idea -respondí yo. -De acuerdo entonces -dijo Tom-. Averigüemos quién es el tal doctor Goliath, a qué se dedica y todo lo que podamos sobre él. Tom acababa de pronunciar estas palabras cuando llegó el doctor. Llevaba una bolsita en la mano y un paquete debajo del brazo. -Esta tarde no puedo quedarme -afirmó-. Tengo cosas que hacer... El mundo oirá hablar de ellas. ¡Ajá! -Arqueó siniestramente las cejas y se llevó un dedo a la nariz con aire amenazador-. Buenas noches -dijo-, si sobrevivo, estupendo; de lo contrario, recordadme, aunque no creo ni por un momento que vayáis a hacerlo. Diréis: «Pobre desgraciado», y seguiréis con vuestras bromas y chanzas. Así funciona este mundo, que ha sido un tremendo error desde el principio. Adiós. -Ned -dijo Tom-, sigámosle. Así lo hicimos. Lo seguimos hasta el Strand y por el puente, donde discutió con el encargado del peaje. Oímos las palabras «estafa», «extorsión» y «atraco a mano armada» y vimos a la luz de la farola el rostro del doctor que miraba al encargado con ojos iracundos. Por fin le entregó su medio penique y siguió andando a toda prisa, aunque se detuvo bruscamente al llegar a la altura del primer pilar, se asomó al pretil y se quedó mirando el agua. Hacía mucho que albergábamos la firme sospecha -entre otras muchas parecidas- de que el médico sabía algo sobre el misterioso crimen sin resolver que se había cometido en aquel lugar. El mismo nos lo había dado a entender muchas veces.

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-¡Mira! -susurró Tom-. La fascinación le ha hecho volver al lugar del crimen. Casi me gustaría que se arrojase al río. Pero el doctor no hizo tal cosa. Después de ver pasar el agua un rato, bajó del escalón de piedra y continuó adelante. Lo seguimos a distancia y sin perderlo de vista por muchas callejuelas estrechas y oscuras, donde nuestro único guía era la oscura figura que se movía como una sombra delante de nosotros. Por fin, el doctor tomó por un estrecho pasaje y desapareció. Corrimos hacia la entrada, pero el pasaje estaba muy oscuro y no vimos nada. Dudamos por un instante, pero enseguida hicimos acopio de valor y lo seguimos a tientas en la oscuridad pegados a la pared. Al salir de aquel túnel nos encontramos en un patio triangular iluminado por una única farola de gas situada en un vértice del triángulo. No parecía haber otro acceso a él que el estrecho pasaje por el que acabábamos de pasar. Reparamos de un solo vistazo en las extrañas y misteriosas características del lugar, gracias a la ayuda de la farola, que estaba plantada como un signo de admiración en uno de los rincones. Y entonces reparamos en la vaga figura del doctor, que estaba llamando a una puerta en la parte más oscura del patio. Le abrieron antes de que llegásemos nosotros, pero ya nos habíamos fijado en la casa. Era el número 13. -Un número un tanto siniestro -dijo Tom. También había una siniestra figura de escayola encima del umbral: una gárgola con expresión desdeñosa y sabihonda parecida a la del doctor. Daba la impresión de estar burlándose de la absurda misión que nos había llevado hasta allí. -¿Qué hacemos ahora? -pregunté. -La verdad es que no lo sé -respondió Tom. -¡Espera! -grité-. Hay un cartel en la ventana. ¿Qué es lo que dice? Tom sugirió: «Se hacen mutilaciones», pues era lo más apropiado para una casa habitada por el doctor Goliath. Pero no eran mutilaciones. Rezaba: «Se alquilan habitaciones a caballeros solteros». -Llamemos a la puerta -propuse-, y pidamos que nos enseñen las habitaciones para averiguar de qué clase de sitio se trata. Vimos una luz que subía al piso de arriba. Se trataba, sin duda, del doctor, que se había retirado a su cuarto. Esperamos un rato y luego llamamos. Abrió la puerta una anciana de aspecto extremadamente benévolo en cuyo rostro vimos los restos de una sonrisa. Era evidente que la sonrisa no estaba dedicada a nosotros, pero nos la tomamos como si así fuera y respondimos con un sonriente interés por las

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habitaciones. ¿No nos apetecería pasar a verlas? Eran dos en el piso de abajo: un salón y un dormitorio. Mientras la anciana señora, palmatoria en mano, nos indicaba el camino por el pasillo, el doctor la llamó desde el piso de arriba: -Señora Mavor, necesito que venga aquí ahora mismo. -Discúlpenme un instante, caballeros -dijo la señora Mavor-, el doctor, el huésped del primer piso, acaba de llegar y quiere su café. Por favor, siéntense en el salón. La señora Mavor nos dejó y subió al piso de arriba, y un momento después oímos al doctor que decía en voz alta muy enfadado: -¿Dónde está mi araña? ¿Cómo se atreve a barrer mi araña con su escoba asesina? -¡Oh, ese bicho tan asqueroso... ! -oímos decir a la señora Mavor, pero el doctor no la dejó hablar. -¡Bicho asqueroso! Ésa será su opinión. ¿Qué cree que opina la araña de usted cuando llega y le deshace su casa que tanto esfuerzo le ha costado construir? ¿Cómo se sentiría usted? Permítame decirle que esa araña tenía tanto derecho a vivir como usted... ¡y aún más... aún más! Era muy industriosa, cosa que usted no es; tenía una gran familia que mantener, cosa que usted no tiene, y si ella tendía su red para cazar moscas, también usted coloca su cartel de «Se alquilan habitaciones» y atrae a jóvenes solteros, como yo y se ocupa de ellos. Es usted una mujer malvada y sin corazón, señora Mavor. La señora Mavor bajó riéndose casi en seguida. -Es el huésped del primer piso, el doctor Goliath -explicó-. Es un poco raro en algunas cosas y finge enfadarse mucho si alguien molesta a sus animales, pero ¡es un pedazo de pan! -Tom y yo nos quedamos boquiabiertos-. Lleva conmigo más de siete años -prosiguió la señora Mavor-, y siempre ha sido muy bueno conmigo, y se portó tan bien cuando estuve enferma que por nada en el mundo aceptaría a nadie en la casa que pudiera incomodarle u obligarle a dejar sus manías. Si el doctor se marchase de Povis Place, no sé lo que harían los vecinos y los pobres de por aquí, pues los cuida cuando están enfermos, les aconseja cuando están sanos, les escribe sus cartas y organiza colectas cuando les aflige algún infortunio, y los niños... ¡están locos por él! Con frecuencia se le ve por aquí, después de hacerle algún favor a sus padres o a sus madres, jugando con ellos, y con varios niños y niñas a la espalda... pero a él no le molesta... Tiene tan buen corazón, ¡y le gustan tanto los niños...!

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Tom y yo teníamos los ojos abiertos como platos. El doctor volvió a llamar: -Señora Mavor, tráigame un ovillo de estambre, y que sea suave y bueno. La señora Mavor subió con el estambre y volvió sonriente. -Ahora está rodeado de sus absurdas mascotas -explicó-, una de ellas ha sufrido un accidente, y no soporta ver sufrir al pobre animal. ¡Tiene tan buen corazón...! Tom y yo seguíamos boquiabiertos. ¿Qué podrían ser las mascotas del doctor? ¿Demonios? Le dije a la señora Mavor que habíamos oído hablar del doctor Goliath, que era un hombre erudito y habilidoso y que, si nos lo permitía, nos gustaría verlo. La señora Mavor dudó. Se enfadaría, dijo, si lo supiera. Exageramos la admiración que nos inspiraba aquel hombre y por fin consintió, aunque sólo permitiría echar un vistazo por la rendija de la puerta, y sin hacer un solo ruido. Subimos las escaleras en silencio hasta el rellano. La puerta estaba abierta y a través de la rendija se podía ver casi la mitad de la habitación sin ser vistos. De haber sido posible abrir más los ojos, lo habríamos hecho. El doctor estaba sentado junto a una mesa donde alguien había dejado un servicio de té. Tenía un canario posado en la cabeza, un gatito jugaba a sus pies y él mismo estaba ocupado entablillándole la pata a un conejillo de Indias. -¡Pobrecito! -murmuraba-. Lo siento, lo siento mucho, pero no te preocupes. ¡Vamos, vamos! Te entablillaré la patita y podrás correr como antes. ¡Ah, gatito! Ya sabes lo que te dije sobre ese canario. Si lo matas, te mato yo a ti. Es la ley de Moisés, gatito: una ley muy cruel, pero me temo que tendré que ponerla en práctica, pues quiero mucho a ese pajarito, y también te quiero a ti, gatito, así que tú no matarás a mi canario, ¿verdad? ¡Cuchi, cuchi! -Y el pájaro, posado en la cabeza del doctor, respondía: «¡Cuchi, cuchi!». La señora Mavor estaba detrás de nosotros, pidiéndonos entre susurros que nos fuéramos. Pero nosotros dejamos pasmados tanto a la señora Mavor como a su huésped, al entrar directamente en la habitación. Él se sobresaltó al oír los pasos y al vernos se puso lívido de rabia. -¿Qué significa esta... injustificable... e impertinente intrusión?

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Vertió tal retahíla de palabras airadas contra nosotros que nos quedamos confusos y apenas supimos qué hacer. Comprendí que la única salida era coger al toro por los cuernos. -Doctor -dije-, es usted un viejo charlatán. -¿Qué insinúa, caballero? ¿Cómo se atreve? -replicó el doctor. -Lo mismo opino yo -le interrumpió el amable Tom, que jamás había hablado con tanta audacia-. Doctor, es usted un viejo charlatán. -Palabra que... -repuso el doctor- nunca había visto una osadía semejante... -¿Quién nos enseñó a ser osados, doctor? -preguntó Tom, antes de que pudiera terminar la frase. El doctor se rindió. Se echó a reír y pareció avergonzarse... tanto como nosotros cuando descubrió nuestro proyecto de las copas de la amistad. Apenas supo qué decir, así que adoptó otra vez una expresión airada y llamó a la señora Mavor. -¿Cómo osa usted permitir la entrada de unos desconocidos en mi habitación? Coja ese pájaro, ese gato travieso y ese repugnante conejillo de Indias y sáquelos de aquí ahora mismo. -Es inútil, doctor -dijo Tom-, le hemos descubierto y ya no puede seguir engañándonos. Hasta ahora lo tenía por el demonio en persona, pero veo que pertenece usted al otro lado. -Era evidente que Tom quería decir que el doctor era una especie de ángel, pero no utilizó esta palabra, impresionado tal vez por la incongruencia de atribuir un carácter angelical a alguien que llevaba sombrero de cuáquero y botas Blücher. El doctor rompió a reír y eso animó a Tom a impartirle una lección de moralidad a la señora Mavor sobre la conducta de su huésped-. Nos ha hecho creer a todos, señora Mavor, que era un ser diabólico: feroz, sediento de sangre y cruel. Habíamos creado nuestro pequeño paraíso, y él irrumpió en él como la serpiente tentadora y nos volvió malvados e infelices. ¿Por qué lo hizo? La señora Mavor, al ver que el doctor estaba quedando en mal lugar, reunió un poco de valor y habló: -Lo hace siempre que no está en Povis Place, y les diré por qué: ¡porque le avergüenza ser bueno, amable y tener un corazón de oro! -¡Bonita razón para sentirse avergonzado! -replicó Tom-. ¡Casi estoy tentado de darle un puñetazo en la nariz!

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-No, no lo hagas -dijo riéndose el doctor-. Siéntate y toma una taza de café, y luego la señora Mavor echará con nosotros una partidita de whist, cenaremos una ensalada de patata y prepararé un cuenco de ponche según una receta que me precio de decir que nadie en la Tierra, aparte de mí... -Doctor -repitió Tom-, es usted un charlatán. Informamos al resto de la Sociedad, y la siguiente ocasión en que el doctor vino a vernos lo recibimos con gritos de burlona bienvenida. El doctor dio una fiesta en Povis Place y nos invitó a todos. Había tanta comida, tantas botellas de vino alemán y tantos invitados que el pequeño piso de la señora Mavor corrió el peligro de hundirse. Si no recuerdo mal, las viandas incluían un jamón, dos pollos y una docena de botellas de Hochheimer por invitado, por no hablar de la ensalada de patata preparada en un aguamanil nuevo comprado para la ocasión. Y después de la cena se celebró un pequeño acto. Habíamos comprado las copas de la amistad, y añadido una más, y ahí estaban brillantes y relucientes, pues las habíamos bruñido para la ocasión, una tras otra sobre la mesa. Y en la copa nueva había una inscripción que decía: «Para el doctor, de Tom, Ned, Sam, Will, Jack, Charley y Harry, en prueba de nuestro aprecio y amistad». Aunque nuestros viejos héroes e ídolos hace tiempo que vuelven a estar sobre sus pedestales, comandante, seguimos sintiendo cierta inclinación por la charla cínica y osada en las reuniones de la Sociedad, que continúan celebrándose en mis habitaciones. Pero ya no engañan a nadie, y cuando el doctor trata de aparentar ferocidad, se ruboriza al comprender lo absurdo y vano de su intento por ocultar la ternura del corazón más bueno que ha latido nunca.

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DE CÓMO EL SEGUNDO PISO TUVO UN PERRO EDMUND YATES ¿Y dice usted, comandante, que a la señora Lirriper no le gustan los perros? Nada más natural tratándose de una casa londinense. Permita, comandante, que le explique por qué creo que no pondrá objeciones a mi perro. Póngase cómodo. Y yo haré lo mismo. -Pero, por el amor de Dios, fíjese, ¿su perra muerde? -exclamó una anciana galesa mientras se ajustaba el enorme sombrero a la cabeza y miraba perpleja al enorme perro negro que el hombre que había sentado a su lado acababa de subir al techo del carruaje. -No es una perra y no muerde -fue la lacónica respuesta del dueño del animal. No era un hombre apuesto: era alto y delgado, sin patillas y con la tez sebosa; su cabeza parecía más una vejiga llena de manteca y rematada con una peluca que algo remotamente humano; vestía enteramente de negro, con un sombrero rígido y brillante, guantes de castor y botas de agua gruesas y deslustradas. Llevaba un cuello enorme, que le rodeaba la cara y asomaba en punta entre los pliegues de una gigantesca corbata de seda negra, y un chaleco de satén negro con una cadena de plata para el reloj, un paraguas en un estuche brillante de piel impermeabilizada y una bolsa negra, rígida, fría y resbaladiza de piel de vaca con las iniciales J. M. en blanco, y parecía justo lo que era: el señor John Mortiboy, el socio más joven de la casa Crump y Mortiboy, almaceneros de Manchester, domiciliados en la calle Friday, Cheapside, Londres. Qué había empujado a John Mortiboy a pasar sus vacaciones en Gales o qué había inducido a semejante pilar del comercio británico a cargar con un perro, no es asunto que nos incumba, comandante. Sólo sé que se había apeado en la estación de Barberth Road, había sacado la bolsa negra de piel de vaca de debajo del asiento, había soltado al perro, que estaba encerrado en un austero receptáculo cuadrado que había llenado con sus aullidos, y que él y el perro habían subido al coche que llevaba al pequeño pueblo costero de Penethly. El perro, un gran retriever negro, se tumbó sobre el techo del coche con la preciosa cabeza muy erguida, contemplando a ratos el paisaje y a ratos apoyando el frío hocico entre las patas y dormitando un poco. Su amo estaba sentado en un extremo del asiento, con una de las botas de agua

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meciéndose en el aire, y parecía disfrutar mucho empuñando el asa del paraguas. De vez en cuando posaba sus grandes ojos en algunos puntos del paisaje indicados por el cochero y expresaba su opinión de que era «muy bonito», pero aparte de eso no soltó palabra hasta que el coche se detuvo en la Posada Real de Penethly, momento en que fue a los establos y supervisó la preparación de la comida de su perro. Luego pidió que le preparasen un filete bien hecho, patatas y una copa de jerez para la hora de comer, preguntó cómo se iba a la Villa Albion y se puso en camino hacia allí acompañado de su perro Beppo.

No creo que a John Mortiboy lo apreciasen mucho en Villa Albion, ni que fuese un hombre muy del gusto de sus habitantes. Apenas repararon en el crujido de sus botas sobre la mal pavimentada calle Mayor del pueblecito y continuaron disfrutando de sus sencillos placeres. Las persianas estaban echadas; las velas, encendidas, y la señora Barford fingía coser, aunque en realidad estaba echando un plácido sueñecito; Ellen, su hija mayor, se entretenía leyendo una revista; Kate, la pequeña, dibujaba unos esbozos bajo la observante supervisión de un esbelto caballero de barba fina, en apariencia muy interesado en su pupila. El tañido de la campana del timbre, el crujido de las botas de John Mortiboy y las notas estridentes de su voz resultaron desagradables para aquel grupo. -Anuncie que soy John Mortiboy, de Londres -exclamó, todavía en el recibidor. La sorprendida criada galesa le obedeció y él la siguió hasta la habitación. -¡A sus pies, señoritas! -exclamó con un movimiento de cabeza-. ¡A sus pies, señora Barford! Será mejor no andarse por las ramas. Se preguntarán quién soy. Es usted cuñada de mi tío, Jonas Crump. Y yo soy el socio de mi tío en la calle Friday. Demasiado trabajo, mucho calentarse la cabeza, un montón de encargos y noches enteras haciendo números. El médico me recomendó un cambio de aires y el tío Crump me recomendó Penethly y me habló de ustedes. Así que he venido y me he tomado la libertad de pasar a verles. ¡Siéntate, Beppo! No se preocupe, señorita, no le hará daño. -¡Oh, no es el perro lo que me da miedo! -respondió Ellen un poco sobresaltada por el modo de comportarse del señor Mortiboy y por el hecho de que

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la llamase «señorita». Kate lo miró asombrada, y el caballero esbelto de la barba, pronunció entre dientes, y para la citada barba, la palabra «grosero». -Nos... alegra mucho verlo, señor Mortiboy -dijo la señora Barford-, y... esperamos que recobre pronto la salud en nuestro tranquilo pueblo. Estoy segura de que todo lo que podamos... lo que podamos hacer... Le presento a mis hijas, la señorita Ellen y la señorita Kate Barford, y a un amigo nuestro, el señor Sandham... Estaremos encantadas de... -Mientras la voz de la señora Barford se extinguía ante la contemplación de tanta dicha, las jóvenes damiselas y el señor Sandham lo saludaron, y el señor Mortiboy les correspondió con una serie de breves movimientos de cabeza. Luego dijo bruscamente volviéndose hacia el caballero esbelto: -¿Sirve usted en el Ejército, señor? -No, señor, ¡ni mucho menos! -replicó el esbelto caballero con gran prontitud. -Le ruego me perdone. ¡Lo decía sin ánimo de ofender! ¿Voluntario, tal vez? Es por el pelo, la barba y demás... Pensé que era usted militar. ¡Hoy muchos jóvenes se presentan voluntarios! -El señor Sandham es un artista -dijo la señora Barford, intercediendo asustada por si se producía una discusión. -¡Oh, ah! -respondió el señor Mortiboy-. Un mal negocio... La demanda no está a la altura de la oferta, ¿no es así? Demasiados artistas y apenas pan con queso excepto para los mejores, según tengo entendido. -¡Señor! -exclamó el señor Sandham en voz alta y muy ofendido. -¡Edward! -dijo la señorita Kate suplicándole entre dientes. -¿No le apetece un refresco, señor Mortiboy? -preguntó en tono admonitorio la señora Barford-. íbamos a cenar. -No, gracias, señora -respondió el señor Mortiboy-. Tengo un filete con patatas esperándome en la Posada Real, y luego me iré directo a la cama, pues estoy exhausto del viaje. ¡Buenas noches a todas, señoras! ¡Buenas noches tenga usted, caballero! Pasaré a verlos mañana por la mañana y, si a alguna de ustedes le apetece dar una vuelta, estaré orgulloso de ser su galán. ¡Buenas noches! -Y, haciéndole un gesto al perro, el señor Mortiboy se marchó. Nada más cerrarse la puerta a sus espaldas, empezaron los comentarios hasta entonces reprimidos. -¡Bonito visitante nos ha enviado el tío Crump! -exclamó Kate.

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-¡Tenía que ser el tío Crump! ¡Que nunca nos había enviado nada antes, salvo un billete de cinco libras cuando murió el pobre papá! -añadió Ellen-. Pero tú no dejarás que abuse de ti de ese modo, ¿verdad, mamá? No permitirás que ese hombre tan horrible entre y salga cuando le venga en gana y... -¡Y que sea nuestro «galán»! ¡El muy zafio! -la interrumpió Kate. -¡Niñas, niñas! -dijo la señora Barford-, cualquiera diría que alguien os ha enseñado a hablar de esa forma tan grosera. -No me mire usted a mí, señora Barford -repuso el señor Sandham-, absuélvame de eso, aunque debo admitir que si alguna vez alguien mereció que le diera una patada en... -Bobadas, señor Sandham. No hay duda de que ese caballero tiene ciertas peculiaridades londinenses, pero estoy segura de que es buena persona. Debe de serlo, o no sería socio de un hombre tan recto como Jonas Crump. -¡Recto! ¡Bah! -replicó Kate; luego sirvieron la cena y cambiaron de tema. A las nueve de la mañana siguiente, justo después de que recogieran las cosas del desayuno y mientras la señora Barford tenía su habitual charla con la cocinera, Kate, que estaba sentada en la ventana del mirador, dio un respingo y exclamó: -¡Oh, mamá! ¡Ahí viene ese hombre tan horrible! Ellen miró por encima de su hombro y afirmó: -¡Creo que, por imposible que parezca, tiene peor aspecto a la luz del día que iluminado por las velas! John Mortiboy, totalmente inconsciente del efecto que estaba produciendo, abrió la verja del jardín, y luego alzó la vista por primera vez e inclinó la cabeza para saludar con familiaridad a las hermanas. -¿Cómo están, señoritas? -gritó desde el jardín-. ¡Bonita mañana, fresca y todo eso...! Ya me siento mejor. Cuando un londinense está un poco fatigado, nada lo anima tanto como respirar un poco de salitre. Luego inhaló una gran bocanada, como para aspirar todo el aire fresco posible, y entró en la casa seguido de su perro. -¿Lo has oído, Nelly? -preguntó Kate-. ¡Menudo patán! ¡Desde luego no seré yo quien salga a pasear con él. ¡Con ese horrible traje negro parece un empleado de pompas fúnebres!

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-Lleva un sombrero que parece una chimenea, ¡y ha traído su paraguas! ¡Imagínate! ¡A la playa! -añadió Ellen. -Buenos días, señora Barford -dijo el señor Mortiboy-, veo que está usted atendiendo a las cuestiones domésticas, ¿eh? Me hago cargo. Si no pone usted objeciones, hoy tendré el placer de compartir las chuletas con ustedes. Supongo que serán de cordero. Tengo entendido que aquí no se puede comprar ternera, excepto los viernes, que es el día en que sacrifican algunas para los cuarteles. Está muy mal organizado, habría que cambiarlo. -¿Y no querría hacerlo usted, señor Mortiboy? -preguntó Kate-. Supervisar al matarife sería una bonita manera de pasar las vacaciones. -Veo que la señorita tiene sentido del humor, ¿eh? Bueno, no me importa. Pero ¿no les apetece salir a respirar un poco de aire fresco? Supongo que la anciana no saldrá tan pronto. -Si se refiere usted a mi madre -respondió Ellen con frialdad-, nunca sale hasta justo antes de la cena. -Ya lo imaginaba. Los viejos tienen que esperar a que el aire esté entibiado por el sol, como dicen ellos. Pero supongo que eso no nos impedirá salir a dar una vuelta. ¿Dónde está don Patillas? -Si, como supongo, se refiere usted al señor Sandham, el caballero que estaba aquí anoche, no puedo informarle, señor Mortiboy -dijo Kate con el rostro encendido y la voz levemente temblorosa-, pero le recomiendo que no le oiga bromear sobre él, pues tiene el genio muy vivo. -Ah, ¿sí? -exclamó el señor Mortiboy-, un matasiete ¿eh? Pues sepa usted que ya pasó la época de los duelos. Se acabaron esas tonterías, hoy se entrega a un hombre a la policía o se le cita ante un magistrado y se le empapela. Justo en ese momento entró la señora Barford y les dijo a las chicas que se pusieran el sombrero y le enseñaran al señor Mortiboy los sitios más bonitos del pueblo: la colina del castillo, las ruinas de la abadía y el paso de los contrabandistas. Fueron a todos ellos, mientras el señor Mortiboy criticaba sin cesar el estado de los caminos, sugería las reformas que podrían hacerse si tuviesen en Penethly una junta local de salud como es debido y afirmaba que los gritos de «ostras de Milford» y «merluza fresca» eran totalmente inconstitucionales e ilegales, pues nadie tenía derecho a gritar en la vía pública; que debería haber paradas para los cocheros y que se requería una urgente vigilancia por parte de la policía. Las ruinas de la abadía no

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le impresionaron gran cosa y se burló con desdén de la historia del paso de los contrabandistas. De regreso a casa encontraron al señor Sandham al pie de la colina del castillo, muy rubicundo, limpio y fresco, y con un par de toallas bajo el brazo. Se quitó el sombrero al acercarse a las damas y saludó con un leve movimiento de cabeza al señor Mortiboy. -¡Ah, señor Sandham! -exclamó Ellen sacudiendo el dedo de forma admonitoria-. ¡Ha vuelto a bañarse usted en la roca de St. Catherine, a pesar de todas nuestras advertencias! -Querida Ellen -la interrumpió Kate con aire petulante-, ¿cómo se te ocurre? Si el señor Sandham quiere arriesgar la vida después de todo lo que le hemos dicho, ¡sin duda no es de nuestra incumbencia! -¡Vamos, señorita Kate, no sea injusta conmigo! -dijo Sandham-. Sabe usted muy bien -añadió bajando la voz- que sus palabras tienen mucha importancia para mí, pero el mar estaba muy quieto esta mañana y la verdad es que no hay otro lugar donde un nadador pueda disfrutar del baño. ¿Sabe usted nadar, señor Mortiboy? -Sí, señor -replicó dicho caballero-. Lo cierto es que me las apaño bastante bien. He tomado lecciones en la piscina de Peerless y en los baños de Holborn y soy buen nadador. Pero no me gusta. No me divierte demasiado eso que la gente llama absurdamente «deportes viriles». Hace veinte años, a los jóvenes les gustaba conducir carruajes; ahora no se me ocurre nada más aburrido que empuñar unas riendas de cuero y conducir cuatro caballos cansados, sentado en un duro pescante y escuchar la conversación de un caballero sin educación. No monto, porque detesto dar saltitos arriba y abajo en una dura silla de montar y pelarme la piel; no juego ; al críquet porque cuando hace calor me gusta estar fresco y tranquilo y no fatigarme corriendo a pleno sol; y, en cuanto a , salir a cazar y recorrer kilómetros y kilómetros por el rastrojo en septiembre cargando con una pesada escopeta hasta agotarme, ¡me parece cosa de locos! ¡Soy un hombre práctico! -¡Desde luego que sí! -dijo Kate, mientras se rezagaba con el señor Sandham y dejaba que el hombre práctico y su hermana, Ellen, los guiaran de vuelta a casa. No es necesario detallar los dichos y hechos de John Mortiboy durante los días siguientes. Baste con decir que pasó la mayor parte de ellos con la familia Barford, y que a fuerza de disertar sobre lo que era y dejaba de ser práctico y de criticar todo lo que no fuese totalmente útil desde el punto de vista mercantil -incluyendo, en cierta medida, el arte, la poesía, la música y los afectos domésticos- logró ganarse la

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enemistad absoluta de las dos damiselas e incluso agotar el aprecio que le profesaba la señora Barford. Al quinto día de producirse la intrusión de aquel sujeto totalmente incongruente en la sociedad de Villa Albion, Ellen y Kate salieron a pasear justo después del desayuno con la esperanza de esquivar la visita de su perseguidor y se dirigieron a la colina del castillo. La noche había sido tempestuosa, y desde su ventana habían visto que el mar estaba muy movido, así que no les sorprendió encontrar a un pequeño grupo de personas en lo alto de la loma que contemplaban la roca de St. Catherine, una enorme masa granítica en cuya cima había unas ruinas antiguas y en torno a la cual, cuando quedaba aislada con la marea alta, la corriente formaba siempre peligrosos remolinos. Pero cuando se unieron al grupo, en el que había varios amigos suyos, descubrieron que estaban observando, con un interés entreverado de temor, las evoluciones de un nadador que había dado la vuelta a St. Catherine y se dirigía a la orilla. -No lo conseguirá -dijo el capitán Calthorp, un capitán de dragones retirado que, tentado por los precios asequibles, se había instalado en Penethly-, no lo conseguirá, Dios mío. ¡Sí! Así se nada, señor; si sigue así, lo logrará. -¿Quién es? -preguntó el teniente de guardacostas que estaba a su lado-. ¿Lo conocemos? -¡Es imposible saberlo a esta distancia! -respondió el capitán Calthorp-, aunque se parece a..., ¡espere! En la torre hay uno de sus hombres con un catalejo, ¡hágale venir! -¡Eh! ¡Morgan! -gritó el teniente. -¡Sí, señor! -respondió el hombre en el acto, aunque sin dejar de mirar por el anteojo. -¡Baje aquí el catalejo! -¡Sí, señor! –Y a los dos minutos el viejo guardacostas estaba junto al oficial. Saludó y le entregó el catalejo, pero al hacerlo añadió en voz baja-: Que Dios ayude a ese caballero, ¡está perdido! ¡Ah!, mírelo, pobre hombre, no hay quien lo salve. -¡Qué! -gritó el teniente, llevándose el catalejo a la cara-. ¡Dios mío, tiene usted razón!, está en un mal sitio, y... ¡caramba!, si es ese artista, ¡el amigo de los Barford! -¿Quién? -chilló Kate, corriendo-. ¿Quién ha dicho que es, señor Lawford? ¡Por el amor de Dios, sálvenlo! ¡Sálvelo, señor Lawford! ¡Sálvelo, capitán Calthorp!

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-Mi querida señorita -respondió este último caballero-, estoy seguro de que Lawford no sabía que se encontraba usted aquí, de lo contrario... -No es momento de andarse con ceremonias, capitán Calthorp -repuso Ellen-. ¡Por el amor de Dios, hagan algo por salvar al... de mi hermana... al señor Sandham! -Mi querida señorita Barford -respondió Lawford, que había estado cuchicheando con Morgan-, me temo que ya nadie puede ayudar a ese desdichado. Antes de que podamos bajar a la playa y botar un bote, con lo alta que está la marea... -¡La corriente lo habrá arrastrado al otro lado de St. Catherine y a mar abierto! -¡Oh, ayúdenle! -gritó Kate-. ¡Oh, qué cruel y cobarde! ¡Ayúdelo, señor Lawford! -Alzó las manos implorando al teniente-. ¡Oh, señor Mortiboy! -exclamó, al ver a dicho caballero que subía andando lentamente por la colina con Beppo detrás de sus talones-. ¡Por el amor de Dios, salve al señor Sandham! -Que... ¿salve al señor Sandham...? Pero, señorita, no acabo de comprender... empezó el señor Mortiboy, mirando vagamente hacia donde indicaban sus manos extendidas; luego exclamó-: ¡Dios mío! ¿Es él? ¡Allí! ¡Allí abajo! -¡Sí! -susurró Ellen Barford-, ¡sí! Dicen que la corriente lo habrá arrastrado antes de que consigan botar un bote... ¡afirman que está perdido! -¡Nada de eso! ¡Al menos todavía! -replicó Mortiboy, excitado pero sin alterarse-. Mientras hay vida hay esperanza, señorita B., y aún podemos... ¡Ven aquí, Beppo! ¡Vamos, chico! ¡Ven! ¡Buen muchacho! -El perro acudió dando saltos en torno a su amo-. ¡Eh! ¡No! ¡Aquí no! ¡Allí, allí! ¡Mira, chico! -Lo agarró del collar y señaló el lugar donde la cabeza de Sandham era apenas una mota en el agua-. ¿Lo ves, muchacho? Dios mío, lo ha visto -dijo al oír que el perro soltaba un grave gruñido y se quedaba inmóvil-. Vamos, chico, ¡corre!, ¡al agua, Beppo! Buen perro, ahí va. El perro salvó la cerca de un salto, bajó por la resbaladiza pendiente y saltó al mar. Por un momento lo perdieron de vista y luego reapareció y empezó a nadar hacia el hombre en apuros. De vez en cuando los remolinos lo arrastraban con la corriente, pero, aun así, el valiente can perseveró; los espectadores contuvieron el aliento al verlo acercarse a la mota negra, que se hacía más pequeña con cada segundo que pasaba y se alejaba más y más de la orilla. Pero Beppo avanzó ayudado por la corriente y llegó a la altura de Sandham justo a tiempo de que el hombre, exhausto, le pasara el brazo por el cuello y notase los dientes del animal en sus hombros. Todos lo vieron desde la orilla y Kate Barford se desmayó.

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Pero la tarea estaba hecha sólo a medias: el perro dio la vuelta y luchó valientemente por llegar a la orilla, pero ahora tenía la corriente en contra y le entorpecía su carga. Luchó y luchó, pero el avance era muy lento y cada centímetro que ganaba era a costa de una intensa lucha y de un enorme esfuerzo. -¡Dios mío! No lo conseguirá -exclamó el teniente Lawford con el catalejo en el ojo, y al oírlo, el viejo Morgan murmuró entre dientes: «Tenemos que ayudarle cueste lo que cueste», y corrió pendiente abajo hacia un bote de recreo que estaba varado en la arena. -¡Voy con usted, amigo! -gritó John Mortiboy-. No sé gobernar un bote, pero puedo remar con fuerza. -Y siguió al viejo lo mejor que pudo. Llegaron al bote, lo arrastraron hasta la orilla, donde Mortiboy subió a bordo. El viejo Morgan lo arrastró con el agua por la cintura y luego subió también. Empezaron a remar, Morgan con un ritmo firme y continuo, Mortiboy con fuertes sacudidas que tan pronto empujaban la proa del bote a un lado como al otro, entonces el viejo Morgan se volvió y gritó: -¡Está perdido! Los dos se están hundiendo. Mortiboy miró también, estaban todavía a una distancia de diez veces el bote y tanto el perro como el hombre estaban desapareciendo. -Todavía no -gritó, y en un instante se quitó la levita negra y las botas de agua y saltó al mar con tanta nobleza como lo había hecho su perro. Unas cuantas brazadas lo llevaron junto a Sandham, lo agarró del pelo y luchó valientemente con las olas; el perro, al reconocer a su amo, pareció cobrar fuerzas de flaqueza y el trío siguió a flote hasta que el viejo Morgan los subió uno a uno a bordo. Cuando llegaron a la orilla, todo Penethly estaba en la playa vitoreándolos: sacaron del bote al señor Sandham, que se había desvanecido, aunque se recuperaría, y le dieron un buen vaso de grog al señor Mortiboy, que estaba temblando como una hoja de álamo, y que recibió más calor de la cálida presión de la mano de Ellen Barford mientras le susurraba: «¡Dios le bendiga, señor Mortiboy!» que del grog, aunque se lo bebió, como si le reconfortara mucho. En cuanto a Beppo, no sé lo que habrían hecho por él los pescadores, pero se negó a apartarse de Sandham. Cuando trasladaron al artista a sus alojamientos, el perro metió el hocico en su mano y no se marchó hasta que lo dejaron a salvo en su cama. El señor Sandham estuvo, según sus propias palabras, «muy bien» al día siguiente, pero el señor Mortiboy, poco acostumbrado a hacer ejercicio y a la

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humedad, cayó enfermo y pasó en cama varias semanas, y en mi opinión no habría salido de ésta de no haber sido por los cuidados y atenciones de las tres enfermeras de Villa Albion. Ellen fue la más constante y regular de las tres, y el paciente parecía mejorar a ojos vista a su cuidado. -Está haciendo progresos, Kate -le dijo una noche a su hermana-. Es un buen paciente. Como él mismo diría, es un hombre muy práctico. -Gracias a Dios que lo es, Nell -respondió Kate con lágrimas en los ojos-. ¡Piensa en lo que hizo por nosotras!

Desde entonces han pasado tres años, comandante, y un grupo familiar va a reunirse en una enorme habitación cuadrada construida como una especie de excrecencia a una preciosa villa de Kensington. Será el estudio del señor Sandham, miembro de la Real Academia de Arte. Pero, como el cemento y la escayola fraguan con extraordinaria lentitud (¿y dónde no es así, comandante?), el señor Sandham, miembro de la Real Academia de Arte, llegado de Gales para tomar posesión, ha alojado al grupo en la excelente pensión de la no menos excelente señora Lirriper, y él, el propietario del citado estudio, está fumando una pipa con un valeroso comandante, y acariciando con el pie el lomo áspero y rizado de su perro Beppo, que está tumbado delante del fuego. La señora Sandham, de soltera Kate Barford, está bordando un vestido de bebé, y pide de vez en cuando el consejo de su hermana, que está cosiendo un gorrito. (Así es, comandante. No les diga que yo se lo he contado.) -¡Qué tarde llega John hoy, Ellen! -dice la anciana señora Barford, desde su sitio junto a la chimenea. (¿La oye usted, comandante?) -Siempre ocurre lo mismo en Navidad, mamá -responde Ellen. (Ahí está, comandante)-. Desde que murió el tío Crump, el trabajo de John se ha triplicado, y todo depende de él, ¡pobrecito! -Llegará tarde a la cena, Nelly -replica Sandham. (Disculpe, comandante.) -¡No, Ned! -grita una voz alegre desde la puerta, cuando aparece John Mortiboy-. De eso nada. Nunca llego tarde a ninguna cosa buena. ¿No sabe que soy un hombre práctico? -¡El señor Mortiboy, comandante Jackman, el señor Mortiboy!

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DE CÓMO EL TERCER PISO CONOCÍA LA REGIÓN DE LAS ALFARERÍAS AMELIA EDWARDS Soy un hombre sencillo, comandante, y tal vez no le desagrade oír mi versión de los hechos. Muchos escapan a mi comprensión. No pretendo explicarlos. Sólo sé que ocurrieron tal como se lo cuento y que respondo de la verdad de cada palabra. Los comienzos de mi vida fueron muy difíciles, allá en la región de las Alfarerías7. Quedé huérfano y mis primeros recuerdos son de una gran fábrica de porcelana de la comarca, donde trabajaba en el taller, me embolsaba cualquier moneda que cayera en mi camino y dormía en el desván que había encima del establo. Fueron tiempos arduos, pero las cosas mejoraron a medida que fui creciendo y haciéndome más fuerte, sobre todo, desde que George Barnard se convirtió en capataz del taller. George Barnard era wesleyiano -casi todos los habitantes de las Alfarerías éramos no conformistas8-, austero, de ideas claras, un tanto hosco y taciturno, pero buena persona donde las haya, y el mejor de los amigos siempre que me hizo falta uno. Me sacó del taller y me puso a trabajar en los hornos. Me anotó en los libros con un salario fijo. Me ayudó a costearme una educación cuatro noches por semana y me animó a acompañarlo los domingos a la capilla que había junto al río, donde vi por primera vez a Leah Payne. Era su novia, y tan guapa que yo olvidaba al predicador y a todos los demás nada mas verla. Cuando se unía a los cánticos, yo no oía más voz que la suya. Si me pedía el libro de himnos, me echaba a temblar y me ruborizaba. Creo que la adoraba a mi modo estúpido e ignorante, y creo que adoraba a Barnard de un modo igual de ciego, aunque un poco diferente. Tenía la sensación de que se lo debía todo. Sabía que me había salvado, en cuerpo y alma, y lo miraba como un salvaje puede mirar a un misionero.

En inglés, the Potteries: región del norte de Staffordshire, cuyo centro es la ciudad de Stokeon-Trent. Desde el siglo XVII es la principal productora de cerámica del Reino Unido. 7

El no conformismo es un término que abarca a los grupos religiosos protestantes que en el Reino Unido se distanciaron de la Iglesia anglicana. El wesleyianismo es uno de ellos y alude a los seguidores de John Wesley (1703-1791), fundador del metodismo 8

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Leah era hija de un fontanero que vivía cerca de la capilla. Tenía veinte años, y George rondaba los treinta y siete o treinta y ocho. Las malas lenguas opinaban que era demasiada diferencia de edad, pero ella era tan seria y se querían tanto, y con tanta discreción, que, si no se hubiese interpuesto nada entre ellos durante su noviazgo, no creo que nada hubiese perturbado lo más mínimo su vida de casados. No obstante, algo se interpuso; y ese algo fue un francés: Louis Laroche. Era pintor de porcelanas, de los famosos talleres de Sévres; y se decía que nuestro patrón lo había contratado por cuatro años con un sueldo al que ni el más habilidoso de nosotros podía aspirar. Llegó a principios o a mediados de septiembre. Parecía muy joven; era bajo, moreno y bien proporcionado; tenía manos finas, suaves y blancas, y un bigote sedoso, y hablaba inglés casi tan bien como yo. No nos cayó en gracia a ninguno, pero es lógico teniendo en cuenta que lo habían puesto por encima de todos los ingleses de la fábrica. Además, aunque siempre era educado y sonriente, no podíamos sino reparar en que se consideraba superior a nosotros, lo cual no resultaba nada agradable. Tampoco lo era verlo paseando por el pueblo, vestido como un caballero, cuando acababa la jornada de trabajo; ni fumando buenos cigarros puros, cuando los demás teníamos que contentarnos con una pipa de tabaco corriente; ni alquilando un caballo los domingos por la tarde, cuando nosotros teníamos que ir a pie; ni, en suma, disfrutando de la vida como si el mundo estuviese pensado para complacerlo a él y para que nosotros nos deslomáramos trabajando. -Ben, muchacho -me dijo un día George-, ese francés tiene algo que no me gusta. Era sábado por la tarde y estábamos sentados en un montón de gacetas vacías junto a la puerta del horno, esperando a que los hombres terminasen de limpiar el taller. Las gacetas son cajas de arcilla en las que se meten las vasijas para cocerlas en el horno. Alcé inquisitivamente la vista. -¿Quién, el conde? -pregunté, pues ése era el mote con que se le conocía en la fábrica. George asintió e hizo una pausa con la barbilla apoyada en la palma de la mano. -Tiene la mirada torva y la sonrisa, falsa -afirmó-. Hay algo en él que no termina de gustarme. -Me acerqué y escuché a George como si fuera un oráculo-. Además -añadió, en voz queda y con los ojos perdidos, como si estuviese pensando en voz alta-, su aspecto no es natural. Si uno no se fija bien, parece casi un niño, pero

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si se le observa con atención... ¡fíjate en los pliegues de debajo de los ojos y en esas arrugas tan marcadas en torno a la boca, y dime su edad, si puedes! Caramba, Ben, es casi tan viejo como yo, sí, y también igual de fuerte. Te has quedado de una pieza, pero té digo que por delgado que parezca podría lanzarte por encima del hombro como si fueses una pluma. Y sus manos, por muy blancas y pequeñas que sean, tienen músculos de hierro, puedes creerme. -Pero, George, ¿cómo lo sabes? -Porque me da mala espina -replicó George con solemnidad-. Porque, cada vez que lo tengo cerca, es como si lo viera con toda claridad y como si se me aguzara el oído. Tal vez sea presunción por mi parte, pero a veces pienso que es mi deber cuidarme de él y prevenir a los demás. Fíjate en los niños, Ben, cómo se apartan de su lado, y ¡míralo ahora! ¡Pregunta a Capitán lo que opina de él! Ben, al perro le disgusta tanto como a mí. Vi a Capitán acurrucado en su perrera con las orejas echadas hacia atrás y gruñendo de forma audible mientras el francés bajaba despacio las escaleras que conducían a su taller, al otro extremo de la fábrica. Al llegar al último escalón se detuvo, encendió un cigarro, miró a un lado y a otro como para asegurarse de que estaba solo, y luego se acercó un par de metros a la perrera. Capitán soltó un breve ladrido, enfadado y puso el hocico sobre las patas dispuesto a saltar sobre él. El francés se cruzó de brazos, miró fijamente al perro y se puso a fumar tan tranquilo. Sabía con exactitud hasta dónde podía acercarse y se quedó a escasos centímetros del peligro. De pronto se agachó, exhaló una bocanada de humo en los ojos del perro, soltó una risa burlona, se dio la vuelta y se alejó, dejando a Capitán tirando de su cadena y ladrando como un animal enloquecido. Fueron pasando los días, y mientras trabajaba en mi propio departamento no volví a ver al conde. Llegó el tercer domingo, creo, desde que sostuve aquella charla con George en el taller, y al ir por la mañana a la capilla con él como de costumbre, reparé en que tenía una expresión extraña y ansiosa y en que apenas me dirigió la palabra en todo el camino. Aun así, no le dije nada. No era de mi incumbencia preguntarle, y recuerdo que pensé que las nubes escamparían en cuanto estuviese otra vez junto a Leah, sujetando el mismo libro y entonando el mismo himno. Pero no fue así, porque Leah no acudió a la iglesia. Me pasé todo el tiempo mirando a la puerta, esperando ver entrar su dulce rostro, pero George no levantó los ojos del libro, ni pareció darse cuenta de que su sitio estaba vacío. Así transcurrió todo el servicio, y mis pensamientos se apartaron continuamente de las palabras del

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predicador. En cuanto nos dio su última bendición y atravesamos el umbral, me volví hacia George y le pregunté si Leah estaba enferma. -No -respondió él con aire lúgubre-. No está enferma. -Entonces, ¿por qué no ha venido... ? -Yo te diré por qué -me interrumpió con impaciencia-. Porque no volverás a verla por aquí. Ya no vendrá más a la iglesia. -¿Que no vendrá más a la iglesia? -balbucí, cogiéndolo muy sorprendido de la manga-. Pero ¿qué ocurre, George? Pero él apartó el brazo y golpeó el suelo con el tacón de hierro con lo que la acera retumbó. -No me lo preguntes -respondió con aspereza-. Déjame en paz. Ya te enterarás en su momento. Dobló por un callejón que llevaba a las montañas y me dejó sin decir una palabra más. En mi vida me habían tratado mal muchas veces, pero jamás, hasta ese momento, George me había dedicado una mirada o una palabra airada. No sabía cómo reaccionar. Ese día pensé que se me atragantaría la comida, y por la tarde salí y estuve paseando por los campos hasta que llegó la hora de las oraciones vespertinas. Volví a la capilla y me senté fuera sobre una tumba, esperando a que llegara George. Vi a la congregación entrar en grupos de dos y tres; oí resonar solemnemente el primer salmo en el silencio de la tarde, pero George no apareció. Luego empezó el servicio religioso, y supe que, con lo puntual que era, no tenía sentido seguir esperándolo. ¿Dónde podría estar? ¿Qué habría sucedido? ¿Por qué Leah Payne no iba a volver más a la capilla? ¿Se habría unido a otra iglesia, y sería ése el motivo de que George pareciera tan desdichado? Sentado en el triste cementerio, la oscuridad se cernía sobre mí, y me hice una y otra vez aquellas preguntas, hasta que me entró dolor de cabeza, pues en aquellos tiempos no estaba acostumbrado a pensar demasiado. Por fin se me hizo imposible seguir allí. Se me ocurrió de pronto que tenía que ir a ver a Leah y averiguar de sus propios labios lo que había sucedido. Me puse en pie y fui directo a su casa. Había oscurecido mucho y empezaba a caer una lluvia fina. Encontré abierta la verja del jardín y tuve la esperanza de encontrar allí a George. Me detuve un instante dudando de si llamar al timbre o golpear la puerta con los nudillos, cuando

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un ruido de voces en el pasillo y la luz que se colaba por debajo de la puerta me indicaron que alguien iba a salir. Cogido por sorpresa, y sin saber qué decir, me oculté detrás del porche y esperé a que se marchasen los que había dentro. La puerta se abrió y la luz se derramó de pronto sobre las rosas y la gravilla húmeda. -Llueve -dijo Leah, inclinándose hacia delante y protegiendo la vela con la mano. -Y hace más frío que en Siberia -añadió otra voz, que no era la de George, pero que me sonó extrañamente familiar-. ¡Uf, menudo clima para que crezca en él una flor como tú! -¿Es mucho mejor en Francia? -preguntó Leah en voz baja. -Tanto como pueda serlo un cielo azul en el que luce siempre el sol. Caramba, ángel mío, si hasta tus brillantes ojos brillarán diez veces más y tus rosadas mejillas serán diez veces más rosadas cuando te trasplante a París. ¡Ah! No sé cómo describirte las maravillas de París: ¡las amplias calles rodeadas de árboles, los palacios, las tiendas, los jardines! Es como una ciudad encantada. -¡Desde luego debe de serlo! -respondió Leah-. Y ¿de verdad me llevarás a ver todas esas tiendas tan bonitas? -Cada domingo, querida... ¡Bah!, no pongas esa cara de sorpresa. En París las tiendas siempre abren los domingos y todo el mundo tiene el día libre. Pronto olvidarás todos tus prejuicios. -Temo que esté mal disfrutar de ese modo de los placeres mundanos -suspiró Leah. El francés se rió y le respondió con un beso. -¡Buenas noches, santurroncita mía! -Y echó a correr por el sendero y desapareció en la oscuridad. Leah soltó otro suspiro, aguardó allí un momento, y luego cerró la puerta. Estuve unos segundos perplejo e inmóvil como una estatua, incapaz de moverme y apenas de pensar. Por fin me incorporé mecánicamente y me dirigí hacia la verja. En ese momento, alguien me puso una gruesa mano en el hombro y una voz áspera me dijo al oído: -¿Quién eres? ¿Qué estas haciendo aquí? Era George. A pesar de la oscuridad, lo reconocí de inmediato y balbucí su nombre. En seguida apartó la mano de mi hombro.

