Instrucciones para recuperar un amor perdido

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Instrucciones para recuperar un amor perdido Vas a perderla, o tal vez ya la perdiste, lo sé. Es el momento que transita entre la última reverberación del grito y la solemnidad del silencio siguiente. Ella está ahí, pero ya se fue, comienza a desdibujarse, a convertirse en huella de sí misma, a pensarse como ausencia. Ya no importa quien hizo qué o por qué, después de todo hay muchas formas de matar a la rosa: se la puede destrozar de una sacudida pero también dejarla morir olvidando ponerla en agua. Ella abre la puerta y sale de tu casa para no pisarla nunca más. Cierra de un portazo y ambos comparten a media conciencia una última emoción: la rabia enajenada que no admite disidencias. Con el tiempo la bronca, que sólo es bronca en estado sólido, se hace líquida y es melancolía de todo lo que no volverá a suceder. De los colores que ya no habrás de reflejar, porque, no te equivoques, nadie nunca remplaza a nadie, y cada amor que se pierde es una puñalada que cicatriza pero


nunca desaparece. Y de esa variada paleta que sos esencia, algunos matices nunca más volverán a pintar, porque sólo podían formarse con quien acaba de partir para siempre. Otras conocerán otras versiones de vos mismo, tal vez incluso mejores, pero nadie sabrá que podías ser este que eras hasta recién. No hace falta que expliques: entonces duele. Duele aún si es necesario y duele aún si es tuya la decisión. Duele desprenderse de algo que se había aprehendido tanto y cuya historia, en parte, te pertenece. Duele saber que serás otro, y que tendrás éxitos que ya no compartirá ella y que serás más noble y más sabio algún día, ante los ojos de otra. Y aún así, dejás que duela porque si no te desangrás un poco el veneno continúa fluyendo por las venas de tu inconsciente, y tenés encima ya uno o dos amores perdidos como para saber que no hay camino fácil, por lo que más vale empezar a agonizar un poco ya mismo, abrazar el daño y entregarse a la angustia y la lágrima, único puente posible hacia el arrullo dulce de la pena. Con suerte, y un poco de tiempo, te levantás de vuelta y salís a la vida.


Encontrás otro amor, o tal vez sólo intereses. Tenés la piel sensible como para abrazar una compañera de liga menor sin esperar constelaciones deslumbrantes en sus ojos. Tal vez también hay una muchacha especial a la que transitar por un tiempo, y tal vez otros brazos calienten tu cuerpo hasta el fin de esta parrafada. Y tal vez suceda que seis meses después comprendas que querés recuperar aquel amor verde azul. El naranja tal vez te da más alegrías y el verde claro es tierno y generoso, pero por alguna razón, te encontrás extrañando aquel verde azul tan ingrato y ponzoñoso del que tuviste que renegar ante propios y extraños.

Todo amor, cuando termina, se lleva consigo un pedazo de nosotros. Es lógico, cada amante refleja un color único en nuestra paleta. Nunca nos repetimos, no somos la misma persona.


Nacemos, vivimos y morimos una vida nueva y diferente con cada amor. Pero llevamos esas agonías por siempre, agonías propias, inconfundibles, ineludibles y hermosas, de los amores pasados.

Pero ningún amor renace. Se remiendan, es posible. Podrías ir ya mismo a buscarla y la tentación es grande, y un impulso potente y vital te levita de la silla y te pone en camino pero debés resistirte. No vayas a buscar la huella del amor verde azul para jurarse hoy aquello que hasta ayer no supieron darse. El amor que se perdió, está perdido. Y sin embargo, hay todavía un camino para recuperarlo. Es un pasaje largo e ingrato, pero es el único que tiene alguna probabilidad de éxito. Todos los atajos conducen al inequívoco retorno de lo idéntico. Así que si querés embarcarte en esta aventura, deberás tener la paciencia necesaria para evitar la tentación de cortar camino. La espera dura aproximadamente diez años.


Hagamos matemáticas: si aquel amor fue tan grande y a la vez tuvo tiempo de enviciarse, saturarse y agotarse, no puede haber durando menos de dos o tres años. Ya lo avisamos: será un pasaje largo e ingrato. Diez años es el tiempo necesario para que ocurran una buena cantidad de cosas, entre ellas, que la mujer en cuestión tenga otros amores. Es necesario desaparecer del panorama y ser olvidado. Regalar ausencia e invisibilidad, pero no cómo estratagema, no estamos queriendo simular ausencia, no estamos intentando escondernos mientras observamos. Debemos desaparecer y enfilarnos hacia otras mujeres. Buscaremos en otras piernas momentos de gloria y hasta es posible que un nuevo amor nos haga desistir de la gesta, lo que es perfectamente aceptable. Pero supongamos que no, que no hay grandes amores, o si los hay, también duran su tiempo y luego de distraernos por uno, dos, tres, cinco años, salen de nuestra vida. En ese momento debemos recordar que todo esto es parte del camino que comenzamos a andar una vida atrás. Si bien es verdad que esos diez años son importantes para que tanto ella como vos se deslumbren y se acuesten y se


