“Un trébol de carreteras narrativas, como para que sea posible una Historia de la ciencia ficción nacional, obra del inagotable Federico Stahl. Mundo levemente divergente al del lector —en el que Philip Dick vive hasta los años noventa y visita Montevideo—, donde hay un caño que conduce a la imposibilidad de llegar al otro lado, o quizá, si Rex logra superar la prueba, hacia otro género literario, en el que Satán podría saludar a uno de sus letristas. Una encrucijada en la que el único escritor de ciencia ficción que no figura en la Historia de Stahl aporta una versión más para explicar este mundo de realidades paralelas, que, Sanchiz lo sabe y lo demuestra, se ponen en contacto sólo a través de los libros. “Nadie recuerda a Mlejnas” es una fluida y precisa pieza narrativa en la que el rock y la ciencia ficción fertilizan los grandes textos que están en su origen. ”
Un gato con pedigree de artista plástico. Una comunidad llevando a cabo los festejos del inminente fin del mundo. El regreso de un héroe televisivo en decadencia. “La narrativa de Pablo Dobrinin despliega la maestría de combinar cualidades aparentemente contradictorias. Así, es precisa y a la vez voluptuosa, es diáfana pero no esconde los matices sombríos que se deslizan por los márgenes, y está cargada de una imaginería surrealista que armoniza con un erotismo extraño, desplazado. Nada de todo esto se podría alcanzar sin una extraordinaria destreza y, fundamentalmente, sin una comprensión cabal de lo que es la literatura.” Luis Pestarini, Cuásar
Otro Cielo #12 / Abril 2011
Dirección Elena Massa
(elena@otrocielo.com)
Editores
Juan Manuel Candal
(juanmanuel@otrocielo.com)
Ramiro Sanchiz
Colaboradores Noe Sancho Daniel Flores Horacio Cavallo Tomás Tow Ana Chaparro Augusto Munaro Marcelo Metayer
Todas las notas son propiedad de sus respectivos autores, al igual que los cuentos y columnas. Todo material podrá ser citado siempre que incluya la referencia a la revista. En caso de los cuentos, se deberá consultar a sus respectivos autores.
4 / Editorial 5 / Entrevista a Pablo Dobrinin 21 / Minirepo: Jurij Kunaver 25 / Cuentos
“Luces del Sur”, de Pablo Dobrinin “Madre”, de Ezequiel Vega “Destino Denia”, de Javier Couto “La tienda”, de Jorge Luis Cáceres “Solamente es ella en una película”, de Silvia Flota “Por un plato de Borchst” de Azucena Galettini “Lágrimas de supermercado” de Juan M. Candal
85 / AnaCrónica 87 / Anverso y reverso 88 / Literatura: Matadero, de Ricardo Carreira 89 / La exhibición de atrocidades 92 / La persistencia de la memoria / Foto 94 / GPS: La Gran Muralla China 100 / Próximo número Toda la información sobre nuestros autores está en http://www.otrocielo.com/autores.html
www.otrocielo.com
“Otro cielo” acepta cuentos de cualquier escritor en lengua castellana, sin importar su nacionalidad y sin limitaciones de género o técnica. No aceptamos fragmentos de novela, poemas, artículos ni ensayos no solicitados. Para conocer la convocatoria ir a: http://www.otrocielo.com/ envios.html
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Editorial
Editorial / Abril
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l retraso de éste número no es casual. A una tragedia que nos toca de cerca se suma y ha sido el principal motivo de esta tardanza fuera de lo común, el amotinamiento de los columnistas habituales (algunos tardíos, otros poco inspirados, el resto, desaparecidos sin aviso) y una serie de idas y vueltas parecieron ponerse de acuerdo para que nuestro número de abril apareciera en octubre o noviembre. Esto nos sirve para comprender que es hora de modificar también el modo de encarar la revista. A partir de este número, y con el de mayo saliendo el último día del mes, los PDF aparecerán puntualmente y las versiones online de los cuentos y entrevistas por separado se irán agregando con el trascurso del mes. Así que, a partir de ahora, a bajarse el PDF, y luego, quien quiera buscar / marcar / comentar / linkear un cuento o entrevista en particular, podrá encontrarlo en el marco de las semanas siguientes. Por último —este será un editorial breve—, nos complace presentarles a Pablo Dobrinin, uno de los grandes talentos literarios rioplatenses, cuya obra está destinada nada más y nada menos que a una grandeza a la que pocos puede siquiera aspirar. En este número aparece su cuento, “Luces del Sur” y a fin de mes se publica su primer libro, “Colores Peligrosos”. Quienes han leído a Pablo saben por qué es un libro fundamental en cualquier biblioteca que se precie de tal. También recomiendo la lectura de nuestro minirepo del mes: un traductor esloveno que conoció la revista por casualidad y se ha empeñado en traducir un puñado de cuentos aquí publicados para revistas y radio de su país. Otro Cielo seguramente brilla en Eslovenia este mes. Saludos a nuestros nuevos amigos.
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Entrevista
Pablo Dobrinin
“Los relatos deben ser entretenidos. No tengo ningún derecho a mantener a un lector de rehén para que después de 200 páginas él piense que la cosa comienza a ponerse interesante.” Por Juan Manuel Candal
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Entrevista
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onocí a Pablo Dobrinin cuando me llegaron 3 cuentos suyos para el especial sobre literatura uruguaya que hicimos en Otro Cielo allá por agosto del 2010 (#6). Enseguida estuvo claro que se trataba de un autor totalmente fuera de lo común: original, inclasificable, con una voz madura en cuanto a la construcción de su prosa y a la vez cierta capacidad para conectarse con el asombro y la inocencia infantil. En cierto sentido, muchos de sus cuentos tienen algo de fábula, podrían tener un vínculo con la Lina Meruane de “Las Infantas”. También, en sus cuentos más sobrios, con nuestro recientemente entrevistado Fabio Morábito. Me enteré poco después de publicar uno de sus cuentos en Otro Cielo que Pablo todavía no tenía ningún libro editado. Reproduzco a continuación mis primeras impresiones al respecto (escritas originalmente para mi caótico blog personal): “A la literatura fantástica le falta un libro. Y es un libro fundamental. No tiene título, al menos que yo sepa, pero contiene cuentos como “Los festejos del fin del mundo”, “Blue”, y otras grandes máquinas de compleja producción narrativa. Pablo Dobrinin, el autor de estos relatos, es bastante conocido en el mundo del sci-fi y literatura fantástica. Lo publican seguido en diferentes revistas como Cuasar, Próxima, e incluso ha sido traducido a otros idiomas, para revistas o antologías editadas en Europa. Es un caso único: un autor respetado y hasta laureado en ciertos foros de quien las editoriales no terminan de hacerse eco. Ahí es cuando uno piensa “bueno, Saramago no empezó a publicar hasta que tenía como 40 años” y se queda un poco más tranquilo pensando que tarde o temprano la deuda será pagada. Porque, dueño de una prosa única, Pablo nos debe a todos un libro. El panorama de la literatura fantástica actual estará incompleto mientras tanto.” Tuve la suerte de conocerlo en persona en enero de este año durante la presentación del libro de Ramiro Sanchiz, “Nadie recuerda a Mlejnas”. El crooner metalero del Rio de la Plata, con sus casi cuarenta años y su enorme estatura se hizo presente y compartimos largas charlas acerca de la literatura, de ciertas nociones básicas de lo que hacen a un buen cuento, de nombre propios que criticamos o rescatamos y de a poco se fue dando la posibilidad de publicar en nuestra todavía muy pequeña editorial un libro que reuniera 10 de los mejores cuentos de su autoría. “Colores peligrosos” —tal es el título de la aventura—, contiene los dos cuentos ya publicados en Otro Cielo y el que damos a conocer este mes. Es un orgullo editorial hacer un lugar en el mundo literario para una obra de este calibre y más allá de cualquier intención comercial, no podemos dejar de recomendarlo. Mientras tanto, acá está el autor, clarísimo en sus conceptos como siempre, apostando por su Santo Grial literario, que como cualquier que lo intente, no alcanzará a encontrar. Pero seguramente dejará en el camino un cuerpo literario de inmenso valor.
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Pablo, vamos por partes. Contame cómo descubriste la literatura (a qué edad, con qué libros, etc.), y cuando empezaste a escribir, aunque fuera sólo por hobbie. Entré en la literatura de un modo ingenuo: tenía once años. A esa edad decidí que quería ser escritor. Me acuerdo que en las fechas patrias nos mandaban hacer una redacción; la mitad de las veces elegían la mía y supongo que eso me motivó. A esa edad leía historietas y los libros que me prestaban en la escuela. Y miraba las películas que daban en la televisión, y luego en el cine. También dibujaba historietas y hacía “películas” con una caja de zapatos, un par de varillitas de madera y un rollo de papel. Y escribía alguna poesía, cuentos de ciencia ficción, y una serie épica y fantástica que era una mezcla extraña con personajes que tenían nombres en latín. Había filosofía y violencia, porque por aquel entonces la serie Kung Fu, con David Carradine, me había demostrado que esa fórmula funcionaba, jajajaja. Después vino el liceo y ahí conocí a muchos autores que me gustaban como Bradbury, García Márquez, Cortázar, etc. Leía la revista Nueva Dimensión, y la Biblioteca Universal de Misterio y Terror que salía en los kioscos. Muchas antologías de cuentos, lo que me permitía después buscar algo más de esos autores. En el liceo aprendí cosas interesantes, prestaba mucha atención a lo que se decía en literatura, tomaba nota mental de todo lo que me interesaba. Interioricé conceptos que mantengo hasta hoy. Años más tarde, cuando estudié periodismo y profesorado de literatura reforcé algunas de esas ideas, aunque como es lógico cuestioné otras. El surrealismo me gustó mucho, y eso también influyó. En tu libro, próximo a salir, hay 10 cuentos. Aproximadamente cuántos relatos tenés escritos, y contame cómo fue cambiando tu forma de abordar la escritura, en temas, estilo, extensión y qué influencias te hicieron en algún momento repensar tu propia producción. No sé cuántos relatos tengo escritos, muchos se perdieron, otros son tan viejos que no me animaría a publicarlos. Pero escribo relatos desde los once años. Quizá, con suerte, terminando algunos inconclusos y corrigiendo otros, podría llegar a una cifra de 30 cuentos aceptables. Pero lo que pasa es que me gusta seleccionar, entonces probablemente dejaría la lista en 20. Considero que el escritor debe publicar lo mejor. Hay tipos que se creen iluminados y piensan que la humanidad debe leer sí o sí todo lo que escribieron. Hay que respetar al lector, es una idea que mantuve a lo largo de los años.
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Respecto a los temas... Bueno, con la perspectiva de los años me doy cuenta que mis relatos giran en torno a una idea. Para decirlo con palabras de Breton: “La existencia está en otra parte”. Y luego, las vías de trascendencia serían: la muerte (la más obvia de todas), el sexo, el arte y la locura. Eso en términos generales. Tengo mis ideas respecto a cómo escribir, pero es algo absolutamente personal. Pienso que cada uno debe seguir su propio camino y respetar al que hace algo diferente. Lo que funciona para una persona no necesariamente debe funcionar para otra. Hay obras geniales de diferente signo, y es bueno reconocerlas si uno tiene amplitud de criterio. Hace un tiempo, en mi blog publiqué un artículo en el que me refería a narradores “escritores” y “artistas”. Aclaro algunas cosas: No es una separación tajante, puede darse con matices. Es solo un modelo que debe tomarse con pinzas. Segundo: no implica una diferencia de calidad entre un tipo y otro, se refiere más que nada a características y procedimientos. La escritura del artista es más visceral, arriesgada, personal. Y de repente no escribe con la misma frecuencia que lo hace el “escritor”, porque tiene que sentir la necesidad de hacerlo. Al final, por ese carácter visceral, uno descubre en el artista temas recurrentes, obsesiones; porque mientras un escritor se concentra en una novela o un cuento, el artista debe concentrarse en sí mismo; de algún modo él es su propia obra. Yo me siento más identificado con el modelo artista, y creo que eso es bastante común en mercados donde los escritores no viven de la literatura. Los que se afilian (aún sin saberlo) al modelo artista, tienen claro que la literatura no viene de la literatura, sino de la vida. Y si no tienen miedo de bucear en su propio inconsciente, mejor. Eso respecto a los temas: no he notado cambios, sino al contrario, obsesiones. En lo que se refiere a estilo he mantenido una idea a lo largo de los años, aunque no siempre la concretaba con la misma habilidad, desde luego. Siempre pretendí hacer cuentos entretenidos, fluidos, y al mismo tiempo profundos y con pequeños toques de poesía en momentos en que lo juzgara necesario. Es una afirmación en cierto modo paradojal, porque son cosas en apariencia opuesta, y plantea la siguiente cuestión: ¿cuál es el punto
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de equilibrio? Considero que todos tenemos un punto de equilibrio distinto, y que eso de algún modo es lo que sirve para diferenciarnos, y por eso mismo se relaciona con el estilo. Hay cosas que siempre traté de tomar en cuenta, el orden en que las pongo no implica la importancia que les doy, y todo lo que digo no debe interesar más que como una opinión subjetiva. Estoy absolutamente en contra de “legislar” en materia de literatura. Es más, hacé de cuenta que estoy pensando en voz alta, porque seguramente olvide decir muchas cosas, pero bueno, aquí vamos... Los relatos deben ser entretenidos. No tengo ningún derecho a mantener a un lector de rehén para que después de 200 páginas él piense que la cosa comienza a ponerse interesante. El primer lector soy yo, me desdoblo, y me pongo en la piel de los lectores. No apunto a un lector general. Escribo para los lectores que tienen gustos similares a los míos. El estilo debe ser fluído, porque me interesa contar una historia. Los recursos poéticos no pueden ser nunca decorativos, sino funcionales. La poesía sirve para decir cosas que de otro modo no podrían decirse. Es muy útil para sugerir antes que decir, y para establecer terrenos ambiguos o nebulosos que pueden ser muy útiles para los fines que me propongo en ciertos cuentos fantásticos. No todos los cuentos son iguales. Si escribo un cuento de aventuras, con acción, voy a utilizar en mayor medida una escritura despojada, si en cambio quiero crear un clima determinado probablemente la narración se torne más densa y recurra a cierta poesía. En este sentido Luces del Sur y Colores Peligrosos son cuentos muy distintos, por ejemplo, pero yo siento que en ambos puse muchas cosas personales. Prefiero los cuentos que admiten varios niveles de lectura. Me gusta la profundidad, pero hay algo que para mí es fundamental: la filosofía, el pensamiento profundo del tipo que sea, no debe estar mayoritariamente en la superficie del relato, porque lo arruinaría. En la superficie va la anécdota, la historia, que por sí sola debe ser lo suficientemente entretenida, y abajo, para los que quieren hacer una lectura más profunda, determinadas ideas o conceptos. Esto lo fui aprendiendo de a poco, cuando empecé a escribir relatos con cierto simbolismo tenía alrededor de 16 años, y obviamente era mucho más obvio, menos sutil que ahora. Tengo un amigo que una vez, en una entrevista que le hice, me dijo que después de escribir varios libros había decidio dedicarse a la pintura. Decía que en la pintura podía encontrar la belleza, ya que la literatura
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no le permitía eso porque no podía desprenderla de lo humano. Es una afirmación personal, y nadie puede decir que esté bien o mal, pero, en lo que a mí respecta, yo creo que en la literatura puede encontrarse la belleza. Y me encanta la posibilidad de hacerlo. Esto nos podría arrastrar hacia un debate relativo a lo que es la belleza... Pero no pretendo llegar tan lejos. Solo puedo remitirme a determinadas imágenes o momentos que el lector puede encontrar en mis cuentos. En mi caso se relaciona mucho con lo visual. Respecto a la extensión... mis cuentos se están haciendo más largos. Tal vez eso me lleve a escribir una novela, o más probablemente novelas cortas, no lo sé con seguridad ahora. Pienso en la literatura como en un arte, mucho más que un oficio. Me gustaría que habláramos puntualmente de la génesis de los cuentos que aparecieron en Otro Cielo. Que me cuentes, en la medida de lo posible y de lo que recuerdes, cómo surgieron las ideas y cómo fuiste desarrollando: La venganza de los niños, Los festejos del fin del mundo y Luces del sur. La venganza de los niños la escribí en el 2000, en diciembre, cerca de navidad, así que probablemente el argumento me llegó entero, y además difícilmente podría ser de otra manera porque tiene apenas una página de extensión. Pero es un relato que me dio muchas satisfacciones. Es un enano abridor de puertas. Lo utilizo para llamar la atención de los editores de revistas. Como es bien corto sé que lo van a leer, y luego si les gusta puedo enviarles otros relatos. Hasta ahora ha cumplido muy bien su función. Los Festejos del Fin del Mundo lo escribí en 1996. Su génesis fue mucho más complicada... Un día, de 1996, cuando tenía 26 años, abro el baúl que mi padre me hizo cuando yo era niño (es enorme, cabe un muerto y tiene detalles muy buenos), y saco unas hojas de cuaderno escritas con lapicera. Eran fragmentos de un cuento que nunca llegué a concluir. Tomo las partes que me sirven, descarto las otras, junto eso con otros fragmentos más recientes y, en ese momento, se me ocurre una historia que no tenía nada que ver con la original. De pronto me maravillo de que cosas que
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aparentemente no tienen nada que ver comiencen a fundirse en una misma historia. Es un caos organizado, y el resultado es sorprendentemente fresco y poderoso. No era la primera vez que juntaba fragmentos dispersos, pero nunca, hasta ese momento, me había convencido tanto el resultado. Fue el primer cuento que publiqué fuera de mi país. Salió dos veces en Argentina, una en Francia y dos en Italia. Creo que lo que me inspiró ese argumento fue la lectura de El mito del Eterno Retorno, de Mircea Eliade, que había leído por aquel entonces. El sentido que las comunidades primitivas le daban a las orgías que se realizaban a fin de año, y como la orgía representaba un llamamiento al caos, para que a partir de ese caos el mundo se regenerara, y el tiempo siguiera su ciclo. Bueno, eso lo llevé, no a una celebración de fin de año, ni de estación, etc, sino del fin del mundo. Esa es una explicación, pero no toda. Ahora me doy cuenta que no podría haber escrito Los Festejos del Fin del Mundo si antes-mucho antes- cuando tenía 16 o 17 años, no hubiese escrito un relato que se llamaba: El poder de los Espejos. Era un caos organizado, con una lógica onírica, todo calculado al detalle, pero demencial...un reloj onírico si me permitís la expresión. Y recuerdo que era muy consciente de eso...la primera prueba es que le puse por título El poder de los espejos; con eso no aludía al argumento, sino a la estructura. La segunda prueba es que poco después de ese relato empecé a escribir un mini ensayo que titulé El modelo Red. Ahí exponía las claves de la escritura de ese cuento, que eran estructurales. Yo no sabía nada de nada, era un pibe que nunca había leído un texto de crítica, pero escribía sin miedo porque nadie me había enseñado a temerle a la literatura, esa es la verdad. Y por eso también podía animarme a teorizar sobre literatura, aun cuando me faltaba bastante para aprender los trucos del oficio y del arte. En ese mini ensayo establecía que un elemento que aparecía al principio debía aparecer después, porque ahí el lector sentía que cerraba algo, me estaba refiriendo a la construcción de la
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trama, lo que en el análisis estructural del relato se llama funciones, solo que yo lo llevaba al terreno de lo fantásticoonírico y exponía así la forma de organizar algo aparentemente caótico, por la vía de crear una lógica interna. Y también exponía que el centro del cuento debía ser el tema, y que todas las cosas que aparecieran en el cuento debían ser como flechitas que apuntaran a ese centro. Ese relato era un ejemplo extremo, porque me había propuesto que prácticamente todos los elementos (sustantivos) que aparecían en un momento debían reaparecer. El resultado era demencial en lo argumental y conducía a soluciones de toque surrealista u onírico, pero como a nivel estructural funcionaba muy bien, esa aparente locura quedaba encauzada en un relato complejo. Ahora recuerdo que esa premisa inicial de la que hablaba terminó influyendo también en el estilo de ese cuento. Sí, cerca del final, cuando el protagonista está a punto de chocar su auto y morir, y en lugar del freno pisa el acelerador, pensé que tenía que hacer algo que transmitiera esa aceleración. Y entonces empecé a agregar frases compuestas únicamente de un artículo y un sustantivo, por ejemplo: “El padre. El miedo. La bruja. El ciego. El miedo. La perdiz. La Bruja. El perro. El padre...”etc. Todo punto y seguido. Pensaba en espejos, en imágenes de un videoclip. Eran todas las cosas que estaban en la mente del conductor del vehículo, y que ya venían siendo mencionadas. Ya en aquella época había tomado la costumbre de construir historias con elementos simbólicos, esto, con más o menos frecuencia, lo mantuve hasta el día de hoy. De hecho, antes de El poder de los espejos ya había escrito otros relatos de corte onírico y simbólico. Con los años, todo eso habría de repercutir en la creación de un concepto que denominé: “Cabalgar la locura”. Básicamente se refiere a la creación de cuentos fantásticos arriesgados, oníricos, etc., pero que no se agoten en lo meramente experimental, sino que además funcionen como cuentos. Bueno, respecto a Luces del Sur... es un cuento que a mucha gente le puede resultar muy violento, y con razón. Si alguien leyera solo este cuento mío se llevaría una opinión no del todo exacta, porque he escrito cosas muy distintas, y algunas con cierta dosis de ternura inclusive. Lo que sí une a este cuento con otros es la idea del sexo como vía de trascendencia. Ese
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concepto aparece en varios cuentos. Desde el punto de vista estilístico intenté un acercamiento poético. Sería facilísimo hacer un cuento de un humor chabacano y pornografía con un argumento así, por eso tuve en claro desde el comienzo que, más allá de las cosas que pasaran, el estilo iba a ser muy cuidado. No quiero adelantar más porque estaría revelando aspectos argumentales del cuento, pero, si después de leerlo alguien está interesado en su génesis, pueden ver el siguiente artículo que escribí en mi blog: http://pablodobrinin. blogspot.com/2010/02/sexo-bizarro.html Ahí me refiero en detalle a Luces del Sur, y otros cuentos como Los Festejos del Fin del Mundo y Blue. Se puede decir que, a esta altura, tu mayor influencia sos vos mismo. Creo que esa madurez artística, en cualquier disciplina, sucede mucho después del momento en que el escritor o artista cree. ¿Cuándo recordás vos haber identificado que habías dado ese salto, que más allá de tus influencias y tus lecturas, Pablo Dobrinin escribía con una voz personal y diferente? Probablemente por la época que escribí Los Festejos del Fin del Mundo. Si bien venía haciendo cosas personales desde diez años antes que eso, creo que el primer ejemplo aceptable es precisamente Los Festejos... Porque a los 16 yo escribía cosas que no se parecían en nada a lo que leía. Fijate que el surrealismo lo descubrí cuando tenía veintipico. Al día de hoy pienso que no debo publicar esos cuentos que escribí en la adolescencia, porque están muy lejos de la calidad que me impongo. De todos modos fueron cosas importantes para mí, no para otras personas, sino para mí. Contame un poco de tu investigación sobre Piria. ¿Pensás escribir algún tipo de libro, ensayo o lo que sea con el material que juntaste en algún momento? Escribí esa investigación en el marco de una serie de ensayos sobre ciencia ficción uruguaya, que se publicó en Axxón. Pueden verlo aquí: http://axxon. com.ar/rev/164/c-164ensayo1.htm. Todavía no tengo nada decidido, si hay alguna propuesta lo veré. Lo que pasa es que cada vez estoy más lejos de los ensayos y más concentrado en escribir relatos. Como la mayoría, yo no vivo de la literatura y el tiempo que tengo para escribir es muy limitado, y si tengo que elegir prefiero crear relatos. Eso es lo que me da más felicidad.