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-¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó muy enfadado-. ¿Es que te crees con derecho a andar acechando por ahí como un espía en la oscuridad? Dios Santo, Ben... Me estoy volviendo loco. No pretendía ser grosero contigo. -Lo sé -respondí con mucha seriedad. -Es ese maldito francés -prosiguió con una voz que parecía el gemido de un doliente-. Es un malvado. Sé que es un malvado y me ha dado mala espina desde que llegó. La hará desdichada y algún día le destrozará el corazón... ¡Mi preciosa Leah... cuánto la amaba! Pero me vengaré... tan cierto como que hay un sol en el cielo, ¡me vengaré! Su vehemencia me aterrorizó. Traté de convencerlo de que volviera a su casa, pero no quiso escucharme. -No, no -dijo-. Vete tú, chico, y déjame. Me arde la sangre: esta lluvia me vendrá bien, necesito estar solo. -Si hay algo que pueda hacer... -No -me interrumpió-. No puedes hacer nada. Soy un hombre acabado, y no me preocupa lo que sea de mí. ¡El Señor me perdone!, mi corazón está lleno de maldad y mis pensamientos los inspira el diablo. Vamos, vete... Por el amor de Dios, vete. ¡No sé qué decir o hacer! Me marché, porque no osé llevarle la contraria por mas tiempo, pero me quedé un buen rato en la esquina y lo estuve observando ir de aquí para allá bajo la lluvia. Por fin me volví a regañadientes y me fui a casa. Pasé horas despierto en la cama, pensando en lo sucedido y odiando a aquel francés con toda mi alma. No podía odiar a Leah. La había reverenciado demasiado y con gran lealtad, pero ahora me parecía una criatura al borde de la destrucción. Me dormí de madrugada y volví a despertarme , al despuntar el día. Guando llegué a la fábrica, vi que George ya había llegado, muy pálido, aunque en apariencia era el mismo de siempre, y que se dedicaba a organizar el trabajo como de costumbre. No dije nada de lo sucedido el día anterior. Algo en su semblante me lo impidió, pero, al verlo tan serio y circunspecto, cobré ánimos y empecé a albergar la esperanza de que hubiese vencido sus peores tentaciones. Al cabo de un rato llegó el francés alegre y despreocupado con el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos. George se metió en uno de los talleres y cerró la puerta. Yo solté un profundo suspiro de alivio. Temía que se produjese un enfrentamiento, y pensé que, mientras pudieran evitar eso, todo iría bien.

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Así pasaron el lunes, y el martes; y George siguió rehuyéndome. Tuve el suficiente sentido común para no ofenderme. Me daba la sensación de que estaba en su derecho de hacerlo, si el silencio le ayudaba a cargar mejor su cruz; decidí no volver a hablar del asunto a menos que empezase él. Llegó el miércoles. Esa mañana me quedé dormido y llegué un cuarto de hora tarde al trabajo convencido de que me penalizarían, pues George era un capataz muy estricto y trataba por igual a amigos y a enemigos. En lugar de regañarme, me llamó y preguntó: -Ben, ¿a quién le toca quedarse de guardia esta semana? -A mí, señor -repliqué (siempre lo llamaba «señor» en horas de trabajo). -Bien, en ese caso puedes volverte a casa, y lo mismo el jueves y el viernes, pues tenemos que cocer varias hornadas esta noche y lo mismo mañana y la noche siguiente. -De acuerdo, señor -respondí-. Estaré aquí esta tarde a las siete. -No, bastará con que vengas a las nueve y media. Tengo unas cuentas que arreglar y yo mismo me ocuparé del horno hasta entonces. Pero sé puntual. -Seré puntual como un reloj, señor -repliqué y, al darme la vuelta, volvió a llamarme. -Eres un buen muchacho, Ben -dijo-. Venga esa mano. Le estreché la mano con afecto. -Si lo soy, George -respondí de todo corazón-, es sólo gracias a ti. ¡Que Dios te bendiga! -¡Amén! -dijo él con voz preocupada, llevándose la mano al sombrero. Y así nos despedimos. Por lo general dormía de día cuando tenía que atender a una cocción de noche, pero esa mañana ya había dormido mas de la cuenta y necesitaba mas ejercicio que descanso. Así que corrí a casa, metí un poco de carne y pan en el morral, cogí mi grueso bastón y partí a pasar el día en el campo. Cuando volví a casa, había anochecido y empezaba a llover, igual que aquel funesto domingo por la tarde, así que me cambié las botas húmedas, cené pronto, dormité un poco junto a la chimenea y fui a la fábrica unos minutos antes de las nueve y media. Al llegar a la verja la encontré abierta de par en par, así que entré y la cerré. Recuerdo haber pensado que

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no era propio de George dejarla así, pero en seguida lo olvidé. Después de pasar el cerrojo, fui directo a la pequeña contaduría, donde una luz brillaba alegremente en la ventana. También allí, para mi sorpresa, encontré la puerta abierta y el despacho vacío. Entré. El umbral y parte del suelo estaban salpicados de lluvia. El libro de las nóminas estaba abierto sobre el escritorio, la pluma de George seguía en el tintero y su sombrero colgaba como siempre en el perchero del rincón. Concluí, claro, que debía de haber ido a cuidar de los hornos, así que lo seguí, cogí su sombrero y me lo llevé, pues ahora llovía de firme. Las salas de los hornos están justo al otro lado del taller. Hay tres, una enfrente de la otra, y en cada una de ellas el gran horno ocupa el centro de la sala. Dichos hornos están construidos de ladrillo y tienen una puerta de hierro en el centro y una chimenea que sale por el tejado. Las vasijas, metidas en las gacetas, se colocan en los estantes y en el proceso de cocción hay que darles la vuelta varias veces. Voltear las gacetas, controlar la temperatura y mantener el fuego encendido era mi cometido por aquel entonces, comandante. Pues bien, recorrí una tras otra las salas de hornos y las encontré todas vacías. Luego empezó a embargarme una sensación de desasosiego y me pregunté qué habría sido de George. Era posible que estuviese en alguno de los talleres, así que corrí a las oficinas, encendí una linterna y registré la fábrica de arriba abajo. Comprobé las cerraduras y me aseguré de que estuvieran cerradas como de costumbre. Me asomé a los cobertizos abiertos: todos estaban vacíos. Llamé: «¡George, George! », por todos los rincones del patio, pero el viento y la lluvia ahogaron mi voz, y nadie respondió. Obligado por fin a concluir que se había ido, devolví su sombrero a la contaduría, guardé el libro de nóminas, apagué la lámpara de gas y me preparé para mi guardia solitaria. La noche era cálida y el calor en las salas de hornos intenso. Sabía, por experiencia, que los hornos estaban sobrecalentados y que no había que meter la porcelana hasta al menos dos horas más tarde. Acerqué mi taburete a la puerta, me instalé en un rincón protegido donde me diese el aire, pero no la lluvia, y empecé a preguntarme dónde habría ido George y por qué no habría esperado hasta la hora convenida. Era evidente que había salido a toda prisa no sólo porque había olvidado su sombrero, sino porque había dejado los libros abiertos y la luz encendida. Tal vez uno de los obreros hubiese sufrido un accidente y lo hubieran llamado con tanta urgencia que no hubiese tenido tiempo de pensar en nada; tal vez volviera en cualquier momento para comprobar que todo estaba en orden antes de volverse a

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casa. Mientras le daba vueltas a aquello en mi cabeza, me fue entrando sueño, empecé a divagar y acabé quedándome dormido. No sabría decir cuánto duró esa cabezada. Ese día había andado mucho y dormí profundamente, pero me desperté de pronto embargado por una especie de terror, y, al alzar la vista, vi a George Barnard sentado en un taburete delante de la puerta del horno, con la cara iluminada por la luz de las llamas. Avergonzado de que me hubiera sorprendido durmiendo, me puse en pie de un salto. En ese momento, él se levantó también, se dio la vuelta sin mirarme siquiera y entró la habitación de al lado. -¡No te enfades, George! -grité siguiéndole-. Todavía no hay ninguna gaceta en el horno. Sabía que el fuego era demasiado fuerte y.... Las palabras se extinguieron en mis labios. Lo había seguido de la primera habitación a la segunda, de la segunda a la tercera, y en la tercera... ¡lo perdí! No daba crédito a mis ojos. Abrí la puerta del fondo que conducía al taller y me asomé, pero no aparecía por ningún sitio. Di la vuelta hasta la parte de atrás de las salas de hornos, miré por detrás de los hornos, corrí a la contaduría, lo llamé por su nombre una y otra vez, pero todo estaba oscuro, silencioso y más solitario que nunca. Luego recordé que había cerrado el pasador de la puerta de fuera y que era imposible que hubiera entrado sin llamar al timbre. Entonces empecé a dudar de mis sentidos y a pensar que debía de haberlo soñado. Volví a mi sitio junto a la puerta de la primera sala de hornos y me senté un momento para organizar mis ideas. «En primer lugar -me dije-, fuera no hay más que una puerta. Yo mismo la he cerrado por dentro, y aún sigue cerrada. En segundo lugar, lo he registrado todo y todos los cobertizos están vacíos y las puertas de los talleres siguen cerradas como siempre con llave y candado. Al llegar comprobé que George no estaba en ninguna parte y ahora no puede haber entrado sin que me haya dado cuenta. Así que ha tenido que ser un sueño. Ha sido un sueño y ya está.» Así que ajusté la linterna y fui a comprobar la temperatura de los hornos. Debo explicar que eso lo hacíamos introduciendo en ellos pequeñas bolas de arcilla normal y corriente. Si la temperatura era demasiado elevada, se agrietaban; si era demasiado baja, quedaban húmedas y pastosas; si era la adecuada, se volvían firmes y suaves y pasaban a la etapa de bizcocho. Pues bien, cogí las tres bolas, metí una en

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cada horno, esperé mientras contaba hasta quinientos, y luego pasé a ver el resultado. Las dos primeras estaban perfectas, la tercera se había roto en diez pedazos. Eso me indicó que podía meter las gacetas en los hornos uno y dos, aunque el número tres seguía sobrecalentado y debería dejarlo enfriar una o dos horas más. Llené los hornos uno y dos con nueve filas de gacetas, tres en cada estante, dejé las demás a la espera de que el número tres estuviera en condiciones; y, temiendo quedarme dormido, ahora que la cocción estaba en marcha, eché a andar de un lado a otro para seguir despierto. No obstante, hacía mucho calor en el taller y no aguanté mucho tiempo, así que volví a mi taburete al lado de la puerta y me puse a pensar en el sueño que había tenido. Cuanto más lo pensaba, más extrañamente real me parecía y mas seguro estaba de encontrarme despierto cuando vi a George levantarse y entrar en la habitación de al lado. También juraría haberlo visto pasar de la segunda habitación a la tercera, y haber seguido de cerca sus pasos todo ese tiempo. ¿Sería posible, me pregunté, que pudiera haberme puesto de pie y andado hasta allí estando dormido? Había oído hablar de gente que andaba en sueños. ¿No podría ser que yo también lo hubiera hecho y no me hubiese despertado hasta que me dio el aire fresco en el patio? La idea me pareció bastante probable y acabé apartándola de mi imaginación y pasé lo que quedaba de la noche ocupándome de las gacetas, añadiendo leña a los hornos y dando un paseo fuera de vez en cuando. En cuanto al número tres, conservó su calor de tal modo que casi era de día cuando me atreví a introducir en él las gacetas. Así fueron pasando las horas y, a las siete y media de la mañana del jueves, llegaron los hombres a trabajar. Mi turno había concluido, pero no quería irme sin ver a George, así que lo esperé en la contaduría mientras un muchacho llamado Steve Storr ocupaba mi sitio en los hornos. No obstante, el reloj avanzó de las siete y media a las ocho menos cuarto; luego, a las ocho en punto, y a las ocho y cuarto, y George seguía sin aparecer. Por fin, cuando la manecilla marcó las ocho y media, me cansé de esperar, cogí mi sombrero, corrí a casa, me acosté y dormí profundamente hasta las cuatro de la tarde. Esa noche fui a la fábrica muy pronto, pues me embargaba la inquietud y quería ver a George antes de que se marchase. Esta vez encontré la puerta cerrada y llamé para que me abrieran. -¡Qué pronto has venido, Ben! -dijo Steve Storr al dejarme entrar. -¿Se ha ido ya el señor Barnard? -pregunté atropelladamente, pues reparé al primer vistazo en que la lámpara de la contaduría estaba apagada. -No se ha marchado -respondió Steve-, porque hoy no ha venido.

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-¿Que no ha venido? -No, y lo raro es que tampoco ha estado en su casa desde que fue a cenar ayer. -Pero anoche estuvo aquí. -¡Oh, sí!, vino a revisar los libros. John Parker estuvo con él hasta las seis y media; y tú debiste de encontrártelo cuando llegaste a las nueve y media. -Negué con la cabeza-. Bueno, el caso es que aquí no está. ¡Buenas noches! -¡Buenas noches! Le quité la linterna de la mano, cerré mecánicamente la puerta tras él y me dirigí estupefacto hacia los hornos. ¿Que George no estaba? ¿Que se había marchado sin advertir a su patrón o sin despedirse de sus compañeros? No acertaba a comprenderlo. Me parecía increíble. Me senté perplejo, incrédulo, confuso. Luego vinieron las lágrimas, las dudas, las terribles sospechas. Recordé las enérgicas palabras que había pronunciado unas noches antes, la extraña calma que siguió después, mi sueño de la noche anterior. Había oído hablar de hombres que se ahogaban por amor y el turbio Severn corría cerca de allí... tan cerca que se podía arrojar una piedra en él desde algunas de las ventanas de los talleres. Era demasiado horrible. No me atreví a pensarlo. Me concentré en el trabajo para apartar de mí aquella idea; y empecé por examinar los hornos. La temperatura de todos ellos era mucho más alta que la noche anterior, pues los hombres habían aumentado el calor de forma gradual a lo largo de las últimas doce horas. Mi misión ahora era continuar aumentándolo doce horas más, después de lo cual los dejaríamos enfriar de forma no menos gradual hasta que las vasijas estuviesen lo bastante frías para sacarlas. Dar la vuelta a las gacetas y echar leña a los dos primeros hornos era mi primer cometido. Igual que en la ocasión anterior, vi que el tercero estaba mucho más caliente que los otros y lo dejé media hora o una hora. Luego salí al patio, comprobé las puertas, solté al perro y me lo llevé a las salas de hornos para que me hiciese compañía. Después dejé la linterna en un estante al lado de la puerta, saqué un libro del bolsillo y empecé a leer. Recuerdo el título del libro con toda exactitud. Era El arte de la pesca de Bowlker e incluía cinco toscos grabados con toda clase de moscas artificiales, anzuelos y otros aparejos. Pero no lograba concentrarme en él más de dos minutos seguidos y acabé dejándolo de pura desesperación, me cubrí la cara con las manos y me dejé arrastrar por una larga y absorbente sucesión de ideas dolorosas. Debió de pasar un buen rato -tal vez una hora- antes de que un sordo gañido de Capitán, que

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estaba tumbado a mis pies, me sacara de mi ensimismamiento. Alcé la vista con un sobresalto, igual que el que me había despertado la noche anterior y con el mismo terror vago vi, exactamente en el mismo sitio, y en la misma posición, con el rostro iluminado por las llamas, a ¡George Barnard! Al verlo, me embargó un temor mayor que el miedo a la muerte y la lengua pareció paralizárseme en la boca. Luego, exactamente igual que la noche anterior, se incorporó, o pareció incorporarse, y se dirigió muy despacio a la habitación de al lado. Un poder más fuerte que yo pareció impulsarme a seguirlo casi contra mi voluntad. Lo vi atravesar la otra habitación, cruzar el umbral de la tercera, avanzar directo hacia el horno y detenerse allí. Luego se volvió, por primera vez, iluminado por el resplandor de las llamas rojas que salía de la puerta abierta del horno, y me miró cara a cara. En ese mismo instante, su cuerpo y su semblante parecieron brillar y volverse transparentes, como si en torno a él y en su interior sólo hubiese fuego... y luego, arrastrado, por así decirlo, por ese mismo resplandor, ¡desapareció como absorbido por el horno! Desquiciado, solté un grito, traté de salir dando tumbos de la habitación y caí inconsciente antes de llegar a la puerta. Cuando abrí los ojos, un gris amanecer iluminaba el cielo; las puertas del horno estaban cerradas, como las había dejado en mi última ronda; el perro dormía tranquilamente a mi lado y los hombres llamaban a la puerta para entrar. Les conté mi historia de principio a fin y todos se burlaron de mí. No obstante, cuando vieron que mi relato no cambiaba lo más mínimo y, sobre todo, que George Barnard seguía ausente, algunos empezaron a tomárselo en serio, entre ellos, el dueño de la fábrica. Prohibió que vaciaran el horno, pidió ayuda a un célebre naturalista y sometió las cenizas a un examen científico. El resultado fue el siguiente: Las cenizas resultaron estar saturadas de una especie de grasa animal. Una parte considerable de ellas eran huesos chamuscados. En un rincón del horno se encontró una pieza de hierro semicircular medio fundida que, evidentemente, había sido el talón de una bota de obrero. Cerca de allí, una tibia todavía conservaba lo bastante su forma y textura originales para identificarla. No obstante, el hueso estaba tan calcinado que se hizo polvo al cogerlo. En vista de aquello, pocos pusieron en duda que George Barnard había sido vilmente asesinado y que alguien había arrojado su cadáver al horno. Las sospechas recayeron sobre Louis Laroche. Lo detuvieron, el juez de instrucción ordenó una investigación y se analizaron con detalle todas las circunstancias de la noche del

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asesinato. No obstante, por mucho que indagaron, no pudieron aclarar nada ni condenar a Louis Laroche. La misma noche de su liberación, abandonó el pueblo en el tren correo y nunca volvimos a verlo ni a saber nada de él. En cuanto a Leah, no sé qué sería de ella. Yo mismo me fui al cabo de pocas semanas, y no he vuelto a poner un pie en la región de las Alfarerías desde entonces.

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DE CÓMO UNOS NUBARRONES ENSOMBRECIERON LA BUHARDILLA CHARLES COLLINS Comandante, me ha honrado usted con su simpatía y disfrutará de mi confianza. No sólo parezco estar -como ha observado con agudeza- «ensombrecido por una nube», sino que lo estoy. Me adentré (¿habré de decir que como un globo?) en un denso estrato de nubes, que oscureció la desdichada tierra ante mis ojos, en el año mil ochocientos y pico, en un dulce verano, cuando la naturaleza, como ha indicado un ilustre poeta, luce sus mejores galas, y cuando su rostro exhibe la más encantadora y cálida de las sonrisas. ¡Ah!, ¿qué me importan a mí esas sonrisas? ¿Qué más me da el sol o el verdor? Para mí, se acabaron los veranos, pues siempre recordaré que fue en verano cuando un cáncer se abrió paso hasta mi corazón... cuando dejé de confiar en la humanidad... y cuando conocí a esa mujer... Pero me estoy anticipando. Se lo ruego, tome asiento. No me cabe duda de que tanto mi aspecto como mis palabras le habrán dado entender, comandante, a usted y a cualquiera que se fije un poco, que tengo un alma elevada. De hecho, si fuese de otro modo, ¿cómo iba a verse ensombrecida por unos nubarrones? Las almas sórdidas no se echan a perder. Para cualquiera que tenga un alma elevada como yo, la tarea de llevar las cuentas de una curtiduría (a gran escala) no puede ser más repugnante. Era repugnante, y la felicidad de disfrutar de las vacaciones que me concedían anualmente en el mes de junio -un mes poco atareado en el negocio de las pieles- era casi indescriptible. Por supuesto, siempre que llegaba la época de vacaciones escapaba invariablemente al campo para disfrutar de mis inclinaciones naturales y comulgar con la madre Naturaleza. En la ocasión particular de la que me dispongo a hablarle, estaba deseando comulgar con algo mas, aparte de aquellas cosas en las que la naturaleza desempeña su silencioso aunque elocuente papel. Estaba enamorado... ¡Ajá!... Amor... mujer... vértigo... desesperación... Le ruego que me perdone... Más vale que me calme. Estaba enamorado de la señorita Nuttlebury. Dicha señorita vivía cerca del distrito de Dartford; (a conveniente distancia de los molinos de pólvora), así qué decidí pasar mis vacaciones en el citado distrito de Dartford todavía mas distancia de los molinos de pólvora) y reserve habitaciones en cierta fonda que hay junto a la carretera.

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Conocía... o, mejor dicho, tenía relaciones de amistad con los Nuttlebury. El señor Nuttlebury, un agrimensor aficionado, era un antiguo amigo de mi padre, por lo que tenía acceso a la casa. También tenía acceso, o eso creía, al corazón de Mary, que es como se llamaba la señorita Nuttlebury. Y, si me equivocaba... ¡Ajá...!, pero estoy volviendo a anticiparme, o más bien debería decir lo contrario. Los primeros días que pasé cerca de Fordleigh, pues así se llamaba el pueblo donde vivían los Nuttlebury, no pudieron ser más felices. Pasé mucho tiempo con Mary. Salí a pasear con Mary, disfruté de la vida con Mary, contemplé la luna en compañía de Mary, y traté de interesar en vano a Mary en las sombras misteriosas que surcan la superficie de dicha luminaria. Posteriormente me dediqué a interesar a la hermosa muchacha en otras cuestiones más cercanas, en suma: en mí mismo, y me convencí de que había logrado hacerlo. Un día que pasé a visitar a la familia a la hora de comer... no por motivos rastreros, pues tenía pagados el alojamiento y la comida en la fonda, vi que estaban conversando sobre un asunto que me causó un gran desasosiego. En el momento de mi llegada, el señor Nuttlebury estaba pronunciando estas palabras: «Entonces, ¿cuándo vendrá?». (¿Él?) Escuché conteniendo el aliento, después de intercambiar los primeros saludos, y no tardé en averiguar que «él» era un primo de Mary que iba a ir a pasar unos días a Fordleigh, y cuya aparición anticipaba toda la familia con expresiones de deleite. El niño y la niña de los Nuttlebury parecían especialmente dichosos ante la perspectiva de la llegada de aquella bestia, y a mí me pareció un mal augurio. En conjunto, tuve la sensación de que se acercaba una confrontación, de que tendría menos oportunidades de conversar con mi adorada y de que seguirían la tristeza y el desánimo. Tenía razón. ¡Ay ... !, pero le ruego que me perdone... Conservaré la calma. La bestia, «él», llegó esa misma tarde, y no creo exagerar lo más mínimo si afirmo que ambos -«él» y «yo»- nos odiamos cordialmente desde el primer momento en que nos vimos. Era bajo de estatura y de aspecto taimado, una criatura que cualquier mujer con el alma elevada habría aborrecido nada más ponerle la vista encima; tenía, no obstante, un prometedor futuro por delante, pues era empleado de Aduanas, y eso le daba alas para pavonearse como si fuese miembro del Gobierno y, al hablar del país, lo hacía siempre en primera persona del plural. ¡Ay!, ¿cómo iba yo a competir con él? ¿De qué podía hablar, salvo del negocio de las pieles y de los mejores métodos para evitar las polillas? Así que, como no tenía nada que decir,

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estuve hosco, taciturno y silencioso, un estado que no ayuda precisamente a brillar en sociedad. Me daba cuenta de que no estaba brillando y eso me hizo odiar a aquel animal -cuyo repugnante nombre era Huffell- aún más cordialmente que antes. Recordar que aquella tarde no desaproveché ni una sola ocasión de contradecirle me procura un siniestro placer. Sin embargo, de un modo u otro, se las arregló para salir siempre mejor librado que yo: posiblemente porque me dedicaba a contradecirle sin más, sin pararme a pensar ni por un instante en si lo que estaba diciendo era acertado o no. Pero lo peor fue que me dio la impresión de que Mary -mi Mary- se ponía de parte de él. Los ojos se le iluminaban -o eso me parecía a mí- cada vez que él salía triunfante. Y ¿qué derecho tenía de acicalarse así por Huffell? Nunca lo había hecho por mí. «Tengo que poner fin a esto, y cuanto antes», musité para mis adentros, mientras volvía a mi fonda poseído por una intensa furia. ¡Tener que marcharme y dejarle así el campo libre! ¡Qué no estaría diciendo de mí en ese mismo momento! ¿Ridiculizándome, tal vez? Decidí aplastarlo al día siguiente, o perecer en el intento. Al día siguiente esperé mi oportunidad y pronto creí llegado el momento: -Tendremos que hacer algunos cambios sobre ese requerimiento de sir Cornelius -afirmó Huffell- o en menos de una semana habrá metido a toda su familia en el ministerio. -¿A quién se refiere con eso de «tendremos» ? -pregunté con feroz insistencia. -Pues al Gobierno -respondió fríamente. -Pero usted no forma parte del Gobierno -fue mi digna respuesta-. Cualquiera sabe que ni siquiera los altos cargos de las Aduanas tienen nada que ver con el Gobierno de la nación. Dichos altos cargos, en el mejor de los casos, sirven al Gobierno, pero no lo aconsejan, y en cuanto a los de menor rango... -Y bien, señor, ¿qué tenéis que decir de los de menor rango... ? -Que cuanto menos traten de relacionarse con sus superiores por medio del uso del «nosotros», tanto mejor para todos -respondí con mordacidad y con la frente acalorada. -Habla usted de cosas que no entiende, caballero -dijo el cobrador, o cabo de resguardo, o lo que fuese-. Todos estamos en el mismo barco. ¿Acaso nunca emplea usted el «nosotros» para referirse a la tienda de su patrón? -¿Tienda, señor?

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-¡Oh, le ruego me disculpe! -respondió en tono burlón-. ¿No es usted cajero en una tienda de pieles? ¡Una tienda! ¡Una tienda de pieles! Me habría gustado verlo... comido por las polillas. -Le diré lo que no soy, señor -estallé perdiendo el dominio de mí mismo-: no soy una persona dispuesta a soportar las impertinencias de un oscuro cabo de resguardo. -¡Cabo de resguardo! -repitió el muy animal poniéndose en pie. -Cabo de resguardo -repetí con calma. En ese momento, toda la familia Nuttlebury, que hasta entonces había dado la impresión de estar paralizada, se interpuso, unos gritando una cosa, otros chillando otra. Pero todos -incluyendo a Mary- se pusieron en mi contra y afirmaron que yo había provocado una pelea con su pariente... cosa que por otro lado no dejaba de ser cierta. Aquella desagradable situación concluyó, en pocas palabras, con la petición del señor Nuttlebury de que me fuese de su casa. -Después de lo ocurrido no tengo otro remedio que hacerlo -observé dirigiéndome a la puerta con gran majestuosidad-, pero si el señor Huffell cree que esto acabará aquí, está muy equivocado. En cuanto a ti, Mary... -proseguí, pero antes de que pudiese completar la frase, unas manos me agarraron por el cuello del abrigo y me encontré en el pasillo y con la puerta de la habitación cerrada a mis espaldas. No tardé en abandonar tan ignominiosa morada y en salir al aire libre. Poco después me hallaba sentado en mi escritorio redactando una carta para Dewsnap. Dewsnap era mi mejor amigo por aquel entonces. Estaba, como yo, en el negocio de las pieles, y era un tipo recto y honorable, valiente y muy puntilloso en cuestiones de honor. Le hice una larga narración de todo lo sucedido y le pedí su consejo. Al final de mi carta añadí que sólo la falta de un par de pistolas me impedía invitar a aquel ser indigno a un enfrentamiento hostil. Pasé el día siguiente apartado de todo el mundo, especulando sobre la respuesta de Dewsnap. Fue un día lluvioso y tuve tiempo de sobra para lamentar mi exclusión del alegre hogar de los Nuttlebury y para reflexionar en lo mucho mejor librado que había salido mi rival (quien debía de estar solazándose con las sonrisas de mi adorada) mientras yo, un solitario exilado, me veía obligado a aplastar la nariz contra la ventana de una fonda de pueblo y ver caer la lluvia por los canalones del tejado. Huelga decir que me acosté temprano y que fui incapaz de conciliar el sueño.

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No obstante, me quedé dormido a la mañana siguiente y dormí hasta muy tarde. Me despertaron de mi profundo letargo unos ruidosos golpes en la puerta y una voz que creí reconocer. -¡Eh, Shrubsole! ¡Hola, Oliver! Abre la puerta. ¡Shrubsole, menudo holgazán estás hecho! ¡Dios santo! ¿Sería posible? ¿Era la voz de Dewsnap? Me levanté, abrí la puerta y volví a meterme en la cama. Sí, era mi amigo. Entró tan erguido, vigoroso y enérgico como de costumbre. Dejó una bolsa de tela junto a la puerta y se adelantó para saludarme sosteniendo una extraña caja oblonga de caoba debajo del brazo. -¿Qué demonios haces metido en la cama a estas horas? -preguntó, cogiéndome del brazo. -No he podido conciliar el sueño hasta esta mañana -respondí pasándome la mano por el entrecejo-. Pero ¿qué haces aquí? -¡Oh! Tengo unos días de vacaciones, y he venido a responder a tu carta en persona. Bueno, ¿cómo va el asunto? -No me hables -gemí-. Me ha hecho muy desdichado. Ya no sé qué hacer. No imaginas lo mucho que me gustaba esa joven. -Muy bien, pronto será tuya. Yo lo arreglaré todo -afirmó Dewsnap, con aire confiado. -¿Qué pretendes hacer? -pregunté dubitativo. -¿Hacer? ¡Sólo podemos hacer una cosa! -Tamborileó con los dedos sobre la extraña caja de caoba como si contuviera unas píldoras. -¿Qué llevas en esa caja? -pregunté. -Tengo aquí un par de pistolas -respondió orgullosamente Dewsnap- con las que casi sería un placer que te disparasen. -¿Cómo? -observé desde la cama con notable desagrado. -Dijiste que no tenías armas, así que se las pedí prestadas a un amigo mío, un armero, y las he traído conmigo. «¡Maldita sea! -pensé para mis adentros-. Sí que se ha dado prisa! ¡Mucha prisa!»

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-¿Así que, en tu opinión -añadí en voz alta-, no hay otra forma de salir de este entuerto? -Una disculpa -respondió Dewsnap, que había abierto la caja y estaba quitándole el seguro a una de las pistolas mientras me apuntaba directamente a la cabeza-, la única alternativa es una disculpa completa de la otra parte. De hecho, una disculpa por escrito. -¡Ah! -repliqué-. No creo que la otra parte esté dispuesta a disculparse. -En tal caso -respondió mi amigo alargando el brazo y apuntando a un retrato del marqués de Granby que colgaba sobre la chimenea- tendremos que meterle un balazo en el cuerpo a ese cobrador de impuestos. -«¿Y si el cobrador me mete un balazo a mí?», pensé para mis adentros. ¡Así de errático es el pensamiento!-. ¿Dónde vive ese cobrador? -preguntó mi amigo poniéndose el sombrero-. En casos como éstos no hay un momento que perder. -Espera a que me vista -refunfuñé-, y te lo indicaré. Podemos ir después de desayunar. -Ni muchísimo menos. La gente de abajo me dirá dónde encontrarlo. ¿Dices que se llaman Nuttlebury? Habré vuelto antes de que hayas empezado el desayuno. Salió de la habitación antes de terminar de hablar y yo me quedé haciendo mis abluciones y tratando de mejorar mi apetito para el desayuno haciéndome la reflexión de que tal vez me quedasen menos desayunos por delante de los que había imaginado. Quizá lamentase un poco haber puesto el asunto en manos de mi enérgico amigo. ¡Así de errático (si se me permite decirlo otra vez) es el pensamiento humano! Esperé un rato a que volviera mi aliado, pero por fin me vi obligado a empezar sin él. Cuando casi había acabado, lo vi pasar por delante de la ventana del saloncito donde servían las comidas e inmediatamente después entró en la habitación. -Bueno -dijo sentándose a la mesa e iniciando un vigoroso ataque a los comestibles-, es lo que había imaginado: tendremos que recurrir a los grandes remedios. -¿A qué te refieres? -pregunté.

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-Me refiero -observó Dewsnap troceando un huevo- a que la otra parte se niega a disculparse, y a que en consecuencia habrá que darle el pasaporte... Dispararle. -¡Dios mío! -repuse, ¡ablandándome, comandante, ablandándome!-. Yo no quiero hacer eso. -¿Qué es lo que no quieres hacer? Shrubsole, ¿qué pretendes decir con semejante observación? -Quiero decir que... que... ¿Es que no hay otra salida? -Mira, Shrubsole -replicó mi compañero con aire severo, suspendiendo por un momento su ataque al desayuno-, has puesto el asunto en mis manos y tendrás que dejarme seguir hasta el final, de acuerdo a las leyes del honor. Para mí es extremadamente doloroso verme implicado en semejante cuestión -no pude sino pensar que más bien parecía estar disfrutando-, pero, una vez implicado, llegaré hasta el final. ¡Vamos! Terminaremos de dar cuenta de todo esto, y luego te sentarás a redactar un desafío formal, que yo entregaré en el momento oportuno. -Dewsnap era demasiado para mí. Parecía tener siempre disponibles las mejores frases y estaba tan bien informado sobre lo que procedía hacer y decir en aquellos asuntos que no pude evitar preguntarle si se había visto envuelto antes en alguno-. No -dijo-, no, pero creo tener una especie de aptitud natural. De hecho, siempre he tenido la impresión de que si tuviese que organizar los detalles de un asunto de honor, me sentiría en mi elemento. -¡Qué no darías por ser el protagonista, en lugar de desempeñar un papel secundario! -exclamé con cierta maldad por mi parte, pues la presteza de Dewsnap me resultaba un tanto ofensiva. -Al contrario, mi querido amigo. Me interesa tanto el asunto que me identifico contigo por entero, y me siento como si fuese el protagonista. -«En tal caso, amigo mío, debes de estar teniendo una sensación muy curiosa en la boca del estómago», pensé para mí. No obstante, no llegué a expresarlo con palabras. Sólo lo reseño como un ejemplo; más de la naturaleza errática del pensamiento-. Y a propósito -observó Dewsnap, metiéndose el desafío en el bolsillo y disponiéndose a partir-, he olvidado decirte que he mandado llamar a un par de amigos nuestros. -¡Un par de amigos! -repetí en tono irritado, o, mejor dicho, enfadado. -Sí, Cripps viene para acá, y Fowler, y tal vez Kershaw, si consigue escaparse. Estuvimos hablando de tu tropiezo la, noche antes de venir yo, y se mostraron tan

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interesados; pues desde el primer momento predije que todo esto terminaría en un encuentro, que van a venir a echarte una mano. ¡Cómo maldije mi propia locura al haber confiado la salvaguarda de mi honor a un amigo tan entusiasta! Cuando se marchó, muy erguido y quisquilloso, con aquel condenado desafío en el bolsillo, pensé que, desde luego, parecía sediento de sangre. Y luego los demás tipos que estaban dispuestos a venir con el expreso propósito de ver cómo le pegaban un tiro a alguien. Pues ése y no otro era su objetivo. Estaba totalmente convencido de que, si por alguna afortunada circunstancia no se producía derramamiento de sangre, mis supuestos amigos volverían a casa disgustados. Esta sucesión de ideas se vio interrumpida por la aparición al otro lado de la ventana de tres figuras humanas. Dichas figuras resultaron ser nada menos que las de los individuos cuya afición a las emociones fuertes había estado condenando con tanta firmeza en mi imaginación. Ahí los tenía: los señores Cripps, Fowler y Kershaw, sonriendo y haciéndome gestos desde el otro lado de la ventana, como idiotas vulgares y sin sentimientos. Y uno de ellos (creo que fue Cripps) fue tan brutal que adoptó la actitud supuestamente propia de un duelista, con la mano izquierda detrás de la espalda y la derecha levantada como si estuviese a punto de disparar una pistola imaginaria. Entraron directamente en la sala, vulgares y ruidosos, riendo y carcajeándose... haciendo comentarios sobre cómo me veían, preguntándome si había hecho testamento, lo que les dejaba a cada uno de ellos, y comportándose de un modo calculado para agriar la dulzura de la bondad humana. ¡Cómo se divirtieron! Cuando se enteraron de que Dewsnap había partido en son de guerra y que podía volver en cualquier momento con la fatídica respuesta, sólo les faltó relamerse. Se sentaron y se quedaron mirándome y de vez en cuando uno de ellos decía, con una risita grave: «¡Eh, muchacho! ¿Cómo te encuentras?». Cuando Dewsnap regresó con la funesta noticia de que el desafío había sido aceptado y de que habían acordado el encuentro para las ocho de la mañana del día siguiente, casi sentí un horrible alivio. Los muy rufianes disfrutaron del día como nunca. Les alegraba tanto lo que iba a suceder al día siguiente que servía de acicate para todo lo que hacían. Aguzaba su apetito, estimulaba su sed, impartía un encanto añadido al juego de bolos con el que se entretuvieron toda la tarde. La velada la consagraron a disfrutar de la buena camaradería. Dewsnap, después de pasar un rato engrasando los gatillos de las pistolas, apuntó que las armas estaban en tan buenas condiciones que «podrían

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volarle a alguien la cabeza casi sin que se diera cuenta». Hizo esta observación tan inhumana justo cuando nos despedíamos antes de retirarnos a dormir. Pasé la mayor parte de las horas de oscuridad escribiendo, cartas de despedida a mis parientes y redactando un epigrama para Mary Nuttlebury con la esperanza de amargarle lo que le quedara de vida. Luego me tumbé en la cama -que no era precisamente cómoda y estaba llena de bultos- y hallé por unas horas el olvido que estaba buscando. Fuimos los primeros en llegar al campo del honor. Del hecho fue necesario hacerlo, pues aquellos tres feroces anabaptistas, Cripps, Fowler y Kershaw, tenían que esconderse en sitios desde donde pudieran ver sin ser vistos; pero incluso después de ocultarlos y de que se cumpliera la hora fatídica tuvimos que esperar tanto tiempo que empecé a albergar la vaga esperanza -el temor, quiero decir- de que a mi adversario le hubiese sobrecogido súbitamente el pánico y hubiese huido en el último momento, dejándome a cargo de la situación con una incruenta victoria. Oímos voces y unas risas -¡unas risas!- justo cuando estaba considerando la perspectiva de escapar honorablemente de mi peligrosa situación. Un momento después, mi antagonista, todavía charlando y riendo con alguien que lo seguía de cerca, saltó el torniquete de una valla junto al campo en que estábamos esperándolo. Sonriendo con descaro, preguntó a su testigo, que era el aprendiz de boticario del pueblo, si se le daba bien sanar heridas de bala. Justo en ese instante ocurrió un incidente que ocasionó un leve retraso. Uno de los anabaptistas -Cripps-, a fin de ocultarse lo mejor posible y tal vez también de no exponerse a recibir un tiro, había optado por subirse a un árbol desde donde veía perfectamente el campo de acción, pero no tuvo la precaución de elegir bien su posición y confió su peso a una rama que se reveló incapaz de sostenerlo. En consecuencia, sucedió que, justo cuando los testigos empezaban con los detalles preliminares, y durante una pausa terrible, el desdichado Cripps cayó con estrépito al suelo, donde quedó sentado al pie del árbol en un indigno estado de postración. Después se produjeron un revuelo y una confusión inauditos. Mi oponente, al descubrir que había una persona escondida observando lo que hacíamos, concluyó, como es lógico, que podía haber más. Procedió a registrar de inmediato la zona, con el resultado de que descubrió a mis otros dos amigos, que se vieron obligados a salir humillados y abatidos de su escondrijo. Mi adversario no quiso ni oír hablar de librar un duelo en presencia de un público tan numeroso, por lo que se decidió -con gran satisfacción por mi parte- la expulsión de los tres brutales anabaptistas del campo del

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honor. La pinta que tenían al retirarse por el sendero en fila india fue la más abyecta que he visto en toda mi vida. Una vez despachado este pequeño inconveniente, faltaba el gran asunto del día, y se hizo necesario resolver aún muchas deliberaciones. Había opiniones para todos los gustos acerca de hasta el más nimio de los detalles relacionados con nuestras mortíferas operaciones. Se discutió el número de pasos que debían separar a los combatientes, la longitud de dichos pasos, la forma correcta de cargar las pistolas, el mejor modo de dar la señal de disparar... prácticamente todo. Pero lo que más me repugnó fue la frivolidad de mi oponente, que parecía tomárselo todo a risa y se burlaba con desdén de todo lo que se hacía o decía. «¿Tan afortunado se cree -me pregunté- que se comporta con tamaña puerilidad cuando está a punto de arriesgar la vida?» Por fin concluyeron todos los preliminares, y el señor Huffell y yo nos plantamos desafiantes el uno frente al otro a una distancia de tan sólo doce pasos. El muy animal seguía sonriendo y, cuando le preguntaron por última vez si estaba dispuesto a disculparse, soltó una carcajada. Habíamos dispuesto que uno de los testigos, el de Huffell, de hecho, contaría uno, dos y tres, y que al oír la palabra «tres» los dos dispararíamos (si podíamos) al mismo tiempo. Mi corazón estaba tan oprimido en aquel momento que creí que debía de haber reducido su tamaño a la mitad y me sentí muy ligero como si fuese muy alto, igual que ocurre después de sufrir un ataque de fiebre. -¡Uno! -gritó el boticario, y la palabra fue seguida de una larga pausa-. ¡Dos! -¡Alto! -gritó una voz, que reconocí como la de mi adversario-, tengo algo que decir. Me volví, y vi que el señor Huffell había arrojado al suelo su pistola y había abandonado el lugar asignado. -¿Qué tiene usted que decir, señor? -preguntó con severidad el inexorable Dewsnap-. Sea lo que sea, ha escogido un momento muy poco oportuno para hacerlo. -He cambiado de opinión -dijo el señor Huffell con voz lacrimosa-, creo que batirse en duelo es un pecado y acepto disculparme. Por mucho que me sorprendiera esta declaración, no pude sino reparar en que al boticario no parecía afectarle.

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-¿Acepta disculparse? -preguntó Dewsnap-. ¿Renuncia a sus pretensiones sobre la dama? ¿Está dispuesto a expresar su profunda contrición por las expresiones insolentes que dedicó a mi amigo? -Lo estoy -fue su respuesta. -¡Piense que tendrá que ponerlo todo por escrito! -estipuló mi inflexible amigo. -Lo tendrán todo por escrito -repuso la voz contrita. -En fin, es un caso de lo más extraordinario y que nos satisface poco -afirmó Dewsnap volviéndose hacia mí-. ¿Qué debemos hacer? -Nos satisface poco, pero supongo que tendremos que aceptar sus disculpas respondí con aire displicente y despreocupado. Mi corazón volvió a henchirse en ese mismo instante. -¿Por casualidad alguien lleva consigo útiles de escritura? -preguntó mi testigo en un tono nada conciliador. Sí, el boticario llevaba y se los entregó al momento: un cuaderno de notas de gran tamaño y una pluma de tinta indeleble. Mi amigo Dewsnap dictó una disculpa abyecta y humillante, y el vencido y abochornado Huffell la puso por escrito. Cuando añadió su firma al documento, éste ocupaba una hoja completa del libro de notas. Arrancó la hoja y se la entregó a mi representante. En ese momento oímos el lejano campanario del pueblo dar las nueve. El señor Huffell se sobresaltó, como si el día estuviese más avanzado de lo que había imaginado. -¿Está todo en regla? -preguntó-. En tal caso, no hay nada que nos retenga en un lugar tan poblado por recuerdos dolorosos. Caballeros, les deseo muy buenos días a ambos. -Buenos días, señor -respondió Dewsnap con sequedad-, y permítame añadir que tiene usted motivos para considerarse un joven muy afortunado. -Crea usted que lo hago -repuso aquel vil desgraciado. Y con esas palabras se despidió y desapareció al otro lado de la valla, seguido muy de cerca por su compañero. Una vez más, me pareció oír que la pareja se echaba a reír nada más cruzar el seto. Dewsnap me miró y yo lo miré a él, pero no supimos cómo interpretar aquello. Era totalmente inexplicable que un hombre llegara al punto de tener el dedo

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en el gatillo de la pistola, esperase a que el testigo estuviese a punto de dar la señal de disparar y luego se viniese abajo de un modo tan lamentable. Sin duda era, coincidimos mi amigo y yo, la muestra de cobardía más desdichada que habíamos presenciado jamás. Otra cuestión en la que estuvimos de acuerdo era que habíamos salido de aquel asunto con un honor y una gloria que pocas veces consiguen los hombres en esta época tan práctica y poco novelesca. Y ahora, hete aquí al vencedor y a sus amigos reunidos en torno a la pequeña mesa del comedor de la taberna Jorge y el Dragón para celebrar su triunfo con un desayuno en cuya preparación debieron de utilizarse todos los recursos de dicho establecimiento. La ocasión no pudo ser más solemne. Admito que fue un momento glorioso para mí. Mis partidarios, lógicamente orgullosos de su amigo y deseosos de celebrar debidamente los sucesos de la mañana, me invitaron a su coste. Aquellos amigos del alma dejaron de ser mis invitados y yo me convertí en el suyo. Dewsnap presidía sentado en un sillón -estilo Windsor-, yo me senté a su derecha, mientras que al otro extremo de la mesa, que no quedaba muy lejos, otro sillón de estilo Windsor daba acomodo a la persona del señor Cripps. Las viandas que nos sirvieron desafiaban toda descripción, y una vez dimos cuenta de ellas y la presidencia pidió una botella de champán, nuestra hilaridad rozó lo escandaloso. Mi propia alegría, no obstante, se veía refrenada por una idea que ni siquiera por un momento se apartó de mi cabeza. ¿Acaso no tenía un motivo secreto de alegría que el champán no podía aumentar ni disminuir? ¿No había abdicado formalmente mi rival y yo iba a presentarme ese mismo día ante Mary Nuttlebury como un hombre que había arriesgado la vida por su causa? Sí. Esperé con impaciencia el momento en que mis buenos amigos se marchasen y decidí que, en cuanto se fuesen, iría a tomar posesión del campo tan ignominiosamente abandonado por mi rival y disfrutaría de los frutos de mi victoria. La voz de mi amigo Dewsnap me sacó de aquellas reflexiones. No obstante, no era el amigo quien hablaba, sino el maestro de ceremonias. El señor Dewsnap empezó observando que nos habíamos reunido en una ocasión y en unas circunstancias de peculiarísima -casi podría haber dicho anómalanaturaleza. Para empezar, estaban celebrando una reunión social... no, una reunión jovial, a las diez de la mañana. He aquí una primera anomalía. Y ¿para qué se había concertado dicha reunión? Para celebrar un acto que podía incluirse entre las proezas normalmente asociadas a una época pasada, y no a aquella en la que un destino inexorable había condenado a vivir a la presente generación. He aquí la segunda anomalía. Sí, eran anomalías, pero ¡qué anomalías tan deliciosas! ¡Ojalá hubiese más!

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La moda actual -prosiguió el señor Dewsnap- era despreciar la práctica del duelo, pero él, por su parte, siempre había tenido la sensación de que había circunstancias en la vida en que recurrir a las armas podía hacerse necesario... y aun inevitable si uno era quisquilloso en cuestiones de honor, por lo que en su opinión era de decisiva importancia que la práctica del duelo no cayera del todo en desuso, sino que pudiera recurrirse a ella de vez en cuando, como había ocurrido en... en... en suma, en la presente ocasión. En ese momento, curiosamente, se oyó un amortiguado griterío en la distancia. Provenía, sin duda, de la garganta de algunos muchachos del pueblo, y pronto se apagó. No obstante, bastó para hacerle perder el hilo a nuestro maestro de ceremonias, que se vio obligado a seguir por otros derroteros. -Caballeros -dijo el señor Dewsnap-, confío en que sepan disculparme si las palabras no salen de mis labios con la fluidez que quisiera. Para empezar, amigos míos, estoy profundamente conmovido, y eso basta para privarme de la elocuencia de la que podría hacer gala en otro momento. Del mismo modo, debo reconocer con franqueza que no estoy acostumbrado a hablar en público a las diez de la mañana, y que la luz del día me desconcierta. Sin embargo -prosiguió la presidencia-, no veo por qué ha de ser así. ¿Acaso no se celebran en pleno día los banquetes de boda? ¿Y no se pronuncian discursos con motivo de tales ocasiones? Y, después de todo, ¿por qué no íbamos a considerar esta comida, hasta cierto punto, un banquete de boda? Parecen ustedes sorprenderse, caballeros, al oír esta pregunta, pero díganme, por favor, si el acontecimiento que vamos a celebrar, el evento de esta mañana, no ha sido el primer acto de un drama que todos esperamos que termine en boda... La boda de nuestro noble y valiente amigo... Curiosamente, justo cuando nuestro presidente pronunció estas palabras, volvió a oírse el mismo griterío que habíamos oído antes, aunque ahora mucho más fuerte. Y, no menos curiosamente, las campanas de la iglesia del pueblo, que no estaba muy lejos de allí, se pusieron a repicar con alegría. Aquello no nos concernía, pero no dejaba de ser curioso. La atención del público del señor Dewsnap empezó a distraerse y sus miradas, de cuanto en cuando, se desviaban hacia la ventana. La atención del propio señor Dewsnap también empezó a divagar y una vez más pareció perder el hilo de lo que estaba diciendo. -Caballeros -volvió a empezar, decidido como el buen orador que era a sobreponerse a cualquier intromisión-, estaba diciendo que esta alegre comida era, en cierta medida y a modo de figura retórica, una especie de banquete nupcial, y, en

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cuanto mis labios pronunciaron esas palabras, ¡hete aquí que las campanas de la iglesia del pueblo empiezan a repicar! Caballeros, es casi sobrenatural. Lo considero un buen augurio, y como tal hemos de tomarlo... Las campanas sonaron frenéticamente, y los gritos se hicieron más audibles. -¡Y como tal hemos de tomarlo! -repitió el señor Dewsnap-. Caballeros, no me sorprendería si esto fuese una ovación ofrecida a nuestro noble y valiente amigo. Los lugareños han oído hablar de su noble y valerosa conducta y acuden a la fonda para ofrecerle sus humildes felicitaciones. Era cierto que los lugareños se dirigían hacia la fonda, pues sus voces cada vez se oían con mas fuerza. Todos empezamos a inquietarnos ante la elocuencia del presidente y, cuando por fin el ruido de unas ruedas que se aproximaban a toda prisa se añadió a los vítores y el repicar de las campanas, no lo soporté más y corrí hacia la ventana seguido por todos los presentes, incluido el presidente. Un carruaje tirado por dos caballos pasó rápidamente por debajo de la ventana. Comandante, casi me repugna contárselo. Había un postillón en el caballo más cercano y en su chaqueta había... ¡Ay ...! Discúlpeme, se lo ruego... un recuerdo de boda. Era un carruaje abierto, y en él iban sentadas dos personas: una era el caballero que había pronunciado aquella humilde disculpa no hacía ni una hora; la otra era Mary Nuttlebury, que, si había de dar crédito al testimonio de mis sentidos, acababa de convertirse en Mary Huffell. Los dos se rieron al verme en la ventana y me lanzaron un beso mientras se alejaban. Me puse frenético. Aparté a un lado a mis amigos, que en vano trataron de sujetarme. Salí corriendo a la calle. Grité a los del carruaje. Gesticulé. Corrí tras ellos. Pero ¿para qué? Todo había concluido. El mal estaba hecho. Tuve que volver a la fonda, convertido en objeto de burla del rudo e ignorante populacho. No sé nada mas. Ignoro lo que fue de mí, cómo pagué la cuenta en la fonda, cómo me marché de allí. Sólo sé que ahora me ensombrecen irremediablemente unos nubarrones; que mis viejos compañeros y mis antiguas costumbres me resultan odiosas; y que incluso mi anterior alojamiento me parecía tan insoportable, pues el mobiliario estaba impregnado de recuerdos dolorosos, que me vi obligado a marcharme e instalarme en otro sitio. Así es, señor, como llegué a ocupar estas habitaciones y, si el testimonio de un desdichado como yo ha de servir de algo, debo decir que no tengo motivos para lamentar haberme mudado de residencia y que considero a la señora Lirriper una persona excepcional, con un único defecto: ser una mujer.

