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La última mirada

Elizabeth Hernández Apráez

Demóstenes decidió no ver el mundo nunca más. A sus setenta y siete años creía que ya había visto todo lo que tenía que ver. Ciego era por voluntad propia. Los ojos los llevaba siempre cerrados y cuando se cansaba de mantenerlos de esa forma, usaba dos parches, uno en cada cóncava.

Cierto era que Demóstenes había observado infinidad de cosas y acontecimientos: un arcoiris de más de siete colores en una tarde espléndida de marzo, una estrella caerse del cielo y también parvadas de aves subiendo hacia el azul infinito. Vio el mar dejándose besar por el cielo, la semilla de una fruta convertirse en árbol, un camino de piedra que llevaba a una montaña y otro de hierba que conducía a un abismo. Sus ojos se pasearon por esos ríos de palabras llamados libros, se detuvieron para admirar un sol blanco de luz y una roja luna de octubre, y se fijaron en otros ojos que le hicieron brillar los suyos.

Verdad también era que los párpados de Demóstenes se mantuvieron levantados durante largos minutos mientras apreciaban la serenidad de una montaña, la pequeñez de una hormiga, la bondad de la lluvia. Sus ojos se elevaron para mirar de frente al sol enfurecido y abiertos también se mantuvieron mientras se sumergía en las aguas para ver los peces, las piedras, la arena y las plantas que viven bajo el fluir de un río.

Sin duda, Demóstenes vio lo que quería ver, y lo que no, también. Miró un cuerpo femenino redondo y desnudo, el rostro de una mujer mientras le besaba la boca, una sonrisa saliendo alegremente de unos labios, un par de lágrimas huyendo con tristeza de unos ojos, vio a dos personas pelearse y después fundirse en un abrazo, vio morir a su padre y nacer a su primer hijo.

De tantas cosas que vio, los ojos se le empezaron a cansar. Negros eran, como dos frutos de la vid, pero el tiempo, o el mundo quizá, los volvieron opacos. Se habían ido cerrando, parecían oponerse a permanecer atentos a los cambios de la vida. Las imágenes se fueron borrando ante su vista. Aparecían y desaparecían, eran incompletas. Demóstenes ya no quería ver el mundo a medias. Seguro de que lo primero que se le muere a un hombre son los ojos, quiso darles una digna sepultura. Y los cerró, con la idea de no abrirlos nunca más.

Vivía en un buen bosque, de esos que tienen todo verde menos el cielo que los cubre. ¡Cuánto había por mirar allí!: las flores cayéndose de las plantas para acariciar la tierra, un río tranquilo y pensativo bajo el sol de la tarde, rocas monumentales con piel de musgo, pájaros que pintaban de distintos colores el aire. Aún así, Demóstenes prefería no ver ese ente verde que siempre le miraba a él con indiferencia.

Fueron los habitantes de ese bosque quienes se empeñaron en hacerle cambiar de opinión.

—Tienes que ver esto, Demóstenes —le decían cuando el aire entraba al bosque trayendo consigo mariposas de alas dulces. —Ya las he visto —respondía Demóstenes, apretando aún más los párpados.

Lo llamaban para que viera un cometa brillante que se acercaba a la tierra cada setenta y cinco años, para que observara los árboles llenarse de unos pájaros silvestres que venían desde Canadá, para que endulzara sus ojos conociendo a su nuevo nieto que había nacido dos meses antes de lo previsto, un poco más grande que una mano, y a quien ya le tenían nombre: le pondrían Demóstenes como el abuelo.

Nada de eso quiso ver. Amaba los olores y las voces. Prefería escuchar y percibir con su olfato los acontecimientos del mundo. El día en que Demóstenes tenía que abrir los ojos llegó. Era una madrugada

de color celeste. Los pájaros canturreaban su himno de siempre. El bosque olía a lluvia, a musgo y a miel al mismo tiempo. Del cuerpo de Demóstenes empezaron a brotar gotitas de agua, sin fragancia alguna. Las manos se le cubrieron de un frío matutino, su alma brotó como una flor por todo el pecho, los pensamientos desaparecieron de su cabeza, le pareció no estar ya en este mundo. Pero, sobre todo, los ojos se le llenaron de tanta, tanta luz, que los abrió. Ese día Demóstenes murió con los ojos abiertos.

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