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¿Sos de leer también más cuento, o novela? ¿Cuántas veces intentaste escribir una novela, aún si fueron intentos fallidos? Un par de veces, y no me convencieron los resultados. Leo más cuento, desde luego. ¿Es más difícil para el escritor perfeccionista abandonarse a los altibajos lógicos de la extensión novelística? Candal, usted además de todo lo que hace debería ser psicólogo, jaja, entiende muy bien a la gente. Hay algo de eso, sí. Otro tema es que al escribir lo primero que me impongo es no aburrirme, porque si no es muy difícil que el lector no se aburra. Y cuanto más largo es un texto más posibilidades hay de que yo me aburra o de que la gente lo largue antes de terminarlo. Ultimamente estoy sintiendo que la novela corta ( o el cuento largo) es una forma que a mí-en lo personalme resulta atractiva. Porque no me aburre, y me permite desarrollar una trama elaborada. Pero convengamos en que, con cualquier extensión, es posible hacer desde algo malo hasta algo genial. Si bien no hay novelas perfectas, muchos dicen que sí hay cuentos perfectos. ¿Vos encontrás algunos en la literatura en general? He visto muchos cuentos perfectos, desde el punto de vista estilístico, que me resultan aburridos, olvidables. Y sin embargo, más allá de los cuentos, la literatura general está llena de obras geniales que no son perfectas, como el Quijote, La Divina Comedia, Los Cantos de Maldoror, etc., etc. Pero, bueno, me parece excelente el ritmo en un cuento como El ahogado más hermoso del mundo, de García Marquez, o podemos admirar la perfección de una joyita como Continuidad de los parques, de Cortázar. Pero hay tantas cosas que me gustan-y que le gustan a mucha gente- y que sin embargo están lejos de la perfección... La perfección puede servir para ganar un concurso, pero es la magia creadora la que perdura durante generaciones.
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¿Cómo es verte traducido a otros idiomas? ¿Pudiste tener algún feedback de la gente que te leyó en otros países? El feedback más común es el de las publicaciones online. Por eso no sé mucho, pero desde una página italiana me comentaron que mis cuentos habían gustado, incluso yo mismo vi que alguien había puesto Luces del Sur en una lista de cuentos favoritos. Sin embargo no sé nada de las publicaciones impresas, ni francesas ni italianas. Es la paradoja de las publicaciones online: todos los escritores quieren publicar en papel, pero son las publicaciones digitales las que llegan a más lectores. Pero a mí lo que me preocupa es escribir de un modo que yo quede conforme, el tema de publicar viene después. Además no me condiciono por las publicaciones; primero escribo lo que me gusta y después busco una revista en la que pueda encajar, nunca al revés. Creo que es lo más honesto, para nosotros mismos y para los lectores. A Cortázar (y muchos otros) le decían que la literatura fantástica es escapismo puro. Sin embargo yo creo que la literatura que rompe las reglas del realismo y el costumbrismo es la única realmente capaz de denotar elementos de realidad, aumentados por el prisma de la metáfora. Sí, de acuerdo. Toda mi obra es una exploración de realidades. Interiores y exteriores. ¿Sos consciente al escribir de que muchos cuentos generan diferentes niveles de lectura, es algo que buscás, o se va dando solo y recién tiempo después te das cuenta, cuando te lo dicen, o en lecturas muy posteriores? En general soy bastante consciente. Mi preocupación pasa más por el lado de no ser obvio en determinados momentos. Digamos que el relato te llega inmediatamente, pero después, si te ponés a analizarlo, encontrás símbolos y conceptos que están por debajo. A esta altura lo tengo integrado al proceso creativo. Es más, a veces me ha pasado que estoy escribiendo un cuento y me doy cuenta de que no me gusta... o no me entusiasma lo suficiente, y el motivo suele ser la falta de densidad; algo demasiado lineal. Supongo que también tiene que ver con un modo de pensar. Intento llegar a los símbolos de un modo intuitivo, y después, recién después, si me funcionan a ese nivel, es posible que tome un diccionario de símbolos y vea en qué medida me estoy acercando a una tradición interpretativa. Esto me ha pasado muchísima veces, y no es casualidad, porque precisamente, una de las características del símbolo es que es motivado, es decir, no es arbitrario, hay una conexión entre lo representado y la imagen que construimos para representarlo. Entonces está bueno abandonarse al inconsciente y encontrar ahí las imágenes y respuestas. El hecho de acercarnos de un modo tan natural a esa tradición de interpretación, a los mitos, a los arquetipos, a los símbolos, etc., es ya algo
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muy gratificante. Uno siente que se conecta con cosas a las que pertenece. Contanos que es el pulp, para los que no saben, y qué buscaste hacer en los dos cuentos de tu libro que toman esta especie de género. ¿Es más fácil o más difícil meterse con lo bizarro y sus límites tan flexibles? El pulp se refiere a relatos que se comenzaron a publicar a partir sobre todo de la segunda década del siglo XX en Estados Unidos. Pulp viene de “pulpa”, porque eran revistas que se imprimían en papel barato o “pulpa de papel”. Apuntaban a un público masivo y se centraban en aventuras de distintos géneros como ciencia ficción, terror, románticas, policiales, etc. Muchos autores consagrados se inicaron en ellas. Cuando decimos pulp, para referirnos a un relato escrito hoy en día, en realidad- y en eso estamos todos de acuerdo- es que tiene un “estilo pulp”. A algunos autores les gusta escribir sátiras de los pulp, pero a mí eso no me motiva. Me parece mucho más interesante intentar hacer un pulp: una aventura bien contada, y punto. Algo entretenido para los lectores, y para mí mismo, yo me divierto mucho con eso. Hay algo ingenuo en esas aventuras, una ingenuidad buscada desde luego, que a mí me motiva. Para mí, escribir ese tipo de aventuras implica conectarme con ciertas zonas más puras, donde la ingenuidad es algo natural y lejos de estar mal vista es lo que le da un sabor especial. Desde otro punto de vista escribir estilo pulp me impone, como escritor, una disciplina. Porque el pulp para mí es transparente, no te podés esconder atrás de un estilo, tenés que contar una historia, y ser entretenido. Y son los lectores los que van a decir me gusta o no me gusta. Más allá de eso, los dos relatos estilo pulp que aparecen en mi libro: El regreso del Capitán
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Rayo y Colores Peligrosos (que da título) tienen, a pesar del tono ligero, un contenido. En el primero hay una evocación de la infancia y los héroes; y en el segundo una reflexión sobre el Arte, e incluso sobre la violencia y las conductas humanas a la hora de alinearse a determinados grupos. Pero lo fundamental es que lo hago porque me divierto. Sé perfectamente que ese tipo de relatos difícilmente obtenga por parte de los críticos la misma consideración que otros relatos míos, pero no me importa. Los hago porque en cierto sentido sigo siendo un niño y me gusta jugar. Para mí la Literatura se relaciona con muchas cosas, pero la primera es la felicidad. Tenés un cuento en el que aparece un gato que es tomado por una suerte de Mesías de las artes plásticas. ¿Cómo hace un autor (sin revelar demasiado los giros argumentales) para saber qué cosas son válidas explosiones de la imaginación y en qué momento se fue totalmente de tema y quedó un pastiche? A veces puedo parecer medio demencial, je. Pero yo no lo siento así. Primero porque tengo atrás una tradición que arranca con los mitos, las leyendas, los cuentos “maravillosos” o “infantiles”, etc., y que después sigue con cosas muy raras como pueden ser los relatos con ciertos toques surrealistas, etc. Más cerca podemos pensar en Levrero o Felisberto Hernández. De modo que desde esa perspectiva no me siento desamparado. Y la otra razón importante es que construyo una lógica interna para el relato. Siempre dejo una llave para el lector, y con eso incluso puedo resultar más accesible que estos autores que te nombré. En tus cuentos aparece mucho la referencia al artista plástico, al músico, al creador. Notoriamente, no he leído, que recuerde ahora, cuentos tuyos en los que el protagonista sea un novelista, por ejemplo. En tu libro tenés hasta un cineasta. ¿Qué te atrae tanto de la pintura y la música para que sean elementos recurrentes en tu trabajo? Básicamente porque el arte es una vía de trascendencia. Y hay más cuentos, que no salen en Colores peligrosos, sobre esos tópicos. En España publiqué en un antología preparada por Domingo Santos un cuento titulado La Isla, que se refiere a un pintor. En Argentina en la revista Próxima salió hace poco un relato largo sobre un pintor, que se llama La visión del Paraíso. Ahora mismo estoy corrigiendo un par de relatos: uno sobre un músico, y otro sobre un pintor expresionista. Más allá de lo lúdico, el arte es una forma de conocer. Nos conecta con nosotros mismos, y, en un sentido religioso, puede llegar a conectarnos con la divinidad. Si no fuera por el hecho de que habría quedado un libro demasiado costoso, podríamos haber incluido estos cuentos. Desde el punto de vista temático no habrían hecho
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Entrevista
otra cosa que reforzar el título de la obra: Colores Peligrosos. A lo mejor en diez o quince años, jaja. ¿Hay un cuento con el que sueñes (no me refiero a un argumento necesariamente, puede ser una forma, un clima, algo que no hayas sabido poner en palabras aún en tu ficción) que sientas que aún no has podido alcanzar? Si, he soñado muchas veces con escenarios que se repiten. Lugares que nunca vi, pero a los que vuelvo. Y por lo general lo hago volando, extendiendo los brazos, sin alas, sin ninguna máquina, etc. He visto o estado en montes, alguna ciudad...pero lo mejor fue cuando vi un lugar maravilloso que parecía como una serie de templos en una montaña o una meseta. Un lugar precioso, con edificios de reminiscencias griegas o romanas. Los templos o edificios que vi en esa meseta eran en un paraje grande, espacioso y lo gracioso es que en el sueño yo estaba absolutamente convencido de que era real y que tenía que llevar a mis amigos ahí, porque tenían que ver aquello. Una vez estaba en un parque genial y yo pensaba: “Cuando Paula y Luis vengan a Montevideo los voy a traer acá. ¡Les va a encantar! Otra vez estuve en un templo que era anaranjado y muy brillante, con ese color transparente y luminoso que solo pueden tener los sueños. En algunos sueños he visto colores maravillosos. Una vez un par de mujeres, muy estilizadas, vestidas con túnicas estampadas. Y también vi unas cortinas estampadas, que me hacían acordar a Klimt, pero tenían una cualidad que las hacía mejores. Lo interesante de algunos sueños es que uno tiene la sensación de comprender cosas de un modo distinto a como lo hace en la vida diaria. Uno se siente parte de lo que observa, y esa percepción lo cambia todo. Una vez soñé con un cuadro, una pintura de girasoles, pero no se parecía en nada a Van Gogh, porque era una cosa más geométrica, más cercana a lo abstracto, y tenía mucho rojo, y una luz y una vida impresionante. Bastaba verlo para enamorarse de ese cuadro. Y entonces cuando me desperté me dije que había sido muy extraño, porque a mi me gustaban las pinturas realistas. Pero a partir de ahí comencé a tener una visión distinta del arte. Y ese cambio de postura-esa ampliación de la visión, mejor dicho- aparece en uno de mis últimos relatos: Colores Peligrosos, precisamente el que da título al libro. ¿Por qué no la poesía? ¿Sos de leer poesía? Sí, bastante. Me gusta mucho Breton, Maiakovski, Eluard, Desnos, Aragón, Leiris, Ginsberg, etc. Escribí poesía en una época, o en varias. Cosas con muchas imágenes, raras, o bien más transparentes pero depresivas. Ahora no tengo ganas de escribir poesía, porque en mi caso me conecta con zonas tristes o melancólicas de mi personalidad.
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Entrevista
Tenés seguidores por la cantidad increible e inmensa de revistas, sitios y antologías en las que te han publicado. ¿Cómo se lleva la presión de toda esa gente que estaba esperando la aparición de un libro tuyo? Jaaaja, Candal, usted me va a ser sonrojar, jaja. En realidad lo único que puedo decir- y quiero aprovechar esta oportunidad para hacerlo- es que estoy infinitamente agradecido a todas las personas que me apoyaron y me dieron una oportunidad. Editores, traductores, críticos, escritores y lectores. Estoy muy agradecido. La gente que siempre me apoyó creo que ahora también lo va a hacer porque de última ya saben más o menos de qué va la cosa. Lo que me interesa ahora es llegar a gente que no leyó los cuentos de las revistas y las antologías pero que sí puede encontrarse con el libro. Me gustaría que me den la posibilidad de presentarles este libro de cuentos que implica una selección de muchos años de trabajo. Por último, ¿cuáles son tus planes literarios una vez que “Colores Peligrosos” esté publicado y a la venta y haya que pensar en lo siguiente? ¿Qué podemos esperar de Pablo Dobrinin en este 2011 y más allá? En principio terminar algunos relatos inconclusos y seguramente empezar otros. Y también una novela o novela corta, pero si después el resultado no me convence del todo no voy a intentar publicarla. Por eso no me gusta disponer esto o aquello, porque aunque desde el punto de vista técnico escriba una obra correcta puede pasar que no me guste. Porque como dije antes, para mí la literatura es mucho más que un oficio, es un arte.
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Jurij Kunaver
por Juan M. Candal Jurij Kunaver apareció inesperadamente en mi casilla de email una tarde, preguntando por un listado de cuentos que había leído en Otro Cielo y que estaba interesado en traducir a su idioma materno. Nació en Eslovenia en 1968, es escritor, poeta y traductor. Durante el 2008 hizo un viaje a la Argentina y Uruguay y desde entonces ha estado interesado en los vínculos entre la literatura rioplatense (donde hay comunidades eslovenas de cierta representación) y los lectores de su país. Tan casual, tan inesperada fue su aparición, que aparte de consultar a los autores de los cuentos que Jurij tradujo (con intención de publicar en dos revistas de su país, además de leerlos en un programa radial), llegué a la conclusión de que era una rareza digna de ya no mencionar, sino de entrevistar. Solamente que esta vez, el camino fue el inverso: Jurij nos buscó a nosotros, o a varios de nuestros autores y así lo conocimos: traduciendo nuestra obra. Ahora, es momento de conocerlo mejor a él.
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Sos poeta y escritor, ¿qué podés contarnos acerca de tu producción literaria? Escribo y publico desde hace 25 años (ahora tengo 42). Soy escritor de cuentos y canciones sobre temas variados, y dramas en un acto. He publicado también un cuento infantil ilustrado En medved premalo (“Hace falta un oso”). Ya hace unos años que espero la publicación de mi primer poemario, con el título Tempera (“La Tempera”), que recuerda el término “temperamento”. Personalmente creo que el temperamento tiene una influencia significativa en el destino de las personas. He sido invitado a muchas veladas literarias; además, publico regularmente en varias revistas y también aforismos En 2008 estuviste en Argentina y Uruguay, ¿qué lazos encontraste entre la cultura rioplatense y la de tu país? A los eslovenos nos gusta leer autores argentinos, y, desde finales de la década de 1970 hasta la actualidad, se han traducido varios autores uruguayos conocidos. En los últimos 15 años, se ha popularizado el tango en Eslovenia, tanto el baile como la música (clásica y electrónica). En Argentina, viven muchos eslovenos y sus descendientes, aunque el número es menor en Uruguay. ¿Qué literatura se está produciendo en tu país en este momento? Desgraciadamente no soy un experto en literatura, aunque es verdad que leo mucho. He estudiado física e informática. En los últimos años, se está escribiendo mucho para el público infantil y juvenil. La calidad de este tipo de libros está muy bien valorada, según los resultados que aparecen en una publicación especial, y las mejores obras reciben el premio Zlate hruške (»Las peras de oro«). En Eslovenia contamos con muchos concursos literarios para todo tipo de escritores y literatura. Uno de los más populares es el premio que se concede a la mejor novela del año anterior, conocido como Kresnik.