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DE CÓMO LA PLANTA BAJA AÑADIO UNAS PALABRAS CHARLES DICKENS Tengo el honor de llamarme Jackman. Y considero un orgulloso privilegio pasar a la posteridad gracias al niño más extraordinario que ha vivido jamás -que responde al nombre de JEMMY JACKMAN LIRRIPER- y a mi valiosa y respetabilísima amiga, la señora Emma Lirriper, del 81 de la calle Norfolk, en el Strand, condado de Middlesex, en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. No me corresponde a mí describir la alegría con que recibimos a ese niño adorado y extraordinario con motivo de sus primeras vacaciones de Navidad. Baste con decir que cuando entró corriendo en la casa con dos espléndidos sobresalientes (en Aritmética y Buen Comportamiento), la señora Lirriper y yo nos abrazamos emocionados, y lo llevamos de inmediato a ver una pantomima con la que los tres nos divertimos mucho. Y no es por rendir homenaje a las virtudes de la persona mejor y más honrada de todas las de su sexo -a quien por respeto a su inconsciente valía designaré aquí sólo con las iniciales E. L.- por lo que añado estas palabras al montón de papeles con el que nuestro sumamente extraordinario muchacho se ha declarado tan satisfecho, antes de volver a guardarlo en la vitrina de cristal que hay a la izquierda de la pequeña estantería de la señora Lirriper. Tampoco lo hago por imponer el nombre del viejo, caduco y oscuro Jemmy Jackman, antaño (para su deshonra) cliente de la pensión Wozenham, y desde hace tiempo (para elevación de su alma) huésped de la pensión Lirriper. Si fuese conscientemente culpable de semejante muestra de mal gusto, sería sin duda un ejemplo de supererogación, ahora que dicho nombre lo ostenta JEMMY JACKMAN LIRRIPER. No, tomo la humilde pluma para dedicar unas palabras a nuestro sorprendente y extraordinario muchacho y, dentro de mis limitaciones, trazar un agradable esbozo de la imaginación de ese niño tan querido. Dicho retrato tal vez le interese cuando sea mayor. Nuestro primer día de Navidad, ahora que volvíamos a estar juntos, fue el más feliz de nuestra vida. Jemmy no tuvo la boca cerrada ni cinco minutos, salvo en la iglesia. Habló cuando estábamos sentados junto al fuego, cuando salimos a pasear,

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cuando volvimos a sentarnos junto al fuego, habló sin parar durante la cena, que fue tan extraordinaria como él. La feliz primavera de su joven corazón fluía sin cesar y fertilizó (si se me permite una figura retórica tan atrevida) a mi queridísima amiga y a J. J., que ahora escribe. Estábamos los tres solos. Cenamos en la pequeña habitación de mi apreciadísima amiga y el servicio fue perfecto. Aunque en su pensión todo lo que a orden, limpieza y comodidad se refiere es siempre perfecto. Después de la cena, nuestro niño se escabulló a su antiguo asiento encima de las rodillas de mi estimada amiga, y allí, con sus castañas calientes y su copita de jerez (¡ciertamente un vino excelente!) en una silla a modo de mesa, su rostro eclipsó por completo las manzanas del plato. Hablamos de estos apuntes míos, que Jemmy ya había leído y releído por entonces, y así resultó que mi apreciada amiga observó mientras acariciaba los rizos del pequeño: -Y como tú también perteneces a esta casa, Jemmy (y mucho más que los huéspedes, puesto que naciste aquí) creo que un día de éstos tendremos que añadir tu historia a las demás. A Jemmy le centellearon los ojos al oírla y respondió: -Eso creo yo también, abuela. Luego se quedó mirando al fuego y de pronto se echó a reír como si estableciese cierta complicidad con las llamas, cruzó los brazos sobre el regazo de mi estimadísima amiga, y alzando la vista para mirarla dijo: -¿Quieres oír la historia de un chico, abuela? -Desde luego -replicó mi apreciada amiga. -¿Y tú, padrino? -Desde luego que sí -respondí yo también. -Muy bien -dijo Jemmy-, entonces os contaré una. Y nuestro extraordinario muchacho se cruzó de brazos y volvió a echarse a reír al pensar en aquel giro de los acontecimientos. Luego miró una vez mas las llamas con la misma complicidad de antes y empezó: -Érase una vez, cuando los cerdos bebían vino y los monos mascaban tabaco, no en vuestra época ni en la mía, aunque eso carece de importancia...

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-¡Pobrecito mío! -exclamó mi estimada amiga-, ¿qué ventolera le ha dado ahora? -Es poesía, abuela -replicó Jemmy rompiendo a reír-. En el colegio siempre empezamos así las historias. -Menudo susto me ha dado, comandante -dijo mi apreciada amiga abanicándose con un plato-. ¡Pensé que había perdido la cabeza! -En esa época tan extraordinaria, abuela y padrino, había un niño... no yo, sino otro... -Claro, claro -dijo mi respetada amiga-. No él, ¿lo ha entendido bien, comandante? -Claro, claro -repuse yo. -Asistía a la escuela en Rutlandshire... -Y ¿por qué no en Lincolnshire? -preguntó mi respeta amiga. -¿Que por qué no, querida abuela? Pues porque yo voy la escuela en Lincolnshire, ¿o no? -¡Ah, desde luego! -dijo mi respetada amiga-. Y no, trata de Jemmy, ¿comprende, comandante? -Pues bien -prosiguió el muchacho, encogiéndose de hombros y riendo alegremente (nuevamente en complicidad con las llamas), antes de volver a mirar el rostro de la señora Lirriper-, el caso es que estaba muy enamorado de la hija de su maestra, que era la niña más guapa que se ha visto nunca, tenía los ojos marrones y un cabello castaño con unos rizos preciosos y una voz deliciosa, toda ella era deliciosa y se llamaba Seraphina. -¿Cómo se llama la hija de tu maestra, Jemmy? -preguntó mi respetada amiga. -¡Polly! -replicó Jemmy señalándola con el dedo-. ¡Ya lo ves! ¡No me has pillado! ¡Ja, ja, ja! Después de que él y mi respetada amiga se rieran y abrazaran un rato, nuestro extraordinario muchacho prosiguió muy satisfecho: -¡Pues bien! Estaba muy enamorado. Y pensaba y soñaba con ella, le regalaba nueces y naranjas, y le habría regalado perlas y diamantes si hubiera podido permitírselas, pero con el dinero de bolsillo no le bastaba. Y su padre... ¡oh, era un tirano! Tenía constantemente a raya a los chicos, los examinaba una vez al mes, les

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enseñaba todo tipo de cosas a todas horas y se sabía todo lo que decían los libros. Así que aquel niño... -¿Tenía nombre? -preguntó mi respetada amiga. -No, no lo tenía, abuela. ¡Ja, ja!.¡Ya lo ves! ¡No me pillarás! Después volvieron a reír y a abrazarse y nuestro muchacho prosiguió: -¡Pues bien! El caso es que el niño tenía un amigo de su misma edad en aquella escuela que se llamaba (pues él sí tenía nombre), deja que me acuerde... Bobbo. -No, Bob -dijo mi respetada amiga. -Por supuesto que no -dijo Jemmy-. ¿Cómo se te ocurre, abuela? ¡Bueno! Aquel chico era el amigo más listo, valiente, guapo y generoso que se pueda tener, y estaba enamorado de la hermana de Seraphina, y ella estaba enamorada de él. Todos se hicieron mayores. -¡Dios santo! -exclamó mi respetada amiga-. Si que han crecido rápido. -Todos se hicieron mayores -repitió nuestro niño riendo de buena gana-, y Bobbo y aquel chico partieron a caballo dispuestos a hacer fortuna. El caballo lo consiguieron en parte por un favor y en parte por una ganga; es decir, entre los dos habían ahorrado siete libras y cuatro peniques, y los dos caballos, que eran árabes, costaban mucho más, pero el hombre dijo que aceptaría aquel dinero para hacerles un favor. ¡Pues bien! El caso es que hicieron fortuna y volvieron al colegio muy ufanos con los bolsillos repletos de oro, suficiente para toda una vida. Llamaron a la puerta de los padres y los visitantes (no a la puerta trasera), y, cuando respondieron al timbre, gritaron: «¡Es como si fuese la escarlatina! ¡Todo el mundo vuelve a casa por tiempo indefinido!». Y luego se oyeron muchos gritos y besaron a Seraphina y a su hermana: cada cual a su enamorada, y no a la otra, claro, y castigaron inmediatamente al tirano. -¡Pobre hombre! -dijo mi respetada amiga. -Castigado de inmediato, abuela -repitió Jemmy tratando de adoptar una expresión severa y rompiendo a reír-, y no le darían nada de comer más que la comida de los alumnos, y tendría que beber medio barril de su cerveza cada día. Luego hicieron los preparativos para las dos bodas, y llevaron cestas, tarros, dulces, nueces y sellos de correos y toda clase de cosas. Y tan contentos estaban que dejaron salir al tirano y él también se alegró mucho.

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-Me alegro de que le permitieran salir -dijo mi respetada amiga-, porque al fin y al cabo no había hecho más que cumplir con su deber. -¡Oh, pero también se había excedido un poco! -gritó Jemmy-. ¡Bueno! Y entonces el chico montó en su caballo con su novia en brazos y galopó y galopó hasta llegar a cierto sitio donde tenía una abuela y un padrino... que no erais vosotros dos, ¿eh? -No, no -respondimos los dos. -Y allí lo recibieron muy contentos y él les llenó el armario y la estantería de oro y cubrió de oro a su abuela y a su padrino porque eran las dos personas más buenas y cariñosas del mundo. Y mientras estaban sentados cubiertos de oro hasta las rodillas, oyeron llamar a la puerta de la calle, y quién iba a ser sino Bobbo, también a caballo y con su novia en brazos, y qué había ido a decirles, sino que alquilaría para siempre (al doble del valor del alquiler) todas las habitaciones que no necesitaran el chico, la abuela y el padrino, ¡y que todos vivirían siempre juntos y serían felices! ¡Y así fue, y nunca terminó! -Y ¿no discutieron nunca? -preguntó mi respetada amiga, mientras Jemmy se sentaba en su regazo y la abrazaba. -¡No! Nunca discutieron. -Y ¿no se les acabó el dinero? -¡No! Nunca habrían podido gastarlo todo. -Y ¿no envejecieron? -¡No! Ninguno de ellos envejeció jamás. -Y ¿tampoco murió ninguno? -¡Oh, no, no, no, abuela! -exclamó nuestro queridísimo niño, apoyando la mejilla en su pecho y acercándose a ella-. Nadie murió nunca. -¡Ay, comandante, comandante! -dijo mi respetada amiga sonriéndome con benevolencia-, ésta supera todas nuestras historias. ¡Terminemos con la historia del muchacho, comandante, pues es la mejor de todas! Y de acuerdo con la petición de la mejor de las mujeres, la he anotado aquí tan fielmente como me lo han permitido mis habilidades y mis buenas intenciones y la suscribo ahora con mi nombre.

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J. JACKMAN Habitaciones de la planta baja Pensión de la señora Lirriper

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LA HERENCIA DE LA SEテ前RA LIRRIPER

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LA SEÑORA LIRRIPER CUENTA CÓMO ATRAVESÓ DIVERSAS DIFICULTADES Y EL CANAL DE LA MANCHA CHARLES DICKENS ¡Ah! Qué agradable es sentarme en mi sillón, querida, y eso que aún tengo palpitaciones de subir y bajar escaleras, sólo los constructores saben por qué siempre colocan las escaleras de la cocina en los rincones, pero no creo que dominen del todo su oficio ni que lo hayan hecho nunca, de lo contrario que me expliquen a qué viene tanta monotonía y por qué las casas no tienen más comodidades y menos corrientes de aire, o, sin ir más lejos, por qué ponen siempre capas de escayola tan gruesas, cosa que en mi opinión sólo sirve para retener la humedad, o por qué instalan las chimeneas de los tejados al tuntún como sombreros olvidados en una fiesta sabiendo tanto como yo, o aun menos, el efecto que eso ejercerá sobre el humo, pues o bien lo enviará directamente a tu garganta o bien lo retorcerá un poco antes de que llegue a ella. Y lo que yo digo siempre al ver esas nuevas chimeneas metálicas con toda suerte de formas (hay una hilera de ellas en la pensión de la señorita Wozenham, un poco más abajo, al otro lado de la calle) es que sólo sirven para que el humo adopte formas artificiales antes de que te lo tragues y, puestos a eso, prefiero tragarme el mío sin mas, al fin y al cabo, el sabor es el mismo, por no hablar de lo vanidoso que resulta colocar carteles encima de la casa para alardear del modo en que uno se mete el humo en el cuerpo. Al estar aquí contigo, querida, en mi propio sillón, en la silenciosa habitación de mi pensión en el número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, Londres, a medio camino entre la City y St. James -suponiendo que todo siga en su sitio con esos hoteles que se hacen llamar pequeños y que el comandante Jackman llama enormes, que crecen con astas de bandera cuando ya no pueden llegar más alto, mi opinión de esos monstruos es que prefiero el rostro franco de un casero o una casera cuando llego de viaje a una placa de latón con un número electrificado que por su propia naturaleza no puede alegrarse de verme y que hay que apretar para que te suban a donde no quieres ir como si fueses un barril de melaza en el puerto para luego tener que quedarte allí telegrafiando en vano con los instrumentos más ingeniosos para que te rescaten-, decía, querida, que al estar aquí contigo es innecesario decir que sigo regentando una pensión y que espero morir dedicada al mismo negocio y que el cura tenga a bien pronunciar unas palabras en St. Clement's Danes y luego que me

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entierren en el cementerio de Hatfield donde descansaré otra vez junto a mi pobre Lirriper, polvo al polvo y cenizas a las cenizas. Tampoco te descubriré nada nuevo, querida, si te digo que el comandante sigue siendo parte de las habitaciones de la planta baja igual que el tejado forma parte de la casa, y que no hay niño mejor ni más listo que Jemmy, a quien siempre le hemos ocultado la cruel historia de su joven, hermosa y desdichada madre, la señora Edson, abandonada en el segundo piso y muerta en mis brazos, por lo que está convencido de que soy su abuela y él, un huérfano. Aunque lo de los trenes, desde que él y el comandante se aficionaron a fabricar locomotoras con sombrillas, cacerolas de hierro y bobinas de hilo, que descarrilan, caen sobre la mesa y hieren a los pasajeros casi de tanta gravedad como las de verdad, es realmente sorprendente. Y cuando le digo al comandante: «Comandante, ¿no podría usted ponernos en comunicación de algún modo con el maquinista?», él replica muy ofendido: «No, señora, eso es imposible», y cuando respondo: «Y ¿por qué no?», el comandante alega: «Es competencia exclusiva de los empleados del servicio ferroviario, señora, y de nuestro amigo el Muy Honorable Vicepresidente de la Junta de Comercio» , y créeme, querida, que el comandante escribió a Jemmy a la escuela para consultarle la respuesta que debían darme, antes de que pudiera sacarle siquiera aquellas respuestas tan poco convincentes, porque cuando empezaron con las maquetas y con todas esas señales tan hermosas e impecables (que por lo general funcionan tan mal como las auténticas) y les dije riéndome: «Y ¿cuál será mi función en esta empresa, caballeros?», Jemmy me echó los brazos al cuello y me dijo brincando de alegría: «Tú serás el público, abuela», y en consecuencia abusaron de mi paciencia cuanto quisieron y yo tuve que quedarme rezongando en mi sillón. Querida, no me corresponde a mí decir si es que un hombre tan inteligente como el comandante no puede dedicarse a algo a medias -ni siquiera aunque se trate sólo de un juego- y debe consagrarse enteramente a ello o si hay algún otro motivo, pero el caso es que supera con mucho a Jemmy en la seriedad con que se ha implicado en la gestión de la Línea de la Planta Baja del Gran Norfolk de la Sociedad de Ferrocarriles Lirriper & Jackman. «Pues -dijo mi Jemmy con los ojos brillantes cuando la bautizaron- debemos ponerle un nombre muy rimbombante, abuela, o nuestro estimado público -y el muy granuja me besó- no querrá confiarnos su dinero.» Así que el público compró las acciones -diez a nueve peniques, e inmediatamente después, doce acciones preferenciales a un chelín con seis peniquesy Jemmy las firmó todas y el comandante las contrafirmó, y, dicho sea entre nosotras, fue un dinero mejor empleado que el de otras acciones que he comprado en mi vida.

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En esas mismas vacaciones, se construyó la línea, empezó a funcionar, se hicieron viajes, se produjeron colisiones, reventaron las calderas y aconteció toda clase de accidentes y contratiempos, todos ellos muy correctos e interesantes. El sentido de la responsabilidad del comandante como jefe de estación al estilo militar, querida, cuando pone en marcha el tren con un poco de retraso y toca una de esas campanitas que se compran con el cubo de carbón que lleva a cuestas el carbonero, ciertamente le honra, pero, cuando lo veo de noche escribiendo su informe mensual, para enviárselo a Jemmy a la escuela, acerca del estado de los vagones y la vía y demás (está todo en el aparador del comandante, que le quita el polvo con sus propias manos cada mañana antes de embetunarse las botas) lo veo muy concentrado y preocupado y frunce el ceño de un modo temible. Pero es que el comandante no hace nada a medias como testimonia el placer con que sale de paseo con Jemmy, cuando lo tenemos aquí, con una cadena y una cinta métrica y ambos proyectan qué sé yo qué mejoras en la abadía de Westminster y la demolición de no sé cuántas calles por decreto parlamentario. ¡Que no se llevarán a cabo hasta que, Dios mediante, Jemmy se dedique a esa profesión! Hablar de mi pobre Lirriper me ha traído a la memoria a su hermano pequeño, el doctor, aunque no estoy segura de en qué pueda serlo, salvo en licores, pues Joshua Lirriper no tiene ni idea de física, ni de música, ni de derecho, pese a que constantemente recibe citaciones del juzgado y órdenes de detención y tiene que darse a la fuga, y una vez lo detuvieron en el pasillo de esta misma casa, con el paraguas y el sombrero del comandante y se identificó, todavía sobre el felpudo, como sir Johnson Jones, K.C.B.9, con domicilio en los cuarteles de la Guardia Montada. En dicha ocasión, había entrado apenas un minuto antes, a pesar de que la criada le pidió que esperara fuera cuando él le entregó un trozo de papel arrugado que más parecía un alegrador para encender velas que una nota, y en el que me daba a escoger entre prestarle treinta chelines o ver sus sesos esparcidos por el establecimiento, insistiéndole en que era urgente y requería respuesta. Querida, me asustó tanto imaginar los sesos de una persona de la misma sangre que mi pobre y querido Lirriper desparramados por el linóleo, que, por muy poco que mereciese mi ayuda, salí de mi habitación para preguntarle cuánto quería por comprometerse a no hacerlo jamás, y entonces fue cuando lo encontré custodiado por un par de caballeros a quienes, si no se hubieran identificado como policías y a juzgar por lo mullido de su apariencia, yo habría tomado más bien por un par de colchoneros. «¡Saque sus Knight Commander Of The Order Of The Bath, una de las más altas condecoraciones del Imperio británico 9

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cadenas, señor -le dijo Joshua al mas menudo de los dos, que era el que llevaba el sombrero más grande-, cierre mis grilletes!» ¡Imagina mis sentimientos cuando lo veía ya recorriendo esposado la calle Norfolk y á la señorita Wozenham asomada a la ventana! «¡Caballeros -les espeté trémula y casi a punto de desmayarme-, tengan la bondad de llevarlo a las habitaciones del comandante Jackman!» Así que lo condujeron a sus habitaciones y, cuando el comandante vio que llevaba puesto su sombrero, que Joshua Lirriper había cogido al pasar delante del perchero con la intención de hacerse pasar por militar, se encolerizó tanto que se lo quitó de la cabeza de un manotazo y lo envió de una patada al techo donde dejó una marca que duró mucho tiempo. -Comandante -dije yo-, serénese y recomiéndeme qué hacer con Joshua, el hermano pequeño de mi difunto Lirriper. -Señora -respondió el comandante-, mi consejo es que le procure usted alojamiento y comida en un molino de pólvora y le dé usted una buena propina al propietario cuando explote. -Comandante -repliqué-, como cristiano que es usted, no puede estar hablando en serio. -Señora -repuso el comandante-, ¡Dios sabe que así es! Lo cierto es que el comandante, a pesar de todos sus méritos y de su corta estatura, es un hombre muy apasionado y tenía muy mala opinión de Joshua a raíz de otros roces anteriores, aparte de las libertades que se había tomado ahora con sus cosas. Cuando Joshua Lirriper oyó semejante conversación se volvió hacia el hombrecillo del sombrero grande y le dijo: -¡Vamos, señor! Devuélvame a mi triste mazmorra. ¿Dónde está la paja mohosa? Querida mía, al imaginarlo cubierto de cadenas, como el barón Trenck en el libro de Jemmy10, me sentí tan abrumada que prorrumpí en lágrimas y le dije al comandante: -Comandante, coja mis llaves y arréglelo todo con estos caballeros o no volveré a conocer un momento de felicidad. Y lo cierto es que tuvimos que hacerlo varias veces, antes y después, aunque hay que recordar que Joshua Lirriper tiene Se refiere a las Memorias de los barones austrohúngaros Franz (1711-1747) y Frederick (17261794) Trenck, primos y militares que habían sido traducidas al inglés por Thomas Holcroft (1745-1809) 10

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buenos sentimientos, como demuestra el hecho de que se sienta siempre tan afligido cuando no puede vestir luto por su hermano. Hace ya muchos años que dejé de vestir mis hábitos de viuda, pero no puedo resistirme a la ternura de Joshua cuando escribe: «Un simple soberano me permitiría vestir un traje decente en recuerdo de mi tan querido hermano. Le prometí en el momento de su triste fallecimiento que siempre vestiría luto en su memoria, pero ¡ay!, qué cortos de vista somos, ¿cómo va a cumplir ese voto quien no tiene ni un penique?». Dice mucho en favor de la fuerza de sus sentimientos que, cuando falleció mi pobre Lirriper, él apenas tuviera siete años y le honra haber cumplido siempre su promesa. Pero ya se sabe que todos tenemos un lado bueno -aunque sea tan difícil encontrarlo en algunas personas- y, pese a que fuese muy poco delicado por parte de Joshua manipular los sentimientos de nuestro niño querido cuando lo enviamos a la escuela, y escribirle a Linconlshire pidiéndole que le enviara su dinero de bolsillo por correo, como así hizo, sigue siendo el hermano pequeño de mi pobre Lirriper, y tal vez no fuese su intención marcharse sin pagar de la posada de Salisbury Arms cuando su afecto lo llevó a pasar quince días cerca del cementerio de Hatfield y también es posible que no hubiese bebido de no haber sido por las malas compañías. En fin, si el comandante le hubiera mojado con la regadera que guardaba en su habitación sin que yo lo supiera, creo que, sintiéndolo mucho, el comandante y yo habríamos tenido unas palabras. Sin embargo, querida mía, no lamento tanto como tal vez debería lamentar que mojara al señor Buffle por error, y en un momento de ofuscación, pese a que, en casa de la señorita Wozenham, pudieran malinterpretarlo pensando que no podíamos rendir cuentas al señor Buffle, que era recaudador de impuestos. No sé si Joshua Lirriper logrará abrirse camino en la vida, pero oí decir que había interpretado a un bandido en un teatro privado11 sin que el director le hiciese ninguna oferta. Ya que hablamos del señor Buffle, he aquí un ejemplo de cómo pueden encontrarse cosas buenas en personas de quienes no las esperaríamos, pues es innegable que los modales del señor Buffle en el ejercicio de sus funciones no eran agradables. Una cosa es recaudar y otra mirarla a una como si sospechase que se llevara las cosas por la puerta trasera en plena noche, los impuestos son inevitables, pero las sospechas son voluntarias. También hay que decir que es normal que un caballero del temperamento del comandante no soporte que le hablen con una pluma en la boca, y, aunque no sé si me irrita más tener en casa a una persona que no se quita el sombrero bajo y de ala ancha o tener a una que no se quita cualquier otro Los teatros privados eran teatros en los que los aficionados pagaban por interpretar un papel con la esperanza de llamar la atención de algún empresario que pudiera contratarlos. 11

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sombrero, puedo comprender las razones del comandante, quien, por otro lado, sin ser malvado o vengativo, es un hombre que recuerda las ofensas pasadas, como ha hecho siempre con Joshua Lirriper. Así que, querida, el comandante se la tenía guardada al señor Buffle, y eso me preocupaba mucho. Un día, el señor Buffle llamó secamente a la puerta dos veces y el comandante salió disparado a recibirle. -Soy el recaudador y vengo a cobrar los impuestos de los dos últimos trimestres -dijo el señor Buffle. -Aquí los tiene usted -respondió el comandante y le hizo pasar a esta misma habitación. Pero, de camino, el señor Buffle lo miró con suspicacia y el comandante se encendió y le preguntó-: ¿Acaso ha visto usted un fantasma, caballero? -No, señor -respondió el señor Buffle. -Es que ya he reparado antes -replicó el comandante- en que parecía usted buscar un espectro bajo el techo de mi respetada amiga. Cuando encuentre usted a ese ser sobrenatural, tenga la bondad de indicármelo, señor mío. -El señor Buffle miró perplejo al comandante y luego se volvió hacia mí e hizo un gesto con la cabeza-. La señora Lirriper, caballero -añadió el comandante montando en cólera y presentándome con un ademán. -Es un placer conocerla -respondió el señor Buffle. -¡Ejem...! ¡Jemmy Jackman, señor! -dijo el comandante presentándose a sí mismo. -Encantado de conocerle en persona -repuso el señor Buffle. -Jemmy Jackman, señor mío -continuó el comandante moviendo la cabeza de lado a lado con una especie de furia obstinada-, tiene el honor de presentarle a su muy apreciada amiga, esta señora aquí presente, Emma Lirriper del número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, Londres, condado de Middlesex, del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. Con ocasión de lo cual, señor mío, Jemmy Jackman le quita a usted el sombrero. -El señor Buffle miró su sombrero, que el comandante le había tirado al suelo, lo recogió y volvió a ponérselo-. Señor mío -dijo el comandante poniéndose muy colorado y mirándole directamente a la cara-, debe usted dos trimestres de galantería y el recaudador ha venido a cobrarlos. -Dicho lo cual, y puedes creer mis palabras, querida, el comandante volvió a tirarle el sombrero al suelo. -Esto es... -empezó el señor Buffle muy enfadado y con la pluma en la boca, cuando el comandante, cada vez más furioso, le espetó:

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-¡Quítese la pluma de la boca, señor! ¡O por el maldito sistema de impuestos del país y hasta la última cifra de la deuda nacional, que me subiré a su espalda y montaré en usted como en un caballo! Y no me cabe duda de que así lo habría hecho, pues incluso había empezado a arquear las piernas dispuesto a abalanzarse sobre él. -Esto es un asalto -replicó el señor Buffle quitándose la pluma de la boca- y lo llevaré a usted a los tribunales. -Señor mío -repuso el comandante-, si es usted un hombre honorable, recaudador de deudas de honor, podrá obtener una satisfacción en cualquier momento preguntando por el comandante Jackman en las habitaciones de la planta baja. Cuando el comandante miró airado al señor Buffle diciendo aquellas palabras tan elocuentes, querida, literalmente deseé tener una cucharita de sales volátiles disuelta en una copa de agua, y exclamé: -Por favor, caballeros, no sigan por ese camino, ¡se lo ruego y suplico! Pero el comandante se limitó a resoplar cuando se marchó el señor Buffle, y no hay palabras en el Diccionario de Johnson para describir el efecto que eso produjo en mi sistema sanguíneo cuando, al día siguiente de la visita del señor Buffle, el comandante se acicaló y se puso a andar calle arriba y abajo tarareando una tonada con un ojo casi tapado por el ala del sombrero. Dejé la puerta entornada y me aposté detrás de las persianas del comandante con el chal puesto, dispuesta a salir corriendo y gritando con todas mis fuerzas en cuanto intuyese algún peligro, y a coger del cuello a mi huésped hasta quedar exhausta y que alguien llegara a separarlos. No llevaría ni un cuarto de hora detrás de las cortinas cuando vi al señor Buffle acercarse con sus libros en la mano. El comandante también reparó en su presencia y tarareó más fuerte al verlo llegar. Se encontraron en la verja del jardín. El comandante se quitó el sombrero con mucha ceremonia y dijo: -El señor Buffle, ¿no es así? El señor Buffle también se quitó el sombrero con mucha ceremonia y respondió: -Así me llamo, caballero. -¿Tiene usted algún recibo para mí, señor Buffle? -preguntó el comandante. -Ninguno, caballero -respondió el señor Buffle.

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Luego, querida, los dos se saludaron con una reverencia muy solemne y orgullosa y se despidieron y después, cada vez que el señor Buffle tuvo que pasar a cobrar, él y el comandante se encontraban y saludaban delante de la verja de un modo que me recuerda mucho a Hamlet y al otro caballero de luto antes de matarse el uno al otro, y ojalá dicho caballero hubiese sido más justo e, incluso aunque hubiera sido menos educado, no hubiese recurrido al veneno. La familia del señor Buffle estaba mal vista en el barrio, pues cuando se es propietaria de una casa, querida, no es natural sentir afecto por el recaudador de impuestos, y además la gente opinaba que un faetón tirado por un solo caballo no justificaba que la señora Buffle se diese tantos humos, sobre todo habiéndolo robado con unos impuestos que a mí misma me parecían tan injustos. El caso es que estaban mal vistos y reinaba cierta infelicidad doméstica en la familia, consecuencia de la aspereza con que ambos se trataban el uno al otro y con la que trataban también a la señorita Buffle, a causa de las atenciones que dicha señorita dedicaba al joven aprendiz del señor Buffle, y se murmuraba que acabaría tísica o que entraría en un convento, por lo extremadamente delgada e inapetente que estaba y por los dos caballeros bien afeitados con pañuelos blancos al cuello que la miraban desde la esquina cada vez que salía con unos chalecos que parecían mandiles negros. En esa situación estaba el señor Buffle cuando una noche me despertó un grito espantoso y un olor a quemado, y al asomarme a la ventana vi toda la calle iluminada por un resplandor. Por suerte, teníamos dos habitaciones vacías y, justo antes de que pudiera correr a vestirme, oí al comandante que llamaba a la puerta de la buhardilla mientras gritaba: «¡Vístanse! ¡Fuego! ¡No se asusten! ¡Fuego! ¡Tengan calma! ¡Fuego! ¡No pasará nada! ¡Fuego!», con voz estentórea. Al abrir la puerta de mi dormitorio iba dando tumbos y me cogió entre sus brazos. -Comandante -dije sin aliento-, ¿dónde es el fuego? -No lo sé, mi querida señora -respondió el comandante-, ¡fuego! Jemmy Jackman la protegerá mientras le quede sangre en el cuerpo... ¡Fuego! Si nuestro querido niño estuviese en casa, cómo disfrutaría con esto... ¡Fuego! -Y todo lo dijo muy animoso y tranquilo, aunque cada vez que gritaba «¡Fuego!» yo me estremecía de pies a cabeza. Bajamos corriendo al salón, asomamos la cabeza por la ventana y el comandante preguntó a un arrapiezo insensible que daba brincos encantado como si estuviese a punto de partirse de risa: -¿Dónde es el fuego? El arrapiezo respondió sin detenerse:

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-¡Menuda guasa! El viejo Buffle le ha pegado fuego al edificio para que no descubriesen que no pagaba sus impuestos. ¡Hurra! ¡Fuego! Y luego vimos volar las pavesas y el humo y oímos el crepitar de las llamas, los chorros de agua, el ruido de los coches de bomberos, los golpes de las hachas, los cristales rotos y la gente que llamaba a las puertas; los gritos, los chillidos, las prisas y el calor me produjeron unas palpitaciones terribles. -¡No se asuste, mi querida señora! -exclamó el comandante-. ¡Fuego! ¡No hay por qué alarmarse por el... fuego! No abra la puerta de la calle hasta que yo vuelva... ¡Fuego! Iré a ver si puedo serles de ayuda... ¡Fuego! Está usted cómoda y tranquila, ¿no? ¡Fuego, fuego, fuego! En vano traté de sujetarlo y de decirle que corría hacia una muerte segura si se acercaba a los coches de bomberos... que el esfuerzo de bombear lo mataría... que moriría con los pies helados en el agua sucia y el barro... que lo aplastaría un tejado al desplomarse... Estaba decidido y salió corriendo casi sin aliento detrás de aquel arrapiezo, y las criadas y yo nos apiñamos en la ventana del salón contemplando las terribles llamas por encima de las casas al fondo de la calle, pues el señor Buffle vivía a la vuelta de la esquina. Poco después, vimos a un grupo de gente que corría hacia nuestra casa y al comandante que daba instrucciones muy atareado, luego a otro grupo de gente y por fin, transportado en una silla como si fuese Guy Fawkes12, ¡al señor Buffle envuelto en una manta! Querida, el comandante hizo que llevaran al señor Buffle a nuestros escalones, lo metieran en el salón y lo sentaran en el sofá, y luego él y los demás volvieron a salir a toda prisa sin decir palabra, dejando sólo una estela y al señor Buffle, que tenía una pinta terrible envuelto en su manta con los ojos desorbitados. En un abrir y cerrar de ojos volvieron todos con la señora Buffle envuelta en otra manta, la metieron en el salón y la dejaron en el sofá, luego volvieron a salir y volvieron a entrar con la señorita Buffle envuelta en otra manta, y luego volvieron a salir y a entrar con el joven aprendiz del señor Buffle envuelto en otra manta y sujeto del cuello de dos hombres que lo llevaban cogido por las piernas, convertido en la viva imagen de esa desdichada criatura justo después de perder el combate (aunque no sé dónde se habrían dejado la silla13) y con el cabello con aspecto de recién peinado. Una

El 5 de noviembre se rememora en Inglaterra la Noche de las Hogueras, en las que se simula que se quema a Guy Fawkes (1570-1606), un conspirador católico que quiso volar el Parlamento 12

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Nueva referencia a Guy Fawkes, que fue llevado a la hoguera en una silla

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vez estuvieron todos en fila, el comandante se frotó las manos y me susurró con la mayor dulzura: -¡Ojalá nuestro querido niño hubiese estado aquí, qué bien lo habría pasado! Querida, les preparamos té caliente con tostadas y un poco de brandy con agua y una pizca de nuez moscada; al principio estaban muy asustados y desanimados, pero como lo tenían todo asegurado no tardaron en volverse más sociables. Y lo primero que dijo el señor Buffle fue que el comandante era su salvador y su mejor amigo y luego añadió: «Mi eternamente querido amigo, permita que le presente a la señora Buffle». Ella también lo llamó su salvador y el mejor de sus amigos y se mostró lo más jovial que pudo envuelta en aquella manta. Y lo mismo la señorita Buffle. El joven aprendiz estaba un poco agitado y no paraba de lamentarse: «¡Robina reducida a cenizas, Robina reducida a cenizas!». Lo que resultaba tanto más conmovedor viniendo de un joven envuelto en una manta que parecía que asomaba de una funda de violonchelo, hasta que por fin el señor Buffle dijo: -¡Robina, háblale! Y la señorita Buffle exclamó: -¡Mi querido George! Y, si el comandante no le hubiese obligado a beber un poco de agua con brandy que le hizo toser por culpa de la nuez moscada, aquello habría sido demasiado para sus fuerzas. Cuando el joven aprendiz se calmó un poco, el señor Buffle se inclinó hacia la señora Buffle, como dos bultos que se hicieran confidencias, y dijo con lágrimas en los ojos que el comandante enjugó al verlas: -No hemos sido una familia unida, seámoslo después de sobrevivir a este peligro. Tómala, George. El joven caballero no pudo sacar los brazos para tomar a la señorita Buffle, pero sus expresiones de afecto fueron muy hermosas, aunque un poco incoherentes. Y no recuerdo comida más agradable que el desayuno que tomamos juntos después de dormir un poco; la señorita Buffle preparó el té con mucha dulzura al estilo romano como se representaba antes en el Teatro de Covent Garden y toda la familia se mostró muy amable, como habían hecho desde la noche en que el comandante se plantó al pie de la escalera de los bomberos y les animó a bajar -el joven caballero con la cabeza por delante-. Y, aunque no pretendo decir que seríamos menos aficionados a pensar mal de los demás si no dispusiésemos más que de unas mantas para

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cubrirnos, sí afirmo que la mayoría nos llevaríamos mejor si no guardásemos tanto las distancias. Fíjate si no en Wozenham, un poco más abajo, al otro lado de la calle. A lo largo de muchos años me amargó por lo que sigo considerando una competencia desleal y sistemática y por la falta de parecido de su casa con la del grabado de Bradshaw, que tiene demasiadas ventanas y un umbroso roble como nunca se vio en la calle Norfolk, igual que tampoco se ha visto un carruaje tirado por cuatro caballos delante de su puerta, por lo que habría sido más decente por su parte dibujar un cabriolé. Dicha animosidad continuó amargándome hasta una tarde del pasado enero en que una de mis criadas, Sally Rairyganoo, de quien sigo sospechando que debe de ser de origen irlandés por mucho que la familia diga que es de Cambridge, de lo contrario por qué iba a fugarse con un albañil de Limerick y casarse calzada con un par de zuecos, sin esperar a que se deshinchara el ojo morado del novio, y con sólo catorce invitados y un caballo y todos peleándose sobre el techo del carruaje, ya te digo, querida, que mi animosidad contra la señorita Wozenham duró hasta una tarde del pasado enero, en que Sally Rairyganoo entró con estrépito (no se me ocurre una forma más suave de decirlo) en mi habitación dando unas zancadas que podrían o no ser típicas de Cambridge, y exclamó: -¡Hurra, señora! ¡Van a embargar a la señorita Wozenham! Querida, cuando comprendí que la tal Sally tenía razones para creer que yo me alegraría de la ruina de uno de mis semejantes, rompí a llorar y me desplomé en el sillón diciendo: -¡Me avergüenzo de mí misma! ¡Pues bien!, traté de calmarme y tomar el té, pero no podía dejar de pensar en la señorita Wozenham y en sus apuros. Hacía una tarde horrible y me levanté para ir hasta la ventana de enfrente y miré hacia la pensión de Wozenham. Entre la niebla reparé en que no podía tener un aspecto más desolador y en que no había ni una sola luz encendida. Así que por fin me dije: «Esto no puede seguir así», y me puse mi sombrero más viejo y mi chal, para no hacer ostentación del nuevo en un momento como ése, y hete aquí que me fui a casa de la señorita Wozenham y llamé a la puerta. -¿Está en casa la señorita Wozenham? -pregunté al oír abrir la puerta. Y entonces comprobé que era la propia señorita Wozenham quien la había abierto: la pobre parecía muy cansada y tenía los ojos hinchados de tanto llorar-. Señorita Wozenham -dije-, hace unos años las dos tuvimos un pequeño desacuerdo a

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propósito de una gorra de mi nieto que cayó en su patio. Yo lo he olvidado y espero que usted haya hecho lo propio. -Sí, señora Lirriper -dijo sorprendida-, olvidado está. -En ese caso, querida -repuse-, me encantaría entrar y hablar con usted. Cuando oyó que la llamaba «mi querida señorita Wozenham» rompió a llorar de un modo conmovedor y un anciano que podría haber ido mejor afeitado y llevaba un gorro de dormir con un sombrero encima, y que se excusó por haber contraído las paperas y enviado a buscar a su mujer escribiéndole una nota sobre el fuelle que tenía en la mano a guisa de escritorio, se asomó al patio de atrás y dijo: «La señora necesita unas palabras de consuelo», y luego volvió a entrar. Eso me permitió decir con aire muy natural: -¿Así que la señora necesita unas palabras de consuelo, señor mío? ¡Pues por mi vida, que las tendrá! La señorita Wozenham y yo pasamos a la habitación de enfrente, donde una luz vacilante, que daba la impresión de haber estado llorando también, chisporroteaba como si estuviera a punto de apagarse, y le dije: -¡Oh, querida, cuéntemelo todo! Ella se retorció las manos y respondió: -¡Oh, señora Lirriper, ese hombre lo ha embargado todo y no me queda ni un amigo en el mundo que pueda ayudarme con un chelín! No tiene importancia lo que una vieja parlanchina como yo le respondiera a la señorita Wozenham al oír aquello, así que, querida, en lugar de eso te contaré que habría pagado treinta chelines por llevarla a mi casa a tomar el té, pero no me atreví pensando en el comandante. Ten en cuenta que yo sabía muy bien que podía manejarlo como una de mis bobinas de hilo, y tal vez convencerlo incluso de eso, si me lo hubiese propuesto, pero los dos nos habíamos contado tantas historias sobre la señorita Wozenham que me daba vergüenza, sabía que ella había ofendido su orgullo y no el mío y además me incomodaba que la Rairyganoo pudiera sacar falsas conclusiones. Así que le dije: -Querida, si pudiera ofrecerme usted una taza de té para aclararme las ideas, tal vez entendiese mejor sus asuntos. Así que me sirvió el té y me explicó sus asuntos y resultó que todo se reducía a una deuda de cuarenta libras y... ¡fíjate!, resulta que no hay persona más recta e

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industriosa que ella y ya me ha devuelto la mitad, ¿y para qué insistir, si no vale la pena decir más? Lo que sí vale la pena es añadir que, cuando me estaba besando las manos y sujetándomelas y volviéndomelas a besar y bendiciéndome una y otra vez, yo me animé por fin y le dije: -¡Menuda vieja pomposa he sido, querida, al tomarla por una persona tan distinta! -¡Ah, pero yo también! -respondió-. ¡Qué equivocada estaba con usted! -Vamos, querida, por el amor de Dios -la animé-, ¿qué pensaba usted de mí? -¡Oh! -replicó-, pensé que no tenía usted sentimientos por alguien que llevaba una vida mísera como la mía y que nadaba usted en la opulencia. Yo respondí partiéndome de risa (y muy contenta de hacerlo, pues llevaba demasiado tiempo angustiada) -Sólo fíjese usted en mi figura y dígame si podría nadar en algún sitio. ¡Eso le hizo gracia! Nos alegramos como dos francolines (sea eso lo que sea y si es que lo sabes, querida, porque yo lo ignoro) y volví a casa muy feliz y agradecida. Pero, antes de concluir mi historia, ¡piensa en cómo malinterpreté incluso al comandante! ¡Sí! A la mañana siguiente, el comandante entró en mi cuarto con el sombrero bien cepillado en la mano y empezó: -Mi querida señora... -Y luego se puso el sombrero delante de la cara como si acabara de entrar en la iglesia. Yo me senté muy perpleja y él apartó el sombrero y volvió a empezar-: Mi estimada y apreciada amiga... -Y volvió a ocultarse detrás del sombrero. -Comandante -exclamé asustada-, ¿le ha sucedido algo a nuestro pequeño? -No, no, no -respondió el comandante-, pero la señorita Wozenham ha estado aquí esta mañana para excusarse conmigo, y por Dios que todavía no he podido quitarme de la cabeza lo que me ha dicho. -Vamos, vamos, comandante -repliqué-, ¡todavía no sabe que anoche le temí a usted y no lo tuve en tan buen concepto como debería! Así que déjese de timideces, comandante, perdóneme como el buen amigo que es y nunca volveré a hacerlo. Te dejo a ti juzgar, querida, si lo he hecho o lo haré. ¡Y qué conmovedor resulta pensar en cómo la señorita Wozenham cuidaba a su viejo y anciano padre, teniendo unos ingresos tan menguados, y en cómo mantenía a un hermano que había tenido la desdicha de ablandarse el cerebro estudiando matemáticas y a quien cuidaba como

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un alfiler nuevo en la habitación del tercer piso, que para el resto de los huéspedes era sólo un cuarto trastero, y consumía una paletilla de cordero siempre que la tenían! Y ahora, querida, te contaré lo de mi herencia, suponiendo que sigas dispuesta a prestarme tu atención, pues lo cierto es que tenía intención de ir al grano, pero una cosa lleva siempre a la otra. Estábamos en junio, un día antes de San Juan, cuando mi criada Winifred Madgers -que afirmaba ser una hermana de Plymouth14, y el hermano de Plymouth con quien se fugó hizo bien, pues nunca hubo en esta casa una joven más limpia y tiempo después pasó a visitarme con dos preciosos gemelos de Plymouth-, el caso es que un día antes de San Juan, Winifred Madgers vino a verme y me dijo: -Un caballero del consulado insiste en hablar personalmente con la señora Lirriper. Créeme, querida, que lo primero que me vino a la cabeza fueron los consolidados15 que tengo en el banco y donde guardo unos ahorrillos para Jemmy, así que exclamé: -¡Dios mío, espero que no se trate de una terrible caída! A lo que Winifred respondió: -Ese caballero no parece haber sufrido ningún daño, señora. -Hazlo pasar -repliqué yo. El buen señor, que, en mi opinión, llevaba el cabello demasiado corto, entró vestido de negro y dijo muy educadamente: -¡Señora Lirriper! Yo respondí: -Sí, señor. Tome usted asiento. -Vengo -repuso él- del consulado francés. -En seguida comprendí que no tenía nada que ver con el Banco de Inglaterra-. Hemos recibido -prosiguió el caballero, Los Hermanos de Plymouth (Plymouth Brethren) eran una secta religiosa fundada hacia 1830 en Plymouth como respuesta al excesivo formalismo de la Iglesia anglicana 14

La palabra Consols, en inglés, es la forma abreviada de Consolidated Annuities, una forma de ahorro que se creó en 1751 tras la consolidación de toda la Deuda Pública y proporcionaba un interés del 3 %. 15

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pronunciando las erres con una rara y curiosa habilidad- una comunicación de la Mairie16 de Sens que tendré el honor de leerle ahora. ¿La señora Lirriper entiende el francés? -¡Oh, ni una palabra, señor mío! -respondí yo. -La señora Lirriper no entiende. No se preocupe -afirmó el caballero-, yo traduciré. -Y con esas palabras, querida, tras leer no sé qué de un departamento y una Marie (que, Dios me perdone, hasta que llegó el comandante pensé que se trataba de Mary, y no imaginas lo perpleja que me dejó que aquella joven tuviese algo que ver con aquel asunto), me tradujo con gran esfuerzo, digno de agradecer por su parte, un montón de cosas. Á1 final, todo se reducía a lo siguiente: en la ciudad de Sens, en Francia, estaba agonizando un desconocido caballero inglés. No podía hablar ni moverse. En su habitación había un reloj de oro y un monedero con no sé cuánto dinero y un baúl con esta y aquella ropa, pero no había pasaporte ni documentos, tan sólo un mazo de naipes sobre la mesilla en el que había escrito a lápiz detrás del as de corazones: «A las autoridades: Cuando haya muerto, les ruego que envíen todo lo que tengo, como mi último legado, a la señora Lirriper, en el número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, en Londres». Cuando el caballero terminó de explicarme todo esto, de un modo mucho más metódico de lo que yo creía capaces a los franceses, pues en la época desconocía su nación por completo, puso el documento en mis manos. Y yo no entendí nada, salvo que parecía estar escrito sobre papel de envolver y estaba timbrado con unas águilas-. ¿Cree la señora Lirriper -preguntó el caballero- reconocer a su infortunado compatriota? Ya imaginarás, querida, el desconcierto que me produjo que me hablara de mis «compatriotas». -Disculpe -respondí-. ¿Tendría la bondad de hablar de un modo más sencillo? -Ese desdichado inglés al borde de la muerte. Ese compatriota afligido -repuso el caballero. -Gracias, caballero -dije-, ahora sí le entiendo. No, señor, no tengo ni la menor idea de quién pueda ser. -¿No tiene la señora Lirriper ningún hijo, nieto, ahijado, amigo o conocido en Francia?