enamoren tal vez de otras personas, también lo es para que sufran nuevas pérdidas y decepciones y desamores. Deben probar el sabor amargo del desprecio con otros actores hasta que el gusto se separe de un rostro particular. En otras palabras, ese tiempo se usa para madurar y volverse un cínico. Ambos aprenden a descreer del amor más que del otro. Pero el motivo más importante, la razón fundamental de la gesta que se llevará una década de tu vida es darse espacio para renacer en la otra persona. Por eso pujamos por ser olvidados, y nadie puede aferrarse a una memoria enciclopédica y erudita del otro tanto tiempo. Entonces pasan siete, ocho, nueve y finalmente sí, diez años. Y creer o reventar, sos otra persona; por supuesto, sos la misma esencia y casi igual que ayer, pero con diez años más encima. Te has vuelto más paciente y más calmo. Allí donde ardía una pulsión irrefrenable ahora hay una tendencia moderada. Y así llega el momento cúlmine de nuestra gesta. Te presentarás ante ella –esto no es difícil hoy en día, donde aún habiendo perdido todo dato basta con un nombre y apellido para encontrar a cualquiera–. No te tientes, no averigües de más. No hace falta saber si está en


pareja, si está casada, si es amada o qué. Tu misión está casi completa, no la traiciones al doblar la última esquina. Ella te saludará, y es posible que achine los ojos queriendo saber si realmente sos vos. Da la excusa que quieras, si es necesario mentí un poco, pero no te armes de pretextos inútiles: invitala a tomar un café. No te expliques más de lo necesario, no entorpezcas la naturalidad de ese momento. Si se niega y escuchás en ese rechazo un titubeo, insistí y sé categórico: es tan sólo ir a tomar un café. Una vez allí, el resto debés intuirlo por tu cuenta. En el momento en que se sientan con la mesa de café de por medio y le dedicás una sonrisa amable con diez años de amor encima, haz cumplido tu misión y más allá de lo que resulte, debés darte por satisfecho. Pero tal vez y dando por tierra con los entuertos de aquella otra vida, la charla fructifica y hay risas y recuerdos amenos, y se cruzan un par de desengaños de la vida que ambos han vivido en este tiempo distanciados. Y por ahí hay un reconocimiento tácito de uno en el otro, un puente como el que hubo antaño, como cuando uno se enamora por vez primera, que no se está del todo seguro de si existe


de verdad o es apenas una ilusión efímera. Y ella te mira buscando ver en vos quien fuiste entonces, pero al mismo tiempo ve a alguien que no puede terminar de descifrar, ya que cómo bien es sabido, nadie vuelve a ninguna parte, y aquel que se va, se va para siempre. Me había olvidado tal vez de decirlo más explícito: la gesta es un tanto heroica porque implica una transformación, ya que aquel que llegará diez años después no es el que parte una década antes. Llegarás siendo otro, y con suerte, será aquel que fuiste el fantasma de este que sos hoy y no al revés. Y si el café es una puerta, si tus movimientos son gráciles, si tenés la serenidad propia de la edad y la sonrisa de aquel que eras cuando niño, si los movimientos en el espacio que los rodea se ordenan, quizás encuentren una lluvia compañera que sirva como excusa adolescente, alguien que tiene frío, una mirada que pide con timidez un minuto extra. Y es entonces que podrán amarse nuevamente como dos extraños conocidos, una mujer y un hombre que jamás se habían visto antes y sin embargo comparten un secreto que nadie más sabrá jamás. Y el pasado parecerá una ilusión, que es en realidad lo que es.


Escapa a mi sabiduría la estadística de éxito de esta empresa. Tal vez sólo uno de cada diez que lo intentan se salga con la suya, quizás más, quizás menos. Puedo decirte, hijo mío, que no hay tantos amores inoxidables, por empezar; si el tuyo es uno por el que vale la pena esperar la séptima parte de una vida, es algo que sólo vos podés descifrar. Ahora, dejá de llorar y levantate, tomá aire y salí a caminar. No busques la respuesta inmediata, dejá que el viento te susurre al oído en el momento oportuno. Mientras tanto, el mundo rueda a tus pies y te acuna con sus calles mojadas. La vida es igualmente sabrosa cuando más duele como cuando más complace.


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