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¿Cómo llegaste a Otro Cielo y qué te llamó la atención de los cuentos que elegiste en una primera tanda para traducir? Descubrí la revista Otro Cielo en internet, mientras buscaba prosa corta como ejercicio de traducción con la que ejercitarme y conocer también nuevos autores jóvenes sudamericanos y su mundo. Por ahora me centro sobre todo en autores uruguayos de ambos sexos nacidos después de 1970, porque Uruguay no es tan conocido para los eslovenos como Argentina. En esta prosa, me gusta la indeterminación y la apertura. Los eslovenos somos demasiado perfeccionistas, todo debe de ser lógico al ciento por ciento, llegando en algunos casos al aburrimiento. ¿Cómo se trabaja la traducción entre idiomas tan diferentes? ¿La búsqueda pasa por interpretar las ideas y climas y centrar ahí la traducción o también buscás respetar las construcciones estilísticas lo más posible? En primer lugar, leo la historia original una o dos veces. Hago un breve resumen (personajes, tiempo y espacio, acontecimientos principales del desarrollo…). A continuación, subrayo las frases y términos que no conozco. Para traducir, me ayuda mucho internet. Después, escribo el boceto de la historia en esloveno. Por último, pulo el estilo. Contame de las publicaciones literarias de tu país y de las que van a publicar tus traducciones. ¿Qué importancia tiene la literatura en este momento del mundo en tu país? En Eslovenia existen muchas revistas literarias, no sólo en la capital. Dicen que somos una nación de poetas, casi todos los eslovenos escriben algún poema en su vida. Hay una revista de los sin techo que se llama Kralji ulice (“Los reyes de la calle”), similar a una revista de Buenos Aires (Hecho en Buenos Aires) que publica también bellas letras. En Eslovenia, se ha publicado mucha literatura extranjera, en
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especial las obras que han ganado algún premio. Los eslovenos leemos bellas letras también en lenguas extranjeras, sobre todo en inglés. Me gustaría publicar mis traducciones de los autores rioplatenses en las revistas literarias Mentor y Literatura, y poder leerlas en el programa cultural Ars de nuestra radio. ¿Cuáles son las diferencias y las similitudes que encontraste entre ambos países cuando viniste por acá? En Argentina y Uruguay la gente está más relajada que la de esta parta de Europa. Ahora que estamos en la crisis moral y económica, es decir, en la crisis general, la gente se vuelve aún más reservada e indiferente. Eslovenia es conocida por su fascinante naturaleza, como Argentina y Uruguay, aunque la población eslovena es menor que la uruguaya, casi un millón menos. Asimismo, muchos eslovenos y uruguayos viven alrededor del mundo. En Buenos Aires está nuestra embajada y también tenemos una calle con nuestro nombre: República de Eslovenia.
EL DIQUE
(por Jurij Kunaver)
TRAS EL DIQUE MAR DE AGUA APRESADA MAR DE AGUA ANSIADA QUE UNA VEZ FUE RÍO PIENSA – ¡FUE RÍO! Y TODO ESO AHORA POR EL GIRO DE UNA ESTÚPIDA TURBINA LA DESDICHA NUNCA VIENE SIN DISCIPLINA
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Cuentos
Pablo Dobrinin
LUCES DEL SUR
M
ientras viajaba en el ómnibus pensaba en el recibimiento que me daría mi abuela. Hacía años que no la veía, y en cuestión de minutos iba a presentarme en su casa para pedirle que me dejara vivir con ella, al menos hasta que mi situación económica se regularizara. Bajé del vehículo y caminé dos cuadras mirando el cielo adelgazado, los paraísos que bordeaban las calles, y las viviendas cenicientas que se recostaban en el aire quieto. La casa de la abuela dormía en la luz fría de Montevideo. Abrí el portoncito de lata, atravecé el jardín lleno de hormigas y golpeé la puerta. Al cabo de un rato, vi una sombra moverse atrás de la ventana. Hubo un chirrido de goznes y la abuela apareció en el umbral. Era obesa y no muy alta. Casi no tenía cuello. Los esponjosos brazos le caían sobre los costados de una vieja solera que dejaba adivinar unos senos exuberantes. Su rostro parecía una naranja exprimida y sin color. Unos pelos hirsutos, tristemente escasos tratándose de una mujer, le brotaban de forma desordenada. Algunos le llovían sobre las líneas grises de los ojos. —Abuela...! —dije procurando expresar una emoción que no sentía. Ella me miró con dificultad, también con extrañeza, como si lo hiciera a través de una cortina de humo. No dijo nada. Se quedó observándome. Esperé en vano que pronunciara una palabra. Insistí: —Soy yo, abuela, tu nieto. Inclinó la cabeza hacia un costado, como hacen los perros, frunció apenas el entrecejo, y sus labios se separaron dejando
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ver una rendija. Cuando pensé que iba a hablar, sonrió de forma dubitativa. Estiré una mano para apoyársela sobre uno de sus flácidos brazos, como si ese acto mínimo bastara para anular la distancia que nos separaba. Su piel babosa me provocó un escalofrío. —Te vine a visitar —insistí. Nuevamente me respondió el gris silencioso de sus ojos. Incómodo, metí una mano en mi mochila y saqué un frasco. —Mirá, abuela, te traje dulce de tomate. Tuve la sensación de estar hablando con una niña pequeña a la que uno le ofrece un caramelo a cambio de un beso, pero en ese momento no encontré otra salida. Tomó el presente entre los dedos gordos y cortos. Lo miró con cierto interés. Mostró una sonrisa encogida, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, se dio media vuelta y comenzó a caminar para dentro de la casa. La seguí. Después que entramos cerré la puerta. Había un fuerte olor a encierro, que se mezclaba con el hedor a yuyos verdes que le salía de las axilas. Caminé tras ella, observando su calva incipiente y los pelos blancos que le brotaban de la espalda. No pude evitar que mis ojos se posaran en sus nalgas: amplias, esféricas y duras, absolutamente injustificadas en una mujer de su edad. Cuando llegó a la cocina, abrió un destartalado armario, sacó un cuchillo, un plato y un paquete de galletas malteadas. Colocó todo en la mesa y desparramó las carnes de su trasero sobre una abnegada silla. Sujetó el tarro de dulce con intención de abrirlo. Su rostro se arrugó aun más y las manos se le crisparon. Al ver sus brazos
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fofos y los dedos que se ponían blancos por el esfuerzo, pensé que no lo iba a lograr, pero lo consiguió, como si la fuerza le viniera de otro lado. Empezó a untar las galletas de forma exagerada. Corrí una de las desvencijadas sillas y me senté. La abuela mordió una galleta que chorreaba dulce. —Hace tiempo que no nos vemos... —resoplé—. Tengo tanto que contarte: me casé, tengo dos hijas... Masticaba con aparatosidad. —...Mi mujer trabaja como administrativa en una mutualista. ¿Vos en cuál estás, abuela? Pero no me miraba a mí, sino al plato. —Bueno, después cuando te acuerdes me decís. Macarena cursa primero, y Sofía segundo. Parece que les gusta la escuela. La abuela tomó otra galleta desbordada de dulce y le hincó los dientes. —Yo trabajo en una librería. Ahora estoy en el seguro de paro, pero en unos meses se soluciona. Cerré la boca y paseé mis ojos por las paredes descascaradas, llenas de manchas de humedad. Telarañas en los ángulos del techo y polvo donde uno mirase. Todo allí era viejo, sucio y olía mal. Esa casa, con todo lo que tenía dentro, no debía existir. Pero, por alguna misteriosa razón, el Tiempo había dejado su trabajo de exterminio sin concluir, y se había alejado de aquel sitio, olvidándose por completo de él. Me levanté y fui hasta el baño. No estaba mejor que el resto de la vivienda, y no tenía calefón. Oriné. Abrí la canilla y salió un hilo de agua. Con una lasca de jabón me lavé las manos, luego me sequé con mi propio pañuelo. Sentí asco de mí mismo. Únicamente a un miserable como
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yo se le podía haber ocurrido ir a vivir con una abuela que no veía desde hacía años. Pero no tenía a quién recurrir. La plata del seguro me alcanzaba para comer, pero no para un alquiler. Estaba solo en el mundo. Mis padres habían emigrado a España, y mi mujer, de la que me acababa de separar, no me quería ni ver. La senilidad de la vieja representaba una ventaja. No tendría que explicarle nada, y tampoco sería capaz de presentarme oposición. El lugar era un mugrero, pero, ventilándolo un poco, haciendo limpieza y algunas reparaciones, podía mejorarse. No para transformarlo en un sitio digno, pero sí al menos para que yo viviera en él. Apoyé la mochila sobre la mesa y saqué el termo y el mate. —Qué suerte, abuela, ahora vas a tener quien te cuide. Sobre la cocina a gas había una caldera oscura de hollín. La llené de agua y la puse a calentar. Mientras la abuela se sumergía en el plato de galletas con dulce y en su propia senilidad, me puse a hacer un inventario de mis nuevas posesiones. Todavía no eran formalmente mías, aunque, considerando el deterioro físico y mental de su propietaria, esa era una minucia. La habitación de la abuela tenía paredes blancuzcas, lamidas por la humedad, y un piso de madera apolillado. Una cama de fierro, de dos plazas, tendida con una colcha vieja. Una mesita de luz, una lámpara con pantalla de tela color rosa, artísticamente cagada por las moscas. La insufrible escupidera asomando bajo la cama. Un ropero de madera buena, con olor a ropa de difuntos. Vestidos y visos deteriorados: antiguallas que ni siquiera eran concebibles en su vetusta propietaria. Tan sólo alguna solera insulsa y pobre lograba zafar del anacronismo que había herido de muerte a las prendas. También ví unos
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vestidos increíblemente estrechos, chillones y extrovertidos, que me hicieron imaginar a mi abuela jovencísima, dibujando filigranas en una pista de baile. Y después estaban las ropas del abuelo, enormes y oscuras, como conviene a la dignidad de los muertos. Había una foto pegada en la cara interna de la puerta del ropero, pero no era de él, sino de Sandro, el cantante, que me miraba con ojos gitanos y lujuriosos. El cuarto restante era el que yo ocupaba cuando iba a pasar los fines de semana. La ventana que daba a la calle estaba cerrada, pero una luz difusa se colaba por las rendijas de las persianas. Las paredes y el piso presentaban los mismos síntomas de decadencia que el resto de la casa. No había nada en la habitación, salvo una cama de madera, de una plaza. El último en utilizarla había sido el abuelo, muerto de cáncer tras una larga agonía. Recordé su cara huesuda hundida en la almohada, y sus ojos vidriosos. Guiado por un impulso insano, estiré una mano para retirar la frazada gris que cubría la cama. Antes de hacerlo, la imagen de una sábana blanca exhibiendo una mancha marrón relampagueó en mi mente. Pero no había nada. Sólo un viejo colchón sobre la parrilla de tablas. Coloqué la frazada en su sitio y salí. Lo importante era que tenía un dormitorio para mí. A pesar del tiempo transcurrido, yo recordaba que la casa de la abuela poseía un espacio que siempre me había seducido. Hasta tanto no pusiera mis pies en él, sabía que no iba a poder apropiarme definitivamente de la vivienda, y no me refiero a una apropiación física. Después de que el agua hirvió, conteniendo una sonrisa, abrí la puerta que daba al fondo. La anciana me miró con los ojos bien abiertos, como si recién en ese momento reparara en mi presencia, pero se quedó sentada
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frente a sus galletas, sin decir palabra. Con el mate en una mano y el termo abajo del brazo, descendí los nueve escalones. El patio con plantas. La reposera de la abuela. Y el terreno de quince metros, dividido por dos caminitos de cemento. Unas cañas podridas tiradas sobre la tierra negra recordaban que en una época se habían cultivado tomates, pero ya no quedaba nada plantado, a excepción de un membrillo y un naranjo. Al fondo se erguía un muro alto de grategos, a la izquierda otro de ladrillos, y a la derecha un tejido parcialmente cubierto por una enredadera. Avancé despacio por uno de los senderos y respiré satisfecho. Ahora sí, me dije. Este fue siempre mi lugar. Y entonces, sin necesidad siquiera de cerrar los ojos, volví a ver al niño que tantas veces había jugado en ese mismo fondo. El pelo lacio y brillante le caía abundante sobre la frente, como en la foto más antigua que conservé durante años. Tenía una camiseta a rayas, un pantalón corto y unos zapatos acordonados. Estaba en cuclillas, empujando un camión verde y largo que transportaba animales de la selva... En el galpón, contiguo al patio, encontré muchas cosas: un tocadiscos, bolsas con ropa vieja, recibos y papeles antiguos, álbumes de fotos, tablones, fierros herrumbrados, electrodomésticos rotos... Entre tantas porquerías pude rescatar algunas que me sirvieron: sábanas, una almohada, y una reposera, con la tela gastada, como la del patio, pero firme pese a los años. Luego fui hasta mi cuarto, abrí la ventana para que
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entrara aire nuevo, y empecé a tenderme la cama. Cuando terminé experimenté cierto alivio, como si recién en ese momento hubiese resuelto mi problema de vivienda. Pero este sentimiento no me duró mucho, porque, al abandonar la habitación, volví a reparar en la mujer con la que iba a vivir. La abuela tenía una solidez de viento, de bruma. La sentía vaporosa como los recuerdos que flotaban y se quedaban atrapados en el techo de la casa. Se iba deshaciendo de a poco, dejando la tinta gastada de su vida en las paredes y en los pisos de madera, sin darse cuenta que se moría, que se levantaba sólo para seguir muriendo, arrastrando las piernas y las ganas de seguir andando, con los brazos derrotados y la tristeza colgándole en la cara. Pasaba como la contracara de una mujer que vivía en otro tiempo y estiraba una mano para arrancar una naranja del árbol... La observé hasta que bajó al fondo. Se sentó en la reposera y relajó su cuerpo como si hubiese llegado a un destino anhelado. La luz apaciguada de la mañana acariciaba su frente. La contemplé un rato y volví la vista hacia el interior de la casa. Sentí que había un silencio que continuamente se iba espesando sin emoción y metiéndose para adentro de las cosas. Pronto me di cuenta que la casa de la abuela no tenía reloj, ni radio, ni televisor. Los artefactos debieron irse rompiendo uno tras otro, hasta que en algún momento su vivienda quedó insonorizada, al igual que ella misma. En la casa de mi mujer siempre había un equipo de audio, y tres televisores: uno en el dormitorio que antes compartía con ella, otro en el cuarto de las niñas, y el restante en el comedor. Era normal que todos estuviesen encendidos al mismo tiempo, y que tuviéramos que hablar a los gritos.
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Respiré hondo, disfrutando aquella tranquilidad. Eran las once, y la abuela no daba señales de interesarse por el almuerzo. Vivía sola, así que probablemente estuviese acostumbrada a comer a deshoras. Bajé hasta el fondo. Acerqué mi rostro al suyo y le pregunté: —¿Qué querés comer, abuela? Se tomó un tiempo para contestar. —...Pasta. En un almacén, que no existía cuando yo frecuentaba el barrio, compré un pan flauta, un litro de vino, otro de agua mineral, tallarines, queso rallado y pulpa de tomate. De regreso, abrí la puerta intentando que no hiciera ruido, para no perturbar la tranquilidad de ese reloj descompuesto en el que había decidido recluirme. Guardé las botellas en la heladera, puse a hervir los fideos, le agregué un poco de agua a la salsa, para aligerarla, y en pocos minutos ya estábamos almorzando. La abuela tenía muy buen apetito. Yo pensé que iba estar contenta, pero en ningún momento dejó de exhibir sin orgullo esa expresión característica de los uruguayos: una tristeza desdramatizada, contagiosa como un bostezo. Comió dos platos suculentos, y entre ambos nos repartimos equitativamente el vino. Durante la comida no dijo palabra alguna, pero yo le hablé de mi ex—esposa Verónica, lo lindas e inteligentes que eran sus bisnietas, mi trabajo en la librería, la crisis económica, el tiempo, el almacén donde había comprado las cosas para cocinar, la tranquilidad del barrio, los años que habían pasado, y lo apenado que me sentía por no haberla visitado en tanto tiempo.