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-Que yo sepa -respondí- no tengo allí parientes ni amigos, y desde luego ningún conocido. -Disculpe. ¿Acepta usted locataires? Querida, pensé que me estaba ofreciendo algo con sus amables modales extranjeros -rapé, pensé yo-, así que arrugué la nariz y repliqué: -No gracias, no tengo costumbre. El caballero pareció quedarse atónito y exclamó: -¡Huéspedes! -¡Oh! -repliqué riéndome-. ¡Bendito sea! ¡Sí, sí, desde luego! -Y ¿no podría tratarse de un antiguo inquilino? -aventuró el caballero-. Algún huésped a quien le perdonara usted el alquiler. ¿Le ha perdonado el alquiler a alguien? -¡Ejem! ¡Alguna vez se ha dado el caso, señor! -repuse-. Pero le aseguro que no recuerdo a ningún caballero con esa descripción a quien se lo haya perdonado. -En suma, querida, que no pudimos aclarar nada, y el caballero tomó nota de lo que le dije y se marchó. Aunque me dejó el papel que llevaba por duplicado, y cuando llegó el comandante se lo entregué y le dije-: Comandante, aquí tiene el Almanaque del viejo Moore17, con el jeroglífico completo, si quiere usted mi opinión. El comandante tardó más en leerlo de lo que yo habría imaginado, a juzgar por la labia de la que parecía estar dotado cuando atacaba a los organilleros, pero por fin terminó de leerlo y se quedó mirándome perplejo. -Comandante -exclamé-, se ha quedado usted de piedra. -Señora -repuso el comandante-, Jemmy Jackman está confuso. Resultó que el comandante había salido a buscar cierta información sobre ferrocarriles y barcos de vapor, pues nuestro niño empezaba las vacaciones al día siguiente e íbamos a llevarlo de excursión para variar. Así que mientras el comandante me miraba atónito se me ocurrió decirle:

Old Moore es el sobrenombre de Francis Moore (1657-1715), médico, astrólogo y pedagogo que publicó en 1699 un almanaque que contenía predicciones meteorológicas. Posteriormente, el nombre Old Moor’s Almanack siguió utilizándose para designar varias publicaciones populares y seudocientíficas 17

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-Comandante, ¿por qué no va a buscar en alguno de sus libros y mapas y averigua en qué parte de Francia está esa ciudad de Sens? El comandante se puso en pie, entró en sus habitaciones, hojeó unos libros, volvió y me dijo: -Sens, mi queridísima señora, está a noventa y tantos kilómetros de París. Haciendo lo que podría llamarse un esfuerzo desesperado respondí: -Comandante, iremos allí con nuestro niño. Nunca vi al comandante tan loco de alegría como al pensar en aquel viaje. Se pasó el día como el salvaje del bosque cuando leyó un anuncio en el periódico que decía algo favorable para él, y a la mañana siguiente muy temprano, muchas horas antes de que llegara Jemmy, se plantó en medio de la calle dispuesto a contarle que nos íbamos todos a Francia. El pequeño se puso tan nervioso como el comandante, hasta tal punto que tuve que decirles: «Niños, si no os portáis bien, tendré que enviaros a los dos a la cama». Y luego empezaron a limpiar el telescopio del comandante para atisbar Francia y salieron a comprar una bolsa de cuero con una correa para Jemmy y otra para llevar él el dinero como un pequeño Fortunato con su talega18. Si no hubiese comprometido mi palabra y despertado de aquel modo sus expectativas, dudo mucho que hubiera seguido adelante con la empresa, pero ya era demasiado tarde para volverme atrás. Así que, dos días después de San Juan, partimos en el tren correo matutino. Y, cuando llegamos al mar, que sólo había visto una vez en mi vida, cuando mi pobre Lirriper y yo éramos novios, pensar en que su frescor, su profundidad, la brisa y las olas llevaban ahí desde siempre y que seguirían ahí sin que casi nadie se parara a pensarlo, me obligó a ponerme muy seria. No obstante, también me sentí feliz y lo mismo les pasó a Jemmy y al comandante, y, aunque tenía la cabeza llena de aprensiones por miedo a los naufragios, pude comprobar que la panza de los extranjeros está más vacía que la de los ingleses, por lo que emiten ruidos mucho más estruendosos cuando no les prueba la mar. Pero, querida, el color azul y la liviandad y el aspecto luminoso que tenía todo, empezando por las garitas de rayas de los centinelas, los tambores resplandecientes y los soldaditos con sus cinturones y sus polainas cuando llegamos

En el cuento de Fortunato, éste se encuentra en el bosque con la diosa Fortuna, que le entrega una talega que se llena de dinero constantemente 18

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al Continente, produjeron en mí no sé qué impresión... como si la atmósfera fuese más ligera. Y, en cuanto a la comida, ni aun teniendo un cocinero y dos camareras y disponiendo del doble de dinero habría podido hacerla igual, y nada de mirarte con ojos iracundos y refunfuñar y agradecer tu visita deseando que se te atragantara la comida, sino que fueron educados, amables y atentos en todos los sentidos y todo fue muy agradable, con la salvedad de que el comandante se metió en el coleto varios vasos de vino y yo pensé que caería muerto debajo de la mesa. Y el francés de Jemmy era sencillamente adorable. Y tuvo que hablarlo muchas veces, pues, cada vez que alguien me decía una sílaba, yo respondía: «No entiendo, es usted muy amable, pero es inútil... dígaselo a Jemmy», y entonces Jemmy les hablaba de un modo encantador, y la única pega que tenía su francés es que no entendía ni una palabra de lo que le decían, por lo que apenas le servía de nada, pero en todos los demás aspectos era como si fuese nativo, y en cuanto al dominio del idioma por parte del comandante, comparándolo con el inglés, creo que le faltaba un poco de vocabulario, aunque tengo que admitir que, si no lo hubiera conocido cuando le preguntó la hora a un militar que vestía un abrigo gris, lo habría tomado por un francés nativo. Antes de ocuparnos de lo de la herencia fuimos a pasar un día en París, y te dejo juzgar a ti, querida, qué día pasamos con Jemmy, el comandante, el telescopio y el joven que rondaba a la puerta de la fonda (aunque era muy educado) y que nos acompañó para enseñarnos lo más interesante. En el viaje en tren a París, Jemmy y el comandante me hicieron pasar muchísimo miedo porque insistían en agacharse en los andenes para inspeccionar el estómago mecánico de las máquinas y en entrar y salir no sé de dónde en busca de mejoras para la Línea de la Planta Baja de la Sociedad de Ferrocarriles, pero, en cuanto llegamos a las luminosas calles una preciosa mañana, olvidaron todas sus reformas londinenses como un trabajo sin importancia y se consagraron en cuerpo y alma a París. El joven merodeador dijo: -Entonces ¿les hablo en inglés? Y yo le respondí: -Si tiene usted la bondad, joven, le agradeceré mucho el favor. -Pero al cabo de una hora, casi convencida de que tanto él como yo nos habíamos vuelto locos, le dije: Tenga usted la bondad de volver a hablar en francés, caballero -sabiendo que así ya no tendría que sufrir tratando de entenderlo, lo que fue toda una liberación. Y por otro lado no me perdía mucho más que los otros, pues reparé en que, cuando terminaba una de sus larguísimas explicaciones y yo le preguntaba a Jemmy: «¿Qué

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ha dicho, Jemmy?», él me respondía mirándolo con aire vengativo: «No se le entiende nada», y cuando volvía a describirlo de nuevo de manera aún más prolija y yo le preguntaba a Jemmy: «Bueno, Jemmy, ¿de qué se trata?»,Jemmy replicaba: «Dice que el edificio se reconstruyó en 1704, abuela». Ignoro totalmente dónde adquiriría aquel joven merodeador la costumbre de rondar así, pero el modo en que desaparecía a la vuelta de la esquina mientras desayunábamos y volvía a aparecer justo cuando nos comíamos la última migaja era ciertamente inaudito, y lo mismo con la comida y la cena; también rondaba a la puerta del teatro y a la salida de la fonda y de las tiendas cada vez que entrábamos a comprar alguna bagatela, y, en general, en todas partes y sólo me molestaba su tendencia a escupir en el suelo. Y de París poco puedo decirte, querida, sólo que es como tener la ciudad y el campo juntos, con piedra tallada y largas calles de casas muy altas y fuentes y jardines y estatuas y árboles y oro y soldados muy grandes y muy pequeños y simpáticas niñeras con blanquísimas cofias que jugaban a saltar a la comba con niños rollizos con gorritos y manteles limpios extendidos por todas partes y gente sentada a la puerta de las casas fumando y bebiendo todo el día y obras de teatro interpretadas al aire libre para los niños y tiendas que parecen salones elegantes y gente que parece entretenerse con todo tipo de cosas. Y, en cuanto a las luces chispeantes, querida, al caer la noche brillan arriba y abajo, delante y detrás y por todas partes, y la multitud de teatros y de personas y de todo lo que pueda uno imaginar es cosa de pura maravilla. Y lo único que me molestó un poco fue que, ya pagaras el billete de tren en la estación, o cambiaras dinero en una oficina de cambio, o comprases una entrada para el teatro, el caballero o la dama encargados de cobrarte estaban enjaulados (supongo que por el Gobierno) detrás de gruesos barrotes de hierro, lo que recordaba más a un zoológico que a un país libre. Bueno, lo cierto es que cuando di con mis viejos huesos en la cama esa noche y mi pequeño diablillo vino a darme un beso y me preguntó: «¿Qué opinas del maravilloso París, abuela?», le respondí: «Jemmy, me siento como si hubiesen encendido unos preciosos fuegos artificiales dentro de mi cabeza». Y al día siguiente, cuando fuimos a ocuparnos de lo de la herencia, el campo estaba tan fresco y reconfortante que descansé mucho y me sentó realmente bien. El caso es que por fin, querida, llegamos a Sens, una preciosa y pequeña ciudad con una gran catedral con dos torres en las que los cuervos entraban y salían volando de las aspilleras y con otra torre encima de una de ellas como una especie de púlpito de piedra. Y en dicho púlpito, por debajo del cual revoloteaban los pájaros,

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no sé si me creerás si te cuento que vi una mancha mientras descansaba en la fonda antes de comer y alguien me dio a entender por señas que se trataba de Jemmy, y así era. Mientras estaba en el balcón del hotel había pensado que un ángel podía posarse allí y animar a la gente a hacer el bien, pero poco sospechaba que, sin saberlo, Jemmy iba a inspirar desde aquel lugar tan alto a un habitante de aquella misma ciudad. ¡No imaginas lo bien situada que está aquella fonda! Justo debajo de las dos torres, cuyas sombras giran a lo largo del día como una especie de reloj de sol, los campesinos entran y salen del patio en sus carros y sus cabriolés con capota, y enfrente justo de la catedral hay un mercado tan pintoresco que casi parece un cuadro. El comandante y yo decidimos que, ocurriese lo que ocurriese con la herencia, aquél era el lugar indicado para pasar las vacaciones, y también acordamos no interrumpir la alegría de nuestro pequeño con la imagen del inglés, si es que todavía seguía con vida, y que haríamos mejor en ir a verlo los dos juntos pero solos. Pues tienes que comprender que al comandante le había faltado el resuello para llegar tan alto como Jemmy y había vuelto conmigo dejándolo a él con el guía. Así que, después de comer, aprovechando que Jemmy había ido a ver el río, el comandante se presentó en el Mairie y volvió poco después con un personaje de aspecto militar con espada, espuelas, tricornio, una bandolera amarilla y una serie de medallas que debían de resultarle muy incómodas. El comandante me dijo: -El inglés sigue en el mismo estado, mi querida señora. Este caballero nos llevará al lugar donde se aloja. Al oírlo, el personaje de aspecto militar se quitó el tricornio para saludarme y reparé en que se había afeitado la cabeza a imitación de Napoleón Bonaparte, aunque no se le parecía mucho. Salimos por la puerta del patio, pasamos por delante de los grandes portones de la catedral y seguimos por un callejón lleno de tiendas donde la gente charlaba de sus negocios sentada a la puerta y los niños jugaban. El personaje de aspecto militar iba delante y se detuvo en una charcutería que tenía una pequeña estatua de un cerdo sentado en la ventana y una puerta por la que asomaba la cabeza un asno. En cuanto el asno vio al personaje con aspecto militar, salió resbalando por la acera y se alejó entre un ruido de cascos por el pasaje en dirección al corral. Una vez despejada la costa, nos condujo al comandante y a mí por las escaleras hasta la puerta de una habitación en el segundo piso; era una habitación austera con el suelo cubierto de baldosas rojas y tenía las persianas de fuera cerradas para oscurecerla. En cuanto el personaje con aspecto militar abrió las persianas reparé en la torre donde

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había visto a Jemmy, aunque ahora estaba más oscura pues se estaba poniendo el sol, me volví hacia la cama que había contra la pared y vi al inglés. Había sufrido una especie de fiebre cerebral y se había quedado calvo, tenía una compresa húmeda sobre la cabeza. Lo miré con atención mientras yacía exhausto con los ojos cerrados y le dije al comandante: -No he visto esa cara en mi vida. El comandante también lo miró con mucha atención y respondió: -Yo tampoco la había visto nunca. Cuando el comandante le explicó el significado de nuestras personaje con aspecto militar, el caballero se encogió de hombros y comandante el naipe donde decía lo de la herencia. Lo había escrito en letra débil y vacilante y su letra me resultó tan desconocida como su mismo le ocurrió al comandante.

palabras al le señaló al la cama con rostro. Y lo

Aunque yaciera allí solo, el pobre desdichado estaba bien atendido, y aunque hubiese tenido alguien sentado a su cabecera no se habría dado cuenta. Le pedí al comandante que le dijera que no teníamos intención de partir inmediatamente y que volveríamos al día siguiente para velarlo. Pero también le pedí que añadiera -y moví la cabeza para subrayarlo- que los dos estábamos seguros de no haber visto aquel rostro antes. Nuestro pequeño se sorprendió mucho cuando le contamos lo ocurrido, sentados en el balcón a la luz de las estrellas, y repasó algunas de las historias de los antiguos huéspedes que había redactado el comandante, y preguntó si no sería posible que se tratase de éste o de aquél. No lo era y nos fuimos a la cama. Por la mañana, justo a la hora del desayuno, el personaje con aspecto de militar se presentó con un tintineo metálico y afirmó que el médico opinaba que, a juzgar por los síntomas, el enfermo tal vez se recuperase un poco antes del final. Así que le dije al comandante y a Jemmy: «Vosotros id a divertiros, y yo cogeré mi devocionario e iré a velarlo». Así lo hice y pasé allí varias horas rezando por él, pobre alma desdichada, hasta que, al caer el día, movió la mano. Había estado tan quieto que lo noté en cuanto se movió y me quité las gafas, dejé el libro y me incorporé para mirarlo. Tras mover una mano, movió la otra y luego hizo un gesto como quien anda a tientas en la oscuridad. Al cabo de un rato abrió los ojos, que parecían velados y siguió debatiéndose en busca de la luz. Poco a poco se le aclaró la vista y dejó de agitar las manos. Cuando se le quitó el velo de los

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ojos también se levantó el de los míos, y cuando por fin nos miramos a la cara, di un respingo y le grité apasionadamente: -¡Oh, malvado! ¡No ha podido escapar usted a sus pecados! -Pues, en cuanto sus ojos cobraron vida, reconocí al señor Edson, el padre de Jemmy, que tan cruelmente había abandonado sin casarse con ella a la joven madre que había muerto en mis brazos, pobre criatura, y me había dejado al cuidado del niño-. ¡Malvado, cruel! ¡Es usted un traidor con el alma negra! -Con las pocas fuerzas que le quedaban trató de volverse para ocultar su rostro. Su brazo cayó sobre la cama igual que su cabeza y quedó allí tendido con el cuerpo y el espíritu deshechos. ¡No concibo imagen más triste bajo el sol veraniego!-. ¡Oh, Dios misericordioso -exclamé llorando, enséñame qué debo decirle a este mortal caído! Soy una pobre pecadora y no me corresponde a mí juzgarlo. -Al alzar la vista hacia el cielo despejado, vi la torre donde Jemmy había subido más alto que los pájaros, y desde donde había contemplado aquella misma ventana; y la última mirada de su joven y hermosa madre cuando se iluminó su alma y volvió a ser libre pareció brillar desde allí-. ¡Pobre hombre, pobre hombre! -dije y me hinqué de rodillas junto a la cama-, ¡si se le ha roto el corazón y se arrepiente sinceramente de lo que hizo, todavía está a tiempo de que nuestro Salvador se apiade de usted! -Cuando acerqué el rostro, su débil mano apenas pudo moverse lo bastante para rozarme. Espero que lo hiciera arrepentido. Trató de agarrarse a mi vestido, pero sus dedos estaban demasiado débiles. Lo ayudé a incorporarse sobre los almohadones y le dije-: ¿Puede usted oírme? -Él respondió que sí con la mirada-. ¿Me reconoce? -Asintió aún con mas elocuencia-. No he venido sola. Me ha acompañado el comandante. ¿Recuerda usted al comandante? -«Sí», es decir, asintió del mismo modo que antes-. Y tampoco nosotros hemos venido solos. Ha venido con nosotros mi nieto, su ahijado. ¿Me oye usted? Mi nieto. -Los dedos hicieron otro intento de aferrarse a mi manga, pero sólo fueron capaces de reptar y volvieron a caer-. ¿Sabe quién es mi nieto? -«Sí»-. Yo quise y compadecí a su pobre madre. Cuando agonizaba le dije: «Querida, este niño es un regalo para una vieja sin hijos». Ha sido mi orgullo y mi alegría desde entonces. Lo quiero tanto como si lo hubiese criado a mis pechos. ¿Quiere ver a mi nieto antes de morir? -«Sí»-. En tal caso, deme usted a entender si ha entendido correctamente lo que voy a decirle. Él desconoce la historia de su nacimiento. La ignora totalmente. No alberga la menor sospecha. Si lo traigo aquí, a la cabecera de su cama, pensará que es usted un completo desconocido. No puedo negarle qué hay crímenes y miseria en el mundo, pero siempre le he ocultado que ambas cosas rondaron tan cerca de su cuna inocente, y siempre lo haré, por su madre y por él mismo. -Con un gesto me indicó que había comprendido, y las lágrimas cayeron de sus ojos-. Descanse y lo verá.

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Así que le di un poco de vino y de brandy, y le arreglé la habitación. Pero me preocupaba que Jemmy y el comandante tardaran en volver. Y estaba tan absorta en mis pensamientos que no oí los pasos en las escaleras y me llevé un buen susto al ver al comandante en medio de la habitación mirando a los ojos al hombre que había en la cama y reconociéndolo igual que yo un poco antes. En el rostro del comandante vi rabia, horror, repugnancia y qué se yo qué más. Así que me acerqué y lo llevé al lado de la cama y cuando junté las manos y las elevé al cielo él hizo lo mismo. -¡Oh, Señor! -exclamé-. Sabes que ambos presenciamos los sufrimientos y los pesares de aquella joven criatura que ahora está contigo. ¡Si este hombre está sinceramente arrepentido, los dos te rogamos humildemente que tengas compasión de él! -El comandante respondió: «¡Amén!». Y luego, tras una pequeña pausa, le susurré-: Querido amigo, vaya a traer a nuestro amado pequeño. Y el comandante, que fue lo bastante listo para entenderlo todo sin necesidad de que yo le dijera nada, se marchó a buscarlo. Nunca jamás olvidaré el rostro hermoso y radiante de nuestro niño cuando se plantó a los pies de la cama mirando a su padre sin saberlo. Y, ¡oh!, cuánto se parecía a su madre en aquel momento. -Jemmy -le dije-, he averiguado quién es este pobre desdichado caballero que está tan enfermo y resulta que sí se alojó una vez en nuestra vieja casa. Y, como quiere ver todo lo que le recuerda a ella ahora que está a punto de morir, te he mandado llamar. -¡Ah, pobre hombre! -dijo Jemmy adelantándose y tocando una de sus manos con mucha ternura-. Mi corazón está lleno de compasión por él, ¡pobre hombre! Los ojos que poco después debían cerrarse para siempre se volvieron hacia mí, y no tuve ni suficiente orgullo ni fuerzas para resistirme. -Mi querido niño, hay una razón en la historia de este semejante que agoniza ahora como algún día habremos de hacerlo todos nosotros, que me sugiere que su alma se aliviaría en esta hora postrera si apoyaras la mejilla contra su frente y le dijeras: «Que Dios te perdone». -¡Oh, abuela -repuso Jemmy de todo corazón-, no soy digno de hacerlo! -Pero se inclinó sobre él y lo hizo. Luego los dedos vacilantes se agarraron por fin a mi manga, y creo que el pobre hombre estaba tratando de besarme cuando murió.

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¡En fin, querida! He ahí la historia completa de mi herencia, y si te ha gustado es que vale diez veces el esfuerzo que me ha costado contártela. Tal vez supongas que eso nos predispuso contra la pequeña ciudad francesa de Sens, pero no fue así. Descubrí que no podía contemplar la torre que había encima de la otra torre sin recordar los días en que aquella hermosa joven de cabellos radiantes confió en mí como en una madre, y su recuerdo me inspiraba una paz que no sabría cómo expresar. Y en el hotel todo el mundo, hasta los palomos del corral, acabó haciéndose amigo de Jemmy y el comandante, y los acompañaron en toda suerte de expediciones en los vehículos más inauditos, tirados por fogosos caballos percherones -con riendas y sin riendas- con barro por pintura y arneses de cuerda y todos sus nuevos amigos vestían de azul como carniceros y sus caballos se encabritaban y trataban de morder y devorar a los otros caballos, y todos tenían látigos que hacían restallar una y otra vez como colegiales a quienes les hubiesen regalado uno por vez primera. En cuanto al comandante, querida, el hombre pasaba la mayor parte del tiempo con un vasito en una mano y una botella de algún vino suave en la otra, y, siempre que veía pasar a alguien con un vaso, fuese quien fuese el militar de las medallas, o los criados de la fonda que se disponían a servir la cena, o la gente del pueblo que charlaba en un banco, o los campesinos que se disponían a volver a casa después del mercado-, allí corría el comandante a hacer un brindis y a gritar: «¡Hola, vive no sé quién!», o: «¡Vive no sé cuántos!», como si estuviera fuera de sí. Y, aunque a mí no me pareciese del todo bien, las costumbres son distintas en cada parte del mundo, y, si hablamos de bailar en la plaza con una señora que regentaba una barbería, mi opinión es que el comandante hizo bien en bailar con ella y en abrir el baile con una energía de la que lo creía incapaz, aunque me intranquilizaran los gritos casi revolucionarios de los demás bailarines y el resto del grupo, hasta que le pregunté a Jemmy «¿Qué están gritando, Jemmy?» y él me respondió: «Gritan: "¡Bravo por el militar inglés! ¡Bravo por el militar inglés!"» cosa que satisfizo mis sentimientos patrióticos y llegó a convertirse en el sobrenombre por el que todos conocían al comandante. Pero cada tarde, a la misma hora, los tres nos sentábamos en el balcón del hotel al fondo del patio y contemplábamos cómo cambiaba la luz dorada y rosada en las dos grandes torres y cómo las sombras que proyectaban modificaban cuanto había a nuestro alrededor, incluso a nosotros mismos, y ¿qué crees que hacíamos allí?

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Querida, Jemmy había llevado consigo algunas de las historias que el comandante había anotado a partir de las declaraciones de los antiguos huéspedes del 81 de la calle Norfolk y nos las mostró con estas palabras: -¡Aquí están, abuela! ¡Aquí están, padrino! ¡Tengo muchas más! Os las leeré. Y, aunque las escribieras para mí, padrino, sé que no te importará que las oiga la abuela, ¿verdad? -No, muchacho -respondió el comandante-. Todo lo que tenemos le pertenece, incluso nosotros mismos. -Afectuosa y devotamente suyos, J. Jackman y J. Jackman Lirriper -gritó el granujilla dándome un abrazo-. Muy bien, padrino. Fíjate bien. Como la abuela acaba de heredar, haremos que las historias sean parte de la herencia. Se las dejaré todas a ella. ¿Qué te parece, padrino? -¡Hip, hip, hurra! -replicó el comandante. -De acuerdo entonces -gritó Jemmy muy agitado-. ¡Vive el militar inglés! ¡Vive la señora Lirriper! ¡Vive también yo! ¡Vive la herencia! Y ahora escucha, abuela. Y tú también, padrino. ¡Os leeré! Y os diré lo que haré también: la última noche de nuestra estancia aquí, cuando tengamos todo recogido y estemos a punto de partir, yo mismo le pondré el colofón. -Que no se te olvide -dije yo. -No te preocupes, abuela -exclamó el jovencito con chispas en los ojos-. ¡Bueno, vamos allá! Empiezo a leer. Una, dos y tres. Abrid la boca, cerrad los ojos y contemplad lo que os envía la Fortuna. Estamos a punto de empezar. Atiende, abuela. ¡Y tú también, padrino! Y con aquel espíritu tan animado, Jemmy empezó a leer y cada tarde que pasamos allí nos leyó una historia, y a veces se nos hizo tan tarde que tuvimos que encender una vela que ardía en el balcón en el aire tranquilo. Así que aquí tienes el resto de mi herencia, querida, te la entrego en este fajo de papeles escritos con la letra sencilla y redonda del comandante. Ojalá pudiera darte también las torres de la iglesia y aquella brisa tan agradable del patio de la fonda y los palomos que a veces se posaban en la cornisa al lado de Jemmy y parecían escucharle con aire crítico ladeando la cabeza, pero hay que tomar las cosas como nos vienen.

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UN ANTIGUO HUÉSPED RELATA LA INCREÍBLE HISTORIA DE UN MÉDICO CHARLES COLLINS He llevado una existencia normal, comandante, en una época normal, y (si me viese obligado a hacerlo) tendría muy poco que contar de mi vida y mis aventuras que pudiera interesar a alguien más que a mí. Pero conozco una historia que le contaré, si a usted le apetece. Poco puedo decir de ella. Mi padre tuvo el manuscrito en su poder desde que tengo memoria, y me permitió leerlo cuando empecé a tener edad para ser discreto. A él se lo dio un antiguo amigo a quien recuerdo vagamente haber visto por casa cuando era niño, un caballero francés de modales educados y triste sonrisa. Desaparece muy pronto de mis recuerdos de juventud y, sobre todo, lo tengo presente porque mi padre me contó que dicho caballero le había entregado el manuscrito, y, al deshacerse de él, le había dicho: « ¡Ah!, poca gente creería lo que sucedía en Francia en esa época, pero he aquí un ejemplo. ¡Aunque ten en cuenta que no espero que lo creas!». Cuando llegó el momento de examinar los papeles de mi difunto padre, el documento en cuestión apareció entre los demás. En aquel momento no le presté atención, pues estaba inmerso en cuestiones de negocios, y hasta ayer no lo encontré en estas mismas habitaciones, en el curso de una inspección periódica de mis papeles de ese banco del Strand que hay cerca de aquí. Nada más terminar la inspección, leí el manuscrito completo con ese entusiasmo que se deriva naturalmente de la sensación de que uno tendría que estar haciendo otra cosa. Está amarillento y descolorido, y, como ahora oirá, cuenta una historia muy extraña. Dice así:

Es bien conocido que, cuando el siglo XVIII tocaba a su fin y se acercaba el momento del enorme cambio que llevaba tiempo amenazando con acontecer, es bien conocido, digo, que los parisinos nos habíamos dejado arrastrar por el peor estado de ánimo posible. Decadentes, exhaustos, habíamos perdido el sentido de la diversión, y del sentido del deber... ¡Dios nos asista!, apenas nos quedaba nada. ¿Y qué decir de la responsabilidad del hombre? Estábamos aquí para divertirnos, si podíamos; y de lo contrario... siempre había un remedio.

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Cualquier persona inteligente comprendía que aquel estado de cosas no podía durar mucho. Tenía que producirse alguna conmoción, afirmaban esas personas: una situación tan desquiciada no podía mejorar sin que antes aconteciese un ataque grave. Dicho «ataque grave» llegó y la gran Revolución francesa inauguró un nuevo modo de ver las cosas. Lo que voy a relatar, no obstante, no tiene nada que ver con la Revolución, sino que ocurrió varios años antes de que esa convulsión estremeciera al mundo y empezase una nueva era. No debemos dar por sentado que quienes llevaban la voz cantante en la época y vivían una vida acomodada eran todos felices. De hecho, los hombres más ilustrados (y desdichados) habrían mirado con desprecio a un hombre franco y sincero que estuviera razonablemente contento con el mundo y pudiera divertirse en él, y lo habrían considerado carente de intelecto y estilo. Y lo cierto es que había muchos que pensaban así y los representantes de aquella clase enfermiza campaban a sus anchas. Por supuesto, habría sido muy improbable que despreciasen un método tan bien pensado como el suicidio para librarse de sus problemas, y no es exagerado decir que los sacrificios ofrecidos en tan terrible altar superaban los límites de toda proporción. ¡Era un recurso tan fácil para esquivar las dificultades... ! ¿Escaseaba el dinero? ¿La mujer se ponía pesada o la amante, obstinada? ¿Soplaba viento de Poniente? ¿Los placeres dejaban de ser placenteros y el dolor seguía siendo doloroso? ¿La vida, por el motivo que fuese, no merecía la pena ser vivida? ¿Se había vuelto aburrida, un sacrificio, un infierno en la Tierra? Ahí estaba el remedio, siempre a mano: uno se libraba de ella. Y en cuanto a lo que hubiese más allá... ¡bah!, había que correr riesgos. Tal vez no hubiera nada. Tal vez nos esperasen los Campos Elíseos, con infinitas gratificaciones terrenales y una juventud y lozanía sempiternas. «Dejémoslo todo cuanto antes -decían los más hastiados-, ¿quién nos ayudará a hacerlo?» Medios no faltaban. Había ingeniosos venenos que lo despachaban a uno en un abrir y cerrar de ojos, casi sin enterarse. Había bañeras y lancetas, y cualquiera podía sentarse en un baño tibio, abrirse las venas y morir con decoro. Luego estaban las pistolas, preciosos juguetes incrustados de plata y madreperla y con tu escudo de armas y tu corona grabados en la culata, si es que se daba la probable circunstancia de que fueses marqués. Y ¿acaso no había carbón? Se decía que sus vapores producían el más profundo de los sueños: sin pesadillas, ni despertares. Pero había que asegurarse de sellar bien todas las rendijas, o podía uno inhalar un poco de aire y volver en sí con el viento de Poniente, los acreedores y demás inconvenientes de la vida, y encima con la cabeza congestionada después de tantas molestias. Todos los métodos con que puede apagarse la débil chispa de nuestra vida estaban de moda en aquella época, pero había un método en concreto de perpetrar tan terrible acto que se

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consideraba mucho más elegante que los demás, y de eso me dispongo a hablar ahora. Había cierta preciosa calle en París, en el Faubourg St. Germain, en la que vivía un médico experto y erudito. Llamaremos a dicho erudito doctor Bertrand. Era un hombre de aspecto agradable e imponente, figura corpulenta y rostro apuesto y bien parecido, su edad rondaba entre los cuarenta y los cincuenta años, pero había un rasgo en su semblante en el que reparaban todos cuantos le conocían, aunque no todos habrían podido explicar lo que les impresionaba de él: sus ojos estaban muertos. Nunca cambiaban y apenas se movían. Su rostro se movía tanto como el de cualquiera, pero no así los ojos. Eran de un color plomizo y apagado y lo cierto es que parecían muertos, impresión que acentuaba el color lívido y poco saludable de la piel que rodeaba dichos órganos. Por su tono, la piel parecía mortecina. El doctor Bertrand, a pesar de sus ojos muertos, era una persona de modales alegres y casi vivarachos, y de una sorprendente y constante amabilidad. Nada lo sacaba de sus casillas. Era, además, un hombre envuelto en un impenetrable misterio. Era imposible acceder a él, o derribar las barreras que su educación elevaba en torno a su persona. El doctor Bertrand había hecho muchos descubrimientos de provecho para el mundo científico. Era un hombre rico y su fortuna había aumentado mucho en los últimos tiempos. El médico no ocultaba su riqueza; disfrutar del lujo y del esplendor formaba parte de su naturaleza y nadaba en ambas cosas. Su casa, un palacete de tamaño mediano en la rue Mauconseil, oculto en un patio propio, lleno de flores y arbustos era un modelo de buen gusto. El comedor era el ideal de lo que debería ser una habitación de esa clase. Cuadros hermosos -no tristes ejemplos de muebles de pared- decoraban las paredes, que de noche iluminaban artísticamente unas lámparas de enorme potencia. El suelo estaba acolchado con las más espléndidas alfombras persas, las cortinas y las sillas estaban tapizadas con el mejor terciopelo de Utrecht y en el invernadero de fuera -siempre cálido- el agua jugueteaba constantemente en una fuente cuyo sonido era como música en aquel hermoso lugar. Era lógico que el doctor Bertrand tuviese un comedor tan perfecto en su casa. Ofrecer cenas era una parte primordial de su negocio. En ciertos círculos, estas cenas eran muy celebradas, aunque siempre se hablaba de ellas «bajo la rosa»19. Se murmuraba que su esplendor era fabuloso, que los platos y los vinos alcanzaban una perfección completamente desconocida en otros sitios; que a los invitados los 19

Del latín sub rosa, «en secreto».

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atendían camareros que conocían su oficio, lo que es decir mucho; que cenaban sentados en butacas de terciopelo y comían en platos de oro; y se decía, además, que el doctor Bertrand conocía el espíritu de la época, que era un químico experimentado y que se daba por sentado que sus invitados no estaban del todo contentos con su vida y que no deseaban sobrevivir a la noche que seguía a la aceptación de su elegante hospitalidad. ¡Qué acusación tan extraña e intolerable! ¿Quién podría vivir bajo una imputación semejante? Al parecer, el médico; pues no sólo vivía, sino que medraba y prosperaba bajo ella. El del doctor Bertrand era un método fino y delicado de librarse de las dificultades de la vida. Uno cenaba en medio de un lujo incomparable y disfrutaba de excelente compañía, incluida la del propio médico. No sentía incomodidad ni dolor, pues el médico conocía muy bien su oficio; luego volvía a casa sintiéndose tal vez un poco adormilado, lo suficiente para que meterse en la cama resultase todo un placer, conciliaba el sueño en el acto -el médico sabía calcularlo con precisión- y despertaba en los Campos Elíseos. Al menos ahí era donde uno esperaba despertar. Ésa, por cierto, era la única parte del programa que el médico no podía garantizar. Pues bien, una mañana llegó a casa del doctor Bertrand una carta de un joven caballero llamado De Clerval, en la que el remitente solicitaba que se le permitiese participar de su hospitalidad al día siguiente. Era el procedimiento habitual y (como también era habitual) acompañaba a la carta una generosa suma. A su debido tiempo se envió una educada respuesta que incluía una tarjeta con una invitación para el día siguiente y en la que se decía lo mucho que el médico estaba deseando conocer al señor De Clerval. Un día de noviembre lluvioso y gris no es el mejor para reconciliar con la vida a alguien que previamente la reprobaba. De todos los sitios caían gotas. Los árboles de los Campos Elíseos, de los aleros de las garitas de los centinelas, de los paraguas de quienes disponían de aquel lujo, de los sombreros de quienes no; todo goteaba. De hecho, el goteo era una característica tan evidente de aquel día que el médico, con el fino tacto y el conocimiento de la naturaleza humana que lo caracterizaban, había dado órdenes, al organizar la velada, de que detuvieran la fuente del invernadero, por temor a que pudiese deprimir a los invitados. El médico tenía siempre mucho cuidado de no aguarles la fiesta.

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Alfred de Clerval era una excepción entre los invitados habituales. En su caso, lo que le había empujado a ser huésped del médico no era el ennui20, ni el hastío de la vida, ni la necesidad de sensaciones fuertes. Era más bien una mezcla de pique y humillación, sumados a la convicción de que aquello en lo que había volcado su corazón, y que era lo único que podía hacerle feliz, estaba fuera de su alcance. Era impulsivo y exaltado por naturaleza, creía que su única oportunidad de ser feliz había desaparecido para siempre, y había decidido quitarse la vida. Por lo general, había dos grandes causas que empujaban el grano al molino del doctor Bertrand: los problemas económicos y los amorosos. Las dificultades de De Clerval eran del segundo tipo. Lo consumía una fiebre amorosa y de celos. Era, y había sido un tiempo, el devoto amante de la señorita Thérèse de Farelles, una famosa belleza de la época. Al principio todo había ido bien hasta que apareció en escena cierto vizconde de Noel, un primo de la dama, y los celos de De Clerval habían desencadenado varias escenas desagradables y por fin, una grave discusión, pues la señorita De Farelles era una de esas personas demasiado orgullosas para negar una imputación falsa cuando podrían hacerlo con mucha facilidad. Entretanto, De Clerval sólo había visto una vez al vizconde; de hecho, casi toda la relación entre éste y la señorita De Farelles había sido por carta, y esta correspondencia había sido en parte la que había causado la disputa. Cuando De Clerval entró en el salón del doctor Bertrand donde se reunían los invitados antes de la cena, vio a un grupo de ocho o diez personas que, movidas como él por la desesperación, esperaban para reunirse en torno a la mesa del médico. Físicamente todos eran diferentes: los había gordos, flacos, rubicundos y pálidos. Sin embargo, había algo en lo que guardaban un mismo parecido: tenían todos una expresión inexpugnable que pretendía ser, y hasta cierto punto lo era, insondable. Se ha dicho que había toda clase de personas en aquel grupo. He aquí, por ejemplo, a un hombre muy grueso con un semblante jovial y pletórico, que sin duda necesita ir al médico y que desde luego parece demasiado bon vivant, pero ¿qué demonios hace aquí? Si se hubiese presentado por la mañana a consultar al médico sobre su digestión, habría sido comprensible, pero ¿qué hace aquí ahora? Sabe que a la mañana siguiente el mundo entero se enterará de que está arruinado y de que es un impostor. Sus negocios se hundirán como un castillo de naipes y, aunque hasta entonces ha disfrutado de buena posición entre sus semejantes, no podrá volver a asomar la nariz. Fiel a su cordialidad y a su amor por la buena compañía hasta el 20

Aburrimiento, tedio vital

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final, ha venido a poner fin a todo en sociedad. Sin duda, sólo el sistema del doctor Bertrand puede satisfacer las necesidades de ese desdichado especulador. ¡Loado sea, pues, el doctor Bertrand, que proporciona el modo de suicidarse a todo tipo de personas! Hete aquí, sin ir más lejos, a otro individuo que atiende a una descripción muy distinta. Un hombre delgado, moreno y bien afeitado cuya expresión insondable parece más marcada que en los demás. Esta mañana, su ayuda de cámara llamó a su puerta y le entregó una carta que la fille de chambre21 había encontrado en el escritorio de la señora. La señora no se encontraba en la habitación, tan sólo estaba la carta delante del espejo. El señor la leyó, y helo aquí cenando con el doctor Bertrand, con el semblante totalmente pálido y sin decir una palabra. Invitados como éstos y como De Clerval tenían un carácter excepcional. El hombre de la derecha era un joven alto y anémico, a quien Alfred vio apoyado en la repisa de la chimenea, demasiado lánguido para sentarse, estar de pie o reclinarse, y, por lo tanto, con tendencia a apoyarse. Era apuesto en simetría y proporción de rasgos, pero su gesto era terrible: tan inexpresivo, fatigado y desesperado que uno casi tenía la sensación de que ir a cenar con el doctor Bertrand era lo mejor que podía hacer. Iba espléndidamente vestido, y el valor de los botones de su chaleco y de sus gemelos parecía indicar que no era la pobreza lo que lo había llevado allí; igual que la vacuidad e inexpresividad de su rostro cansado apuntaban que era incapaz de sentir el amor necesario para verse empujado a ese último recurso. No, se trataba de un caso de ennui: desesperado, terrible, definitivo. Algunos de sus amigos habían cenado con el doctor Bertrand y por lo visto había funcionado, pues no habían vuelto a importunarle. Se le ocurrió probar suerte, y ahí estaba ahora, a punto de sentarse a la cena. Había otros como él. Hombres que habían agotado su vida, o por así decirlo, agotado lo mejor que había en ellos, sus convicciones, su salud, su interés natural por las cosas que ocurrían bajo el sol, hombres cuyo corazón se había ido a la tumba hacía ya mucho tiempo y cuyo cuerpo estaba a punto de seguirlo. «Nunca pasamos por la ceremonia de presentarnos unos a otros en estas pequeñas reuniones -le susurró el médico a De Clerval al oído-, se supone que todos nos conocemos.» Eso fue justo después de que el criado anunciara solemnemente la cena, mientras los invitados y su anfitrión estaban entrando en la salle á manger.

21

Doncella

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La sala estaba encantadora. El médico no sólo había ordenado detener las fuentes, sino incluso echar las grandes cortinas de terciopelo que había a la entrada del invernadero. Los troncos ardían en el hogar, y la mesa estaba cubierta de velas resplandecientes. Y es que el médico conocía bien el efecto que causaban y cómo animaban cualquier escena en la que se introdujesen. Los invitados ocuparon su sitio en torno al terrible tablero, y tal vez en ese momento -siempre estremecedor, dadas las circunstancias- algunos comprendieran lo que estaban haciendo. Desde luego, Alfred de Clerval se estremeció al sentarse a la mesa y algunos buenos pensamientos pugnaron por adueñarse de su espíritu. Pero la suerte estaba echada. Había ido allí con un propósito conocido por todos los presentes y debía llegar hasta el final. Además tuvo la sensación de que el médico lo observaba atentamente. Debía portarse como un hombre... un hombre. En aquel momento de la velada, el médico parecía un poco preocupado y de vez en cuando indicaba por señas a los criados que hiciesen su trabajo con eficacia. Se sirvieron las ostras y un vino suave. Era un Château Yquem. El vino del médico no tenía parangón. El doctor Bertrand daba la impresión de estar decidido a que la tertulia transcurriera sin pausas y -aunque en apariencia estuviese divirtiéndose mucho- no escatimó esfuerzos para lograrlo. Había una terrible circunstancia que mataba la conversación. Nadie aludía al futuro. Nadie hablaba del mañana. Habría sido una falta de delicadeza por parte del anfitrión, y una estupidez por parte de los invitados. -Con el día que hace -observó el médico dirigiéndose a un espectro de aspecto distinguido sentado al otro lado de la mesa- no habrá podido dar usted su paseo por el Bois, señor barón. -Desde luego que sí -respondió la persona aludida-, he estado dos horas por la tarde. -Pero ¿y la niebla? ¿Podía usted ver alguna cosa? -Me he llevado a unos criados con unas antorchas para que fuesen por delante. Se me ocurrió que podía ser interesante. -¿Y lo ha sido? -preguntó otro espectral personaje, alzando de pronto la mirada, como si lamentara haber aceptado la hospitalidad del médico antes de probar el nuevo experimento-. ¿Ha sido interesante? -Ni mucho menos -replicó el barón con una voz casi inaudible y para evidente satisfacción del otro-. Había que cabalgar muy despacio, no se veía más que niebla

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por todas partes, los caballos estaban asustados y había que llevarlos de las riendas. En suma, ha sido una vivencia capaz de empujar a cualquiera al sui... -Permita que le recomiende estas perdices escabechadas -exclamó el médico en voz alta-. Mi cocinero las prepara especialmente bien. -El barón había desviado la conversación hacia un asunto desagradable y se había hecho necesario interrumpirlo. El doctor Bertrand sabía muy bien lo difícil que era en ocasiones semejantes evitar que saliera a colación la horrible palabra que el barón había estado a punto de pronunciar. Todos trataban de evitarla, pero siempre salía a relucir. -Yo he pasado el día en el Louvre -dijo un hombrecillo de tez verdosa y rasgos indefinidos. Era un caballero que hasta entonces había fracasado siempre que había querido poner fin a su vida. Se había cortado las venas dos veces y una lo habían cosido cuando tuvo la desgracia de no acertar con la yugular por pocos centímetros. Lo había salvado de ahogarse un amigo que pasaba cerca y que se había ganado así su odio eterno. Había tratado de asfixiarse con carbón pero había olvidado taponar el ojo de la cerradura, y había saltado por la ventana justo a tiempo de caer encima de un carro cargado de estiércol-. He pasado el día en el Louvre -observó el infortunado caballero-, el efecto de la niebla en algunas pinturas era horrible. -¡Dios mío! -exclamó el caballero que antes había lamentado no haber visto el Bois cubierto de niebla y que, en general, daba la impresión de haber ido prematuramente al médico-; me habría gustado mucho verlo, mucho. Quisiera saber si habrá niebla ma... Iba a decir «mañana». El médico consideró que era un buen momento para servir el champán, e incluso en semejante reunión causó los efectos habituales y el murmullo de la charla aumentó mientras circulaba. -Este pollo -afirmó el médico- es un plato del que nos sentimos especialmente orgullosos. Era curioso que los invitados siempre se inclinaban a evitar los platos que les recomendaba con más entusiasmo. Sabían por qué habían ido allí y eso estaba muy bien, pero las recomendaciones parecían poco fiables. No obstante, el médico estaba acostumbrado. Había ofrecido suficientes cenas para observar siempre los mismos reparos, y de ese modo preparaba el terreno para el plato siguiente, que era siempre el que quería que probaran todos sus invitados, cosa que hacían de manera casi invariable. En este caso se trataba de uno nuevo, un curry á l’Anglaise, y todo el mundo se sirvió sin dudarlo. Era una novedad incluso en Inglaterra, y en Francia nadie lo conocía. El médico sonrió al llevarse el champán a los labios.

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-Estos currys ingleses son un tónico excelente -observó. -Pues a mí los tónicos me dan dolor de cabeza -afirmó un hombrecillo que se había sentado al otro extremo de la mesa y que no había dicho nada todavía. Y no comió más curry. Alfred de Clerval estaba -a pesar de los pesares- tan atento a lo que sucedía delante de él que dejó sin probar algunos de los platos del doctor Bertrand. También había entablado conversación con uno de sus vecinos. A su izquierda estaba el comerciante que iba a quedar en evidencia al día siguiente, y este caballero, bon vivant por naturaleza, estaba pasando un rato estupendo y haciendo estragos en los platos y los vinos del médico. A la derecha, De Clerval tenía a un caballero en quien no había reparado hasta que los sentaron juntos, pero que tenía un aspecto interesante. Al principio charlaron de asuntos sin importancia o de lo que ocurría delante de ellos. Luego, como suele decirse, empezaron a caerse bien. La gente no es muy exigente a la hora de trabar amistad cuando le queda poca vida por delante, por lo que, después de que corriera el vino -y todo el mundo lo saboreara copiosamente-, empezaron a hablar sin tapujos, para tratarse de dos personas que se conocían desde hacía apenas una hora. -Es usted joven -dijo el desconocido, tras una pausa en la que observó de cerca a De Clerval-, muy joven para cenar en casa del doctor Bertrand. -Tengo para mí que la hospitalidad del doctor está abierta a personas de todas las edades -replicó Alfred-. Iba a añadir que a los dos sexos. Y, a propósito, ¿cómo es que no hay , ninguna dama entre los invitados del doctor? -Supongo que no las invita -repuso el otro con amargura-, ¡y hace muy bien! Tendrían ataques de histeria en medio de la cena y echarían a perder todos los preparativos del médico, igual que hacen con todo aquello de lo que forman parte, incluso el propio mundo. «Nada más cierto -pensó Alfred para sus adentros-. Este ha sufrido tanto como yo, ya sido tan tonto que ha puesto su felicidad en manos de una mujer.» De Clerval le echó una mirada furtiva. Era bastante mayor que él. También era muy alto y sus movimientos tenían ese aire lánguido tan característico de las personas de talla elevada. Su rostro estaba muy arrugado para su edad, pero tenía una expresión amable y compasiva y, aunque pareciese cansado y tal vez incluso indolente, el suyo no era, de ningún modo, un semblante blasé22. Daba la impresión 22

Hastiado.

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de ser un hombre instintivamente bondadoso e independiente de toda influencia impuesta por principio. Se escondía en él una naturaleza buena, amable, generosa y honrada que carecía de timón o de brújula con los que guiarse. Era como un buen barco a la deriva. Dado lo terrible de su situación, cualquiera habría dicho que nadie tendría tiempo de pensar en otra cosa. A un hombre en semejantes circunstancias podría disculpársele cierto egotismo, es lógico que esté pendiente de sí mismo y de sus problemas, pero no ocurría así con aquel desconocido. Su mirada vagaba por la mesa, y era evidente que su imaginación estaba ocupada en gran parte con especulaciones sobre los motivos que debían de afligir a los demás pacientes del doctor Bertrand. -Sería curioso -le dijo por fin a De Clerval- saber lo que aflige a cada uno de los invitados aquí reunidos. Aquel hombrecillo de ahí enfrente, por ejemplo, que no ha dicho una palabra todavía, está escribiendo disimuladamente en su agenda... tal vez a alguien que mañana lamentará enterarse de lo sucedido. ¿Qué demonios lo habrá traído hasta aquí? Sería de esperar que hubiese muerto solo, en un rincón. Tal vez tuviese miedo. Allí hay un hombre que, según todos los indicios, está exhausto por alguna enfermedad. Un dolor constante, tal vez, que no mejorará y que no puede, o no quiere, soportar más. Lo lógico es que se hubiese quedado en su casa. Es como si temiésemos morir solos, y el médico lo dispusiera todo del mejor modo para nosotros. Escuche, he aquí otra sorpresa. El doctor Bertrand era una persona enérgica, y un hombre de recursos. No sólo había dado órdenes, en vista de que hacía un día tan lluvioso y neblinoso, de que detuviesen la fuente y echaran las cortinas para ocultar la entrada al invernadero, sino que lo había dispuesto todo para que unos músicos ocuparan el lugar donde debían verse las flores, a fin de que aquella reunión tan particular tuviera un aire más lujoso. No eran músicos vulgares, cuya interpretación habría infundido más tristeza que alegría a la concurrencia. El médico había escogido músicos de habilidad reconocida y su música se deslizó con dulzura hasta embargar los sentidos de los invitados y produjo un efecto infinitamente agradable. -¡Qué bien entiende este hombre su negocio! -le dijo De Clerval a su vecino-. Tiene incluso cierta grandeza. No hay nada que cause efectos más diferentes en las personas que la música; según las circunstancias en que la oigamos, resultará estimulante o triste; y todavía más, por supuesto, depende de cuál sea la música elegida. En este caso, una vez

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iniciada la conversación, después de que el vino llevara ya un buen rato circulando sin cesar, y mientras las luces brillaban por doquier, el efecto no pudo ser más eficaz. Y, por si fuera poco, estaba elegida con un gusto muy poco habitual. No era una música conmovedora, de la que lo pone a uno pensativo, sino que consistía en una selección de melodías animadas y vigorosas que daban la impresión de acelerar el movimiento de la sangre por las venas y de tensar los nervios más que de calmarlos. Lo de la música era un experimento que el doctor Bertrand no había probado antes, y observaba con atención sus efectos. De Clerval y su vecino guardaron silencio un rato, por una parte porque estaban escuchando la música y por otra porque en aquel momento era difícil oírse. Los invitados del médico estaban armando mucho ruido. El vino -el buen vinoestaba haciendo su labor y soltando las lenguas. ¡Y qué conversaciones! Se hablaba de mesas de juego y de francachelas nocturnas. Qué carcajadas soltaban aquellas gargantas de las que no había salido una palabra de oración o alabanza desde la más tierna infancia. De Clerval y su vecino proseguían con su conversación cuando la atención de ambos se centró en el otro lado de la mesa. Detrás de la silla del médico había un hombre de edad mediana cuyo trabajo consistía en observar desde allí a todos los presentes, para poder actuar con presteza en caso de que le ocurriese algún percance a alguno de los invitados. Los cálculos del médico por lo general eran sumamente precisos, pero al fin y al cabo era humano y a veces alguna peculiaridad en la constitución de uno de sus pacientes podía engañarlo. O tal vez probaran ciertos platos uno tras, otro, cuando el médico tenía la intención de que sólo tomasen dos de ellos de forma consecutiva. En suma, que de vez en cuando se producían contratiempos desagradables, y por eso aquel hombre estaba tan atento a los acontecimientos. Dicho individuo se inclinó de pronto y atrajo la atención de su señor hacia un caballero sentado a un extremo de la mesa cuyo rostro y figura habían adquirido una rigidez un tanto extraña. Había soltado el tenedor y estaba muy erguido en su silla con la mirada perdida y la mandíbula caída de un modo que el doctor Bertrand conocía muy bien. -¡Demonios! -exclamó el médico-. ¡Qué fastidiosa es la constitución de algunas personas! No sabe uno por dónde le van a salir. No debemos perder un segundo, llama a los otros y llévatelo. Ese hombre es epiléptico. No perdamos ni un momento.

