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Como si alguien hubiera podido vencer al tiempo
Miguel Alejandro Carpio Mirones
Se lo diagnosticaron hace como cinco años, más o menos. Fue el año que nuestra primera nieta nació. “Qué chistoso”, me decía cuando nos quedábamos cuidándola, “deberían ser los nietos los que no se acuerden de los abuelos, no al revés”. Pero a pesar de todo, se mantenía bien. La doctora nos recomendó unos ejercicios y algunas otras cosas, sobre todo para la memoria. “Las redes neuronales”, nos decía la doctora, “lo importante es que las redes se mantengan fuertes”. Nos dijo que podía hacer desde cosas pequeñas, como crucigramas o sudokus, hasta algo un poco más complicado, como aprender un idioma o un instrumento. “¿Qué instrumento voy a estar aprendiendo a esta edad?”, me decía. “¿Por qué no vuelves al piano?”, le decía yo. Porque él tocaba un poco de adolescente, cuando nos conocimos, y tenía uno de herencia, muy lindo, que estaba como decoración de la sala.
Al principio no quiso, le parecía tonto. Pero después entre la doctora y yo fuimos insistiendo e insistiendo, hasta que al final aceptó. “¿Y quién me va a enseñar?”, preguntaba. Así que pregunté a unas amigas por algún profesor de piano que diera clases a personas mayores. “Yo conozco a una”, me dijo Alicia, “es buena, muy paciente”. Al principio él se cansaba rápido y no estaba muy entusiasmado. “Es una pérdida de tiempo”, me decía, “si igual mi memoria sigue bien”, pero a pesar de eso repasaba sus lecciones todos los días para su clase de la semana. Yo lo alentaba siempre, uno porque la doctora me había recomendado eso, pero también porque me gustaba verlo motivado con algo.
Entonces llegó el tercer año, cuando la enfermedad comenzó a hacerse notar más. En las mañanas tardaba más en alistarse, a veces lo veía
afanado leyendo el periódico y después no se acordaba de qué noticia era la que estaba buscando, se olvidaba los nombres de nuestros amigos, los días de consulta… Claro que nosotros nos dábamos cuenta, pero no decíamos nada. Ni siquiera entre nosotros. Era como si creyéramos que ignorarlo lo haría desaparecer. Pero el tiempo se fue imponiendo a nuestra esperanza. Como si alguien hubiera podido vencer al tiempo.
Ya para el cuarto año las lagunas no eran nada extraordinario, y los periodos de crisis eran frecuentes. Había días en los que ni siquiera se lavaba, e intentar asearlo era causa fija de pelea. Excepto los jueves. Los jueves se levantaba siempre más temprano y me pedía que lo ayudara a bañarse. Desde el tercer año ya me reconocía cada vez menos, y para el cuarto yo ya no era más su esposa, sino su enfermera. Al principio me dolía, claro, e incluso yo le reclamaba por eso. Pero me fui dando cuenta de que no era su culpa. Él no hubiera querido que eso pasara. Y seguramente todo eso le dolía más a él que a mí, más que a nosotros, aunque nadie se diera cuenta.
Entonces yo me fui acostumbrando, ¿sabe? No lo veía como el fin, sino como el inicio de algo nuevo. Poco a poco dejó de decirme todos los apodos que nos habíamos puesto con los años, y comenzó a decirme solo por mi nombre. Pero también se fue volviendo más amable. Me contaba cosas de cuando había sido joven, de cómo nos habíamos conocido, de nuestros hijos…
De los últimos recuerdos nítidos que tenía era el nacimiento de nuestra primera nieta, que ya iba al kínder y todo. Nuestra nieta y las clases de piano, eso era lo último que se acordaba. La profesora de piano, en realidad. Y sí, yo ya me había dado cuenta…
Claro que no había sido desde el principio, sino desde que comenzó a olvidarse de mí. Y creo que ella también se daba cuenta. Se notaba
el entusiasmo que ponía en repasar sus lecciones, el afán con el que se quería alistar los días de clase, lo bien que la trataba… Ella se daba cuenta y se sentía mal. Hasta dejó de ir dos semanas diciendo que ya no tenía tiempo. Pero yo la busqué y le dije que estaba bien, que no era su culpa. No era una mala mujer, ¿sabe? Estaba casada, tenía hijos. Era una señora simpática. Se cuidaba, se vestía bien, era muy sobria. “Es que tengo miedo que él comience a confundir las cosas”, me dijo. “Tiene Alzheimer, claro que confunde las cosas”, le dije, “pero le gustan las clases de piano y le gusta que usted sea su profesora”.
“Es que… Es que me siento mal por cómo me mira a mí estando usted ahí…”, me dijo. Tenía vergüenza, pero no tenía de qué. Y le expliqué. Le dije que no era su culpa, ni mía ni de nadie. “Mientras no se propase con usted ni la haga sentir incómoda, me gustaría que siguiera yendo a la casa”, le dije. Y la semana siguiente volvió. Y él otra vez se puso contento.
Los jueves me pedía que le pusiera un saco bonito y le escogiera su mejor camisa. Me pedía que lo rasurara y era el único día que no peleaba para bañarse. “¿Sabes?, hoy día voy a verla”, me decía, “y quiero verme bien”. Las primeras veces yo no podía evitar llorar mientras lo alistaba. Claro que me sentía herida. Pero… como le había dicho a ella, y me lo comencé a decir a mí cada mañana, no era culpa de nadie. Poco a poco yo misma comencé a sentirme feliz por él. Feliz porque él estuviera feliz. Aunque fuera por ver a otra persona.
Y así, poco a poco, dejé de ser la enfermera para convertirme en la amiga. Claro que los chicos no lo entendían, hasta me reñían por dejar que pasara. “¿Cómo es posible que le solapes esas cosas?”, me decían, “te estás haciendo daño tú sola”. Yo no les discutía. También entendía cómo se sentían. Pero, ¿sabe?, yo me sentía feliz. Porque ellos no lo escuchaban llorar por las noches, ni veían su frustración, su rabia, cuando despertaba a media noche por las pesadillas y había mojado la cama. No lo veían pelear consigo
mismo porque ya no podía resolver crucigramas ni llorar cuando a veces se ponía a ver los álbumes de fotos. Y dentro de todo eso, verlo sonreír un solo día, aunque fuera por ver a otra persona, era suficiente para mí.
Un día cerca de Navidad él me había pedido que le comprara una rosa para ella. Le compré un ramo; era pequeñito, pero estaba bien hecho. También era de parte mía, yo también estaba agradecida. Pero mientras lo alistaba lo noté distraído, ausente. Le pregunté si todo estaba bien. “Sí, sí…”, me dijo. Le pregunté si estaba nervioso por darle el ramo. “Un poco”, me respondió. Le dije que no tenía por qué ponerse así. Que ella era una señora muy bonita y que seguramente las flores le gustarían. Entonces me agarró las manos y me miró fijamente, como no lo había hecho en por lo menos los dos últimos años. “Ella es bonita, pero tú eres hermosa”, me dijo, y me besó las manos. “Tu esposo debe ser el hombre más afortunado del mundo”, me dijo, y se le salió una lágrima. “Es el mejor hombre que conozco”, le dije, y le di un beso. Después nos abrazamos hasta que tocaron el timbre.