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Sólo después de pasarle el pancito al segundo plato, murmuró: —...Yo conocí a una Verónica que era modista. La miré, procurando que mis ojos no revelaran la pena que me daba verla en ese estado. Me hacía acordar a los flippers, aquellas maquinitas en las que jugaba cuando era niño. Uno empujaba una bola con un resorte y nunca sabía en qué agujero iba a caer. Así de impredecible era la mente de la abuela frente a los estímulos que recibía. Lavé los platos, los puse en el escurridor y bajé hasta el fondo. La abuela ya estaba recostada en la reposera, con el rostro levantado hacia el cielo, mirando por encima de los grategos. El almuerzo la había dejado amodorrada. Abrí la otra reposera y me senté a su lado. Creo que no se enteró de mi presencia, y si lo hizo yo no me di cuenta. Me puse a mirar hacia donde supuestamente ella lo hacía. Las nubes caracoleaban perezosas dejando un agujero central en un punto alto de la bóveda. No fui capaz de decidir si la abuela tenía los ojos puestos en ese lugar, o en otro mucho más lejano. En todo caso, ahora la sentía tibia, añosa, hojaldrada. Recosté la cabeza en el respaldo y me abandoné al placer de aquel momento. Veía cómo una luz limonada iba ganando espacio sobre las sombras y extendiéndose sobre la abuela. Su nuevo rostro, suavizado, me reveló un insospechado aspecto de ángel. Cerré los ojos y la imaginé ingrávida, a punto de elevarse en el aire sosegado. La vi volar sobre los canteros del fondo,
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los árboles, los grategos... Después sentí en los párpados que la luz había mermado y abrí los ojos. Las nubes tapaban el sol y una claridad de ceniza iluminaba los objetos. La abuela tenía los ojos cerrados, el rostro sombrío y las manos arrolladas sobre la falda. Era sólo una niña acurrucada en un ropero. Puse la mente en blanco, y me dormí. Me despertó una música alegre que provenía del terreno que estaba a la derecha del nuestro. Era algo como un bolero, pero no tan meloso. Una melodía entradora, agradable. La abuela estaba con los ojos cerrados. Movía la cabeza hacia los costados, y repetía: —No, no... —¿Qué pasa, abuela? —Siempre me molesta esa mujer, con la música ruidosa. El volumen era bajo, pero ella parecía sinceramente afectada. Tomé una de sus manos y comencé a acariciarla. Al cabo de unos segundos se calmó, pero después de unos acordes intempestivos volvió a descompensarse. —Otra vez. ¿Por qué? —expresó, obnubilada y temblando. —Vamos —le indiqué. La tomé del brazo y la llevé hasta su propia cama. Le quité los zapatos, la ayudé a recostarse y la observé hasta que se durmió. Libre de radios, televisores y relojes, su mundo no había tenido otra posibilidad que ir creciendo hacia adentro. Por eso cualquier intromisión del exterior le resultaba insoportable. A fin de cuentas había vivido años aislada. A mí también me
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gustaba el silencio y la soledad, y podía entender que ella quisiera permanecir así, desconectada. Fui hasta mi cuarto, saqué el celular de la mochila y llamé a Verónica. Era arduo darle explicaciones, porque tenía una tendencia natural a no escuchar y a hablar a los gritos. Pero finalmente le conté que estaba viviendo con la abuela, y que tan pronto como me fuera posible iría a recoger mis pertenencias, sobre todo algo de ropa y quizás un par de libros. Mi ex—mujer me dijo que mis hijas preguntaban por mí, y me recriminó que, tras la separación, había olvidado despedirme de ellas. Le aseguré que iría pronto y le pasé la dirección de la abuela, por si algún día querían visitarnos. Administré con cautela el dinero del seguro de paro, y no tuve necesidad de salir a buscar empleo. Limpié un poco la casa, apenas lo imprescindible, y me acostumbré a una rutina. Por la mañana hacía las compras, regaba las plantas, y cocinaba. Después del almuerzo dormíamos la siesta, de tarde tomábamos mate, y en la noche comíamos cualquier cosa. La abuela era distinta a cualquier persona que hubiese conocido. A veces, repentinamente, su cara se llenaba de angustia y sus manos parecían escurrir un trapo empapado en odio. Y tan sólo un momento después, con la misma facilidad que alguien se despoja de un vestido o enciende una lámpara, ella hacía caso omiso del peso de los años, y avanzaba: emergente, vertical, como si se hubiese mojado el rostro en un charco de luz. Pese a que sus cambios de ánimo dependían de eventos que estaban lejos de mi comprensión, nunca me molestaba, ni me gritaba. Me dejaba apoyar la cabeza en su falda y estaba
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rato acariciándome el cabello. Si bien continuó bañándose muy poco, un día comenzó a ocuparse de su aspecto personal. Se perfumó con una colonia ordinaria, se probó vestidos chillones que ya no eran de su talle y se pintó la cara con una petaca vieja y lápices de labios revenidos. El resultado de esa transformación fue grotesco, pero yo no le dije nada, porque vi que una sonrisa empezaba a dibujarse sobre su infelicidad. Además, sabía que nunca saldría así a la calle, y que aquello que pasara dentro de la casa sólo era asunto de nosotros dos. La abuela buscaba mi compañía y trataba de entablar una conversación, aunque, con su deterioro mental, eso le resultaba cuesta arriba. Por lo general, mientras estábamos sentados en el fondo, pronunciaba alguna frase ambigua y se conformaba con tomarme de la mano. En determinado momento, muy ingenuamente, llegué a creer que mi compañía la estaba ayudando a recuperar la lucidez, como cuando me contaba un episodio de su juventud o me preguntaba por algún libro raro. Sin embargo, apenas al día siguiente de esta presunción, volvía a encontrarme con una mujer triste, de mirada humosa, pensamientos enraizados en el viento y palabras decapitadas. Así fui acostumbrándome a sus intermitencias y a lo impredecible de su carácter. A los dos meses, más o menos, de haberme instalado, mi mujer me envió un mensaje de texto preguntándome cuándo iba a ir a buscar mis pertenencias. Le respondí que pronto, y le dejé saludos a las niñas, de parte mía y de la abuela. Ese mismo día, mientras almorzábamos, le dije a la anciana que debía ir hasta la casa de mi ex—esposa. Ella se afligió mucho.
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Le aclaré que iría a buscar algunas mudas de ropa, y que para la noche ya estaría de regreso, pero aun así no se quedó tranquila. Después de comer tomó mi mano y me hizo acompañarla hasta el galpón. Una vez allí corrió unas tablas, arrastró unas bolsas pesadas y comenzó a vaciarlas frente a mí. Eran las camisas, los calzoncillos, las medias, el pijama, los buzos, los zapatos y los pantalones del abuelo. Pensé en explicarle lo insensato de todo aquello, pero vi sus ojitos empañados, sus manos ansiosas que apretaban la tela del vestido, y callé. Los calzoncillos y las medias, como tenían elástico, me quedaron bastante bien. Con los buzos y las camisas no hubo mayor problema, porque a mí me gusta usar la ropa holgada. Sin embargo, a los pantalones y el pijama la abuela debió zurcirles unos dobladillos de por lo menos diez centímetros. Y no hablemos de los zapatos, fue imposible apropiarme de ellos: el abuelo calzaba cuarenta y seis. De modo que postergué la visita a la casa de mi ex—mujer, y la realidad de la abuela me fue cubriendo más y más, como hace la marea con una rama clavada en la arena de la playa. Aunque todavía conservaba mis dos mudas de ropa, la abuela insistía siempre en que usara las prendas de su difunto esposo. Decía que me quedaban mejor, y que me hacían parecer más hombre, más serio. Yo sólo me las quitaba para salir, pero después de un tiempo me las dejé permanentemente. Mis salidas eran puntuales y no hablaba con nadie, únicamente quería hacer las compras, o cobrar el dinero del seguro, y regresar pronto. Cuando quise darme cuenta ya hacía más de tres meses
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que vivía allí y estaba acostumbrándome a los ritmos y las atmósferas del lugar. Sin esforzarme, había logrado recuperar ese espacio blando que todo hombre lleva en su interior, pero que la sociedad se empeña en destruir. La abuela, con su solo ejemplo, me enseñaba a escuchar detrás del silencio. Siempre la encontraba sentada en su reposera, recibiendo como un bálsamo las luces del cielo, ovillándose sobre sí misma, envuelta en la eterna y dulce tristeza del Sur, presintiendo los refugios del frío, los caminos aéreos, los colores finales. Me sentaba a su lado y descansaba del mundo. Veía los pastitos que movía la brisa y los insectos diminutos que trepaban por el tallo de las flores. Ella me abrazaba contra sus pechos enormes y tibios y me besaba en la mejilla. Se había encariñado tanto conmigo que un buen día comenzó a llevarme el desayuno a la cama. Estaba contenta, no sólo se pintaba y se arreglaba con sus vestidos más pintorescos, sino que sonreía todo el tiempo, y a veces, sin importar lo que estuviera haciendo, se le escapaban risitas breves y eléctricas. Ya no se molestaba cuando la vecina encendía la radio, e incluso lograba tararear algún fragmento de canción. Cierta tarde, al asomarme al fondo, la vi parada junto al tejido. Aunque no conseguí distinguir a la vecina, escuché claramente cuando la abuela decía: —Yo ya pensaba que no, pero una nunca sabe... Tal vez, de haberle prestado más atención a aquella frase, hubiese logrado anticiparme a los sucesos que estaban por alterar completamente mi vida. Pero en ese momento no comprendí el peso de las palabras, y seguí con la rutina habitual, ignorante de todo peligro.
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Después de la cena le dije hasta mañana a la abuela y me fui a acostar. Estuve cerca de una hora con la cabeza apoyada en la almohada, sin poder dormir. Un extraño presentimiento, alimentado por ruidos que escuché en el silencio de la noche, me mantuvieron en vigilia. De pronto, como una gota que cae de una nube densa y oscura, sucedió lo que nunca me hubiese animado a considerar. Lustrosa de afeites, hediendo a sudor, cremas y perfume barato, ella avanzaba en la oscuridad, poniéndome por delante el rojo rabioso de sus labios pintados. Yo quería decirle a mis brazos que la detuvieran, que por nada del mundo debían permitirle traspasar el umbral de la puerta, pero ya estaba dentro del cuarto. Cerré los ojos para que la imagen retrocediera; fue inútil resistirme. Al abrirlos, la abuela se quitó frente a mí el camisón que llevaba, revelándome la sobrecogedora luz de su cuerpo desnudo. Ella se subió a la cama y nos hundimos. Comenzó a faltarme el aire y creí que me moría; podía sentir lo que hacía mi abuela y ver mi propia mano que apretaba las sábanas blancas. Entonces experimenté una humedad infernal y un delicioso terror que me aspiraba. Hubiese querido huir de aquella ciénaga inmunda, pero me hundía más y más, y, cuando saqué una mano, no fue para escapar, sino para acariciar el seno movedizo que se metía en mi boca. Después que todo terminó, ella se fue para su cama y quedé solo con mis pensamientos.
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Pero yo no quería pensar. Me levanté, calenté agua, me bañé en un latón, y volví a acostarme. Afortunadamente no tardé en dormirme. Me desperté horas más tarde, cuando el día empezaba a clarear. La abuela no había venido a despertarme con el desayuno; mejor así, porque no lo hubiese podido soportar. Sabía que con las luces del día todo se vería terrible. Un sentimiento de vergüenza embotaba mi mente impidiéndome tomar cualquier decisión. Mientras me vestía, advertí que el silencio de la casa se había vuelto en mi contra, porque amplificaba las voces de mi interior. Abrí la puerta del fondo y bajé. Avancé a través del aire cristalino. Ella descansaba en su reposera. Coloqué la mía a su lado y me senté. Tenía la cara sin maquillaje y apuntaba sus ojos hacia el cielo. Esperé impaciente a que dijera alguna cosa, pero no dijo ni hizo nada. Al cabo de un rato me convencí de que el bochornoso episodio que habíamos protagonizado jamás sería un tema de conversación. Simplemente quedaría como uno de esos tantos secretos que las familias de todas las épocas han debido soportar. Algo horrible que habría de envenenar las frases y las miradas más inocentes. Continuamente deberíamos fingir que no había ocurrido o que ya lo habíamos olvidado, pero nada sería igual. Alcé la vista y me dejé arrastrar por los devaneos de las nubes. Sin mirarme, la abuela apretó mi mano entre la suya, como si deseara hacerme entender que comprendía mi angustia. Después de un largo rato, giró la cabeza hacia mí. Me observó
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con sus ojos brumosos y dijo que existía un sitio que la mayoría de la gente ni siquiera imaginaba. Al principio creí que trataba de captar mi atención, pero luego la observé y pensé que abajo de ese rostro, conocido e impersonal, había otro, ondulante como una llama, que intentaba comunicarse conmigo. Al día siguiente, el ocaso volvió a encontrarnos sentados en las reposeras del fondo. Yo estaba encantado con aquel espectáculo: el aire apacible de la tarde y los colores frutales del cielo. La abuela sonreía. Sus manos acariciaban la tela de la solera como si interpretaran el sentido oculto de los tonos flotantes. No sé en que momento empecé a sentirme mal, y tampoco pude identificar la causa. Tal vez fue un sonido o un olor que no tomé en cuenta cuando apareció. Sin duda algo pequeño que siguió creciendo mientras yo no lo veía... porque el cielo se transformó en una herida sangrante, y la abuela se puso oscura, con los huesos de su rostro asomando como un fuego blanco. Me quedé quieto, fingiendo que nada había pasado. Le pregunté si se sentía bien. Ella dijo unas cosas que no entendí, y me habló de otras que no escuché. Movía los labios, pero no emitía sonido alguno, como si sus palabras salieran en un lugar que no era este. Continué mirando el cielo, y después de un rato le pregunté si estaba cómoda. La abuela me respondió que sí, y entonces pude ver que tenía el rostro sereno acariciado por las luces del Sur. Esa misma noche, ella surgió, luminosa como un astro, en la negrura de mi habitación.
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—Abuela... le susurré —qué hermosa estás hoy. Adelantó un brazo y con candor movió los dedos de una mano, dejando una estela fosforescente. El resplandor avanzó hacia mí, devorando a su paso la oscuridad. Al subirse en mi cama ésta se transformó en una laguna de luz. Sentí la tibieza deliciosa de los pensamientos de la abuela y vi sus ojos neblinosos y los vapores blancos que aleteaban sobre su espalda. Deslizó una mano y comenzó a acariciar mis partes íntimas. Nunca me habían tratado con esa dulzura. Nadie con esos labios húmedos, esa lengua acariciante... Creí que iba a derretirme, pero interrumpió sus juegos y salió de encima de mis piernas. Se llevó las manos a la espalda y con un solo movimiento se desprendió el sujetador. De inmediato sus enormes senos se desparramaron sobre mi rostro con violenta alegría. Me sentí como un pordiosero colado en un banquete, turbado con la sola vista de los manjares. Luego se sentó a horcajadas sobre mí, y con una mano experta me introdujo en su cuerpo ardiente. Apretó su pecho contra el mío, me encerró entre sus brazos y comenzó a sacudirse, mientras sus labios y su lengua caliente buscaban mi cuello y mis orejas y mis ojos y mi boca. Con cada furiosa arremetida su rostro se desfiguraba más y más hasta parecer una máscara horrorosa y cambiante que tironeaba de mi espíritu y me sumergía en un delicioso infierno, atávico y pestilente. No sé que hice yo, pero recuerdo haber visto unos ojos inyectados en sangre, desmesuradamente abiertos, y también una hilera de dientes inferiores asomando más de lo normal. Después escuché un sonido gutural que se arrastraba y sentí el estallido de una luz blanca.
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Al otro día, ni ella ni yo mencionamos lo ocurrido. Le preparé unas milanesas con puré y tomamos vino. Después del almuerzo, cuando bajamos al fondo, volví a comprobar la naturaleza extraordinaria de mi abuela. Iba delante mío, con su ligero balanceo, meneando sus nalgas duras y llamativas. Aunque no caminaba rápido, sentí que se me hacía imposible seguirla, porque no podía ingresar a su mismo sendero, como si para ella fuese una verdad incuestionable y para mí un mero dibujo. Me quedé parado y la observé. La vi alejarse y deshacerse frente a mis ojos como una nube. Se redujo a un pequeño trazo de color gris y desapareció. Más tarde, en otro sitio, comenzó a reaparecer. Primero fue un puntito, luego una mancha que se movía hasta ganar relieve y dimensiones. Lentamente regresó de donde estaba y la vi sentada en la reposera. Por la tarde mi ex—mujer me llamó por teléfono y me recordó, con su habitual mal humor, que hacía meses que no veía a las niñas. Le expliqué que estaba complicado con algunos asuntos importantes, y que en cuanto me fuera posible les haría una visita. Me insultó de mil maneras, y apenas tuve tiempo de mandarle saludos míos y de la abuela, antes de verme obligado a cortarle. Normalmente, una conversación de ese tenor me habría dejado muy nervioso, sin embargo, en esa oportunidad, imaginé que mi cuerpo era un río que fluía incesantemente, y al que nada ni nadie podría dañar. Poco importaba que al observarla en el fondo yo pensara que mi abuela era una niña inmensa y aterciopelada, un ángel, una mujer iluminada, o simplemente una triste anciana.
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Mi única certeza era que, al abrirse la noche, ella volvería a meterse en mi cama y a brindarme su infinito amor. Ninguna de las veces que tuvimos sexo —y fueron muchas— yo lo sentí como un hecho normal. Por el contrario, la certeza de que estábamos haciendo algo prohibido aumentaba mi excitación hasta límites inimaginables. Debo admitir que al principio su falta de higiene me provocaba náuseas, sin embargo, mi mundo empezó a cambiar cuando dejé de luchar contra los olores y me hundí voluntariamente en ellos. Los fui asimilando y llegué a apreciarlos, convencido de que me ayudaban a transportarme. Cada velada suponía la ejecución de un ritual en el que ella incorporaba energías arcanas y mi mente se elevaba hasta el umbral de una nueva conciencia. Con el tiempo, ya no fue necesaria la complicidad de la noche. Andábamos todo el día abrazándonos dentro de la casa. En cualquier habitación, y sin importar la hora, reinaugurábamos la sublime experiencia, llegando a incorporar formas de placer que ella nunca antes había intentado realizar con el abuelo. Si hubiese dependido de nosotros, podríamos habernos dado amor hasta el final de nuestros días, pero, desgraciadamente, la gente que es feliz siempre termina siendo víctima de los seres mezquinos. Mi ex—esposa me llamó una noche al celular, y me dijo que las niñas tenían ganas de verme y de conocer a su bisabuela, de modo que vendrían a visitarnos el domingo. Le insistí que no lo hiciera, pero ella, que jamás me había escuchado, tampoco quiso hacerlo en esa oportunidad. Después que cortó intenté explicarle a la abuela los riesgos que esa visita podía significar. Yo estaba aterrado, porque ella carecía de contención y era capaz de besarme en la boca
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delante de todos, o de hacer cosas mucho peores. A partir de ese momento empezó mi calvario. Tenía sólo un día para extirparle los hábitos que había adquirido a lo largo de semanas. Le prohibí que me llevara el desayuno a la cama, y que me manoseara cada vez que se cruzaba conmigo, y obviamente fui terminante respecto a meterse en mi cama. Creo que me entendió, porque se puso muy triste y bajó la cabeza para que no la viera llorar. Pero tan sólo media hora después ya se me estaba tirando encima con fines previsibles. Me encontraba tan nervioso por la inminente visita que la empujé y le partí el labio de un puñetazo. La golpeé también en la sien. Reconozco que fue un error, porque eso iba a dejarle signos inequívocos de una golpiza que difícilmente podría explicar. Grité fuerte para no tener que escuchar su llanto patético de vieja senil, y cuando cayó al piso la pateé varias veces. La dejé tirada en la cocina y me marché al fondo. Encerré mi cara entre las manos y lloré largamente. De madrugada, me levanté de la cama y fui hasta el baño. Mientras orinaba, escuché un sonido extraño que provenía del fondo. Así como estaba, en pijama, abrí la puerta y descendí los nueve escalones. Un viento gélido doblaba las ramas de los árboles y acicateaba las hojas para que danzaran en el aire turbio. Cuando elevé la vista vi a la abuela, levitando sobre el terreno. Una luz ácida le iluminaba el camisón, la cara y los escasos pero serpenteantes cabellos. La veía casi transparente, como una vieja bolsa de nylon. Daba vueltas por el predio, pero por alguna razón no podía volar un poco más alto y huir. Era penoso que pudiese despegarse así del suelo y luego fuera
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incapaz de ir a donde ella quisiera. Estiré una mano para tocarla, pero no la alcancé. —Abuela... —dije despacio. Ella se deslizó, llena de aire. Ni siquiera me miraba. Se enganchó en una rama, y aunque el viento le inflaba el vestido, no lograba liberarse. No entendía por qué todo tenía que ser tan triste. La abuela parecía un globo hinchado de aire muerto, y yo no sabía cómo ayudarla. Es un ángel víctima de la tempestad, pensé mientras el viento frío y húmedo golpeaba mi rostro, pero luego me di cuenta que era muchas más cosas de las que podía nombrar, y que su verdadera naturaleza siempre estaría más allá de mi comprensión. La sentí ahuecada, vaporosa... La observé un momento más, brillando y agitándose en la oscuridad. Después di la vuelta, subí los escalones e ingresé en la casa. Entré nuevamente al baño, me lavé la cara y las manos. Fui hasta el cuarto de la abuela. Abrí la puerta y encendí la luz. Ella estaba tirada boca abajo en la cama, y se quejaba dormida. Descorrí las sábanas y la observé. Sus carnes se hundían en el colchón. Tenía el rostro hinchado y violeta de moretones. Me dio pena y comencé a posar mis labios sobre sus heridas. Como también estaba lastimada en el resto del cuerpo, tuve que quitarle el camisón y la ropa interior. Luego de acariciarla y besarla con dulzura, comprendí que ella me deseaba, y, mientras afuera rugía el viento, le hice el amor. Desperté de mañana, con el ruido del celular. Me había dormido abrazado a la espalda de la abuela.