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El fámulo desapareció un instante y regresó acompañado de cuatro hombres muy silenciosos que lo siguieron hasta el extremo de la mesa donde estaba el infortunado huésped. Había empezado a gritar, sus rasgos estaban horriblemente distorsionados, y se le estaba acumulando espuma en la comisura de los labios. -¡Oh, mi vida! -gritó-. ¡Mi vida perdida! Devuélvamela... La necesito... Un préstamo... ¡era sólo un préstamo! La he malgastado. Quiero que me la devuelva. Aunque sea sólo un poco, un poquito me basta. ¡Ah, es ese hombre! -El médico se había acercado y el epiléptico hizo un furioso intento de atacarle-. Ese hombre se ha llevado mi vida, mi vida malgastada... Me está abandonando porque él así lo quiere... Mi vida, mi vida perdida... -El pobre desdichado apenas pudo defenderse desfallecido como estaba y los cuatro hombres silenciosos se lo llevaron. Sin embargo, mientras salían por la puerta volvió a alzar la voz y gritó reclamando su juventud, su juventud perdida, y afirmó que le daría un uso muy diferente si se la devolvían. Todos pudieron seguir oyendo sus gritos un tiempo después, incluso en la casa acolchada y silenciosa del médico. El incidente fue horrible, y produjo una gran excitación entre los demás invitados. Siguió un ruido y una confusión infernales, todo el mundo se enfureció y el médico fue objeto de la indignación de todos. ¿Qué pretendía con aquello? Era un impostor. Los había atraído allí con falsas promesas. Se les había dado a entender que todo lo que ocurría en aquella casa se hacía con decoro, eficacia, caballerosidad y consideración por los sentimientos de los invitados. Y hete aquí que habían tenido que presenciar una escena terrible, repugnante, propia de los hospitales, ¡un horror! El médico se inclinó ante aquella avalancha de invectivas. Estaba profundamente avergonzado de lo ocurrido, semejantes incidentes eran muy raros. Había gente cuya constitución desafiaba todo cálculo posible, gente que no sabía cómo vivir ni cómo... En fin, sólo podía expresar su más profundo pesar. ¿No querrían hacerle el favor de probar el nuevo vino que acababan de servir? Era un Lafitte de una añada famosa, y vació una copa para dar ejemplo. -¿Te has fijado en lo que había comido ese caballero? -preguntó el doctor Bertrand a su fámulo-. El que ha organizado la escena. -Por desgracia -respondió el otro-, probó, uno tras otro, tres de los platos más especiados. En mi opinión... aunque eso a mí no me atañe... -Sí, sí, sí. ¿Qué ibas a decir?

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-En mi opinión, señor, no ha sido muy juicioso servir seguidos platos tan fuertes. -Cierto, cierto -respondió el médico-, tomaré nota del caso. Entretanto, De Clerval y su vecino habían reanudado su conversación. El desconocido parecía sentir cierto interés por su compañero de mesa. Era como si siguiera pensando que el comedor del médico no era sitio para un hombre tan joven. -No -respondió De Clerval-, he razonado y pensado bien lo que estoy haciendo. Me quedaba una única oportunidad de ser feliz, después de haber perdido o desperdiciado muchas, dicha oportunidad falló y ya no me queda nada, no hay nada que pueda proporcionarme la menor satisfacción. El mundo me resulta inútil y tampoco le sirvo de nada al mundo. Se hizo una pausa. Tal vez, De Clerval creyera que en tales circunstancias no hay mucho margen para argumentar, tal vez presintiera que razonar contra el camino que había escogido y contra el que se sentía obligado a razonar era absurdo... En cualquier caso guardó silencio y el desconocido prosiguió: -Es curioso cómo a veces perdemos de vista a algunos de nuestros parientes por un tiempo, incluso durante mucho tiempo, y luego alguna circunstancia nos vuelve a poner en contacto con ellos, y la relación se vuelve íntima y frecuente. Eso me pasó a mí con mi prima. Llevaba años sin verla. Yo había vivido mucho tiempo lejos de París, en Rusia, Viena y otros sitios, asignado al cuerpo diplomático. De todas las disipaciones que pueden encontrarse en las distintas cortes a las que fui destinado, incurrí en las más disipadas; y cuando regresé a París me tenía por un hombre totalmente exhausto para quien era impensable sentir cualquier emoción verdadera. Pero me equivocaba. -No hay nada -observó Alfred- sobre lo que los hombres se equivoquen con más frecuencia. -Bueno, el caso es que estaba equivocado -prosiguió el desconocido-. Tras un período de muchos años volví a ver a mi prima y encontré en ella cualidades irresistibles y diferentes de aquellas con las que me había topado hasta entonces en el mundo, como la frescura y la sinceridad... -Hay mujeres así en el mundo -lo interrumpió De Clerval. -En una palabra -continuó el caballero sin darse por enterado de la interrupción-, llegué a la conclusión de que, si lograba unir su destino y el mío, aún podría disfrutar de una nueva vida llena de felicidad. Me convencí de que podría

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despojarme de mis antiguas vestiduras, librarme de mis malos hábitos y... empezar de nuevo. ¡Pensé que me acompañaría y ayudaría, que sería mi guía por el buen camino, que ella conocía mucho mejor que yo! Decidí probar suerte y que mi vida dependiera del resultado. Ayer mismo lo supe... y la consecuencia es que... estoy aquí. -Alfred guardó silencio, embargado por una extraña compasión por aquel hombre. A pesar de sus propias desventuras, aún parecía quedar sitio en su corazón para sentir lástima por su compañero de mesa-. En esa terrible conversación prosiguió el desconocido-, la obligué a decir la verdad. Thérèse no era una mujer extrovertida. Tenía cierta reserva que le impedía mostrarse tal como era a todo el mundo. Era un defecto, igual que lo era su orgullo, el pecado de quienes no han caído nunca. -Desde el momento en que pronunció el nombre de Thérèse, Alfred se sintió más interesado por la narración que estaba escuchando. Ahora atendía a cada palabra casi con avaricia-. La obligué a decir la verdad. Creo que lo confesó de mala gana, pues no quería desilusionarme y privarme de una esperanza que no podía tener fundamento alguno. Le rogué que me dijera, en nombre del cielo, si había alguien en el mundo que ocupase el sitio que yo aspiraba a ocupar en su corazón. Dudó, pero yo seguí presionándola y la obligué a admitirlo. Sí, había alguien, alguien que era dueño de su corazón para siempre. Quise saberlo todo: su nombre, su condición. Y lo hice. Llegué a saberlo todo, la historia de su amor y el nombre de mi rival. -Y ¿cómo se llamaba? -preguntó Alfred con una voz que le pareció casi ajena. -Alfred de Clerval. Alfred se puso en pie de un salto y miró al médico. -Me ama -balbució-, ¡y yo aquí! El repentino movimiento de De Clerval llamó la atención de todos. -¡Ah, otro! -gritaron los invitados-. Otro que no sabe cómo comportarse. Otro que va a empezar a chillar y a volvernos locos, y que morirá delante de nuestros ojos. -¡No, no! -gritó Alfred-. ¡No, no! ¡Nada de morir, sino vivir! Tengo que vivir. Todo ha cambiado y apelo a este médico para que me salve. -¿Qué significa que «todo ha cambiado»? -susurró el hombre cuya narración había desencadenado aquello-. ¿Acaso ha cambiado por lo que le he dicho? Se armó tanto bullicio que De Clerval no pudo responder. Aquellos desdichados parecían sentir envidia ante la posibilidad de una escapatoria. Incluso el médico trató en vano de restaurar el orden.

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-¡Ah, un renegado! -gritaron los invitados-. ¡Cobarde! Tiene miedo. ¡Se lo ha pensado mejor! Impostor, ¿para qué ha venido aquí? -¡Alto ahí, caballeros! -gritó Alfred en un tono que hizo vibrar las copas-. No soy ni un cobarde ni un renegado. Vine aquí a morir, porque quería morir. Y ahora quiero vivir... no por capricho ni por miedo, sino porque las circunstancias que me hacían desear la muerte han cambiado, porque no he sabido la verdad hasta este momento, en este comedor, en esta mesa, de boca de este caballero. -Dígame -repuso el desconocido, cogiéndolo del brazo-, ¿qué tiene mi historia que ver con todo esto? A menos que... a menos... -Señor vizconde De Noel -replicó el otro-, soy Alfred de Clerval, y la historia que me ha contado es la de Thérèse de Farelles. Juzgue usted si tengo motivos para vivir o no. Los rasgos del vizconde sufrieron una pavorosa convulsión y volvió a desplomarse en su asiento. Entretanto, los invitados del doctor Bertrand continuaron haciendo ruido. -No admitimos razón alguna -masculló uno de aquellos desdichados enloquecidos- para quebrantar nuestro pacto con la Muerte. Somos sus partidarios. Hemos venido a honrarla en buena camaradería. ¡Viva la Muerte! He aquí un hombre que quiere ser infiel a nuestra religión. Un renegado, repito, y ¿cuál ha de ser el destino de los renegados? -Sígame sin perder un minuto -susurró una voz al oído de Alfred-. Corre usted un terrible peligro. Era el criado del médico. Alfred dio media vuelta para seguirle. Luego dudó, se inclinó a toda prisa y le dijo estas palabras a De Noel al oído. -Por el amor del cielo, no permita que sacrifiquen su vida de un modo tan horrible. Venga conmigo, se lo ruego. -¡Demasiado tarde! ¡Todo ha terminado! -balbució agonizando el vizconde. Tras un esfuerzo infructuoso por decir más, extendió los brazos sobre la mesa y su cabeza cayó con fuerza sobre ellos. -Pronto será demasiado tarde para usted también -insistió el criado del médico cogiendo a Alfred del brazo. Cuando De Clerval cruzó la portezuela que había abierto el hombre, todos corrieron tras él y se hizo evidente por qué poco había

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escapado. El criado, no obstante, cerró y atrancó la puerta a tiempo, y aquellos pobres desgraciados, borrachos y envenenados, vieron así frustradas sus intenciones. Ahora, una vez consumada la fuga y pasada la excitación de los primeros momentos, una extraña debilidad y mareo dominaron a De Clerval, que se desplomó en un sofá al que se había acercado sin darse cuenta. Era una sala muy espaciosa iluminada por una única lámpara con pantalla, sobre un buró o escritorio lo bastante grande para ocupar un extremo de la habitación y que estaba cubierto de papeles, botellas, instrumental quirúrgico y otros objetos médicos. Toda la estancia estaba repleta de ese tipo de material y daba a una dependencia más pequeña en la que había crisoles, un horno, muchas preparaciones químicas y un baño que podía calentarse de inmediato. -El doctor vendrá en seguida -afirmó el fámulo acercándose a De Clerval con una copa en la mano en la que había un bebedizo que había mezclado a toda prisa-. Entretanto, me encargó que le diese esto. De Clerval bebió el brebaje y el criado se marchó. Sin duda, tenía cosas que hacer en alguna otra parte. Antes de salir, no obstante, advirtió a Alfred de que procurase por todos los medios no quedarse dormido. Para obedecer sus instrucciones y consciente de que lo embargaba una creciente somnolencia, De Clerval se puso a andar de un lado al otro. No era el mismo. Se detenía, casi sin darse cuenta a mitad de su paseo, perdiendo la conciencia por un instante, luego despertaba de pronto violentamente al notar que estaba a punto de perder el equilibrio, y una vez incluso cayó al suelo. Pero se puso en pie en el acto, . consciente de que su vida dependía de ello. Se impuso tareas mentales, ejercicios de memoria y trató de convencerse de que estaba en plena posesión de sus facultades pensando en dónde se encontraba, lo que había sucedido y cosas parecidas: «Estoy en el despacho del doctor... El doctor... -se decía-. Lo sé todo... Estoy esperando para ver... Esperando, para ver... Estoy esperando al doctor...». Justo cuando, a pesar de todos sus esfuerzos, empezaba a caer en un estado de insensibilidad, el doctor Bertrand, a quien no había oído entrar, apareció delante de él. Al ver al médico se animó. -Doctor, ¿puede usted salvarme? -Antes de nada, debo preguntarle algo -replicó el médico-. Se trata de uno de los platos servidos en la mesa... Haga usted memoria. ¿Probó usted el curry á l’Anglaise?

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De Clerval guardó silencio un momento e hizo un violento esfuerzo por recobrar sus facultades. Por fin recordó algo que acabó de convencerle. -No, no lo probé. Recuerdo haber pensado que en Francia no sabemos preparar platos ingleses y no me serví. -En tal caso -repuso el doctor Bertrand-, todavía hay esperanza. Sígame a la otra habitación. Durante mucho tiempo, la vida de Alfred de Clerval corrió un grave peligro. Aunque no había probado aquel plato en particular que incluso el doctor Bertrand se consideraba incapaz de contrarrestar, había ingerido suficiente veneno para que su recuperación fuese más que dudosa. Es probable que sólo aquel hombre que había estado a punto de causarle la muerte pudiera salvarle la vida. Pero el doctor Bertrand sabía cuál era el daño -cosa que no saben todos los médicos- y cómo combatirlo. Así que, tras una larga y tediosa enfermedad y convalecencia, Alfred se recuperó lo bastante para dejar de visitar al médico, cosa que estaba deseando hacer, y aprovecharse de la información que había obtenido del desdichado vizconde De Noel. Ignoro si la señorita De Farelles fue capaz de perdonar el crimen que su amado había estado a punto de cometer, teniendo en cuenta que lo que le había empujado a cometerlo había sido su amor por ella, pero estoy convencido de que sí lo hizo. La carrera del doctor Bertrand fue muy corta. Las prácticas con las que estaba amasando su enorme fortuna no tardaron en llegar a oídos de la policía y, a su debido tiempo, las autoridades decidieron que lo mejor para la salud del médico era pasar el resto de sus días cerca de Cayena, donde, si así le placía, podría invitar a cenar a convictos de los que el Gobierno pueda prescindir más fácilmente.

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OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA SUS VIVENCIAS COMO PARIENTE POBRE ROSA MULHOLLAND La noche era muy desapacible y había nieve en las calles, auténtica nieve londinense, medio derretida, pisoteada y sucia de barro. Yo recordaba muy bien aquella nieve, aunque hacía quince años que no veía su triste rostro. Y ahí estaba, formando los mismos surcos que entonces y tendiendo las mismas trampas en las aceras. Pocas horas después de llegar de Suramérica vía Southampton, me instalé en el hotel Morley, de Charing Cross, y contemplé con melancolía las fuentes, paseé insatisfecho por la habitación y traté de alegrarme de haber dejado de ser un trotamundos y haber vuelto por fin a casa. Aticé el fuego y consideré largamente mi pasado mientras contemplaba las brasas. Recordé cómo me había amargado la infancia tener que depender de mi rico y respetable tío, cuya única pasión era la vanagloria y que consideraba mi existencia un mero engorro, no tanto porque tuviese que aflojar la cartera para vestirme y pagar mi educación, como porque, cuando crecí, pensó que no podría añadir fama a su apellido. Recordé cómo, en aquellos días, yo apreciaba la belleza y poseía cierta ternura casi femenina, que me habían extirpado a fuerza de desdén. Recordé el mal disimulado alivio de mi tío ante mi decisión de viajar al extranjero para buscar fortuna, la fría despedida de mi único primo y el amargo y solitario adiós a Inglaterra, apenas endulzado por la impaciente esperanza que más que alegrarme me consumía: la esperanza de hacerme rico y famoso merced a mi propio esfuerzo, y obligar así a respetarme a quienes ahora me despreciaban. Sentado junto al fuego, llamé al timbre y el camarero subió a verme: era un anciano cuyo rostro yo recordaba. Le hice varias preguntas. Sí, conocía al señor George Rutland; recordaba que, muchos años antes, se alojaba en el Morley, cuando viajaba a Londres. El anciano caballero siempre se había alojado en él. Pero ahora, George era demasiado importante para el Morley. La familia siempre viajaba a la ciudad en primavera, pero, en esta época del año, su dirección sería, sin duda, «Rutland Hall, Kent». Una vez conseguida la información que buscaba, me puse a escribir una carta:

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Querido George: Supongo que reconocer mi letra te sorprenderá tanto como una aparición surgida de la tumba. No obstante, ya sabes que siempre he sido un bala perdida, y no he tenido la elegancia de morirme todavía. Me avergüenza no poder anunciar que he hecho fortuna, pero la desdicha persigue a los más trabajadores y mejor intencionados. Sigo siendo joven, aunque haya perdido quince de los mejores años de mi vida, y quiero dedicarme a alguna ocupación de provecho. Entretanto, estoy deseando veros a ti y a los tuyos. Cuando se pasa mucho tiempo lejos de casa y de los parientes, se aprende a valorar un amistoso apretón de manos. En lugar de esperar tu respuesta, partiré para Kent pasado mañana y calculo que llegaré a la hora de la cena. Ya ves que cuento con que te alegrará alojarme unas cuantas semanas, hasta que tenga tiempo de buscar algún trabajo. Sigo siendo, querido George, tu viejo amigo y tu primo. GUY RUTLAND

Doblé aquella misiva y la metí en el sobre. «Ahora averiguaré de qué pasta están hechos», pensé con complacencia mientras escribía la dirección: «Sr. George Rutland, Rutland Hall, Kent». Serían las siete de una gélida tarde cuando llegué a la imponente entrada de Rutland Hall. Ningún primo George salió corriendo a recibirme. «Por supuesto pensé para mis adentros-, no estoy acostumbrado a las formalidades de este país. Estará esperándome dentro de pie sobre el felpudo.» Me abrió la puerta un individuo muy solemne de forma tan maquinal y silenciosa como si llevara presenciando a diario mi regreso a casa con la familia desde el día mismo de su nacimiento. Me hizo pasar a un majestuoso vestíbulo, pero ningún felpudo sostenía los pies impacientes del digno dueño de la casa. «¡Ah -me dije-, tal vez no sea de buen tono. Sin duda debe de estar en el salón, esperando impaciente sobre la alfombra de la chimenea y apenas tengo tiempo de vestirme para la cena.» Así que me resigné a las circunstancias y seguí tímidamente a un guía que se ofreció a llevarme a la alcoba asignada para alojarme. Tuve que recorrer una distancia considerable antes de llegar. «¡Dios mío -pensé-, creía que las habitaciones de una casa semejante estarían amuebladas con más elegancia!» Me lavé, y, siguiendo otra vez a mi guía, llegué a la puerta del salón. Mientras bajaba las escaleras fui pensando amables discursos con los que saludar a mis

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parientes. No soy una persona brillante, pero puedo resultar agradable si me lo propongo, y en esta ocasión había decidido esforzarme al máximo. La puerta del salón estaba a un extremo del vestíbulo y mi llegada había sido tan silenciosa que imaginé que mis ansiosos anfitriones apenas serían conscientes de que me hallaba en la casa. Pensé que debía darles una sorpresa. La puerta se abrió y se cerró a mis espaldas. Miré a un lado y a otro y vi... oscuridad y nada más. ¡Ah, sí, había algo más! Un fuego resplandeciente arrojaba oleadas de luz a través de las sombras, y, justo al amor de la lumbre, había una figura menuda sentada en un sillón. Era una niña de unos quince o dieciséis años, que llevaba un vestido raído y corto de color negro y que, sin duda, se estaba estropeando la vista leyendo a la luz del fuego. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y una masa de cabellos rubios se extendía sobre un cojín de terciopelo mientras sujetaba el libro en el aire para atrapar la luz. Era evidente que estaba disfrutando de su soledad y no imaginaba que nadie pudiera interrumpirla. Estaba tan absorta en su libro, la puerta se había abierto y cerrado de un modo tan silencioso y el salón era tan grande que me vi obligado a hacer ruido para llamar su atención. Se sobresaltó mucho y alzó la mirada con un temor nervioso pintado en el semblante. Soltó el libro, se sentó y alargó la mano para aferrar un objeto en el que yo no había reparado y que estaba apoyado contra una silla: una muleta. Luego se puso en pie sujetándose en ella y me miró. La pobrecilla era coja y tenía a su lado un par de muletas. Me presenté y pareció perder un poco el miedo. Me pidió que me sentara con una naturalidad un tanto forzada que no le sentaba bien. Cogió su libro y lo dejó sobre el regazo, sacó una redecilla de un hueco del sillón y, ruborizándose, procedió a recoger sus rizos en la red. Luego se sentó en silencio, pero dejó la mano en las muletas, como si estuviera dispuesta a atravesar cojeando, de pronto, el salón y dejarme allí solo. -Thomson habrá pensado que no había nadie aquí -dijo, deseosa de explicar su presencia-. Siempre me quedo en el cuarto de los niños, pero a veces, cuando todos salen y dispongo del salón para mí sola, me gusta leer aquí. -¿El señor Rutland no está en casa? -pregunté. -No, han salido todos a cenar. -Ah, ¿sí? ¿Acaso tu padre no ha recibido mi carta? Ella se ruborizó hasta la raíz del cabello.

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-No soy la señorita Rutland -respondió-. Me llamo Teecie Ray. Soy huérfana. Mi padre era amigo del señor Rutland, y él cuida de mí por caridad. -Pronunció la última palabra con un involuntario temblor del labio, pero luego prosiguió-: No sé nada de la carta, aunque me pareció oír que esperaban la llegada de un caballero. No obstante, al ver que salían a cenar, pensé que sería otro día. «Una conclusión muy razonable», me dije y empecé a pensar en el entusiasmo con que me había recibido mi afectuoso primo George. Si yo era el caballero al que esperaban, es que había recibido mi carta, y en ella se especificaban claramente el día y la hora de mi llegada. «¡Ay, primo George -murmuré para mis adentros-, no has cambiado ni un ápice!» Después de llegar a esta conclusión, alcé la vista y me encontré con la penetrante mirada de un par de grandes e inteligentes ojos grises. Mi joven anfitriona me estaba observando con tal curiosidad pintada en el rostro que no pudo sino divertirme. Decía simplemente: «Sé más de lo que usted cree, y le compadezco. Ha venido aquí con unas expectativas que no se cumplirán. Le esperan muchas humillaciones. Ni siquiera sé cómo se le ha ocurrido venir. Si yo saliera de esta casa, jamás volvería a poner un pie en ella. Si supiese cómo salir al mundo del que usted viene, no dudaría un instante en marcharme de aquí con mis muletas. No, ni siquiera el placer de una hora robada como ésta, en un sillón de terciopelo, bastaría para hacer que me quedara». No sé cómo pude leer todo aquello en su mirada, pero es lo que decía. Entendí tan bien el lenguaje de su semblante como si alguien me hubiera traducido cada palabra al oído. Tal vez una luz interior, encendida hacía mucho tiempo, antes de que naciera la pequeña huérfana, o de que George Rutland se convirtiera en propietario de Rutland Hall, me ayudase a descifrar tanta información de manera tan rápida. Sea como fuere, ciertas sospechas se convirtieron en certezas en mi imaginación y se creó un extraño vínculo de simpatía entre ella y yo. -Señorita Ray -dije-, ¿qué opina usted de un hombre que, después de pasar quince años en el extranjero, tiene la desvergüenza de volver a casa sin un chelín en el bolsillo? ¿No cree que tendrían que lapidarlo? -Me lo había imaginado -respondió ella moviendo la cabeza, alzando los ojos con otra de sus miradas astutas-. Lo supe en cuanto le instalaron en un cuarto tan malo. Han reservado las mejores habitaciones para los invitados de la semana que viene. La casa estará llena en Navidad. No es bueno -añadió pensativa. -¿Qué es lo que no es bueno? -pregunté.

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-Lo de que no tenga un chelín en el bolsillo. Lo despreciarán a usted por eso, y los criados no tardarán en averiguarlo. Tengo una guinea que me dio la anciana lady Thornton el día de mi cumpleaños, y, si la acepta usted como préstamo, me alegrará mucho. Yo no la necesito, y siempre podrá usted devolvérmela cuando le vayan mejor las cosas. Lo dijo en un tono tal de gravedad financiera que tuve que hacer un esfuerzo por no echarme a reír. Era evidente que me había tomado bajo su protección. Su aguda inteligencia preveía las trampas y dificultades que tendría que sortear en mi estancia en Rutland Hall e imaginaba que, en mi inocencia, no sospechaba lo que me esperaba. La contemplé divertido, mientras ella consideraba muy seria mis intereses pecuniarios. Sentí el capricho de ceder a la extraña confianza que había surgido tan espontáneamente entre nosotros. Respondí gravemente: -Le agradezco mucho su oferta, y estaré encantado de aceptarla. ¿No tendrá usted el dinero a mano? Cogió sus muletas y salió cojeando a toda prisa de la habitación. En seguida volvió con una cajita de caramelos que puso entre mis manos. Al abrirla encontré una guinea cuidadosamente envuelta en papel de plata. -¡Ojalá pudiera darle más! -dijo tristemente, mientras yo la guardaba con caja y todo en el bolsillo-. Pero ¡casi nunca me dan dinero! En ese momento, el solemne personaje que antes me había acompañado de un lado a otro anunció que la cena estaba servida. Al volver al salón descubrí, con enorme decepción, que mi pajarillo protector había volado. Teecie Ray había vuelto cojeando al cuarto de los niños.

A la mañana siguiente, en el desayuno, me presentaron a la familia. Descubrí que, en conjunto, eran más o menos como había imaginado. Mi primo George se había convertido en un pomposo y corpulento pater familias; y, a pesar de sus frías expresiones de afecto, era evidente que lamentaba mucho volver a verme. La señora Rutland se limitó a mirarme con fría cortesía. Las jovencitas me trataron con educado desinterés. Había que ser muy obtuso para no darse cuenta de cuál era el lugar que me habían reservado en Rutland Hall: el más bajo de todos. Yo era algo terrible: una persona sin importancia. George se entretuvo unos días mostrándome sus elegantes y variadas posesiones, y luego, cuando llegaron sus invitados, dejó que me las

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arreglara solo. Las señoritas Rutland aceptaron que las acompañara cuando salían a pasear a caballo hasta que aparecieron otros jinetes más atractivos. En cuanto a la señora de la casa, apenas se molestó en disimular su irritación por tener que alojarme indefinidamente bajo su techo. Lo cierto era que no hacía mucho que se movían en aquellos círculos y no les convenía tener con ellos a un pariente pobre que los llamara «primos» y pululara por su mansión. Por mi parte, no era ciego, aunque no me gustara ver ninguna de estas cosas. Procuré instalarme lo más cómodamente posible dadas las circunstancias, acepté lo mejor que pude el desdén y la desconsideración, y me mostré tan cordial y amable como si fuese el residente más apreciado de la casa. Era lógico que semejante mezquindad por mi parte motivase su desprecio. No me quejé. Lo acepté igual que el resto de su hospitalidad y sonreí satisfecho a medida que iban pasando los días. La melancolía que me había embargado nada más regresar a Inglaterra había desaparecido. ¿Cómo iba a ser de otro modo si estaba rodeado de amables parientes y había sido generosamente recibido bajo su hospitalario techo? En cuanto descubrí que los invitados disfrutaban de cierta libertad para elegir sus diversiones y disponer de su tiempo en Rutland Hall, aproveché yo mismo el privilegio. Escogí a mis propios amigos y me divertí como mejor me pareció. Al ver que no siempre era bien recibido en el salón, me las arreglé mediante una serie de hábiles estratagemas para tener libre acceso al cuarto de los niños. Allí crecían cinco o seis retoños de la familia Rutland. Pasada cierta hora del día, a ningún adulto se le ocurría siquiera entrar en aquella lejana habitación. Las cinco de la tarde era la hora del té para los niños, y, en mi opinión, la más agradable de las veinticuatro que tenía el día. La niñera era una mujer sobria, que sabía guardarse sus opiniones y apreciaba que le hiciera un regalito de vez en cuando. Los niños no eran muy simpáticos, sino unos granujillas traviesos y maleducados. Me tenían cierto afecto, porque a veces les llevaba regalos diversos que había comprado en mis solitarios paseos a caballo: libros ilustrados, muñecas o golosinas, adquiridos con la guinea de Teecie Ray. Así se lo di a entender a ella una noche que la tenía a mi lado observando cómo los distribuía, y movió la cabeza con satisfacción. Pensó que estaba economizando mi capital muy bien. Y lo cierto es que aquella guinea sufragó muchas pequeñas extravagancias. Cualquiera que fuese mi situación en Rutland Hall, la de Teecie Ray era sencillamente insoportable. Un espíritu menos valeroso se habría sentido intimidado y quebrantado, una naturaleza menos delicada habría acabado volviéndose tosca y grosera. Los criados no le hacían caso, los niños la manejaban a su antojo: desahogaban con ella su mal humor, sin ahorrar golpes ni insultos, y le exigían a

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toda hora que satisficiese sus caprichos. La niñera era la única que la protegía a veces de sus ataques, cuando podía hacerlo sin arriesgarse ella misma, pero no estaba autorizada a tratar a aquellas monadas del único modo que habría servido para enderezarlos. Entre los adultos, la sola presencia de Teecie Ray, o la mera mención de su nombre, eran suficientes para perturbar su calma. «¿Qué vamos a hacer con esa niña? -oí que le decía un día la señora Rutland a una de sus hijas-. Si no fuese una tullida, podríamos ponerla a ganarse el pan de algún modo, pero así...» Un encogimiento de hombros y una expresión avinagrada que la dama sabía adoptar a la perfección, completaron suficientemente la idea que no acabó de expresar. Y ¿cómo aguantaba eso Teecie Ray? No se quejaba ni se rebelaba, tampoco se entristecía ni azoraba. Aquel raído vestido negro ocultaba una sobria e indomable resistencia. Guando la ponían a prueba, su rostro nunca reflejaba cobardía ni sumisión, tampoco sus modales o sus palabras traslucían la menor protesta o reproche. Simplemente, lo resistía todo. Sus grandes y pacientes ojos y su boca sabia y muda parecían decir: «Por mucho que sufra y pene, la gratitud atenaza mis miembros y sella mis labios. Me he salvado de muchas cosas y es como si fuese muda». La segunda vez que vi a mi pequeña benefactora fue un día o dos después de nuestra conversación en el salón. Me crucé con ella por casualidad una tarde, mientras iba renqueando por un sendero rodeado de setos que había detrás de la casa, pasados los jardines, el huerto y los terrenos de la finca. Vi que dicho sendero conducía a un gran prado, más allá del cual había una colina boscosa y un río. Era el paseo favorito de Teecie Ray y su única vía de escape a los tormentos del cuarto de los niños. Nada más verla, empecé a hablarle de todas mis penurias y dificultades y ella me escuchó con total credulidad mientras andábamos y expresó su simpatía con elocuentes movimientos de cabeza o astutas miradas de soslayo. Luego me ofreció sus sabios consejos y, según me pareció, regresó a la casa meditando mi caso. A medida que iban pasando los días y mis parientes se dedicaban cada vez más a sus obligaciones invernales, me fui quedando más solo. De vez en cuando me invitaban a participar en alguna cosa, pero por lo general yo prefería apartarme de quienes disfrutaban tan poco de mi compañía. Una serie de descarados sobornos me habían ganado el favor de las tribus salvajes del cuarto de los niños. Pasé muchas tardes paseando por aquel sendero bordeado de setos a la gélida luz del atardecer con Teecie Ray cojeando a mi lado y hablándome con su habitual sencillez. Yo siempre tenía alguna nueva perplejidad que exponerle y ella siempre estaba

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dispuesta a fruncir el ceño en busca de una solución. Una vez se detuvo y golpeó la nieve con las muletas. -Tendría usted que marcharse y buscar un empleo -exclamó-. ¡Oh, ojalá pudiera hacerlo yo! Un día llegó a Rutland Hall cierto sir Harry, cuyo apellido no me molestaré en recordar pues no merece la pena hacerlo. Era un soltero acaudalado y de buena familia y la señora de la casa observaba con interés sus movimientos. El tal sir Harry adoptó la costumbre de fumar sus cigarros en el sendero de los setos y, en más de una ocasión, se encontró con mi pequeña benefactora mientras daba su solitario paseo y contempló su hermoso y lozano rostro bajo el viejo sombrero negro hasta sacarle los colores. Teecie modificó su recorrido como una liebre perseguida, pero sir Harry le siguió el rastro y la incomodó con sus cumplidos. El asunto llegó a oídos de la señora Rutland, que descargó su rabia sobre la niña indefensa. Ignoro qué lamentables reproches y acusaciones le dedicó en la larga conversación a solas que sostuvo con ella, pero esa tarde, a la hora del té, cuando entré en el cuarto de los niños con una pelota nueva en la mano para Jack (el menor y menos desagradable de la pandilla), vi el rostro de Teecie tristemente ensombrecido por vez primera. Estaba enrojecido e hinchado de tanto llorar. Me resisto a trasladar al papel ciertas observaciones que hice sotto voce al verla desfigurada de aquel modo. -Vamos, vamos, Teecie -dije mientras la niñera trataba de sofocar las protestas derivadas de que el «primo Guy» no hubiera llevado algo para los demás, y no sólo para Jack- ¿Dónde está tu estoicismo, mujer? ¿Cómo voy a seguir tus consejos si me das tan mal ejemplo? -Teecie no dijo una palabra y se quedó mirando el fuego. En esa ocasión, la herida había llegado hondo. ¡Sir Harry, señora Rutland de Rutland Hall, no imagináis cuánto me habría gustado romperos vuestras inútiles cabezas en ese momento!-. Teecie -dije-, al menos tienes un amigo, aunque no sea muy distinguido. Ella movió la cabeza de forma expresiva. Traducido significaba: «Lo comprendo, pero ahora no puedo decir nada». Poco a poco, no obstante, fue recobrando el ánimo y volvió a la mesa para reclamar su ración de té y de tostadas con mantequilla, y yo empecé a arreglar un arco perteneciente a Tom, uno de los jefes de las tribus salvajes, un auténtico cacique incivilizado. Apenas dos días después, me sentí más que tentado de emplear la vara en los hombros de aquel joven caballero. Esa hermosa mañana, Tom decidió meterse con Teecie. Le cogió las muletas y se paseó por el cuarto imitando su cojera, y luego se las llevó fuera, sin atender a sus súplicas de que se las devolviera, y las hizo pedazos con

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un hacha. Teecie se quedó indefensa en la oscuridad y el desorden del cuarto de los niños. A partir de entonces quedó convertida en una prisionera, que miraba con ojos de deseo la ventana y contemplaba los hermosos senderos campestres. Tom observó su paciencia con la indiferencia más atroz. Pero ¿por qué hablar de Tom? Tanto entonces como ahora no pude sino pensar que personas mayores que él habían planeado el cruel encierro de aquel precioso pajarillo. El pájaro languidecía en su rama, pero ¿a quién le preocupaba? La niñera afirmó que era una vergüenza y se mostró más amable de lo normal con la prisionera, aunque no sabría decir si su ternura se debía a las coronas que de vez en cuando le daba yo... gracias a la guinea, claro. Oh, sí, gracias a la guinea. Y había otra amiga que a veces expresaba interés por la existencia de Teecie Ray. Se trataba de la misma lady Thornton, cuya generosidad me había provisto indirectamente de dinero de bolsillo en mi estancia en Rutland Hall. Yo había hecho todo lo posible por ganarme el favor de aquella señora. Era una dama simpática y anciana, y me caía bien. Resultó que un día, durante el encierro de Teecie Ray, pasó a invitar a los Rutland y a sus huéspedes, grandes y pequeños, más y menos elegantes, a una fiesta que iba a celebrarse en su casa, a varios kilómetros de allí. Por pura casualidad, yo estaba solo en el salón cuando llegó y aproveché la oportunidad para contarle la historia de las muletas de Teecie. -¡Es un niño malo! -dijo-. ¡Muy malo y retorcido! Tenemos que conseguirle muletas nuevas antes de la fiesta. -Desde luego -respondí sinceramente. La anciana echó la cabeza atrás elevando la barbilla de un modo peculiar y mirándome a través de las gafas. -Sin duda -repuso-. Y dígame, joven, ¿qué interés tiene usted por Teecie Ray? Sonreí. -¡Oh, Teecie y yo somos muy buenos amigos! -¡Teecie y usted! -repitió-. ¿Es usted consciente de que la señorita Ray tiene dieciocho años? -Ah, ¿sí? No se me da bien calcular la edad de las niñas. -Pero Teecie no es ninguna niña, señor Rutland. ¡Le aseguro que Teecie Ray es una mujer!

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¡Teecie Ray una mujer! No pude contener la risa. ¿Qué? ¡Mi pequeña benefactora, mi amiga del alma! Mucho me temo que escandalicé a lady Thornton con mi desdén por aquella idea. En ese momento, Christina Rutland entró en la habitación y me libró del apuro. Sin embargo, varias veces a lo largo de aquel día volví a echarme a reír al pensar en lo que me había dicho lady Thornton. ¿Teecie Ray una mujer? ¡Absurdo! Una mañana, cuando apenas faltaba una semana para la fiesta, sucedió algo curioso. Los dueños de la casa se reunieron a deliberar en la biblioteca antes del desayuno. Un objeto extraordinario acababa de llegar de Londres a Rutland Hall. Dicho objeto era una enorme caja de madera a nombre de Teecie Ray. Cuando la abrieron llenos de excitación vieron que contenía un par de muletas. ¡Y menudo par de muletas! Ligeras e idénticas, eran una elaborada obra de arte. La varilla era de concha de tortuga con molduras de plata exquisitamente labrada y estaba rematada con dos elegantes almohadillas de terciopelo bordado. Los adultos de la casa se quedaron petrificados. ¿Quién ha podido hacer esto?, se preguntaban todos. ¿Quién, desde luego? ¿Quién habría oído hablar de Teecie Ray fuera de Rutland Hall? Aquellas muletas eran muy costosas. En seguida supe a qué conclusión llegarían todos. Creyeron que sir Harry era el responsable. Era una espina en su costado y yo me froté las manos de alegría. Tras considerar la cuestión muy desazonados, decidieron no decir nada a Teecie del misterioso regalo. No le convenían y 1e llenarían la cabeza de ideas absurdas. A pesar de la llegada de sus preciosas muletas nuevas, la pobre Teecie siguió tristemente recluida en el cuarto de los niños. Ocultaron la caja de madera y su contenido y no dijeron nada de su existencia. Esperé unos días para ver si los adultos se ablandaban, pero en vano. El pájaro siguió posado en su percha. Ninguna mano amiga parecía tentada de abrirle la puerta de la jaula y dejarlo volar. Teecie siguió, un día tras otro, sentada en su silla en el cuarto de los niños, cosiendo el dobladillo de los mandiles para la niñera o zurciendo los calcetines de los mocosos, mirando con afán por la ventana y cada día más pálida por falta de aire fresco. Aun así, seguía sin quejarse ni rebelarse. Entretanto, la preparación de las Navidades tenía agitada a toda la casa, y los críos estaban extasiados con la perspectiva de la fiesta de Navidad de lady Thornton. Reinaba mucha excitación en el cuarto de los niños pensando en los nuevos vestidos y se oían incontables discusiones sobre cintas, muselinas y perifollos. Sólo Teecie callaba con su vestido raído. Sus manos se atareaban haciendo lazos, pespunteando

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pañuelos, y cosiendo rosetas en los zapatos. Era una trabajadora eficaz y ellos la tenían siempre ocupada. Al ver lo bien que le quedaban las cintas sobre el regazo, pensé que era una lástima que no tuviese un vestido alegre como los demás. Nadie le preguntaba: «Teecie, ¿qué te vas a poner tú?», ni siquiera: «Teecie, ¿a ti no te han invitado?». Ninguno parecía pararse a pensar por un instante que Teecie pudiera querer divertirse como los demás. ¿Cómo iba a ir, si estaba coja y no tenía muletas? Dio la casualidad de que tuve que ir al pueblo de al lado a hacer un recado. Era ya tarde cuando, a mi regreso, pasé por la mejor sombrerería del pueblo y pregunté por un paquete. Sí, el paquete estaba listo. Una enorme caja plana. «¿No querría el caballero ver el precioso vestido de la señorita?» Abrieron la caja y agitaron ante mis ojos una nube de un vaporoso tejido. Por supuesto, no sabría describirlo, pero era blancuzco, muy puro y transparente y con una pizca de rosa que asomaba como una especie de rubor. Muy elegante, afirmé tratando de hacerme el entendido. Sólo tenía un defecto: ¿no era demasiado largo para una joven?, pregunté recordando la figura que debía adornar, con la falda corta que llegaba sólo al borde de las botas, tan bien remendada. -¡Oh, señor -respondió el sombrerero con dignidad-, usted nos dijo que la joven tenía dieciocho años y, como es lógico, le hemos hecho una falda larga! Llegué a casa entrada la noche. Dos carruajes llenos de gente muy alegre partían justo en ese momento. Pocos minutos más tarde, yo estaba en el cuarto de los niños con el paquete del sombrerero en la mano. Ahí estaba la pequeña Cenicienta, con la mejilla apoyada en la mano mientras contemplaba los restos de cintas, fragmentos de encaje, tijeras, flores, y bobinas de hilo esparcidos a su alrededor. Había sido un día muy fatigoso y, ahora que habían conseguido lo que querían de ella, habían vuelto a dejarla sola. Un destello de satisfacción cruzó su rostro al verme. -¡Oh, pensé que se había ido con los demás! -afirmó. -No -respondí-, todavía no me he ido, pero pronto lo haré. He venido a buscarla. -¡A buscarme! -repitió apesadumbrada-. Ya sabe que no puedo ir. Aunque pudiera andar no tengo vestido.

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-Un amigo le envía un vestido -dije- y yo me encargaré de proporcionarle unas muletas. Niñera, ¿querría usted coger esta caja y vestir a la señorita Teecie lo antes posible? Tenemos un carruaje esperando en la puerta. -Al principio, Teecie se ruborizó tanto que pensé que iba a echarse a llorar, luego se puso pálida y pareció asustarse. La niñera, a quien le había entregado de tapadillo un generoso regalo de Navidad, se deshizo en halagos sobre del vestido-. ¡Vamos, Teecie -dije-, apresúrate! Y temblando, entre el miedo y el deleite, la muchacha permitió que la niñera se la llevara para vestirla. Cuando volví de mi expedición con las maravillosas muletas de plata y concha de tortuga debajo del brazo, Teecie estaba ya lista. Teecie estaba lista. Aquellas tres palabras tan sencillas significaban tanto que creo que debo detenerme y tratar de explicarlas mejor. No significaban que Teecie, la niña a quien yo acostumbraba llamar «mi pequeña benefactora», tuviese un bonito vestido nuevo y estuviera adecentada para una fiesta juvenil como los demás niños, sino que, cuando volví, encontré al lado de la chimenea a una preciosa joven con un precioso vestido en tonos arrebolados. En cuanto volvió la cabeza, comprendí que el dulce rostro que rodeaban los rizos infantiles seguía siendo el mismo, pero, aun así, la antigua Teecie Ray había desaparecido, y en su lugar había (¡peccavi23, lady Thornton!) una mujer encantadora. Los tres estábamos ridículamente sorprendidos por la repentina metamorfosis que acababa de producirse. Teecie era demasiado sencilla para ocultar que había reparado con extraña timidez y deleite en el cambio sufrido. La niñera llevaba tanto tiempo acostumbrada a tratarla como a una niña que se quedó de una pieza. Por mi parte, al principio me asustó lo que había hecho, luego me encantó y por fin sentí una extraña torpeza y casi tanta timidez como la propia Teecie. Cuando le ofrecí las muletas, la niñera me miró como si fuese un príncipe disfrazado, salido de las Mil y una noches. Yo experimenté una curiosa sensación mientras Teecie las probaba deslizándose sin cojear por el suelo del cuarto de los niños, las pequeñas almohadillas de terciopelo ocultas entre nubes de encaje y muselina debajo de sus hombros blancos y redondeados, mientras los frunces vaporosos y suavemente sonrosados del vestido rozaban las relucientes varillas plateadas. ¡No sé por qué, pero en ese momento pensé extasiado en una guinea en una caja de caramelos, que guardaba en el único y destartalado baúl que había llevado a Rutland Hall! 23

He pecado.

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Nuestro carruaje nos esperaba. Ya no podíamos volvernos atrás. Teecie y yo pronto estuvimos recorriendo a toda prisa los caminos nevados que conducían a casa de lady Thornton. No trataré de describir el resto de aquella velada memorable, o la sensación causada por nuestra llegada, la sorpresa y mortificación de mis amables parientes o la mezcla de satisfacción e incomodidad de la anfitriona que, aunque encantada de ver a su pequeña protegida, se las arregló para susurrarme enfadada al oído: «Y bien, señor, ¿cómo acabará esto?». Para Teecie era una escena nueva y maravillosa, pero el temor que le inspiraba el ceño fruncido de la señora Rutland le impidió disfrutarla. Los dos presentimos que esa noche se desencadenaría sobre nosotros una terrible tormenta, y no nos equivocábamos. Ninguno de los parientes de Rutland Hall nos prestó la menor atención. A la hora de volver a casa, regresaron en sus dos carruajes y nosotros, en el mismo en que habíamos ido. Cuando llegamos, encontramos al primo George y a su mujer esperándonos en la biblioteca armados hasta los dientes. Comprendí que no iban a tener piedad. La señora Rutland cogió a Teecie entre sus garras y se la llevó dejándome a mí con su marido. No creo necesario repetir todo lo que nos dijimos aquella noche. -Primo -dijo-, hemos sufrido tu insolente intromisión demasiado tiempo. Mañana mismo debes abandonar esta casa. -Primo George -repliqué-, no te acalores. Me iré mañana mismo, pero sólo con una condición: que Teecie Ray venga conmigo, si así lo quiere. Me miró espantado. -¿Sabes -preguntó- que es una huérfana sin amigos ni dinero a quien he protegido con mi caridad? -Quiero convertirla en mi mujer -respondí orgulloso-, siempre, claro está, que haya tenido la suerte de haberme hecho merecedor de su afecto. -Y luego -replicó desdeñoso-, ¿de qué piensas vivir? ¿Del aire o de tus amigos? -De ti no, George Rutland -dije mirándolo a los ojos-. óyeme bien. Os he puesto a prueba. He venido a separar el grano de la paja y habéis resultado ser sólo paja, a excepción del único grano dorado que tengo en la palma de la mano. Y tengo intención de guardarlo y conservarlo, si puedo. ¡Ojalá Dios me lo permita! -Muy bien -dijo George-, muy bien. Recuerda, no obstante, que desde este momento yo me lavo las manos de lo que os pueda ocurrir a los dos: a ti, Guy Rutland, y a ella, Teecie Ray.

