Con la misma rata

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Adriana Baldessari

CON LA MISMA RATA Ana bajó corriendo, como todas las mañanas, los tres tramos de la escalera que la llevarían al colmado andén de la estación Acoyte de la línea A. No le extrañó ver el cartel celeste que anunciaba Con Demora, y ni se molestó en tomar el papel que automáticamente la empleada de Metrovías le alcanzaba para justificar el retraso. Tenía una colección. Al principio le escribía una carta al jefe de personal adjuntando el certificado, pero cuando vio que en la fichada del mes, siempre aparecía tarde, dejó de cumplir con ese burocrático requisito. Tras girar el molinete comenzó a abrirse paso por entre el gentío hasta llegar a la punta del andén. No podía viajar en otro vagón que no fuera el primero: allí fantaseaba que era ella la que manejaba en tiempo y forma. Odiaba


cuando se retrasaban ociosamente, en cada estación, gestando un paro como el que iban a parir en las próximas horas. Ya eran las 8 y 35. ¿Cómo fichar a las nueve en el trabajo? Durante el viaje decidiría si hacía la combinación en Lima y bajaba en Lavalle o seguía hasta Perú y caminaba por Florida mirando el cielo que ya habría cambiado nueve horas después. El chirrido del subte sacó a Ana de sus pensamientos. Por los altoparlantes cree escuchar la música de Carrozas de Fuego: en cámara lenta se acerca una formación completamente vacía. Aleluya. Hoy viajará sentada, como un pasajero, sin codos en la espalda, sin empujones, sin hombres en el sitio de las embarazadas haciéndose los dormidos. Ana relacionó este milagro, mientras se asomaba por la ventanilla, con otro sucedido la tarde anterior. Se había encontrado con Alejandro, aquel primer amor, él todavía soltero y ella ahora separada. Le sorprendió la palidez de su rostro, sus ojos negros que entrecerraba como si la luz del día lo encandilara, pero aparte de esos detalles y


considerando que hacía treinta años que no se veían la conversación había fluido naturalmente. El tema fue el que los había unido durante más de un lustro: la pasión por el cine. Rememoraron los ciclos de Leloir, Fellini, Bergman, Pasolini, Lelouch, Truffaut, De Sica, que alguna vez vieran en el Lorca, el Lorrarine, el Losuar, empezando por Zorba el Griego en el cine Arte, con diecisiete años entonces y el temor de que le pidieran el documento. La charla giró envolvente como un rollo de celuloide que se cortó de forma abrupta cuando Ana lo invitó al cine. Alejandro, nervioso y cortante le dijo que la íntima y mágica oscuridad del cinematógrafo había quedado archivada para siempre con los más de 2700 programas de las películas que habían visto, disfrutado y analizado juntos, a veces hasta el amanecer, en el Bar de La Paz. La voz inentendible de la locutora de Metrovías informa que los vagones detenidos en la estación Perú no transportan pasajeros y que el viaje terminará en Piedras. La protesta de los usados usuarios trae de regreso a Ana que se sobresalta al ver que su vagón,


sobrepasó varios metros el andén y que el maquinista no puede avanzar ni retroceder. Temerosa de los túneles que supone llenos de roedores, recuerda cuando, con la impiedad de los veinte años, desgarró el corazón de Alejandro y él tan sólo pudo decirle —¡Sos una rata! Aún atrapada en esa amarga imagen, Ana ve que el maquinista sale de su caja de madera, abre la puerta y un operario con casco amarillo coloca una escalera para que puedan bajar a las vías. Lo siguen entre toses nerviosas, torceduras de tacos, maldiciones y lloriqueos. De pronto el empleado de Metrovías, por hartazgo o por compasión, se da vuelta para calmarlos. Ana se paraliza. El hombre es Alejandro, que la observa desde la seguridad de la penumbra. Luego, mira a los demás y en un tono que quiere ser jocoso les advierte: —Ojo por donde caminan, porque así como me ven, yo soy el único hombre que en la vida tropezó dos veces con la misma rata.


Todos rĂ­en al ver cercana la luz del andĂŠn de Piedras. Ana llora en la oscuridad.


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