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Encontré el aparato en la mesa de la cocina. Atendí. Verónica me avisaba que estaba saliendo con las niñas. Estimé que en el auto no podían demorar más de media hora. Le respondí que estaba todo bien, y que la abuela se pondría muy contenta de verlas. Me vestí y ayudé a la anciana a hacer lo propio. No fue fácil, porque le dolía todo el cuerpo, y algo tan simple como introducir un brazo dentro de una manga le arrancaba ayes de sufrimiento. Le puse un vestido floreado, medias limpias, un saquito de lana, y le calcé unas pantuflas. La llevé hasta la cocina, la senté en una silla y estuve rato peinándole los rebeldes cabellos. Cuando terminé de aprontarla me di cuenta de que algo no encajaba. Era su cara. Tenía sangre reseca y manchas oscuras y abultadas. —Debes estar linda para las bisnietas —le dije. Tomé su petaca y la maquillé. Fue necesario utilizar los productos con generosidad. Tuve que darle una capa muy gruesa de base para lograr disimular las imperfecciones. Puse abundante rouge en los labios, coloreé los párpados de verde y apliqué rimel. Después de hacer un gran esfuerzo me alejé unos pasos y contemplé mi obra: era horrorosa. Si las niñas veían aquello iban a salir corriendo despavoridas. —Abuela... —le expliqué—, acordate de lo que hablamos, por nada del mundo menciones lo nuestro. Pero no respondía, sólo me observaba. Resoplé ofuscado y me miré las manos manchadas con sus asquerosas pinturas. Cuando levanté la cabeza, ella estaba intentando decirme algo. Un torbellino marrón giraba y
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quería succionarme hasta las profundidades de un sitio que no pertenecía a este mundo. Y después unas pinzas rojas se agitaron en el aire. La piel se me erizó de terror. Al mismo tiempo que aquella visión cautivaba mis sentidos, podía apreciar la imagen superpuesta de mi abuela, que movía los labios sin pronunciar palabra alguna. Le grité un insulto, y por toda respuesta ella hizo que su rostro relampagueara frente a mí, sólo para que yo vislumbrara su verdadera naturaleza. La abuela se paró y sujetó el picaporte de la puerta del fondo. Le grité que no podía irse hasta que me prometiera que iba a mantener la boca cerrada. Pero no me hizo caso y abrió la puerta. Grité desesperadamente, entonces giró y me observó. Al ver aquellos ojos que se reían de mí, comprendí que estaba anunciándome la conducta deleznable que planeaba tener cuando llegaran mis hijas. No lo pude soportar, y avancé hacia ella. Yo únicamente quería sacudirla de los hombros, hacerla entrar en razón, asegurarme de que no iba a decir o hacer nada malo, explicarle, ayudarla a comportarse; en ningún momento tuve la intención de empujarla por la escalera. Lo peor es que no bajó rodando, sino que se precipitó de espaldas, sin tocar los nueve escalones. En mi recuerdo la veo cayendo muy lentamente, como si nunca fuese a llegar al suelo. Mientras se desliza en el aire elastizado mueve los labios y dice palabras que se hunden en el silencio. Yo quiero sujetarla de un brazo, pero entonces veo las formas que se agitan atrás de su rostro y, presa de un indescriptible horror, retiro la mano que podría salvarla. Bajé la escalera y observé el cuerpo desmadejado en el piso.
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Junto a la cabeza había un inequívoco charco de sangre. Mi familia iba a llegar de un momento a otro y no había tiempo que perder. Fui hasta el galpón, tomé una pala y comencé a cavar en la tierra negra. Miré en distintas direcciones, por las dudas que algún vecino se hubiese asomado a espiar. No vi a nadie, pero no pude respirar tranquilo. En todo momento escuchaba pequeños ruidos, aunque no podía discernir si venían de cerca o de lejos, o tan siquiera del fondo, de la derecha o la izquierda. Hacía tiempo que no hacía ningún tipo de trabajo y tras unas pocas paladas quedé bañado en sudor. Después de hacer un pozo lo suficientemente grande, fui por la abuela. La tomé de los pies y empecé a arrastrarla. Estaba increíblemente pesada. Tuve que esforzarme para moverla unos pocos metros. Más allá de que ella pesaba sus buenos kilos, los nervios me traicionaban y no conseguía desplegar toda mi fuerza. Me detuve un momento, con las manos en la cintura. Cuando elevé el rostro para tomar un poco de aire, encontré un cielo de tonos amarillos y ocres, como una hoja de papel que el fuego ha comenzado a morder por detrás. Decidí poner fin a mi tarea. Sacando fuerzas de flaquezas, conseguí arrastrarla los metros que faltaban. Escuché una música que surgía de la casa lindera. Arrojé a la vieja dentro del pozo y le lancé un par de paladas de tierra. Ignoraba si la vecina se había asomado al tejido para poder ver dentro de la fosa, pero por si acaso me apuré a tapar el cadáver. De pronto la música cesó. Miré hacia el tejido y no vi nada. Al volver la vista sobre la sepultura advertí con asombro que
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la tierra se estaba moviendo. Di un paso atrás y luego otro. Tropecé con algo, y al caer de espaldas vi el cuerpo obeso y luminoso que salía de la tumba y ascendía en el aire, hasta quedar suspendido sobre mí. La abuela estaba hinchada y tenía el rostro rojo, como una bolsa de sangre a punto de estallar. De la espalda le salían dos alas inmensas, de puro fuego, desplegadas de par en par. Me miró con las cuencas humeantes de sus ojos y abrió las fauces, enseñándome unos dientes afilados y enormes. Pero no siempre estoy seguro de que haya ocurrido así. A veces me parece que después que bajé la escalera y la vi tirada en el piso, con la cabeza partida, ella movió los labios y me dio las gracias por haberla liberado. Luego un cuerpo sutil salió de su cuerpo físico, y comenzó a elevarse, envuelto en una luz de menta. Sin embargo, desde que vivo en este sitio penoso al que me han traído contra mi propia voluntad, mi recuerdo más frecuente es otro. Yo estoy con la abuela, desayunando en la cocina, y de pronto escucho el motor de un vehículo que se estaciona frente a la casa. Agudizo mi oído, porque creo que es el auto de Verónica. Siento risas y más tarde el timbre. Abro la puerta de calle, beso a mis hijas y a mi esposa. La abuela aparece atrás mío, y, mientras avanza con un ligero balanceo y extiende los brazos para abrazar a las niñas, su rostro se llena de sol.
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Ezequiel Vega
MADRE
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. tenía problemas con la mierda. No en un sentido metafórico, sino con su mierda de verdad. Tenía sus tres comidas diarias pero no podía evacuar más que una sola vez cada cinco días. Caminaba como vaquero. Dedicaba buena parte de la noche en entrar y salir del baño; incluso se daba duchas frías para acelerar el proceso. Solía cagar verde. Al terminar y pasarse el papel, deseaba encontrar algo normal. Rezaba con los ojos cerrados como si fuera la lotería. Un jueves vio a través del agua una forma extraña. Fue hasta la cocina a buscar el periódico y tomó unas cuantas hojas. Entró al baño y las colocó abiertas en el suelo. Arremangó su camisa, giró la cabeza y metió el brazo en la porquería. Tomó a la cosa como si fuera un bebé y la soltó sobre los papeles. La mierda rodó sobre el suelo y se frenó en el borde de la página seis, a un costado de una nota sobre la polución y el nacionalismo. B. quedó inmóvil; la mierda tenía la forma y las facciones del rostro de su difunta madre. La arruga en la frente, la boca prominente y los párpados caídos como tallados en mármol. Parecía la Virgen María de las tostadas. Estiró un dedo y la movió suavemente haciéndola girar hacia ambos lados. —¿Mamá? —preguntó. Puso su cuerpo contra el suelo y pegó su cara a la cagada.
—Mamá.
No tuvo respuesta. Sólo una expresión de indiferencia que bien podría ser producto de un capricho de su recto.
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—Má... —murmuraba mientras lloraba como un bebé. Gimoteaba con la boca abierta y tapaba sus ojos como un chico intimidado— Quiero que te vea un doctor, má, por favor. Vamos con Laborde, mami. B. dobló los periódicos en cuatro partes y juntó los vértices. Levantó los papeles del suelo y llevó la cosa hacia la entrada de la casa. Se limpió los ojos con la manga de la camisa, abrió la puerta y la cerró con un pie.
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Javier Couto
DESTINO DENIA
P
ensándolo ahora un poco, pensando en Viviana, en el bolso, en el tío Iñaki y los otros peruanos, lo que en realidad me preguntaba antes de zarpar el viernes en Denia era si esta vez tendría suerte, si después del fin de semana en Ibiza podría volver y decirle a Viviana conseguí trabajo, peruanita, al fin conseguí así que sentate ahí que tenemos que hablar. Pero no, en un rato voy a tener que contarle lo que pasó, explicarle por qué no agarré el laburito del tío Iñaki, y Dios me libre y guarde de llamarla peruanita si no quiero que me putee hasta la afonía. Te pedí que esta oportunidad no la arruinaras también, Miguel, me va a gritar ceceando, dedo en alto, violeta, y para variar por otra de tus historias de nene bien, va a agregar antes de dejarme hablando solo. Pero nene bien mi abuela. Hasta ayer creía que me corneaba con un par de vecinos y con el dueño del apartamento que alquiló al llegar a Denia, que era sólo eso, hay que ser el monumento al boludo. Viviana, peruanita de dos pesos, yo tendría que haberme quedado en Buenos Aires, con mi puesto en el Correo, el sueldo seguro, los fines de semana a La Bombonera o tirado en la pelopincho, en cualquier lado pero nunca en Ibiza pidiendo trabajo como quien pide limosna. Pero el amor, sí, el amor, peruanita, la distancia y las noches largas, me tomé un avión a España para ver cómo tu verso de gran futuro moría con los tres meses reglamentarios, cuando tenía que volver en vez de dejarme colocar –como si la de sudaca no fuera suficiente– la puta etiqueta de ilegal. Lo de inventarme historias es distinto, no estoy pirucho, lo hago para imaginar cómo defenderme cuando sé que a Viviana se le va a correr el coágulo y me va a largar el baño de plomo encima. Como ayer de noche en este mismo barco,
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en cubierta con las dos pibas que me mangueaban. Mientras buscaba en los bolsillos y daba con las monedas tibias, sentí la mirada de Viviana, el cantado ataque de celos. Qué sé yo si las pibas querían otra cosa. Después del fin de semana me importaban tres huevos unas monedas o los celos de Viviana cuando le contara que les había dado guita a unas pibas, pero igual les dije que no tenía, que disculparan y me las tomé casi al trote. Camino a la habitación oí a Viviana desenterrando la sombra de Natalia, una enumeración conocida de reproches y escenas de telenovela. No me expliqué, lo del tío Iñaki era más inexplicable que un error con una compañera de trabajo. Además Natalia se había quedado en el tiempo y en Buenos Aires, repitiendo que no podía creer que dejara todo y me fuera a España. Por esa peruana de mierda, me decía vistiéndose. Esa turra quiere vengarse. ¿Entendés, Miguel? Y tenía razón. Pero ahora ya es tarde, el barco está a punto de atracar en Denia, no tengo más puchos, sigo sin laburo, en cubierta hace un frío nórdico pero lo mismo los pasajeros van y vienen con valijas, desayunos y pendejos que gritan al andén, nada que hacer, todo va a seguir igual, apolillado y ceremonioso como el discurso de Viviana sobre quién mantiene la casa, sobre su padre coronel en Perú y el sentido familiar de la hombría. Lo curioso es que en ese discurso pensaba mientras iba al camarote ayer de noche. Tendrías que agradecer, Miguel, que el tío te haya pagado el viaje en ferry. Y en camarote, me pareció oír mientras cerraba la puerta con llave, respiraba profundo, pensaba que realmente, en camarote, qué tipo piola. Tu tío Iñaki, tan macanudo, le dije tirándome en el camastro superior, es un grandísimo hijo de puta, un explotador de
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ilegales, no un artesano en ámbar como me habías dicho. Las manos todavía me temblaban de miedo a una revisión policial que me buscara en el ferry. Viviana respondió por supuesto, a mi tío tampoco soportas, él también ha de ser poco para ti. El ceceo insoportable, la voz de hiena y esa pose teatral nauseabunda, no sólo su tío era generoso sino que estaba preocupado, preocupado porque tú, monumento al zángano, tengas por fin un trabajo. Te parecerá peligroso pero peor es nada, Miguel. Y además sin papeles, bien que corre un riesgo al hacerte ese favor. ¿Por qué me inventaré estos diálogos? Porque se me canta. Otros le prenden velas a un santo y juegan años al Prode lo que podrían darle a la iglesia del barrio. O repasan a diario las necrológicas buscando conocidos en vez de telefonear mientras viven. Otros, como el tío Iñaki, jodido nombre para un peruano, llaman negocio de artesanías a una historia vieja como el gofio. Apenas bajé en Ibiza se presentó con un así que porteño, eh, mientras me daba la mano como quien entrega un trapo mugriento. El tío Iñaki, peruanita, por si te olvidaste del chabonazo: vejestorio achaparrado, cogote duro como tu padre el coronel, en linda familia me metí, cruzar de brazos bien canchero, nacionalista de los pesados, despreciativo, una respuesta para cualquier pregunta, una solución para cualquier problema y las opiniones siempre dadas como trompada de loco. Qué nene, Dios mío. Después de presentarse me llevó a dar un paseo por la isla, que creí ocasional. Señaló y saludó a algunos peruanos y bolitas que parecían hacer tiempo en las esquinas y en las puertas de bares. ¿Son artesanos?, pregunté como un idiota.
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Iñaki se rió un poco, tosió sin responder. Son amigos, me dijo al rato, ya le explicaré, ahora vamos a la feria de artesanías. Le dije que de artesanías no entendía ni medio. No importa, contestó, a mí eso no me importa. La feria olía a villa, tenía algo de Woodstock, de circo patético y fuera del tiempo. Cuando llegamos, Iñaki me presentó a mis compañeros de trabajo. Los tres peruanos me miraron como a una rata embalsamada y uno de ellos, el tal Cebiche, le preguntó a Iñaki si se podía confiar en un porteño. Qué pelotudo defenderme, decir yo de artesanías no cacho una pero voy a esforzarme, muchachos, algo leí sobre el ámbar. Los peruanos me volvieron a mirar como a una rata embalsamada. El tío Iñaki me agarró del brazo y me arrastró a un costado. A solas, soportando el aliento a alcohol, la voz ronca y esa puta manía que tiene de escupir a cada rato, entendí el negocio de artesanías. Mire, me dijo, el asunto acá es otra cosa, deje de hacerse el que no entiende o vamos a tener un problema. Aunque usted, con esa cara, de pendejo tiene poco. Sé que está sin papeles y en la isla amigos policías no me faltan, así que piénselo dos veces antes de hacer algo raro. Acá lo único a respetar es que el caballo, la heroína por si no me entiende, la pasan los gitanos. Del resto podemos encargarnos nosotros. ¿Me entiende? Usted prueba este fin de semana, vuelve a Denia y arregla todo con Viviana para volver. En una de esas hasta se hace hombre. Bastante boleado, esforzándome para que no me patinara la lengua, le dije que comprendía perfectamente. Qué hacer, después de todo, decirle no, mire, a mí Viviana me dijo que usted…; o mejor aún, mire, tío Iñaki, a mí pasar droga no me copa, no le juego ni de puntero así que llame a la cana ahora
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mismo. Le dije que comprendía perfectamente, que no se preocupara. Iñaki nos comentó que iba a terminar la ronda del día. Me quedé solo con los peruanos, que entonces me miraban como a una rata enjaulada. Quería causar buena impresión así que empecé a hablarles de cualquier cosa, del clima, de la isla, de mi abuela, que hacía artesanías de verdad, del Perú, del glorioso Sporting Cristal. Los peruanos me respondían con monosílabos. Ellos tampoco tenían papeles. Adivinarles la edad era más difícil que hacerlos hablar. Un buen rato después, cuando ya habían venido varios clientes –yo aprovechaba para observar el juego de manos de la transa–, supe que sólo el Cebiche se dedicaba a lo mismo en el Perú. El Pincho era albañil y Matojo, el más piola, vivía de una mina hasta que volvió el marido de una misión en el Congo, historia poco creíble. Supongo que hasta las ocho de la noche seguía pensando que lo mejor era no levantar la perdiz, seguir el juego, responder que sí, por supuesto, cuando el Pincho dijo que el gordo Iñaki no era mala persona, que con él las cosas funcionan siempre y algo de dinero se gana. Lo suficiente para la cerveza y las putas, agregó el Cebiche, serio. Pero los peruanos, que me seguían viendo como a una rata enjaulada, me dijeron que para ganarme la confianza del grupo tenía que pasar la prueba. Buscaba una respuesta posible para rajarme ahí mismo pero ya Matojo me daba uno de esos bolsitos de hippie pelotudo, probablemente tejido a mano por algún pariente, y me extendía la mano derecha. Respondí a lo que me pareció un saludo y sentí la textura de lo que me ofrecía. Por si acaso, dijo, mirando para todos lados.
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Los grabados en el mango de la navaja que me dio, y que guardé en un bolsillo del pantalón, eran de cuarta. Me llevaron en auto hasta el lugar en el que tenía que hacer mi primera noche. Generalmente la hago yo, dijo Matojo. Si desconfían, diles que tenía que ayudar al jefe con algo importante, pero nunca, nunca pronuncies el nombre de Iñaki. Y yo, como un boludo de nuevo, comprendo perfectamente, no te preocupes. La esquina era una esquina de mierda como cualquier otra, se oía música marchosa que venía desde lugares diferentes, había poca luz. Después de media hora de estatua inútil, se acercó un auto con dos chicos dentro. El acompañante bajó el volumen de la radio y me preguntó por el peruano. Tenía que ayudar al jefe con algo importante, dije tiritando pese a los veintiséis grados que había. Da lo mismo, chaval, a cuánto la papelina, venga. Claro, peruanita hija de puta, vos pensarás que soy un cagón de los tantos, un nene bien ante todo, pero cuando entendí que realmente iba a venderle merca a un extraño retrocedí sin hablar, di dos o tres pasos largos como si empezara a correr. Pero volvió tu voz a tratarme de cobarde, a recordarme que en la familia los hombres son hombres de verdad, y dudé, dudé hasta que el chico abriendo la puerta al grito de guardia civil terminó de convencerme. Vos sabés que el mayor deporte que he hecho en mi vida es ir a la cancha a putear gallinas, pero tendrías que haberme visto correr el sábado de noche, sin hablar, sin darme vuelta, aprovechando las callejuelas mientras buscaba un lugar lleno de gente. Y te parecerá increíble, peruanita, ahora que te veo entre la gente del andén, pero en un momento, mientras corría, cuando más dolía la puntada del rigor, me acordé que cada vez que te
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digo que dejé todo por vos, me decís que puedo volver cuando quiera, y bien que sabés que no puedo pagarme el pasaje, así que me imaginé frenando, manos en alto, llévenme, estoy ilegal, y volver con gastos pagos a Argentina, desde donde te enviaría una postal de La Boca a vos y a tu tío Iñaki y a todos los macanudos con los que me cagás a cuernos. Pero seguí corriendo, fue todo muy confuso, dormí tirado en un rincón, en una calle cerca del puerto. Pensé en terminar con Viviana pero adónde iba a ir, vivo sin un mango encima. Además la quiero. Es cursi y soy un pelotudo pero es cierto, la quiero, aunque sea difícil. El domingo me desperté con el sol en plena cara. Apenas sentí el bolsito hippie, que usé de almohada, tiré todo a la basura y me dediqué a hacer tiempo hasta que zarpara el barco a Denia. No sabía dónde vivía el tío Iñaki. No quería saberlo. A la noche subí al barco, las pibas me manguearon guita, por suerte nadie vino a buscarme en el ferry y en el camarote me terminé el medio paquete de puchos que me quedaba. No me animé a ir a comprar otro, aunque sabía que difícilmente me reconociera alguien. Pensándolo ahora un poco, creo que desde el colegio no me sentía tan pero tan idiota como cuando, apenas llegado a Ibiza, le entregué al tío Iñaki el bolso con artesanías que Viviana le mandaba. Muchas gracias, dijo el gordo, como si yo entendiera su sonrisa, y después de revisarlo me dijo que se lo teníamos que llevar al Cebiche. Venime a decir nene bien, justo vos, Vivianita la mulita. Y yo realmente creía que iba a visitar a la familia seguido, que eran ellos quienes le pagaban los pasajes y por eso a mí ni las migas. Pero debo estar de nuevo imaginándome
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todo, como los diálogos, no es mala piba, basta verla ahora en el andén, saludándome contenta con una mirada que me pregunta si conseguí trabajo y yo, encogiéndome de hombros y devolviendo el saludo con una mano inmóvil sólo puedo sonreír y decirle que todavía no, y que la culpa no es del chancho sino del que le rasca el lomo, mientras tanteo en mi bolsillo el regalo de Matojo y lo oigo volviendo a decir por si acaso.