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-¡Amén! -respondí y, deseándole buenas noches, di media vuelta y lo dejé allí plantado. A primera hora de la mañana llamé a la puerta del cuarto de los niños y rogué a la niñera que despertase a la señorita Teecie y le pidiera que bajase a hablar conmigo al jardín; luego salí a esperarla. Era la mañana de Navidad, el día de la paz y de la buena voluntad. No sentí demasiada paz al contemplar el tranquilo paisaje. Aunque tampoco le deseaba ningún mal a nadie. Al poco tiempo salió Teecie, la misma Teecie de siempre, cojeando sobre el sendero helado con su vestido corto y raído y medio avergonzada de sus nuevas muletas. Me alivió verla así. Me intimidaba la delicada joven que había creado la noche anterior. Y, sin embargo, al mirarla de cerca supe que no era la Teecie de antes, que ya no volvería nunca. Algo había cambiado. No me pregunté si era sólo ella o los dos quienes habíamos cambiado. El cambio era para bien. Paseamos por el jardín y por el sendero y charlamos muy serios por el camino. Ya de regreso le dije: -Y ¿no te asusta pasar hambre si te vienes conmigo, Teecie? ¿Estás dispuesta a correr el riesgo? -Teecie respondió con uno de sus movimientos de cabeza-. En tal caso, ve a buscar tu sombrero -proseguí-, ni siquiera nos quedaremos a desayunar. No cojas nada, ni un solo pañuelo, todavía me queda un poco de calderilla de la guinea que tú me diste, claro. Con eso compraremos todo lo que nos haga falta. Teecie cogió su sombrero y volvió y los dos nos marchamos. Una hora más tarde éramos marido y mujer. Pronunciamos nuestras oraciones el uno junto al otro en la iglesia y luego volvimos a Rutland Hall para despedirnos de nuestros parientes. Creo que debieron de tomarme por un loco y a ella, por una tonta. Al menos hasta que el primo George recibió el cheque que le envié al día siguiente para compensarlo por los gastos que le había ocasionado su caridad con Teecie Ray. Luego empezaron a dudar y a ponerse nerviosos. Yo llevé a mi mujer al extranjero y le enseñé el mundo. El tiempo y los buenos cuidados curaron su cojera. No es sorprendente que a nuestro regreso a Inglaterra sus parientes apenas pudieran reconocerla: ¡Teecie Rutland, de soltera Ray, andando sin muletas y casada con un millonario! Medio pastel de boda aplacó a lady Thornton y la preciosa guinea sigue en mi poder. La llamo la dote de Teecie. Las muletas, cuyo donante le aseguro, comandante, no era sir Harry, también las conservamos como curiosidades familiares.

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OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA LO QUE LE DEPARÓ LA SUERTE EN GLUMPER HOUSE HENRY SPICER Si la dieta en casa del doctor Glumper no podía considerarse puramente espartana en sus principios, era sólo porque al estómago espartano -por muy disciplinado que sepamos que era- le habría repugnado semejante tratamiento. Salamis requería más energía de la que puede obtenerse de hervir varias veces un hueso de ternera. Jerjes no fue deificado bajo la inspiración inmediata de un pastelillo de arroz. El del doctor Glumper no era mucho peor, en materia de intendencia, mi querido comandante Jackman, que otros cientos de establecimientos parecidos en los que estudiaban y pasaban hambre los hijos de los caballeros. Lo que nos daban de comer era suficiente para seguir con vida, siempre que uno pudiera comérselo. Ahí radicaba la dificultad. Nuestras comidas, bastante malas ya al empezar la semana, iban empeorando gradualmente, por lo que llegábamos al domingo en la misma situación que un grupo de marineros náufragos, y sólo nos libraba del hambre más atroz la oportuna llegada de un barco cargado de rosbif y budín de Yorkshire. Cierto que había un bote salvavidas. En nuestro caso se llamaba «la cesta de Hannah». Hannah era la lavandera, y los sábados por la tarde, después de entregar la ropa limpia, aparecía siempre en el patio, con el fondo de su cesta de mimbre cubierto de exquisiteces cuidadosamente escogidas según el principio de combinar tres grandes cualidades: la dulzura, lo pringoso y lo barato. En aquellos días no se daba mucha importancia a la elegancia y al refinamiento. Si alguno de los chicos hubiese llevado un tenedor de plata, lo habrían tomado sencillamente por un chistoso. En cuanto a la cuchara y las seis toallas que, según las normas escritas de Glumper House, parecían absolutamente esenciales para una educación clásica sensata, la cuchara acababa pronto en una especie de arsenal que tenía la señora Glumper, formado con los despojos de los jóvenes filisteos, sus alumnos: juguetes prohibidos, libros confiscados y demás; mientras que las toallas eran absorbidas por la república general de aquel útil de baño y pasaban a

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ser de uso común. Bueno, nadie tenía nada contra los tenedores de acero. La carne, por otro lado, tal vez habría sido inmune a cualquier otro metal menos resistente. La cena de los lunes consistía en una pierna de cordero hervida. Una ración. Si alguien pedía más no se lo negaban, pero la mal disimulada impaciencia con que se recibía su petición sirvió para establecer la costumbre de contentarnos con lo que nos servían al principio. La correspondiente recompensa de tanta pusilanimidad aparecía al día siguiente, en forma de codillos casi pelados, espantosos, surcados por homicidas vetas rojas y acompañados de un montón de col mal lavada, interesante desde el punto de vista entomológico, pero repulsiva como alimento, debido a las orugas cuyos cuerpos verdes y empapados veías haciendo cola al lado de los platos de los comensales mas escrupulosos. Tres días después, nos daban arroz con leche: un postre que, por una infortunada serie de circunstancias, me ha repugnado desde mi infancia, pero la gran prueba para nuestra vida y estómago la reservaban para el sábado, cuando nos servían lo que satíricamente llamaban un «pastel de carne». ¡Qué bajo y rastrero ha de ser el espíritu del buey que admita haber colaborado en semejante creación! Había tanta carne de buey en aquel plato como carne de unicornio en un puré de guisantes. Los descabellados rumores que circulaban sobre sus verdaderos ingredientes eran testimonio de lo oscuro, difícil y misterioso que era averiguarlo. La tradición del colegio afirmaba que se habían encontrado en el pastel las cosas más grotescas y discordantes. Los consternados alumnos habían denunciado la presencia de sustancias de textura, sabor y aspecto nada bovinos y como prueba de su sinceridad preferían pasar hambre antes que probar aquel pastel de «carne». Lo más terrible del caso era la total imposibilidad de identificar ningún ingrediente animal reconocido por algún cocinero británico. Fuera cual fuese el ingrediente principal, se suministraba con otros productos, sobre los cuales, aunque no aparecieran en ninguna receta aceptada para el plato en cuestión, no cabía ninguna duda. Sholto Shillito, por ejemplo, que tenía el apetito de un ogro, engullía valientemente su ración, pero no sin apartar muy serio y silencioso a un lado del plato tres dedos y un ligamento del pulgar de un viejo guante de piel. Billy Duntze descubrió y ocultó lo que durante varios semestres se consideró en el colegio la pata de un flamenco. En todo caso, así se le explicaba a cada nuevo alumno la primera noche que pasaba con nosotros.

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George van Kempen encontró un par de matacandelas. Charley Brooksbank reparó en una extraña protuberancia en su ración y, excavando con cuidado, como si fuera una reliquia fenicia, sacó a la luz algo que parecía la cabeza de una muñeca aquejada de hidrocefalia. Al cortarla resultó ser de color verde. Las primeras semanas de cada semestre -es decir, mientras nos duraba el dinero de bolsillo- lo llevábamos bastante bien. Una vez agotado el dinero, el hambre nos miraba cara a cara. Las generaciones presentes se preguntarán por qué no presentamos una protesta formal. Las cosas, como ya he dicho, eran distintas en aquellos tiempos, y, además, las generaciones presentes no han conocido personalmente a la señora Glumper. Era una mujer temible. No es que gritase, nos golpeara o se comportase de manera diferente a la habitual en una sociedad educada; sino que sabía cómo expresar su desdén de un modo callado y frío, y era consciente de su poder y dominio, como un elefante que rascara el suelo con una pata igual de grande que un escritorio para demostrarte con qué facilidad podría, si quisiera, echarte esa mesa encima. Aparte de aquel terrible desprecio, la señora Glumper tenía mil modos de hacernos sentir incómodos sin tener que recurrir a medidas abiertamente tiránicas, hasta el punto de que en el colegio no se concebía nada peor que caer «en desgracia» ante tan excelente señora. No tengo nada que decir en contra del médico. Incluso entonces me pareció siempre una buena persona. Al recordar su carácter, creo que debía de ser una de las mejores personas del mundo. Era sencillo como un niño, pese a tener los conocimientos de un sabio; tan sencillo que resultaba ciertamente asombroso que siguiera conservando su abrigo; tan sencillo que el hecho de que se hubiera casado con la señora G. parecía casi incomprensible. Circulaban rumores que explicaban también un acto tan candoroso. La señora Glumper, por aquel entonces señorita Kittiewinkle, regentaba una escuela preparatoria en cuyas desdichadas y acobardadas víctimas el amable doctor detectó una invitación acuciante a poner a la señorita bajo su yugo. La consecuencia de aquella coincidencia de intereses fue que el establecimiento perdió su carácter infantil y se convirtió en un colegio para setenta chicos en el que sólo los más pequeños quedaban bajo el dominio inmediato de la señora Glumper. Así de mal estaban las cosas a mitad de cierto semestre. Precisamente en el momento en que, por lo general, prevalecía una mayor indigencia. No había dinero

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que recaudar. Las cestas de Hannah estaban sometidas a una situación de bloqueo. Si hubiese cambiado camisas por comida, Hannah habría hecho un buen negocio, pero la buena mujer estaba demasiado cansada para tanto ajetreo. Celebramos una reunión. La vaca del médico, que a veces pastaba en el patio de recreo, también asistió, y su aspecto lozano y satisfecho causó general desagrado. -¡Robémosle sus tortas de aceite! -exclamó una voz desde el círculo senatorial exterior. -El honorable felón de los últimos bancos -observó Jack Rodgers, nuestro presidente, a quien le encantaba imprimir un aire de debate trascendente a todas nuestras reuniones- tiene suerte de no estar lo bastante cerca para llevarse un coscorrón. Si las tortas de aceite tan generosamente suministradas a este mimado animal hubiesen sido concedidas a unos fideicomisarios, para uso exclusivo de la señora Glumper, admito que... este consejo podría haber tomado en consideración la sugerencia del distinguido ladrón. Pero pertenecen al señor Glumper, y la propuesta del estimable criminal será recibida con el desprecio que merece. Un murmullo de aprobación saludó aquel discurso, tras el cual se hicieron diversas propuestas. Las plumas quemadas (observó Gus Halfacre) eran comestibles. Incluso podía decirse que sabrosas. -Mi bota izquierda está al servicio de la comunidad -afirmó Frank Lightfoot-. La derecha, que me acaban de reparar y a la que le falta un enorme clavo que tenía en la suela (hecho del que agradeceré que den ustedes fe) me la reservo como último recurso. -Y así los extremos se tocarán -observó el presidente-. Pero no es el momento de andarse con bromas. ¿Alguien tiene algo que proponer? -Siempre nos queda Murrell Robinson -dijo Sholto Shillito tristemente y con un aspecto tan lobuno que el joven caballero a quien acababa de aludir, un niño rollizo y sonrosado de ocho años, que todavía no había tenido tiempo de adelgazar, soltó un aullido de terror. -Podría ser, ¡bah!, sí, podría ser prudente -respondió pensativo el presidente-, tal vez la hiciera recapacitar. Si Jezebel Glumper perdiera, digamos, un par de sus alumnos en las peculiares circunstancias sugeridas por el honorable senador de la pana azulada, tal vez tuviese, ¿entrañas?, por los supervivientes. Pero la observación de mi honorable amigo me ha sugerido un modo de actuar que, aunque similar en

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algunos aspectos y con resultados parecidos, no está abierto a las mismas objeciones. Alguien debe escapar, y poner por escrito los motivos de su comportamiento. La propuesta de Jack, por inesperada que fuese, se recibió con considerable aceptación y el único obstáculo fue decidir quién sería el fugitivo. Escapar del colegio no suponía en ningún caso regresar a la mansión paterna. Todo el mundo miró a sus vecinos con aire interrogante. Nadie se presentó voluntario. El presidente nos contempló con afligida severidad. -Hubo una vez -titubeó- cierto individuo, conocido por todos (salvo por los de quinto curso) y llorado por algunos, que, al saber que podía contribuir al bien público saltando a un agujero, no preguntó más y saltó a él. ¿Acaso no hay ningún Curcio24 en nuestro colegio? ¿Tendrán que languidecer insatisfechos setenta estómagos por falta de un corazón valeroso? Shillito, joven comilón, irás tú. -El señor Shillito afirmó que no era tan simple y que no haría nada parecido-. Percy Pobjoy dijo el presidente-, la fortuna te ha vuelto la espalda. Estás sin un penique... Peor aún, querido amigo, pues debes tu paga semanal de un mes. Has caído en desgracia ante la señora Glumper y lo más probable es que sigas así. Detestas el arroz. Eres escrupuloso con las orugas. Percival, amigo mío, tres damas eminentes, cuyos nombres y oficios aparecen definidos en tu diccionario clásico, te han elegido unánimemente para llevar a cabo este servicio público. -El señor Pobjoy lamentó llevar la contraria a una dama, pero teniendo, como tenía, una abuela que sería una digna contrincante de las tres Parcas, y considerando que eso le echaría encima a las Furias, se sintió obligado a declinar tan amable oferta-. En tal caso -prosiguió alegremente el presidente con aire de haber encontrado por fin a su hombre-, tendré que dirigirme al distinguido senador de la maceta invertida: el que le propinó una paliza al bravucón del hijo del molinero en doce minutos y medio, será otra vez nuestro campeón. Joles se fugará. El señor Joles dio la impresión de no entender la analogía entre golpear a un tontaina mofletudo y escapar del colegio. ¿Podía el honorable presidente detectar el menor indicio de ingenuidad en su siniestro órgano de visión? Semejante contingencia era, no obstante, esencial para que (el señor J.) actuara del modo que se le pedía. La leyenda cuenta que el año 362 a. C. se abrió un abismo en el Foro. Se declaró que no volvería a cerrarse hasta que se arrojase en él la posesión más valiosa de Roma. Marco Curcio, al comprender que nada había más valioso para Roma que un ciudadano valiente, saltó con su caballo al abismo 24

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Después de que otros honorables senadores ofrecieran respuestas no menos desalentadoras, no pareció quedar otra solución que echarlo a suertes. Tras una breve discusión, resolvimos hacerlo así: se acordó que aquel que resultara elegido por la fortuna partiría a la mañana siguiente, buscaría un escondite seguro y escribiría a uno de sus compañeros, o (tal vez preferiblemente) a sus amigos, declarando que había dado aquel paso movido por el deseo de huir de una muerte por inanición. El momento propuesto se aplazó después una semana, para que quien resultase elegido por el fatal destino tuviera tiempo de conmover a parientes y amigos explicándoles en una carta el trato que se nos daba. Si funcionaba, estupendo. De lo contrario, dicho honorable caballero (afirmó nuestro jefe) «escapará del colegio pasados siete días». Lo echamos solemnemente a suertes, al estilo homérico primitivo: los nombres de todos los alumnos -excepto los de quinto curso- se escribieron en un trozo de papel y se metieron en un sombrero. Hubo quien propuso excluir a Jack Rogers, nuestro presidente -el Néstor25 de la escuela-, que, al tener casi diecisiete años, y estar a punto de abandonar el colegio, sin duda habría preferido pasar hambre lo que quedaba de semestre. Pero él rechazó la idea como un insulto y añadió su nombre. Según el modelo clásico, sacudimos violentamente el sombrero. El papel que, obedeciendo los designios de las Parcas, saliera volando y cayese antes al suelo decidiría la cuestión. Dos salieron volando, pero uno quedó en la manga del encargado de agitarlo. Nadie se sintió inclinado a recoger el otro. Fue como si nadie, hasta ese momento decisivo, hubiese reparado en las consecuencias de abandonar de aquel modo el colegio y el hogar. Confieso que el corazón se me detuvo por un instante cuando Jack Rogers se adelantó a coger el papel. Luego sentí que la sangre me subía a las mejillas cuando nuestro líder leyó muy despacio: «Charles Stuart Trelawny». -¡Siempre tan afortunado, Charley! -prosiguió riendo, aunque creo que Jack sólo pretendía animarme-. Escribe cuanto antes, muchacho -añadió en tono más serio-, y sigue mi consejo, escribe a tu padre. Plantéaselo como un asunto de negocios. Tu madre seguro que tendrá algo que decir: En seguida escribí:

Néstor, por su avanzada edad, no pudo combatir en la guerra de Troya, pero fue un reputado consejero de los griegos 25

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Mi queridísimo padre: Espero que estés bien. Yo no lo estoy. Sabes que nunca he sido glotón y que no soy tan tonto para esperar que en el colegio nos den tan bien de comer como en casa. Así que no te enfadarás cuando te diga que nada de lo que nos da la señora Glumper es comestible y que, como no tenemos más que los posos del té y un poco de pan, todo el mundo pasa hambre. Tu respetuoso hijo, C. S. TRELAWNY P. D.: Si no quieres hablar con la señora Glumper, ¿te importaría pedirle a mamá y a Agnes, con todo mi cariño, que me envíen una gran barra de pan (con corteza y, a ser posible, bien tostada) que me dure una semana? Teniente general Trelawny, compañero de la Orden del Baño y caballero de la Orden Güélfica Hannoveriana. PENRHYN COURT

Me pareció una carta lo bastante formal, y esperé con ansiedad la respuesta. ¡Si mi padre hubiera sabido lo mucho que dependía de ella... ! Tenía que confiar en mí, pues siempre había sido sincero y al afirmar que nunca había sido un glotón tan sólo me había hecho justicia. Creo que fue al cuarto día de espera cuando llevaron un gran paquete al patio de recreo escoltado por un grupo de jóvenes curiosos y expectantes. ¡No los culpo! Dentro de los límites de aquel paquete -que, aunque enorme, tenía sus límiteshabía, en primer lugar, un pastel de carne no sólo compuesto de carne de verdad, sino enriquecido con huevos y otros deliciosos ingredientes, que temblaban en una gelatina de salsa de sabor inigualable. En segundo lugar había una selección de pasteles de fruta tan dulces que estaban pegados el uno al otro de tal modo que un estoico, por muy hambriento que estuviese, habría dudado al «separar a tan dulces amigos» y los habría devorado de dos en dos. En tercer lugar apareció un enorme hojaldre de manzana, tan apetitoso que cualquier muchacho podría darle vueltas y más vueltas sin decidir qué lado parecía

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más tentador: el del azúcar o el de la mantequilla. Y, por último, un pastel que no me arrepiento de haber calificado en aquel momento de «tremendo». No había ninguna carta, pero el augurio parecía bueno. Los pasteles y los hojaldres son embajadores muy elocuentes. No pereceríamos. Tal vez aquel mismo día notaríamos los efectos de mi formal y varonil petición, en forma de menú mejorado y de una disminución del número de orugas. A nadie se le ocurrió la idea de entregar nuestros nuevos suministros. ¡Qué desdicha no poder compartirlos todos! Tuvimos que volver a echarlo a suertes, y un afortunado grupo de dieciocho personas, entre las que nos contábamos Jack Rogers y yo, de forma honorífica, dimos cuenta a toda prisa del contenido del paquete. Las sombras siguen siempre al sol. El menú no mejoró, aunque Jack -un agudo observador de la naturaleza humana- interpretó favorablemente la nube que ensombrecía el altanero ceño de la señora Glumper como una prueba de su disgusto ante la costosa reforma que se vería obligada a acometer. ¡Ay!, por una vez, nuestro líder se equivocó. Ni ese día, ni el siguiente, ni ningún otro día, mientras duró aquel establecimiento, se produjo la menor modificación de sus antiguas normas dietéticas. Tardaron mucho tiempo en llegar a mi poder las cartas que se cruzaron en aquella ocasión. Partiendo de la base de que mi padre, ocupado con sus propias cartas, debió de entregarle la mía a mi madre diciéndole: «Ocúpate tú de esto, cariño», helas aquí: De lady Caroline Trelawny a la señora Glumper:

Querida señora Glumper: Confío en que no le alarme el tamaño del paquete que le he enviado a mi hijo. Charley está creciendo muy deprisa, tanto que su padre ha llamado mi atención sobre el particular, con cierto temor de que pudiera acabar debilitándose. Tal vez sonría usted ante la inquietud que me obliga a recordarle a una persona tan experimentada en el cuidado de los jóvenes que mi hijo necesita más que nunca comida, limpia, buena y suficiente. No es un chico delicado, y estoy segura de que lo que acabo de decirle será más de lo que él, o yo, podamos desear. Con mis mejores deseos para el doctor Glumper, le envío, señora Glumper, un atento saludo, CAROLINE M. TRELAWNY

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De la señora Glumper a lady Caroline Trelawny:

Querida señora: Tal vez la respuesta más convincente que puedo dar a su amable misiva sea que el doctor Glumper, yo misma, nuestra familia y los profesores (a excepción de monsieur Legourmet, que insiste en traer su propia comida), vivimos siempre con y como nuestros alumnos; y, que en cuestión de comida, ni escatimamos ni despilfarramos. Respetuosamente, JEZEBEL GLUMPER

Por desgracia, había suficientes visos de verosimilitud en esta correspondencia para satisfacer las conciencias de ambas damas. Era cierto que comían, o más bien se sentaban, con nosotros y, como les servían siempre lo mejor, acompañado de salsa caliente y otras cosas en su propia mesa, sobrevivían bastante bien. En cuanto al bueno del doctor, era el más inocente de los cómplices en el fomento de nuestra inanición. Se limitaba a hacer lo que decía su mujer, sin pensar en sí mismo, y habría muerto de hambre con los alumnos sin murmurar una sola queja. Cuando se hizo evidente que nuestra estrategia había fracasado, todo lo que ocurrió antes de que llegara el día fatídico se desarrolló como un extraño sueño. Me sentía como si ya no perteneciese a la escuela, y apenas a mí mismo, y, aunque nadie aludió a mi inminente fuga, comprendí que nadie la había olvidado. Fue muy significativo que Percy Pobjoy, que me debía ocho peniques desde tiempo inmemorial, pidiera prestado el dinero para devolvérmelo; y que otro tipo, con quien me había peleado, me pidiera espontáneamente perdón. El sábado -el día señalado- llegó a su debido tiempo. No nos quedaba más que una comida, una última oportunidad para la señora Glumper y para mí. -Si hoy nos sirve una comida mínimamente decente -murmuró Jack Rogers, pellizcándome el codo al entrar-, ¡Dios sabe, amigo Charley, que pondremos fin a tus inicuos planes!

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No se dio tal oportunidad. Ahí estaba la insípida masa de arroz con leche, servida como primer plato, para asfixiar cualquier buen apetito y que nadie quisiera comer más. Tras el arroz apareció el temido pastel, con su amarillenta y pretenciosa superficie -ejemplo de farsantes-, que ocultaba sabe Dios qué vilezas y falsedades. ¡Oh, qué contraste con el delicioso y exquisito bien -sólo parecido en el nombre- que me había enviado mi madre! Sirvieron el pastel y todo el mundo estaba sometiéndolo al habitual escrutinio cuando la señora Glumper proclamó con la voz de un heraldo: -Al señor Trelawny no se le servirá nada hasta que se haya comido hasta el último grano de arroz. Soltó una risita apenas audible, pero yo me mantuve firme, y así concluyó la última «cena» en Glumper House. Jack Rogers me puso la mano en el brazo. -Lo lamento, Trelawny -afirmó. -Yo no -respondí tratando de sonreír-, si no fuera por... -Pensé en mi madre y me vine abajo. -En cualquier caso, celebraremos otra reunión -replicó Jack. En un momento se juntó un gran grupo debajo de nuestro olmo favorito. Para ser sincero, diré que podría haberme pasado sin aquella ceremonia, que en cierto modo fue como asistir a mi propio funeral. Pero Jack Rogers no quiso renunciar a tan magnífica ocasión de pronunciar un discurso. Parlamentó con tanta elocuencia y durante tanto tiempo que su discurso debe de haberse recordado en el colegio mucho después de que yo -su principal objetocayera en el olvido. En su perorata observó que el honor y el bienestar de Glumper House no podían estar en mejores manos en aquella hora terrible. Y que no sería sólo dicha comunidad la que se vería beneficiada por el importante paso que me disponía a dar. Los ojos de todos los colegios de Europa estaban, o estarían, cuando se enterasen de lo ocurrido, pendientes de Glumper House. El señor Trelawny se disponía a poner el pie en el primer peldaño de la escalera que conducía a la fama, el poder y la opulencia. ¿De qué medios pecuniarios disponía?, preguntó con franqueza. Yo respondí con la misma claridad: -De ocho peniques.

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-¡Justo la suma -prosiguió Jack, triunfante- (te faltan sólo un chelín y diez peniques) en que se fundan todas las grandes fortunas! «Empezó su carrera inmortal con media corona», o «El origen de este eminente ciudadano fue de los más humildes: empezó la vida con dos chelines y seis peniques». O «Nuestro moderno Creso empezó la batalla de la vida con media moneda de cinco chelines. ¡Murió con una fortuna de dos millones de libras!». Ésos son los pasajes más repetidos en las biografías. Charles, amigo mío, estás de suerte. -Y me estrechó la mano con suma cordialidad. Yo me aventuré a observar que no poseía la cantidad mágica requerida-. ¡No, por Dios, pero la tendrás! -exclamó Jack-. Aquí van seis peniques. Recuérdalo cuando seas un viejo millonario, y envíale al amigo Jack un jamón de uno de tus parques llenos de ciervos... en Escocia. ¿Quién quiere colaborar con el Fondo Trelawny? Pese a lo justos que iban todos de dinero, tantos quisieron contribuir que nuestro jefe puso en mi mano la cantidad de nueve chelines y seis peniques. Pero la observación de Jack había obrado un extraño efecto en mi imaginación. Algo me advertía de que me ciñera estrictamente a la norma que, en apariencia, había funcionado tan bien. En pocas palabras, agradecí a mis compañeros sus buenas palabras, pero decliné aceptar más de lo requerido para fundar mi fortuna. No quería hacer nada (añadí, en suma) que pudiera conducirme al fracaso, ni deslucir el vigor innato y la frescura de media corona, quedándome con diez chelines y dos peniques, una suma jamás asociada a las inspiradas biografías que acababa de citar nuestro presidente. Cogería mi media corona y ni un penique más. Cuando empezó a declinar el día, se hizo necesario iniciar los preparativos para mi partida. Así que, ayudado por algunos amigos fieles, procedí a preparar un hatillo que pudiera transportar cómodamente y dejé el resto de mis posesiones en manos del destino. Hubo una cosa que lamenté mucho abandonar. Una maceta con los brotes de una prometedora correhuela escarlata. Me había procurado mucha ocupación y consuelo. Casi había decidido hacerla partícipe de mi destino. Pero Jack Rogers puso objeciones. En vano buscó en su memoria ejemplos de algún aventurero que se hubiese echado a los caminos con media corona y una correhuela escarlata. Cuando alguien citó el caso de Jack y las habichuelas mágicas, él se limitó a observar que varias investigaciones efectuadas en nuestros días habían arrojado dudas considerables sobre ciertas partes de dicha historia. Con eso fue suficiente.

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La fuga, por su parte, no planteaba la menor dificultad. Parte del patio de recreo quedaba oculto desde la casa, y, aunque frecuentar aquel lugar estaba prohibido y el encargado de vigilarlo tenía la obligación de denunciar a cualquiera que lo hiciese, en esa ocasión el propio vigilante me ayudó a trepar por la tapia. Nos dimos un último apretón de manos y se oyeron unos vítores cuando me detuve un instante en lo alto del muro. -Entonces escribirás la carta mañana desde... algún sitio, ¿no? -preguntó Jack, misteriosamente. (Asentí)-. ¿Estás bien, amigo? -Sí -respondí-. Muy bien. ¡Hurr. . . Salté al suelo... ¡Estaba a la deriva! Aquella tapia parecía volver las cosas radicalmente distintas. Creo que hasta que mis pies no aterrizaron en el suelo extranjero de la fábrica de ladrillos del señor Turfitt, no comprendí del todo el hecho de que me estaba fugando. Pero lo cierto era que me había convertido en un fugitivo, y para hacer justicia a mi valentía infantil, he de decir que no se me pasó por la cabeza regresar o buscar la protección de mi hogar. Sentí una breve y amarga punzada de remordimiento al pensar en el efecto que probablemente causarían las noticias de mi huida cuando llegasen al feliz círculo familiar, pero me consolé al pensar que la carta que les escribiría serviría para tranquilizarlos acerca de mi salud y proyectos futuros. Entretanto, era evidente que salía ganando con fugarme. La casa del doctor Glumper estaba en un barrio a las afueras de Londres, y, por lo tanto, en plena ruta hacia la fortuna. Me volví hacia donde calculé que se encontraba la City y eché a andar preguntándome vagamente qué sería de mí cuando llegase la hora de dormir. De pronto se me ocurrió una idea brillante, sugerida por un nombre que leí en el cartel de una taberna. Tenía un amigo -Philip Concanen- que vivía en Chelsea, a dos pasos de allí, a apenas siete kilómetros. Phil hacía tiempo que había abandonado el colegio del doctor Glumper, aunque su nombre, su fama y una caricatura de la señora G. toscamente tallada en el interior de su antiguo pupitre todavía perduraban. Ahora era un hombre de edad mediana, de unos diecinueve años, diría yo, y se había pasado una vez por casa del doctor Glumper conduciendo su propia calesa. Yo siempre le había caído bien a Phil y estaba convencido de que no sólo me daría su consejo, sino que seguiría los míos. Apenas iniciado mi peregrinaje, dejé de albergar temor por el porvenir.

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Philip trabajaba ya con su padre y su tío, dos prósperos fabricantes de licor, cuya fábrica tenía una fachada tan imponente por el lado que daba al río que casi resultaba creíble la leyenda de que una vez la habían confundido con el hospital de Chelsea. Por el otro lado, uno se hundía en una larga callejuela, oscura y estrecha, que era el único acceso a aquella mina de oro. Recorrí a tientas el pasadizo al caer la tarde, y tuve la suerte de encontrar a Philip al mando (hasta la mañana del lunes) de Hermanos Concanen & Concanen. Philip me dispensó una cordial bienvenida y, gracias a su vieja gobernanta, una cena muy reconfortante; escuchó mi historia con la amabilidad y el interés que yo esperaba, aun que también con cierta seriedad, con la que no había contado. Su trato con otros hombres y con los barriles había limado su romanticismo. La cerveza tiende a debilitar decididamente los sentimientos. Con la comida, he podido observar desde entonces, ocurre justo lo contrario. La hija del molinero -si es que tiene algunaes casi siempre una heroína. Mi amigo criticó con cierta severidad las áureas visiones de Jack Rogers, se negó a creer en la eficacia de media corona como piedra angular de la opulencia, e incluso sugirió (aunque remotamente) que podría ser deseable que llegase a un acuerdo con las autoridades y abandonara mi empresa. No obstante, me mostré inflexible en ese punto y, tras una prolongada discusión, llegamos a convenir lo siguiente: Que haríamos partícipe de nuestra confianza a la vieja gobernanta, la señora Swigsby, a fin de que yo pudiera ocupar hasta el lunes el dormitorio que quedaba libre. Que dicho día yo trasladaría mis reales al cuarto trastero donde vivía el propio Philip, que daba a una puerta trasera y un pasadizo, oscuro ya a mediodía, que conducían a Paradise Alley y desde allí a la intimidad de Jew's Road. Que seguiría en dicho refugio hasta que hubiese tenido ocasión de «abrirme camino» en la oscuridad, cosa que ocurriría necesariamente cada vez que atravesase aquel umbral. Que, a la menor sospecha de que alguien hubiera descubierto mi paradero yo lo abandonaría para evitar comprometer a mi amigo. Y, por último, que escribiría a mis padres para tranquilizarlos y que no temieran por mi seguridad. Con ciertas dificultades, debidas al hecho de que la señora Swigsby era más sorda de lo que yo creía posible, informamos del asunto a tan excelente señora y, tras quitarle de la cabeza la idea de que era sobrino de Arthur Thistlewood y estaba profundamente involucrado en ciertos incidentes, por aquel entonces todavía

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recientes, sucedidos en la calle Cato26, prometió ayudarnos en todo lo que pudiera. Una vez arreglado este asunto, me senté a escribir la carta:

Mis queridísimos padres: Espero que estéis bien. Nos comimos el pastel y las otras cosas que tuvisteis la amabilidad de enviar, y luego volvimos a pasar hambre. Arroz con leche, orugas y eso que ellos llaman «pastel de ternera», pero no lo es, como de costumbre. Esperaba que hubierais escrito a la señora Glumper, pero tal vez os dio reparo hacerlo. Celebramos una reunión y decidimos escapar uno tras otro, hasta que mejore la comida. Lo echamos a suertes y me tocó a mí. Supe que a vosotros os parecería bien, pues en cierta ocasión os oí decir, a propósito de cierto capitán Shurker, que no era honorable echarse atrás. Tengo mi segundo mejor traje, ropa interior limpia, mi Biblia y mi Delectus27, y una suma de dinero que me servirá para iniciar mi fortuna. Sé lo que estoy haciendo -es decir, lo sabré mañana-, por lo que espero que no os enfadéis. Un beso a mamá y todo mi amor a Agnes. Vuestro hijo, que os quiere y respeta, C. S. TRELAWNY

La mañana del lunes, Phil me llevó a mis nuevos cuarteles en su cuarto trastero, donde encontramos a la señora Swigsby dedicada a hacer lo que llamó una cama «plegable». Por la actitud de la buena mujer, no pude sino pensar que seguía albergando algunas sospechas, pues de vez en cuando me miraba como si pensara que iba a estallar como una granada. De todos modos, Phil me persuadió de que era inútil intentar convencerla de lo contrario y yo admití que tendríamos que correr el riesgo. Me enseñó el pasadizo oscuro y la entrada trasera, me dio la llave y se marchó no sin antes asegurarme que nadie entraría en el apartamento hasta la noche,

Arthur Thistlewood (1770-1820) pertenecía al grupo de los Filántropos Spenceanos que conspiró para derribar violentamente al Gobierno. El 23 de febrero de 1820 se reunió con otros conspiradores en un pajar de la calle Cato, pero la policía logró infiltrar espías en el grupo y Thistlewood fue detenido y condenado a morir en la horca 26

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Un manual de latín elemental

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momento en que él pasaría a hacerme un poco de compañía, traerme la cena y averiguar qué tal me había ido. Cuando, pocos minutos más tarde, entré en Jew's Road, volví a tener la sensación de no ser dueño de mis actos, ¡además de otra impresión parecida, todavía menos tranquilizadora, de que por el momento, nadie lo era! En cualquier caso, alcé la cabeza y anduve con tanta confianza como si un amigo influyente estuviera esperándome a la vuelta de la esquina. ¿Cómo...? ¿Cómo empezaba la gente? Por lo general, pensé, con algún feliz accidente. ¿No querría algún niño de alta cuna correr el riesgo de ser atropellado? ¿Algún rollizo caballero resbalar con una piel de plátano y permitir que yo lo ayudara a levantarse? ¿Algún apresurado comerciante perder un libro con valiosos contratos a mis pies? No, la mayoría de estas cosas habían sucedido ya. La Fortuna desprecia repetirse. Tenía la convicción de que debía empezar desde abajo. Una leyenda de mi infancia era: «Empezó (un gran hombre) barriendo una barbería». ¿Dónde estaría aquel barbero? «Se necesita aprendiz.» Fue como una respuesta. ¿Serían reales aquellas letras? En tal caso la Fortuna, aunque escribiese con mano indiferente, no me había abandonado. Yo era un muchacho. Y alguien me necesitaba. ¡Heme aquí! Entré en el establecimiento. No era una barbería. Parecía más grasiento. Imaginé que el negocio de las manitas de cerdo era mucho más sucio. -¿Qué puedo hacer por usted, joven? -inquirió el rollizo propietario, envuelto en un mandil blanco y blandiendo un inmenso cuchillo. -Dígame, ¿necesita usted un aprendiz? -pregunté. El hombre me miró de pies a cabeza. Luego dijo: -Lo necesitábamos, pero por desgracia sólo aceptamos seis huéspedes al día, y el marqués de Queerfinch acaba de alquilar la última habitación para su séptimo hijo. -Quiero... ser su aprendiz, señor -balbucí. -Mira, muchacho, si no quieres mis pies de cerdo, sal de aquí con los tuyos antes de que nos metamos los dos en un lío. En otras dos ocasiones, tentado por carteles similares, me aventuré a ofrecerme como aprendiz, pero sin éxito. Un solo vistazo a mi aspecto parecía bastar a todos para convencerlos de que no era el muchacho que buscaban. Sí, ¡era

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demasiado elegante! Se notaba que hacía poco que me había fugado por mi chaqueta azul todavía reluciente y mis botones dorados, por no hablar del cuello impoluto. Cuando se hizo de noche, me alegré de poder volver a casa y contarle mis aventuras al comprensivo Phil. Phil admitió que era posible que no fuese el aprendiz que escogería un chacinero y me sugirió que picase un poco más alto. ¿Por qué no probaba suerte entre aquellas clases en las que la apariencia y los modales de un caballero no suponían una desventaja insuperable? ¿Por qué no? El tiempo apremiaba. Las sospechas de la señora Swigsby cada vez eran mayores. Lo intentaría al día siguiente. -Así me gusta, amigo -dijo Phil, al darme las buenas noches-. Directo a la fuente. Yo no estaba tan seguro. Abrirse camino e ir directo a la fuente, aunque sean unos admirables principios generales, no era tan fácil como parecía. ¿Dónde estaba la fuente? -En las grandes empresas comerciales y financieras -me había dicho Phil mientras tomábamos una copa de vino- hay que tratar siempre con los jefes. Era evidente que mi amigo daba por sentado que debía buscar gente de tal categoría. Así que escogí el nombre de una eminente empresa financiera de la City, me «abrí camino» hacia su distante domicilio y me encontré en presencia de unos cincuenta oficinistas, todos muy atareados. Tras pasar un rato desapercibido, me acerqué a uno de los escritorios. -Por favor, señor, ¿hay algún patrón? -¿Un qué? -preguntó el empleado con notable energía-. ¿Te has creído que esto es una sastrería? -Le expliqué que me refería a su jefe, al dueño de la empresa, y el oficinista esbozó una lánguida sonrisa-. El señor Ingott está en Goldborough Park afirmó-, pero, si vienes por lo del préstamo turco, le enviaremos un telegrama. Podría estar aquí mañana. Le aclaré que no tenía nada que ver con el préstamo turco ni con ningún otro tipo de préstamo y que cualquier otro socio de la casa me serviría. El empleado asintió, le susurró algo a otro oficinista, me pidió que lo siguiera y me guió por un laberinto de escritorios hasta llegar a un despacho donde había un

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anciano caballero leyendo el periódico. Me miró con aire inquisitivo a través de las gafas doradas. El empleado murmuró y... -¿Y bien, mi joven amigo? -dijo el anciano banquero. -Por... por favor, señor -le espeté-, ¿necesita usted a un muchacho de confianza? El oficinista soltó una risita, pero el anciano caballero le indicó que se marchara con una mirada y prosiguió: -¿Quién te ha enviado aquí, chico, y qué es lo que quieres? Sus modales eran muy amables, así que le expliqué en seguida que no me había enviado nadie y que, siguiendo el consejo de un amigo, me había propuesto abrirme camino, y deseaba empezar como muchacho... como muchacho de confianza, a ser posible; movido por aquel propósito había ido directo a la fuente; no podía decirle mi origen, puesto que eso se apartaba un poco de lo convenido con mis amigos, pero, aun así, podía confiar en mi honradez, y, en caso necesario, estaba dispuesto a depositar en manos de la empresa cierta cantidad de dinero como indemnización por cualquier pérdida en que pudieran incurrir a raíz de mi inexperiencia. El anciano caballero me preguntó a cuánto ascendía esa cantidad. -A dos chelines y seis peniques. Noté que le brillaban los ojos, y luego, como si se le hubiese ocurrido algo de repente, me puso la mano en el hombro y me acercó a la luz. -¡Ejem...! Justo lo que pensaba -me pareció oírle decir. Luego añadió en voz alta-: Mira, muchacho. No puedo cerrar un trato de tanta importancia por mi cuenta. Debo consultar a mis socios en la empresa. Siéntate en el cuarto de los mensajeros... detrás de aquella puerta. En media hora te daré mi respuesta. En el cuarto de los mensajeros encontré a un joven de aspecto respetable comiendo un poco de pan con queso. Me ofreció un bocado, pero yo no tenía hambre. Por muy amable que hubiese sido aquel anciano, me había dejado intranquilo. Casi había tenido la impresión de que me conocía. -¿Quién -pregunté al mensajero- es ese anciano caballero que me ha asegurado que debía consultar a sus socios? -Sir Edward Goldshore, el que vive en Bilton Abbey, cerca de Penrhyn.

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-¿Penrhyn? ¿La residencia del general Trelawny? -Sí, señor, ahí es. El general viene a menudo a almorzar cuando está en la ciudad. ¿Tenía que consultar a sus socios? ¡Pero si están todos fuera menos él! -¿No le parece -pregunté en voz baja- que aquí hace mucho calor? Saldré a tomar un poco el aire y estaré de vuelta en un santiamén. Desaparecí antes de que el joven pudiera poner alguna objeción. Estaba escrito que aquel día desdichado terminaría de forma aún más desdichada. Concanen apareció en su cuarto trastero con expresión preocupada. -Lo siento mucho, amigo mío, pero me temo que tendrás que levantar el campamento. No podemos fiarnos de la vieja Swigsby. Tendrás que marcharte, Charley, amigo, y, si no quieres ir directo a casa, como haría un chico razonable, tendrás que instalarte en otro sitio. Obviamente, no había alternativa. Me fui a la mañana siguiente. Pero los buenos oficios de Phil no cesaron hasta que me vio instalado en una (humildísima) habitación no muy lejos de allí, aunque en una localidad donde podía seguir abriéndome camino sin correr el riesgo de que me reconocieran. Al principio, Phil insistió en pagar el alquiler -cinco chelines a la semana-, pero cuando le respondí que aceptar dicha suma de dinero podía viciar todo mi futuro, el hombre aceptó llenarme el armario para que pudiera subsistir una semana y dejó mi media corona todavía intacta. Por segunda vez estaba a la deriva. La Fortuna siguió mostrándoseme esquiva. Fuera a donde fuese y preguntara a quien preguntase, encontraba siempre las mismas sospechas. Tanto si me cepillaba bien la chaqueta, como si le hacía unos agujeros en los codos, daba la impresión de que nunca acertaría con el deseado equilibrio entre elegancia e indigencia. No describiré con detalle aquellos días desgraciados, ni cómo fueron disminuyendo mis esperanzas y mis recursos hasta que, a mediados de la segunda semana, me encontré con el alquiler pagado, pero desprovisto de todo excepto de las ropas que vestía y ¡de una moneda de seis peniques! Desesperanzado, había dejado de buscar empleo. No podía volver a casa. No había vuelto a saber nada de Phil, y temía comprometerle si acudía a él. ¿Qué podía hacer?

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Una mañana, estaba vagando por ahí medio muerto de hambre y tentándome la chaqueta donde guardaba la moneda de seis peniques, como si la aparición de una casa de comidas pudiera bastar para hacerlos salir de allí, cuando reparé en un anciano judío que estaba sentado en las escaleras de una casa. No era un judío limpio y pulcro. De hecho, no creo haber visto nunca uno más sucio, pero me llamó la atención por la actitud de un pinche de cocina que, al pasar a su lado, murmuró: «Este viejo está listo», y se metió dos dedos en la boca para silbar un himno de alegría delante de aquel hombre para celebrar dicha circunstancia. El viejo judío alzó desmayadamente la mirada. Su rostro, aunque cubierto de mugre, no me pareció desprovisto de nobleza; y, puesto que tanto me daba ir a un sitio que a otro, me volví para mirarlo mejor. Era muy anciano, andrajoso y parecía famélico; al menos yo nunca había visto el hambre pintada de manera tan legible en un rostro que no fuera el mío. Hizo un gesto lánguido con los dedos, como si estuviera agonizando, pero no mendigó y yo pasé de largo. De repente cruzó por mi cabeza una idea: «¡Y si aquel anciano moría!». Los seis peniques parecieron danzar espontáneamente en mi bolsillo, como movidos por la misma idea. Volví tembloroso sobre mis pasos, pues, si cedía a aquel impulso caritativo, ¿qué sería de mí? Siempre podíamos repartírnoslos... pero ¿cómo iba a pedirle cambio a un hombre agonizante? Volví a pasar de largo. No sé si fue mi imaginación, pero me pareció que los seis peniques me punzaban en el costado. «Pero vosotros sois mi última esperanza de hacer fortuna respondí en tono de queja-; si os entrego, estaré renunciando a millones... "dos millones".» Una nueva punzada en el costado terminó de decidirme. Me volví una vez más, desanduve rápidamente mis pasos y ¡puse los dos millones en la mano del viejo! Apenas recuerdo cómo pasé el resto del día. Estaba atardeciendo cuando, sintiéndome cada vez más cansado y desfallecido, decidí arrastrarme hasta casa. Sin darme cuenta, me detuve delante del escaparate de un panadero; entonces alguien me puso una mano en el hombro. Era el judío. El viejo tenía mucho mejor aspecto y ahora era el que parecía más vivo de los dos. -Buenos pasteles -dijo el viejo judío-. ¿Tienes hambre? Demasiado cansado para hablar, asentí con la cabeza. -Y... y... ¿no tienes dinero? -preguntó el viejo con curiosidad. Moví la cabeza y me dispuse a seguir mi camino-. He... he... gastado los seis peniques -prosiguió el

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judío-, pero si no te molesta visitar la morada de un pobre viejo, te daré algo de cenar, y, si lo necesitas, también alojamiento. Mi palacio está cerca de aquí. Lo miré sorprendido y lo seguí. Andando a paso mendicante, se alejó arrastrando débilmente los pies y echó por un callejón donde había casas muy pobres, se detuvo en una de las más próximas y golpeó en el alféizar de la ventana con su muleta. -Sujétate a mi abrigo cuando nos abran la puerta -dijo el judío-. Tal vez te parezca que está oscuro ahí abajo. ¡Y vaya si lo estaba! Tanto que la mujer que nos abrió la puerta parecía invisible en la penumbra, aunque una voz argentina, que no era la del judío, nos dio la bienvenida y se apagó como la de un espíritu en alguna esfera superior adonde la seguimos a trompicones. Un cabo de vela, que ardía vacilante en un rincón, nos mostró que nuestra guía era una chica de unos quince años vestida con una túnica blanca que la cubría del cuello a los pies, y parecía, por lo que pude adivinar, su única prenda. Las anchas mangas estaban recogidas hasta los codos, como si hubiese estado ocupada en las tareas domésticas, y, por lo inaudible de sus pasos, deduje que debía de ir descalza. Una cinta ancha y blanca recogía una inmensa mata de pelo castaño. ¡Y su rostro! Por joven que yo fuese, y por muy exhausto y soñoliento que estuviera, me sumí en una especie de trance sólo con contemplar una vez su maravillosa belleza. «¿Es una mujer? ¿Es una mujer?», recuerdo haber balbucido para mis adentros. Estuvo unos segundos sin moverse, con aspecto estatuario, y luego extendió los blancos brazos hacia mí con interrogante sorpresa; tuve la sensación de que no sería pecado postrarme a sus pies para adorar lo que parecía más el cielo que la tierra. -Zell, la cena -dijo el judío y se hizo la oscuridad. Zell se había desvanecido. Lo que quedaba de la tarde fue un espacio vacío con efímeros vislumbres del paraíso. La fatiga y la inanición me obligaron a dormir, incluso mientras me esforzaba en comer. Pero, en aquellos intervalos de gloria, supe que asistía a un banquete con la Reina de las Hadas y un hebreo harapiento a quien ella llamaba abuelo; comprendí que este último (hablando como si yo no estuviera allí) le contaba la historia de mis seis peniques, lo que me pareció divertido, y por último reparé en que la reina Titania28 observaba con voz lastimera: «¡Pobre chico! ¡Debería estar en la cama! », y me acostó sin más ceremonias. 28

La reina de las hadas en Sueño de una noche de verano, de Shakespeare

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Mi camastro estaba en el suelo de aquella misma habitación, y lo último que recuerdo son los pies de Titania, tan pequeños, blancos e inmaculados, con unas venas tan azules y tan cerca de mis labios que, de haberme atrevido, se los habría besado... aunque me quedé dormido mientras lo pensaba. Dormí tan profundamente que cuando desperté al día siguiente, Zell y su abuelo estaban terminando el desayuno. Los dos iban vestidos como el día anterior; el anciano, con su físico raquítico, su ropa harapienta y sus zapatos raídos, ofrecía un extraño contraste con la embrujadora criatura, fresca y dulce como una rosa cubierta de rocío, que tenía a su lado. Si su belleza había sido evidente ya en la penumbra de la noche anterior, la plena luz del día no hizo sino confirmarla. Su semblante era indudablemente judaico, pero muy moreno y con los rasgos más refinados y delicados. Yo seguí embargado por una especie de alegre estupor, incapaz de apartar mis ojos de aquel objeto tan maravilloso. Si el amor puede surgir a los once años, allí nació una pasión inmortal. ¡Oh, ángel mío! De pronto, Zell reparó en que estaba despierto. Después de servirme un poco de té, salió de la habitación y luego el anciano se acercó y se sentó a mi lado. Tras preguntarme por mi casa y mis amigos, a lo que respondí con candidez que, en aquel momento, no podía decirle nada, pues estaba tratando de «abrirme camino», prosiguió: -Ya que has sido franco conmigo, muchacho, yo también lo seré contigo. Aunque soy un hombre muy, muy pobre, sí, yo diría que paupérrimo, no soy, como creíste, un mendigo. Tengo un modo de ganarme la vida, pero me obliga a pasar mucho tiempo fuera de casa. Mi nieta, mi Zell (no sé a qué idiota se le ocurriría llamarla así; en realidad se llama Zeruiah), no tiene parientes ni amigos. Por razones que no puedo explicarte, nunca sale de casa. Se me parte el corazón al ver la soledad a que estoy obligado a condenarla. Quédate con nosotros, muchacho, aunque sea sólo por un tiempo. Tendrás alojamiento y comida, y tal vez algo más cuando vengan tiempos mejores. Puedes hacer recados para Zell, y ayudarla con las tareas de la casa. ¿Qué respondes? ¡Si aquel anciano me hubiese explicado que esperaba mi consentimiento para concederme la Corona de Inglaterra, mi corazón no se habría henchido de una alegría tan exultante! ¡Quedarme con ella! ¡Verla! ¡Servirla! ¡Ser su esclavo! No sé lo que respondí. Sólo recuerdo que diez minutos más tarde, el anciano se había ido arrastrando los pies y que, mientras lavaba las tazas del té, bajo la supervisión de mi hermosa señora, rompí una y recibí un pescozón en la oreja,

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propinado sin la menor ceremonia. Era evidente que Zell era tan hermosa como impulsiva. En virtud de la inmensa superioridad que le daba aventajarme en cuatro años de edad, la joven dama no me prestó más atención que si fuese un gatito. La habitación en que nos encontrábamos y el cuartito que había arriba, donde dormía Zell, estaban, como la propia joven, escrupulosamente limpios: el resto de la casa parecía abandonada al polvo y los gusanos. Nuestras parcas comidas se preparaban en el salón, gracias a la suma diaria de unos cuatro peniques y medio que el dueño dejaba antes de marcharse. Mi señora me daba instrucciones acerca de dónde y cómo invertir aquel capital con mayor provecho y según mi habilidad para hacerlo me recompensaba a mi regreso con una radiante sonrisa o con un sonoro pescozón. Como mi señora era bastante reacia a hacerme partícipe de sus pensamientos, tardé mucho tiempo en averiguar los siguientes detalles: que mi anfitrión, Moses Jeremiah Abrahams, era un caballero cuyas miserias le habrían permitido rivalizar, si no eclipsar, a lo más ilustres avaros de la época, si hubiese poseído algo que atesorar. Que Zell iba vestida de aquel modo para impedir que saliera -e incurriese así en algún tipo de gasto- a la vía pública. (Cuando, sentado en el suelo, mientras ella me lo contaba, contemplé los bellísimos ojos de mi dueña, se me ocurrió que el anciano debía de tener motivos más loables.) Que el señor Abrahams, que solía estar ausente hasta el anochecer, en ocasiones volvía todavía más tarde. Y, por último, que no debía sorprenderme si, uno de aquellos días, oía la señal en el alféizar de la ventana y encontraba a otra persona al pie de las escaleras. -¡Y ay de ti -concluyó mi señora amenazándome con su delicada mano- si traicionas nuestro secreto! -¡Nuestro! Mi corazón desfalleció, pues al instante comprendí lo que significaba, y sentí la quemazón de los celos. Mi señora tenía un enamorado-. ¿Por qué te ruborizas, majadero? -dijo mi señora entre risueña y enfadada-. ¿Podemos confiar en ti o no? Yo farfullé no sé qué tontunas asegurándole que estaba consagrado en cuerpo y alma a su servicio. Y no me cabe duda de que era sincero. Mi devoción no tardó en ponerse a prueba. Esa misma noche (una de las que el señor Abrahams llegó tarde) sonó, en el alféizar un golpe como el que él daba. Zell me pidió que la siguiera y bajó rápidamente las escaleras, abrió con cuidado la ventana y un individuo, en apariencia tan débil y andrajoso como su abuelo, la tomó entre sus brazos.

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Por un momento, ella se lo permitió, luego se apartó y le dejó sólo que le cogiera de la mano; y aquel monstruo, quienquiera que fuese, pareció comérsela a besos. Después siguió una conversación entre susurros, durante la cual noté que ambos se referían a mí. Por fin, como asustado por una señal del exterior, el desconocido desapareció y nosotros volvimos arriba. A la mañana siguiente, mi señora me dio una nota sin dirección. Debía llevarla a una tienda en particular y entregársela a un desconocido que me abordaría en la calle. Pero no encontré a ningún desconocido. Temeroso de volver sin haber cumplido mi misión, me entretuve comprando no sé qué bagatela cuando se detuvo en la puerta un faetón y entró en la tienda un caballero. Era muy apuesto, lucía negros y espesos bigotes cuidadosamente rizados, calzaba largas espuelas doradas y tenía pinta de oficial. En la tienda debían de conocerlo bien, pues estuvo toqueteando varios objetos, mientras bromeaba y reía con la dueña, pero no compró nada. ¿Sería ése mi hombre? Por si acaso, me las arreglé para mostrarle lo que llevaba conmigo. Salimos juntos de la tienda. -¡Dámela! ¡Vamos, chico! -dijo el caballero con aspereza-. Toma esto y esto. Me dio otra nota y media corona-. Y vuelve aquí mañana. Le respondí que no quería su dinero, aunque entregaría su nota. Él me miró, soltó un largo y grave silbido, supongo que para expresar su sorpresa, y se marchó. La alegría de los ojos de mi dulce señora y su mano blanca que me acarició los rizos mientras leía la carta, fueron suficiente recompensa. Luego me convirtió en su confidente: el que la pretendía era lord John Loveless, hijo del orgulloso conde de St. Buryans, con quien, debido a cierto malentendido financiero, el pobre lord John no tenía relaciones precisamente cordiales, por lo que era más que improbable que el conde consintiera a la unión de su hijo con la nieta de un judío empobrecido. De ahí la necesidad de los encuentros clandestinos, en los que mi señora tranquilizaba su conciencia no permitiendo a su enamorado cruzar el umbral de la puerta. El caballero se presentó en la tienda a la mañana siguiente igual que yo. Me cogió con familiaridad del brazo. -Vayamos al río, muchacho. Quisiera charlar contigo. No estábamos lejos del río. Subimos a un bote y nos alejamos de la orilla mientras mi compañero charlaba agradablemente. Por fin dijo: -Ese viejo patrón tuyo te tiene atado muy corto, ¿no? ¿Qué hace con su dinero? ¿No lo has oído nunca contando sus guineas? ¡Dime!

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Lo negué con firmeza y expresé mi convicción de que era pobre con unas razones tan ingenuas que mi compañero vaciló. Se puso serio, por no decir malhumorado, y pareció aburrirse mientras remábamos de vuelta a la orilla. No le conté a mi señora lo que había ocurrido, pues tendría que haberle hablado de su mal humor cuando le describí su pobreza, y eso podría haberle hecho daño. Después de aquello, las visitas del caballero se volvieron menos frecuentes y las sonrisas de mi señora más escasas. Andaba con pasos más lentos y tristes, y a veces se sentaba con sus brazos de mármol cruzados sobre el regazo, hasta que yo casi llegaba a dudar de si seguía con vida. En tales ocasiones, me ponía delante de ella para hacerla cambiar de expresión. Un terrible suceso acabó por sacarla de su estupor. Cierta noche llevaron agonizante a casa al anciano caballero. Lo habían asaltado, golpeado y robado unos malhechores en la calle. Aunque no tenía ninguna herida mortal, la impresión y, peor aún, el robo al que aludía sin cesar contribuyeron a llevarlo a la tumba. A pesar de los esfuerzos del médico, se apagó rápidamente y murió a medianoche. Mi señora, que no se había apartado de su lado, lo soportó todo con una extraña entereza. Nunca la vi llorar, pero su rostro lívido y sus ojos encendidos me llenaron de preocupación. Se encontró un testamento en regla, en el que el anciano, en términos generales, legaba a su nieta, Zeruiah Abrahams, todo lo que poseyera en el momento de su muerte, y señalaba a un tal Lemuel Samuelson como tutor y legatario. Nunca supimos cuánto dinero llevaba el anciano encima cuando le robaron. Las monedas que encontramos en la casa apenas bastaron para pagar al médico, y los muebles no valdrían más de veinte o treinta libras. Una parte los vendimos, con la ayuda de un vecino, para que el anciano no tuviese el funeral de un mendigo; lo demás pensamos que serviría para comprar ropa para Zell (puesto que ahora ambos debíamos partir y «abrirnos camino») y comida hasta que encontráramos dicho camino. Una vez hecho todo esto, la casa cobró un aspecto desolado y abandonado, igual que mi pobre señora. Aunque nunca me lo dijo, el abandono de su enamorado -de quien nada supimos en aquella época de tribulación- le partió el corazón. Un día, antes de que llegase su ropa, estaba yo pululando inquieto por la habitación y pensando en qué decirle para consolarla, cuando de pronto levantó la cabeza: -Charley, ¿tú también me vas a abandonar?

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-¡Zell! ¡Abandonarte! -Y prorrumpí en llanto como un idiota. -No... ¡No llores! Mi niño... -Y, contagiada por mis lágrimas, la pobre Zell apoyó la cabeza en la mesa y se puso a llorar en voz alta. Casi en ese mismo instante reparé en un arrapiezo que nos hacía gestos con la mano desde la calle. Balbuciendo una excusa, corrí fuera. -El caballero me ha dado un chelín -dijo el chico- para que le diga que le está esperando en la esquina. En la esquina, o, más correctamente, a la vuelta de la esquina, estaba lord John Loveless. -Vamos, muchacho -dijo el caballero apresuradamente-, corro un gran peligro al venir y sólo puedo quedarme un instante. ¿Qué tal se encuentra tu señora? ¿Está bien? ¿Está bien cuidada? ¿De verdad era un mendigo el viejo? Respondí que el anciano no había sido nunca un mendigo, aunque no teníamos dinero, y teníamos intención de buscar trabajo en cuanto pudiéramos. -¿No quiere usted pasar? -me obligué a decir. -No -respondió-. No puedo. Tengo cosas que hacer en otro sitio. Mira, muchacho. Dale esto. Dile que he estado fuera con mi regimiento y que, de lo contrario, se lo habría enviado antes. Y, si alguna vez se escabulló un noble caballero, creo que ése fue lord John. Arrodillado a los pies de mi dulce señora, le conté fielmente la conversación. Zell me escuchó sin apartar por un instante sus ojos de los míos. Luego dijo: -Ponla (su menguada limosna) en un sobre, y llévala a la dirección que ahora te indicaré. Y así lo hice. Pero los acontecimientos del día no habían terminado. Mientras discutíamos al caer la noche nuestros planes para el día siguiente, llamó a la puerta un desconocido que exigió que le dejásemos entrar y, acompañado de otro individuo que, por lo visto, había estado paseándose por la acera, sacó unos papeles y afirmó ser el propietario de la casa. Era nuestro casero. Debíamos varios meses de alquiler. Como el excéntrico señor Abrahams había pasado por alto tanto sus requerimientos como sus amenazas, había dado los pasos necesarios para recuperar la casa y ahora llegaba,

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inspirado por un intenso odio (que no se molestó en disimular) a los huéspedes judíos, y con intención de hacer valer sus derechos. De nada servía quejarse. No teníamos ni un chelín, y los únicos muebles que nos quedaban eran nuestras camas, dos sillas, una mesa y los utensilios de cocina, que, todos juntos, no bastaban para pagar ni la mitad de la deuda. -Al menos, caballero -dijo mi señora-, espero que no nos arrojéis a la calle esta noche. -¡Bueno! -respondió aquel hombre, a regañadientes-, no hay por qué llegar a esos extremos. Pero os aseguro que estoy acostumbrado a esos trucos. Si dejo que os quedéis hoy, os quedaréis para siempre. Hay que poner fin a eso. Sin camas ni cristales en las ventanas, estaréis más dispuestos a marcharos. Coge las cosas, Bill Bloxam, y deprisa. -Pronto será de noche, caballero -replicó Zell, pálida como un fantasma-, una noche que promete ser fría y húmeda; por caridad, déjenos al menos la protección de los cristales. -Abrochaos las enaguas -repuso el casero con frialdad- ¡Vamos! Tiró bruscamente del cristal de la ventana y lo sacó con estrépito. Pero el marco de madera podrida, privado de su apoyo y cediendo a cierta presión desde el interior, cedió también. Se produjo un ruido que sacudió toda la casa: ¡un ruido estruendoso y tintineante! ¡Algo se había caído! ¡El apartamento quedó literalmente alfombrado de oro de un extremo al otro! -¡Buf! -dijo aturdido el casero quitándose el polvo de los ojos. Mi señora fue la primera en recobrar la compostura. Un sereno, que se disponía a iniciar su guardia nocturna, se plantó ante la puerta atraído por el estrépito. Zell me pidió que lo llamara y, apartando al perplejo casero, consiguió así un guardián fiable para la noche. Mi señora también envió un mensajero a buscar a Lemuel Samuelson, quien se presentó al amanecer y se unió a nuestras pesquisas. Esparcidas por el suelo había dos mil setecientas guineas. En distintas partes de la casa, sobre todo entre las grietas y los huecos del entarimado, encontramos billetes de banco por valor de treinta y dos mil libras. Pero incluso eso no era nada comparado con las hábiles inversiones extranjeras del viejo avaro, que una vez desenterradas en un fajo, representaban la enorme suma de doscientas noventa mil libras.

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-Y ahora, querida -dijo el señor Samuelson, una vez terminados la búsqueda y los cálculos-, nos obsequiarás a mí y a la señora S. con el placer de tu compañía en mi casita de Sydenham, hasta que decidas qué es lo que quieres hacer. Mi señora aceptó en seguida. Desde el descubrimiento del tesoro había tenido intervalos de profunda melancolía. ¿Estaría pensando en lo que podría haber sido si el anciano hubiera sido menos reservado? Apenas me había dirigido la palabra y, hasta que el señor Samuelson se presentó muy obsequioso para llevarla a su carruaje, no supe si se dignaría siquiera despedirse de mí. Por fin, fue su propio tutor quien le hizo reparar en mí, al preguntarle si tenía algunas instrucciones que darle al «chico». -El chico -repitió Zell, abstraída. -¡Pásate por mi despacho, muchacho! -dijo el señor Samuelson, que parecía impaciente por marcharse-. A propósito, ¿cómo te llamas? No respondí y seguí mirando a mi dueña. -Huraño, ¿eh? -dijo el señor Samuelson-. Peor para ti. Vamos, querida. -¡Charley, Charley! -exclamó Zell. Entonces no pude responder. Extendió la mano hacia mí, pero su tutor se la llevó. Aquel día lo pasé junto a la ventana, como si estuviera convencido de que volvería; aunque, en realidad, no creía que fuese a hacerlo. Sabía que mi amada señora se había ido para siempre, y que se había llevado consigo toda mi alegría, mi felicidad y mis deseos de vivir. Noté cierta sensación de hambre, pero no tuve ánimos de ponerme a buscar comida; a la hora en que, en días más felices, acostumbrábamos a preparar la cena me arrastré hasta la camita de mi señora y me tumbé en ella. Tenía un curioso zumbido en los oídos y mi pulso más parecía temblar que latir. Empecé a soñar sin pasar por la ceremonia introductoria del sueño. Me oí gritar y debatirme. Luego se hizo la oscuridad... Desperté en casa de mi padre. Había pasado allí tres semanas. Aunque estaba muy débil, me fui recuperando y pronto estuve en condiciones de volver al colegio. Aunque no a Glumper House. No. Supe que, en mi delirio, había pronunciado mi nombre y mis señas. No sé qué otras cosas debí de decir, tan sólo que tanto mi madre como mi querida Agnes conocían tan bien como yo que el nombre de Zell ocupaba constantemente mi pensamiento. Era mi amada, mi reina, mi única señora. Con esa convicción, y con la

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seguridad de que algún día tendría la bendición de volver a verla, me hice un hombre.

Se celebró un gran baile en el castillo de Dublín, al que, como joven teniente de dragones, tuve ocasión de asistir. La recepción fue más concurrida y fastuosa de lo normal, pues era para despedir a un gobernador muy popular. Dicho personaje se paseaba entre sus sonrientes invitados y se detuvo a hablar con un grupo que tenía yo a mi lado. -Bueno, señores -dijo su excelencia-, ¿quién es el caballero afortunado? ¡Semejante premio no puede escapársenos a todos! Una deslumbrante belleza, dulzura, los mejores dones, unas rentas de doce mil libras al año. ¡Será una vergüenza para Irlanda, si esta beldad mexicana se va esta noche (pues tengo entendido que vuelve a México) y sigue estando soltera! -No lo hará, señor -replicó el coronel Walsingham. -¡Ah! ¿Y quién ha sido el vencedor? -preguntó su excelencia, casi tan interesado como si él mismo fuese un candidato. -Todavía es dudoso -intervino el joven lord Goring-. Sabemos que en la carrera estamos Hawkins, Rushton, O'Rourke, Walsingham, St. Buryans y este humilde servidor. St. Buryans lleva las de ganar. -¿Y eso? -preguntó su excelencia. -La dama ha pasado toda la tarde sentada al lado de la. señora madre de St. Buryans -dijo Goring en voz baja-. Y no hay cristiana, ni judía, mas inteligente que ella. -Y ¿dicen ustedes que se decidirá esta noche? -Así es. La joven sólo bailará el último baile. Todos le hemos pedido tener el privilegio de ser su pareja. Ella no nos ha revelado aún su elección. Hemos acordado aceptar el augurio. ¿Comprende, su excelencia? Los demás se retirarán. Su excelencia asintió, sonrió y se marchó. Unos minutos más tarde, un revuelo en la sala atrajo mi atención. Todas las miradas parecían concentradas en un mismo sitio. ¡En el centro del salón, cogida del brazo de lord John Loveless, ahora conde de St. Buryans, estaba mi hermosa señora!

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Más alta, más plena... aunque no más hermosa, porque eso era imposible. Me miró a la cara. Me pareció que se detenía un segundo. No, sus preciosos ojos castaños se apartaron lánguidamente sin reconocerme y pasó de largó. La orquesta anunció el último baile. Como impulsado por un hechizo, me situé enfrente del sillón de mi amada, aunque lejos de ella. Vi congregarse a los pretendientes rivales con educado dominio de sí mismos y hacer su petición uno tras otro. Las declinó todas. Sólo quedaba St. Buryans, junto a cuya altiva madre seguía sentada mi enamorada. Se acercó con confianza y su madre lo saludó con una sonrisa victoriosa. Antes de que pudiera abrir la boca, Zell se puso en pie: -Dame el brazo. Quiero cruzar el salón -le dijo en tono altanero. Y lo hizo. Cruzó hasta donde yo estaba. Luego se apartó de él y extendió sus delicadas manos. -¡Charley, Charley! ¿No me reconoces? He venido a pedirte... que bailes conmigo... con tu vieja amiga Zell.

Tenemos más de un parque con ciervos... pero fue del de Escocia del que, gracias a que me lo recordó Zell (que siempre actúa como si fuese mayor y más reflexiva que yo), le envié a mi amigo Jack Rogers un jamón digno de un rey.

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OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA SU PROPIA HISTORIA DE FANTASMAS AMELIA EDWARDS Los hechos que me dispongo a relatarle son totalmente verídicos. Me ocurrieron a mí, y los recuerdo de forma tan vívida como si hubiesen sucedido ayer mismo. No obstante, han pasado veinte años desde aquella noche. En ese tiempo sólo se los he contado a otra persona. Volveré a hacerlo ahora con una aversión que me cuesta esfuerzo superar. Lo único que le pido es que no me imponga usted sus conclusiones. No necesito explicaciones. No quiero discutir. Tengo mi propia opinión, basada en el testimonio de mis sentidos, y prefiero atenerme a ella. ¡En fin! Ocurrió hace justo veinte años, uno o dos días antes de que se cerrara la veda del faisán. Había pasado todo el día en el campo con mi escopeta, y no había tenido mucha suerte. El viento soplaba del este; el mes, diciembre; el lugar, un inmenso páramo desolado en el norte de Inglaterra. Y me había extraviado. No era buen sitio para perderse, pues empezaban a caer sobre el brezo los primeros y plumosos copos de una inminente tormenta de nieve y el cielo vespertino se estaba encapotando cada vez más. Me hice sombra con la mano y miré preocupado las nubes que se apelotonaban allí donde el páramo purpúreo se confundía con una serie de colinas bajas a veintitantos kilómetros de donde me encontraba. No vi ni rastro de humo, ni un terreno cultivado, ni una cerca o un sendero de ovejas por ninguna parte. No tenía más remedio que echar a andar y confiar en dar con algún refugio por el camino. Así que me eché la escopeta al hombro y seguí andando fatigado, pues llevaba en pie desde una hora antes de amanecer y no había comido nada desde el desayuno. Entretanto, la nieve empezó a caer con ominosa persistencia y el viento cesó. Entonces, el frío se volvió más intenso y anocheció muy deprisa. Mis perspectivas se iban ensombreciendo a la par que el cielo; se me encogió el corazón al imaginar a mi joven mujer esperándome asomada a la ventana del salón de la posada, y al pensar en lo mucho que sufriría aquella noche. Llevábamos cuatro meses casados y después de pasar el otoño en las tierras altas escocesas ahora estábamos alojados en un remoto pueblecito justo en el límite de los grandes páramos ingleses. Estábamos muy enamorados y, por supuesto, éramos muy felices. Esa mañana, cuando nos

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despedimos, me había implorado que volviese antes de caer la noche, y yo se lo había prometido. ¡Qué no habría dado entonces por haber cumplido mi palabra! Aun así, y pese a lo cansado que estaba, pensé que con una buena cena, una hora de descanso y un guía, podría volver con ella antes de medianoche. Ojalá pudiera encontrar un guía y un sitio donde refugiarme. Durante todo ese tiempo siguió nevando y la noche se fue volviendo más oscura. De vez en cuando me detenía y gritaba, pero mis voces sólo servían para que el silencio pareciese aún más profundo. Entonces me embargó una vaga inquietud, y empecé a recordar historias de viajeros que habían andado bajo la nieve hasta caer agotados y expirar su último aliento. ¿Sería posible, me pregunté, seguir así toda la noche? ¿No llegaría un momento en que me fallaran las piernas y me faltara el valor? ¿Un momento en el que yo también habría de dormir el sueño de la muerte? ¡La muerte! Me estremecí. ¡Qué horrible morir ahora, cuando se abría ante mí un brillante futuro! ¡Qué terrible para mi mujer, cuyo corazón...! Pero ¡esa idea era inconcebible! Para apartarla de mi imaginación, volví a gritar todavía con más fuerza y escuché impaciente. ¿Habían respondido a mi grito o sólo había imaginado oír una voz lejana? Grité una vez más y volví a oír el eco. Luego apareció súbitamente en la oscuridad una mancha de luz vacilante, que se movía, desaparecía y que, por un momento, se hizo mas brillante y próxima. Corrí hacia ella a toda velocidad y me encontré, para mi gran alegría, cara a cara con un anciano que llevaba una linterna. -¡Gracias a Dios! -La exclamación escapó involuntariamente de mis labios. El hombre frunció el ceño, parpadeó, alzó la linterna y me miró a la cara. -¿Por qué? -gruñó huraño. -Bueno... por encontrarlo a usted. Empezaba a tener miedo de perderme en la nieve. -¡Sí, es cierto! La gente se pierde por aquí de vez en cuando, y ¿por qué no iba a perderse usted, si el Señor así lo quiere? -Si el Señor quiere que los dos nos perdamos, amigo, tendremos que resignarnos -repliqué-, pero no pienso perderme sin usted. ¿Estoy muy lejos de Dowlding? -A unos treinta kilómetros, más o menos. -¿Y del pueblo más cercano? -El pueblo más cercano es Wyke, y está a veinte kilómetros por el otro lado.

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-Y entonces ¿dónde vive usted? -Por allí -respondió, haciendo un vago gesto con la linterna. -Imagino que debe de estar yendo usted a casa. -Tal vez. -En ese caso iré con usted. El viejo negó con la cabeza y se frotó la nariz pensativa con el asa de la linterna. -Imposible -gruñó-. Él no le dejará entrar... -Eso ya lo veremos -repuse con energía-. ¿Quién es él? -El amo. -Y ¿quién es el amo? -Eso a usted no le importa -fue la nada ceremoniosa respuesta. -Bueno, bueno; usted lléveme hasta allí, que yo ya convenceré al amo de que me dé cena y cobijo por esta noche. -¡Bah!, puede usted probar suerte -murmuró reacio mi guía; y, sin dejar de mover la cabeza, avanzó dando saltitos como un trasgo entre la nieve. Un enorme bloque apareció de pronto en la oscuridad y un perro gigantesco se puso a ladrar con furia. -¿Es ésta la casa? -pregunté. -Sí, ésta es. ¡Túmbate, Bey! Y se hurgó los bolsillos en busca de la llave. Me acerqué a él, para asegurarme de que no me dejaba fuera, y vi, por el pequeño círculo de luz que vertía la linterna, una puerta como la de una cárcel. Un minuto después, giró la llave y yo me colé detrás de él. Una vez dentro, lo miré todo con curiosidad y comprobé que estaba en un gran vestíbulo sujeto por varios postes, que, en apariencia, tenía varios usos diferentes. Un extremo estaba lleno de trigo hasta el techo, como un granero; el otro, de sacos de harina, útiles agrícolas, barriles y todo género de trastos; de las vigas colgaban hileras de jamones, hojas de tocino y ramilletes de hierbas secas para utilizar en invierno. En el centro había un enorme objeto que llegaba hasta la mitad de los postes y apenas estaba cubierto por una tela raída. Levanté una esquina de la tela y encontré, para mi sorpresa, un telescopio de tamaño considerable, montado

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sobre una tosca plataforma con cuatro ruedas. El tubo era de madera pintada, ceñido por bandas de metal burdamente colocadas; el espéculo, por lo que pude ver en aquella penumbra, medía al menos cuarenta centímetros de diámetro. Todavía estaba examinando el instrumento, y preguntándome si no sería obra de algún óptico autodidacta, cuando sonó bruscamente un timbre. -Eso es por usted -dijo mi guía, con una sonrisa malévola-. Ahí está su habitación. Señaló una puerta negra que había al otro lado del vestíbulo. Me dirigí allí, llamé con fuerza y entré sin pedir permiso. Un gigantesco anciano de cabello blanco se levantó de una mesa cubierta de libros y papeles y se enfrentó a mí con severidad. -¿Quién es usted? -preguntó-. ¿Cómo ha llegado aquí? ¿Qué es lo que quiere? -James Murray, abogado en ejercicio. A pie a través del páramo. Comida, bebida y un sitio donde dormir. Arqueó las pobladas cejas en un gesto ceñudo. -Esto no es una casa de huéspedes -dijo altivo-. Jacob, ¿cómo osas dejar entrar a un desconocido? -No le he dejado entrar -refunfuñó el viejo-. Me ha seguido por el páramo y se coló en la casa antes que yo. No puedo enfrentarme a alguien que mide un metro noventa. -Y dígame, señor, ¿con qué derecho se ha colado usted en mi casa? -Con el mismo que me habría agarrado a su bote si me estuviese ahogando. El derecho a proteger mi vida. -¿Proteger su vida? -Ya hay casi tres centímetros de nieve -repliqué lacónico-, y, antes de que amanezca, habrá suficiente para taparme por completo. Dio varias zancadas hasta la ventana, apartó una gruesa cortina negra y se asomó. -Es cierto -afirmó-. Puede usted quedarse, si quiere, hasta mañana. Jacob, sirve la cena. Con un gesto, me indicó que tomara asiento; luego ocupó su propio sillón y volvió a sumergirse en los estudios de los que yo lo había sacado.

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Dejé la escopeta en un rincón, acerqué una silla al fuego, y examiné con calma el lugar donde me encontraba. Aunque más pequeña y menos desordenada que el vestíbulo, en la sala muchas cosas despertaron mi curiosidad. En el suelo no había alfombra. En algunos sitios, las paredes enjalbegadas estaban cubiertas de extraños diagramas y en otros colgaban estantes repletos de instrumentos científicos cuyo uso me era desconocido en su mayor parte. A un lado de la chimenea había una librería llena de mohosas ediciones en folio; al otro, un organillo fantásticamente decorado con tallas pintadas de santos medievales y demonios. A través de la puerta entornada de un armario, al fondo de la habitación, vi un largo despliegue de muestras geológicas, preparaciones quirúrgicas, crisoles, retortas y frascos llenos de productos químicos; en la repisa de la chimenea que tenía al lado, entre varios pequeños objetos, había una maqueta del sistema solar, una pequeña batería galvánica y un microscopio. Todas las sillas estaban ocupadas. En todos los rincones se amontonaban libros. El propio suelo estaba tapizado de mapas, moldes, papeles, calcos y todo género de trastos eruditos. Lo miré todo con una sorpresa que aumentaba con cada nuevo objeto sobre el que se posaban mis ojos. Nunca había visto una habitación tan extraña; pero ¡aún más extraño era encontrarla en una granja perdida en medio de aquellos páramos agrestes y solitarios! Una y otra vez miré a mi anfitrión y todo lo que lo rodeaba, preguntándome qué y quién podía ser. Tenía una cabeza muy elegante, aunque parecía más la cabeza de un poeta que la de un filósofo. Ancha en las sienes, prominente por encima de los ojos, y cubierta de una hirsuta mata de cabello completamente blanco, tenía el idealismo y la aspereza del busto de Ludwig van Beethoven. Compartía las mismas arrugas en las comisuras de la boca y los mismos surcos en el ceño fruncido. Y también su expresión concentrada. Todavía estaba mirándolo cuando se abrió la puerta y entró Jacob con la cena. Su amo cerró el libro, se levantó y, con modales más corteses que hasta entonces, me invitó a sentarme a la mesa. Delante de mí pusieron un plato de huevos con jamón, una barra de pan moreno y una botella de un jerez excelente. -Sólo puedo ofrecerle sencilla comida de granja, caballero -se excusó mi anfitrión-. Confío en que su apetito compensará las deficiencias de nuestra despensa. Yo me había abalanzado ya sobre la comida y afirmé, con el entusiasmo del cazador hambriento, que nunca había comido nada tan delicioso.

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El anciano inclinó rígidamente la cabeza y empezó a dar cuenta de su propia y austera cena, que consistía en un vaso de leche y un cuenco de gachas. Cenamos en silencio y, cuando terminamos, Jacob se llevó la bandeja. Luego volví a acercar mi silla al fuego. Mi anfitrión, para mi sorpresa, hizo lo mismo y, volviéndose de pronto hacia mí, dijo: -Señor mío, he vivido veintitrés años en un estricto retiro. En ese tiempo, apenas he visto caras nuevas y no he leído un solo periódico. Es usted el primer desconocido que cruza mi puerta en más de cuatro años. ¿Le importaría a usted informarme acerca del mundo exterior, del que me despedí hace ahora tanto tiempo? -Por favor, pregunte lo que quiera -repliqué-. Estoy enteramente a su servicio. Inclinó la cabeza agradecido, apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en la palma de la mano, miró fijamente el fuego y empezó a interrogarme. Sus consultas se referían, sobre todo, a cuestiones científicas, con cuyos últimos avances aplicados a la vida cotidiana no estaba él familiarizado. Yo no era, por mi parte, ningún experto en ciencias y le contesté lo mejor que pude; no obstante, no fue tarea fácil, y me sentí muy aliviado cuando, al pasar de las preguntas a la discusión, empezó a sacar sus propias conclusiones sobre los hechos que yo había tratado de exponerle. Habló y yo le escuché como hechizado. Habló hasta que creo que casi se olvidó de mi presencia y se dedicó a pensar en voz alta. Nunca había oído nada parecido y no he vuelto a oírlo desde entonces. Familiarizado con todos los sistemas filosóficos, sutil en el análisis y atrevido en las generalizaciones, vertió sus pensamientos en un torrente ininterrumpido y, todavía inclinado en actitud pensativa y con la mirada fija en el fuego, pasó de un asunto a otro, de especulación a especulación, como un soñador inspirado. De la ciencia práctica a la filosofía teórica, de la electricidad por cable a la electricidad nerviosa, de Watts a Mesmer, de Mesmer a Reichenbach, de Reichenbach a Swedenborg, Spinoza, Condillac, Descartes, Berkeley, Aristóteles, Platón, y los magos y místicos de Oriente, transiciones que, por descabelladas que parezcan en rango y variedad, parecían tan lógicas y armoniosas viniendo de sus labios como una secuencia musical. Poco a poco, he olvidado mediante qué conjetura o ejemplo, pasó a ese campo que se extiende más allá de la frontera incluso de la filosofía más especulativa y queda fuera del alcance de cualquier hombre. Habló del alma y de sus aspiraciones, de los poderes del espíritu, de las visiones, de la profecía y de aquellos fenómenos que, bajo el nombre de fantasmas, espectros y apariciones sobrenaturales, han negado siempre los escépticos y creído a pies juntillas los crédulos de todas las épocas.

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-El mundo -afirmó- es cada vez más escéptico ante lo que queda más allá de su estrecho radio, y nuestros científicos fomentan esa fatídica tendencia. Condenan por fabuloso todo lo que se resiste a la experimentación. Rechazan por falso todo lo que no puede comprobarse en el laboratorio o la sala de disección. ¿Qué otra superstición ha sido tan combatida como la creencia en las apariciones? Y, no obstante, ¿qué superstición se ha aferrado de manera tan firme y duradera a la imaginación de los hombres? Muéstreme cualquier hecho físico, histórico y arqueológico que goce de testimonios tan amplios y variados. Hombres de todas las razas, épocas y climas lo han atestiguado, desde los sabios más serenos de la Antigüedad hasta el más tosco salvaje de nuestros días, cristianos, paganos, panteístas y materialistas, y, sin embargo, los filósofos de nuestro tiempo tratan el fenómeno como si fuese un cuento infantil. Las pruebas circunstanciales pesan para ellos como una pluma en la balanza. La comparación de las causas y sus efectos, por valiosos que sean en la ciencia física, se desprecian por irrelevantes y poco fiables. Las pruebas de testigos capaces, por muy concluyentes que resulten en los tribunales, no valen nada. A quien piensa antes de hablar, lo denuncian por charlatán; a quien cree, lo consideran un loco o un soñador. -Habló con amargura y, después de decir todo esto, guardó silencio unos minutos. De pronto, alzó la cabeza y añadió con la voz y los modales alterados-: Yo, señor mío, me detuve a pensar, investigué, creí y no me avergoncé de explicar mis convicciones al mundo. Me tacharon de visionario y mis contemporáneos me ridiculizaron y expulsaron entre abucheos de ese campo de la ciencia al que me honraba haber consagrado los mejores años de mi vida. Todo eso sucedió hace justo veintitrés años. Desde entonces he vivido como ve usted ahora, el mundo me ha olvidado y yo lo he olvidado a él. ¿Comprende? -Es una historia muy triste -murmuré, sin saber muy bien qué decir. -Es una historia muy común -replicó-. Tan sólo he sufrido por la verdad, como muchos otros mejores y más sabios que yo. Se levantó, como si quisiera concluir la conversación y se acercó a la ventana. -Ha parado de nevar -observó soltando la cortina y volviendo junto al fuego. -¡Que ha parado! -exclamé poniéndome en pie-. ¡Oh, ojalá pudiera...! Pero ¡no!, es imposible. Aunque lograse orientarme en el páramo. No podría andar treinta kilómetros esta noche. -¡Andar treinta kilómetros esta noche! -repitió mi anfitrión-. ¿Qué le preocupa?

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-Mi mujer -repliqué con impaciencia-. Mi joven mujer que no sabe que me he perdido y que ahora mismo debe de estar medio muerta de miedo y preocupación. -¿Dónde está? -En Dwolding, a treinta kilómetros de aquí. -En Dwolding -repitió pensativo-. Sí, es cierto que está a treinta kilómetros; pero... ¿tan preocupado está que no puede esperar siete u ocho horas? -Tan preocupado que daría diez guineas por un guía y un caballo. -Su deseo puede cumplirse por mucho menos -respondió sonriendo-. La diligencia del norte, que cambia de caballos en Dwolding, pasa a siete kilómetros de aquí y estará en cierto cruce de caminos dentro de una hora y cuarto. Si Jacob le acompañase a través del páramo y le dejase en el antiguo camino de la diligencia, supongo que sabría seguir hasta donde se cruza con el nuevo. -Desde luego, nada me gustaría más. Volvió a sonreír, llamó al timbre, dio instrucciones a su viejo sirviente y cogiendo una botella de whisky y un vaso de vino del armario donde guardaba las medicinas dijo: -Hay mucha nieve y será difícil andar por el páramo esta noche. ¿Un vaso de usquebaugh29 antes de partir? Yo habría rechazado el licor, pero insistió tanto que me lo bebí. Me bajó por la garganta como una llama líquida y casi me dejó sin aliento. -Es fuerte -dijo-, pero le quitará el frío. Y, ahora, no pierda ni un instante más. ¡Buenas noches! Le agradecí su hospitalidad y le habría estrechado la mano si no se hubiera dado la vuelta sin dejarme terminar la frase. Un minuto después, volví a cruzar el vestíbulo, Jacob cerró la puerta con llave y volvimos a estar en el vasto páramo nevado. Aunque el viento había amainado, seguía haciendo mucho frío. Ni una sola estrella brillaba en la negra bóveda del cielo. Ningún sonido, aparte del rápido crujido de la nieve que pisábamos, perturbaba el denso silencio de la noche. Jacob, no muy satisfecho con su misión, arrastraba los pies delante de mí y guardaba un hosco

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Whisky

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silencio, con la linterna en la mano y la sombra a sus pies. Yo le seguí con la escopeta al hombro, tan poco inclinado como él a la conversación. Mis pensamientos giraban en torno a mi anfitrión. Su voz seguía resonando en mis oídos. Su elocuencia había cautivado mi imaginación. Incluso hoy recuerdo, con sorpresa, cómo mi excitado cerebro recordaba frases enteras, asociaciones de imágenes y razonamientos espléndidos y fragmentarios con las mismas palabras con que él los había expresado. Meditando sobre lo que había oído y tratando de recordar una conexión olvidada aquí y allá, seguí a mi guía absorbido y abstraído. De pronto -al cabo, me pareció a mí, de sólo unos minutos- se detuvo y dijo: -Ahí está su camino. Siga la cerca de piedra que tiene a la derecha y no tiene pérdida. -Entonces, ¿éste es el antiguo camino que seguía la diligencia? -Sí, éste es. -Y ¿cuánto falta para el cruce? -Unos cinco kilómetros. -Saqué la bolsa, y se volvió más comunicativo-. El camino está bien para recorrerlo a pie, pero era demasiado estrecho y empinado para las diligencias. Pasará usted por un sitio donde la cerca está rota, cerca del poste indicador. No la han arreglado desde el accidente. -¿Qué accidente? -La diligencia volcó y cayó al valle de abajo, hay más de quince metros de caída... justo en el peor tramo de todo el camino. -¡Qué horrible! ¿Hubo muchas víctimas? -Todos. Cuatro murieron en el acto y los otros dos al día siguiente. -¿Cuánto hace de eso? -Nueve años. -¿Junto al poste indicador? Lo tendré presente. Buenas noches. -Buenas noches, señor, y gracias. Jacob se metió la media corona en el bolsillo, hizo un vago gesto de llevarse la mano al sombrero y se fue renqueando por donde había venido. Vi alejarse la luz de su linterna hasta que casi desapareció y luego me di la vuelta para seguir mi camino solo. No tenía la menor dificultad, pues, a pesar de la

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oscuridad, la línea de la cerca de piedra se veía con bastante claridad contra el pálido resplandor de la nieve. Qué silenciosa parecía ahora que sólo se oían mis pasos; ¡qué silenciosa y solitaria! Me embargó una extraña y desagradable sensación de soledad. Aceleré el paso. Tarareé un fragmento de una canción. Imaginé una suma enorme y calculé el interés a una tasa determinada. Hice lo que pude, en suma, para quitarme de la cabeza las asombrosas especulaciones que acababa de oír y, hasta cierto punto, lo conseguí. Entretanto, el aire nocturno pareció volverse más y más frío, y, aunque seguía andando a buen paso, no lograba entrar en calor. Mis pies parecían de hielo. Perdí la sensibilidad en las manos y me agarré instintivamente a la escopeta. Incluso respiraba con dificultad, como si, en lugar de recorrer un tranquilo camino del norte, estuviese escalando la cima de una montaña gigantesca. Este último síntoma llegó a hacerse tan molesto que tuve que parar unos minutos y apoyarme en la cerca de piedra. Al hacerlo, volví la vista atrás y vi, con infinito alivio, un lejano punto de luz, como el resplandor de una linterna que se acercara. Al principio deduje que Jacob había vuelto sobre sus pasos y me había seguido, pero justo cuando acababa de pensarlo apareció una segunda luz... una luz paralela a la primera y que se acercaba a la misma velocidad. No tuve que pensarlo dos veces para concluir que debía de tratarse de las luces de algún carruaje privado, aunque me pareció raro que un carruaje privado fuera por un camino tan peligroso y que llevaba tanto tiempo en desuso. No obstante, no cabía la menor duda, pues las luces iban aumentando en brillo y tamaño a cada instante, e incluso me pareció distinguir el oscuro perfil del carruaje entre las dos. Se acercaba muy deprisa, y casi sin hacer ruido, pues había treinta centímetros de nieve debajo de las ruedas. En ese momento, la forma del carruaje se volvió claramente visible detrás de las luces. Parecía extrañamente liviano. Me asaltó una súbita sospecha. ¿Sería posible que me hubiese pasado el cruce en la oscuridad sin reparar en el poste indicador y que aquélla fuese la misma diligencia que había ido a coger? No tuve ocasión de preguntármelo dos veces, pues justo en ese momento tomó la curva. El cochero y su acompañante, un pasajero que viajaba fuera, y cuatro caballos grises iban todos envueltos en un tenue halo de luz, a través del cual resplandecían las luces como dos meteoros ardientes. Salté adelante, agité el sombrero y grité. La diligencia avanzaba a toda velocidad y pasó de largo. Por un momento temí que no me hubieran visto u oído,

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pero sólo dudé un instante. El cochero se detuvo a un lado; su acompañante, embozado hasta los ojos en capas y bufandas, y por lo que parecía profundamente dormido, no respondió a mi saludo ni hizo el menor esfuerzo por apearse; el pasajero que viajaba fuera ni siquiera volvió la cabeza. Abrí la puerta yo mismo y miré dentro. No había más que tres viajeros, así que subí, cerré la puerta, ocupé el rincón que quedaba vacío y me felicité por mi buena suerte. El ambiente en el interior de la diligencia era, si cabe, aún más frío que fuera y estaba impregnado de una extraña humedad y de un olor desagradable. Miré a mis compañeros de viaje. Los tres eran hombres, y muy callados. No parecía que estuviesen dormidos, pero todos estaban recostados en su rincón, como ensimismados. Traté de entablar conversación. -Qué frío tan terrible hace esta noche -dije dirigiéndome a mi vecino de enfrente, que alzó la cabeza, me miró y no respondió nada-. Parece que ahora sí ha empezado el invierno -añadí. Aunque el rincón que ocupaba estaba tan oscuro que no podía distinguir sus rasgos con claridad, vi que sus ojos seguían mirándome. Sin embargo, no dijo ni palabra. En cualquier otra circunstancia, me habría molestado y tal vez hubiese expresado mi enfado, pero en aquel momento me sentía demasiado incómodo. La gélida frialdad del aire nocturno me había helado hasta la médula de los huesos, y el extraño olor del interior del carruaje me producía una náusea insoportable. Me estremecí de pies a cabeza, me volví hacia el acompañante que tenía sentado a la izquierda y le pregunté si le molestaba que abriera la ventana. Tampoco él dijo nada ni se movió. Repetí la pregunta en voz más alta, pero con el mismo resultado. Perdí la paciencia y abrí la ventana. Al hacerlo, la correa de cuero se me rompió en la mano, y noté que el cristal estaba cubierto de una gruesa capa de mugre que debía de llevar años acumulándose. Mi atención recayó entonces en el estado en que se encontraba la diligencia, la examiné más de cerca y, bajo la luz incierta de las lámparas de fuera, reparé en que estaba muy deteriorada. No sólo necesitaba una reparación sino que su estado era claramente desastroso. Los cristales se astillaban con sólo rozarlos. Los refuerzos de cuero estaban incrustados de moho y la madera parecía podrida. El suelo casi se quebraba al pisarlo. Todo, en suma, estaba empapado de humedad y era evidente que habían sacado el carruaje de alguna cochera en la que había pasado años abandonado, para cumplir sus últimos días de servicio en la carretera.

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Me volví hacia el tercer pasajero, a quien todavía no había dirigido la palabra y me arriesgué a hacer otra observación. -Esta diligencia -dije- se encuentra en un estado deplorable. Supongo que deben de estar reparando el coche que emplean habitualmente. Movió la cabeza muy despacio y me miró a la cara, sin decir una palabra. No olvidaré esa mirada mientras viva. Me heló el corazón. Incluso hoy se me hiela al recordarlo. Sus ojos tenían un brillo ardiente y artificial. Su semblante estaba tan lívido como el de un cadáver. Los labios exangües estaban retraídos como por la agonía de la muerte y entre ellos relucían los dientes. Las palabras que me disponía a pronunciar murieron en mis labios, y me sobrecogió un horror extraño y terrible. La vista se me había acostumbrado ya a la oscuridad y podía ver con suficiente claridad. Me volví hacia el vecino de enfrente. El también me estaba observando con aquella impresionante palidez y la misma mirada pétrea en los ojos. Me pasé la mano por el entrecejo. Me volví hacia el pasajero que tenía al lado y vi, ¡oh, Dios mío! ¿Cómo describir lo que vi? ¡Vi que no estaba vivo... que, al contrario que yo, ninguno de ellos lo estaba! Una pálida luz fosforescente, la luz de la putrefacción, iluminaba sus horribles rostros; su cabello, impregnado del moho de la tumba; su ropa, manchada de barro y hecha jirones; sus manos, que eran las manos de cadáveres que llevaban mucho tiempo enterrados. ¡Sólo sus ojos, aquellos ojos terribles, seguían con vida y me miraban amenazadoramente! Un chillido de terror, un grito ininteligible de ayuda y piedad, salió de mis labios mientras me abalanzaba hacia la puerta y me esforzaba en vano por abrirla. En ese instante, breve e intenso como un paisaje contemplado bajo la luz del rayo de una tormenta de verano, vi la luna que asomaba entre las nubes borrascosas, el fantasmal poste indicador que señalaba con un gesto de advertencia a la carretera... la cerca rota... los caballos cayendo al vacío... el negro abismo que se abría a nuestros pies. Luego, la diligencia volcó como un barco. Se oyó un enorme estruendo... Tuve una sensación de dolor insoportable... y luego la oscuridad. Me pareció que habían pasado años cuando desperté a la mañana siguiente de un profundo sueño, y encontré a mi mujer sentada junto a la cabecera de mi cama. Pasaré por alto la escena que siguió y le contaré, en pocas palabras, la historia que me relató con lágrimas de gratitud. Había caído por un precipicio cerca del cruce de la antigua carretera con la nueva, y sólo me había salvado de una muerte segura al aterrizar en una repisa de roca cubierta de nieve. Allí me hallaron al día siguiente un par de pastores, que me llevaron al refugio más próximo y llamaron a un cirujano

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para que me atendiese. El médico me encontró en pleno delirio, con un brazo roto y una fractura múltiple de cráneo. Por las cartas que llevaba en el bolsillo averiguaron mi nombre y mi dirección; llamaron a mi mujer para que me cuidara; y, gracias a mi juventud y mi fuerte constitución, salí por fin del peligro. El lugar de mi caída, no hace falta decirlo, era exactamente el mismo sitio donde la diligencia del norte había sufrido aquel terrible accidente nueve años antes. Nunca le conté a mi mujer los pavorosos sucesos que acabo de relatarle. Se los expliqué al cirujano que me atendió, pero me trató como si fuese sólo un sueño producido por la fiebre. Discutimos el asunto, una y otra vez, hasta que ambos comprendimos que no valía la pena insistir y lo dejamos. Los demás pueden sacar sus propias conclusiones... Yo sé que, hace veinte años, fui el cuarto pasajero de aquel carruaje fantasma.

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OTRA ANTIGUA HUÉSPED RELATA CIERTOS PASAJES A SU MARIDO HESBA STRETTON [NOTA INTRODUCTORIA DEL COMANDANTE JACKMAN. El clérigo rural y su callada y más que bella esposa, que ocuparon la segunda planta de la casa de mi respetada amiga los meses de verano durante cuatro años sucesivos, suscitaron tanto el interés de mi respetada amiga como el mío. Una tarde tomamos el té con ellos, y nos hablaron de una joven de aspecto obstinado y su marido -unos amigos suyos- con quienes habían cenado el día anterior. -¡Ah! -dijo el clérigo cogiendo con ternura a su mujer de la mano-, ésa sí que es una historia. ¡Cuéntasela a nuestros amigos, cariño. -No podría contársela, Owen -replicó dubitativa su mujer-, a nadie más que a ti. -Pues cuéntamela a mí, querida -respondió él-, seguro que la señora Lirriper y el comandante serán buenos oyentes. Y ella contó lo que sigue, sin apartar nunca la mano de las suyas. Firmado: J. JACKMAN.]