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Jorge Luis Cáceres
LA TIENDA ―Toni, ¿hoy es jueves, verdad? ―Me temo que sí, Fede. ―Entonces no tarda en llegar el gordo friki del sombrero raro. ―Me temo que sí, Fede, no tarda en llegar y siempre a la misma hora, justo antes del almuerzo el muy cabrón. La puerta de la tienda de cómics de la calle Aribau se abrió emitiendo un rechinar intenso que llamó la atención de todos los presentes. Por ésta, atravesó una figura obesa de aspecto cansado. Llevaba unos lentes empañados debido al constante jadeo que emitía su boca al momento de recuperar el aliento. Sus mejillas parecían grandes globos rosados a punto de estallar. Había venido corriendo desde la estación de bus que quedaba a unos cuantos metros de la tienda para llegar como de costumbre a las doce y media de la tarde. Nunca se llevaba ninguna revista, se limitaba a recorrer la tienda de cabo a rabo, peinándola al igual que un investigador en busca de pistas. Retiró de su cabeza el ridículo gorro de color azul que siempre lo acompañaba y aprovechó la misma prenda para secarse el sudor que caía por su frente. Después lo guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta. Los encargados de la tienda no paraban de observar sus movimientos; sabían que no compraría nada y que preguntaría por todas las revistas, por las novedades, por los precios y por cada uno de los objetos del lugar que seguramente se sabría de memoria, pero que sólo lo hacía por molestar. Al pasar por el mostrador, el gordo dirigió un saludo a los encargados de la tienda. Fede y Toni hicieron como si no existiera y siguieron en su puesto detrás
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de la caja registradora. ―¿Será posible que ese gordo maricón venga todos lo jueves a la misma hora y siempre en nuestro turno? ―dijo Toni. ―Hay que echarlo ―menciono Fede―. Hay que hacer algo para que no venga más. El otro día me tuvo media hora preguntando sobre un póster de los cuatro fantásticos. Quería saber mi opinión, sobre si quedaría mejor en la sala de su casa o en su habitación. Luego me preguntó si en la tienda también hacíamos los marcos para los pósters. ―No jodas, eso no es nada ―siguió Toni―. El otro día mientras limpiaba los aparadores me tomó por sorpresa y comenzó a hablarme de lo buena que sale la Mujer Maravilla en el número ocho de este año. ¡¿Puedes creerlo?! Después me preguntó si teníamos el cómic de Æon Flux. ¿Te acuerdas de la serie animada que pasaba MTV? ―¿Cuál serie? ―preguntó Fede sorprendido. ―Pues aquélla en la que salía una tipa vestida con un traje de látex y con la tetas casi al aire. No quiero ni pensar lo que haría ese gordo con la revista. Seguramente sería para hacerse la paja con ella ―añadió Toni. ―Hay que reconocer que casi todos nos masturbábamos con esa serie ―dijo Fede. ―¡Puta madre, es un cómic! Vaya enfermedad ―gruñó Toni.
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La hora del almuerzo había pasado y el gordo seguía recorriendo el local y no paraba de abrir y cerrar revistas. Toni se imaginó sacando una escopeta del mostrador y abatiéndolo a tiros. Ninguno de los dos encargados quiso abandonar su puesto de trabajo. Se sentían protegidos tras la caja registradora, no estaban de humor para descifrar incógnitas sobre la vida de los superhéroes. ―Hay que hacer algo Toni ―dijo Fede dirigiéndole una mirada sugestiva. ―Tú dirás ―se apresuró a contestar Toni. ―Démosle un susto ―añadió Fede. ―¿Y qué clase de susto? ―Pues, podemos cerrar el local y aparentar que si vuelve por acá le vamos a dar una golpiza que le mandará al hospital ―dijo Fede. ―No ―murmuró Toni―, me parece exagerado. Además si ese gordo se cabrea, nos mata a los dos. ―¿Y entonces qué? ¿Aguantamos todos los jueves como unos pendejos? Si es así, entonces yo renuncio ―dijo Fede. ―No, nada de eso. Lo mejor es encerrarlo en la bodega una hora o dos. Lo máximo que le puede pasar es que vea a una rata y ya está ―dijo Toni. ―¿Y cómo lo llevamos hasta ahí? ―preguntó Fede. ―Pues vamos hacia él y le decimos que queremos enseñarle
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un cómic muy bueno, pero que está empaquetado en la bodega ―dijo Toni. ―Listo, entonces hagámoslo ―sentenció Fede. Después de planear todo, Fede tomó la llave de la bodega donde guardaban las revistas mientras Toni se encargaba de convencer al gordo para que les acompañara. Fue sencillo, el gordo era un friki que no disimulaba su admiración por las buenas revistas. Mientras descendían por las escaleras, Fede sintió curiosidad por saber la edad del gordo. Éste le contestó que tenía cuarenta y cinco años. Por la edad podría ser el padre de cualquiera de ellos pero no era más que un gordo maricón que llegaba todos lo jueves a la misma hora sólo para molestar. Antes de que Fede abriera la puerta de la bodega, hizo una última pregunta al gordo. ―¿A qué se dedica? La puerta se abrió y los tres ingresaron, el gordo el último. Su enorme cuerpo tapaba la salida. ―Voy a responderte con otra pregunta ―dijo mientras desabrochaba su cinturón ―¿A quién de los dos quieres que me coja primero?
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Silvia Flota
SOLAMENTE ES ELLA EN UNA PELICULA Sounds like they were very happy La Jane de Paris, Texas
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l chico que la mujer bautizó como Hunter extravía su camino hacia una sombría y cálida llanura que se encuentra más allá de su existencia empapada y mueve la boca, acompasando sus bracitos. A mitad de la avenida, ella resuelve contemplar su reflejo en el turbio ojo que retrata a una ciudad derrotada por puentes incapaces de desahogar el tráfico de desesperanza cotidiana, un río de desechos le vacía su órgano de visión; no intenta vadear y alcanzar la orilla, trata de despegarse de un rol y de un hijo que, afortunadamente, no es suyo. Chapalea en esa herida urbana que le estropea sus botas de gamuza, atrapa el silbido del viento en su gabardina y lo cuela entre sus huesos. A cierta distancia, un hombre amarillo vibrante da una media vuelta e irrumpe en la escena con el letrero que inmoviliza los motores, tal vez siga la orden del director. Después que la lluvia la moja desde abajo, siente la necesidad de desprender a sacudidas de perro aquella cita coagulada en el recuerdo, pulverizando las costrosas palabras que nunca se dijeron por voluntad propia, pero que formaron en su mente frases tontas a ritmo de manivela cinematográfica debido a la excitación sentida aquella tarde ya distante. En su frente un raspón lignificado se encarna en su memoria. Como el rasguño duele hasta el alma, piensa que, ahora sí, esto será el hasta aquí. Entre el lodo, olisquea la hinchada ansiedad exudada por las manos de un incipiente macho dominante de voz grave y quebrada y el hálito lanzado con la protesta de ella-niña, tras haber sido designada amiga en calidad vitalicia.
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Levanta la mano en juramento solemne y un auto rojo frena, la promesa se afirmará ante el asco del olor a charca, y la pretensión de ser más se olvidará en el asiento trasero al pagar la tarifa del taxi. En el tercer semáforo ya tiene toda la estrategia, para sorpresa del chofer que no entiende cómo sigue jugando gatos aun cuando le mandó, malhumorado, que dejara de estropear los cristales. Continúa absorta; considera las opciones, ideas redondas que impedirán a su adversario tapiarle la ilusión poniéndole una cruz en sus labios. No le importa que el tráfico alargue el trayecto, eso le permite pinchar el tiempo en el tablero logístico y ver, en las esferas acuosas, las solitarias gasolineras donde el hombre amnésico aparece incitado a evocar retales. Es mejor que le digas la verdad, dice con voz bajita, como quien no quiere que en realidad se sepa. Es una farsa, no hay nada en claro, únicamente hechos sobrepuestos, editados siguiendo el discurso de un collage sentimental. Una voz ajena no calla desde el espacio del que se halla desprendida: ¿Se siente bien?, ¿dígame? — ¡corte! —, señora, — ¡corte! —, ¿Me escucha? — ¡corte! —, ¡sabrá Dios qué le pasa!— —… alguien le habrá comido la lengua, una bestia de evocación, creo. El ruletero se detiene donde es debido, ella se deshace del dinero, y aquel huye de su presencia. En cuanto pone el pie en la acera, repara en que no ha podido amortizar el saldo de amor, tal vez con la propina, suspira ansiosa, malgastando el aire que necesita para subir todas esas escaleras. Se le sale la táctica del corazón, ¿cuántos peldaños habrá que subir para llegar al Sacre Coeur? Ni idea, jamás ha estado en París, ni
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siquiera en el otro, pero ha subido más peldaños persiguiendo la idea con la cual arma y desarma los encuentros con Él. Se pregunta si ha llegado y si está ordenando un aperitivo. Odia ser la primera en volver. Es terrible ser la primera, porque siempre serás la última. Se sienta y procura trocar el resuello por una actitud despreocupada, mientras deja cabalgar los dedos por sus lacios cabellos para quitarse el susto y el mechón que se le vienen a la cara. Es en vano, llegará y la encontrará con los ojos grandotes y el pulso de maraquero, como siempre en cada reinicio, en ese estado anómalo que es normal en ella, con esa excitación que no lo excita, que lo invita a tomar un tequila al estilo Jalisco, cerrando los ojos para olvidarla un instante, para creer que es la otra, la que lo atrapa y dilata, incluso siendo trivial e insolente, incluso cuando lo desprecia, esa ridícula ninfómana de la que no se puede fiar nadie, yendo y viniendo del tocador en donde, literalmente, se polvea la nariz. Por fin, se deja ver, sin rastro de entusiasmo, como un camello ante el paisaje inmutable, deslucido, inapropiado para decorar el sillón en el que se apoltrona ante una mesa para dos. Es evidente el desierto y ella lo mira así, con censura por echárselo en cara, por puyarla tan pronto metiéndole la aguda ira en los ojos. Después de esto, no siente el beso mordido de remordimiento que le tachona el rouge, lo que percibe es el olor dulzón y quemado del descuido, como cuando tenía que vigilar el hervor de la leche sentada en una periquera, pero con el pensamiento revoloteando, lo que inminentemente daba lugar al ruidillo aterrador de la nata adhiriéndose a la hornilla y al grito de mamá diciendo: ¿Se tiró la leche?, y
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siempre, siempre, ella, vulnerada, negando la realidad: No, no, no. —¿Qué te pasa? Pregunta él, como si le interesara, pero sólo lo hace para comerse el tiempo. —Nada, pero no pidas tequila ¿quieres? El deseo produce una sonrisa espinosa encerrada con una barba de candado; la recuerda otra, la prefiere otra, incluso cuando se portaba trivial e insolente—, bueno, sea pues, ¿un vinito? Mirándola sonrojada a través de la lupa, captura su luz muerta y la vivifica en su garganta. No pudiendo más sostener la añoranza, se apresura a sacar algo de su bolsillo, ¿un pañuelo? No, agacha la cabeza para revisar mensajes que lee en voz alta, y se enajena bajando y subiendo fotografías en su red social. Ella las odia, las fotografías y las redes dichosas, y no tiene móvil para aguantar la exclusión. En los teléfonos corre el rumor agudo de que nadie quiere saber de ella, pero se arriesga a cambiar las cosas, busca suelto en su cartera y se levanta con la excusa de ir al tocador. Por unos segundos, Él la mira como antes; con ese tierno miedo de verla partir y no saber si regresará. Habrá que atesorar ese momento. — Hola — (Risa) ¿Por qué marcaste mi número, morrita? — Pues no más, porque sí, porque tenía miedo de nunca poder expresar lo correcto en persona, así que… ¿quieres que hablemos? — Y de qué tendríamos que hablar — De nosotros — ¿Sabes lo que me animaría?, que me dijeras como tienes ganas de sentirlo ¿quieres encender la línea? ¿Hello hot liner, are you there?
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— Habla usted con la enfermera Bibs, diga donde le duele y yo le meto cura ¿Sabe?... La herida del deseo se abre y ella le aplica el rocío de Eros; Él se vuelve paciente, se toma la morosidad de las palabras, pero cuando la operadora pide más monedas ella vuelve a oler el agua sucia que se le va hondo, muy hondo, y siente miedo de repetirse. — Si ya no tienes más monedas no importa, ven acá, te espero. Se sienta muy cerca de Él, abatida por el tiempo, haciéndolo sentir en su pecho la vida que se le va. Tiene ganas de hundirse en el mutismo mientras le urge atrapar la velocidad de la luz para que la separación no le borre su rostro. — No quiero hablar. — Pues no hables. Todavía sigue la tormenta, podemos quedarnos así un poco más. En cuanto pare, nos vamos. Por fin, extiende la mano y ella le escribe mil respuestas en su palma, luego se la cierra para que al término del fin de semana lea su testamento. Él besa los dedos de tiza, e inquiere acerca de lo que fue de su chica antes del reencuentro, acariciando un rasguño en esa frente niña. Fue un tiempo astroso, nada más. El amainar de la lluvia los encuentra enlazados con una modorra dulce. Es hora de irse, los meseros toman a bien la iniciativa. Los dos se exponen a un frenético viernes, unidos, igual que hace 20 años. El aguacero no hubo disuadido a la gente a que se quedara en casa, ella desearía la plaza exclusivamente para los dos. Las gotas caen de nuevo, cada vez más atrevidas. Se siente aturdida y Él quiere llegar —llegar, ¿a dónde?—. Los desacuerdos comienzan; Él se empeña en tomar algún taxi, incluso si tiene que hacer algo drástico para abordarlo,
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ella prefiere tomar la ruta 3, y otra vez la turbiedad se filtra desde abajo. Ya no es posible parar un auto desde el lado en que se encuentran, el torrente sigue su cauce: ¡Vamos, ahora, crucemos la calle!, grita Él. La mujer se paraliza a mitad del trayecto, cualquier jalón es en vano, se suelta de una mano tibia, la desesperación levanta una salpicadura que se impacta en una última proyección. Soy sólo yo en una película, chilla desesperada y piensa en aquello —que no logra decir. Él la mira con ese tierno miedo y el autobus no se detiene, hubiera sido mejor esperarlo en la parada.
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Azucena Galettini
POR UN PLATO DE BORCHST
T
oqué timbre. El ruido de la mirilla, la puerta abriéndose. Mi abuela parada frente a mí. Nunca envejecía. Siempre tenía el mismo pelo, la misma cara. Siempre la imagen incorruptible de la salud. Su beso pasó rápido, casi sin tocarme. Sentí que ella también me estudiaba.
—Vine por el borchst —dije.
Comentario obvio. La abuela había querido llevarle ella el borchst a mamá. Había protestado cuando le pedimos que lo tuviera listo para que yo lo pasara a buscar. Quería verla a mamá, cuidarla como cuando era chica. Pero mamá no quiso. “No estoy presentable todavía” le dijo. A la abuela sólo le habíamos dicho que era “intervención menor” lo que mamá se iba a hacer. Nadie le habló de cáncer ni de tumores. La operación había sido un éxito, el pronóstico era muy bueno, pero mamá se negaba a que la abuela la viera hasta no estar más fuerte. “¿Para qué asustarla?”, decía siempre. —Pasá, Xime —dijo mi abuela. Se dio vuelta y entró en la casa—. ¿Qué vas tomar? Lo que yo quería era que me diera el famoso borchst e irme de ahí lo más rápido posible. Pero no había preguntado si quería tomar algo, había dicho qué iba a tomar. —Cualquier cosa fresca que tengas —dije, y la seguí a la cocina. Tal vez así se aceleraban las cosas y me llegaba a ir antes de que me hiciera preguntas. Sirvió jugo en un vaso largo, lo apoyó en un platito y, haciendo de cuenta de que yo no estaba parada al lado de ella,
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tomó un individual, salió de la cocina y puso todo en la mesa del living. Tuve que sentarme y tomar el jugo con ella parada al lado, mirándome. El vaso era enorme y tenía que agarrarlo con las dos manos. Me sentí de vuelta la nena que tomaba la leche en esas tazas que me cubrían casi la mitad de la cara, mientras mi abuela me apuraba porque la hora de la leche ya había terminado. No paré hasta no haber tomado la última gota.
—Muy rico —dije.
—Tenías sed —dijo ella—. Te traigo más.
—No, no; no hace falta. —Me levanté casi de un salto—. Yo venía por el borchst nomás, no te quería molestar. Tomó el vaso, el platito, el individual y fue a la cocina. Yo la seguí.
—Tu madre, ¿cómo está? —me dijo todavía de espaldas. Tragué saliva. Por suerte no me miraba.
—Bien, bien —dije—, mucho mejor.
—Espero que me saque del destierro, entonces. Si parece que no me quisiera ver. —Sabés que no es eso, abuela —dije, y no supe qué otro argumento dar. Mamá se moría de ganas de tener a la abuela ahí, que se tirara en la cama a acariciarle la cabeza hasta que ella se quedase dormida, como siempre me contaba que hizo cuando
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mamá se recuperaba, después de que nací yo. Mamá me vivía contando las historias de la abuela, y a mí me llamaba la atención, porque la abuela nunca contaba anécdotas, y porque mamá siempre las relataba como si ella misma las hubiera vivido. Por ejemplo, me había contado mil veces su nacimiento. Mamá había sido sietemesina, con problemas en los pulmones. Llegó a estar muy mal. Mi abuela, jovencita y sola, porque mi abuelo trabajaba todo el día, corría a los médicos, desesperada, esperando que le dijeran que su bebé se iba a salvar. Inspiró tanta compasión que, contra todas las reglas del hospital, la dejaron entrar a donde estaba mamá, para que se quedara un rato con ella. Gracias a la compañía de la abuela, mágica por supuesto, mamá mejoró enseguida, así que la dejaron que fuera todos lo días, hasta que se curó. Yo nunca pude imaginarme a mi abuela desesperada, persiguiendo a nadie. Me hubiera resultado más creíble la imagen de ella diciéndole al médico: “Mi hija se va a salvar, se lo digo yo, y usted me deja pasar ya mismo para que esté con ella”. En la cocina se puso a lavar el vaso y el plato. Yo miraba la mesada, la mesa, para ver si descubría el famoso tupper de borchst. Igual, ¿qué iba a hacer si lo encontraba? ¿Agarrarlo como si fuera una pelota de rugby y salir corriendo? —Está pesado ¿no? —dije. No era buena idea. Del clima hablan los idiotas, decía ella, si no se tiene de qué hablar, hay que callarse y listo.