La primera vez que te vi, tantos años después de nuestra infancia, fue en la cima de una montaña, desde donde divisaba a la perfección el umbrío y empinado sendero por el que subías de nuestra aldea al llano que había a mis pies. Todo el día había estado preocupada porque quería que, a tu llegada, las montañas, que tú debías de haber olvidado, mostrasen toda su impresionante belleza; pero era ya la hora del crepúsculo y pronto nos dejaría sólo los perfiles grises y desnudos de las rocas. Del cielo encendido caían rayos dorados, intercalados con una luz más oscura, que volvían a la vista la pendiente de la ladera aún más pronunciada, y rozaban cada cerro y cada montículo con tanto esplendor que hasta los tonos purpúreos y carmesíes de los arándanos que crecían en la meseta donde se juntaban las cimas brillaban y ardían bajo su luz efímera. Justo en ese momento se oyó un saludo en el aire tranquilo, como cuando llaman a los segadores para que vuelvan a casa, y,

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haciéndome sombra con la mano y forzando la vista, te vi en medio de un grupo de lugareños robustos y quemados por el sol, con el mismo aspecto esbelto y delicado de siempre y el semblante grave y pálido, y los modales tímidos y cohibidos, que tenías cuando éramos unos niños. Nuestra pequeña aldea había ido creciendo, sin ningún plan ni propósito, en una de las terrazas de las montañas, separada de los pueblos más cercanos por una considerable distancia que sólo podía recorrerse por senderos pedregosos, empinados y abruptos, cubiertos de espinos y casi infranqueables en invierno. En verano, cuando oíamos el débil tañido de las campanas de la iglesia parroquial en el aire tranquilo, una pequeña procesión de niños y niñas, montados en robustos ponis de montaña, descendía por el sinuoso sendero para asistir al oficio dominical; pero en invierno nadie osaba hacer aquel peregrinaje, a excepción de algunos jóvenes que tenían a la novia en el pueblo y bajaban con la esperanza de encontrarla en la iglesia. El señor Vernon, el pastor, que era archidiácono, casi un obispo en dignidad e importancia, estaba muy preocupado por el siniestro paganismo de aquella región montañosa; y con la ayuda de mi padre, que poseía la enorme granja de montaña que daba trabajo a la gente de la aldea, acabó construyendo la iglesuela de ladrillo rojo, sin campanario y más pequeña que nuestro granero, que hay en lo alto de la montaña y desde donde se divisa la vasta llanura que se extiende a nuestros pies hasta perderse en el horizonte. Podría haber sido difícil encontrar un cura dispuesto a vivir en Ratlinghope, donde apenas tendría posibilidad de relacionarse con nadie si no se daba antes una larga caminata hasta el llano; pero luego supe que la iglesia, al menos por parte de mi padre, la habían construido para ti. Acababas de ordenarte sacerdote y tenías un buen recuerdo de la gran casa de madera donde habías pasado varios meses de tu infancia. Y, cuando te escribimos diciéndote que te alojarías con nosotros y que tendrías tu despacho en el salón azul que daba al cerrado vallecillo donde encerrábamos los corderos, respondiste que estarías encantado de aceptar el cargo y de volver a vivir con nosotros en el aire limpio y fresco de las cumbres cubiertas de brezo, donde habías respirado fuerte y sano en tu más tierna infancia. Eras solemne y estudioso, y también tan sencillo que la reclusión y los modales primitivos de nuestra aldea fueron para ti como un auténtico Edén. No habías olvidado nuestros sitios favoritos y volvimos a visitarlos juntos, pues, desde nuestro primer saludo, te acostumbraste a depender de mí y a estar siempre en mi compañía, igual que cuando eras un niño delicado de seis años y yo una fuerte y saludable montañesa tres años mayor que tú. Sólo a mí podías contarme lo que

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pensabas, pues una timidez natural sellaba tus labios en presencia de extraños; y para ti todos lo eran, incluso quienes te conocían desde siempre, si no poseían ese grado de comprensión que tu espíritu necesitaba para revelarles tus secretos. Arriba, en las cumbres, cuando la luz del mediodía parecía tan inmutable como las rocas eternas que nos rodeaban, o cuando el trémulo crepúsculo cubría con sus sombras silenciosas el perfil de las montañas, me sentaba a escuchar cómo dabas rienda suelta a tus pensamientos y fantasías, a veces infantiles, pues todavía eras joven, pero en mi corazón anidaban una ternura y un afecto que no veían imperfecciones ni se fatigaban nunca y que no dejaban de crecer. Tendías a perder la noción del tiempo, y era yo quien se encargaba de recordártelo y de que la llamada a la oración, la campana que colgaba debajo del tejado de la iglesia, se oyera siempre a la hora indicada; pues el señor Vernon, por culpa de nuestra condición de paganos, insistía en que el oficio vespertino se celebrase tres veces por semana. Y, como en casa teníamos que dar ejemplo a todos los lugareños, y eso interfería con la hora de la pipa de mi padre y a mi madre no podíamos pedirle que se quitara la cofia para ponerse el sombrero de la iglesia, siempre me tocaba a mí recorrer contigo -¿lo recuerdas?- los cien metros escasos que conducían, por la cumbre de la montaña, hasta la iglesia. Iba a decir que fue la época más feliz de mi vida; pero en una verdadera vida todo es beneficio, y los pesares que nos acontecen no son más que sólidas piedras fundacionales, enclavadas en una insondable oscuridad, y sobre ellas se asientan nuestras alegrías. Recordarás el primer servicio fúnebre que tuviste que leer, cuando me pediste que estuviera a tu lado junto a la tumba abierta, pues nunca antes habías pronunciado palabras de desconsuelo. Era el funeral de un niño pequeño y la minúscula tumba, cuando le echaron la tierra encima, era poco mayor que una topera en un prado; sin embargo, tu voz vaciló y tus manos temblaron al sembrar la primera semilla en nuestro camposanto. La noche otoñal cayó cuando guardábamos silencio junto al ataúd sin nombre, mucho tiempo después de que la madre y su compañero, que lo habían llevado a su tumba solitaria, se hubieran vuelto a casa. Un aleteo cercano nos hizo elevar la mirada y en los abetos vimos a cuatro cuervos que emprendieron el vuelo por el cielo oscuro de regreso a sus nidos en la llanura. Sabes que el vuelo de las aves siempre me inspira vagas supersticiones, y el lento batir de su negras alas, mientras azotaban el aire para alzar el vuelo, me causó un súbito temblor y un escalofrío. -¿Qué te ocurre, Jane? -preguntaste. -No me pasa nada, señor Scott -repliqué.

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-Llámame Owen -respondiste poniéndome la mano en el brazo y mirándome directamente a los ojos, pues ambos éramos de la misma altura-, no quiero que me llames de otro modo. ¿Has olvidado que jugábamos juntos de pequeños? ¿No recuerdas cuando me caí en el estanque en el valle y tú no perdiste el tiempo con gritos inútiles, sino que te metiste en él y me sacaste del agua? Me llevaste a casa en brazos, por el sendero que sube a la montaña, y tuviste que pararte a descansar varias veces, mientras yo miraba tranquilo tu rostro sonrosado. Tu rostro ahora no está sonrosado, Jane. ¿Cómo iba a estarlo cuando tus palabras me causaban un dolor tan hondo? ¡De pronto me pareció que te llevaba muchos, muchos años! Varias veces me había sorprendido calculando nuestras edades con meses y días y siempre descubría con una vaga punzada de dolor que eras tantos años más joven que yo. Pero el corazón no entiende de edades. Con la vida que había llevado en las montañas, una continua sucesión de inviernos y veranos, que llegaban inadvertidos uno tras otro, era como un potrillo de un año que sólo hubiese visto una primavera y tocado la escarcha de una Navidad. En cambio tú, con tu erudición y tu carrera, con los sesudos pensamientos que ya habían surcado de arrugas tu amplia frente, y la carga de los estudios que habían encorvado tus jóvenes hombros, parecías cargar con el yugo de unos años que a mí apenas me habían rozado. -Lo recuerdo muy bien, Owen -respondí-. Me enorgullecía tener que cuidar de ti. Pero tienes que volver a casa, se está levantando niebla y no debes abusar de tus fuerzas. Te lo dije con el antiguo tono de autoridad, y me dejaste sola en la pequeña tumba. El cementerio se extendía hasta el extremo mismo de la montaña desde donde se dominaba toda la llanura. Ahora estaba oculta por un blanco lago de niebla a ras de tierra sobre el que brillaban los rayos fríos y pálidos de la luna, que surgía furtivamente por detrás de las colinas; el tiempo de la cosecha había terminado, y las espesas nieblas de octubre se juntaban en los valles y pendían como nubecillas sobre los bosques en los recovecos de las montañas. Me volví conmovida hacia la tumba abierta, la primera del nuevo camposanto, que estaba esperando a que recogieran las ovejas para que el sacristán la cubriera para siempre de tierra; las manitas y los piececillos que descansarían allí eternamente nunca se habían manchado de egoísmo, y los labios infantiles sellados con un eterno silencio jamás habían pronunciado una palabra amarga. «Lo mismo ocurrirá con mi amor -me dije mientras contemplaba la estrecha y minúscula tumba-; lo enterraré aquí, ahora que es aún puro y generoso,

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como una semilla plantada en un camposanto; y de él brotará una cosecha de felicidad para Owen y una gran paz para mí.» Puede que la niebla otoñal fuese más perniciosa que de costumbre, pues esa noche enfermé de gravedad por primera vez en mi vida; no fue una simple dolencia, sino que estuve entre la vida y la muerte. Pensé en los meses que habíamos pasado juntos como si hubiesen ocurrido mucho tiempo antes y casi hubieran caído en el olvido. Mi madre se rió cuando acaricié su cabello gris con mis dedos débiles y le dije que me sentía más vieja que ella. -No -respondió-, tenemos que ponerte más joven y guapa que nunca, Jane. Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestra mano por acicalarte antes de que bajes las escaleras y veas a Owen. ¡Pobre Owen! ¿Quién iba a decir que estaría más hundido y desconsolado que tu propia madre? ¡Pobre Owen! -Mi madre esbozó una expresiva sonrisa y me miró por encima de las gafas, pero yo no dije nada y me limité a mirar la ventana cubierta de escarcha, donde el invierno había trazado delicados dibujos en los cristales-. Jane -prosiguió, cogiéndome de la mano-, ¿no ves que es lo que todos queremos, el padre de Owen, el tuyo y yo? Lo pensamos antes de que viniese. Owen es muy pobre, pero tenemos suficiente para los dos, y lo quiero como a un hijo. Nunca tendrás que dejar la vieja casa, Jane. ¿Acaso no amas a Owen? -Pero soy mayor que él -susurré. -¡Menuda diferencia! -respondió con otra risa-. También yo soy mayor que tu padre, y ¿quién podría decirlo ahora? Y ¿qué más da, si Owen te quiere? No pretendo culparte, pero tu actitud contribuyó en buena medida a alimentar las ilusiones que me devolvieron la salud y las fuerzas. Llamabas a mi madre «madre». Me enviabas mensajes cariñosos por medio de ella, que los repetía encantada en el mismo tono. Ningún paseo te parecía demasiado largo con tal de traerme flores de los jardines del valle. Cuando me recuperé lo bastante para bajar, me recibiste extasiado y agradecido. Insististe en que el salón azul, con su aire meridional y su revestimiento de madera, era el lugar más cálido de la casa, y no estuviste contento hasta que quitaron del rincón el gran sofá cubierto de cretona, con sus cómodos cojines, y lo pusieron enfrente de la chimenea, para que pudiera tumbarme en él, mientras tú te afanabas con tus libros; y muchas veces me leías una frase en voz alta o me alcanzabas un libro para que pudiera ver alguna página, mientras esperabas pacientemente, pues mis ojos y mi cerebro eran más lentos que los tuyos en captar el sentido. Incluso cuando estabas en la rectoría -pues durante mi enfermedad habías adoptado la costumbre de pasar allí las tardes, si no tenías trabajo

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en la iglesia-, me sentaba en tu despacho rodeada de tus libros, en los que habías subrayado pasajes para que yo los leyera. Tardé en recuperarme. Una tarde estaba tumbada en el sofá, envuelta en el chal blanco de mi madre, y acababa de quedarme dormida cuando te oí entrar después de una de tus visitas a la rectoría. No sabría decir por qué no me desperté, a menos que me pareciese parte del sueño, pero cruzaste sin ruido el salón, y te quedaste uno o dos minutos a mi lado contemplando -lo noté- mi rostro y mis párpados cerrados. De haber estado mas dormida, no habría notado el roce leve, tímido y palpitante de tus labios con los míos. Pero abrí los ojos de pronto y te apartaste. -¿Qué te ocurre, Owen? -te pregunté con calma, pues sentí, como por instinto, que aquella caricia no iba destinada a mí-. ¿Por qué me has besado? -Me sorprende no haberlo hecho antes -dijiste- con lo mucho que te pareces a mi hermana. No tengo más hermanas, Jane, y mi madre falleció cuando yo era niño. Te quedaste delante de mí, a la luz de la lumbre, con el rostro tan mudable y ruborizado como el de una niña, y me miraste con una alegría juvenil y optimista muy diferente al gesto tranquilo al que me tenías acostumbrada. Al verte, mis males volvieron como una carga olvidada que oprimiera mi corazón. -Soy tan feliz... -dijiste acercándote otra vez a la chimenea y arrodillándote a mi lado. -¿Es algo que puedas decirme, querido Owen? -pregunté, poniéndote la mano en el pelo, y maravillándome incluso entonces de la blancura y delgadez de mis pobres dedos. La puerta que tenías detrás se abrió silenciosamente, pero tú no la oíste, y mi madre se detuvo un instante en el umbral sonriéndonos; con una punzada comprendí cómo malinterpretaría aquella escena. Después me hablaste, tímidamente al principio, aunque luego fuiste ganando confianza, de Adelaide Vernon. Yo la conocía bien: era una joven graciosa y seductora, coqueta como una colegiala, incluso en la iglesia, aunque su ceñuda y cetrina tía se sentara a su lado en el banco del pastor. Mientras hablabas con elocuencia de enamorado, su rostro joven y hermoso de tez sonrosada y delicada belleza apareció ante mis ojos, y tus cumplidos parecieron arrasar mi doliente corazón como si se desbordara una presa y el agua rompiera desoladamente contra mí. No necesito recordarte los obstáculos que encontraron tus amores. El señor Vernon era reacio a casar a una sobrina sin dote con el cura pobre de Ratlinghope;

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pero su oposición no fue nada comparada con la furia vehemente con que te recibió la señora Vernon, que tenía otros planes para Adelaide. El pastor vino a casa -¿lo recuerdas?- y con lágrimas en los ojos, a pesar de que era un hombre orgulloso y reservado, nos contó que temía que la locura que la había tenido prisionera durante años bajo su techo volviera a aquejar a su mujer. En nuestra casa reinó un amargo, pero más soterrado, resentimiento, que tú sólo notaste vaga e indirectamente. Supe entonces con cuánta premeditación habían planeado nuestra boda tu padre y el mío. Tu amor insensato les pareció egoísta a todos menos a ti y a mí. Aunque también yo pensé algunas veces que parte del amor que te profesaba Adelaide nacía de un romanticismo infantil y de sus ganas de llevar la contraria. Sabes en cierta medida cómo te allané el camino y cómo busqué tu felicidad, como si de ella dependiera también la mía, y sin dejar que me dominase la frialdad de la decepción. Y acabamos saliéndonos con la nuestra. A pesar de mi dolor, me gustó ver cómo supervisabas la construcción de la rectoría, la casa cuadrada de ladrillo rojo junto a la iglesia, con las puertas y las ventanas alicatadas con azulejos. Estaba a un tiro de piedra de casa, por lo que dejaste de frecuentar el salón azul y el polvo se acumuló sobre los libros que antes acostumbrabas a leer. No obstante, querías que yo participara de tu alegría. Cada vez que instalaban una nueva viga en el tejado, o colocaban una piedra angular en la pared, o los azulejos en las ventanas, me pedías que fuese a verlo contigo, por miedo a que pudiera no ser del gusto de Adelaide. Dejé a un lado mis tristezas -pues cada día crecía mi congoja- trabajando de firme en tu casa e ideando soluciones para que vuestro nido le pareciese elegante y hermoso a Adelaide Vernon. La boda debía celebrarse el martes, y el lunes te acompañé a la rectoría. El sitio te era ya muy familiar, a excepción del ala sur con sus paredes cubiertas de hiedra y las ventanas del otro lado, que daban a una laguna alimentada por cien arroyos de montaña. Allí estaban las habitaciones de la señora Vernon, construidas para ella durante su prolongada y en apariencia incurable enfermedad, pues su marido le había prometido que siempre estaría bajo su techo. Ella misma se ocupaba de cuidarlas y casi nunca dejaba entrar a nadie. Al llegar a la casa, el señor Vernon me llevó aparte y me rogó que fuese a ver a su mujer, que se había encerrado en sus habitaciones la noche anterior y se había negado a recibirlo incluso a él. Recorrí el largo y estrecho pasillo que las separaba del resto de la casa y llamé suavemente a la puerta; tras un minuto de silencio, oí la voz de la señora Vernon que preguntaba. -¿Quién está ahí?

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-Sólo Jane Meadows -respondí. Yo le era simpática, y, tras un momento de duda, se abrió la puerta y vi la alta e imponente figura de la señora Vernon envuelta en un batín que dejaba sus brazos nervudos desnudos hasta el codo; los espesos bucles de su cabello negro, apenas entreverado de gris, caían despeinados sobre su rostro cetrino. La habitación estaba llena de basura; la chimenea, cubierta de cenizas; y el cristal de la ventana tenía tanta mugre que no se distinguía el paisaje montañoso de fuera. Volvió a su sillón junto al fuego y me observó con el ceño fruncido y los párpados enrojecidos. El temblor de sus brazos, pese a ser tan musculosos, y el brillo de su rostro me indicaron con tanta seguridad como el aroma leve y empalagoso que impregnaba la estancia que había tomado opio. -Jane -gritó, con lágrimas sensibleras que no trató de ocultar-, ven y siéntate a mi lado. Soy tan desgraciada, Jane... Tu madre vino a verme el sábado y me contó que estás enamorada de Owen Scott, y que todos querían que se casara contigo. Adelaide, esa muñequita de porcelana, no será una buena esposa y lo hará desdichado. Y tú también lo serás, como todos nosotros. Se me encogió el corazón al pensar que podrías ser desdichado. -No estoy triste -repliqué abrazándola y mirando sus ojos iracundos-. No sabe lo fuertes y tranquilos que nos volvemos al procurar la felicidad de aquellos a quienes amamos. No podemos decidir quién querrá a quién, y la voluntad de Dios no ha querido que Owen me escogiese. Hagámoslos lo más felices que podamos. Permitió que la acompañara a su asiento y que le hablara de ti y de Adelaide de un modo que la tranquilizó; hasta aceptó vestirse con mi ayuda y reunirse con la gente que esperaba en la otra parte de la casa. Pero la conducta de Adelaide tendía a irritar a la señora Vernon. No paraba de gastarnos bromas estúpidas, sobre todo a su triste tía, a quien acosaba con una mezcla de arbitrariedad e inquieta ternura que se expresaba de modo infantil, aunque con tanta gracia y simpatía que sólo la señora Vernon encontraba ánimos para regañarla. Me alegré cuando se hizo la hora de marcharnos, aunque tú te demoraste en el jardín contemplando a Adelaide, que se quedó en el pórtico, con su vestido blanco brillando entre las sombras, y te enviaba besos con una risa cuyo musical eco apenas llegaba a nuestros oídos. Esa noche dormiste, como dormimos siempre, sin sospechar que nuestros allegados más íntimos puedan estar en peligro. Dormiste y fui yo quien veló toda la

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noche, y te despertó a primera hora de la mañana para avisarte de que el sol se estaba alzando sobre las montañas en un cielo sin nubes y de que era ya el día de tu boda. Fuimos en seguida a la rectoría, donde los lugareños habían construido un arco de flores sobre la puerta. La señora Vernon, vestida con suma elegancia y cuidado, nos esperaba en el pórtico y nos recibió con un saludo serio pero amable. En toda la casa resonaban pasos precipitados y puertas que se cerraban y abrían, pero, aunque esperaste inquieto, nadie entró al cuartito donde nos encontrábamos, hasta que la puerta se abrió lentamente -tú te volviste con impaciencia- y el señor Vernon anunció que Adelaide no aparecía por ninguna parte. -No te asustes -le dijo el señor Vernon a su mujer-, pero Adelaide lleva desaparecida desde que despuntó el día; se había ido ya cuando sus amigas fueron a buscarla. Recordarás que en ocasiones anda en sueños cuando está muy excitada; y esta mañana encontramos la puerta abierta y su gorro en el camino que lleva a Ratlinghope. La agitación de ayer debe de haber sido la causa. -¡Iba a buscarme! -gritaste con una gran sonrisa y un brillo en la mirada, que se esfumaron a medida que fuiste comprendiendo que, efectivamente, Adelaide había desaparecido. Las cumbres se extendían muchos kilómetros a la redonda, con rocas que asomaban aquí y allá sobre profundos y calmos lagos de montaña, cubiertos de sombras y rodeados de matas de juncos. También había grietas tapadas por zarzas, que se hundían en la piedra viva de la sierra y donde los pastores a veces oían balar a sus ovejas: no podían ayudarlas hasta que se extinguía el eco terrible de sus gemidos. -¡A veces se han extraviado niños! -gritó la señora Vernon, retorciéndose las manos presa de una gran inquietud-, y, si Adelaide ha salido andando en la oscuridad, tal vez esté muerta en uno de los lagos o atrapada en vida en una grieta. Ese día no me aparté de tu lado; y, hora tras hora, vi la expresión terrible que iba adoptando tu rostro a medida que ibas perdiendo la esperanza. Aunque no tardamos en dejar atrás a los demás, la señora Vernon nos acompañó en todo momento y sus energías seguían intactas incluso cuando tú estabas agotado. Yo conocía las montañas tan bien como los propios pastores y te guié sin decir nada de un lago a otro; todos parecían igual de sombríos y misteriosos. Nos asomamos a todas las grietas, nos esforzamos por escudriñar la oscuridad y gritamos hasta que las paredes desnudas del abismo repitieron el nombre de Adelaide. Nadie se quejó de cansancio mientras duró el día y era como si el sol no pudiera ocultarse hasta que la hubiéramos encontrado. De vez en cuando subíamos a algún cerro y nos

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llevábamos la mano al oído para ver si oíamos el lejano susurro de las campanas, o algún leve tono traído por la brisa desde el campanario del llano. La búsqueda duró varios días, pero no encontramos ni rastro de Adelaide. Tan sólo una cofia de encaje que apareció, sucia y húmeda, cerca de uno de los lagos que habíamos explorado sin otro resultado. La señora Vernon siguió infundiéndonos esperanzas y ánimos mucho después de que se acabaran los motivos para tener cualquiera de las dos cosas, y luego se sumió en una depresión que casi amenazó con renovar su enfermedad. Reunió todas las pequeñas posesiones de Adelaide y pasó mucho tiempo entre ellas en sus propias habitaciones, aunque siempre estaba dispuesta a abandonarlas cuando, afligido, ibas a casa de la joven perdida; y se esforzaba por consolarte con una paciente ternura inédita en una mujer tan rígida y altiva. Sin embargo, tú no quisiste dejarte consolar: descuidaste todas las obligaciones de tu cargo y te dedicaste a vagar incesantemente por las montañas; volvías medio muerto a nuestra casa, pues no querías ir a la tuya, y me preguntabas, noche tras noche, mientras la oscuridad y el crepúsculo se cernían sobre las montañas, si no habría algún sitio que no hubiésemos recorrido. ¡Como si fuese posible recuperar el pasado y encontrarla todavía con vida en las desoladas montañas! En medio de todo aquello, aconteció otra desgracia. Antes de Año Nuevo, mi madre cayó enferma y murió. Creo que eso contribuyó a sacarte de tu soledad y desesperación. Aunque seguías sin poder enfrentarte a las caras amables y familiares de tu antigua congregación, los cuidados que le prestaste fueron como un resquicio en la nube de desesperación que pendía sobre ti. Pocos días antes de morir, estuviste leyéndole, mientras ella yacía muy débil y a menudo se quedaba adormilada; de pronto despertó y te miró con ojos preocupados. -¿Querrás siempre a Jane, Owen? -Siempre. Ha sido para mí la hermana más sincera. -¡Ay! -suspiró mi madre-, no te imaginas cuánto te ha querido. Ni una mujer entre un millón hubiese hecho lo que nuestra Jane. Muchacho, es imposible que nadie te quiera tanto en este mundo. -Nunca te habías parado a pensarlo, y te pusiste aún más pálido que mi madre. Yo estaba detrás de las cortinas, donde tú podías verme, pero ella no; y me miraste fijamente, sin moverte de su lado. Sonreí con lágrimas en los ojos, aunque sin el menor absurdo rubor en las mejillas, pues, si podía consolarte de algún modo, no me asustaba ni avergonzaba que lo supieras-. Desde que llegaste -murmuró mi madre- te ha allanado siempre el camino y sólo se

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ha quejado de no poder cargar con tus adversidades en tu lugar. Si alguna vez te casas, Owen, ella se desvivirá por ti, por tu mujer y por tus hijos. ¿Cuidarás de ella, Owen? -No me casaré con nadie más -dijiste posando tus labios en la mano arrugada de mi madre. Sé que te sirvió de consuelo. Tal vez lo repentino y misterioso de tu pérdida te hizo sentir que todo se había ido a pique y que ante ti se extendía una vida de negrura y desolación. Pero desde ese momento hubo una luz -muy débil y tenue, una mera luciérnaga en el desierto- que brillaba en tu camino. Volviste a tus antiguas ocupaciones, como si te apoyaras en mí y confiases en mi guía. No hablamos nunca de amor, bastaba con que nos entendiéramos el uno al otro. Podríamos haber seguido así, año tras año, hasta que el recuerdo de Adelaide se hubiera desvanecido, pero, pocos meses después, mi padre, que era más joven que mi madre y seguía siendo un hombre apuesto, me comunicó que iba a volver a casarse. Tú te habías enterado antes, pues esa misma tarde, mientras me hallaba sola con mis preocupaciones, me llamaste al salón azul, me pediste que me sentara en mi sitio de siempre en el sofá de cretona, y te arrodillaste a mi lado. -Jane -dijiste muy amable-, quiero ofrecerte mi humilde hogar. -No, no, Owen -grité mirándote a la cara, tan gris y seria, con círculos oscuros debajo de los ojos hundidos-, todavía eres joven y encontrarás a alguna chica... que para mí será siempre como una hermana... más joven y lista, y más adecuada para ti que yo. No permitiré que te sacrifiques por mí. -Pero, Jane -insististe, y una agradable luz iluminó tus ojos-. No puedo estar sin ti. Sabes que no podría vivir solo en esa casita que me espera vacía junto a la iglesia; y ¿cómo iba a marcharme de Ratlinghope, dejándote aquí? Mi hogar está donde tú estés; y te amo más de lo que amaré nunca a ninguna otra mujer. Tal vez recuerdes otras cosas que me dijiste; mi corazón ha atesorado todas tus palabras hasta el día de hoy. Lo pensé con calma aquella noche tranquila. Eras pobre, y, al heredar la fortuna de mi madre, yo podía rodearte de comodidades; había llegado secretamente a la convicción de que nunca serías lo que suele llamarse un hombre próspero. Había llegado el momento de separarnos o de unirnos para siempre; y, si te apartabas de mí, no podría seguir protegiéndote de las desgracias. Así que me convertí en tu mujer apenas doce meses después de tu gran pérdida y tragedia.

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Las primeras semanas de nuestro matrimonio fueron más luminosas de lo que yo habría imaginado nunca. Ahora que estaba irrevocablemente decidido que pasaríamos juntos toda nuestra vida, parecías haberte librado de una pesada carga. Ya no albergaba el menor temor de que no fueses feliz. Volvimos a Inglaterra unos días antes de lo previsto, pues, después de muchos retrasos, recibí una carta donde me comunicaban que la señora Vernon había caído enferma e imploraba que adelantáramos nuestro regreso. Antes de ir a casa pasamos por la rectoría, donde te quedaste charlando con el señor Vernon y dejé que me llevasen a la entrada del largo pasillo que conducía a las habitaciones de la señora Vernon. La señora, me contó la criada, sufría más del alma que del cuerpo, pero no se atrevió a desobedecer sus órdenes estrictas de no aventurarse más allá. Seguí adelante, pues conocía sus caprichos; y, una vez más, me permitió pasar cuando me oyó decir, identificándome con tu apellido, que era Jane Scott quien quería entrar. No había ningún nuevo brillo de locura en sus ojos negros. Me cogió las manos con nerviosismo y me las apretó, mientras me preguntaba por nuestro viaje, y por ti. ¿Eras feliz? ¿Habías dejado de lamentarte por Adelaide? ¿Me habías entregado todo tu amor? ¿Era puro el afecto que nos teníamos? -Jane -dijo acercando los labios a mi oído, aunque habló con una especie de áspero chillido-. Juré que Adelaide nunca se casaría con Owen Scott. En parte por ti, pues tu madre me contó que te estaba matando. Y en parte porque era mejor para ella que se casase con mi sobrino rico. Jane tengo que contarte lo que planeé entonces o moriré. ¿Qué tenía Adelaide que sigo dispuesta a perder la vida, o peor, diez veces peor, la razón por ella? Lo hice por su bien, Jane. Nunca imaginé que fuese a acabar así. Pensé que, si la ocultaba un par de días, sucedería algo. Pero pasó mucho, muchísimo tiempo, antes de que Owen viniera a comunicarnos que iba a casarse contigo. ¿Lo entiendes, Jane? -¡No, no! -exclamé. -Me pareció tan fácil que pensé que era lo mejor. La traje aquí en plena noche, como a un bebé. Nunca he sido cruel con ella, nunca, Jane. Pero el tiempo se me hizo muy largo y, al principio, ella se resistió y fue muy astuta. Pensé que sería por poco tiempo y luego me asusté. Pero ahora no se despierta, por mucho que lo intento. Ve a verla, Jane, ¡haz que se despierte! -La señora Vernon me arrastró por la sala hasta la puerta de una pequeña habitación acolchada y sin otra entrada que la de la antecámara. Se la habían construido en la época de sus paroxismos más peligrosos, y estaba tan bien concebida que no se oía ni el menor rumor de sus delirios ni se veía

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su rostro a través de la ventana que daba a la laguna. Ahí estaba tu Adelaide dormida, pálida y consumida, con una sombra en sus rizos dorados y todos los rosados matices de su belleza marchitos-. Ha estado tomando láudano -dijo la señora Vernon-. Al principio se lo di sólo cuando tenía que salir, y ahora no puede pasar sin él. Nunca he sido cruel con ella, Jane. Tiene todo lo que necesita. Sabes cómo bajé a la biblioteca donde estabais sentados y os lo conté todo a ti y al señor Vernon mientras él apoyaba su cabeza cana entre las manos. Recuerdo que extendiste los brazos hacia mí y gritaste con amargura, como si pudiera encontrar un remedio para ti: -¡Ayúdame, Jane! Cariño, mi corazón voló hacia ti por un momento, deseando que me tomaras entre tus brazos y verter en ti todo mi amor, que siempre había contenido por miedo a cansarte; pero me resistí a aquel impulso. Apenas reconocí en el enorme espejo de la sala a la mujer pálida y desesperada que pasó seria y erguida, y a los dos hombres que la siguieron con la cabeza gacha. Ninguno de los dos dijisteis nada, me seguisteis a las desordenadas habitaciones de los cristales sucios, donde la señora Vernon nos esperaba acurrucada en un rincón, y entrasteis en la alcoba en que yacía dormida Adelaide, respirando como si estuviese a punto de despertar. Me arrastré (pues me sentí desfallecer) hasta la ventana, que abrí de par en par, y miré hacia las purpúreas montañas cubiertas de flores de brezo, donde habíamos pensado que se hallaba su tumba sin nombre. Un poco más arriba estaba nuestra casa, la casa que habíamos construido para Adelaide, y en la que no habíamos entrado todavía; y, apartando mis doloridos ojos de ella, volví a mirarte y vi que estabas a su lado con un profundo gesto de terror y ternura pintado en el semblante. No sabría decir si fue el aire fresco de las montañas o alguna misteriosa influencia de tu presencia lo que penetró en sus adormecidos sentidos, pero, mientras os contemplaba, incapaz de apartar la vista de vosotros, su boca tembló y sus largas pestañas se agitaron, se entreabrieron y volvieron a cerrarse, como si fuesen demasiado débiles para resistir la luz, hasta que tú le tocaste suavemente la mano y susurraste: «¡Adelaide!». Ella despertó con un agudo chillido, igual que si hubieses llegado para salvarla, saltó a tus brazos y se aferró a ti con sus manos delicadas como si no quisiera volver a soltarte jamás. Mientras apoyabas la mejilla contra sus rizos despeinados, te oí murmurar: «¡Mi vida!». Y, no obstante, ahí seguía nuestra casa, tuya y mía, Owen; y el anillo que llevaba en el dedo -tanto lo apreciaba que era el único que llevaba- era nuestro anillo de boda.

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Te volviste hacia mí, Owen, con esa mirada directa y penetrante que conectaba nuestras almas. Adelaide había resucitado, para traernos más desdicha que la que nos había causado su muerte. Ambos lo comprendimos, mientras ella seguía agarrada a ti entre sollozos y caricias infantiles y yo esperaba aparte junto a la ventana. Sabía lo mucho que tenías que decirle y que nadie más podía oírlo. Supe lo que convenía hacer. Cogí al señor Vernon del brazo, lo saqué de la habitación y os dejé a Adelaide y a ti solos. Ahora sé que casi no tardaste en volver a mi lado: apenas diez minutos, menos del tiempo que una dedica a un mendigo que te cuenta una historia piadosa en el camino. Pero el pasado y un futuro temible se me hicieron presentes y aquellos momentos me parecieron interminables por infinitamente amargos. Por fin entraste en la salita en que me había encerrado sola, te acercaste a la chimenea donde estaba y ocultaste el rostro en mi hombro entre lágrimas y sollozos. -Me voy, Jane -dijiste por fin-, necesito estar solo unos días, hasta que se haya ido. Cuida de ella por mí. Ya se lo he contado todo. -Haré cualquier cosa por ti -respondí, midiendo todavía mis palabras, como acostumbraba, por miedo a que mi amor pudiera acabar estragándote. Me dejaste, como convenía, sola, a cargo de aquella casa destrozada: Adelaide estaba quebrantada de ánimo y de salud; la señora Vernon se había sumido en el frenesí de su antigua enfermedad y la historia se había convertido en la comidilla de toda la comarca. Encontré un consuelo diario en las cartas que me enviabas, y en las que tuviste la generosidad de abrirme el corazón con tu acostumbrada franqueza. Gracias a eso, la ardua tarea se volvió más fácil y empezó a desenrollarse la madeja. El señor Vernon contrató a una enfermera para que cuidara de su mujer, y yo acompañé a Adelaide a casa de unos amigos, donde esperábamos que recobrase antes la salud, y no me separé de ella hasta que vi que volvía a empezar con sus bromas y coqueterías infantiles. Por fin pude volver a casa, a la casa que tú y yo habíamos construido en la roca, vigilando cómo colocaban las vigas y levantaban el tejado. Pero lo hice sola. Si Adelaide hubiese sido tu joven y bella esposa, habrías cruzado el umbral pronunciando palabras de bienvenida que jamás se habrían borrado de su recuerdo, si ella hubiese sido como yo. Estos recelos eran indignos de ti y de mí, cariño. Recorrí las habitaciones, cogiendo las chucherías que habías comprado ansiosa y generosamente para Adelaide y volviendo a dejarlas en su sitio con una punzada. ¿Acaso deseabas mi muerte, Owen? ¿Deseabas volver a estar con ella? Por fin me senté en tu despacho,

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donde se amontonaban tus libros delante de los estantes vacíos. Los días en que los leíamos tranquilamente en la montaña, cuando viniste por primera vez a vivir con nosotros habían pasado para siempre. Me senté entre ellos, me cubrí la cara con las manos y no vi ni oí nada. Nada, cariño, hasta que tu mano se apoyó en mi cabeza y tu voz alegre y cordial llenó de deleite mis oídos. -Jane -dijiste-, cariño, ¡mi vida! Por fin estamos en casa. Quise llegar antes, pero está escrito que siempre tengas que darme tú la bienvenida. Nuestras desdichas han acabado. Te amo más y mejor de lo que nunca amé a Adelaide. Me alzaste la cabeza y me obligaste a mirarte a la cara. Estaba al mismo tiempo tranquila y exultante, como el semblante de quien ha conocido grandes tribulaciones y ha salido más que victorioso de ellas. Posaste tus labios en los míos y me diste un beso que me dijo, de forma infinitamente más elocuente que las palabras, que no debía volver a dudar jamás de tu amor. Me tomaste tal como era y me encerraste en lo más hondo de tu corazón, protegiéndome así de cualquier recuerdo o insinuación que pudieran traicionarme. Los profundos cimientos estaban echados y cualquier tormenta que azotara nuestra felicidad y nuestra confianza lo haría en vano. Cariño, hemos aprendido a hablar del pasado con calma, y Adelaide ha venido a visitarnos con su marido.

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LA SEÑORA LIRRIPER RELATA CÓMO JEMMY PUSO EL COLOFÓN CHARLES DICKENS En suma, querida, las lecturas vespertinas de aquellos apuntes del comandante nos llevaron por fin a la tarde en que tuvimos todo empaquetado y listo para partir al día siguiente, y te aseguro que, en todo ese tiempo, por muy delicioso que fuese volver a nuestra vieja casa de la calle Norfolk, me había formado muy buena opinión de la nación francesa y había descubierto que eran mucho más caseros y familiares y llevaban una vida más sencilla y amable de lo que había imaginado, y, dicho sea entre nosotras, saqué la impresión de que cierta nación cuyo nombre no vale la pena decir podría beneficiarse imitándoles en cierto particular, concretamente en la valentía con que disfrutan con pocos medios de las pequeñas cosas y no permiten que ningún pomposo mandamás los mire con desprecio o los apabulle con su palabrería; siempre he opinado que lo mejor que podría hacerse con dichos mandamases es instalarlos cómodamente por separado en tinas para lavar la ropa con el cierre echado y no volver a dejarlos salir. -Bueno, jovencito -le dije a Jemmy cuando sacamos las sillas al balcón esa noche-, ¿recuerdas quién dijo que pondría el colofón? -Cierto, abuela -respondió Jemmy-. Yo soy ese ilustre personaje. -Pero se puso tan serio después de esa respuesta tan frívola que el comandante me miró arqueando las cejas y yo hice lo propio-. Abuela y padrino -dijo Jemmy-, no imagináis cuántas vueltas le he dado a la muerte del señor Edson. Sentí un pequeño sobresalto. -¡Ah!, fue una escena muy triste, cariño -admití-, y los recuerdos tristes vuelven con más fuerza que los alegres. Pero eso -proseguí tras hacer una breve pausa para que los tres cobráramos ánimos- no es poner el colofón. Cuéntanos la historia, cariño. -Lo haré -dijo Jemmy. -¿En qué época transcurre? -pregunté-. ¿Hace mucho tiempo, cuando los cerdos bebían vino?

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-No, abuela -replicó Jemmy todavía serio-, hace poco tiempo, cuando los franceses bebían vino. -Nuevamente miré al comandante y él me devolvió la mirada-. En resumen, abuela y padrino, la historia transcurre en nuestros días, y voy a contaros la historia del señor Edson. –Menuda agitación me embargó. Y cómo palideció el comandante-. Es decir -dijo nuestro niño con los ojos brillantes-, voy a contaros mi propia versión. No te preguntaré si es cierta o no, en primer lugar porque dijiste que apenas sabías nada de él, abuela, y en segundo porque lo poco que sabías era un secreto. -Me puse las manos en el regazo y no le quité la vista de encima-. El desafortunado caballero -empezó Jemmy-, objeto de nuestra historia, era hijo de alguien, nació en alguna parte y escogió algún tipo de profesión. Pero no es esa parte de su vida la que nos atañe, sino la historia de sus amores con una dama joven y hermosa. -Creí que me desmayaba. No me atreví a mirar al comandante, aunque sé cómo se sentía, sin necesidad de hacerlo-. El padre de nuestro desdichado protagonista -dijo Jemmy imitando, o eso me pareció, el estilo de alguno de sus libros de cuentos- era un hombre de mundo que tenía ambiciosos proyectos para su único hijo y se oponía firmemente a su proyectada unión con una huérfana pobre pero virtuosa. De hecho, llegó al punto de asegurar a nuestro protagonista que, a menos que olvidase al objeto de sus afectos, lo desheredaría. Al mismo tiempo, propuso como mejor partido a la hija de un terrateniente vecino suyo, que no era ni fea ni agraciada, y cuya elegibilidad desde el punto de vista pecuniario estaba fuera de toda duda. Pero el joven señor Edson, fiel al primer y único amor que había encendido su corazón, rechazó toda consideración relativa a su posible ascenso social, y, tras desatender la cólera de su padre en una carta muy respetuosa, se fugó con ella. -Querida, había empezado a tranquilizarme, pero, cuando oí lo de la fuga, volví a ponerme nerviosa-. Los dos enamorados huyeron a Londres y se casaron en el altar de St. Clement's Danes. Y es en ese momento de su sencilla pero conmovedora historia cuando se alojaron en casa de una respetada y amada señora, llamada Abuela, que reside a menos de ciento cincuenta kilómetros de la calle Norfolk. -Pensé que estábamos a salvo, que nuestro querido niño no albergaba la menor sospecha de la amarga verdad, y miré por primera vez al comandante y exhalé un largo suspiro. El comandante hizo un gesto con la cabeza-. El padre de nuestro protagonista prosiguió Jemmy- fue implacable y cumplió su amenaza, por lo que las penalidades que tuvo que sufrir en Londres la joven pareja fueron muchas; y aún habrían sido más de no haberlos llevado su ángel de la guarda hasta la residencia de la señora Abuela, quien, adivinando su pobreza (a pesar de sus esfuerzos por ocultársela), alivió su sufrimiento de un sinfín de modos diferentes y les hizo la vida más fácil. En ese momento, Jemmy tomó una de mis manos entre las suyas y fue señalando los

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giros de la historia dándome de vez en cuando un golpecito-. Pasado un tiempo, dejaron la casa de la señora Abuela y conocieron, con mejor o peor fortuna, una serie de éxitos y fracasos. Pero ante todos los contratiempos, para bien y para mal, el señor Edson siempre le decía lo mismo a su compañera del alma: «¡El amor inmortal y la verdad nos ayudarán a seguir adelante!». -Mis manos temblaron entre las del muchacho al oír aquellas palabras tan distintas de la realidad-. El amor inmortal y la verdad -repitió Jemmy, orgulloso y complacido de aquellas palabras-. Y así se abrieron camino, pobres, pero felices y valientes, hasta que la señora Edson dio a luz a un hijo. -Una hija -respondí. -No -replicó Jemmy-, un hijo. Y el padre estaba tan orgulloso que apenas podía apartarse de él. Pero una nube oscureció la escena. La señora Edson enfermó, languideció y murió. -¡Ah! -exclamé-. Enfermó, languideció y murió. -El único consuelo del señor Edson, su única esperanza sobre la faz de la Tierra y el único aliciente para todos sus actos, era su amado hijo. El niño se fue haciendo mayor y llegó a parecerse tanto a su madre que era su viva imagen. A menudo se preguntaba por qué lloraba su padre cuando lo abrazaba. Pero, por desgracia, era tan débil de constitución como su madre y murió antes de dejar atrás la infancia. Entonces el señor Edson, que tenía sus virtudes, desesperado y sólo, lo envió todo al diablo. Se volvió apático, descuidado, perdido. Poco a poco se fue hundiendo más y más, hasta que al final vivía sólo (creo) del juego. La enfermedad le sorprendió en la ciudad de Sens, en Francia, y yació en su lecho de muerte. Pero, ahora que estaba acabado, consideró cómo había sido su pasado antes de que lo cubriera de cenizas, y pensó con gratitud en la buena señora Abuela, a quien no había vuelto a ver desde entonces y que tan buena había sido con él y su joven esposa al principio de su matrimonio, y le dejó en herencia lo poco que tenía. Ella fue a verle y al principio no lo reconoció, igual que, al ver una ruina de un templo griego o romano, es difícil decir cómo era antes de desplomarse, pero por fin lo recordó. Y entonces él le contó entre lágrimas lo mucho que lamentaba haber echado a perder su vida y le pidió que fuese compasiva con él, pues al fin y al cabo era el ángel caído de su amor inmortal y su constancia. Y, como ella había llevado consigo a su nieto, y él pensó que su hijo, de haber sobrevivido, se le habría parecido mucho, le pidió que dejara que le rozase la frente con la mejilla y le dijera ciertas palabras de despedida.

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Jemmy bajó la voz al llegar a ese punto de la historia y se me llenaron los ojos de lágrimas, igual que le ocurrió al comandante. -Eres como un mago -dije-. ¿Cómo se te ha ocurrido todo eso? Corre a escribir hasta la última palabra, es una historia preciosa. Cosa que Jemmy hizo, y te lo he contado todo, querida, a partir de sus notas. Luego el comandante me cogió la mano, la besó y dijo: -Querida señora, hemos salido bien librados. -¡Ah, comandante! -respondí secándome los ojos-, no teníamos de qué preocuparnos. Tendríamos que haberlo sabido. Una juventud tan radiante no piensa en traiciones, sino en la confianza, la compasión, el amor y la constancia... Así es, ¡gracias a Dios!

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SEMBLANZAS BIOGRÁFICAS Charles Dickens (1812-1870) uno de los autores victorianos ingleses más prolíficos y populares. Segundo de los ocho hijos de un funcionario de la Marina, a los doce años, encarcelado el padre por deudas, tuvo que ponerse a trabajar en una fábrica de betún. Su educación fue irregular: aprendió por su cuenta taquigrafía, trabajó en el bufete de un abogado y finalmente fue corresponsal parlamentario de The Morning Chronicle. Sus artículos, luego recogidos en Bosquejos de Boz (1836-1837), tuvieron un gran éxito y, con la aparición en esos mismos años de los Papeles póstumos del club Pickwick, Dickens se convirtió en un auténtico fenómeno editorial. Novelas como Oliver Twist (1837), Nicholas Nickleby (1838-1839) o Barnaby Rudge (1841) alcanzaron una enorme popularidad, así como algunas crónicas de viajes, como Estampas de Italia (1846). Con Dombey e hijo (1846-1848) inicia su época de madurez novelística, de la que son buenos ejemplos David Copperfield (1849-1850), su primera novela en primera persona, y su favorita, en la que elaboró algunos episodios autobiográficos, Casa desolada (1852-1853), La pequeña Dorrit (1855-1857), Historia de dos ciudades (1859) y Grandes esperanzas (1860-1861). Dickens fue un incansable reformador social y una figura pública toda su vida. Murió repentinamente dejando incompleta su novela El misterio de Edwin Drood.

Elizabeth Gaskell (nombre de casada de Elizabeth Cleghorn Stevenson, 18101865) popular escritora victoriana. Hija de un pastor de la Iglesia unitaria inglesa, además de funcionario y periodista, al fallecer su madre, fue educada por una tía en el pueblecito de Knutsford. En 1832 contrajo matrimonio con William Gaskell, ministro unitario, y la pareja se estableció en Manchester, en aquellos momentos una ciudad superpoblada y socialmente conflictiva, en los inicios de la Revolución industrial. El choque que supuso el contacto con esta sociedad quedaría reflejado en varias de sus novelas, especialmente en Norte y Sur (1855). Durante unos años se dedicó a su familia y a las labores de caridad propias de la mujer de un pastor. No inició su carrera literaria hasta 1845, luchando contra la depresión que le produjo la temprana muerte de uno de sus hijos. En 1848 apareció su primera novela, Mary Barton, que obtuvo un éxito inmediato. En 1857 publicó la Vida de Charlotte Brönte, una de las biografías más destacadas del siglo XIX. Gaskell escribió obras que reflejaban sus preocupaciones morales como La casa del páramo (1850), otras de corte

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costumbrista -una de las más populares fue Cranford (1851-1853)-, piezas breves de género fantástico como sus Cuentos góticos y novelas más volcadas en la intimidad doméstica, que pintó con maestría en Los amores de Sylvia (1863), La prima Phyllis (1863-1864) e Hijas y esposas (1864-1866), cuyos últimos capítulos dejaría sin concluir a su muerte.

Andrew Halliday (1830-1877) escritor, periodista y dramaturgo. Contribuyó con numerosos artículos a la revista de Dickens All the Year Round y a otras muchas publicaciones. También escribió para el teatro farsas, melodramas y piezas del género burlesque. Little Em’ly (1869), una popular adaptación teatral de David Copperfield, obtuvo un gran éxito.

Edmund Yates (1831-1894) periodista, novelista, dramaturgo y editor del periódico de sociedad The World. Dickens lo protegió y fue también muy amigo de Wilkie Collins. Fue autor e intérprete de la obra Invitations, que se representó durante un año (1862-1863) en el Egyptian Hall de Londres. Running the Gauntlet (1865) y Black Sheep (1867) son algunas de sus novelas.

Amelia Edwards (1831-1892) novelista, periodista y egiptóloga. Su primer poema lo publicó cuando tenía siete años y su primer relato, a los doce. Disfrutó de un éxito considerable con sus artículos, relatos y novelas, entre ellos Barbara’s History (1864) y Lord Brackenbury (1880), pero aún se hizo más famosa con sus escritos de viajes y su interés por la arqueología egipcia. Fundó con Reginald Poole la Egypt Exploration Fund. Fue también una destacada activista del movimiento sufragista.

Charles Collins (1828-1873) pintor y escritor. Hermano de Wilkie Collins, fue amigo íntimo de Millais y en su juventud se relacionó con la Hermandad Prerrafaelita. Su cuadro más famoso de la época es Convent Thoughts (1851). En 1860 se casó con Kate, la hija de Dickens, pese a las dudas de su padre, preocupado por su

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precaria economía y su mala salud. Para aliviar la situación de su yerno, Dickens le dio empleo en All the Year Round y le encargó las ilustraciones para El misterio de Edwin Drood. Sus relatos se recogieron en los volúmenes A New Sentimental Journey (1859), The Eyewitness (1860), y A Cruise upon Wheels (1863). Escribió también tres novelas: Strathcairn (1864), The Bar Sinister (1864) y At The Bar (1866).

Rosa Mulholland (1841-1921) novelista y poeta irlandesa, a quien Dickens convenció de que se dedicara a escribir. Casada con el historiador y arqueólogo dublinés John Thomas Gilbert, entre sus novelas cabe mencionar Father Tim (1910) y Fair Noreen (1912). En ellas trataba del surgimiento de una nueva clase de propietarios rurales católicos en Irlanda, y prestaba mucha atención a sus orígenes celtas.

Henry Spicer (1891) : dramaturgo, poeta y narrador. Amigo íntimo de Dickens, también escribió libros sobre espiritismo. Entre sus obras cabe destacar Strange Things among Us (1863), y los volúmenes en verso The Lords of Ellingham (1839) y Honesty (1842).

Hesba Stretton (nom de plume de Sarah Smith, 1832-1911) autora de populares libros religiosos para niños. Jessica's First Prayer (1867), que vendió más de un millón y medio de ejemplares, giraba en torno a una muchacha indigente en el Londres victoriano, abandonada por su madre, un actriz alcohólica, que encontraba consuelo religioso y amistad en el propietario de un puesto de café. Hija de un librero, fue amiga de Dickens y colaboró regularmente en sus revistas. Fue una de las fundadoras de la National Society for the Prevention of Cruelty to Children (Asociación Nacional para la Prevención de la Crueldad contra los Niños).

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