—Sí —dijo, mientras secaba el vaso.
—Qué bien quedan esas cortinas nuevas —dije.
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—Son las mismas de siempre. —Secó el plato y guardó las cosas en la alacena—. ¿Nos ocupamos del borchst?
Sacó un delantal, se lo puso, y me pasó otro a mí.
—¿Y esto? —dije.
—Es un delantal —dijo ella, sin rastro de ironía—, para evitar ensuciarte la ropa cuando cocinás.
—¿Cocinar qué?
—El borchst, por supuesto —dijo mientras abría la heladera y sacaba las cosas: remolacha, huevos, crema.
—¿No está hecho el borchst?
Sacó un anotador y una birome.
—Te voy escribiendo los ingredientes —dijo— y después cómo es la preparación. Me quedé mirando el delantal que tenía en la mano. Era blanco con florcitas, algo tan delicado que daba la sensación de que uno necesitaría ponerse encima otro delantal, para no manchárselo.
—¿No está hecho el borchst? —dije.
—No Ximena, no está hecho el borchst. Lo vamos a hacer juntas. Era como tener de nuevo diez años, cuando mi abuela estuvo unos meses dándome clases de cocina. No podía creer que me resultara imposible hacer un bizcochuelo decente,
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hasta que finalmente dijo: “Esta chica no va a cocinar nunca”, como si fuera un terrible defecto de nacimiento.
—Bueno, si querés vuelvo en unas horas y... —dije.
—No, lo vamos a hacer juntas. Tenés que aprender.
—Yo no sirvo para la cocina. Te voy a arruinar el borchst. ¿No sería mejor que me fuera y...? —¡Tenés que aprender! —dijo y dio un golpe seco en la mesa. La miré sin entender. Mi abuela rara vez necesitaba levantar la voz, mucho menos golpear una mesa. Me puse el delantal y me acerqué para que me mostrara cómo cortar las remolachas. —El borchst, en sí, es fácil de preparar —dijo, mientras anotaba con perfecta caligrafía—. Hay muchas variantes, pero nuestra familia tiene su propia receta. —La dejé hablar sin decirle que la historia ya la había oído mil veces—. No es que sea única, mucha gente la debe preparar igual. Estoy segura de que todos en el pueblo de mi mamá lo preparan así, si es que quedó algún judío vivo en el pueblo después de la guerra. Y ahora va a venir el “y mi mamá me pasó la receta a mí, y yo se la enseñé a tu mamá y vos la tenés que aprender para que no se pierda” pensé. Una lástima que seamos una familia de hijos únicos, hubiera venido bien tener una hermana que supiera cocinar, o un hermano al menos, y que otro se hiciera cargo de la tradición de la familia.
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—Tomá —dijo, dándome un bol y dos huevos—. Batilos.
Mi abuela seguía con su disertación sobre el borchst y sus variantes. “Hay quienes lo toman frío, como si fuera jugo; nosotros lo tomamos caliente y bien espeso”. Era raro verla hablar tanto, casi compulsivamente. Yo esperaba que surgiera la anécdota que mamá me había contado tantas veces, de cuando ella, mi abuela, aprendió la receta. La bisabuela enferma, arrastrándose a la cocina para enseñarle a su hijita, de apenas ocho años, el secreto familiar, que en realidad no era ningún secreto. Pero a la abuela no le interesaba la anécdota, sólo le importaba el borchst. —La crema la vas poniendo así, ¿ves? —dijo—. De a poquito, no toda junta, y vas mezclando despacio. Fijate que no es mucha agua, porque tiene que quedar espeso, ¿ves? —Y anotaba todo en el papel—. Es importante que lo aprendas, que lo hagas bien.
Me senté y dije que sí con la cabeza, sin mucho interés.
—No estás prestando atención —me dijo—. ¿Cómo vas a aprender si no prestás atención? No te puedo anotar todo, hay cosas que las tenés que ver si no...
—Es un plato de borchst, abuela, no el fin del mundo.
Vi cómo soltaba la cuchara de madera en la olla, sin violencia, como si de golpe sostenerla fuera un esfuerzo enorme.
—Se va a perder —dijo, agachando la cabeza—. A mí no
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me querés escuchar y tu mamá no va a poder enseñarte... Se quedo callada y el único ruido era el crepitar de la olla. Entonces la vi, como si todos esos relatos repetidos volvieran de golpe. Era una mujer desesperada, rogándome que le dijera que su bebé se iba a salvar.
Me levanté, le rodeé la cintura con el brazo.
—Ella está bien —le dije—. Ya no hay peligro.
No me miró, siguió revolviendo la olla, la cabeza gacha.
—Fijate que el fuego esté siempre en mínimo —dijo.
Le saqué la cuchara y me puse a revolver.
—¿Me lo escribís? —pedí, y le acerqué el anotador.
Este relato pertenece a Lo único importante en el mundo, editado por El Fin de la Noche, 2010.
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Juan Manuel Candal
LÁGRIMAS DE SUPERMERCADO ¿Qué mirás? ¿Nunca viste a una chica llorar en medio de las góndolas? ¿Te pensás que lloro mientras agarró el tarro de leche en polvo sin darme cuenta de que hasta los de seguridad me miran raro? Nadie elige romper a llorar en un supermercado, que es, como diría Laura, una comunidad a escala, un mundo del mundo, una muestra de mundo. Pensás que por mi edad, por mis dieciséis años, debe ser por un chico: alguien que me dejó, una crisis amorosa. Me gustaría ver qué es lo primero que se te ocurre si estuvieras viendo a un chico de mi edad con los ojos rojos y las lágrimas surcándole las mejillas. Pensarías que es por su familia, por dinero, por pobreza, por fútbol. Las mujeres sólo lloramos por hombres, ¿no? Yo lloro por una mujer. Sí, a vos te lo digo, que me mirás de reojo creyendo que sos disimulada. Lloro por mi amiga Laura, que me enseñó que se puede mirar a los chicos sin dejar de besar a una chica. La que me enseñó que no existen aberraciones, que las clasificaciones son comodidades de los falsos intelectuales, los psicólogos y los curas. No soy menos mujer por haberme deslumbrado con Laura, por haberla deseado y haberla tocado, suavemente, con infinita ternura, con amor sin diccionario, ojos de iniciada. ¿Qué te parece eso, vieja ridícula? ¿Me vas a llamar “lesbiana”? ¿Hace cuánto que tu hombre no te atiende, con esa cara de lechuga? Laura dice que en España el sexo es más liberal. Quién lo hubiera dicho de los gallegos. Tanto que se los tiene por brutos, parece que no se escandalizan por lo que la gente hace puertas adentro de su casa. Y digo más, incluso puertas afuera.
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Laura lee mucho. Lee filosofía, tiene dos años más que yo, sabe de Kant, de Nietzsche, de Foucault. A mí me gusta lo que me cuenta, pero siempre fui de leer novelas. Me gusta abrir un libro y que sea una puerta a otro mundo, un escape, un sueño. Pero me gusta lo que Laura me cuenta, me gusta cómo se apasiona por los pensadores modernos, cómo se le ponen de grandes los ojos cuando me habla de las formas de fascismo actuales y parece que la garganta le va a reventar de ideas. Dice que no quiere influir en mí, pero yo sé que en el fondo le gusta saber que la cito cada vez que puedo, que hago lo posible por hablar como ella, o al mismo nivel, quiero decir. Fuimos vecinas desde que yo estaba en primario, su familia vivía en una casa grande en frente, pero recién la tarde en que se mudaba a vivir sola me vino hablar, de la nada, como si fuéramos amigas de toda la vida. Yo estaba sentada en la ventana, mi recoveco favorito, leyendo el libro de los ciegos. El de Saramago, no me acuerdo el título. Le sorprendió que una chica de mi edad se metiera con una novela tan enrevesada (así lo dijo ella), a lo que con cierto orgullo le conté la historia de mis lecturas. Le caí bien inmediatamente. Me dijo que siempre me veía leyendo, que la ventana me dibujaba un marco y yo parecía un cuadro. Que era una lástima que nunca antes nos hubiéramos puesto a charlar, pero que se iba a vivir cerca, a unas quince cuadras: una pensión barata con un pasillo muy largo. Que por ahí nos podíamos juntar a hablar de libros. Hasta aquel día nunca me había imaginado atraída por una mujer. Aunque siempre había sido tímida, hacía lo que hacen todas las chicas de mi edad: pavear, hablar por lo bajo con la compañera de banco, escribir mil veces el nombre del
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chico lindo de quinto año. Era una más de tantas en el desfile escolar de cuarto año, dejando atrás la piel insuficiente de la infancia, todavía a medio vestir la madurez. Laura (la autora intelectual de la frase anterior) era rara, tenía esa belleza rara, pero sobre todo esa cosa de me llevo al mundo por delante. Se notaba que era tres años más grande y parecía todavía mayor, ya lista para salir a la vida. Cruzamos palabra por primera vez cuando se iba, pero yo la espiaba siempre cuando la veía salir, levantando la vista de la página para admirar su manera de caminar, su decisión. Nunca la había mirado como la miraría después, en la pensión, pero bastó aquella invitación saliendo de su boca para que algo, un interés diferente, una sensación novedosa, despertara en mí por primera vez. La primera vez que la visité me hizo pasar a su habitación inundada de ediciones baratas de ensayo y filosofía. Me ofreció un vaso de agua fría: era diciembre, hacía calor, y un poco avergonzada por ese magnetismo que ella irradiaba, acepté y tomé hasta sentirme un barril. La segunda vez que la visité me contó que se había ido de la casa porque sus viejos eran “unos fachos de mierda, el tipo de gente que se cree desprejuiciada pero que en el fondo desprecia a los judíos, a los peruanos, a los trolos.” La tercera yo le comenté que en mi casa las cosas no eran muy diferentes, a lo que me dijo que en esta ciudad, en ninguna casa las cosas son realmente diferentes. Para ella, éramos la generación que tenía que poner los ovarios. Y esa misma tarde, por una vez, estuvimos en silencio. Un zapping casual derivó en la película de Ethan Hawke y Julie Delpy, Antes del atardecer, y Laura me dijo:
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—Ves, esta es una película con ovarios.
Nos quedamos calladas, siguiendo los diálogos que ella ya se sabía de memoria (luego me contaría que la había visto seis o siete veces). Yo no podía concentrarme: de repente, éramos como amigas de toda la vida. Me invitó a sentarme en la cama con ella. El televisor estaba ubicado en la pared opuesta, sobre un sostén metálico, y nosotras nos acomodamos contra una fila de almohadones, piernas cayendo al costado, como si fuera un sofá o un futón en vez de una cama. La película fue pasando y para cuando caía la luz de la tarde, los créditos finales inundaban la pantalla y yo empezaba a perder el miedo a detenerme en los hermosos ojos verdes de Laura, en su flequillo negro… en sus labios gruesos. Estaba viendo a una mujer hermosa, lo supe sin vueltas y no tuve miedo de pensarlo. Bajó el volumen del televisor y me miró de reojo, sonriendo. Me preguntó por qué no estaba de novia. Nunca me preguntó si estaba de novia o no, directamente asumió que estaba sola, y, sí, tenía razón. Le dije que era muy tímida, ella que por qué, yo que me costaba hablar con los chicos, ella que si sos linda, yo que no, que no me parecía, ella que sí, que yo tenía buena figura pero no sabía vestirme.
Y yo que había ido a visitarla con el uniforme de gimnasia.
Me acarició la mano al pasar cuando mis ojos se clavaron en mi estúpida vestimenta colegial. Seguimos hablando de cosas de chicas, como si de repente me hubiera nacido una hermana mayor. Una hermana de ojos verdes. Flequillo negro. El roce era ligero, pero se sentía intenso, cada vez más, y la charla pasó a un tono más íntimo: si alguna vez había besado
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a una mujer, yo que no, ella que sí, yo que me quedé callada, ella que no me asustara, yo que no, no tenía miedo. Me dijo que sus viejos no lo sabían, pero que ella se había acostado con chicos y chicas, y que no había diferencia. Le pregunté si era bisexual, y me dijo que era Laura, nada más. Se sentía muy mujer cuando estaba con un hombre y se sentía muy mujer cuando seducía a una chica. Me da un poco de miedo, dije con un hilo de voz. No, no te da, o no estarías acá. Yo… a mí me gustan los chicos, dije temblando, de miedo, de pulsión. A mí también, me dijo con una sonrisa, como si todo estuviera claro como el agua. Luego acercó sus labios y me dio un beso suave, cariñoso. Comenzamos a vernos más seguido. Nos volvimos algo así como mejores amigas con un secreto. Nos recostábamos, me abrazaba y me acariciaba con ternura, nos besábamos (o mejor dicho, ella me besaba a mí, hasta que los besos se hicieron más profundos y las caricias más eróticas). Después, aprendí que yo también sabía besar a una mujer. Todas lo sabemos, pero nos acostumbramos a pensar que no. Seguimos viéndonos, un par de veces a la semana, siempre secreto ese novedoso erotismo que era sólo de nosotras. Y si a mí me gustaba un chico, ella me daba consejos. Nunca se ponía celosa: podíamos hablar del chico que me gustaba por horas mientras nos abrazábamos tiradas en la cama, matizando el desamor de mi galán con nuestros propios cariños y toqueteos. Me enseñó como estremecerme de placer, y cómo incluso podía hacerlo yo sola en mi casa. Me leyó artículos que demostraban que en la naturaleza muchas especies no tenían tan claramente definida su sexualidad, y que no hay hombres
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o mujeres homosexuales, sólo hay actos homosexuales. Pasaron casi tres meses hasta que se armó la marcha. Era una más del orgullo gay, por el tema del matrimonio entre personas del mismo sexo. Me dijo que iba a ir, aunque no se considerara homosexual, porque quería ser parte de la lucha, por los discriminados, por las minorías. Quería darle voz a la protesta: había que sumar todas las voces. Le dije que yo no me animaba. Me sonrió y me dijo que hacía muy bien. Nunca la volví a ver. Excepto por televisión, hace unas horas. Estábamos en casa mirando la tele, tomando un té, y mamá puso el noticiero. Estaban con la marcha, pero la cosa se había puesto fea: un grupo de monos intolerantes había ido a hacer una contramarcha y empezaron los enfrentamientos. Luego llegó la policía y fue peor. A Laura, junto a otros dos de la avanzada, la agarraron a palazos, de un lado y de otro, intolerantes y policías, sin hacer preguntas ni advertencias. En unos minutos se resolvió todo, y para muchos fue sólo otra marcha más que se malograba, pero yo pude ver. A mí la televisión me regaló un primer plano de la cabeza ensangrentada de Laura, mientras la retiraban en ambulancia. Sus rasgos, tan bellos, ahora desfigurados, la sangre de sus ideas surcando corrosivamente sus mejillas y su boca. Salí de casa buscando una esquina donde llorar. Y lloré mucho, de impotencia, de odio, de miedo, y por supuesto, de dolor. Por Laura. Tuve que venirme al supermercado al fin y al cabo, a comprar alguna cosa que me diera la coartada, para volver a un hogar que ahora ya por siempre será ajeno, y frío,
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Cuentos
revestido de la inhumanidad de mis padres al no conocerme, al no saber de mi dolor. Pero sobre todo, luego del comentario por lo bajo de mi viejo, que al pasar frente al televisor dijo: —Se lo tienen merecido por depravados, por putos de mierda. Así que sigan mirando, mire señora, mire. Piense que lloro porque me dejó un pibe. Hagan usted, ustedes, todos ustedes, sus compras, contentos, seguros, convencidos de que hay un orden que se respeta, de que la moral sigue incorruptible, de que los depravados y los perversos están del otro lado. Mientras, yo voy a dejarme llorar por mi cuenta, donde quiera, cuando quiera, porque al menos tengo esa libertad, el dolor de haber visto apaleada a Laura en la infamia del televisor pantalla plana de mi casa, en el living fastuoso de la familia que con la frente alta sostiene su doble apellido.
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AnaCrónica
Pecados capitales (II): Ira
Ira.
(Del lat. ira). 1. f. Pasión del alma, que causa indignación y enojo. 2. f. Apetito o deseo de venganza. Cerdo. A veces fantaseo con tu muerte. Aún duermes y estoy preparando el desayuno. En la contención de mis gestos, en el lento devenir de tazas, supongo un universo donde no respires, no comas, no duermas, no mees, no defeques, no nada. En ese espacio paralelo limpio pulcramente cada marca. Higienizo mi crimen. Desinfecto mi conciencia. Hago las llamadas de rigor. Ordeno tus cosas y dispongo todo lo necesario. Todos van llegando. Entran en el tanatorio y velan el ataúd donde tu palidez cierra los ojos ante un auditorio contenido y casi fantasmal. Estrecho una mano blanda a manos reptilescas. Un amigo de la infancia te mira desconcertado. Tu exmujer se enclava en un rincón discreto y cruzamos una mirada fugaz. Tu padre camina compulsivamente. Tu madre cabecea con los ojos enrojecidos mientras tu hermana mayor la abraza. Yo, en una esquina, guardo todos nuestros secretos mientras tenso suavemente el tejido negro de mis pantalones. Sonrío. Te miro y me invade una súbita necesidad de hacerte arder. Eres el único testigo de todos mis fracasos. Divago. Ante la mirada atónita de todos me encaramo en la caja y beso tu boca helada arrastrándote el labio inferior entre mis dientes. Lo tenso hasta que se parte. No sangras.
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AnaCrónica
La carne se abre indiferente y limpia mientras te saboreo. Te introducen en el coche fúnebre y los presentes iniciamos la comitiva de coches. Conduzco despacio. Intuyo tus pies helados frente al volante y una sensación de ser yo el cadáver se instala momentáneamente en el habitáculo. Un ataúd siguiendo a otro. Los operarios abren la fosa. El olor dulce de los cipreses. El aire limpio. Las conversaciones en voz baja surcadas por los sollozos de algunos. Sellan tu lápida y todos iniciamos el camino de vuelta. Una suerte de libertad cubre todos mis movimientos. Conduzco hasta casa y desayuno con toda la calma del mundo una venganza recalentada que ni mastico. … ¿Tostadas, cariño?
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Anverso y reverso
Onetti
por
El paraíso es una cama grande, para uno solo.
Y una mujer sonando su violín.
Y un viejo entre novelas policiales, con su violín debajo de la sábana, para poder mear mientras escribe.
Horacio Cavallo Nacido en Montevideo en 1977. Es narrador y poeta. En poesía obtuvo el Primer Premio en el Concurso Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura, en 2006, con el poemario titulado “El revés asombrado de la ocarina”. Ha integrado varias antologías tanto en narrativa como poesía, y ha participado de festivales de poesía en México, Venezuela, y Brasil.
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Literatura
Matadero, de Ricardo Carreira Ediciones Stanton; (124 Págs.) Epílogo de Ricardo Piglia
El artista plástico y escritor argentino Ricardo Carreira (1942-1993), ha dejado una obra desperdigada, inobjetablemente inclasificable; que a pesar de su marginalidad ha logrado trazar una zona atípica dentro de la literatura nacional. Hacedor de curiosos textos conceptuales, desarrolló a través de una vida azarosa (interrumpida por varias internaciones en el Borda), un singular trabajo poético y teórico sobre el lenguaje. Con una escritura que abre otra relación lingüística con la realidad, su mayor logro consistió en buscar otro sistema de significación. Su poesía denotativa se descubre paulatinamente mientras se enuncia a través de subrayados y cuestionamientos gramaticales. Así es como con el verso libre introduce conceptos para llegar (con un léxico simple y prosaico) a deshabituar al lector de la funcionalidad de las palabras; con el fin de arrimarlo a otro grado de literalidad. “El lenguaje sirve muchas veces (más) para perderse que para encontrarse”, nos advierte en un pasaje desconfiando de la utilidad con que la sociedad se sirve de él. “Lo único que queda es la distancia entre nosotros y la realidad que nombramos” afirma convencido en volver a los fundamentos del valor subversivo que encripta toda palabra. Su vida fue una tentativa de acortar ese recorrido aludido. Crear y organizar otro lenguaje. El escaso centenar de páginas del presente tomo dividido en tres partes, constituye un verdadero muestrario de su visión utópica. La primera sección del libro, titulada “Poemas”, reproduce un importante número de textos éditos e inéditos de Carreira, la segunda parte (y tal vez más interesante), “No creemos en los amos, ni en sus dioses ni en sus palabras ni en su historias oficiales” (una afirmación del propio artista), presenta la selección de prosas y apuntes desglosando los conceptos de libertad, amor, fanatismo, alineación y memoria. La tercera y última sección “Epílogos y anexos” además del epílogo escrito por Piglia, ofrece una minuciosa cronología de la vida y obra del vanguardista muerto a causa del virus de HIV. La cuidada edición a cargo del poeta y artista plástico Gerardo Jorge, cuenta asimismo con una inestimable colección de imágenes y dibujos que ayudan a completar el riguroso trabajo de contextualizar la obra de Carreira sobre los límites de la cultura oficial argentina de los años 60 y 90 del siglo pasado.
Augusto Munaro
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Divulgación
Por Ramiro Sanchiz
En busca de Adán y Eva (primera parte) La comunidad científica alcanzó hace pocas décadas un buen nivel de consenso sobre el origen de nuestra especie. Si bien todavía pueden surgir aportes de hipótesis como la del origen múltiple, que establecía que la evolución del Homo sapiens confluyó desde varias poblaciones dispersas por el mundo, es la idea del “Origen reciente” la que parece haber triunfado en la suerte de selección darwiniana de hipótesis que configura la historia de la ciencia. Según esta teoría, todos los seres humanos descendemos de una población centro-sudafricana que vivió hace aproximadamente 200 millones de años. Estos primeros humanos “anatómicamente modernos” emigraron fuera de África hace un máximo de 100.000 años (aunque la datación exacta de esta salida es todavía controversial), en migraciones que están todavía siendo reconstruidas a través de mapas genéticos y lingüísticos. La historia “previa” del Homo sapiens se remonta a millones de años en el pasado, y comienza –por imponer un límite al retroceso– con el antecesor común de todos los primates. Esta entrega de La exhibición de atrocidades se centrará en la historia de los primeros humanos anatómicamente modernos; la siguiente remontará el camino hacia atrás. El hecho de admitir la hipótesis del origen reciente no implica que en el genoma humano no puedan ser encontradas marcas de otras especies cercanas; el Homo Neanderthalensis, por ejemplo, contribuyó al 4% del genoma de todos aquellos humanos no africanos, y recientemente se han encontrado pruebas que vinculan a una especie fósil descubierta en 2010 –el “Homínido de Denisova”– con las poblaciones melanesias, que habrían recibido de estos homínidos hasta un 6% de su genoma. Esto abre un panorama más complejo de los primeros tiempos de la humanidad, concretamente el de las largas migraciones por Asia y las islas del Pacífico. En cualquier caso, los humanos anatómicamente modernos, los Neanderthal y los Homínidos de Denisova comparten un ancestro que vivió hace aproximadamente un millón de años, y convivieron hasta hace unos 40.000 años o quizá poco menos. Los únicos pueblos que han conservado una línea directa con los primeros humanos anatómicamente modernos son los khoisan. Este nombre abarca al menos dos grupos que habitan el sur de África, los san y los khoi, llamados “hotentotes” o “bosquimanos” (generalmente identificando a los pastoralistas khoi con la primera designación y a los cazadores-recolectoras san con la segunda) por los colonos europeos. Estudios genéticos realizados sobre el cromosoma Y (que se transmite de padres a hijos) establecieron que los khoisan registran la divergencia más antigua con respecto al ancestro común de todos los seres humanos.
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Estos estudios sobre el cromosoma Y señalan que todos los seres humanos descendemos patrilinealmente de un hombre que vivió hace no más de 90.000 años y no menos de 60.000. Esto no quiere decir, por supuesto, que ese señor haya sido el “primer hombre” ni mucho menos que era el único Homo Sapiens en medio de una tribu de homínidos ya extinguidos que intentaban comunicarse con él a través de gruñidos. Se trata del ancestro común más antiguo datable a través de la investigación genética; sus otros contemporáneos humanos sencillamente no tuvieron descendientes que sobrevivieran hasta el presente. Este “Adán Cromosomal-Y”, como se lo ha llamado, tenía rasgos similares a los actuales khoisan, es decir piel amarronada, pómulos altos y pliegue epicántico a la manera de las poblaciones del noreste de Asia. Estudios análogos sobre el ADN mitocondrial (ADNm) señalan que todos los humanos descendemos matrilinealmente de una mujer que vivió en África Oriental hace unos 200.000 años. Esta “Eva mitocondrial” debió pertenecer a la primera comunidad de homínidos en los que las sucesivas mutaciones genéticas derivaron en la emergencia de una especie distinta, el Homo Sapiens Sapiens al que pertenecemos. Una vez más, esta “Eva” no fue la única mujer humana de su época, sino que sus contemporáneas, por alguna razón, no tuvieron descendencia que sobreviviera al paso del tiempo. El estudio de las poblaciones arroja pistas que permiten explicar la diferencia de aproximadamente 100.000 años entre el ancestro más antiguo por vía matrilineal y el más antiguo por vía patrilineal. Algunas de las hipótesis planteadas para explicar esa diferencia incluyen la noción de una gran catástrofe que habría dado cuenta de gran parte de la población humana, eliminando líneas genéticas que descendían de hombres contemporáneos del Adán Cromosomal-Y; también se ha señalado que un hombre del paleolítico no tenía las mismas posibilidades que una mujer de transmitir su información genética a un buen número de hijos fértiles. Algunos no tendrían descendencia alguna y otros lo harían con múltiples mujeres, y bastaba que una de ellas tuviera una hija para que ese cromosoma Y no prosperara. La genética de poblaciones, además, establece que en casos de rápido crecimiento de población, las líneas patrilineales son más proclives a extinguirse cuando la población crece a un ritmo muy reducido (un “cuello de botella” poblacional).
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Esto nos devuelve a la teoría de la catástrofe. Dado que el ancestro común de una población varía según el tiempo, hace cincuenta mil años, por ejemplo, si alguien hubiese datado la aparición del Adán Cromosomal-Y hubiese dado con una fecha muy anterior a la que marcamos actualmente. Por lo tanto, si una enorme cantidad de hombres murieron en algún punto de la historia (hombres que podían llevar diferentes mutaciones del cromosoma Y), el ancestro común de los sobrevivientes pasaría a ubicarse en una fecha mucho más temprana, ya que si decrece la “variedad” poblacional de mutaciones del cromosoma Y, los sobrevivientes son “más parecidos” entre ellos –lo que postula un ancestro común más reciente. Ha sido propuesta entonces la llamada “Teoría de la catástrofe de Toba”, que señala la posibilidad de que una gigantesca erupción volcánica en el Océano Índico ocasionara una serie de desequilibrios medioambientales –entre ellos un invierno volcánico con su consiguiente reducción de temperaturas– que terminó prácticamente extinguiendo a la especie humana. Este evento, según los partidarios de la teoría, habría reducido la población de seres humanos a unas 1000 parejas reproductoras, lo cual ocasionó la fecha temprana –en relación a la Eva mitocondrial– del Adán Cromosomal-Y. Para los tiempos de la posible catástrofe los humanos quizá aún no habían abandonado África y el cercano oriente. Las versiones más cautelosas de la teoría del origen africano datan la migración por Asia y Europa hacia el 50.000 AC, así como la llegada a Australia hacia el 40.000. Las poblaciones de cercano oriente pudieron haber migrado hacia el interior de Asia y encontrado otros homínidos allí, entre ellos el Homo Neanderthalensis, el Homo Erectus y el Homo Florisensis, y probablemente se extinguieron o subsistieron mínimamente hasta la llegada de una segunda ola migratoria decenas de miles de años más tarde. El mapa poblacional del cromosoma Y, entonces, señala una primera mutación que diverge del genoma primario del Adán Cromosomal-Y. Esta mutación, a su vez, divide dos grandes poblaciones, el haplogrupo A y el haplogrupo BT (un haplogrupo es un grupo de características genéticas derivadas de un ancestro común). La primera divergencia constituye
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al haplogrupo A, y se dio con la llamada “mutación M91”; como ya hemos dicho, esta mutación se encuentra únicamente en África Subsahariana y en grupos que descienden de estas poblaciones. La mayor incidencia del gen M91 se encuentra en los khoisan, pero también aparece, en menor medida, en poblaciones etíopes y nilóticas. La siguiente divergencia es la del haplogrupo B, que se encuentra especialmente en los grupos denominados “pigmeos”, un término griego que designaba una mítica tribu de enanos que habitaba el territorio de la India y la actual Etiopía. Los colonos emplearon el término para referirse a una gran variedad de comunidades, entre ellas los aka, los efé, los twa y los mbuti, todos ellos habitantes de África Central. En la actualidad, los “pigmeos” padecen discriminación e incluso persecución; durante las guerras del Congo, por ejemplo, y también en el genocidio de Rwanda, sus poblaciones fueron diezmadas. Además, la deforestación está afectando terriblemente su modo de vida. Otro pueblo con incidencia de las características genéticas del haplogrupo B son los hazda o hazdabe, del norte de Tanzania. El idioma hablado por esta comunidad era considerado muy similar al de los khoisan (especialmente por el uso de clicks o chasquidos), pero investigaciones posteriores lo han convertido en un lenguaje aislado, sin parentesco evidente con ningún otro conocido. La siguiente gran divergencia ocurre en el llamado macro-haplogrupo CT, definido por las mutaciones M168 y M294. Se trata de las primeras poblaciones no africanas, y subdivisiones de este grupo son encontradas en todos los continentes. Otros haplogrupos de mutación posterior incluyen el DE, encontrado mayoritariamente en Asia, y el E, encontrado en África y Europa mediterránea. Según este panorama genético, los primeros humanos anatómicamente modernos habrían abandonado África hacia el 70.000 AC. Esta primera migración hacia Asia ocurrió a través del Mar Rojo, específicamente en los actuales territorios de Eritrea y Yemen, y ocupó a un muy reducido número de personas: probablemente entre 150 y 1000. Sin embargo, descubrimientos recientes han puesto en duda este panorama, dado el hallazgo de herramientas de piedra en el actual territorio de Emiratos Árabes Unidos,
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datables en unos 125.000 años de antigüedad. Este descubrimiento, por supuesto, es controversial; algunos han señalado que las herramientas pudieron haber sido trabajadas por otras poblaciones humanas no pertenecientes al Homo Sapiens Sapiens. Otra migración podría haber tenido lugar remontando el curso del Nilo y luego accediendo a Asia a través del Sinaí. La primera oleada migratoria habría llegado tan lejos como Australia, y se ha sugerido que los actuales pueblos originarios (antes llamados “aborígenes”) son descendientes de los primeros humanos que migraron a Oceanía. El camino hacia Australia es llamado por algunos la “gran migración por la costa”, ya que bordeó las orillas del Océano Índico. En este proceso ocurrieron diversas mutaciones del cromosoma Y, que definieron haplogrupos menores dentro del haplogrupo CT. La segunda migración alcanzó Asia Central y a partir de allí se dividió en dos grandes grupos. Uno de ellos se encaminó hacia el este del continente y el otro hacia Europa. En cuanto a la población de las Américas, han sido propuestos varios modelos diferentes, pero en general se acepta que de los grupos que migraron hacia el este de Asia algunos prosiguieron hacia el estrecho de Bering y de allí cruzaron (no antes del 30.000 AC) a América del Norte.
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Fotografía
La persistencia de la memoria Marcelo Metayer «La Luna es una cruel amante» Me regalaron mi primer libro de fotografía cuando tenía nueve años. De la mano de la misma tía que me regaló mi primera cámara. Fue mi apasionada lectura todo un largo verano. Al año siguiente, de la misma colección “Ciencia Juvenil”, llegó uno de astronomía. Y ahí descubrí que era posible fotografiar el cielo. Eso se sumó a mi, ya en ese momento, larga lista de obsesiones. Pero tuvo que pasar mucho tiempo antes de que tuviera un equipo capaz de realizar esas imágenes que me fascinaban: estrellas, planetas, la Luna. Sobre todo, la Luna. La Luna, a la que Keats cifró en la tierna noche, sentada en su trono, rodeada de un enjambre de estrellas, sus hadas. Fotográficamente hablando, para el aficionado la Luna es como quiere una novela de Robert Heinlein, “una cruel amante”. Es un objeto muy brillante sobre un fondo negro, lo que confunde a las cámaras más sencillas, que suelen promediar la luz de la escena. Así que las Lunas que veo en Facebook, por ejemplo, son medallones plateados, sin detalles. Para tomar una foto decente de nuestro satélite hacen falta dos cosas: una lente telefoto de cierta potencia y controles manuales. Forzar la exposición y obligar a la cámara a obturar a velocidades más altas de las que marca el fotómetro. El resto del cielo, de más está decirlo, será del color del terciopelo, pero la Luna aparecerá en todo su ominoso esplendor.
Periodista * fotógrafo expone en su blog: aventurasfotolp. blogspot.com www.metayer.com. ar
Esta imagen fue sacada en las noches de la “SuperLuna”, cuando sucedió, después de muchos años, que la Luna llena coincidiera con el perigeo, es decir, el punto de su órbita más cercano a la Tierra. Eso fue a partir del 19 de marzo de este año. Y esta foto es del 20. Me planté en la rambla de 72, un ancho espacio verde que discurre entre dos manos de una avenida. Armé el trípode y puse la cámara. Y esperé. A las siete y media, una bola anaranjada comenzó a asomar sobre los tejados. A las 19.38 obtuve esta foto, la penúltima de una serie de ascensión, con la Luna todavía atravesada por cables y comida parcialmente por un techo. A la derecha, la luz de la calle. La foto fue tomada a 1/40 de segundo, f/4.4, el zoom totalmente extendido y la sensibilidad a iso 200.
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LA GRAN MURALLA CHINA
La llamada “Gran muralla china” es en realidad un complejo de fortificaciones erigido a lo largo de los siglos. Las primeras construcciones datan del siglo quinto AC y las últimas del XVI DC, y tienen en común su cometido de proteger la civilización china de las incursiones de varios pueblos nómades. El trazado de este complejo sigue más o menos la curva austral del actual territorio de la Mongolia Interior, una de las subdivisiones administrativas de la República Popular China. Sus límites son la ciudad de Shanhaiguan (actualmente parte del área metropolitana de la ciudad de Qinhungdao) al este y la vecindad del lago de Lop Nur, en el desierto de Gobi, al oeste. La totalidad de las construcciones abarca unos 8.800 kilómetros, de los cuales 6.200 son efectivamente murallas, consistiendo el resto en trincheras de variada elaboración arquitectónica y límites naturales como lagos o colinas. Las primeras murallas fueron construidas en el período llamado de los “Reinos combatientes”, que comenzó para algunos historiadores en el año 475 AC; hacia su apogeo, siete estados se disputaban la hegemonía sobre el territorio y construyeron murallas para limitar sus dominios y protegerse de las continuas incursiones enemigas. Estas defensas eran de piedra apisonada y grava y no excedían la altura de un hombre.
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Siglos más tarde, en el año 221 DC, Qin Shi Huang unificó los reinos y estableció la primera dinastía. Ordenó destruir los tramos de muralla existentes y erigir nuevos y más altos para proteger su nuevo imperio de los nómades del norte. Qin Shi Huang es el emperador al que alude Borges en “La muralla y los libros”, el primer ensayo de Otras inquisiciones, aunque él lo nombra de acuerdo a otra transliteración del chino: Shih Huang Ti, lo llama, y en el famoso texto reflexiona sobre la construcción de la muralla y la quema de los registros históricos, como si el emperador determinado a guardar sus dominios de cualquier incursión enemiga también quisiera rodearse de una muralla en el tiempo, la pared de los comienzos, el límite de la memoria. En rigor, la muralla como la conocemos hoy en día guarda un mínimo parecido a las fortificaciones de Qin Shi Huang/Shih Huang Ti; de hecho, la construcción del primer emperador apenas sobrevive. Bajo la dinastía Han la muralla fue ampliada. El emperador Han Wudi ordenó hacia 129 AC que las construcciones se prolongaran a lo largo de lo que posteriormente sería la Ruta de la Seda. Las fortificaciones volvieron a ser remodeladas durante la dinastía Ming, hacia 1449 DC, una vez más como defensa contra pueblos nómadas, en este caso los mongoles. Por primera vez en la historia de la Gran Muralla fueron empleados ladrillos en lugar de tierra; sin embargo, esta muralla fracasó en su misión cuando los manchú abrieron una
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brecha en 1664, tomando las puertas de Shanhaiguan y marchando hacia Beijing, donde destruyeron los remanentes de la dinastía Ming y establecieron la dinastía Qing. Bajo el dominio Qing fue conquistada Mongolia, por lo que la muralla ya no marcaba el límite del imperio y fue interrumpido su mantenimiento. Actualmente sobreviven tres puertas o pasos: Juyonnguan al norte, Jiayuguan al oeste y el ya mencionado Shanhaiguan al este, donde la muralla encuentra el océano. La historia del conocimiento de occidente de la Gran Muralla es interesante. Una de las primeras referencias aparece en 1754, en los escritos del anticuario inglés William Stukeley, promulgador, entre otras, de la errónea atribución de los megalitos de Stonehenge a la cultura druídica celta –Stukeley, de hecho, además de escribir una de las primeras biografías de Sir Isaac Newton, fue el fundador del neodruidismo, que tendría gran influencia sobre los movimientos neospiritualistas de fines de siglo XIX y principio de siglo XX, entre ellos la orden de la Golden Dawn, de la que el poeta irlandés William Butler Yeats fue miembro, y la Ordo Templi Orientis, reformada por el infame Alaistair Crowley. Stukeley fue el autor del mito que afirma que la Gran Muralla China es visible desde la Luna; en realidad, esto es nada más que una afirmación entusiasta: La anchura máxima de la muralla es 9 metros y es casi del mismo color que su entorno; verla desde la Luna equivale a ser capaz de percibir a una persona separada de nosotros por más de tres kilómetros.
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Últimamente ha sido discutido si la muralla es visible desde una órbita baja. Los últimos reportes al respecto establecen que el ojo desnudo puede percibirla desde una órbita de hasta 320 kilómetros de altura. Mientras, la muralla sigue fascinando la imaginación del mundo. Recientemente fue votada una de las “Maravillas del mundo moderno”, y, además, pertenece al patrimonio de la humanidad propuesto por la UNESCO. ¿Es posible indagar por qué esta fascinación continúa? Quizá la Gran Muralla, en su silencio de piedra, cumple con lo escrito por Borges al final del ensayo que le dedicara: “… las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. Quedémonos, entonces, con la idea de que la Gran Muralla viene hace siglos diciendo (¿diciéndonos?) algo que seguimos sin entender.
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(imagen satelital de la muralla)
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Otro Cielo Mayo / 2011 Cuento y entrevista a Liliana Colanzi Ademรกs: Especial sobre la nueva literatura boliviana